Dreamhealer EL HOMBRE QUE SANA A TRAVÉS DE LOS SUEÑOS Sample

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ADAM

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(

EL

HOMBRE

QUE

SANA

A

TRAVÉS

DE

LOS

SUEÑOS

)

La verdadera historia

de una curación milagrosa

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Conocido sólo como A

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, el autor es un joven sanador a

distancia con increíbles dones.

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Agradecimientos

Me gustaría expresar mi gratitud a todos los que colaboraron
en la creación de este libro, por tener el coraje y la apertura
mental suficientes como para intentar hacer algo diferente. Ha
sido un proceso muy inspirador en cada uno de sus pasos.
Gracias a la doctora Effie Chow y al doctor Edgar Mitchell,
por sus estimulantes palabras de sabiduría. Gracias a mi her-
mana, por ser ella misma, y, por encima de todo, gracias a mi
madre y a mi padre, por creer en mí.

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El sueño

El sueño es una conexión mística con la energía universal que
expande la perspectiva de la vida hasta un estado de conciencia
no habitual.

Las personas interpretamos la realidad a través de los cinco

sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto. Nuestra conciencia,
por tanto, se basa en una pequeña cantidad de información de
entrada, si pretendemos evaluar la realidad únicamente a través
de esas cinco áreas sensoriales. Con los ojos, sólo vemos una
pequeña parte del espectro electromagnético. Con los oídos,
sólo escuchamos una fracción de todo el registro de frecuencias
conocidas. Y no tenemos modo alguno de cuantificar las can-
tidades ni los registros que percibimos a partir de los sentidos
del olfato, el gusto y el tacto.

A pesar de todo, nos vemos constantemente bombardeados

con información, tanto si podemos medirla como si no. Justo
es asumir que tenemos conciencia de todo ello y que reaccio-
namos ante ello. Por tanto, es la sensibilidad subjetiva la que
interpreta todos los datos sensoriales que recibimos, y esto deja
la puerta abierta para las capacidades humanas extendidas a la
hora de procesar la información, como la intuición, los senti-
mientos, las visiones y los sueños.

El sueño es nuestra visión de la salud perfecta.
El sanador es nuestro guía a lo largo de ese sendero.

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CAPÍTULO 1

El descubrimiento

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Percibir más allá de nosotros mismos es ver de verdad.

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ios debe de tener un gran sentido del humor, pues de
otra forma no sabría explicarme la ironía que supone el

hecho de haberme ubicado en este planeta.

Nací en una familia normal de clase media, en una gran

ciudad cosmopolita. Alrededor del 30 % de la población de la
zona es de ascendencia china y, si yo hubiera nacido en un
hogar de esta comunidad, mi singularidad habría quedado cu-
bierta con los canales culturales del qigong o del taoísmo. Se
me habría aceptado como un caso insólito, no como a un bi-
cho raro. Lo importante es que se me habría aceptado.

Después de los chinos, la siguiente minoría importante de

mi ciudad es la de la población procedente del este de la India;
y, si yo hubiera nacido en esta cultura, me habrían enviado a
un ashram para mi instrucción. También en esta cultura se
reconocen los talentos poco comunes, como el mío, como do-
nes que hay que cultivar y desarrollar. No sólo se aceptan, sino
que se respetan.

En cambio, las creencias y las costumbres de la cultura oc-

cidental a la cual fui asignado no parecen recibir bien todo
aquello que no sea común. Pretenden valorar el individualis-
mo, cuando en realidad lo que se acepta es la uniformidad. Es
una cultura a la que le gusta que todos hagan las mismas cosas,
que sean parecidos. Lo diferente se ve como algo extraño. En
el mejor de los casos, se tolera. Lo que se valora es lo que po-

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demos procesar con los cinco sentidos, y no lo que se encuen-
tra más allá de ellos. En la cultura occidental, la realidad debe
ser mensurable.

Yo nací con una mancha roja de nacimiento en forma de V

en el centro de la frente. Me han dicho que ésa es la «marca del
sanador», porque está situada en lo que se denomina el tercer
ojo. El tercer ojo es por donde un sanador canaliza su energía
para conectar con los demás con propósitos curativos. La V de
mi frente se ha difuminado considerablemente, hasta el punto
que, actualmente, a duras penas puede verse; pero sé que sigue
teniendo riego sanguíneo porque, cuando siento una emoción
intensa, aparece de nuevo.

Mi bisabuela por parte de mi madre veía las auras. El aura

es el campo energético que envuelve a todos los organismos
vivos. Ella creía que todo el mundo podía ver las auras. Fue a
los dieciocho años cuando descubrió que nadie más podía ver
lo que ella veía, de modo que decidió hacer caso omiso a esta
capacidad. Siguió viendo las auras, pero dejó de procesar la
información que aquel don le proporcionaba. Optó por igno-
rar su capacidad, en lugar de cultivarla. Muchas personas que
disponen de estas capacidades optan por conformarse a la
norma, en vez de explorar lo desconocido dentro de sí mis-
mas. Muchas veces me he preguntado cuán diferente habría
sido la vida de mi bisabuela si hubiera aceptado y cultivado su
don.

Mi padre tiene sangre india nativa americana por parte de

madre. Su familia pertenecía a la Nación India Penobscot, que
se encuentra en Maine. Siempre he disfrutado pensando en mi
legado nativo americano, y en sus conexiones con la naturaleza
y con la energía universal. Después de indagar un poco, descu-
brí que tengo parentesco con el último chamán sanador cono-
cido de los penobscot, Sockalexis.

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Aunque algunos chamanes utilizaban sus poderes para ha-

cer daño a sus enemigos, Sockalexis era conocido porque sólo
se dedicaba a curar, y, debido a esto, fue muy respetado y en
modo alguno temido por sus hermanos de tribu. Los chama-
nes tienen que ser humildes, y muy conscientes de sus forta-
lezas y debilidades, para poder hacer uso de sus habilidades
con el fin de ayudar a los demás. Deben ser capaces de utilizar
sus habilidades y sus poderes para adaptarse a cualquier situa-
ción. Para ello, se precisa un gran equilibrio de mente, cuer-
po, corazón y espíritu. La sanación debe ser una búsqueda in-
tuitiva de aprendizaje acerca de los demás y acerca de nosotros
mismos.

El encuentro entre estos dos mundos espirituales por parte

de mi madre y por parte de mi padre conformaron mi con-
ciencia inconsciente y me dirigieron a lo largo del camino sin
que yo me percatara de ello.

Muchas de las cosas que yo veo no son visibles para la ma-

yoría de las personas. Por ejemplo, yo veo las auras. Yo veo el
aura como un resplandor luminoso, con distintos colores y
patrones.

La gente, los animales e incluso las plantas tienen aura, cosa

que indica que los organismos vivos están en funcionamiento.
Debido a esta capacidad para ver el aura, nunca tuve ningún
problema a la hora de diferenciar entre la realidad y el mundo
de fantasía de la televisión. Me acuerdo de estar viendo la tele-
visión cuando era niño y de decirles a mis padres que había
personas «reales» y personas de televisión. Los campos áuricos
de las personas y de todo ser vivo se pierden durante la trans-
misión de las señales de televisión; de ahí que yo viera a las
personas en la televisión como totalmente diferentes del resto
de las personas. Aquello fue muy útil para determinar la dife-
rencia entre lo real y lo ficticio.

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Mi capacidad para ver el aura me supuso también algunos

problemas, como podrá usted imaginar. Siendo niño, yo no
disfrutaba jugando al escondite. No es porque yo fuera antiso-
cial o porque fuera demasiado tímido. Simplemente es que no
le encontraba la gracia al juego. Aunque alguien se escondiera
detrás de un árbol, seguía siendo visible para mí: veía su aura
asomar por los lados del árbol. Me resultaba tan absurdo como
le sería a cualquier persona que un hombre grande intentara
esconderse detrás de una escoba. Yo no sabía que los demás no
eran capaces de ver lo que yo veía. Eso fue algo que tuve que
aprender. Pero, hasta que lo descubrí, la gracia de aquellos jue-
gos me resultó desconcertante.

Cada vez que salía a la naturaleza con mi familia, yo detec-

taba a los animales antes que los demás. Para mí, las auras de
los animales eran visibles a través de los arbustos o de la male-
za. Muchas veces, cuando iba con mi familia en el automóvil,
yo era el único que veía determinadas cosas. Pero, a veces, ellos
veían de pronto lo que yo había visto, y entonces era cuando
me creían. Forma parte de la naturaleza humana creer sólo lo
que podemos ver. En cierta ocasión leí que «la visión es la ca-
pacidad para ver lo que no está ahí». Yo veo y siento la co-
nexión universal de todos los seres vivos, los seres humanos,
los animales y las plantas. Siempre la veo.

Ya en el instituto, tuve que aprender a atenuar mi visión de las

auras. Las auras me saltaban a la vista con su resplandor, y aque-
llo terminó convirtiéndose en un problema. Pero, al atenuarlas,
conseguí un interesante resultado: que mi intuición, o capacidad
psíquica, se incrementó. En lugar de «ver» auras e interpretarlas,
era capaz de recoger la información directamente a través de la
intuición. Simplemente, «sabía» las cosas, como si dispusiera de
un sentido nuevo, basado en el conocimiento. Pero en el institu-
to no se aceptaba ni se comprendía este fenómeno.

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Muchas personas pueden ver las auras, o bien fueron ca-

paces de verlas en algún momento de su vida. Cuando observo
a los bebés, me doy cuenta de que la mayoría de ellos son
conscien tes del aura de las personas. Si yo hago algún cambio
en mi aura (por ejemplo, proyectándola, a través de mis pen-
samientos y de mi intención, por encima de mi cabeza), los
bebés siguen los movimientos de mi aura con los ojos. Ver las
auras no es algo que se cultive en los niños, principalmente
porque la mayoría de los padres no saben que sus hijos dispo-
nen de esa habilidad. Algunos niños se ven obligados a repri-
mirla, dado que los padres tienen miedo de que etiqueten al
niño como mentalmente inestable. Las creencias religiosas de
una familia pueden plantear también un serio problema a la
hora de aceptar algo como esto. Los médicos quizás prescriban
fármacos para «detener las alucinaciones», y es que, en defini-
tiva, la sociedad quiere que pensemos y creamos que esto es
algo que hay que arreglar.

En el siglo

XVII

, a la gente que disponía de capacidades es-

peciales para curar a los demás la llamaban brujos o brujas, y
se les quemaba en la hoguera. Las autoridades y los eruditos de
entonces hacían todo lo posible por mantener a la gente en la
ignorancia de lo que estaba ocurriendo. Pero no podían estar
más equivocados. Las capacidades especiales, como la mía, de-
ben cultivarse y comprenderse con el fin de que sean benefi-
ciosas para toda la humanidad.

Nuestro pensamiento tiene todavía mucho camino por re-

correr. Pero ahora ya sé que lo que experimento no es bien
comprendido ni aceptado. Al contrario, normalmente se suele
temer y malinterpretar. Aprendí muy pronto en la vida que un
niño normal, con unas zapatillas deportivas y una camiseta de
manga corta, tiene que guardar silencio y no contarle a nadie
sus diferencias.

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Afortunadamente, mis padres fueron lo suficientemente

raros y especiales como para aceptar mi singularidad. Aún
más, fueron capaces de darse cuenta de que yo necesitaba una
orientación especial, de que precisaba un mentor, como se
dice en algunas ocasiones. Tuvieron el coraje y la sabiduría de
permitirme ser yo mismo. Dentro del contexto de un entorno
familiar dominado por el cariño y con una mentalidad abierta,
mi don pudo crecer y prosperar. Siempre les estaré agradecido
porque, gracias a ellos, tuve la ocasión de desarrollar aquel po-
tencial.

No debió de ser fácil para ellos pues, cuando llegué a la

adolescencia, comencé a tener experiencias telequinésicas, algo
que me sumió en el desconcierto y que, sin duda, les descon-
certó a ellos un poco más que a mí. Al principio no me creye-
ron. Es comprensible; aquello era muy difícil de creer y de
aceptar. Fue especialmente complicado para mi padre, que
siempre busca una explicación científica para todo. Para mí
fue más fácil, porque lo que me sucedía se convirtió en algo
normal. Al fin y al cabo, yo no conocía otra cosa.

Las cosas extrañas parecían ocurrirme siempre a mí. Los

objetos comenzaban a volar por el dormitorio cuando iba a
agarrarlos. A veces, el lápiz con el que estaba escribiendo co-
braba vida y pensamiento propio y salía volando por la habi-
tación. Pero lo peor es cuando esto me sucedía en el instituto,
y todo el mundo pensaba que lo que yo hacía era lanzar los
objetos. Claro está que dejé que lo creyeran. Era más fácil eso
que decirles que los objetos se movían por sí solos. Yo no sabía
por qué ni cómo ocurría aquello, pero aprendí a vivir con
ello.

Pero la primera vez que mi bicicleta dio una vuelta de

360 grados, mientras iba yo montado en ella, fue cuando supe
que mis diferencias eran ciertamente grandes. Mi madre esta-

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ba conmigo cuando sucedió, y casi no pudo creerse lo que
había visto con sus propios ojos. Claro está que yo me sentí
encantado de que lo viera. Es difícil pasar por alto cosas que tú
sabes que no son normales. Pero aún es más difícil cuando los
demás se niegan a creerlo.

Intenté ocultarle al mundo lo que me estaba ocurriendo,

y tuve bastante éxito en este empeño. Pero se me hacía im

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posible ocultárselo a mis padres. Hacíamos muchísimas activi-
dades juntos, en familia, y tuvieron ocasión de presenciar el
número suficiente de sucesos extraños como para que mi pa-
dre, con toda su mentalidad científica, tuviera que aceptar la
realidad. Él mismo había visto cómo distintos objetos salían
disparados hacia el techo con fuerza en el momento que yo
alargaba la mano para agarrarlos.

Pero el punto crucial para él llegó, no obstante, un día en

que estábamos en el gimnasio haciendo ejercicio. Unas pesas
de veinte kilos se cayeron de su sujeción, cerca del lugar donde
yo me encontraba de pie, y no le dieron en la cabeza a mi pa-
dre por pocos centímetros. Pensamos que la sujeción debía de
estar defectuosa, y nos pasamos un buen rato intentando repe-
tir lo que había ocurrido, pero fue en vano. La sujeción no
tenía ningún defecto. Fue entonces cuando mi padre com-
prendió finalmente que todos aquellos acontecimientos inex-
plicables estaban ocurriendo de verdad.

Después de aquello, cambió de actitud y desarrolló una

curiosidad insaciable respecto a mis capacidades, y tanto él
como mi madre se centraron en cómo podrían ayudarme a
desarrollar mis dones. Juntos, comenzamos el viaje.

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CAPÍTULO 2

Comienza el viaje

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En el futuro, la capacidad para sanar con el pensamiento

será la norma.

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M

i padre es ese tipo de persona que a uno le gustaría te-
ner cerca en caso de emergencia. Es un hombre calma-

do, equilibrado e imperturbable. Es esa persona que, en una
situación crítica, toma el mando y emprende la acción. Pero
mi padre llegó a preocuparse mucho al principio, cuando
aceptó lo que me estaba ocurriendo. ¿Sería peligroso para mí?
¿Sería peligroso para los demás? En algún sitio tendría que
haber respuestas, pero, ¿dónde buscar?

Presa del pánico, mi madre le telefoneó a mi abuela en una

llamada de socorro. En circunstancias normales, los consejos
de la abuela se seguían al pie de la letra. Pero pronto se hizo
evidente que ésta no era una situación típica de la infancia o,
al menos, no era una situación en la que ella tuviera experien-
cia. Lo primero que les aconsejó a mis padres fue que llamaran
al pediatra. Pero no hizo falta mucho para que todos los im-
plicados comprendieran que aquélla no era la mejor solución.
Mi madre se acordó de una mujer a la que había conocido al-
gunos años atrás. Aquella mujer tenía la capacidad de ver
las auras y el flujo de lo que ella llamaba la energía externa. Mi
madre la telefoneó y le pidió que nos recibiera con urgencia.
Fuimos a verla poco después de mis episodios de lápices vola-
dores y de bicicletas que daban la vuelta en redondo, pero no
teníamos ni idea de qué podíamos esperar de ella.

Pero fue magnífico. Por vez primera, pude conectar total-

mente con alguien con quien podía hablar de lo que yo había
pensado que todo el mundo podía ver y sentir: el flujo de la
energía. Ella me enseñó varios senderos y patrones para rediri-

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gir mi energía con el fin de lograr diferentes efectos y emocio-
nes. Lo que yo estaba sintiendo era tan visible para ella como
para mí.

La mujer me explicó que el giro brusco de la bicicleta era

una explosión de energía, como una especie de electricidad es-
tática no intencionada, que ocurría cuando yo no estaba con-
centrado en mi flujo de energía. Me dijo que tenía muchísima
energía, y que tenía que modularla adecuadamente. Supuso un
gran alivio saber que aquella energía no podía hacerle daño a
nadie, ni tampoco a mí mismo. Y creo que tenía razón, porque
no volví a tener giros bruscos con la bicicleta desde el momen-
to en que comencé a dirigir mi energía de otras maneras.

La mujer me pidió que extendiera los brazos a los lados,

todo lo que alcanzaran, para enviar la energía desde una mano,
circundar la tierra y recibirla en la otra mano. Fue maravilloso
ver esta energía, que ella denominaba aura. Fue la primera vez
que escuché aquella palabra. Para mí fue muy tranquilizador
saber que había otras personas que podían ver esta energía, y
nos sumergimos los dos en la tarea de cambiar los patrones de
mi aura.

Mi madre se pasó la sesión allí sentada, sin pronunciar ni

una palabra; todo aquello era nuevo para ella. Pero, decidida-
mente, no era nuevo para mí. Yo comprendía con toda clari-
dad lo que estaba ocurriendo. Por fin podía controlar mi ener-
gía. Esto supuso un gran alivio para mí, al igual que para mis
padres. El hecho de que una persona adulta y sensata fuera
capaz de describir lo que estaba ocurriendo nos ayudó a com-
prender que aquello era algo normal en mi caso. Cuando nos
despedíamos, la mujer nos aconsejó que buscáramos ayuda en
el qigong (pronunciado «chi gong»). Qi, que a veces se escribe
«chi», significa «energía» o «fuerza vital». Gong significa «disci-
plina» o «trabajo».

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«Con la cantidad de energía que tiene, podría ser un gran

maestro en una semana», le dijo la mujer a mis padres. Desde
entonces, he descubierto que normalmente hacen falta déca-
das de estudio entregado para llegar a ese nivel.

Siguiendo sus indicaciones, concertamos una cita con un

maestro de qigong de la ciudad. Me resultó muy interesante
observar su demostración de cómo emitir el chi, que surgía de
su cuerpo a través de las puntas de sus dedos. ¡Qué experiencia
poder ver aquello! Aquel hombre tenía un aura grande y do-
rada, que parecía fluir armoniosamente. Sentí curiosidad, y
quise aprender más acerca de los sistemas de energía.

Aquel encuentro supuso un punto de inflexión en mi vida.

Había descubierto que podía controlar y canalizar mi ener-
gía. Ya no estaba coqueteando con la locura sino, más bien,
ex plorando un don que otras personas compartían. A partir
de aquí, me embarqué en la parte de autodescubrimiento de
mi viaje.

EL DESCUBRIMIENTO DE LA SANACIÓN

Dos días después de la reunión con el maestro de qigong, mi
madre se vio aquejada por un intenso dolor, por una neuralgia
de trigémino, un dolor lacerante en la cara y el oído, debido,
en la caso de mi madre, a una esclerosis múltiple, una enfer-
medad neurológica. Le habían diagnosticado la esclerosis múl-
tiple cuando yo era muy pequeño, de modo que aquello no era
nuevo para nadie en la familia.

Aquella noche en concreto, mi padre, mi hermana y yo

estábamos viendo la televisión, y mi madre estaba arriba, en su
dormitorio, amortiguando sus lamentos en la almohada. En
ocasiones como aquélla, nos sentíamos impotentes por no po-

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der aliviarle su dolor, de ahí que mi madre prefiriera estar sola.
Como tantas otras veces, el dolor le resultaba poco menos que
insoportable. Pero, finalmente, subí a su habitación.

«Cierra los ojos, mamá», le dije mientras le ponía las manos

sobre la cabeza. No sé realmente por qué hice aquello. Fue
como si supiera lo que tenía que hacer. Mi madre obedeció, y
yo sentí cómo el dolor abandonaba su cuerpo y entraba en el
mío. Era un dolor horrible.

Me fui a mi cama y me derrumbé con un punzante dolor

de cabeza, mientras mi madre se quedaba dormida, ya sin do-
lor. Mi madre ha mejorado mucho desde aquella noche, y
ahora podemos hacer más cosas juntos, en familia.

Aquél fue otro punto más de inflexión para mí a la hora de

comprender mis dones. Había sellado mi viaje hacia la sana-
ción. Todo parece suceder por algún motivo, y la enfermedad
de mi madre no era una excepción. Aquello no era una coin-
cidencia, sino una señal. Me permitió iniciar mi viaje hacia la
sanación desde un punto en el que no había temor alguno,
con la única intención de ayudar a mi madre.

Si no hubiera sido por la enfermedad de mi madre, es muy

probable que no me hubiera metido de cabeza en la sanación;
lo más normal es que hubiera ido entrando en ello poco a
poco, años después. El hecho de ver sufrir a una persona a la
que quieres fue la inspiración que yo necesitaba para reaccio-
nar, sin pensar en si podría o no ayudar, ni siquiera en si sería
posible. Como llevado por un piloto automático, hice lo que
podía hacer y realicé otro descubrimiento: que podía curar.

Pero entonces se nos planteó un nuevo problema. Yo había

absorbido su dolor y me lo había quedado para mí, de modo
que mis padres comenzaron a preocuparse una vez más.
No querían que yo curara, si eso iba a suponer que el que se
ponía enfermo iba a ser yo. Sin embargo, yo me sentía instin-

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tivamente atraído por la sanación. Mientras iba en el automó-
vil con mis padres, solía percibir las lesiones y las enfermeda-
des de las personas que veía a nuestro paso.

Me acuerdo de una ocasión en que estaba con mi padre en

la sala de espera del médico. En la sala había otros cuatro niños
(uno de ellos un bebé), delante de nosotros, con sus padres.
Mi capacidad para ver las auras está activa en todo momento,
de manera que mi atención se vio atraída de un modo instin-
tivo hacia la lectura de las auras de los niños. Claro está que
ellos no eran conscientes de lo que yo estaba haciendo. Pude
ver con claridad que el aura que rodeaba los pulmones del
bebé estaba como ardiendo. Me alteraba no poder decirle nada
al médico acerca de aquello, dado que el bebé era incapaz de
explicar sus síntomas.

La sanación y la salud se convirtieron en un tema predomi-

nante en mi vida. Al principio, hice algunos tratamientos en-
tre los compañeros de trabajo de mi padre. Se trataba de per-
sonas que no podían guardar relación alguna con mis amigos
del instituto ni con nuestros vecinos, por lo que no me sentía
amenazado por el hecho de que se enteraran de mis extrañas
habilidades. La mayoría de ellos tenía la edad de mi padre, y
en la mayor parte de los casos se trataba de antiguas lesiones
deportivas y dolores diversos. Uno de sus compañeros tenía
una lesión en el cuello desde hacía quince años, fruto de un
accidente de esquí. Girar la cabeza mientras conducía su auto-
móvil era todo un problema para él. Después de sólo un trata-
miento, aquel hombre recobró la casi total movilidad del cue-
llo, y el dolor crónico desapareció. Se difundió la voz poco a
poco en la oficina, y terminé estando muy ocupado. Durante
aquella época aprendí mucho con la práctica.

Pero mis padres aún no las tenían todas consigo, de modo

que no estaban muy relajados en lo relativo a mis experiencias

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sanadoras. Les preocupaba que yo pudiera contraer una enfer-
medad grave mientras aprendía y practicaba nuevas técnicas.
Después de muchas noches sin dormir, llamaron a la doctora
Effie Chow, una gran maestra de qigong.

Mi madre había conocido a la doctora Chow varios años

antes, en una demostración de qigong. La doctora Chow es la
fundadora y presidenta de la East West Academy of Haeling
Arts (Academia Oriental-Occidental de Artes Curativas) de
San Francisco. En julio del año 2000, el presidente de Estados
Unidos, Bill Clinton, designó a la doctora Chow para la Co-
misión de la Casa Blanca sobre Política de Medicinas Comple-
mentarias y Alternativas, compuesta en un principio por quin-
ce miembros. La doctora Chow tiene un doctorado en
educación superior y un master en ciencias del comportamien-
to y comunicaciones. Es enfermera psiquiátrica y de salud pú-
blica titulada, acupuntora y gran maestra de Qigong, con
treinta y cinco años de experiencia.

Aun con sus cualificaciones y su ocupada agenda, se las

ingenió para encontrar tiempo para venir a nuestra ciudad y
cumplir el papel de mentora conmigo durante tres días. El
tiempo que pasé con ella fue ciertamente valioso, y jugó un
importante papel a la hora de orientarme en la dirección co-
rrecta. Me habló de cosas muy importantes, como el modo de
conectar con la tierra y cómo se mueve la energía. Pero, por
encima de todo, ayudó a mis padres para que dejaran de preo-
cuparse con mis inusuales capacidades. Les enseñó a aceptarlas
tal como son y les hizo comprender que aquello era un don,
un regalo. También nos dejó algunas ideas verdaderamente
preciosas, que yo siempre recordaré.

Una de las que sobresale entre las demás es la de que «todos

necesitamos al menos tres risas al día de esas en las que termina
doliéndote la barriga». Yo quizás tenga la capacidad para curar

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a alguien, pero de esa persona depende mantenerse sana des-
pués. Esa persona debe ser capaz de disfrutar de la vida y de
mantener un sano sentido del humor. Se ha demostrado que la
risa ayuda a la gente a curarse y a mantenerse bien. La risa
funciona, ya sea porque provoca la secreción de determinadas
sustancias químicas en el organismo o por el mero hecho de
pasárselo bien.

La doctora Chow me ha orientado de otras muchas formas

en las artes curativas, y le estoy muy agradecido por ello. Fue
estupendo poder hablar con alguien con experiencia en la sa-
nación energética. Ella llevó a cabo sorprendentes demostra-
ciones energéticas en uno de sus talleres, al que asistimos mi
padre y yo.

Para mí, aquellas demostraciones energéticas demostraron

aún más si cabe hasta qué punto llega la interconexión entre
las personas, dado que pude ver, por medio de nuestras auras
conectadas, la energía que los demás podían sentir. Un cambio
en el campo energético de una persona afectaba a todas las
demás que estuvieran dentro o cerca de ese campo de energía.
Si una persona se encuentra en un estado de ánimo negativo,
todas las personas a su alrededor mostrarán la tendencia a sen-
tir en negativo. Sin embargo, si estás cerca de alguien que sea
positivo, tú también tenderás a tener un estado anímico posi-
tivo.

Una de las técnicas más importantes que aprendí de la doc-

tora Chow fue la visualización. Cuando conocí a la doctora
Chow yo tenía una experiencia muy limitada en la técnica
para eliminar bloqueos energéticos en las personas. Ella me
enseñó a visualizar diferentes herramientas para eliminar blo-
queos energéticos, y con ello logré ser bastante más eficaz en
mis sanaciones. Por ejemplo, cuando yo veía a alguien con
esclerosis múltiple, la enfermedad tenía ante mis ojos el aspec-

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to de una multitud de granos de arena de color verde. Lo que
solía hacer era visualizarme recogiendo los granos de uno en
uno y arrojándolos. Pero me di cuenta de que esta técnica era
muy poco eficaz, dado que los bloqueos volvían tan pronto los
quitaba. Cuando le conté a la doctora Chow lo que estaba
haciendo, me explicó un modo más eficaz de visualización.
Descubrí que era más eficaz visualizar que absorbía como con
una aspiradora los granos de arena, y que luego me deshacía de
los bloqueos de energía.

Aprendí que la imaginación es la más poderosa herramien-

ta en la sanación. Darme cuenta de esto me permitió partici-
par activamente en mi propia evolución como sanador. Ad-
quirí la suficiente confianza en mí mismo como para aprender
a través de la experiencia, en vez de depender de las habilida-
des adquiridas de los demás. Comencé a experimentar y apren-
dí lo que funcionaba mejor en mi caso. Algún día será normal
la sanación a través del pensamiento y de la imaginación. No
existen límites para esta nueva realidad curativa.

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