Capítulo cincuenta y cuatro


Capítulo cincuenta y cuatro

¿Dónde estaba esa estúpida zorra?

Pero Kismet no era tan estúpida, tuvo que recordar Cyclops ya que él había caído en su trampa de cuatro patas.

Durante días había estado rumiando cómo podría encontrarla y, hasta ahora, no se le había ocurrido ninguna idea, cosa que hubiera sido un milagro. Tenía el cerebro podrido por subsistir a base de alcohol y drogas.

Había preguntado, pero ninguno de sus conocidos sabia dónde había albergues para mujeres. Lo único que consiguió fue­ron comentarios sarcásticos y burlas por no poder retener a su fulana.

¡Maldita sea! Tenía que dar con ella y traerla a rastras, aun­que sólo fuera para salvar la cara delante de sus amigos. Incluso estaba perdiendo el respeto de sus enemigos, lo cual aún era peor.

Cuando le pusiera las manos encima, y seguro que era sólo cuestión de tiempo, lamentaría haberlo engañado.

No habría sido tan valiente de no ser por esa Delaney, que era la culpable de todo. Había salido de la nada para resucitar a Sparky.

Meter a Kismet en cintura era fácil; sólo tenía que amenazarla con lastimar al niño y se convertía en un corderillo, liaría cualquier cosa con tal de proteger al asqueroso bastardo de Sparky. Pero no podía controlarla, ni mucho menos castigarla como se merecía, si no la encontraba.

Sólo una persona podía decirle dónde estaban escondidos Kismet y el mocoso. Bueno, en realidad dos personas, pero pre­fería no tener que vérselas con ese Pierce a menos que fuera ab­solutamente necesario.

En cualquier caso, quedarse sentado y dándole vueltas al asunto no le serviría de nada. Ya había reflexionado sobre la Si­tuación hasta hartarse y era el momento de pasar a la acción. Ahora los ánimos ya se habrían apagado, la poli debía de tener otros asuntos en que ocuparse y ya no lo buscaría.

Se levantó tambaleándose, ebrio, antes de recuperar el equi­librio para salir del bar. El aire de la noche era fresco y tonifi­cante y lo despejó un poco.

Al montar en la Harley, la palmeó como si fuera un objeto viviente. Cuando puso la potente máquina en marcha, agradeció la vibración entre los muslos y el sexo, que le hizo recuperar la virilidad y la seguridad en sí mismo, muy mermadas después del fracaso con Cat Delaney.

Si dejaba que esa pelirroja saliera bien librada después de ha­berle jodido la vida, lo mismo habría podido facilitarle un cu­chillo de carnicero para que lo capase.

—De eso nada, monada —dijo con una risita mientras salía a todo gas.

Bill Webster no había pegado ojo.

Por enésima vez miró el reloj de la mesita de noche. Echó la ropa a un lado y saltó de la cama. Sus pantalones estaban bien doblados encima de la silla. Se los estaba poniendo cuando Melia se incorporó y, soñolienta, murmuró su nombre.

—Siento haberte despertado —le dijo—. Sigue durmiendo.

—¿Adónde vas?

—Es hora de que me vaya.

—¿Ahora? Creí que le habías dicho a Nancy que estarías fuera toda la noche.

—Lo hice.

—¿ Y por qué no esperas hasta mañana?

—Ya es mañana.

Melia estaba enfurruñada; no le gustaba el diálogo trivial a horas tan intempestivas.

—Odio despertarme sola.

—Hoy no podrás evitarlo.

—¿A qué viene tanta prisa?

—Hay algo que tengo que hacer.

—¿A estas horas?

—Cuanto antes, mejor.

Desplegó todos sus encantos para hacerle volver a la cama, pero no consiguió disuadirlo. Salió a toda prisa, sin siquiera darle un beso de despedida.

Alex maldijo mientras contemplaba la parte posterior de su coche que desaparecía por la esquina, pero no perdió el tiempo en lamentaciones.

Volvió a entrar en la casa, subió de dos en dos los escalones hasta el dormitorio y se vistió. Sacó el revólver del primer cajón de la mesa, cogió un puñado de balas y se las metió en el bolsillo de la camisa al tiempo que bajaba la escalera.

Camino de la puerta, miró el reloj y soltó otro taco.

La moto seguía en el taller y ella se había llevado el coche. Con la culata del revólver rompió la ventanilla del BMW de su vecino. En cuestión de segundos hizo un puente y lo puso en marcha.

Volvió a mirar el reloj. Cat sólo le llevaba cinco minutos de ventaja.

Estaba demasiado asustada para llorar; ya lo haría luego. Cuando él estuviera entre rejas y ella a salvo, derramaría hasta la última lágrima por su colosal desengaño. Ahora tenía que con­centrarse en sobrevivir.

Había sido Alex desde el principio. Existía la posibilidad de que llevara el corazón de su querida Amanda, así que planificó matarla como a los demás. Hoy era el día, el aniversario del día que había supuesto una nueva vida para ella pero un dolor in­soportable para él.

Dijo que estaba obsesionado por la idea de que el corazón de Amanda siguiera latiendo dentro de otro cuerpo. Había seguido la pista de los posibles receptores utilizando su habilidad para el engaño, intimando lo suficiente con ellos para matarlos sin le­vantar sospechas. A continuación, había pasado a la siguiente víctima para tenderle su trampa.

¿Quién mejor para cometer crímenes tan perfectos, que la po­licía ni siquiera había considerado crímenes, que un ex policía escritor de ingeniosas novelas? Sabía cómo eliminar pruebas y tapar agujeros en una maquinación.

Se estremeció porque todo lo que llevaba puesto era la camisa de Alex. Notaba la fría tapicería de cuero bajo el trasero y tenía la piel de gallina.

En cuanto llegara a casa llamaría al teniente Hunsaker. Pero antes tenía que llegar. Mantenía un ojo clavado en el retrovisor. Aunque lo había dejado sin coche, él tenía muchos recursos. Casi esperaba que otro vehículo la adelantara.

Eso habría sido perfecto, ¿no? Podía hacerla caer desde un paso elevado y huir. Su muerte sería considerada un accidente y nadie sospecharía de él, ya que ella habría muerto al volante de su coche. Sí. Sería una historia convincente. Después de pasar la noche con él, se había marchado a primeras horas de la mañana hacia su casa. Él le había prestado su coche.

—No puedo creerlo —diría él cuando le notificaran su muerte. Simularía dolor y todos creerían en su inocencia.

Igual que había hecho ella.

¿Por qué no quiso escuchar a Dean? ¿Ni a Bill? Los dos la pusieron en guardia, habían intuido su duplicidad. ¿Por qué ella no? Su lado oscuro, como prefería llamarlo, era tan oscuro que era un asesino.

Había interpretado muy bien su papel, con la habilidad y el refinamiento de un maestro. Primero le había seguido la pista; después, la había seducido. A continuación desapareció, para que lo echara de menos. Volvió para convertirse en amigo y confi­dente cuando más lo necesitaba. Y, por fin, se hicieron amantes en el sentido más estricto de la palabra. Ella le había declarado su amor en voz alta; y todo el tiempo...

Sollozaba al entrar, con exceso de velocidad, en la rampa. Aferrada al volante, enfiló las últimas manzanas que la separaban de su casa sin dejar de recordar que no era el momento de de­jarse llevar por las emociones. Si vivía para ello, ya tendría tiempo para lamentarse.

Aparcó delante de una señal de stop invertida, abrió la puerta y corrió hacia la casa. En el primer escalón tropezó con alguien sentado allí y gritó.

El intruso se puso en pie y la sujetó por los hombros:

—Cat, ¿dónde has estado?

Casi se desmayó. Primero de miedo; después, de alivio.

—¡Jeff!

Lo agarró por la manga de la chaqueta, se apoyó contra su pecho e intentó recuperar el aliento.

—¡Tienes que ayudarme!

—Cat, casi vas... ¿Dónde has dejado la ropa?

—Es una larga historia.

Cat abrió la puerta y desconectó la alarma. Jeff la había se­guido hasta el interior de la casa.

—Tengo que llamar a la policía. Alex Pierce es la persona que intenta matarme.

—¿Qué?

—Por la mujer a quien quería. Murió cuando daba a luz y donó su corazón.

Mientras le explicaba los motivos de Alex, derramó el conteni­do del bolso encima de la mesa buscando la tarjeta de Hunsaker.

—¿Dónde estará? Tengo que llamarlo. Hoy es el aniversario.

—Lo sé. A medianoche he caído en la cuenta; y no he sabido nada de ti durante todo él día. He venido para hacerte compañía.

—Vendrá a buscarme, Jeff. Tiene que cerrar el círculo y dis­pone de muchos recursos. No tienes ni idea de lo metódico que ha sido su plan.

Sonó el timbre y, a continuación, unos puñetazos en la puerta.

—¡Cat!

Se quedaron helados. Jeff salió delante de ella, utilizando su cuerpo como escudo. En cualquier otra circunstancia, se habría reído de su intento, heroico pero cómico, para protegerla.

—La policía viene de camino —gritó Jeff.

—Soy Bill.

Cat apartó a Jeff a un lado y abrió la puerta.

Bill Webster entró.

—¿Qué pasa? Doyle, ¿qué haces aquí? Cat, vaya una forma de ir vestida.

—Alex es la persona que le envió los recortes —le dijo Jeff—. Mató a los otros trasplantados y ahora quiere hacer lo mismo con Cat.

Bill estaba asombrado.

—¿Cómo sabéis que es Pierce? ¿Dónde está ahora?

—Acabo de dejarlo.

Los dos hombres intercambiaron miradas después de echar un vistazo a sus piernas desnudas.

Nada le importaba menos que justificarse.

—Voy a llamar al teniente Hunsaker.

Describió a grandes rasgos el lugar de trabajo de Alex, los ex­pedientes, la gran cantidad de información que había recopilado.

—Ahora todo tiene sentido. Debió refocilarse cuando le pedí que me ayudara a encontrar a mi enemigo. Me dio las pistas so­bre Sparky, encontró a Paul Reyes e hizo pasar un calvario a ese desgraciado y a su hermana.

—¿Quién es Reyes? —preguntó Bill.

Cat le explicó el viaje a Fort Worth.

Se quedaron perplejos al saber hasta dónde había llegado Alex para encontrarla.

—Aquí está.

Cat encontró la tarjeta de Hunsaker y se acercó al teléfono.

—Yo lo haré; es mejor que te vistas —sugirió Jeff.

—Gracias.

Cat se encaminó hacia el dormitorio, pero Bill le salió al paso.

—¿Me consideras aún un amigo? ¿Puedes perdonarme por mi asunto con Melia?

Era curioso cómo una experiencia amenazadora para su vida daba a todo lo demás una nueva perspectiva.

—Bill, estaba enfadada y desilusionada, pero yo no soy quién para juzgarte. Claro que seguimos siendo amigos.

De repente, le picó la curiosidad.

—¿Por qué has venido hasta aquí a estas horas?

Antes de que él pudiera contestar, Jeff les dijo que Hunsaker ya venía.

—¿Os quedaréis hasta que llegue?

Ambos asintieron. Cat les dio las gracias y se retiró a su ha­bitación.

El doctor Dean Spicer dejó la tarjeta de plástico en la cómoda y abandonó la habitación.

Era temprano y los pasillos estaban desiertos. No había nadie más en el ascensor. Al atravesar el vestíbulo, sólo vio a un re­cepcionista adormilado en el mostrador. El chico no lo vio.

Había llegado a San Antonio justo antes de medianoche, en un vuelo desde Los Ángeles que hacía parada en Dallas. Llamó desde el aeropuerto y, después, cuando llegó a San Antonio. Ella no había contestado a sus llamadas.

Pensó en dejar un mensaje en el contestador, pero no lo hizo. Si Pierce estaba con ella, no quería ser un intruso dejando oír su voz en el dormitorio mientras hacían el amor.

Tampoco estaba seguro de la acogida de Cat. La última vez que habían hablado le colgó el teléfono. Le había hablado del dis­paro mortal a un policía atribuido a Pierce. Cuando se trataba de Pierce, ella pensaba con el corazón y no con la cabeza.

¿Es que había alguna mujer que no hiciera lo mismo?

Después de pensarlo mucho, llegó a la conclusión de que tal vez hubiera sido mejor avisarla por teléfono. Su visita sería una sorpre­sa, aunque no debiera serlo. Hoy era el aniversario de su trasplante.

La calle estaba oscura y silenciosa.

Cyc aparcó la moto a la sombra de un roble, al otro extremo de la manzana, y no perdía de vista la casa de Cat Delaney.

Reconoció el coche apostado delante de la entrada: era el de Pierce. Pero había otro sobre la acera con las luces enfocadas hacia los dormitorios.

—Mierda.

Últimamente nada le salía bien. Era obvio que sería una es­tupidez entrar mientras su amigo el poli estuviera con ella.

Planeaba su siguiente movimiento cuando un hombre al que nunca había visto abrió la puerta, dijo algo por encima del hom­bro, salió y la cerró a sus espaldas.

Miró a su alrededor. Cyclops contuvo el aliento, aunque desde su rincón no podía verlo. El hombre caminó con paso apresurado hasta el coche de Pierce y lo introdujo en el garaje. Salió al cabo de unos momentos y bajó a mano la pesada puerta. A continua­ción se acercó al otro coche aparcado en la acera y, después de manipular un juego de llaves, entró y salió en dirección contraria a su escondrijo.

Esa actividad lo tenía perplejo. No estaba seguro de que el coche de Pierce fuera suyo, ¿verdad? Sólo había visto que él lo conducía. Podía ser de ella.

Y era posible que tuviera otro asunto con otro, aparte de Pierce. ¿Por qué, si no, se largaba a esas horas? Puesto que él se había marchado, ¿estaría sola?

Cyc dejó la moto detrás del roble y avanzó a hurtadillas.

Cat sentía la necesidad de quitarse de encima el tacto, el olor, cualquier cosa que le quedara de él. Se relajaría unos minutos en la bañera mientras esperaba la llegada de Hunsaker. Nadie sabía lo que podía ocurrir después.

Con un profundo suspiro entró en el baño de burbujas ca­liente y apoyó la cabeza en el borde de la bañera. Se moría de ganas de sumergirse también en su desesperación y llorar hasta quedarse sin lágrimas, pero ahora no podía dejarse llevar por sus emociones. Tenía que ser pragmática, fría, dura; tan despiadada como él lo había sido.

Sin escrúpulos.

Cerró los ojos para borrar las imágenes de Alex, pero seguía viendo su cara en diversas actitudes. Cuando hacían el amor, mientras hablaba de su trabajo, explicando su devoción por Amanda.

Sentía un nudo en la garganta, pero hizo un esfuerzo y se contuvo. Tal vez por eso no oyó que la puerta del baño se abría. En realidad, de no haber sido por una leve corriente de aire, ni siquiera habría abierto los ojos.

Cuando lo hizo, el sobresalto hizo que se sentara, derramando agua por encima del borde de la bañera.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Te sorprende?

Estaba estupefacta; demasiado, incluso, para gritar. Atónita, observó cómo cogía el secador de pelo del soporte de pared. Cuando lo puso en marcha, empezó a emitir un ronroneo.

—Lo siento, Cat. Vas a ser víctima de un trágico accidente.

La sonrisa agridulce le heló la sangre.



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