Nuestro Circulo 677 AJEDREZ Y FILOSOFÍA, 15 de agosto de 2015

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2020

Nuestro Círculo


Año 14 Nº 677 Semanario de Ajedrez 15 de agosto de 2015

AJEDREZ Y FILOSOFÍA

Por José Biedma López

Sé por experiencia que el aje-

drez puede convertirse para
algunos en una obsesión. Tal

vez tengan razón aquellos que

lo consideran demasiado para

ser un juego y demasiado poco

para ser una ciencia (Flaubert,

Unamuno, Ramón y Cajal…). Es
inevitable que si un filósofo se

entusiasma por “el rey de los

juegos”, lo tome por objeto de su

reflexión filosófica. Como les

pasa a las corridas de toros, o a
las ciudades, por primitivas,

gregarias, crueles, ruidosas o

banales que resulten en sí, se

enriquecen con el arte y la litera-

tura que han inspirado. Uno

puede recoger si no toda, parte
de esta literatura, de esta tradi-

ción para dar sentido o hacer

significativa la propia pasión. Es

lo que ha hecho con gran ame-

nidad y competencia nuestro
colega Francisco J. Fernández

en El Ajedrez de la Filosofía,

Plaza & Janés, Madrid, 2010,

convencido de que el ajedrez no

es sólo una formidable gimnasia

y un tónico mental, sino que
permite una aproximación multi-

disciplinar. El autor se doctoró

con una tesis sobre Leibniz,

amplió estudios en la Sorbona,

ha sido profesor de universidad
y en la actualidad ejerce como

profesor de Secundaria en Mar-

molejo (Jaén), donde anima la

vida cultural y ajedrecística. El

libro está lleno de anécdotas

sabrosas, como la de que Rous-
seau dio el “mate de la coz” a

David Hume, en 1766, poco

antes de su sonada enemistad.

Pero es también un libro auto-

biográfico, un relato de cómo el
autor se relaciona con el juego,

con el aprendizaje, la enseñanza

(o el purgatorio de la enseñan-

za) y con la vida (decursus vi-

tae). Como padecí la misma
pasión que Francisco por el

ajedrez y por los sacrificios

románticos en ajedrez (el princi-

pal es el de la dama, a la que

dejaba abandonada los domin-

gos para ir de pueblo en pueblo
en competiciones provinciales

de tercera), y consagraba como

él una gran parte de mi tiempo

libre al estudio de este juego

infinito, me ha sido fácil simpati-
zar con su juego, quiero decir,

libro. He leído muchas de las

obras maestras a las que se

refiere, de Stefan Zweig, de

Nabokov, Fredric Brown, Fer-

nando Arrabal… Sin embargo,
estoy menos persuadido que el

autor de que el ajedrez ofrezca

posibilidades filosóficas “que

sólo muy es casamente han sido

por ahora tenidas en cuenta”

(pg. 29). Los filósofos harían

muy bien, desde luego, en to-
marse completamente en serio

este juego si el mundo fuera una

superficie plana de 64 escaques

con solución de continuidad, 32

trebejos de dos colores distintos
y unas reglas precisas cuya

aplicación controla una federa-

ción internacional. Por suerte, el

mundo es otra cosa. Sin embar-

go, la filosofía no tiene por qué

renunciar a la imagen, al juego o
al humor. Sin duda, el ajedrez

ha sido una metáfora recurrente:

para el físico Richard Feynman

el mundo es algo parecido a una

gran partida de ajedrez jugada
por los dioses, pero nosotros no

conocemos las reglas del juego,

sólo podemos observar las ju-

gadas; para el lingüista Saussu-

re: “Una partida de ajedrez es
como la realización artificial de

lo que la lengua nos presenta en

forma natural”. A mi juicio, ese

“como” no debe tomarse dema-

siado en serio, no sólo porque el

ajedrez sea un juego de infor-
mación completa, donde no se

especula con una información

privilegiada, al contrario que el

juego de la lengua, sino porque

la lengua moviliza muchas más
piezas y casillas, infinitas, y

también porque sus casillas

cambian de color a medida que

se juega, cambian las reglas de

sentido y también cambia el

sentido de las reglas. Debo de
agradecer a esta obra el haber-

me enterado de que nuestro

singularísimo Agustín García

Calvo, cuyo estudio serio deber-

íamos emprender todos alguna

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2021

vez en la vida, haya dedicado

tantas páginas al ajedrez. El

Ajedrez de la Filosofía ha tenido

también la virtud de motivarme a
la lectura de Leibniz –ya me lo

advirtió Lourdes Rensoli Laliga,

que es una de las mejores co-

nocedoras de las obras de Leib-

niz a nivel internacional. Este

“endiablado entretenimiento” no
sólo da juego, sino también

asunto para lecciones de ética o

estética; para reflexiones sobre

inteligencia artificial (computa-

ción versus evaluación, ¿es
posible alcanzar un algoritmo del

ajedrez?); para distinciones

entre reglas de constitución y

reglas de aplicación: las prime-

ras no pueden ser discutidas, las
segundas sí y marcan estilos o

“sistemas de juego”; para análi-

sis del juego como una dialécti-

ca (por ejemplo, decimos que un

jugador “refuta” un gambito

aceptándolo), un diálogo en el
que el pensamiento del otro

cuenta tanto como el propio

(¿puede el alma dialogar consi-

go misma sin perder su armon-

ía?); o puede ser tenido en con-
sideración como una muestra de

la arquitectura leibniziana de los

mundos posibles, en el que

caminamos desde la indetermi-

nación aparente de la apertura

hasta la determinación
del jaque mate o de la Zugz-

wang (jugada obligada perdedo-

ra); y en fin, el ajedrez da para

exámenes críticos de la jurispru-

dencia o revisiones de la filosof-
ía de la historia o de la política.

Es un consuelo saber que en el

ajedrez, al contrario que en el

maquiavelismo político, la menti-

ra y la hipocresía no sobreviven

(Lasker), y siempre pierde el que
juega peor, a menos que se

hagan trampas y no haya autori-

dad que las denuncie y sancio-

ne. “Tal vez –escribe nuestro

colega- sólo haya otro espectá-
culo en el que el fingimiento se

pague tan caro: la tauromaquia

(“sabio ajedrez contra el funesto

hado”, decía Gerardo Diego a

propósito de Joselito el Gallo).

Ese rigor del ajedrez es el que
brilla por su ausencia en las

altas esferas de la cultura, inclu-

so en discursos tan elaborados

como el filosófico. El jugador de

ajedrez puede resultarnos y ser

tan extravagante como Fischer o
Alekhine y, naturalmente, pue-

den ser mejores o peores per-

sonas, pero en el tablero el

esnobismo vano se paga per-

diendo. La pericia allí no puede
ser representada sino que ha de

acontecer, como en la tauroma-

quia, si no, nada separaría al

domador de leones del torero.

Como en la Ética de Aristóteles
o en la Crítica kantiana, la pru-

dencia debe ir allí acompañada

de la habilidad, y la teoría de la

práctica. Como el juego mismo,

cada partida de ajedrez tiene su

historia. Henri Poincaré se sirvió
de ello para mostrar la necesi-

dad de la intuición en el seno de

las matemáticas, y cómo éstas

no eran un juego puramente

lógico, pues comprender una
partida es algo más que anotar

que cada jugada se ha hecho de

acuerdo a ciertas reglas. Las

posiciones iniciales de las pie-

zas pueden interpretarse como

axiomas, sus movimientos re-
glados como reglas de transfor-

mación, y las posiciones que se

siguen de sus jugadas como

teoremas… Pero el ajedrez tiene

también un dimensión pragmáti-
ca que lo golpea desde el exte-

rior… un curioso ejemplo es el

nacimiento del Gambito Evans

por culpa de un golpe de mar,

según reza la leyenda (pg. 94).

Y no basta con atenerse a las
reglas y mantener la concentra-

ción en un medio pacificado

para jugar bien, también es

necesaria la capacidad de juicio

(Urteilskriaft). “Lo que no se
puede enseñar”, según Kant: la

facultad de aplicar reglas o de

distinguir cuándo la regla es

aplicable al caso, lo que deno-

minamos “sano entendimiento” o

“sentido común”. ‘Spiritus ubi
vult spirat’, -escribe el autor,

citando el Evangelio de San

Juan. No faltan tampoco en El

ajedrez de la Filosofía las refe-

rencias psicológicas, desde el

Examen de ingenios (1575) de
Juan Huarte de San Juan, don-

de se afirma que “el juego del

ajedrez es una de las cosas que

más descubren la imaginativa”, y

que se relaciona más con el
ingenio que con el entendimien-

to o la memoria. ¿Requiere el

ajedrez de un talento específico,

como parece afirmar Feijoo en

sus Cartas eruditas? Puede.
Puede que Kasparov no tenga la

inteligencia general y abstracta

que tuvo Hegel, sin embargo, en

su obra Mis geniales predeceso-

res interpreta la historia del

ajedrez como algo básicamente
orientado hacia sí mismo, como

el alemán la historia de la filosof-

ía. ¿Megalomanía, narcisismo

genial? ¿Qué es eso de ser un

genio del ajedrez? Para resolver
esta interrogante, Francisco J.

Fernández echa mano de Kant.

Tres son las características que

definen a un genio en general:

Originalidad, naturalidad y ejem-

plaridad; o sea, capacidad para
crear algo nuevo sin esfuerzo

aparente y convirtiéndose en

modelo aleccionador… Los

jugadores de ajedrez pueden ser

originalmente naturales, tal vez,
pero ¿no está el ajedrez dema-

siado encerrado en sí mismo

como para que podamos aplicar

en otros terrenos las maravillas

que en él encontramos? Eviden-

temente, por mucho que se
empeñe Kasparov, no es la vida

la que imita el ajedrez. El aje-

drez simula una batalla entre

dos conciencias, sublima una

guerra entre dos inteligencias
que cuentan con los mismos

efectivos. ¿Pero no dijo Herácli-

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2022

to que la vida misma es ho po-

lemós, lucha y guerra? ¿Y no

dice Gustavo bueno que siem-

pre que se piensa se piensa
contra otro? En fin, prefiero

pensar que la dialéctica filosófi-

ca pueda ser más una conver-

sación infinita, aun en el sentido

aristotélico de una indagación

meramente probable o plausible
(de plauso, aplaudo), que una

polémica donde uno de los ju-

gadores tenga que resultar sin

remedio eliminado, y ambos se

empeñen en acabar del todo con
las posiciones del adversario. En

fin, la naturaleza misma ofrece

todas las gamas del gris, y en

ella es raro lo blanco y negro, la

mayoría de nuestros razona-
mientos prácticos no tienen

nada que ver ni con demostra-

ción ni con la dialéctica todo o

nada (verdad/falsedad). Ema-

nuel Lasker, campeón del mun-

do entre 1894 y 1921, fue un
temible adversario hasta los

sesenta y siete años, hazaña

que nadie ha podido emular.

Este prusiano, matemático y

filósofo, lo expresó muy bien: “El
ajedrez no es certidumbre. Y

cuando llegue a serlo, el ajedrez

habrá cesado de ser útil”. Por

eso es una verdadera virtud

ajedrecística replantearse una

combinación emprendida, dar
marcha atrás o encauzarla hacia

un sitio insospechado (pg. 179).

Como en la vida, creemos que

controlamos el entorno, y lo

controlamos hasta cierto punto,
pero debemos plegarnos tam-

bién a sus presiones si quere-

mos sobrevivir. Las piezas de

uno forman parte de uno mismo,

somos nosotros, su alma, sus

sistema, y de nada sirve quejar-
se de tener dos caballos en vez

de tres o de haber perdido un

peón en un descuido, uno tiene

que seguir luchando, sobrepo-

nerse y ofrecer toda la resisten-
cia que pueda hasta el final. Lo

que distingue a un gran maestro

de un jugador mediocre (y lo sé

a causa misma de mi mediocri-

dad) es sobre todo la eficacia

del gran maestro a la hora de
hacer valer una ventaja, por

mínima que ésta sea. He tenido

la misma experiencia del autor,

cuando competía, ajedrecísti-

camente hablando, de perder

una partida en su final, por des-
cuido, pereza, falta de atención,

cuando había salido con mucha

ventaja después de las compli-

caciones del medio juego, que

siempre me han gustado más
que las sutilezas posicionales de

los finales. Lo mío en ajedrez –

como buen andaluz- es el abiga-

rramiento, el barroquismo com-

binatorio… Pero “hasta el rabo
todo es toro”, podríamos decir.

“Es demasiado triste que en la

vida pueda pasar como en el

ajedrez, en el cual una mala

jugada puede forzarnos a dar

por perdida la partida, con la
diferencia de que en la vida no

podemos empezar luego una

segunda partida de desquite”

(Freud, cit. en pg. 186, nota 15).

Por mucho que nos resistamos a
que lo convencional sea arbitra-

rio, hay que reconocer que el

ajedrez es una ficción humana.

Gracias a Dios, no pierdo la

cabeza ni la reina de mi casa

cada vez que amenazan de
muerte a mi rey. Y siempre revi-

vo con la posibilidad, aun lejana,

de una revancha. En un impre-

sionante cuento de Fredric

Brown, que sin duda conoce
Francisco J., titulado “Final”, una

de las piezas cobra vida para

lamentar más la incredulidad

que la muerte del obispo Tibault

(el álfil blanco): “luchamos y

morimos, pero no sabemos por
qué”. Había dejado de creer en

Dios para creer en dioses que

jugaban con nosotros y no se

preocupaban en absoluto de

nosotros como personas”… “sin
fe no somos nada”. Por fin las

blancas triunfan –menos mal-.

Una voz que procede del cielo

dice serenamente: “Jaque ma-

te”. Pero entonces ocurre lo

peor, todos, blancos y negros se
precipitan hacia una caja mons-

truosa, como un enorme ataúd.

“El rey, mi señor feudal, también

se desliza sobre el tablero… “No

es justo; no está bien; no es…”

AJEDREZ I Y II DE BORGES

I

En su grave rincón, los jugadores

rigen las lentas piezas. El tablero

los demora hasta el alba en su severo

ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores

las formas: torre homérica, ligero

caballo, armada reina, rey postrero,

oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,

cuando el tiempo los haya consumido,

ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra

cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.

Como el otro, este juego es infinito.

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada

reina, torre directa y peón ladino

sobre lo negro y blanco del camino

buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada

del jugador gobierna su destino,

no saben que un rigor adamantino

sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero

(la sentencia es de Omar) de otro tablero

de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.

¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza

de polvo y tiempo y sueño y agonía?

NUESTRO CÍRCULO

Director : Arqto. Roberto Pagura

arquitectopagura@gmail.com

(54 -11) 4958-5808 Yatay 120 8ºD

1184. Buenos Aires – Argentina


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