El jardin de los senderos que se bifurcan


Jorge Luis Borges

(1899-1986)

EL JARD�N DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN

(El jard�n de senderos que se bifurcan (1941;

Ficciones, 1944)

A Victoria Ocampo

EN LA P�GINA 242 de la Historia de la Guerrra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones brit�nicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artiller�a) contra la l�nea Serre-Montauban hab�a sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debi� postergarse hasta la ma�ana del d�a 29. Las lluvias torrenciales (anota el capit�n Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaraci�n, dictada, rele�da y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedr�tico de ingl�s en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos p�ginas iniciales.

“... y colgu� el tubo. Inmediatamente despu�s, reconoc� la voz que hab�a contestado en alem�n. Era la del capit�n Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quer�a decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parec�a muy secundario, o deber�a parec�rmelo— tambi�n de nuestras vidas. Quer�a decir que Runeberg hab�a sido arrestado o asesinado [1]. Antes que declinara el sol de ese d�a, yo correr�a la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irland�s a las �rdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traici�n �c�mo no iba a brazar y agradecer este milagroso favor: el descubirmiento, la captura, quiz� la muerte de dos agentes del Imperio Alem�n? Sub� a mi cuarto; absurdamente cerr� la puerta con llave y me tir� de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareci� incre�ble que es d�a sin premoniciones ni s�mbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un ni�o en un sim�trico jard�n de Hai Feng �yo, ahora, iba a morir? Despu�s reflexion� que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y s�lo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente me pasa me pasa a m�... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden aboli� esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi gasrganta anhela la cuerda) pens� que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo pose�a el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artiller�a brit�nico sobre el Ancre.Un p�jaro ray� el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en mucho (en el cielo franc�s) aniquilando el parque de artiller�a con bombas verticales. Si mi boca, antes que la dehiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que los oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. �C�mo hacerla llegar al o�do del Jefe? Al o�do de aquel hombre enfermo y odioso, que no sab�a de Runeberg y de m� sino que est�bamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su �rida oficina de Berl�n, examinando infinitamente peri�dicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorpor� sin ruido, en una in�til perfecci�n de silencio, como si Madden ya estuviera acech�ndome. Algo -tal vez la mera ostentaci�n de probar que mis recursos eran nulos—me hizo revisar mis bolsillos. Encontr� lo que sab�a que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de n�quel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves in�tiles del departamento de Runeberg, la libreta, un carta que resolv� destruir inmediatamente (y que no destru�), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el l�piz rojo-azul, el pa�uelo, el rev�lver con una bala. Absurdamente lo empu�� y sopes� para darme valor. Vagamente pens� que un pistoletazo puede o�rse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La gu�a telef�nica me dio el nombre de la �nica persona capaz de transmitir la noticia: vivi�a n un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.

Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a t�rmino un plan que nadie no calificar� de arriesgado. Yo s� que fue terrible su ejecuci�n. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un pa�s b�rbaro, que me ha obligado a la abyecci�n de ser un esp�a. Adem�s, yo s� de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para m� no es menos que Goethe. Arriba de una hora no habl� con �l, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yosent�a que el Jefe ten�a en poco a los de mi raza -a los innumerables antepasados que confluyen en m�. Yo quer�a probarle que un amarillo pod�a salvar a sus ej�rcitos. Adem�s, yo deb�a huir del capit�n. Sus manos y su voz pod�an golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vest� sin ruido, me dije adi�s en el espejo, baj�, escudri�� la calle tranquila y sal�. La estaci�n no distaba mucho de casa, pero juzgu� preferible tomar un coche. Arg�� que as� corr�a menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sent�a visible y vulnerable, infinitamente. Recurdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Baj� con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqu� un pasaje para una estaci�n m�s lejana. El tren sal�a dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresur�: el pr�ximo saldr�a a las nueve y media. No hab�a casi nadie en el and�n. Recorr� los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que le�a con fervor los Anales de T�cito, un sodado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconoc� corri� en vano hasta el l�mite del and�n. Era el capit�n Richard Madden. Aniquilado, tr�mulo, me encog� en la otra punta del sill�n, lejos del temido cristal.

De esa aniquilaci�n pas� a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empe�ado mi duelo y que yo hab�a ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Arg�i que no era m�nima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estar�a en la c�rcel, o muerto. Arg�� (no menos sof�sticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen t�rmino la aventura. De esa debilidad saqu� fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignar�a cada d�a a empresas m�s atroces; pronto no habr� sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. As� proced� yo, mentras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel d�a que era tal vez el �ltimo, y la difusi�n de la noche. El tren corr�a con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie grit� el nombre de la estaci�n. �Ashgrove? les pregunt� a unos chicos en el and�n. Ashgrove, contestaron. Baj�.

Una l�mpara ilustraba el and�n, pero las caras de los ni�os quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrog�: �Usted va a casa del doctor Stephen Albert?. Sin aguardar contestaci�n, otro dijo: La case queda lejos de aqu�, pero usted no se perder� si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arroj� una moneda (la �ltima), baj� unos escalones de piedra y entr� en el solitario camino. �ste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confund�an las ramas, la luna baja y circular parec�a acompa�arme. Por un instante, pens� que Richard Madden hab�a penetrado de alg�n modo mi desesperado prop�sito. Muy pronto comprend� que eeso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me record� que tal era el procedimiento com�n para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui P�n, que fue gobernador de Yunnan y que renunci� al poder temporal para escribir una novela que fuera todav�a m�s populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece a�os dedic� a esas heterog�neas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesin� y su novela era insensata y nadie encontr� el laberinto. Bajo �rboles ingleses medit� en ese laberinto perdido: lo imagin� inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una monta�a, lo imagin� borrado por arrozales o debajo del agua, lo imagin� infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de r�os y provincias y reinos... Pens� en un laberintode laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de alg�n modo los astros. Absorto en esas ilusorias im�genes , olvid� mi destino de perseguido. Me sent�, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en m�; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era �ntima, infinita.El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una m�sica aguda y como sil�bica se aproximaba y se alejaba en el vaiv�n del viento, empa�ada de hojas y de distancia. Pens� que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un pa�s: no de luci�rnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegu�, as�, a un alto port�n herrumbrado. Entre las rejas descifr� una alameda y una especie de pabell�n. Comprend�, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi incre�ble: la m�sica ven�a del pabell�n, la m�sica era china. Por eso, yo la hab�a aceptado con plenitud, sin prestarle atenci�n. No recuerdo si hab�a una campana o un timbre o si llam� golpeando las manos. El chisporroteo de la m�sica prosigui�.

Pero del fondo de la �ntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que ten�a la forma de los tambores y el color de la luna. Lo tra�a un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abri� el port�n y dijo lentamente en mi idioma:

—Veo que el piadoso Hsi P'�ng se empe�a en corregir mi soledad. �Usted sin duda querr� ver el jard�n?

Reconoc� el nombre de uno e nuestros c�nsules y repet� desconcertado:

—�El jard�n?

—El jard�n de los senderos que se bifurcan-

Algo se agit� en mi recuerdo y pronunci� con incomprensible seguridad:

—El jard�n e mi antepasado Ts'ui P�n.

—�Su antepasado? �Su ilustre antepasado? Adelante.

El h�medo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconoc�, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigi� el Tercer Emperador e la Dinast�a Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gram�fono giraba junto a un f�nix de bronce. Recuerdo tambi�n un jarr�n de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros antepasados copiaron de los alfareros de Persia...

Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote hab�a en �l y tambi�n de marino; despu�s me refiri� que hab�a sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sin�logo”.

Nos sentamos; yo en un largo y bajo div�n; �l de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Comput� que antes de una hora no llegar�a mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinaci�n irrevocable pod�a esperar.

—Asombroso destino el de Ts'ui P�n —dijo Stephen Albert—. Gobernador de us provincia natal, docto en astronom�a, en astrolog�a y enm la interpretaci�n infatigable de los libros can�nicos, ajedrecista, famoso poeta y cal�grafo: todo lo abandon� para componer un libro y un laberinto. Renunci� a los placeres de la opresi�n, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudici�n y se enclaustr� durante trece a�os en el Pabell�n de la L�mpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos ca�ticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje tao�sta o budista— insisti� en la publicaci�n.

—Los de la sangre de Ts'ui P�n -repliqu�— seguimos execrando a ese moje. Esa publicaci�n fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorio. Lo he examinado alguna vez: en el tercer cap�tulo muere el h�roe, en el cuarto est� vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui P�n, a su Laberinto...

—Aqu� est� el Laberinto -dijo indic�ndome un alto escritorio laqueado.

—�Un laberinto de marfil! -exclam�-. Un laberinto m�nimo...

—Un laberinto de s�mbolos -corrigi�-. Un invisible laberinto de tiempo. A m�, b�rbaro ingl�s, me ha sido deparado revelar ese misterio di�fano. Al cabo de m�s de cien a�os, los pormenores son irrecuperables, pero no es dif�cil conjeturar lo que sucedi�. Ts'ui P�n dir�a una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pens� que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabell�n de la L�mpida Soledad se ergu�a en el centro de un jard�n tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto f�sico. Ts'ui P�n muri�; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta soluci�n del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts'ui P�n se hab�a propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubr�.

Albert se levant�. Me dio, por unos instantes, la espalda; abri� un caj�n del �ureo y renegrido escritorio. Volvi� con un papel antes carmes�; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligr�fico de Ts'ui P�n. Le� con incomprensi�n y fervor estas palabras que con minucioso pincel redact� un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jard�n de senderos que se bifurcan. Devolv� en silencio la hoja. Albert prosigui�:

—Antes de exhumar esta carta, yo me hab�a preguntado de qu� manera un libro puede ser infinito. No conjetur� otro procedimiento que el de un volumen c�clico, circular. Un volumen cuya �ltima p�gina fuera id�ntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Record� tambi�n esa noche que est� en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una m�gica distracci�n del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y as� hasta lo infinito. Imagin� tambi�n una obra plat�nica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un cap�tulo o corrigiera con piadoso cuidado la p�gina de sus mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parec�a corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios cap�tulos de Ts�i P�n. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado.Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jard�n de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprend�; el jard�n de los senderos que se bifurcan era la novela ca�tica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugiri� la imagen de la bifurcaci�n en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirm� esa teor�a. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui P�n, opta —simult�neamente— por todas. Crea, as�, diversos porvenires, diversos tiempos, que tambi�n, proliferan y se bifurcan. De ah� las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etc�tera. En la obra de Ts'ui P�n, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciaci�n incurable, leeremos unas p�ginas.

Su rostro, en el v�vido c�rculo de la l�mpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Ley� con lenta precisi�n dos redacciones de un mismo cap�tulo �pico. En la primera un ej�rcito marcha hacia una batalla a trav�s de una monta�a desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ej�rcito atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuaci�n de la fiesta y logran la victoria. Yo o�a con decente veneraci�n esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de un desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacci�n como un mandamiento secreto: As� combatieron los h�roes, tranquilo e� admirable coraz�n, violenta la espada, resignados a matar y morir.

Desde ese instante, sent� a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululaci�n. No la pululaci�n de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ej�rcitos, sino una agitaci�n m�s inaccesible, m�s �ntima y que ellos de alg�n modo prefiguraban. Stephen Albert prosigui�:

— No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo veros�mil que sacrificara trece a�os a la infinita ejecuci�n de un experimento ret�rico. En su pa�s, la novela es un g�nero subalterno; en aquel tiempo era un g�nero despreciable. Ts'ui P�n fue un novelista genial, preo tambi�n fue un hombre de letras que sin duda no se consider� un mero novelista. El testimonio de sus contempor�neos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metaf�sicas, m�sticas. La controversia filos�fica usurpa buena parte de su novela. S� que de todos los problemas, ninguno lo inquiet� y lo trabaj� como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, �se es el �nico problema que no figura en las p�ginas del Jatd�n. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. �C�mo se explica usted esa voluntaria omisi�n?

Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:

—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez �cu�l es la �nica palabra prohibida?

Refelxion� un momento y repuse:

—La palabra ajedrez.

—Precisamente -dijo Albert-, El jard�n de los senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o par�bola, cuyo tema es el espacio; esa causa rec�ndita le proh�be la menci�n de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a met�foras ineptas y a per�frasis evidentes, es quiz� el modo m�s enf�tico de indicarla. Es el modo tortuoso que prefiri�, en cadda uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui P�n. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he cre�do restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicaci�n es obvia:El jard�n de los senderos que se bifurcan es una im�gen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo conceb�a Ts'ui P�n. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no cre�a en un tiempo uniforme, absoluto. Cre�a en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No existimos en la mayor�a de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En �ste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravezar el jard�n, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.

—En todos —articul� no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreaci�n del jard�n de Ts'ui P�n.

—No en todos -murmur� con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.

Volv� a sentir esa pululaci�n de que habl�. Me pareci� que el h�medo jard�n que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisbles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alc� los ojos y la tenue pesadilla se disip�. En el amarillo y negro jard�n hab�a un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capit�n Richard Madden.

—El porvenir ya existe —respond�—, pero yo soy su amigo. �Puedo examinar de nuevo la carta?

Albert se levant�. Alto, abri� el caj�n del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo hab�a preparado el rev�lver. Dispar� con sumo cuidado: Albert se desplom� sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instant�nea: una fulminaci�n.

Lo dem�s es irreal, insignificante. Madden irrumpi�, me arrest�. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berl�n el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo le� en los mismos peri�dicos que propusierona Inglaterra el enigma de que el sabio sin�logo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a trav�s del estr�pito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hall� otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrici�n y cansancio.

[1] Hip�tesis odiosa y estrafalaria. El esp�a prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredi� con una pistola autom�tica al portador de la orde de arrestro, capit�n Richard Madden. �ste, en defensa propia, le caus� heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)



Wyszukiwarka

Podobne podstrony:
Borges El jardin? los senderos que se bifurcan
El paraiso de los sĂ­mbolos
El libro de los chakras Osho, Rozwój Duchowy, CHAKRAS
1 El Retorno de Los Dragones
Wyndham, John El Dia de los Trifidos
Zelazny, Roger El ultimo de los salvajes
Ellison, Harlan En el circo de los ratones
Kardec, Allan EL LIBRO DE LOS MEDIUMS
Guy de Maupassant Carta que se encontro a un ahogado
Follett, Ken El valle de los leones
Miguel de Cervantes novela el coloquio de los perros
Brunner, John El Mensaje de los Astros
El Libro de Los Ejercicios Internos Stephen T Chang
Borges, Jorge Luis El oro de los tigres (algunos poemas)
Anonimo El Senor de Los Ladrillos libro segundo ( parodia del senor de los anillos)
El Libro de Los Mantras
Harrison, Harry B1, Bill en el Planeta de los Esclavos Rob

więcej podobnych podstron