I. PROLEGÓMENOS
1. Un problema lingüístico y de contenido
El proceso a través del cual la Iglesia primitiva ha intentado formular el contenido de la profesión de fe en Cristo y en Dios es muy movido. Como en la Sagrada Escritura, en este esfuerzo se trataba de enlazar la persona de Cristo con la fe en Dios recibida de Israel; se pretendía alcanzar una comprensión teológica de la misión de Cristo. La joven Iglesia se encuentra ante la tarea de dominar adecuadamente el aspecto temático y lingüístico de su confesión de fe en Dios, en Cristo y en la redención.
La Iglesia primitiva nunca puso en duda la unicidad de Dios. Siempre que adquiere forma el discurso de la figura trinitaria de Dios, ésta se inserta en la confesión de la unidad y de la unicidad de Dios. Reflejo de ello son los símbolos que empiezan con las palabras: «Credo in Deum unum verum, Patrem omnipotentem...; o: «Credis in unum Deum, Patrem omnipotentem...; o: «Credo in unum Deum Patrem, omnium dominatorem.... Con este Dios uno y único se alude a Yahveh, el Dios de Israel, Padre de Jesucristo; El es la fuente de toda la divinidad. El lenguaje que articula esto y la conceptualidad de los símbolos aún no están muy claros; ellos se asemejan a la forma de expresión espontánea de la Sagrada Escritura.
Al referir la persona de Cristo al Padre, la Iglesia primitiva no lo considera como un hombre divinizado según el tipo de los héroes religiosos. Antes bien, lo confiesa y lo enseña como un ser divino. Con esto, la Iglesia quiere decir que Dios mismo está presente en Cristo como no lo ha estado antes en ningún otro ni lo estará en el futuro, en un determinado tiempo y lugar, de una forma singular entre los hombres. Dios mismo, significa: Cristo no es un Dios nuevo; él no oscurece la unidad y la unicidad de Dios, que lo ha creado todo y cuya total plenitud habita en la persona de Jesús (cfr. Col 2, 9).
II. LA CONFESIÓN TRINITARIA COMO «REGULA FIDEI»
1. Suma de la fe
La exposición de la evolución del dogma de la Trinidad no puede ser un análisis de afirmaciones sueltas escogidas arbitrariamente. Al contrario, hay que dirigir la atención a toda la vida de fe de la Iglesia primitiva, que se expresa en la predicación, en el culto, en la catequesis y en la vida moral y de fe. Todo este complejo tiene su íntima unidad en la regla de fe, la «regula fidei» 1. Ésta constituye una síntesis de toda la substancia de la fe que tiene sus raíces en la predicación apostólica y se afirma en la tradición; la mayoría de las veces, aunque no exclusivamente, encuentra expresión abreviada en los símbolos eclesiales. Y, a menudo, está lingüísticamente más desarrollada que la confesión bautismal; pero esto no significa que contenga más artículos de fe que aquélla.
Su contenido es la confesión de la Trinidad, que constituye el centro de la fe cristiana en Dios y en Cristo; ella impregna tanto las celebraciones sacramentales como el camino de salvación del cristiano. La fe trinitaria, como sumario del mensaje cristiano, la expresan preferentemente textos del Bautismo y de la Eucaristía. Esto vale tanto para Oriente como para Occidente. Citemos algunos ejemplos.
Según san Ireneo de Lyon (t aprox. 202), la confesión del Dios trinitario pertenece a la «regula veritatis», que el cristiano recibe en el Bautismo 2. El obispo de Lyon utiliza también la designación «regla de fe» y recto orden de la fe 3. En su contenido, la fe del cristiano consiste sobre todo en que «recibimos el Bautismo en remisión de los pecados en el nombre del Padre y en el nombre del Hijo, que tomó un cuerpo, murió y resucitó de entre los muertos, y en nombre del Espíritu Santo...»4. Pero la confesión bautismal trinitaria no se limita al contenido principal de la fe en Dios y en Cristo; marca también el camino y el destino del cristiano. Con el Bautismo, éste es recibido en la vida del Dios trinitario5.
De un modo análogamente sugestivo, en Oriente, Orígenes (aprox. 185-254) define la importancia de la confesión trinitaria del Bautismo: él es el «triple cabo, irrompible, del que pende toda la Iglesia, a la que soporta» 15. Consecuentemente, según el gran alejandrino, es conveniente empezar y concluir la oración «ensalzando al Padre del Universo por mediación de Jesucristo en el Espíritu Santo, a quienes sean el honor por toda la eternidad» 16.
Este consejo se puede convertir también en exhortación: «Al principio y en la introducción de la plegaria se debe alabar a Dios conjuntamente con Cristo, y con el Espíritu Santo, que es glorificado con ellos» 17. Esto se hace de un modo adecuado sólo cuando el marco trinitario de toda plegaria conforma también la alabanza eucarística. Así, Orígenes Llama a la Sagrada Cena: «Pan sobre el que se pronuncia el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» 18.
En cuanto Orígenes define así básicamente la confesión trinitaria como «regula fidei», ve en ello a la vez el hilo conductor para toda la reflexión teológica. Al contrario que las distintas innovaciones, «se mantiene la predicación eclesiástica, transmitida en la orden del seguimiento de los apóstoles y que, hasta hoy, se perpetúa en la Iglesia; y, así, sólo se puede creer como verdad lo que no difiere de la tradición apostólica y eclesial» 19
2. Factores constitutivos de la fe bautismal
Considerando la historia de la Iglesia primitiva, se observa que la confesión de fe en el Dios trinitario y en su obra salvífica, mediante la Cruz y la Resurrección de Jesús, así como mediante la acción del Espíritu Santo, adquiere una progresiva fuerza de irradiación y una forma de expresión cada vez más clara. Esto se constata por ejemplo en la evolución desde la fórmula bautismal «en el nombre de Jesús» hasta su concepción trinitaria, que se impondría cada vez más a lo largo de los siglos II y III 23. Pero los motivos esenciales para la evolución gradual de la confesión de fe trinitaria en Dios están condicionados interiormente por la vida de fe de la comunidad; aunque también influyeron motivos, interpelaciones y objeciones externas.
Un primer factor determinante del desarrollo confesional, litúrgico y catequético de la fe trinitaria consiste en que, a lo más tardar, en la transición entre los siglos II y III se halla expresada en la confesión bautismal. Formulada como núcleo de la fe cristiana, la instrucción catequética la expone y la reflexión teológica trata de explicarla. En la controversia con los herejes, se trataba ante todo de buscar coincidencia sobre este núcleo de confesión. Pues, según Orígenes: «Quien concuerda en todo con la justa palabra y el dogma sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como también con el orden de la salvación que nos atañe en lo referente a la resurrección y al juicio, y quien sigue los mandatos de la Iglesia, ése no incurre en cisma» 24.
Un segundo factor que ha impulsado el desarrollo de la fe bautismal está constituido por los preceptos de la celebración litúrgica. Mediante la alabanza y la adhesión confiada, los fieles se incorporan a la acción salvadora de Dios en Cristo. Esta vinculación de la liturgia a la historia de la salvación consigue que con los tres nombres divinos se recuerden los principales acontecimientos de la historia de Dios y de Cristo. Por supuesto que aquí la visión no es sólo retrospectiva; los acontecimientos de la historia de la salvación, y los atributos divinos formulados a partir de ellos, son nombrados siempre también por su importancia para el presente y el futuro.
3. Investigación teológica
a) Retrospectiva véterotestamentaria
Con objeto de acercar a la capacidad humana de comprensión el misterio del Dios trinitario, expresado en la confesión de la fe y en la celebración del culto divino, desde los tiempos de los apologetas se utilizan diversas analogías, imágenes y conceptos, tomados del ámbito de la vida espiritual o de la simple observación de la naturaleza. También se encuentran huellas trinitarias en la Antigua Alianza. Ésta, al igual que la Creación, se basa en la acción del Dios trinitario. Por eso toda la historia pertenece a su revelación; toda ella se orienta hacia la Encarnación del Verbo eterno y el envío del Espíritu Santo; aquí alcanza su plenitud la auto-revelación de Dios iniciada con la creación.
Uno de los representantes más decisivo de este pensamiento es san Ireneo de Lyon 29. A diferencia de la especulación de los gnósticos, él liga su exposición de fe a la historia de la revelación y de la salvación, testimoniada bíblicamente, y que empieza con la creación. Ésta, como inicio de aquel camino que conduce a la Encarnación, es una huella positiva del Dios trinitario. San Ireneo excluye los seres intermedios, los demiurgos de la gnosis. Sólo Dios lo crea y conserva todo, como también al hombre. Esto lo hace mediante su Palabra, que es el Hijo, y también mediante su sabiduria, que es el Espíritu Santo. San Ireneo los describe gráficamente como las dos manos del Padre 30.
Como realidades intradivinas originales, el Hijo y el Espíritu Santo son los auténticos mediadores de la creación y de la revelación de Dios. Por ellos y en ellos Dios mismo se comunica al hombre sin, con ello, esfumarse. Ellos despliegan la creatividad de Dios. «Pues en Él siempre están el Verbo y el Espíritu, por y en quienes todo lo ha creado por su libre voluntad y decisión.
A ellos les dice también: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza" (Gn 1, 26); para ello toma de sí mismo la substancia y la idea de la creación, así como su bella forma real» 31. El hombre es imagen de Dios por haber sido creado por medio de «las manos del Padre». En la unidad de su cuerpo y de su alma, el hombre es imagen (imago) del Hijo encarnado; además, la comunicación del Espíritu Santo lo hace semejante a Dios (similitudo). En esta duplicidad, el hombre es semejanza y espejo total de Dios 32.
b) La doctrina del Logos
Para la doctrina del Logos se dan puntos de enlace positivos tanto en el Antiguo Testamento como en el Evangelio de san Juan. La espiritualidad contemporánea ofrece también líneas de unión; citemos el pensamiento de Filón de Alejandría (aprox. 13 a.C. - 45/50 d.C.), los estoicos y el platonismo medio. Dentro de este ámbito, la doctrina del Logos inaugura una nueva vía de comprensión para expresar la relación de Dios con el mundo. Este recurso auxiliar es utilizado sobre todo por los apologetas y los alejandrinos.
En el Antiguo Testamento, la Palabra de Yahveh es expresión de la acción creadora, instructiva y siempre salvífica deDios. El salmo 33, 6 contempla la actividad creadora de Dios como efecto de su Palabra: «Por la palabra de Yahveh fueron hechos los cielos, y todo su ejército por el aliento de su boca». También el Génesis (1, 1-2, 4a) define la creación como un acontecimiento de la Palabra. El mundo no es ninguna emanación divina, sino producto de la Palabra creadora de Dios. Tanto en el Salterio como en la literatura profética (especialmente Jeremías y el déutero-Isaías) encontramos aportaciones a su personalización.
c) Analogías naturales
Otras imágenes para expresar el misterio del Dios trinitario son tomadas de la contemplación de la naturaleza. Así, la concatenación originaria y mutuamente condicionante de manantial -río-mar (agua); o raíz-rama-fruto; raíztronco-rama; sol-rayo-brillo (conocimiento; calor); planta-flor-aroma. Imágenes de este tipo dan idea de formas de unidad, que son perfiladas por diversos aspectos no intercambiables. Como, anteriormente, la remisión a la estructura del acto de lenguaje y de la vida espiritual, estas analogías deben mostrar cómo se puede pensar algo que sea a la vez uno y tres. Citemos algunos ejemplos.
Por ejemplo, Justino retorna la imagen, conocida desde Filón, del sol y del brillo ligado a él. No obstante, en la expresión del alejandrino, el apologista no quiere admitir la validez de la comparación; pues, según su opinión, ésta hace peligrar la autonomía del Logos. Por eso, Justino la transforma en la imagen de la antorcha transmitida: «Vemos que los fuegos se encienden de otro y, sin embargo, no disminuye para nada aquel del que se encienden, sino que permanece lo mismo» 41. Justino utiliza esta imagen para ilustrar tanto la autonomía del Logos como también su ser divino. En este sentido, este símil coincide con lo que ocurre en el proceso lingüístico. Cuando nosotros pronunciamos una palabra previamente concebida en nuestro espíritu, ésta no mengua, permanece constante en su substancia 42.
d) Actualización de conceptos
1. Esfuerzo teológico: A semejanza de los autores del Nuevo Testamento, los Padres orientales y occidentales intentan acercarse al Misterio tanto desde el punto de vista del lenguaje como del contenido. Expresión de ello es la elaboración de un léxico conceptual, especialmente: «physis, ousia-substantia; prosopon, hypostasis-persona; scesis-relatio». En su contenido, este proceso se mueve bajo el impulso de un doble pensamiento: el primero es la convicción de que la autocomunicación esencial de Dios en la redención no puede experimentar ningún tipo de merma ontológica, para que sea realmente salvadora. Dios se hace hombre para divinizar al hombre.
2. Conceptualidad oriental: En Oriente, la teología de la Trinidad de san Atanasio acentúa especialmente la igualdad ontológica divina. Un concepto ya aprobado por san Gregorio Nacianceno (330-390) 51. Este aspecto no sólo le distingue de Arrio y su movimiento; sino también de la doctrina del Logos de los apologistas, así como también de la de Orígenes, a pesar de seguir su pensamiento.
A diferencia de éste, san Atanasio ve motivos para referirse a Dios como una «physis» (naturaleza, ser) 52, y, más aún, como una «ousia» (ser, substancia)53. La esencia divina es eterna, perfecta e inmutable; a ella no la puede complementar nada creado. «Ella es igual a sí misma e indivisible en su naturaleza»54. Para el obispo de Alejandria la doctrina arriana del Logos es politeísta; él habla de una «divinidad múltiple y pluriforme» 55.
Cuando san Atanasio habla así de la única naturaleza divina, no se refiere a una abstracta unidad ontológica de Dios; sino que tiene a la vista el ser eterno mutuo e inseparable del Padre, el Hijo y el Espíritu. Esta compenetración mutua resulta evidente sobre todo allí donde san Atanasio expone la única acción salvífica de Dios. Se trata de la obra del Padre por medio del Hijo y del Espíritu. Esto vale en este orden igualmente para la creación y para la redención. La salvación comunicada es una; es «la gracia del Padre, llevada a cumplimiento por el Hijo en el Espíritu Santo» 56.
Al igual que la identidad de ser, san Atanasio acentúa también la autonomía específica del Padre, el Hijo y el Espíritu. La Trinidad es «no sólo el nombre y un sonido verbal, sino una Trinidad verdadera y real. Pues, al igual que existe el Padre, existe también su Verbo, que es Dios "por encima de todas las cosas". Tampoco el Espíritu Santo carece de existencia, sino que existe y subsiste en verdad» 57.
Pero, a pesar de cualquier alusión a la autonomía de los tres nombres trinitarios, llama la atención el que san Atanasio no haya desarrollado ninguna terminología especial para destacar aquella de la naturaleza divina. El no utiliza los términos «prosopon» ni «hipóstasis». Nunca habló de tres hipóstasis en Dios, aunque en el año 362, en el Sínodo de Alejandría, no se opone a esta forma de expresión con su correspondiente interpretación. Él mismo en el año 369 utiliza aún como sinónimos «hipóstasis» y «ousia» 58. En lugar de la nueva terminología, aún en lenta evolución, el alejandrino habla en concreto del Padre, el Hijo y el Espíritu.
La distinción entre «ousia» e «hipóstasis», sólo tolerada por san Atanasio, recibe perfil y legitimidad en san Basilio el Grande (aprox. 330-379). Aquí, él define ousia como lo común, como el substrato ontológico que, mediante las tres hipóstasis, es calificado más exactamente. El Concilio de Constantinopla (381) adopta esta definición al exponer «que cree en una divinidad, un poder, una esencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, así como en un único honor, una sola dignidad y un mismo señorío eterno en tres perfectas hipóstasis o personas» 59.
La definición de san Basilio es desarrollada aquí por san Gregorio Nacianceno hasta el punto de identificar hipóstasis con persona (prosopon). En el año 376, para san Basilio «prosopon» era un término de menor contenido ontológico que «hipóstasis» y tenía que ser llenado críticamente con este último. No es un término adecuado «para ilustrar las diferencias entre las personas»; antes bien, hay que confesar que cada persona existe en una hipóstasis real». El metropolita de Capadocia reprocha a Sabelio el haber admitido «una concepción de personas sin hipóstasis» 60.
San Gregorio Nacianceno considera ambos conceptos de otro modo; así cuando cita como elementos esenciales de la fe trinitaria cristiana: la unidad en la esencia y en la dignidad de adoración, así como «la Trinidad de hipóstasis o de personas, como prefieren decir algunos». Para él, en su contenido, hipóstasis y persona significan lo mismo. En el contexto teológico trinitario expresan «que son tres seres que no son distintos en esencia, sino en sus propiedades» 61. La identificación de «hipóstasis» y «prosopon» se justifica en la medida en que, junto con la idea de expresión de la realidad está también el elemento de subsistencia y de inconfundible particularidad.
Esta concepción corresponde en principio más al ámbito latino, pero, como muestra san Gregorio Nacianceno, poco a poco penetra también en el griego. La equiparación de ambos términos permite reconocer con prudencia el momento de la subjetividad en el concepto de persona. En principio, la persona trinitaria es concebida en referencia a lo que tiene de particular, a las características en las que se realiza el ser divino. Pero, puesto que «persona/prosopon» puede indicar también en el lenguaje literario el concepto de ser único, individuo, la equiparación terminológica de «hipóstasis» y «prosopon» impulsa su desarrollo hacia la identificación de la subjetividad como rasgo esencial central del concepto trinitario de persona.
Será Boecio (aprox. 475-527) 62 quien articule clásicamente este aspecto subjetivo. Su definición reza: «Persona est rationalis naturae individua substantia». Según esto, a la persona les corresponde: insustituible singularidad, autonomía indivisa, ser propio. Esta definición sufre una notable corrección y aclaración en la Edad Media. No sin razón, Ricardo de San Víctor (t 1173) hace notar en contra que el concepto de persona elaborado por el «último romano» no se pueda aplicar al misterio trinitario porque nombra una esencia divina (individua substantia) pero no su Trinidad. Si el concepto de substancia supone una expresión general, el de persona es individual, único, inmediato. La substancia se refiere al «quid» y la persona al «quis».
Teniendo presente esta diferencia, Ricardo de San Víctor modifica la definición de Boecio, sustituyendo el concepto de «substantia» por el de «existentia». Éste no sólo expresa el momento de la inmediatez como elemento constitutivo de la persona; destaca expresamente también el aspecto de una relación de origen. Pues existir no sólo significa poseer el ser, sino también tener origen. Según Ricardo, el término existencia designa que «se posee el ser en sí mismo recibiéndolo, al mismo tiempo, de cualquier otra parte» 63. Consecuentemente, su definición reza: «Persona est rationalis naturae individua existentia» 64.Para Ricardo, persona es un ser en sí mismo de naturaleza espiritual en permanente y constitutiva comunión con los demás. Ricardo describe la persona trinitaria como «la existencia incomunicable de naturaleza divina» 65. Pero volvamos a la Iglesia antigua.
Allí, junto al concepto de persona aparece el de relación (scesis). Tras los prudentes inicios de san Atanasio y san Basilio 66, lo aplica reflexivamente san Gregorio Nacianceno. Según él, el Padre, el Hijo y el Espíritu no sólo se definen por la singularidad expresada con sus nombres, sino también por sus relaciones mutuas. Así, la procedencia del Hijo a partir del Padre es el único aspecto que distingue a ambos. Pero es una diferencia de relación y no de esencia. Este concepto lo expresa san Gregorio con la fórmula que después será clásica: «Padre no es nombre de naturaleza ni de actividad sino de relación, que muestra cómo se relaciona el Padre con el Hijo y el Hijo con el Padre» 67.
En su contenido, san Gregorio aclara así las relaciones indicadas con los nombres trinitarios: Al Padre le caracteriza el hecho de ser fuente e ingénito, al Hijo el ser engendrado y al Espíritu Santo el ser procedente 68. Con su alusión a la eterna relación de origen, san Gregorio encontró un sistema lingüístico, que le permite articular tanto la identidad del verdadero ser divino como también su realización específica en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. En su teología trinitaria san Agustín acoge y sigue desarrollando la doctrina de la relación, de la que san Gregorio Nacianceno fue un decisivo iniciador.
3. Contribución de Occidente: Por sus conceptos bien definidos, aquí es Tertuliano el precursor más influyente. Lo que los griegos expresan con «ousia/physis» él lo llama «substantia». Bajo este concepto entiende en general el substrato básico de cada ser individual y el soporte de sus respectivas propiedades. La substancia divina es aquella realidad originaria que une al Padre, al Hijo y al Espíritu. Así, el Hijo permanece unido al Padre, pues éste es el compendio de la substancia divina; el Hijo la ensancha en cierto modo como «derivatio totius et portio» 69.
Con este concepto se indican el origen del Hijo y su participación en una substancia total divina, con el objeto de comunicarla hacia afuera. Lo mismo se puede decir del Espíritu Santo, que, por medio del Hijo, participa en la plenitud del ser del Padre. Así pues, el Hijo y el Espíritu Santo, cada uno en su respectivo orden de procedencia, son partícipes (consortes) de la única substancia divina 70. Teniendo en cuenta las diversas formas de existencia, que la substancia divina asume en el Hijo y en el Espíritu Santo, ésta es entendida como una realidad dinámica; es algo totalmente distinto de una magnitud estática.
Con la misma energía que la unidad esencial de Dios, Tertuliano acentúa su Trinidad. Al norteafricano, las tres personas divinas le sirven de contrapunto a la única substancia. El adopta este concepto sobre todo por tres motivos.
—A diferencia del modalismo, «persona» expresa aquella realidad propia e individual designada con los nombres trinitarios, en la cual toma forma concreta la substancia divina.
—En sintonía con el estilo de su época, él utiliza giros como: «ex persona Patris» (en lugar de), «ex persona Christi», «filii persona» (papel), «ex representatione personae» (en represención de). El escritor africano se sirve de tales formas de expresión para representar dramática-dialógicamente el acontecimiento de la auto-comunicación divina, especialmente de la Encarnación. Pero con ello resulta claro que, para él, en el Verbo e Hijo así como en el Espíritu Santo se trata de algo más que de figuras de estilo literario, que vivifican dramáticamente el «nosotros» divino. La figura concreta de Jesús permite reconocer la persona divina del Hijo en lo que tiene de inconfundible. De la autonomía del Hijo se deduce también la personalidad del Espíritu Santo como algo más que una figura poética. A él, que santifica a los fieles, le corresponde una autonomía subjetiva y ontológica. Como el Hijo, él es un representante (officialis, minister, arbiter) del Padre.
—La fe cristiana no confiesa tres modalidades de Dios, sino testigos dotados de subjetividad, cuyos nombres son invocados como garantes de la salvación y que constituyen el compendio de la confianza cristiana 71.
Puesto que para Tertuliano el ser y la vida de Dios se realizan y comunican en la subjetividad inconfundible del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, el concepto de persona constituye una forma de expresión central en su pensamiento. Toda la teología trinitaria ha seguido prácticamente sus huellas 72. San Agustín en este caso obrará con cierta reserva, desarrollando, más bien, de un modo sistemático la doctrina de las relaciones.
4. Acentos específicos: El esfuerzo de apropiación conceptual del misterio de la Trinidad por parte de Oriente y de Occidente se caracteriza por sus diversas formas de pensamiento, a pesar de todas las coincidencias metodológicas y de contenido. Según la distinción atribuida a Théodore de Régnon (1831-1893)73, Occidente afirma más claramente la unidad de la esencia divina para, a partir de ella, definir los nombres del Padre, el Hijo y el Espíritu en sus propiedades respectivas; que han de ser precisadas frente al modalismo. Este enfoque unitario se refleja también en la invocación «Santa Trinidad» 74.
En contraste con este planteamiento, la teología oriental parte del Padre como principio fontal intratrinitario; y tiene que hacer frente al subordinacionismo con el discurso de un solo ser divino, por el cual el Hijo y el Espíritu están unidos al Padre. Por ejemplo, san Atanasio escribe 75: «El Padre lo hace todo por medio del Verbo en el Espíritu Santo. Así se garantiza la unidad de la Santísima Trinidad...»
Este planteamiento general 76 y, en cierto modo, también diferenciador de ambas formas de pensamiento se concreta en la controversia sobre el «Filioque»77, de la que hablaremos en otro lugar. Para la postura oriental, la inclusión del Hijo en la procesión del Espíritu Santo sólo se puede entender como una mediación dinámica «por medio del Hijo». Distinta es la concepción latina, formulada especialmente por san Agustín.
Se trata de una concepción que, a semejanza de un triángulo, se halla más claramente cerrada en sí misma. Según esto, el proceso vital trinitario va del Padre al Hijo y ambos, formando un único principio, confluyen en el Espíritu Santo 78. Esta concepción permite acentuar más enfáticamente la unidad ontológica del Padre, el Hijo y el Espíritu. Además, afirma con más claridad la participación activa del Hijo en la procesión del Espíritu Santo; permite conocer la relación Hijo-Espíritu como relación específica real, según el pensamiento agustiniano de que el Espíritu Santo es la relación mutua entre Padre e Hijo 79.
Este capítulo, a modo de visión de conjunto, tenía la pretensión de citar, superando épocas y escuelas, aquellos medios con los que los Padres han tratado de acercarse conceptualmente al misterio trinitario. Éstos han sido los puntos principales: una mirada retrospectiva al Antiguo Testamento, la doctrina preparatoria teológica y filosófica del Logos, el recurso a las analogías naturales, así como el esfuerzo por elaborar una terminología conceptual adecuada a la fe trinitaria. ¿Qué alcance han tenido estos esfuerzos de conceptualización? ¿En qué medida piensan los Padres haber alcanzado realmente el misterio trinitario con analogías apropiadas y conceptos diferenciadores? A continuación ofrecemos unas breves indicaciones.
e) Alcance conceptual
Empecemos por Orígenes 80, el teólogo de la antigüedad más conocido y sistemático. Según él, la contemplación interior y conjunta del misterio trinitario es más que una mera intelección, más que un discurso sistemático; es un acontecimiento espiritual, realizado por el mismo Espíritu Santo 81. Este rasgo esencial pneumático del trabajo teológico se expresa también en la meta pretendida: es una contemplación que limita con el acontecimiento místico, una verdadera gnosis de lo divino. En cambio, el trabajo teológico no puede alcanzar nunca un conocimiento perfecto del misterio.
Respecto al alcance de la propia capacidad reflexiva, la postura de Orígenes es «que la naturaleza humana no está bastante capacitada para "buscar" a Dios de cualquier modo ni para "encontrarlo de forma pura", si no es ayudado por aquel a quien busca» 82. Más aún, las palabras de Jesús transmitidas por la Sagrada Escritura, nos dan «la indicación necesaria para hablar de Dios» 83. La especulación teológica debe permanecer ligada a la Sagrada Escritura. Para Or genes, la teología trinitaria es una reflexión concorde con la revelación del Dios trinitario; su meta última no es la comprensión conceptual, sino la mayor contemplación posible.
Distinta a esta visión positiva de la doctrina trinitaria es la de san Basilio de Capadocia, que mantenía una gran reserva frente a los argumentos racionales de defensa y conceptualización de la fe. Según él, la teología trinitaria trata sólo de proteger la doxología trinitaria, que es la primera y auténtica forma de expresión de la fe. Al igual que para san Basilio, también para san Gregorio Nacianceno mantener la forma correcta de la doxología trinitaria es un objetivo capital de su explicación teológica.
Con la conciencia clara de que todo conocimiento de Dios es limitado, todo esfuerzo teológico culmina en la doxología. Cierto que san Gregorio era un representante destacado de la teología negativa; pero ésta no le hace enmudecer totalmente. Pues, al ser plenamente consciente de los límites de cualquier expresión lingüística, pretende ascender a la adoración; sólo aquí culminan la confesión de la fe y la teología. Esta perspectiva doxológica, común a todos los capadocios, tiene una relevancia especial en san Gregorio Nacianceno 84.
Es impresionante el esfuerzo de Cirilo de Jerusalén (aprox. 313-386/87) por conciliar la limitación del conocimiento humano con el deber de anunciar al Dios trinitario: «Pero —se me objetará— ¿si la esencia de Dios es inconcebible, por qué hablas de ella? ¿Acaso porque soy incapaz de agotar el río, no puedo tomar el agua que desee? Y, si mis ojos no pueden abarcar todo el sol, ¿no puedo mirarlo en la medida que lo necesite? O, ¿si entro en un gran jardín y no me puedo comer todos sus frutos, pretendes que me quede con hambre? Yo adoro y ensalzo a nuestro creador; pues el mandato divino reza: "¡Todo cuanto respira alabe a Yahveh!" (Sal 150, 6). Ahora pretendo glorificar al Señor, no explicarlo. Pues, aunque sé que soy incapaz de glorificar adecuadamente su majestad, considero un deber religioso intentarlo de algún modo. En mi debilidad, me consuelan las palabras de Jesús: "A Dios nadie le vio jamás" (Jn 1, 18)» 85. Para san Cirilo, la doctrina trinitaria es, menos aún, un camino intelectual que deba recorrerse animosamente; aunque tenemos necesidad de ella, al menos para contrarrestar las opiniones heréticas. En su propia intención, se trata de un esfuerzo por explicar, aunque sea a tientas, y por dar arriesgada razón de la fe celebrada en la liturgia.
Los Padres citados muestran cómo, en su confesión de la fe, la apología, la reflexión teológica y la plenitud admirable de la presencia de Dios, se influyen mutuamente. El marco que integra las distintas cuestiones de detalle es la atención permanente dirigida a la confesión central de la Encarnación salvadora de Dios en Cristo y a su acción permanente mediante el Espíritu Santo. Muy lejos de anclarse en formalismos lógicos, la doctrina trinitaria de los Padres pretende servir a la vida y a la oración de la Iglesia. En toda cuestión doctrinal, su meta es conducir a los cristianos a la respetuosa comprensión del misterio del Dios trinitario y de su acción en la historia.
A continuación vamos a concretar más esta visión sumaria de los elementos y del alcance de la teología trinitaria patrística, examinando en detalle los desafíos heréticos, de los que ya hemos hablado de modo implícito.
III. LAS HEREJÍAS
1. El monarquianismo
a) La corriente dinámico-adopcionista
Las objeciones a la concepción subordinacionista de la doctrina del Logos de los apologistas no se hicieron esperar. Fueron formuladas en los siglos II a III por quienes, en aquella doctrina, creían amenazada la unidad de Dios. El movimiento, surgido en el Oriente helénico, fue llamado monarquianismo por sugerencia de Tertuliano («uanissimi isti monarchiani») 1. La corriente, así designada, recogía una serie de direcciones claramente distintas que, no obstante, coincidían en negar la realidad tripersonal del Dios de la revelación, su propio papel específico y su importancia salvífica.
Según el punto de vista monarquiano, apenas ha ocurrido una verdadera encarnación de Dios. Por eso, tampoco se puede dar una comprensión de la historia de la salvación caracterizada por la fe en la autocomunicación personal de Dios en Cristo. Habitualmente, el movimiento monarquiano se suele dividir en dos formas de expresión: el llamado monarquianismo dinámico, también conocido como adopcionismo, y el monarquianismo modalista, emparentado con el sabelianismo. Partiendo de la unidad estricta de Dios, la corriente dinámica concibe a Cristo como un hombre dotado de fuerza divina; en cambio, el modalismo lo ve como una aparición de Dios mismo. Presentamos ahora algunos ejemplos de estas corrientes teológicas.
1. Adv. Prax. 10, 1; CChr 2, 1169; cfr. F. Courth: HDG II/1a, 52-66.
Un representante principal de la corriente dinámico-adopcionista es Teodoto de Bizancio, llamado también «el curtidor». Eusebio de Cesarea (aprox. 265-339) 2 lo define como «el padre y fundador de este movimiento apóstata negador de Dios». A Teodoto se le reprocha que considere a Jesús como un hombre común, investido de fuerza divina en el momento del bautismo. Hipólito 3, expone así la doctrina: «Jesús sería un hombre nacido de la Virgen por voluntad del Padre; habría vivido como los demás hombres siendo extremadamente piadoso; durante su bautismo en el Jordán, Cristo habría descendido sobre él en forma de paloma; por eso, las fuerzas divinas no se habrían revelado en él hasta que el Espíritu se mostró en él desde arriba; este Espíritu sería Cristo. Los teodotianos consideran que Jesús es Dios a partir del descenso del Espíritu Santo; otros, después de su resurrección de los muertos».
Epifanio de Salamina (aprox. 315) 4 confirma indirectamente esta doctrina; pues observa que Teodoto habría intentado rehuir el reproche de blasfemar contra Dios al afirmar no haber hablado contra Dios sino contra un hombre. Por su error cristológico, Teodoto fue excomulgado por el Papa Víctor I (aprox. 189-198) 5. Pero, esta excomunión no eliminó la herejía. Antes bien, recibió nuevo impulso con Teodoto el Joven (el cambista), que afirmaba que «la fuerza suprema no era Cristo, sino Melquisedec»; éste «sería mayor que Cristo, que sólo sería su imagen» 6.
El adopcionismo recibió un impulso extremadamente efectivo con Pablo de Samosata (+ hacia 272), obispo de Antioquía (aprox. 260-268). Según Eusebio de Cesarea 7, aquél enseñaba que Cristo «habría sido, por su naturaleza, un hombre común». En el sínodo de Antioquía (268), Pablo no quiso aceptar la confesión «de que el Hijo de Dios descendió del cielo»; sino que provendría «de abajo» 8.
Según san Atanasio 9, Pablo de Samosata negaba que Cristo fuera el Hijo eterno de Dios. Cristo habría sido elevado a Hijo de Dios después de la Encarnación. Epifanio de Salamina definía como error trinitario el movimiento impulsado por Pablo de Samosata, según el cual, el Padre y el Hijo forman una sola persona 10. Ni el Logos (el Hijo de Dios) ni el Espíritu dispondrían de una subsistencia propia. El Logos habría sido otorgado como una fuerza al hombre Jesús, guiándolo como una palabra interior.
La cristología y la doctrina de la Trinidad de Pablo de Samosata y de sus seguidores sólo se pueden conocer a través de los diversos juicios de sus críticos. Lo mismo se puede decir del término «homoousios», utilizado por él para la relación entre el Padre y el Hijo, y que fue condenado por el Sínodo de Antioquía (268) 11. Según san Hilario de Poitiers (aprox. 315-367), con el término «homoousios» el obispo de Antioquía quería expresar que el Padre y el Hijo forman una esencia única, indiferenciada. Con esta afirmación se abrió el debate sobre la subsistencia propia del Hijo, que también Epifanio veía insuficientemente formulada en Pablo de Samosata.
Al rechazar el término «homoousios», el sínodo de Antioquía pretendía afirmar positivamente que, frente al Padre, el Hijo es más que una mera fuerza o propiedad divina; antes bien, dispone de una autonomía relativa. Con ello se menciona también la problemática fundamental del adopcionismo: Partiendo de la fe viva en la unidad y la unicidad de Dios, sus seguidores no podían reconocer la presencia ontológica de Dios en Cristo como algo esencialmente divino y, a la vez, personal e intransferible.
b) La forma de expresión modalista-sabeliana
A finales del siglo II, el movimiento monarquiano asume una nueva forma con el modalismo, cuyos máximos exponentes fueron Noeto de Esmirna y Sabelio, procedentes de Oriente, pero que actuaron principalmente en Roma; del último de ellos deriva el nombre de sabelianismo. Pero, tanto en Oriente como en Occidente, reciben también el nombre de patripasianos. A este propósito, se discute la existencia histórica del personaje llamado Praxeas. También aquí las fuentes para juzgar este movimiento son los escritos de sus críticos: Hipólito, Epifanio, Orígenes, Tertuliano y Novaciano (siglo III).
Por lo que respecta a su contenido, Hipólito expone así la doctrina: «El Padre y el llamado Hijo son uno y el mismo, no uno que procede del otro, sino el mismo de sí mismo, llamado tanto Padre como Hijo según el orden temporal. Esta única persona revelada, que ha nacido de la Virgen y ha permanecido como hombre en medio de Ios hombres, se presentaría a sus testigos oculares como Hijo solamente a causa de la generación acontecida; pero a quienes fueron capaces de comprenderlo, no les ocultó que él era el Padre. De El, que estuvo colgado en la angustiosa Cruz, que se encomendó a su espíritu, que murió sin morir y se resucitó a sí mismo al tercer día, que fue atravesado por la lanza y los clavos y enterrado, dijo Cleomenes (discípulo de Noeto) y sus prosélitos, que era el Padre y el Dios de todo...» 12
El Padre y el Hijo estarían así entrelazados de tal modo que ya no quedaría ninguna recíproca autonomía; así pues, desde semejante punto de vista, una cristología autónoma tiene que aparecer necesariamente como diteísmo. Este rígido monoteísmo supone un vaciamiento del acontecimiento salvador. La plena identidad entre el Padre y el Hijo trae como consecuencia que, en realidad, fue el Padre quien se hizo hombre, padeció y resucitó. Pero, si esto fuera así, ambos nombres, Padre e Hijo, sólo tendrían un significado puramente formal; a ellos ya no se ligaría ningún contenido específico de revelación.
En su tratamiento total de la economía de la salvación, Tertuliano, desmarcándose de Praxeas, defiende la personalidad del Hijo 13. Análogamente, san Hipólito defiende también la subsistencia del Hijo; para él, la Encarnación constituye el argumento decisivo para diferenciar al Padre del Hijo 14.
El sabelianismo supone una evolución coherente frente a Noeto y su movimiento, por cuanto introduce y desarrolla la idea de que el Espíritu Santo es el tercer modo divino junto a los nombres del Padre y del Hijo. En todo caso, así es como juzgan al sabelianismo Hipólito, Epifanio y Atanasio 15. Si observamos su caracterización de la doctrina sabeliana, ésta representa una sucesión cambiante de la estructura trinitaria: Dios actuaría como Padre en la creación y en la entrega de la ley. Con la Encarnación, cesaría de ser Padre. A partir de ahí hasta la Ascensión a los Cielos actuaría como Hijo y, a partir de entonces, como Espíritu Santo. Así pues, no existe ninguna Trinidad simultánea; sólo lo es en referencia a una secuencia histórica.
Orígenes fue el primero en ver que semejante visión de la economía de la salvación arrasa y destruye su significado salvífico 16. Frente a esta visión, él defiende las tres hipóstasis divinas y se esfuerza especialmente por diferenciar al Padre y al Hijo en Dios. Orígenes se formula expresamente la pregunta 17de por qué el que ha renacido de Dios necesita para obtener la bienaventuranza la intervención «del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y no alcanza la salvación si no está la Trinidad completa (nisi sit integra trinitas); y no es posible participar del Padre o del Hijo sin el Espíritu Santo. En esta controversia, es necesario ahora distinguir la acción especial del Espíritu Santo (operatio specialis) de las del Padre y el Hijo».
Con este planteamiento fundamental, Orígenes muestra una viva comprensión de las características propias de la historia de la salvación. Pues ésta sólo es salvífica si no sólo está bajo el signo de Dios de un modo genérico, sino más concretamente si es historia del mismo Dios trinitario. Ésta es la respuesta fundamental dada al modalismo: la Trinidad económico-salvífica sólo se puede sostener en su contenido real si responde a una verdadera Trinidad intradivina.
2. El dualismo de la gnosis
La gnosis fue un desafío no menos peligroso que tuvo que afrontar la fe en el Dios trinitario desde la época neotestamentaria. Se trata de un fenómeno extremadamente complejo. Para los primeros Padres de la Iglesia, éste se concreta principalmente en los nombres de Basílides (siglo II), Valentín (t aprox. 160) y Marción (aprox. 85-160). Ya Ireneo 18 e Hipólito 19 hablaban de un error con muchas cabezas, comparable a la hidra de la leyenda griega, aquel monstruo marino de nueve cabezas que, por cada cabeza cortada le surgían dos nuevas. En la abigarrada diversidad de las doctrinas gnósticas resultan notables algunos rasgos básicos comunes, importantes para la historia del dogma de la Trinidad.
Un cristianismo que se entiende como historia de la salvación, experimenta ante todo el dualismo gnóstico como oposición fundamental. Pues, en la gnosis una característica común es la distinción entre la divinidad suprema y los demiurgos inferiores. Por consiguiente, existe también un abismo insalvable entre el Dios supramundano, espiritual, bueno, por un lado, y el cosmos, la materia y el hombre por otro. Puesto que, para salvar este abismo, sólo existen seres derivados «inferiores», básicamente se mantiene la distancia entre Dios, el mundo y el hombre. Algunos conciben estos seres intermedios incluso como malos, ignorantes y contrarios a Dios. Este dualismo ontológico contrasta claramente con la fe cristiana en el Dios trinitario y en su acción salvadora. He aquí algunos ejemplos.
Según san Ireneo 20, Cerinto, venido de Asia (final del siglo I), enseñaba: «El mundo no ha sido creado por el primer Dios, sino por un poder que está a gran distancia del poder supremo, que está por encima de todo, separado y alejado; y que no conoce al Dios que está por encima de todo». También de Carpócrates y sus discípulos transmitía el obispo de Lyon 21 la opinión dualista de que «el mundo y lo que está en él había sido hecho por ángeles, muy inferiores al Padre increado».
Según la visión gnóstica, el mal que aparece en la creación es una divinidad inferior. El origen del mundo se debe a una trágica desarmonía intradivina. Lo mismo se puede decir del hombre; nacido a causa de desgraciadas intrigas en el reino de los cielos, espera que se supere esta fatalidad y que en él se restituya la participación divina que le queda de su origen celestial.
En la obra «Authentikos Logos» de Nag-Hammadi 22, se dice que el alma proviene de las esferas celestes y sigue estando vinculada a ellas. El alma está «realmente enferma, pues habita en un estuche miserable, y la materia hiere sus ojos con el propósito de cegarla. Por eso se apresura tras el Logos y se lo aplica sobre los ojos como una medicina que le cura (la ceguera)». Además, se dice: «No nos atamos a lo creado, sino que nos apartamos de ello, para que nuestro sentido se oriente hacia el ser. Nosotros somos enfermos, débiles, dolientes; y, sin embargo, en nuestro interior se oculta una gran fuerza» 23.
El camino de salvación mostrado por esta imagen dualista del hombre se resume así: El alma racional «que se esfuerza por buscar y alcanzar el conocimiento de Dios, que se fatiga indagando, que sufre en el cuerpo, se destroza los pies yendo tras los predicadores y alcanza el conocimiento del Insondable, esta alma logra su ascensión» 24. El mandamiento del amor que se concreta en un acto histórico-corporal, tiene que parecer no espiritual a quienes siguen semejante concepción de la salvación. Aunque en este contexto se habla de figuras redentoras, su historicidad es considerada secundaria. A menudo son figuras míticas del pasado, aunque también pueden ser personas del presente (Simón el Mago, Menandro). Su cometido es hacer consciente al hombre de su atadura material y mostrarle el camino hacia 1as esferas espirituales y celestiales.
Aunque el hombre está referido a la patria celestial, Dios mismo le resulta desconocido. Pues, como reza por ejemplo el Evangelio egipcio: «El Padre, cuyo nombre es impronunciable y que (él mismo) no es manifiesto entre los sublimes (eones), es la luz de la luz de los luminosos eones». El Padre es aquel que «no es manifiesto, que no tiene ninguna caracteristica, que no envejece, que no puede ser anunciado» 25. La inefabilidad de Dios, acentuada de este modo, llega en el Evangelio de Felipe hasta el punto de que también los nombres trinitarios «Padre», «Hijo» y «Espíritu Santo», como los nombres de «vida», «luz», «resurrección», sólo tienen un significado intramundano; pues están oscurecidos por la acción engañosa de los arcontes 26.
Con una concepción tan contrapuesta de Dios y del mundo, del espíritu y de la materia, no es posible una visión adecuada de la historia de la salvación, que empieza con la creación y que, en la encarnación, experimenta su santificación (cfr. Jn 1, 14a). Según el modelo mental gnóstico, la historia no puede llegar a ser simplemente historia de la salvación, historia de Dios con el hombre. Y esto no es posible ante todo porque el Salvador, que ocupa ciertamente una función esencial en el sistema gnóstico, es una divinidad derivada e inferior. Por eso no es capaz de salvar en realidad la distancia infinita que separa a Dios del hombre histórico.
3. El subordinacionismo ontológico de Arrio
Pero el gran desarrollo del contenido real histórico-salvífico de la fe cristiana en Dios tiene lugar a raíz de la polémica con el presbítero alejandrino Arrio 27.Su doctrina debe ser entendida sobre el fondo teológico de Orígenes y del platonismo filosófico medio. A este último lo caracteriza una separación rigurosa entre el Uno divino trascendente y la diversidad inmanente de las criaturas. Esta disyunción define el fundamento teológico de Arrio.
Arrio deduce de la Sagrada Escritura la fe en Dios; más exactamente, del mandato del bautismo formulado por Jesús (Mt 28, 19): «Esta fe la tomamos del Santo Evangelio, cuando el Señor dice a sus discípulos: "Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Pero si nosotros no creemos esto y no tomamos en serio al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como enseñan la Iglesia Católica y las Escrituras, en quienes creemos, entonces Dios será nuestro juez ahora y en el futuro» 28. Con esta afirmación, Arrio asume como propia la doctrina de la Iglesia. Conforme al testimonio bíblico originario y a la regla de fe de la Iglesia, quiere confesar la fe en el Dios trinitario y en su encarnación.
En coherencia con esto, el presbítero alejandrino se enfrenta a los diversos errores trinitarios de su tiempo 29. Frente a los modalistas, sostiene que «el Hijo no ha sido engendrado en apariencia sino en verdad». A propósito de esto, Sabelio ofrecía una solución tan insatisfactoria como la doctrina gnóstica de la emanación. Al interpretar el dogma de la Trinidad, Arrio trata de acentuar fuertemente la unidad ontológica de Dios, así como las tres hipóstasis, prestando así una atención especial a la Encarnación, que, según él, no puede implicar ni una emanación divina en el sentido gnóstico ni una división o multiplicación de la esencia divina. Él trata de dar una respuesta al misterio trinitario con ayuda de la ontología del platonismo medio.
En la base de esta definición antiherética de Arrio se encuentra la siguiente afirmación: El Hijo ha sido «creado por la voluntad de Dios antes de los tiempos y de los eones, y recibe del Padre la vida, el ser y la gloria que el Padre creó juntamente con él. Pues el Padre, al dárselo todo en herencia, no se despoja de lo que lleva en sí sin devenir; con todo, él es la fuente de todo ser. Por consiguiente, existen tres hipóstasis: (Padre, Hijo y Espíritu Santo). Y, precisamente porque es el fundamento de todo ser, Dios es el ser único, absolutamente sin principio. El Hijo, engendrado por el Padre fuera del tiempo, creado y constituido antes de todos los eones, no existía antes de ser engendrado; pero él solo fue engendrado fuera del tiempo (y) antes de todo (las demás criaturas), llamado a la existencia por el Padre (mismo). Él no es eterno como el Padre ni comparte con El el hecho de ser ingénito; tampoco comparte el ser con el Padre, como sostienen algunos que, basándose en la categoría (aristotélica) de la relación, introducen dos principios no engendrados. Antes bien, Dios es unidad y principio de todo ser antes de todas 1as cosas...» 30.
Con toda la energía que le es posible, Arrio subraya aquí la unidad esencial de Dios; según él, sólo existe un principio divino. Sólo el Padre es sin principio, eterno, inmutable y no engendrado; sólo él es el fundamento de todo ser. En esto, nadie es igual a él; con nadie comparte su trascendencia absoluta. Por su total exclusividad, aquélla resulta finalmente inefable. Esto vale no sólo para las criaturas, sino también para el Hijo; incluso para él el Padre permanece básicamente incomprensible.
Este último pensamiento se expresa con mayor claridad que en el texto antes mencionado en la Thalia 31 transmitida por san Atanasio (De Syn. 15, 3). Aquí se dice de Dios: «É1 es para sí lo que es, es decir, inefable, de modo que el Hijo no es capaz de expresar adecuadamente nada de lo que hemos dicho. Tampoco le es posible encontrar al Padre, que es para él mismo. Tampoco ha visto su esencia, puesto que como Hijo, en realidad sólo existe por la voluntad del Padre» 32.
La trascendencia absoluta de Dios rebaja al Hijo al plano no divino de las criaturas. Ciertamente le corresponde la posición singular de mediador de la creación y la primacía frente a todo lo creado; pues todo se hizo por medio de él; él merece incluso el título excelso de «Dios» 33. Sin embargo la característica fundamental del Hijo es el ser criatura, -lo primero que el Padre creó (Pr 8, 22). Pero, por eso, «no es igual ni de la misma esencia (que el Padre)» 34. Arrio considera inadecuada la idea de una generación intradivina como la entiende Orígenes; a él le parece más bíblica la categoría de «creación».
Aunque hayamos tenido que mencionar el aspecto bíblico del pensamiento de Arrio, no hay que olvidar hasta qué punto se superpone en él la ontología medio-platónica a la fe bíblica en la revelación y en la redención. Aquí no se puede hablar de una comunicación real de Dios en la historia de la salvación. Dios es lo que es sólo en él y para él mismo. Una consecuencia de su insondable auto-referencia es el que Dios, en su ser propio, sea inconocible y, por lo tanto, también inefable para todos.
Un Dios que no se comunique a su criatura queda necesariamente substraído a todo conocimiento y comprensión de las criaturas. Y la cercanía de Dios, revelada en la persona y en la historia de Jesucristo (cfr. Col 1, 19), sólo es la presencia de un ser intermedio creado; pero no la del revelador divino. Así, respecto al Redentor, resulta visible todo el abismo que existe entre Dios y el hombre. Esta diferencia radical tampoco se ve salvada finalmente por el Espíritu Santo; pues, al igual que el Hijo, él también es creado.
Formulado en teología trinitaria, el subordinacionismo óntico de Arrio se expresa así: «Existe, pues, una tríada, pero no de la misma dignidad, pues sus hipóstasis no se confunden entre sí; puesto que una de ellas tiene una dignidad infinitamente mayor que las otras» 35. Cuando Arrio habla aquí de las tres hipóstasis, las entiende como tres substancias ontológicamente distintas. Esta concepción está presente sobre todo cuando dice que el Hijo «no tiene nada propio de Dios, en aquello que es propio de su hipóstasis (substancia)».
Pero, ante esta diferenciación radical, ¿se puede aún justificar el nombre del Padre como la genuina designación neotestamentaria de Dios? En todo caso, en el pensamiento arriano, esta palabra no expresa la propiedad esencial y eterna de Dios. «Pues si el Hijo no existe, Dios no es Padre» 37.
En resumen, al interpretar la fe trinitaria de la Iglesia, Arrio enseña:
Existe una diferencia óntica insalvable entre el Padre, por un lado, y el Hijo, el Espíritu Santo y la creación, por otro. Esto supone:
Una diferencia gnoseológica, pues la esencia propia de Dios permanece inefable. De ahí resulta:
Un vaciamiento teológico de la revelación y salvación testificadas en la Palabra bíblica de Dios y en el testimonio de la redención. En este caso, el pensamiento helenístico, más concretamente la ontología del platonismo medio ha despojado a la fe bíblica en Dios y a la confesión trinitaria que deriva de ella de su característica propia: la idea de un Dios revelador que amorosamente se auto-comunica al hombre.
4. Los pneumatómacos
Aunque surgido también como oposición a la herejía arriana, el movimiento de los pneumatómacos le está ciertamente próximo en su estructura. Surgido a mediados del siglo IV en Asia Menor, sus orígenes y motivos son controvertidos hasta hoy 38.
San Atanasio proporciona ciertamente el primer testimonio de la aparición de los pneumatómacos y de su doctrina, cuyo contenido se expone en los siguientes términos: Fieles al Concilio de Nicea, confiesan la unidad ontológica del Hijo con el Padre; pero, del Espíritu Santo dicen que «no es que sea una mera criatura, sino incluso uno de los espíritus servidores y sólo distinto de los ángeles en un grado» 39.
Consciente de la problemática teológica trinitaria de esta postura, el defensor del sínodo niceno exige también para el Espíritu Santo la confesión de la igualdad esencial que corresponde al Hijo. La doctrina de los pneumatómacos hace «aparecer la Trinidad no ya como unidad ontológica, sino como la composición de dos naturalezas distintas, a causa de la diversidad ontológica del Espíritu, que éstos mismos imaginan» 40. A esta doctrina se opuso el obispo de Alejandría, sobre todo por cuanto alteraba la unidad de la Trinidad y enlazaba a una criatura con el creador.
La polémica con Ios pneumatómacos no se condensó finalmente en la cuestión sobre la doxología trinitaria. Frente a su forma subordinada, predominante hasta entonces, san Basilio defiende la mención de los tres nombres divinos en forma yuxtapuesta e igualmente coordinada. Él conoce la postura opuesta de aquellos que dicen que el Espíritu Santo «debe ser glorificado, pero no junto con el Padre y el Hijo» 41. También conoce la objeción exegética que ellos proclamaban por todo el país: La glorificación «con el Espíritu» carece de fundamento bíblico 42. Según su doctrina, la Sagrada Escritura en ningún momento enseña que «el Espíritu tenga que ser adorado con el Padre y el Hijo»; ella evita «cuidadosamente decir "con el Espíritu"». En general, prefiere decir «en él», que sería más adecuado 43.
Frente a este argumento, san Basilio alude a la práctica tradicional de la oración, como también a la regla de fe dada con el mandamiento del bautismo (Mt 28, 19): «... lo que en el bautismo se nombra de una forma unida y coordinada, también debe estar unido en la fe, según nuestro parecer. Pero, al mismo tiempo, la confesión de la fe es para nosotros el origen y la medida de la alabanza» 44. Según san Basilio, el mandato del bautismo trinitario articula la «lex credendi»; y, ésta es para él, la «lex orandi».
A diferencia de la teología de la Trinidad de Basilio, que coloca al mismo nivel las tres hipóstasis, los pneumatómacos argumentan de un modo estrictamente subordinacionista, siguiendo el esquema: no engendrado -engendrado--creado. Según ellos, a Dios sólo se le puede entender y situar en el orden Padre-Hijo (no engendrado-engendrado); puesto que el Espíritu Santo no puede ser incluido en esta categoría, para él (también como ser intermedio) sólo queda el ámbito de la creación. Y en este sentido se da un claro paralelismo con Arrio.
Por eso la importancia histórico-trinitaria de los pneumatómacos radica finalmente en que, con su doctrina, propician también la confesión expresa de la homoousia para el Espíritu. De este modo han contribuido a «cerrar, en cierto modo, el problema trinitario, completando la confesión doctrinal de Nicea en el aspecto que aún quedaba abierto: añadir determinados enunciados sobre el Espíritu Santo, fijando así su definitiva comprensión» 45.
IV. LOS CONCILIOS DE NICEA Y DE CONSTANTINOPLA
1. El Hijo engendrado eternamente
La polémica con Arrio desembocó en el año 324/5 en un sínodo en Antioquía que, en un símbolo, confesaba que el Hijo no fue creado sino engendrado desde la eternidad 1. Este sínodo es considerado como el prólogo del Concilio de Nicea (325) 2. Reunidos en este primer sínodo imperial, los obispos echaron mano de una confesión tradicional, completándola con algunas adiciones interpretativas, con objeto de contraponer la confesión eclesial a la opinión de Arrio. Estas adiciones se distinguen fácilmente por su tendencia antiarriana. El texto reza:
«Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de todo lo visible e invisible; y en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado como unigénito del Padre, es decir, de la substancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho, lo que hay en el cielo y en la tierra; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió, se encarnó e hizo hombre, padeció, fue crucificado y resucitó al tercer día, ascendió a los cielos y vendrá a juzgar a vivos y muertos; y en el Espíritu Santo.
Pero quien afirme que "hubo un tiempo en que el Hijo no existía", y que "antes de ser engendrado, no existía", y que "surgió de la nada", o quien afirme que el Hijo de Dios es de otra hipóstasis o naturaleza, o que ha sido creado o (-!), que es mudable o cambiable, caiga sobre él el anatema de la Iglesia Católica»3.
Frente a la lejana discusión sobre la helenización, según la cual el pensamiento griego habría desembocado en la divinización del hombre Jesús y habría promovido la doctrina (extraña a la Biblia) del Hombre-Dios Jesucristo, hoy en día existe amplia unanimidad en considerar la confesión de fe de Nicea como la interpretación auténtica de la tradición recibida.
El sínodo no se enfrentó a Arrio en el plano de la discusión y de la especulación, sino en el de la confesión (de fe); su labor consistió en precisar frente a Arrio la doctrina primitiva, y si esto se dice en un nuevo lenguaje, no bíblico, en ningún caso es para abandonar la tradición y sustituir la palabra bíblica, sino para protegerla en su contenido de revelación. Los Padres albergaban ciertas reservas ante el nuevo lenguaje. Pero tuvieron que admitirlo, pues los arrianos, al interpretar las expresiones bíblicas, desvirtuaban su verdadero sentido.
En este contexto, por ejemplo, san Atanasio, consciente de los reparos ante el nuevo lenguaje, opinaba que el significado de este lenguaje estaba totalmente de acuerdo con la Escritura4. Con razón al obispo de Alejandría se le ha podido interpretar en estos términos: «Las palabras pertenecen a la metafísica griega. Pero el Dios expresado con estas palabras, es el Dios de la Biblia» 5. Así pues, el término "homoousios" de Nicea no significa una helenización de la confesión cristiana de Dios; contribuye, más bien, a su deshelenización 6.
A la misma conclusión se llega al considerar el intento soteriológico del Concilio: Si Cristo no fuera verdadero Dios, si en él no encontrásemos al Padre, no seríamos salvados. Pues sólo el Dios inmortal, por medio de la participación en su vida, nos puede salvar de nuestra caída en la muerte. Esto se ha concretado en el hecho de tomar en consideración aquellas ampliaciones que el Concilio ha añadido a la confesión tradicional de la fe y con las que no pretende otra cosa que salvaguardar el testimonio bíblico de Dios 7.
La primera aportación, «es decir, de la substancia del Pudre», es reconocible inmediatamente como un intento de distanciarse de la doctrina arriana.
También ésta hablaba de una generación y nacimiento del Hijo a partir del Padre; pero esto no lo entendía como un proceso intradivino. Para rechazar la opinión arriana de que aquí se trataría de un acto temporal, la interpolación afirma que el Hijo es engendrado de la substancia del Padre. Esta idea será luego de nuevo asumida y reforzada en la siguiente formulación: «de la misma substancia (homoousios) del Padre». La inserción de este concepto en el símbolo fue provocada directamente por la postura del propio Arrio 8.
Frente a la doctrina arriana, el sínodo quiso establecer como confesión de fe cristiana: Que el Hijo no pertenece al ámbito de las criaturas; quien lo ve a él, ve al Padre; y lo que caracteriza esencialmente a éste vale también del mismo modo para el Hijo. Por eso, el inmediato añadido antiarriano lo llama «Dios verdadero de Dios verdadero». Su origen esencial del Padre no hace del Hijo un dios derivado de segundo orden; sino que él es Dios como el Padre. De acuerdo con la siguiente aportación, el Hijo es «engendrado, no creado». Adoptando un pensamiento de Orígenes, el Concilio confiesa al Hijo como engendrado desde la eternidad por el Padre, lo que excluye un principio temporal en el sentido de creación.
De ahí resulta la siguiente imagen de Dios profesada por Nicea: El sínodo confiesa a Jesucristo como el Hijo ontológico y eterno del Padre, que, con Él «nos da todas las cosas» (Rm 8, 32). La autocomunicación de Dios, realizada en el Hijo, radica en su vitalidad y en su voluntad de revelarse: el Padre y el Hijo coexisten desde la eternidad, por cuanto el Padre sin origen engendra al Hijo eterno. Frente al Dios arriano, el Dios confesado en el símbolo niceno tiene en sí vida infinita; y la historia de la revelación es una auténtica auto-comunicación de Dios desde su propia plenitud; la palabra percibida de muchos modos en la antigua alianza y finalmente, de un modo definitivo, en la Persona de Jesús, es realmente la propia Palabra de Dios (cfr. Hb 1, 1 ss.).
Como cualquier concilio, tampoco el de Nicea supuso el final de la discusión, sino que planteó otras nuevas. Una razón fundamental para ello fue el planteamiento lingüístico del símbolo. Éste estaba «mucho más definido por la presión de un antiarrianismo negativo que por el intento de dar una explicación equilibrada y positiva de la relación entre el Padre y el Hijo» 9. El Concilio no ofrece ninguna aclaración positiva y equilibrada de la relación entre el Padre y el Hijo. La pregunta que se ha planteado el Concilio de Nicea es cómo hay que entender en términos conceptuales filosóficos el ser de un Dios, en el que es posible semejante filiación; pero su propio símbolo no ha suministrado ningún instrumento conceptual para resolverla 10. La unidad divina y su triple configuración hipostática quedan sin expresar; «ousia» e «hipóstasis» se utilizan aún como sinónimos para designar la igualdad de naturaleza 11.
2. El Espíritu dador de vida
El proceso de definición magisterial provocado por los pneumatómacos fue iniciado con el Sínodo de Alejandría (362), convocado por san Atanasio. El sínodo exigía la exclusión de quienes sostenían que «el Espíritu Santo era una criatura separada de la substancia de Cristo. Pues sólo se separa realmente de la odiosa herejía arriana quien no rompe la Santa Trinidad ni afirma que una de las tres Personas es una criatura. Pero quienes pretextan confesar la fe nicena, y a la vez osan renegar del Espíritu Santo, sólo abjuran externamente de la herejía arriana, mientras le son fieles de pensamiento» 12.
La confesión de Nicea sobre la igualdad de naturaleza del Hijo de Dios, no admite ninguna separación intradivina. Sólo se ha interpretado correctamente, cuando el Espíritu Santo es también incluido esencialmente en la Santa Trinidad y, por tanto, se le confiesa como perteneciente a la divinidad única, al igual que el Padre y el Hijo. En una carta a los obispos orientales (aprox. 374), el Papa san Dámaso (aprox. 305-384) aclaraba que «el Espíritu Santo es increado y de la misma dignidad, de la misma substancia y de la misma fuerza que Dios Padre, y que Nuestro Señor Jesucristo... no se debe separar de la divinidad, a quien le está ligado en la acción y en el perdón de los pecados» 13.
Para la auténtica interpretación del Concilio de Nicea, san Dámaso exige que «creamos que la Trinidad comparte una misma y eterna substancia y no separemos en nada al Espíritu Santo, sino que lo adoremos totalmente con el Padre y el Hijo en todo, en su fuerza, dignidad, honor y divinidad» 14.
De igual modo, el año 376, en Iconio, un sínodo presidido por Anfiloco (340/5-394/403) incluía al Espíritu Santo en la fe de Nicea. Al igual que san Basilio, remitía al mandato del bautismo trinitario (Mt 28, 19), como punto de referencia para la fe y la oración 15. La consolidación magisterial definitiva la trajo finalmente el sínodo reunido el 381 en Constantinopla; desde mediados del siglo V, éste es reconocido como el segundo Concilio Ecuménico. En el Concilio de Calcedonia (451), tras la lectura del de Nicea, se exponía así «la fe de los 150 Padres» de Constantinopla 16:
«Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra, de todo lo visible e invisible; y en un solo Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, engendrado por el Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre por quien todo fue hecho, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del Cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, padeció y fue sepultado; al tercer día resucitó según las Escrituras, subió al Cielo y está sentado a la derecha del Padre; y, de nuevo, vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos; y su Reino no tendrá fin; y en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Y en la Iglesia que es Una, Santa, Católica y Apostólica. Reconocemos un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro».
Los añadidos aclaratorios al Concilio de Nicea no introducen nuevos conceptos; son de carácter bíblico, y remiten a las doxologías tradicionales 17. Así, al Espíritu Santo se le conceden los títulos honoríficos, utilizados por san Pablo, de «Señor» (2 Co 3, 7 s.) y «dador de vida» (cfr. Rm 8, 2; Jn 6, 63; 2 Co 3, 6). Si el título de Señor excluye al Espíritu Santo del ámbito de las criaturas, el de dador de vida indica una función eminentemente divina ante la creación. El Espíritu Santo no tiene necesidad de la donación de Dios para mantener la vida, como las criaturas mortales; también él, al igual que el Padre y el Hijo, y dador de vida. Que el Espíritu Santo procede del Padre es una afirmación de san Juan (Jn 15, 26; cfr. también 1 Co 2, 12), que destaca la primacía del Padre para toda la vida intratrinitaria; además, indica que el Espíritu no ha sido creado, así como que es una persona distinta del Hijo engendrado.
La siguiente expresión referida a la divinidad del Espíritu Santo subraya, en palabras de san Atanasio 18, su dignidad adorable: «quien, junto con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado». Al Espíritu Santo se le debe la misma adoración que al Padre y al Hijo. Sería inadmisible una adoracion inferior o separada de la de ellos. Pero esto significa que al Espíritu Santo le corresponde la misma dignidad que al Padre y al Hijo y no una categoría o grado de ser inferior. De este modo, se responde a las críticas de los pneumatómacos, indicando claramente que el Espíritu Santo pertenece totalmente a la doxología trinitaria.
La siguiente aposición, en la que se afirma que el Espíritu Santo habló por los profetas, no es una formulación nueva dentro de un símbolo 19. También en este caso hay detrás un testimonio bíblico. Según el cual, las palabras proféticas no son fruto de ninguna sabiduría humana; «... antes bien, movidos por el Espíritu Santo, hablaron aquellos hombres de parte de Dios» (2 P 1, 20). Al igual que la afirmación anterior de que el Espíritu Santo es dador de vida, también su acción reveladora sirve para indicar su participación ontológica en el ser y en la vida de Dios. Aunque falte el concepto de «igual naturaleza» referido al Espíritu Santo, su dignidad divina se halla, sin embargo, suficientemente articulada, ya que se reconoce su acción redentora y reveladora en unión con el Padre y el Hijo.
Si el Concilio de Nicea reconoció la presencia ontológica de Dios en Jesucristo, el Hijo encarnado, ahora se proclama también que en el Espíritu Santo se manifiesta la presencia efectiva de este Dios tanto en el bautizado como en la Iglesia, culminando así la revelación bíblica de la Trinidad. Si el Espíritu Santo no fuera el Espíritu de Dios mismo que, por medio de la Encarnación, comunica gratuitamente la participación en el ser y en la vida divinos, el bautizado no quedaría plenamente incluido en la acción salvadora divina. Precisamente esta plenitud y alcance universal de su actuación las expresa san Pablo con la fórmula triádica de bendición: «La gracia del Señor Jesucristo y la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Co 13, 13).
Desde la perspectiva del Niceno-Constantinopolitano la fe trinitaria en Dios comporta la confesión de la plena comunidad de Dios con el hombre. Tanto en Cristo como en el Espíritu Santo, «Dios está presente y activo para la salvación del mundo, y no de un modo meramente simbólico e impropio, sino inmediato, propio...» 20 La salvación del hombre no es un «donum a Deo», sino el mismo Dios salvador, que, «como Dios, no ofrece otra cosa que a sí mismo y, con ello, todo lo demás» 21.
En Pentecostés de 1981, las Iglesias cristianas alemanas hicieron una declaración conjunta con motivo de los 1600 anos de la confesión de fe nicenoconstantinopolitana. En ella, como interpretación de las afirmaciones que se remontan al Concilio de Constantinopla sobre el Espíritu Santo, se dice: Confesamos «que en el Espíritu Santo, Dios mismo viene a nuestros corazones y actúa en nosotros con palabras y obras liberadoras... Es Dios mismoquien, como Espíritu de unidad, reúne y envía a su Iglesia, actúa en ella con
su palabra y sus sacramentos, suscita los carismas, llama al ministerio y, como Espíritu creador, renueva continuamente su Iglesia. Es Dios mismo quien, como Espíritu vivificador en un mundo cada vez más amenazado, llama al hombre a la esperanza en su Reino eterno... y quien nos anima con ello al servicio en su creación. Con esta confianza, junto con la Iglesia antigua confesamos que es Cristo quien envía al Espíritu Santo que, con el Padre y el Hijo, es adorado y glorificado» 22.
La afirmación según la cual «Cristo envía desde el Padre al Espíritu Santo», desemboca en la cuestión del Filioque de la versión latina de los símbolos, que divide a la Iglesia.
3. El «Filioque» ¿causa del cisma?
La fórmula griega original del símbolo de Constantinopla sobre la procedencia del Espíritu Santo desde el Padre suena en la actual versión latina así: «qui ex Patre Filioque procedit» 23. Esta expresión que no coincide exactamente con el texto original tiene diversos antecedentes tanto teológicos como magisteriales.
En primer lugar, está la idea patrística de que el Espíritu Santo procede del Padre por medio (para, dia) del Hijo. En su modalidad específica, esta idea la formularon tanto los Padres orientales como los occidentales: así, entre otros, escritores alejandrinos como Orígenes, san Atanasio y san Cirilo (t 444), después Epifanio de Salamina, y los capadocios, como san Basilio, san Gregorio Nacianceno y san Gregorio Niceno 24. En Occidente, Tertuliano 25 enseña que el Espíritu Santo procede del Padre por medio del Hijo. San Ambrosio 26 ve surgir al Espíritu Santo del Padre y del Hijo, en su misión temporal. Según san Agustín 27, el Espíritu Santo surge de ambos (de utroque) sin distinción temporal.
Esta visión teológica da forma también a la confesión de fe, como lo demuestra la polémica antiarriana del siglo VI en España. En el Tercer Sínodo de Toledo (589), entre otros el Rey visigodo Recaredo (+ 601) confiesa que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo y que es de su misma esencia 28. El fundamento teológico para acentuar de este modo el Filioque en la confesión de fe es triple. En primer lugar, se trataba de aclarar frente a los arrianos la unidad de esencia entre Padre, Hijo y Espíritu. En conexión con esto está, en segundo lugar, la necesidad de hacer intervenir también al Hijo, dada su igualdad de esencia, en la procesión del Espíritu santo. En tercer lugar, la relación intratrinitaria entre el Hijo y el Espíritu se expresa, de este modo, como una relación personal.
La introdución del Filioque en la confesión de fe tradicional de Nicea y Constantinopla aparece por primera vez en el Octavo Sínodo de Toledo (653) 29. Esta inserción se extendió por España, Galia (francos) e Inglaterra. Curiosamente, Roma se negó durante largo tiempo a modificar el Credo tradicional. Finalmente el emperador Enrique II (973-1024), con motivo de su coronación (1014), logró que también Roma adoptase este práctica franca. Allí, en la Santa Misa, tras el Evangelio, se cantó el símbolo de Nicea-Constantinopla ampliado con el Filioque 30.
Los teólogos orientales reaccionaron con extrañeza ante la modificación del símbolo, pero esto no les llevó a alterar el «status confessionis» ni a levantar barreras confesionales. Así, por ejemplo, Máximo Confesor (580-662) y san Juan Damasceno (aprox. 650-750) 31. Incluso cuando el patriarca Focio (aprox. 820-897) acusa a Roma de herejía, porque con la innovación ve peligrar la monarquía del Padre, no por ello rechaza la comunidad eclesial con los latinos.
Pero, sólo cuando en el 1054 bajo el patriarca Miguel Cerulario (+ 1058), y por los más dispares motivos político-eclesiales, se llegó al cisma entre Oriente y Occidente, vigente hasta hoy, comenzó a citarse también el Filioque como motivo legitimador adicional32. Desde entonces lo encontramos en los escritos polémicos y apologéticos como también en los posteriores tratados sistemáticos de la Escolástica; tampoco faltará en las listas de temas de los continuos intentos de reconciliación.
En el Segundo Concilio de Lyon (1274) y en el de Florencia (1438-9) se discutió sobre la justificación teológica del Filioque. En Florencia, los padres conciliares 33 declararon «que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo desde la eternidad, posee su ser subsistente y su esencia a la vez del Padre y del Hijo, y procede de ambos desde la eternidad como de un solo principio y por una única espiración».
Además, en relación con la doctrina de los Padres, según la cual el Espíritu Santo procede del Padre por medio (per) del Hijo, se hace aquí la siguiente indicación: «también el Hijo es para los griegos causa y para los latinos principio de la subsistencia del Espíritu Santo, al igual que el Padre. Y puesto que el Padre ha dado todo lo que es suyo al Hijo unigénito en su generación, excepto la paternidad, por eso también el ser principio del Espíritu Santo lo recibe eternamente el Hijo del Padre, de quien él mismo es engendrado».
Con esto se excluye un segundo principio originario en la Trinidad; y, además, se define la ordenación interna que se da en el intercambio vital intradivino. La perspectiva griega de una distinta causalidad en la procesión del Espíritu Santo (del Padre por medio del Hijo) es reconocida como legítima; los griegos solamente no deben cuestionar que la introducción del Filioque en el símbolo en función de una situación concreta de necesidad se hizo «de un modo legítimo y razonable» 34. No se exigió a los orientales la adopción del Filioque. Esto sirvió después también para el diálogo con los uniatas. El acuerdo alcanzado en Florencia será pronto revocado por los griegos, nada más regresar.
Para entender la disputa sobre el Filioque hay que tener en cuenta las distintas concepciones teológico-trinitarias ya mencionadas, que están detrás de las respectivas formulaciones de Oriente y Occidente. Para la doctrina trinitaria oriental es característica la idea de que el Padre es la única fuente de vida intradivina; esto vale precisamente también para el Espíritu Santo, por medio del cual el mundo recibe la vida divina. Él sólo puede proceder del Padre «por medio del Hijo».
La tradición latina acentúa enérgicamente la igualdad esencial del Padre, el Hijo y el Espíritu. Ella ve surgir del Padre el intercambio vital intradivino, que desciende al Hijo, confluyendo ambos en el Espíritu Santo. En los primeros ocho siglos, ambas formas de visión nunca dieron lugar a cuestionar la fe trinitaria común ni la comunidad eclesial entre Oriente y Occidente. Esto vale incluso para aquella época en que el Filioque era asumido en los más diversos símbolos occidentales.
En la discusión actual los ortodoxos 35 admiten también que el Filioque pertenece desde el siglo IV a la tradición occidental, «y esto nunca fue considerado como un obstáculo para la comunión». Esto supone en primer lugar «que esta comunión se rompió por otros motivos». Cierto que, desde el punto de vista ortodoxo, la introducción del Filioque en el Credo parece «inconveniente»; pero también se acepta el punto de vista latino de que esta introducción «no altera la doctrina de la unidad del Dios trinitario, expuesta por los concilios ecuménicos, antes bien, la subraya todavía más frente a todo politeísmo».
Renunciando a un distanciamiento apriorístico, desde el punto de vista de la Iglesia oriental se ha fomentado la idea de comprobar si el problema del Filioque «tal vez sólo represente una forma de expresión que encontramos en muchos Padres de la Iglesia, tanto orientales como occidentales».
Que esta comprobación prometa hoy ya un resultado positivo, se puede deducir de la propuesta ortodoxa según la cual «los católicos-romanos y los ortodoxos deberían abstenerse mutuamente ante todo de rechazar como ilegítima la formulación del otro. Antes bien, debieran reforzar su convicción de que el camino que permite profundizar y expresar la conciencia de esta convergencia es el diálogo oficial ya iniciado entre ambas Iglesias». La meta a alcanzar es el retorno a la auténtica confesión de fe del segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla.
B. Bobrinskoy 36 expresa reservas críticas. En la procesión del Espíritu Santo no se debería incluir al Hijo como principio causal. Una ulterior distinción conceptual entre la generación del Hijo y la procesión del Espíritu Santo destruiría el misterio de la Santísima Trinidad y dañaría a la Iglesia. Para la teología ortodoxa sería totalmente inaceptable admitir que el Espíritu Santo proceda del Padre y del Hijo «tamquam ab uno principio». Incluso la fórmula tradicional «per Filium» no queda sin cuestionar; resulta demasiado ambigua y, como forma encubierta de la doctrina del Filioque, podría ser mal interpretada 37. Pero ¿hasta qué punto las formulaciones teológicas de la fe pueden estar absolutamente a salvo de ser mal interpretadas?
La absoluta originariedad del Padre, reclamada por la doctrina griega de la Trinidad, aparece expresada en la tradición latina mediante la distinción agustiniana según la cual el Padre es principio sin principio (principium de principio) y el Hijo, principio de principio (principium de principio) del Espíritu Santo 38.Éste procede, como también afirma la teología occidental con san Agustín, «principaliter» del Padre 39.
Paralelamente a esta temática, se discute la cuestión de si Occidente no debería suprimir el Filioque del Credo de Nicea-Constantinopla 40. Esto sólo podria darse bajo el supuesto de que por parte ortodoxa fueron reconocidos el carácter no herético y la demanda cristológica contenida en la doctrina del Filioque41. A otros les parece que, aun valorando plenamente la postura oriental, la supresión del Filioque del Credo «sería algo irreal e inadecuado, precisamente en la situación actual de la Iglesia romana» 42.
El Papa Juan Pablo II hizo una propuesta de mediación. La expresó en su carta del 25 de marzo de 1981 al Patriarca Ecuménico de Constantinopla Dimitros, y la confirmó de nuevo en su predicación de Pentecostés el 7 de junio de 1981. Según ella, el texto normativo es la formulación conciliar del año 381; a él le corresponde la más alta obligatoriedad dogmática; no se le debe oponer ninguna interpretación basada en el sentido del Filioque 43.
Otra propuesta de mediación consiste en que, partiendo del fundamental acuerdo doctrinal, los latinos «podrían pedir expresamente a los orientales aquella concesión de amor» de admitir la forma occidental del símbolo 44. Este gesto tendería a aplacar el reproche oriental de que la introducción del Filioque, como acto unilateral de una parte de la Iglesia, representa una irregularidad canónica; a este respecto, se recuerda la prohibición del Concilio de Éfeso (431) de alterar los decretos sinodales 45.
Pero a esto se le puede también objetar que el Concilio de Constantinopla adaptó el símbolo de Nicea, sin haber solicitado antes el consenso de los latinos; por otro lado, el Concilio de Éfeso no hace referencia alguna al precedente Concilio de Constantinopla, sino que se remite al de Nicea 46.
Para el continuo diálogo ecuménico entre Oriente y Occidente se avanzaría mucho si ambas tradiciones pudieran ser contempladas como puntos de vistaque se completan mutuamente, convergentes y complementarias 47. Estas dos visiones tienen su nexo de unión no en un concepto, sino en la doxología trinitaria.
Nuestras consideraciones retrospectivas en torno a la disputa sobre el Filioque han partido de la confesión de fe trinitaria del Sínodo de Constantinopla, que pretendía completar la pneumatología del Credo de Nicea. La confesión del Hijo igual en esencia al Padre incluye al Espíritu Santo como consecuencia intrínseca. Consideremos ahora a san Agustín; nadie como él ha expuesto en tal medida el fundamento sistemático de la doctrina trinitaria occidental.
V. LA TRINIDAD SEGÚN SAN AGUSTÍN
1. La fe de la Iglesia: criterio último y punto de referencia
Nuestra consideración sobre la doctrina de Agustín se centrará en su obra «De Trinitate» 1. A esta obra capital él mismo la llama «opus tam laboriosum» 2;trabajó en ella durante largo tiempo (unos veinte años), terminándola alrededor del 419/420. Para M. Schmaus 3, el «De Trinitate» de san Agustín es «el más imponente monumento literario dedicado a la especulación teológica trinitaria».
La obra se puede dividir en dos partes. La primera consta de ocho libros: los libros I-IV tratan de la fe trinitaria según la doctrina de la Iglesia y el testimonio de la Sagrada Escritura. Los libros V-VIII se esfuerzan en clarificar conceptualmente el dogma. En la segunda parte, los libros VIII-XV tratan de acercarse al misterio trinitario con analogías de la creación. En este contexto, san Agustín intercala diversos temas y cuestiones que no tienen ninguna conexión directa con la doctrina trinitaria. En su conjunto, la obra surge del esfuerzo vital por comprender aproximadamente y formular con palabras el misterio inefable del Dios trinitario.
Como muestra ya su propia estructura, el punto de partida de la doctrina trinitaria es la fe eclesial en el Dios trinitario. Más exactamente, se trata de la confesión, definida en el Concilio de Nicea, de que «el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son de una sola y misma substancia, testificando con su inseparable igualdad la unidad divina; y que, por ello, no son tres dioses sino un solo Dios».
Al mismo tiempo, esta fe antisabeliana confiesa que al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo les corresponde una peculiaridad irreductible. Esta consiste en que el Padre engendra al Hijo y, por eso, el Hijo no es la misma persona que el Padre; y el Padre no es la misma que el Hijo; finalmente, el Espíritu Santo es tanto Espíritu del Padre como del Hijo; y, como éstos, él pertenece también a la unidad del Dios trinitario.
Esta perspectiva intratrinitaria no queda sin concretar en la historia de la salvación. Pues, según la fe de la Iglesia, que san Agustín confiesa y pretende transmitir, la Trinidad no se hizo hombre; ella no fue crucificada y enterrada, ni resucitó y ascendió a los cielos, sino sólo el Hijo. Tampoco fue ella quien, en el bautismo de Jesús, descendió sobre él en forma de paloma y quien confortó a los Apóstoles en Pentecostés, sino sólo el Espíritu Santo. Finalmente, tampoco fue ella quien pronunció las palabras confirmadoras en el bautismo de Jesús, sino sólo el Padre.
Resumiendo de nuevo esta concreción histórico-salvífica con el pensamiento de la unidad, san Agustín concluye que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo «como son inseparables, actúan también inseparablemente. Esta es también mi fe, porque es la fe de la Iglesia católica» 4. Consecuentemente, san Agustín reza así al final de su obra: «Por esta regla de fe me he regido en mis comienzos; y a partir de ella, te he buscado en cuanto me ha sido posible, en cuanto tú me has hecho capaz, y he tratado de comprender con la razón lo que creía con la fe; mucho he discutido y mucho me he esforzado» 5.
Pero puesto que la fe de la Iglesia es el fundamento de toda reflexión teológica, san Agustín, en sus escritos apologéticos, trata de recuperar a los herejes para la fe de la Iglesia; él quiere hacerles comprender el valor salutífero de aquella medicina preparada en la Iglesia, que guía nuestra torpe mente a la verdad inmutable. Aquello de que él quiere convencer a los herejes le sirve a él mismo de criterio de certeza, así como de medida critica de su teología. Con ello se plantea la cuestión de cuál es el sentido positivo de los esfuerzos teológicos trinitarios en san Agustín.
2. Sentido y finalidad de la teología trinitaria
Para san Agustín, la teología trinitaria tiene un triple sentido: apologético, pastoral y teológico formal. Su esfuerzo apologético se muestra, por un lado, frente al sabelianismo y, por otro, frente al arrianismo; este último le parecía el mayor reto. A ambos movimientos les reprocha que sus objeciones se anulan mutuamente 6. Por este motivo el camino de la teología trinitaria no podía discurrir, según él, más que entre ambos extremos. De ahí que formulara esta recomendación:
«Fíjate en las Personas, no las confundas. Distínguelas inteligentemente, no las separes pérfidamente, no sea que por huir de Caribdis, caigas en Escila. Estabas a punto de ser devorado por las fauces impías de los sabelianos, si decías que el Padre era el mismo que es el Hijo. Ahora ya lo sabes: "No estoy solo, sino yo y el Padre, que me envió". Sabes que el Padre es el Padre y que el Hijo es el Hijo. Esto lo reconoces, pero no digas que el Padre es mayor y el Hijo es menor; que el Padre es el oro y el Hijo es la plata. Sólo hay una substancia, una divinidad, una coeternidad, igualdad perfecta; ninguna desigualdad. Pues si sólamente crees que Cristo es otro distinto del Padre, pero no de la misma naturaleza, habrás salvado el peligro de Caribdis, pero te has estrellado contra las rocas de Escila. Navega por el medio huyendo de uno y otro extremo... El Hijo es otro, porque no es el mismo que el Padre, y el Padre es otro, porque no es el mismo que el Hijo. Pero no es otra cosa, porque el Padre y el Hijo son la misma cosa. ¿Qué es esa misma cosa? Un solo Dios»7.
La doctrina trinitaria de san Agustín alcanza su perfil en la controversia con estos dos extremos: éstos le llevan a precisar con exactitud su visión de la tripersonalidad y la unidad esencial de Dios.
La perspectiva apologética de san Agustín se relaciona con la exigencia pastoral de su doctrina trinitaria; ésta surge en respuesta a preguntas concretas formuladas por los miembros de la comunidad que le estaban confiados. Algunos de ellos se escandalizaban «al oírle decir que el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios; y, con todo, esta Trinidad no son tres dioses sino un solo Dios» 8. Se trata de las cuestiones relacionadas con la unidad de esencia y de acción de Dios y con la concreción histórico-salvífica de los nombres trinitarios.
Además, a los miembros de su comunidad les interesaba el lugar que ocupa el Espíritu Santo en la Trinidad; a él no lo ha engendrado ni el Padre ni el Hijo ni ambos juntos; y, no obstante, es el Espíritu del Padre y del Hijo. Estimulado por tales preguntas, san Agustín trató de darles respuesta según sus posibilidades. Puesto que él ya llevaba tiempo ocupado con estas mismas preguntas, quena hacer a los fieles partícipes en su búsqueda de la verdad. Desde ese momento, su deseo y oración era avanzar él mismo con ellos en el conocimiento de Dios.
San Agustín veía el sentido teológico formal de su doctrina de la Trinidad en introducir la fe, asumida y fijada confesionalmente, en la dinámica de la propia vida espiritual con objeto de estimular tanto la búsqueda como el amor de Dios. Para él, la teología trinitaria, en su conjunción de esfuerzo intelectual y de apertura espiritual, es una forma de expresión del amor de Dios. Le corresponde no sólo la definición del verdadero filósofo como «amator Dei» 9, sino también, la característica tensión de la búsqueda, el encuentro y la nueva búsqueda de Dios.
En «De Trinitate», el obispo de Hipona es más claramente consciente de la ambivalencia de su fuerza intelectual que en sus primeros escritos. De ahí que eleve la siguiente plegaria: «Dame la fuerza de buscarte, tú que te dejas encontrar y que me has dado la esperanza de poder encontrarte cada vez más. Ante ti está mi fuerza y mi debilidad; conserva aquélla, sana ésta. Ante ti está mi saber y mi ignorancia. Allí donde tú me has abierto, acoge a quien entra; allí donde has cerrado, abre a quien llama. Haz que me acuerde siempre de ti, te comprenda, te ame. Haz crecer todo esto en mí hasta que me transformes totalmente» 10.
Con esta finalidad espiritual, que trata de integrar en la vida religiosa el esfuerzo intelectual del hombre debilitado por el pecado orginal, san Agustín se esfuerza en hacer tan inteligible como pueda al Dios de la Antigua y de la Nueva Alianza, que, aunque se ha revelado, permanece al mismo tiempo incomprensible. La inteligencia así lograda debe ayudarle a él, como hombre creyente e intelectual, que quiere aportar su propia experiencia espiritual, a un más profundo amor a Dios.
San Agustín intenta definir la compenetración mutua entre saber y sabiduría, entre el conocimiento racional particular y la visión total de la fe, remitiéndose a la doctrina del regreso del alma a Dios enseñada por los filósofos (como Cicerón en «Hortensius»). Pero esta meta no puede ser realmente alcanzada por esos hombres intelectuales que, careciendo de la fe en Cristo mediador, sólo siguen su conocimiento racional «. Aunque los filósofos paganos trataron de ascender desde la creación visible hasta la realidad invisible de Dios, desembocaron finalmente en una idolatría, que adora ídolos materiales. El motivo de este error consiste en que filosofan sin tener a Cristo como mediador.
Por el contrario, san Agustín quiere partir del Cristo terreno para, con él y desde él, alcanzar la eterna sabiduría y, con ella, la visión de la verdad de Dios. «Así pues, nuestra ciencia es Cristo; nuestra sabiduría es igualmente el mismo Cristo. Él nos implanta la fe respecto a las cosas temporales; él nos ofrece la verdad sobre las eternas. Por él avanzamos hacia él; por medio de la ciencia tendemos a la sabiduría; pero sin apartarnos del único y mismo Cristo, "en quien se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col 2, 3)» 12.
En la persona de Jesucristo se resume el conocimiento histórico y particular de la ciencia y la visión global de la verdad eterna de Dios. Mediante la unión con Cristo como hombre y Dios, la fe lleva a cabo el movimiento ascendente de retorno de Cristo al Padre. Es un camino que arranca del conocimiento temporal y conduce a la sabiduría; que precede a la visión de aquella verdad beatificante, que nos llenará totalmente en el más allá.
La mediación reveladora de Cristo aparece así como el rasgo esencial y central de la concepción agustiniana de la redención. Por medio de este cristocentrismo, la teología trinitaria está firmemente ligada a la Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento. A la vez, ella tiene en la persona de Jesucristo el punto de referencia inamovible, al que está esencialmente ligado el conocimiento sapiencial de Dios y de la Trinidad, al que apremia permanentemente a concretarse en forma de comprensión de la redención.
3. El cristocentrismo paulino
La mediación de Cristo en la revelación, que resulta clara en el diálogo con la filosofía, adquiere un perfil aún más amplio en la medida en que se pone de manifiesto el aspecto kenótico de la concepción agustiniana de la Encarnación. Agustín concede, en efecto, un notable relieve a la idea de la humillación de Dios en la encarnación de Cristo. «Este será su tema predilecto a lo largo su vida; y, en el pensamiento de san Agustín, este punto es tan central que "humilitas" y Encarnación casi se pueden considerar como sinónimos» 13.
La Encarnación y la Crucifixión de Cristo son los acontecimientos en los que Dios se humilla para liberarnos del pecado de orgullo y de soberbia; es decir, del principal obstáculo para nuestro retorno al Padre. Cristo, despojándose de sí mismo hasta la muerte, es el mediador que, «como Dios, viene en ayuda del hombre mediante su divinidad, y como hombre, viene a su encuentro mediante su debilidad. ¿Qué mayor ejemplo de obediencia nos podría haber dado a nosotros, perdidos como estábamos por nuestra desobediencia, que, siendo él mismo Dios Hijo, se haya hecho obediente a Dios Padre hasta la muerte de Cruz? ¿Cómo podría mostrársenos un premio más glorioso a la obediencia que el que se nos manifiesta en la carne de este mediador, que resucitó a la vida eterna?» 14
En la concepción agustiniana de la Encarnación la referencia creyente al acontecimiento de la crucifixión de Jesús es un elemento constitutivo, y no se puede sustituir espiritualmente de ningún modo. «... pero si no se cree que esto de tal manera ocurrió y fue visto que ya no cabe volverlo a ver en el futuro, no se alcanzará a Cristo, tal como se le verá eternamente» 15.
La referencia a la Encarnación y a la Cruz, y, con ella, a la Resurrección, es para san Agustín el punto de partida indispensable para nuestro retorno a Dios; esto vale tanto en el plano del conocimiento como también en el plano soteriológico. Pues, en estos acontecimientos, se produce la sorprendente humillación de Dios (lo que con toda seguridad podría haber ocurrido de otro modo), la salvación de los pecadores y la revelación de toda la grandeza de su humilde amor.
Desarrollando estos pensamientos, san Agustín nos remite al himno de los Filipenses (2, 5-11) 16, así como también a Romanos 5, 8-10 («Pero Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros. Con mayor razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por El salvos de la ira, porque si, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida»). Y también a Romanos 8, 31 s. («¿Qué diremos, pues, a esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con El todas las cosas?») 17.
En esta visión paulina del Dios que se despoja por amor, san Agustín ve la expresión distintiva de la confesión cristiana de la Trinidad y la Redención frente a la doctrina filosófica de Dios. La característica de la fe cristiana en Dios y en la redención consiste en que, mediante la Encarnación y la Crucifixión de Cristo, el Dios altísimo ha quitado al hombre el peso del pecado y se ha presentado en forma de esclavo. Rebajado así hasta la muerte, Cristo nos permite volver al Padre por un camino que «consiste en el amor y en la búsqueda de la verdad» 18. Por el contrario, los filósofos buscan este camino confiando sólo en sus propias fuerzas.
4. La dimensión pneumatológica
Agustín concreta soteriológicamente su doctrina de la Trinidad no sólo mediante la cristología sino también mediante su pneumatología. En referencia a ella se ha opinado que el obispo de Hipona es «el mayor pneumatólogo de Occidente» 19. Esta caracterización basa su validez especialmete en el hecho de que él ha desarrollado su doctrina intratrinitaria del Espíritu en estrecha conexión con la concepción de la Iglesia y de la gracia. Precisamente san Agustín no entiende sólo en sentido cristológico la vida de la Iglesia y la existencia cristiana; sino que, por medio de su pneumatología, él enlaza más bien ambas realidades con el misterio trinitario de Dios.
Para este Padre de la Iglesia la característica especial del Espíritu Santo consiste en ser el vínculo de amor que une al Padre y al Hijo 20. Él es consciente de que esta definición sólo es aproximada, cuando escribe: «El Espíritu Santo es, pues, una cierta comunión inefable del Padre y el Hijo. Quizás su nombre sea debido a que el mismo término se puede aplicar al Padre y al Hijo. En efecto, en el Espíritu Santo se nombra en sentido propio lo que en el Padre y el Hijo se nombra en sentido general. También el Padre es ciertamente espíritu; también el Hijo es espíritu; santo es el Padre; y santo es el Hijo. Al utilizar, pues, un nombre que es común al Padre y al Hijo y que, por ello, es apropiado para indicar al Espíritu Santo como comunión entre ambos, se indica el don mutuo que es el Espíritu Santo» 21.
Después de adoptar (no sin reservas) esta definición intratrinitaria del Espíritu Santo como vínculo de amor entre Padre e Hijo, san Agustín la concreta ampliándola en el sentido de la historia de la salvación, y definiendo también al Espíritu Santo como el don que Dios nos otorga. Existe una correspondencia entre la definición intratrinitaria del Espíritu Santo, considerado en su eternidad, con su definición como don salvador para los fieles, que se produce en el tiempo y en la historia. «El Padre y el Hijo quieren fundar una comunidad entre nosotros y con ellos, con lo que les es común; mediante aquel don que les une, quieren llevarnos a nosotros a la unidad; es decir, mediante el Espíritu Santo que es Dios y don de Dios; por él nos reconciliamos con Dios, y por él somos colmados de gozo» 22.
La visión intratrinitaria del Espíritu Santo como «caritas, donum et communio» del Padre con el Hijo se corresponde con su función en la historia de la salvación. Él es la presencia del Dios trinitario en los creyentes. Esto hay que verlo en conexión con las tres fases con las que la acción salvífica de Dios alcanza a cada uno: por un lado, «el hombre fue creado por Dios con una voluntad libre»; por otro, «el hombre es instruido con preceptos sobre su forma de vida; después, recibe el Espíritu Santo. Este provoca en él una complacencia amorosa en el supremo e inmutable Bien, que es Dios, incluso ahora, cuando aún caminamos en fe y no en visión (2 Co 5, 7). Así, al recibir estas arras, el hombre se siente impulsado hacia el don inmerecido, a adherirse al Creador para llegar a participar de la Luz verdadera (Jn 1, 9), y, así, recibir también la felicidad de aquel mismo de quien recibió el ser» 23.
El camino de salvación gradual, aquí esbozado, resulta también claro en otro texto donde san Agustín habla de un modo análogo de una ordenada distinciónentre el orden de la creación y el de la salvación: «Lo que recibimos para existir es algo distinto de lo que recibimos para ser santos» 24. Esta distinción impide una identificación demasiado directa del Espíritu Santo con fuerzas humanas. Entre ambas realidades existe la misma relación que entre el estímulo y la acción, entre la llamada y la respuesta, entre la luz y la visión.
Para la plena comprensión del camino de salvación humano es importante recordar que, según san Agustín, entre el donante (el Padre) y el don (el Espíritu Santo) no hay ninguna diferencia ontológica; en el Espíritu Santo, el Padre se entrega ontológicamente a sí mismo y no un bien creado. Partiendo de esta comprensión plena de la inhabitación del Espíritu Santo, san Agustín se opone a la concepción voluntarista de la gracia de los pelagianos, sosteniendo que el Espíritu Santo es el principio de toda la vida de la gracia. Por este motivo, en sus últimos escritos, san Agustín cita a menudo Romanos 5, 5: «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado» 25.
Como don primordial de la gracia, el Espíritu Santo hace que Dios permanezca en nosotros y nosotros en él; él enciende en nosotros el amor a Dios y al prójimo. «Pues Dios Espíritu Santo, que procede de Dios, al ser dado al hombre, enciende en él el amor a Dios y al prójimo; y él mismo es amor. Realmente, ningún hombre puede amar a Dios, si no es por Dios» 26. Consecuentemente y, a la inversa, según san Juan la práctica del amor a Dios y al prójimo es el signo externo de nuestra comunión con Dios. «Si quieres saber si has recibido el Espíritu Santo, pregunta a tu corazón, no sea que tal vez tengas el sacramento, pero no su fuerza. Pregunta a tu corazón si hay amor al prójimo, y, entonces no te preocupes. Pues el amor no puede existir sin el Espíritu de Dios» 27.
Si, por un lado, el Espíritu Santo anima al fiel cristiano para que éste siga el camino del conocimiento de Dios, también actúa en la Iglesia. Pues ella es templo del Dios trinitario que la obsequia con el Espíritu Santo, que la edifica como comunión de amor. Transmitido por medio de Cristo crucificado y resucitado 28, el Espíritu Santo es la presencia del Dios trinitario en los fieles y en la Iglesia. Como vínculo de amor y comunión del Padre con el Hijo, el Espíritu Santo es el principio formal interno, el alma de la Iglesia; por medio de ä, la Iglesia se convierte en «communio caritatis», comunidad de amor29.
De ahí, las exhortaciones con las que san Agustín incita a sus fieles a practicar la caridad, la armonía y la concordia, el servicio de la paz y la humildad, incluyendo expresamente el amor a la Iglesia, incluso en sus miserias. «Tenemos el Espíritu Santo si amamos a la Iglesia; y la amamos si permanecemos en su amor y en su unión» 30. La Iglesia visible e invisible se compenetran mutuamente en la misma medida en que el Espíritu Santo enciende y modela a los fieles en el amor a Dios y al prójimo, guiándolos así más allá de los límites y las reservas humanas. Porque él es la medida del amor, de la paz y de la unidad, la Iglesia visible, como también cada cristiano, tiene en él un impulso permanente que la debe preservar de atascarse en una mera existencia aparente.
Aunque san Agustín es consciente de la provisionalidad y de la limitación de la figura externa (sólo) sacramental de la Iglesia, entiende que ésta no debe ser pasada por alto en su concretez. Antes bien, hay que construir una comunidad humana visible, que permanezca transparente y remita a su principio formal originario, es decir, al Espíritu Santo y, en él, al Padre y al Hijo, de los que procede. La unidad intratinitaria de Dios se hace visible en la Iglesia en la medida en que el Espíritu Santo junta a las multitudes en un solo pueblo de Dios 31.
La adopción y desarrollo del concepto de relación se nos presenta como el primer elemento específico y formal que define este contenido de la imagen trinitaria de Dios.
5. La doctrina de la relación
El concepto de relación es quizás lo que más caracteriza a la teología de san Agustín. El haberla aceptado y desarrollado como un factor determinante, se puede considerar como «uno de los mayores méritos» del obispo de Hipona en el campo de la teología trinitaria 32. Aunque ya anteriormente san Gregorio Nacianceno había utilizado el concepto de relación (schesis), para expresar la Trinidad de Dios, fue no obstante san Agustín quien desarrolló sistemáticamente este concepto y, como tal, lo legó a la teología occidental.
San Agustín utilizó con gran reserva el concepto tradicional de «persona» cuando, provocado por el sabelianismo, tuvo que dar una respuesta a la cuestión sobre la Trinidad en Dios. Esta reserva era debida a motivos lingüísticos. San Agustín se justifica remitiendo al amplio uso sinónimo de hipóstasis, substancia y persona 33.
Por eso, por ejemplo, se resiste a traducir literalmente la fórmula capadocia «mia ousia, treis hypostaseis» por «un solo ser (essentia) -tres substancias»; pues, para él, «esencia» y «substancia» son equivalentes. Aunque prestigiosos escritores latinos hablen de «tres personas» como concepto opuesto a una esencia o substancia, san Agustín no está totalmente de acuerdo con ellos 34.
Pues, aunque el obispo de Hipona intenta explicar el concepto de «persona» en el sentido de relación y, con ello, de distinguirlo del de substancia, este último sigue siendo el concepto determinante. A partir de él, san Agustín entiende la persona en el sentido de subsistencia y, a la vez, observa que este concepto no expresa el momento, tan importante para él, de la relación 35.
Las reservas de san Agustín frente al concepto de persona resultan comprensibles por cuanto, para él, la relación (junto a esencia y substancia) es la categoría fundamental. No obstante, si lo tolera es por las dificultades lingüísticas que encuentra. «Pues si se pregunta qué son estos tres, se revela la gran pobreza de que adolece el lenguaje humano. De todos modos se ha acuñado la expresión: Tres personas, no para manifestar el verdadero contenido, sino para no tener que enmudecer» 36.
Para definir la Trinidad en Dios, san Agustín prefiere utilizar el concepto de relación. Según la opinión de R. Seeberg 37, disparmente acogida, es «la línea más suave y delicada que se puede encontrar para marcar de algún modo las diferencias en el ser divino, sin alterar con ello la unidad con pesadas categorías».
Concretamente, san Agustín argumenta así: Cuando hablamos de la omnipotencia de Dios, de su bondad y perfección, nos referimos a la Trinidad de Dios en su unidad. Por el contrario, si hablamos del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, adoptamos otra perspectiva; queremos decir que los tres nombres (divinos) no designan lo otro (aliud) sino un otro (alius) 38. Pero, según san Agustín, esta segunda expresión, añadida como perspectiva ontológica, no indica ningún accidente; pues ello supondría admitir en Dios lo mudable. Pero Dios siempre es y será Padre, Hijo y Espíritu Santo; en él no existe mudanza.
Por eso, san Agustín elige el concepto de relación por un doble motivo. Por un lado, porque (según él) la relación es algo inmutable y no un accidente 39; y, por otro lado, porque los nombres trinitarios de Padre e Hijo son expresiones relativas. «Pues ninguno de ellos es por sí mismo Padre o Hijo, sino que lo son el uno para el otro» 40. Esta doble visión que distingue en Dios entre ser y relación, la ofrece san Agustín en la fórmula que se hizo clásica: En Dios todo es uno, «excepto lo que se dice de cada persona en relación a las otras» 41.
Los conceptos relacionales de Padre e Hijo permiten a san Agustín entender sobre todo a las personas trinitarias como relaciones. El Padre sólo lo es en relación con el Hijo, y éste sólo es Hijo en relación con el Padre. Lo específico del Espíritu Santo en este nudo de relaciones es el ser don mutuo del Padre y el Hijo, el vínculo amoroso que une a ambos 42.
Ya hemos indicado incidentalmente el contexto espiritual de la doctrina de la relación de san Agustín, su origen filosófico y teológico. Los estímulos teológicos pueden provenir de la enseñanza de san Gregorio Nacianceno 43. En cuanto a su fondo filosófico se puede decir que, como pensador neoplatónico, san Agustín no tenía ninguna dificultad respecto a las relaciones, para «entender estas sutiles diferencias como realidades objetivas e identificarlas con las personas»44.
Esta alusión al neoplatonismo de san Agustín se puede observar también allí donde resulta palpable la herencia aristotélica con la distinción entre substancia y accidente. Probablemente san Agustín conocía la introducción a las categorías de Aristóteles del neoplatónico Porfirio (aprox. 233-305) 45. El que, a diferencia de Aristóteles, san Agustín no cuente las relaciones entre los accidentes, sino que, a la luz de la vida intratrinitaria, las considere eternas e inmutables, es debido a motivos teológicos. Éstos fuerzan la estructura lógica del concepto de «relación» y lo relativizan en presencia del misterio.
6. Teología trinitaria psicológica
Después de considerar el uso consecuente del concepto de relación, otro rasgo específico de la teología trinitaria agustiniana es su doctrina psicológica de la Trinidad, como ha sido definida por M. Schmaus 46. Para apoyar su doctrina de las eternas relaciones intradivinas con argumentos que no sean filosóficos y recordar al hombre que ha sido creado a imagen de Dios, él remite a analogías tomadas de la experiencia humana; más exactamente, de la estructura triádica de la vida espiritual del hombre. Entre las muchas imágenes creadas del Dios trinitario, la más auténtica es precisamente la del hombre interior, dotado de vida espiritual.
Sobre el fondo de la antropología estoica los apologistas hablaban ya del «logos endiathetos» y del «logos prophorikos». Esta aproximación antropológica a la vida intradivina la profundizó eficazmente san Agustín y la transmitió a la historia medieval de la Trinidad. Ya en las «Confesiones» 47, san Agustín remitía a la estructura triádica de la vida espiritual humana, como analogía del Dios trinitario. Se trata de la tríada «ser-conocer-querer». «Pues yo soy, conozco y quiero: soy sabiendo y queriendo; sé que soy y quiero; y quiero ser y conocer».
San Agustín invita al lector a ser consciente de que estas funciones lo mismo constituyen una unidad indivisible que, a la vez, son distintas y, por ello se pueden referir mutuamente. Pero, al desarrollar esta tríada, san Agustín advierte que es limitada. Nadie debe creer que ha encontrado con estas analogías aquello que es inmutable por encima de todas las cosas, «que es inmutablemente, conoce inmutablemente y quiere inmutablemente» 48
En «De Trinitate», san Agustín formula aún más claramente su analogía de la vida espiritual del hombre; así, encontramos las tríadas «memoria-intelligentia-voluntas», «mens-notitia-amor». Sobre esta última, él afirma: «Es una cierta imagen de la Trinidad el intelecto, el concepto que es su hijo y su palabra; y, en tercer lugar, el amor». Estas tres cosas son una sola substancia 49. También aquí san Agustín advierte el carácter limitado de sus imágenes 50. Como en las «Confesiones», éstas articulan la idea de que el proceso de nuestra vida espiritual presenta tres formas diversas que se condicionan mutuamente y, al mismo tiempo, constituyen una unidad inseparable en su substancia.
El alcance de estas tríadas es doble, uno formal y otro de contenido. Por lo que respecta al primero, con sus analogías, san Agustín pretende indicar formas de unidad ontológica, que estén constituidas por aspectos diversos que se condicionan mutuamente y que no sean intercambiables. Estas analogías responden, en el fondo, a la pregunta característica de la teología trinitaria occidental: cómo se puede entender que algo sea al mismo tiempo «uno» y «tres».
Por encima de este aspecto formal, en su contenido las analogías tienen como punto de partida la fe trinitaria. Esto resulta especialmente reconocible en la terna «mens-notitia-amor», en la que san Agustín trata de explicar «notitia» como «proles» y «verbum»; para el tercer miembro de la terna, resulta inmediatamente clara la referencia al Espíritu Santo.
Estas analogías muestran que los esfuerzos teológicos trinitarios de san Agustín no siguen una línea ascendente, sino descendente. En la creación, contemplada a la luz de la fe trinitaria, san Agustín busca huellas para vivificar empírica y conscientemente su confesión de Dios. Acompañando esta búsqueda con la oración y con el esfuerzo correspondiente de su vida moral, san Agustín trata de ver en el espejo del espíritu lo que cree firmemente en la fe.
7. Resumen del capítulo
El examen de la teología trinitaria de san Agustín y de la teología accidental influida por él no permite poner de manifiesto su enfoque estático-ontológico que la distingue de la visión dinámica de los griegos 51. Si la tradición occidental agustiniana corre el peligro del modalismo, el subordinacionismo constituye una permanente tentación para la doctrina griega de la Trinidad. Para resumir los rasgos específicos de la teología trinitaria de san Agustín, hay que mostrar en primer lugar lo que le une a san Atanasio y a los capadocios.
Al igual que los citados Padres griegos y que Tertuliano, también san Agustín parte de la doctrina eclesiástica. Sus diversos intentos sistemáticos de mediación reciben de ella su certeza y tienen en ella su principio normativo. Por eso él recomienda a sus lectores y oyentes, que no sean capaces de seguir sus explicaciones, prestar su fe a la Sagrada Escritura y a su interpretación magisterial 52. Los esfuerzos del conocimiento teológico están siempre subordinados a la «auctoritas fidei» (cfr. 1 Co 13, 9 s.).
De acuerdo con esto, es clara también la adhesión de san Agustín a la confesión de fe de Nicea en la que él, como los capadocios, incluye también al Espíritu Santo como igual en esencia al Padre y al Hijo. Al igual que los capadocios, sobre todo san Gregorio Nacianceno, también el obispo de Hipona tiene una viva conciencia de que todo esfuerzo de adaptación intelectual y lingüística del misterio trinitario tropieza con unos límites claros, que él trata de superar con la oración y la alabanza. Para él, como para muchos de sus predecesores, el conocimiento y la teología no culminan en la reflexión sino en la oración; a ella se ordenan ambos. Y este proceso ocurre a partir de la sencillez de la fe y en la esperanza de poder comprender más profundamente y alabar más perfectamente al Dios trinitario.
Junto con los Padres orientales citados, también san Agustín defiende la fe trinitaria en un doble frente teológico; se trata de las formas tardías del arrianismo y del sabelianismo, que adoptan posturas opuestas y, según san Agustín, se anulan mutuamente; su vía sólo puede discurrir entre ambos extremos. Como san Gregorio Nacianceno, también nuestro Padre de la Iglesia remite, frente a Arrio, a la esencia intradivina. De ella participan, sin distinción, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por su simplicidad le corresponden todos los atributos y perfecciones divinos; y así, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, son Dios sin ninguna diferencia.
Su perspectiva ontológica permite al obispo de Hipona, como antes a san Atanasio y a los capadocios, expresar la acción reveladora y salvadora de Cristo mediador y del Espíritu Santo como verdaderamente divino-humana y, por eso también primeramente como un acontecimiento realmente salvífico.
A partir de este argumento soteriológico hay que juzgar también el fondo filosófico en el que san Agustín desarrolla su teología. Éste experimenta una decisiva modifcación debido a que el Padre de la Iglesia trata de pensar el Uno neoplatónico no sólo como conciencia viva, sino finalmente como amor que se humilla y comunica en la persona de Jesucristo. En esto veía el mismo san Agustín la diferencia entre su enseñanza y la teología filosófica de su época.
La visión agustiniana de la unidad esencial divina adquiere la orientación que le es característica, retrocediendo la idea de la monarquía intradivina como vínculo de unidad, idea que había sido sistemática y continuamente desarrollada sobre todo desde Orígenes. Cierto que esta idea existe también en él, pero a modo de apéndice. Así por ejemplo él llama al Padre «totius divinitatis» o (con expresión más exacta) «deitatis principium» 53. Para el Espíritu, el Padre es «principium non de principio»; en cambio, el Hijo es «principium de principio» 54.
Hay que decir igualmente que la tradicional visión griega de la monarquía intradivina ha impregnado la doctrina de Dios de san Agustín, al menos cuando la considera en su dinámica histórico-salvífica. En la concepción inmanente de la Trinidad del obispo de Hipona ha desempeñado un papel determinante su perspectiva ontológica, vinculada a su doctrina de las relaciones.
Teniendo en cuenta estas observaciones, la doctrina trinitaria inmanente de san Agustín aparece más claramente encerrada en sí misma que el esquema dinámico rectilíneo de los griegos. Las imágenes utilizadas en este contexto (círculo, triángulo) 55 caracterizan acertadamente la visión agustiniana en comparación con la visión lineal de los griegos. Su concepción permite al Padre de la Iglesia latina acentuar más enérgicamente la unidad esencial del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; ella permite también reconocer la relación Hijo-Espíritu Santo como referencia específica real, de acuerdo con la idea de que el Espíritu Santo es el amor mutuo entre el Padre y el Hijo.
Y. Congar 56 considera como «simple, grandiosa y satisfactoria» la doctrina agustiniana de la relación, según la cual las relaciones distinguen a las personas de la substancia, sin dividir a ésta. Pero también añade que no satisface totalmente a los ortodoxos en su tradición; a ellos les parece que se acentúa poco la posición originaria del Padre, la monarquía intratrinitaria y la pericoresis.
Si la doctrina de las distintas relaciones en una sola substancia es una característica esencial de la concepción trinitaria agustiniana, no es menos importante su amplia visión de la historia de la salvación. La comunión de vida intratrinitaria, suficiente en sí misma, obra en la creación, haciéndose especialmente visible en el hombre, en la historia de la salvación, en la santificación de cada fiel y, sobre todo, en la comprensión de la Iglesia. Todo esto tiene un único objetivo: hacer que el hombre vuelva a Dios. Aunque aquí puede resonar, en cierto modo, la idea neoplatónica del retorno de lo múltiple al Uno, la verdad es que, en san Agustín, este camino de retorno está claramente determinado por el pensamiento paulino del autodespojamiento divino.
Además, el retorno del hombre a Dios sólo se puede producir en el marco de la Iglesia llena del Espíritu Santo. Para san Agustín, no se puede eliminar la tensión entre el individuo y la Iglesia, precisamente porque, según él, la fe cristiana en Dios se encarna en el contexto vivo de la Iglesia; que es su forma de expresión más concreta. Difícilmente se podría hallar en la patrística posterior al Concilio de Nicea un concepto teológico trinitario que piense la fe trinitaria en Dios con tantas consecuencias para la existencia religiosa de cada creyente y para la comunión de la vida eclesial como el de san Agustín.
VI
LA HERENCIA AGUSTINIANA EN SANTO TOMÁS DE AQUINO
1. Introducción
La herencia de la teologia trinitaria de san Agustín pasa a través de diversas líneas de tradición a la primitiva y alta escolástica. Citemos las tres más significativas 1.
Comencemos por aquellas obras que desarrollan la herencia histórico-teológica de san Agustín en el sentido de una doctrina de las tres edades. La fe trinitaria se convierte así en un principio ordenador de la historia. La edad del Padre es la creación, él pronuncia la palabra creadora. La edad del Hijo se caracteriza por la redención; aunque colaboren también el Padre y el Espíritu Santo, sólo el Hijo se hace hombre. La edad del Espíritu Santo es la de la Iglesia. Así pues, la historia de la salvación reproduce la acción propia de las tres personas divinas.
Esta perspectiva la encontramos de distintas formas en Ruperto de Deutz (aprox. 1070-1129), Gerhoh de Reichensberg (1093/4-1169) y Joaquín de Fiore (aprox. 1130-1202). Para ellos el Padre no es sólo el origen de los procesos intradivinos; también la historia es fundada por él, acuñada por el Hijo y conformada por el Espíritu Santo. Esta teología trinitaria supera el plano de la discusión lingüístico-filosófico-hermenéutica de aquella época (pensemos por ejemplo, en la escuela de Chartres) 2 e interpreta la fe en el Dios trinitario como el amplio espacio vital del hombre.
Esta aceptación fundamental de la doctrina de las tres edades va acompañada, sin embargo, de ciertas reservas a causa de la forma que adoptó en Joaquín de Fiore. Éste no expone con suficiente claridad la íntima unidad de la salvación histórica, lo que se muestra en la amplia independencia de la edad del Espíritu Santo frente a la del Hijo; en este sentido, es criticado por san Buenaventura y santo Tomás de Aquino 3. Según santo Tomás, sin una consideración de las procesiones intratrinitarias no es posible fundamentar la fe en la creación y en la salvación, ni la doctrina de la gracia y de la Iglesia. En virtud de su contenido salvífico, una historia interpretada trinitariamente necesita basarse en las relaciones de origen intradivinas 4.
La herencia de san Agustín recibe otra expresión en la línea de la tradición espiritual de la Escolástica 5, caracterizada por la idea de los Padres de la Iglesia de que Dios es amor, y el Espíritu Santo es el vínculo amoroso entre el Padre y el Hijo. Esta postura la siguen de distintas formas Ricardo de San Víctor, san Bernardo de Claraval (1090-1153), así como también san Buenaventura y la escuela franciscana.
Para el abad de Claraval, la teología no se reduce a mostrar la ausencia de contradicción entre la razón humana y los misterios de la fe; pretende también ir más allá de la simple exposición de la coherencia interna de las diversas afirmaciones parciales de la fe. Esto supondria cultivar la teología desde una perspectiva exclusivamente lógica. A san Bernardo le parece muy pobre semejante visión, porque para él también pertenecen a la palabra de la fe la emoción, la admiración y el amor. Como en san Agustín, ellos elevan el conocimiento racional de Dios por encima de la mera reflexión e interrogación y le confieren un amplio horizonte espiritual; de modo que el reconocimiento, el saber y la voluntad están incluidos en la abierta actitud espiritual del amor. El punto de partida de este camino es la unión con el humilde amor de Dios, la mirada al Crucificado.
De este modo, en san Bernardo confluyen el espíritu paulino y la herencia agustiniana. Además, el abad de Claraval resulta también discípulo de san Agustín, al concebir el amor a Dios y al prójimo como don del Espíritu Santo. Estimulado por san Pablo y por el obispo de Hipona, san Bernardo entiende que la acción despertadora del Espíritu Santo se orienta a liberar el corazón humano de su limitación, capacitándolo para acoger amorosamente a Cristo crucificado y, por tanto, para conocer el amor humilde de Dios. Finalmente, san Bernardo sigue también al obispo de Nipona al considerar el amor de Dios como una participación gratuita, en el vínculo de amor trinitario del Padre, y del Hijo, es decir, en el Espíritu Santo. Para el abad de Claraval, el conocimiento de la Trinidad implica una participación en misterio vital del Dios trinitario.
La Trinidad se hace históricamente presente en la conducta y en el acto creyente de amar a Dios. Categorías como «causa y efecto», «modelo e imagen», motivo determinante y resultado obtenido, no son suficientes para describir la comprensión que san Bernardo tenía del conocimiento amoroso de Dios. Para él, se trata de una forma de presencia y expresión del propio misterio trinitario. Acercarse a este misterio no es solamente cuestión de conocimiento y doctrina (logos); incluye también valoración, admiración, felicidad y, en su forma más elevada, amor; finalmente es también camino, mistagogia en el misterio vital de cada bautizado.
San Bernardo, al igual que las escuelas de Laón y San Víctor, en cuya tradición se movía, suscitó la oposición de sus contemporáneos por su concepción teológica. En efecto, este tipo de concepción teológica resultaba una provocación para aquella forma de erudición de Dios que lleva hasta el fondo el argumento racional, que se desenvuelve con un criterio filosófico-lingüístico, que procede lógica y analíticamente. Y que apela gustosamente a la ayuda de la teología trinitaria psicológica de san Agustín. No es que mediante este procedimiento se pretendiera anular el carácter misterioso de la fe cristiana en Dios.
Se trataba de demostrar que el pensamiento, progresando mediante el instrumento conceptual de la reflexión, conduce, sin nivelarlo, al umbral del misterio inaccesible de la Trinidad. Un elemento constitutivo y representativo de esta línea de la tradición es la reflexión sobre la mutua relación entre el proceso racional y el contenido de fe. Representantes de esta concepción optimista de la reflexión sobre la fe son san Anselmo de Canterbury, Pedro Abelardo (1079-1142), Gilberto de Poitiers (aprox. 1080-1154) y su escuela.
Si en las citadas líneas de la tradición hay un vínculo común, es precisamente la apasionada competición entre las diversas exposiciones de la fe trinitaria: la histórico-soteriológica, la existencial-espiritual y la basada en el conocimiento teorético. Formalmente, esta controversia va acompañada de un notable afán por lograr una ordenación sistemática. Esto vale sobre todo para la Alta Escolástica, con sus sumas y comentarios a las sentencias de Pedro Lombardo (aprox. 1095-1160).
La teología de la época no se halla condicionada por muchos desafíos externos; por eso, el trabajo teológico se orienta, más bien, hacia la formación de sistemas unitarios de pensamiento. Este esfuerzo va acompañado, bajo el influjo de Aristóteles, de una creciente sensibilidad por un aparato conceptual diferenciado y por las cuestiones de método. Como testigo destacado de esta época llena de tensiones presentemos aquí a santo Tomás de Aquino. ¿Hasta qué punto consigue él integrar las diversas corrientes tradicionales derivadas de san Agustín y configurar de un modo coherente la herencia de los Padres de la Iglesia?
2. La Trinidad, misterio de fe
La importancia de santo Tomás de Aquino para la historia de la filosofía radica en haber acogido e integrado en su pensamiento la gnoseología y la ontología aristotélicas, estableciendo distinciones y vínculos entre conocimiento y fe, filosofía y teología, mucho más claros y diferenciados de lo que hasta entonces era habitual en el neoplatonismo agustiniano. Así, para santo Tomás, la filosofía, a causa de sus propios principios racionales, tiene una autonomía más clara que para san Buenaventura. Precisamente en su doctrina sobre Dios se pone de manifiesto hasta qué punto santo Tomás reconoce a la filosofía una metodología autónoma, pero que puede ser continuada y profundizada teológicamente.
El ascenso a la doctrina filosófica de Dios se ajusta al principio aristotélico según el cual nuestro conocimiento debe partir del mundo empírico. El conocimiento natural de Dios, alcanzado por medio de sus «cinco vías», no es objeto de fe; es más bien su preámbulo racional. Cuando dirige su mirada al mundo finito y, a su través, al Ser primero, santo Tomás no sólo argumenta en sentido cosmológico y metafísico; en lo más hondo le mueve un interés claramente antropológico. Tiene en consideración el ansia de felicidad del hombre, ansia dirigida a Dios.
Con esta referencia él clarifica aquel punto crucial en el que confluyen la experiencia reflexiva y la fe sobrenatural en Dios. Según el principio fundamental tomista de la armonía entre la naturaleza y la gracia, la revelación desarrolla y profundiza la capacidad del conocimiento natural. Además, la fe contrarresta la tendencia humana al error y a la arrogancia y, así, prepara al hombre para la beatitud definitiva en la contemplación sobrenatural de Dios. A la inversa, por medio de la filosofía santo Tomás puede insertar la doctrina de fe en el horizonte empírico humano, que permanece abierto a la revelación sobrenatural.
Santo Tomás considera necesario aludir expresamente a que, al igual que la Encarnación, la fe trinitaria está por encima del conocimiento natural de Dios y, de este modo, rebasa el ámbito de la teología filosófica. En su Suma Teológica dedica todo un artículo a estas cuestiones 6. Es imposible entender al Dios trinitario con la mera razón, porque el conocimiento que surge del mundo creado sólo conduce a Dios como su causa última. Sólo se puede conocer naturalmente a Dios como principio sin principio de todo ser; por este camino no se puede llegar a la tripersonalidad de Dios.
Pues la fuerza creadora de Dios es común a toda la Trinidad; pertenece a la unidad de esencia, no a la distinción de las personas. Por eso la razón natural sólo puede conocer a Dios en la unidad de su esencia. Para santo Tomás, las «rationes necessariae» aducidas por Ricardo de San Víctor para el conocimiento de la Trinidad sólo pueden ser válidas en el supuesto de la Trinidad revelada y, sólo de este modo, alumbran algo este misterio. «Pero estas razones no pueden demostrar suficientemente la Trinidad de Personas» 7.
Así, tampoco los filósofos han alcanzado nunca la Trinidad de Personas con sus peculiaridades (paternidad, filiación, «processio»). A lo sumo, han podido reconocer algunos atributos divinos que son adecuados a determinada persona: así, al Padre le corresponde la omnipotencia, al Hijo la sabiduría y al Espíritu Santo la bondad 8. El hecho de que los filósofos no han alcanzado efectivamente la fe cristiana en la Trinidad confirma la imposibilidad fundamental de poder demostrar la diferencia entre las personas divinas con argumentos racionales o con ternas creadas. Para santo Tomás, san Agustín es el garante de que «el conocimiento lo alcanzamos por medio de la fe, y no al revés» 9.
Después de establecer estos límites, santo Tomás introduce dos razones teológicas que presentan la revelación de la Trinidad como un acontecimiento lleno de sentido e indispensable. Ante todo, el dogma trinitario muestra que la creación no se produce por una necesidad natural, sino por libertad y amor. Por otro lado, la revelación trinitaria es necesaria «para que pensemos rectamente sobre la salvación del género humano, que se cumple por medio del Hijo hecho hombre y por el don del Espíritu Santo» 10.
Con esto quedan establecidas las coordenadas mentales del pensamiento trinitario de santo Tomás: la aportación filosófica consiste en la búsqueda metafísica del Fundamento último, carente de origen, de toda realidad. Este tema está ligado con el deseo antropológico de mostrar a Dios como meta de la tendencia natural del hombre a la felicidad. La revelación del Dios trinitario asumida en la fe incluye esta aportación antropológica, guiándola y continuándola tanto en la teología de la creación como en la de la encarnación. Aunque santo Tomás desarrolla su teología trinitaria a base de cuestiones sobre la Trinidad ontológica e inmanente, considera irrenunciable un marco expresamente soteriológico.
3. Contemplación de la Trinidad inmanente
a) Las procesiones
Santo Tomás presenta su doctrina de la Trinidad en la primera parte de la Suma, en las cuetiones 27-43. Previamente se había ocupado de la existencia y la esencia de Dios, de su vida, su conocimiento y voluntad. De este modo, el punto de partida lo marca la esencia única de Dios. El propio tratado sobre la Trinidad empieza con la doctrina de las procesiones intratrinitarias. La Sagrada Escritura justifica su existencia efectiva; pues utiliza nombres de Dios (Padre, Hijo, Aliento) que supone un proceso 11. Pero esto no se debe interpretar, como hacen Arrio y Sabelio, como un acontecimiento sólo externo; antes bien, hay que entenderlo en primer lugar como un proceso vital intradivino.
Santo Tomás llega a esta conclusión partiendo, como san Agustín, de la consideración de la vida espiritual humana y sus dos procesos principales: el conocimiento y la voluntad. Como procesos inmanentes de la conciencia de la criatura humana, estas perfecciones son las más adecuadas, aunque sigan siendo imágenes deficientes 12 de la actividad vital intradivina. Al igual que el entendimiento humano se expresa en la palabra interior, así de modo análogo, el primer proceso intradivino se puede entender como un acontecimiento verbal. Si la revelación habla de engendrar (Sal 2, 8), la analogía usada es capaz también de hacer comprensible esto, si se procede a eliminar todas las imperfecciones terrenas 13.
La pronunciación de la Palabra intradivina puede ser llamada generación porque al proceso de comprensión le es propio aquella tendencia de asimilación que caracteriza al acto generador. Como, según la concepción aristotélica, el acto generador está caracterizado por el hecho de producir un ser del mismo tipo, análogo al principio originario, así también el acto de conocimiento forma (o incluso genera) en la palabra interior una imagen de la realidad conocida. Según santo Tomás, con esta analogía se puede entender como generación el proceso del Verbo en Dios, y, consecuentemente, el Verbo como Hijo.
Respecto a la otra actividad espiritual del hombre, la voluntad, santo Tomás explica la segunda procesión intradivina como un proceso de amor, de modo que «el objeto amado está en el que ama, como por la concepción de la palabra la cosa expresada o entendida está en quien entiende» 14. Con ello, se indica también una diferencia respecto a la primera procesión; si al acto de amor le caracteriza la inclinación hacia la realidad deseada, al acto generador, la tendencia a la representación y a la asimilación 15. Con esta distinción, santo Tomás sigue la herencia de san Agustín, que muestra hasta qué punto la analogía de la vida espiritual humana, con sus funciones de entendimiento y voluntad, es para él un primer principio de estructuración y comprensión de su doctrina trinitaria.
b) Las Personas divinas como relaciones de origen
El segundo pilar sustentante del edificio de la teología trinitaria tomista, o incluso, su «centro» 16, lo constituye su doctrina de la relación. En este caso, santo Tomás sigue también la tradición de san Agustín, aunque no sin desarrollarla también notablemente y ligarla firmemente al concepto trinitario de persona. En contraste con la posición reticente, extendida desde Ricardo de San Víctor hasta san Buenaventura, frente a este apecto de la herencia agustiniana 17, santo Tomás convierte la doctrina de la relación (tras su difusión por su maestro san Alberto) en una categoría determinante de su enseñanza sobre la Trinidad.
Para poderla utilizar en la doctrina de la Trinidad, santo Tomás tuvo que diferenciar el concepto aristotélico de relación; él completa la relación predicamental con la relación subsistente. Esta distinción ha sido continuamente utilizada por la teología trinitaria como un buen instrumento auxiliar 18. La «relatio» se define como la referencia de un ser a otro. Pero, según santo Tomás, el estar unido a un sujeto a modo de accidente no pertenece necesariamente al concepto de relación, aunque esto sea lo que ocurre en el mundo de las criaturas. Según santo Tomás, el contenido del concepto de relación deja abierta la posibilidad de que consista puramente en el mutua referencia.
La relación en este caso, no estaría adherida a otro, sino que sería subsistente. La existencia de semejante relación subsistente en Dios se da con las procesiones trinitarias. A las dos procesiones corresponden de entrada cuatro relaciones: la relación del Padre con el Hijo y del Hijo con el Padre; la relación del Padre y el Hijo con el Espíritu Santo y la de éste con el Padre y el Hijo. Pero, por su relativa oposición, sólo tres de ellas forman relaciones reales, subsistentes y distintas entre sí: la paternidad, la filiación y el ser espirado del Espíritu Santo 19.
El haber ligado el concepto de relación, así diferenciado, con el de persona, pone de manifiesto la forma creativa con que santo Tomás de Aquino ha asumido la herencia de san Agustín. Puesto que la fe cristiana habla de tres personas y estas tres -Padre, Hijo y Espíritu Santo- son relaciones, el concepto de persona debe coincidir con el de relación subsistente. Frente al concepto substancial de persona de Boecio, hay aquí una evolución; la utilización del concepto de relación subsistente permite a santo Tomás expresar la persona trinitaria como una realidad espiritual, subsistente en sí misma como relación20.
Hasta qué punto el concepto trinitario de persona está determinado por el de relación, se deduce también de que una distinción en Dios sólo es posible sobre la base de las relaciones de procedencia; éstas constituyen las personas trinitarias y las caracterizan: la paternidad del Padre, la filiación del Hijo y el ser espirado del Espíritu Santo. Y, sobre todo: sólo por medio de la relación de origen se distingue realmente una persona de otra. Si se prescinde de las relaciones personales, ya no se podría sostener la triple personalidad de Dios.
A partir de esta aportación, santo Tomás responde también a la ya obligada y discutida cuestión ecuménica sobre el «Filioque». Dos razones aduce en favor de la versión latina 21. La primera es: «La fuerza del Padre y del Hijo es una sola; y lo que es del Padre, es necesariamente del Hijo; a no ser que se oponga a la propiedad de la filiación».
En segundo lugar, sólo se puede justificar una diferencia personal entre el Hijo y el Espíritu Santo, si éste procede del Padre y del Hijo; en otro caso, no se puede distinguir entre ambas relaciones de procedencia. Literalmente santo Tomás escribe: «El Espíritu Santo se distingue personalmente del Hijo en que sus origenes son distintos. Pero esta diferencia de origen radica en que el Hijo sólo procede del Padre, y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. De no ser así, las dos procesiones no se distinguirían».
Santo Tomás aborda luego, de cara a los griegos, el problema de la procesión del Espíritu Santo por medio del Hijo 22. Análogamente a san Agustín, él responde aquí: Puesto que el Hijo recibe del Padre toda su capacidad de espirar al Espíritu Santo, corresponde «principaliter» al Padre ser origen del Espíritu Santo. Pero igualmente hay que decir que el Padre y el Hijo forman un solo principio originario. Aunque santo Tomás afirme también la monarquía del Padre, ésta no representa ningún pilar sustentante de su doctrina trinitaria, como ocurre con su doctrina de las relaciones, que le sirve para resaltar la máxima unidad dentro de la Trinidad.
4. La fe trinitaria como mensaje de salvación
La elaboración sistemática de su doctrina trinitaria inmanente no constituye para santo Tomás un fin en sí misma. Antes bien, ella está al servicio de la doctrina de las misiones divinas. Esta doctrina constituye, en efecto, la meta y la clave de su edificio doctrinal teológico trinitario. Aquí muestra él toda su dinámica soteriológica. Desde el principio, su doctrina trinitaria se halla bajo el deseo de pensar rectamente «sobre la salvación del género humano, que se cumple en el Hijo hecho hombre y en el don del Espíritu Santo» 23.
Los fundamentos establecidos hasta ahora los volvemos a encontrar en la doctrina de la imagen del Dios trinitario en el hombre 24, en la cristología, en la doctrina de la gracia y de las virtudes 25. Ya en la doctrina del conocimiento natural de Dios, santo Tomás aludía expresamente a la antropología como punto de referencia central 26. Allí esbozaba la idea del ansia de felicidad del hombre, dirigida a Dios, como punto de enlace para la fe trinitaria sobrenatural. De este modo, la mediación teológica del dogma trinitario llevada a cabo por santo Tomás de Aquino se caracteriza desde el principio por una clara perspectiva soteriológica, aunque esto no siempre haya sido reconocido como tal.
El Dios trinitario se abre y prolonga en el tiempo sus eternas procesiones intradivinas mediante una libre misión hacia fuera, para hacerse presente en el hombre de un modo nuevo. Al hombre se le concede una presencia de Dios que va más allá de toda causalidad divina. Esta presencia, nueva e invisible, es la gracia santificante 27. Si tenemos en cuenta los límites de actividad propia del hombre 28, la inhabitación del Dios trinitario sólo puede ser entendida como don gratuito, precisamente como gracia santificante, por la que el hombre es elevado a una existencia sobrenatural y se fundamenta ontológicamente su capacidad para creer y amar. Aunque la nueva e invisible comunicación de Dios se produzca en forma de gracia santificante, «es, no obstante, la propia persona divina la que se da» 29. O, aún más claramente: «Por medio de la gracia santificante, toda la Trinidad habita en el espíritu (del hombre)» 30.
Aunque, por medio de la gracia santificante toda la Trinidad habita en el hombre, no obstante no se puede hablar de una misión del Padre. Antes bien, la inhabitación del Dios trinitario se realiza de acuerdo con las procesiones intradivinas del Hijo y del Espíritu Santo, que santo Tomás relaciona con los dos actos básicos del espíritu humano: conocer y amar. Además de su misión visible en la Encarnación, el Hijo se hace presente íntimamente en el hombre por medio del don del conocimiento (que impulsa al amor y desemboca en él).
Lo mismo se puede decir del Espíritu Santo por medio del don del amor. En la medida en que el hombre, en estado de gracia, conoce y ama a la Trinidad, ésta habita en él. «Puesto que el Espíritu Santo es amor, el alma se hace semejante al Espíritu Santo por el don del amor» 31. Ya en su reflexión sobre la Trinidad inmanente, santo Tomás había asumido la idea agustiniana de que el Espíritu Santo es don y amor y que, como vínculo amoroso, une al Padre y al Hijo. Ahora santo Tomás desarrolla consecuentemente este concepto desde el punto de vista soteriológico.
Así, desde la perspectiva teológica de la Encarnación, santo Tomás piensa que el retorno total del hombre al Dios trinitario ocurre en virtud del amor que se nos da con la gracia santificante, amor proveniente del Espíritu Santo como causa ejemplar. Este amor ensancha y aumenta la capacidad natural de amar y permite desear y conocer nuevos aspectos de Dios. El hombre tiende a Dios tal como es, sin llegar con ello a confundir su ser con el de Dios. Así, el amor de Dios se revela como amistad del hombre agraciado con Dios. Santo Tomás puede ser considerado el primer autor que convierte en concepto teológico-científico la idea del amor entendido como amistad con Dios, eligiéndolo como idea-clave de su elaboración sistemática 32.
Estos fuertes acentos soteriológicos de la teología trinitaria de santo Tomás restan justificación al reproche de intelectualismo que a veces se le ha hecho. Cierto que pertenece irrenunciablemente al proyecto teológico de santo Tomás la formación de un aparato conceptual teológico-trinitario, así como la elaboración de reglas lingüísticas más adecuadas; y todo esto hace de él, sin duda alguna, un gran sistemático.
Si santo Tomás, al menos a primera vista, es menos consciente que san Agustín de los limites de su esfuerzo intelectual, esto se debe a que, para él, el hombre creado a imagen de la Trinidad sólo se convierte en imagen explícita a de su modelo original mediante el conocimiento real y el perfecto amor de Dios. Esta meta sobrenatural da alas a la confianza intelectual de santo Tomás. Puesto que se trata de la razón iluminada por la fe, santo Tomás considera útil la reflexión teológica «en la medida en que abandona la presunción de comprender y demostrar. Pues el hecho de poder atisbar algo de las cosas excelsas, aunque sólo sea en forma humilde e insuficiente, ya produce la máxima alegría» 33.
La objeción de intelectualismo se debe principalmente al episodio en que santo Tomás ordena y subordina su doctrina de la eucarística a la fe eucarística de la Iglesia. Nos referimos a la oración pronunciada por santo Tomás al recibir el viático. Por su estructura lógica, estas palabras traídas por su biógrafo Guillermo de Tocco (t aprox. 1323) 34, son semejantes a la oración conclusiva del tratado trinitario de san Agustín: «Te recibo como prenda para la redención de mi alma; por amor a este sacramento he estudiado, trabajado y velado. Te he predicado y enseñado. Nunca he dicho nada en tu contra; tampoco he sido prepotente; pero si hubiera enseñado algo erróneo de este sacramento, me someto totalmente a la corrección de la Santa Iglesia de Roma, en cuya obediencia me despido de la vida».
Con estas palabras, santo Tomás muestra cuánto se influyen entre sí la teología racional y la plenitud sorprendente del misterio. La comprensión teológica, incluyendo, por supuesto, también la doctrina trinitaria, no es para santo Tomás fruto sólo de un análisis, que disocia el objeto del conocimiento en sus elementos. Para él comprender significa también y en primer lugar: asimilar algo en su centro, en su sentido y en su fundamento.
La intelección teológica vive de la mirada de la fe centrada en el misterio. Para santo Tomás, esto significa: ver y pensar a Dios mismo y su creación con los ojos de Dios. Cuando santo Tomás elabora su teología dentro de esta perspectiva de fe, sabe que esto supone un gran reto para sus fuerzas intelectuales, sin que éstas se vuelvan autosuficientes. Pues deben servir a la idea nuclear de que el amor eterno de Dios se da ya, aquí y ahora, al hombre en inquebrantable comunión de vida, y esto es el comienzo de la vida eterna 35.
VII. RETROSPECTIVA Y MIRADA AL FUTURO
1. Un Dios que se da
La historia del dogma de la Trinidad y de su explicación teológica se debe valorar como el esfuerzo por transmitir a lo largo de los tiempos la comprensión trinitaria fundamental del Nuevo Testamento. Esto siempre ha sido necesario por razones apologéticas. Pero también se trataba de preservar la credibilidad interna de la predicación. En este caso, había que mostrar que Dios mismo se ha comunicado irrevocablemente, tal como es, en la vida y en la misión de Jesucristo así como en la acción del Espíritu Santo en una historia concreta. Dios se entrega; esto es lo que se tenía que aclarar con los medios teológicos más diversos.
En este camino encontramos constantemente dos desafíos: mientras los griegos están amenazados continuamente por el subordinacionismo, los latinos en cambio, lo están por el modalismo. A pesar de las sucesivas condenas de la Iglesia occidental 1 éste se ha mostrado sorprendentemente tenaz. Como consecuencia de la filosofía idealista, sigue vivo incluso en la teología actual; «él representa probablemente la mayor tentación del pensamiento moderno» 2.
Frente a estos dos reduccionismoss hay que asegurar intelectualmente la experiencia de fe de que el Dios inefable «se da realmente él mismo en el doble "quoad-nos" de Cristo y de su Espíritu» 3. Hay que superar aquellas concepciones que, a la manera de Arrio, vacían ontológicamente este doble «hacia nosotros» de la autocomunicación de Dios, o que, a la manera de Sabelio, entienden esta doble mediación como un simple producto de nuestra percepción intelectual y no como una realidad.
Esto anularía básicamente la auto-comunicación de Dios y no dejaría llegar al totalmente Santo tal como él mismo es, hasta el hombre; éste permanecería solo y aislado en su condición de criatura'. Tanto para los Padres de la Iglesia como para los teólogos de la Escolástica se trata de que Dios no sea simplemente pensado y expresado como trinitario. La meta de su confesión y de su reflexión es que Dios mismo se ha comunicado realmente como amante eterno y como amor viviente.
Cuando la teología actual, partiendo de la historia de la revelación, habla de la Trinidad económica, ésta no debe ser entendida únicamente como un concepto reflexivo abstracto, pues, según la enseñanza de los Santos Padres y, luego, de los teólogos escoláticos medievales, la Trinidad económica sólo tiene sentido en referencia inseparable a una Trinidad inmanente. Ambas concepciones se condicionan mutuamente. Toda reflexión sobre la vida intratrinitaria de Dios debe ser reflexión sobre las condiciones de posibilidad de la Trinidad económica, que es lo primero que se nos da a conocer en la historia de la revelación y de la salvación; a cuya aceptación se ordena todo lo que se ha dicho y se dirá de la Trinidad inmanente.
2. Límites lingüísticos
El debate de la Iglesia primitiva sobre el dogma de la Trinidad, al igual que sobre la fe en Cristo, suponen un profundo esfuerzo lingüístico. Cuando, a lo largo de la historia se han ido introduciendo conceptos como ousia, hipóstasis, prosopon, substancia, naturaleza, esencia, subsistencia, relación, etc., su significado en ningún caso ha sido claramente establecido desde un principio. Al contrario, los conceptos se han ido delimitando y fijando, a modo de puntos nucleares, en un fatigoso esfuerzo por expresar lo que se quería decir.
Pero esta aclaración relativa de los conceptos, ocurrida en una época determinada, no ha impedido el proceso de evolución lingüística. Y esto puede conducirnos por ejemplo, a la tentación fatal de trasladar nuestro concepto actual de persona a los siglos IV-V. En este caso, es inevitable que se produzcan equívocos y errores
Esta problemática surgida en torno a los conceptos dogmáticos la ha tematizado Rahner en la fórmula teológico-trinitaria «una naturaleza-tres personas»: Quien hoy en día oye hablar, por ejemplo, de «tres personas»... asocia
4. K. Rahner, Ibid
casi necesariamente a la palabra la idea de tres conciencias y centros de acción distintos, lo que conduce a una equívoca interpretación herética del dogma. Cierto que, mediante una delimitación de contenido, la teología puede alejar teóricamente de su concepto de persona tales desviaciones semánticas. Pero, de hecho, la Iglesia no es la dueña y guía de la historia de los conceptos. Así, en principio, no es, de antemano, imposible que una palabra experimente tal evolución histórica que, a pesar del derecho fundamental del Magisterio sobre una «fórmula lingüística comunitaria»... sea imposible emplear dicha palabra en el «kerygma», evitando así cualquier posibilidad de un equívoco triteístico...» 5 Lo mismo se podría decir sobre los términos «generación» y «procesión».
3. Bajo el signo de la doxología
Este carácter asintótico 6 de los conceptos teológicos trinitarios se revela plenamente en la doxología. La asimilación y la mediación reflexiva del misterio cristiano sólo son vivas y fecundas cuando la alabanza a Dios sustrae dichos esfuerzos de la mera problemática especulativa e históricamente limitada. Conestas cuestiones y por encima de ellas, se trata de integrar los bienes de la revelación cristiana en la propia experiencia y mantener toda respuesta humana en una perspectiva mística-espiritual abierta a Dios.
Frente a este planteamiento, en las más diversas épocas de la Escolástica, pero especialmente en su fase tardía, las escuelas subrayan el aspecto racional de la teología, sin desembocar por ello en el racionalismo 7. El interés principal era la penetración especulativa de la fe trinitaria, así como la mejora formal de su expresión lingüística. Pero el esfuerzo conceptual, lógico-formal, es aquí tan determinante que desplaza a un segundo plano los estímulos religiosos y soteriológicos. Predominaban, más bien, aquellas dificultades intelectuales que planteaba el pensamiento racional.
A diferencia de esto, tanto el enfoque de la doctrina trinitaria patrística, intelectualmente diverso pero siempre espiritual, como también la aportación de la corriente religioso-espiritual de la Escolástica, impiden que el esfuerzo teológico en pro de la exactitud conceptual y la precisión lógica se conviertan en fines en sí mismos. Gracias a la integración de la teología en la doxología, allí realizada, puede proseguir todo el esfuerzo de definir y encarnar históricamente la exposición de la fe.
La historia de la teología trinitaria, aquí esbozada, ofrece suficientes ejemplos de cómo la finalidad espiritual-doxológica preserva a la teología de la tentación de la autosuficiencia y de los excesos del pensamiento humano. Así, extendida más allá de sus propios límites, la reflexión sobre la fe puede ser un prudente esfuerzo de apropiación del dogma trinitario. Una teología consciente de sus límites se convierte en seguimiento y participación del misterio de la vida trinitaria de Dios.