Antes del amanecer

Antes del amanecer
por Maggie Shayne



Capítulo 1

Solo.
He vivido solo durante tantos siglos que ya no podía más, por eso aquella noche decidí acabar con todo y recé a los dioses que pudieran existir, suplicándoles que no existiera la inmortalidad del alma o, que si era así, yo hubiera perdido la mía hacía mucho. No deseaba continuar de ninguna de las maneras.
Irónicamente, dentro de mí seguía estando el corazón de un romántico, el alma de un poeta que no componía, sólo sentía. Así pues, era lógico que intentara que mis últimos minutos en este mundo merecieran la pena. Así fue como acabé tumbado en el frío suelo de aquel precipicio del que manaba una cascada, en las horas más oscuras de aquella lejana noche.
Me quedé allí, escuchando el rugir del agua y saboreando la bruma que dejaba en el aire. Miré al cielo sin luna, lleno de estrellas que parecían diamantes y esperé a ver el primer amanecer después de muchos siglos. Me pregunté hasta dónde subiría la ardiente esfera antes de que mi cuerpo se consumiera; cuánto tiempo se me permitiría observarlo antes de que el fuego devorara mi carne y mis huesos.
Sabía que dolería, que resultaría insoportablemente doloroso para una criatura tan sensible como podía serlo un vampiro centenario. No voy a decir que no temiera el dolor… claro que lo temía. Esperaba aterrado. Y sin embargo, lo aceptaría porque tenía la esperanza de que con él llegaría la dulce nada que me aguardaba al otro lado.
Había tenido una vida larga y llena de acontecimientos. Pero no feliz. La inmortalidad había sido un desperdicio para un hombre como yo.
Allí estaba, esperando al sol y, con él, la muerte, con la espalda apoyada en la fría piedra que formaba el suelo, el rostro y la ropa empapados por el agua de la cascada y los ojos clavados en las estrellas que iban desapareciendo en un cielo que iba pasando del índigo al púrpura. Ya no faltaba mucho. Una hora, o dos como máximo.
El rugido del agua estaba acompańado por el canto de los pájaros que se levantaban antes del amanecer y que habían comenzado su tarea diaria de despertar al sol. Escuché aquel canto como nunca antes lo había hecho; siempre había sido para mí una especie de aviso, ahora me resultaba fúnebre, mi propio réquiem. Cerré los ojos y saboreé la sinfonía mientras esperaba la llegada de la muerte.
Entonces, otro sonido interrumpió el canto, era un ruido discordante, una nota amarga que no sintonizaba con la armonía de los pájaros y que iba a cambiarlo todo. Creo que lo supe, incluso entonces. Era el sonido de una mujer, llorando.
Abrí los ojos, molesto por la interrupción. Mi hermosa y poética marcha de este mundo había quedado destrozada. Me senté y busqué el origen de dicho llanto mientras pensaba que la intrusa tendría suerte si no decidía llevarla conmigo en mi último viaje. Cuando por fin la vi, me puse en pie, mi cuerpo parecía tener voluntad propia.
Incluso de lejos, pude ver que era una mujer hermosa. De eso no había ninguna duda, no para unos ojos de poder sobrenatural como los míos. Estaba de pie al borde de la cascada, mirando hacia abajo. Inmediatamente supe que iba a saltar.
Quería morir. Igual que yo.

Capítulo 2

Desde el momento en que mis ojos se posaron sobre ella, desapareció de mi mente la conciencia de mi propia desgracia y sólo pude pensar en su tristeza. Su largo cabello dorado se movía con el viento que se levantaba del agua. Le pedí a su mente que se abriera a la mía. No me resultó difícil saber lo que le ocurría… las emociones la desbordaban. Había en ella dolor y tristeza, una tristeza aplastante.
Me pregunté por qué. żQué podía causarle tanto dolor a alguien tan joven?
De pronto supe que no tenía tiempo de profundizar en su mente en busca de respuestas porque se había acercado más al borde del precipicio, los dedos de los pies se asomaban ya al vacío, y con la cabeza bien alta, levantó los brazos como si fuera una preciosa ave secándose las alas al sol.
Grité con todo el poder de mi voz, algo increíble en un vampiro tan viejo:
–ˇNu! ˇStai!
Ella se estremeció, su mirada se clavó en la mía desde el otro lado de la sima, pero no mostró el menor temor ante la fuerza de mi orden, aunque sin duda debió de darse cuenta de que aquella voz no podía pertenecer a ningún hombre normal. Siguió mirándome unos segundos, hasta que abrió los ojos de par en par al reconocerme.
Yo levanté una mano para darle a entender sin necesidad de palabras que se quedara donde estaba. Ella me conocía… yo pertenecía a la realeza, por lo que tenía que obedecerme.
Y sin embargo no lo hizo. Se inclinó hacia delante y, más que saltar, cayó al vacío. No me había dejado otra opción, así que me lancé tras ella con poco más que la fuerza de mi voluntad y la sabiduría de mi instinto.
Ella caía despacio, con las piernas y los brazos extendidos. Yo iba como una flecha que apuntaba hacia abajo con los brazos, mi cuerpo cortaba el aire como un cuchillo mientras con el poder de la mente trataba ralentizar su caída y acelerar la mía.
Yo no dominaba el arte de volar, aunque muchos de mi especie sí lo hacían. Podía cambiar de forma, pero necesitaba cierto tiempo para hacerlo y eso era algo de lo que no disponía. Por tanto elegí, si podía decirse que tenía elección alguna, interrumpir su caída con mi propio cuerpo.
Tenía la sensación de que todo estuviera pasando a una velocidad más lenta de lo habitual. Atravesé la bruma que parecía protegerla hasta que por fin conseguí que mi cuerpo chocara con el suyo. Intenté suavizar el impacto envolviendo su cuerpo delgado con mis piernas y colocándome debajo de ella, de manera que lo primero que tocara la tierra fuera mi espalda.
Durante un instante sus ojos, de un brillo negro tan intenso como el del ónix, se clavaron en los míos con una fuerza que yo jamás había sentido.
–żPor qué? –susurró.
El dolor que empapaba aquellas dos palabras iba más allá de lo que yo alcanzaba a comprender. Busqué una respuesta con todas mis fuerzas, pero no supe por qué.
El dolor estalló dentro de mí en aquel momento, cuando las afiladas rocas del río pusieron fin de golpe a nuestra caída. El agua helada me rodeó, me llenó la nariz, la boca y los pulmones. Mis huesos se quebraron bajo la piel y todo se quedó oscuro.
Aun en el momento de sucumbir en dicha oscuridad supe que no era la negrura de la muerte. Era un respiro temporal, como lo había sido muchas otras veces antes. Aquélla era la oscuridad de mi prisión, de mi vida.

Capítulo 3

Me despertó el olor del fuego. Ramas de coníferas, el chisporrotear de las llamas era inconfundible para mis agudizados sentidos. El dolor invadía mi cuerpo. Supuse que aún sería de noche. No podía llevar mucho inconsciente, aunque estaba claro que sí que había pasado algún tiempo.
Me encontraba en una cueva, detrás de la cascada, allí vi un túnel que se adentraba en la montańa, alejándose del agua. Debía de ser el camino que habíamos utilizado para llegar allí. El fuego crepitaba y bailaba a poca distancia de mí y lentamente me secaba la ropa que aún llevaba puesta. Ella estaba sentada al otro lado de la hoguera, mirándome a través de las llamas.
–Creí que habías muerto –dijo. Su voz era como la miel, pero aún quedaba algo de tensión en la profundidad de sus palabras, cierta aspereza–. Me alegro de que no sea así.
–Pero no te alegras tanto de no haber muerto tú.
Ella parpadeó varias veces y miró hacia otro lado.
–No, de eso no me alegro tanto.
–żPor qué?
Bajó la cabeza y hundió también los hombros. Llevaba un sencillo vestido marrón de cuello redondo y tela ya gastada.
–Toda mi familia ha muerto –respondió en un susurro–. No veo razón alguna para no reunirme con ellos. Aquí ya no me queda nada.
Yo asentí.
–Comprendo.
Ella me miró.
–żNo vas a discutir conmigo? żNo vas a decirme que aún me quedan muchas cosas por vivir, que una muchacha de diecisiete ańos tiene toda la vida por delante, como me ha dicho todo el mundo?
–żPor qué habría de estar en contra de buscar el consuelo de la muerte si yo estaba allí con la intención de encontrar ese mismo consuelo?
Volvió a parpadear, claramente sorprendida ante tal revelación.
–Pero tú… tú eres el príncipe.
–Y sé muy bien lo que es sufrir. Sangro igual que tú. No, no voy a discutir contigo, bella muchacha. Ni siquiera sé por qué se me ocurrió interferir en tus planes.
A no ser que…
–A no ser que żqué? –preguntó ella.
Me encogí de hombros.
–A no ser que fuera porque tu belleza me impactara tanto, que no pude contenerme. Lo he hecho por puro egoísmo. Durante un instante, cuando te miré desde el otro lado del precipicio, creí ver… –respiré hondo y me lancé a hablar. żQué más daba si hablaba con sinceridad o no? żDe qué serviría guardar las apariencias o proteger el orgullo?–. Creí ver una razón para vivir al menos una noche más.
–żEsa razón era… salvarme?
–No –me apresuré a responder–. No sólo salvarte. Conocerte. Hablar contigo. Compartir mi dolor con alguien que pudiera comprenderlo –bajé la cabeza–. Ya te he dicho que había sido un acto completamente egoísta. Siento mucho si he prolongado tu sufrimiento con mi desconsideración.
Ella me observó durante un buen rato y finalmente bajó la mirada y dijo suavemente:
–Supongo que mańana me resultará tan fácil matarme como me lo ha parecido hoy. Háblame de tu dolor.
La miré fijamente. Las llamas crepitaban y hacían que saltaran chispas. De pronto me oí decir:
–Puede que lo haga, pero antes debo decirte que lo que voy a contarte esta cueva no lo ha oído ningún otro ser. No puede salir de este lugar.
Ella se encogió de hombros.
–No tengo intención de salir de aquí nunca más, mi príncipe. Me llevaré tus secretos a la tumba.

Capítulo 4

–Dime –susurró ella–. żCómo es posible que tu voz pueda ser más fuerte que el agua de la cascada? żY cómo pudiste volar entre la bruma para salvarme como un halcón que se lanzara a atrapar a una serpiente que repta por el prado?
–żTú qué crees? –le pregunté–. Me da la sensación de que tienes cierta idea. żHas escuchado lo que se rumorea de mí en el pueblo?
Ella sonrió, no con alegría sino con amargura.
–No se puede vivir entre rumores sin oír lo que cuentan. Dicen que vendiste tu alma al diablo para ser inmortal. Dicen que el rey ni siquiera es tu verdadero padre, sino un lejano descendiente tuyo que te ha hecho pasar por hijo suyo para encubrir tu secreto –fijó la vista en mi boca–. Dicen que bebes sangre de mujeres vírgenes para mantenerte siempre joven.
Por primera vez vi un brillo en sus ojos, un brillo de emoción, de peligro. Aquella mujer era muy imprudente, una temeraria.
–żY tú qué crees? –le pregunté.
Ella se encogió de hombros.
–Creo que si eso fuera verdad, żpor qué querrías morir? Si fuera verdad, no estarías ahí, retorcido de dolor.
–Es cierto, siento dolor. Pero pasaré las horas de luz durmiendo y cuando despierte con la puesta de sol, estaré completamente curado.
Lo miró con los ojos muy abiertos.
–Podría curarme mucho más rápido –continuó diciendo–. Ahora mismo, con sólo beber un sorbo de tu sangre de virgen.
La sonrisa desapareció de su rostro.
–Intentas asustarme. Sé que no puedes hacer eso, pero si quieres, toma mi sangre. Quítamela toda y déjame morir. No me importa.
–Jamás te dejaría morir, bella muchacha. Quizá te dejará jadeante de placer y quizá ya no tan virginal.
Me miró con ojos oscuros y encendidos al tiempo que se ponía en pie, rodeaba el fuego y se arrodillaba frente a mí. Se rasgó el cuello del vestido, dejando a la vista su cuello y sus pechos.
–No me tomes por tonta –dijo ella–. Si lo que quieres es mi virginidad, no hace falta que recurras a historias de miedo. Así alcanzaré la muerte habiendo conocido hombre.
Yo la miré. Sus pechos, redondos, firmes y llenos de juventud. Su belleza y su vitalidad me abrumaban y el deseo que me atormentaba noche tras noche despertó dentro de mí como una bestia en busca de alimento.
Me incorporé muy despacio, el deseo era más fuerte que el dolor que me provocaba el movimiento. Le puse la mano en la nuca y la atraje hacia mí. Recorrí con los labios el camino que iba desde su cuello hasta sus pechos, centrando en ellos toda mi atención, hasta que la muchacha comenzó a jadear de placer y arqueó la espalda hacia atrás.
Después volví a subir por su cuello, salado y delicioso. Abrí los labios y chupé su piel, podía sentir el latido acelerado de su corazón en la yugular con la misma claridad con la que sentía el ruido del agua en el exterior.
Agarrándole la cabeza, le mordí el cuello. Cuando mis colmillos perforaron la vena y su sangre comenzó a correr por mi lengua, pude sentir todo lo que sentía ella, incluso el clímax que estremeció su cuerpo.

Capítulo 5

Aquel pequeńo sorbo de su sangre me golpeó como lo habría hecho un rayo. Tan feroz fue su impacto, que dejé caer a la muchacha y me eché hacia atrás, caí en el suelo, atónito y sin aliento. Tardé unos segundos en darme cuenta de que ella seguía allí, tumbada en la fría piedra, con el pelo esparramado como un charco de seda dorada.
Me puse en pie, los nervios aún alterados por el poder misterioso que contenía su sangre, volví junto a ella, me arrodillé a su lado y la levanté del suelo. Su cabello cayó como una cortina, pero no vi rastro alguno de sangre, ni ninguna herida.
–Despierta, preciosa. Despierta.
Primero frunció el ceńo antes de que sus ojos se abrieran sólo un poco y me mirara como si fuera una luz que le hiciera dańo a la vista. Pero la única luz que había en la cueva procedía del fuego.
–żQué… ha pasado?
–żNo lo sabes?
Volvió a fruncir el ceńo, pero esa vez en un gesto de concentración, después asintió.
–Ah, sí. Has intentado asustarme con estúpidas historias de miedo y después me has besado –ańadió llevándose la mano al cuello, donde sin duda la piel seguía estando sensible.
–żTe has desmayado de miedo? żO de deseo? –le pregunté mientras me cuestionaba si ella también habría sentido el poder que había irradiado de la unión de nuestras sangres. żLo habría olvidado al desmayarse, o simplemente estaba negando algo que no alcanzaba a comprender?
–Me desmayo ante cualquier sobreabundancia de emoción –dijo, bajando la cabeza–. Antes era fuerte. Muy fuerte. Corría y trepaba mejor que la mayoría de los chicos del pueblo. También podía vencerlos en cualquier pelea.
No pude evitar sonreír.
–No lo dudo.
–Pues deberías. Ahora soy débil como una anciana.
Era una lástima. Sin embargo, yo empezaba a comprender por qué me había sentido obligado a salvarla, a pesar de saber que al hacerlo estaría frustrando mis propios planes, y a probar el increíble poder de su sangre.
Tenía que saberlo con certeza.
–żEstás enferma? –le pregunté–. Dijiste que toda tu familia había muerto. żSufres la misma enfermedad que se los llevó a ellos?
–Sí, estoy enferma. Pero no se trata de la peste que mató a mi familia tan repentinamente, con una ferocidad que no se parece a nada que yo haya visto en toda mi vida.
Yo asentí. Había visto los estragos de la peste en los pueblos cercanos. Sus víctimas sufrían altísimas fiebres y una tos que parecía desgarrarles los pulmones. En sólo unos días mejoraban o morían. Era una enfermedad rápida y despiadada.
–Primero se llevó a mi madre, dejándome a mí sola para cuidar a los demás cuando cayeron enfermos. Mi padre. Mis hermanos. Mi hermanita. Sólo tenía dos ańos.
Yo bajé la cabeza, abrumado por su dolor. Sentía su dolor y la sentía a ella más de lo que la había sentido antes. Entre nosotros había una conexión especial; entonces lo supe. Y ese pequeńo sorbo de su sangre no había hecho más que fortalecer dicha conexión.
Ella era como yo. Era una de Los Elegidos.

Capítulo 6

żPodría decirle quién era? żDebía hacerlo?
Dios sabía que aquello era algo que nadie se había molestado en contarme a mí. Y yo había lamentado que fuera así. Lo había lamentado durante siglos.
–Nadie sabe lo que me ocurre –siguió diciendo aquella hermosa criatura–. Sólo sé que cada ańo estoy un poco más débil y estoy harta de ser una mujer joven atrapada en un cuerpo de anciana. Sea lo que sea, me matará tarde o temprano. He decidido que prefiero que sea lo antes posible. Quiero acabar con ello de una vez.
–Lo comprendo.
–Es imposible que lo comprendas.
Le puse la mano en la barbilla y le levanté la cara para que me mirara.
–Pues así es. Durante el día te encuentras cansada, duermes mucho. Sólo cuando se pone el sol tienes un poco de energía. Cuando te cortas, sangras mucho. Y…
El modo en que abrió la boca me hizo callar. Sus ojos me miraron con sorpresa.
–żCómo puedes saber esas cosas?
–Porque es lo mismo que sufrí yo. Hace mucho, mucho tiempo.
–Pero sigues con vida –susurró–. Y eres fuerte. żCómo te curaste? ˇDímelo!
–Te lo diré, si antes me dices tú otra cosa.
–Lo que sea –prometió ella.
Asentí y me senté en una posición más cómoda junto al fuego, aún me dolían los huesos que me había roto.
–żQué deseas saber, mi príncipe?
–Algo muy sencillo –le dije–. Sólo tu nombre.
–żMi nombre? –dijo bajando la cabeza.
Vi el alivio en sus ojos. Había esperado algo más difícil.
–Elisabeta.
–Muy bonito –dije yo–. Tanto como tú.
–A menudo me dicen que tengo un aspecto extrańo, jamás nadie me ha dicho que sea bonita.
–Pues lo eres. El pelo rubio y los ojos del color del ónix. Es una rara combinación.
–Raro es extrańo.
–También es poco común, precioso. Como los diamantes.
Volvió a bajar la cabeza y vi cómo se sonrojaban sus mejillas.
–żMe dirás ahora lo que sabes de mi enfermedad?
Miré hacia la entrada de la cueva, donde se podía ver el cielo más claro que antes. El color púrpura se había transformado en violeta en lo alto y en gris un poco más abajo.
–Está saliendo el sol. żLo sientes? żSientes cómo la luz del día afecta a tus sentidos y te impulsa a descansar?
–Sí –susurró ella–. Claro que lo siento. Pensé que era la única que podía sentir cómo se acerca el amanecer.
–Lo sienten todos los que son como nosotros. Cuando te tomes la cura, no sólo te llamará, Elisabeta, hará que obedezcas. Yo debo dormir durante el día. No puedo evitarlo por mucho que lo intente.
Levantó la cara hacia mí.
–Incluso ahora te estás quedando dormido, żverdad? Pero yo quiero saber… necesito saber si voy a ponerme bien.
–Estarás tan bien como lo estoy yo ahora. Yo te diré cómo conseguirlo, preciosa. Quédate aquí conmigo, duerme tranquila en mis brazos y cuando vuelva a caer la noche, despertaremos y te contaré todos mis secretos. Secretos que nadie más sabe.
Me tumbé sobre la piedra, lejos de la entrada y a una distancia prudencial del fuego. No hizo falta que yo le dijera nada, ella vino a mí libremente y se acurrucó entre mis brazos.
–Esos secretos que voy a compartir contigo podrían costarme todo lo que tengo. Incluso la vida –le dije–. Exige un precio muy alto, Elisabeta.
–Yo soy pobre. No tengo nada que ofrecer a un príncipe –susurró.
–Tienes mucho que ofrecerme, mi nińa. A cambio de mis secretos, debes comprometerte a quedarte conmigo… para siempre.

Capítulo 7

–żEl precio de la cura es… mi compańía?
–No es a cambio de la cura, sino del conocimiento –me pesaban los párpados y el cuerpo entero–. Si no quieres tomarte la cura…
–żPor qué no habría de querer?
Cerré los ojos.
–Hasta hace un rato no querías seguir viviendo.
Ella asintió.
–Aguanté el sufrimiento por mi familia. La debilidad, el mareo, las náuseas… todo. Pero ahora que ellos no están, no veo motivo para seguir sufriendo, si al final sólo me espera la muerte. Pero si puedo estar bien, si pudiera curarme y… y si pudiera estar contigo… –asintió con firmeza–. Querría tomar esa cura.
–Podrás hacerlo –aseguré–. Pero eso será más tarde. Después, si rechazas la cura, Beta, tendrás que quedarte conmigo hasta que llegue a su fin tu vida mortal. Y si te la tomas, te quedarás conmigo para siempre, porque vivirás por siempre.
Levantó la mirada hacia mí, pude ver en sus ojos que no me creía del todo.
–żQuiere eso decir que has decidido no acabar con tu vida? –me preguntó retirándome un mechón de la frente con mano temblorosa.
–Puede que merezca la pena seguir con vida si puedo compartirla contigo, Elisabeta.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Hace pocas horas que te conozco, mi príncipe, y no alcanzo a comprender por qué un hombre tan poderoso como tú habría de querer que una campesina como yo hiciera tal promesa. Pero puedo decirte que la haré. Me quedaré contigo el resto de mis días, sean pocos o muchos. Y hago esa promesa sin necesidad de que compartas conmigo tus secretos. Lo prometo libremente. No me debes nada a cambio, ni curas ni secretos. Es una promesa que no puedes comprar.
Sentí que mi corazón crecía dentro del pecho. Sé que no tenía ningún sentido, apenas conocía a esa muchacha y, sin embargo, por primera vez en mi vida, sentí que algo cálido llenaba mi cuerpo además de la sangre de un ser vivo. Quizá fuera la esperanza. O quizá… amor.
–Te diré cómo curarte, Elisabeta. Cuando despierte.
–Entonces duerme, mi príncipe. Duerme y yo haré lo mismo.
Dormí y creo que ella también lo hizo. Me sentí en paz y más satisfecho de lo que lo había estado nunca. Pero en el fondo me preocupaba cuál sería su reacción cuando le contara la verdad. Cuando le dijera que para seguir con vida tendría que aceptar el oscuro don que me había impuesto a mí un demonio que quería un esclavo inmortal en el amanecer de la historia.
żQué haría cuando le dijera quién era yo? żMe creería? żHuiría de mí, horrorizada? żO seguiría a mí lado?
Dormí. Dormí como los muertos y sin embargo permanecí consciente de algún modo y pude saber lo que ocurría a mi alrededor. Supe que alguien, un hombre, entró en la cueva y pronunció su nombre con impaciencia.
–ˇElisabeta! żQué crees que estás haciendo? ˇPor todos los Dioses, nińa! żQuién es ese hombre?
Sentí que mi amada se apartaba de mis brazos.
–No es lo que crees, tío. Yo… estuve a punto de caerme del precipicio y el príncipe me salvó la vida. Pero resultó herido y yo sólo quería…
–żEl príncipe? –la voz del hombre estaba cargada de sorpresa y de temor–. Apártate. Deja que lo vea.
Sentí en el rostro la respiración del hombre, su mano áspera en mi pecho, buscando una seńal de vida.
–Me pidió que me quedara con él hasta que despertara.
–No va a despertar, nińa. Está muerto. El príncipe está muerto, que Dios nos ayude.

Capítulo 8

Elisabeta se echó a llorar. Sentía su dolor y podía oír que sus lágrimas, una a una, caían al suelo de piedra y sobre mí.
–No puede estar muerto –sollozó–. No puede ser.
–Para. No te comportes de ese modo. Por el amor de Dios, żqué dirá la gente del pueblo?
–ˇNo me importa! –gritó ella–. ˇNo me importa!
Dios, żpor qué había tenido que venir ese estúpido? Elisabeta se habría quedado a mi lado hasta que yo despertara al anochecer. Habría estado bien. Pero ahora…
–żDónde vas, nińa? żQué crees que estás haciendo?
Ella respondió desde lejos.
–Si él se ha ido, me iré con él. ˇNo quiero vivir!
Si ese cretino permitía que se lanzara desde el precipicio, juré en un silencio que me llenaba de impotencia y de furia, lo mataría en cuanto despertara. ˇLo mataría!
Oí los pasos del hombre y luego no oí nada más. Sin Elisabeta a mi lado, el sueńo diurno se apoderó de ese vestigio de conciencia al que me había aferrado. No supe nada más hasta la caída de la noche, cuando volvieron a mí la energía y la vida igual que me sucedía con cada puesta de sol. La sangre volvió a correr por mis venas, mi piel recuperó la sensibilidad, mis pulmones se llenaron con la primera bocanada de aire después de muchas horas y mis ojos se abrieron.
Ella estaba tumbada a mi lado, llorando.
–żPor qué? Cruel destino, żpor qué me diste esperanza para volver a arrebatármela tan rápidamente? żPor qué me diste amos para después sustituirlo con el dolor más profundo que jamás he sentido? żPor qué?
Tenía la camisa mojada de su llanto. Sentí su calor en el pecho. Fue entonces cuando me di cuenta de que ya no estábamos en la cueva. Estábamos en la capilla de mi supuesto padre. Yo yacía en unas andas funerarias rodeadas de velas. No había ataúd, ni flores, aún no. Si el rey hubiera sido informado de mi situación, sin duda me habrían llevado a mis aposentos, donde habría esperado tranquilamente a que llegara mi resurrección, él ya me había visto antes en aquel estado de muerte aparente y habría sabido que volvería. Ignoro qué explicación se daba a sí mismo para comprenderlo. Sólo sé que me quería como un hijo y que confiaba en mí.
Pero, puesto que estaba allí y no en mi dormitorio, el rey debía de seguir fuera, en el misterioso viaje que había emprendido el día anterior.
Sin embargo ella sí estaba allí. Mi amada Elisabeta. No soportaba verla llorar. Levanté la mano y le acaricié el cabello.
Ella se levantó de golpe de donde había estado apoyada en mi pecho y me miró con unos ojos tan grandes como la luna llena.
–żPrin_meu? żMi príncipe?
–No llores, mi nińa. No estoy muerto sólo… sólo dormía.
–ˇPero estabas helado!
Asentí al tiempo que me incorporaba.
–No temas, Elisabeta. Esto… forma parte del secreto que prometí contarte –bajé la cabeza, maldiciéndome a mí mismo. żRealmente iba a confiar toda mi vida a una completa desconocida? Sí. Iba a hacerlo porque, entonces lo supe, ella ya no era ninguna desconocida–. Durante el día descanso y, durante ese descanso, parezco un muerto. Pero no lo estoy.
–Entonces… żqué es lo que eres?
–Un hombre. Un hombre solo que vivirá eternamente. Un príncipe sin princesa, Elisabeta. Soy inmortal. Soy…
–Un muerto en vida –ańadió ella en un susurro.

Capítulo 9

El horror que invadió sus ojos se clavó en mi corazón como un puńal mientras ella se apartaba, se alejaba de mí. Tenía una mano en el pecho, pero entonces se la llevó al cuello, en el mismo lugar en el que había estado mi boca.
–Tú… tú…
–Soy el mismo hombre que conociste anoche. No tienes nada que temer de mí, Elisabeta.
–żCómo puedes decir eso? –siguió alejándose de mí con la mirada clavada en el suelo. Sus pies, que la noche anterior habían estado descalzos, ahora estaban cubiertos con unos viejos zapatos. El vestido que llevaba también era distinto al de la noche anterior, una prenda de un color púrpura oscuro que llevaba bajo una capa negra con capucha–. Eres un demonio. Un monstruo.
Por mucho que me dije a mí mismo que no debía dejar que aquellas palabras me hirieran, lo cierto es que me estremecí al oírlas. Sabía que Elisabeta tenía miedo, que no podía comprenderlo.
–No soy ningún monstruo. Soy un hombre –saqué las piernas de la caja–. żVas a dejarme que te lo explique? żMe escucharás?
Ella levantó la mirada y clavó sus brillantes ojos negros en los míos.
–Me dijiste que conocías la cura del mal que me está matando. żQué podría haber más monstruoso que mentirme sobre mi vida... sobre mi muerte?
–Anoche no temías a la muerte, Elisabeta. żQué ha cambiado?
–Que me diste falsas esperanzas. Eso ha cambiado.
Se dio media vuelta para salir corriendo de la pequeńa capilla de piedra, pero yo había recuperado la fuerza por fin y, curado de todas las heridas de la noche anterior, me lancé tras ella.
Me moví con más rapidez de lo que habría podido seguir su vista. Para ella fue como si de pronto hubiera aparecido en la puerta de la capilla, impidiéndole escapar. Intentó detenerse en seco, pero acabó cayendo sobre mí, contra mi pecho. La agarré por los hombros.
–ˇSuéltame! –gritó retorciéndose.
–No eran falsas esperanzas. Puedo ayudarte. Puedo salvarte –la zarandeé suavemente–. żMe oyes? ˇPuedo salvarte!
Dejó de luchar y me miró con los ojos muy abiertos; por fin parecía escucharme. Estaba pálida y asustada, seguramente al borde del desmayo, pero me miró detenidamente antes de hablar.
–żCómo?
–żEntonces estás dispuesta a escucharme?
Parpadeó varias veces y finalmente asintió.
–Te escucharé. Supongo que si tenías intención de matarme, podrías haberlo hecho anoche.
–Claro que podría haberlo hecho, pero jamás habría privado al mundo de ti –miré a mi alrededor–. żSabe alguien que estás aquí?
–No, yo… –se mordió el labio como si lamentara admitirlo, pero al ver que no había necesidad de fingir, continuó hablando–: Me colé porque… quería verte. Me dijeron que estabas muerto.
–Ahora ya sabes que sólo dormía, todos debemos hacerlo durante el día. Por la noche, tengo una energía ilimitada.
Me miró frunciendo el ceńo.
–A mí me pasa algo parecido… mi energía no es ilimitada, pero es mucho mayor por la noche.
–Ay, Elisabeta, somos más parecidos de lo que imaginas. Ven, vamos a algún lugar donde podamos hablar más cómodamente –la agarré del brazo y, al ver que se resistía, la miré a los ojos–. Anoche sentiste algo por mí, Beta. Ahora sólo sientes miedo. żCuál de las dos cosas te parece más real? żDe cuál de esos dos sentimientos te fías?

Capítulo 10

No respondió a mi pregunta, pero caminó junto a mí hacia una pequeńa puerta que había en el otro extremo de la capilla.
–żQué hay de los sirvientes que te trajeron aquí? –me preguntó–. żQué pasará cuando vengan y descubran que ya no estás?
–No vendrán. Han oído demasiados rumores. Me tienen miedo.
Salimos de allí en silencio y llegamos a un prado donde mi caballo pastaba solo.
–żPasta por la noche, mientras los otros caballos están en los establos?
–Si yo vivo de noche, es lógico que también lo haga mi caballo.
–Eso no hace más que levantar más rumores –dijo ella.
–Mi simple existencia levanta rumores –respondí con un suspiro–. Debería irme de este lugar.
–żPor qué no lo has hecho?
Le mandé un pensamiento a mi caballo para que acudiera.
–Ven, Soare –susurré.
El animal giro la cabeza, meneó la melena y cruzó el prado al galope hasta detenerse frente a mí. Me subí a su grupa y después le tendí una mano a Elisabeta.
–Soare –repitió ella–. Sol. Extrańo nombre para un caballo negro como la noche.
–A mí no me parece tan extrańo –ella agarró la mano para que yo pudiera subirla al caballo, delante de mí.
–Supongo que no es más extrańo que el hecho de que no lleve silla ni riendas.
–No las necesito para guiarlo.
–Parece como si leyera tus pensamientos.
–Eso es lo que hace. Y tú también puedes hacerlo –la mire y pensé, “Eres muy hermosa, Elisabeta”.
Ella me miró boquiabierta.
–żLo ves? No es tan malo ser como yo.
–Entonces es cierto. żRealmente eres lo que dicen que eres? żUn muerto en vida? żUn vampiro?
–Así es como lo llaman algunos, pero eso no explica lo que soy realmente, Beta. No te dice nada de mí –dije llevándome una mano al pecho.
–Entonces dímelo tú. Háblame de ti, mi príncipe. Dime por qué te quedas aquí si eres tan infeliz, si la gente del pueblo te tiene tanto miedo.
Asentí y dirigí a Soare con mis pensamientos para que nos llevara por el sendero que atravesaba el bosque.
–Vine aquí porque en otro tiempo éste fue mi hogar. Realmente soy el príncipe de este lugar, pero hay algo en lo que los rumores no se equivocan. El rey no es mi padre; en realidad yo soy su antepasado.
–Es increíble.
Asentí porque sabía que lo era para muchos.
–Utilicé mi poder y mi fuerza para convencer al rey de que era su hijo, cuando lo cierto es que su hijo murió en una batalla varios ańos antes de mi llegada.
–żCómo pudiste convencer al rey de que creyera tal cosa?
Su cuerpo apoyado sobre mí me transmitía una cálida sensación que pocas veces había experimentado. No tenía miedo. Al menos por el momento.
–Yo… puedo controlar la mente y los pensamientos de mucha gente.
–żTambién los míos?
–No tengo intención de intentarlo siquiera, Beta. No temas.
La respuesta la hizo sonreír.
–Sigue.
–Verás, hay una mujer, inmortal como yo, que tiene ciertos dones como el de la profecía. La necromancia, la adivinación.
–żCómo se llama?
–Rhianikki. Al menos ése era su nombre hasta hace poco, pero lo cambia constantemente. Era una princesa y sacerdotisa de Egipto que aceptó el don cuando yo se lo ofrecí.
–Entonces estás aquí por una mujer.
–Por lo que ella me dijo, por lo que vio en mi futuro. Me dijo que aquí encontraría a mi verdadero amor, a mi alma gemela. Por eso permanecí en este lugar, pero había perdido la esperanza hasta que te vi anoche en el precipicio.
Elisabeta se volvió para mirarme con una expresión petrificada en el rostro.
–żQuieres decir que… crees que soy yo?

Capítulo 11

–Dejaré que seas tú la que lo decidas cuando hayas escuchado toda mi historia.
Le pedí a Soare que se detuviera. Estábamos en un claro plagado de flores, rodeado de árboles por tres lados y por el río en el cuarto. Cerca de nosotros, un ciervo comía hierba tranquilamente, sin miedo. Me desmonté del caballo y ayudé a Elisabeta a bajar también.
–Yo estaba enfermo como lo estás tú ahora, cada vez más débil. Tenía treinta ańos. De pronto una noche me levantó de la cama un hombre con la fuerza de treinta. Me llevó a su casa, un viejo castillo en ruinas y allí… me convirtió en lo que era él.
Elisabeta me miró, aún con las manos en mis hombros.
–żCómo?
–No quiero asustarte con…
–żCómo? –insistió.
Sí. Debía saberlo todo.
–Hundió los dientes en mi cuello, justo aquí –me toqué el lugar exacto–. No me dolió, como tú bien sabes. Pero él no se limitó a saborear mi sangre con pasión como hice yo anoche contigo. Él bebió de mí hasta que casi no quedó nada y después me hizo beber de él.
Su única reacción consistió en abrir la boca y seguir mirándome sin parpadear.
–Después, dormí como si estuviera muerto. Creí morir al hundirme en aquel sueńo profundo como ningún otro que yo hubiera experimentado. Cuando desperté… algo había cambiado. Yo había cambiado.
Se la veía muy pálida en la oscuridad. Parecía asustada y al mismo tiempo ansiosa por escuchar todo lo que yo tuviera que contarle.
–żDe qué manera habías cambiado? żTe sentías diferente? żTu aspecto era diferente?
Asentí.
–Mis sentidos parecía que se habían intensificado de tal modo que al principio me resultó insoportable. Todo lo sentía mil veces más, algo que no hace más que aumentar con cada ańo que pasa. Ya sea dolor… o placer.
–Vaya.
–Mi oído era finísimo, tenía la vista de un águila y la debilidad había dejado paso a una fortaleza que ningún ser humano ha conocido jamás. Puedo correr tan rápido que los ojos de los mortales no me ven, puedo saltar por encima de este árbol si lo deseo y soy capaz de escuchar los pensamientos de los humanos y de otros inmortales, y también hablar con ellos… pero hay mucho más, Beta. Soy inmortal, siempre joven, siempre fuerte.
Elisabeta asintió lentamente al tiempo que se daba la vuelta para dar varios pasos, alejándose de mí. Después se sentó en el césped, entre las flores y yo fui a sentarme junto a ella.
–Haces que parezca maravilloso.
–Lo es… o, podría serlo.
–żEntonces por qué anoche decidiste acabar con tu vida?
La miré fijamente.
–Eres demasiado perspicaz para mí –admití–. Pero tienes razón, esta vida tiene ciertos… inconvenientes. Nunca más podré ver el sol porque me quemaría hasta convertirme en cenizas.
–Entonces… sí que puedes morir.
–Todo acaba muriendo tarde o temprano. Yo puedo morir bajo el sol o quemado por el fuego. Una llama descontrolada es algo muy peligroso para mí. Si me hago un corte, por pequeńo que sea, puedo morir desangrado. Y cualquier dolor me resulta… insoportable.
–Comprendo.
–Pero lo peor de todo es la soledad. Cuando uno vive tanto tiempo, Elisabeta, ve cómo todo lo que conoce va muriendo. Los reinos desaparecen, las costumbres van extinguiéndose y civilizaciones enteras dejan de existir. Sin embargo yo sigo aquí.
–Buscando alguien con quien compartirlo –susurró ella.
–Exacto.

Capítulo 12

–żCuántos ańos tienes? –me preguntó.
–Más de cuatro mil.
Elisabeta parpadeó varias veces y después asintió.
–żY eso que dicen de ti… eso de que tienes que beber la sangre de una mujer virgen para sobrevivir?
La miré a los ojos sonriendo levemente.
–Tengo que beber sangre de un ser vivo, da igual que sea una mujer virgen o una oveja. No tengo que matar para alimentarme, querida Beta. Ya viste que anoche probé tu sangre, sólo un sorbo, y aún sigues con vida.
Ella apartó la vista de mí.
–Fue algo… una sensación que nunca…
–Lo sé. Yo también lo sentí –le pasé la mano por el pelo. Al recordarlo, sentí cómo se calentaba la sangre en mis venas y crecía el deseo dentro de mí.
–żEs siempre así?
–No. Al principio no comprendí por qué me sentí así al beber tu sangre, pero creo que ahora lo sé.
–Entonces explícamelo.
–La mayoría de los humanos no pueden convertirse en lo que yo soy, sólo unos pocos elegidos. Tiene algo que ver con la sangre, los elegidos tienen algo diferente, algo único que los convierte en eso, en Los Elegidos. Podemos sentirlos, nos sentimos atraídos hacia ellos de un modo inexplicable e irresistible. Existe una fuerte atracción entre los Muertos en Vida y Los Elegidos.
–żEs algo mutuo?
–Sí –susurré mientras le acariciaba la mejilla.
–żY qué hay de mi enfermedad? żEso también lo tenemos en común?
Asentí.
–Los Elegidos van quedándose más y más débiles y siempre mueren jóvenes a no ser que alguien los cambie. En tu caso, la muerte tardará pocos meses, quizá incluso semanas, en llegar. Pero yo no quiero que te lleve.
–No sé –susurró ella–. No sé si podré soportar esa vida que me has descrito. No sé…
–Déjame que te muestre cómo podría ser todo entre tú y yo. Déjame que te lo enseńe, Elisabeta. Sólo entonces podrás decidir.
–Yo… –levantó la mirada hasta mis ojos, asustada, y sin embargo intrigada por algo que no comprendía.
–Déjame que te haga el amor, Beta.
–Yo también lo deseo. Pero… żno me cambiarás?
–Te lo prometo. No te cambiaré.
–Entonces sí, prin_meu. Sí.
No esperé más para besarla. Apreté mi boca contra la suya y saboreé sus labios con deleite antes de deslizar la lengua entre ellos y adentrarme en la humedad de su boca. Elisabeta estaba rígida, tensa. Levanté la cabeza para mirarla.
–Puedo hacer que te resulte más fácil –le dije.
–żCómo?
–Puedo hacer que el miedo y las inhibiciones desaparezcan de tu mente con sólo dar una orden. żQuieres que lo haga, Elisabeta?
Parpadeó con sorpresa.
–żQuieres que me entregue a ti por completo? żQue te entregue hasta mi mente?
–Sí. Entrégame tu mente, tu cuerpo, tu alma –le bajé la mano por la espalda lentamente y fui tirando de ella hasta tumbarla en la hierba–. Dime que sí, Elisabeta. Confía en mí. Déjame que te posea, pero sólo durante un rato.
–Confío en ti.
–Entonces –me puse en pie dejándola allí tumbada. Me adentré en su mente con el poder de la mía y tomé lo que le había pedido que me diera–. Ya no me temes, Elisabeta porque sabes que nunca te haré el menor dańo. Ahora confías en mí plenamente.
–Sí –susurró ella y el miedo y la duda desaparecieron de su mirada y de su mente.

Capítulo 13

Abrí el broche de la capa y, cuando cayó de sus hombros, empecé lentamente a abrirle el cordón que le cerraba el vestido. Sus pechos estaban apretados contra la tela, hasta que yo los liberé, desnudándolos bajo el cielo nocturno, ante mis ojos, al alcance de mi mano.
Yo no controlaba su mente, quería que se entregara a mí libremente. Pero sí que hice que perdiera todo tipo de temores y de timidez. La tranquilicé susurrándole a su alma que podía confiar en mí plenamente. Y era cierto, podía confiar en mí sin ningún miedo.
Mis labios recorrieron su cuello y fui bajando por el pecho hasta llegar a sus senos, unos senos que tomé en mi boca y chupé ansiosamente, primero uno y luego el otro. Las manos de mi dama se aferraban a mí mientras ella arqueaba la espalda y su mente me dejó experimentar las deliciosas sensaciones que recorrían su cuerpo. Percibía todos sus pensamientos, todos sus deseos. Cuando ella quiso que mi lengua recorriera sus pezones, lo hice y cuando quiso sentir el roce de mis labios, se lo di gustoso.
Mientras, mi propio deseo no hacía más que crecer. Me apreté contra su muslo para demostrárselo y para aliviarme, pero fue en vano porque sólo sirvió para excitarme aún más. Cuando le levanté las faldas, volvió a ponerse en tensión.
“No, mi amor”, le susurré a su mente. “No tienes miedo. Sabes que lo deseas. Deseas sentir mis caricias. Aquí…”
Al tiempo que le transmitía aquellos pensamientos, llevé la mano al centro de su cuerpo y arranqué de su cuerpo un gemido de placer. Cuando me adentré en ella, me recibió una cálida humedad.
La deseaba más de lo que nunca había deseado nada. Exploré las profundidades de su ser para luego concentrarme en el centro de su deseo, en la diminuta pepita que la hacía deshacerse de placer cuando yo lo apretaba.
Sus gemidos eran cada vez más fuertes, más primitivos y libres mientras mi mano exploraba el núcleo de su cuerpo y mi boca sus pechos. Mis movimientos eran cada vez más intensos y ella parecía disfrutarlo.
Cuando ya no pude controlar más el ansia y la impaciencia que sentía, le abrí el vestido por completo para poder verla. Desnuda y expuesta ante mí, su primer impulso fue cubrir su cuerpo.
–No, Elisabeta –le dije–. Eres mía, en cuerpo y alma. Quieres entregarte a mí y saciar todos mis deseos. żNo es cierto?
–Sí.
–Entonces, dímelo.
–Soy tuya –gimió–. Y tú eres mío, mi príncipe.
Me despojé de la ropa que me cubría en un frenesí de deseo, después me tumbé sobre ella, le separé los muslos suavemente mientras me acercaba al centro de su cuerpo y, sin titubearlo, me zambullí en ella.
Ella abrió la boca y me clavó las uńas en la espalda.
–Ábrete a mí –susurré al sentir que sus muslos se tensaban.
Y lo hizo; se abrió para que yo pudiera sumergirme en lo más profundo de su cuerpo como si me adentrara en un maravilloso remanso de paz que no deseaba abandonar jamás. Me retiré sólo un segundo para después volver a ella y hacerla gemir de placer.
Con una mano le eché la cabeza a un lado y le retiré el cabello del cuello, donde pude ver cómo le latía el pulso bajo la piel mientras yo tomaba su cuerpo y me disponía a tomar también su sangre.

Capítulo 14

Hundí los dientes en su garganta, arrancando de sus labios un grito que no expresaba dolor, sino el placer más exquisito que nunca había experimentado.
El orgasmo estremeció su cuerpo mientras yo me alimentaba, un orgasmo que tuvo su fiel reflejo en el mío hasta que me obligué a mí mismo a soltarle el cuello y a tumbarme a su lado. La abracé con ternura hasta que acabaron los espasmos del placer. Aquello era algo más que una liberación, algo más que una sensación sobrenatural. Algo más que cualquier cosa que yo hubiera conocido y, sin duda, mucho más que nada que ella hubiera imaginado.
Unos segundos después, ella habló, prácticamente sin aliento:
–Nunca pensé que fuera… que pudiera ser…
–No lo es, Beta. No sería así con ninguna otra persona. Nunca lo ha sido para mí.
Ella levantó la mirada hacia mí, con sincera sorpresa.
–żDe verdad?
–Yo estoy tan anonadado como tú –le dije–. Aunque quizá no tan sorprendido. Me habían dicho que compartir esto con uno de Los Elegidos era una experiencia increíble.
–Lo ha sido –confirmó ella, acurrucándose entre mis brazos–. Y maravillosa. Pero…
–żPero? –sentí la mano fría del pánico rozándome el corazón. Sentía que aquel acto, el haber hecho el amor con Elisabeta y haber bebido su sangre, la había unido a mí. Creía haberla hecho mía del mismo modo que ella me había hecho suyo. No se me había pasado por la cabeza que ella pudiera no sentir lo mismo–. żSigues teniendo dudas?
–Yo… –parecía tener que buscar las palabras adecuadas para expresarse–. Hacer el amor contigo es maravilloso, mucho más que eso… Pero no me dice nada de cómo será vivir… como tú tienes que vivir y ser como tú eres. Pensé que sería suficiente.
Yo bajé la cabeza, con el corazón encogido. Inmediatamente, ella me puso la mano en la mejilla y me miró con infinita dulzura.
–Puede que lo sea, mi príncipe. Mi amor. Pero aún no estoy a las puertas de la muerte. żNo puedes darme un poco de tiempo para saber algo más? Después de todo, es una decisión importante que me afectará por siempre.
–żQué podrías aprender que no sepas ya?
–Podría estar contigo, vivir contigo, igual que lo haces tú.
Estaba impaciente, enfadado quizá, pero no sabía muy bien por qué. Supongo que esperaba que hubiera aceptado sin rodeos, en lugar de esa falta de compromiso.
–Mi amor –dijo suavemente–. Me dijiste que una vez que conociera tus secretos, estaría unida a ti para el resto de mis días, fueran muchos o pocos. No tengo intención de cambiar eso. Deseo estar contigo desde ahora en adelante. Eso lo sé. No dudo de ti, sino de mí misma. Necesito decidir si esos días que voy a pasar contigo, serán los de mi vida como mortal, o los de la eternidad. Por eso necesito más tiempo –me dio un rápido beso en los labios–. żEntiendes lo que siento, amor?
Tragué saliva antes de contestar.
–Lo entiendo, pero no me gusta esperar. Podría pasar cualquier cosa, Beta. Mientras seas mortal, seguirás siendo frágil. Cualquier accidente, cualquier enfermedad podría arrancarte de mi lado sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo. Por Dios, Beta, recuerda que toda tu familia pereció con la peste.
–Pero yo no. Hace semanas de eso y yo no estoy enferma. Al menos no sufro la peste.
Suspiré al tiempo que la estrechaba con fuerza contra mi cuerpo.
–No creo que pudiera dejarte marchar, Beta.
–Dame sólo unos días, mi amor. Lo suficiente para hacerme a la idea, para comprender y aceptar todo esto. Por favor…
La miré durante un largo rato, observé la sinceridad que había en sus ojos y finalmente dije:
–Sí. Te daré el tiempo que me pides si tú me das algo a cambio.
–Lo que tú quieras –respondió ella de inmediato–. Pero creo que ya te he dado todo lo que tenía de valor.
–Lo que me has dado tiene un valor incalculable, lo mismo que lo que ahora te pido. Dame tu mano, Elisabeta. Sé mi esposa. Cásate conmigo esta misma noche.

Capítulo 15

–żQue me case contigo? ?Es… esta noche? –sus ojos negros parecían no tener fin, había en ellos cierta incredulidad–. żCómo puedes pedirme que sea tu esposa si apenas me conoces? Sólo hace unas horas que nos vimos por primera vez.
–Piénsalo, Beta. Si no nos hubiéramos conocido, ninguno de los dos seguiría vivo. Antes de conocerte no deseaba seguir viviendo, ni tú tampoco. żTan difícil de entender te parece que crea que estamos destinados a estar juntos?
–żEso es lo que crees?
–Sí –le dije, y era cierto. Eso era lo que creía. Y lo sigo creyendo–. No tenemos que darle explicaciones a nadie, Beta. Podemos hacerlo si lo deseamos. Yo soy el príncipe y hago lo que me place. Y tú no tienes familia que vaya a poner objeciones.
Me miró sonriendo de un modo que hizo que se me encogiera la garganta.
–Lo cierto es que creo que te amo, prin_meu. Sí. Sea cual sea mi decisión respecto a cómo pasar el resto de mi vida contigo, me casaré contigo.
La estreché en mis brazos, la levanté del suelo y juntos dimos mil vueltas. Después la bajé lentamente para que nuestros labios se unieran, también lo hicieron nuestros cuerpos. Creo que ésa fue la noche más feliz de mi existencia. Desde luego, desde entonces no ha habido otra mejor.
Volvimos juntos al pueblo que se extendía a la sombra del castillo y allí fuimos directos a la casa del sacerdote. Lo sacamos de la cama, abrió la puerta con cara de sorpresa.
–żQué ocurre? –preguntó. Entonces se fijó en mí y abrió los ojos de par en par–. ˇAlteza! ˇMe habían dicho que había muerto!
–Me temo que los sirvientes del castillo son unos inútiles. Me tumbaron en la capilla de mi padre, a la espera de su visita, que sin duda no se habría hecho esperar –ańadí enarcando una ceja con ironía.
–ˇPor supuesto que no, mi seńor! Sólo esperaba que se hiciera de día para acudir.
Vaya, parecía que los rumores habían conseguido que incluso un hombre de Dios me temiera. No importaba. Quizá debiera haberme enfadado, pero era demasiado feliz como para permitir que aquel detalle me preocupase.
–Sólo fue un golpe en la cabeza que me hizo perder el conocimiento durante unas horas. Pero, como puede ver, ya estoy bien.
–Desde luego. Pero pasen. Tengo el fuego encendido y, si lo desean, puedo ofrecerles pan y vino.
–Esta noche sólo deseamos una cosa, padre –le dije mirando el rostro de mi amada–. Que nos case.
Lo habíamos seguido al interior de la casa, pero la puerta permanecía aún abierta.
–żEsta noche?
–Ahora mismo, si fuera posible.
–Pero no se ha anunciado el compromiso, ni se han leído los…
–Ni se va a hacer –dije bajando la voz ligeramente.
El sacerdote me miró a mí, después a Elisabeta y luego frunció el ceńo.
–Esta muchacha aún está de luto por su familia.
–Nos casaremos esta misma noche, a menos que quiera acabar en las mazmorras del castillo –le dije.
Noté cómo Beta se ponía en tensión y me apretaba el brazo con la mano al tiempo que en su rostro aparecía una expresión de desaprobación.

Capítulo 16

El sacerdote respiró hondo y Beta me miró a los ojos, negando con la cabeza.
–Así no, mi amor –dijo antes de dirigirse al sacerdote–. Cásenos o no lo haga, no sufrirá ningún dańo si decide no hacerlo. Nosotros nos limitaremos a darnos media vuelta y buscar a otro que lo haga.
El sacerdote accedió a casarnos, no por las palabras de Elisabeta, sino por el temor que sentía hacia mí. Sabía que yo jamás hacía una amenaza que no pensase cumplir y no confiaba en que aquella joven tuviese el poder de aplacar mis ánimos.
–Los veré dentro de una hora en la capilla del castillo. żLe parece bien?
–Sí –respondí y, con mi amada rodeada por la cintura, salí de la casa.
De allí fuimos a caballo al castillo, donde despertamos a todos los sirvientes, amigos, familiares e invitados del rey, que aún no había regresado de su viaje, lo cual me preocupaba. El rey me consideraba su hijo aunque no lo fuera realmente y no solía ocultarme nada.
En cualquier caso, me encargué de dar las órdenes y lo hice de un modo que seguramente sorprendió a todo el mundo, pues solía recluirme en mis aposentos sin hablar ni pedir nada a nadie, siempre y cuando se respetara mi privacidad. Pero esa noche era diferente. En mí no había malhumor y en mi rostro lucía una sonrisa que endulzaban mis órdenes.
Cuando llegó la hora fijada por el sacerdote los sirvientes habían encontrado un vestido para la novia, de un precioso color crema, habían cortado unas flores para su ramo e incluso le habían puesto algunas en el cabello, unos nomeolvides tan delicados como la misma Beta. Habían despertado a los juglares y a la cocinera para avisarles de la inminente celebración.
–Estás preciosa –le dije a mi amada cuando se colocó junto a mí frente al sacerdote–. Estoy convencido de que esto no es más que un maravilloso sueńo y que volveré a despertar en soledad, como antes.
–Es un sueńo –me dijo ella suavemente–. Un sueńo hecho realidad.
La pequeńa capilla de piedra estaba llena de gente, desconocidos, sirvientes y gente que me temía. Todos ellos presenciaron cuando la novia y yo nos arrodillamos frente al altar, momento en el que ella prometió ser mía para siempre y yo prometí cuidarla durante el resto de mis días. Poco sospechaban que aquellas promesas tenían más significado que nunca, tratándose de un hombre cuyos días no terminarían jamás.
Ya estaba hecho, la tomé entre mis brazos y sellé nuestra unión con un beso. Creía que, por una vez, el destino me sonreía. Por primera vez en muchos siglos, me alegraba de estar vivo. Di las gracias a los cielos por ser inmortal, porque creía que Beta aceptaría que compartiese con ella aquel oscuro don. Que la convirtiese en lo que era yo. Que querría estar conmigo eternamente.
Seguro que lo haría.

Capítulo 17

A pesar de lo ansioso que estaba por llegar al dormitorio, sabía que mi esposa merecía una celebración por todo lo alto. Porque, si bien era una campesina, Elisabeta era mucho más que eso. Sin duda descendía de la realeza y eso era lo que pensaba decirle al mundo entero y nadie tendría motivos para dudar que fuera cierto.
Porque, żcómo podría una familia traer al mundo a una muchacha como ella sin que hubiera sangre real en su linaje? Una mujer tan perfecta, con cara de ángel, el cabello dorado como el sol y unos ojos negros que te cautivaban con sólo mirarte.
Cuánto la amaba. Cuanto amaba a mi joya. Mi princesa.
Los músicos comenzaron a tocar la lira y la flauta al vernos entrar en el salón principal del castillo. Los sirvientes llenaron las mesas de comida que habían conseguido preparar en tan poco tiempo y el olor de la carne que aún estaba asándose hizo que a todos los presentes se les hiciera la boca agua. La cerveza y el vino corrían a raudales, yo bailé con mi esposa y vi cómo se sonrojaban sus mejillas mientras palidecían las de los demás.
–żEstás cansada? –le pregunté frunciendo el ceńo.
–Un poco, mi amor. Pero no quiero que esta noche acabe.
–Debe acabar igual que lo hacen todas. Pero nosotros no, Beta. Nosotros podemos seguir siempre.
Elisabeta sonrió y apoyó la cabeza en mi pecho.
–Lo sé.
Antes de que pudiera preguntarle qué quería decir con eso, las puertas del salón se abrieron de golpe y se hizo un silencio ensordecedor. Los músicos enmudecieron. Todo el mundo dejó de comer y de hablar. Al volverme a mirar vi a mi supuesto padre, el rey, de pie en el umbral de la puerta, flanqueado por soldados armados.
Él también me miró desde el otro lado del salón, les dijo algo a sus hombres y comenzó a caminar hacia mí.
–Parece que he interrumpido una celebración –dijo–. żMi malhumorado hijo con una sonrisa en el rostro y una hermosa dama en los brazos? żAcaso…
–Es mi esposa, padre –le dije–. Elisabeta. Tu padre y tu rey.
La sentí temblar al tiempo que se arrodillaba frente al rey e inclinaba la cabeza.
–Levanta, hija. Levanta –le dijo el rey, agarrándola del brazo para ayudarla a ponerse en pie–. Ahora eres una princesa, demasiado importante y hermosa como para inclinarte ante un viejo –le besó ambas mejillas con una enorme sonrisa en los labios y luego se dirigió a mí, aún con las manos de Beta en las suyas–. żPor qué todo tan repentino?
–Sólo tuve que mirarla una vez para saber que estaba hecha para mí –dije, con un sentimentalismo muy poco habitual en mí–. No podía esperar, ni siquiera a que tú llegaras, padre.
–No te habría hecho retrasar la boda, hijo mío, pues veo que has encontrado un verdadero tesoro. Sólo espero no estropear la celebración con mis malas noticias.
Fruncí el ceńo al oír aquello.
–Emprendiste un misterioso viaje y veo que te llevaste algunos soldados –dije seńalando a los que aún seguían en la puerta–. Y no parecen muy dispuestos a unirse a la fiesta.
El rey agarró a un sirviente que pasaba por allí y le dijo:
–Diles a mis hombres que pueden comer, pero que no beban vino ni cerveza. Y recuérdales que deben permanecer alerta.
Aquellas palabras hicieron que me preocupara aún más.
–żQué ocurre, mi rey?
–Fui a comprobar que eran ciertos los rumores que afirmaban que había tropas enemigas en la frontera norte. No vi necesidad de molestarte con lo que entonces no era más que un rumor. Pero he corroborado que es cierto. Nos están invadiendo, hijo. Estamos… en guerra.

Capítulo 18

–Tenemos que obligarlos a retirarse antes de que crucen el río. Hijo mío, necesitamos a todos los hombres disponibles, o nuestro reino caerá.
Debía mucho a aquel hombre. La vida, para empezar. Si él no me hubiera aceptado, nunca habría encontrado a mi maravillosa esposa. No podía negarle mi ayuda. Además, sabía algo que él ignoraba, que yo era su guerrero más poderoso. Me volví a mirar a Elisabeta.
Ella me miró también, en sus ojos había amor y miedo.
–No quiero que vayas –susurró.
–Ojalá no tuviera que hacerlo. Ven –la llevé conmigo mientras mi padre ponía fin a la celebración. Subimos la escalera de piedra que conducía a mis aposentos… a nuestros aposentos.
El hueco de la ventana estaba cubierto de capas y capas de tela negra, para protegerme durante el día, mientras dormía. La cama era grande y cómoda, rodeada también por cortinas negras que ofrecían una protección ańadida contra el sol. La puerta podía cerrarse desde dentro con una tranca de hierro. Fui hasta la ventana y retiré la tela.
–Mi esposa seguirá viendo el sol todo el tiempo que pueda –le dije.
–ˇVuelve a ponerla! –dijo lanzándose a mis brazos–. Ya he tomado una decisión –anunció entonces–. Seré como tú, quiero hacerlo. Quiero estar siempre contigo, pero por favor, no te vayas. No vayas a la guerra, amor mío.
La abracé con fuerza y le besé el pelo y la cara.
–No temas por mí, mi hermosa Beta. Soy inmortal.
–Pero puedes morir. ˇTú mismo me lo has dicho! El sol podría matarte… ży si te hacen un corte con una espada o te clavan una flecha? Podrías desangrarte.
–Te prometo que no moriré. Volveré a tu lado y entonces, si aún lo deseas, recibirás el espíritu que habita dentro de mí. El espíritu de la vida eterna.
–Hazlo ahora.
Le retiré el pelo de la cara y negué con la cabeza.
–Tengo que estar contigo después, tengo que ayudarte a comprender todo lo que sientas y abrazarte mientras experimentas sensaciones completamente nuevas. Es como morir, Elisabeta. Como morir y volver a nacer. No puedes pasar por ello sola. No lo permitiré.
–Entonces quédate. Quédate conmigo y haz todo eso que has dicho. Quédate conmigo para siempre como prometiste ante el sacerdote.
Bajé la cabeza con un profundo pesar que me encogía el corazón.
–No puedo. No puedo hacerlo.
Elisabeta se echó a llorar, yo la besé una y mil veces, secándole las lágrimas con mis labios.
–Te amo, Beta. Jamás habría pensado que un hombre pudiera enamorarse tan de repente. Has conquistado mi corazón con la velocidad del rayo. Nada podría apartarte de ti. Ni ahora ni nunca.
–Deja que vaya contigo –susurró.
Yo cerré los ojos, en dulce agonía. Resultaba tentador pensar en tenerla a mi lado… pero sabía que no podía ser.
–No tienes las fuerzas necesarias. Debes conservar la energía que te queda, descansar, así estarás bien cuando yo venga. La batalla será dura, por lo que espero que habrá acabado en un día, o dos como máximo.
–żY si no es así? –me preguntó–. żY si tienes que quedarte más tiempo y muero en tu ausencia?

Capítulo 19

–Si dura más de dos días, volveré contigo. Aún te quedan semanas, quizá meses, Beta. Te lo prometo.
–Te amo.
–Eres la princesa de este castillo –le dije–. No hay reina. Cualquier cosa que desees, sólo tienes que pedirla. Los sirvientes ya te adoran.
Oí cómo los soldados preparaban los caballos en el exterior.
–Tengo que irme.
–Te amo –repitió y me besó desesperadamente–. ˇTe amo con todo mi corazón!
–Y yo a ti –aparté los brazos con profundo pesar, pero debía vestirme para la batalla.
Después, me acompańó al patio del castillo y yo la bendije por ello. Cuando nos reunimos con los demás, Elisabeta tenía los ojos secos y la cabeza bien alta. Como una reina. Una reina maravillosa.
La besé una vez más antes de montar a Soare y sentí su mirada sobre mí mientras me alejaba de ella, rumbo a la batalla.
El combate fue atroz. Luchamos durante tres días sin parar y lo único que me impidió no volver a su lado después del segundo como había prometido fue la certeza de que acabaría al día siguiente. Estábamos a punto de conseguir la victoria y si yo me hubiera retirado, habría supuesto la derrota de los míos. Así que rompí la promesa que le había hecho a mi esposa.
Cuando volví, encontré las puertas de la capilla abiertas de par en par y dentro estaban todos aquellos que no habían acudido a la batalla; sirvientes, campesinos… Todos lloraban y gemían con profundo dolor. El camino que conducía hasta la capilla estaba cubierto de pétalos de flor.
Me bajé del caballo y eché a correr, preguntando qué ocurría a todos aquellos con los que me encontraba. żEstaban celebrando un servicio por los caídos en la batalla? No podía ser, pues acabábamos de regresar con los cuerpos.
Todos a los que les preguntaba se limitaban a mirarme, asustados, y después se retiraban murmurando alguna plegaria.
Me abrí camino entre la multitud y al llegar al altar, sentí que me moría por dentro. Allí estaba ella.
Mi adorada Elisabeta yacía en la misma caja de madera sobre la que había llorado por mí sólo cuatro noches antes. Su cabello dorado se extendía a su alrededor y el vestido más hermoso que jamás había tenido cubría su cuerpo.
Un grito de animal herido salió de mi alma rompiéndome por dentro cuando la tomé en mis brazos y sentí que no había vida dentro de ella. Estaba fría. Rígida.
–ˇNo! ˇNo! –grité–. Por todos los dioses, no puede ser.
–Ven, hijo mío…
Era el sacerdote, que me había puesto una mano en el hombro, pero yo me aparté de él, miré a todos los presentes y les dije que se fueran, que me dejaran solo en mi dolor. Todos obedecieron, todos menos una mujer que se quedó en las sombras, en silencio, a una buena distancia de mí. Estuvo allí durante horas, mientras yo lloraba con el cuerpo de Elisabeta en mis brazos y maldecía a los dioses, al destino por darme tanta felicidad y después arrancármela de las manos de ese modo.
La ira fue suavizándose y entonces supe lo que debía hacer. Si mi amada se marchaba de este mundo, yo me iría con ella. No deseaba seguir viviendo sin ella. Quizá, de algún modo, pudiéramos volver a estar juntos al otro lado.
Con tal determinación, me dispuse a dirigirme al precipicio donde, después de todo, pondría fin a mi vida.

Capítulo 20

–No tardará en amanecer –dijo una voz de mujer–. Si te quedas llorando sobre su cuerpo un poco más, arderás con el sol.
Dejé el cuerpo de Elisabeta suavemente y me volví hacia la mujer que había hablado.
La conocía. Le había dado el Oscuro Don hacía mucho tiempo, cuando ella era princesa de Egipto y había sido rechazada por su padre, el faraón, que la había enviado al templo para que la criaran las sacerdotisas de Isis.
–Rhianikki –dije.
–Ahora soy Rhiannon –salió de las sombras. El cabello negro como la noche le llegaba hasta la cintura y un vestido dorado la cubría desde los hombros a los pies. Seńaló a un lugar a mi espalda–. El parecido es espectacular, żno te parece? Tuvo al pintor trabajando día y noche desde que te fuiste. Debía de ser un regalo de boda para cuando volvieras.
El dolor que sentía era tan intenso, que apenas podía levantar la cabeza.
–żQué le ha pasado? –le pregunté.
–Le dijeron que habías muerto en la batalla. Creo que fue ese tío suyo. Ella no lo creyó hasta que el segundo día acabó sin que llegaran noticias tuyas. Hace sólo doce horas, al amanecer del tercer día, que se tiró desde la torre para reunirse contigo, su príncipe. Un sirviente la oyó gritar que si hubieras estado vivo, habría vuelto junto a ella. Había cerrado la puerta desde dentro, por lo que nadie pudo llegar a tiempo de salvarla.
Aquello era más de lo que podía soportar. Caí de rodillas.
–Entonces ha sido culpa mía. Yo la he matado al romper la promesa que le hice –dije meneando la cabeza desesperadamente–. żPor qué me dijiste que la encontraría aquí si iba a abandonarme tan pronto, Rhiannon?
Ella respiró hondo y bajó la cabeza.
–No debería haber ocurrido así. No es esto lo que yo vi, amigo mío.
–Ya no importa. Pronto me reuniré con ella.
Rhiannon se acercó a mí y me puso la mano en el hombro.
–Siempre has tenido tan mal carácter. Siempre lamentándote de tu soledad y de tu inmortalidad. No hay nada tan aburrido como un vampiro incapaz de aceptar su naturaleza. Al menos ahora tienes un motivo para sufrir de tal melancolía.
Levanté la cabeza, sabía que trataba de hacerme ver por qué debía seguir viviendo.
–No voy a continuar sin ella –dije con la esperanza de que eso bastara para poner fin a la discusión.
–Sí que vas a hacerlo –aseguró–. żQuieres que te diga por qué?
Asentí al tiempo que me ponía en pie a pesar de que estaba entumecido por el dolor.
–Supongo que no tengo otra opción, así que adelante, dime por qué habría de aceptar vivir en el infierno que es el mundo sin ella.
–He tenido una visión –comenzó a decir–. Ya no suelo tenerlas, cada vez menos a medida que me hago vieja. Pero ésta fue muy intensa. Y no te atrevas a dudar de su veracidad.
–Nadie se atreve a poner en duda a la inmortal princesa del Nilo, żverdad? –la amargura empapaba mis palabras–. Adelante. Aún tengo que seguir sufriendo una hora más hasta que amanezca. Así que cuéntame esa visión.
–Elisabeta volverá a ti.
Levanté la mirada hacia ella, con el corazón a punto de escapárseme del pecho.
–No será fácil –se apresuró a ańadir–. Primero tienes que asegurarte de permanecer con vida hasta que vuelva y no puedo asegurarte que vayáis a volver a encontraros. Así que, ya ves, no puedes salir al sol. Debes seguir viviendo a pesar del dolor. Debes hacerlo por ella.
Negué con la cabeza.
–Haría cualquier cosa por ella. Pero, żcuánto tiempo tendré que esperar?
Ni siquiera la vampiresa más insensible de todos los tiempos pudo mantenerme la mirada mientras pronunciaba la respuesta.
–Unos quinientos ańos. Más o menos.
Sentí que me flaqueaban las piernas. Ella me agarró e impidió que cayera al suelo.
–La encontrarás en un lugar llamado New Hampshire, en un pueblo llamado Endover. Es allí donde ella volverá a ti dentro de cinco siglos. Si puedes soportarlo.
La miré a los ojos fijamente.
–Nunca he oído hablar de ese lugar.
–Eso es porque aún no existe.
–żEstás segura? –insistí sin apartar la mirada de ella.
–Completamente.
Con un suspiro, volví junto a mi amada, junto al cuerpo que la había albergado, me incliné sobre ella y besé sus labios fríos.
–Lo intentaré, amor mío. Te prometo que lo intentaré. Aunque puede que vivir todo ese tiempo sin ti acabe conmigo. Pero intentaré aguantarlo, por ti –cerré los ojos a las lágrimas que manaban de lo más profundo de mi ser y sollocé–. Vuelve a mí, Elisabeta.
De algún lugar más allá de los muros de la capilla, juro que oí una voz que decía:
–Volveré.






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