INTRODUCCION: ¿se puede conocer a Dios?
1. LA PREGUNTA POR DIOS
Hay preguntas que se han hecho y contestado muchas veces y, sin embargo, vuelven a hacerse y contestarse como si fueran nuevas. Son preguntas que nacen de la misma condición del ser humano. El hombre siempre ha preguntado por la existencia, el modo de ser y de actuar de un Ser superior.
Esta pregunta surge, evidentemente en el que desconoce qué se dice cuando oye, por primera vez, la palabra Dios y aparece también en el que duda, en el indeciso, en el que pasa por una crisis. Pero, ¿es posible que la realice un creyente? El creyente necesita continuamente hacerse esta pregunta y esto no significa abandonar la fe. La fe pregunta porque quiere ser vivida, hecha carne y sangre. Grandes creyentes se la han hecho ya en la misma Sagrada Escritura. Para un creyente nada hay más cierto que su fe; su adhesión a as verdades que cree es incondicional. Perdería la vida antes que la fe. Su vida y su verdad están tan unidas, que se puede morir por tener la fe; sabiendo que tener fe es tener la vida. Y sin embargo, este creyente no puede permanecer en el umbral de una fe sin razones y debe caminar hacia una fe inteligente. El creyente ha de saber responderse a sí mismo y dar respuesta a otros, cuando le pregunten ¿dónde está tu Dios? El auténtico punto de partida para conocer a Dios es creer en él, pero esta misma fe impulsa al creyente a entender lo que cree.
La pregunta autentica por Dios, la que no está movida por crisis ni incertidumbres es pregunta del teólogo, del que se dedica al estudio de Dios. Todo lo que trata la teología lo trata bajo el punto de vista de Dios, Dios es el objeto, o mejor, el sujeto de la teología. El que más ha creído es el que más ha preguntado, el que más ama es quien más pregunta, por so los más teólogos, son los teólogos santos.
El teólogo, a quien le ha sido dada la capacidad de reflexionar sobre la fe tiene también grandes momentos de silencio. El silencio es el momento final de una fe que se vive profundamente. El silencio de la adoración, de la admiración, es muy frecuente cuando se llega a la playa cansado de bracear en el misterio insondable de Dios. Decía San Agustín con magistral acierto: “Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin entenderlas, y tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno, loándote a un tiempo todos unidos a ti” (de Trinitate, XV, 28,51)
2. LA SITUACION ACTUAL DE LA PREGUNTA POR DIOS
Más que en otras épocas, muchos hombres de la nuestra creen haber hecho la experiencia de que para ser humanos y defensores de los derechos del hombre, para ayudar al hombre a vivir y a morir no es necesario ser cristianos ni adherentes a una u otra religión. El hombre cree poder vivir y trabajar responsablemente, cree poder superar las injusticias sin tener una experiencia de Dios. Y más que en otras épocas, muchos cristianos de la nuestra viven en la insatisfacción y en el hambre que significa no tener una idea de Dios que de respuesta a sus preguntas. Job, el auténtico creyente insatisfecho de la idea de Dios que le presentan, se ha hecho contemporáneo.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? ¿Cómo pudo haberse convertido la frase “Dios ha muerto” en interpretación plausible de la existencia y de la realidad moderna? Es difícil describir el camino por el cual el hombre creyente desemboca en el sentimiento del vacío de Dios. No se deriva de un sólo principio, tiene diversas raíces.
2.1. Estrechamiento de la imagen de Dios en el pensamiento de la modernidad
Parece que hay un consenso histórico en asignar a Renato Descartes (1596-1650) haber sido, sin proponérselo el iniciador de una manera de concebir a Dios insuficiente. Descartes intenta pensar la verdad con absoluta seguridad, para ello parte dudando de todo. Busca una verdad que no pueda ser puesta en duda y la encentra en el “pienso”. A partir del “pensar” deduce la misma existencia del pensante. Hasta este momento la filosofía había partido de la existencia, en Descartes se invierten los papeles: primero es el pensar; el existir cae dentro del pensamiento. Así entonces, si puedo pensar a Dios, él existe. Al mismo tiempo, Descartes concebía a Dios como garante del pensar recto.
Kant (1724-1804) siguiendo los procesos de Descartes produjo el desequilibrio fatal. Por una parte, Kant desmitifica ese infinito encontrado en la mente. El hombre sólo puede pensar las cosas que pueden ser pensadas con un pensamiento finito. Entre la idea de infinito y la de Dios existe un abismo infranqueable. Dios no es pensable, porque no hay categorías humanas que lo puedan pensar. Pero tampoco es deducible del mundo, porque el mundo tiene sus propias explicaciones. Sin embargo, Dios debe existir como un postulado indemostrable de la moralidad humana. La existencia de Dios es la condición de posibilidad para que el hombre actúe conforme a una norma moral. Por ello, es moralmente necesario admitir la existencia de Dios. Terminó así creándose un dualismo entre el ser ontológico y el ser moral. Uno podría pensar que Dios no existe ontológicamente pero tendría que actuar moralmente porque Dios se lo exige.
La superación de este dualismo se da en Hegel (1770-1831). En la base de la filosofía de Hegel se encuentra un pensamiento dialéctico que domina todas las realidades. La historia, el sujeto, la sociedad, Dios caen bajo la estructura dialéctica, que se articula en tres pasos. Dios desde toda la eternidad se diferencia en sí, se manifiesta y reconoce en otro diverso de sí (el Hijo). De la oposición entre Dios Padre y Dios Hijo surge el Espíritu Santo, que es como la perfección siempre nueva de lo que es Dios. A pesar de la positiva acogida que está recibiendo esta filosofía hegeliana, el magisterio no deja de advertir sobre los peligros de una concepción tal, que no sólo está lejos del Nuevo Testamento, sino que en algunas afirmaciones puede caer en panteísmo significando una distorsión del pensamiento cristiano.
El pensamiento de los anteriores filósofos se movía dentro de un mundo que aceptaba lo religiosos y el cristianismo. Pero lo tiempos cambian y de lo que ellos habían creído descubrir hoy otros extraen conclusiones que tienden a negar a Dios. Feuerbach (1804-1872) por ejemplo, se sitúa ya en un ateismo declarado, pues para él Dios es una idea del hombre y nada más. Dios es tan solo una proyección del hombre; para Marx, que interpreto para su beneficio a Hegel y depende de Feuerbach, la religión es un producto de la sociedad todavía mal constituida. Dios no es un sujeto divino al que el creyente pueda dirigirse; Dios es la nueva sociedad, el hombre nuevo que cree en su propio trabajo. Pero ninguno de los pensadores llegó a ser tan radical como F. Nietzsche (1844-1900) quien sitúa al hombre más allá de toda moral, más allá del bien y del mal. El hombre toma el centro absoluto. El hombre debe vivir su vida en plenitud y la vida es instinto, poder, goce, deseo; ilusión, voluntad de ser y de cambiar. No hay verdad que pueda ser impuesta a esta vida; la vida es la verdad. El límite del hombre es no tener límite, pues la ley es el mismo. La religión, junto con su Dios, es por eso mismo nada, engaño, vacío. Podríamos seguir mencionando otros filósofos, pero es definitivamente Nietzsche quien ha dado el tono a a situación actual.
2.2. La rebelión contra el padre
Otra raíz de la problemática que estudiamos la encontremos quizás en la crisis del principio paterno de nuestra sociedad. Uno de los momentos importantes de esta revuelta contra el padre está ciertamente centrada en Freud.
A Freud se le debe el descubrimiento de esa dimensión tan importante que es el subconsciente. Pero se le debe también una interpretación de la situación del hombre que tiende a hacer del padre el causante de todas sus neurosis y descentramientos psicológicos. La infancia del hombre toma importancia decisiva en la constitución de todo ser humano, y en la infancia se alza la figura del padre como el gran dominador, como el gran represor de los instintos sexuales. Para que el hombre tenga un desarrollo normal tiene que hacerse consciente de esta fuerza paterna que le esclaviza de alguna manera. Haciéndose consciente de la influencia del padre logrará anular su fuerza, logrará eliminar al padre y ser él mismo. ¿No pensarán muchos que la religión es también una enfermedad , una neurosis colectiva producida por el complejo de Dios Padre?
2.3. La existencia del mal
Otro argumento para negar la existencia de Dios deriva de la existencia del mal: Existe el mal, luego no existe Dios, porque si Dios existiera y no quitara el mal sería porque no quiere o porque no puede. Si no quiere, entonces es un Dios malo y un Dios malo sencillamente no es Dios y si no puede, ¿cómo puede ser Dios? Esta es quizás la pregunta que atormenta a Camus y que se refleja en sus obras.
2.4. La incoherencia de los creyentes
Entre las causas del ateísmo contemporáneo el concilio Vaticano II enumera una que puede parecer sorprendente, pero que es real y auténtica. El silencio que han guardado los cristianos, no sólo con las palabras, sino con sus actitudes es un hecho constatable. Nuestra sociedad no se atreve a hablar de Dios. Los mismos cristianos han hecho de esta palabra un asunto privado y personal, han tratado de apartar a Dios de sus negocios, de su vida familiar, al mismo tiempo que de sus conversaciones.
3. SIN EMBARGO HAY ESPACIOS DE ESPERANZA
El llamado “primer mundo”, no es el mundo, entre los así llamados pueblos “subdesarrollados” se mantiene presenta la convicción de que Dios existe y que “grita en este mundo” sobre todo a causa de la injusticia generalizada, la extrema pobreza, las injustas diferencias, las agresiones a la dignidad humana se oye la voz de Dios que grita por los que no tienen voz. La situación pues, de subdesarrollo, de inferioridad de millones de personas se convierte en un grito de Dios que muestra que esta situación no está de acuerdo con los planes divinos. Este pueblo sufriente que grita hoy es el mismo que ha gritado en Egipto y su Dios es el mismo que escucho el clamor de su pueblo en aquel entonces. Es el mismo Dios el que se manifiesta ayer y hoy; pero es, aun más el que se identifica, habiéndose hecho hombre, con los hombres y levanta su voz como hombre por los hombres (Jn 17,9).
Dios no desaparece en el silencio en los pueblos creyentes del así llamado “Tercer mundo”, y eso a pesar de la influencia del pensamiento occidental secularista.
4. RUMORES DE DIOS
Ni el silencio de Dios de los pueblos desarrollados, ni el grito de Dios, que viene del mundo subdesarrollado, pueden opacar los rumores de Dios que se dan en nuestra sociedad actual. Aunque con claras tendencias desinstitucionalizadoras hoy muchos buscan relación con el trascendente de diversas formas; otros ven en el amor, simple y llano, sin matrículas de ninguna clase el mejor camino para lograr el respeto por el otro, el perdón y la reconciliación entre los individuos y los pueblos.
¿Cómo convertir silencios, gritos y rumores en un amoroso compromiso con el Dios personal, vivo y verdadero, comprometido con nuestra historia? ¿Cómo presentar a nuestro intelecto y a nuestro pueblo la verdadera imagen del Dios cristiano? Responder a esto será el gran reto de nuestro curso, no sin antes pronunciar las misma palabras que iluminaron la búsqueda de San Anselmo:
“No pretendo, Señor, penetrar tu grandeza, ya que de ninguna manera se puede comparar a ella mi inteligencia, pero deseo entender un poquito tu verdad, esa que cree y ama mi corazón” (Proslogio,1).
DE hw"ïhy> A TRINIDAD: EL CAMINO DE LA REVELACIÓN
Dios de promesa, el Dios de Abraham
Probablemente los patriarcas eran arameos trashumantes, seminómadas que iban y volvían conduciendo su rebaño entre las tierras de pastos invernales y estivales. En tiempo de lluvia (invierno y primavera) podían mantenerse en sus lugares de la estepa transjordana. Al acercarse el verano, estaban agotadas las reservas de la estepa, cruzaban el Jordán y se acercaban a la tierra cultivada, llevando sus ovejas y sus cabras a los campos del Canaán (de Palestina) donde ya se había recogido la cosecha. Consumían de esa forma los rastrojos y abonaban la tierra para nueva sementera. Este sistema de trashumancia, con la simbiosis entre agricultores sedentarios y pastores seminómadas, ha sido normal hasta hace poco en diversos países de la cuenca mediterránea (especialmente España).
Los agricultores sedentarios, dueños de la tierra, habitaban en ciudades de estructura militarizada, bajo el mando de reyes sacerdotes. Así vinculaban poder y religión. Su dios pertenecía a la categoría de los baales: signo de la tierra y la cosecha (vida, sexo) que madura cada año.
Los pastores trashumantes, divididos en familias o tribus, venían cada año de la estepa y pactaban con los sedentarios. Estos adoraban al Dios de la familia (de Abraham, de Isaac y de Jacob). Este dios de la familia no se hallaba en principio vinculado con la tierra, no era un dios de santuario, ni garante de los ciclos de la vida, sino que se encontraba estrechamente vinculado a un pueblo caminante, al que guiaba y protegía en su itinerario de trashumancia.
Pues bien, en un momento dado, los pastores trashumantes empezaron a quedarse en Palestina, volviéndose dueños de la tierra donde antes apenas iban por temporadas, y esto produjo grandes consecuencias, pues, por un lado los antiguos nómadas debieron unirse entre sí para defenderse del sistema cananeo y vivir sin sujeción a los reyes sacerdotes de Canaán; por otro lado, su Dios les promete esa tierra de Canaán. Así, el Dios de la familia se transforma en el Dios de la promesa de la tierra, Señor que les dirige hacia un futuro de libertad en Palestina.
De Elohim a hwhy
Los israelitas pensaban que Dios pertenece a la experiencia universal de las religiones (a la sacralidad cósmica), por eso pueden llamarle elohim, lo divino. Pero saben también que su Dios tiene un nombre especial, que sólo ellos conocen: es Yahvé, el “yo soy” liberador.
En Exodo 2-4 Dios se define Yahvé, añadiendo que ha venido a liberar a los oprimidos. Ese nombre configura la experiencia y teología de cristianos y judíos.
El contexto es conocido: Moisés, hebreo de cultura egipcia, ha tenido que exiliarse a Madián, en las fronteras del desierto, donde pastorea el rebaño de Jetró, su suegro sacerdote. Ha dejado a sus hermanos cautivos en Egipto. El amor de Dios y el recuerdo de su pueblo, le lleva a la montaña de Dios que es Horeb (Sinaí), lugar sagrado de las tribus del entorno. Está solo ante Dios, en la inmensidad del desierto, con el dolor de su pueblo cautivo. Pronto no es sólo Moisés quien padece. De un modo superior padece Dios. Así viene a desvelarse en toda fuerza, de manera clara y sorprendente en la zarza de fuego (Exodo 2, 23-25)
Dios se llama aquí Elohim, ser divino que rige el cosmos y la historia. Pero viene a presentarse de un modo especial como el que escucha, mira, se acuerda y conoce los sufrimientos de su pueblo. Está será para siempre su marca: se vincula a los humanos oprimidos.
Este Dios universal aparece luego como Ángel (enviado o presencia) de Yahve. En la zarza de fuego, el mismo elohim cósmico se identifica con el Dios especial israelita: es como llama de fuego en una zarza que no se consume, para arder en celo de amor y liberar a los oprimidos de su pueblo.
Exodo 3, 4-10 representa un gran avance en la revelación de Dios. Todo empieza en forma de diálogo. Moisés ha buscado al Dios del fuego y le sale al encuentro el Dios de la historia. Ese Dios está vinculado al lugar santo de las santas tradiciones de los pueblos y de un modo especial a las tradiciones de los patriarcas, recordadas al principio de la historia. Sólo en el acontecimiento de la zarza aparece el verdadero rostro y figura de Dios, al identificarse como aquel que mira, siente, desciende y envía. Estamos ante una preciosa historia de humanización de Dios que mira y escucha desde arriba, para descender y comprometerse con su pueblo, en un camino de liberación, que se realiza por medio de Moisés.
La Biblia israelita ha descubierto y expresado el sentido del nombre supremo (Yahvé) en el más hermoso de los diálogos teológicos. No ha construido un tratado de teología, no ha expuesto una demostración. Ha hecho algo más hondo: ha tejido un relato. Dios y Moisés hablan. En su diálogo, desde el Dios que actúa como liberador, emerge el misterio de su nombre (Exodo 3,11-15). Moisés debe sentir dificultad. Dios le pide que abandone familia y vida antigua y se enfrente al faraón para liberar a aquellos que antes rechazaron su arbitraje. Es normal que le cueste y diga: ¿Quién soy yo? Así pregunta el humano que se mira pequeño y poco preparado. Pero Dios le responde: Yo estaré o seré contigo, en una palabra que expresa de manera enfática su presencia activa en el nuevo itinerario. Estamos en el centro de la gran teofanía del Dios que, diciendo seré-estaré contigo (´ehyh hyha), expresa su nombre más profundo, que más adelante se concretará afirmándolo como nombre propio hwhy
Este Dios hecho presencia ofrece su signo a Moisés: ¡y cuando saques al pueblo de Egipto adoraréis a Elohim en este monte! (3,12). Moisés ha descubierto a Dios, le ha visto en el fuego de la zarza. Luego han de verle, haciendo el mismo itinerario, todos los oprimidos. La experiencia de Moisés ha de asumirla todo el pueblo Israelita.
En este contexto se sitúa la pregunta de Moisés (Ex. 3,13). Elohim le ha dicho: yo estaré, anticipando su nombre, pero Moisés no ha entendido todavía. Necesita más señales, una concreción de la presencia, un Nombre que pueda presentar a los hijos de Israel. Sólo ahora Elohim se revela plenamente a Moisés, diciéndole su nombre para el pueblo (Ex 3, 14-15): Yahvé. El mismo verbo ´ehyeh, hyha : yo soy, estoy presente, se hace nombre personal, Yahvé, hwhy, definiendo para siempre el sentido y novedad del Dios de la experiencia israelita. El Dios de los padres se revela plenamente como aquel que sostiene y envía a Moisés, liberando a su pueblo. Sólo en cuanto llama y ayuda, asiste y libera, Elohim de los padres se vuelve Yahvé, Dios del pueblo.
Unión de dos tradiciones
Unos y otros, patriarcas nómadas y liberados de Egipto, han formado un pueblo. ¿cómo? La respuesta sólo puede formularse de manera religiosa, en clave de celebración de gozo y canto: reunidos en los viejos santuarios vinculados al recuerdo de los padres, los israelitas liberados alaban a Dios por la gracia de la tierra. Si la tienen y cultivan es porque el mismo Dios la había prometido en otro tiempo a los patriarcas. El mismo Dios de Abraham, siendo guía de esa familia, se ha vuelto Dios de la tierra palestina, como testifica el bello texto de Gén 15, 7 ss).
El texto es complejo, pues alarga los caminos de Abraham y le presenta saliendo de Caldea (como los hebreos que salieron de Egipto). Pero ya no es un sencillo cautivo o trashumante, sino un viejo caldeo que dejó su tierra para avanzar por los caminos de Dios. Esta experiencia de Abraham que sale de su tierra para buscar un nuevo itinerario de esperanza, constituye el punto de partida de la fe israelita y cristiana.
El Dios que habla es Yahvé, Señor de los hebreos liberados, Dios de todos los cautivos. Le escucha Abraham y marcha. El signo para Abraham será una descendencia y una tierra. Esa promesa se vincula a la memoria pacífica de los viejos clanes trashumantes, Dios ayuda sin guerra a los trashumantes, haciéndoles crecer y apoderarse de la tierra; pero hay otra tradición que se encuentra formulada en clave de conquista guerrera (Dt 7; 20, 11-18) y transmitida, al parecer por los hebreos liberados de Egipto. Por esta razón Dios aparece a veces como un violento guerrero (Ex 23,20-24). Ambas tradiciones pueden tomarse como propias de dos grupos: unos sienten que Dios les ayuda en camino de paz; otros le descubren en la guerra. Pero ambos se han unido, entendiendo a Dios como palabra y experiencia de promesa.
De todos modos, la mediación guerrera ha sido menos importante y el Dios israelita ha podido desvelarse a los profetas como Señor y Amigo que dirige a los humanos a un futuro de reconciliación final, en camino de paz.
Entre los grupos fundantes de la liga de Israel resulta primordial el signo de la Alianza: pacto social y teológico. Antes de ese pacto había en Palestina una situación de lucha mutua, controlada por el poder de las ciudades cananeas, orgullosas de su fuerza. Pues bien, en contra de ellas los hebreos han querido construir un pacto de humanos libres. Estos no abandonan sus poderes en manos del rey o del estado, sino que se vinculan, para mantener su independencia y ayudarse en los problemas y tareas de la vida. El Dios de la Alianza no es la fuerza impositiva del sistema, sino que se revela más bien como garante y fundador de la libertad del pueblo al que ofrece nacimiento y esperanza de futuro. De esta forma se define como pacto: los humanos pueden construir una alianza de paz, entre iguales, porque Dios mismo es alianza (Ex 19-24; 32-34 y Josué 24). Cuando esta unión ya estaba conseguida y el pueblo se encontraba estructurado en términos sociales y sacrales, los hebreos liberados de la liga israelita asumieron en su alianza sagrada a diferentes grupos de habitantes palestinos, que pasaron de esa forma del régimen antiguo de ciudades muy centralizadas a la nueva formación de tribus libres. Es evidente que surgieron rupturas y divisiones.
La vieja federación de israelitas libres cesó, nació un estado militar, centralizado como los estados del entorno (siglo X a.C con David y Salomón). Más tarde, tras las duras experiencias del exilio (siglo V a.C), los judíos vinieron a formar un estado sacral, en torno a la ciudad-templo de Jerusalén. Pero la experiencia primera de la libertad fundada en el pacto de Dios siguió latente en el pueblo. Desde aquel antiguo fondo han evocado los autores de la tradición deuteronómica una Alianza como aquella que se suele llamar “pacto de Siquem” (Josué 24, 14-18).
Las grandes crisis hacen avanzar en la revelación de Dios
En un momento dado las respuestas anteriores del Dios de la alianza que prometía un futuro con una tierra y una descendencia acaban siendo insuficientes, como han visto los mismos judíos, entrando en crisis profunda de Dios. Es crisis de madurez, vinculada al exilio (el cautiverio no cesa) y a la misma condición de la existencia.
En la prueba de la vida hallamos a Job, hombre de todas las desgracias. Sufre en plano externo, pero sobre todo le tortura la falta de justicia: le han colocado en el mundo sin permiso y quiere saber por qué y de qué manera. Por eso grita y protesta. Quizás en otro tiempo bastaba el consuelo del pueblo. Pero Job no tiene pueblo o, mejor dicho, tiene el pueblo en contra, pues los sabios vienen y le acusan, en nombre del Dios del sistema.
Esa soledad se hace pregunta. Le dijeron que hay un Dios que es la bondad, que protege al oprimido, que es amigo de los pobres y los salva. Sin embargo su experiencia le ha llevado por caminos diferentes: el poder original que llaman Dios se vuelve adverso, como un destino que se ríe, se alegra de destruir a los humanos, sin contar con los derechos o valores de los pobres. Los sabios judíos aumentan su dolor al afirmar que este es resultado de su pecado. Job se mira y no lo acepta: sabe que en el fondo no es malvado.
El creyente de Israel, escritor del libro de Job, partiendo de las buenas tradiciones del Exodo y la Alianza, no puede responder a las preguntas de Job con argumentos viejos. Por eso ha colocado en el principio de la historia, ante la corte de Dios a un personaje maléfico: Satán. Pero lo extraño no es que el tentador venga ante Dios, sino que el mismo Dios caiga en tentación. Dios aparece en los relatos como Señor oriental muy poderoso, benévolo en el fondo, aunque también desconfiado. Está orgulloso de Job, siervo justo que siempre le obedece (1,8). Sin embargo no tiene inconveniente en someterle a la prueba, porque así Satán lo ha deseado (1, 9ss). Esto significa que la imagen de Dios no se halla clara. En un momento dado cumple, o puede cumplir funciones perversas que resultan satánicas.
Pues bien, el Job del poema (3-31) se descubre manejado por el rostro satánico de Dios. Siente que le traen y le llevan, le utilizan y destruyen. Su justicia no puede resistirlo y por eso, desde el fondo de su angustia, eleva un grito de protesta. El libro de Job se convierte en una especia de proceso de purificación del concepto y realidad de Dios. Job recorre un itinerario de Dios que le lleva desde la violencia y dureza del mundo hasta una meta de reconciliación gratuita con la vida.
Job no acepta la respuesta de los sistemas, pero tampoco quiere resignarse a la ignorancia o relativismo. Rechazando a los sabios del sistema religioso, Job se eleva ante nosotros como sufriente universal: un pobre que pregunta en nombre de todos los pobres. De esa forma apela ante Dios, llevando en sus espaldas el dolor de los dolores de la historia. Necesita entender y por eso eleva su causa. Por eso pregunta. Sabe que la verdad que está buscando es dialogal y por eso quiere, necesita escuchar una respuesta (31,35).
Job apela porque sabe o al menos presiente, que hay sentido y palabra de amor más allá de los duros sistemas de egoísmo de la tierra . Su mismo dolor se hace pregunta. Hay un sufrimiento que destruye y embota la mente. Pero hay otro que la dilata y nos hace capaces de abrir las ventanas del alma por eso Job apela (19,23-27).
Todos desearíamos una respuesta aplastante, que Dios venga y que pruebe por sí mismo su existencia. Pero el libro de Job sabe que esa respuesta no existe. Desde aquí han de entenderse sus respuestas:
En un primer nivel parece que todo sigue como estaba. Ciertamente Dios se muestra en torbellino, diciendo desde el viento y fuego una palabra (Job 38-41) que no resuelve nada a nivel de lógica del mundo. Ciertamente Dios desvela su potencia misteriosa y fuerte planteando a Job preguntas que ningún humano puede responder: Pero el rebelde Job no espera esas preguntas: conoce ya la fuerza de Dios, busca su justicia. Y a ese plano todo sigue como estaba.
Sin embargo a otro nivel, todo ha cambiado, como indica sabiamente el epílogo del libro (42, 7-17). Al principio parece decepcionante: Da la impresión de que Dios ha olvidado las preguntas que Job le ha planteado, limitándose de nuevo a premiarle sobre el mundo, pero dejando a los demás sufrientes como estaban. Pero luego descubrimos que todas las cosas son distintas, una vez que Job ha planteado las cuestiones. Desde ese fondo han de entenderse sus tres conclusiones:
Dios se muestra en torbellino y avala con sus grandes cuestiones de misterio cósmico el valor de las cuestiones humanas de Job. Desde su más alta grandeza, este Dios de la teofanía no destruye las preguntas de Job como sí pretendieron hacer sus amigos sabios.
Dios no se revela para cambiar a Job, sino para cambiar a los sabios del sistema. Los declara culpables, pero le pide a Job que ofrezca por ellos un sacrificio, en gesto de perdón y expiación por sus pecados.
La palabra de Dios, expresada a través de la conversión de los sabios y la intercesión de Job, suscita un cambio esencial en los participantes del drama. Ahora y solo ahora, vienen familiares y compañeros de Job a ofrecerle su solidaridad, comiendo con él y dándole de nuevo el poder sobre sus vidas. Así lo reconocen como “redentor” o rey sobre sus vidas.
Después de todos los sufrimientos Job llegará a una conclusión: “antes te conocía de oídas, ahora te han visto mis ojos” (42,5).
de ba' (padre simbólico de Israel) al Abba de Jesucristo
Los judíos y la idea de paternidad divina
La mayor parte de las religiones antiguas empleaban imágenes familiares para hablar de Dios y así le presentan como madre y como padre. Esos símbolos se han expresado a través de los diversos pueblos de la tierra, en múltiples variantes y combinaciones: En Grecia encontramos un patriarcalismo familiar y dinástico de tipo masculino (centrado en Zeus y sus dioses olímpicos), donde sigue fluyendo la figura de la diosa tierra (Demeter-Madre); figuras semejantes aparecen en las religiones de Egipto, Mesopotamia y Siria-Palestina, con sus imágenes paternas o masculinas (El, Baal) y maternas o femeninas (Ashera, Anat). El hecho de que Dios se conciba como padre o como madre, pertenece a los principios de nuestra cultura y no puede tomarse como el signo distintivo del cristianismo.
Ahora bien, tanto la visión materna como la paterna de Dios entraron en crisis entre los siglos VII y V a.C. en las grandes culturas de China y la India, de Persia, Israel y Grecia. Ha seguido predominando en ellas el patriarcalismo, de manera que Dios o lo Divino ha recibido rasgos masculinos. Pero estrictamente hablando “El” ha dejado de ser padre para convertirse en Ser fundante (helenismo), interioridad abarcadora (brahmanismo hindú), silencio nirvánico (budismo) o Tao universal (China).
Es del fondo de esa crisis desde donde se debe destacar la novedad israelita, con su visión personal y trascendente de Dios, que no aparece ya como padre, sino como Yahvé. Se sabe por vestigios arqueológicos que los israelitas anteriores al exilio seguían venerando al padre sacral y a la madre divina: la misma Biblia hebrea incluye evocaciones y figuras de este tipo. Sin embargo, en línea oficial, los israelitas superaron esa visión sexual y familiar de la religión, presentando a Dios como Yahvé, Aquél que está presente y actúa de un modo liberador. Yahvé no es ni padre ni madre, aunque se vincule a rasgos masculinos.
Los judíos, por lo menos desde el I a.C al sacralizar el nombre Yahvé, han resaltado de tal modo la experiencia de su poder y lejanía que no pueden ya entenderle como padre. De esa forma mantienen el rechazo original contra los dioses de la generación vital y la naturaleza. Ciertamente ellos saben que se puede aplicar y han aplicado a Dios el símbolo paterno, en formas espirituales, como metáfora de poder y cariño, sin embargo en su experiencia original, prescinden de ese símbolo familiar.
Jesús, revelador de la Paternidad de Dios
Los cristianos hemos superado por medio de Jesús esa reserva judía y llamamos a Dios Padre, aunque no podemos olvidar que en el fondo de este mismo nombre sigue estando la experiencia de Moisés y su Dios liberador. Seguimos de esa forma fieles a la experiencia de la trascendencia radical: al manifestarse como Padre de Jesús, Dios no niega su nombre de Yahvé, sino que lo explicita llevándolo a su plena manifestación. Dios sigue siendo el Yahvé de Israel al revelarse como Padre (no patriarcalista ni matriarcalista, sino personal) de todos los humanos.
Como israelita fiel a la memoria y promesas de su pueblo, Jesús ha dialogado con el Dios desconocido (Yahvé) a quien conoce por su propia experiencia amorosa y filial, misericordiosa y salvadora, de modo que se atreve a presentarle como Padre propio (siendo a la vez Padre de todos los hombres). De esta forma se ha entregado en sus manos de amor fuerte, descubriéndole al mismo tiempo como Padre y/o Madre. Así supera y recrea los viejos simbolismos de la historia y la familia humana.
Jesús conoce y predica a un Dios que siendo lejano (trascendente) se muestra a la vez muy cercano: es principio creador; Padre-Madre fuente de cariño, gracia en que se arraiga toda vida. De su fuente nacemos, en su amor crecemos, en su plenitud culminamos. Algunos le llaman el Lejano, otros le toman como puro signo filosófico; Jesús le ha visto y proclamado como Aquél que está viniendo ya, en amor a nuestra vida. Tal es su noticia: el milagro de la vida que brota de la gracia, la fuerza original del Evangelio. Dios es más que orden legal, más que la fuerza escatológica o guerrera de algunos militares o profetas judíos. El es ante todo gracia: su amor nos fundamenta, su Vida sostiene nuestra vida; creer en Él implica cultivar el gozo, alegría, salud y esperanza de lo humano.
Descansar en el seno de Dios, sabiendo que ni un solo cabello de nuestra cabeza se pierde sin que él lo sepa y considere (Mt 10,29): ésta es la raíz teológica del evangelio. Así podemos como niños confiar, seguir naciendo y viviendo y muriendo, en amor y esperanza radicales, pues Dios nos da su reino (Mc 9, 33-37). El mundo no es lugar donde domina el diablo, ni la historia un camino donde sólo brota y crece el mal de muerte, calculando sus horas y momentos. Mundo e historia son casa de Dios Padre, hogar donde es posible nacer, crecer y morir en confianza amorosa.
Ese amor fontal del Padre permite cumplir su voluntad. Dios se define como Aquél que amando nos capacita para amar en gratuidad y realizarnos así como personas, cumpliendo su voluntad (Como reza el Padrenuestro). El humano sólo puede amar porque es amado; por descubrirse agraciado puede hacerse gratuidad; porque es perdonado puede perdonar. Dios en cambio, puede amar en gratuidad y perdón, porque es desde sí mismo Padre-Madre, fuente original de vida y gracia.
De esa forma el mismo amor del Padre se traduce para los humanos como exigencia amorosa de creatividad. Pues amando gratuitamente capacita a Jesús y a los humanos para responderle en actitud de gracia. La misma fe en el Padre es principio de creatividad: creer en Dios significa recibir su gracia y responderle en amor, entregando la vida en amor por los otros. Así lo hizo Jesús hasta la muerte y por eso es perfecto revelador del Padre.
Jesús pudo presentar así a Dios, porque Él mismo, en una actitud sin precedentes en el judaísmo, trató y llamó a Dios como su “Abba” (Mc 14,46). El término representaba la manera familiar e íntima con la que un niño judío se dirigía a su propio padre terreno: “papá”. Jesús, por tanto, habló con Dios de esta manera íntima, y la novedad que aporta al dirigirse a Dios de esta manera fue tan grande que el término arameo original se mantuvo en la tradición evangélica. Esta expresión transmite la intimidad sin precedentes de la relación de Jesús con Dios, su Padre, así como la conciencia de una singular cercanía que pedía ser expresada en un lenguaje inaudito. Aunque, tomado en sí mismo y aisladamente, el término no bastaría para dar cuenta suficiente y teológicamente de una filiación divina natural, sin embargo testimonia, más allá de toda duda, que la conciencia de Jesús era esencialmente filial. Jesús era consciente de ser el Hijo. Una tal afirmación nos lleva a un avance inmenso en la revelación de Dios: aunque Jesús quiso en toda su obra manifestar el verdadero ser del Padre, manifestó también su propio ser, el de Hijo de Dios de una manera muy particular y eso será lo que tratemos a continuación.
Jesús: de Siervo a Señor, de Señor a preexistente, de preexistente a Hijo de Dios
De Jesús Mesías a Señor
Las afirmaciones esenciales del discurso de Pedro en el día de Pentecostés (Hch 2, 22-36) contiene los elementos del kerigma apostólico. Lucas lo presenta no sólo como la primera predicación cristiana, sino que además parece proponerlo como paradigmático del modo en que el misterio de Jesús era proclamado a los judíos en los primeros días de la iglesia apostólica. Ese mensaje se centra en la resurrección y glorificación de Jesús por obra del Padre. Su exaltación es una acción de Dios sobre Jesús en favor nuestro. Es Dios quien resucita a Jesús de entre los muertos, quien lo glorifica y exalta, quien lo constituye Señor y Cristo, Cabeza y Salvador. Una tal resurrección es para Jesús la inauguración de una condición totalmente nueva. Entra en el final de los tiempos y en el mundo de Dios. Jesús ha entrado en la gloria final. Nótese bien que todavía no hay madurez de revelación suficiente para decir que retorna a la gloria que tenía junto a Dios antes de su vida terrena.
De Señor a Hijo desde el Bautismo
La conciencia del Señorío de Jesús fue progresivamente arrojando luz sobre todo el pasado de la vida de Jesús. Pero todo esto tiene lugar en varias etapas: el nacimiento virginal afirma claramente que Jesús viene de Dios y los acontecimientos del Bautismo y la Transfiguración muestran claramente el ser de Hijo que posee Jesús. Veamos a manera de ejemplo el texto del Bautismo según lo relata San Marcos 1,9-11, que si bien habla de la filiación de Jesús está todavía lejos de la divina preexistencia.
Este es un pasaje que debemos leer al trasluz, relacionándolo con la vocación de Moisés, donde Dios aparecía como el Yo soy para los israelitas oprimidos; aquí aparece el Padre que dice a Jesús Tú eres presentando y revelando así por él su hondura divina. De esta forma se identifican revelación de Dios Padre y de Jesús.
Y sucedió... que fue bautizado por Juan en el Jordán (Mc 1,9). Nada se dice de la vida anterior de Jesús, de su origen humano o pasado. Todo eso queda en silencio. Este es su origen verdadero: viene Jesús con los humanos penitentes y asume el rito de Juan, introduciéndose en el agua de purificación y profecía (río que lleva a la tierra prometida) para descubrir y recibir su verdad desde el cielo (voz del Padre que le engendra).
Vio los cielos rasgados (1, 10b): Hasta ahora estaban lejos: Dios arriba, como cielo incognoscible, encerrado en su Yo soy de salvación enigmática y ley; los humanos abajo, divididos en sus luchas y purificaciones sacrales. La experiencia de la zarza ardiente y la voz de Yahvé fue insuficiente para unir cielo con tierra, Dios y los humanos. Conforme a la visión normal judía de aquel tiempo, Dios estaba separado de la tierra. Pues bien, con este acontecimiento se unen cielo y tierra: han cesado las antiguas divisiones, se han roto las distancias; Dios es Padre y Cielo para los humanos.
Y vio al Espíritu bajando como una paloma sobre él (1, 10c): como antaño sobre el agua del gran caos, para suscitar el mundo, desciende ahora el Espíritu sobre Jesús, haciéndole Ungido y cumpliendo la palabra de Juan: Vendrá el Más Fuerte y os bautizará en Espíritu Santo (1,8). Jesús aparece como portador del Espíritu en persona.
Escuchó una voz que decía: ¡Tu eres mi Hijo querido, en ti me he complacido!(1, 11b): Al decir esto Dios se define como Padre (en su más honda verdad, en su misterio más profundo) y manifiesta a Jesús como Hijo. Más allá del silencio de Dios, el evangelio nos conduce al misterio original de Dios Padre que se revela a sí mismo diciendo a Jesús estas palabras y ofreciendo así sentido y fundamento de todo lo que existe.
Destaca en este texto que la primera palabra del Cielo no es la autoafirmación ¡Yo soy! Sino la afirmación engendradora del Dios Padre, que sale de sí y suscita al otro, diciéndole ¡Tú eres! Al agregar la expresión Mi Hijo, es como si dijera eres mío, lo más íntimo de mi, aunque seas Tú mismo. Este Hijo no era o existía de manera independiente, sino que ha brotado de la misma relación (generación) del Padre que le hace ser diciendo “Tu eres”. Esta es la palabra que Marcos ha puesto al principio de su texto como esencia y base de todo su evangelio: Jesús se abre a la voz del cielo que le llama y escucha la Palabra que le engendra haciéndole Hijo. Todo su ser lo ha recibido del Padre.
De Hijo a Unigénito de Dios preexistente
Un claro ejemplo de este altísimo desarrrollo se encuentra en el himno litúrgico citado por San Pablo en su carta a los Filipenses (2, 6-11). Jesús vino de Dios, en cuya gloria moraba antes de su vida humana, y, gracias a la resurrección, volvió a él con su existencia humana glorificada. La vida humana y la muerte de Jesús en la cruz se ve como “abajamiento”, como renuncia libre a una condición que poseía por derecho propio.
Todo este recorrido conduce a la teología sobre Jesús a su clímax. Encuentra su máxima expresión en el prólogo del Evangelio de San Juan (1,1-18). Aquí se aplica al Hijo preexistente el concepto de Verbo (dabar) de Dios, tomándolo de la literatura sapiencial del Antiguo Testamento. Dios, el Padre (ho Theos), se distingue del Verbo que es Theos. “Y el Verbo se hizo carne” expresa la existencia personal humana del Verbo. A pesar de la debilidad de la carne, la gloria de Dios, según Juan, brilla a través de la existencia humana de Jesús, desde sus comienzos, la manifestación de su gloria no se aplaza, como para Pablo, al tiempo de su resurrección y exaltación. Jesucristo, el Verbo hecho carne, es el unigénito “Hijo de Dios”. Por eso su ser eternamente engendrado por el Padre queda expresado de manera distinta que el título funcional de primogénito de entre los muertos, atribuido a Jesús en su resurrección.
Con el prólogo, pues, se ha alcanzado una altura que se mantendrá inalcanzable. Hemos cerrado un círculo completo desde la condición divina del Resucitado al misterio de la comunión eterna del Hijo con el Padre.
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De viento a fuerza vital
El Espíritu de Dios es ante todo acción, una manifestación de su vida racional y de sus sentimientos.
Los autores inspirados saben que Yahvé tiene un espíritu que obra (Gén., 1, 2). Espíritu que infunde en el hombre, soplo de vida que le hace semejante a Dios (Gén., 2, 7). Mas, cuando le place, se lo retira (Gén. 6, 3). Al Espíritu de Dios se atribuyen fenómenos misteriosos superiores a las fuerzas humanas: potencia para la guerra (Jueces, 3, 10; 6, 34; 11, 29); arrebatamiento por los aires (I Reyes, 18, 12; 2 Reyes, 2, 9; Hechos, 8, 39). El Espíritu de Yahvé inspira a los profetas (I Sam., 10, 10; Números, 24, 2; véase Hechos, 2, 4, y 7, 55).
El Espíritu de Dios habita también en el hombre. En la época de los grandes profetas, la acción del Espíritu no es ya sólo intermitente, pasajera, sino que se torna permanente; el Espíritu de Yahvé permanece en el hombre para moverle a obrar con toda justicia (Isaías,30, 1; véase 32, 15; I Sam., 16, 18). Sin el Espíritu de Yahvé, por el contrario, el espíritu del hombre está en delirio (Oseas, 9, 7).
Se comprende, era imposible que el Rey-Mesías no lo poseyese. Adviértesele, pues, reposar sobre él y gratificarle con sus dones (Isaías, 11, 1-ó). Mas, en los tiempos mesiánicos, se sabe que los corazones fieles serán santificados por él (Joel, 3, 1-5). Los Hechos de los Apóstales, 2, 16, anuncian la realización de esta profecía en el día de Pentecostés. Isaías vislumbraba que una paz perfecta distinguiría aquellos tiempos (11, 6-9), puesto que el Espíritu habitaría en el hombre. Ezequiel profetizaba que el Espíritu de Yahvé vendría a infundir en su pueblo un espíritu nuevo, que cambiaría su corazón y le haría obediente a las leyes de Yahvé (36, 23-26). Los Salmos 51, 12-13, y 104, 29-30, expresan el deseo, o simplemente describen esta misma actividad de Yahvé en el interior del hombre. La liturgia del IV miércoles de Cuaresma, en el día del gran escrutinio, cuando, en la Iglesia antigua, eran inscritos los nombres de los candidatos al Bautismo que les había de ser conferido en el curso de la gran vigilia pascual, sigue siendo bautismal. Y también la vigilia de Pentecostés.
Esos dos días litúrgicos continúan sirviéndose del gran texto de Ezequiel, para recordar así a los catecúmenos y cristianos de nuestro tiempo la santa renovación que el agua bautismal opera en su corazón. En el siguiente capítulo, el Espiritu de Yahvé viene a reanimar los huesos áridos (37, 1-10). Ezequiel anunciaba de esta forma la resurrección de Israel, pueblo de Dios, tras la cautividad del destierro.
Fulgurante, como se ve, es el papel del Espíritu de Yahvé. Pero, ¿qué es él mismo? Hay que responder, no una persona distinta de Dios, sino una fuerza, un poder creador o santificador que proviene de Él para ejecutar en este mundo las acciones que pretende llevar a cabo, particularmente cuando han de revestir carácter religioso. Era, desde luego, lo esencial para dar a los judíos el sentido de la actividad espiritual y santificadora de Yahvé. Era, añadámoslo—y esto vale para lo que precede—una preparación de los espíritus que un día serían movidos a reflexionar sobre el carácter personal del Espíritu de Dios, cuando Jesús hubiese venido para llevar a su perfección el depósito de las verdades reveladas. Por eso los «israelitas según el Espíritu», como llamará San Pablo a los no-fariseos, reconocerán en el Espíritu de los Hechos de los Apóstales a una persona. Hasta entonces no se trata más que de los altos hechos realizados por Dios, en el orden de la santidad sobre todo. Mas, sin sorpresa ninguna un día se podrá escuchar que el Espíritu Santo ha reposado sobre la Virgen en la Anunciación (Lucas, 1, 35) y entender por ello que han llegado los tiempos mesiánicos, ya que el Mesías y el Espíritu sobre Él están presentes, como Isaías lo había anunciado (7, 14, y 11, 2). Pentecostés será la efusión de ese mismo Espiritu sobre el pueblo mesiánico, como estaba escrito en Joel, 3, 1-5. (Véase Hechos, 2, 16.)
La Tradición posterior habría de precisar el carácter personal, así de la Sabiduría y la Palabra de Dios como del Espiritu.
El Espíritu en la revelación de los sinópticos
San Gregorio Nacianceno veía muy claro cuando nos aseguraba que la era que se inaugura con Pentecostés es la del Espíritu Santo, cuya manifestación se ilumina en la Iglesia. Nadie extrañará, pues, si aquí, también, en los Evangelios sinópticos y los Hechos, la revelación del Espíritu se sitúa en la prolongación del Antiguo Testamento. Fuerza que viene de Dios más que persona divina.
Correspondería a la Iglesia discernir su carácter personal. Juan Bautista, dice el ángel Gabriel, estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre (Lucas, 1, 15). Éste es el signo de su vocación profética, análoga a la de Jeremías (1, 5) y a la del Mesías (Isaías, 11, 1-5). En el mismo sentido Mateo 1, 18-20, y Lucas, 1, 35, atribuyen al Espíritu Santo el nacimiento virginal de Jesús. Mas, como para mejor acreditar la misión de Jesús, el Espíritu Santo está con él y le dirige a lo largo de toda su vida. Se posa sobre él en su Bautismo: Lucas, 3, 22. Le impulsa hacia el desierto: Lucas, IV, 1. Le conduce a Galilea: Lucas, 4, 14. Bajo su acción Jesús se estremece de gozo: Lucas, 10, 21. Por su virtud Jesús arroja a los demonios: Mal., 12, 28. Pero, a su vez, Jesús lo promete a los Apóstoles:
- sea de una forma enteramente general: Lucas, 24, 49; Hechos, 1, 5 y 8;
-sea para que los asista en funciones bien determinadas.
Así, les comunicará el espíritu de oportunidad, cuando sean acusados falsamente (Marcos, 13, 11). El Espíritu de Yahvé pasa a ser, por tanto, el Espíritu de Jesús: lo posee como suyo, sobre todo dispone de él.
Los Hechos de los Apostoles, libro admirable por el papel que en él desempeña el Espíritu, del cual se ha dicho que sería llamado más justamente Los Hechos del Espíritu Santo. Éste lo ocupa totalmente Jesús ha cumplido su palabra: ha venido el Espíritu, don del Señor glorificado (2, 33). Su nombre es «Espíritu», o «Espíritu Santos o «Espíritu del Señor» (5, 9; 8, 39) y una vez «el Espíritu de Jesús» (16, 7).
La venida del Espíritu Santo está vinculada con los ritos:
- del Bautismo: 1, 5, 2, 38; 11 15.
- de la imposición de manos: 8, 15-19; 19, 6.
Desciende sobre aquellos que han escuchado la palabra de los Apóstoles: 2, 4, 10, 44. Los efectos que produce en los fieles son extraordinarios, mas a veces temporales, para una misión o una función determinada: don de lenguas (2, 4, 11; 10, 46); de profecía (11, 28; 20, 22, 23); de sabiduría (6, 10); de intrepidez en el testimonio (4, 8, 31). Mas se sabe también que habita de modo permanente en ellos (6, 3; 11, 24), lo que no asombra si uno recuerda que ésa era ya una de sus prerrogativas en el Antiguo Testamento Ahora bien, este Espíritu Santo es también aquel mismo que Jesús poseía durante su vida (1, 2; 10, 38). Había sido guía de Jesús, según los Evangelios. Ahora pasa a serlo de los Apóstales: impulsa al diácono Felipe a ir a catequizar al etíope (8, 29); traza a Pedro una linea de conducta frente al pagano Cornelio (10, 19, y 11, 12); escoge a Bernabé y a Saulo como misioneros (XIII 2-4); les impide ir a Asia, para dirigirles hacia la Tróade (16, 6-8). Se sabe también que es Él quien ha inspirado las Escrituras. ¿Cómo iba a dejar de darles sentido? (1, 16; 2, 16; 4, 25; 7, 51). El Antiguo Testamento se ilumina, pues, gracias a Él. Pero, igualmente, lo mismo que Él había inspirado a sus autores, en adelante guiará también a los Apóstoles en el gobierno de la Iglesia y les hará infalibles. En el primer concilio celebrado en Jerusalén, les dicta las decisiones que deben tomar (15, 28). Fuerza activa, luz, guía de los jefes de la Iglesia, he aquí lo que es el Espíritu de los Hechos.
Pero hay todavía más. El Espíritu Santo es tratado también como una persona, sobre todo en el paralelo que se le hace sostener con Jesús. Al igual que Jesús envía a Ananías junto a Saulo para instruirse sobre la conducta que debe llevar (9, 10), así el Espíritu Santo envía a Pedro al lado de Cornelio (10, 19). Al igual que Jesús no había permitido a Pablo que permaneciese en Jerusalén, sino que le había enviado entre los paganos (9, 15), a su vez el Espíritu Santo, más tarde, le impedirá que vaya a Bitinia para enviarle a la Tróade (16, 7). En fin, el Espíritu Santo está también personificado cuando Pedro reprocha a Ananías por haber mentido al Espíritu Santo (5, 3, 9). Jesús mismo había declarado que la blasfemia contra el Espíritu Santo no tendría perdón (Mat., 12, 31).
La Iglesia no ha tenido la preocupación de olvidar esta enseñanza. Sabe que el guía que la ha dirigido en sus primeros pasos en medio de un mundo hostil y cerrado para Cristo, sigue siendo aún su luz y su defensor.
El Espíritu en la reflexión de San Pablo
Aquel a quien nosotros llamamos hoy la Tercera Persona de la Santísima Trinidad ocupa, en los escritos de San Pablo, menos lugar que el Hijo Señor; mas eso no disminuye su importancia. Es además de una manera práctica como nos habla San Pablo de ella. La misión del Espiritu Santo se resume en lo siguiente: lleva a los fieles la vida de Dios y de Cristo. Es el Espíritu santificador que obra personal y paralelamente al Padre y al Hijo, aunque de distinta manera. Tiene un papel tal y una actividad tan bien determinada, que se siente que no se trata ya de una acción divina, como aparentaba en el Antiguo Testamento sino que es una Persona, un ser a quien uno se refiere y que refiere los dones divinos. Veamos, mejor:
Los cristianos son purificados, santificados, justificardos «en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espiritu de nuestro Dios» (I Cor., 6, 11). La presentación trinitaria de ese versículo pone al Espiritu en el mismo plano que el Señor Jesús (léase
también Tito, 3, 6). El cuerpo del cristiano—eminente dignidad—es el Templo del Espiritu Santo (I Cor., 6, 19). Por esta sola consideración, San Pablo invitaba a los corintios a no cometer más el pecado de fornicación, que es el pecado contra el cuerpo, del cual es el Espíritu Santo huésped. Ese recuerdo valía ciertamente más que todas las exhortaciones morales a las que, ¡ay!, demasiado a menudo se nos ha habituado. Seguridad de que por la justicia, es decir, la vida de Dios, la paz y el gozo en el Espiritu Santo, se establece el Reino de Dios (Rom., 14, 17). El Espiritu Santo es el que derrama en nuestros corazones el amor de Dios (Rom. 5, 5). Y lo que corona el gozo del Padre es la oblación que se le hace de los paganos que el Espíritu santifica. Después que les ha sido anunciada la Palabra del Evangelio de Jesús (Rom., 15, 15-16). Compárese dicho texto con determinados relatos de los Hechos, como 10, 44-48.
Vivir en el Espíritu Santo, otra fórmula paulina. A menudo es paralela a esa que ya hemos citado: «en Cristo-Jesús». La «justificación», es decir, el paso del pecado a la vida de Dios, se opera o por Cristo (Gál., 2, 17), o por Cristo y el Espiritu Santo (I Cor., 6, 11). La santificación es dada en Cristo Jesús (I Corintios, 1, 2) o en el Espíritu Santo (Rom., 15, 16).
Pero, ¿no habrá contradicción en ello? ¡Que nadie se confunda! San Pablo emplea indiferentemente las expresiones «en Cristo» o «en el Espiritu» porque uno y otro nos santifican, bien que de forma diferente. ¿Habla de los hombres redimidos y salvados? El Cristo es entonces el que les ha merecido la santificación y salvación. La causa meritoria es Él. Vivir en Cristo quiere decir, en este caso, vivir de la gracia que nos ha procurado al redimirnos (I Cor., 6, 20) y que debe llevarnos a imitar su vida (Gál., 2, 19-20). Mas Cristo glorioso ha enviado al Espíritu Santo, que es su Espíritu (Rom., 8, 9). En la serie de las edades y en la Iglesia El es entonces el que nos comunica la divinización (I Car., 6, 11). Es, pues, cierto que el Espiritu nos trae los dones de Dios. Un hermoso texto ofrecido a la meditación de los corintios nos da la certidumbre de ello. La acción del Espíritu Santo es allí puesta en paralelo con la del Padre y del Hijo. Los tres concurren a nuestra salvación, pero cada uno a su manera (léase I Cor., 12, 4-11).
Se trata en ese pasaje de los «carismas» o favores espirituales extraordinarios, que hacían a ciertos cristianos de la comunidad capaces de hablar distintas lenguas, profetizar, hacer prodigios, etcétera. Sabíase que tales favores eran un don del Espiritu Santo.
Ahora bien, de esos dones o «carismas» nadie debe gloriarse, dice el Apóstol, pues «estas cosas obra un mismo y solo Espiritu, repartiendo en particular a cada uno según quiere» (versículo 11). Pues bien, esos dones no son sólo referidos al Espiritu Santo, sino también al Padre y al Hijo, aunque diversamente. Procediendo del Espíritu, son «carismas» o dones espirituales, lo que se posee en última instancia, una riqueza espiritual. Mas si esos dones se miran en relación con el Señor, son «ministerios», es decir, funciones por Cristo para que sirvan para la edificación de la Iglesia. En otras palabras, ya que la obra del Señor fue construir este edificio, y que éste fue su propio ministerio (I Cor., 8, 6; Efes., 4, 11-12; Col., 1, 18), los dones que nos hace su Espiritu confieren al cristiano un ministerio, que viene a prolongar el de Cristo. Por último, en relación con el Padre, esos dones son «energias» u operaciones que fructifican en la Iglesia. El Padre está, en efecto, en el origen de todas las cosas, es la fuente de la energía operatriz, el que obra todo en todos. La Trinidad de las Personas divinas se establece, pues, para San Pablo de acuerdo con el siguiente esquema:
—El Padre, origen de todo, fuente, operador, envia
—por el ministerio del Hijo, causa meritoria,
—al Espiritu Santo, distribuidor de los dones adquiridos.
Así, cada uno concurre en la edificación de la Iglesia, y de acuerdo con su propio papel, vivifica al cristiano, lo acredita para el apostolado.
El Espíritu en la reflexión de San Juan
Con igual título que el Hijo, el Espíritu Santo tiene, en San Juan, una actividad divina. Mas lo que el Hijo era para el Padre, el Espíritu Santo lo es para el Hijo. El Hijo ha glorificado al Padre (17, 4), el Espíritu Santo glorificará al Hijo (16, 14). El Hijo ha manifestado al Padre (17, 6), el Espíritu Santo manifestará al Hijo. En otras palabras, nos hará comprender la revelación que nos ha aportado (14, 26; 15, 26; 16, 14-15). El Hijo nada decía de sí mismo (7, 18), el Espíritu Santo tampoco (16, 13-15). Jesús era el «Defensor» o el «Abogado» de los Apóstoles (I Epís., 2, 1), el Espíritu Santo será «el otro Defensor»: reemplazará a Jesús cerca de ellos (14, 16, 26). Por último, el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Ahora, cuando Jesús está resucitado y glorificado, Él le procura la Vida: «El último día de la fiesta, el gran día, Jesús, de pie, lanzó a plena voz: «¡Si alguien tiene sed, que venga a mí y que beba, el que creyere en mí! » según la expresión de la Escritura: de sus entrañas manarán ríos de agua viva. «Decía esto del Espíritu que debían recibir los que creerían en Él; pues no había aún Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (7, 37-39).
El Espíritu es, pues, el agua viva que mana del costado abierto de Jesús, dada a la Iglesia ahora que Jesús está glorificado. Esos versículos son los más sugestivos para orientar nuestras meditaciones hacia el don de Jesús a su Iglesia. Ya a la Samaritana lo había anunciado el Mesías bajo el símbolo del agua viva (4, 14). La teología sacramental bebe en ello uno de sus fundamentos más ricos para relacionar los ritos cristianos con el flanco abierto de Cristo, con el Señor glorificado y con el Espíritu fuente de agua viva.
La Gran Revelación Trinitaria
Los capitulas 14 a 16 de San Juan han atraído la atención de los exegetas, desde hace tiempo 36. Éstos hicieron notar que en la última conversación que Jesús tuvo con los suyos, el Maestro había llevado a su perfección la revelación del mensaje trinitario. San Gregorio Nacianceno observaba que hay, incluso en dichos capitulos, una progresión en el esclarecimiento de las tres personas.
Retendremos cuatro textos, en que esa progresión es más evidente y el papel de lastres personas está expresado de una forma más clara. «Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, para que esté con vosotros perpetuamente: el Espíritu de la Verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni conoce» (14, 16-17).
Jesús orará al Padre y, a sus súplicas, será enviado «el otro Intercesor», para morar permanentemente cabe los fieles, en su casa y en ellos. «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará todas las cosas que os dije yo» (14, 26). El Padre enviará al Espíritu Santo a causa de Jesús. El fin de esta misión es revelado: dar a conocer el mensaje de Jesús, hasta el momento ininteligible todavía para los Apóstoles. Esto es muy luminoso: querer descubrirlo todo en sólo las palabras de Jesús es vano. La verdad está toda en lo que El ha dicho, pero sólo como el río está en la fuente. Esta fuente necesita ser captada por la Iglesia en la que se convierte en un gran río, gracias al Espíritu prometido y enviado al efecto. Sin Él, las enseñanzas de Jesús serían letra muerta, sin desarrollos ulteriores ni fecundidad. Con Él el colegio Apostólico y, con toda evidencia, sus sucesores en la historia—pues la misión del Espíritu Santo no se limitó al tiempo en que se fundaba la Iglesia—gozan de lo que se llama hoy día el don de la infalibilidad en la interpretación de las palabras de Jesús.
En Juan, 15, 26, Jesús dice: «Cuando viniere el Paráclito que yo os enviaré de cabe el Padre, el Espiritu de verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí». Aquí, Jesús mismo es quien envía el Espiritu siempre con el fin de que testifique a su respecto, para que nosotros conociésemos y atestiguásemos a nuestra vez. Es evidente, también, una vez que el EspIritu nos haya dado a conocer al Hijo y nos haya introducido en su intimidad, que habrá conocimiento del Padre, dado que conocer al Hijo es saber al Padre (14, 9-10, y 17, 26). Cáptase el movimiento admirable del pensamiento: el Padre ha enviado al Hijo. El Hijo, una vez glorificado, ruega al Padre que envíe al Espíritu o también le envía Él mismo. El Espíritu viene, pues, del Padre por el Hijo. Pero, a su vez, el Espíritu nos pone en el conocimiento del Hijo, que es la vida de intimidad con El, de suerte que, introducidos en la cámara nupcial del Esposo, entramos finalmente en el conocimiento amoroso del Padre. Así nos remontamos a Él.
Jesús dijo, por último (16, 7-15), que la condición de la venida del Espíritu es su propia partida. Es necesario que vuelva al Padre para enviárnoslo. El Espíritu, dice también, nos introducirá en la verdad, haciendo conocer a su Iglesia y murmurando al corazón de los fieles todo lo que ha conocido en el seno de la Trinidad: lo que anunciará, de Él, de Jesús, lo habrá recibido.
Admirable discurso esta suprema conversación de Jesús con los suyos. Nos sumerge en las profundidades de Dios. San Juan nos dice las relaciones íntimas de las Tres Personas: el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre (Juan, 10, 30; 14, 11, 20), mas el Espíritu también está en ellos, ya que allí toma todo lo que nos anuncia (XVI, 15). Pero San Juan nos lleva a contemplar, también, los pasos de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, profundamente comprometidos en la historia de nuestra salvación: hacia nosotros se vuelven para vivificar nuestras almas. La Trinidad bienaventurada pasa a ser en ese mundo luz y santidad.
Es también ese mismo diseño del Dios Trinidad lo que evoca el último cuadro fulgurante del Apocalipsis, 22, 1. El ángel muestra a San Juan «un río de agua de vida, límpido como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero». Ese río es el Espíritu de santidad que viene del Padre y del Hijo. Es el agua viva que Jesús prometía a la samaritana, para que ella saciase su alma sedienta; es el agua misteriosa que Juan vió salir del costado abierto de Cristo en la Cruz. El Padre y el Hijo son su fuente.
La fe trinitaria en la Iglesia a través del tiempo
Los cristianos saben que Padre, Hijo y Espíritu Santo no pueden separarse, de manera que ellos forman un único misterio de gracia y adoración. Eso significa que en un primer momento, la Trinidad es un misterio total de los cristianos, es experiencia de absoluta trascendencia, de absoluta encarnación histórica y total inmanencia.
La confesión Trinitaria implica una experiencia totalmente nueva, no una pequeña variación n el esquema anterior del judaísmo: es una mutación absoluta y, por ella, iluminados por el recuerdo del Jesús histórico y la presencia de su Espíritu, los cristianos se han visto sorprendidos por la novedad de un Dios que siendo amor mutuo, puede encarnarse y se encarna en la historia de los hombres y mujeres de la tierra.
Esta nueva experiencia ha obligado a los cristianos a recorrer un fuerte camino conceptual. No eran filósofos profesionales, pero su misma fe les ha obligado a elaborar la más honda teología.
La Trinidad en el siglo II
LA VIDA DE LA IGLESIA
Inmediatamente después de los Apóstoles, los primeros cristianos siguieron conservando las tradiciones de ellos recibidas. La del Bautismo en el nombre de la Trinidad, por ejemplo, fue guardada siempre con gran celo. Así lo atestigua la Tradición Apostólica de San Hipólito (235/236) y de modo más claro en el testimonio de San Ireneo (ca 180) acerca de la recepción del Bautismo: he aquí lo que nos asegura la fe tal como los presbíteros, discípulos de los Apóstoles nos han transmitido. En primer lugar nos obliga a recordar que hemos recibido el Bautismo para la remisión de los pecados, en el nombre de Dios, el Padre, y en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios que se encarnó, murió y resucito, y en el Espíritu Santo de Dios... Porque los que han sido bautizados reciben el Espíritu de Dios que les da el Verbo, es decir, el Hijo, y el Hijo les toma y les ofrece a su Padre y el Padre les comunica la incorruptibilidad. Así pues, sin el Espíritu no se puede ver al Verbo de Dios, y sin el Hijo ninguno puede llegar al Padre, pues el conocimiento del Padre es el Hijo y el conocimiento del Hijo de Dios se obtiene por el Espíritu Santo (Demostr. 3 y 7).
Se supone en este texto una enseñanza en orden a aclarar cuál es la función de cada persona. Las tres realizan su obra en el bautizado, según corresponde a cada una. Se da una cierta dirección: el Espíritu conduce al Hijo; el Hijo al Padre.
Junto al Bautismo, la celebración de la Eucaristía tiene una gran importancia para la Iglesia de los primeros tiempos y para el desarrollo de la fe Trinitaria. San Justino nos da a conocer la estructura trinitaria de la Eucaristía cuando dice: Luego al que preside a los hermanos, se le ofrece pan y un vaso de agua y vino, y tomándolos él tributa alabanzas y gloria al Padre del universo por el nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo, y pronuncia una larga acción de gracias, por habernos concedido esos dones que de él nos vienen (I Apología 4,12-16).
Por otra parte, la conciencia de que en la Iglesia se encuentra la fuerza del Espíritu Santo y que ella es el Cuerpo de Cristo está muy arraigada, la Iglesia vive para Dios, como dice San Clemente de Roma: ¿O es que no tenemos un solo Dios y un solo Cristo y un solo Espíritu de gracia que fue derramado sobre nosotros? (I Carta de San Clemente, 46,6). Esta misma conciencia aparece en San Ignacio de Antioquía en Efesios 9,1.
LA REGLA DE LA FE
La fórmula Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo interpreta fielmente todo el evangelio y su presencia en el bautizado. Pronto esta fórmula se convertirá en eucarística: Gloria al padre y al Hijo y al Espíritu Santo y en fórmula que interpreta la vida del Cristiano En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; luego se convertirá en credo y por lo tanto en regla de la fe.
San justino es el primer filósofo cristiano que conoce esta regla de fe, la presenta y transmite. Se apoya en ella para demostrar a judíos y a paganos la verdad de la fe cristiana. Resalta en sus escritos la absoluta trascendencia del Padre y su presencia a través del Verbo, creador primero y encarnado después en Jesucristo. Para San Justino el Verbo siempre ha estado con Dios como fuerza inmanente. Ha estado ya en la creación y en la historia separado del Padre -no solo distinto del Padre, según el nombre, sino numéricamente otro, engendrado por voluntad y poder del Padre, pero no por escición o corte, como si se dividiera la substancia del padre- (Diálogo con Trifón 128-129), y finalmente se hace presente hecho carne en Jesucristo.
Atenágoras, con la “Legación en favor de los cristianos” (177), se basa en la misma regla de fe para defender el cristianismo ante los emperadores: Y nosotros, hombres.... que nos dirigimos por el solo deseo de conocer al Dios verdadero y al Verbo que de él viene -cuál sea la comunicación del Padre con el Hijo, qué cosa sea el Espíritu, cuál sea la unión de tan grandes realidades, cuál la distinción de los así unidos... que según Atenágoras se identifican según el poder y se diferencias según el orden (Legación 12. 24). El verdadero problema de la Trinidad inmanente está aquí bien visto. En otro lugar afirmará que el orden entre el Padre y el Hijo se relacionan con una procesión sin principio, a modo de inteligencia eterna; y referente al Espíritu se habla de una emanación de Dios, que vuelve a él como un rayo de sol (Cfr. Legación 10).
LA REFLEXIÓN DE SAN IRENEO DE LYON (Asia menor 177)
Frente a las doctrinas de los gnósticos, opone la verdad de la predicación apostólica. Se resalta desde el principio el acento en la unidad: unidad del Padre, unidad del Hijo y del Espíritu, unidad de la Iglesia, unidad de la fe y de la historia. Todo esto afrenta a los gnósticos en su centro.
Frente a la osada prepotencia de los gnósticos que investigan racionalmente las profundidades divinas, Ireneo permanece temeroso. No se arriesga a hacer conjeturas sobre el acto creador porque este conocimiento está reservado a Dios. No quiere investigar cómo el Hijo procede del Padre, porque de ello no habla la Escritura. No se debe aplicar en la Trinidad lo que se da en los hombres (Adv Haer. 11, 28,6). Es evidente que con esta opción Ireneo limita su trabajo al nivel económico de la Trinidad.
Dios es el único creador, la creación toda es buena; existe sin que en ella se dé lucha contra Dios, sino conducida por Dios a la perfección final. Lo más significativo en Ireneo es la interpretación trinitaria de la creación, conservación y perfección del mundo, y en especial del hombre. Dios crea, mantiene y conduce todo los creado por medio del Hijo y del Espíritu (Adv Haer IV Prol, 4.). San Ireneo afirma con toda claridad la existencia eterna del Hijo y del Espíritu Santo (Adv Haer II,30,9), así como su divinidad (Demost. 47) aunque no haga hincapié en su ser personal.
Donde la doctrina trinitaria de San Ireneo tiene más peso es cuando la historia de la salvación se centra en Jesucristo. Por el Espíritu se le da al hombre la posibilidad de recibir a Jesucristo, Jesucristo a su vez nos da la fuerza de recibir la fuerza total del Espíritu. Cristo, después de haber sufrido la muerte que reconcilia a los hombres continúa con la formación de la carne para que pueda, en a consumación final, acoger en su totalidad al Espíritu del Padre y entrar en comunión de vida con el Creador. Una vez que Cristo ha sido glorificado, por la infusión del Espíritu, la salvación del hombre puede realizarse.
ORIGENES (Alejandría 185-254/255)
Orígenes es el intérprete sin parangón de la Escritura y ve en ella anunciada la Trinidad. Sale al paso de los que separaban a Dios creador del Dios salvador, Padre de Jesucristo (marcionitas) y de los que pensaban a Dios en categorías materiales (antropomorfistas). Dios Padre es absolutamente incomprensible, de naturaleza intelectual, simple, invisible. El Padre es el que es la fuente de todo ser. Es uno y su naturaleza no tiene partes. Sin principio, es el principio de la vida y la divinidad. Es el único que es bueno en sentido propio. No es sujeto de pasiones; sin embargo el Padre mismo no es impasible, tiene la pasión del amor que es el origen de la redención: llora con el pecador, se alegra con su salvación. Es creador de todo, pero no del pecado y del mal. De él proviene todo bien o todo amor. Es la fuente de la caridad que se desborda de él en el Hijo, en el Espíritu y en los hombres.
En la misma Trinidad es el centro de la unidad y de la actividad. Genera al Hijo y produce al Espíritu. La generación del Hijo debe comprenderse sin representaciones naturales, libre, que procede de la inteligencia y voluntad del Padre. Pero Dios es incognoscible en sí mismo, es inefable, inconmensurable. Sólo se le conoce a partir de sus obras y, sobre todo, por el Hijo unigénito. La imagen que tiene Orígenes del Padre es impresionante y se acerca a ala que tiene el medioplatonismo. Solo el Padre es llamado el Dios, mientras el Hijo es Dios (Com. Jn II,1-2.12-18). Sólo el Padre es Dios por sí mismo, el Hijo es Dios (de Dios).
El Verbo es preexistente, pero no es hecho, sino nacido, cosa que no puede ser comprendida ni representada. El que no proceda de la naturaleza del Padre no quiere decir que no tenga su misma naturaleza, pues tiene su mismo poder y gloria. El Hijo no sale fuera del Padre como la creación, sino que permanece en él, incluso en la encarnación. El Padre y el Hijo tienen todo el común; son sujetos y objetos de un mismo amor. La generación del Hijo es eterna y continua; el Padre engendra al Hijo en todo momento; se identifica con la contemplación ininterrumpida de la profundidad del Padre que hace al Hijo Dios. El Padre comunica al Hijo constantemente su divinidad.
Se ha acusado a Orígenes de subordinacionismo, pero sin razón. En primer lugar, porque su subordinacionismo no tiene que ver con el que posteriormente va a afirmar Arrio. El subordinacionismo origeniano no implica ni una diferencia de naturaleza ni una desigualdad con el Padre. El Hijo es subordinado al Padre, pero igual a él.
La confesión del Espíritu Santo se le impone a Orígenes como parte de la regla de la fe. En sus escritos, el Espíritu está asociado al Padre y al Hijo de tal manera que posee con ellos la santidad substancial. Es un ser intelectual y existe con propia existencia, y no es creado. Orígenes asigna al Espíritu Santo el conocimiento de las profundidades de Dios y la santificación de los justos, en una dimensión más individual, sin olvidar claro está, la eclesial.
Siendo el Padre el único sin origen, el Espíritu ha de ser originado. Es el ser que procede del padre por medio del Hijo y por ello no puede ser llamado a su vez Hijo. Para subsistir individualmente, el Espíritu tienen necesidad del Hijo. Pero el Espíritu es ciertamente hipóstasis como el Padre y el Hijo.
No hay duda que Orígenes es totalmente ortodoxo en la fe trinitaria. Expresamente enseña que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se diferencian de toda criatura. Entre ellos se diferencian, son hipóstasis, no son fuerzas apersonales del Padre. Esta trinidad se ha manifestado plenamente en la Encarnación y en la infusión del Espíritu. En la Trinidad hay una clara jerarquía, el Padre es el principio, plenitud y origen de la divinidad. Pero también hay una profunda unidad que se sigue no sólo por tener la misma voluntad o realizar la misma acción, sino porque tienen la misma “ousia”.
LA TRINIDAD EN PELIGRO EN EL SIGLO III
¿Trinidad, símbolo o realidad?: ¿Bastaba que los doctores cristianos del siglo II hubiesen afirmado victoriosamente su fe y la de la Iglesia en las tres personas divinas y la hubiesen establecido con solidez en el alma de los fieles? Pensarlo sería caer en error acerca de las exigencias del espiritu humano. El hombre no sólo debe creer sino que pide además saber. Pues bien, en el siglo segundo se cree más que se sabe. Se vive la fe, más que explicársela. No hay que asombrarse, pues, si uno encuentra, acerca del Dios-Trino, explicaciones que no pudieron ser aceptadas por aquellos a quienes guiaba el verdadero sentido de la fe.
La herejía capital del siglo III ha tomado, en la historia de la teología, el nombre de modalismo, o también monarquianismo y sabelianismo. ¿Qué hay que entender por estos nombres? Los «modalistas» o «monarquianos» se mueven, en su prurito de explicarlo todo, por la voluntad de mantener cueste lo que cueste la unidad o «monarquía» divina. Y, al mismo tiempo, porque quieren hacer obra de buenos teólogos, se dedican a poner a salvo la divinidad de Jesucristo. Pero no lo consiguen más que proclamando que no hay distinción de persona entre el Padre y el Hijo, ni entre ellos y el Espíritu Santo. No existe más que un solo Dios a quien se llamó Padre en el Antiguo Testamento. Ese Dios-Padre se encarnó un día en la Virgen María, nació de ella y, por su nacimiento temporal, se convirtió en su propio hijo, el que es llamado «el Hijo de Dios». En la cruz, Dios-Padre, convertido en su propio Hijo, había, pues, sufrido. Los adversarios del error caracterizan a este error «monarquiano» con el nombre de «patripacianismo», esto es: herejía del Dios-Padre que ha sufrido.Por último, es también El quien ha resucitado. A menudo se limitaba a hablar sólo del Padre y del Hijo, pasando en silencio al Espíritu Santo. Por haberse el Padre manifestado como Hijo y, por tanto, se decía, bajo otro modo, el error se designaba también con el nombre de «modalismo». La conclusión era ésta: el Verbo no tiene existencia propia. Tertuliano se lo echará en cara a Práxeas: para ti, el Verbo es un yo no sé qué, un «flatus vocis», una palabra.
Los dos principales propagadores de esta herejía se llaman Práxeas, contra quien se midió Tertuliano, y Noeto, cuyo adversario fue Hipólito de Roma. Mas pronto vino a completar, si cabe decirlo así, la herejía, Sabelio. Este perfeccionará ese sistema unitarista. Pues imagina un Dios único, personal o «prosopón único» y que ha desempeñado en la historia papeles distintos. La única «persona», o prosópon divino, se manifestó de diversos modos (por tanto, se mantiene modelista): como legislador en el Antiguo Testamento: es el Padre; como redentor con Jesús: es el Hijo, como santificador en la Iglesia: es el Espíritu Santo. Gracias a su «prosópon» único de tres caras, Sabelio evitaba el «patripacianismo» y no clavaba al Padre en la cruz. Mas so pretexto de explicarla, destruía la Trinidad divina. Era necesario, decididamente, que a la fe se añadiese la ciencia, si no se quería consentir en la pérdida de la fe misma.
Tertuliano contra Práxeas: El gran doctor africano del siglo III, Tertuliano, nació hacía 150-160. Convertido en 195, cayó por desgracia en el montanismo18 en 206, y murió hacia 240-250. Entre 213 y 218 encuentra a Práxeas, a quien reprocha haber hecho una obra doblemente diabólica: al pasar en silencio al Espíritu Santo, ha desterrado todo poder profético en la Iglesia; en segundo lugar, ha crucificado al Padre.
El gran problema con el que debe enfrentarse nuestro doctor es el de dar cuenta de dos aspectos de Dios. Es necesario, no obstante la unidad divina, admitir una Trinidad real, la existencia real en Él de tres personas. Tal es su profesión de fe: al igual que Práxeas, cree en la monarquía (unidad) divina; contra él, sostiene que hay en Dios tres personas. Y he aquí lo que explica. Dios, eternamente, tiene en sí una «razón» (ratio), en la cual hay una «palabra» (sermo) que es su pensamiento y su sabiduría. Ahora bien, cuando Dios quiso crear, su Palabra o Verbo, que es su Hijo, fue proferida. Cuando Dios quiso redimir, ese Verbo vino a la Virgen y, nacido de ella, se llamó Jesu-Cristo. Mas, antes que apareciese el Hijo, Dios tenía su propio misterio eterno. Librémonos, dice Tertuliano, de las novedades de Práxeas.
Comprendemos, así, la vida divina: no hay más que un solo Dios, es decir, una única substancia divina; sin embargo, en el seno de su unidad se puede descubrir un misterio (que caería en la tentación de llamar «familiar»), que organiza la unidad en Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. No porque los tres sean tres por su esencia (status), sino que son tres según los grados o rango (gradus) según los que se les contempla (es decir, que están jerarquizados). No son tres por la substancia, sino tres debido a sus particularidades (forma); no tres por su poder, que es único, sino tres según sus relaciones (species) propias. Así, afirmamos un solo Dios, de una substancia única, de una única esencia y de un poder único, pero este Dios único es trino por el rango, las particularidades y los aspectos que se descubren en Él.
¿Se quiere bajar ahora a un análisis más pormenorizado de los diversos rangos que permiten distinguir «número» en Dios? ¿Se quiere examinar el orden en que nos aparecen el Padre, el Hijo y el Espíritu? Aquí Tertuliano nos descubre sus observaciones de africano. El tímido esbozo del Verbo descubierto en la razón divina es abandonado. El teólogo mira a su alrededor y la tierra de Africa se ofrece espontáneamente como signo de Dios. Ella le permitirá explicar los «grados» que jerarquizan las tres personas. El «misterio» familiar de Dios es dejado de lado. Lo enfoca ahora al modo de San Ireneo, como el Dios fuente de vida para nosotros. La primera persona es el Padre, manantial de todo; la segunda es el Hijo, agente de la gracia; la tercera es el Espíritu, el que viene a vivificar nuestras almas.
Las imágenes abundan, cantan y viven. He ahí ante todo la del fruto sabroso. Es el símbolo del Espíritu Santo; se coge en la rama (imagen del Hijo); pero nada sería ésta sin la raíz que la nutre, imagen del Padre, origen de toda vida. La raíz es el símbolo del Padre, la rama el del Hijo, y el fruto, el objeto del deseo, a causa del cual son cultivados con amor raíz y rama, es el símbolo del Espíritu Santo que nos es dado. El Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo. He aquí ahora, la realidad más africana de la fuente, del río y del canal de riego. Cuando se sabe lo que es la tierra tunecina desecada por el ardor del sol, estéril y árida cuando falta el agua, la comparación de Tertuliano adquiere fuerza de imagen, como antaño el versículo del salmista: «Dios, Dios mio eres; búscote con ansia. Mi espiritu de ti se halla sediento, y mi carne por ti vive anhelante, como tierra sin agua, árida y seca» (Salmo 63, 2).
El agua es la bendición de los países secos. Pero la fuente no es nada, ni el río, si no hay canales de riego que vengan a captar el agua bienhechora y a verterla en la tierra abrasada. La imagen del Padre es, pues, la fuente; el Hijo es el río que se origina en la fuente paterna; pero los canales de riego, he ahí el símbolo maravilloso del Espíritu dado a las almas. Postrera imagen, por último, africana también ella. Olvidemos los daños de los ardores excesivamente prolongados del estío. En primavera y otoño el sol es el dios fecundante, que reanima a la naturaleza adormecida en invierno, muerta después de la canícula
del verano. El agua ha llegado, pero sin el sol sería más perjudicial que útil. El Padre es aquí el sol. El rayo que proyecta es el Hijo. Mas el rayo, que el sol jamás deja de emitir, no es rayo vivificador para nosotros, a no ser que su aguda punta llegue a tocarnos y a calentarnos. Esa punta es el símbolo del Espíritu, que comunica calor y vida.
Tal era la refutación que Tertuliano levantaba contra la herejía de Práxeas. La Trinidad no destruye la unidad divina, decía, sino que más bien da razón de ella. La Trinidad es el misterio del único Dios. Lejos, pues, de manifestarse bajo tres modos diversos, está constituido por una especie de «economía familiar, que le muestra perfectamente organizado en sí mismo. ¿Se dirá que sus explicaciones son harto poco explícitas, que le falta aliento para profundizar en el misterio? Es verdad, mas no había llegado aún la hora de acudir a escrutar, como San Agustín lo hará, las profundidades de Dios. Y ¿será de lamentar que, por el contrario, nos haya hablado de Dios y de las tres divinas personas con esas imágenes que cantan y viven? Reprochárselo seria inculpar, al mismo tiempo, a San Pablo y San Juan, que por su parte habían considerado al Espíritu Santo como el enviado por el Padre y el Hijo, para investirnos con la vida divina.
Tertuliano se inscribe a la cabeza de los grandes teólogos que, gracias a sus fórmulas, han permitido hablar de Dios uno y trino sin confusión: «Hay tres personas en Dios, pero una única substancia». Mas es también un espiritual que sabe que la vida del hombre es la posesión de la vida de Dios por el Espíritu. Así, bajo la pluma del gran Tertuliano, las imágenes se habían acumulado, ricas y abundantes, el pensamiento había hecho un noble esfuerzo. Sin embargo, quedaba por proclamar la absoluta igualdad de las personas divinas. Será la tarea, ruda, del siglo IV, al establecerla.
Los Desarrollos de los siglos IV y VI
Con el Concilio de Nicea comienza, sin duda, una nueva época teológica. Por una parte, el cristianismo deja de ser una religión prohibida y se convierte en la religión del imperio. La Iglesia tiene la ingente labor de formar la liturgia, la predicación, la catequesis, para multitudes. Su rostro se hace verdaderamente universal. Sin embargo, tiene que afrontar los peligros del error. Se enfrenta aquí un fenómeno inquietante que durará por más de medio siglo y que pone en duda la divinidad de Jesucristo. De esta manera, haciendo frente a este peligro interno y tratando de responder a la extensión del cristianismo comienza una nueva época.
El Arrianismo: Resulta ésta una de las herejías más importantes surgidas desde dentro del Cristianismo. Su nombre recuerda a su promotor, el sacerdote libio y al parecer de origen judío, Arrio (256-336), dotado de una gran elocuencia y erudición. Discípulo de Luciano de Antioquía (fundador de una célebre escuela teológica), fue ordenado sacerdote ejerciendo su ministerio en Baucalis, una de las nueve iglesias de Alejandría. No fue sino hasta haber alcanzado la edad de 60 años (320) cuando comenzó a predicar sus particulares doctrinas, caracterizadas por un descarnado realismo teológico tendiente a eliminar el sentido del `misterio' que, para muchos, se debió a una fuerte influencia de las escuelas filosóficas vigentes por entonces (aristotelismo, platonismo, estoicismo y muy especialmente las enseñanzas del judío alejandrino, Filón).
Tales influencias resultaron a la postre, la clave para que sus ideas se impusieran rápidamente entre sus contemporáneos. Arrio enseñaba que Dios era uno, trascendental al mundo, en el que no había más que un principio, el Padre. Si bien no negó explícitamente la doctrina Trinitaria, la comprensión que hacía de la misma lo alejó definitivamente de la ortodoxia. Así, al identificar los términos engendrado y creado, creía que el Verbo no podía ser equiparado a Dios-Padre puesto que Aquél era la primer creación de Dios, superior a todas las demás, al que solía designar con los títulos de Logos, Sophía y hasta Dios, pero aclarando que el Hijo no era igual ni consubstancial al Padre, ya que, entre el Verbo y Dios existía una abismo de diferencia.
Recurriendo a sus propias palabras, Arrio afirmaba “el Hijo no siempre ha existido (...), el mismo Logos de Dios ha sido creado de la nada, y hubo un tiempo en que no existía; no existía antes de ser hecho, y también El tuvo comienzo. El Logos no es verdadero Dios. Aunque sea llamado Dios, no es verdaderamente tal”. En consecuencia, para Arrio el Hijo era una especie de Demiurgo, un segundo Dios, en otras palabras, un intermediario entre Dios y las criaturas, no engendrado sino creado, y que tuvo a su cargo la creación. Su enérgico rechazo a la doctrina de la generación estuvo motivada en impedir, por considerarlo inadmisible, una visión dualista del Dios uno y único. Tampoco llegó al extremo de negar la Encarnación del Verbo, sin embargo creía que Cristo no era una persona divina, ya que el Logos encarnado no era verdadero Dios. Por otra parte, su interpretación lo llevó a considerar que el Verbo al encarnarse ocupó el lugar del alma humana, por lo que Cristo carecía de ella. Sus doctrinas relativas al Espíritu Santo siguieron la misma suerte que las del Verbo, esto es, resaltó su condición de creatura, pero de un rango aún inferior a la de Aquél.
La historia nos relata la rápida difusión que las doctrinas arrianas tuvieron por el imperio romano, principalmente entre los cuadros militares, los nobles y hasta el clero (sobre todo del norte de Africa y Palestina), no así respecto del común del pueblo. Ante el imparable proselitismo de los arrianos y advertido de sus nefastas doctrinas, el obispo de Antioquía, Alejandro, actuó en consonancia, generándose una fuerte controversia entre los dos partidos en pugna: el católico y el arriano. Ante ese estado de cosas, el emperador Constantino I, el Grande (280-337) -quien en un principio se mantuvo al margen- junto al papa san Silvestre I (313-335) decidieron convocar a un concilio que zanjara el asunto. Previo a ello, en el año 324, y gracias a la prédica del obispo de Córdoba, Osio, se convocó a un sínodo donde Arrio y sus doctrinas fueron condenadas. Así, un 30 de mayo del año 325, en Nicea, se llevó a cabo el I Concilio Ecuménico, en el que participaron 318 padres conciliares entre los cuales se encontraban los legados del Papa y los representantes del arrianismo. Estos últimos al negarse a firmar el célebre `Símbolo de Nicea' (que reafirmó el llamado `Símbolo de los Apóstoles' y la Encarnación del Verbo) como la condena impuesta a las doctrinas de Arrio, terminaron por retirarse del concilio.
A pesar de la condena recibida, Arrio no se retractó siendo por ello desterrado. Sin amilanarse, continuó difundiendo sus doctrinas heréticas hasta lograr el favor y la protección de gran parte de la nobleza, del ejército y del clero. Por su parte, el emperador Constantino había relajado en mucho sus medidas contra los arrianos, lo que les permitió -intrigas mediante- acosar al obispo Atanasio, logrando que sufriera su primer destierro en el año 335. Este gran hombre sufrío durante su vida, cinco destierros ordenados por diversos emperadores (Constancio, Juliano el apóstata y Valente) destierros que ocuparon una buena parte de su vida.
Ello no impidió que en el año 366 fuera rehabilitado en su sede episcopal por el emperador Teodosio, el Grande, puesto que ocupó hasta su muerte en el año 373. A pesar de los esfuerzos de los partidarios de Arrio para lograr su rehabilitación, este antes murió en Bizancio (336), por lo que sus seguidores decidieron continuar su labor, ganando para su causa inmensas regiones de Europa, particularmente Alemania (con la conversión de los pueblos Visigodos) y España, como así también regiones del norte de Africa. La llegada al trono imperial de Constancio (350) implicó que el arrianismo se convirtiera en su religión oficial.
Así, los arrianos convocaron diversos sínodos y concilios, como los de Sirmio (351), Tracia (359) y Constantinopla (360) en los que impusieron una fórmula de fe arriana. Esta situación de incertidumbre de los defensores de la ortodoxia duró hasta la llegada al trono de Teodosio, el Grande (379-395), quien convocó -junto al papa san Dámaso I (366-384) a un nuevo concilio ecuménico, el I de Constantinopla (381). Allí fue confirmado el `Simbolo de Nicea' y nuevamente condenadas las doctrinas arrianas. Hombres de la talla de san Atanasio, san Gregorio Magno y el obispo de Córdoba (España), Osio, se constituyeron en su principales detractores.
Si bien el arrianismo decayó definitivamente en el s. VII, no sin antes producir una variante a la que se la llamó semi-arrianismo, muchas de sus teorías -principalmente las cristológicas y trinitarias- renacieron con la Reforma Protestante (s. XVI) bajo las ideas de Miguel Servet y por los antitrinitarios liderados por Fauso Socino, entre otros. Contemporáneamente, fueron recogidas por numerosas sectas como es caso de los tristemente célebres, Testigos de Jehová.
Nicea Y Los Padres Capadocios: Tras una laboriosa búsqueda, el conjunto de la Iglesia cristiana sintió la necesidad de rechazar las posturas arrianas, para mantenerse fiel a su experiencia original, tanto en el plano religioso como en el filosófico. Así lo hizo en el Concilio de Nicea (año 325) en el que se definió que Jesucristo no fue creado, sino que es nacido, consubstancial al Padre y Dios como él (cf. DS 125; Dz 54). Para ello se vio obligado a emplear unas expresiones filosóficas, sobre todo el concepto de σs para mantener la verdad del cristianismo, además, la confesión de fe abandonó el campo de la historia para ponerse a reflexionar sobre la vida íntima de Dios. Da el paso de la Trinidad económica a la inmanente.
Se pregunta constantemente en qué sentido empleó Nicea el término “consubstancial”, es decir, ¿la identidad entre el padre y el Hijo se entendía como una identidad substancial específica o numérica? ¿Se hablaba de la misma substancia o de una sola substancia? Los hombres por ejemplo tenemos la misma substancia humana específica, pero no numérica. Los Padres directamente afirmaron la consubstancialidad específica, pero estaba explicada como consubstancialidad numérica: sólo hay una substancia divina. Respecto a la relación del Padre y del Hijo, el concilio dice casi lo mínimo: el Hijo es nacido de la sabstancia del padre. No hay mayores explicaciones y un aspecto quedó muy poco reflexionado: cuál es el ser que compete al Padre y al Hijo. El Padre y el Hijo son Dios, pero en cuanto Padre e Hijo, ¿qué son? ¿son sólo nombres? El concilio usa en el mismo sentido la palabra “ousia” e “hipóstasis”, que se traducen en latín por “essentia” y “substantia”, y no explica en qué consiste la individualidad del Padre y del Hijo y por lo mismo no reflexiona sobre su unidad. Esto será labor de los teólogos que se encuentran entre Nicea y Constantinopla: Los Capadocios (San Basilio (330-379); San Gregorio de Nisa (335-385) y San Gregorio Nacianceno (330-390)).
El papel de los Capadocios fue clarificar esta situación con una adecuada terminología. Distinguen en primer lugar “ousia” de “hipóstasis”. Con la primera designan lo común que puede ser determinado por la hipóstasis. El Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres hipóstasis, es decir, tres modos diferentes de tener la misma ousia. Lo propio que existe en Dios, las hipóstasis divinas, es el no ser engendrado, ser engendrado y ser producido. Cada una de ellas son consubstanciales. Identificaron hipóstasis con prosopon.
Se necesitaba, después de hacer una distinción tan clara entre las hipóstasis, acentuar la unidad divina para no caer en triteísmo . Los padres capadocios expresan esta unidad haciendo resaltar la hipóstasis del Padre. Nos son tres hipóstasis originarias, independientes. El Padre es la hipóstasis originaria, sin origen. La divinidad se identifica con el Padre. Las otras dos hipóstasis divinas proceden del Padre, una por generación otra por producción.
También se debe a los Capadocios la distinción entre ousia y schesis (relación), de tal manera que se puede decir que las hipóstasis divinas no se distinguen por la ousia, sino por la schesis. La unidad de las tres Personas se da también en su obrar conjunto.
Finalmente se debe a los Capadocios una profunda reflexión sobre el Espíritu Santo. En primer lugar determinan con toda claridad que no es creatura, sino Creador. No San Basilio, pero sí los otros dos afirman la consubstancialidad del Espíritu Santo preparando de esta manera las definiciones de Constantinopla.
Constantinopla I (381): Hacia el Año 360 se manifiesta en la Iglesia, como una extensión del arrianismo, la afirmación de que el Espíritu Santo sería una creatura; por lo tanto no sería Dios. Las raíces de esta afirmación se encuentran en Aecio y Eunomio arrianos radicales que afirmaban la inferioridad del Hijo y del Espíritu Santo; Macedonio, arriano moderado que mantenía la igualdad entre Padre e Hijo pero negaba la igualdad del Espíritu y los Trópicos que afirmaban que el Espíritu no era más que un ángel. La herejía fue condenada en el sínodo de Alejandría (362), por el Papa Dámaso I (374) (cf DS 144-147) y finalmente por el concilio I de Constantinopla (381) (DS 150; Dz 86).
En el Constantinopolitano I se nota que los Padres no quisieron expresarse en términos filosóficos, pero determinan con su lenguaje claramente la divinidad del Espíritu Santo, afirmando que es objeto de fe para los cristianos, que es Señor, dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo reciben una misma adoración y gloria y que habló por los profetas.
San Agustín (354-430): Cuando San Agustín entra a tomar parte del debate teológico la fe en la divinidad de Jesucristo y del Espíritu se había ya consolidado. Para San Agustín sólo hay un Dios que es la Trinidad. Su punto de partida es la reflexión de la unidad de la esencia divina y la igualdad esencial de las Personas. La diferencia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, prácticamente no hay que demostrarla: salta a la vista. Para mostrar esta unidad y esta igualdad interpreta la Escritura. En la Escritura se dan expresiones que parecen afirmar que Dios es sólo uno: el Padre. Hay otras expresiones que parecen contradecir sobre todo la igualdad, y por lo tanto la unidad, del Hijo y del Espíritu Santo respecto del padre. Los cuatro primeros libros del “De Trinitate” los dedica a solucionar este problema afirmando: Si Dios es Uno, hay que afirmar que los textos escriturísticos, cuando hablan de Dios han de referirse a la Trinidad, a no ser que explícitamente indiquen su referencia a una u otra persona. Acerca de las expresiones que presentan una cierta superioridad del Padre afirma que hay expresiones que muestran la superioridad del Padre sobre el Hijo, pero la recta comprensión indica que hay que tener en cuenta la doble naturaleza del Hijo: en su naturaleza asumida, el Hijo es inferior al Padre; en su naturaleza divina, es igual.
Las epifanías del Nuevo Testamento muestran para San Agustín tres verdades fundamentales: que la Trinidad, inseparable en su esencia puede manifestarse separadamente en la criatura sensible y que en esas manifestaciones sensibles la acción del Trinidad se da indivisamente. Cada una de las personas se puede manifestar personalmente. Así ocurre en la voz del padre (Bautismo), en las apariciones sensibles del E. Santo (fuego, paloma) y en la encarnación del Hijo. Sin embargo, y esta es la segunda afirmación, toda la Trinidad actúa inseparablemente. En tercer lugar, las epifanías muestran que el envío del Hijo y del espíritu Santo no implica inferioridad o desigualdad personal, sino tan solo procedencia.
La sustancia o esencia divina: San Agustín está encandilado con la idea de sustancia o esencia divina. Substancia o esencia es para San Agustín sinónimo de “natura” o de “res”. Es lo que existe. Todo lo que existe es naturaleza o sustancia. El mal, la corrupción no es, aunque se dé en el ser. Ahora bien, sólo hay dos posibilidades de ser o existir: como creador o como creatura. Lo que diferencia a una de otra es la inmutabilidad, la espiritualidad, la infinitud, el ser simple. Con la idea de sustancia se quiere, primeramente, expresar la existencia: dios es el que es, el que existe; pero también ciertas características sustanciales: Dios está pensado en términos de espíritu. La materia es mudable. Pero no menos en términos de amor: Dios es amor.
Frente a la sustancia está el accidente, que es todo aquello que una cosa puede adquirir o perder por mutación. En Dios no hay accidentes, nade se dice de él de manera accidental.
Lo Relativo en Dios: Ahora bien, para San Agustín no todo lo que se dice de Dios se dice según la sustancia. Se habla a veces según lo relativo. Agustín nunca dice relación, habla siempre de relativo. Aquí Agustín emplea una terminología aristotélica dándole un nuevo sentido. De esta manera descubre una nueva realidad ontológica que no existía en filosofía: lo relativo no accidental, lo relativo que se da en la sustancia y, por lo mismo, es sustancial. San Agustín ha creado la teología de las relaciones. Esta intuición pudieron haberla tenido los padres griegos, pero entre lo que estos dicen y lo que Agustín afirma existe una enorme distancia. Según Agustín, todo lo que se dice en Dios, según la sustancia se puede decir de cada persona en singular. Todo lo que se dice de Dios relativo, se dice de la personas. Esto sólo indica distinción, no aumento ni disminución. Por eso mismo, la Trinidad no se puede llamar Padre, ni tampoco Hijo. El Padre no es más que el Hijo; el Padre y el Hijo juntos no son más que el Padre o el Hijo solos; ni el Padre y el Hijo son mayores que el Espíritu Santo. Esto se dice relativamente, la grandeza se dice sustancialmente.
El término “Persona” en la Trinidad: Parece ser que San Agustín tenía cierta antipatía para aplicar la palabra “persona” a la Trinidad. Persona tiene en San Agustín cinco sentidos diferentes: 1- Ministerio, rol, 2- sujeto que asume una función; 3- individuo concreto; 4- el Verbo encarnado; 5- el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. San Agustín piensa que la palabra persona es muy pobre para explicar lo propio en Dios y afirma usarla por varias razones: por seguir la costumbre, por la pobreza del lenguaje que no es capaz de expresar lo propio y distintivo en Dios en términos abstractos; para no permanecer en el silencio sobre el tema.
Imágenes de la Trinidad: Agustín dedica más de la mitad de su obra “De Trinitate” a la búsqueda de imágenes trinitarias. En este tema se manifiesta como un auténtico creador, y constituye, ciertamente la contribución más personal dada a la teología trinitaria.
Lo que en Agustín se ha dado en llamar la “Trinidad psicológica” o la “doctrina psicológica de la Trinidad” no es sino el esfuerzo que hace San Agustín para comprender la Trinidad mediante imágenes o semejanzas tomadas de la naturaleza y, especialmente del hombre para que le lleven a un conocimiento más cercano de la Trinidad. Así Agustín a lo largo de su obra hablará de la Trinidad como:
Eternidad, verdad, voluntad
Cosa, imagen congruencia
Eternidad, figura, uso
Ser, entender, vivir
Unidad, figura, orden
Origen, belleza, delectación.
El que ama, el amado, el amor
Mente, noticia, amor
Memoria, inteligencia, voluntad
Cosa, visión, atención
Memoria, visión, voluntad
Ciencia, recuerdo, voluntad
Ciencia de Dios, inteligencia de Dios, amor de Dios.
Cuando San Agustín apunta las diferencias entre estas imágenes de la Trinidad en el hombre y la misma Trinidad deja escapar un grito de dolor. Nada es como Dios. Las diferencias son enormes. La más importante, sin duda, es que en el hombre, la mente, el conocer y el amor no son personas, pero en Dios sí lo son.
Constantinopla II (553): En lo referente al tema de la Trinidad interesa destacar solamente el canon primero. En él se encuentra una formulación que puede considerarse como la síntesis dogmática trinitaria a la que había llegado el Magisterio de la Iglesia (DS 421; Dz 213).
En tal canon se afirma la unidad y la distinción divina expresadas con conceptos que remiten la una a la otra. A la unidad pertenece: la naturaleza “σs”, la esencia o substancia “σ”, la potencia “δs”, el poder “σ”, la consubstancialidad “ρδ σ”, la divinidad “”. Nótese que aquí están empleados los términos de naturaleza y substancia o esencia como equivalentes y que se extienden a toda la Trinidad la consubstancialidad y la divinidad. En la parte de la distinción se habla de que la unidad está en tres subsistencias “ ρσ σσσ” o Personas “ρσs”. También aquí se realiza una equivalencia entre hipóstasis y persona pero la traducción latina que se hace de hipóstasis es “subsistencia” y no substancia para no equivocar los términos. Hipóstasis, subsistencia, persona y prosopon son identificados. Con ello se consigue dar al término griego de “prosopon” un contenido real, substancial. No es ya un puro aparecer o mostrarse, sino una realidad que aparece, pero tiene subsistencia real.
La segunda parte del canon 1 afirma la unidad de las tres personas y la existencia de un solo Dios.
Estas declaraciones del segundo concilio de Constantinopla pueden considerarse como el término de la evolución del dogma trinitario. Aquí se recapitulan todos los esfuerzos. Aquí se expresa en una formulación dogmática un vocabulario trinitario preciso, tanto en griego como en latín.
Dos grandes del medioevo
Ricardo De San Victor: Muy poco se sabe históricamente de la vida de Ricardo. Su vida parece haber sido breve. Es de origen escocés o inglés. Puede haber nacido en 1123 y muerto en 1173. Su tratado “De Trinitate” es el más importante del medioevo. Es alabado por todos los comentadores como de una originalidad grandísima, al distanciarse de Agustín y de Anselmo. Le citan los grandes escolásticos como Santo Tomás, San Buenaventura, Alejandro de Hales.
Los atributos de Dios: De una manera lógica exigente se propone demostrar cuáles son los atributos absolutos de la naturaleza divina. Afirma que la substancia divina es eterna y de sí mismo, es increada, sempiterna, inmutable, inmensa, infinita, lo puede todo. Estas propiedades sólo puede tenerlas Dios. Son incomunicables a otras substancias. Dios es además el soberano bien, simple, único Señor. De tal manera que esta substancia única y sobre la razón se puede llamar “essentia supersubstantialis”.
El amor de Dios requiere pluralidad: En Dios se tiene que dar la bondad suprema, la felicidad suprema, la suprema plenitud de la gloria y por tanto, no puede en él faltar la caridad. De acuerdo a esto va argumentando: Dios es perfecto y no puede faltarle ninguna perfección. La caridad, el amar y ser amado es una perfección y por tanto en Dios tiene que darse la caridad de manera suprema. No es suficiente para expresar todo su amor una persona a la que no se pueda amar con todo el amor divino, a alguien creado. Para que exista el amor divino tienen que existir personas que se amen divinamente. El amor, además es lo que hace más feliz. Dios que es la plenitud de la felicidad tiene que recibir la plenitud del amor. La felicidad implica el que el amante sea amado por el amado en una plenitud total. Tiene que existir un amor recíproco. Luego tiene que haber amor, al menos entre dos personas. Si Dios no comunicara la grandeza de su plenitud, sería o porque no quiere, y sería egoísta; o porque no sabe, y no sería por tanto sabio; o porque no puede, y no sería Todopoderoso.
Pero, Dios tiene que gloriarse de dar a otro lo mejor que tiene y tiene que gloriarse de recibir de otro lo mejor que puede dar.
En esta manera del amor a otro hay que mantener el orden. El otro no puede ser menor, porque no podría recibir toda la caridad y no podría darla de vuelta. No haría plenamente feliz al que la da. Por eso, no pueden existir dos dioses, sino dos Personas. ¿Pero, sólo dos? La existencia de un tercer amado viene exigida por la misma esencia de la caridad. Tiene que ser perfecta bajo todo punto de vista. La caridad incluye el que se quiera amar a otro como a uno mismo. La prueba de la caridad consumada es que se desee amar a otro, que se quiera comunicar el amor con que uno es amado. No admitir a otro en la comunión de amor es signo de debilidad, que no se puede dar en Dios. El amor entre dos tiene que proyectarse más allá. De aquí surgen todavía tres razones: Cuando hay amor total, se quiere que el que es amado, pueda a su vez amar a otro; de aquí que surge un “condilecto” de ambos. Cuando hay amor total se quiere que el amado tenga también la alegría de ser amado. La plenitud de la gloria reclama también que se comunique a un tercero.
El término “Persona”: Para Ricardo es evidente que sólo puede haber un Dios, pero es necesario que en él haya tres personas. Elige el término “Persona” y no el de hipóstasis, porque no es griego, ni el de subsistentia, porque le parece oscuro. Determina lo que para él significa persona en los siguientes términos: -Se dice en primer lugar, según la substancia; pero entre sustancia y persona hay diferencias. -Implica la racionalidad. El animal no es persona, es sustancia. -Implica también singularidad. Todavía no se trata de una singularidad determinada, sino general. Se dicen de muchos, pero no determinadamente. -Implica ser una propiedad individual, singular incomunicable. Aquí se alcanza ya la singularidad individualizada. Sólo se dice de uno. -La persona se significa por el “quis” (quién es) y no por el “quid” (qué es). -La persona designa siempre uno solo, distinto de todos los otros por una propiedad personal. -No se opone a otras personas, ni a la sustancia en el sentido de que pueden darse una persona en dos sustancias y tres personas en una sustancia. -La pluralidad de sustancias no afecta a la unidad de la persona; la diferencia de personas no afecta a la unidad de la sustancia. -Para distinguir la persona de la sustancia se debe preguntar no ¿qué es?, sino ¿de dónde es?. Es decir, lo que caracteriza a la persona es su origen, el modo de obtener su ser. -La palabra existencia es apta para expresar estas dos consideraciones: el de ser alguien determinado (sistere) y el de dónde tiene el ser (ex). -La existencia, la obtención del ser puede ser de tres modos diferentes: algunos se diferencian por la obtención de una naturaleza diferente (ángeles); otros por una naturaleza y un origen diferente (hombre); otros por el sólo origen (Dios).
Pues bien, esta realidad se puede decir de Dios mismo. Así como la definición que daba Boecio no se podía decir de Dios y del hombre, sino sólo del hombre, la definición de “persona” de Ricardo se puede decir de Dios y del hombre. En vez de ser persona “la sustancia individual de naturaleza racional” sería, “la existencia individual de naturaleza racional” o “el existente por sí solo que existe según un modo singular, propio, de racional existencia”, o, incluso, “existencia incomunicable”. Esta definición vale también para Dios. De esta manera la persona divina puede definirse como “la existencia incomunicable de naturaleza divina” o “existencias incomunicables en la divinidad”.
¿Qué es la “exsistentia”? De manera un poco artificial, divide la palabra en dos: “ex” y “sistere”. Exsistentia quiere decir que es una realidad en el orden de la sustancia, es decir, que no es un accidente. Es un ser en sí, un “sistere”. De la misma manera que el “esse” supone una “essentia” el “sistere” supone una “sistentia”. Esta realidad no es ciertamente un “quid”, sino un “quis”, un alguien, pero no por eso nada, ni accidente. Ahora bien, este “sistere” tiene un origen, tiene un “ex” de dónde.
Teniendo en cuenta estos elementos, a saber: 1 la naturaleza racional (intelectual o divina); 2. La incomunicabilidad; 3. el “ex” y 4. La “sistentia” esta definición se puede aplicar a Dios, hombre y ángel.
Aplicada a Dios la “sistentia” es en últimas, la misma naturaleza divina y se debe establecer los orígenes, los “ex” que tiene este “sistere”. Las Tres existencias incomunicables se originan por la misma naturaleza divina, que se identifica con la caridad.
Las tres propiedades propias e incomunicables que caracteriza el “ex” los orígenes son: -No ser de nadie, sino de sí mismo. - Ser de otro, pero principio de otro. -Ser de dos y no ser principio de otro. Aquí vemos cierta dificultad en Ricardo para hablar de la Persona del Padre, pues deriva su característica de no proceder y no de donar totalmente a Otro su amor. El Padre resulta al parecer identificado con la naturaleza divina.
Santo Tomás de Aquino (1224/25-1274): Santo Tomás trató el tema de la Trinidad en muy diversas ocasiones. La exposición que hace en la “Summa Theologica” es la más ordenada y completa, aunque no adjunta en ella parte la bíblica, por suponerla tratada en otros escritos.
Las procesiones inmanentes (q 27,41): Toda procesión tiene necesariamente los siguientes elementos: de quien procede, el que procede, por lo que procede, la acción por la que procede y la relación del que procede a su origen. Así, en la procesión del Hijo: El Padre es de quien procede; el Hijo es el que procede; la naturaleza divina, por lo que procede; la acción por la que procede se llama engendrar, y la relación de origen se da entre el Padre y el Hijo. De modo semejante sucede en el Espíritu.
Santo Tomás encuentra en las criaturas intelectuales dos procesiones inmanentes que va a aprovechar para comprender las procesiones en Dios: el conocimiento y el amor. Cuando el hombre conoce surge en él una imagen de lo conocido. En la acción de conocer el hombre produce un verbo mental de lo que conoce. Algo semejante ocurre con el amor. Cuando alguien ama se representa al amado, pero surge en él además una atracción hacia el amado, el cual se hace presente en el amante como impulso hacia el amad. Este impulso es el producto, el término, de la acción de amar. Ya que Dios conoce y ama, también se dan en él la producción de una imagen de lo que conoce, un “verbum” y la producción de un “impulso”. Ahora bien, la producción del “Verbum” tiene razón de generación, es decir, en ella se encuentran características análogas a las que se dan en la generación: origen de un ser viviente de otro viviente, por comunicación de su misma naturaleza, según una acción vital. El lenguaje habla de concebir una idea, de dar a luz una idea. La producción del impulso amoroso no tiene razón de generación, sino de moción, de impulso vital, de hálito o espíritu.
Las relaciones divinas (q. 28;40): Santo Tomás trata de comprender la distinción que existe entre los orígenes y los términos de las producciones, es decir, entre el Padre, como origen del Espíritu Santo, y el Espíritu Santo. Esta distinción no puede significar entre ellos una diferencia o desigualdad substancial. Pero tampoco puede darse una diferencia accidental, pues los accidentes no existen en Dios.
En Dios existen cuatro relaciones reales: La del Padre al Hijo (Paternidad), la del Hijo al Padre (Filiación), la del Padre y el Hijo al Espíritu Santo (espiración activa) y la del Espíritu Santo al Padre y al Hijo (espiración pasiva o procesión). Pero de estas cuatro relaciones reales sólo tres constituyen relaciones subsistentes realmente distintas entre sí (opuestas e incomunicables): la paternidad, la filiación la espiración pasiva. La espiración activa es común al Padre y al Hijo como un único principio respecto al Espíritu Santo y por eso no constituye otra Persona. De ahí que diga Santo Tomás que las relaciones a secas, no coincidan con las Personas, sino sólo las relaciones opuestas.
Las Personas divinas (q 29): Santo Tomás acepta la definición de Persona dada por Boecio y afirma que ésta se puede aplicar a Dios en los siguientes términos: - Supuesto que sea una perfección, es decir que diga “dignidad” de la naturaleza, que no se use en sentido de que tiene accidentes ni multiplicidad de esencias, se entienda como algo existente en sí e incomunicable. -Por otra parte en Dios el término de triple persona, no puede decirse de la substancia, ya que serían tres dioses. No habiendo en Dios más que substancia y relaciones subsistentes, tiene que decirse de las relaciones.- El razonamiento de Santo Tomás es el siguiente. En Dios se realiza el concepto de persona, aunque de manera diferente de cómo se realiza en el hombre. Persona no se aplica a Dios y al hombre de la misma manera, ya que lo general se puede decir de los concretos de distintas maneras (Animal se dice diverso del hombre y del perro. Persona se dice distinto del hombre y de Dios). El concepto de persona se puede decir de Dios y del hombre pero no de manera unívoca y equívoca sino análoga.
De la conclusión de que el nombre de persona divina y humana se puede decir de Dios y de que se identifica con las relaciones opuestas, Santo Tomás concluye lógicamente , que sólo son tres y que el término Persona Divina puede decirse del Padre, del Hijo y del Espíritu santo no en el sentido que cada uno tenga una naturaleza divina distinta, sino para significar una realidad subsistente en la única naturaleza divina
Atribuciones y apropiaciones (q 39). Las personas divinas con también conocidas por las apropiaciones, es decir, por la asignación de una atributo esencial a una Persona, como si fuera propio de ella. Los atributos esenciales son comunes a las Tres personas, pero se puede asignar uno de ellos a una Persona, por una cierta afinidad entre el atributo y la Persona. El siguiente cuadro sinóptico explica las apropiaciones que emplea Santo Tomás:
Según |
Al Padre |
Al Hijo |
Al Espíritu Santo |
San Hilario |
Eternidad |
Especia-Belleza |
Uso-Delectación |
San Agustín |
Unidad |
Igualdad |
Concordia |
San Agustín |
Poder |
Sabiduría |
Bondad |
San Agustín |
Ex quo omnia |
Per quem omnia |
In quo omnia |
Santo Tomás |
De El |
Por El |
En el |
Santo Tomás |
El que es |
Verdad |
Vida |
Dogma |
La creación |
La redención |
La Santificación |
La in-existencia de las Personas divinas (q 42). Una de las formas en que se muestra la igualdad y unidad de las Personas divinas se expresa con el concepto de “in-existencia”. La posesión de la misma esencia por las tres Personas hace necesario afirmar su igualdad. La procedencia del Hijo y del Espíritu manifiestan su eternidad, dentro de un orden. Pero hay todavía una propiedad de las Personas divinas: la íntima unión e inseparabilidad permanente de las Personas divinas. Los Padres Griegos hablaban de “perijóresis”; los latinos de “circumincesión”. Se podría definir como la compenetración íntima y mutua existencia de las Personas divinas, de tal manera que no haya entre ellas ni separación ni confusión. Esta realidad se da a causa de que las tres Personas tienen la misma esencia divina; por las relaciones trinitarias, una Persona entra en el concepto de las otras; en cuanto a los orígenes, como terminan intratrinitariamente, se dan una perfecta inexistencia, común voluntad, poder, grandeza.
Las misiones e inhabitación trinitarias (q 43) La Escritura nos dice que el Hijo y el Espíritu Santo son enviados. Por lo tanto, Santo Tomás, tiene que reflexionar sobre esa realidad intratrinitaria e histórica que es el envío del Hijo y del Espíritu Santo. El envío supone por una parte, una relación intratrinitaria: una Persona envía a otra. Por otra parte, implica una presencia de la Persona enviada en una realidad en la que antes no estaba o de manera distinta a como estaba. En las “misiones” se da una dimensión intratrinitaria y una dimensión histórica. En cuanto misiones son temporales, se dan en la historia; pero incluyen en su concepto las procesiones que son eternas.
En lo que se refiere a la dimensión intratrinitaria, sabemos que sólo podemos distinguir en Dios naturaleza y Personas. Por ser el envío una acción personal (no esencial) necesariamente tiene que depender de las Personas, de los orígenes, de las procesiones divinas. La misión o el envío intratrinitariamente se tienen que identificar con la procesión y los orígenes. Es decir, el Hijo es enviado porque es generado; el Espíritu porque es producido.
La misión o el envío significa una novedad: nuevo modo de ser en la historia. Este nuevo modo de estar en la historia supone, primeramente, un modo de ser y de estar anterior, y esto implica que el que se hace presente, cambia solo en el modo de hacerse presente. Este modo afecta a la historia, a la realidad donde se hace presente. La historia, el hombre se hacen capaces de recibir a quien estaba ya presente, pero ahora con una nueva manera de estar: en su mismo ser personal. Para ello las realidades humanas se cambian, se transforman.
La Gran confrontación con oriente: siglos IX-XV
Época de la diversidad pacífica. Occidente latino y oriente griego elaboran la doctrina trinitaria basados en la Escritura, pero con modelos y concepciones distintas. Para los occidentales el Espíritu es al amor o el Don recíproco del Padre y del Hijo. Se comprende como procesión de la voluntad. Sin negar la principalidad del Padre, como origen sin origen, se concibe el Espíritu procediendo del Padre y del Hijo. Oriente parte de otros modelos: el Hijo es la Palabra del Padre pronunciada junto con el Espíritu. Así como la palabra humana va siempre acompañada del aire, del soplo, así el Verbo está siempre acompañado del Espíritu. Los orientales pueden distinguir entre “procesión” y “proienai” la primera corresponde sólo al Padre, la segunda es la forma de participar el Hijo en la procesión del Espíritu. Los Padres y doctores de la Iglesia no vieron en la época problemas para afirmar ambas tradiciones.
Época de confrontación. El comienzo puede situarse cuando la Iglesia griega se hace consciente de la introducción oficial del “filioque” en el credo (809 y finalmente aceptada por Bendicto VIII en 1014). Ante esta situación viene la disconformidad, protesta y condena representada sobre todo en Focio (867) y Miguel Cerulario (1054).
Si en un principio las teología griegas y latinas podían estar de acuerdo dentro de las diferencias, posteriormente las posturas se hacen incompatibles. Focio atribuye a los latinos que el Espíritu Santo procede de dos principios independientes, mientras que él piensa que procede sólo del Padre. Las posturas teológicas son visibles con algunos esquemas.
Basilio y los Padres griegos afirman que el Padre es el único principio de la divinidad. El Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo:
PADRE
HIJO
ESP. SANTO
Agustín y los latinos afirman que el Padre es el único principio de la divinidad, engendra al Hijo y del Padre y el Hijo procede el Espíritu.
PADRE HIJO
ESP. SANTO
Según Focio el Hijo y el Espíritu Santo proceden del padre, independientes; el Hijo no participa en la procesión del Espíritu.
P A D R E
HIJO E. SANTO
El siguiente esquema es la interpretación que hace Focio de la Teología latina:
PADRE HIJO
ESPIRITU SANTO
Época de acercamiento: A esta época corresponden ya los Concilios II de Lyon (1274) y Florencia (1349). El II Concilio de Lyon intentó realizar una unión con la Iglesia Griega, únicamente a través de delegados del Emperador. En lo que se refiere al problema del “Filioque” afirma el texto del concilio con decisión la procedencia del Espíritu Santo del Padre y del Hijo; pero, para deshacer las falsas interpretaciones aclara que esta procedencia no es como de dos principios (Dz 460). El Concilio no tuvo éxito, pero clarificó la procedencia del Espíritu Santo.
El concilio de Florencia intenta la unidad con otro acercamiento doctrinal en el tema del “filioque”. En el decreto para los griegos (DS 1300-1302; Dz 691) y para los jacobitas (DS 1330-1332; Dz 703-705) declarando que el Espíritu Santo es (procede) eternamente del Padre y del Hijo, que tiene su esencia y ser subsistente del Padre y del Hijo, que procede eternamente de uno y otro como de un solo principio y única espiración; que el Hijo es, según los Griegos, causa; según los latinos, principio de subsistencia del Espíritu Santo, como el Padre; que el Espíritu Santo proceda del Hijo, lo tiene el Hijo del padre; se lo dio el Padre al engendrarlo.
Este nuevo intento de unión también fracasó. Sin embargo, cada vez se es más consciente en las iglesias de oriente y occidente que la unión puede ser realizada. Las fórmuilas “Ex patre filioque procedit” no es contradictoria con las fórmulas “Ex Patre per Filium procedit”. Lo importante es que ambas tradiciones respetan la principalidad del Padre y la mediación del Hijo.
La Teología Trinitaria en el Siglo XX
El Concilio Vaticano II: Fundamentalmente el Concilio Vaticano II era un concilio pastoral y eclesiológico. No trataría, por tanto, el tema dogmático trinitario directamente. Sin embargo, la concepción de Dios Trino no deja de ser un punto de referencia de tal importancia que se manifiesta como "la clave de bóveda" de todo el misterio cristiano, "el origen, modelo y meta definitiva del Pueblo de Dios", el "humus" vital en el que surge y se desarrolla la Iglesia. Por eso, de la lectura de los documentos conciliares pueden extraerse algunas conclusiones sobre el papel de la doctrina trinitaria en el Concilio:
a) La doctrina de la Trinidad pasa de ser un tratado o un tema, más o menos aislado, a constituirse en la fuerza generadora e impulsora de la vida y del dinamismo de toda la Iglesia y de la vida de los cristianos.
b) El misterio de la Trinidad pasa a ser la luz bajo la cual se va a desarrollar una nueva antropología. El hombre no solamente recibe, con el cristianismo, una doctrina, sino una nueva forma de ser, una nueva naturaleza.
c) La Iglesia se contempla como surgiendo del amor trinitario, amor del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.
d) El misterio trinitario se va a tratar en una dimensión salvífica. No es un misterio especulativo, sino que tiene un significado salvífico para la humanidad.
e) Se da un tratamiento bíblico del misterio, sin partir principalmente de las fórmulas trinitarias de la dogmática. Por lo mismo se evidencia una dimensión dinámica. Más aún, podría decirse que el misterio de la Trinidad pasa a ser la perspectiva desde donde se lee la Escritura, y el misterio que la estructura.
f) El Concilio tiene especial cuidado y delicadeza de distinguir las Personas Trinitarias por la manera de actuar. No trata del tema de si las acciones son propias o apropiadas a las Personas, pero sí las distingue. Al Padre se le asigna la Creación, el decreto de
participación de la vida divina, el llamamiento a ser hijos, el envío del Hijo y del Espíritu Santo, el inicio de la salvación, el hacer partícipe de la misión del Hijo a María, a los obispos, a los sacerdotes, religiosos y laicos. El Padre es el término y fin de la acción de Cristo y del Espíritu.
Al Hijo se le asigna la revelación del Padre y su descubrimiento a los hombres, de inaugurar su Reino, de rescatar y transformar a los hombres, de ser su Cabeza, de dar el don del Espíritu, su realeza, sacerdocio, profetismo; y de conducir a los hombres al Padre.
Al Espíritu Santo se le asignan las acciones propias en la salvación: produce la unidad y la caridad en la Iglesia y entre los cristianos de diversas confesiones, hace contemplar y saborear el plan de Dios, distribuye dones y ministerios en la Iglesia, conduce y
guía al Pueblo de Dios, santifica a los cristianos, ordena por medio de los obispos el gobierno de la Iglesia, configura con Cristo, hace testigos.
El cuidado de distinguir, sin separar, la acción de cada Persona en el plan de la Redención se nota en el empleo de las diversas preposiciones:
"Consumada la obra que el Padre encomendó al Hijo sobre la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu". (LG #4)
g) Además de lo que se podría llamar una 'recuperación' de la Persona del Padre, se da también una mayor atención pneumática de la Iglesia y de la salvación.
Evidentemente que el Concilio no entra a discutir aspectos particulares de la doctrina trinitaria, que son de formulación teológica. No aborda temas que podrían ser polémicos, como por ejemplo el "filioque", o que entrañan diferencias en las escuelas teológicas, como, por ejemplo, si el Padre puede manifestarse en la historia como Persona, si las acciones personales ad extra son propias o apropiadas, o qué significa el concepto de "persona".
Lo que sí se da en el Concilio es un nuevo espíritu trinitario que va a dar impulso a un nuevo movimiento teológico en el que la Trinidad se halla en el centro. Y lo que es más importante: la forma de concebir la Iglesia a partir de la Trinidad y como familia de la
Trinidad, lleva necesariamente a un acercamiento "indirecto", por coincidencia de "mentalidad" con las iglesias orientales. De aquí que surja un esperanzador diálogo sobre lo que une y distancia a la Iglesia Católica y a las iglesias ortodoxas.
Doctrina trinitaria de Juan Pablo II: Un hecho importante y novedoso dentro de la doctrina magisterial lo constituye la llamada "trilogía trinitaria" de Juan Pablo II ( expresión que él mismo utiliza), compuesta por tres de sus encíclicas, dedicadas cada una a tratar sobre una de las tres Personas divinas, a saber: Redemptor hominis (sobre el Hijo), Dives in misericordia (sobre el Padre), y Dominum et vivificantem (sobre el Espíritu Santo).
Se trata de tres documentos sucesivos, coordinados, dedicados a exponer contenidos centrales del misterio trinitario, mostrando la conexión entre los aspectos ontológicos y económicos presente en la revelación del misterio de Dios. Puede afirmarse que son tres
ámbitos de reflexión sobre un mismo todo continuo que es la Vida trinitaria contemplada en sí y en su gratuita donación a los hombres. Cada uno de esos momentos hace presente la distinción que -salvada la Unidad divina y de acuerdo con la Revelación- corresponde a la donación de cada una de las Personas en la realización histórica del eterno designio de salvación.
La profunda consideración de dicho designio a la luz de la doctrina de la fe unifica en una sola dirección las perspectivas de las tres Encíclicas: su objeto es tanto Dios como el hombre, tanto las Personas divinas como la persona humana creada y elevada para gozar de la comunión trinitaria. Y así, al tiempo de ofrecer una altísima enseñanza sobre Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, con múltiples sugerencias para la teología, se hace también vehículo la trilogía de una renovada presentación de los contenidos esenciales de la doctrina antropológica cristiana (característica central, se podría decir, de todo el magisterio de Juan Pablo II).
La trilogía de Encíclicas trinitarias se sitúa teológicamente dentro de ese contexto, en el que el misterio de Dios y el misterio del hombre son contemplados a la par y penetrados racionalmente a la luz de la misericordiosa acción redentora. La Redención es así concebida como el marco fundamental en el que se inscribe la automanifestación divina, y por tanto, como el substrato de toda reflexión teológica sobre Dios y sobre el hombre.
De acuerdo con esto, la orientación teológica de la trilogía consiste principalmente en volver la vista sobre el misterio de Dios para contemplar en su raíz mas profunda el misterio del hombre. Junto con ofrecer unas bases de pensamiento, plantean también las tres Encíclicas la necesidad de alcanzar una comprensión renovada de la doctrina sobre Dios, que desemboque de manera lógica en una presentación también nueva de la doctrina antropológica cristiana. En ambas se ha de fundamentar la actividad evangelizadora de la Iglesia en los años venideros. De hecho, la finalidad última de la trilogía es la evangelización del mundo contemporáneo en la que hay que mostrar a Cristo, Redentor del hombre, anunciar el misterio del Padre y de su amor, y proclamar el Don del Espíritu Santo. La "Nueva Evangelización" es así, podría decirse, unas de las conclusiones que se derivan de las tres Encíclicas.
Dios se ha revelado no solo para que el hombre le conozca como Trino y Uno, sino para que llegue a participar de su Vida, pues la Revelación tiene como finalidad la salvación del hombre, que consiste en una particular comunión con Dios. La comprensión de que Dios es Salvador, de que el Dios Creador es también un Dios que salva, permite a la razón creyente penetrar hasta el fondo de su realidad trascendente, y constituye "la cumbre de la consciencia de la Iglesia acerca de Dios".
En otras palabras, el misterio trinitario se le plantea a la Iglesia no solo como la suprema verdad que debe profesar acerca de Dios en Sí mismo, sino también como la verdad sobre la salvación a la que Dios llama al hombre: es verdad sobre Dios Padre que engendra eternamente al Hijo y que, junto con el Hijo, da origen al Espíritu Santo, y es también verdad sobre el Padre que, por la Encarnación del Hijo y el Don del Espíritu Santo, realiza en la historia nuestra salvación.
En la fórmula misterio del Padre, manifestado plenamente en la encarnación redentora del Hijo, está contenido sintéticamente todo el conocimiento de la intimidad trinitaria que posee la Iglesia. La revelación del misterio del Padre en el Hijo es la mostración de que la vida trinitaria está constituida por relaciones de paternidad y filiación en una mutua espiración de amor que a ambas se refiere y de ambas se distingue: la comunión trinitaria es la Unidad de Tres en el amor y en la donación. En el misterio revelado del Padre nos ha sido mostrada la profundidad de la íntima Vida divina, y en la donación del Hijo "propter nos homines et propter nostram salutem" ha sido mostrado en su plenitud el misterio de su amor por el hombre. Por eso la reflexión teológica sobre la fe trinitaria - que comprende inseparablemente el misterio de Dios en sus Personas y su amorosa donación al hombre- no debe separarse de la reflexión sobre el hombre. Hemos de conocer al hombre desde Dios y a Dios desde el hombre, es decir, a ambos en y desde Cristo, en Quien ha quedado desvelado al mismo tiempo el misterio del Padre (la Trinidad en la Unidad del Amor) y el misterio de su amor (el misterio del hombre como hijo amado).
La Teología Trinitaria Contemporánea
Adolfo Barrachina Carbonell
Estancamiento de la teología Trinitaria
En nuestros días se ha llegado a decir que el "Dios desconocido" no es el Espíritu Santo, a quien tradicionalmente se aplicaba esta expresión. Es, más bien, el Padre. Algo de verdad hay que reconocer a este diagnóstico, aunque afortunadamente cada vez menos, ya que la teología contemporánea, bajo el impulso de diversos factores que luego mencionaremos, ha renovado su atención a la persona del Padre y la ha convertido en centro de una densa y compleja reflexión, mostrando la hondura de su compromiso personal. Estamos precisamente en el año dedicado al Padre, dentro del plan de preparación eclesial al gran Jubileo del año dos mil.
El tema que me han propuesto para la conferencia es el de Dios Padre, fuente y origen de la Trinidad. Es evidente que, dada la complejidad de la teología actual, esta propuesta no puede satisfacerse más que de un modo muy limitado. Por otra parte, en cuanto al tema concreto, no podemos hablar de Dios Padre más que en el contexto global de la Trinidad, ya que las Personas divinas son inseparables en sus funciones y, por tanto, la obra de cada una de ellas sólo resulta inteligible en estrecha conexión con la obra de las demás.
Así pues, comenzaré situando el tema teológico del Padre en el marco más amplio de la teología de la Trinidad.
Hoy día se considera evidente el hecho de que la teología trinitaria se hallaba en un estado que podríamos calificar de esterilidad y estancamiento. Y esto en un doble sentido: Primero, porque había quedado fijada en una especie de inmovilismo en el que cualquier avance parecía imposible. Y segundo, porque ofrecía una imagen de la Trinidad extremadamente especulativa y abstracta y, lo que es peor, una imagen de la Trinidad aislada en su tratado y ausente de los demás sectores de la Teología. Es conocida la crítica de Karl Rahner a propósito de este aislamiento que convierte el misterio central del cristianismo en un misterio inoperante en su dimensión estrictamente trinitaria.
Encerrada en sí misma, la Trinidad aparece preferentemente como un "mysterium logicum", que está ahí simplemente para desafiar a la razón humana y reclamar el obsequio de la fe. En esta misma línea, Bruno Forte ha descrito la situación con una frase muy expresiva: habla del "destierro de la Trinidad".
¿Cómo se ha llegado a este aislamiento, a este destierro que cierra el paso a una auténtica teología histórico-salvífica de las Personas divinas y, por tanto, también del Padre? En mi opinión, a través de la aplicación de tres principios que han funcionado, en cierto modo, como tres vueltas de llave:
En primer lugar, el principio metafísico aristotélico -y, en general, griego- según el cual Dios, en virtud de su inmutable perfección, no puede tener relaciones reales con el mundo; las relaciones reales funcionan sólo del mundo a Dios. Si se mantiene este principio y se entiende al modo griego, la novedad y la originalidad del Dios cristiano quedan inevitablemente afectadas. Según Urs von Balthasar, "en la medida en que puede haber relaciones reales sólo desde la criatura a Dios, pero no de Dios a la criatura, las reacciones bíblicas de Dios a la conducta humana se convierten en puros antropomorfismos, y un compromiso de Dios en la historia pasa a ser dudoso, al menos en apariencia"(4). Lo que está en juego, por tanto, en esta cuestión es el realismo y la verdad del compromiso de Dios con nosotros.
La segunda llave con la que se encierra a la Trinidad en sí misma y se anula la proyección específica de cada Persona en el ámbito histórico-salvífico es la afirmación de que "ad extra" todo es común a las tres divinas Personas. El principio en sí es perfectamente válido. Las Personas divinas son inseparables en virtud de su relación recíproca y de la unidad de su naturaleza. Pero ha sido entendido y aplicado, a menudo, en unos términos que imposibilitan o desvirtúan la función propia de cada Persona. En efecto, dicho principio se ha interpretado, a veces, no en el sentido de que las tres divinas Personas actúan conjunta e inseparablemente, pero mostrando cada una su originalidad específica en el ámbito de la historia de la Salvación, sino en el sentido de que en toda acción "ad extra" las tres Personas actúan de modo idéntico y uniforme en virtud de su única e idéntica naturaleza divina. Si esto es así, la Trinidad queda encerrada en sí misma y, como tal Trinidad personal diferenciada, resulta inoperante de cara a nosotros. Se convierte en un "mysterium logicum" para ser afirmado por la fe e intelectualmente contemplado.
La tercera llave, que ha cerrado lógicamente este proceso de aislamiento, es el principio del apropiacionismo, aplicado sistemáticamente a toda forma de predicación referida a las diversas Personas divinas. Las funciones diversificadas que en el Nuevo Testamento se asignan al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo son, en todo caso, entendidas como meras apropiaciones. No se trataría, por tanto, de funciones exclusivas y propias de cada una de ellos, sino que, en realidad, pertenecen indistintamente a los Tres.
A la luz de este planteamiento, que encierra bajo tres vueltas de llave a la Trinidad, anulando la proyección específica de las Personas divinas, se puede comprender mejor la conocida e irónica observación de Kant: "De la Trinidad, tomada al pie de la letra, no se puede sacar nada práctico para la vida" y también la reacción de aquel anciano cura que, al decirle un profesor del Seminario que enseñaba la asignatura de Dios uno y trino, comentó: "¡Alta matemática!"
Pero esta manera de ver las cosas choca fuertemente con la intensa vivencia trinitaria que nos ofrece el Nuevo Testamento, donde a las Personas divinas se las vive y experimenta en su especificidad propia. Y choca igualmente con la espiritualidad de los Santos Padres para los cuales la Trinidad no es un mero "mysterium logicum", sino un misterio de vida y de salvación, es decir, un misterio con una gran repercusión práctica para la vida.
"Redescubrimiento" de la Trinidad
La segunda mitad del siglo XX ha conocido un poderoso resurgir de la teología de la Trinidad, un movimiento renovador que se ha "rebelado" contra dicho estado de cosas y ha querido poner de manifiesto el lugar central e irrenunciable que le corresponde a este Misterio en todos los campos de la reflexión teológica y de la vida cristiana. Fruto de este impulso renovador, que precede al Concilio Vaticano II y que éste ha catalizado y confirmado, es una nueva manera de ver el Misterio de la Trinidad. Se le ve ante todo como un "mysterium salutis" y, desde esta perspectiva, como la única respuesta válida al mundo contemporáneo y al problema de la increencia. Ante el panorama del pensamiento actual, "no sirve ya un teísmo tímido, general y vago -dice W. Kasper-, sino sólo el testimonio decidido sobre el Dios vivo de la historia, que se manifestó concretamente por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo". En términos parecidos se manifiesta Leo Scheffczyk: "En una situación conmovida por la pregunta sobre Dios, debería ponerse ante todo de relieve la importancia del misterio trinitario para la actualización viva de la fe".
Después de un largo destierro, vuelve la Trinidad; y vuelve como la única imagen de Dios que puede responder a la búsqueda, a las dificultades y a las demandas soteriológicas profundas que están presentes en la conciencia viva del hombre de nuestro tiempo. Exponiendo el pensamiento del teólogo latinoamericano Juan Luis Segundo, dice Josep Vives: "Juan Luis Segundo ve en la recuperación de la auténtica imagen trinitaria de Dios la única manera de responder a los postulados de la modernidad, abocada al ateísmo porque consideraba que la absolutez de Dios no podía dejar lugar para la libertad y responsabilidad del hombre. El Dios trinitario, que no es mero absoluto de ser, sino plenitud de comunicación y de amor, es el fundamento de la libertad y de la responsabilidad del hombre como ser hecho -a imagen de Dios- para el amor".
La recuperación del Dios trinitario es un fenómeno general que se ha hecho visible en todas las Iglesias cristianas. En el ámbito de la teología católica limitémonos a mencionar dos nombres emblemáticos, que han contribuido decisivamente, cada uno con sus propios acentos, a la renovación de la doctrina trinitaria, a la recuperación de la Trinidad como "Mysterium Salutis" y como clave de comprensión de toda la teología. Me refiero a Karl Rahner y Hans Urs von Balthasar. En ellos la figura de Dios Padre, tanto "ad intra" como "ad extra" de la Trinidad, ha adquirido una relevancia y una hondura sin precedentes en la tradición occidental. En el campo protestante han desempeñado últimamente un papel fundamental en lo referente a la recuperación de la Trinidad Jürgen Moltmann y Eberhard Jüngel, el primero con dos obras muy directamente relacionadas con el misterio trinitario: "El Dios crucificado" y "Trinidad y Reino de Dios"; y el segundo especialmente con su obra "Dios como misterio del mundo".
Por lo que respecta al ámbito católico, a Karl Rahner le debe, en gran parte, la teología trinitaria actual el haber desbloqueado el misterio de la Trinidad, liberándolo del aislamiento tradicional que venía padeciendo. Con su famoso axioma fundamental, argumentado con gran rigor especulativo, él ha puesto de manifiesto, frente a la tradicional dicotomía entre Trinidad económica e inmanente, la unidad existente entre la "oikonomia" y la "theología", es decir, entre la Trinidad histórico-salvífica y la Trinidad inmanente, entre la Trinidad tal como se nos ha manifestado en Cristo y la Trinidad tal como es en sí.
Con ello Rahner ha hecho posible, a nivel de fundamentación teológica, que a cada Persona divina se le reconozca su función propia y exclusiva en el marco de la Historia de la Salvación y en cada una de las realidades que la componen.
La trascendencia de esta posición ha sido inmensa. Bernard Sesboüé no duda en afirmar que "el axioma fundamental de Rahner sigue siendo la referencia de base de la teología trinitaria contemporánea". También Y. Congar se manifiesta en el mismo sentido, diciendo que "es la aportación contemporánea más original a la teología trinitaria". En virtud de este axioma rahneriano la teología trinitaria sistemática recupera la perspectiva trinitaria propia de la revelación bíblica, en la que la persona del Padre aparece como poseedora originaria de la divinidad única y, por eso mismo, como punto de partida del misterio de la Trinidad. Una expresión de este punto de vista, que consagra desde el primer momento la monarquía paterna, tan grata a los orientales, y que representa un giro respecto a lo que ha sido la tradición trinitaria occidental desde San Agustín, la encontramos ya en su famoso artículo "Theos en el Nuevo Testamento", donde, después de un exhaustivo estudio del término Theos en el Nuevo Testamento, concluye: "Cuando el Nuevo Testamento piensa en Dios tiene ante los ojos la persona concreta, individual, inconfundible, que es de hecho el Padre y a la que se llama ò Zeós. Por ello, al contrario, cuando se habla de ò Zeós, lo primero que en él se ve no es la esencia una de Dios subsistente en las tres hipóstasis, sino la persona concreta que posee la esencia divina, sin recibirla, y que la comunica a su Hijo mediante la generación eterna y al Espíritu mediante la espiración". Se trata de un artículo decisivo que ha logrado recuperar la relevancia del Padre y con ello marcar un nuevo rumbo a la teología trinitaria.
Por su parte, Urs von Balthasar ha desarrollado una profunda reflexión sobre el acontecimiento pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo como lugar donde acontece la definitiva revelación de la Trinidad, donde Dios manifiesta finalmente el misterio abismal de su eterna paternidad, que se identifica con el Amor, donde Cristo queda definitivamente acreditado como el Hijo eterno de su amor y donde el Espíritu Santo aparece como la eterna e inquebrantable comunión de Amor entre ambos. También el Padre es la clave desde la que arranca la comprensión trinitaria de Dios, pero, en este caso, al Padre se le entiende, a su vez, desde la definición joánica según la cual "Dios es Amor" (1 Jn 4,8.16). Balthasar ha sustituido la metafísica del espíritu por la metafísica del amor en la explicación de la Trinidad a partir del Padre, apartándose así, en cierta medida, de la tradición agustiniano-tomista, predominante en la teología trinitaria occidental, y conectando, en cierto sentido, con los planteamientos de un Ricardo de San Victor y un San Buenaventura. Y en este camino le ha seguido una buena parte de la teología trinitaria contemporánea. Baste mencionar a Walter Kasper y Bruno Forte.
Este hecho ha sido constatado y reconocido por el teólogo dominico G.M. Salvati: "Una buena parte de la teología contemporánea muestra un cierto malestar y un consiguiente alejamiento respecto a la reflexión teológico-trinitaria del Aquinate y de sus discípulos".
Factores que han estimulado la renovación de la teología de la Trinidad
La actual renovación de la teología de la Trinidad es deudora de una serie de factores que la han promovido y propiciado. Me limitaré a señalar simplemente dos de ellos.
En primer lugar, aunque se trata de un factor más bien externo, creo que ha desempeñado un papel muy importante el hecho de que la teología actual haya entrado en contacto vivo y sincero con el pensamiento contemporáneo, escuchando las demandas que brotan del hombre moderno y la crítica religiosa que proviene del mundo ateo. Una cultura que alberga en su seno el tremendo fenómeno del ateísmo no puede dejar de hacer pensar al teólogo qué clase de razones hay debajo de ese hecho y qué clase de Dios está ofreciendo la teología, qué idea de Dios se hacen los que lo rechazan y qué imagen de Dios dan los creyentes.
El segundo factor, más inmediato a la cuestión que estamos tratando, es la gran renovación que ha experimentado la cristología en este último medio siglo, una renovación que, dada la íntima conexión que existe entre Cristología y Trinidad, ha dejado sentir su efecto en este último campo. Estimulada por las aportaciones de la exégesis histórico-crítica, la cristología ha pasado de unos planteamientos fuertemente ontológicos y abstractos, en los que la realidad de Jesús tenía un aire intemporal, a unos planteamientos históricos y contextuales en los que su persona y su obra han adquirido concreción, densidad y hondura de significado. El reencuentro con Jesús en toda su densidad humana ha propiciado un reencuentro más profundo con el misterio de su filiación divina y una nueva manera de ver la paternidad de Dios. La teología trinitaria se ha renovado, en gran parte, gracias al influjo que la cristología ha ejercido sobre ella. Pues, como veremos más adelante, Cristo es el lugar donde acontece la revelación definitiva de la Trinidad y , por tanto, donde tenemos acceso al misterio abismal de Dios Padre como fuente y origen de la misma.
Voy a analizar ahora el modo como desde estos dos sectores se ha influido, por vía crítica o por vía positiva, en la actual teología del Padre.
Reservas Y Sospechas Del Pensamiento Contemporáneo Ante La Idea De Dios Como Padre
La confesión cristiana de Dios está encabezada por la afirmación de su Paternidad. Dios es Padre de nuestro Señor Jesucristo. Pero este primer dato fundamental que para el creyente cristiano es decisivo e irrenunciable, y motivo de profunda alegría, resulta problemático y despierta en algunos sectores de la cultura garantice al hombre una seguridad inmadura y le ahorre ser un ser autónomo"? Nada en la revelación actual una actitud de rechazo. Se puede hablar de una especie de contestación moderna respecto de la idea de Dios como Padre.
Esta oposición está vinculada, en primer lugar, a una visión negativa de lo que significa y comporta la paternidad de Dios. Se la ve en abierta contradicción con los ideales de la modernidad, que se cifran en la afirmación autónoma del sujeto humano, en la emancipación de cualquier vínculo que venga impuesto desde fuera, en la afirmación de la propia libertad y responsabilidad. Dios, y particularmente Dios en cuanto Padre, sería una barrera para estas pretensiones.
Juan Pablo II, en su encíclica sobre Dios Padre, ha constatado esta trágica contraposición entre la realidad paterna de Dios y una mentalidad muy extendida en el hombre de hoy: "Mientras diversas corrientes del pasado y del presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso a contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda" (DM 1). Es una contraposición que se mantiene sobre la base de una imagen deformada de Dios Padre. Dios aparece -dice nuevamente el Papa, ahora en la encíclica sobre el Espíritu Santo- "como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre...El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y no la fuente de su liberación y la plenitud del bien" (DeV 38).
En perfecta sintonía con estas palabras, Torres Queiruga ha formulado un diagnóstico semejante sobre la relación entre la modernidad y la idea de Dios: "Existe un convencimiento difuso de que la afirmación de Dios lleva a la negación del hombre. El hombre se siente amenazado por Dios en el ejercicio de su libertad y de su razón...Pero ¿por qué ocurrió esto? ¿Por qué si Dios se presenta en el cristianismo como salvación, el hombre moderno acabó percibiéndolo como rival y opresor?".
En el marco de esta misma mentalidad, también el psicoanálisis arremete contra la figura de Dios, especialmente bajo el símbolo de su paternidad, y considera que la idea de Dios Padre es fruto ilusorio de una actitud inmadura, de una mentalidad narcisista y de un deseo infantil de omnipotencia, que no se aviene a aceptar la dureza de los propios límites.
¿Encubre la fe en Dios Padre -como dice el psicoanálisis- "el sueño infantil de un padre omnipotente que bíblica apunta en esa dirección. Al contrario, la vivencia de la paternidad de Dios, como tendremos ocasión de comprobar, introduce al creyente en un proceso intenso de maduración y de responsabilidad personal.
En todo caso, la teología actual no ha eludido el conjunto de problemas que para la fe derivan del pensamiento moderno, sino que se ha impuesto la tarea de mostrar que el Dios Padre que se nos revela en Cristo no sólo no es rival del hombre, sino que Él mismo ha querido definirse libremente como un Dios para los hombres. Y no sólo no representa una vivencia infantil e infantilizante, sino que bajo su impulso el creyente se siente llamado a alcanzar su pleno desarrollo en la entrega servicial a los demás, que es lo más ajeno al narcisismo y a la inmadurez.
Y es en Cristo, en su vivencia personal y ejemplar de la paternidad de Dios, donde la teología pone de manifiesto lo que esta paternidad significa verdaderamente y los efectos de liberación que produce en quien la confiesa y experimenta.
En este campo la teología de la liberación ha desplegado una intensa reflexión, pero no sólo ella. La mayor parte de la teología actual se ha comprometido en mostrar el significado liberador de la fe en Dios Padre.
A las exigencias de la modernidad y a los postulados del psicoanálisis hay que añadir también la protesta del feminismo, que levanta igualmente su voz contra la representación de Dios como Padre. En esa imagen ve una legitimación ideológica de la preeminencia del varón sobre la mujer, de lo masculino sobre lo femenino. La teología actual no se ha mostrado tampoco insensible a este problema. La paternidad de Dios, tal como se nos presenta en las fuentes mismas de la revelación cristiana, es ajena a toda interpretación masculinizante y discriminatoria. Dios no es Padre en contraposición a una madre. Dios trasciende los sexos. La paternidad del Dios bíblico asume y trasciende los valores que caracterizan al padre y a la madre terrenos. De hecho, los autores bíblicos no dudan en utilizar imágenes y símbolos maternales y femeninos para formular actitudes y comportamientos del Dios de la Alianza.
Además de este frente que podríamos llamar externo, ante el cual la reflexión teológica actual trata de hacer valer la verdadera imagen de Dios Padre, existe también otro frente, esta vez interno, en el que lo que está en juego es el modo como determinada teología entiende la figura de Dios Padre en el acto redentor de Cristo en la Cruz. ¿Es legítima la idea de un Padre iracundo que descarga su ira y su castigo contra su Hijo inocente para poder otorgar, así, el perdón a la humanidad pecadora? "La cólera de Dios no pudo cesar -dice Otto Kuss- hasta tanto que su justicia no recibió la satisfacción exigida... Cristo fue, en lugar nuestro, el blanco de la ira divina". ¿Hay que entender así, en términos de justicia vindicativa y de satisfacción compensatoria, la relación de Dios Padre con su Hijo crucificado y con la humanidad? ¿Se puede compaginar esta visión del Padre con la que nos ofrece Jesús, al presentarlo como amor gratuito e incondicional? Son cuestiones que se hallan vivamente presentes en la reflexión teológica actual y que afectan muy directamente a la imagen de Dios Padre y a la sensibilidad del hombre de hoy.
Y no menos candente y problemática es la cuestión del dolor del Padre. ¿Se compromete personalmente el Padre en la kénosis de su Hijo crucificado hasta el punto de ser afectado, a su modo, por el sufrimiento o, por el contrario, actúa como simple espectador y como "desde fuera" del drama de su Hijo? En esta cuestión entra en juego el delicado problema de la impasibilidad e inmutabilidad de Dios.
La historia de Cristo es también la historia de la revelación del Padre
El pensamiento moderno ha desempeñado un papel importante como lugar de donde le han llegado a la teología una serie de cuestiones que ésta ha tenido que afrontar. Pero ha sido en la cristología principalmente donde estas cuestiones han encontrado su correspondiente respuesta. La cristología ha constituido, a lo largo de este último medio siglo, el lugar privilegiado del redescubrimiento de la Trinidad y, dentro de ella, del papel determinante del Padre. Estamos hablando, como ya indicamos en las páginas anteriores, de una cristología renovada, que ha sabido recuperar la concreción y la densidad humana de Jesús y en ella una imagen más viva y comprometida de Dios. Cristo es la única vía de acceso al misterio trinitario de Dios. "Sólo en él se nos ha abierto y hecho accesible la Trinidad... Del Padre, del Hijo y del Espíritu como personas divinas, sólo sabemos gracias a la figura y comportamiento de Jesucristo". Y sólo desde él podemos entrar definitivamente en el misterio abismal y eterno del Padre.
Al margen de Jesús no sabemos lo que hay detrás de la palabra "Dios" (Jn 1,18). La ambigüedad de esta palabra salta a la vista cuando comprobamos el uso que históricamente se ha hecho de ella. Un uso que ha servido frecuentemente para amparar comportamiento contradictorios o injustos, y no pocas veces crueles y abominables. Con razón se ha podido decir: "La palabra Dios es la más vilipendiada de todas las palabras humanas" (Martin Buber).
Jesús ha rescatado esta palabra de su ambigüedad y la ha limpiado de significados impuros, mostrándonos su verdadero contenido. En la experiencia personal de Jesús Dios aparece inseparablemente como Padre y como Amor. "El anuncio de Jesús sobre el Padre resume de modo personalísimo la totalidad de su mensaje".
A diferencia del Antiguo Testamento, donde el nombre de Padre aplicado a Dios puede considerarse más bien escaso, Jesús eleva este nombre a definición propia de Dios. Y emplea para ello un término, Abbá, que, como ha puesto de manifiesto el exegeta Joaquín Jeremías, supone la introducción de una sorprendente novedad en el trato con Dios. El uso del término "Abba" comporta un alto grado de intimidad y familiaridad y, por tanto, a través de él, se manifiesta la singular relación filial de Jesús con Dios. Jesús nos deja entrever la cualidad única de la paternidad de Dios respecto de él, utilizando la fórmula "mi Padre" y declarando que entre Dios como Padre y él como Hijo existe una exclusiva comunidad de conocimiento y amor: "Nadie conoce el Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11, 27). De hecho, los judíos captan el alcance trascendente que Jesús quiere dar a su filiación divina, y, escandalizados, le acusan precisamente de llamar a Dios "su propio Padre" (patera ídion) y de querer hacerse con ello igual a Dios (Jn 5,18).
"En Jesús -dice Torres Queiruga- la vivencia del Padre -la vivencia del Abbá- constituye el núcleo más íntimo y original de su personalidad. De ella, como de un centro vital, mana para él una confianza sin límites que aún hoy hace inconfundible su figura. Esa vivencia constituye el camino real para acercarnos al misterio de Jesús".
Esta vivencia de la paternidad de Dios no es en él un dato marginal o efímero; al contrario, nos hallamos ante una experiencia que condiciona y configura radicalmente sus actitudes y comportamientos. Y esto a lo largo de toda su vida. La hallamos en su etapa de adolescente, intensamente expresada a través de las palabras que en el Templo dirige a sus padres: "¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?" (Lc 2,49). Y la encontramos igualmente en la Cruz, inspirando sus últimas palabras en la tierra: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23,46).
Pero conviene notar que la revelación del Padre por parte de Jesús no debe entenderse a modo de mera información verbal acerca de la relación que le une con él. La constante referencia de Jesús al Padre no puede entenderse como si el Padre fuera un espectador distante y externo sobre el que Jesús da noticias. El Padre se halla radicalmente implicado y activamente comprometido en la vida de Jesús. Es su vida entera, en su concreción histórica y en su variedad de aspectos, en todo su despliegue de acontecimientos y palabras, lo que revela el rostro de Dios como Padre suyo, a la vez que su íntima relación filial con él. No se trata, por tanto, de una revelación abstracta y estática, sino histórica y abierta y creciente. En este sentido, la historia personal de Jesús constituye, al mismo tiempo, la historia del Padre y de su progresiva revelación. "En la vida entera de Cristo, en su muerte, resurrección y envío del Espíritu, se nos da a ver el Padre". Podemos hablar por tanto de Cristo como la epifanía histórica del Padre. De hecho, esto mismo es lo que declara Jesús cuando afirma: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9). El es, en efecto, el icono, la imagen del Padre (Col 1,15). "El Nuevo Testamento define a Dios a través de las acciones de Jesús y habla de su ser en la medida en que tales acciones lo transparentan y manifiestan". Es imposible desconectar la realidad histórica de Jesús de su vinculación filial al misterio de Dios Padre. Todo intento en este sentido está condenado al fracaso, ya que pretende ignorar algo que constituye el hilo conductor de toda su existencia y el eje que unifica su vida.
Jesús se remite constantemente al Padre como Origen de todo lo que él es, de todo lo que él tiene y de todo lo que él hace. Jesús vive desde el Padre, que es la Fuente original que alimenta y nutre su existencia. Jesús vive para el Padre, de cara al Padre, que es la meta última y el sentido definitivo de su Persona y de su obra. Estas son las coordenadas en las que se mueve Jesús, como él mismo lo declara expresamente en el cuarto evangelio: "Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre" (Jn 16,28).
Cuando Jesús llama a Dios "Padre", está diciendo que de él, como de su Fuente original, está recibiendo la vida, el amor, la misión, la palabra, las obras, es decir, todo. El Padre es, para él, el Dios viviente, que generosamente le comunica su propia vida: "El Padre, que me ha enviado, vive y yo vivo por el Padre" (Jn 5,26; 6,57); Jesús, que se define a sí mismo como el Enviado del Padre, es el Hijo amado, en quien el Padre ha depositado todo su amor, otorgándole el Espíritu sin medida. El Padre está igualmente en el origen de su mensaje y de su actuación, pues Jesús no habla por su cuenta, sino que habla y dice fielmente el mensaje de amor y salvación que el Padre le ha encomendado, mensaje que, a su vez, él comunica al Espíritu de la Verdad (Jn 16,14-15), estableciéndose así, desde el Padre, un proceso de autocomunicación en cascada. Y lo mismo ocurre en el campo de la acción: Jesús transparenta y prolonga en la visibilidad de la historia la acción salvífica del Padre: "Mi Padre actúa siempre y yo también actúo" (Jn 5,19).
Como vemos, la Persona y la obra de Jesús están íntima y radicalmente enraizadas en el misterio del Padre, que nutre e impulsa su existencia filial en un proceso de comunicación permanente. Jesús vive su filiación no como un dato estático e inmóvil, sino como una corriente de vida que le llega sin cesar desde el Padre. "Todo lo mío es tuyo", (Jn 17,10), dice Jesús desvelando esta inefable comunicación de vida, en la que el Padre es el Dador primordial y el Hijo el Receptor agradecido, que, mediante la Encarnación, introduce en la historia la Vida, el Amor, la Palabra y la Acción recibidas de la Fuente paterna primordial.
Por otra parte, la vida de Cristo aparece todo ella bajo el impulso y la acción del Espíritu de Dios. Lucas tiene un interés especial en resaltar este aspecto. La misma concepción de Jesús se realiza al amparo de la irrupción del Espíritu Santo como Fuerza del Altísimo (Lc 1,35).En el bautismo desciende sobre él en forma de paloma (Lc 3,22), de tal manera que Jesús aparece, a los ojos del evangelista, como "lleno del Espíritu Santo" y "conducido por el Espíritu Santo al desierto" (Lc 4,1). Y es precisamente "la fuerza del Espíritu" (Lc 4,14) la que impulsa y guía su ministerio público.
San Juan subrayará la plenitud pneumatológica de la vida de Jesús, indicando que "Dios no le dio el Espíritu con medida" (Jn 3,34), ese Espíritu que, como enseña el propio Jesús joánico, "procede del Padre y que yo os enviaré de junto al Padre" (Jn 15,26).
La monarquía paterna, la posición radical y fontal del Padre se deja sentir en el ámbito de la Trinidad económica, tal como se nos muestra en el misterio de Cristo.
Quizá sea el momento de preguntarnos, en relación con las objeciones que desde la cultura actual se levantan contra la idea de Dios como Padre, cómo se traduce en la vida concreta de Jesús su radical experiencia de la paternidad de Dios, qué efectos tiene en él la profunda implicación del Padre en su vida. Es precisamente en la vida de Jesús donde se puede verificar, de manera ejemplar, si dicha vivencia resulta alienante o, por el contrario, humanizadora; si plenifica al ser humano o ahoga su desarrollo; si lo libera y lo pone al servicio de los demás o expresa y favorece un estado de inmadurez y de narcisismo egoísta. La experiencia filial del cristiano, en la medida que sea genuina, corre la misma suerte que la de Cristo, ya que nuestra filiación es una participación en la de Cristo.
La vivencia de la paternidad de Dios tiene unos efectos que están en abierta contradicción con la visión negativa que determinados planteamientos modernos propugnan. En primer lugar, se trata de una experiencia liberadora, creadora de libertad. En Cristo, como luego veremos, esto saltará a la vista con fuerza de evidencia. Pero este mismo efecto puede comprobarse ya en el Antiguo Testamento, donde la constitución de Israel como pueblo libre se halla indisoluble y expresamente asociada a la idea de la paternidad de Dios. Israel descubre y experimenta a Dios como Padre precisamente a raíz de los acontecimientos de la liberación de Egipto y del camino del desierto. Según Éxodo 4,22-23, Moisés se presenta al Faraón y exige la salida de los hebreos apelando a la condición de Israel como "hijo primogénito" de Dios. Y el deuteronomista, por su parte, ve a Dios conduciendo a Israel a través del desierto bajo la imagen de un padre que lleva a su hijo a lo largo del camino (Deut 1,29-31). Es Dios, experimentado precisamente como Padre (aunque sin la connotación trinitaria que recibirá en el Nuevo Testamento), quien fundamenta y promueve el proceso de liberación. En el Antiguo Testamento la vivencia de la paternidad de Dios desempeña una función emancipadora. Dios Padre impulsa al pueblo hacia la conquista de la libertad. El Éxodo es el arduo y arriesgado camino hacia ese objetivo. El impulso liberador del Padre encuentra no pocas veces resistencia y oposición en el mismo pueblo, porque el camino de la libertad no está exento de riesgo y de responsabilidad. Israel experimentó en ciertos momentos la tentación de volver a la seguridad de la esclavitud de Egipto y es precisamente Dios, el Padre de Israel, quien le estimula a superar el miedo a la libertad.
Cuando desde determinados sectores del pensamiento actual se rechaza y descalifica la idea de la paternidad de Dios por considerar que esta vivencia sofoca la libertad y bloquea la responsabilidad, evidentemente se está imaginando y hablando de un Dios Padre que no es el que aparece en los testimonios de la Sagrada Escritura.
En Jesús esta verdad brilla todavía con mayor radicalidad. La vivencia de la paternidad de Dios hace de él un hombre plenamente libre. Es un rasgo que por su carácter sobresaliente define con fuerza la personalidad de Jesús y su comportamiento. La teología actual se ha ocupado de él ampliamente. Baste citar a este respecto la obra de Christian Duquoc "Jesús, hombre libre" (Salamanca 1975). Se ha hecho notar ampliamente esta libertad de Jesús frente a los diversos grupos de su entorno social, libre frente a su propia familia, cuando está en juego la voluntad del Padre celestial; libre frente a los poderes terrenos de carácter político o religioso; libre en su palabra y en su comportamiento; libre frente al poder seductor de las riquezas; y libre igualmente ante la muerte prevista y anunciada.
El origen de esta libertad radica precisamente, como ya hemos indicado, en el hecho de tener enraizada su persona en la vivencia de Dios como Padre, haciendo de la voluntad paterna la guía y la norma incondicional de su pensamiento y de su acción. Él no experimenta la voluntad paterna como opresora, sino todo lo contrario, como un impulso liberador. Y es así porque la ve y la siente, por incomprensible que pueda parecer en determinados momentos (Mc 15,34), como expresión de su amor. "El amor -observa Walter Kasper- implica una unidad que no absorbe al otro, sino que le acoge y le afirma en su alteridad y le inicia así en la verdadera libertad". En efecto, el amor, en su forma suprema de agape, que es la propia del Padre, no sólo no anula la personalidad del otro, sino que la fecunda y la potencia; no sólo no destruye la libertad, sino que la suscita y la posibilita. En la experiencia de Dios como Padre y en la visión del Padre como Amor se halla, pues, el fundamento de la libertad de Jesús. Y en esa misma experiencia se funda también "la libertad de los hijos de Dios" (Rom 8,21).
Por otra parte, además de libre, la experiencia paternal de Dios hace a Jesús liberador. El Padre induce a Jesús a convertir su vida en un servicio de amor a los demás, a comprometer su persona en la causa del Reino de Dios, un Reino que el propio Jesús, mediante sus palabras y gestos concretos, presenta como liberador. Esta misión, que implica una actitud de salida de sí mismo y de entrega a los demás, supone, desde el punto de vista psicológico, la superación de todo narcisismo. La vida de Jesús es, toda ella, un compromiso de fraternidad. Se entiende como servidor de los hermanos. "Jesús fue ese hombre absolutamente libre. Él pudo estar-ahí en libertad para otros y no ser nada para sí mismo, porque ex-sistía totalmente a partir del acto paternal de Dios". El Padre no desempeña en él el papel de refugio narcisista e infantilizante, que Freud asigna a la fe religiosa en Dios Padre. A Jesús es el Padre precisamente quien le impulsa a hacer de su vida un don para los demás y le traza el duro camino de la Cruz, como supremo gesto de solidaridad realista con los hombres. En el fondo último de este gesto de Jesús lo que hay es la imitación y prolongación del gesto del Padre que, como Amor, es don de sí a su Hijo y, por tanto, paradigma del don de sí que el Hijo realiza en favor nuestro.
Por todo ello, podemos decir con Torres Queiruga que "la mejor respuesta a la crítica freudiana está...en la experiencia de Jesús. En realidad, cada página del evangelio testimonia contra una interpretación neurótica e infantilizante de la confianza en el Padre. Es suficiente contemplar la vida de Jesús para comprender la definitiva impotencia de las objeciones".
La Definitiva Revelación Del Padre En El Acontecimiento De La Muerte Y Resurrección De Jesús
En la actual teología trinitaria, bajo el impulso, sobre todo, de Urs von Balthasar en el campo católico y de Moltmann en el protestante, el acontecimiento pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo ha comenzado a desempeñar un papel fundamental. Es el momento decisivo en que tiene lugar la definitiva revelación del misterio trinitario de Dios. Dios Padre confirma su paternidad real respecto de Jesús y éste ve reconocida su filiación singular. Y de ello da testimonio la donación del Espíritu por parte de ambos (Jn 14,16; 15,26; Hech.2,33).
A este respecto, la Muerte y la Resurrección no deben verse como hechos aislados e independientes, sino como iluminándose y reclamándose mutuamente. La Cruz sin la Resurrección pierde su relevancia salvífica y su capacidad de introducirnos en lo hondo de la paternidad de Dios y de la filiación divina de Jesús. El misterio de la Cruz sólo descubre su fuerza reveladora si lo contemplamos, a la vez, desde la historia precedente de Jesús y desde la luz que arroja el hecho de la Resurrección.
La historia precedente nos permite conocer qué es lo que está en juego en el hecho de la crucifixión, qué cuestión se está dilucidando. Mientras que el acontecimiento de la Resurrección decide el verdadero sentido de la Cruz. Se necesitan las dos perspectivas para comprender el contenido revelador de la Muerte de Cristo.
A lo largo de su vida, como hemos tratado de mostrar, Jesús dio constantes muestras de su relación filial con Dios y, paralelamente, de la especial paternidad de Dios respecto de él. En ningún momento abandonó esta pretensión. San Juan asocia la condena a muerte de Jesús con el mantenimiento de esta pretensión, motivo de escándalo para los judíos, que la consideraban blasfema. En este sentido escribe: "Los judíos trataban de matarlo, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios" (Jn 5,18). El texto da a entender que los judíos captaron el alcance trascendente que Jesús quería dar a su filiación. La condena a muerte significa el rechazo radical de esta pretensión. Para los judíos, la muerte de Jesús en la Cruz suponía una descalificación de su pretensión por parte de aquel al que Jesús reivindicaba como Padre suyo. Lo que se está ventilando en la Cruz es la cuestión de su filiación divina, cuestión que aparentemente parece resolverse en sentido negativo. La crucifixión de Jesús parece sugerir, a primera vista, que Dios no está de parte de él, sino de parte de aquellos que le han condenado como blasfemo por hacerse Hijo de Dios.
Es el acontecimiento de la Resurrección, que el Nuevo Testamento presenta como acción de Dios, el hecho que decide y revela definitivamente tanto la verdad de Dios como la de Jesús. Sólo con la Resurrección se resuelve el interrogante de su identidad filial, ya que, resucitándolo y entronizándolo a su derecha, Dios confirma y asume las pretensiones de Jesús: su filiación divina y la vinculación del Reino de Dios a su persona. Resucitando a Jesús, Dios le otorga la razón y descalifica a sus jueces. Dios aparece entonces como verdadero Padre de Cristo y Cristo como verdadero Hijo de Dios.
A la luz de la Resurrección, la realidad de Cristo crucificado adquiere toda su abismal profundidad, ya que el Crucificado resulta ser el Hijo mismo de Dios. Entregándonos a su propio Hijo, al Hijo de su amor y, por tanto, desprendiéndose por nosotros de lo más entrañablemente amado, el Padre se nos revela como Amor sin límites. La frase joánica, que define al Padre como Amor (1 Jn 4.8.16), no es fruto de una especulación filosófica; nace de la contemplación de Cristo crucificado y del gesto de suprema abnegación con que el Padre ha participado en este acontecimiento redentor.
A propósito de esta participación de Dios Padre en el acontecimiento redentor de la Cruz, hay un amplio sector de la teología actual que, con diferentes grados de intensidad, considera inadecuada la idea de que la muerte de Jesús en la Cruz deba atribuirse a la justicia vindicativa o a la ira punitiva del Padre, interpretación que ha tenido una fuerte incidencia en el campo de la reforma protestante. Baste mencionar, por una parte, a Lutero y, por otra, a Moltmann. ¿Es la muerte de Cristo en la Cruz realmente fruto directo de la cólera del Padre? Karl Rahner "impugna la idea de castigo de un inocente, pues la libertad y la responsabilidad personales no pueden ser sustituidos por otro ser personal". En el momento de la Cruz, Jesús es, si cabe, más objeto del amor del Padre que nunca: "El Padre me ama, porque yo doy mi vida" (Jn 10,17).
La entrega del Hijo por parte del Padre constituye un supremo gesto de solidaridad de ambos con la humanidad extraviada, un gesto dictado por el amor. En la Cruz de Cristo -dice J.Galot- no hay otra cosa sino el despliegue de un amor salvífico, tanto por parte del Padre como del Hijo". Y añade: "...para Pablo y Juan, la obra redentora, tal como se realizó en el sacrificio de Cristo, es una obra inspirada y guiada únicamente por el amor divino, el del Hijo y el del Padre. La Cruz de Jesús no es en modo alguno el resultado de la ira divina".
Por otra parte, también se cuestiona la imagen de un Padre impasible e inmutable, por encima y al margen del drama de su Hijo crucificado. El Nuevo Testamento aduce a menudo el profundo compromiso personal del Padre en la obra redentora de Cristo, compromiso que halla su expresión en la dolorosa donación de su Hijo amado. Cabe en el Padre el dolor, pero un dolor derivado del amor, y esto no como signo de imperfección, sino, al contrario, como expresión libre de la infinita riqueza vital de su propio ser divino.
El acontecimiento pascual de la Muerte y Resurrección de Jesús acredita definitivamente a Dios como Padre y como Amor. Estas dos palabras supremas nos introducen, en la medida que ello es posible, en la comprensión del eterno dinamismo de la Trinidad, es decir, en el misterio de la generación del Hijo amado y en el misterio de la procesión del Espíritu de comunión. "A partir de la Cruz y de la Resurrección de Jesucristo es como hay que comprender la frase neotestamentaria sobre Dios que es Amor". Ésta es igualmente la conclusión de Urs von Balthasar: "Lo que aquí está en juego es el viraje decisivo en la visión de Dios: de ser primariamente poder absoluto pasa a ser absoluto amor". Buena parte de la teología actual se orienta en esta dirección.
Dios Padre-Amor, Fuente Y Origen De La Trinidad
El Nuevo Testamento se ocupa constantemente de las Personas divinas que constituyen la Santísima Trinidad, se ocupa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y de sus respectivas funciones salvíficas. Tanto las Personas como sus funciones forman un orden, en el que al Padre se le asigna siempre la iniciativa y una posición primacial: él es el origen radical de las otras Personas divinas. Así, tanto el Hijo como el Espíritu Santo actúan en la historia y en nosotros como enviados del Padre (Gal 4,4-6). El Padre lleva a cabo su plan de salvación a través de la doble mediación del Hijo y del Espíritu Santo. Los Credos de Nicea y de Constantinopla han respetado este orden bíblico y han desarrollado la fe trinitaria a partir del Padre.
Este orden no sólo rige en el ámbito de la "economía"; pertenece al ser mismo de Dios, de tal manera que también en el ámbito de la vida intratrinitaria el Padre es el punto de partida de todo el dinamismo trinitario. La Trinidad histórico-salvífica es verdadera y libre expresión de la Trinidad inmanente, como indica el axioma fundamental de Rahner.
La capitalidad del Padre la formula con admirable precisión el Concilio XI de Toledo: "Confesamos que el Padre no es engendrado, no es creado, sino que es inengendrado. En efecto, aquel de quien el Hijo recibe nacimiento y el Espíritu Santo procesión, no tiene origen de nadie. Por tanto, es "fons et origo totius divinitatis" (DS 525). La monarquía paterna se halla explícitamente proclamada. La vida trinitaria deriva del Padre.
También el Concilio de Florencia nos ofrece, en su decreto para los jacobitas, una caracterización dinámica de la Trinidad, como un proceso de autocomunicación de la vida divina, que tiene su fuente original e irremontable en la Persona del Padre. A éste lo define con los siguientes rasgos: "El Padre, cuanto es o tiene, no lo tiene de otro, sino de sí mismo; es principio sin principio". En cambio, "el Hijo, cuanto es o tiene, lo tiene del Padre, y es principio de principio", mientras que "el Espíritu Santo, cuanto es o tiene, lo tiene juntamente del Padre y del Hijo" (DS 1331).
El Padre posee la divinidad, la infinita perfección del ser divino, sin haberla recibido de nadie. Es el principio absoluto. El Hijo, en cambio, la recibe del Padre en virtud de un proceso de autocomunicación por el que el Padre le otorga toda su infinita perfección. ¿Por qué se da en la primera persona divina ese movimiento de autocomunicación, que recibe el nombre de generación? ¿Por qué es eternamente Padre? O dicho de otro modo, ¿por qué no retiene exclusivamente para sí la infinita perfección de la divinidad -que él no ha recibido de nadie- y mediante un eterno acto de generación la comunica al Hijo? Es aquí donde la revelación nos ofrece una protopalabra, que nos da la clave última para entender por qué el Dios sin origen es Padre y, en consecuencia, por qué no es un Dios solitario, sino un Dios trinitario. Dios es Padre, es decir, eterna donación de sí mismo al Hijo y, juntamente con el Hijo o por el Hijo, eterna donación de sí mismo al Espíritu Santo, porque es amor. Dios es Padre porque es Amor; Dios es trinitario, es decir, comunión tripersonal, porque en el fondo último y radical de su ser es Amor. Según Juan Pablo II, la definición joánica Dios es Amor constituye la "definitiva clave de bóveda de la verdad sobre Dios". Más allá de ella no podemos ir.
El Padre es Amor (agape), por eso es Padre, es decir, dador de vida, apertura total, pura generosidad, existencia entregada o, lo que es lo mismo, proexistencia. "El suyo es un amor generador, originante, fecundo. Amando, Dios se distingue: es amante y amado, Padre e Hijo". Este gesto por el que el Padre da eternamente al Hijo la plenitud de su infinita vida divina fundamenta la respuesta amorosa del Hijo y, a través del Hijo encarnado, constituye el paradigma de toda forma de amor en el ámbito de la Creación. El amor verdadero no encierra al sujeto en sí mismo, en una especie de egocentrismo narcisista, sino que lo impulsa a abrirse al otro y a compartir con él su propia perfección ("todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío": Jn 17,10). Al amor le es esencial la donación y el encuentro interpersonal, no la soledad. Nuestro Dios es comunión interpersonal trinitaria, y esto es así porque el Amor es la raíz profunda y última de su ser.
LA TRINIDAD EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO
TRINIDAD Y COMUNIÓN
BRUNO FORTE
Se habla mucho en los últimos tiempos de “comunión”. Ahora se trata de ir desgranando, paso a paso, en qué sentido la comunión puede ser una respuesta actual a los enormes desafíos del presente, de modo que sea posible encontrar un lugar para Dios y para la fe en nuestra sociedad.
Y el primer paso es teológico. Se trata de profundizar y tratar de acercarnos a la comunión divina. Queremos modelar la comunión teniendo como guía la comunión trinitaria. No sólo porque lo lógico es que la eclesiología de comunión aspire a encarnar ese modelo eterno de comunión; no sólo porque el modelo divino conjuga de forma única los dos principios que nos vemos abocados a articular: unidad y diversidad, de forma que puede aspirar a resolver el problema de una reciprocidad a la que nos aboca la situación objetiva; es que el bloqueo intelectual respecto del Absoluto en la cultura que nos rodea está exigiendo ofrecer una nueva imagen de Dios y la superación de este problema pasa por la recuperación de la peculiaridad trinitaria del Dios cristiano, que ha dormido el sueño de los justos durante bastantes siglos en nuestra tradición católica; más aún, es que tanto el problema del anuncio del evangelio en occidente, como la posibilidad de que la vida cristiana y la vida consagrada puedan sobrevivir con fruto en nuestra cultura descreída también van a tener como eje de resolución la dinámica de comunión modelada trinitariamente.
Mas, por otra parte, también resulta imprescindible iluminar la antropología. Para poder plantear una comunión proyectada desde la Trinidad, es preciso superar lo que podríamos llamar el individualismo y la cultura de la autoreferencialidad, en la que el hombre se concibe sólo desde sí mismo y en relación a sí mismo. Mentalidades que se propagan en la cultura actual como una mancha de aceite.
Por consiguiente vamos a trata de fundamentar el paralelismo entre comunión trinitaria y reciprocidad interhumana, después trataremos de establecer los principios dinámicos que se deducen de la comunión trinitaria y su posible aplicabilidad a las relaciones interpersonales; después presentaremos la nueva imagen de Dios y su capacidad para superar las objeciones que se le dirigen desde nuestra cultura y terminaremos presentando una serie de principios básicos que iluminarían la comunión interhumana a partir de la comunión trinitaria.
1. Fundamentación antropológica
En estos tiempos en que la constante social más difundida, incluso entre buen número de creyentes, parece ser ese "silencio de Dios", quizá parezca un ejercicio de malabarismo teológico pretender iluminar el complejo mundo de las relaciones sociales tomando como punto de referencia el altísimo modelo de las relaciones trinitarias. ¿Qué nos autoriza a un intento semejante? ¿Desde qué supuestos teóricos podemos intentar abordar esta tarea? ¿No estaremos corriendo el riesgo de caer en esa moda nefasta consistente en buscar a toda costa una raíz trinitaria a cualquier realidad humana o cristiana? No hay que rebuscar mucho entre la literatura religiosa o piadosa para encontrar aplicaciones trinitarias basadas en conexiones tan tenues o tan traídas por los pelos que sólo generan discursos tan bienintencionados como poco consistentes.
Por tanto, el primer paso es asentar bien las bases para esta vinculación entre comunidad divina y comunidad humana, acreditando la solidez del vínculo. Así conjuramos el peligro de que este intento se interprete como un mero juego intelectual.
Paralelismos básicos: Dios, porque es Trinidad, es comunidad. Y lo es estructuralmente. Sin duda de una forma extrema y difícil de concebir, porque, en este caso, la pluralidad no sólo no dificulta la unidad, sino que la refuerza y la exige. Mas por tratarse de una trinidad de personas en comunión no resulta erróneo aplicar este concepto a nuestro Dios. Al menos así se expresan nuestros obispos del país vasco: “Cuando los cristianos confesamos la Trinidad de Dios, queremos afirmar que Dios no es un ser solitario cerrado en sí, sino un ser solidario. Dios es comunidad, vida compartida, entrega y donación mutua, comunión gozosa de vida” .
Los seres humanos también somos estructuralmente comunitarios. La dimensión social-relacional es constitutiva de nuestra existencia a todos los niveles: biológico, psíquico, cognoscitivo. Como afirma Joseph Gevaert: “Se hace evidente una primera certeza en relación con el hombre: el sujeto (ego, persona) no sólo alcanza en el encuentro con los otros la evidente certeza de sí mismo como sujeto originario, sino también un rasgo fundamental del ser humano. El ser con y para los otros pertenece al núcleo de la existencia humana: la relación con los otros es constitutiva y forma parte de la definición del hombre”. No creo necesario fundamentar más esta tesis.
Por otra parte, la comunión trinitaria es comunión de personas. Divinas, sí, y por tanto, del todo peculiares, pero personas. También la comunidad humana se hace de personas: creadas, finitas, históricas, pecadoras... pero, al fin y al cabo, personas. Y alguna conexión será posible establecer entre ambos tipos de personas cuando el Verbo, la segunda persona de la Stma. Trinidad pudo hacerse hombre y vivir siendo uno de nosotros, cuando la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu, puede unirse a nuestro espíritu para realizar la obra de la santificación.
Este paralelismo entre Dios y el hombre encuentra su fórmula expresiva más rotunda en la tesis central de la antropología cristiana: El hombre y la mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios. Evidentemente, del Dios Trino. Por tanto, el ser humano es imagen de la Trinidad.
La cuestión estriba en saber hasta dónde se puede y se debe extender este carácter de "imago Dei" que define al ser humano. La tradición teológica más común ha desarrollado ampliamente el significado de este concepto pero aplicándolo al ser humano entendido como individuo, no como ser social y vinculando este concepto de imagen a las más nobles facultades de su condición espiritual: memoria, entendimiento, voluntad. Incluso San Agustín llegó a elaborar una aguda y magistral analogía entre la Trinidad de personas divinas y la tríada de las facultades espirituales del hombre. Es la conocida "analogía psicológica" o intrasubjetiva. También con sus límites, pues resulta evidente que las relaciones entre las tres facultades espirituales del hombre no constituyen, en realidad, una relación entre personas.
La pregunta que nos proponemos sería: ¿es posible extender y aplicar esta condición de imagen de la Trinidad no sólo a la interioridad del sujeto humano considerado como individuo, sino a su mundo de relaciones interpersonales, a la intersubjetividad y comunitariedad humanas? No conviene asentir precipitadamente pues, de entrada, la distancia entre las personas divinas y las personas humanas, entre comunión divina comunión interhumana es abismal. Veamos apoyos y objeciones.
Apoyos: Desde el punto de vista antropológico, la interioridad del sujeto humano no es ajena a su mundo de relaciones. Tanto la psicología social o evolutiva, como la filosofía personalista insisten hasta la saciedad en que la persona humana se hace y se configura gracias a su mundo de relaciones. Siendo cada uno seres únicos e irrepetibles, estamos configurados directamente por el universo de relaciones que establecemos con quienes nos rodean desde que nacemos, e incluso antes. Y el proceso de identificación o desidentificación con los demás, la imagen que los demás nos dan de nosotros mismos, especialmente en nuestra primera infancia, resultan decisivas en nuestro proceso de formación y maduración como personas. Buena parte de lo que somos, pensamos y deseamos no es resultado de nuestra herencia genética, sino de nuestra herencia cultural. Por lo tanto no cabe concebir al sujeto humano al margen de su mundo de relaciones, y si esto es así, presentar al hombre como imagen de Dios sin tener en cuenta su mundo relacional no parece hacer justicia a la estructura humana.
Por otra parte, pese a la distancia entre comunidad divina y comunidad humana hay una concordancia fundamental. Las relaciones humanas más plenas, más realizadoras y constructivas de la vida del hombre son aquellas en las que -en medio de las inevitables deficiencias- reina la relación de amor vivida en reciprocidad. Sea en las relaciones de pareja, de familia, de amistad, de comunidad... aquel tipo de relación estructural en la que la intersubjetividad se logra articular desde el don y la acogida recíprocas, desde la solidaridad y la generosidad es la relación socialmente más constructiva, más enriquecedora, más promotora de vida.
Pero esto es precisamente lo que afirmamos de Dios. Si Dios, siendo Uno y Único, no puede concebirse como un ser solitario o a-relacional es porque se define como Amor. Y decir amor supone hablar de reciprocidad, de dinámica de donación, de intercambio, de comunión. Por ello, ¿no resulta insatisfactorio reducir el concepto de imagen de Dios a una cierta analogía, que podríamos llamar `estática', entre las facultades que caracterizan a las personas humanas y las que podemos concebir en las personas divinas (conocimiento, libertad, capacidad de amar...)? ¿no parece mas coherente hacer extensivo este concepto de `imago' al ejercicio de dichas facultades en una determinada dirección: la del amor? Algunos teólogos han interpretado el segundo término del texto del génesis, la palabra semejanza en esta dirección, suponiendo que indica un aspecto dinámico, un proceso de asemejarse, de hacer crecer históricamente esa condición de imagen. Sea como fuere, no parece tener mucho sentido postular que cada uno de nosotros somos imagen del Dios Trinidad, que todos tenemos la vocación a vivir el amor como la mejor vía para madurar como personas y que, sin embargo, esta dimensión de reciprocidad no tenga nada que ver con Dios.
Objeciones: No faltan objeciones serias a este enfoque.
En primer lugar desde la misma teología. La doctrina clásica, establecida desde la época de Pedro Lombardo, según la cual Dios, en sus relaciones con lo creado, actúa siempre como el Dios Uno -desde la común naturaleza-, parecería bloquear toda pretensión de establecer una comparación entre las relaciones trinitarias y las relaciones humanas, pues vetaría todo vínculo entre las personas divinas y el mundo creado. Tras el axioma fundamental de Rahner sobre la doctrina trinitaria y el vínculo entre Trinidad inmanente y Trinidad económica -con todas las correcciones necesarias al mismo- me parece una objeción superada. No sólo porque muestra cómo tanto la Encarnación cuanto Pentecostés representan dos comunicaciones de Dios con lo creado que se han de considerar como estrictamente personales (el que se encarna es el Verbo, y sólo Él. Lo mismo hay que afirmar de Pentecostés y el Espíritu Santo), sino porque pone de relieve que aun en las obras del Dios Uno, Díos actúa según es, es decir, según su economía y organización trinitaria que no resulta intercambiable.
En segundo lugar están las objeciones, que se derivan de considerar con atención la distancia infinita que existe entre los dinamismos increados y los creados. Si ya en el plano de la analogía que hemos llamado estática, la inconmensurabilidad entre las versiones divina y humana de las facultades espirituales dificultan enormemente la aplicación del concepto de imagen de Dios (me refiero a que la inteligencia de Dios no es como la nuestra, ni su libertad o su capacidad de amar..etc.), esta distancia se volvería insalvable si se intenta establecer una analogía en el terreno del ejercicio concreto e histórico de dichas facultades.
Tanto los límites creaturales (desde la no perfecta posesión de nosotros mismos, o el hecho de que nuestra condición de seres históricos implica cambio, evolución... etc., o las resistencias que los dinamismos biológicos o instintivos oponen nuestros propósitos libres), como los límites históricos: como la aparición del pecado, que hiere o daña el justo ejercicio de nuestras potencialidades humanas, representarían un obstáculo prácticamente insalvable para poder postular una comparación o continuidad entre los dinamismos relacionales divinos y humanos. En todo caso, habría que posponerla para la vida del más allá, en el Reino.
Estos límites están ahí y no se pueden negar. Pero si la dificultad que presentan no llega a bloquear el camino de la plenitud cristiana en el nivel individual, como lo atestigua la presencia de los santos, hombres y mujeres que con la ayuda de la gracia y los sacramentos han alcanzado, ya en esta vida, una gran plenitud de comunión con Dios (unión transformante), no se ve con claridad por qué esta posibilidad ha de negarse en el nivel colectivo o relacional.
Es evidente que sólo en el cielo llegaremos a vivir con perfección y sin sombra de pecado la reciprocidad modelada trinitariamente, pero ¿no habría ninguna preparación o correlato en el plano humano que nos permitiera anticipar ya en esta vida algo de aquella reciprocidad trinitaria? ¿qué sentido tendría, por ejemplo, el mandato del amor recíproco de Jesús si fuera algo que está estructuralmente fuera de nuestro alcance?
En tercer lugar está la objeción que nace del miedo a los reduccionismos. Algunas interpretaciones, a mi modo de ver excesivamente simplistas, que identifican sin más relaciones trinitarias con dinámica democrática, han suscitado el miedo a que la aplicación de las relaciones trinitarias a la vida humana y eclesial acabe por deformar la fe en Dios, orientándola hacia un triteísmo. Se comprende esta dificultad porque, como ya dijimos, es claro que no se puede identificar dinámica trinitaria con democracia. La unidad trinitaria no supone uniformidad, antes bien exige distinción, y la distinción de posiciones entre Padre, Hijo y Espíritu Santo no es intercambiable. El Hijo ama al Padre obedeciendo, y no al revés.
Sin embargo, precisamente cuando nos encontramos ante el dilema entre una irrenunciable estructuración jerárquica de la Iglesia, que ya no se percibe como signo de salvación, sino que más bien es contestada y rechazada por esta sociedad en que la democracia a triunfado y una alternativa democrática que, aun teniendo valores innegables no respeta adecuadamente la estructura eclesial y no resulta asumible, dejar de lado la clave que permite aunar ambas dimensiones sin renunciar a ninguna de las claves auténticas de cada una de ellas -y esto es lo típico de la dinámica trinitaria-, es desperdiciar una oportunidad única.
El problema fundamental: El problema de fondo parece consistir en la dificultad para establecer la analogía entre la idea de persona divina y persona humana según la ontología clásica de la sustancia. No deja de resultar paradójico, pues es bien sabido que el concepto de persona, ajeno a la antropología griega, procede directamente de los debates sobre la teología trinitaria. Mas cuando se extiende el uso de este concepto a la antropología, en aquella definición de Boecio que hizo época: “Sustancia individual de naturaleza racional”, se perdió un elemento decisivo.
En efecto, el concepto de persona se acuñó en teología trinitaria para poner de relieve lo único que en Dios es distinto: las relaciones opuestas entre los tres que forman la Trinidad. Por tanto, persona quería decir, sobre todo, relación.
Mas, al aplicar la definición boeciana al ser humano desaparece la dimensión relacional y, por el contrario, se subraya el carácter de individualidad incomunicable. Esto ya supuso problemas. El mismo S,.Agustín, anterior a Boecio, pero situado en su misma línea de pensamiento, tenía dificultades para aplicar a la trinidad el concepto de persona: “Cuando se nos pregunta qué son esos tres, nos afanamos por encontrar un nombre genérico o específico que abrace a los tres, y nada se le ocurre al alma, porque la excelencia infinita de la divinidad transciende la facultad del lenguaje”, para concluir afirmando “decimos tres personas para no callar, pero no como si quisiéramos referirnos con precisión a la Trinidad”. La dificultad consiste en que para S. Agustín , las personas primero son y luego, en un segundo momento se relacionan. Y concebidas de esta manera, no se puede evitar el triteísmo al hablar de la Trinidad. San Anselmo expresaba, siglos más tarde, la misma perplejidad con mayor plasticidad: “son tres no-se-qué”, llegaba a decir.
Incluso el mismo Sto. Tomás, que con su genio incomparable llegó a formular con precisión el significado de persona divina en su especificidad como “relación subsistente”, no se atrevió a iluminar la persona humana a la luz de esta novedad trinitaria, porque, en el fondo, para delimitar el concepto de persona divina tuvo que alterar algunos de los principios básicos de la metafísica aristotélica, con lo que el concepto de relación subsistente resultaba un concepto límite.
Desde esta disfunción básica, aplicar los dinamismos personales de la Trinidad a las personas humanas y sus relaciones resulta enormemente problemático. Por ejemplo, no se alcanza a ver cómo podría aplicarse a las relaciones interhumanas la recíproca compenetración e inhabitación de las personas divinas que supone el concepto de perijóresis. De aquí que algunos teólogos se muestren notablemente refractarios a cualquier analogía entre relaciones trinitarias e intersubjetividad humana y rechacen el englobar bajo el concepto de imagen de Dios las relaciones interhumanas.
Hacia un nuevo horizonte: Sin embargo ha habido otros teólogos que, en este siglo XX, han ido más allá. Por una serie de razones que expondremos brevemente a continuación, han decidido hacer extensivo el modelo trinitario de persona a la comprensión de la persona humana, aunque sea a costa de tener que romper con la ontología clásica y superar la idea de persona que de ella se deducía.
Así, por ejemplo, André Manaranche opina: “Queda por construir toda una ontología basada en la Trinidad, cuyo punto de partida tendría que ser la siguiente frase: `En el principio es el don-de-sí como única modalidad del ser-en-si (..), sobre todo si tenemos en cuenta que esta empresa puede -sin eludir las mediaciones- inspirar la vida social”.. Pero también el hoy Papa Benedicto XVI afirmaba hace algunos años que en la concepción trinitaria de Dios “se oculta una auténtica revolución de la imagen del mundo” pues, desde ella “la supremacía absoluta del pensamiento centrado en la sustancia queda destruida; la relación se concibe como una forma primigenia de lo real del mismo rango que la sustancia. Se hace posible así la superación de lo que nosotros llamamos hoy el `pensamiento objetivante' y se nos revela un nuevo plano del ser”.
Y, con más nitidez respecto del tema que nos ocupa, escuchemos a Von Balthasar: “Partiendo de aquí (del modelo trinitario) la definición primaria de persona creada no ha de ser la de autosubsistencia. Si ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, la persona será “regreso (reditio completa) desde el despojo (anonadamiento) y “existir por sí como interioridad que se expresa entregándose”. En resumen, han dado el paso de aplicar al ser humano la comprensión relacional de la persona divina e intentan extraer las consecuencias. ¿Qué les ha movido a dar este paso?:
En primer lugar una comprobación histórica: En el origen del conflicto entre filosofía moderna y Dios cristiano ha jugado un papel decisivo la comprensión no relacional del hombre. Cuando, desde Descartes, en los arranques del giro antropocéntrico de la cultura moderna, se afirma una visión del hombre como individuo solitario, encerrado y separado del resto de la realidad, que extrae su certeza racional fundamental de la propia conciencia (“pienso, luego existo”), se están sentando las bases para acabar por ver a Dios como el antagonista del hombre. Porque el hombre que toma su propia conciencia como tribunal que todo lo juzga, acaba por pensar a Dios tal como se piensa a sí mismo. Y entonces, si existe el Absoluto - un Absoluto que ya no es Trinidad-, dado que lo ha concebido de forma tan solipsista y cerrada como el hombre se concibe a mí mismo, solo que potenciada hasta el infinito, el resultado es que el hombre ya no tiene lugar ni espacio para existir y así es como Dios se convierte en un adversario del hombre.
En segundo lugar un contexto intelectual: Ya he mencionado la crítica que desde la psicología social y evolutiva, la antropología y la filosofía personalista se realiza durante este siglo a la reducción solipsista e individualista del hombre. Porque no se atiene a los datos objetivos y porque históricamente ha conducido a la pérdida del yo: sea en el idealismo post-kantiano, en el empirismo, el colectivismo o el estructuralismo. Del yo se cae en el anónimo “se”.
En tercer lugar porque la revelación aporta un dato bíblico crucial: En el Nuevo Testamento se afirma, de forma explícita y con nitidez, como analizaremos más adelante, la vocación de los hombres a modelar sus relaciones recíprocas conforme al modelo trinitario. Y la primacía de la revelación impone a los teólogos saltar cualquier obstáculo metafísico al respecto.
En cuarto lugar, un fundamento teológico: la profundización trinitaria de la cristología ha hecho emerger la raíz trinitaria de conductas y acontecimientos de la vida de Cristo (Cruz), permitiendo comprobar cómo es posible encarnar en la vida humana dinamismos de las personas trinitarias.
El núcleo duro: El núcleo difícil del problema no reside sólo en el peso que ejerce la herencia de la metafísica clásica y su noción de persona. A la base hay un dato fenomenológico decisivo: la intuición directa de nuestro “yo” y de su consistencia. Cada uno sentimos nuestro “yo” como realidad distinta, única e irrepetible; como realidad que pervive a través de las diversas etapas de nuestra vida y de todos los cambios accidentales que podamos sufrir; como realidad tan personal que resulta incomunicable, cercana a la incomunicabilidad de la individualidad.
Desde esa experiencia no se alcanza a ver cómo una metafísica de la relación podría dar razón de este dato. Dicho directamente: Yo no soy el resultado de mis relaciones con los demás. Aunque las actitudes de los otros me influyan y me afecten, la persona de cada uno se siente y se percibe como un dato previo, original, irreductible a las relaciones con los demás. Primero soy, luego me relaciono.
Postular que este “yo” que somos cada uno es fruto de las relaciones interhumanas, por muchos datos ciertos que el personalismo dialógico nos pueda ofrecer, resulta netamente insuficiente. Reducir la persona humana a un “nudo de relaciones” nos acerca al colectivismo, porque se diluye el sujeto. Da la sensación de querer edificar una casa sin cimientos. Y creo que esta sensación es justa.
No obstante, estamos olvidando un dato fundamental. Previa a las relaciones interhumanas existe otra relación decisiva: la relación con Dios. Una antropología teológica adecuada ha de contemplar la persona humana ante todo en conexión con la relación fundamental, la relación que Dios establece conmigo llamándome a la existencia.
Y creo que es perfectamente posible reemplazar la clásica visión de la antropología cristiana que sostiene la creación inmediata del alma por Dios -entendiendo alma como sustancia espiritual infundida en cada hombre-, por una explicación relacional, que, sin bordear el dualismo como sucede con la posición precedente, integra la acción de Dios, la constitución de la persona humana y la clave relacional.
Según esta visión, es la relación que Dios tiene con cada ser humano la que, como llamada a la existencia, confiere dimensiones infinitas a las potencialidades del individuo, a la base genética, constituyéndolo en persona. Por esta relación se llega a ser autoconsciente, libre y capaz de amar.
En concreto: Yo soy la relación que Dios tiene conmigo. Y es lógico, porque sólo el Ser Personal por excelencia puede conferir personeidad. Postular que la persona se transmite por la vía biológica de la reproducción, ha sido condenado por la misma Iglesia (traducianismo) pues no tiene sentido vincular rasgos espirituales como libertad, capacidad de amar etc... con los dinamismos meramente físico-biológicos de la generación que, por ser ciegos y necesarios son estructuralmente incapaces para ello.
Pero la alternativa no tiene por qué ser la creación inmediata del alma por Dios -en la tradicional interpretación sustancialista que nos aboca al dualismo antropológico- , entender la relación Dios / persona humana como una relación que da horizontes infinitos a meras potencialidades biológicas, me parece una vía adecuada. Evidentemente, esto no obsta para afirmar que la mediación de los interlocutores humanos será después imprescindible para que estas potencialidades personales se desplieguen, se ejerzan y maduren.
Este planteamiento requeriría una más amplia exposición que sobrepasa con mucho los límites de esta ponencia, baste recordar como un simple apunte, la gran paradoja que representa respecto del teorema de Gödel el que nuestro sistema lógico, nuestro cerebro, sea a al vez, finito (aun siendo hiperformalizado, es finito) y autoconsistente. Esto, según el teorema antedicho, resulta imposible excepto si en nuestra sistema lógico hay una posición de conciencia de origen no finito, una relación personal o “feed-back” con el Absoluto.
Desde esta la interpretación relacional de nuestra constitución como seres personales creo posible superar la barrera antes mencionada y fundamentar con solidez el intento que paso a desarrollar.
El fundamento bíblico
Lo que dirime de forma crucial el debate -al menos para los teólogos- es la nítida y explícita presencia en los textos del Nuevo Testamento de la vocación de los hombres a modelar sus relaciones recíprocas conforme al modelo de la Trinidad.
Así Jesús, en el evangelio de Juan, en la oración sacerdotal, manifiesta este deseo: “Padre ,que todos sean uno, como Tú en mí y yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros”(Jn 17,21); “yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno, yo en ellos y Tú en mí para que sean perfectamente uno (..) y yo les he amado a ellos como Tú me has amado a mí”(Jn 17,22-23); y, a propósito de la promesa del don del Espíritu: “Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros”(Jn 14,20).
El problema de los textos bíblicos es que requieren interpretación y aquí no tenemos demasiado tiempo. Sólo quiero referirme a tres expresiones significativas:
“Que todos sean uno”: ¿De qué uno se trata? No, evidentemente, de esa unidad de naturaleza por la que afirmamos que Dios es solamente uno. Porque, aunque nuestra divinización comportará la participación en la naturaleza divina (2ª Ped 1,4), no consistirá en dejar de ser hombres para convertirnos en Dios. Se está hablando de la unidad por comunión personal. Así lo explica S.Juan de la Cruz comentando estos textos del evangelio de Juan: “Como tampoco se entiende aquí que quiera decir el Hijo al Padre que sean los santos una cosa esencial y naturalmente como lo son el Padre y el Hijo, sino que lo sean por unión de amor, como el Padre y el Hijo están en unidad de amor”.
Quizá sea bueno traer a colación que, según Sto. Tomás, “la unidad en Dios es doble: la de la naturaleza divina y la del Amor, que es el Espíritu Santo”.Y precisamente, el don del Espíritu en Pentecostés nos hace ver que Jesús habla de participar en esa unidad de el amor típica de la comunión de las personas divinas en la Trinidad. Citando de nuevo a Juan de la Cruz: “El cual (Espíritu Santo) con aquella su aspiración divina, muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo, que a ella la aspira en el Padre y el Hijo, en la dicha transformación para unirla consigo. Por tanto, el “que sean uno” se refiere a la comunión interpersonal que se expresa en el cumplimiento del mandato del amor recíproco.
“Como”: Mas, ¿se trata de una real participación? ¿o es sólo un paralelismo, comparación o analogía? ¿Se nos invita a imitar desde fuera, en nuestra medida humana, un tipo de comunión a todas luces inalcanzable, pero hacia el que debemos orientarnos tendencialmente? ¿o se está hablando de incluirnos en esa misma dinámica de relación de unidad que tiene el Padre y el Hijo?
El texto de S. Juan de la Cruz, aunque habla sólo de la relación entre el alma individual y Dios no deja lugar a dudas. ¿Y el texto bíblico? Para hallar un respuesta tenemos que analizar el significado del término “como”. Si en castellano esta palabra es ambigua, pues puede significar sea semejanza, sea metáfora, sea perfecta identidad, en griego no es así. El uso que da el evangelio de Juan al término “kazós” en otros pasajes paralelos, nos permite medir el alcance que da en esta expresión.
Así en el mandamiento nuevo “amaos unos a otros como yo os he amado”, el “como” quiere decir plena identidad: “exactamente igual que”; y lo mismo en textos semejantes: “Como el Padre me ha amado así os he amado yo; “Como el Padre me ha enviado también os envío yo”. No así por ejemplo Mateo cuando afirma: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es Perfecto”, pues el término que usa en este pasaje es el comparativo “Hos”.
Esto permite concluir que al utilizarlo Juan para designar la unidad entre los discípulos y su vínculo con la Unidad que Jesús tiene con el Padre no nos permite otra interpretación que la de una real participación. Y en esa misma línea aunque con gran prudencia y mesura lo interpreta el Vaticano II cuando afirma al respecto que este deseo de Jesús “sugiere una cierta semejanza entre la unión de la personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad” (GS 24). Mucho menos pacato se muestra Juan Pablo II al afirmar que “la participación en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas creando un nuevo tipo de solidaridad” (Vita Consecrata nº 41).
Y lo reafirma en la NMI cuando al hablar del programa pastoral para el nuevo milenio indica: “No se trata, pues de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia” (29).
En nosotros: Nos quedaría por perfilar el alcance de una expresión breve, pero importante. El texto dice “que sea uno en nosotros”. Y es una precisión importante porque dirime definitivamente la cuestión de si nuestra comunión es imitación externa o real participación. Resulta una pretensión utópica suponer que podemos alcanzar ese tipo de unidad por nuestra cuenta, imitando desde fuera una dinámica que nos excede. Las expresiones inequívocas del evangelio de Juan: “Yo en ellos y Tú en mí”, “como Tú en mí y yo en Ti”... etc., nos orientan a concebir que la unidad no es obra nuestra. Si no, no se la hubiera pedido Jesús al Padre, la unidad es obra de Dios que tiene lugar en nosotros en la medida en que somos Uno en Cristo Jesús. Toda esa realidad que San Pablo identifica con el Bautismo, con nuestra condición de ser el Cuerpo de Cristo, donde “ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer”... esa es la realidad que aquí se quiere explicitar. Y mostrar su traducción vital mediante el amor recíproco.
Participar en la dinámica trinitaria de unidad gracias al Espíritu que nos habita. Si yo no puedo llegar a entrar en ti, ni a participar plenamente de ti como exigiría la dinámica trinitaria, porque soy un ser limitado y material, el Espíritu sí puede entrar en ambos y en él podemos hacernos uno entre nosotros y con Cristo mediante el amor mutuo. Y es así como, la participación en la dinámica trinitaria explicita existencialmente la realidad mística de la que participamos desde el bautismo por ser uno en Cristo Jesús, haciendo que sea algo consciente y vivo.
Y es lógico que sea así. Porque si la unidad ha de ser trinitaria, no basta que sea, por así decir, “al estilo de Dios”. Ha de ser de Dios para con Dios. Dios sólo hace unidad con Dios. Y se comprende por qué hablábamos de una real participación.
La profundización teológica: los conceptos fundamentales
Como, en realidad, no nos interesa tanto establecer el paralelismo entre las propiedades de las divinas personas y la sociedad humana - como ya han trabajado otros autores - sino captar las claves de la articulación de la reciprocidad trinitaria, lo que podríamos llamar la dinámica de “trinitarización”, es preciso profundizar en algunos conceptos fundamentales de esta dinámica trinitaria para, después , esbozar las consecuencias y el alcance que pueden desarrollar en su aplicación a las relaciones de comunión interhumanas.
Perijóresis: Es un término griego de imposible traducción cuyo origen se vincula con un baile en que los danzarines bailan el uno en torno al otro, en una especie de juego en el que no es posible distinguir quien de los dos hace de centro del otro.
Su uso teológico pretende designar la comunión trinitaria como un mutuo contenerse, la recíproca compenetración de las personas divinas, sin confusión, sin separación que les permite ser uno y distintos a la vez. Su Por ella las personas se unen distinguiéndose y se distinguen uniéndose. Fue aplicado a la divinidad por Juan Damasceno y acogido por el Magisterio de la Iglesia en el Concilio de Florencia (1439) en los siguientes términos: “Por esta unidad esencial el Padre está todo en el Hijo y todo en el Espíritu Santo ..(.etc)”(DS 1331). Puede parecer que empezamos la casa por el tejado, pues la perijóresis, por así decir, expresa como el resultado final de la comunión trinitaria. Sin embargo veremos que resulta útil.
En relación con Dios: Es evidente que esta afirmación plantea serias dificultades de comprensión. ¿Qué queremos decir exactamente? Se trata de conjugar la unidad y unicidad de esencia con la pluralidad de personas.
Partiendo de la única esencia nos podemos preguntar ¿Cómo esos tres son el Uno? ¿De qué modo pueden serlo sin “estorbarse” - si se me permite la expresión-, sin caer en un triteísmo? Es aquí donde aparece el término de perijóresis, para explicar en lo posible, de forma más bien estática, como los tres poseen la única esencia participando de la misma, al mismo tiempo, de diversas maneras porque se contienen recíprocamente.
Pero este enfoque tiene el riesgo de conducir insensiblemente a dar una prioridad a la esencia divina sobre las personas (como si existiera antes que ellas, lo cual es absurdo), de llevar hacia el modalismo (llegar a entender las divinas personas como articulaciones o “modos”, o desarrollos interiores de la única esencia divina).
Es aquí donde la ontología de la sustancia manifiesta sus límites. Según dicha ontología, el ser Uno de Dios se concibe como autoposesión perfecta estática e inmutable. Pero si yo aplico este concepto, tal cual, a la Trinidad, el resultado es un hermoso triteísmo.
Para superar esta dificultad algunos enfoques modernos recurrieron al concepto moderno de persona (psicológico, más que ontológico, como centro consciente y libre de actos), pero así se volvía a caer en el triteísmo, porque, al final, se entiende la comunión trinitaria como la unificación de tres personas (una especie de precipitado, síntesis o “puesta en común”, como se hace en las dinámicas de grupo). Y esto es inviable, sobre todo porque Dios entendido como el Uno, no es más grande que cada una de las personas divinas. En la Trinidad uno, más uno, más uno, es igual a uno.
En cambio si en lugar de partir de la única esencia parto de las relaciones personales, la perspectiva cambia enormemente. Porque, además de la única naturaleza, está la unidad del amor recíproco, la comunión entre las personas. Y va a ser ésta la que nos ayuda a entrever de qué manera los tres son el UNO, y lo que implica la perijóresis.
El cambio de enfoque que aporta la unidad de comunión es arrancar no de la esencia, sino de las personas. En concreto de la persona-fuente: el Padre y de las procesiones personales. El Padre, al engendrar al Hijo no le comunica la única esencia mientras Él permanece fuera o reservándose algo (por aquí vamos al triteísmo). El Padre, en el acto eterno de generación del Hijo, se da, se entrega por completo, amorosamente, en un acto de total expropiación, y así engendra al Hijo, comunicándole la esencia y la misma dinamicidad amorosa (Espíritu Santo). Un darse personal que engendra persona. Y el Padre es restituido a sí mismo desde el Hijo en el Espíritu.
La misma dinámica hemos de afirmar del Hijo y del Espíritu. Cada uno de los tres se da a sí mismo por completo, como amor a los Otros, "muriendo" -por así decir- en los otros y es restituido desde los Otros a sí mismo en el recíproco darse de los Otros a él.
Esta perspectiva nos ofrece un paisaje absolutamente diverso del que procede de la consideración del Dios UNO: Porque frente a la estaticidad se pone de relieve la profunda dinamicidad del eterno proceso divino. Porque frente al modelo del ser como autoposesión aparece una imagen del ser como donación de enormes consecuencias.
La unidad personal aparece como dinámica libre (porque es de amor), de total donación recíproca, es decir las personas no se reservan nada, y de carácter pascual, ya que "mueren" unos en otros y "resucitan" unos de otros. Que culmina en una comunión única porque en el juego de darse y recibirse, se contienen mutuamente sin confusión ni separación: lo que la tradición llamó perijóresis. Pero esta comunión no procede tanto de que los tres tengan un único contenido esencial, sino de la dinámica de donación recíproca personal.
Desde esta perspectiva se entiende porque los tres son el UNO sin "estorbarse" ni caer en el triteísmo. No se estorban, porque existen dándose, no-siendo, perdiéndose en los otros y entregando todo el contenido de la divinidad. “Muriendo” a sí mismos por amor a los otros, si se me permite la expresión. Y se recuperan en el mismo acto en que los otros se dan comunicándose todo el contenido de la divinidad. Así si miramos el Verbo en el Padre ¿qué es? Una "nada" que se entrega por amor. Y viceversa. Por eso podemos pensar cada persona como el UNO porque, aunque contenga en sí a los Otros los contiene como don que se anula por amor. Esto permite comprender porqué los tres podrían decir "YO SOY EL UNO", sin expresar ninguna dualidad o triteísmo.
En relación con los hombres: ¿Es posible proponer este tipo de comunión para las relaciones interhumanas? ¿Desde donde?
Según ha descrito el personalismo, cuando tiene lugar el encuentro interpersonal profundo, se alcanza una comunión de vida, de pensamientos, de sentimientos por la que, de alguna forma, llegamos a participar unos de otros, en ese “nosotros” que se llega a construir. Esto ya nos ofrece una base antropológica significativa, pues, de alguna forma, también la comunión entre Padre e Hijo se consuma en el Espíritu que sería como el “nosotros” de Dios. Sin embargo la afirmación de Jesús va más allá.
Ciertamente se trata de vivir el amor recíproco, según la medida de Jesús, es decir, dando la vida, vaciándonos de nosotros mismos - dando todo lo que somos - para acoger a los otros. Sin embargo la realidad espiritual que tiene lugar es más rica y matizada. Se trata de ser uno en Cristo, de participar de la dinámica trinitaria, unos de otros, gracias al Espíritu que nos habita. Una cita de Piero Coda ilumina con claridad esta perspectiva: “El hombre redimido y divinizado puede ya amar al otro hombre como Cristo lo ha amado: porque Cristo vive en aquel que ama, y porque en el otro hombre, amado por él, vive el mismo Cristo. Su amor recíproco es divinizado, es trinitario. Es Cristo en mí el que ama a Cristo en ti, y este recíproco amor es amor de Cristo, es Espíritu Santo. Y entre dos que se aman así, se establece la presencia de un Tercero (..) un Tercero que es Cristo mismo resucitado, presente en la fuerza y en la luz de su Espíritu ”. O como llega a afirmar S. Agustín: “Y será un único Cristo amándose a sí mismo en ambos”.
Dicho de otra forma, si nosotros hacemos nuestra parte, Dios hace la suya, y si de nosotros depende la, por así decir, “ascética” del don, de despojarnos de nosotros mismos en la medida en que podemos, de hacer el vacío para acoger al otro, de dar como un regalo todo lo que podamos, El Espíritu que habita en nosotros hace la parte `mística' y es en Él donde nos encontramos unidos y distintos.
Para expresarlo con más precisión recojamos un texto amplio pero significativo: “Cuando estamos unidos y Él está (entre nosotros), entonces no somos ya dos, sino uno. De hecho lo que yo hablo no lo estoy diciendo sólo yo, sino yo, Jesús y tú en mi. Y cuando tú hablas, no eres sólo tú, sino tu, Jesús y yo en ti. Somos un único Jesús pero también distintos: yo (contigo en mí y Jesús), tu (conmigo en ti y Jesús) y Jesús entre nosotros en el Cual estamos tu y yo. Así es su presencia mística entre nosotros.
Y como él está en el Padre, por tanto nosotros estamos por El en el Padre y participamos de la Vida Trinitaria. Y la vida trinitaria circula en nosotros libremente y nosotros, amando a los otros como Él nos ha amado, les hacemos partícipes de este tesoro, de la Vida Divina, o, mejor expresado, experimentan en sí el tesoro que ya habían recibido por el injerto en Dios por medio de Jesús en el Bautismo y los Otros Sacramentos.
Creo que así presentada, esta comunión en el amor sí es referible, aun con todos nuestros límites, a las relaciones intersubjetivas entre los hombres. Dice, en efecto Olivier Clément: “La perijóresis, ese intercambio de ser mediante el cual cada persona no existe más que por su relación con las otras podría definirse como una kénosis gozosa. La kénosis del Hijo en la historia prolonga la perijóresis trinitaria y nos permite participar en ella”.
Estos apuntes nos hacen concebir de qué modo se puede extender a las relaciones interpersonales entre seres limitados y materiales el divino estilo de comunión que se deduce de las expresiones del evangelio de Juan.
“Kénosis” : Nos encontramos ante otro término griego, que sí tiene traducción (vaciamiento, pero en sentido reflexivo como anonadamiento o autodespojamiento), pero que es de origen bíblico. En concreto del conocido texto de Filp.2,7 referido a Cristo : “Siendo de condición divina se despojó (Ekenosen) de su rango, tomando la condición de esclavo”. Referido, evidentemente, a la encarnación y a la muerte de Jesús en Cruz. Aunque sea un uso aislado en el Nuevo Testamento, sin embargo si hay paralelismos de sentido en expresiones del mensaje de Jesús como “negarse a sí mismo” o “perder la vida”o en otros textos de la teología paulina: “Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre a fin de enriquecernos con su pobreza” (2 Co 8,9) o “al que no conoció el pecado le hizo pecado por nosotros, para que viniéramos a ser justicia de Dios el Él”(“ Cor 5,21).
En relación con Dios: Este texto es importante porque en la interpretación de numeroso teólogos, es manifestación histórica de una dinámica propiamente trinitaria. Así Von Balthasar: “ el último presupuesto de la kénosis (de Cristo) es el altruismo de las personas en la vida intratrinitaria del amor (..) el anonadamiento de Dios en la encarnación es ónticamente posible porque Dios se despoja eternamente en su entrega tripersonal. Pero también lo afirma la Comisión Teológica Internacional: “La economía de la salvación manifiesta que el Hijo eterno asume en su propia vida el acontecimiento `kenótico' del nacimiento, de la vida humana y de la muerte en cruz. Este acontecimiento (..) se refiere de alguna manera al ser propio de Dios Padre (..). En la vida íntima del ser trinitario se da la condición de posibilidad de estos acontecimientos”.
Y el mismo enfoque lo asumen teólogos como Bulgakov, Coda, Nicola Ciola y tantos otros. ¿Qué se nos quiere decir con esta idea? Que la relación de amor entre las personas de la Trinidad es una donación total una especie de aniquilamiento: un don total, que implica la total expropiación de sí. Esto significa que en el seno del UNO entendido como afirmación, autoposesión, plenitud perfecta se esconde una dinámica de donación sin reservas, que podría describirse en estos términos:
“El Padre engendra por amor al Hijo, se `pierde' en Él, vive en él, se hace en cierto sentido no-ser, por amor y justamente así, por eso, es Padre. El Hijo, como eco del Padre, vuelve por amor al Padre, se `pierde' en él, vive en él, se hace, en cierto sentido, “no ser” por amor y justamente así, por eso, es el Hijo; el Espíritu Santo, que es el recíproco amor entre el Padre y el Hijo, su vínculo de unidad, se hace, también él, en cierto sentido, `no ser' por amor y justamente así es el Espíritu Santo”.
Es una forma diversa de expresar el concepto límite de Sto. Tomas por el cual la persona es relación subsistente, partiendo de la comunión trinitaria, porque cada una de las personas existe en el acto por el que se da a los otras y así su identidad consiste en su relación con la demás. Como afirma Nereo Silanes, “Cada una de las divinas Personas necesita de las otras para ser Ella. Si, por un absurdo, el Padre dejara por un momento de darse al Hijo no sólo dejaría de existir el Hijo, sino que dejaría de existir el mismo Padre que es tal, en el acto de engendrar al Hijo. El acto de amor como donación total que da la vida al otro, es el que hacer ser a quien da, por lo que son una sola cosa en el mismo acto en que se distinguen.
Su significado es enorme porque implica que es posible hablar de la distinción en Dios y también de una cierta presencia del no-ser. De una negación pero plenamente positiva, pues se trata del no-ser relativo típico del amor: Yo no soy, para que tú seas. Esto ayuda a comprender el significado de la distinción en Dios.
En la visión clásica, la distinción entre las personas divinas se establecía por la distinta posición de origen de cada persona en las procesiones divinas, por la que el Padre no es el Hijo ni el Espíritu y viceversa. Esta distinción se carga, desde la perspectiva que hemos hablado de la kénosis por amor, de un inusitado contenido ontológico. El Padre no-es para sí, porque se da por completo por amor, para que el Hijo sea. Cada uno de los tres es, haciéndose "nada" por amor, para que el otro sea. Y en esa medida cada uno es el Uno y cada uno no-es los Otros. Aparece así un no-ser relativo, o, mejor relacional que, en vez de provocar angustia, se revela en su profunda verdad como la plenitud dinámica, el secreto la vida misma del ser que es Amor. Y la distinción se injerta en el seno de la dinámica de unidad personal-comunión perijorética de Dios. Es así como la Trinidad revela el no-ser positivo como el corazón del SER, que es Amor en acto.
Y dentro de esta dinámica se entiende que tenga cabida la otra distinción -siempre en libertad como don de amor-, ésa en la que el UNO se da "fuera de sí" generando lo distinto de sí, para poder amarlo como a sí, distinción que se refiere obviamente a la creación.
En relación con los hombres: La clave kenótica es algo mucho más cercano a nosotros. No sólo por el ejemplo de Jesús, sino porque la experiencia del dolor, de las negaciones que nos viene impuestas por nuestros límites o por los de los demás es algo cotidiano. La primera novedad es que aquí la negación resulta elegida, no simplemente “soportada”; asumida voluntariamente y por amor. También hay una base humana suficiente para esta afirmación. Basta hojear los testimonios de los expertos en humanidad para saber que nada de lo valioso se logra realizar sin esfuerzo, sin dolor, sin olvido de uno mismo. La segunda novedad es que aquí se realiza, por los otros, en favor de los otros, para suscitar la reciprocidad.
Y la kénosis es decisiva en su aplicación a las relaciones intersubjetivas, para eliminar todo idealismo. Para vivir la dinámica trinitaria es preciso vaciarse de sí, darse por amor al otro para acogerlo dentro de ti. Despojarse de lo propio por amor para vivir el otro, acoger así plenamente la realidad que se presenta ante mí con la esperanza de que, en la reciprocidad, el don sea devuelto y así llegar a ser plenamente uno mismo. Cuando tal actitud es recíproca entre dos o más personas, sólo entonces es posible la relación trinitaria.
También nos hace pisar tierra, ante el hecho inevitable de tener que afrontar la presencia del pecado. Pues si, como manifiesta Cristo en la cruz, la clave de la redención es vivir esa kénosis de sí, en cada situación de dificultad, de pecado, es posible, con su gracia, vivir la misma dinámica, amar como Él nos amó y recomponer la unidad, cada vez que nuestros límites y pecados la rompen.
Agape: La raíz ontológica: Todo lo que venimos apuntando, las paradojas, la dimensión kenótica, el ser entendido como donación nos orienta hacia la clave fundamental que se quiere expresar en este término griego que utilizaban las primeras comunidad es cristianas para designar el amor que nos viene de Dios.
En relación con Dios: La kénosis por amor nos revela que el ser de las personas divinas no puede ser planteado como afirmación, autoposesión, plenitud estática. El Padre que es Dios y en su plenitud perfecta lo es todo, sin embargo nada retiene para sí, es pura donación libre de sí. El Padre es sí mismo, en el acto de darse a sí mismo. En el Padre ser él mismo, y "darse" son idénticos. Cada persona es más persona cuanto más se da, se hace otra en el otro y acoge a las otras dentro de sí. En Dios, ser es darse y recibirse recíprocamente. Y éste es el matiz decisivo que las personas aportan a la naturaleza.
Aparece así una nueva comprensión del ser: ser como don, ser como amor, la única capaz de dar razón de las características trinitarias, confirmando las citas de los teólogos que mencionábamos más arriba. La trinitariedad es el dinamismo fundamental del ser como amor y esa sería la última raíz de la ontología trinitaria. Y la naturaleza divina es agápica (significando amor mutuo) porque arraiga en la peculiaridad del ser personal que es capacidad de darse y de recibirse por amor.
En el fondo se trata de hacer justicia a la mejor definición cristiana de Dios. Dios es amor. La esencia única de Dios es el amor en la imborrable diferenciación trinitaria del Amante, del Amado y del Amor personal. Ya lo vislumbró S.Agustín cuando afirmó: "He aquí que son tres: el Amante, el Amado y el Amor". "Y no más de tres: uno que ama a aquel que viene de él, uno que ama a aquel de quien viene y el amor mismo... Y si esto no es nada ¿de qué modo Dios es amor? Y si esto no es sustancia ¿de qué modo Dios es sustancia?.
Por tanto, el ser-Dios de Dios está todo y sólo en el dinamismo de su vida interpersonal en la que cada uno de los tres es DIOS , el UNO, en cuanto no-es, es decir, se da por amor a los otros y se entrega a sí mismo entregando su divinidad y así realiza su ser-amor. En consecuencia, la unidad de Dios no es la de la naturaleza antes de las personas, pero tampoco es la de la simple comunión, Es que su naturaleza es agápica, trihipostática y existe y se realiza en la comunión de amor. Por eso la ontologia es de la tri/unidad: trinitariedad del ser. Pero es una ontología cuya raíz debe ser situada en la peculiaridad del ser personal, como realidad que se realiza dándose. Es así como la Trinidad aparece como la única forma de monoteísmo concreto que, respetando la Absolutez de Dios garantiza una unidad no monista y una pluralidad no politeísta.
En relación con los hombres: A mi modo de ver, sólo desde esta ontología del agape como amor recíproco se comprende en profundidad el significado de nuestra condición de creados a imagen y semejanza de Dios. Con toda la dotación creatural (somos personas, libres, capaces de autorenuncia, capaces de amar) y con toda la dotación dada por la obra salvadora (el don del Espíritu, ser Iglesia, vocación al amor mutuo). Este es el sentido profundo de nuestra venida a la existencia y del plan de Dios: que nos ah creado para que, libremente nos insertemos -gracias a Cristo y al Espíritu- en su dinámica de comunión por el amor recíproco y así participemos en su vida de plenitud: darse y recibirse, ser Uno y distintos.
Nueva imagen de Dios: el Absoluto relativo.
En el primer apartado apuntábamos que la recuperación de la trinidad resultaba decisiva para superar la actual “alergia” del hombre de hoy respecto del Absoluto.¿Qué nos aporta lo dicho sobre la trinidad al respecto?
Recordemos que el nudo gordiano de la actual alergia de nuestra cultura respecto del Dios cristiano estriba en su condición de Absoluto. El hombre de hoy teme al Absoluto. No sólo porque los diversos absolutismos en la historia han costado millones de víctimas. Es que la idea misma de Absoluto es tan omniabarcante, total, maciza, aplastante que no se percibe cómo se puede coordinar este UNO-ABSOLUTO con nuestra característica pluralidad y diversidad. Y mucho menos cómo es compatible con valores tan arraigados hoy como la autonomía, la libertad individual, la conciencia etc....
No sólo. Este Absoluto se percibe como una amenaza, porque afirmar la existencia del Absoluto parece implicar la negación de todo lo que no es El. Si el Absoluto existe sólo existe el Absoluto y la única condición que parece adjudicable a lo distinto del Absoluto es la de no-ser, apariencia, mera etapa del autodespliegue del Absoluto etc... Por eso el hombre, para defenderse del UNO aplastante y anulador ha exaltado lo múltiple, lo fragmentario, lo plural, intentando darle a todo eso una unidad que no sea el UNO divino.
Y aunque los intentos de suplantar al UNO-ABSOLUTO, por otros Absolutos seculares e inmanentes (las ideologías) no han resultado mejores, el actual relativismo imperante refleja con nitidez esa conciencia de que el Absoluto, cualquier Absoluto, es incapaz de dar espacio a la pluralidad, a la diversidad y es, por tanto rechazable.
La nueva imagen de la Trinidad que emerge de la anterior exposición me parece una respuesta a estos problemas. Porque nos dice que el Absoluto temido por nuestra cultura no es el verdadero UNO, es un ídolo consecuencia de haber planteado la unidad sin la distinción. El Absoluto trinitario no es excluyente porque su manera de ser el UNO, infinito, único, absoluto no es la autoafirmación cerrada y compacta, antes bien es una intensa dinámica de donación que no sólo incluye la pluralidad y la distinción sino que la exige como condición para la misma unidad y que, por ser dinámica de amor, supone siempre la libertad. El UNO cristiano es capaz de acoger lo múltiple porque en su mismo seno es distinción, es diversidad.
Por otra parte, afirmar el ser de Dios no significa negar el ser de lo distinto, porque la negación está en el mismo corazón de Dios. Pero una negación positiva, fruto del amor. Es Dios mismo el que, por amor, se niega a sí mismo. Dentro de sí para engendrar a las personas divinas; fuera de sí, en la creación, para que el mundo pueda existir como distinto de Dios.
Y entonces ese no-ser como pura negatividad que teme nuestra cultura es un mero fantasma., pura irrealidad abstracta Es la consecuencia de desconocer o haber eliminado del seno del ser ese no- ser relativo típico del amor.
- Porque se le priva de dinamicidad: al plantear la distinción al margen de la unidad
- Porque se le priva de relacionalidad: y al volverlo impersonal nos incapacitamos para comprender el valor del amor. Solo en el contexto de las relaciones interpersonales se comprende el significado positivo del negarse a sí mismo por amor a los demás.
La Trinidad nos revela que el corazón del Absoluto hay una presencia del no-ser plenamente positiva: el no ser relativo del amor, la donación, que vaciándole de su pura negatividad le confiere un significado valioso: es la forma de dar plenitud al propio ser. Y ha sido Cristo quien, lo ha manifestado, asumiendo por amor en la cruz el no ser, tal como el hombre lo experimentaba, lo libera de la pura negatividad que el hombre le había conferido (pecado y muerte), y revela el no-ser positivo del amor como el corazón de Dios.
Traducción en principios básicos
¿Que repercusiones tendría aplicar la trinitariedad como dinámica de relación interpersonal? ¿Cómo traducirlos? Evidentemente, por falta de espacio y por tratarse de claves muy básicas solo puedo ofrecer perspectivas en embrión, pero me parecen muy sugerentes.
Personalización - Socialización. Sólo puede ser válida aquella socialización que implique una simultánea personalización. Porque sólo es posible vivir relaciones trinitarias si en las relaciones sociales se supera el esquema impersonal de los “roles” y se tratan de vivir como encuentro entre personas. Esto, que resulta evidente en las relaciones que tocan más de cerca (matrimoniales, familiares, pedagógicas, comunitarias..), tendría que hacerse extensivo a todo el ámbito de las relaciones sociales: laborales, económicas, culturales. No estamos diciendo que podamos ser amigos de todo el mundo. En nuestra sociedad masificada es inevitable que haya relaciones superficiales con muchas personas. Lo que sí nos pide la dinámica trinitaria - y esto ya es índice de hasta qué punto la dinámica trinitaria exige un esfuerzo, la muerte del propio yo, vivir fuera, en donación- es que hagamos un esfuerzo por desfuncionalizar estas relaciones, aportando ese toque de personalización preciso: a veces basta con una sonrisa o una mirada cómplice. Es imposible vivir la relación trinitaria escondido tras el rol.
Identidad como don. La gran revolución de la mentalidad trinitaria consiste en creer que la propia identidad crece en la medida no en que se la defiende y se la afirma como un tesoro a proteger, sino en la medida en que se la da como un regalo. La persona existe en la medida en que se da a las otras, es ella misma a través de las otras. Cada uno es y vuelve a ser él mismo sólo en la relación libre de amor con otras personas. Y ello se realiza más plenamente cuando se alcanza la reciprocidad.
En realidad significa que para ser yo mismo necesito de los otros, necesito que los otros sean y vivir nuestra distinción en reciprocidad de comunión.
Esto es una revolución, especialmente para nuestro mundo de hoy que, ante el crecimiento de los pluralismos (culturales, étnicos, religiosos), que ante la avalancha de la globalización los individuos, los pueblos, pueden sentir amenazada la propia identidad, y buscar defenderla de forma agresiva. Me parece decisiva para afrontar adecuadamente el problema tan nuestro de los nacionalismos o regionalismos; el problema de la interculturalidad... etc. Y es lógico que así sea, porque la comunión trinitaria no sólo no suprime la distinción sino que la necesita y la exige. La clave es que se viva desde la reciprocidad amorosa.
Reciprocidad como Unidad-distinción. La dinámica trinitaria es de reciprocidad y busca la reciprocidad pero no cualquier reciprocidad. Hay relaciones de amor que generan dependencias, porque el amor no es plenamente altruista, y entonces uno queda absorbido por el otro, o depende en exceso del otro. El amor trinitario une, pero promueve la diferencia de cada uno. “Pensamiento trinitario es aquel en el que yo soy yo en ti y tú eres tú en mí”. Significa que cada persona se encuentra a sí misma en la otra si se esfuerza porque la otra sea ella misma.
Se trata de ese amor que busca suscitar en el otro la misma respuesta libre. Vivir con los demás, para los demás, en los demás, gracias a los demás Se trata de la reciprocidad que busca la unidad.
La reciprocidad así entendida me parece decisiva para afrontar el problema de las relaciones hombre-mujer. Porque las simples ideas de la igualdad o de la complementariedad esconden trampas. Mientras que en la reciprocidad entendida trinitariamente se salvan la peculiaridad de cada uno y al tiempo se alcanza una unidad que no es mera sumisión de uno a otro. Solo la reciprocidad trinitaria no genera dependencias sino que crea una unidad que permite la autonomía de cada realidad y, al tiempo, enriquece a ambas.
El todo en cada uno. El carácter perijorético de la comunión trinitaria ofrece una característica especial que modula la reciprocidad interhumana. La promoción de la distinción de cada persona no se alcanza respetando una propia zona autónoma (la propia competencia), sino dándola, perdiéndola en la unidad y recuperándola desde la unidad. Esto es especialmente importante para comprender la peculiaridad de la Iglesia (en cada Iglesia local, está toda la Iglesia universal; o la relación entre las vocaciones eclesiales (todas en cada una sin anular la distinción). Y también para afrontar lo que significa trabajar en un proyecto común al estilo trinitario: la clave no es distribuir tareas y luego componer el resultado. Si por el amor mutuo morimos el uno en el otro, damos todo lo que pensamos y lo entregamos como un don y acogemos lo que los otros nos dicen como un don preciso, el resultado que nazca de esa unidad, que quizá será la idea de uno de ellos, pero enriquecida por la de otro, o al revés, pero siempre purificada por haberla dado por amor, será la expresión de nuestra unidad, que los dos compartimos plenamente.
Vaciamiento - Acogida. Solo una actitud de amor, que se vacía de lo propio para acoger lo del otro, sus perspectivas, sus problemas, sus intereses. Es decir, que, según el modelo kenótico de Jesús, sabe hacerse uno con el hermano, mirar con sus ojos, desinteresadamente, sin prisas, sin pretender dar respuestas de memoria a los problemas es capaz de generar una actitud similar de reciprocidad. Sólo así se va más allá de la cortesía, de la condescendencia, de los amores poco purificados. El significado que esto tiene en el plano del diálogo, de la escucha, del encuentro es decisivo. Y no sólo para los profesionales (psicólogos).
Debemos ser conscientes que, por otra parte, esta actitud es decisiva para afrontar el riesgo del rechazo, del pecado, de la manipulación. El amor siempre puede ser defraudado. Porque espera la respuesta recíproca, y ésta a veces viene, a veces no. Por eso es preciso creer que en el amor lo que vale es amar. La clave cristiana de este problema que es la cruz y el abandono sufrido por Jesús nos refleja hasta que punto el amor trinitario es la clave para asumir y redimir el pecado. Y esta dimensión pascual, esta capacidad de perderse por amor, es clave para que el horizonte trinitario no resulte utópico o absurdo. Pero la meta no es sentirse mejor o hacer méritos ante Dios o evitar problemas: se muere para reconstruir la unidad, se niega uno a si mismo por amor a los otros para regenerar la comunión. No puede existir unidad trinitaria sin una kénosis recíproca, o sea, sin el mutuo vaciarse de sí, para acoger al otro por amor, sin perderse uno en el otro por amor, que, al tiempo, hace que cada uno sea él mismo.
En el plano de las relaciones más amplias esta dinámica se puede traducir en: amar a la patria del otro, al partido del otro, a la religión del otro, a la cultura del otro... como a la propia. Porque desde la ley del amor mutuo se debe apreciar los rasgos diferenciales de los demás como propios: dar y acoger. Y este es el presupuesto desde el que se puede afrontar el reto de la globalización, de la interdependencia. No sólo tolerarnos sino llegar a articularnos en unidad.
Unidad asimétrica. Una de las paradojas más difíciles que nacen de la diversidad y pluralidad humanas es que la práctica de la justicia lleva a veces a la injusticia, en el sentido de que no hay mayor injusticia que dar cosas iguales a desiguales. Sin embargo muchas veces, en nombre de la igualdad fundamental y para no correr el riesgo de caer en la acepción de personas, se cae en un uniformismo empobrecedor que aplana las diferencias. A mi modo de ver, la relación trinitaria de la unidad en la distinción, donde cada uno aprende a hacer propias las peculiaridades del otro ayuda a apreciar la diversidad en sus propios términos, reconociendo las diversas necesidades que requieren respuestas no uniformes. Así se evitan el juicio, la envidia, la reclamación que enmascara el egoísmo en nombre del valor de la igualdad. Esto vale para todos los niveles comunitarios, desde la familia hasta la comunidad de naciones.
Apertura a lo nuevo. Ya hemos hablado de la novedad que genera la unidad vivida trinitariamente: la presencia del Espíritu Santo que nunca se repite. Si el reto que tenemos delante es lograr que la pluralidad no sea conflictiva sino enriquecedora; saber articular la diversidad de modo que permita “formar sistema” y esa ha sido siempre el camino de las novedades en el plano evolutivo, cabe esperar que también en el plano espiritual la comunión modelada trinitariamente que hace presente a Jesús entre nosotros, en la fuerza y la luz del Espíritu, sea la llave para ofrecer soluciones nuevas a los problemas. No sólo, la llave incluso para postular lo que se encierra tras la expresión: la segunda venida de Jesús. Que quizá debamos desmitologizar y presentarla más bien como el ultimo salto evolutivo que no como una bajada triunfante desde el cielo. Un poco al estilo de Teilhard de Chardin.
A mi modo de ver, la propuesta trinitaria que he tratado de bosquejar en estas páginas se presenta como la gran oportunidad para caminar hacia ese futuro.
El moderno problema de Dios y la Historia Trinitaria Divina
J. Moltmann
La controversia en torno a la existencia de Dios y a las funciones de la fe en él ha intranquilizado, en los últimos años, a numerosos cristianos, que se encuentran desorientados entre tópicos tales como «Dios ha muerto» o «Dios no puede morir». Por eso, en la lucha por una nueva Iglesia y una nueva sociedad, algunos han excluido simplemente el problema de Dios. Pero tras la crisis político-social de la Iglesia late una crisis cristológica: ¿sobre quién se apoya, en definitiva, la cristiandad? Esta pregunta oculta, a su vez, el problema mismo de Dios: ¿cuál es el Dios que motiva la existencia cristiana: el crucificado o los ídolos de la religión, clase o raza? Sin una nueva certeza en el ámbito de la fe cristiana no podrá existir una credibilidad universal de la Iglesia. Después de las controversias de los últimos años, y de manera sorprendentemente nueva, han surgido en el seno de las diversas confesiones tendencias convergentes del pensamiento teológico que nos permiten vislumbrar una nueva doctrina cristiana acerca de Dios. Partiendo de estos datos iniciales, trataré de seguir profundizando.
Sufrimiento y fe en el Dios amoroso
El pensamiento va precedido por el sufrimiento. El problema de Dios surge en lo más profundo del hombre a partir del dolor por la injusticia en el mundo y por el desamparo en el sufrimiento. Son muchos los movimientos y las luchas sobre los que se concentra la historia: luchas por el poder, lucha de clases, luchas raciales, etc. Pero cuando se busca la categoría exacta de la historia universal habrá que encontrarla, tras todos aquellos movimientos y pugnas, en la «historia de la pasión del mundo». En la posesión se distinguen los hombres de los hombres, pero en la pobreza son todos solidarios. En lo positivo se separan los hombres de los hombres, pero en lo negativo son todos iguales. La experiencia y la percepción del dolor en y del mundo nos conduce más allá del teísmo o del ateísmo. Ante el sufrimiento en este mundo es imposible creer en la existencia de un Dios todopoderoso y lleno de bondad que «todo lo rige magníficamente». Una fe que justifica el sufrimiento y la injusticia del mundo y no protesta contra ellos es inhumana y aparentemente satánica. Pero, por otra parte, la protesta contra la injusticia pierde toda energía si cae en un trivial ateísmo para el que todo quedase reducido a este mundo y a su situación concreta. El airado aliento del clamor está sostenido por la nostalgia del «enteramente Otro». Es, como dice Max Horkheimer, «la nostalgia de que el asesino no debería triunfar sobre su víctima inocente». Es la nostalgia irrenunciable de justicia. Sin la pasión por la justicia en el mundo y por aquel que, en definitiva, es su garante, no puede darse un sufrimiento consciente por causa de la injusticia. De esta forma, mientras el sufrimiento pone en cuestión la idea de un Dios justo, la nostalgia de la justicia y de aquel que es su garantía pone, a su vez, en tela de juicio el sufrimiento, convirtiéndolo así en sufrimiento consciente. Más allá del teísmo y del ateísmo, el sufrimiento y la protesta contra él nos conducen al problema de la teodicea: Si Deus iustus, unde malum? Si en la pregunta de ¿por qué el sufrimiento? al estímulo lo llamamos «Dios», a su vez en la pregunta sobre Dios —an Deus sit?— el estímulo es el sufrimiento. El teísmo tradicional responde a esta doble pregunta con la justificación de este mundo como «mundo de Dios». Este mundo, tal como es en realidad, es un espejo de la divinidad. Pero una respuesta así no es posible. El espejo está roto. Por ello una respuesta tal implica idolatría.
El ateísmo tradicional suprime las bases en las que se apoya la pregunta por Dios a partir del sufrimiento. «La única disculpa de Dios es que él no exista» (Stendhal y Nietzsche). Irónicamente, la no existencia de Dios se convierte en disculpa ante una creación frustrada. Pero esto significa en la práctica: si el hombre se deshabitúa a las preguntas absolutas acerca del sentido último y la justicia, acabará dándose por contento y habituándose a la deficiencia de las circunstancias.
La teología crítica, así como el ateísmo crítico, coinciden en el sufrimiento como marco de la pregunta por la justicia. Cristianos críticos, al igual que ateos críticos, se encuentran en la lucha contra la injusticia y su sanción religiosa en este contexto de solidaridad práctica. Pero, a nivel de la historia de la pasión del mundo, ¿qué significa el recuerdo de la historia de la pasión de Cristo? Antes de que podamos responder a esta pregunta habremos de esclarecer lo que la historia de la pasión de Cristo significa para el ser mismo de Dios y, por tanto, para la fe cristiana en Dios. Un Dios que reina en un trono celeste, en una felicidad indiferente, resulta algo inaceptable. Por ello, ¿no deberá la teología cristiana hacerse eco nuevamente de la antigua cuestión del teopasquismo: ha sufrido el mismo Dios? Y es que un Dios incapaz de sufrir, ¿no sería también un Dios incapaz de amar y por ello más pobre que cualquier hombre? Pero, a su vez, un Dios que sufre, ¿qué puede significar para los hombres sufrientes más allá de una confirmación religiosa de su dolor?
La teología cristiana sólo puede plantearse la historia de la pasión del mundo superando la ilusión teísta y la resignación atea cuando se ha planteado la historia de la pasión de Cristo y ha llegado a reconocer el ser de Dios en la muerte de Jesús en la cruz. Sólo cuando se llegue a esclarecer lo que ha sucedido entre el Jesús moribundo y «su» Dios podremos deducir lo que este Dios significa para los atribulados y desamparados de esta tierra.
El desamparo del Hijo de Dios
¿Por qué ha muerto Jesús? Fue condenado según la ley como blasfemo a causa de su nuevo mensaje sobre la justicia misericordiosa de Dios, así como por su solidaridad con los injustos y los que están fuera de la ley. Fue crucificado por la potencia romana de ocupación como un revoltoso contra la pax romana y sus dioses. Murió, finalmente, en el desamparo de Dios; del Dios y Padre cuya venida había anticipado y atestiguado en palabras y acciones hasta entonces inauditas. De este modo, Jesús, en este último sentido, murió a causa de su Dios y Padre, por el que fue abandonado. En este punto del desamparo del Hijo de Dios por parte del mismo Dios se concentra el interrogante cristiano acerca de Dios y el sufrimiento; interrogante que la teología tradicional esquivó la mayor parte de las veces. Como uno de los testigos más antiguos, nos cuenta Marcos que Jesús no murió con una muerte fácil y espectacular, sino que su final tuvo lugar entre clamores y lágrimas. Según Mc 15,37, murió Jesús con un grito inarticulado. Mc 15,34 lo describe con las primeras palabras de Sal 22: «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Para completar la paradoja, según Marcos, al clamor de Jesús por el abandono de Dios responde el centurión pagano con la confesión de la filiación divina. ¿Cómo se puede entender esto? La tradición posterior se ha sentido evidentemente escandalizada por la interpretación de Marcos y ha descrito el clamor de Jesús con piadosas expresiones. Algunas variantes del texto occidental de Marcos dicen: «Dios mío, ¿qué tienes que reprocharme?». Lucas sustituye la expresión del abandono con palabras de la oración judía vespertina tomadas de Sal 31,6: «En tus manos encomiendo mi espíritu». Juan dice, por motivos teológicos, «todo está consumado» (19,30). Se puede admitir que el texto de Marcos, siendo el más difícil, es el que más se aproxima a la realidad histórica.
Cuando dos afirman lo mismo, el contenido de las afirmaciones no tiene por qué ser igual. Por eso es falso interpretar el clamor de Jesús en el mismo sentido de Sal 22, mientras que es, en cambio, correcto el interpretar Sal 22 a partir del sentido de Jesús. En él, las palabras «Dios mío» se refieren al Dios de la alianza de Israel, y el término «yo» de la persona desamparada al justo sufriente, que reclama la fidelidad de Dios a su alianza. Pero, en Jesús, la exclamación «Dios mío» comprende todo el contenido global de su nuevo mensaje sobre el reino cercano, de gracia y liberación, así como de su propia vida dentro de aquella cercanía de Dios que le hace hablar siempre y exclusivamente de «mi Padre». De este modo, su desamparo se convierte en un desamparo muy particular. El que le abandona no es sólo el Dios de la alianza de Israel, sino su Dios y Padre. En consecuencia, el «yo» del desamparo no es ya únicamente el de un interlocutor en la alianza, sino el yo del Hijo. No obstante, el carácter jurídico de la acusación contra Dios se mantiene. El clamor de Jesús, como el del salmista, nada tiene que ver con una «consoladora desesperación», sino que es una llamada a la fidelidad de Dios en razón del mismo Dios. El salmista se querella contra la fidelidad de Dios en su alianza para con el justo. Jesús se querella también, pero de la unidad del Padre con él, el Hijo. Con su muerte no sólo está en juego la fidelidad de Dios, sino la divinidad de Dios mismo, cuya cercanía y paternidad ha anunciado él. Por eso, con estas palabras, se querella Jesús contra su propio ser en su especial relación con el Padre, en la cual él es el Hijo. Se puede, por tanto, entender Sal 22, en boca de Jesús, de esta manera: «Dios mío, ¿por qué te has abandonado?». En consecuencia, este abandono en la cruz ha de ser estrictamente entendido como un acontecer entre Jesús y su Dios. La cruz es, en este aspecto, un acontecimiento que tiene lugar entre Dios y Dios.
¿Por qué, después de Pascua, fue objeto de tradición el desamparo de Jesús en la cruz? Como es sabido, existió un entusiasmo por parte de la comunidad primitiva, para la cual la cruz sólo representaba un escalón o un paso más, aunque superado, hacia aquella gloria que se creía experimentar ya con la presencia del Espíritu. Frente a este entusiasmo de la comunidad primera, Pablo y Marcos subrayan y recuerdan la importancia permanente de la cruz del Señor resucitado. La fe cuanto más conducía al sufrimiento por el mundo irredento, tanto más descubría la importancia de la crucifixión de la persona escatológica de Cristo. La Pascua no convierte, por tanto, a la cruz en un peldaño o en un paso ya superado, sino que la cualifica como acontecimiento salvífico. Sólo a la luz escatológica de la fe en la resurrección se convierte la cruz en un misterio teológico que deja de serlo si se la considera históricamente, porque muchos profetas así acabaron. La teología de la cruz en Pablo y Marcos tiene como presupuesto la fe pascual y es su contenido concreto. Pero ¿cómo puede Dios mismo ser desamparado por Dios y padecer y sufrir y morir en su Hijo?
El dogma ante la realidad del abandono de Jesús
El teísmo cristiano cae, en este punto, en una aporía muy característica. La nueva literatura de la historia de los dogmas, tanto protestante como católica, está de acuerdo en que el hecho del desamparo de Jesús (derelictio Jesu) constituyó la dificultad central de la cristología de la primitiva Iglesia. Es verdad que en la adoración del Crucificado por parte de la Iglesia inicial existió una «religión de la cruz». Ignacio pudo hablar, aún no reflejamente, del «sufrimiento de mi Dios» (Rm 6,3), del que él mismo será imitador en el martirio. Pero la reflexión teológica no estaba en situación de identificar el ser mismo de Dios con el sufrimiento y la muerte de Jesús. La dificultad intelectual provenía del antiguo concepto de Dios, según el cual Dios es imperecedero, inmortal e incapaz de sufrimiento, mientras el hombre es efímero, mortal y capaz de sufrir. Por otra parte, influía la antigua nostalgia de salvación, según la cual consistía ésta en la divinización y la divinización equivalía a inmortalidad y permanencia. El mismo Cirilo de Alejandría, que acentuó al máximo la unidad divino-humana de Cristo, tuvo que dar una nueva interpretación al desamparo de Jesús: el desamparo de Cristo no es su propio desamparo, sino el de la humanidad. Todo aquel que afirme que Cristo personalmente ha sido vencido por el temor y la debilidad, ha excluido la confesión de su divinidad. Pero ¿es que resulta realmente imposible referir el sufrimiento de Jesús al ser mismo de Dios?
Nicea afirma, con razón, frente a Arrio, que Dios no es mudable como lo es la criatura. Pero esto no constituye una afirmación absoluta, sino sólo comparativa. Dios no está sometido a coacción alguna por parte de lo que no sea Dios mismo. Lo cual no quiere decir que Dios no sea libre para alterarse a sí mismo o para hacerse alterable por otro. De la afirmación relativa de su inalterabilidad no se deduce, sin más, la consecuencia de su inalterabilidad absoluta.
Contra los monofisitas de Siria había mantenido la primitiva Iglesia la impasibilidad de Dios. En contraposición al sufrimiento pasivo, conocía ella únicamente una incapacidad esencial de sufrimiento. Pero existe un tercer estrato intermedio: el sufrimiento activo, el sufrimiento del amor, la apertura libre que se deja afectar por el otro. Si Dios fuese, bajo cualquier concepto, incapaz de sufrir sería también incapaz de amar, como el Dios de Aristóteles, que es amado por todos, siendo él incapaz de amor. Pero quien es capaz de amor es también capaz de sufrimiento, pues está abierto al sufrimiento que entraña el amor, permaneciendo sometido a él en virtud de ese mismo amor. Dios no sufre como la criatura, por indigencia, sino que, por la plenitud de su propio ser, ama y sufre también en virtud de la libertad de su amor.
Las distinciones del teísmo entre el ser divino y el humano son importantes hacia el exterior, pero nada nos dicen sobre las relaciones íntimas entre Dios y Jesús, así como entre el Hijo y el Padre; por eso no pueden ser aplicadas al acontecimiento de la cruz como algo que acaece entre Dios y Dios. El humanismo cristiano cae, en este punto, en una aporía semejante: ve en Jesús al perfecto hombre de Dios, quedándose con su impecancia ejemplar como demostración de «la conciencia siempre inconmovible de Dios» por parte de Jesús; de manera parecida también la muerte de Jesús sólo podría ser considerada como la perfección de su propia fe u obediencia, pero no como desamparo por parte de Dios. En lugar de la incapacidad de sufrimiento por parte de la naturaleza divina (apatheia), aparece entonces la inmutabilidad (ataraxia) de la conciencia divina de Jesús. De este modo, basta el desplazamiento del antiguo axioma de la inmutabilidad de Dios al plano de «la vida interior de Jesús». Las aporías continúan siendo las mismas. Pero si, por fin, pasamos al humanismo ateo centrado en la figura de Jesús, desaparece totalmente el problema que va implicado en el grito de la muerte. Si no existe Dios, tampoco pudo Jesús, en definitiva, haber muerto abandonado por Dios. El grito de la muerte como dirigido a Dios sería entonces algo totalmente superfluo.
Toda teología cristiana responde, en última instancia, al clamor de la muerte de Jesús y explica, consciente o inconscientemente, por qué Dios le ha abandonado. También el ateísmo responde a esta pregunta, pero lo hace de tal manera que intenta sustraerle todo fundamento para liberarse de ella. Pero el clamor de Jesús en su muerte es más poderoso que la mejor respuesta teológica. Por eso en la cruz todas las respuestas teológicas se convierten en referencias provisionales a la venida de aquel Dios que puede ser la única respuesta.
La cruz, lenguaje trinitario de la historia de Dios
El lenguaje cristiano acerca de Dios tiene que realizarse en la conciencia y en la plena presencia del desamparo de Jesús por Dios en la cruz, y sólo en ellas puede encontrar su justificación. O bien la cruz es el fin cristiano de toda teología o el comienzo de una teología específicamente cristiana. El lenguaje cristiano acerca de Dios se convierte, en la cruz de Cristo, en un lenguaje trinitario sobre la «historia de Dios», y debe distanciarse, en consecuencia, de todo monoteísmo, así como de todo politeísmo y panteísmo La situación central del Crucificado es lo específicamente cristiano en la historia universal, así como la doctrina de la Trinidad es lo específicamente cristiano en la doctrina sobre Dios. Ambas cosas están íntimamente implicadas. «No son las escasas fórmulas trinitarias del Nuevo Testamento el fundamento escriturístico para la fe cristiana en el Dios uno y trino, sino el testimonio ininterrumpido de la cruz; y la expresión más concisa de la Trinidad es la acción divina de la cruz, en la que el Padre permite al Hijo ofrecerse a sí mismo por medio del Espíritu»
Tomamos el contenido exegético para esta tesis de las afirmaciones de abandono de la teología paulina. La palabra griega que lo expresa (paradidomi) tiene, en la historia de la pasión de los evangelios, una resonancia claramente negativa y significa traicionar, entregar, abandonar, sacrificar o matar. En Pablo aparece este sentido negativo en Rom 1,18ss, en la exposición que él hace del abandono de Dios para con el hombre ateo. La culpa y el castigo coinciden: los hombres que abandonan a Dios son abandonados por él y «entregados» al camino que ellos mismos han elegido: los judíos a su legalismo y los paganos a su idolatría, y unos y otros al acicate de la muerte. Pablo introduce un cambio de sentido en las fórmulas del parédoken (o «entregó») cuando presenta el abandono de Jesús, no en el contexto histórico de su vida, sino en e] contexto escatológico de la fe. Dios «no ha perdonado ni a su propio Hijo, sino que le ha entregado por todos nosotros. ¿Cómo, si estamos juntos con él, no nos dará todo por gracia?» (Rm 8, 32). En el desamparo histórico del Crucificado contempla Pablo desde una perspectiva escatológica aquella entrega del Hijo por el Padre en favor de los hombres ateos y abandonados de Dios. Pero cuando, en este contexto, Pablo destaca al «Hijo propio» de Dios sus afirmaciones comprenden también la entrega misma del Hijo al Padre (aunque ésta no se realice de igual manera ni dentro de un esquema patripasiano). Jesús sufre la muerte en el desamparo de Dios. Pero el Padre sufre la muerte del Hijo en el dolor de su amor. Si el Hijo es entregado por el Padre, el Padre padece su abandono por el Hijo. Kazoh Kitamori lo ha llamado acertadamente el «sufrimiento de Dios».
Dado que la muerte del Hijo es algo distinto de este sufrimiento del Padre, no se puede hablar de «muerte de Dios» en el sentido del teopasquismo. Para comprender la historia de la muerte de Jesús abandonado por Dios como un acontecer que tiene lugar entre su Padre y él como Hijo es preciso hablar en esquemas trinitarios, dejando a un lado, en este primer momento, el concepto general de Dios. En Gál 2,20 aparece la fórmula parédoken con Cristo como sujeto («... el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí»). Según esto, no sólo el Padre entrega al Hijo, sino que el Hijo se entrega también a sí mismo. Lo cual hace referencia a una comunión de voluntades entre Jesús y su Padre en el momento de su separación total por el desamparo de Dios en la cruz. Ya Pablo había interpretado como amor el acontecimiento del desamparo de Cristo por Dios. Lo cual reaparece en la teología de san Juan (3,16). Y la primera carta de Juan ve centrada, en este acontecimiento del amor en la cruz, la existencia de Dios mismo: «Dios es amor» (4,16). Por eso, en la terminología posterior, se puede hablar, en relación con la cruz, de una homousía o consustancialidad del Padre con el Hijo, y viceversa. En la cruz, Jesús y su Dios y Padre se hallan distanciados al máximo por el abandono y al mismo tiempo se hallan en la más estrecha unión por la entrega. Pues del acontecimiento de la cruz entre el Padre que abandona y el Hijo abandonado procede la entrega misma, es decir, el Espíritu.
Si se quiere interpretar el acontecimiento de la crucifixión de Jesús en el marco de la doctrina de las dos naturalezas, dispondríamos solamente del concepto del Dios único y de la naturaleza divina, y desembocaríamos en graves paradojas. En la cruz clamaría entonces Dios a Dios. En consecuencia, en este y sólo en este momento «Dios habría muerto» y, al mismo tiempo, no habría «muerto». Además, si contamos únicamente con el concepto de Dios, siempre estamos inclinados a adscribirlo al Padre, refiriendo entonces la muerte a la personalidad humana de Jesús, con lo que la cruz es «vaciada» de la divinidad. Pero si, en este primer momento, prescindimos ya de dicho concepto de Dios, tendremos que hablar de personas en el marco mismo de las circunstancias peculiares de este acontecimiento concreto. El Padre es el que abandona y entrega. El Hijo es el abandonado, entregado por el Padre y también por sí mismo. De esta realidad histórica procede el Espíritu del amor y de la entrega, que conforta a los hombres desamparados. Nosotros interpretamos así la muerte de Cristo no como un acontecimiento entre Dios y el hombre, sino principalmente con un acontecer intratrinitario entre Jesús y su Padre, del cual procede el Espíritu. Con esta postura, 1) ya no es posible una comprensión no teísta de ]a historia de Cristo: 2) es superada la antigua dicotomía entre la naturaleza común de Dios y su Trinidad intrínseca, y 3) resulta superflua la distinción entre Trinidad inmanente y económica. Así, se hace preciso un lenguaje trinitario para llegar a la plena comprensión de la cruz de Cristo y se sitúa en su verdadera dimensión la doctrina tradicional sobre la Trinidad. La Trinidad ya no es entonces una especulación sobre los misterios de un Dios «sobre nosotros», al que es preferible adorar en silencio a investigar vitalmente, sino que en definitiva constituye la expresión más concisa de la historia de la pasión de Cristo. Este lenguaje trinitario preserva a la fe tanto del monoteísmo como del ateísmo, manteniéndola adherida al Crucificado y mostrando la cruz como inserta en el ser mismo de Dios y el ser de Dios en la cruz. El principio material de la doctrina trinitaria es la cruz. El principio formal de la teología de la cruz es la doctrina de la Trinidad. La unidad de la historia del Padre, del Hijo y del Espíritu puede luego, en un segundo término, ser denominada «Dios». Con la palabra «Dios» se quiere expresar entonces este acontecer entre Jesús y el Padre y el Espíritu, es decir, esta historia determinada. Ella es la historia de Dios a partir de la cual sobre todo se revela quién y qué es Dios. Aquel que quiera hablar cristianamente de Dios deberá «contar» y predicar la historia de Cristo como historia de Dios, es decir, como la historia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, a partir de la cual se establece quién es Dios, y ello no solamente para el hombre, sino también en el seno de su propia existencia. Esto significa, por otra parte, que el ser de Dios es histórico y existe en esta historia concreta. La «historia de Dios» es así la historia de la historia del hombre.
Dios sufre porque ama
En la historia cristiana, el Dios de los pobres, de los enfermos, de los oprimidos y de los esclavos fue siempre el Cristo paciente, perseguido y oprimido, mientras que el Dios de los ricos y de los poderosos fue y sigue siendo el Pantocrátor. Pero ¿qué significa para la historia de la pasión de este mundo el conocimiento del Dios en forma de siervo, del Hijo de hombre paciente y crucificado?
Quien sufre sin límites comienza siempre creyendo que ha sido abandonado por Dios. Quien en su dolor clama, mezcla fundamentalmente su voz al unísono con el clamor de Jesús en su muerte. Pero entonces Dios no es sólo el interlocutor oculto por el que el hombre clama, sino en el más profundo sentido el Dios humano que clama en él y con él y que se presenta con su cruz por el hombre allí donde éste enmudece en su tormento. Quien sufre no protesta sólo contra su destino: sufre porque vive, y está vivo porque ama. Quien ha dejado de amar, ha dejado también de sufrir; para él, la vida se ha convertido en algo indiferente. Cuanto más ama el hombre, tanto más vulnerable es, ya que el hombre es vulnerable en la medida en que es capaz de felicidad, y viceversa. Esto podría ser calificado como la dialéctica de la vida humana. El amor vivifica y hace mortal. La vitalidad de la vida y la mortalidad de la muerte se experimentan en ese interés por la vida que llamamos amor. El Dios teísta es pobre. No puede sufrir porque no puede amar. Pero el ateo que protesta, vive a su vez en una situación desesperada: desemboca en el sufrimiento porque ama; pero, al mismo tiempo, protesta contra el sufrimiento, y por ello contra el amor, que le arrastra hacia el sufrimiento. ¿Cómo puede uno, a pesar de la desilusión y de la muerte, permanecer en el amor? La fe que surge de aquel acontecimiento de Dios en la cruz no responde a la pregunta del sufrimiento con una explicación teísta de por qué tiene que ser así; pero tampoco responde con un mero gesto de protesta, sino haciendo retornar al amor desesperanzado a su propio origen: «Quien permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn 4,17). Allí donde los hombres sufren porque aman, Dios sufre en ellos. Allí donde Dios ha sufrido la muerte de Jesús, demostrando así la fuerza de su amor, encuentran también los hombres la fuerza para soportar el aniquilamiento y para «aferrarse a lo mortal» (Hegel). Hegel llamaba a todo esto la vida del espíritu: «La vida del espíritu no es la vida que se atemoriza ante la muerte y se conserva pura de la devastación, sino que las soporta y permanece en ellas». Quien llega al amor y, a través del amor, al sufrimiento, experimentando la mortalidad de la muerte, entra también en la «historia de Dios». Si reconoce que su abandono ha sido superado en el abandono de Cristo, puede permanecer en el amor, en comunión con la entrega de Cristo. Para Hegel, la comprensión trinitaria de Dios hacía posible únicamente el conocimiento de la cruz de Cristo como «historia de Dios»: «Esto es, para la comunidad, la historia de la aparición de Dios; esta historia es historia divina, a través de la cual ha llegado a la conciencia de la verdad. A partir de aquí surge la conciencia y el conocimiento de que Dios es uno y trino. La reconciliación en Cristo, en la que se cree en y por Cristo, no tiene sentido alguno si Dios no es conocido como el uno y trino». El acontecimiento de la cruz se convierte, para la fe liberada y amorosa, en una historia de Dios que abre futuro, cuyo presente se llama reconciliación con el dolor del amor y cuyo futuro es el amor en su propio mundo, libre ya de angustia y opresión. La historia de la pasión del mundo ha sido asumida en la «historia de Dios» a través de la historia de la pasión de Cristo. «En este sentido, Dios es el gran compañero, el que sufre en confraternidad, el que comprende» (Whitchead). Desde el punto de vista de la Trinidad, Dios es tan inmanente a la historia como trascendente al mundo; él es (expresado con una imagen insuficiente) en cuanto Padre trascendente, en cuanto Hijo inmanente y en cuanto Espíritu apertura previa de un futuro a la historia. Si comprendemos a Dios así, entenderemos nuestra propia historia, la historia del sufrimiento y de la esperanza de la humanidad, como «historia de Dios». Más allá de la sumisión teísta y de la protesta atea, es ésta la historia de la vida, porque es la historia del interés por la vida, la historia del amor.
La Teología Trinitaria según el arte iconográfico (Rublev)
La iconografía es un arte litúrgico y dogmático porque su contenido (propósito para el cual ha sido creado) cubre las necesidades y propósitos de la iglesia (espíritu y no materia).Su contenido trascendental no es la belleza física, ni la natural, sino la expresión de la santidad. Lo bello en el icono no esta determinado por la natural formación del objeto sino por su contenido sublime " su poder de servir a los ideales de la fe". La iconografía por su naturaleza es "expresionista." Su expresión artística es una profunda experiencia de vida, no está limitada a las impresiones que el ojo recibe sino a lo que manifiesta el alma.
La iconografía es la visión de un mundo "a través de los ojos interiores" en el cual la esencia profunda de las cosas se torna comprensible. La iconografía evita la representación de las sagradas formas según la realidad natural, encontrando más bien, a través de una abstracción verdaderamente maravillosa, la forma de expresar la realidad espiritual que constituye su más elevada verdad.
A lo largo de los siglos los teólogos han intentado comprender el misterio de la Trinidad, los santos lo han vivido, los místicos lo han gustado, pero fue Andrei Rublev el que tuvo la dicha de pintarlo para introducir en él al pueblo cristiano. Su icono de la Trinidad, obra maestra del arte pictórico, es también un compendio de Teología Trinitaria que se ofrece a la mirada de la fe. Data del año 1411 aproximadamente y se encuentra actualmente en la Galería Tetriakov de Moscú.
El icono representa, en una primera visión, la visita de los tres ángeles a Abraham junto al encinar de Mambré (Génesis 18, 1-15). A través de esa escena del Antiguo Testamento se abre todo un campo de simbología teológica que nos conduce hasta Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En primer lugar podemos ver la escena en general, tenemos tres personajes sentados en torno a una mesa con una copa en medio.
El personaje central resalta, aparte de por su posición, por el intenso rojo de su túnica que contrasta fuertemente con el azul del manto. Viene de un largo camino, por eso el cuello de su túnica está ligeramente descolocado, una estola dorada cae sobre su hombro derecho. Está mirando hacia su derecha, al segundo ángel. Este segundo ángel está vestido con una túnica azul y casi totalmente cubierta por un manto semitransparente. Está como recibiendo al recién llegado, su postura es de reposo. A la derecha tenemos una tercera figura, cortada por el bastón que sostiene con la mano izquierda. La mano derecha casi parece apoyarse en la mesa para levantarse. La túnica es azul, como en el caso del personaje de la izquierda, pero el manto es de un verde igual al del suelo sobre el que se apoyan los bancos en que están sentados los tres. El azul de las túnicas representa la divinidad de los tres personajes, iguales y distintos a la vez. Es el Dios oculto que parece trasparentarse en el manto del Padre, el Dios que muestra el misterio de su amor hasta la muerte en el rojo del Hijo y el Dios que da vida a toda la creación en el verde que el Espíritu Santo comparte con el suelo.
El cuadro se puede dividir en dos zonas, una rectangular superior, donde se ve una casa, un árbol y una montaña. Son signos de las grandes realidades religiosas del Antiguo y del Nuevo Testamento. La casa es el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo (el Templo en el Antiguo Testamento y Jesús en el Nuevo), el árbol es el lugar de la prueba (la prueba que vence al hombre en el árbol del bien y del mal del que come Adán y aquella en la que el hombre sale vencedor en el árbol de la cruz) la montaña es el lugar de la ley (la que dio Moisés en el Sinaí y la nueva ley de Jesús en el sermón del monte). En definitiva, el fondo del cuadro es una representación simbólica que, de algún modo, intenta abarcar toda la historia de la salvación. La escena que se representa tiene como trasfondo toda esa historia porque es en ella y a través de ella como se ha mostrado el misterio de la vida de Dios que el cuadro representa.
Pasando a la organización de los tres personajes que están en primer plano observamos que están estructurados en forma circular. Un círculo exterior los enmarca y un círculo interior, señalado por el borde de la manga del personaje central, reitera y profundiza el movimiento circular de la imagen. Esta organización circular hace que el cuadro tenga un movimiento propio, la mirada del observador es conducida de un personaje a otro en un camino infinito. Es la vida del Dios trino que se pone ante nuestros ojos. Dios no es un puro permanecer en sí mismo, un absoluto quieto y muerto, sino que el ser de Dios es un permanente salir de sí una dinámica eterna de donación y comunión en la que nos va introduciendo.
Esta vida se enmarca en un doble octógono que forman las bases sobre las que están situados los sitiales de los personajes laterales en combinación, bien con las cabezas de estos mismos personajes, bien con la casa y la montaña del plano superior. El ocho representa el octavo día, el primer día de la nueva semana, es el domingo de la resurrección. Este día tiene dos centros, por una parte la copa, que representa la Eucaristía, por otra parte el seno del personaje central: el Hijo. A través del amor de Cristo, en quien se realiza el nuevo tiempo de la salvación que es apertura a la eternidad de Dios.
Esta unión entre la Eucaristía y Cristo queda realzada por una tercera estructura: las siluetas de los personajes laterales representan una copa, reproducción de la copa central. Esta segunda copa, resultado de la conjunción de la obra del Padre y del Espíritu que sostiene al Hijo, manifiesta el contenido de la copa central: Jesucristo, el salvador que viene de un largo camino de muerte simbolizado por el cuello descolocado de su túnica, pero también de resurrección y gloria que se muestran en la estola dorada que luce.
Si dividimos las partes superior e inferior del cuadro nos daremos cuenta de un efecto importante. En la parte superior aparece resaltada la figura central, el Hijo. Si el cuadro fuese únicamente esta parte superior pensaríamos que el Hijo está situado delante de las otras dos figuras. Sin embargo, cuando miramos la parte inferior del cuadro de forma independiente el efecto es el contrario, la colocación de la mesa y de las piernas de los dos comensales produce el efecto de que el personaje central está más retirado. Por medio de esto se produce una estructura espacial cóncava, es como si fuésemos invitados a entrar dentro de la mesa, el Hijo se adelanta a llamarnos a ella.
Podemos observar en esta escena del cuadro la relación entre las tres personas divinas, es una relación doble que se establece a través de las miradas y de las manos. Las miradas representan la relación interna de las tres divinas personas, las manos su participación en la historia de la salvación. Hay un cruce de miradas entre el Padre y el Hijo, y en el centro de este cruce se introduce la mirada del Espíritu Santo, es la vida interna de la Trinidad de Dios. Este amor divino no está destinado a permanecer encerrado en Dios, al contrario, se derrama en el mundo, la mano del Padre envía al Hijo que con la suya, al mismo tiempo que bendice la copa eucarística, señala al Espíritu en quien se recoge toda bendición para la salvación del mundo.
Si finalmente nos fijamos en los bastones nos daremos cuenta de que, al mismo tiempo que señalan los espacios de las tres divinas personas, entre el segundo y el tercero enmarcan el pie del Espíritu Santo. Es Dios que está a punto de levantarse y salir a nuestro encuentro.
La simbología presente en el icono se interpreta de la siguiente manera:
- La copa: El centro de los tres personajes es la copa. Los tres la rodean. Además, la copa está ubicada en el corazón de una copa más grande que dibujan los dos ángeles laterales. El tema de la conversación no puede ser otro que la copa. Es la copa eucarística.
- El cordero: En la copa está el cordero que Abraham ofreció a los ángeles. Es el Cordero de Dios. Es el centro del ícono.
- Los tres personajes: están vestidos de azul, símbolo de su divinidad. No son iguales, son diferentes. Sus actitudes, sus miradas, el color de sus ropas así lo indican.
- El Hijo: en el centro lo señala con los dedos indicando así su misión de ser el cordero del sacrificio, tan humano como divino por la encarnación.
- El Padre: a la izquierda, anima al hijo con un gesto de bendición.
- El Espíritu: quiere decir, mientras señala el rectángulo, que la entrega del Hijo es para la salvación del mundo.
- El rectángulo: sus cuatro esquinas representan el orden de la creación: norte, sur, este y oeste. Su posición indica que hay un lugar en la mesa para aquellos que quieren participar en la entrega del Hijo ofreciendo sus vidas como testigos del amor de Dios
- La encina de Mambré se convierte en árbol de vida. Evoca el árbol del conocimiento del bien y del mal y el árbol de la cruz. Ella se hace visible, está formada por el travesaño vertical del árbol, el Hijo, el cordero y el mundo. El travesaño horizontal está formado por las cabezas del Padre y del Espíritu.
La Gloria de la Trinidad es su vida en el hombre
Es cierto que cuando hablamos de la Trinidad desde la mística, estamos pasando del dato dogmático al ámbito de la experiencia pero, una tal experiencia no puede contradecir, sino confirmar lo que el dogma afirma. Particularmente importante resulta aquí el testimonio de dos santos que llegaron a la cumbre de la mística o “estado de unión”, conocido también como matrimonio espiritual, en el que Dios se comunica de modo pasivo al alma, produciendo manifestaciones supraintelectuales, difícilmente expresables en palabras lógicas del lenguaje humano. De todos modos, Isabel de la Trinidad, Teresa de Ávila y Juan de la Cruz nos dejan unos valiosos testimonios al respecto.
La beata Isabel de la Trinidad experimentó en su camino hacia Dios que no conseguía salir de sí y experimentó un cambio sustancial en un retiro, una verdadera conversión dice así: "he encontrado en San Pablo un pasaje espléndido: 'Dios nos ha creado para la alabanza de su gloria'" se sintió extasiada e impresionada y desde entonces se llama a sí misma "laudem gloriae" ese es el sentido de su vida, su vida interior se simplifica, mira hacia fuera es ya "dejarse crucificar para ser alabanza de gloria" y nada más y brota de su alma un cántico nuevo un himno de alabanza a Dios uno y Trino. "vivo en el cielo de la fe, en el centro de mi alma y procuro hacer la felicidad de mi Maestro siendo ya en la tierra 'alabanza de su gloria'" Es como si tuviese una luz especial de la alto para entender lo que es la gloria de Dios, comprende lo que dice Jesús: "Mi Padre queda glorificado en que llevéis mucho fruto" (Jn 15,8). Dios es glorificado en la medida en que sus perfecciones se reflejan en las almas. El cielo mismo se suele definir por categorías de gozo, pero es una alabanza de la gloria de Dios para ello vivir "en el cielo de su alma" lo que hacen los santos en "el cielo de la gloria". Es vivir de amor puro y desinteresado, una alma que permanece así es como una lira que espera ser pulsada por el Espíritu Santo para extraer acordes humano divinos.
Si damos un paso más que entendemos por gloria de Dios. Hay que decir que es una noción primaria, como la belleza, es la expresión del esplendor de la perfección divina que suscita admiración y adoración. La definición clásica es "clara cum laude notitia" conocimiento claro con alabanza" pero puede quedarse algo corto en entenderlo, lo ideal es la ciencia de la experiencia que sabe porque sabe pero no sabe por qué sabe, ve, siente, experimenta, conoce y reconoce, asciende, saborea o queda anonadado ante la grandeza como Moisés ante la zarza ardiente del Sinaí, como Pedro en la Transfiguración y se postra con temor y temblor atraída fascinada pero con el respeto de lo tremendo que es lo propio de lo sagrado, que al mismo tiempo es fascinante. Es lo que los hebreos llaman el kabod de Dios. Es la doxa tou zeou de los griegos, aunque en los griegos tiene un matiz de conocimiento más o menos incierto en cambio el kabod es una cualidad de gran trascendencia.
La gloria intrínseca de Dios es su vida misma, su perfección, su circulación de amor y conocimiento, su belleza absoluta que es infinita. Nada externo necesita para que el esplendor de la gloria sea máximo. Dios quiso comunicar sus infinitas perfecciones a las criaturas que le comunican una gloria extrínseca que es el fin de la creación. El bien de las criaturas es dar a Dios esa gloria, porque en Él encuentran la vida y la perfección.
La gloria de Dios: he aquí el alfa y el omega, el principio y el fin de toda la creación. La misma encarnación del Verbo y la redención del género humano no tienen otra finalidad que la gloria de Dios: "Cuando te queden sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo se sujetará a quién a él todo se lo sometió, para que sea todo en todas las cosas" (1 Co 15,28) Por eso exhorta el apóstol a no dar un paso que no sea encaminado a la gloria de Dios: "Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis alguna cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios" (1 Co 10,31) "por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo, para que fuesemos santos e inmaculados ante él, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad para alabanza de su gloria" (Ef 1,4-6).
San Alfonso María de Ligorio se dice que "no tenía en la cabeza más que la gloria de Dios". En realidad, nada debe preocupar tanto a un alma que aspire a santificarse como el constante olvido de sí misma y la plena rectificación de su intención a la mayor gloria de Dios. "En el cielo de mi alma -decía la beata Isabel de la Trinidad- la gloria del Eterno, nada más que la gloria del Eterno, he aquí la consigna suprema de toda la vida cristiana. En la cumbre más elevada del amor la esculpió San Juan de la Cruz con caracteres de oro: "sólo mora en este Monte la honra y gloria de Dios"
Cristo es "el esplendor de la gloria del Padre" después de una breve humillación fue coronado de gloria (Heb 1,2;2,7.9).
Para los hombres San Ireneo nos dará una aportación importante para captar lo que es la gloria de Dios: "Gloria Dei vivens homo", la gloria de Dios es la vida del hombre, y la vida del hombre es la visión de Dios. que aleja de considerar a Dios como un ser lejano de los hombres como un rey que recibe el tributo de los hombres como una especie de autocomplacencia. La gloria de Dios es vivir en nosotros, es que tengamos vida eterna, la suya; es endiosarnos. Esa gloria de Dios es gozo en Dios por la alegría del triunfo del hijo libre, que puede ser díscolo, pero que ha triunfado y ama como Dios, es el mismo Dios en cierta manera, como dice San Gregorio de Nisa. Es el endiosamiento bueno que será perpetuo en la vida de la gloria perpetua que es el cielo.
Para comprenderlo mejor intentaremos profundizar en dos aspectos:
1. El conocimiento de la intimidad de Dios en su comunión de tres personas
2. El endiosamiento bueno de la filiación divina, de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma
Veamos el misterio de la Trinidad desde su intimidad, misterio que rebasa la razón humana, pero que, al mismo tiempo, da intensas luces:"esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, Padre, y a tu enviado Jesucristo" dice el Señor
-Dios, el Padre, es amor, esta afirmación conduce a las profundidades divinas. En la salvación corresponde al Padre la iniciativa del amor, su amor es un amor fontal, una fuente que mana eternamente. El Padre es el principio, la fuente y el origen de la vida divina. No engendrado, no creado su innascibilidad es no tener origen es el principio en cuanto que es Aquel de quien otro procede. Sólo Él puede sin motivo o causa empezar a amar (salvando el lenguaje del tiempo para la eternidad). Dios ama desde siempre y para siempre, comenzó a amar desde la eternidad. Nunca fallará a su fidelidad en el amor, es una total espontaneidad, fontalidad, creatividad inagotable del amor divino. El Padre es eterno origen del amor, Aquél que ama en absoluta libertad, desde siempre y para siempre libre en su amor, el eterno Amante con la gratuidad más pura del Amor
El Amor del Padre no es egoísta, sino que es generador, originante, fecundo. Amando Dios se distingue: es Amante y Amado, Padre e Hijo. Es el Padre por esencia, la paternidad le distingue de las otras personas. Eternamente está engendrando por amor al Hijo de un modo tan perfecto que el Hijo es consustancial con el Padre que le da toda su vida. El Padre sale de sí mismo totalmente en desbordante generosidad del Primer Amor
Más allá del Hijo el Amor que engendra al Hijo sigue procediendo amor; amar es transcender al otro, no para amarlo menos sino para amarlo más. El Amor del Padre, fuente del Amado, el Hijo, es también fuente del tercero en el amor, el Espíritu. El Espíritu Santo es el éxtasis de amor del Padre ante el Hijo y del hijo al contemplar al Padre. Es el condilecto en el amor. Es el vínculo personal de la comunión mutua del Padre y del Hijo. Es el don personal de su generosidad absoluta, en Él la Trinidad se hace donante y acogedora. El Padre, Amante eterno, es fuente del Espíritu no sólo como amor unificante, sino como amor abierto y acogedor y espira al Espíritu como don.
Esta libertad amorosa del Padre es el origen de la creación y la razón más profunda de la libertad de las creaturas. Su iniciativa amorosa no cede ni ante el ingrato o el infiel
El Hijo es el Amado. Jesús nos revela la intimidad divina especialmente en la muerte y la resurrección en la pascua. Pero fijémonos sólo en que es preexistente al mundo creado, es el Verbo del Padre, su Palabra eterna. Lo característico suyo es nacer de otro, ser amado, en el Hijo reside la receptividad del amor. El Hijo es acogida pura, eterna obediencia de amor; él es el amado antes de la creación del mundo. El eterno Amante se distingue del eterno Amado, procediendo de él por la plenitud desbordante de su amor; el Hijo es el otro en el amor, sin él no existiría en amor como don. El acto eterno de la generación es el eterno nacimiento de su Hijo que no nace de la nada, ni de una sustancia cualquiera sino del seno del Padre, es decir de su sustancia. El Hijo es el Verbo, la Imagen transparente y radiante de la suya. La creación e tiene en el Verbo su fundamento.
Pero el Padre no es el Hijo, el Amante no es el Amado, sin esa alteridad sería Dios soledad absoluta, egocentrismo infinito. Dios es dar en el Padre y también receptividad, dejarse amar eternamente. Al crear el amor se hace vulnerable al pecado. corre el riesgo de la libertad. El dolor divino es perfección del amor como se ve en Jesús, pero es desde la intimidad divina
El Padre y el Hijo espiran al Espíritu Santo que procede de los dos, porque su distinción ha quedado asumida en una unidad más alta del amor que procede del Padre y que, descansando en el Hijo, vuelve a su origen sin origen. El Espíritu Santo es el vínculo personal de comunión distinto del uno y del otro. El amor divino es oblativo, apertura plena. El Espíritu realiza la verdad del amor divino, demostrando cómo el verdadero amor no es nunca cerrazón o posesividad, sino apertura, don, salida del círculo de los dos. El él se da la apertura de lo que es divino a lo que no es divino. Es también el éxtasis de Dios hacia su otro: la criatura. En el Espíritu el Amante y el Amado se abren a la creación y a la salvación
El Espíritu es aquél que abre el mundo de Dios al mundo de los hombres. El Espíritu recibe del Padre principalmente y del Hijo, en cuanto que el Hijo es dado por el Padre ser el vínculo de unidad del Padre y del Hijo es el tercero en el amor, aquel a quien el Padre ama por el Hijo, más allá y por medio del Amado, siendo por eso mismo personalmente el don del amor, el éxtasis del Amante y del Amado, su apertura, el termino de su entrega, otro respecto a los dos. Es el amor que desborda del Padre y se derrama en el Hijo, que al recibirlo es uno con el Padre, porque dado por él, el Espíritu es amor que se distingue del eterno Amante; otro respecto del Hijo. La suya es la relación de las relaciones garantiza la distinción y constituye la unidad del ser divino como aquel acontecimiento que es el amor mismo
Dios Padre derrama su Espíritu sobre su Hijo que a su vez lo entrega al Padre en el momento de la cruz y una vez que ha recibido en plenitud en la hora nueva de la pascua y lo da a toda carne. El Espíritu es aquel por quien se consuma la comunicación de Dios. Es sobreabundancia del amor divino, plenitud desbordante, éxtasis de Dios, Dios como pura excedencia, Dios como emanación de amor y de gracia
El endiosamiento bueno es la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma. El Padre ama al hombre, le perdona con su misericordia y le da la vida de Cristo conquistada en la Cruz. Este don lo recibe por el Espíritu Santo. De modo que el cristiano en gracia es hijo de Dios Padre, otro Cristo, miembro de Cristo y en él actúa el Espíritu Santo que lo cristifica, lo endiosa. La acción del cristiano será dejar hacer, ser dócil a esa acción interior.
"El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia El, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones."
"Pero Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que -por obra del Espíritu Santo- tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus, fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios , liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo , que los ha reconciliado con Dios"
"Por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre, y recorre su camino buscando ese reino, que no es de este mundo, pero que en este mundo se incoa y prepara."
"Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo."
"El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que vaa abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales! "
"Porque el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si El fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que El mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios ".
"La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum, hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que San Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor.
"El Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. El es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios.
"Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro .
"El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia El, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones."
Santa Teresa de Jesús cuando describe la unión máxima con Dios del llamado matrimonio espiritual dice: "Es un secreto tan grande y merced tan subida lo que comunica Dios allí en el alma en un instante y el grandísimo deleite que siente el alma, que no sé a qué lo comparar, sino a que quiere Dios manifestarle por aquel momento la gloria que hay en el cielo, por más subida manera que por ninguna visión ni gusto espiritual. No se puede decir más de que -a cuanto se puede entender- queda el alma, digo el espíritu de esta alma hecha una cosa con Dios que, como es también espíritu, ha querido su Majestad mostrar el amor que nos tiene, en dar a entender a algunas personas hasta dónde llega par alabanza de su grandeza; porqrue de tal manera ha querido juntarse con la criatura que no se quiere apartar de ella" (Moradas 2,4). "Digamos que sea la unión como si dos velas de ceera se juntasen tan en extremo que toda la luz fuese una, u que el pabilo y la luz y la cera es todo uno; más después bien se puede apartar una vela de la otra y quedan en dos velas, u el pabilo de la cera. Acá es como cayendo agua del cielo en un río o fuente adonde queda todo hecho todo agua, que no podrán ya separar el agua del río u la que cayó del cielo; o como si un arroíco pequeño entra en el mar, no habéis remedio de apartarse; u como en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz, aunque entrase dividida, s ehace todo una luz(...) la mariposilla muere con grandísimo gozo, porque su vida es ya Cristo" (2,6).
Del mismo modo Santa Teresa en su descripción de la “séptima morada” testimonia de modo claro lo que sucede entre la Trinidad y el alma: “Aquí es de otra manera. Quiere ya nuestro buen Dios quitarla las escamas de los ojos, y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña; y metida en aquella morada por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se les muestra la Santísima Trinidad, todas tres Personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu, a manera de una nube de grandísima claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia, y un poder y un saber y un solo Dios. De manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunica todas tres Personas , y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma, que le ama y guarda sus mandamientos” (séptimas moradas I, 6)
Como el hierro que cae en el fuego que se pone incandescente y se hace fuego, sin dejar de ser hierro dice San Juan de la Cruz.
Escribió la beata Isabel de la Trinidad: "Una noche sentí la gran ternura del Padre que me envolvía en su caricia dulce y suave, fuera de mí me arrodillé en tierra, acurrucada en la oscuridad, con el corazón que latía con fuerza, y me abandoné completamente a su voluntad, y el Espíritu me introdujo en el misterio de amor trinitario. El extasiante intercambio de dar y recibir se produjo también a través de mí; de Cristo, a quién yo estaba unida, hacia el Padre y del Padre hacia el Hijo. Pero ¿Cómo expresar lo inexpresable? Nada veía y, sin embargo, era más que ver y mis palabras son impotentes para traducir este intercambio de júbilo, que era correspondido, se relanzaba, recibía y daba. Y de ese intercambio fluía una vida intensa de Uno al Otro, como una leche tibia se desliza desde el seno de la madre a la boca del niño agarrado a esta dicha. Y yo era ese niño, era toda la creación que participa de la vida, del reino, de la gloria una vez regenerada por Cristo. Abriendo la Biblia leí: "...todos llevan tu soplo incorruptible" (Sab 12,1) ¡Oh Santa y viviente Trinidad! Permanecí como fuera de mí durante dos o tres días, y aún hoy esta experiencia permanece fuertemente impresa en mí".
La gloria de Dios es la vida del hombre, pero la vida del hombre es vivir vida divina, ser templo del Espíritu santo, ser otro Cristo, ser hijo del Padre, introducirse en las relaciones divinas y en la eterna comunión. La gloria de Dios es el endiosamiento bueno del hombre, Yo en tí y tú en Dios. Distinguiendo la relación con las tres personas divinas: Hijos de Dios Padre, Hijos en el Hijo, otros Cristos, Hijos por el Hijo. Hijos en el Espíritu Santo que es el dador de vida que da la fe, la esperanza, la caridad y los dones que elevan a casi un nivel de visión beatífica.
Escuchemos, por fin, la elevación a la Trinidad, escrita por Isabel:
" ¡Oh, Dios mío, Trinidad que yo adoro! Ayudadme a olvidarme enteramente para establecerme en vos, inmóvil y tranquila, como si el alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de vuestro Misterio.
Pacificad mi alma, haced de ella vuestro cielo, vuestra amada morada y el lugar de vuestro descanso. Que nunca os deje allé solo, sino que permanezca allí toda entera, toda despierta en mi fe, toda adorante, toda entregada a vuestra Acción creadora.
¡Oh mi Cristo amado, crucificado por amor! Quisiera ser una esposa para vuestro corazón, quisiera cubriros de gloria, quisiera amaros hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia y os pido que me revistais de vos mismo, que identifiquéis mi alma con todos los movimientos de vuestra alma, que me sumerjáis, que invadáis, que os sustituyáis en mí para que mi alma no sea más que una irradiación de vuestra vida. Venid a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.
¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándoos, quiero hacerme toda discípula para aprenderlo todo de vos. Después, a través de todas las noches, e todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero fijarme siempre en vos y permanecer bajo vuesttra gran luz. ¡Oh mi Astro amado, fascinadme para que yo no pueda salir de vuestra irrdiación!
¡Oh Fuego consumidor, Espíritu de amor! Venid a mí a fin de que se haga en mi alma como una encarnación del Verbo; que yo sea una humanidad sobreañadida en la cual se renueve todo su misterio.
Y vos, ¡oh Padre!, inclinaos hacia vuestra pobre criatura; cubridla con vuestra sombra, no veáis en ella más que al Hijo muy Amado en el cual habéis puesto todas vuestras complacencias.
!Oh mis Tres, mi Todo, mi Felicidad. Soledad infinita, Inmensidad donde me perdo! Yo me entrego a vos como una presa; sepultaos en mí, para que yo me sepulte en vos, mientras espero ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas" (21 de noviembre de 1904)
San Juan de la Cruz por su parte, afirma que no hay que maravillarse de que haga Dios tan altas y extrañas mercedes a las almas “pues, él dijo que en el que le amase vendrían el Padre el Hijo y el Espíritu Santo, y harían morada en él; lo cual había de ser haciéndole a él vivir y morar en el Padre, Hijo y Espíritu Santo en vida de Dios...” (Llama de amor viva. Prólogo 2). En su poesía “llama de amor viva” simboliza con las realidades de cauterio, mano y toque a las Tres Persona de la Trinidad y a su efecto en el alma que ha llegado a la unión:
¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,
que a vida eterna sabe,
y toda deuda paga!
Matando, muerte en vida la has trocado.
Explicando el sentido de esta estrofa dirá: “En esta canción da a entender el alma cómo las tres personas de la Santísima Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, son los que hacen en ella esta divina obra de unión. Así, la mano y el cauterio, y el toque, en sustancia son una misma cosa; y póneles estos nombres, por cuanto por el efecto que hace cada una les conviene. El cauterio es el Espíritu Santo, la mano el Padre, el toque es el Hijo... y aunque aquí nombra las tres, por causa de las propiedades de los efectos, sólo con uno habla, diciendo: en vida la has trocado, porque todos ellos obran en uno y así todo lo atribuye a uno, y todo a todos” (llama de amor viva, canción 2 verso 1).
Los místicos han amado siempre el poema como modo mejor de expresar lo inexpresable, el que transcribimos a continuación, escrito por San Juan de la Cruz, es toda una síntesis de teología Trinitaria, tanto en el sentido inmanente, como en el económico:
En el principio moraba
el verbo y en Dios vivía,
en quien su felicidad
infinita poseía.
El mismo Verbo Dios era
que el principio se decía;
él moraba en el principio,
y principio no tenía.
Él era el mismo principio;
por eso de él carecía.
El Verbo se llama Hijo,
que del principio nacía;
hale siempre concebido
y siempre le concebía;
dale siempre su sustancia,
y siempre se la tenía.
y así la gloria del Hijo
es la que en el Padre había,
y toda su gloria el Padre
en el Hijo poseía.
Como amado en el amante
uno en otro residía,
y aquese amor que los une
en lo mismo convenía
con el uno y con el otro
en igualdad y valía.
Tres personas y un amado
entre todos tres había,
y un amor en todas ellas
y un amante les hacía,
y el amante es el amado
en que cada cual vivía;
que el ser que los tres poseen
cada cual le poseía,
y cada cual de ellos ama
a la que este ser tenía.
Este ser es cada una,
y este sólo las unía
en un inefable nudo
que decir no se sabía;
por lo cual era infinito
el amor que las unía,
porque un solo amor tres tienen,
que su esencia se decía;
que el amor cuanto más uno,
tanto más amor hacía.
En aquel amor inmenso
que de los dos procedía,
palabras de gran regalo
el Padre al Hijo decía,
de tan profundo deleite,
que nadie las entendía;
sólo el Hijo lo gozaba,
que es a quien pertenecía.
Pero aquello que se entiende,
de esta manera decía:
-nada me contenta, Hijo,
fuera de tu compañía;
y si algo me contenta,
en ti mismo lo quería.
El que a ti más se parece
a mí más satisfacía,
y el que en nada te asemeja
en mí nada hallaría.
En ti solo me he agradado,
¡oh vida de vida mía!
eres lumbre de mi lumbre,
eres mi sabiduría,
figura de mi sustancia,
en quien bien me complacía.
al que a ti te amare Hijo,
a mí mismo le daría,
y el amor que yo en ti tengo
ese mismo en él pondría,
en razón de haber amado
a quien yo tanto quería.
(Juan de la Cruz Romances 1 y 2)
CONCLUSIÓN
Hablar de Dios es lo más natural del mundo. El nombre de Dios está en todos los labios. Pero ¿Cuándo se dice “Dios”, dice uno “algo”? ¿Lo que es Dios puede ser expresado en lenguaje humano? ¿Puede el infinito ser definido? Mientras más uno se ocupa de la cuestión de Dios, más se da cuenta de la imposibilidad de expresarlo en el lenguaje. Ya se nos hace difícil conocer las cosas que están a nuestro alrededor, más difícil es aún comprenderlas; y qué difícil es hablar de ellas adecuadamente.
“¿Cómo podría el hombre comprender con su inteligencia a Dios, si aun no comprende su inteligencia, con la que quiere comprenderlo...? A Dios le hemos de concebir -si podemos y en la medida en que podamos- como un ser bueno sin cualidad, grande sin cantidad, creador sin indigencias, presente sin ubicación, que abarca, sin ceñir, todas las cosas; omnipresente sin lugar, eterno sin tiempo, inmutable y autor de todos los cambios, sin un átomo de pasividad. Quien así discurra de Dios, aunque no llegue a conocer lo que es, evita, sin embargo, con piadosa diligencia y en cuanto posible, pensar del El lo que no es”. (San Agustín, De Trinitate, V,1,2).
Nos hemos esforzado con humildad y respeto por comprender en cuanto posible el misterio de Dios y plasmarlo en lenguaje humano, quizás hemos encontrado más dificultades que aciertos plenamente satisfactorios y posiblemente ante la insuficiencia de las analogías haya aflorado a nuestra mente con frecuencia la angustiosa expresión de Agustín “nada es como Dios”. El intelecto ha hecho lo suyo, pero cerramos este curso recordando que cuando el intelecto llega a su límite el hombre no tiene más que contemplar silencioso el misterio. Dios completará en su momento y de modos que sólo Él conoce, lo que falta a nuestra débil condición.
TALLER 1
TEXTOS TRINITARIOS
Lucas 1, 26-38 y paralelos
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Marcos 1, 9-11 y paralelos
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Mateo 28,19
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Hechos 2, 32-33
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Romanos 8, 14-17
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Gálatas 4, 4-6
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Efesios 2, 13-18
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1 Pedro 1, 1-12
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Juan 14-16
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1 Juan 5, 6-7
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TALLER 2
Explique a partir de todo lo estudiado los siguientes conceptos clave en la teologia trinitaria
OUSIA-ESENCIA-SUBSTANCIA- SISTENTIA
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HIPOSTASIS- PROSOPON-PERSONA-SUBSISTENCIA-EXSISTENTIA
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CIRCUMINCESIÓN-IN-EXISTENCIA PERIJORESIS
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PROCESIÓN- ORIGEN-EX
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RELACIONES
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MISIONES
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ATRIBUCIONES Y APROPIACIONES
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INHABITACION EN LAS CRIATURAS
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TALLER 3
Basado en los rituales litúrgicos responda:
Presencia de misterio Trinitario en el ritual de Bautismo:
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Presencia de misterio Trinitario en el ritual de Confirmación:
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Presencia de misterio Trinitario en el ritual de la Eucaristía:
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Presencia de misterio Trinitario en el ritual de la Penitencia
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Presencia de misterio Trinitario en el ritual de la Unción de los enfermos
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Presencia de misterio Trinitario en el ritual de Matrimonio
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Presencia de misterio Trinitario en el ritual de la Ordenación
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BIBLIOGRAFÍA
ARIAS, M. El Dios de nuestra fe. CELAM. Bogotá 1994.
BARRACHINA, A. La Renovación de la Teología Trinitaria. En: Diálogos de teología, Almudí 1999
DUPUIS, J. Introducción a la cristología. Verbo Divino. Estella 1994.
FORTE, B. Trinidad como Historia. Ensayo sobre el Dios cristiano. Sígueme. Salamanca 1988.
GALOT, J. Il mistero della sofferenza di Dio. Citadella Editrice. Assisi, 1975.
ISABEL DE LA TRINIDAD: Pensamientos
J. MOLTMANN, J. El Dios crucificado. En: Concilium 1972 junio Nro. 76. p. 335-347
PIKAZA, X. El Camino del Padre. Verbo divino. Estella (Navarra) 1988
PÍAULT, B. El Misterio De Dios, Uno Y Trino. Casali Vall. Andorrra 1988
RAHNER, K. Curso Fundamental sobre la fe. Herder. Barcelona, 1988.
SAN AGUSTÍN. De trinitate. En Obras Tomo V. BAC. Madrid 1948.
SAN JUAN DE LA CRUZ. Obras Completas. Montecarmelo. Burgos 1987.
SANTA TERESA DE JESÚS. Obras. Montecarmelo. Burgos, 1949.
SANTO TOMAS. De Trinitate. En Suma Teológica Tomo II .BAC. Madrid 1948.
VELEZ, G. Al encuentro de Dios. CELAM. Bogotá 1991.
TABLA DE CONTENIDO
APUNTES DE CLASE
Nelson Jair Cardona Ramírez
Pbro.
Marcionismo - herejía de origen gnóstico, difundida por Marción, natural de Sínope (hoy Turquía). Llegado a Roma (139) decidió fundar su propia Iglesia al ser expulsado de la comunidad cristiana a la que concurría en al año 144. Anteriormente ya había sido excomulgado por su padre, quien se cree era obispo de Sínope. Marción, en sus enseñanzas, diferenciaba el Dios revelado en el Nuevo Testamento del Dios del Antiguo Testamento, siendo el primero misericordioso y benévolo a diferencia del Dios de Israel al que entendía como el de justicia, señor del mundo en el que había impuesto la ley y el temor. Consideraba al cristianismo como la sustitución del judaísmo y no como su cumplimento.
Estableció el primer canon conocido del Nuevo Testamento, del que aceptaba como canónicos sólo al Evangelio de Lucas y las diez Espístolas de San Pablo, rechazando el resto como todo el Antiguo Testamento. Negó que Cristo hubiera nacido de la Virgen María según la carne, como así también negaba su muerte real en la cruz al carecer Aquél de un cuerpo real (sólo era aparente). Practicante de un ascetismo riguroso, prohibió el vino, la carne y el matrimonio. Combatieron esta herejía San Ireneo, Tertuliano, San Justino, Melitón de Sardes y Teófilo de Antioquía. Un discípulo de Marción, Apeles, dio un nuevo impulso a sus doctrinas, pero modificándolas en algunos aspectos. Rechazó el principio dualista del gnosticísmo, afirmando que la creación había sido obra de un ángel caído y no del Demiurgo (a quien identificaba con el Dios del A.T.). Creyó en la preexistencia de las almas, considerando que las mismas habían sido encerradas en un cuerpo al ser arrojadas al mundo material, salvo en el caso de Cristo que por su condición celestial no fue éste el que estuvo en el mundo terrenal sino su apariencia. Definitivamente, el marcionismo se extinguió en el s. V.