Antes
del amanecer
por Maggie Shayne
Capítulo 1
Solo.
He vivido solo durante
tantos siglos que ya no podía más, por eso aquella noche decidí
acabar con todo y recé a los dioses que pudieran existir,
suplicándoles que no existiera la inmortalidad del alma o, que si
era así, yo hubiera perdido la mía hacía mucho. No deseaba
continuar de ninguna de las maneras.
Irónicamente, dentro de mí
seguía estando el corazón de un romántico, el alma de un poeta que
no componía, sólo sentía. Así pues, era lógico que intentara que
mis últimos minutos en este mundo merecieran la pena. Así fue como
acabé tumbado en el frío suelo de aquel precipicio del que manaba
una cascada, en las horas más oscuras de aquella lejana noche.
Me
quedé allí, escuchando el rugir del agua y saboreando la bruma que
dejaba en el aire. Miré al cielo sin luna, lleno de estrellas que
parecían diamantes y esperé a ver el primer amanecer después de
muchos siglos. Me pregunté hasta dónde subiría la ardiente esfera
antes de que mi cuerpo se consumiera; cuánto tiempo se me permitiría
observarlo antes de que el fuego devorara mi carne y mis
huesos.
Sabía que dolería, que resultaría insoportablemente
doloroso para una criatura tan sensible como podía serlo un vampiro
centenario. No voy a decir que no temiera el dolor… claro que lo
temía. Esperaba aterrado. Y sin embargo, lo aceptaría porque tenía
la esperanza de que con él llegaría la dulce nada que me aguardaba
al otro lado.
Había tenido una vida larga y llena de
acontecimientos. Pero no feliz. La inmortalidad había sido un
desperdicio para un hombre como yo.
Allí estaba, esperando al
sol y, con él, la muerte, con la espalda apoyada en la fría piedra
que formaba el suelo, el rostro y la ropa empapados por el agua de la
cascada y los ojos clavados en las estrellas que iban desapareciendo
en un cielo que iba pasando del índigo al púrpura. Ya no faltaba
mucho. Una hora, o dos como máximo.
El rugido del agua estaba
acompańado por el canto de los pájaros que se levantaban antes del
amanecer y que habían comenzado su tarea diaria de despertar al sol.
Escuché aquel canto como nunca antes lo había hecho; siempre había
sido para mí una especie de aviso, ahora me resultaba fúnebre, mi
propio réquiem. Cerré los ojos y saboreé la sinfonía mientras
esperaba la llegada de la muerte.
Entonces, otro sonido
interrumpió el canto, era un ruido discordante, una nota amarga que
no sintonizaba con la armonía de los pájaros y que iba a cambiarlo
todo. Creo que lo supe, incluso entonces. Era el sonido de una mujer,
llorando.
Abrí los ojos, molesto por la interrupción. Mi
hermosa y poética marcha de este mundo había quedado destrozada. Me
senté y busqué el origen de dicho llanto mientras pensaba que la
intrusa tendría suerte si no decidía llevarla conmigo en mi último
viaje. Cuando por fin la vi, me puse en pie, mi cuerpo parecía tener
voluntad propia.
Incluso de lejos, pude ver que era una mujer
hermosa. De eso no había ninguna duda, no para unos ojos de poder
sobrenatural como los míos. Estaba de pie al borde de la cascada,
mirando hacia abajo. Inmediatamente supe que iba a saltar.
Quería
morir. Igual que yo.
Capítulo 2
Desde el momento en que mis ojos se
posaron sobre ella, desapareció de mi mente la conciencia de mi
propia desgracia y sólo pude pensar en su tristeza. Su largo cabello
dorado se movía con el viento que se levantaba del agua. Le pedí a
su mente que se abriera a la mía. No me resultó difícil saber lo
que le ocurría… las emociones la desbordaban. Había en ella dolor
y tristeza, una tristeza aplastante.
Me pregunté por qué. żQué
podía causarle tanto dolor a alguien tan joven?
De pronto supe
que no tenía tiempo de profundizar en su mente en busca de
respuestas porque se había acercado más al borde del precipicio,
los dedos de los pies se asomaban ya al vacío, y con la cabeza bien
alta, levantó los brazos como si fuera una preciosa ave secándose
las alas al sol.
Grité con todo el poder de mi voz, algo
increíble en un vampiro tan viejo:
–ˇNu! ˇStai!
Ella
se estremeció, su mirada se clavó en la mía desde el otro lado de
la sima, pero no mostró el menor temor ante la fuerza de mi orden,
aunque sin duda debió de darse cuenta de que aquella voz no podía
pertenecer a ningún hombre normal. Siguió mirándome unos segundos,
hasta que abrió los ojos de par en par al reconocerme.
Yo
levanté una mano para darle a entender sin necesidad de palabras que
se quedara donde estaba. Ella me conocía… yo pertenecía a la
realeza, por lo que tenía que obedecerme.
Y sin embargo no lo
hizo. Se inclinó hacia delante y, más que saltar, cayó al vacío.
No me había dejado otra opción, así que me lancé tras ella con
poco más que la fuerza de mi voluntad y la sabiduría de mi
instinto.
Ella caía despacio, con las piernas y los brazos
extendidos. Yo iba como una flecha que apuntaba hacia abajo con los
brazos, mi cuerpo cortaba el aire como un cuchillo mientras con el
poder de la mente trataba ralentizar su caída y acelerar la mía.
Yo
no dominaba el arte de volar, aunque muchos de mi especie sí lo
hacían. Podía cambiar de forma, pero necesitaba cierto tiempo para
hacerlo y eso era algo de lo que no disponía. Por tanto elegí, si
podía decirse que tenía elección alguna, interrumpir su caída con
mi propio cuerpo.
Tenía la sensación de que todo estuviera
pasando a una velocidad más lenta de lo habitual. Atravesé la bruma
que parecía protegerla hasta que por fin conseguí que mi cuerpo
chocara con el suyo. Intenté suavizar el impacto envolviendo su
cuerpo delgado con mis piernas y colocándome debajo de ella, de
manera que lo primero que tocara la tierra fuera mi espalda.
Durante
un instante sus ojos, de un brillo negro tan intenso como el del
ónix, se clavaron en los míos con una fuerza que yo jamás había
sentido.
–żPor qué? –susurró.
El dolor que empapaba
aquellas dos palabras iba más allá de lo que yo alcanzaba a
comprender. Busqué una respuesta con todas mis fuerzas, pero no supe
por qué.
El dolor estalló dentro de mí en aquel momento,
cuando las afiladas rocas del río pusieron fin de golpe a nuestra
caída. El agua helada me rodeó, me llenó la nariz, la boca y los
pulmones. Mis huesos se quebraron bajo la piel y todo se quedó
oscuro.
Aun en el momento de sucumbir en dicha oscuridad supe
que no era la negrura de la muerte. Era un respiro temporal, como lo
había sido muchas otras veces antes. Aquélla era la oscuridad de mi
prisión, de mi vida.
Capítulo 3
Me despertó el olor del fuego.
Ramas de coníferas, el chisporrotear de las llamas era inconfundible
para mis agudizados sentidos. El dolor invadía mi cuerpo. Supuse que
aún sería de noche. No podía llevar mucho inconsciente, aunque
estaba claro que sí que había pasado algún tiempo.
Me
encontraba en una cueva, detrás de la cascada, allí vi un túnel
que se adentraba en la montańa, alejándose del agua. Debía de ser
el camino que habíamos utilizado para llegar allí. El fuego
crepitaba y bailaba a poca distancia de mí y lentamente me secaba la
ropa que aún llevaba puesta. Ella estaba sentada al otro lado de la
hoguera, mirándome a través de las llamas.
–Creí que habías
muerto –dijo. Su voz era como la miel, pero aún quedaba algo de
tensión en la profundidad de sus palabras, cierta aspereza–. Me
alegro de que no sea así.
–Pero no te alegras tanto de no
haber muerto tú.
Ella parpadeó varias veces y miró hacia otro
lado.
–No, de eso no me alegro tanto.
–żPor qué?
Bajó
la cabeza y hundió también los hombros. Llevaba un sencillo vestido
marrón de cuello redondo y tela ya gastada.
–Toda mi familia
ha muerto –respondió en un susurro–. No veo razón alguna para
no reunirme con ellos. Aquí ya no me queda nada.
Yo
asentí.
–Comprendo.
Ella me miró.
–żNo vas a
discutir conmigo? żNo vas a decirme que aún me quedan muchas cosas
por vivir, que una muchacha de diecisiete ańos tiene toda la vida
por delante, como me ha dicho todo el mundo?
–żPor qué
habría de estar en contra de buscar el consuelo de la muerte si yo
estaba allí con la intención de encontrar ese mismo
consuelo?
Volvió a parpadear, claramente sorprendida ante tal
revelación.
–Pero tú… tú eres el príncipe.
–Y sé
muy bien lo que es sufrir. Sangro igual que tú. No, no voy a
discutir contigo, bella muchacha. Ni siquiera sé por qué se me
ocurrió interferir en tus planes.
A no ser que…
–A no
ser que żqué? –preguntó ella.
Me encogí de hombros.
–A
no ser que fuera porque tu belleza me impactara tanto, que no pude
contenerme. Lo he hecho por puro egoísmo. Durante un instante,
cuando te miré desde el otro lado del precipicio, creí ver…
–respiré hondo y me lancé a hablar. żQué más daba si hablaba
con sinceridad o no? żDe qué serviría guardar las apariencias o
proteger el orgullo?–. Creí ver una razón para vivir al menos una
noche más.
–żEsa razón era… salvarme?
–No –me
apresuré a responder–. No sólo salvarte. Conocerte. Hablar
contigo. Compartir mi dolor con alguien que pudiera comprenderlo
–bajé la cabeza–. Ya te he dicho que había sido un acto
completamente egoísta. Siento mucho si he prolongado tu sufrimiento
con mi desconsideración.
Ella me observó durante un buen rato
y finalmente bajó la mirada y dijo suavemente:
–Supongo que
mańana me resultará tan fácil matarme como me lo ha parecido hoy.
Háblame de tu dolor.
La miré fijamente. Las llamas crepitaban
y hacían que saltaran chispas. De pronto me oí decir:
–Puede
que lo haga, pero antes debo decirte que lo que voy a contarte esta
cueva no lo ha oído ningún otro ser. No puede salir de este
lugar.
Ella se encogió de hombros.
–No tengo intención
de salir de aquí nunca más, mi príncipe. Me llevaré tus secretos
a la tumba.
Capítulo 4
–Dime –susurró ella–. żCómo
es posible que tu voz pueda ser más fuerte que el agua de la
cascada? żY cómo pudiste volar entre la bruma para salvarme como un
halcón que se lanzara a atrapar a una serpiente que repta por el
prado?
–żTú qué crees? –le pregunté–. Me da la
sensación de que tienes cierta idea. żHas escuchado lo que se
rumorea de mí en el pueblo?
Ella sonrió, no con alegría sino
con amargura.
–No se puede vivir entre rumores sin oír lo que
cuentan. Dicen que vendiste tu alma al diablo para ser inmortal.
Dicen que el rey ni siquiera es tu verdadero padre, sino un lejano
descendiente tuyo que te ha hecho pasar por hijo suyo para encubrir
tu secreto –fijó la vista en mi boca–. Dicen que bebes sangre de
mujeres vírgenes para mantenerte siempre joven.
Por primera vez
vi un brillo en sus ojos, un brillo de emoción, de peligro. Aquella
mujer era muy imprudente, una temeraria.
–żY tú qué crees?
–le pregunté.
Ella se encogió de hombros.
–Creo que
si eso fuera verdad, żpor qué querrías morir? Si fuera verdad, no
estarías ahí, retorcido de dolor.
–Es cierto, siento dolor.
Pero pasaré las horas de luz durmiendo y cuando despierte con la
puesta de sol, estaré completamente curado.
Lo miró con los
ojos muy abiertos.
–Podría curarme mucho más rápido
–continuó diciendo–. Ahora mismo, con sólo beber un sorbo de tu
sangre de virgen.
La sonrisa desapareció de su
rostro.
–Intentas asustarme. Sé que no puedes hacer eso, pero
si quieres, toma mi sangre. Quítamela toda y déjame morir. No me
importa.
–Jamás te dejaría morir, bella muchacha. Quizá te
dejará jadeante de placer y quizá ya no tan virginal.
Me miró
con ojos oscuros y encendidos al tiempo que se ponía en pie, rodeaba
el fuego y se arrodillaba frente a mí. Se rasgó el cuello del
vestido, dejando a la vista su cuello y sus pechos.
–No me
tomes por tonta –dijo ella–. Si lo que quieres es mi virginidad,
no hace falta que recurras a historias de miedo. Así alcanzaré la
muerte habiendo conocido hombre.
Yo la miré. Sus pechos,
redondos, firmes y llenos de juventud. Su belleza y su vitalidad me
abrumaban y el deseo que me atormentaba noche tras noche despertó
dentro de mí como una bestia en busca de alimento.
Me incorporé
muy despacio, el deseo era más fuerte que el dolor que me provocaba
el movimiento. Le puse la mano en la nuca y la atraje hacia mí.
Recorrí con los labios el camino que iba desde su cuello hasta sus
pechos, centrando en ellos toda mi atención, hasta que la muchacha
comenzó a jadear de placer y arqueó la espalda hacia atrás.
Después
volví a subir por su cuello, salado y delicioso. Abrí los labios y
chupé su piel, podía sentir el latido acelerado de su corazón en
la yugular con la misma claridad con la que sentía el ruido del agua
en el exterior.
Agarrándole la cabeza, le mordí el cuello.
Cuando mis colmillos perforaron la vena y su sangre comenzó a correr
por mi lengua, pude sentir todo lo que sentía ella, incluso el
clímax que estremeció su cuerpo.
Capítulo 5
Aquel pequeńo sorbo de su sangre me
golpeó como lo habría hecho un rayo. Tan feroz fue su impacto, que
dejé caer a la muchacha y me eché hacia atrás, caí en el suelo,
atónito y sin aliento. Tardé unos segundos en darme cuenta de que
ella seguía allí, tumbada en la fría piedra, con el pelo
esparramado como un charco de seda dorada.
Me puse en pie, los
nervios aún alterados por el poder misterioso que contenía su
sangre, volví junto a ella, me arrodillé a su lado y la levanté
del suelo. Su cabello cayó como una cortina, pero no vi rastro
alguno de sangre, ni ninguna herida.
–Despierta, preciosa.
Despierta.
Primero frunció el ceńo antes de que sus ojos se
abrieran sólo un poco y me mirara como si fuera una luz que le
hiciera dańo a la vista. Pero la única luz que había en la cueva
procedía del fuego.
–żQué… ha pasado?
–żNo lo
sabes?
Volvió a fruncir el ceńo, pero esa vez en un gesto de
concentración, después asintió.
–Ah, sí. Has intentado
asustarme con estúpidas historias de miedo y después me has besado
–ańadió llevándose la mano al cuello, donde sin duda la piel
seguía estando sensible.
–żTe has desmayado de miedo? żO de
deseo? –le pregunté mientras me cuestionaba si ella también
habría sentido el poder que había irradiado de la unión de
nuestras sangres. żLo habría olvidado al desmayarse, o simplemente
estaba negando algo que no alcanzaba a comprender?
–Me
desmayo ante cualquier sobreabundancia de emoción –dijo, bajando
la cabeza–. Antes era fuerte. Muy fuerte. Corría y trepaba mejor
que la mayoría de los chicos del pueblo. También podía vencerlos
en cualquier pelea.
No pude evitar sonreír.
–No lo
dudo.
–Pues deberías. Ahora soy débil como una anciana.
Era
una lástima. Sin embargo, yo empezaba a comprender por qué me había
sentido obligado a salvarla, a pesar de saber que al hacerlo estaría
frustrando mis propios planes, y a probar el increíble poder de su
sangre.
Tenía que saberlo con certeza.
–żEstás
enferma? –le pregunté–. Dijiste que toda tu familia había
muerto. żSufres la misma enfermedad que se los llevó a ellos?
–Sí,
estoy enferma. Pero no se trata de la peste que mató a mi familia
tan repentinamente, con una ferocidad que no se parece a nada que yo
haya visto en toda mi vida.
Yo asentí. Había visto los
estragos de la peste en los pueblos cercanos. Sus víctimas sufrían
altísimas fiebres y una tos que parecía desgarrarles los pulmones.
En sólo unos días mejoraban o morían. Era una enfermedad rápida y
despiadada.
–Primero se llevó a mi madre, dejándome a mí
sola para cuidar a los demás cuando cayeron enfermos. Mi padre. Mis
hermanos. Mi hermanita. Sólo tenía dos ańos.
Yo bajé la
cabeza, abrumado por su dolor. Sentía su dolor y la sentía a ella
más de lo que la había sentido antes. Entre nosotros había una
conexión especial; entonces lo supe. Y ese pequeńo sorbo de su
sangre no había hecho más que fortalecer dicha conexión.
Ella
era como yo. Era una de Los Elegidos.
Capítulo 6
żPodría decirle quién era? żDebía
hacerlo?
Dios sabía que aquello era algo que nadie se había
molestado en contarme a mí. Y yo había lamentado que fuera así. Lo
había lamentado durante siglos.
–Nadie sabe lo que me ocurre
–siguió diciendo aquella hermosa criatura–. Sólo sé que cada
ańo estoy un poco más débil y estoy harta de ser una mujer joven
atrapada en un cuerpo de anciana. Sea lo que sea, me matará tarde o
temprano. He decidido que prefiero que sea lo antes posible. Quiero
acabar con ello de una vez.
–Lo comprendo.
–Es
imposible que lo comprendas.
Le puse la mano en la barbilla y le
levanté la cara para que me mirara.
–Pues así es. Durante el
día te encuentras cansada, duermes mucho. Sólo cuando se pone el
sol tienes un poco de energía. Cuando te cortas, sangras mucho.
Y…
El modo en que abrió la boca me hizo callar. Sus ojos me
miraron con sorpresa.
–żCómo puedes saber esas
cosas?
–Porque es lo mismo que sufrí yo. Hace mucho, mucho
tiempo.
–Pero sigues con vida –susurró–. Y eres fuerte.
żCómo te curaste? ˇDímelo!
–Te lo diré, si antes me dices
tú otra cosa.
–Lo que sea –prometió ella.
Asentí y
me senté en una posición más cómoda junto al fuego, aún me
dolían los huesos que me había roto.
–żQué deseas saber,
mi príncipe?
–Algo muy sencillo –le dije–. Sólo tu
nombre.
–żMi nombre? –dijo bajando la cabeza.
Vi el
alivio en sus ojos. Había esperado algo más
difícil.
–Elisabeta.
–Muy bonito –dije yo–. Tanto
como tú.
–A menudo me dicen que tengo un aspecto extrańo,
jamás nadie me ha dicho que sea bonita.
–Pues lo eres. El
pelo rubio y los ojos del color del ónix. Es una rara
combinación.
–Raro es extrańo.
–También es poco
común, precioso. Como los diamantes.
Volvió a bajar la cabeza
y vi cómo se sonrojaban sus mejillas.
–żMe dirás ahora lo
que sabes de mi enfermedad?
Miré hacia la entrada de la cueva,
donde se podía ver el cielo más claro que antes. El color púrpura
se había transformado en violeta en lo alto y en gris un poco más
abajo.
–Está saliendo el sol. żLo sientes? żSientes cómo
la luz del día afecta a tus sentidos y te impulsa a descansar?
–Sí
–susurró ella–. Claro que lo siento. Pensé que era la única
que podía sentir cómo se acerca el amanecer.
–Lo sienten
todos los que son como nosotros. Cuando te tomes la cura, no sólo te
llamará, Elisabeta, hará que obedezcas. Yo debo dormir durante el
día. No puedo evitarlo por mucho que lo intente.
Levantó la
cara hacia mí.
–Incluso ahora te estás quedando dormido,
żverdad? Pero yo quiero saber… necesito saber si voy a ponerme
bien.
–Estarás tan bien como lo estoy yo ahora. Yo te diré
cómo conseguirlo, preciosa. Quédate aquí conmigo, duerme tranquila
en mis brazos y cuando vuelva a caer la noche, despertaremos y te
contaré todos mis secretos. Secretos que nadie más sabe.
Me
tumbé sobre la piedra, lejos de la entrada y a una distancia
prudencial del fuego. No hizo falta que yo le dijera nada, ella vino
a mí libremente y se acurrucó entre mis brazos.
–Esos
secretos que voy a compartir contigo podrían costarme todo lo que
tengo. Incluso la vida –le dije–. Exige un precio muy alto,
Elisabeta.
–Yo soy pobre. No tengo nada que ofrecer a un
príncipe –susurró.
–Tienes mucho que ofrecerme, mi nińa.
A cambio de mis secretos, debes comprometerte a quedarte conmigo…
para siempre.
Capítulo 7
–żEl precio de la cura es… mi
compańía?
–No es a cambio de la cura, sino del conocimiento
–me pesaban los párpados y el cuerpo entero–. Si no quieres
tomarte la cura…
–żPor qué no habría de querer?
Cerré
los ojos.
–Hasta hace un rato no querías seguir
viviendo.
Ella asintió.
–Aguanté el sufrimiento por mi
familia. La debilidad, el mareo, las náuseas… todo. Pero ahora que
ellos no están, no veo motivo para seguir sufriendo, si al final
sólo me espera la muerte. Pero si puedo estar bien, si pudiera
curarme y… y si pudiera estar contigo… –asintió con firmeza–.
Querría tomar esa cura.
–Podrás hacerlo –aseguré–. Pero
eso será más tarde. Después, si rechazas la cura, Beta, tendrás
que quedarte conmigo hasta que llegue a su fin tu vida mortal. Y si
te la tomas, te quedarás conmigo para siempre, porque vivirás por
siempre.
Levantó la mirada hacia mí, pude ver en sus ojos que
no me creía del todo.
–żQuiere eso decir que has decidido no
acabar con tu vida? –me preguntó retirándome un mechón de la
frente con mano temblorosa.
–Puede que merezca la pena seguir
con vida si puedo compartirla contigo, Elisabeta.
Se le llenaron
los ojos de lágrimas.
–Hace pocas horas que te conozco, mi
príncipe, y no alcanzo a comprender por qué un hombre tan poderoso
como tú habría de querer que una campesina como yo hiciera tal
promesa. Pero puedo decirte que la haré. Me quedaré contigo el
resto de mis días, sean pocos o muchos. Y hago esa promesa sin
necesidad de que compartas conmigo tus secretos. Lo prometo
libremente. No me debes nada a cambio, ni curas ni secretos. Es una
promesa que no puedes comprar.
Sentí que mi corazón crecía
dentro del pecho. Sé que no tenía ningún sentido, apenas conocía
a esa muchacha y, sin embargo, por primera vez en mi vida, sentí que
algo cálido llenaba mi cuerpo además de la sangre de un ser vivo.
Quizá fuera la esperanza. O quizá… amor.
–Te diré cómo
curarte, Elisabeta. Cuando despierte.
–Entonces duerme, mi
príncipe. Duerme y yo haré lo mismo.
Dormí y creo que ella
también lo hizo. Me sentí en paz y más satisfecho de lo que lo
había estado nunca. Pero en el fondo me preocupaba cuál sería su
reacción cuando le contara la verdad. Cuando le dijera que para
seguir con vida tendría que aceptar el oscuro don que me había
impuesto a mí un demonio que quería un esclavo inmortal en el
amanecer de la historia.
żQué haría cuando le dijera quién
era yo? żMe creería? żHuiría de mí, horrorizada? żO seguiría a
mí lado?
Dormí. Dormí como los muertos y sin embargo
permanecí consciente de algún modo y pude saber lo que ocurría a
mi alrededor. Supe que alguien, un hombre, entró en la cueva y
pronunció su nombre con impaciencia.
–ˇElisabeta! żQué
crees que estás haciendo? ˇPor todos los Dioses, nińa! żQuién es
ese hombre?
Sentí que mi amada se apartaba de mis brazos.
–No
es lo que crees, tío. Yo… estuve a punto de caerme del precipicio
y el príncipe me salvó la vida. Pero resultó herido y yo sólo
quería…
–żEl príncipe? –la voz del hombre estaba
cargada de sorpresa y de temor–. Apártate. Deja que lo vea.
Sentí
en el rostro la respiración del hombre, su mano áspera en mi pecho,
buscando una seńal de vida.
–Me pidió que me quedara con él
hasta que despertara.
–No va a despertar, nińa. Está muerto.
El príncipe está muerto, que Dios nos ayude.
Capítulo 8
Elisabeta se echó a llorar. Sentía
su dolor y podía oír que sus lágrimas, una a una, caían al suelo
de piedra y sobre mí.
–No puede estar muerto –sollozó–.
No puede ser.
–Para. No te comportes de ese modo. Por el amor
de Dios, żqué dirá la gente del pueblo?
–ˇNo me importa!
–gritó ella–. ˇNo me importa!
Dios, żpor qué había
tenido que venir ese estúpido? Elisabeta se habría quedado a mi
lado hasta que yo despertara al anochecer. Habría estado bien. Pero
ahora…
–żDónde vas, nińa? żQué crees que estás
haciendo?
Ella respondió desde lejos.
–Si él se ha ido,
me iré con él. ˇNo quiero vivir!
Si ese cretino permitía que
se lanzara desde el precipicio, juré en un silencio que me llenaba
de impotencia y de furia, lo mataría en cuanto despertara. ˇLo
mataría!
Oí los pasos del hombre y luego no oí nada más. Sin
Elisabeta a mi lado, el sueńo diurno se apoderó de ese vestigio de
conciencia al que me había aferrado. No supe nada más hasta la
caída de la noche, cuando volvieron a mí la energía y la vida
igual que me sucedía con cada puesta de sol. La sangre volvió a
correr por mis venas, mi piel recuperó la sensibilidad, mis pulmones
se llenaron con la primera bocanada de aire después de muchas horas
y mis ojos se abrieron.
Ella estaba tumbada a mi lado,
llorando.
–żPor qué? Cruel destino, żpor qué me diste
esperanza para volver a arrebatármela tan rápidamente? żPor qué
me diste amos para después sustituirlo con el dolor más profundo
que jamás he sentido? żPor qué?
Tenía la camisa mojada de su
llanto. Sentí su calor en el pecho. Fue entonces cuando me di cuenta
de que ya no estábamos en la cueva. Estábamos en la capilla de mi
supuesto padre. Yo yacía en unas andas funerarias rodeadas de velas.
No había ataúd, ni flores, aún no. Si el rey hubiera sido
informado de mi situación, sin duda me habrían llevado a mis
aposentos, donde habría esperado tranquilamente a que llegara mi
resurrección, él ya me había visto antes en aquel estado de muerte
aparente y habría sabido que volvería. Ignoro qué explicación se
daba a sí mismo para comprenderlo. Sólo sé que me quería como un
hijo y que confiaba en mí.
Pero, puesto que estaba allí y no
en mi dormitorio, el rey debía de seguir fuera, en el misterioso
viaje que había emprendido el día anterior.
Sin embargo ella
sí estaba allí. Mi amada Elisabeta. No soportaba verla llorar.
Levanté la mano y le acaricié el cabello.
Ella se levantó de
golpe de donde había estado apoyada en mi pecho y me miró con unos
ojos tan grandes como la luna llena.
–żPrin_meu? żMi
príncipe?
–No llores, mi nińa. No estoy muerto sólo… sólo
dormía.
–ˇPero estabas helado!
Asentí al tiempo que me
incorporaba.
–No temas, Elisabeta. Esto… forma parte del
secreto que prometí contarte –bajé la cabeza, maldiciéndome a mí
mismo. żRealmente iba a confiar toda mi vida a una completa
desconocida? Sí. Iba a hacerlo porque, entonces lo supe, ella ya no
era ninguna desconocida–. Durante el día descanso y, durante ese
descanso, parezco un muerto. Pero no lo estoy.
–Entonces…
żqué es lo que eres?
–Un hombre. Un hombre solo que vivirá
eternamente. Un príncipe sin princesa, Elisabeta. Soy inmortal.
Soy…
–Un muerto en vida –ańadió ella en un susurro.
Capítulo 9
El horror que invadió sus ojos se
clavó en mi corazón como un puńal mientras ella se apartaba, se
alejaba de mí. Tenía una mano en el pecho, pero entonces se la
llevó al cuello, en el mismo lugar en el que había estado mi
boca.
–Tú… tú…
–Soy el mismo hombre que conociste
anoche. No tienes nada que temer de mí, Elisabeta.
–żCómo
puedes decir eso? –siguió alejándose de mí con la mirada clavada
en el suelo. Sus pies, que la noche anterior habían estado
descalzos, ahora estaban cubiertos con unos viejos zapatos. El
vestido que llevaba también era distinto al de la noche anterior,
una prenda de un color púrpura oscuro que llevaba bajo una capa
negra con capucha–. Eres un demonio. Un monstruo.
Por mucho
que me dije a mí mismo que no debía dejar que aquellas palabras me
hirieran, lo cierto es que me estremecí al oírlas. Sabía que
Elisabeta tenía miedo, que no podía comprenderlo.
–No soy
ningún monstruo. Soy un hombre –saqué las piernas de la caja–.
żVas a dejarme que te lo explique? żMe escucharás?
Ella
levantó la mirada y clavó sus brillantes ojos negros en los
míos.
–Me dijiste que conocías la cura del mal que me está
matando. żQué podría haber más monstruoso que mentirme sobre mi
vida... sobre mi muerte?
–Anoche no temías a la muerte,
Elisabeta. żQué ha cambiado?
–Que me diste falsas
esperanzas. Eso ha cambiado.
Se dio media vuelta para salir
corriendo de la pequeńa capilla de piedra, pero yo había recuperado
la fuerza por fin y, curado de todas las heridas de la noche
anterior, me lancé tras ella.
Me moví con más rapidez de lo
que habría podido seguir su vista. Para ella fue como si de pronto
hubiera aparecido en la puerta de la capilla, impidiéndole escapar.
Intentó detenerse en seco, pero acabó cayendo sobre mí, contra mi
pecho. La agarré por los hombros.
–ˇSuéltame! –gritó
retorciéndose.
–No eran falsas esperanzas. Puedo ayudarte.
Puedo salvarte –la zarandeé suavemente–. żMe oyes? ˇPuedo
salvarte!
Dejó de luchar y me miró con los ojos muy abiertos;
por fin parecía escucharme. Estaba pálida y asustada, seguramente
al borde del desmayo, pero me miró detenidamente antes de
hablar.
–żCómo?
–żEntonces estás dispuesta a
escucharme?
Parpadeó varias veces y finalmente asintió.
–Te
escucharé. Supongo que si tenías intención de matarme, podrías
haberlo hecho anoche.
–Claro que podría haberlo hecho, pero
jamás habría privado al mundo de ti –miré a mi alrededor–.
żSabe alguien que estás aquí?
–No, yo… –se mordió el
labio como si lamentara admitirlo, pero al ver que no había
necesidad de fingir, continuó hablando–: Me colé porque… quería
verte. Me dijeron que estabas muerto.
–Ahora ya sabes que sólo
dormía, todos debemos hacerlo durante el día. Por la noche, tengo
una energía ilimitada.
Me miró frunciendo el ceńo.
–A
mí me pasa algo parecido… mi energía no es ilimitada, pero es
mucho mayor por la noche.
–Ay, Elisabeta, somos más parecidos
de lo que imaginas. Ven, vamos a algún lugar donde podamos hablar
más cómodamente –la agarré del brazo y, al ver que se resistía,
la miré a los ojos–. Anoche sentiste algo por mí, Beta. Ahora
sólo sientes miedo. żCuál de las dos cosas te parece más real?
żDe cuál de esos dos sentimientos te fías?
Capítulo 10
No respondió a mi pregunta, pero
caminó junto a mí hacia una pequeńa puerta que había en el otro
extremo de la capilla.
–żQué hay de los sirvientes que te
trajeron aquí? –me preguntó–. żQué pasará cuando vengan y
descubran que ya no estás?
–No vendrán. Han oído demasiados
rumores. Me tienen miedo.
Salimos de allí en silencio y
llegamos a un prado donde mi caballo pastaba solo.
–żPasta
por la noche, mientras los otros caballos están en los establos?
–Si yo vivo de noche, es lógico que también lo haga mi
caballo.
–Eso no hace más que levantar más rumores –dijo
ella.
–Mi simple existencia levanta rumores –respondí con
un suspiro–. Debería irme de este lugar.
–żPor qué no lo
has hecho?
Le mandé un pensamiento a mi caballo para que
acudiera.
–Ven, Soare –susurré.
El animal giro la
cabeza, meneó la melena y cruzó el prado al galope hasta detenerse
frente a mí. Me subí a su grupa y después le tendí una mano a
Elisabeta.
–Soare –repitió ella–. Sol. Extrańo nombre
para un caballo negro como la noche.
–A mí no me parece tan
extrańo –ella agarró la mano para que yo pudiera subirla al
caballo, delante de mí.
–Supongo que no es más extrańo que
el hecho de que no lleve silla ni riendas.
–No las necesito
para guiarlo.
–Parece como si leyera tus pensamientos.
–Eso
es lo que hace. Y tú también puedes hacerlo –la mire y pensé,
“Eres muy hermosa, Elisabeta”.
Ella me miró
boquiabierta.
–żLo ves? No es tan malo ser como yo.
–Entonces
es cierto. żRealmente eres lo que dicen que eres? żUn muerto en
vida? żUn vampiro?
–Así es como lo llaman algunos, pero eso
no explica lo que soy realmente, Beta. No te dice nada de mí –dije
llevándome una mano al pecho.
–Entonces dímelo tú. Háblame
de ti, mi príncipe. Dime por qué te quedas aquí si eres tan
infeliz, si la gente del pueblo te tiene tanto miedo.
Asentí y
dirigí a Soare con mis pensamientos para que nos llevara por el
sendero que atravesaba el bosque.
–Vine aquí porque en otro
tiempo éste fue mi hogar. Realmente soy el príncipe de este lugar,
pero hay algo en lo que los rumores no se equivocan. El rey no es mi
padre; en realidad yo soy su antepasado.
–Es increíble.
Asentí
porque sabía que lo era para muchos.
–Utilicé mi poder y mi
fuerza para convencer al rey de que era su hijo, cuando lo cierto es
que su hijo murió en una batalla varios ańos antes de mi
llegada.
–żCómo pudiste convencer al rey de que creyera tal
cosa?
Su cuerpo apoyado sobre mí me transmitía una cálida
sensación que pocas veces había experimentado. No tenía miedo. Al
menos por el momento.
–Yo… puedo controlar la mente y los
pensamientos de mucha gente.
–żTambién los míos?
–No
tengo intención de intentarlo siquiera, Beta. No temas.
La
respuesta la hizo sonreír.
–Sigue.
–Verás, hay una
mujer, inmortal como yo, que tiene ciertos dones como el de la
profecía. La necromancia, la adivinación.
–żCómo se
llama?
–Rhianikki. Al menos ése era su nombre hasta hace
poco, pero lo cambia constantemente. Era una princesa y sacerdotisa
de Egipto que aceptó el don cuando yo se lo ofrecí.
–Entonces
estás aquí por una mujer.
–Por lo que ella me dijo, por lo
que vio en mi futuro. Me dijo que aquí encontraría a mi verdadero
amor, a mi alma gemela. Por eso permanecí en este lugar, pero había
perdido la esperanza hasta que te vi anoche en el
precipicio.
Elisabeta se volvió para mirarme con una expresión
petrificada en el rostro.
–żQuieres decir que… crees que
soy yo?
Capítulo 11
–Dejaré que seas tú la que lo
decidas cuando hayas escuchado toda mi historia.
Le pedí a
Soare que se detuviera. Estábamos en un claro plagado de flores,
rodeado de árboles por tres lados y por el río en el cuarto. Cerca
de nosotros, un ciervo comía hierba tranquilamente, sin miedo. Me
desmonté del caballo y ayudé a Elisabeta a bajar también.
–Yo
estaba enfermo como lo estás tú ahora, cada vez más débil. Tenía
treinta ańos. De pronto una noche me levantó de la cama un hombre
con la fuerza de treinta. Me llevó a su casa, un viejo castillo en
ruinas y allí… me convirtió en lo que era él.
Elisabeta me
miró, aún con las manos en mis hombros.
–żCómo?
–No
quiero asustarte con…
–żCómo? –insistió.
Sí.
Debía saberlo todo.
–Hundió los dientes en mi cuello, justo
aquí –me toqué el lugar exacto–. No me dolió, como tú bien
sabes. Pero él no se limitó a saborear mi sangre con pasión como
hice yo anoche contigo. Él bebió de mí hasta que casi no quedó
nada y después me hizo beber de él.
Su única reacción
consistió en abrir la boca y seguir mirándome sin
parpadear.
–Después, dormí como si estuviera muerto. Creí
morir al hundirme en aquel sueńo profundo como ningún otro que yo
hubiera experimentado. Cuando desperté… algo había cambiado. Yo
había cambiado.
Se la veía muy pálida en la oscuridad.
Parecía asustada y al mismo tiempo ansiosa por escuchar todo lo que
yo tuviera que contarle.
–żDe qué manera habías cambiado?
żTe sentías diferente? żTu aspecto era diferente?
Asentí.
–Mis
sentidos parecía que se habían intensificado de tal modo que al
principio me resultó insoportable. Todo lo sentía mil veces más,
algo que no hace más que aumentar con cada ańo que pasa. Ya sea
dolor… o placer.
–Vaya.
–Mi oído era finísimo,
tenía la vista de un águila y la debilidad había dejado paso a una
fortaleza que ningún ser humano ha conocido jamás. Puedo correr tan
rápido que los ojos de los mortales no me ven, puedo saltar por
encima de este árbol si lo deseo y soy capaz de escuchar los
pensamientos de los humanos y de otros inmortales, y también hablar
con ellos… pero hay mucho más, Beta. Soy inmortal, siempre joven,
siempre fuerte.
Elisabeta asintió lentamente al tiempo que se
daba la vuelta para dar varios pasos, alejándose de mí. Después se
sentó en el césped, entre las flores y yo fui a sentarme junto a
ella.
–Haces que parezca maravilloso.
–Lo es… o,
podría serlo.
–żEntonces por qué anoche decidiste acabar
con tu vida?
La miré fijamente.
–Eres demasiado
perspicaz para mí –admití–. Pero tienes razón, esta vida tiene
ciertos… inconvenientes. Nunca más podré ver el sol porque me
quemaría hasta convertirme en cenizas.
–Entonces… sí que
puedes morir.
–Todo acaba muriendo tarde o temprano. Yo puedo
morir bajo el sol o quemado por el fuego. Una llama descontrolada es
algo muy peligroso para mí. Si me hago un corte, por pequeńo que
sea, puedo morir desangrado. Y cualquier dolor me resulta…
insoportable.
–Comprendo.
–Pero lo peor de todo es la
soledad. Cuando uno vive tanto tiempo, Elisabeta, ve cómo todo lo
que conoce va muriendo. Los reinos desaparecen, las costumbres van
extinguiéndose y civilizaciones enteras dejan de existir. Sin
embargo yo sigo aquí.
–Buscando alguien con quien compartirlo
–susurró ella.
–Exacto.
Capítulo 12
–żCuántos ańos tienes? –me
preguntó.
–Más de cuatro mil.
Elisabeta parpadeó
varias veces y después asintió.
–żY eso que dicen de ti…
eso de que tienes que beber la sangre de una mujer virgen para
sobrevivir?
La miré a los ojos sonriendo levemente.
–Tengo
que beber sangre de un ser vivo, da igual que sea una mujer virgen o
una oveja. No tengo que matar para alimentarme, querida Beta. Ya
viste que anoche probé tu sangre, sólo un sorbo, y aún sigues con
vida.
Ella apartó la vista de mí.
–Fue algo… una
sensación que nunca…
–Lo sé. Yo también lo sentí –le
pasé la mano por el pelo. Al recordarlo, sentí cómo se calentaba
la sangre en mis venas y crecía el deseo dentro de mí.
–żEs
siempre así?
–No. Al principio no comprendí por qué me
sentí así al beber tu sangre, pero creo que ahora lo sé.
–Entonces
explícamelo.
–La mayoría de los humanos no pueden
convertirse en lo que yo soy, sólo unos pocos elegidos. Tiene algo
que ver con la sangre, los elegidos tienen algo diferente, algo único
que los convierte en eso, en Los Elegidos. Podemos sentirlos, nos
sentimos atraídos hacia ellos de un modo inexplicable e
irresistible. Existe una fuerte atracción entre los Muertos en Vida
y Los Elegidos.
–żEs algo mutuo?
–Sí –susurré
mientras le acariciaba la mejilla.
–żY qué hay de mi
enfermedad? żEso también lo tenemos en común?
Asentí.
–Los
Elegidos van quedándose más y más débiles y siempre mueren
jóvenes a no ser que alguien los cambie. En tu caso, la muerte
tardará pocos meses, quizá incluso semanas, en llegar. Pero yo no
quiero que te lleve.
–No sé –susurró ella–. No sé si
podré soportar esa vida que me has descrito. No sé…
–Déjame
que te muestre cómo podría ser todo entre tú y yo. Déjame que te
lo enseńe, Elisabeta. Sólo entonces podrás decidir.
–Yo…
–levantó la mirada hasta mis ojos, asustada, y sin embargo
intrigada por algo que no comprendía.
–Déjame que te haga el
amor, Beta.
–Yo también lo deseo. Pero… żno me
cambiarás?
–Te lo prometo. No te cambiaré.
–Entonces
sí, prin_meu. Sí.
No esperé más para besarla. Apreté mi
boca contra la suya y saboreé sus labios con deleite antes de
deslizar la lengua entre ellos y adentrarme en la humedad de su boca.
Elisabeta estaba rígida, tensa. Levanté la cabeza para
mirarla.
–Puedo hacer que te resulte más fácil –le
dije.
–żCómo?
–Puedo hacer que el miedo y las
inhibiciones desaparezcan de tu mente con sólo dar una orden.
żQuieres que lo haga, Elisabeta?
Parpadeó con
sorpresa.
–żQuieres que me entregue a ti por completo? żQue
te entregue hasta mi mente?
–Sí. Entrégame tu mente, tu
cuerpo, tu alma –le bajé la mano por la espalda lentamente y fui
tirando de ella hasta tumbarla en la hierba–. Dime que sí,
Elisabeta. Confía en mí. Déjame que te posea, pero sólo durante
un rato.
–Confío en ti.
–Entonces –me puse en pie
dejándola allí tumbada. Me adentré en su mente con el poder de la
mía y tomé lo que le había pedido que me diera–. Ya no me temes,
Elisabeta porque sabes que nunca te haré el menor dańo. Ahora
confías en mí plenamente.
–Sí –susurró ella y el miedo y
la duda desaparecieron de su mirada y de su mente.
Capítulo 13
Abrí el broche de la capa y, cuando
cayó de sus hombros, empecé lentamente a abrirle el cordón que le
cerraba el vestido. Sus pechos estaban apretados contra la tela,
hasta que yo los liberé, desnudándolos bajo el cielo nocturno, ante
mis ojos, al alcance de mi mano.
Yo no controlaba su mente,
quería que se entregara a mí libremente. Pero sí que hice que
perdiera todo tipo de temores y de timidez. La tranquilicé
susurrándole a su alma que podía confiar en mí plenamente. Y era
cierto, podía confiar en mí sin ningún miedo.
Mis labios
recorrieron su cuello y fui bajando por el pecho hasta llegar a sus
senos, unos senos que tomé en mi boca y chupé ansiosamente, primero
uno y luego el otro. Las manos de mi dama se aferraban a mí mientras
ella arqueaba la espalda y su mente me dejó experimentar las
deliciosas sensaciones que recorrían su cuerpo. Percibía todos sus
pensamientos, todos sus deseos. Cuando ella quiso que mi lengua
recorriera sus pezones, lo hice y cuando quiso sentir el roce de mis
labios, se lo di gustoso.
Mientras, mi propio deseo no hacía
más que crecer. Me apreté contra su muslo para demostrárselo y
para aliviarme, pero fue en vano porque sólo sirvió para excitarme
aún más. Cuando le levanté las faldas, volvió a ponerse en
tensión.
“No, mi amor”, le susurré a su mente. “No
tienes miedo. Sabes que lo deseas. Deseas sentir mis caricias.
Aquí…”
Al tiempo que le transmitía aquellos pensamientos,
llevé la mano al centro de su cuerpo y arranqué de su cuerpo un
gemido de placer. Cuando me adentré en ella, me recibió una cálida
humedad.
La deseaba más de lo que nunca había deseado nada.
Exploré las profundidades de su ser para luego concentrarme en el
centro de su deseo, en la diminuta pepita que la hacía deshacerse de
placer cuando yo lo apretaba.
Sus gemidos eran cada vez más
fuertes, más primitivos y libres mientras mi mano exploraba el
núcleo de su cuerpo y mi boca sus pechos. Mis movimientos eran cada
vez más intensos y ella parecía disfrutarlo.
Cuando ya no pude
controlar más el ansia y la impaciencia que sentía, le abrí el
vestido por completo para poder verla. Desnuda y expuesta ante mí,
su primer impulso fue cubrir su cuerpo.
–No, Elisabeta –le
dije–. Eres mía, en cuerpo y alma. Quieres entregarte a mí y
saciar todos mis deseos. żNo es cierto?
–Sí.
–Entonces,
dímelo.
–Soy tuya –gimió–. Y tú eres mío, mi
príncipe.
Me despojé de la ropa que me cubría en un frenesí
de deseo, después me tumbé sobre ella, le separé los muslos
suavemente mientras me acercaba al centro de su cuerpo y, sin
titubearlo, me zambullí en ella.
Ella abrió la boca y me clavó
las uńas en la espalda.
–Ábrete a mí –susurré al sentir
que sus muslos se tensaban.
Y lo hizo; se abrió para que yo
pudiera sumergirme en lo más profundo de su cuerpo como si me
adentrara en un maravilloso remanso de paz que no deseaba abandonar
jamás. Me retiré sólo un segundo para después volver a ella y
hacerla gemir de placer.
Con una mano le eché la cabeza a un
lado y le retiré el cabello del cuello, donde pude ver cómo le
latía el pulso bajo la piel mientras yo tomaba su cuerpo y me
disponía a tomar también su sangre.
Capítulo 14
Hundí los dientes en su garganta,
arrancando de sus labios un grito que no expresaba dolor, sino el
placer más exquisito que nunca había experimentado.
El orgasmo
estremeció su cuerpo mientras yo me alimentaba, un orgasmo que tuvo
su fiel reflejo en el mío hasta que me obligué a mí mismo a
soltarle el cuello y a tumbarme a su lado. La abracé con ternura
hasta que acabaron los espasmos del placer. Aquello era algo más que
una liberación, algo más que una sensación sobrenatural. Algo más
que cualquier cosa que yo hubiera conocido y, sin duda, mucho más
que nada que ella hubiera imaginado.
Unos segundos después,
ella habló, prácticamente sin aliento:
–Nunca pensé que
fuera… que pudiera ser…
–No lo es, Beta. No sería así
con ninguna otra persona. Nunca lo ha sido para mí.
Ella
levantó la mirada hacia mí, con sincera sorpresa.
–żDe
verdad?
–Yo estoy tan anonadado como tú –le dije–. Aunque
quizá no tan sorprendido. Me habían dicho que compartir esto con
uno de Los Elegidos era una experiencia increíble.
–Lo ha
sido –confirmó ella, acurrucándose entre mis brazos–. Y
maravillosa. Pero…
–żPero? –sentí la mano fría del
pánico rozándome el corazón. Sentía que aquel acto, el haber
hecho el amor con Elisabeta y haber bebido su sangre, la había unido
a mí. Creía haberla hecho mía del mismo modo que ella me había
hecho suyo. No se me había pasado por la cabeza que ella pudiera no
sentir lo mismo–. żSigues teniendo dudas?
–Yo… –parecía
tener que buscar las palabras adecuadas para expresarse–. Hacer el
amor contigo es maravilloso, mucho más que eso… Pero no me dice
nada de cómo será vivir… como tú tienes que vivir y ser como tú
eres. Pensé que sería suficiente.
Yo bajé la cabeza, con el
corazón encogido. Inmediatamente, ella me puso la mano en la mejilla
y me miró con infinita dulzura.
–Puede que lo sea, mi
príncipe. Mi amor. Pero aún no estoy a las puertas de la muerte.
żNo puedes darme un poco de tiempo para saber algo más? Después de
todo, es una decisión importante que me afectará por siempre.
–żQué
podrías aprender que no sepas ya?
–Podría estar contigo,
vivir contigo, igual que lo haces tú.
Estaba impaciente,
enfadado quizá, pero no sabía muy bien por qué. Supongo que
esperaba que hubiera aceptado sin rodeos, en lugar de esa falta de
compromiso.
–Mi amor –dijo suavemente–. Me dijiste que una
vez que conociera tus secretos, estaría unida a ti para el resto de
mis días, fueran muchos o pocos. No tengo intención de cambiar eso.
Deseo estar contigo desde ahora en adelante. Eso lo sé. No dudo de
ti, sino de mí misma. Necesito decidir si esos días que voy a pasar
contigo, serán los de mi vida como mortal, o los de la eternidad.
Por eso necesito más tiempo –me dio un rápido beso en los
labios–. żEntiendes lo que siento, amor?
Tragué saliva antes
de contestar.
–Lo entiendo, pero no me gusta esperar. Podría
pasar cualquier cosa, Beta. Mientras seas mortal, seguirás siendo
frágil. Cualquier accidente, cualquier enfermedad podría arrancarte
de mi lado sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo. Por Dios,
Beta, recuerda que toda tu familia pereció con la peste.
–Pero
yo no. Hace semanas de eso y yo no estoy enferma. Al menos no sufro
la peste.
Suspiré al tiempo que la estrechaba con fuerza contra
mi cuerpo.
–No creo que pudiera dejarte marchar, Beta.
–Dame
sólo unos días, mi amor. Lo suficiente para hacerme a la idea, para
comprender y aceptar todo esto. Por favor…
La miré durante un
largo rato, observé la sinceridad que había en sus ojos y
finalmente dije:
–Sí. Te daré el tiempo que me pides si tú
me das algo a cambio.
–Lo que tú quieras –respondió ella
de inmediato–. Pero creo que ya te he dado todo lo que tenía de
valor.
–Lo que me has dado tiene un valor incalculable, lo
mismo que lo que ahora te pido. Dame tu mano, Elisabeta. Sé mi
esposa. Cásate conmigo esta misma noche.
Capítulo 15
–żQue me case contigo? ?Es…
esta noche? –sus ojos negros parecían no tener fin, había en
ellos cierta incredulidad–. żCómo puedes pedirme que sea tu
esposa si apenas me conoces? Sólo hace unas horas que nos vimos por
primera vez.
–Piénsalo, Beta. Si no nos hubiéramos conocido,
ninguno de los dos seguiría vivo. Antes de conocerte no deseaba
seguir viviendo, ni tú tampoco. żTan difícil de entender te parece
que crea que estamos destinados a estar juntos?
–żEso es lo
que crees?
–Sí –le dije, y era cierto. Eso era lo que
creía. Y lo sigo creyendo–. No tenemos que darle explicaciones a
nadie, Beta. Podemos hacerlo si lo deseamos. Yo soy el príncipe y
hago lo que me place. Y tú no tienes familia que vaya a poner
objeciones.
Me miró sonriendo de un modo que hizo que se me
encogiera la garganta.
–Lo cierto es que creo que te amo,
prin_meu. Sí. Sea cual sea mi decisión respecto a cómo pasar el
resto de mi vida contigo, me casaré contigo.
La estreché en
mis brazos, la levanté del suelo y juntos dimos mil vueltas. Después
la bajé lentamente para que nuestros labios se unieran, también lo
hicieron nuestros cuerpos. Creo que ésa fue la noche más feliz de
mi existencia. Desde luego, desde entonces no ha habido otra
mejor.
Volvimos juntos al pueblo que se extendía a la sombra
del castillo y allí fuimos directos a la casa del sacerdote. Lo
sacamos de la cama, abrió la puerta con cara de sorpresa.
–żQué
ocurre? –preguntó. Entonces se fijó en mí y abrió los ojos de
par en par–. ˇAlteza! ˇMe habían dicho que había muerto!
–Me
temo que los sirvientes del castillo son unos inútiles. Me tumbaron
en la capilla de mi padre, a la espera de su visita, que sin duda no
se habría hecho esperar –ańadí enarcando una ceja con
ironía.
–ˇPor supuesto que no, mi seńor! Sólo esperaba que
se hiciera de día para acudir.
Vaya, parecía que los rumores
habían conseguido que incluso un hombre de Dios me temiera. No
importaba. Quizá debiera haberme enfadado, pero era demasiado feliz
como para permitir que aquel detalle me preocupase.
–Sólo fue
un golpe en la cabeza que me hizo perder el conocimiento durante unas
horas. Pero, como puede ver, ya estoy bien.
–Desde luego. Pero
pasen. Tengo el fuego encendido y, si lo desean, puedo ofrecerles pan
y vino.
–Esta noche sólo deseamos una cosa, padre –le dije
mirando el rostro de mi amada–. Que nos case.
Lo habíamos
seguido al interior de la casa, pero la puerta permanecía aún
abierta.
–żEsta noche?
–Ahora mismo, si fuera
posible.
–Pero no se ha anunciado el compromiso, ni se han
leído los…
–Ni se va a hacer –dije bajando la voz
ligeramente.
El sacerdote me miró a mí, después a Elisabeta y
luego frunció el ceńo.
–Esta muchacha aún está de luto por
su familia.
–Nos casaremos esta misma noche, a menos que
quiera acabar en las mazmorras del castillo –le dije.
Noté
cómo Beta se ponía en tensión y me apretaba el brazo con la mano
al tiempo que en su rostro aparecía una expresión de desaprobación.
Capítulo 16
El sacerdote respiró hondo y Beta
me miró a los ojos, negando con la cabeza.
–Así no, mi amor
–dijo antes de dirigirse al sacerdote–. Cásenos o no lo haga, no
sufrirá ningún dańo si decide no hacerlo. Nosotros nos limitaremos
a darnos media vuelta y buscar a otro que lo haga.
El sacerdote
accedió a casarnos, no por las palabras de Elisabeta, sino por el
temor que sentía hacia mí. Sabía que yo jamás hacía una amenaza
que no pensase cumplir y no confiaba en que aquella joven tuviese el
poder de aplacar mis ánimos.
–Los veré dentro de una hora en
la capilla del castillo. żLe parece bien?
–Sí –respondí
y, con mi amada rodeada por la cintura, salí de la casa.
De
allí fuimos a caballo al castillo, donde despertamos a todos los
sirvientes, amigos, familiares e invitados del rey, que aún no había
regresado de su viaje, lo cual me preocupaba. El rey me consideraba
su hijo aunque no lo fuera realmente y no solía ocultarme nada.
En
cualquier caso, me encargué de dar las órdenes y lo hice de un modo
que seguramente sorprendió a todo el mundo, pues solía recluirme en
mis aposentos sin hablar ni pedir nada a nadie, siempre y cuando se
respetara mi privacidad. Pero esa noche era diferente. En mí no
había malhumor y en mi rostro lucía una sonrisa que endulzaban mis
órdenes.
Cuando llegó la hora fijada por el sacerdote los
sirvientes habían encontrado un vestido para la novia, de un
precioso color crema, habían cortado unas flores para su ramo e
incluso le habían puesto algunas en el cabello, unos nomeolvides tan
delicados como la misma Beta. Habían despertado a los juglares y a
la cocinera para avisarles de la inminente celebración.
–Estás
preciosa –le dije a mi amada cuando se colocó junto a mí frente
al sacerdote–. Estoy convencido de que esto no es más que un
maravilloso sueńo y que volveré a despertar en soledad, como
antes.
–Es un sueńo –me dijo ella suavemente–. Un sueńo
hecho realidad.
La pequeńa capilla de piedra estaba llena de
gente, desconocidos, sirvientes y gente que me temía. Todos ellos
presenciaron cuando la novia y yo nos arrodillamos frente al altar,
momento en el que ella prometió ser mía para siempre y yo prometí
cuidarla durante el resto de mis días. Poco sospechaban que aquellas
promesas tenían más significado que nunca, tratándose de un hombre
cuyos días no terminarían jamás.
Ya estaba hecho, la tomé
entre mis brazos y sellé nuestra unión con un beso. Creía que, por
una vez, el destino me sonreía. Por primera vez en muchos siglos, me
alegraba de estar vivo. Di las gracias a los cielos por ser inmortal,
porque creía que Beta aceptaría que compartiese con ella aquel
oscuro don. Que la convirtiese en lo que era yo. Que querría estar
conmigo eternamente.
Seguro que lo haría.
Capítulo 17
A pesar de lo ansioso que estaba por
llegar al dormitorio, sabía que mi esposa merecía una celebración
por todo lo alto. Porque, si bien era una campesina, Elisabeta era
mucho más que eso. Sin duda descendía de la realeza y eso era lo
que pensaba decirle al mundo entero y nadie tendría motivos para
dudar que fuera cierto.
Porque, żcómo podría una familia
traer al mundo a una muchacha como ella sin que hubiera sangre real
en su linaje? Una mujer tan perfecta, con cara de ángel, el cabello
dorado como el sol y unos ojos negros que te cautivaban con sólo
mirarte.
Cuánto la amaba. Cuanto amaba a mi joya. Mi
princesa.
Los músicos comenzaron a tocar la lira y la flauta al
vernos entrar en el salón principal del castillo. Los sirvientes
llenaron las mesas de comida que habían conseguido preparar en tan
poco tiempo y el olor de la carne que aún estaba asándose hizo que
a todos los presentes se les hiciera la boca agua. La cerveza y el
vino corrían a raudales, yo bailé con mi esposa y vi cómo se
sonrojaban sus mejillas mientras palidecían las de los
demás.
–żEstás cansada? –le pregunté frunciendo el
ceńo.
–Un poco, mi amor. Pero no quiero que esta noche
acabe.
–Debe acabar igual que lo hacen todas. Pero nosotros
no, Beta. Nosotros podemos seguir siempre.
Elisabeta sonrió y
apoyó la cabeza en mi pecho.
–Lo sé.
Antes de que
pudiera preguntarle qué quería decir con eso, las puertas del salón
se abrieron de golpe y se hizo un silencio ensordecedor. Los músicos
enmudecieron. Todo el mundo dejó de comer y de hablar. Al volverme a
mirar vi a mi supuesto padre, el rey, de pie en el umbral de la
puerta, flanqueado por soldados armados.
Él también me miró
desde el otro lado del salón, les dijo algo a sus hombres y comenzó
a caminar hacia mí.
–Parece que he interrumpido una
celebración –dijo–. żMi malhumorado hijo con una sonrisa en el
rostro y una hermosa dama en los brazos? żAcaso…
–Es mi
esposa, padre –le dije–. Elisabeta. Tu padre y tu rey.
La
sentí temblar al tiempo que se arrodillaba frente al rey e inclinaba
la cabeza.
–Levanta, hija. Levanta –le dijo el rey,
agarrándola del brazo para ayudarla a ponerse en pie–. Ahora eres
una princesa, demasiado importante y hermosa como para inclinarte
ante un viejo –le besó ambas mejillas con una enorme sonrisa en
los labios y luego se dirigió a mí, aún con las manos de Beta en
las suyas–. żPor qué todo tan repentino?
–Sólo tuve que
mirarla una vez para saber que estaba hecha para mí –dije, con un
sentimentalismo muy poco habitual en mí–. No podía esperar, ni
siquiera a que tú llegaras, padre.
–No te habría hecho
retrasar la boda, hijo mío, pues veo que has encontrado un verdadero
tesoro. Sólo espero no estropear la celebración con mis malas
noticias.
Fruncí el ceńo al oír aquello.
–Emprendiste
un misterioso viaje y veo que te llevaste algunos soldados –dije
seńalando a los que aún seguían en la puerta–. Y no parecen muy
dispuestos a unirse a la fiesta.
El rey agarró a un sirviente
que pasaba por allí y le dijo:
–Diles a mis hombres que
pueden comer, pero que no beban vino ni cerveza. Y recuérdales que
deben permanecer alerta.
Aquellas palabras hicieron que me
preocupara aún más.
–żQué ocurre, mi rey?
–Fui a
comprobar que eran ciertos los rumores que afirmaban que había
tropas enemigas en la frontera norte. No vi necesidad de molestarte
con lo que entonces no era más que un rumor. Pero he corroborado que
es cierto. Nos están invadiendo, hijo. Estamos… en guerra.
Capítulo 18
–Tenemos que obligarlos a
retirarse antes de que crucen el río. Hijo mío, necesitamos a todos
los hombres disponibles, o nuestro reino caerá.
Debía mucho a
aquel hombre. La vida, para empezar. Si él no me hubiera aceptado,
nunca habría encontrado a mi maravillosa esposa. No podía negarle
mi ayuda. Además, sabía algo que él ignoraba, que yo era su
guerrero más poderoso. Me volví a mirar a Elisabeta.
Ella me
miró también, en sus ojos había amor y miedo.
–No quiero
que vayas –susurró.
–Ojalá no tuviera que hacerlo. Ven –la
llevé conmigo mientras mi padre ponía fin a la celebración.
Subimos la escalera de piedra que conducía a mis aposentos… a
nuestros aposentos.
El hueco de la ventana estaba cubierto de
capas y capas de tela negra, para protegerme durante el día,
mientras dormía. La cama era grande y cómoda, rodeada también por
cortinas negras que ofrecían una protección ańadida contra el sol.
La puerta podía cerrarse desde dentro con una tranca de hierro. Fui
hasta la ventana y retiré la tela.
–Mi esposa seguirá viendo
el sol todo el tiempo que pueda –le dije.
–ˇVuelve a
ponerla! –dijo lanzándose a mis brazos–. Ya he tomado una
decisión –anunció entonces–. Seré como tú, quiero hacerlo.
Quiero estar siempre contigo, pero por favor, no te vayas. No vayas a
la guerra, amor mío.
La abracé con fuerza y le besé el pelo y
la cara.
–No temas por mí, mi hermosa Beta. Soy
inmortal.
–Pero puedes morir. ˇTú mismo me lo has dicho! El
sol podría matarte… ży si te hacen un corte con una espada o te
clavan una flecha? Podrías desangrarte.
–Te prometo que no
moriré. Volveré a tu lado y entonces, si aún lo deseas, recibirás
el espíritu que habita dentro de mí. El espíritu de la vida
eterna.
–Hazlo ahora.
Le retiré el pelo de la cara y
negué con la cabeza.
–Tengo que estar contigo después, tengo
que ayudarte a comprender todo lo que sientas y abrazarte mientras
experimentas sensaciones completamente nuevas. Es como morir,
Elisabeta. Como morir y volver a nacer. No puedes pasar por ello
sola. No lo permitiré.
–Entonces quédate. Quédate conmigo y
haz todo eso que has dicho. Quédate conmigo para siempre como
prometiste ante el sacerdote.
Bajé la cabeza con un profundo
pesar que me encogía el corazón.
–No puedo. No puedo
hacerlo.
Elisabeta se echó a llorar, yo la besé una y mil
veces, secándole las lágrimas con mis labios.
–Te amo, Beta.
Jamás habría pensado que un hombre pudiera enamorarse tan de
repente. Has conquistado mi corazón con la velocidad del rayo. Nada
podría apartarte de ti. Ni ahora ni nunca.
–Deja que vaya
contigo –susurró.
Yo cerré los ojos, en dulce agonía.
Resultaba tentador pensar en tenerla a mi lado… pero sabía que no
podía ser.
–No tienes las fuerzas necesarias. Debes conservar
la energía que te queda, descansar, así estarás bien cuando yo
venga. La batalla será dura, por lo que espero que habrá acabado en
un día, o dos como máximo.
–żY si no es así? –me
preguntó–. żY si tienes que quedarte más tiempo y muero en tu
ausencia?
Capítulo 19
–Si dura más de dos días,
volveré contigo. Aún te quedan semanas, quizá meses, Beta. Te lo
prometo.
–Te amo.
–Eres la princesa de este castillo
–le dije–. No hay reina. Cualquier cosa que desees, sólo tienes
que pedirla. Los sirvientes ya te adoran.
Oí cómo los soldados
preparaban los caballos en el exterior.
–Tengo que irme.
–Te
amo –repitió y me besó desesperadamente–. ˇTe amo con todo mi
corazón!
–Y yo a ti –aparté los brazos con profundo pesar,
pero debía vestirme para la batalla.
Después, me acompańó al
patio del castillo y yo la bendije por ello. Cuando nos reunimos con
los demás, Elisabeta tenía los ojos secos y la cabeza bien alta.
Como una reina. Una reina maravillosa.
La besé una vez más
antes de montar a Soare y sentí su mirada sobre mí mientras me
alejaba de ella, rumbo a la batalla.
El combate fue atroz.
Luchamos durante tres días sin parar y lo único que me impidió no
volver a su lado después del segundo como había prometido fue la
certeza de que acabaría al día siguiente. Estábamos a punto de
conseguir la victoria y si yo me hubiera retirado, habría supuesto
la derrota de los míos. Así que rompí la promesa que le había
hecho a mi esposa.
Cuando volví, encontré las puertas de la
capilla abiertas de par en par y dentro estaban todos aquellos que no
habían acudido a la batalla; sirvientes, campesinos… Todos
lloraban y gemían con profundo dolor. El camino que conducía hasta
la capilla estaba cubierto de pétalos de flor.
Me bajé del
caballo y eché a correr, preguntando qué ocurría a todos aquellos
con los que me encontraba. żEstaban celebrando un servicio por los
caídos en la batalla? No podía ser, pues acabábamos de regresar
con los cuerpos.
Todos a los que les preguntaba se limitaban a
mirarme, asustados, y después se retiraban murmurando alguna
plegaria.
Me abrí camino entre la multitud y al llegar al
altar, sentí que me moría por dentro. Allí estaba ella.
Mi
adorada Elisabeta yacía en la misma caja de madera sobre la que
había llorado por mí sólo cuatro noches antes. Su cabello dorado
se extendía a su alrededor y el vestido más hermoso que jamás
había tenido cubría su cuerpo.
Un grito de animal herido salió
de mi alma rompiéndome por dentro cuando la tomé en mis brazos y
sentí que no había vida dentro de ella. Estaba fría. Rígida.
–ˇNo!
ˇNo! –grité–. Por todos los dioses, no puede ser.
–Ven,
hijo mío…
Era el sacerdote, que me había puesto una mano en
el hombro, pero yo me aparté de él, miré a todos los presentes y
les dije que se fueran, que me dejaran solo en mi dolor. Todos
obedecieron, todos menos una mujer que se quedó en las sombras, en
silencio, a una buena distancia de mí. Estuvo allí durante horas,
mientras yo lloraba con el cuerpo de Elisabeta en mis brazos y
maldecía a los dioses, al destino por darme tanta felicidad y
después arrancármela de las manos de ese modo.
La ira fue
suavizándose y entonces supe lo que debía hacer. Si mi amada se
marchaba de este mundo, yo me iría con ella. No deseaba seguir
viviendo sin ella. Quizá, de algún modo, pudiéramos volver a estar
juntos al otro lado.
Con tal determinación, me dispuse a
dirigirme al precipicio donde, después de todo, pondría fin a mi
vida.
Capítulo 20
–No tardará en amanecer –dijo
una voz de mujer–. Si te quedas llorando sobre su cuerpo un poco
más, arderás con el sol.
Dejé el cuerpo de Elisabeta
suavemente y me volví hacia la mujer que había hablado.
La
conocía. Le había dado el Oscuro Don hacía mucho tiempo, cuando
ella era princesa de Egipto y había sido rechazada por su padre, el
faraón, que la había enviado al templo para que la criaran las
sacerdotisas de Isis.
–Rhianikki –dije.
–Ahora soy
Rhiannon –salió de las sombras. El cabello negro como la noche le
llegaba hasta la cintura y un vestido dorado la cubría desde los
hombros a los pies. Seńaló a un lugar a mi espalda–. El parecido
es espectacular, żno te parece? Tuvo al pintor trabajando día y
noche desde que te fuiste. Debía de ser un regalo de boda para
cuando volvieras.
El dolor que sentía era tan intenso, que
apenas podía levantar la cabeza.
–żQué le ha pasado? –le
pregunté.
–Le dijeron que habías muerto en la batalla. Creo
que fue ese tío suyo. Ella no lo creyó hasta que el segundo día
acabó sin que llegaran noticias tuyas. Hace sólo doce horas, al
amanecer del tercer día, que se tiró desde la torre para reunirse
contigo, su príncipe. Un sirviente la oyó gritar que si hubieras
estado vivo, habría vuelto junto a ella. Había cerrado la puerta
desde dentro, por lo que nadie pudo llegar a tiempo de
salvarla.
Aquello era más de lo que podía soportar. Caí de
rodillas.
–Entonces ha sido culpa mía. Yo la he matado al
romper la promesa que le hice –dije meneando la cabeza
desesperadamente–. żPor qué me dijiste que la encontraría aquí
si iba a abandonarme tan pronto, Rhiannon?
Ella respiró hondo y
bajó la cabeza.
–No debería haber ocurrido así. No es esto
lo que yo vi, amigo mío.
–Ya no importa. Pronto me reuniré
con ella.
Rhiannon se acercó a mí y me puso la mano en el
hombro.
–Siempre has tenido tan mal carácter. Siempre
lamentándote de tu soledad y de tu inmortalidad. No hay nada tan
aburrido como un vampiro incapaz de aceptar su naturaleza. Al menos
ahora tienes un motivo para sufrir de tal melancolía.
Levanté
la cabeza, sabía que trataba de hacerme ver por qué debía seguir
viviendo.
–No voy a continuar sin ella –dije con la
esperanza de que eso bastara para poner fin a la discusión.
–Sí
que vas a hacerlo –aseguró–. żQuieres que te diga por
qué?
Asentí al tiempo que me ponía en pie a pesar de que
estaba entumecido por el dolor.
–Supongo que no tengo otra
opción, así que adelante, dime por qué habría de aceptar vivir en
el infierno que es el mundo sin ella.
–He tenido una visión
–comenzó a decir–. Ya no suelo tenerlas, cada vez menos a medida
que me hago vieja. Pero ésta fue muy intensa. Y no te atrevas a
dudar de su veracidad.
–Nadie se atreve a poner en duda a la
inmortal princesa del Nilo, żverdad? –la amargura empapaba mis
palabras–. Adelante. Aún tengo que seguir sufriendo una hora más
hasta que amanezca. Así que cuéntame esa visión.
–Elisabeta
volverá a ti.
Levanté la mirada hacia ella, con el corazón a
punto de escapárseme del pecho.
–No será fácil –se
apresuró a ańadir–. Primero tienes que asegurarte de permanecer
con vida hasta que vuelva y no puedo asegurarte que vayáis a volver
a encontraros. Así que, ya ves, no puedes salir al sol. Debes seguir
viviendo a pesar del dolor. Debes hacerlo por ella.
Negué con
la cabeza.
–Haría cualquier cosa por ella. Pero, żcuánto
tiempo tendré que esperar?
Ni siquiera la vampiresa más
insensible de todos los tiempos pudo mantenerme la mirada mientras
pronunciaba la respuesta.
–Unos quinientos ańos. Más o
menos.
Sentí que me flaqueaban las piernas. Ella me agarró e
impidió que cayera al suelo.
–La encontrarás en un lugar
llamado New Hampshire, en un pueblo llamado Endover. Es allí donde
ella volverá a ti dentro de cinco siglos. Si puedes soportarlo.
La
miré a los ojos fijamente.
–Nunca he oído hablar de ese
lugar.
–Eso es porque aún no existe.
–żEstás segura?
–insistí sin apartar la mirada de ella.
–Completamente.
Con
un suspiro, volví junto a mi amada, junto al cuerpo que la había
albergado, me incliné sobre ella y besé sus labios fríos.
–Lo
intentaré, amor mío. Te prometo que lo intentaré. Aunque puede que
vivir todo ese tiempo sin ti acabe conmigo. Pero intentaré
aguantarlo, por ti –cerré los ojos a las lágrimas que manaban de
lo más profundo de mi ser y sollocé–. Vuelve a mí, Elisabeta.
De
algún lugar más allá de los muros de la capilla, juro que oí una
voz que decía:
–Volveré.