50878280 TRATADO DE TRINIDAD


INTRODUCCION: ¿se puede conocer a Dios?

1. LA PREGUNTA POR DIOS

Hay preguntas que se han hecho y contestado muchas veces y, sin embargo, vuelven a hacerse y contestarse como si fueran nuevas. Son preguntas que nacen de la misma condición del ser humano. El hombre siempre ha preguntado por la existencia, el modo de ser y de actuar de un Ser superior.

Esta pregunta surge, evidentemente en el que desconoce qué se dice cuando oye, por primera vez, la palabra Dios y aparece también en el que duda, en el indeciso, en el que pasa por una crisis. Pero, ¿es posible que la realice un creyente? El creyente necesita continuamente hacerse esta pregunta y esto no significa abandonar la fe. La fe pregunta porque quiere ser vivida, hecha carne y sangre. Grandes creyentes se la han hecho ya en la misma Sagrada Escritura. Para un creyente nada hay más cierto que su fe; su adhesión a as verdades que cree es incondicional. Perdería la vida antes que la fe. Su vida y su verdad están tan unidas, que se puede morir por tener la fe; sabiendo que tener fe es tener la vida. Y sin embargo, este creyente no puede permanecer en el umbral de una fe sin razones y debe caminar hacia una fe inteligente. El creyente ha de saber responderse a sí mismo y dar respuesta a otros, cuando le pregunten ¿dónde está tu Dios? El auténtico punto de partida para conocer a Dios es creer en él, pero esta misma fe impulsa al creyente a entender lo que cree.

La pregunta autentica por Dios, la que no está movida por crisis ni incertidumbres es pregunta del teólogo, del que se dedica al estudio de Dios. Todo lo que trata la teología lo trata bajo el punto de vista de Dios, Dios es el objeto, o mejor, el sujeto de la teología. El que más ha creído es el que más ha preguntado, el que más ama es quien más pregunta, por so los más teólogos, son los teólogos santos.

El teólogo, a quien le ha sido dada la capacidad de reflexionar sobre la fe tiene también grandes momentos de silencio. El silencio es el momento final de una fe que se vive profundamente. El silencio de la adoración, de la admiración, es muy frecuente cuando se llega a la playa cansado de bracear en el misterio insondable de Dios. Decía San Agustín con magistral acierto: “Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin entenderlas, y tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno, loándote a un tiempo todos unidos a ti” (de Trinitate, XV, 28,51)

2. LA SITUACION ACTUAL DE LA PREGUNTA POR DIOS

Más que en otras épocas, muchos hombres de la nuestra creen haber hecho la experiencia de que para ser humanos y defensores de los derechos del hombre, para ayudar al hombre a vivir y a morir no es necesario ser cristianos ni adherentes a una u otra religión. El hombre cree poder vivir y trabajar responsablemente, cree poder superar las injusticias sin tener una experiencia de Dios. Y más que en otras épocas, muchos cristianos de la nuestra viven en la insatisfacción y en el hambre que significa no tener una idea de Dios que de respuesta a sus preguntas. Job, el auténtico creyente insatisfecho de la idea de Dios que le presentan, se ha hecho contemporáneo.

¿Cómo se ha llegado a esta situación? ¿Cómo pudo haberse convertido la frase “Dios ha muerto” en interpretación plausible de la existencia y de la realidad moderna? Es difícil describir el camino por el cual el hombre creyente desemboca en el sentimiento del vacío de Dios. No se deriva de un sólo principio, tiene diversas raíces.

2.1. Estrechamiento de la imagen de Dios en el pensamiento de la modernidad

Parece que hay un consenso histórico en asignar a Renato Descartes (1596-1650) haber sido, sin proponérselo el iniciador de una manera de concebir a Dios insuficiente. Descartes intenta pensar la verdad con absoluta seguridad, para ello parte dudando de todo. Busca una verdad que no pueda ser puesta en duda y la encentra en el “pienso”. A partir del “pensar” deduce la misma existencia del pensante. Hasta este momento la filosofía había partido de la existencia, en Descartes se invierten los papeles: primero es el pensar; el existir cae dentro del pensamiento. Así entonces, si puedo pensar a Dios, él existe. Al mismo tiempo, Descartes concebía a Dios como garante del pensar recto.

Kant (1724-1804) siguiendo los procesos de Descartes produjo el desequilibrio fatal. Por una parte, Kant desmitifica ese infinito encontrado en la mente. El hombre sólo puede pensar las cosas que pueden ser pensadas con un pensamiento finito. Entre la idea de infinito y la de Dios existe un abismo infranqueable. Dios no es pensable, porque no hay categorías humanas que lo puedan pensar. Pero tampoco es deducible del mundo, porque el mundo tiene sus propias explicaciones. Sin embargo, Dios debe existir como un postulado indemostrable de la moralidad humana. La existencia de Dios es la condición de posibilidad para que el hombre actúe conforme a una norma moral. Por ello, es moralmente necesario admitir la existencia de Dios. Terminó así creándose un dualismo entre el ser ontológico y el ser moral. Uno podría pensar que Dios no existe ontológicamente pero tendría que actuar moralmente porque Dios se lo exige.

La superación de este dualismo se da en Hegel (1770-1831). En la base de la filosofía de Hegel se encuentra un pensamiento dialéctico que domina todas las realidades. La historia, el sujeto, la sociedad, Dios caen bajo la estructura dialéctica, que se articula en tres pasos. Dios desde toda la eternidad se diferencia en sí, se manifiesta y reconoce en otro diverso de sí (el Hijo). De la oposición entre Dios Padre y Dios Hijo surge el Espíritu Santo, que es como la perfección siempre nueva de lo que es Dios. A pesar de la positiva acogida que está recibiendo esta filosofía hegeliana, el magisterio no deja de advertir sobre los peligros de una concepción tal, que no sólo está lejos del Nuevo Testamento, sino que en algunas afirmaciones puede caer en panteísmo significando una distorsión del pensamiento cristiano.

El pensamiento de los anteriores filósofos se movía dentro de un mundo que aceptaba lo religiosos y el cristianismo. Pero lo tiempos cambian y de lo que ellos habían creído descubrir hoy otros extraen conclusiones que tienden a negar a Dios. Feuerbach (1804-1872) por ejemplo, se sitúa ya en un ateismo declarado, pues para él Dios es una idea del hombre y nada más. Dios es tan solo una proyección del hombre; para Marx, que interpreto para su beneficio a Hegel y depende de Feuerbach, la religión es un producto de la sociedad todavía mal constituida. Dios no es un sujeto divino al que el creyente pueda dirigirse; Dios es la nueva sociedad, el hombre nuevo que cree en su propio trabajo. Pero ninguno de los pensadores llegó a ser tan radical como F. Nietzsche (1844-1900) quien sitúa al hombre más allá de toda moral, más allá del bien y del mal. El hombre toma el centro absoluto. El hombre debe vivir su vida en plenitud y la vida es instinto, poder, goce, deseo; ilusión, voluntad de ser y de cambiar. No hay verdad que pueda ser impuesta a esta vida; la vida es la verdad. El límite del hombre es no tener límite, pues la ley es el mismo. La religión, junto con su Dios, es por eso mismo nada, engaño, vacío. Podríamos seguir mencionando otros filósofos, pero es definitivamente Nietzsche quien ha dado el tono a a situación actual.

2.2. La rebelión contra el padre

Otra raíz de la problemática que estudiamos la encontremos quizás en la crisis del principio paterno de nuestra sociedad. Uno de los momentos importantes de esta revuelta contra el padre está ciertamente centrada en Freud.

A Freud se le debe el descubrimiento de esa dimensión tan importante que es el subconsciente. Pero se le debe también una interpretación de la situación del hombre que tiende a hacer del padre el causante de todas sus neurosis y descentramientos psicológicos. La infancia del hombre toma importancia decisiva en la constitución de todo ser humano, y en la infancia se alza la figura del padre como el gran dominador, como el gran represor de los instintos sexuales. Para que el hombre tenga un desarrollo normal tiene que hacerse consciente de esta fuerza paterna que le esclaviza de alguna manera. Haciéndose consciente de la influencia del padre logrará anular su fuerza, logrará eliminar al padre y ser él mismo. ¿No pensarán muchos que la religión es también una enfermedad , una neurosis colectiva producida por el complejo de Dios Padre?

2.3. La existencia del mal

Otro argumento para negar la existencia de Dios deriva de la existencia del mal: Existe el mal, luego no existe Dios, porque si Dios existiera y no quitara el mal sería porque no quiere o porque no puede. Si no quiere, entonces es un Dios malo y un Dios malo sencillamente no es Dios y si no puede, ¿cómo puede ser Dios? Esta es quizás la pregunta que atormenta a Camus y que se refleja en sus obras.

2.4. La incoherencia de los creyentes

Entre las causas del ateísmo contemporáneo el concilio Vaticano II enumera una que puede parecer sorprendente, pero que es real y auténtica. El silencio que han guardado los cristianos, no sólo con las palabras, sino con sus actitudes es un hecho constatable. Nuestra sociedad no se atreve a hablar de Dios. Los mismos cristianos han hecho de esta palabra un asunto privado y personal, han tratado de apartar a Dios de sus negocios, de su vida familiar, al mismo tiempo que de sus conversaciones.

3. SIN EMBARGO HAY ESPACIOS DE ESPERANZA

El llamado “primer mundo”, no es el mundo, entre los así llamados pueblos “subdesarrollados” se mantiene presenta la convicción de que Dios existe y que “grita en este mundo” sobre todo a causa de la injusticia generalizada, la extrema pobreza, las injustas diferencias, las agresiones a la dignidad humana se oye la voz de Dios que grita por los que no tienen voz. La situación pues, de subdesarrollo, de inferioridad de millones de personas se convierte en un grito de Dios que muestra que esta situación no está de acuerdo con los planes divinos. Este pueblo sufriente que grita hoy es el mismo que ha gritado en Egipto y su Dios es el mismo que escucho el clamor de su pueblo en aquel entonces. Es el mismo Dios el que se manifiesta ayer y hoy; pero es, aun más el que se identifica, habiéndose hecho hombre, con los hombres y levanta su voz como hombre por los hombres (Jn 17,9).

Dios no desaparece en el silencio en los pueblos creyentes del así llamado “Tercer mundo”, y eso a pesar de la influencia del pensamiento occidental secularista.

4. RUMORES DE DIOS

Ni el silencio de Dios de los pueblos desarrollados, ni el grito de Dios, que viene del mundo subdesarrollado, pueden opacar los rumores de Dios que se dan en nuestra sociedad actual. Aunque con claras tendencias desinstitucionalizadoras hoy muchos buscan relación con el trascendente de diversas formas; otros ven en el amor, simple y llano, sin matrículas de ninguna clase el mejor camino para lograr el respeto por el otro, el perdón y la reconciliación entre los individuos y los pueblos.

¿Cómo convertir silencios, gritos y rumores en un amoroso compromiso con el Dios personal, vivo y verdadero, comprometido con nuestra historia? ¿Cómo presentar a nuestro intelecto y a nuestro pueblo la verdadera imagen del Dios cristiano? Responder a esto será el gran reto de nuestro curso, no sin antes pronunciar las misma palabras que iluminaron la búsqueda de San Anselmo:

“No pretendo, Señor, penetrar tu grandeza, ya que de ninguna manera se puede comparar a ella mi inteligencia, pero deseo entender un poquito tu verdad, esa que cree y ama mi corazón” (Proslogio,1).

    1. Dios de promesa, el Dios de Abraham

Probablemente los patriarcas eran arameos trashumantes, seminómadas que iban y volvían conduciendo su rebaño entre las tierras de pastos invernales y estivales. En tiempo de lluvia (invierno y primavera) podían mantenerse en sus lugares de la estepa transjordana. Al acercarse el verano, estaban agotadas las reservas de la estepa, cruzaban el Jordán y se acercaban a la tierra cultivada, llevando sus ovejas y sus cabras a los campos del Canaán (de Palestina) donde ya se había recogido la cosecha. Consumían de esa forma los rastrojos y abonaban la tierra para nueva sementera. Este sistema de trashumancia, con la simbiosis entre agricultores sedentarios y pastores seminómadas, ha sido normal hasta hace poco en diversos países de la cuenca mediterránea (especialmente España).

Los agricultores sedentarios, dueños de la tierra, habitaban en ciudades de estructura militarizada, bajo el mando de reyes sacerdotes. Así vinculaban poder y religión. Su dios pertenecía a la categoría de los baales: signo de la tierra y la cosecha (vida, sexo) que madura cada año.

Los pastores trashumantes, divididos en familias o tribus, venían cada año de la estepa y pactaban con los sedentarios. Estos adoraban al Dios de la familia (de Abraham, de Isaac y de Jacob). Este dios de la familia no se hallaba en principio vinculado con la tierra, no era un dios de santuario, ni garante de los ciclos de la vida, sino que se encontraba estrechamente vinculado a un pueblo caminante, al que guiaba y protegía en su itinerario de trashumancia.

Pues bien, en un momento dado, los pastores trashumantes empezaron a quedarse en Palestina, volviéndose dueños de la tierra donde antes apenas iban por temporadas, y esto produjo grandes consecuencias, pues, por un lado los antiguos nómadas debieron unirse entre sí para defenderse del sistema cananeo y vivir sin sujeción a los reyes sacerdotes de Canaán; por otro lado, su Dios les promete esa tierra de Canaán. Así, el Dios de la familia se transforma en el Dios de la promesa de la tierra, Señor que les dirige hacia un futuro de libertad en Palestina.

    1. De Elohim a hwhy

Los israelitas pensaban que Dios pertenece a la experiencia universal de las religiones (a la sacralidad cósmica), por eso pueden llamarle elohim, lo divino. Pero saben también que su Dios tiene un nombre especial, que sólo ellos conocen: es Yahvé, el “yo soy” liberador.

En Exodo 2-4 Dios se define Yahvé, añadiendo que ha venido a liberar a los oprimidos. Ese nombre configura la experiencia y teología de cristianos y judíos.

El contexto es conocido: Moisés, hebreo de cultura egipcia, ha tenido que exiliarse a Madián, en las fronteras del desierto, donde pastorea el rebaño de Jetró, su suegro sacerdote. Ha dejado a sus hermanos cautivos en Egipto. El amor de Dios y el recuerdo de su pueblo, le lleva a la montaña de Dios que es Horeb (Sinaí), lugar sagrado de las tribus del entorno. Está solo ante Dios, en la inmensidad del desierto, con el dolor de su pueblo cautivo. Pronto no es sólo Moisés quien padece. De un modo superior padece Dios. Así viene a desvelarse en toda fuerza, de manera clara y sorprendente en la zarza de fuego (Exodo 2, 23-25)

Dios se llama aquí Elohim, ser divino que rige el cosmos y la historia. Pero viene a presentarse de un modo especial como el que escucha, mira, se acuerda y conoce los sufrimientos de su pueblo. Está será para siempre su marca: se vincula a los humanos oprimidos.

Este Dios universal aparece luego como Ángel (enviado o presencia) de Yahve. En la zarza de fuego, el mismo elohim cósmico se identifica con el Dios especial israelita: es como llama de fuego en una zarza que no se consume, para arder en celo de amor y liberar a los oprimidos de su pueblo.

Exodo 3, 4-10 representa un gran avance en la revelación de Dios. Todo empieza en forma de diálogo. Moisés ha buscado al Dios del fuego y le sale al encuentro el Dios de la historia. Ese Dios está vinculado al lugar santo de las santas tradiciones de los pueblos y de un modo especial a las tradiciones de los patriarcas, recordadas al principio de la historia. Sólo en el acontecimiento de la zarza aparece el verdadero rostro y figura de Dios, al identificarse como aquel que mira, siente, desciende y envía. Estamos ante una preciosa historia de humanización de Dios que mira y escucha desde arriba, para descender y comprometerse con su pueblo, en un camino de liberación, que se realiza por medio de Moisés.

La Biblia israelita ha descubierto y expresado el sentido del nombre supremo (Yahvé) en el más hermoso de los diálogos teológicos. No ha construido un tratado de teología, no ha expuesto una demostración. Ha hecho algo más hondo: ha tejido un relato. Dios y Moisés hablan. En su diálogo, desde el Dios que actúa como liberador, emerge el misterio de su nombre (Exodo 3,11-15). Moisés debe sentir dificultad. Dios le pide que abandone familia y vida antigua y se enfrente al faraón para liberar a aquellos que antes rechazaron su arbitraje. Es normal que le cueste y diga: ¿Quién soy yo? Así pregunta el humano que se mira pequeño y poco preparado. Pero Dios le responde: Yo estaré o seré contigo, en una palabra que expresa de manera enfática su presencia activa en el nuevo itinerario. Estamos en el centro de la gran teofanía del Dios que, diciendo seré-estaré contigo (´ehyh hyha), expresa su nombre más profundo, que más adelante se concretará afirmándolo como nombre propio hwhy

Este Dios hecho presencia ofrece su signo a Moisés: ¡y cuando saques al pueblo de Egipto adoraréis a Elohim en este monte! (3,12). Moisés ha descubierto a Dios, le ha visto en el fuego de la zarza. Luego han de verle, haciendo el mismo itinerario, todos los oprimidos. La experiencia de Moisés ha de asumirla todo el pueblo Israelita.

En este contexto se sitúa la pregunta de Moisés (Ex. 3,13). Elohim le ha dicho: yo estaré, anticipando su nombre, pero Moisés no ha entendido todavía. Necesita más señales, una concreción de la presencia, un Nombre que pueda presentar a los hijos de Israel. Sólo ahora Elohim se revela plenamente a Moisés, diciéndole su nombre para el pueblo (Ex 3, 14-15): Yahvé. El mismo verbo ´ehyeh, hyha : yo soy, estoy presente, se hace nombre personal, Yahvé, hwhy, definiendo para siempre el sentido y novedad del Dios de la experiencia israelita. El Dios de los padres se revela plenamente como aquel que sostiene y envía a Moisés, liberando a su pueblo. Sólo en cuanto llama y ayuda, asiste y libera, Elohim de los padres se vuelve Yahvé, Dios del pueblo.

    1. Unión de dos tradiciones

Unos y otros, patriarcas nómadas y liberados de Egipto, han formado un pueblo. ¿cómo? La respuesta sólo puede formularse de manera religiosa, en clave de celebración de gozo y canto: reunidos en los viejos santuarios vinculados al recuerdo de los padres, los israelitas liberados alaban a Dios por la gracia de la tierra. Si la tienen y cultivan es porque el mismo Dios la había prometido en otro tiempo a los patriarcas. El mismo Dios de Abraham, siendo guía de esa familia, se ha vuelto Dios de la tierra palestina, como testifica el bello texto de Gén 15, 7 ss).

El texto es complejo, pues alarga los caminos de Abraham y le presenta saliendo de Caldea (como los hebreos que salieron de Egipto). Pero ya no es un sencillo cautivo o trashumante, sino un viejo caldeo que dejó su tierra para avanzar por los caminos de Dios. Esta experiencia de Abraham que sale de su tierra para buscar un nuevo itinerario de esperanza, constituye el punto de partida de la fe israelita y cristiana.

El Dios que habla es Yahvé, Señor de los hebreos liberados, Dios de todos los cautivos. Le escucha Abraham y marcha. El signo para Abraham será una descendencia y una tierra. Esa promesa se vincula a la memoria pacífica de los viejos clanes trashumantes, Dios ayuda sin guerra a los trashumantes, haciéndoles crecer y apoderarse de la tierra; pero hay otra tradición que se encuentra formulada en clave de conquista guerrera (Dt 7; 20, 11-18) y transmitida, al parecer por los hebreos liberados de Egipto. Por esta razón Dios aparece a veces como un violento guerrero (Ex 23,20-24). Ambas tradiciones pueden tomarse como propias de dos grupos: unos sienten que Dios les ayuda en camino de paz; otros le descubren en la guerra. Pero ambos se han unido, entendiendo a Dios como palabra y experiencia de promesa.

De todos modos, la mediación guerrera ha sido menos importante y el Dios israelita ha podido desvelarse a los profetas como Señor y Amigo que dirige a los humanos a un futuro de reconciliación final, en camino de paz.

Entre los grupos fundantes de la liga de Israel resulta primordial el signo de la Alianza: pacto social y teológico. Antes de ese pacto había en Palestina una situación de lucha mutua, controlada por el poder de las ciudades cananeas, orgullosas de su fuerza. Pues bien, en contra de ellas los hebreos han querido construir un pacto de humanos libres. Estos no abandonan sus poderes en manos del rey o del estado, sino que se vinculan, para mantener su independencia y ayudarse en los problemas y tareas de la vida. El Dios de la Alianza no es la fuerza impositiva del sistema, sino que se revela más bien como garante y fundador de la libertad del pueblo al que ofrece nacimiento y esperanza de futuro. De esta forma se define como pacto: los humanos pueden construir una alianza de paz, entre iguales, porque Dios mismo es alianza (Ex 19-24; 32-34 y Josué 24). Cuando esta unión ya estaba conseguida y el pueblo se encontraba estructurado en términos sociales y sacrales, los hebreos liberados de la liga israelita asumieron en su alianza sagrada a diferentes grupos de habitantes palestinos, que pasaron de esa forma del régimen antiguo de ciudades muy centralizadas a la nueva formación de tribus libres. Es evidente que surgieron rupturas y divisiones.

La vieja federación de israelitas libres cesó, nació un estado militar, centralizado como los estados del entorno (siglo X a.C con David y Salomón). Más tarde, tras las duras experiencias del exilio (siglo V a.C), los judíos vinieron a formar un estado sacral, en torno a la ciudad-templo de Jerusalén. Pero la experiencia primera de la libertad fundada en el pacto de Dios siguió latente en el pueblo. Desde aquel antiguo fondo han evocado los autores de la tradición deuteronómica una Alianza como aquella que se suele llamar “pacto de Siquem” (Josué 24, 14-18).

    1. Las grandes crisis hacen avanzar en la revelación de Dios

En un momento dado las respuestas anteriores del Dios de la alianza que prometía un futuro con una tierra y una descendencia acaban siendo insuficientes, como han visto los mismos judíos, entrando en crisis profunda de Dios. Es crisis de madurez, vinculada al exilio (el cautiverio no cesa) y a la misma condición de la existencia.

En la prueba de la vida hallamos a Job, hombre de todas las desgracias. Sufre en plano externo, pero sobre todo le tortura la falta de justicia: le han colocado en el mundo sin permiso y quiere saber por qué y de qué manera. Por eso grita y protesta. Quizás en otro tiempo bastaba el consuelo del pueblo. Pero Job no tiene pueblo o, mejor dicho, tiene el pueblo en contra, pues los sabios vienen y le acusan, en nombre del Dios del sistema.

Esa soledad se hace pregunta. Le dijeron que hay un Dios que es la bondad, que protege al oprimido, que es amigo de los pobres y los salva. Sin embargo su experiencia le ha llevado por caminos diferentes: el poder original que llaman Dios se vuelve adverso, como un destino que se ríe, se alegra de destruir a los humanos, sin contar con los derechos o valores de los pobres. Los sabios judíos aumentan su dolor al afirmar que este es resultado de su pecado. Job se mira y no lo acepta: sabe que en el fondo no es malvado.

El creyente de Israel, escritor del libro de Job, partiendo de las buenas tradiciones del Exodo y la Alianza, no puede responder a las preguntas de Job con argumentos viejos. Por eso ha colocado en el principio de la historia, ante la corte de Dios a un personaje maléfico: Satán. Pero lo extraño no es que el tentador venga ante Dios, sino que el mismo Dios caiga en tentación. Dios aparece en los relatos como Señor oriental muy poderoso, benévolo en el fondo, aunque también desconfiado. Está orgulloso de Job, siervo justo que siempre le obedece (1,8). Sin embargo no tiene inconveniente en someterle a la prueba, porque así Satán lo ha deseado (1, 9ss). Esto significa que la imagen de Dios no se halla clara. En un momento dado cumple, o puede cumplir funciones perversas que resultan satánicas.

Pues bien, el Job del poema (3-31) se descubre manejado por el rostro satánico de Dios. Siente que le traen y le llevan, le utilizan y destruyen. Su justicia no puede resistirlo y por eso, desde el fondo de su angustia, eleva un grito de protesta. El libro de Job se convierte en una especia de proceso de purificación del concepto y realidad de Dios. Job recorre un itinerario de Dios que le lleva desde la violencia y dureza del mundo hasta una meta de reconciliación gratuita con la vida.

Job no acepta la respuesta de los sistemas, pero tampoco quiere resignarse a la ignorancia o relativismo. Rechazando a los sabios del sistema religioso, Job se eleva ante nosotros como sufriente universal: un pobre que pregunta en nombre de todos los pobres. De esa forma apela ante Dios, llevando en sus espaldas el dolor de los dolores de la historia. Necesita entender y por eso eleva su causa. Por eso pregunta. Sabe que la verdad que está buscando es dialogal y por eso quiere, necesita escuchar una respuesta (31,35).

Job apela porque sabe o al menos presiente, que hay sentido y palabra de amor más allá de los duros sistemas de egoísmo de la tierra . Su mismo dolor se hace pregunta. Hay un sufrimiento que destruye y embota la mente. Pero hay otro que la dilata y nos hace capaces de abrir las ventanas del alma por eso Job apela (19,23-27).

Todos desearíamos una respuesta aplastante, que Dios venga y que pruebe por sí mismo su existencia. Pero el libro de Job sabe que esa respuesta no existe. Desde aquí han de entenderse sus respuestas:

En un primer nivel parece que todo sigue como estaba. Ciertamente Dios se muestra en torbellino, diciendo desde el viento y fuego una palabra (Job 38-41) que no resuelve nada a nivel de lógica del mundo. Ciertamente Dios desvela su potencia misteriosa y fuerte planteando a Job preguntas que ningún humano puede responder: Pero el rebelde Job no espera esas preguntas: conoce ya la fuerza de Dios, busca su justicia. Y a ese plano todo sigue como estaba.

Sin embargo a otro nivel, todo ha cambiado, como indica sabiamente el epílogo del libro (42, 7-17). Al principio parece decepcionante: Da la impresión de que Dios ha olvidado las preguntas que Job le ha planteado, limitándose de nuevo a premiarle sobre el mundo, pero dejando a los demás sufrientes como estaban. Pero luego descubrimos que todas las cosas son distintas, una vez que Job ha planteado las cuestiones. Desde ese fondo han de entenderse sus tres conclusiones:

Después de todos los sufrimientos Job llegará a una conclusión: “antes te conocía de oídas, ahora te han visto mis ojos” (42,5).

    1. de ba' (padre simbólico de Israel) al Abba de Jesucristo

      1. Los judíos y la idea de paternidad divina

La mayor parte de las religiones antiguas empleaban imágenes familiares para hablar de Dios y así le presentan como madre y como padre. Esos símbolos se han expresado a través de los diversos pueblos de la tierra, en múltiples variantes y combinaciones: En Grecia encontramos un patriarcalismo familiar y dinástico de tipo masculino (centrado en Zeus y sus dioses olímpicos), donde sigue fluyendo la figura de la diosa tierra (Demeter-Madre); figuras semejantes aparecen en las religiones de Egipto, Mesopotamia y Siria-Palestina, con sus imágenes paternas o masculinas (El, Baal) y maternas o femeninas (Ashera, Anat). El hecho de que Dios se conciba como padre o como madre, pertenece a los principios de nuestra cultura y no puede tomarse como el signo distintivo del cristianismo.

Ahora bien, tanto la visión materna como la paterna de Dios entraron en crisis entre los siglos VII y V a.C. en las grandes culturas de China y la India, de Persia, Israel y Grecia. Ha seguido predominando en ellas el patriarcalismo, de manera que Dios o lo Divino ha recibido rasgos masculinos. Pero estrictamente hablando “El” ha dejado de ser padre para convertirse en Ser fundante (helenismo), interioridad abarcadora (brahmanismo hindú), silencio nirvánico (budismo) o Tao universal (China).

Es del fondo de esa crisis desde donde se debe destacar la novedad israelita, con su visión personal y trascendente de Dios, que no aparece ya como padre, sino como Yahvé. Se sabe por vestigios arqueológicos que los israelitas anteriores al exilio seguían venerando al padre sacral y a la madre divina: la misma Biblia hebrea incluye evocaciones y figuras de este tipo. Sin embargo, en línea oficial, los israelitas superaron esa visión sexual y familiar de la religión, presentando a Dios como Yahvé, Aquél que está presente y actúa de un modo liberador. Yahvé no es ni padre ni madre, aunque se vincule a rasgos masculinos.

Los judíos, por lo menos desde el I a.C al sacralizar el nombre Yahvé, han resaltado de tal modo la experiencia de su poder y lejanía que no pueden ya entenderle como padre. De esa forma mantienen el rechazo original contra los dioses de la generación vital y la naturaleza. Ciertamente ellos saben que se puede aplicar y han aplicado a Dios el símbolo paterno, en formas espirituales, como metáfora de poder y cariño, sin embargo en su experiencia original, prescinden de ese símbolo familiar.

      1. Jesús, revelador de la Paternidad de Dios

Los cristianos hemos superado por medio de Jesús esa reserva judía y llamamos a Dios Padre, aunque no podemos olvidar que en el fondo de este mismo nombre sigue estando la experiencia de Moisés y su Dios liberador. Seguimos de esa forma fieles a la experiencia de la trascendencia radical: al manifestarse como Padre de Jesús, Dios no niega su nombre de Yahvé, sino que lo explicita llevándolo a su plena manifestación. Dios sigue siendo el Yahvé de Israel al revelarse como Padre (no patriarcalista ni matriarcalista, sino personal) de todos los humanos.

Como israelita fiel a la memoria y promesas de su pueblo, Jesús ha dialogado con el Dios desconocido (Yahvé) a quien conoce por su propia experiencia amorosa y filial, misericordiosa y salvadora, de modo que se atreve a presentarle como Padre propio (siendo a la vez Padre de todos los hombres). De esta forma se ha entregado en sus manos de amor fuerte, descubriéndole al mismo tiempo como Padre y/o Madre. Así supera y recrea los viejos simbolismos de la historia y la familia humana.

Jesús conoce y predica a un Dios que siendo lejano (trascendente) se muestra a la vez muy cercano: es principio creador; Padre-Madre fuente de cariño, gracia en que se arraiga toda vida. De su fuente nacemos, en su amor crecemos, en su plenitud culminamos. Algunos le llaman el Lejano, otros le toman como puro signo filosófico; Jesús le ha visto y proclamado como Aquél que está viniendo ya, en amor a nuestra vida. Tal es su noticia: el milagro de la vida que brota de la gracia, la fuerza original del Evangelio. Dios es más que orden legal, más que la fuerza escatológica o guerrera de algunos militares o profetas judíos. El es ante todo gracia: su amor nos fundamenta, su Vida sostiene nuestra vida; creer en Él implica cultivar el gozo, alegría, salud y esperanza de lo humano.

Descansar en el seno de Dios, sabiendo que ni un solo cabello de nuestra cabeza se pierde sin que él lo sepa y considere (Mt 10,29): ésta es la raíz teológica del evangelio. Así podemos como niños confiar, seguir naciendo y viviendo y muriendo, en amor y esperanza radicales, pues Dios nos da su reino (Mc 9, 33-37). El mundo no es lugar donde domina el diablo, ni la historia un camino donde sólo brota y crece el mal de muerte, calculando sus horas y momentos. Mundo e historia son casa de Dios Padre, hogar donde es posible nacer, crecer y morir en confianza amorosa.

Ese amor fontal del Padre permite cumplir su voluntad. Dios se define como Aquél que amando nos capacita para amar en gratuidad y realizarnos así como personas, cumpliendo su voluntad (Como reza el Padrenuestro). El humano sólo puede amar porque es amado; por descubrirse agraciado puede hacerse gratuidad; porque es perdonado puede perdonar. Dios en cambio, puede amar en gratuidad y perdón, porque es desde sí mismo Padre-Madre, fuente original de vida y gracia.

De esa forma el mismo amor del Padre se traduce para los humanos como exigencia amorosa de creatividad. Pues amando gratuitamente capacita a Jesús y a los humanos para responderle en actitud de gracia. La misma fe en el Padre es principio de creatividad: creer en Dios significa recibir su gracia y responderle en amor, entregando la vida en amor por los otros. Así lo hizo Jesús hasta la muerte y por eso es perfecto revelador del Padre.

Jesús pudo presentar así a Dios, porque Él mismo, en una actitud sin precedentes en el judaísmo, trató y llamó a Dios como su “Abba” (Mc 14,46). El término representaba la manera familiar e íntima con la que un niño judío se dirigía a su propio padre terreno: “papá”. Jesús, por tanto, habló con Dios de esta manera íntima, y la novedad que aporta al dirigirse a Dios de esta manera fue tan grande que el término arameo original se mantuvo en la tradición evangélica. Esta expresión transmite la intimidad sin precedentes de la relación de Jesús con Dios, su Padre, así como la conciencia de una singular cercanía que pedía ser expresada en un lenguaje inaudito. Aunque, tomado en sí mismo y aisladamente, el término no bastaría para dar cuenta suficiente y teológicamente de una filiación divina natural, sin embargo testimonia, más allá de toda duda, que la conciencia de Jesús era esencialmente filial. Jesús era consciente de ser el Hijo. Una tal afirmación nos lleva a un avance inmenso en la revelación de Dios: aunque Jesús quiso en toda su obra manifestar el verdadero ser del Padre, manifestó también su propio ser, el de Hijo de Dios de una manera muy particular y eso será lo que tratemos a continuación.

      1. Jesús: de Siervo a Señor, de Señor a preexistente, de preexistente a Hijo de Dios

Las afirmaciones esenciales del discurso de Pedro en el día de Pentecostés (Hch 2, 22-36) contiene los elementos del kerigma apostólico. Lucas lo presenta no sólo como la primera predicación cristiana, sino que además parece proponerlo como paradigmático del modo en que el misterio de Jesús era proclamado a los judíos en los primeros días de la iglesia apostólica. Ese mensaje se centra en la resurrección y glorificación de Jesús por obra del Padre. Su exaltación es una acción de Dios sobre Jesús en favor nuestro. Es Dios quien resucita a Jesús de entre los muertos, quien lo glorifica y exalta, quien lo constituye Señor y Cristo, Cabeza y Salvador. Una tal resurrección es para Jesús la inauguración de una condición totalmente nueva. Entra en el final de los tiempos y en el mundo de Dios. Jesús ha entrado en la gloria final. Nótese bien que todavía no hay madurez de revelación suficiente para decir que retorna a la gloria que tenía junto a Dios antes de su vida terrena.

La conciencia del Señorío de Jesús fue progresivamente arrojando luz sobre todo el pasado de la vida de Jesús. Pero todo esto tiene lugar en varias etapas: el nacimiento virginal afirma claramente que Jesús viene de Dios y los acontecimientos del Bautismo y la Transfiguración muestran claramente el ser de Hijo que posee Jesús. Veamos a manera de ejemplo el texto del Bautismo según lo relata San Marcos 1,9-11, que si bien habla de la filiación de Jesús está todavía lejos de la divina preexistencia.

Este es un pasaje que debemos leer al trasluz, relacionándolo con la vocación de Moisés, donde Dios aparecía como el Yo soy para los israelitas oprimidos; aquí aparece el Padre que dice a Jesús Tú eres presentando y revelando así por él su hondura divina. De esta forma se identifican revelación de Dios Padre y de Jesús.

Destaca en este texto que la primera palabra del Cielo no es la autoafirmación ¡Yo soy! Sino la afirmación engendradora del Dios Padre, que sale de sí y suscita al otro, diciéndole ¡Tú eres! Al agregar la expresión Mi Hijo, es como si dijera eres mío, lo más íntimo de mi, aunque seas Tú mismo. Este Hijo no era o existía de manera independiente, sino que ha brotado de la misma relación (generación) del Padre que le hace ser diciendo “Tu eres”. Esta es la palabra que Marcos ha puesto al principio de su texto como esencia y base de todo su evangelio: Jesús se abre a la voz del cielo que le llama y escucha la Palabra que le engendra haciéndole Hijo. Todo su ser lo ha recibido del Padre.

Un claro ejemplo de este altísimo desarrrollo se encuentra en el himno litúrgico citado por San Pablo en su carta a los Filipenses (2, 6-11). Jesús vino de Dios, en cuya gloria moraba antes de su vida humana, y, gracias a la resurrección, volvió a él con su existencia humana glorificada. La vida humana y la muerte de Jesús en la cruz se ve como “abajamiento”, como renuncia libre a una condición que poseía por derecho propio.

Todo este recorrido conduce a la teología sobre Jesús a su clímax. Encuentra su máxima expresión en el prólogo del Evangelio de San Juan (1,1-18). Aquí se aplica al Hijo preexistente el concepto de Verbo (dabar) de Dios, tomándolo de la literatura sapiencial del Antiguo Testamento. Dios, el Padre (ho Theos), se distingue del Verbo que es Theos. “Y el Verbo se hizo carneexpresa la existencia personal humana del Verbo. A pesar de la debilidad de la carne, la gloria de Dios, según Juan, brilla a través de la existencia humana de Jesús, desde sus comienzos, la manifestación de su gloria no se aplaza, como para Pablo, al tiempo de su resurrección y exaltación. Jesucristo, el Verbo hecho carne, es el unigénito “Hijo de Dios”. Por eso su ser eternamente engendrado por el Padre queda expresado de manera distinta que el título funcional de primogénito de entre los muertos, atribuido a Jesús en su resurrección.

Con el prólogo, pues, se ha alcanzado una altura que se mantendrá inalcanzable. Hemos cerrado un círculo completo desde la condición divina del Resucitado al misterio de la comunión eterna del Hijo con el Padre.

    1. Del hwhy x;Wr al o. pneu/ma to. a[gion.......

      1. De viento a fuerza vital

El Espíritu de Dios es ante todo acción, una manifestación de su  vida racional y de sus sentimientos. 

Los autores inspirados saben que Yahvé tiene un espíritu que obra  (Gén., 1, 2). Espíritu que infunde en el hombre, soplo de vida que le  hace semejante a Dios (Gén., 2, 7). Mas, cuando le place, se lo retira  (Gén. 6, 3).  Al Espíritu de Dios se atribuyen fenómenos misteriosos superiores a  las fuerzas humanas: potencia para la guerra (Jueces, 3, 10; 6, 34; 11,  29); arrebatamiento por los aires (I Reyes, 18, 12; 2 Reyes, 2, 9; Hechos, 8, 39). El Espíritu de Yahvé inspira a los profetas (I Sam., 10, 10; Números, 24, 2; véase Hechos, 2, 4, y 7, 55). 

El Espíritu de Dios habita también en el hombre. En la época de los grandes profetas, la acción del Espíritu no es ya sólo intermitente,  pasajera, sino que se torna permanente; el Espíritu de Yahvé  permanece en el hombre para moverle a obrar con toda justicia (Isaías,30, 1; véase 32, 15; I Sam., 16, 18). Sin el Espíritu de  Yahvé, por el contrario, el espíritu del hombre está en delirio (Oseas,  9, 7). 

Se comprende, era imposible que el Rey-Mesías no lo poseyese.  Adviértesele, pues, reposar sobre él y gratificarle con sus dones (Isaías, 11, 1-ó). Mas, en los tiempos mesiánicos, se sabe que los  corazones fieles serán santificados por él (Joel, 3, 1-5). Los Hechos de los Apóstales, 2, 16, anuncian la realización de esta profecía en el  día de Pentecostés. Isaías vislumbraba que una paz perfecta distinguiría aquellos tiempos (11, 6-9), puesto que el Espíritu habitaría en el hombre. Ezequiel profetizaba que el Espíritu de Yahvé vendría a  infundir en su pueblo un espíritu nuevo, que cambiaría su corazón y le  haría obediente a las leyes de Yahvé (36, 23-26). Los Salmos 51,  12-13, y 104, 29-30, expresan el deseo, o simplemente describen esta  misma actividad de Yahvé en el interior del hombre. La liturgia del IV  miércoles de Cuaresma, en el día del gran escrutinio, cuando, en la  Iglesia antigua, eran inscritos los nombres de los candidatos al Bautismo que les había de ser conferido en el curso de la gran vigilia  pascual, sigue siendo bautismal. Y también la vigilia de Pentecostés.  

Esos dos días litúrgicos continúan sirviéndose del gran texto de  Ezequiel, para recordar así a los catecúmenos y cristianos de nuestro tiempo la santa renovación que el agua bautismal opera en su  corazón. En el siguiente capítulo, el Espiritu de Yahvé viene a  reanimar los huesos áridos (37, 1-10). Ezequiel anunciaba de esta  forma la resurrección de Israel, pueblo de Dios, tras la cautividad del  destierro. 

Fulgurante, como se ve, es el papel del Espíritu de Yahvé. Pero,  ¿qué es él mismo? Hay que responder, no una persona distinta de Dios, sino una fuerza, un poder creador o santificador que proviene de Él para ejecutar en este mundo las acciones que pretende llevar a  cabo, particularmente cuando han de revestir carácter religioso. Era, desde luego, lo esencial para dar a los judíos el sentido de la actividad espiritual y santificadora de Yahvé. Era, añadámoslo—y esto vale para lo que precede—una preparación de los espíritus que un día serían movidos a reflexionar sobre el carácter personal del Espíritu de Dios, cuando Jesús hubiese venido para llevar a su perfección el depósito  de las verdades reveladas. Por eso los «israelitas según el Espíritu»,  como llamará San Pablo a los no-fariseos, reconocerán en el Espíritu  de los Hechos de los Apóstales a una persona. Hasta entonces no se  trata más que de los altos hechos realizados por Dios, en el orden de  la santidad sobre todo. Mas, sin sorpresa ninguna un día se podrá  escuchar que el Espíritu Santo ha reposado sobre la Virgen en la  Anunciación (Lucas, 1, 35) y entender por ello que han llegado los  tiempos mesiánicos, ya que el Mesías y el Espíritu sobre Él están  presentes, como Isaías lo había anunciado (7, 14, y 11, 2). Pentecostés será la efusión de ese mismo Espiritu sobre el pueblo  mesiánico, como estaba escrito en Joel, 3, 1-5. (Véase Hechos, 2, 16.) 

 La Tradición posterior habría de precisar el carácter personal, así de la Sabiduría y la Palabra de Dios como del Espiritu. 

      1. El Espíritu en la revelación de los sinópticos

San Gregorio Nacianceno veía muy claro cuando nos aseguraba que la era que se inaugura con Pentecostés es la del Espíritu  Santo, cuya manifestación se ilumina en la Iglesia. Nadie extrañará,  pues, si aquí, también, en los Evangelios sinópticos y los Hechos, la  revelación del Espíritu se sitúa en la prolongación del Antiguo  Testamento. Fuerza que viene de Dios más que persona divina. 

Correspondería a la Iglesia discernir su carácter personal.   Juan Bautista, dice el ángel Gabriel, estará lleno del Espíritu  Santo desde el seno de su madre (Lucas, 1, 15). Éste es el signo de  su vocación profética, análoga a la de Jeremías (1, 5) y a la del Mesías (Isaías, 11, 1-5). En el mismo sentido Mateo 1, 18-20, y Lucas,  1, 35, atribuyen al Espíritu Santo el nacimiento virginal de Jesús. Mas, como para mejor acreditar la misión de Jesús, el Espíritu  Santo está con él y le dirige a lo largo de toda su vida.  Se posa sobre él en su Bautismo: Lucas, 3, 22.  Le impulsa hacia el desierto: Lucas, IV, 1.  Le conduce a Galilea: Lucas, 4, 14.  Bajo su acción Jesús se estremece de gozo: Lucas, 10, 21.  Por su virtud Jesús arroja a los demonios: Mal., 12, 28.  Pero, a su vez, Jesús lo promete a los Apóstoles: 

 - sea de una forma enteramente general: Lucas, 24, 49;  Hechos, 1, 5 y 8;

 -sea para que los asista en funciones bien determinadas. 

Así, les comunicará el espíritu de oportunidad, cuando sean  acusados falsamente (Marcos, 13, 11).  El Espíritu de Yahvé pasa a ser, por tanto, el Espíritu de Jesús: lo  posee como suyo, sobre todo dispone de él. 

Los Hechos de los Apostoles, libro admirable por el papel que en él desempeña el Espíritu, del cual se ha dicho que sería llamado  más justamente Los Hechos del Espíritu Santo. Éste lo ocupa totalmente  Jesús ha cumplido su palabra: ha venido el Espíritu, don del  Señor glorificado (2, 33). Su nombre es «Espíritu», o «Espíritu  Santos o «Espíritu del Señor» (5, 9; 8, 39) y una vez «el Espíritu  de Jesús» (16, 7). 

 La venida del Espíritu Santo está vinculada con los ritos: 

- del Bautismo: 1, 5, 2, 38; 11 15. 

- de la imposición de manos: 8, 15-19; 19, 6. 

Desciende sobre aquellos que han escuchado la palabra de los  Apóstoles: 2, 4, 10, 44.  Los efectos que produce en los fieles son extraordinarios, mas a  veces temporales, para una misión o una función determinada: don  de lenguas (2, 4, 11; 10, 46); de profecía (11, 28; 20, 22, 23); de sabiduría (6, 10); de intrepidez en el testimonio (4, 8, 31).  Mas se sabe también que habita de modo permanente en ellos  (6, 3; 11, 24), lo que no asombra si uno recuerda que ésa era ya una de sus prerrogativas en el Antiguo Testamento Ahora bien, este  Espíritu Santo es también aquel mismo que Jesús poseía durante su  vida (1, 2; 10, 38). Había sido guía de Jesús, según los Evangelios.  Ahora pasa a serlo de los Apóstales: impulsa al diácono Felipe a ir a  catequizar al etíope (8, 29); traza a Pedro una linea de conducta  frente al pagano Cornelio (10, 19, y 11, 12); escoge a Bernabé y a  Saulo como misioneros (XIII 2-4); les impide ir a Asia, para dirigirles  hacia la Tróade (16, 6-8).  Se sabe también que es Él quien ha inspirado las Escrituras.  ¿Cómo iba a dejar de darles sentido? (1, 16; 2, 16; 4, 25; 7, 51). El  Antiguo Testamento se ilumina, pues, gracias a Él. Pero,  igualmente, lo mismo que Él había inspirado a sus autores, en adelante guiará también a los Apóstoles en el gobierno de la Iglesia  y les hará infalibles. En el primer concilio celebrado en Jerusalén,  les dicta las decisiones que deben tomar (15, 28). Fuerza activa,  luz, guía de los jefes de la Iglesia, he aquí lo que es el Espíritu de los Hechos. 

Pero hay todavía más. El Espíritu Santo es tratado también como  una persona, sobre todo en el paralelo que se le hace sostener con  Jesús. Al igual que Jesús envía a Ananías junto a Saulo para  instruirse sobre la conducta que debe llevar (9, 10), así el Espíritu  Santo envía a Pedro al lado de Cornelio (10, 19). Al igual que Jesús  no había permitido a Pablo que permaneciese en Jerusalén, sino  que le había enviado entre los paganos (9, 15), a su vez el Espíritu  Santo, más tarde, le impedirá que vaya a Bitinia para enviarle a la  Tróade (16, 7). En fin, el Espíritu Santo está también personificado  cuando Pedro reprocha a Ananías por haber mentido al Espíritu  Santo (5, 3, 9). Jesús mismo había declarado que la blasfemia  contra el Espíritu Santo no tendría perdón (Mat., 12, 31). 

La Iglesia no ha tenido la preocupación de olvidar esta  enseñanza. Sabe que el guía que la ha dirigido en sus primeros  pasos en medio de un mundo hostil y cerrado para Cristo, sigue siendo aún su luz y su defensor.  

      1. El Espíritu en la reflexión de San Pablo

Aquel a quien nosotros llamamos hoy la Tercera Persona de la  Santísima Trinidad ocupa, en los escritos de San Pablo, menos  lugar que el Hijo Señor; mas eso no disminuye su importancia. Es además de una manera práctica como nos habla San Pablo de ella.  La misión del Espiritu Santo se resume en lo siguiente: lleva a los  fieles la vida de Dios y de Cristo. Es el Espíritu santificador que obra  personal y paralelamente al Padre y al Hijo, aunque de distinta  manera. Tiene un papel tal y una actividad tan bien determinada, que se siente que no se trata ya de una acción divina, como  aparentaba en el Antiguo Testamento sino que es una Persona, un ser a quien uno se refiere y que refiere los dones divinos. Veamos,  mejor: 

Los cristianos son purificados, santificados, justificardos «en el  nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espiritu de nuestro  Dios» (I Cor., 6, 11). La presentación trinitaria de ese versículo  pone al Espiritu en el mismo plano que el Señor Jesús (léase 
también Tito, 3, 6).  El cuerpo del cristiano—eminente dignidad—es el Templo del  Espiritu Santo (I Cor., 6, 19). Por esta sola consideración, San  Pablo invitaba a los corintios a no cometer más el pecado de  fornicación, que es el pecado contra el cuerpo, del cual es el  Espíritu Santo huésped. Ese recuerdo valía ciertamente más que  todas las exhortaciones morales a las que, ¡ay!, demasiado a  menudo se nos ha habituado.  Seguridad de que por la justicia, es decir, la vida de Dios, la paz y  el gozo en el Espiritu Santo, se establece el Reino de Dios (Rom., 14, 17). El Espiritu Santo es el que derrama en nuestros corazones  el amor de Dios (Rom. 5, 5). Y lo que corona el gozo del Padre es la  oblación que se le hace de los paganos que el Espíritu santifica. Después que les ha sido anunciada la Palabra del Evangelio de  Jesús (Rom., 15, 15-16). Compárese dicho texto con determinados  relatos de los Hechos, como 10, 44-48. 

Vivir en el Espíritu Santo, otra fórmula paulina. A menudo es  paralela a esa que ya hemos citado: «en Cristo-Jesús». La  «justificación», es decir, el paso del pecado a la vida de Dios, se opera o por Cristo (Gál., 2, 17), o por Cristo y el Espiritu Santo (I  Cor., 6, 11). La santificación es dada en Cristo Jesús (I Corintios, 1,  2) o en el Espíritu Santo (Rom., 15, 16).
Pero, ¿no habrá contradicción en ello? ¡Que nadie se confunda!  San Pablo emplea indiferentemente las expresiones «en Cristo» o  «en el Espiritu» porque uno y otro nos santifican, bien que de forma  diferente. ¿Habla de los hombres redimidos y salvados? El Cristo es entonces el que les ha merecido la santificación y salvación. La  causa meritoria es Él. Vivir en Cristo quiere decir, en este caso, vivir  de la gracia que nos ha procurado al redimirnos (I Cor., 6, 20) y  que debe llevarnos a imitar su vida (Gál., 2, 19-20). Mas Cristo  glorioso ha enviado al Espíritu Santo, que es su Espíritu (Rom., 8,  9). En la serie de las edades y en la Iglesia El es entonces el que  nos comunica la divinización (I Car., 6, 11). Es, pues, cierto que el  Espiritu nos trae los dones de Dios. Un hermoso texto ofrecido a la  meditación de los corintios nos da la certidumbre de ello. La acción  del Espíritu Santo es allí puesta en paralelo con la del Padre y del  Hijo. Los tres concurren a nuestra salvación, pero cada uno a su manera (léase I Cor., 12, 4-11). 

Se trata en ese pasaje de los «carismas» o favores espirituales  extraordinarios, que hacían a ciertos cristianos de la comunidad  capaces de hablar distintas lenguas, profetizar, hacer prodigios,  etcétera. Sabíase que tales favores eran un don del Espiritu Santo. 
Ahora bien, de esos dones o «carismas» nadie debe gloriarse, dice  el Apóstol, pues «estas cosas obra un mismo y solo Espiritu,  repartiendo en particular a cada uno según quiere» (versículo 11).  Pues bien, esos dones no son sólo referidos al Espiritu Santo, sino  también al Padre y al Hijo, aunque diversamente. Procediendo del  Espíritu, son «carismas» o dones espirituales, lo que se posee en  última instancia, una riqueza espiritual. Mas si esos dones se miran  en relación con el Señor, son «ministerios», es decir, funciones por  Cristo para que sirvan para la edificación de la Iglesia. En otras  palabras, ya que la obra del Señor fue construir este edificio, y que  éste fue su propio ministerio (I Cor., 8, 6; Efes., 4, 11-12; Col., 1,  18), los dones que nos hace su Espiritu confieren al cristiano un  ministerio, que viene a prolongar el de Cristo. Por último, en  relación con el Padre, esos dones son «energias» u operaciones  que fructifican en la Iglesia. El Padre está, en efecto, en el origen de  todas las cosas, es la fuente de la energía operatriz, el que obra  todo en todos. La Trinidad de las Personas divinas se establece, pues, para San Pablo de acuerdo con el siguiente esquema:

 —El Padre, origen de todo, fuente, operador, envia

 —por el ministerio del Hijo, causa meritoria,

 —al Espiritu Santo, distribuidor de los dones adquiridos. 

 Así, cada uno concurre en la edificación de la Iglesia, y de  acuerdo con su propio papel, vivifica al cristiano, lo acredita para el  apostolado.

      1. El Espíritu en la reflexión de San Juan

Con igual título que el Hijo, el Espíritu Santo tiene, en San Juan, una actividad divina. Mas lo que el Hijo era para el Padre, el Espíritu  Santo lo es para el Hijo.  El Hijo ha glorificado al Padre (17, 4), el Espíritu Santo glorificará  al Hijo (16, 14).  El Hijo ha manifestado al Padre (17, 6), el Espíritu Santo  manifestará al Hijo. En otras palabras, nos hará comprender la  revelación que nos ha aportado (14, 26; 15, 26; 16, 14-15).  El Hijo nada decía de sí mismo (7, 18), el Espíritu Santo tampoco  (16, 13-15).  Jesús era el «Defensor» o el «Abogado» de los Apóstoles (I Epís.,  2, 1), el Espíritu Santo será «el otro Defensor»: reemplazará a Jesús  cerca de ellos (14, 16, 26).  Por último, el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Ahora,  cuando Jesús está resucitado y glorificado, Él le procura la Vida:  «El último día de la fiesta, el gran día, Jesús, de pie, lanzó a plena  voz:  «¡Si alguien tiene sed,  que venga a mí  y que beba,  el que creyere en mí! »  según la expresión de la Escritura:  de sus entrañas manarán ríos de agua viva.  «Decía esto del Espíritu que debían recibir los que creerían en  Él; pues no había aún Espíritu, porque Jesús no había sido  glorificado» (7, 37-39).

El Espíritu es, pues, el agua viva que mana del costado abierto de  Jesús, dada a la Iglesia ahora que Jesús está glorificado. Esos  versículos son los más sugestivos para orientar nuestras  meditaciones hacia el don de Jesús a su Iglesia. Ya a la Samaritana  lo había anunciado el Mesías bajo el símbolo del agua viva (4, 14).  La teología sacramental bebe en ello uno de sus fundamentos más  ricos para relacionar los ritos cristianos con el flanco abierto de  Cristo, con el Señor glorificado y con el Espíritu fuente de agua viva. 

    1. La Gran Revelación Trinitaria

 Los capitulas 14 a 16 de San Juan han atraído la atención de los  exegetas, desde hace tiempo 36. Éstos hicieron notar que en la  última conversación que Jesús tuvo con los suyos, el Maestro había llevado a su perfección la revelación del mensaje trinitario. San  Gregorio Nacianceno observaba que hay, incluso en dichos  capitulos, una progresión en el esclarecimiento de las tres  personas. 

Retendremos cuatro textos, en que esa progresión es más  evidente y el papel de lastres personas está expresado de una  forma más clara.  «Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, para que esté con  vosotros perpetuamente: el Espíritu de la Verdad, que el mundo no  puede recibir, porque no le ve ni conoce» (14, 16-17). 

Jesús orará al Padre y, a sus súplicas, será enviado «el otro  Intercesor», para morar permanentemente cabe los fieles, en su  casa y en ellos.  «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi  nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará todas las  cosas que os dije yo» (14, 26).  El Padre enviará al Espíritu Santo a causa de Jesús. El fin de esta  misión es revelado: dar a conocer el mensaje de Jesús, hasta el  momento ininteligible todavía para los Apóstoles. Esto es muy  luminoso: querer descubrirlo todo en sólo las palabras de Jesús es  vano. La verdad está toda en lo que El ha dicho, pero sólo como el  río está en la fuente. Esta fuente necesita ser captada por la Iglesia  en la que se convierte en un gran río, gracias al Espíritu prometido  y enviado al efecto. Sin Él, las enseñanzas de Jesús serían letra  muerta, sin desarrollos ulteriores ni fecundidad. Con Él el colegio  Apostólico y, con toda evidencia, sus sucesores en la historia—pues  la misión del Espíritu Santo no se limitó al tiempo en que se fundaba  la Iglesia—gozan de lo que se llama hoy día el don de la infalibilidad  en la interpretación de las palabras de Jesús. 

En Juan, 15, 26, Jesús dice: «Cuando viniere el Paráclito que yo  os enviaré de cabe el Padre, el Espiritu de verdad, que procede del  Padre, Él dará testimonio de mí».  Aquí, Jesús mismo es quien envía el Espiritu siempre con el fin de  que testifique a su respecto, para que nosotros conociésemos y  atestiguásemos a nuestra vez. Es evidente, también, una vez que el  EspIritu nos haya dado a conocer al Hijo y nos haya introducido en  su intimidad, que habrá conocimiento del Padre, dado que conocer  al Hijo es saber al Padre (14, 9-10, y 17, 26).  Cáptase el movimiento admirable del pensamiento: el Padre ha  enviado al Hijo. El Hijo, una vez glorificado, ruega al Padre que  envíe al Espíritu o también le envía Él mismo. El Espíritu viene, pues, del Padre por el Hijo. Pero, a su vez, el Espíritu nos pone en  el conocimiento del Hijo, que es la vida de intimidad con El, de  suerte que, introducidos en la cámara nupcial del Esposo, entramos  finalmente en el conocimiento amoroso del Padre. Así nos remontamos a Él. 

Jesús dijo, por último (16, 7-15), que la condición de la venida del  Espíritu es su propia partida. Es necesario que vuelva al Padre para  enviárnoslo. El Espíritu, dice también, nos introducirá en la verdad,  haciendo conocer a su Iglesia y murmurando al corazón de los fieles todo lo que ha conocido en el seno de la Trinidad: lo que anunciará,  de Él, de Jesús, lo habrá recibido. 

Admirable discurso esta suprema conversación de Jesús con los  suyos. Nos sumerge en las profundidades de Dios. San Juan nos  dice las relaciones íntimas de las Tres Personas: el Padre está en el  Hijo y el Hijo en el Padre (Juan, 10, 30; 14, 11, 20), mas el Espíritu  también está en ellos, ya que allí toma todo lo que nos anuncia (XVI,  15). Pero San Juan nos lleva a contemplar, también, los pasos de  Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, profundamente comprometidos en la historia de nuestra salvación: hacia nosotros se vuelven para  vivificar nuestras almas. La Trinidad bienaventurada pasa a ser en  ese mundo luz y santidad. 

Es también ese mismo diseño del Dios Trinidad lo que evoca el  último cuadro fulgurante del Apocalipsis, 22, 1. El ángel muestra a  San Juan «un río de agua de vida, límpido como cristal, que salía  del trono de Dios y del Cordero». Ese río es el Espíritu de santidad  que viene del Padre y del Hijo. Es el agua viva que Jesús prometía a  la samaritana, para que ella saciase su alma sedienta; es el agua  misteriosa que Juan vió salir del costado abierto de Cristo en la Cruz. El Padre y el Hijo son su fuente.

Los cristianos saben que Padre, Hijo y Espíritu Santo no pueden separarse, de manera que ellos forman un único misterio de gracia y adoración. Eso significa que en un primer momento, la Trinidad es un misterio total de los cristianos, es experiencia de absoluta trascendencia, de absoluta encarnación histórica y total inmanencia.

La confesión Trinitaria implica una experiencia totalmente nueva, no una pequeña variación n el esquema anterior del judaísmo: es una mutación absoluta y, por ella, iluminados por el recuerdo del Jesús histórico y la presencia de su Espíritu, los cristianos se han visto sorprendidos por la novedad de un Dios que siendo amor mutuo, puede encarnarse y se encarna en la historia de los hombres y mujeres de la tierra.

Esta nueva experiencia ha obligado a los cristianos a recorrer un fuerte camino conceptual. No eran filósofos profesionales, pero su misma fe les ha obligado a elaborar la más honda teología.

    1. La Trinidad en el siglo II

      1. LA VIDA DE LA IGLESIA

Inmediatamente después de los Apóstoles, los primeros cristianos siguieron conservando las tradiciones de ellos recibidas. La del Bautismo en el nombre de la Trinidad, por ejemplo, fue guardada siempre con gran celo. Así lo atestigua la Tradición Apostólica de San Hipólito (235/236) y de modo más claro en el testimonio de San Ireneo (ca 180) acerca de la recepción del Bautismo: he aquí lo que nos asegura la fe tal como los presbíteros, discípulos de los Apóstoles nos han transmitido. En primer lugar nos obliga a recordar que hemos recibido el Bautismo para la remisión de los pecados, en el nombre de Dios, el Padre, y en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios que se encarnó, murió y resucito, y en el Espíritu Santo de Dios... Porque los que han sido bautizados reciben el Espíritu de Dios que les da el Verbo, es decir, el Hijo, y el Hijo les toma y les ofrece a su Padre y el Padre les comunica la incorruptibilidad. Así pues, sin el Espíritu no se puede ver al Verbo de Dios, y sin el Hijo ninguno puede llegar al Padre, pues el conocimiento del Padre es el Hijo y el conocimiento del Hijo de Dios se obtiene por el Espíritu Santo (Demostr. 3 y 7).

Se supone en este texto una enseñanza en orden a aclarar cuál es la función de cada persona. Las tres realizan su obra en el bautizado, según corresponde a cada una. Se da una cierta dirección: el Espíritu conduce al Hijo; el Hijo al Padre.

Junto al Bautismo, la celebración de la Eucaristía tiene una gran importancia para la Iglesia de los primeros tiempos y para el desarrollo de la fe Trinitaria. San Justino nos da a conocer la estructura trinitaria de la Eucaristía cuando dice: Luego al que preside a los hermanos, se le ofrece pan y un vaso de agua y vino, y tomándolos él tributa alabanzas y gloria al Padre del universo por el nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo, y pronuncia una larga acción de gracias, por habernos concedido esos dones que de él nos vienen (I Apología 4,12-16).

Por otra parte, la conciencia de que en la Iglesia se encuentra la fuerza del Espíritu Santo y que ella es el Cuerpo de Cristo está muy arraigada, la Iglesia vive para Dios, como dice San Clemente de Roma: ¿O es que no tenemos un solo Dios y un solo Cristo y un solo Espíritu de gracia que fue derramado sobre nosotros? (I Carta de San Clemente, 46,6). Esta misma conciencia aparece en San Ignacio de Antioquía en Efesios 9,1.

      1. LA REGLA DE LA FE

La fórmula Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo interpreta fielmente todo el evangelio y su presencia en el bautizado. Pronto esta fórmula se convertirá en eucarística: Gloria al padre y al Hijo y al Espíritu Santo y en fórmula que interpreta la vida del Cristiano En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; luego se convertirá en credo y por lo tanto en regla de la fe.

San justino es el primer filósofo cristiano que conoce esta regla de fe, la presenta y transmite. Se apoya en ella para demostrar a judíos y a paganos la verdad de la fe cristiana. Resalta en sus escritos la absoluta trascendencia del Padre y su presencia a través del Verbo, creador primero y encarnado después en Jesucristo. Para San Justino el Verbo siempre ha estado con Dios como fuerza inmanente. Ha estado ya en la creación y en la historia separado del Padre -no solo distinto del Padre, según el nombre, sino numéricamente otro, engendrado por voluntad y poder del Padre, pero no por escición o corte, como si se dividiera la substancia del padre- (Diálogo con Trifón 128-129), y finalmente se hace presente hecho carne en Jesucristo.

Atenágoras, con la “Legación en favor de los cristianos” (177), se basa en la misma regla de fe para defender el cristianismo ante los emperadores: Y nosotros, hombres.... que nos dirigimos por el solo deseo de conocer al Dios verdadero y al Verbo que de él viene -cuál sea la comunicación del Padre con el Hijo, qué cosa sea el Espíritu, cuál sea la unión de tan grandes realidades, cuál la distinción de los así unidos... que según Atenágoras se identifican según el poder y se diferencias según el orden (Legación 12. 24). El verdadero problema de la Trinidad inmanente está aquí bien visto. En otro lugar afirmará que el orden entre el Padre y el Hijo se relacionan con una procesión sin principio, a modo de inteligencia eterna; y referente al Espíritu se habla de una emanación de Dios, que vuelve a él como un rayo de sol (Cfr. Legación 10).

      1. LA REFLEXIÓN DE SAN IRENEO DE LYON (Asia menor 177)

Frente a las doctrinas de los gnósticos, opone la verdad de la predicación apostólica. Se resalta desde el principio el acento en la unidad: unidad del Padre, unidad del Hijo y del Espíritu, unidad de la Iglesia, unidad de la fe y de la historia. Todo esto afrenta a los gnósticos en su centro.

Frente a la osada prepotencia de los gnósticos que investigan racionalmente las profundidades divinas, Ireneo permanece temeroso. No se arriesga a hacer conjeturas sobre el acto creador porque este conocimiento está reservado a Dios. No quiere investigar cómo el Hijo procede del Padre, porque de ello no habla la Escritura. No se debe aplicar en la Trinidad lo que se da en los hombres (Adv Haer. 11, 28,6). Es evidente que con esta opción Ireneo limita su trabajo al nivel económico de la Trinidad.

Dios es el único creador, la creación toda es buena; existe sin que en ella se dé lucha contra Dios, sino conducida por Dios a la perfección final. Lo más significativo en Ireneo es la interpretación trinitaria de la creación, conservación y perfección del mundo, y en especial del hombre. Dios crea, mantiene y conduce todo los creado por medio del Hijo y del Espíritu (Adv Haer IV Prol, 4.). San Ireneo afirma con toda claridad la existencia eterna del Hijo y del Espíritu Santo (Adv Haer II,30,9), así como su divinidad (Demost. 47) aunque no haga hincapié en su ser personal.

Donde la doctrina trinitaria de San Ireneo tiene más peso es cuando la historia de la salvación se centra en Jesucristo. Por el Espíritu se le da al hombre la posibilidad de recibir a Jesucristo, Jesucristo a su vez nos da la fuerza de recibir la fuerza total del Espíritu. Cristo, después de haber sufrido la muerte que reconcilia a los hombres continúa con la formación de la carne para que pueda, en a consumación final, acoger en su totalidad al Espíritu del Padre y entrar en comunión de vida con el Creador. Una vez que Cristo ha sido glorificado, por la infusión del Espíritu, la salvación del hombre puede realizarse.

      1. ORIGENES (Alejandría 185-254/255)

Orígenes es el intérprete sin parangón de la Escritura y ve en ella anunciada la Trinidad. Sale al paso de los que separaban a Dios creador del Dios salvador, Padre de Jesucristo (marcionitas) y de los que pensaban a Dios en categorías materiales (antropomorfistas). Dios Padre es absolutamente incomprensible, de naturaleza intelectual, simple, invisible. El Padre es el que es la fuente de todo ser. Es uno y su naturaleza no tiene partes. Sin principio, es el principio de la vida y la divinidad. Es el único que es bueno en sentido propio. No es sujeto de pasiones; sin embargo el Padre mismo no es impasible, tiene la pasión del amor que es el origen de la redención: llora con el pecador, se alegra con su salvación. Es creador de todo, pero no del pecado y del mal. De él proviene todo bien o todo amor. Es la fuente de la caridad que se desborda de él en el Hijo, en el Espíritu y en los hombres.

En la misma Trinidad es el centro de la unidad y de la actividad. Genera al Hijo y produce al Espíritu. La generación del Hijo debe comprenderse sin representaciones naturales, libre, que procede de la inteligencia y voluntad del Padre. Pero Dios es incognoscible en sí mismo, es inefable, inconmensurable. Sólo se le conoce a partir de sus obras y, sobre todo, por el Hijo unigénito. La imagen que tiene Orígenes del Padre es impresionante y se acerca a ala que tiene el medioplatonismo. Solo el Padre es llamado el Dios, mientras el Hijo es Dios (Com. Jn II,1-2.12-18). Sólo el Padre es Dios por sí mismo, el Hijo es Dios (de Dios).

El Verbo es preexistente, pero no es hecho, sino nacido, cosa que no puede ser comprendida ni representada. El que no proceda de la naturaleza del Padre no quiere decir que no tenga su misma naturaleza, pues tiene su mismo poder y gloria. El Hijo no sale fuera del Padre como la creación, sino que permanece en él, incluso en la encarnación. El Padre y el Hijo tienen todo el común; son sujetos y objetos de un mismo amor. La generación del Hijo es eterna y continua; el Padre engendra al Hijo en todo momento; se identifica con la contemplación ininterrumpida de la profundidad del Padre que hace al Hijo Dios. El Padre comunica al Hijo constantemente su divinidad.

Se ha acusado a Orígenes de subordinacionismo, pero sin razón. En primer lugar, porque su subordinacionismo no tiene que ver con el que posteriormente va a afirmar Arrio. El subordinacionismo origeniano no implica ni una diferencia de naturaleza ni una desigualdad con el Padre. El Hijo es subordinado al Padre, pero igual a él.

La confesión del Espíritu Santo se le impone a Orígenes como parte de la regla de la fe. En sus escritos, el Espíritu está asociado al Padre y al Hijo de tal manera que posee con ellos la santidad substancial. Es un ser intelectual y existe con propia existencia, y no es creado. Orígenes asigna al Espíritu Santo el conocimiento de las profundidades de Dios y la santificación de los justos, en una dimensión más individual, sin olvidar claro está, la eclesial.

Siendo el Padre el único sin origen, el Espíritu ha de ser originado. Es el ser que procede del padre por medio del Hijo y por ello no puede ser llamado a su vez Hijo. Para subsistir individualmente, el Espíritu tienen necesidad del Hijo. Pero el Espíritu es ciertamente hipóstasis como el Padre y el Hijo.

No hay duda que Orígenes es totalmente ortodoxo en la fe trinitaria. Expresamente enseña que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se diferencian de toda criatura. Entre ellos se diferencian, son hipóstasis, no son fuerzas apersonales del Padre. Esta trinidad se ha manifestado plenamente en la Encarnación y en la infusión del Espíritu. En la Trinidad hay una clara jerarquía, el Padre es el principio, plenitud y origen de la divinidad. Pero también hay una profunda unidad que se sigue no sólo por tener la misma voluntad o realizar la misma acción, sino porque tienen la misma “ousia”.

      1. LA TRINIDAD EN PELIGRO EN EL SIGLO III

¿Trinidad, símbolo o realidad?: ¿Bastaba que los doctores cristianos del siglo II hubiesen afirmado victoriosamente su fe y la de la Iglesia en las tres personas divinas y la hubiesen establecido con solidez en el alma de los fieles? Pensarlo sería caer en error acerca de las exigencias del espiritu humano. El hombre no sólo debe creer sino que pide además saber. Pues bien, en el siglo segundo se cree más que se sabe. Se vive la fe, más que explicársela. No hay que asombrarse, pues, si uno encuentra, acerca del Dios-Trino, explicaciones que no pudieron ser aceptadas por aquellos a quienes guiaba el verdadero sentido de la fe. 

La herejía capital del siglo III ha tomado, en la historia de la  teología, el nombre de modalismo, o también monarquianismo y  sabelianismo. ¿Qué hay que entender por estos nombres? Los «modalistas» o «monarquianos» se mueven, en su prurito de explicarlo todo, por la voluntad de mantener cueste lo que cueste la unidad o «monarquía» divina. Y, al mismo tiempo, porque quieren hacer obra de buenos teólogos, se dedican a poner a salvo la divinidad de Jesucristo. Pero no lo consiguen más que proclamando que no hay distinción de persona entre el Padre y el Hijo, ni entre ellos y el Espíritu Santo. No existe más que un solo Dios a quien se llamó Padre en el Antiguo Testamento. Ese Dios-Padre se encarnó un día en la Virgen María, nació de ella y, por su nacimiento temporal, se convirtió en su propio hijo, el que es llamado «el Hijo de Dios». En la cruz, Dios-Padre, convertido en su propio Hijo, había, pues, sufrido. Los adversarios del error caracterizan a este error «monarquiano» con el nombre de «patripacianismo», esto es: herejía del Dios-Padre que ha sufrido.Por último, es también El quien ha resucitado. A menudo se limitaba a hablar sólo del Padre y del Hijo, pasando en silencio al Espíritu Santo. Por haberse el Padre manifestado como Hijo y, por tanto, se decía, bajo otro modo, el error se designaba también con el nombre de «modalismo». La conclusión era ésta: el Verbo no tiene existencia propia. Tertuliano se lo echará en cara a Práxeas: para ti, el Verbo es un yo no sé qué, un «flatus vocis», una palabra. 

Los dos principales propagadores de esta herejía se llaman Práxeas, contra quien se midió Tertuliano, y Noeto, cuyo adversario fue Hipólito de Roma. Mas pronto vino a completar, si cabe decirlo así, la herejía, Sabelio. Este perfeccionará ese sistema unitarista. Pues imagina un Dios único, personal o «prosopón único» y que ha desempeñado en la historia papeles distintos. La única «persona», o prosópon divino, se manifestó de diversos modos (por tanto, se mantiene modelista): como legislador en el Antiguo Testamento: es el Padre; como redentor con Jesús: es el Hijo, como santificador en la Iglesia: es el Espíritu Santo. Gracias a su «prosópon» único de tres caras, Sabelio evitaba el «patripacianismo» y no clavaba al Padre en la cruz. Mas so pretexto de explicarla, destruía la Trinidad divina. Era necesario, decididamente, que a la fe se añadiese la ciencia, si no se quería consentir en la pérdida de la fe misma. 

Tertuliano contra Práxeas: El gran doctor africano del siglo III, Tertuliano, nació hacía 150-160. Convertido en 195, cayó por desgracia en el montanismo18 en 206, y murió hacia 240-250. Entre 213 y 218 encuentra a Práxeas, a quien reprocha haber hecho una obra doblemente diabólica: al pasar en silencio al Espíritu Santo, ha desterrado todo poder profético en la Iglesia; en segundo lugar, ha crucificado al Padre.

El gran problema con el que debe enfrentarse nuestro doctor es el de dar cuenta de dos aspectos de Dios. Es necesario, no obstante la unidad divina, admitir una Trinidad real, la existencia real en Él de tres personas. Tal es su profesión de fe: al igual que Práxeas, cree en la monarquía (unidad) divina; contra él, sostiene que hay en Dios tres personas. Y he aquí lo que explica. Dios, eternamente, tiene en sí una «razón» (ratio), en la cual hay una «palabra» (sermo) que es su pensamiento y su sabiduría. Ahora bien, cuando Dios quiso crear, su Palabra o Verbo, que es su Hijo, fue proferida. Cuando Dios quiso redimir, ese Verbo vino a la Virgen y, nacido de ella, se llamó Jesu-Cristo. Mas, antes que apareciese el Hijo, Dios tenía su propio misterio eterno. Librémonos, dice Tertuliano, de las novedades de Práxeas. 

Comprendemos, así, la vida divina: no hay más que un solo Dios, es decir, una única substancia divina; sin embargo, en el seno de su unidad se puede descubrir un misterio (que caería en la tentación de llamar «familiar»), que organiza la unidad en Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. No porque los tres sean tres por su esencia (status), sino que son tres según los grados o rango (gradus) según los que se les contempla (es decir, que están jerarquizados). No son tres por la substancia, sino tres debido a sus particularidades (forma); no tres por su poder, que es único, sino tres según sus relaciones (species) propias. Así, afirmamos un solo Dios, de una substancia única, de una única esencia y de un poder único, pero este Dios único es trino por el rango, las particularidades y los aspectos que se descubren en Él. 

¿Se quiere bajar ahora a un análisis más pormenorizado de los diversos rangos que permiten distinguir «número» en Dios? ¿Se quiere examinar el orden en que nos aparecen el Padre, el Hijo y el Espíritu? Aquí Tertuliano nos descubre sus observaciones de africano. El tímido esbozo del Verbo descubierto en la razón divina es abandonado. El teólogo mira a su alrededor y la tierra de Africa se ofrece espontáneamente como signo de Dios. Ella le permitirá explicar los «grados» que jerarquizan las tres personas. El «misterio» familiar de Dios es dejado de lado. Lo enfoca ahora al modo de San Ireneo, como el Dios fuente de vida para nosotros. La primera persona es el Padre, manantial de todo; la segunda es el Hijo, agente de la gracia; la tercera es el Espíritu, el que viene a vivificar nuestras almas. 

Las imágenes abundan, cantan y viven. He ahí ante todo la del fruto sabroso. Es el símbolo del  Espíritu Santo; se coge en la rama (imagen del Hijo); pero nada sería ésta sin la raíz que la nutre, imagen del Padre, origen de toda vida. La raíz es el símbolo del Padre, la rama el del Hijo, y el fruto, el objeto del deseo, a causa del cual son cultivados con amor raíz y rama, es el símbolo del Espíritu Santo que nos es dado. El Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo. He aquí ahora, la realidad más africana de la fuente, del río y del canal de riego. Cuando se sabe lo que es la tierra tunecina desecada por el ardor del sol, estéril y árida cuando falta el agua, la comparación de Tertuliano adquiere fuerza de imagen, como antaño el versículo del salmista: «Dios, Dios mio eres; búscote con ansia. Mi espiritu de ti se halla sediento, y mi carne por ti vive anhelante, como tierra sin agua, árida y seca» (Salmo 63, 2). 

El agua es la bendición de los países secos. Pero la fuente no es nada, ni el río, si no hay canales de riego que vengan a captar el agua bienhechora y a verterla en la tierra abrasada. La imagen del Padre es, pues, la fuente; el Hijo es el río que se origina en la fuente paterna; pero los canales de riego, he ahí el símbolo maravilloso del Espíritu dado a las almas. Postrera imagen, por último, africana también ella. Olvidemos los daños de los ardores excesivamente prolongados del estío. En primavera y otoño el sol es el dios fecundante, que reanima a la naturaleza adormecida en invierno, muerta después de la canícula 
del verano. El agua ha llegado, pero sin el sol sería más perjudicial que útil. El Padre es aquí el sol. El rayo que proyecta es el Hijo. Mas el rayo, que el sol jamás deja de emitir, no es rayo vivificador para nosotros, a no ser que su aguda punta llegue a tocarnos y a calentarnos. Esa punta es el símbolo del Espíritu, que comunica calor y vida. 

Tal era la refutación que Tertuliano levantaba contra la herejía de Práxeas. La Trinidad no destruye la unidad divina, decía, sino que más bien da razón de ella. La Trinidad es el misterio del único Dios. Lejos, pues, de manifestarse bajo tres modos diversos, está constituido por una especie de «economía familiar, que le muestra perfectamente organizado en sí mismo. ¿Se dirá que sus explicaciones son harto poco explícitas, que le falta aliento para profundizar en el misterio? Es verdad, mas no había llegado aún la hora de acudir a escrutar, como San Agustín lo hará, las profundidades de Dios. Y ¿será de lamentar que, por el contrario, nos haya hablado de Dios y de las tres divinas personas con esas imágenes que cantan y viven? Reprochárselo seria inculpar, al mismo tiempo, a San Pablo y San Juan, que por su parte habían considerado al Espíritu Santo como el enviado por el Padre y el Hijo, para investirnos con la vida divina. 

Tertuliano se inscribe a la cabeza de los grandes teólogos que, gracias a sus fórmulas, han permitido hablar de Dios uno y trino sin confusión: «Hay tres personas en Dios, pero una única substancia». Mas es también un espiritual que sabe que la vida del hombre es la posesión de la vida de Dios por el Espíritu. Así, bajo la pluma del gran Tertuliano, las imágenes se habían acumulado, ricas y abundantes, el pensamiento había hecho un noble esfuerzo. Sin embargo, quedaba por proclamar la absoluta igualdad de las personas divinas. Será la tarea, ruda, del siglo IV, al establecerla.

      1. Los Desarrollos de los siglos IV y VI

Con el Concilio de Nicea comienza, sin duda, una nueva época teológica. Por una parte, el cristianismo deja de ser una religión prohibida y se convierte en la religión del imperio. La Iglesia tiene la ingente labor de formar la liturgia, la predicación, la catequesis, para multitudes. Su rostro se hace verdaderamente universal. Sin embargo, tiene que afrontar los peligros del error. Se enfrenta aquí un fenómeno inquietante que durará por más de medio siglo y que pone en duda la divinidad de Jesucristo. De esta manera, haciendo frente a este peligro interno y tratando de responder a la extensión del cristianismo comienza una nueva época.

El Arrianismo: Resulta ésta una de las herejías más importantes surgidas desde dentro del Cristianismo. Su nombre recuerda a su promotor, el sacerdote libio y al parecer de origen judío, Arrio (256-336), dotado de una gran elocuencia y erudición. Discípulo de Luciano de Antioquía (fundador de una célebre escuela teológica), fue ordenado sacerdote ejerciendo su ministerio en Baucalis, una de las nueve iglesias de Alejandría. No fue sino hasta haber alcanzado la edad de 60 años (320) cuando comenzó a predicar sus particulares doctrinas, caracterizadas por un descarnado realismo teológico tendiente a eliminar el sentido del `misterio' que, para muchos, se debió a una fuerte influencia de las escuelas filosóficas vigentes por entonces (aristotelismo, platonismo, estoicismo y muy especialmente las enseñanzas del judío alejandrino, Filón). 

Tales influencias resultaron a la postre, la clave para que sus ideas se impusieran rápidamente entre sus contemporáneos. Arrio enseñaba que Dios era uno, trascendental al mundo, en el que no había más que un principio, el Padre. Si bien no negó explícitamente la doctrina Trinitaria, la comprensión que hacía de la misma lo alejó definitivamente de la ortodoxia. Así, al identificar los términos engendrado y creado, creía que el Verbo no podía ser equiparado a Dios-Padre puesto que Aquél era la primer creación de Dios, superior a todas las demás, al que solía designar con los títulos de Logos, Sophía y hasta Dios, pero aclarando que el Hijo no era igual ni consubstancial al Padre, ya que, entre el Verbo y Dios existía una abismo de diferencia. 

Recurriendo a sus propias palabras, Arrio afirmaba “el Hijo no siempre ha existido (...), el mismo Logos de Dios ha sido creado de la nada, y hubo un tiempo en que no existía; no existía antes de ser hecho, y también El tuvo comienzo. El Logos no es verdadero Dios. Aunque sea llamado Dios, no es verdaderamente tal”. En consecuencia, para Arrio el Hijo era una especie de Demiurgo, un segundo Dios, en otras palabras, un intermediario entre Dios y las criaturas, no engendrado sino creado, y que tuvo a su cargo la creación. Su enérgico rechazo a la doctrina de la generación estuvo motivada en impedir, por considerarlo inadmisible, una visión dualista del Dios uno y único. Tampoco llegó al extremo de negar la Encarnación del Verbo, sin embargo creía que Cristo no era una persona divina, ya que el Logos encarnado no era verdadero Dios. Por otra parte, su interpretación lo llevó a considerar que el Verbo al encarnarse ocupó el lugar del alma humana, por lo que Cristo carecía de ella. Sus doctrinas relativas al Espíritu Santo siguieron la misma suerte que las del Verbo, esto es, resaltó su condición de creatura, pero de un rango aún inferior a la de Aquél. 

La historia nos relata la rápida difusión que las doctrinas arrianas tuvieron por el imperio romano, principalmente entre los cuadros militares, los nobles y hasta el clero (sobre todo del norte de Africa y Palestina), no así respecto del común del pueblo. Ante el imparable proselitismo de los arrianos y advertido de sus nefastas doctrinas, el obispo de Antioquía, Alejandro, actuó en consonancia, generándose una fuerte controversia entre los dos partidos en pugna: el católico y el arriano. Ante ese estado de cosas, el emperador Constantino I, el Grande (280-337) -quien en un principio se mantuvo al margen- junto al papa san Silvestre I (313-335) decidieron convocar a un concilio que zanjara el asunto. Previo a ello, en el año 324, y gracias a la prédica del obispo de Córdoba, Osio, se convocó a un sínodo donde Arrio y sus doctrinas fueron condenadas. Así, un 30 de mayo del año 325, en Nicea, se llevó a cabo el I Concilio Ecuménico, en el que participaron 318 padres conciliares entre los cuales se encontraban los legados del Papa y los representantes del arrianismo. Estos últimos al negarse a firmar el célebre `Símbolo de Nicea' (que reafirmó el llamado `Símbolo de los Apóstoles' y la Encarnación del Verbo) como la condena impuesta a las doctrinas de Arrio, terminaron por retirarse del concilio.

A pesar de la condena recibida, Arrio no se retractó siendo por ello desterrado. Sin amilanarse, continuó difundiendo sus doctrinas heréticas hasta lograr el favor y la protección de gran parte de la nobleza, del ejército y del clero. Por su parte, el emperador Constantino había relajado en mucho sus medidas contra los arrianos, lo que les permitió -intrigas mediante- acosar al obispo Atanasio, logrando que sufriera su primer destierro en el año 335. Este gran hombre sufrío durante su vida, cinco destierros ordenados por diversos emperadores (Constancio, Juliano el apóstata y Valente) destierros que ocuparon una buena parte de su vida. 

Ello no impidió que en el año 366 fuera rehabilitado en su sede episcopal por el emperador Teodosio, el Grande, puesto que ocupó hasta su muerte en el año 373. A pesar de los esfuerzos de los partidarios de Arrio para lograr su rehabilitación, este antes murió en Bizancio (336), por lo que sus seguidores decidieron continuar su labor, ganando para su causa inmensas regiones de Europa, particularmente Alemania (con la conversión de los pueblos Visigodos) y España, como así también regiones del norte de Africa. La llegada al trono imperial de Constancio (350) implicó que el arrianismo se convirtiera en su religión oficial. 

 Así, los arrianos convocaron diversos sínodos y concilios, como los de Sirmio (351), Tracia (359) y Constantinopla (360) en los que impusieron una fórmula de fe arriana. Esta situación de incertidumbre de los defensores de la ortodoxia duró hasta la llegada al trono de Teodosio, el Grande (379-395), quien convocó -junto al papa san Dámaso I (366-384) a un nuevo concilio ecuménico, el I de Constantinopla (381). Allí fue confirmado el `Simbolo de Nicea' y nuevamente condenadas las doctrinas arrianas. Hombres de la talla de san Atanasio, san Gregorio Magno y el obispo de Córdoba (España), Osio, se constituyeron en su principales detractores.

Si bien el arrianismo decayó definitivamente en el s. VII, no sin antes producir una variante a la que se la llamó semi-arrianismo, muchas de sus teorías -principalmente las cristológicas y trinitarias- renacieron con la Reforma Protestante (s. XVI) bajo las ideas de Miguel Servet y por los antitrinitarios liderados por Fauso Socino, entre otros. Contemporáneamente, fueron recogidas por numerosas sectas como es caso de los tristemente célebres, Testigos de Jehová.

Nicea Y Los Padres Capadocios: Tras una laboriosa búsqueda, el conjunto de la Iglesia cristiana sintió la necesidad de rechazar las posturas arrianas, para mantenerse fiel a su experiencia original, tanto en el plano religioso como en el filosófico. Así lo hizo en el Concilio de Nicea (año 325) en el que se definió que Jesucristo no fue creado, sino que es nacido, consubstancial al Padre y Dios como él (cf. DS 125; Dz 54). Para ello se vio obligado a emplear unas expresiones filosóficas, sobre todo el concepto de σs para mantener la verdad del cristianismo, además, la confesión de fe abandonó el campo de la historia para ponerse a reflexionar sobre la vida íntima de Dios. Da el paso de la Trinidad económica a la inmanente.

Se pregunta constantemente en qué sentido empleó Nicea el término “consubstancial”, es decir, ¿la identidad entre el padre y el Hijo se entendía como una identidad substancial específica o numérica? ¿Se hablaba de la misma substancia o de una sola substancia? Los hombres por ejemplo tenemos la misma substancia humana específica, pero no numérica. Los Padres directamente afirmaron la consubstancialidad específica, pero estaba explicada como consubstancialidad numérica: sólo hay una substancia divina. Respecto a la relación del Padre y del Hijo, el concilio dice casi lo mínimo: el Hijo es nacido de la sabstancia del padre. No hay mayores explicaciones y un aspecto quedó muy poco reflexionado: cuál es el ser que compete al Padre y al Hijo. El Padre y el Hijo son Dios, pero en cuanto Padre e Hijo, ¿qué son? ¿son sólo nombres? El concilio usa en el mismo sentido la palabra “ousia” e “hipóstasis”, que se traducen en latín por “essentia” y “substantia”, y no explica en qué consiste la individualidad del Padre y del Hijo y por lo mismo no reflexiona sobre su unidad. Esto será labor de los teólogos que se encuentran entre Nicea y Constantinopla: Los Capadocios (San Basilio (330-379); San Gregorio de Nisa (335-385) y San Gregorio Nacianceno (330-390)).

El papel de los Capadocios fue clarificar esta situación con una adecuada terminología. Distinguen en primer lugar “ousia” de “hipóstasis”. Con la primera designan lo común que puede ser determinado por la hipóstasis. El Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres hipóstasis, es decir, tres modos diferentes de tener la misma ousia. Lo propio que existe en Dios, las hipóstasis divinas, es el no ser engendrado, ser engendrado y ser producido. Cada una de ellas son consubstanciales. Identificaron hipóstasis con prosopon.

Se necesitaba, después de hacer una distinción tan clara entre las hipóstasis, acentuar la unidad divina para no caer en triteísmo . Los padres capadocios expresan esta unidad haciendo resaltar la hipóstasis del Padre. Nos son tres hipóstasis originarias, independientes. El Padre es la hipóstasis originaria, sin origen. La divinidad se identifica con el Padre. Las otras dos hipóstasis divinas proceden del Padre, una por generación otra por producción.

También se debe a los Capadocios la distinción entre ousia y schesis (relación), de tal manera que se puede decir que las hipóstasis divinas no se distinguen por la ousia, sino por la schesis. La unidad de las tres Personas se da también en su obrar conjunto.

Finalmente se debe a los Capadocios una profunda reflexión sobre el Espíritu Santo. En primer lugar determinan con toda claridad que no es creatura, sino Creador. No San Basilio, pero sí los otros dos afirman la consubstancialidad del Espíritu Santo preparando de esta manera las definiciones de Constantinopla.

Constantinopla I (381): Hacia el Año 360 se manifiesta en la Iglesia, como una extensión del arrianismo, la afirmación de que el Espíritu Santo sería una creatura; por lo tanto no sería Dios. Las raíces de esta afirmación se encuentran en Aecio y Eunomio arrianos radicales que afirmaban la inferioridad del Hijo y del Espíritu Santo; Macedonio, arriano moderado que mantenía la igualdad entre Padre e Hijo pero negaba la igualdad del Espíritu y los Trópicos que afirmaban que el Espíritu no era más que un ángel. La herejía fue condenada en el sínodo de Alejandría (362), por el Papa Dámaso I (374) (cf DS 144-147) y finalmente por el concilio I de Constantinopla (381) (DS 150; Dz 86).

En el Constantinopolitano I se nota que los Padres no quisieron expresarse en términos filosóficos, pero determinan con su lenguaje claramente la divinidad del Espíritu Santo, afirmando que es objeto de fe para los cristianos, que es Señor, dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo reciben una misma adoración y gloria y que habló por los profetas.

San Agustín (354-430): Cuando San Agustín entra a tomar parte del debate teológico la fe en la divinidad de Jesucristo y del Espíritu se había ya consolidado. Para San Agustín sólo hay un Dios que es la Trinidad. Su punto de partida es la reflexión de la unidad de la esencia divina y la igualdad esencial de las Personas. La diferencia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, prácticamente no hay que demostrarla: salta a la vista. Para mostrar esta unidad y esta igualdad interpreta la Escritura. En la Escritura se dan expresiones que parecen afirmar que Dios es sólo uno: el Padre. Hay otras expresiones que parecen contradecir sobre todo la igualdad, y por lo tanto la unidad, del Hijo y del Espíritu Santo respecto del padre. Los cuatro primeros libros del “De Trinitate” los dedica a solucionar este problema afirmando: Si Dios es Uno, hay que afirmar que los textos escriturísticos, cuando hablan de Dios han de referirse a la Trinidad, a no ser que explícitamente indiquen su referencia a una u otra persona. Acerca de las expresiones que presentan una cierta superioridad del Padre afirma que hay expresiones que muestran la superioridad del Padre sobre el Hijo, pero la recta comprensión indica que hay que tener en cuenta la doble naturaleza del Hijo: en su naturaleza asumida, el Hijo es inferior al Padre; en su naturaleza divina, es igual.

Las epifanías del Nuevo Testamento muestran para San Agustín tres verdades fundamentales: que la Trinidad, inseparable en su esencia puede manifestarse separadamente en la criatura sensible y que en esas manifestaciones sensibles la acción del Trinidad se da indivisamente. Cada una de las personas se puede manifestar personalmente. Así ocurre en la voz del padre (Bautismo), en las apariciones sensibles del E. Santo (fuego, paloma) y en la encarnación del Hijo. Sin embargo, y esta es la segunda afirmación, toda la Trinidad actúa inseparablemente. En tercer lugar, las epifanías muestran que el envío del Hijo y del espíritu Santo no implica inferioridad o desigualdad personal, sino tan solo procedencia.

Frente a la sustancia está el accidente, que es todo aquello que una cosa puede adquirir o perder por mutación. En Dios no hay accidentes, nade se dice de él de manera accidental.

Lo que en Agustín se ha dado en llamar la “Trinidad psicológica” o la “doctrina psicológica de la Trinidad” no es sino el esfuerzo que hace San Agustín para comprender la Trinidad mediante imágenes o semejanzas tomadas de la naturaleza y, especialmente del hombre para que le lleven a un conocimiento más cercano de la Trinidad. Así Agustín a lo largo de su obra hablará de la Trinidad como:

Cuando San Agustín apunta las diferencias entre estas imágenes de la Trinidad en el hombre y la misma Trinidad deja escapar un grito de dolor. Nada es como Dios. Las diferencias son enormes. La más importante, sin duda, es que en el hombre, la mente, el conocer y el amor no son personas, pero en Dios sí lo son.

Constantinopla II (553): En lo referente al tema de la Trinidad interesa destacar solamente el canon primero. En él se encuentra una formulación que puede considerarse como la síntesis dogmática trinitaria a la que había llegado el Magisterio de la Iglesia (DS 421; Dz 213).

En tal canon se afirma la unidad y la distinción divina expresadas con conceptos que remiten la una a la otra. A la unidad pertenece: la naturaleza “σs”, la esencia o substancia “σ”, la potencia “δs”, el poder “σ”, la consubstancialidad “ρδ σ”, la divinidad “”. Nótese que aquí están empleados los términos de naturaleza y substancia o esencia como equivalentes y que se extienden a toda la Trinidad la consubstancialidad y la divinidad. En la parte de la distinción se habla de que la unidad está en tres subsistencias “ ρσ σσσ” o Personas “ρσs”. También aquí se realiza una equivalencia entre hipóstasis y persona pero la traducción latina que se hace de hipóstasis es “subsistencia” y no substancia para no equivocar los términos. Hipóstasis, subsistencia, persona y prosopon son identificados. Con ello se consigue dar al término griego de “prosopon” un contenido real, substancial. No es ya un puro aparecer o mostrarse, sino una realidad que aparece, pero tiene subsistencia real.

La segunda parte del canon 1 afirma la unidad de las tres personas y la existencia de un solo Dios.

Estas declaraciones del segundo concilio de Constantinopla pueden considerarse como el término de la evolución del dogma trinitario. Aquí se recapitulan todos los esfuerzos. Aquí se expresa en una formulación dogmática un vocabulario trinitario preciso, tanto en griego como en latín.

      1. Dos grandes del medioevo

Ricardo De San Victor: Muy poco se sabe históricamente de la vida de Ricardo. Su vida parece haber sido breve. Es de origen escocés o inglés. Puede haber nacido en 1123 y muerto en 1173. Su tratado “De Trinitate” es el más importante del medioevo. Es alabado por todos los comentadores como de una originalidad grandísima, al distanciarse de Agustín y de Anselmo. Le citan los grandes escolásticos como Santo Tomás, San Buenaventura, Alejandro de Hales.

Pero, Dios tiene que gloriarse de dar a otro lo mejor que tiene y tiene que gloriarse de recibir de otro lo mejor que puede dar.

En esta manera del amor a otro hay que mantener el orden. El otro no puede ser menor, porque no podría recibir toda la caridad y no podría darla de vuelta. No haría plenamente feliz al que la da. Por eso, no pueden existir dos dioses, sino dos Personas. ¿Pero, sólo dos? La existencia de un tercer amado viene exigida por la misma esencia de la caridad. Tiene que ser perfecta bajo todo punto de vista. La caridad incluye el que se quiera amar a otro como a uno mismo. La prueba de la caridad consumada es que se desee amar a otro, que se quiera comunicar el amor con que uno es amado. No admitir a otro en la comunión de amor es signo de debilidad, que no se puede dar en Dios. El amor entre dos tiene que proyectarse más allá. De aquí surgen todavía tres razones: Cuando hay amor total, se quiere que el que es amado, pueda a su vez amar a otro; de aquí que surge un “condilecto” de ambos. Cuando hay amor total se quiere que el amado tenga también la alegría de ser amado. La plenitud de la gloria reclama también que se comunique a un tercero.

Pues bien, esta realidad se puede decir de Dios mismo. Así como la definición que daba Boecio no se podía decir de Dios y del hombre, sino sólo del hombre, la definición de “persona” de Ricardo se puede decir de Dios y del hombre. En vez de ser persona “la sustancia individual de naturaleza racional” sería, “la existencia individual de naturaleza racional” o “el existente por sí solo que existe según un modo singular, propio, de racional existencia”, o, incluso, “existencia incomunicable”. Esta definición vale también para Dios. De esta manera la persona divina puede definirse como “la existencia incomunicable de naturaleza divina” o “existencias incomunicables en la divinidad”.

Teniendo en cuenta estos elementos, a saber: 1 la naturaleza racional (intelectual o divina); 2. La incomunicabilidad; 3. el “ex” y 4. La “sistentia” esta definición se puede aplicar a Dios, hombre y ángel.

Aplicada a Dios la “sistentia” es en últimas, la misma naturaleza divina y se debe establecer los orígenes, los “ex” que tiene este “sistere”. Las Tres existencias incomunicables se originan por la misma naturaleza divina, que se identifica con la caridad.

Las tres propiedades propias e incomunicables que caracteriza el “ex” los orígenes son: -No ser de nadie, sino de sí mismo. - Ser de otro, pero principio de otro. -Ser de dos y no ser principio de otro. Aquí vemos cierta dificultad en Ricardo para hablar de la Persona del Padre, pues deriva su característica de no proceder y no de donar totalmente a Otro su amor. El Padre resulta al parecer identificado con la naturaleza divina.

Santo Tomás de Aquino (1224/25-1274): Santo Tomás trató el tema de la Trinidad en muy diversas ocasiones. La exposición que hace en la “Summa Theologica” es la más ordenada y completa, aunque no adjunta en ella parte la bíblica, por suponerla tratada en otros escritos.

Santo Tomás encuentra en las criaturas intelectuales dos procesiones inmanentes que va a aprovechar para comprender las procesiones en Dios: el conocimiento y el amor. Cuando el hombre conoce surge en él una imagen de lo conocido. En la acción de conocer el hombre produce un verbo mental de lo que conoce. Algo semejante ocurre con el amor. Cuando alguien ama se representa al amado, pero surge en él además una atracción hacia el amado, el cual se hace presente en el amante como impulso hacia el amad. Este impulso es el producto, el término, de la acción de amar. Ya que Dios conoce y ama, también se dan en él la producción de una imagen de lo que conoce, un “verbum” y la producción de un “impulso”. Ahora bien, la producción del “Verbum” tiene razón de generación, es decir, en ella se encuentran características análogas a las que se dan en la generación: origen de un ser viviente de otro viviente, por comunicación de su misma naturaleza, según una acción vital. El lenguaje habla de concebir una idea, de dar a luz una idea. La producción del impulso amoroso no tiene razón de generación, sino de moción, de impulso vital, de hálito o espíritu.

En Dios existen cuatro relaciones reales: La del Padre al Hijo (Paternidad), la del Hijo al Padre (Filiación), la del Padre y el Hijo al Espíritu Santo (espiración activa) y la del Espíritu Santo al Padre y al Hijo (espiración pasiva o procesión). Pero de estas cuatro relaciones reales sólo tres constituyen relaciones subsistentes realmente distintas entre sí (opuestas e incomunicables): la paternidad, la filiación la espiración pasiva. La espiración activa es común al Padre y al Hijo como un único principio respecto al Espíritu Santo y por eso no constituye otra Persona. De ahí que diga Santo Tomás que las relaciones a secas, no coincidan con las Personas, sino sólo las relaciones opuestas.

De la conclusión de que el nombre de persona divina y humana se puede decir de Dios y de que se identifica con las relaciones opuestas, Santo Tomás concluye lógicamente , que sólo son tres y que el término Persona Divina puede decirse del Padre, del Hijo y del Espíritu santo no en el sentido que cada uno tenga una naturaleza divina distinta, sino para significar una realidad subsistente en la única naturaleza divina