DECRETO
UNITATIS REDINTEGRATIO
SOBRE EL ECUMENISMO
PROEMIO
1. Restaurar la unidad entre todos los cristianos es uno de los fines principales del Sacrosanto Concilio
Ecuménico Vaticano II. Porque una y única es la Iglesia fundada por Cristo Señor; pero son muchas las
Comuniones cristianas que se presentan a los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo. Todos,
ciertamente, se presentan como discípulos del Señor, pero observan actitudes distintas y siguen distintos
caminos, como si Cristo mismo estuviera dividido. División, que está en clara contradicción con la
voluntad de Cristo, es piedra de escándalo para el mundo y constituye un obstáculo a la más santa de las
causas: la predicación del Evangelio a toda criatura.
Mas el Señor de los tiempos, que con sabiduría y paciencia prosigue el plan de su gracia para con
nosotros, los pecadores, en nuestros días ha empezado a difundir con mayor abundancia, en los
cristianos separados entre sí, una compunción interior y un deseo de unión. Muchos son los hombres que
se sienten conmovidos por esta gracia, y aun entre nuestros hermanos separados ha surgido, por impulso
del Espíritu Santo, un movimiento, cada día mayor, para restaurar la unidad de todos los cristianos. En
este movimiento de unidad, llamado ecuménico, participan los que invocan al Dios Trino y confiesan a
Jesucristo como Señor y Salvador; no sólo individualmente, sino también reunidos en comunidades, en
las que han oído el Evangelio y a las que cada uno llama Iglesia suya e Iglesia de Dios. Casi todos, sin
embargo, aunque en distintas formas, aspiran a una Iglesia de Dios, una y visible, verdaderamente
universal, enviada a todo el mundo, para que éste se convierta al Evangelio, y así se salve para gloria de
Dios.
Considerando, pues, este Sacrosanto Concilio con alegría todas estas realidades, después de haber
declarado la doctrina sobre la Iglesia, animado por el deseo de restablecer la unidad entre todos los
discípulos de Cristo, quiere proponer a todos los Católicos el auxilio, orientaciones y medios, para que
puedan corresponder a esta divina vocación y gracia.
CAPITULO I
PRINCIPIOS CATOLICOS DEL ECUMENISMO
2. En esto apareció la caridad de Dios hacia nosotros, en que el Hijo unigénito de Dios ha sido enviado
al mundo por el Padre, para que, hecho hombre, regenerase a todo el género humano redimiéndolo y
reuniéndolo en un todo.
Ya El, antes de ofrecerse a sí mismo en el ara de la cruz, como víctima inmaculada, oró al Padre por los
creyentes, diciendo: Que todos sean uno, como tú, Padre, eres en mí y yo en ti; que también ellos sean
uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn., 17, 21), e instituyó en su Iglesia el
admirable sacramento de la Eucaristía, que significa y realiza la unidad de la Iglesia. Impuso a sus
discípulos el mandato nuevo del amor mutuo y les prometió el Espíritu Paráclito, que, como Señor y
vivificador, permanecería con ellos eternamente.
Exaltado el Señor Jesús en la cruz y glorificado, derramó el Espíritu prometido, por el cual llamó y
congregó en unidad de la fe, de la esperanza y de la caridad al pueblo de la Nueva Alianza, que es la
Iglesia, según enseña el Apóstol: Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como habéis sido llamados en una
esperanza de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (Ef., 4, 4-5). Puesto que
todos los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo..., porque todos vosotros
sois uno en Cristo Jesús (Gl., 3, 27-28 gr.). El Espíritu Santo que habita en los creyentes, y llena y
gobierna toda la Iglesia, realiza esta admirable comunión de los fieles y los une a todos tan íntimamente
en Cristo, que es el Principio de la unidad de la Iglesia. El reparte las gracias y los oficios, enriqueciendo
a la Iglesia de Jesucristo con diversas funciones para la perfección consumada de los santos en orden a la
obra del ministerio y a la edificación del cuerpo de Cristo (Ef., 4, 12).
Para establecer doquier esta su santa Iglesia hasta la consumación de los siglos, Jesucristo confió al
Colegio de los Doce el oficio de enseñar, de regir y de santificar. Entre ellos eligió a Pedro, sobre el cual
determinó edificar su Iglesia; después de su confesión de fe, a él prometió las llaves del reino de los
cielos, y, después que el apóstol le repitió la profesión de su amor, le confió todas las ovejas, para que
las confirmara en la fe y las apacentara en la perfecta unidad; mas permaneciendo Jesucristo mismo
eternamente como su piedra fundamental y pastor de nuestras almas.
Por medio de la fiel predicación del Evangelio, por la administración de los Sacramentos, y por el
gobierno en el amor, realizado todo por los Apóstoles y sus sucesores, es decir, por los Obispos con su
cabeza, el sucesor de Pedro, bajo la acción del Espíritu Santo, quiere Jesucristo que su pueblo crezca y
realice su comunión en la unidad por la profesión de una sola fe, por la común celebración del culto
divino y por la concordia fraterna de la familia de Dios.
Así, la Iglesia, único rebaño de Dios, como un lábaro alzado entre todos los pueblos, al comunicar el
Evangelio de la paz a todo el género humano, se siente conducida por la esperanza en su peregrinación
hacia la meta de la patria celestial.
Este es el sagrado misterio de la unidad de la Iglesia, en Cristo y por medio de Cristo, bajo la acción del
Espíritu Santo que comunica la variedad de los ministerios. El supremo modelo y principio de este
misterio es la Trinidad de personas: la unidad de un solo Dios Padre, e Hijo en el Espíritu Santo.
3. En esta una y única Iglesia de Dios, ya desde los primeros tiempos, surgieron algunas escisiones, que
el Apóstol reprueba como dignas de grave condenación, pero en sucesivos siglos nacieron mayores
discrepancias, al separarse de la plena comunión de la Iglesia católica no pequeñas Comunidades, a
veces por culpa de una y otra parte. Pero los que ahora nacen y se nutren de la fe de Jesucristo dentro de
esas Comunidades no pueden ser acusados del pecado de la secesión, y la Iglesia católica los abraza con
fraternal respeto y amor; pues quienes creen en Cristo y recibieron el bautismo debidamente, quedan
constituidos en alguna comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica. En efecto; las varias
discrepancias existentes entre ellos y la Iglesia católica, ya en lo doctrinal y a veces en lo disciplinar, ya
sobre la estructura misma de la Iglesia, constituyen obstáculos, a veces muy graves, a la plena comunión
eclesiástica. El movimiento ecumenista trata de superarlos. Sin embargo, justificados por la fe en el
bautismo, quedan incorporados a Cristo, y, por lo tanto, con todo derecho reciben el nombre de
cristianos y justamente son reconocidos como hermanos en el Señor por los hijos de la Iglesia católica.
Además, entre los elementos o bienes, por cuyo conjunto se constituye y se vivifica la Iglesia, algunos, o
mejor, muchísimos y muy importantes, pueden encontrarse fuera de los límites visibles de la Iglesia
católica: la palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad y otros dones
interiores del Espíritu Santo y elementos visibles. Todo esto, que proviene de Cristo y a El conduce,
pertenece por derecho a la única Iglesia de Cristo.
Los hermanos separados practican también no pocos actos de culto de la religión cristiana, que en varias
formas, según la diversa condición de cada Iglesia o Comunidad, pueden, sin duda alguna, producir
efectivamente la vida de la gracia, y se les debe reconocer como aptos para dar acceso a la comunión de
la salvación.
Por consiguiente, aunque creemos que estas Iglesias y Comunidades separadas tienen sus deficiencias,
no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación. Porque el Espíritu de Cristo no
rehuye servirse de ellas como de medios de salvación, cuya fuerza se deriva de la misma plenitud de la
gracia y de la verdad que ha sido confiada a la Iglesia.
Los hermanos separados, sin embargo, ya particularmente, ya sus Comunidades y sus Iglesias, no gozan
de aquella unidad que Cristo quiso dar a los que regeneró y convivificó para formar un solo cuerpo con
una vida nueva, unidad que manifiestan las Sagradas Escrituras y la venerable Tradición de la Iglesia.
Solamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es el medio general de la salvación, puede
alcanzarse toda la plenitud de los medios de salvación. Creemos que el Señor entregó todos los bienes de
la Nueva Alianza a un solo Colegio apostólico, a saber, al que preside Pedro, para constituir un solo
Cuerpo de Cristo en la tierra, al que deben incorporarse totalmente todos los que de alguna manera
pertenecen ya al pueblo de Dios. Pueblo que en su peregrinación por la tierra, aunque en sus miembros
permanezca sujeto al pecado, crece en Cristo, y es conducido suavemente por Dios, según sus arcanos
designios, hasta que gozoso adquiera la total plenitud de la gloria eterna en la Jerusalén celestial.
4. Puesto que hoy, en muchas partes del mundo, por inspiración del Espíritu Santo, se hacen muchos
intentos, con la oración, la palabra y la acción para llegar a aquella plenitud de unidad que Jesucristo
quiere, este Sacrosanto Concilio exhorta a todos los fieles católicos a que, al reconocer los signos de los
tiempos, cooperen activamente a la obra ecuménica.
Por «movimiento ecuménico» se entiende el conjunto de actividades e iniciativas que, conforme a las
distintas necesidades de la Iglesia y a las circunstancias de los tiempos, se suscitan y se ordenan para
promover la unidad de los cristianos. Tales son, en primer lugar, todos los intentos de eliminar palabras,
juicios y actos que no reflejen, según justicia y verdad, la condición de los hermanos separados, y que,
por lo tanto, pueden hacer más difíciles las mutuas relaciones con ellos. Sigue «el diálogo» entablado
entre peritos y técnicos en reuniones de cristianos de diversas Iglesias o Comunidades, que se celebren
con espíritu religioso, exponiendo cada uno por su parte con toda profundidad la doctrina de su propia
Comunidad, con lo que se presentan más claros los caracteres de la misma. Por medio de este diálogo
todos adquieren un conocimiento más auténtico y un aprecio más justo de la doctrina y de la vida de
ambas Comuniones, y las diversas Comuniones consiguen una más amplia colaboración en todas las
empresas exigidas por la conciencia cristiana en orden al bien común, y, en determinadas ocasiones, se
reúnen para orar todos juntos. Finalmente, todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo con
relación a la Iglesia y, como es debido, con vigor emprenden la obra de renovación y de reforma.
Todo esto, realizado prudente y pacientemente por los fieles de la Iglesia católica, bajo la vigilancia de
sus pastores, conduce a la perfección de la justicia y de la verdad, de la concordia y de la colaboración,
del amor fraterno y de la unión; para que poco a poco por esta vía, superados todos los obstáculos que
impiden la perfecta comunión eclesiástica, todos los cristianos se congreguen en una única celebración
de la Eucaristía, en orden a la unidad de la una y única Iglesia, a la unidad que Cristo dio a su Iglesia
desde un principio, y que creemos subsiste, sin posibilidad de perderse, en la Iglesia católica y
esperamos que crecerá de día en día hasta la consumación de los siglos.
Es manifiesto, sin embargo, que la obra de preparación y reconciliación de las personas individuales,
que desean la plena comunión católica, se diferencia, por su naturaleza, de la empresa ecuménica, pero
no se contradicen, puesto que ambas proceden de un admirable plan de Dios.
En la acción ecuménica, los fieles católicos han de ser, sin duda, solícitos con los hermanos separados:
orar por ellos, hablarles de cosas de la Iglesia, dar los primeros pasos hacia ellos. Pero, ante todo, deben
considerar también por su parte con lealtad y diligencia todo lo que se debe renovar y realizar en la
Familia católica misma, para que su vida de un testimonio más fiel y claro de la doctrina y de las
instituciones que Cristo ha transmitido a través de sus Apóstoles.
Aunque la Iglesia católica posee toda la verdad revelada por Dios, y todos los instrumentos de la gracia,
sin embargo, sus miembros no la viven consecuentemente con todo el fervor debido. Así que la faz de la
Iglesia resplandece menos ante los ojos de nuestros hermanos separados y de todo el mundo, y por ello
se retarda el crecimiento del reino de Dios. Por esto, todos los Católicos deben tender a la perfección
cristiana y, cada uno según su condición, trabajar para que la Iglesia, portadora -en su cuerpo- de la
humildad y de la mortificación de Jesús, cada día se purifique y se renueve más, hasta que Cristo se la
presente a sí mismo gloriosa, sin mancha ni arruga.
Guardando la unidad en lo necesario, todos en la Iglesia, cada uno según la función a él dada, guarden la
debida libertad, así en las diversas formas de la vida espiritual y de la disciplina como en la variedad de
los ritos litúrgicos; y aun en la teológica evolución de la verdad revelada; pero en todo practiquen la
caridad. Y así manifestarán cada día más plenamente la verdadera catolicidad y apostolicidad de la
Iglesia.
Por otra parte, necesario es que los Católicos reconozcan y aprecien con gozo los valores
verdaderamente cristianos que, procedentes del patrimonio común, se encuentran en nuestros hermanos
separados. Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las obras virtuosas en la vida de todos
los que dan testimonio a Cristo, a veces, hasta con el derramamiento de su sangre; porque Dios es
siempre admirable y digno de ser admirado en sus obras.
Tampoco debe olvidarse que todo cuanto opera la gracia del Espíritu Santo en los corazones de los
hermanos separados puede contribuir también a nuestra edificación. Lo que de verdad es cristiano nunca
puede oponerse a los auténticos valores de la fe; antes al contrario, todo puede contribuir a que se
alcance más perfectamente el misterio mismo de Cristo y de la Iglesia.
Sin embargo, las divisiones de los cristianos impiden a la Iglesia el realizar su propia plenitud de
catolicidad en aquellos hijos que, estando verdaderamente incorporados a ella por el bautismo, se
encuentran, sin embargo, separados de su plena comunión. Más aún, a la misma Iglesia le resulta muy
difícil expresar, bajo todos los aspectos, en la realidad misma de la vida, la plenitud de la catolicidad.
Este Sacrosanto Concilio advierte con gozo que la participación de los fieles católicos en la acción
ecumenista crece cada día, y la recomienda a los Obispos de todo el mundo, para que la promuevan con
diligencia y la orienten con prudencia.
CAPITULO II
EJERCICIO DEL ECUMENISMO
5. El deseo de restablecer la unión corresponde a la Iglesia entera, tanto a los fieles como a los Pastores,
a cada uno según sus posibilidades, así en la vida diaria cristiana como en las investigaciones teológicas
e históricas. Tal empeño manifiesta ya, de alguna manera, la unión fraterna existente entre los cristianos,
y va conduciendo a la plena y perfecta unidad, conforme a la benevolencia de Dios.
6. Puesto que toda la renovación de la Iglesia consiste esencialmente en una cada vez mayor fidelidad a
su vocación, en aquella, sin duda, se encuentra la razón del movimiento hacia la unidad. Cristo llama a
la Iglesia peregrina en el camino, a esta perenne reforma, de la que la Iglesia misma, como institución
humana y terrena, tiene siempre necesidad. De modo que, si, según los tiempos y circunstancias, algunas
cosas fueron menos cuidadosamente observadas, ya en la moral, ya en la disciplina eclesiástica, ya aun
en las formas mismas de exponer la doctrina -que debe cuidadosamente distinguirse del mismo
«depósito» de la fe-, deben restablecerse en recta y debida forma, cuando fuere oportuno.
Esta reforma, pues, tiene una extraordinaria importancia ecuménica. Muchas de las formas de la vida de
la Iglesia, por las que ya se va consiguiendo esta renovación -como el movimiento bíblico y litúrgico, la
predicación de la Palabra de Dios y la catequesis, el apostolado de los seglares, las nuevas formas de
vida religiosa, la espiritualidad del matrimonio, la doctrina y la actividad de la Iglesia en el campo
social-, han de considerarse como otras tantas prendas y augurios, que anuncian felizmente los futuros
progresos del ecumenismo.
7. No existe verdadero ecumenismo sin la conversión interior. En efecto, los deseos de la unidad surgen
y maduran en la renovación del alma, en la abnegación de sí mismo y en la efusión generosa de la
caridad. Por eso hemos de implorar del Espíritu Santo la gracia de la abnegación sincera, de la humildad
y de la mansedumbre en nuestro servicio y de la fraterna generosidad del alma para con los demás. Así,
pues, os exhorto yo -dice el Apóstol de las gentes-, preso en el Señor, a andar de una manera digna de la
vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos los
unos a los otros con caridad, solícitos por conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz
(Ef., 4, 1-3). Y esta exhortación se dirige, sobre todo, a los que han sido elevados al Orden sagrado, para
continuar la misión de Cristo, que vino entre nosotros no para ser servido, sino para servir (Mt., 20, 28).
A las faltas contra la unidad pueden aplicarse también las palabras de San Juan: Si decimos que no
hemos pecado, Le desmentimos, y su palabra no está en nosotros (1 Jn., 1, 10). Con humilde oración,
pues, pedimos perdón a Dios y a los hermanos separados, como también nosotros perdonamos a
nuestros deudores.
Recuerden todos los fieles que tanto mejor promoverán y realizarán la unión de los cristianos, cuanto
más se esfuercen por llevar una vida más pura, que esté conforme al Evangelio. Porque cuanto más
estrecha sea su comunión con el Padre, con el Verbo y con el Espíritu, tanto más íntima y fácilmente
podrán acrecentar la mutua hermandad.
8. Esta conversión del corazón y esta santidad de vida, juntamente con las oraciones privadas y públicas
por la unidad de los cristianos, han de considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico, y
con razón puede llamarse ecumenismo espiritual.
Es frecuente entre los católicos el reunirse en la oración por la unidad de la Iglesia, que el mismo
Salvador dirigió tan suplicante al Padre en vísperas de su muerte: Que todos sean «uno» (Jn., 17, 21).
En ciertas circunstancias especiales, como cuando se ordenan oraciones «por la unidad», y en las
asambleas ecuménicas, es lícito, más aún, es de desear que los Católicos se asocien para orar, con los
hermanos separados. Tales preces comunes son un medio muy eficaz para conseguir la gracia de la
unidad y expresión genuina de los vínculos por los que los Católicos permanecen unidos aún con los
hermanos separados: Pues donde hay dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de
ellos (Mt., 18, 20).
Sin embargo, no por ello está permitido considerar la communicatio in sacris como un medio que pueda
usarse sin discreción para restablecer la unidad de los cristianos. Esta comunicación depende
fundamentalmente de dos principios: de la expresión de la unidad de la Iglesia y de la participación en
los medios de la gracia. La expresión de la unidad prohíbe, de ordinario, la comunicación. La necesidad
de participar en la gracia algunas veces la recomienda. Las autoridades locales deben determinar con
prudencia el modo de obrar en cada caso, atendidas las circunstancias de tiempo, lugar y personas, a no
ser que la conferencia episcopal, según sus propios estatutos, o la Santa Sede determinaren otro modo de
actuar.
9. Conviene conocer la disposición de ánimo de los hermanos separados. Para ello se necesita un
estudio, que se ha de llevar a cabo con espíritu de verdad y con benevolencia. Es preciso que católicos,
muy bien preparados, adquieran mejor conocimiento de la doctrina y de la historia, de la vida espiritual
y cultural, de la psicología religiosa y de la cultura peculiares de los hermanos [separados]. Para
lograrlo, ayudan mucho, mediante la reunión de ambas partes, los congresos destinados a tratar sobre
todo cuestiones teológicas, donde cada uno puede tratar a los demás de igual a igual, con tal que los que
toman parte, bajo la vigilancia de los obispos, sean verdaderamente peritos. Con tal diálogo puede
incluso aclararse más la verdadera posición de la Iglesia católica. Así también se llegará a conocer mejor
el pensamiento de los hermanos separados, y nuestra fe les será expuesta con una mayor precisión.
10. La sagrada teología y las demás disciplinas, sobre todo las históricas, deben también enseñarse con
un sentido ecuménico, para que respondan cuanto mejor posible a la realidad.
Conviene mucho que los futuros pastores y sacerdotes se formen adecuadamente en la teología
elaborada de esta forma, con sumo cuidado, y no polémicamente, sobre todo en lo que se refiere a las
relaciones de los hermanos separados para con la Iglesia católica. Porque de la formación de los
sacerdotes, sobre todo, depende la necesaria educación y formación espiritual de los fieles y de los
religiosos.
También conviene que los Católicos, consagrados a obras misioneras en las mismas tierras donde
trabajen también otros cristianos, conozcan, hoy sobre todo, las cuestiones y los frutos que del
ecumenismo se derivan para su apostolado.
11. Nunca deberá ser obstáculo para el diálogo con los hermanos el método y manera con que se expone
la fe católica. Es absolutamente necesario expresar claramente toda la doctrina. Nada es tan ajeno al
ecumenismo como un falso irenismo, que atente a la pureza de la doctrina católica y obscurezca su
auténtico y verdadero sentido.
Pero, al mismo tiempo, la fe católica debe ser expuesta con mayor profundidad y con mayor rectitud,
para que, tanto por la forma como por las palabras, pueda ser verdaderamente comprendida aun por los
hermanos separados.
Finalmente, en el diálogo ecuménico, los teólogos católicos, fieles a la doctrina de la Iglesia, al
dedicarse con los hermanos separados a investigar los divinos misterios, han de proceder con amor a la
verdad, con caridad y con humildad. Al comparar las doctrinas, no olviden que hay un orden o una
«jerarquía» de las verdades en la doctrina católica, puesto que es diversa su conexión con el fundamento
de la fe cristiana. De esta forma se preparará el camino por donde todos se estimulen a proseguir con
esta fraterna emulación hacia un conocimiento más profundo y una exposición más clara de las
insondables riquezas de Cristo.
12. Todos los cristianos han de confesar ante el mundo entero su fe en Dios uno y trino, en el Hijo de
Dios encarnado, Redentor y Señor nuestro, y con un empeño común en su mutua estimación den
testimonio de nuestra esperanza, que no confunde. Puesto que en estos tiempos se exige una
colaboración amplísima en el campo social, todos los hombres, sin excepción alguna, están llamados a
esta empresa común, sobre todo los que creen en Dios y aún más, de modo especial, todos los cristianos,
a causa misma del nombre de Cristo que los contraseña. La cooperación de todos los cristianos expresa
vivamente la unión ya existente entre ellos y pone en luz más plena la imagen de Cristo siervo. Esta
cooperación, establecida ya en no pocas naciones, se ha de ir perfeccionando más y más -sobre todo en
las regiones donde se está cumpliendo una evolución social y técnica-, ora en el justo aprecio de la
dignidad de la persona humana, ora procurando el bien de la paz, ora en la aplicación social del
Evangelio, ora en el progreso de las ciencias y de las artes con criterio cristiano, ora en el uso de toda
clase de remedios contra los infortunios de nuestro tiempo, como son el hambre y las calamidades, el
analfabetismo y la miseria, la escasez de viviendas y la distribución injusta de las riquezas. Mediante
esta cooperación podrán advertir fácilmente todos los que creen en Cristo cómo pueden conocerse mejor
unos a otros, apreciarse más y cómo se allana el camino para la unidad de los cristianos.
CAPITULO III
IGLESIAS Y COMUNIDADES ECLESIALES SEPARADAS
DE LA SEDE APOSTOLICA ROMANA
13. Nuestra atención se fija en las dos categorías principales de escisiones que afectan a la túnica
inconsútil de Cristo.
Las primeras tuvieron lugar en el Oriente, o por discusión sobre las fórmulas dogmáticas de los
Concilios de Éfeso y de Calcedonia, o en tiempos posteriores por la ruptura de la Comunión eclesiástica
entre los Patriarcados orientales y la Sede Romana.
Sobrevinieron otras, hace ya más de cuatro siglos, en Occidente, como consecuencia de los
acontecimientos designados ordinariamente con el nombre de Reforma. Desde entonces muchas
Comuniones, ya nacionales, ya confesionales, quedaron disgregadas de la Sede Romana. Entre las que
conservan en parte las tradiciones y las estructuras católicas ocupa lugar especial la Comunión
anglicana.
Hay, sin embargo, diferencias muy notables entre estos diversos grupos, no sólo por razón de su origen,
lugar y tiempo, sino especialmente por la naturaleza y gravedad de las cuestiones relativas a la fe y a la
estructura eclesiástica.
Por ello, este Sacrosanto Concilio, sin infravalorar las diversas condiciones de cada uno de los Grupos
cristianos, y teniendo en cuenta los vínculos existentes entre ellos, a pesar de su división, determina
proponer las siguientes consideraciones para llevar a cabo una prudente acción ecuménica.
1) Consideración particular de las Iglesias Orientales
14. Las Iglesias del Oriente y del Occidente durante muchos siglos siguieron su propio camino unidas en
la comunión fraterna de la fe y de la vida sacramental, actuando la Sede Romana, con el consentimiento
común, cuando entre ellas surgían diferencias sobre la fe y la disciplina. El Sacrosanto Concilio se
complace en recordar, entre otras cosas importantes, que existen en Oriente muchas Iglesias particulares
o locales, entre las cuales ocupan el primer lugar las Iglesias Patriarcales, no pocas de las cuales se
glorían de haber sido fundadas por los Apóstoles. Por este motivo ha prevalecido y prevalece entre los
Orientales el empeño y el interés por conservar aquellas relaciones fraternas en la comunión de la fe y de
la caridad, que deben observarse entre las Iglesias locales como entre hermanas.
Tampoco debe olvidarse que las Iglesias del Oriente tienen desde el principio un tesoro en el que la
Iglesia del Occidente tomó muchas cosas, así para la liturgia como para la tradición espiritual y para el
ordenamiento jurídico. Y se ha de recordar, con justo valor, que los dogmas fundamentales de la fe
cristiana, el de la Trinidad, el del Hijo de Dios encarnado en la Virgen María Madre de Dios, quedaron
definidos en Concilios ecuménicos celebrados en el Oriente. Dichas Iglesias han sufrido y sufren mucho
a fin de conservar esta fe.
Pero la herencia transmitida por los Apóstoles fue recibida de diversas formas y maneras y, por ello, ya
desde los orígenes mismos de la Iglesia, fue explicada diversamente en los varios sitios, también por la
diversidad del carácter y las condiciones de la vida. Todo ello, además de causas externas, así como la
falta de mutua comprensión y caridad, motivaron las separaciones.
Por lo cual el Sacrosanto Concilio exhorta a todos, pero de modo especial a los que han de trabajar por
el restablecimiento de la plena comunión, tan deseada, entre las Iglesias Orientales y la Iglesia católica,
a que tengan las debidas consideraciones a la especial condición del nacimiento y del desarrollo de las
Iglesias de Oriente, así como a la naturaleza de las relaciones que existían entre ellas y la Sede Romana
antes de la separación, y que se formen un recto juicio sobre todo ello. Si se tuviere buen cuidado en
observar todo esto, se contribuirá muchísimo al deseado diálogo.
15. Todos conocen con qué amor celebran los cristianos orientales la Sagrada liturgia, sobre todo la
eucarística, fuente de vida para la Iglesia y prenda de la gloria futura, por la cual los fieles unidos a su
Obispos y teniendo acogida ante Dios Padre por su Hijo el Verbo encarnado, muerto y glorificado, por
la efusión del Espíritu Santo, consiguen la comunión con la Santísima Trinidad, hechos participantes de
la naturaleza divina (2 Pe., 1, 4). Así es como, por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una
de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios, y por la concelebración se manifiesta la comunión
entre ellas.
En este culto litúrgico, los Orientales ensalzan con hermosos himnos a María, siempre Virgen, a quien el
Sínodo Ecuménico de Éfeso proclamó solemnemente Santísima Madre de Dios, para que Cristo fuera
reconocido, verdaderamente Hijo de Dios e Hijo del Hombre, según las Escrituras; honran también a
muchos Santos, entre ellos a los Padres de la Iglesia universal.
Como esas Iglesias, aunque separadas, tienen verdaderos sacramentos; y, sobre todo, por la sucesión
apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, por los que aún se unen a nosotros con vínculos estrechísimos,
no solamente es posible, sino que se aconseja, alguna comunicación en las funciones sagradas, cuando
se dieren circunstancias oportunas y con la aprobación de la autoridad eclesiástica.
También se encuentran en el Oriente las riquezas de aquellas tradiciones espirituales, de las que fue
especial expresión el monaquismo. Allí, ya desde los primeros tiempos gloriosos de los Santos Padres,
floreció aquella espiritualidad monástica, extendida más tarde a los pueblos occidentales. De ella
procede, como de su fuente, la institución monacal de los latinos, que luego fue adquiriendo siempre un
nuevo vigor. Por todo ello se recomienda encarecidamente a los Católicos que se acerquen con mayor
frecuencia a estas riquezas espirituales de los Padres del Oriente, que levantan a todo el hombre a la
contemplación de los divinos misterios.
Tengan todos presente que conocer, venerar, conservar y favorecer el riquísimo patrimonio litúrgico y
espiritual de los Orientales es de una máxima importancia así para conservar la plenitud de la tradición
cristiana como para la reconciliación de los cristianos orientales y occidentales.
16. Además, ya desde los primeros tiempos, cada una de las Iglesias de Oriente seguía su propia
disciplina, sancionada por los Santos Padres y por los Sínodos, aun por los Ecuménicos. Y, puesto que la
diversidad de usos y costumbres, antes mencionada, lejos de oponerse a la unidad de la Iglesia, más bien
realza su esplendor y ayuda no poco al cumplimiento de su misión, el Sacrosanto Sínodo, en su deseo de
quitar toda duda, declara que las Iglesias de Oriente, con conciencia de la necesaria unidad de toda la
Iglesia, tienen la facultad de regirse según sus propios ordenamientos, porque están más conformes a la
índole de sus fieles y resultan más aptos para promover el bien de las almas. La perfecta observancia de
este principio fundamental, que no siempre ha sido guardado, es una condición previa absolutamente
necesaria para restablecer la unión.
17. Lo que más arriba se ha dicho sobre la legítima diversidad, ha de aplicarse también a la diversa
formulación teológica de las doctrinas. En efecto, en el esfuerzo por profundizar en las verdades
reveladas, los métodos y los medios para conocer y expresar las cosas divinas han sido muy distintos en
Oriente y en Occidente. Nada es, por lo tanto, de extrañar que determinados aspectos del misterio
revelado hayan sido captados o expuestos mejor por unos que por otros; pero las diversas fórmulas
teológicas, no pocas veces, han de considerarse más bien como complementarias que como opuestas.
Preciso es reconocer que las tradiciones auténticas de los Orientales se hallan arraigadas, de forma
excelente, en la Sagrada Escritura; desarrolladas y expresadas en la vida litúrgica, se alimentan con la
viva tradición apostólica, con las enseñanzas de los Padres y de autores espirituales; finalmente, tienden
hacia un recto ordenamiento de la vida, llegando hasta una perfecta contemplación de la verdad
cristiana.
Este Sacrosanto Concilio da gracias a Dios porque muchos Orientales, hijos de la Iglesia católica,
conservan este patrimonio espiritual y desean vivirlo en su máxima pureza y plenitud, viviendo ya en
comunión perfecta con los hermanos que practican la tradición occidental; y declara que todo este
patrimonio espiritual y litúrgico, disciplinar y teológico, en sus diversas tradiciones, pertenece a la plena
catolicidad y apostolicidad de la Iglesia.
18. Examinado bien todo lo que precede, este Sacrosanto Concilio renueva lo que ya fue declarado por
los Concilios anteriores, así como por los Romanos Pontífices: esto es, que preciso es no imponer
ninguna otra carga más que la necesaria (Hch., 15, 28), para restablecer y mantener la comunión y la
unidad. Vivamente desea también que, para conseguirla, en adelante todos los esfuerzos tiendan a
conseguir poco a poco la unidad, en los diversos niveles y en las diversas formas de vida de la Iglesia,
sobre todo por la oración y por el diálogo fraterno en torno a la doctrina y a las necesidades más
apremiantes del cargo pastoral en nuestro tiempo. Igualmente, el Concilio recomienda a los pastores y a
los fieles de la Iglesia católica que establezcan relaciones con los que viven en Oriente, pero también
con los alejados de su patria, de modo que se intensifique la colaboración fraterna con ellos, en espíritu
de caridad, pero que haga desaparecer toda controversia y rivalidad. Aplicando toda el alma a esta
empresa, y abatido el muro que separa a la Iglesia de Oriente de la de Occidente, ya no habrá sino tan
sólo una única morada, fundada sobre la piedra angular, Cristo Jesús, que con ambas hará una sola cosa.
2) Las Iglesias y Comunidades eclesiales separadas en Occidente
19. Las Iglesias y las Comunidades eclesiales que, en tiempos de la gran crisis comenzada en Occidente
ya a fines de la Edad Media o en tiempos sucesivos, se separaron de la Sede Apostólica Romana,
permanecen unidas con la Iglesia católica por una especial afinidad de lazos y por una relación muy
estrecha, dado el mucho tiempo que el pueblo cristiano vivió en plena comunión eclesiástica durante los
siglos pasados. Puesto que estas Iglesias y Comunidades eclesiales, por la diversidad de origen, doctrina
y vida espiritual, se distinguen notablemente no sólo de nosotros, sino también entre sí, es muy difícil
definirlas con exactitud. Tampoco pretendemos hacerlo ahora.
Aunque el movimiento ecuménico y el deseo de paz con la Iglesia católica no se haya impuesto doquier,
tenemos la esperanza de que este sentido ecuménico y la mutua estimación irán paulatinamente
creciendo en todos.
Sin embargo, ha de reconocerse que entre estas Iglesias y Comunidades y la Iglesia católica existen
diferencias de gran importancia, no sólo de carácter histórico, sociológico, psicológico y cultural, sino
sobre todo en la interpretación de la verdad revelada. Para hacer más fácil, a pesar de tales diferencias, la
instauración del diálogo ecuménico, queremos ahora ofrecer algunos puntos que pueden y deben ser el
fundamento de este diálogo y un estímulo para el mismo.
20. Nuestra atención se dirige, en primer lugar, a los cristianos que confiesan claramente a Jesucristo
como a Dios y Señor y Mediador único entre Dios y los hombres, para gloria del único Dios, Padre, Hijo
y Espíritu Santo. Sabemos, ciertamente, que existen diferencias no leves con referencia a la doctrina de
la Iglesia católica aun respecto a Cristo mismo, Verbo de Dios encarnado, como también sobre la obra
de la redención y, por consiguiente, sobre el misterio y el ministerio de la Iglesia y sobre la función de
María en la obra salvadora. Mas nos alegra el ver cómo nuestros hermanos separados miran a Cristo
como fuente y centro de la comunión eclesiástica. Por el deseo de unirse con Cristo se ven impulsados a
buscar cada vez más la unidad, y a dar doquier testimonio de su fe ante todas las gentes.
21. El amor y la veneración, casi el culto, a las Sagradas Escrituras mueven a nuestros hermanos a un
estudio constante y diligente de la Sagrada Biblia, porque el Evangelio es poder de Dios para la salud de
todo el que cree, del Judío primero, pero también del Griego (Rm., 1, 16).
Con su invocación al Espíritu Santo, buscan en las Escrituras a Dios, como hablándoles por medio de
Cristo, que los Profetas habían preanunciado, el Verbo de Dios encarnado por nosotros. Por ellas
contemplan la vida de Cristo y todas las enseñanzas y hechos del Divino Maestro para la salvación de
los hombres; y, sobre todo, los misterios de su muerte y resurrección.
Pero cuando los cristianos separados de nosotros reconocen la autoridad divina de los Libros Sagrados,
tienen una opinión muy diferente de la nuestra -y, a su vez, muy diferente la de ellos, entre sí- sobre la
relación entre las Escrituras y la Iglesia. En ésta, según la fe católica, el magisterio auténtico ocupa un
lugar especial en la exposición y en la predicación de la palabra de Dios escrita.
Sin embargo, las Sagradas Escrituras son, aun en el diálogo mismo, instrumento precioso en la poderosa
mano de Dios para alcanzar aquella unidad que el Salvador ofrece a todos los hombres.
22. Por el sacramento del bautismo, siempre que sea administrado conforme a la institución del Señor, y
sea recibido con la debida disposición interior, el hombre se incorpora realmente a Cristo crucificado y
glorioso, y se regenera para participar de la vida divina, según palabras del Apóstol: Con El fuisteis
sepultados en el bautismo, y en El, asimismo, fuisteis resucitados por la fe en el poder de Dios, que le
resucitó de entre los muertos (Col.,2, 12).
Y así, el bautismo constituye el lazo sacramental de la unidad entre todos los que por él han sido
regenerados. Pero el bautismo, por sí mismo, no es sino sólo el principio y el comienzo, porque se dirige
íntegramente a la consecución de la plenitud de la vida en Cristo. Así, pues, el bautismo se ordena a la
profesión íntegra de la fe, a la plena incorporación en el orden de la salvación, según la forma querida
por Cristo, y, finalmente, a la íntegra inserción en la comunión eucarística.
Las Comunidades eclesiales, separadas de nosotros, aunque les falte su plena unidad, con nosotros, que
se deriva del bautismo y, aunque creamos que, sobre todo por carecer del sacramento del Orden, no han
conservado la auténtica e íntegra sustancia del Misterio eucarístico, sin embargo, cuando celebran en la
Santa Cena el memorial de la muerte y de la resurrección del Señor, profesan que la vida se significa en
la comunión de Cristo y esperan su gloriosa vuelta. Luego necesario es que la doctrina sobre la Cena del
Señor, sobre los demás sacramentos, sobre el culto y los ministerios de la Iglesia constituya el objeto del
diálogo.
23. La vida cristiana de estos hermanos se alimenta con la fe en Cristo y se robustece con la gracia del
bautismo y con la palabra de Dios, escuchada. Se manifiesta, ciertamente, en la oración privada, en la
meditación de la Biblia, en la vida de familia cristiana, en el culto de la comunidad reunida para alabar a
Dios. Además de que, muchas veces, su culto presenta importantes elementos de la común liturgia
antigua.
La fe, por la cual se cree a Cristo, se manifiesta en alabanza y acción de gracias por los beneficios
recibidos; y se completa con un vivo sentimiento de la justicia y una sincera caridad hacia el prójimo.
Esta fe viva ha producido también no pocas instituciones para aliviar la miseria espiritual y corporal,
para perfeccionar la educación de la juventud, para humanizar más las condiciones sociales de la vida,
para restablecer la paz universal.
Mas si muchos cristianos no siempre entienden el Evangelio en el aspecto moral, en el mismo sentido
que los Católicos, ni tampoco admiten las mismas soluciones para las más difíciles cuestiones de la
sociedad actual, sin embargo, quieren adherirse a la palabra de Cristo como a la fuente de la virtud
cristiana, y obedecer al mandato del Apóstol: Todo lo que hacéis de palabra o de obra hacedlo todo en
nombre del Señor Jesucristo, dando gracias a Dios por medio de El (Col.,3, 17). Aquí podrá tener su
comienzo el diálogo ecuménico sobre la aplicación moral del Evangelio.
24. Expuestas así brevemente las condiciones en que puede desarrollarse la acción ecuménica, y los
principios que la deben regir, confiadamente dirigimos nuestra mirada a lo futuro. Este Sacrosanto
Sínodo exhorta a los fieles a que se abstengan de cualquier ligereza o de todo celo imprudente, que
puedan perjudicar al progreso de la unidad. Su acción ecuménica debe ser plena y sinceramente católica,
es decir, fiel a la verdad que hemos recibido de los Apóstoles y de los Padres, y correspondiente a la fe
que siempre ha profesado la Iglesia católica, y que tiende, a la par, hacia aquella plenitud con que el
Señor desea vaya creciendo Su Cuerpo en el decurso de los tiempos.
Este Sacrosanto Concilio desea ardientemente que las iniciativas de los fieles de la Iglesia católica
progresen, unidas con las de los hermanos separados, sin poner obstáculo alguno a los caminos de la
Providencia y sin que se pongan prejuicios a los futuros impulsos del Espíritu Santo. Además, reconoce
que este santo deseo de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de
Jesucristo sobrepasa las fuerzas y la capacidad humanas. Por ello pone toda su esperanza en la oración
de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre hacia nosotros, en el poder del Espíritu Santo. Y la
esperanza no quedará fallida, pues el amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por medio del
Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rm., 5, 5).