El Espiritu Ora en nosotros Andre Louf

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EL ESPIRITU ORA EN NOSOTROS

Autor: Andre Louf

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EL ESPIRITU ORA EN NOSOTROS

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Andre Louf

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Presentación

E

STE libro quiere ser una respuesta al hambre de oración que se hace patente en

nuestra época y una ayuda para la vida diaria. Aunque no faltan estudios sobre la
oración, los testimonios personales son más raros. Sin embargo, quien se interroga sobre
el sentido de la vida inmediatamente se ve impulsado a escrutar la esencia de las cosas.
Pasa de la admiración al reconocimiento.

El autor, André Louf, nació en Lovaina en 1929. En 1947 entró en la abadía

cisterciense de Santa María del Monte (Francia) y después de su ordenación sacerdotal,
cursó estudios teológicos y bíblicos en Roma. Su contacto cotidiano con las Escrituras y
los maestros espirituales de Oriente y Occidente se transpárenta en cada línea del libro,
donde la anécdota, la frase adecuada y la experiencia personal se entremezclan en un
lenguaje atrayente. André Louf, sin embargo, no se contenta con repetir, aunque sea en
un lenguaje moderno, lo que otros ya dijeron. Es un contemplativo, un maestro cuya
personalidad renueva lo que toca, es un hombre silencioso que abre nuevos espacios a la
Palabra.

A mi padre y a mi madre, s quienes, con frecuencia, vi orar y de quienes aprendí la

oración.

A mis padres y a mis hermanos en Jesucristo que me enseñaron el camino hacia mi

corazón.

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Introducción

E

N todas partes los hombres tienen hambre de oración.


No es que carezcan de estudios teológicos sobre la oración porque los hay

excelentes. Pero, ¿dónde encontrar testimonios? A nadie le gusta hablar de sí mismo.
Además, la oración procede de una zona interior de la que se habla poco: la mayoría
todavía no ha bajado a esa profundidad.


Sabemos tan poco de nosotros mismos, tan poco de nuestro cuerpo, y menos

todavía de la vida invisible en nosotros. Vivimos en nuestras propias fronteras, en la
superficie, a nivel de la propia epidermis. Mientras que en nuestras profundidades
todo un terreno insospechado queda sin cultivar.


Del celibato Jesús dijo: «El que pueda entender, que entienda.» De la oración

también habría que decir: nadie puede comprenderla, si no le ha sido concedida.
Nadie puede conquistarla. No se la compra como una mercancía. No se la comunica
como un saber. Es como tratar de explicar el sabor del mangó a quien jamás lo ha
saboreado.


Hablar de la oración, supone que se testimonia de ella. El testimonio no prueba

nada, ni refuta ni convence. El testimonio hace, o no, impacto. No tiene alcance más
que si halfa eco en el otro, si hace brotar en él algo así como, un armónico.


Este libro quisiera ser un testimonio. Durante mucho tiempo, el autor ha

escuchado a hombres de oración, de antes y de ahora. Ha intentado reunir el cogollo
de su experiencia y de traduciría a un lenguaje sencillo y actual. ¿Dirá algo nuevo,
inédito? Quizá, pero en todo caso, sin cesar se apoya en los datos de una larga
tradición. Apenas se encontrará el vocabulario usual de los últimos siglos, pero los
antiguos autores monásticos se citarán con abundancia porque el autor es un monje.
En un contacto cotidiano con la biblia, palabra de Dios, y con los Padres de la Iglesia, el
monje vive simplemente de oración. Trabaja, duerme y come como todo el mundo.
Pero todo cuanto hace está orientado hacia la plegaria. Si vive en la soledad y en el
silencio, es por la oración. Trata, con sobriedad, de proveer a su subsistencia y todo el
tiempo libre que le queda lo consagra a la oración, a buscar sin cesar la faz de Dios.
Aquí está su único descanso. También aquí radica su tarea esencial Únicamente en la
oración el monje es perfectamente él mismo: hombre-para-los-hombres y hombre-
para- Dios. Hombre-en-nombre-de-los-hombres y hombre-ante-la- faz-de-Dios.


Tú eres un hombre de buena voluntad. Escucha este testimonio. En la tierra que tú

eres, la Palabra puede germinar. A no ser que los cardos la ahoguen, puede dar el
treinta, el sesenta, el ciento por uno. Es un fruto que permanece para siempre.

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En torno nuestro, la oración vocal parece caer en desuso, cuando no en descrédito.

Sin embargo, se vuelve con apasionamiento a la interioridad del hombre. Cada vez
estamos más interesados en todo tipo de técnicas de recogimiento y de
contemplación. Al escribir tenemos constantemente ante los ojos este aspecto de la
búsqueda actual de la oración y con toda sencillez queremos aportar la respuesta de
los antiguos maestros a nuestros modernos interrogantes. En aquéllos, técnicas de
oración, oración vocal y plegaria interior convergen en un todo armonioso.' En
nosotros, el Espíritu Santo no cesa de obrar en el mismo sentido.


El tiempo libre que necesité para acabar este libro pertenecía a mis hermanos, que

me lo cedieron de buena gana. Por ello les debo una profunda gratitud.

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¿Orar hoy?

¿Q

UÉ sabemos de la oración? Muy poco. Es un misterio cuyo espacio debe estar

escondido en algún lugar, profundamente enterrado cerca de las fuentes de nuestro
corazón.


Y de otros misterios de la vida humana, como el nacimiento de un nuevo ser, el

amor que brota y florece, la prueba que culmina en la muerte, el más allá de la muerte,
¿qué sabemos?


Todo esto suscita en el ser humano sentimientos entremezclados, alternativas de

deseo y de temor, de empuje y de respeto. Mientras que estos valores no sean
integrados, asimilados, como algo consustancial, el hombre permanece dividido; es a
la vez atraído y rechazado.


Sobre todo hoy, ¿qué decir de la oración? En tanto que el hombre no la haya

captado como su centro misterioso y más profundo, no podrá hablar de ella con
exactitud. Si está entusiasmado con ella, sus palabras sonarán a falso y vacío. Si la
critica violentamente, esta misma violencia traicionará la profundidad de la herida
incurable que lleva su corazón.


La iglesia de nuestra época se ve reflejada en esta dialéctica. Tanto más atacan

unos la oración, cuanto más otros la reclaman. Tensión normal y sana, que prueba, al
menos, dos cosas: en primer lugar que no sabemos rezar todavía y, después, qué por
fin, somos conscientes de ello.


Antonio, un anciano monje de los primeros siglos, planteaba un día a sus

discípulos una pregunta difícil. Todos se esforzaban por contestaría. Cuando le tocó el
turno al último, dijo: «No sé». El anciano alabó a este discípulo; había dado la
respuesta verdadera.


¡Cuántas veces tratamos de encontrar una respuesta fácil a las preguntas que la

vida nos plantea! Para salvar las apariencias o para ahogar nuestra conciencia,
decimos algo que no es la verdadera respuesta. Nos contentamos demasiado aprisa. El
discípulo de este anciano expresaba la verdad: no sabía y confesaba su ignorancia. La
verdadera respuesta consiste en el respeto humilde ante el misterio. También para
nosotros, la primera verdad, la más fundamental sobre la oración es saber que no
sabemos orar. «Señor, enséñanos a orar.»

Crisis

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En otras épocas—no hace tanto tiempo—se sabía orar. Se vivía de certezas. En la
iglesia, las estructuras eran muy coherentes, las prescripciones, los mandatos,
hablaban un lenguaje claro, hasta el punto de que uno se podía sentir dispensado a
veces de pensar porque otro pensaba por nosotros.


Pero desde hace unos años, se va dibujando una evolución. La iglesia parece un

lugar donde se trabaja febrilmente. El concilio ha sacudido los espíritus. Las palabras
actualización, experiencias, renovación han repicado en nuestros oídos. El aspecto
comunitario del cristianismo tiende a eclipsar su dimensión personal. La ayuda al
prójimo, la fraternidad humana, reclama toda la atención. Entonces ¿para qué sirve la
oración? ¿Se puede orar todavía?


Antes se preguntaba, ¿qué es la oración? Actualmente se pregunta de golpe

¿oramos todavía? Antes no se dudaba de la oración en cuanto tal; orar era un ejercicio
prescrito, incluso descrito según todas las reglas del arte. Había métodos de oración,
muchos métodos y cada cual era fiel, con auténtica generosidad, a lo que él llamaba
insistiendo más o menos en el posesivo, su meditación. Calificándola de «conseguida»
o de «fallada», se hablaba de ella como de un ejercicio en el que intervenía, al lado de
la gracia, mucho de destreza y habilidad.


Hoy, repentinamente, todo ha cambiado. No sabemos ya si oramos, ni incluso si la

oración es todavía posible. Antes era, quizá, demasiado fácil, pero hoy nos parece
Increíblemente difícil. En consecuencia, la persona que le gusta razonar todo se
pregunta: la oración de antes ¿era en realidad oración? Y hoy, ¿cómo orar?, ¿dónde
orar?


¿Era en realidad oración? Las fórmulas, los métodos, las rúbricas que estaban en

vigor hace treinta años o han caído en desuso o han sido radicalmente modificadas e
Incluso sustituidas. Ya no se rezan oraciones, se desconfía de textos totalmente
hechos, «recitados exteriormente», «formalistas». Pero también se sospecha de la
llamada oración interior. La mayoría de la gente no tiene absolutamente nada de
tiempo para dedicarle. Lo tendrían en cuanto llegasen a la paz del corazón. Cuando
ven un temperamento silencioso y aislado que se equilibra y se encuentra pacificado
en esa quietud Interior, se preguntan con desconfianza e ironía ¿qué conseguirá
cuando cree que ora? ¿Los muros helados de su propio aislamiento? ¿Las tempestades
de un corazón frustrado? ¿El objeto, siempre huidizo, de necesidades y deseos
proyectados hasta el Infinito? ¿Una escasa consolación cuando no se tiene ya el valor
de sufrir y asimilar como los demás y con realismo la vida diaria? ¿Una resignación a
bajo precio cuando las cosas y los hombres aplastan? ¿La oración será, pues, un
refugio en lo irreal, el sueño, la ilusión o el romanticismo? A decir verdad, hoy no lo
sabemos. Hemos perdido todo rastro de oración, hemos fracasado en el punto muerto
de una ilusión. Estamos en el punto cero.

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¡Gracias a Dios! Así se puede volver a empezar desde cero, volver a partir de una

hueva base. Esta es la gracia del momento, en nuestra iglesia actual. Los andamiajes se
han hundido. ,Se ve que queda poca cosa de la fachada. Ahora es cuando el Señor
puede reconstruirlo todo y radicalmente. Casiano, en sus Colaciones, nos ha
conservado esta profunda sentencia de un anciano: -La oración no es perfecta todavía
cuando el monje es consciente de ella y sabe que ora.»


Una cosa es cierta: es que pocas personas se arriesgan aún a creer que saben orar.

Lo cual ya es un fruto de la gracia.

Hambre de plegaria

Como paradoja diremos que una crisis puede ser fecunda. Ahora se abandonan las
prácticas de oración, pero el hambre de orar jamás fue tan grande, especialmente en
los jóvenes.


La mutación cultural que vivimos ha despertado algo —no sabría decir qué—que

suscita una aspiración, un hambre de experiencia interior. No podemos seguir
sentados pasivamente; es necesario encontrar algo, una respuesta. ¿Será la droga
quien la dé? ¿Producirá liberación una amplia concepción de la sexualidad? La
monotonía de los días pronto ha puesto al descubierto el carácter efímero de estas
experiencias. Pasan como una mosca nacida a la salida del sol y muerta al atardecer.
Pero el hambre permanece, un hambre que cada vez roe con más fuerza.


Los jóvenes experimentan esta tensión de un modo muy especial. Tensión que con

frecuencia se traduce en una búsqueda de lo exótico. En lo nuestro, por lo menos a su
parecer, no encuentran ya respuesta. Entonces se ponen en camino y fácilmente se les
puede reconocer en las carreteras. Van a Taizé, donde plantan su tienda y oran
espontáneamente con los hermanos y donde se cuentan sus experiencias. Progresan
de experiencia en experiencia; olvidando lo que queda detrás, van siempre adelante.


En este mundo existen lugares donde la oración lo es todo. Todavía hay hombres

que oran igual que respiran. Quien ha sudado bajo el sol ardiente del monte Athos,
nunca olvidará a los monjes que encontró allí, hombres de oración de rostro como una
llama y mirada de fuego, penetrante hasta lo más hondo y, sin embargo, tan
infinitamente dulce y tierna; hombres que de las más hondas profundidades de su ser
se acercan a las cosas y a los demás alcanzando el fuego secreto, el «núcleo
escondido», el centro más profundo, en un amor y en una comprensión sin límites.


Alguien más que los solitarios comulgan en la plegaria. En Rusia, en Rumania, los

oficios nocturnos reúnen a jóvenes y viejos en las iglesias repletas.

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También, a veces, el hambre de oración envía a personas que buscan hacia el

Extremo Oriente. Centenares de jóvenes occidentales viven temporalmente en los
ashrams hindúes o japoneses, para ser iniciados, bajo la dirección de un gurú, en la
técnica de la contemplación. En nuestro hemisferio occidental, técnicas como el zen y
el yoga despiertan un gran interés. No se ahorran ni esfuerzos ni dinero por llegar a
ser dueño del propio cuerpo y del propio espíritu. Se desea una liberación para recibir
la experiencia espiritual. Estas técnicas son una forma de ascesis que trata de desviar
la atención de lo superficial y de lo inútil para concentrarla en el núcleo de las cosas.
Primero y antes que nada, en el núcleo más profundo del mismo hombre. El fin es
llegar a una armonía con este yo más íntimo y, al mismo tiempo, con los demás
hombres, con el mundo entero y, finalmente, con Dios. En esta experiencia se llega
verdaderamente a ser uno mismo. Pero es más bien rara. Se la puede comparar a un
nuevo nacimiento. En el zen se la llama iluminación y confiere una cierta mirada
interior, contemplativa, que se clava en la realidad partiendo de un nuevo punto de
vista.


Sin ningún género de duda, esta ascesis natural tiene una gran utilidad; demuestra

cuánto se influyen mutuamente el cuerpo y el espíritu. Pero, ¿esto es ya oración? ¿No
nos es otorgada la oración por Dios mismo en Jesucristo? La oración del cristiano
penetra, sin duda, mucho más hondo: con el Hijo invoca al Padre, con Jesús da gracias
a Dios Padre, le canta, le alaba. Liberados por la ascesis, cuerpo y espíritu se expresan
con espontaneidad. Repentinamente, el hombre experimenta, desde dentro, hacia
quién está vuelto con todo su ser. Como por sí mismas, las palabras le suben a los
labios. No sabe de dónde vienen, pero las reconoce como sus propias palabras.
También puede quedarse, sin más, en silencio, en un silencio que no es carencia de
palabras, pero que se extiende por encima de las palabras, que es una nueva forma de
diálogo, en el que solamente se sabe que toda la persona está allí presente. Con una
presencia en el sentido más fuerte del término, presencia en el amor que proporciona
el conocimiento real del otro. De este silencio puede, finalmente, brotar el grito que el
Espíritu nos inspira. Nuestro corazón estalla y grita, ¡Abba. Padre!

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¿Con qué orar?

O

RAR, e incluso hablar de la oración, parece difícil. ¿Por qué?


El hecho es que no sabemos muy bien con qué debemos orar. Con los labios

recitamos fórmulas; con la inteligencia reflexionamos y meditamos; nuestro espíritu y
nuestra alma se elevan hasta Dios. Pero ¿qué significan, qué encierran esas fórmulas?
Exactamente, ¿con qué oramos?

El lugar de la oración: nuestro corazón

Todo hombre recibió del Creador un órgano que es el lugar de la oración. El relato

de la creación cuenta cómo Dios creó al hombre infundiendo en él su espíritu vital y—
añade san Pablo—el hombre fue hecho alma viviente. Adán prefiguraba al que debía
venir, Jesús, segundo Adán, a imagen del cual el primer hombre había sido hecho. Se
sigue de aquí que la relación con la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es
algo que pertenece fundamentalmente a nuestro ser. El espíritu vital de Dios es en
nosotros el manantial de la oración.


A lo largo de los siglos, según la variedad de las culturas y de las lenguas, este lugar

de la oración recibió nombres muy distintos, aunque, de hecho, todos apuntan a la
misma realidad. Convengamos en llamarla aquí con el apelativo más antiguo, que
ocupa en la Biblia un lugar central: corazón. En el Antiguo Testamento, el corazón
designa el interior del ser humano. El Nuevo Testamento desarrollará y perfeccionará
esta misma noción.


El Señor escudriña el corazón y los riñones (Jr 11,20), nada hay escondido para El.

«Señor, tú me sondeas y me conoces; tú conoces cuándo me siento y cuándo me
levanto… Escudríñame, Dios mío, examina mi corazón; sondéame y conoce mis
pensamientos» [Sal 138,2.23).


Se desea con el corazón. Dios colma los deseos del corazón. También según la

Biblia, el carácter propio de cada individuo está localizado en ese centro: del corazón
salen los pensamientos, los pecados, las tendencias buenas y malas, envidia y celos,
alegría, paz y misericordia. También puede el corazón expresar a toda la persona.
Josué, cuando tomó posesión de la tierra prometida, ordenó a los israelitas: «Tened
gran cuidado de poner por obra los mandamientos y las leyes que Moisés, siervo del
Señor, os ha prescrito: que améis al Señor vuestro Dios, marchando por todos sus
caminos, guardando sus mandamientos, apegándoos a Él y sirviéndole con todo
vuestro corazón y con toda vuestra alma
» (Jos 22,5).


Sin embargo, una parte del pueblo elegido no escuchó la llamada y apartó su

corazón del Señor: «Este pueblo se me acerca sólo de palabra y me honra sólo con los

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labios, mientras que su corazón está lejos de mí» (ls 29,13). «A los israelitas se les ha
endurecido el corazón» (Ez 2.3). Sin descanso Dios suscita profetas que no cesarán de
denunciar esta apostasía: «Ahora todavía resuena la Palabra del Señor: convertíos a
mí de todo corazón en ayuno, en llanto y en gemidos. Rasgad vuestros corazones, no
vuestras vestiduras» (Jl 2,12), pues el Señor no puede sufrir esta infidelidad. El, que
ama a Israel con un amor eterno, es un Dios celoso. Oseas nos hace ver cómo también
el corazón de Dios se vuelve y cómo su misericordia (piedad-del-corazón) se
despierta. Su amor jamás se apartará de su pueblo:


Por un breve momento te abandoné, pero con gran misericordia te tomaré para

mí. En un rapto de cólera oculté de ti un instante mi rostro, pero con amor eterno me
apiadé de ti, dice el Señor, tu Redentor» (ls 54,7-8). Cuando el pueblo judío se
encuentra en la más profunda aflicción, en la época de la cautividad de Babilonia, el
profeta Ezequiel anuncia una nueva alianza: «Os rociaré con agua pura y os purificaré
de todas vuestras impurezas, de todas vuestras idolatrías. Os daré un corazón nuevo y
pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un
corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi Espíritu» (Ez 36,25-27).


Solamente un corazón de carne puede latir de veras, puede dar vida a todo el

cuerpo. Únicamente a un corazón así puede bajar el Espíritu; el corazón antes cerrado
a la abundancia de la gracia se abre de nuevo a su designio de amor, a su voluntad, a
su palabra, a su espíritu.


Aquel de quien Moisés escribió en la Ley, así como los profetas, Jesús, el hijo de

José de Nazaret, nos ha traído esta nueva alianza. Dios mismo intervino para romper
los sellos del corazón del hombre y abrirlo a la acogida de su palabra. Ascendido al
cielo. El nos envió otro paráclito que consuela, fortalece y anima, la unción que nos lo
enseña todo, el Espíritu Santo que nos recuerda todo lo que Jesús nos dijo. «Si
confesares con tu boca que Jesús es el Señor y creyeres en tu corazón que Dios le
resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9). Corazón y labios, sumisión
interior y confesión exterior se unen ya aquí en idéntico ritmo. Pronto en este lugar va
a nacer la oración.


Las bienaventuranzas resumen en pocos versículos la ley espiritual de la nueva

alianza: «Bienaventurados los pobres de espíritu…, bienaventurados los que lloran…,
bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,3-12).
Cuando nada oscurece ya nuestro corazón, puede abrirse totalmente a la luz, porque
Dios es amor y Dios es luz.


Ahora está más claro que el corazón, en la antigua acepción del término, no se

identifica con la inteligencia discursiva con la cual razonamos, ni tampoco con la
sensibilidad con la cual nos volvemos hacia el otro, ni con la afectividad superficial
que llamamos sentimentalismo. El corazón se halla en nosotros a un nivel mucho más
profundo, es el núcleo más íntimo de nuestro ser, la raíz de nuestra existencia o, si se

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quiere, su cumbre, lo que los místicos franceses llaman «la punta aguda del alma» o
«la cima del espíritu».


En la vida diaria, nuestro corazón permanece, de ordinario, escondido. Apenas

emerge a nivel consciente. Vivimos, casi continuamente, inmersos en nuestros
sentidos exteriores, nos perdemos en nuestras impresiones y sentimientos, en todo
aquello que nos atrae o que se opone a nosotros. Incluso si queremos vivir a un nivel
más profundo de nuestra propia persona, habitualmente nos desviamos hacia lo
abstracto: sopesamos, componemos, sacamos conclusiones lógicas. Entre tanto
nuestro corazón duerme y no late al ritmo del Espíritu.


Con frecuencia Jesús nos lo ha reprochado: nuestro corazón está ciego, endurecido

y cerrado, es lento y perezoso, lleno de tinieblas, se ha embotado en los placeres y las
preocupaciones. Nuestro corazón necesita ser circuncidado. «Circuncidad vuestros
corazones para amar al Señor vuestro Dios y servidle con todo vuestro corazón, con
toda vuestra alma» (Dt 10,12-22). El amor a Dios y al prójimo será su fruto, pues de un
corazón bueno proceden los frutos buenos. Volver a encontrar el camino que conduce
al propio corazón es la tarea más importante del hombre. En busca de un espacio
interior todavía desconocido, el hombre es un peregrino en busca de su corazón, de su
ser más profundo. Cada cual lleva en sí, según la admirable expresión de san Pedro en
su primera carta, «el hombre oculto del corazón». En él radica nuestra realidad más
profunda: nosotros somos eso, sin más. Allí Dios nos encuentra, y sólo a partir de allí
podemos nosotros encontrar a los hombres. Allí Dios nos habla, y partiendo de allí
podemos nosotros también hablar a los hombres. Allí recibimos de él un nombre
nuevo, misterioso todavía, que sólo Él conoce y que será nuestro nombre por toda la
eternidad en su amor; y sólo partiendo de allí podremos nosotros inmediatamente
pronunciar el nombre de otro en el mismo amor. Pero todavía no estamos allí.
Estamos solamente caminando hacia nuestro corazón. El maravilloso mundo que allí
nos espera merece un esfuerzo valeroso.

En estado de oración

Pues nuestro corazón se encuentra allí ya en estado de oración. La oración la
recibimos, al mismo tiempo que la gracia, en nuestro bautismo. El estado de gracia,
como suele llamársele, a nivel del corazón significa estado de oración. En lo más hondo
de nuestras profundidades, estamos en continuo contacto con Dios. El espíritu de Dios
se apoderó de nosotros, tomó posesión de nosotros completamente: El se ha hecho
aliento de nuestro aliento, Espíritu de nuestro espíritu. Por así decirlo, remolca
nuestro corazón y lo vuelve hacia Dios. Es el Espíritu que, según Pablo, habla sin cesar
a nuestro espíritu y da testimonio de que somos hijos de Dios. En efecto,
constantemente el Espíritu grita en nosotros «Abba, Padre». Suplicando y suspirando
con palabras que nadie sabría traducir, pero que, sin embargo, no cesan.

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Siempre llevamos con nosotros este estado de oración, como un tesoro escondido,

del que somos muy poco conscientes, e incluso nada. Nuestro corazón respira en
plenitud en algún lugar, pero no lo notamos. Somos sordos a nuestro corazón en
plegaria, no gustamos el amor, no vemos la luz en la que vivimos.


Nuestro corazón, nuestro verdadero corazón, duerme y hay que despertarlo,

progresivamente, a lo largo de toda la vida. Orar no es verdaderamente difícil. La
oración nos ha sido dada ya hace mucho tiempo, pero raramente se es consciente de la
propia oración. Las técnicas de oración no tienen otra finalidad que hacernos
conscientes de lo que ya hemos recibido, enseñarnos a sentir, a discernir, en la plena y
tranquila certeza del Espíritu, la oración que en nuestras profundidades echó raíces y
no cesa de trabajar. Esta oración debe subir a la superficie de nuestra conciencia,
impregnar y tomar posesión progresivamente de todas nuestras facultades: espíritu,
alma y cuerpo. Nuestra misma psicología y nuestros miembros deben vibrar al ritmo
de esta plegaria y desde el interior ponernos en oración, de la misma manera que un
tronco de árbol, echado al fuego, se inflama al instante. Un anciano decía
enérgicamente que «la ascesis del monje es hacer arder la madera».


La oración no es otra cosa que ese estado de oración inconsciente que con el

tiempo liega a ser consciente de un modo total. La oración brota de la abundancia del
corazón
, según la expresión del evangelio, «de la abundancia del corazón habla la
boca» (Mt 12,34; Le 6,45). La oración es un corazón que desborda de alegría, de
eucaristía, de alabanza y de gratitud. Es la superabundancia de un corazón muy
despierto.

Despertarse

Porque, efectivamente, la condición es que nuestro corazón se despierte. Mientras
duerma, buscaremos en vano el lugar de la oración. Será inútil imaginar, porque se
caería en la distracción. Inútil excitar un sentimiento religioso, porque se cae pronto
en el sentimentalismo. Si la inteligencia toma la delantera, consiguiendo ideas claras,
la oración se hace fría y seca, perdiendo finalmente la vida. Ciertamente, imaginación,
sentimiento e inteligencia no son inútiles. Pero estas facultades no pueden dar fruto a
menos que, en nosotros mismos y a mayor profundidad, nuestro corazón despierte y
las facultades, devoradas por la llama del fuego espiritual, terminen por arder.


Cualquier método de oración tiende al único objetivo de encontrar el corazón y

despertarlo. Todo método debe ser una especie de vigilancia interior. Jesús mismo ha
relacionado vigilancia y oración. La fórmula «velad y orad» se remonta a Él. Solamente
una atención profunda y pacífica puede ponernos en el camino de nuestro corazón y,
por él, en el de la oración.

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Por consiguiente, es necesario velar y comenzar por encontrar el camino de

nuestro corazón a fin de despejarlo y desembarazarlo de todo lo que lo obstruye.
Nuestra conversión no tiene otra finalidad que hacernos entrar de nuevo en nosotros
mismos, hacernos volver al verdadero centro de nuestra persona, volver al corazón,
como se decía en la Edad Media. En el corazón, cuerpo y espíritu se reúnen, porque es
el punto central de nuestro ser. Llegados a él, vivimos a un nivel más profundo, donde
reposamos y estamos en armonía con todo y con todos, y en primer lugar con
nosotros mismos.


Este retorno es retorno en sí. Engendra recogimiento e interioridad; penetra hasta

nuestro yo más profundo, la imagen de Dios en nosotros. Apunta al núcleo ontológico
donde constantemente brotamos de la mano creadora de Dios y de donde refluimos a
Él. La oración nos enseña a vivir de la vida que hay dentro, en el interior de nosotros
mismos. Todo hombre de oración, como se ha dicho de san Bruno, posee un cor
profundum
, un corazón insondablemente profundo. La parábola del hijo pródigo ha
sido explicada en este sentido por algunos padres de la Iglesia. El hijo más pequeño
reclama su parte de la herencia y va a malgastarla al extranjero con una vida de
desenfreno. «Cuando lo hubo gastado todo, sobrevino una fuerte hambre en aquella
tierra y comenzó a sentir necesidad… Entonces entró en sí mismo (literalmente: se
volvió sobre sí mismo) y dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en
abundancia!'» El Papa san Gregorio Magno aplica el texto a san Benito, el padre de los
monjes de Occidente, cuya vida eremítica describe: «Si, pues, el hijo pródigo estuvo
consigo mismo, cómo volvió en sí. Por eso decía yo que este venerable varón (Benito)
habitó consigo, por cuanto que, teniendo constantemente fija la mirada en la guarda
de sí mismo, mirándose de continuo ante los ojos del Creador y examinándose sin
cesar, no alejó fuera de sí el ojo de su corazón.» Este texto muestra bien que Benito no
encontraba su descanso en una fuga al exterior o en un activismo que le hubiese
apartado de su verdadera tarea, es decir, en el combate contra todo aquello que aparta
del único bien. Así vivía, según Guido I Cartujano, quietus Chrísto, tranquilo y
pacificado ante Cristo, con la única preocupación de conservar su corazón libre bajo la
mirada de Dios. Dios era su sostén y le hacía el don del amor.


Sobre esta ascesis—especialmente sobre las vigilias— como técnica de oración

volveremos más tarde. Baste aquí subrayar que la oración le fue dada a nuestro
corazón, aunque de modo escondido. ¿Cómo no evocar a este propósito la
comparación del tesoro escondido en el campo?


«¡Qué tesoro de buenas obras, escribe Guerrico de igny en su sermón I para la

Epifanía, qué abundancia de frutos espirituales hay escondida en el campo de! cuerpo
humano y cuánto mayor en su corazón, con tal que sea cavado y trabajado! No quiero
afirmar, con Platón, que el alma antes de habitar este cuerpo haya poseído el
conocimiento y que éste, sepultado bajo los sentidos, sea liberado por la lectura
espiritual (disciplina) y por la ascesis (labor).

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Quiero decir que la razón y la inteligencia, que son peculiares del ser humano,

pueden llegar a ser ayudadas por la gracia, el origen de todas las buenas obras. Pero es
necesario que os volváis sobre vuestro corazón, y dominéis vuestro cuerpo. Por tanto,
no desesperéis hasta encontrar allí tesoros que valen la pena.»


Sí, hay un tesoro escondido en el campo del corazón y, como el mercader del

evangelio, hay que venderlo todo para comprar el campo y desenterrar el tesoro.


A veces, Dios nos concede vislumbrar como un brillo de ese tesoro. Con gran

trabajo, habrá que trabajar el campo. No sólo roturar el suelo material—ésta es tarea
confiada por el Creador al primer hombre y que se impone siempre—, sino también,
con el sudor de nuestra frente, roturar nuestro propio interior, cultivar esta tierra en
barbecho. Seremos recompensados de nuestras fatigas; este trabajo espiritual
constituirá en sí mismo un gozo, nos procurará la verdadera paz.


El hombre cuyo corazón ha quedado así libre puede ponerse a escuchar, porque el

corazón ora ya sin que lo sepamos. Podemos sorprenderle como en flagrante delito de
oración. El Espíritu de Jesús es el primero en balbucear en nosotros la oración. Para
entregarnos a esa oración, basta que nos renunciemos a nosotros mismos y que no
levantemos un muro entre nuestro corazón y nuestro yo. No somos aquella imagen de
nosotros mismos que hemos construido con tanto esfuerzo. Cuando nos hayamos
quitado ante Dios esa máscara, descubriremos nuestro verdadero yo. Estupefactos,
pensaremos cómo no habíamos sospechado nunca lo que éramos en realidad y lo que
Dios había escogido para nosotros, cuán bella es nuestra verdadera imagen, aquella
que Dios lleva siempre en él y que desea revelarnos. En su amor, respetó nuestra
libertad y prefirió esperar. Esta imagen está hecha a semejanza con su Hijo, quien de
antemano vivió para nosotros la verdadera filiación, obedeciendo la voluntad del
Padre hasta la muerte en la cruz. De su oración, de su lucha, de su vida y de su muerte,
nosotros aprendemos la oración.


Pero vayamos más lejos en el camino de la plegaría. Siempre se trata de la misma

técnica: liberar nuestro corazón de su ganga, escuchar allí donde ya ora, entregamos a
esa oración hasta que la voz del Espíritu en nosotros llegue a ser nuestra propia
oración.


Como enseñó Hesiquio de Batos, monje bizantino de la Edad Media, en sus

Centurias: «Quien vela cuidadosamente sobre su corazón y prohíbe la entrada de
cualquier otra imagen o fantasía, observará pronto cómo su corazón, por naturaleza,
irradia luz. Como un ascua arde, como el fuego enciende e! cirio, así Dios hace arder
nuestro corazón con vistas a la contemplación, él, que desde el bautismo habita en
nuestro corazón.»


Un monje de nuestros días se ha valido de otra comparación para decir lo mismo.

Se trata de un hombre muy interior a quien la oración ha invadido totalmente y que le

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ocupa de continuo. Se le preguntaba cómo había llegado a ello. Respondió que
difícilmente podía explicarlo. «Hoy, dijo, tengo la impresión de que desde hace años yo
llevaba la oración en mi corazón, pero no lo sabía. Era como un manantial que estaba
tapado por una piedra. En un momento dado, Jesús quitó la piedra y entonces la
fuente se ha puesto a manar y sigue manando continuamente.»

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La oración de Jesús

E

N el corazón de los discípulos se alzó el deseo de orar cuando vieron orar a Jesús.

Su oración les estimuló: «Señor, enséñanos a orar» [Le 11,1). Las ocasiones no les
habían faltado. El Nuevo Testamento se hace eco de ello: Jesús debió orar con mucha
frecuencia. Incluso, a veces, pasó toda la noche en oración (le 6,12), completamente
solo en la soledad de una montaña. El evangelista muestra cómo, antes de cada
acontecimiento importante de su vida pública, Jesús pasaba primero un espacio de
tiempo orando. Sobre todo, el evangelio de Lucas Insiste en esto. Recuerda que Jesús,
antes de instituir como apóstoles a los doce discípulos, se preparó con la oración. En
otra ocasión, Jesús escogió tres discípulos a los que Iba a revelar su gloria. Les llevó a
una montaña, lejos de la agitación de este mundo y allí, juntos, entraron en la soledad
(Le 9,28-36).


La plegaria de Jesús no sólo ocupa una parte considerable de su tiempo. En sí

misma, su oración es ya un acontecimiento extraordinario e inefablemente nuevo.
Jamás un hombre supo orar como Jesús oró. Por primera vez, una palabra humana
encuentra un sentido pleno en labios humanos. También por primera vez, el Padre ha
escuchado, de la boca de un hombre que era realmente el Hijo de su sangre, una
palabra que respondía plenamente a su amor sin límites, sin dejar de ser palabra
plenamente humana.


En efecto, la plegaria de Jesús no puede comprenderse al margen del hecho de que

Jesús es a la vez Dios y hombre, que en El, el Verbo se ha hecho carne. En su plegaria
humana debe, por tanto, expresar algo de aquello que vive en la Santísima Trinidad: el
inefable vínculo que armoniza al uno con el otro, al Padre y al Hijo, palabra y
respuesta, amor y retorno de amor, don y retorno del don. El Hijo que brota de la
fuente original de) Padre, sin cesar permanece en el seno del Padre (Jn 1,18) y de
nuevo siempre refluye a esta fuente.


En la plegaria de Jesús, esta realidad divina está presente de un modo único; es el

amor que lleva a la plenitud, la voluntad del Padre que es su único alimento, el
Espíritu Santo que recibe de! Padre. Hasta la venida de Jesús, necesariamente la
oración permaneció encerrada en un horizonte muy limitado: estaba como sin voz. En
Jesús, puede ahora expresarse y alcanzar de golpe su más alto cumplimiento.


Pero esto no ha sido tan fácil como parecía a primera vista. No sólo porque las

palabras humanas de suyo son defectuosas y porque era difícil crear un lenguaje
apropiado a esta inexpresable realidad divina, sino también porque la dificultad era
mucho más profunda. La naturaleza humana de la que Jesús se revistió experimentaba
todavía las huellas del pecado. La lengua que de niño aprendió a balbucear llevaba
también la huella del pecado. No era pura como es puro el Verbo de Dios, «plata

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depurada en un crisol, siete veces purgada de tierra» (Sal 11,7), con aquella pureza en
la que toda oración restaura las palabras humanas.


De la misma manera que Jesús debió conquistar su perfección humana sobre

nuestro pecado, así también debió arrancar su oración de nuestra repulsa, por medio
de palabras humanas todavía inadecuadas. Como hombre tuvo que aprender a orar. Y
no pudo hacerlo más que donde se acercó más a nuestro pecado, en la tentación.

La tentación

Es imposible escribir sobre la oración sin hablar del pecado y de la tentación, pues
ninguna otra oración puede nacer en el hombre que la que «grita desde lo hondo» de
la debilidad, una oración que es tangente al círculo del pecado. Tangente, porque toca
el pecado, en el punto mismo en el que rompe las cadenas y escapa de su circuito, en
un impulso de confianza y de amor hacia el único Señor que tiene poder para librarle.
«Velad y orad, dice Jesús, para que no caigáis en tentación.» Esta advertencia la
pronunció en el mismo momento en que acababa de escapar a la tentación más
terrible de su vida, aquella que preludiaba su muerte.


Ciertamente que Jesús no era pecador. Incluso, no podía pecar porque era Dios.

Pero, en cuanto hombre, pese a todo, tuvo que vérselas con el pecado porque,
inevitablemente, el cuerpo humano que había asumido era todavía una «carne de
pecado». No podía ser de otra manera. Efectivamente, la humanidad entera esperaba a
Jesús para ser rescatada de este estado de pecado. Por esta razón Jesús debía hacer un
trozo del camino con los hombres hasta hacerse muy cercano al pecado.


Solamente el misterio del «grandísimo amor» de Dios, según la expresión de san

Pablo a los efesios, explica un poco la locura de semejante aventura. La teología más
antigua del Nuevo Testamento intentó iluminar este misterio gracias a la imagen del
siervo de Yavé tomada del deutero Isaías. Por amor, Jesús se abaja, en un vertiginoso
movimiento de descenso, entre los hombres y hasta los pecadores. Así se revela el
amor de Dios. El mismo toma los rasgos del siervo. Lleno de paciencia y de humildad,
Dios marcha con nosotros hasta la frontera del pecado. En Jesús, se vacía de sí mismo
y se hace como pecador con los pecadores, aceptando ser contado entre ellos.


El más antiguo vocabulario cristiano debió buscar palabras apropiadas para

expresar de algún modo este misterio. El Nuevo Testamento habla de kénosis (vacío,
anonadamiento), de humillación, de abajamiento. Así, por ejemplo, el himno
cristológico del capítulo 2, versículos 5 al 8 de la epístola a los filipenses, que se piensa
que proviene de un texto litúrgico anterior a Pablo. Jesús era la imagen de Dios, de
nacimiento poseía la forma de Dios, pero se despojó de ella, se vació (ékénósen). Así se
ha convertido en siervo, el siervo de Yavé. Hecho hombre, descendió aún más.

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Exteriormente se hizo hombre, pero se humilló más profundamente todavía
haciéndose obediente hasta la muerte, y hasta la muerte de cruz. Por eso Dios lo ha
elevado de modo inefable y le ha dado el nombre que está por encima de todo nombre.


En este momento preciso, Jesús tuvo algo que ver con nuestro pecado. No

queremos decir que hubiera en El algún pecado—la epístola de Juan dice: «en El no
hay pecado»—. Sino que tomó sobre sí el pecado, en el doble sentido del verbo llevar,
en hebreo, en griego y en latín (nasa, airein, tollere): soportar y quitar. Cargó con el
pecado para echarlo fuera. Pablo usa un juego de palabras más audaz: «al que no tenía
que ver con el pecado, por nosotros le cargó con el pecado, para que nosotros, por su
medio, obtuviéramos la rehabilitación de Dios» (2 Cor 5,21). Aquí el juego de palabras
recae sobre e(doble sentido del término griego pecado (hamartia), a la vez pecado y
víctima de expiación por el pecado. El sentido es, aunque no fue pecador, el Padre lo
hizo ofrenda expiatoria por el pecado. De todo esto se desprende que Jesús también
tenía que combatir el pecado; que él estaba de algún modo ligado al pecado. De esto
podemos deducir que su oración también se situará de algún modo en la tangente del
pecado y de la misericordia, es decir, entre nuestros pecados, con cuyas consecuencias
él hombre, cargaba, y la misericordia del Padre de la que era, en su humanidad, la
revelación plena. Así, la oración de Jesús se identifica totalmente con su tarea de
redentor, él es el segundo Adán. Es decir, que hombre entre los hombres, con su
propia humanidad y con todos los hombres necesita encontrar el camino hacia el
Padre. En este camino que el primer Adán rehusó abrir y cuyo paso está impedido por
el ángel con la espada llameante, ahora Jesús va a entrar. Allí donde Adán fracasó, El
romperá la barrera.


Así, Jesús es verdaderamente el jefe (Heb 2.10), el guía que va delante. Es el

precursor (Heb 6,20), el pastor (1 Pe 2,25), el que marcha a la cabeza (literalmente, el
que vela), el primogénito (Ap 1,5). En el sentido pleno del término, es el primero, como
le llama el Apocalipsis (Ap 1,18), el primero sin más. El primero de la nueva creación
de Dios, primogénito de su asombroso amor. Desde este momento Jesús también nos
precede en la oración y en el combate que el hombre debe mantener para volverla a
encontrar. Es el primer orante verdadero, y solamente de él podemos aprender a orar.
Por consiguiente, debe, él primero, enfrentarse con la tentación. Para volver a abrir a
la humanidad el camino hacia el Padre, debe andar como precursor ese camino. Es el
«camino de toda carne, el camino de nuestra naturaleza humana y de la carne de
pecado. Debía ser enteramente semejante a nosotros; como los padres de la Iglesia
repiten constantemente desde san Atanasio: «lo que no asumió, no lo rescató». Por eso
entra en el mundo del pecado. Toma sobre sí un cuerpo humano, sobre el que reina el
pecado, con todas sus consecuencias. Su finalidad es vencer al pecado en su propio
terreno.


Esta doctrina está admirablemente expuesta en el capítulo segundo de la carta a

los hebreos: «Por eso, como los suyos tienen todos la misma carne y sangre, también
él asumió una como la de ellos, para con su muerte reducir a la impotencia al que tenía

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dominio sobre la muerte, es decir, al diablo.» En la carne y en la sangre de su
humanidad, Jesús debía enfrentarse con el diablo hasta la muerte, precisamente sobre
el terreno donde reinaba el diablo en persona. Así, Jesús debía pasar por la gran
tentación de la muerte para triunfar del diablo gracias a su muerte y rescatar a los
hombres. En Jesús, la muerte aniquilada se abre a la vida. En adelante ya no será una
muerte para la muerte, al menos para quien cree en Jesús, sino una muerte para la
vida eterna. El camino hacia el Padre está abierto de nuevo, pues Jesús mismo, en su
cuerpo resucitado, es ahora el camino. Nadie va al Padre sino por él.


Se comprende que se haya hecho hombre y no ángel. Un hombre totalmente

ordinario como los demás hombres y, por tanto, como ellos rodeado de flaqueza. Así
es como se enfrenta con la tentación para llegar a ser un pontífice compasivo y
misericordioso que ha experimentado en sí mismo la prueba y que es capaz por eso de
ayudar a los que, a su vez, deben pasarla también. «Porque no tenemos un sumo
sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno probado en
todo igual que nosotros, excluido el pecado» (Heb 4,15).


Toda la vida de Jesús fue una tentación y un enfrentamiento con el «príncipe de

este mundo». Las innumerables curaciones que obró, las resurrecciones de muertos
que obtuvo de su Padre o los demonios que expulsó de los posesos son otros tantos
signos de su combate contra el mal. Igual que su oración, que a veces se prolongaba
durante noches enteras, y en la que podemos suponer que no cejaba. «Hay demonios
que no pueden ser expulsados sino por la oración y el ayuno», aseguraba Jesús a sus
discípulos (Mt 17,21). Este combate contra el diablo vio su cumbre en las grandes
tentaciones que enmarcan la vida pública de Jesús: la tentación de los cuarenta días de
ayuno en el desierto y la última tentación en el centro mismo del misterio pascual, con
sus dos etapas, la del huerto de los olivos y la muerte en la cruz.


Ahora tratemos de penetrar más profundamente en el misterio de estas

tentaciones. Jesús les hizo frente orando; su combate, su misma agonía, fue un
combate de oración. Su abandono a la voluntad del Padre, al término de toda tentación
y, por consiguiente, su obediencia, fue una obediencia de oración. También el
sacrificio que ofreció como pontífice en la tentación y en la victoria fue un sacrificio de
oración, el mismo que siempre celebra en el cielo, pues en este mismo instante él está
«siempre vivo para interceder» (Heb 7,25).

Obediencia de oración

Es imposible hablar de oración sin hacerlo de la obediencia. Por obediencia no
entendemos aquí la obediencia sociológica que afecta a todo grupo, sea cual fuere su
carácter. Con vistas a promover el bien del grupo, cada miembro está moralmente
obligado a obedecer al responsable que, en comunión con los demás, pero de un modo
especial, debe proponer el bien del grupo y traducirlo en órdenes concretas. Nada hay

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que repetir sobre una obediencia de este tipo, cuya necesidad salta a los ojos allí
donde un grupo, incluso un grupo religioso, quiere sobrevivir y actuar con éxito.


Con el término obediencia apuntamos aquí al despojamiento de nuestros propios

deseos y anhelos—mi voluntad—ante la voluntad de otro—tu voluntad—, aquí,
concretamente, ante la voluntad del Padre. Este despojamiento de sí, esta renuncia a
los propios deseos en beneficio de otro, pone a quien obedece en una relación nueva
con el otro. La obediencia es lenguaje y signo. También obra algo en quien obedece.
Entrega la vida propia al querer de otro y la vincula a él; más todavía, crea una vida
nueva. Al despojar a uno de su propio querer en beneficio de otro, le cambia en ese
otro ¹ en el sentido más profundo del término. La obediencia es un estilo de vida
original, según el cual un hombre puede liberarse cada vez más de sus propios límites
para alcanzar la riqueza de otro y compartirla con él, a condición, claro está, de que la
obediencia sea libre y espontánea y que jamás se desnaturalice en esclavitud. Por las
dos partes, una obediencia así exige un amor purísimo y muy grande. Jesús estaba
absolutamente seguro del amor de su Padre. Por tanto, en su persona divina no cabe
ninguna vacilación ante la voluntad del Padre, pues él es el amén, como le llama el
Apocalipsis, lo que equivale a decir: - Sí, Padre». Con todo su ser se adhiere al amor de
su Padre. Así puede decir que aquí abajo no tiene otro alimento que cumplir la
voluntad del Padre, pues para eso se ha hecho hombre. Hay aquí una dificultad: el
Padre dio un cuerpo como dote a su hijo para que éste pudiera obedecer también con
su humanidad, cosa que, desde Adán, el hombre no podía hacer. Esta obediencia que
Jesús debe vivir a través de su cuerpo de hombre se convertirá en el sacrificio por
excelencia de la nueva alianza. Según la carta a los hebreos, a su entrada en el mundo,
Jesús dijo: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo.
Heme aquí que vengo para hacer tu voluntad» (Heb 10,5-7).


Para Jesús, esta experiencia será muy dolorosa, pues la redención consistirá

precisamente en que su obediencia como Dios toma una forma humana en un cuerpo
y en una sicología marcada por el pecado, Jesús zozobrará en este drama: morirá y
resucitará. Desde que intentó vivir esta obediencia en su naturaleza humana estalló la
crisis. Su cuerpo le abandonó, sudó sangre y agua, murió. Solamente el Padre puede
librarle de esta muerte y revelar así la significación profunda de toda obediencia. El
Padre le llama a la vida. Reviste su cuerpo de su propia gloria.


Esta confrontación sangrienta con la voluntad del Padre en un cuerpo humano

traspasó su oración: «¡No mi voluntad, sino la tuya!» Jesús llevó a término este
combate orando y así fue escuchado más allá de la muerte. Su oración no podía hacer
otra cosa que proclamar su obediencia y ésta era el objeto único de su plegaria. En
Jesús, la voluntad del Padre coincidía profundamente con su inclinación por la
oración. En su actitud íntima frente?l Padre, Jesús mismo, en el centro de su persona,
era, por otra parte, obediencia de oración. También volvemos a encontrar esta
obediencia en una de las fórmulas más usuales de oración tal y como él mismo la dictó
a sus discípulos: que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo.

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Para penetrar más profundamente todavía en la obediencia de Jesús y en el

misterio de su oración, detengámonos en esta voluntad del Padre ante la que Jesús
renuncia a la suya propia. ¿Comprendemos con exactitud lo que la voluntad del Padre
significaba para Jesús? El concepto de voluntad de Dios suscita hoy una oposición,
sobre todo si se le emplea en relación con la obediencia. En nuestras lenguas
modernas se ha usado esta expresión durante años, en una óptica un poco limitada
que no se aplica más que con dificultad a la noción bíblica de obediencia. En nuestros
días la voluntad designa en el hombre una facultad que no se identifica ni con la
inteligencia, ni con la sensibilidad. Cuando se habla de fuerza de voluntad, se designa
la coacción que puede regir nuestros sentimientos y necesidades, no sin cierta tensión
interior. También evoca para nosotros otra cosa: una decisión. «Yo quiero», en boca de
un superior significa «yo lo he decidido». En tal contexto, era fácil deslizarse
inconscientemente hacia una noción deformada de la voluntad de Dios que sería como
una fuerza misteriosa, que yugulase más o menos mi inteligencia y mis sentimientos,
obrando incluso en algunos casos contra ellos: como, por ejemplo, una decisión
arbitraria o una orden que debo ejecutar de grado o por fuerza, incluso aunque no
esté de acuerdo, aunque me sea extraña y no me concierna en absoluto. Cierta
espiritualidad del siglo pasado cultivó una noción de la voluntad de Dios, convertida en
una espada de Damocles, amenazadora y arbitraria, colgada encima de la cabeza de
los hombres, a la que no podrían escapar y que debería herirles en el momento menos
previsible.


La noción bíblica de voluntad de Dios está muy lejana de este modo de hablar. Lo

que la Vulgata tradujo por voluntas y beneplacitum remonta al griego théléma o
eudokia. Ambas palabras vienen del hebreo rasón [a veces también hps). Ahora bien, el
sentido de estos términos es totalmente distinto: aspiración, deseo, amor, alegría.
También estas mismas raíces designan el estado de un enamorado y el deseo sexual
que impulsa al hombre hacia la mujer. El amor (voluntad] de Dios reposa sobre el
pueblo que se escogió en su beneplácito. El profeta Isaías canta con los mismos
términos la salvación de la montaña de Sión: «Serás en la mano de Yavé corona de
gloria, diadema real en la palma de tu Dios. No te llamarán más ya la ‘Desamparada’, ni
se llamará más tu tierra ‘Desolación. No, te llamarás ‘Mi complacencia en ella', y a tu
tierra ‘Desposada’. Porque en tí se complacerá Yavé, y tu tierra tendrá esposo. Como
mancebo que se desposa con una doncella, así el que te edificará se desposará contigo.
Y como la esposa hace las delicias del esposo, así harás tú las delicias de tu Dios» (ls
62,3-5). «Mi complacencia» traduce el término hebreo que la Vulgata vierte
corrientemente por voluntad. Esta voluntad de Dios significa, pues, aquí, la alegría que
el Señor experimenta por su pueblo, el gran amor que siente por su elegido. Tal es su
voluntad, su théléma: que él ama al pueblo judío, pese a sus innumerables
infidelidades.


La plenitud de este mismo amor reposa ahora en Jesús. El es el deseo y el amor de

su Padre, su felicidad. En él reposa el Padre. Tal es, a ciencia cierta, el sentido de la

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palabra, casi la única que pronuncia el Padre en el Nuevo Testamento. Esta palabra
estaba destinada a Jesús. La oyó con ocasión de su bautismo y, de nuevo, en la
transfiguración. En esta palabra, el Padre dice todo cuanto tenía que decir. Las
palabras restantes se las dejó a Jesús. La volvemos a encontrar, con algunas variantes,
en Mt 3,17 y 17,5, en Me 1,11, en Le 3,22 y en la segunda carta de Pedro 1,17. La
traducción dice: «Tú eres mi hijo, mi amado, en ti está mi amor». El verbo griego
eudokein traduce aquí, sin lugar a duda, el término semítico rasón (traducido también
por théléma-voluntad). Por tanto, el Padre da testimonio del hecho de que la plenitud
de su voluntad—en el sentido de amor, deseo, alegría—reposa en su hijo amadísimo.


Así, Jesús mismo es el lugar por excelencia donde Dios se revela, el hombre en

quien el théléma, el deseo, el amor y la voluntad del Padre se hacen manifiestos. Jesús
es la epifanía de la alegría de su Padre. ¿Podía ser de otra manera? ¿No ha nacido
antes de los siglos del seno de su Padre, de su deseo más profundo y de su amor
superabundante? Ahora, en la plenitud de los tiempos, el hijo amado se unió al
hombre. Ahora el hijo debe expresar a modo humano su generación por el Padre y eso
constituye su obediencia. El amor del Padre debe invadir y transir todo su ser
humano, debe tomar total posesión y ocupar su cuerpo y su psicología. Así el amor del
Padre despliega toda su amplitud hasta en la humanidad. Allí donde el primer hombre
había dicho no, Jesús, el hombre nuevo, dirá sí. Se apropiará totalmente de la voluntad
del Padre. Será el primer hombre en quien la plenitud del amor de Dios pueda
desplegarse sin obstáculo. Su obediencia era esto, y también su muerte: ambas
expresan su amor. Es de subrayar que en el bautismo y en la transfiguración, la
palabra del Padre era una respuesta a una plegaria de Jesús. Según su costumbre,
Lucas anotó con cuidado este detalle. Mientras Jesús oraba, el cielo se abrió y se oyó la
voz del Padre. Nuevamente estaba en oración cuando de repente su rostro se
transfiguró y su vestido se volvió blanco como la nieve. Su oración era abandono
amoroso a la voluntad de su Padre, á medida que la voluntad del Padre se manifestaba
más en la plegaria.


El enfrentamiento más doloroso con la voluntad del Padre tuvo por escenario el

huerto de Getsemaní. Oración y lucha hasta sangrar. En muchos manuscritos
antiquísimos, los versículos más realistas de esta perícopa de Lucas (22,43-44) han
sido omitidos con todo cuidado. Más de un copista habrá vacilado ante la imagen de
tal angustia, pero la autenticidad del pasaje omitido no admite duda seria. Para Jesús
fue un momento duro, el ángel de Yavé tuvo que intervenir, como lo hacía en el
Antiguo Testamento, en los momentos decisivos de la historia de Israel, sobre todo en
los campos de batalla. En su oración, Jesús libra un combate: «Lleno de una mortal
angustia, todavía oraba con más instancia.» El término agonía conserva aquí su doble
significación: angustia, aflicción, abatimiento y también combate. Ninguno de estos
dos sentidos puede ser soslayado. Jesús avanza a una lucha decisiva en medio de una
gran angustia hasta la muerte. Combate de la obediencia, sí, pero también de la
oración. Orando, Jesús recibirá la obediencia de su Padre y, por así decirlo, la
arrancará a su cuerpo. Porque su cuerpo también está implicado en ello. A medida que

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su oración se hace más ferviente, el sudor de sangre gotea hasta el suelo. Jesús se ha
empeñado en este combate con su corazón y con su cuerpo, aprendiendo en sí mismo
cuán débil es la carne del hombre, aun cuando el espíritu sea ardiente y fuerte.


De este combate decisivo, el Nuevo Testamento ha conservado otra descripción,

que no es menos realista, donde se vuelven a encontrar codo con codo el combate, la
obediencia y la oración, aunque hay un nuevo elemento importante: en el centro de su
oración y de su combate, Jesús es ungido pontífice. El texto se encuentra en la carta a
los hebreos (5,7-10): «Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y
súplicas con poderosos clamores y lágrimas a Dios que podía salvarle de la muerte, fue
escuchado por su piedad. Y aunque era Hijo de Dios, aprendió por sus padecimientos
la obediencia; consumado en la perfección y proclamado por Dios pontífice según el
orden de Melquisedec, ha venido a ser para todos los que le obedecen causa de
salvación eterna.»


En este texto reconocemos el vocabulario sacerdotal de la carta a los hebreos.

Jesús ha ofrecido oraciones (prosferein). Su obediencia y su muerte en la cruz han sido
un sacrificio, el gesto del pontífice. Más aún, ha sido en el centro de esta obediencia y
del sacrificio de oración donde ha sido consagrado sacerdote (téleiótheis) según el
sentido especial de esta palabra en toda la carta, y como tal también ha sido
proclamado por el Padre.


Todo esto se ha verificado en el sufrimiento y en la tentación. Porque ha sufrido, ha

aprendido la obediencia, dice el autor, aunque fuese el Hijo de Dios. Hombre sin
embargo, le era necesario arrancar esta obediencia a nuestro pecado. Otro tanto
podemos decir de la oración. En la tentación Jesús ha aprendido a orar. Solamente ahí
es donde, hombre también. El arrancó su oración de aquiescencia a nuestra repulsa.
Tuvo que aprenderla del abatimiento, de la aflicción y de la muerte. Sólo un gran
clamor y lágrimas excavó en el hombre Jesús esos abismos insondables de abandono y
de obediencia en los que la voluntad de Dios, que es también amor del Padre, por fin
ha podido realizarse en plenitud.


Esta tentación fue peligrosa y Jesús triunfó por muy poco. Esto se puede deducir

del grito de abatimiento que con el salmista dejó escapar de sus labios: «Dios mío.
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» De repente Jesús experimenta el absurdo de
su muerte y de la incomprensible ausencia de su Padre. Aquí la tentación es de
desesperación. Los soldados no comprendieron este grito y creyeron que llamaba a
Elías.


Muy pocos habrán sospechado lo que entonces pasaba en él. ¿Tal vez nuestra

Señora al pie de la cruz y san Juan el discípulo que él amaba? Sin embargo, no
invocaba a Elías, preguntaba a su Padre por qué le dejaba solo. Esta es la pregunta
sombría que no cesa de subir a los labios de la humanidad, desde la negativa del
primer hombre. Por medio de la voz de Jesús, tomaba la palabra la desesperación de

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Adárt, aquella desesperación cuya posibilidad Jesús llevaba en su cuerpo de hombre y
que de repente amenazaba vencerle frente a una muerte sin salida.


¿Verdaderamente dudó Jesús del amor de su Padre? Los evangelistas no han

puesto en sus labios esta duda, pero podemos nosotros adivinarla tras la refinada
burla que los sacerdotes y los escribas le han lanzado desde el pie de la cruz: «Ha
puesto su confianza en Dios: que El le libre ahora, si es que le quiere. Puesto que ha
dicho: soy el Hijo de Dios» (Mt 27,46). Este ultraje fue el más hiriente y esa tentación
la más grave. En la cruz, Jesús acecha de nuevo la única palabra que el Padre le ha
dirigido aquí: su declaración de amor. Pero en este momento resuena en los labios de
sus propios enemigos, como un reproche y como un desafío.


Y, sin embargo, el Padre le salvará, pues Jesús cree, contra toda humana esperanza,

que el Padre, pese a todo, le ama. No sin la muerte, ni escapando a la muerte, sino a
través de ella, para una vida nueva. He aquí lo que el sufrimiento y la muerte deben
enseñarle. Que el Padre le ama, hasta en la muerte, para la vida eterna. Finalmente, no
es más que en la muerte donde el hombre Jesús pudo captar hasta qué punto el Padre
le amaba. En esta prueba sin límites, al borde de una desesperación así, la plegaria de
Jesús pudo pronunciar el sí a la voluntad del Padre. Solamente allí pudo obedecer,
pero muriendo: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu.»


Estas palabras están tomadas del mismo salmista. Significan que Jesús se

desprende de sí mismo, que se abandona y que se deja deslizar a la muerte. El
moribundo tiende siempre a aferrarse a lo que él cree ser la vida. También Jesús
experimentó esta crispación inevitable y casi ontológica que en todo hombre es como
un rastro del pecado que le impide ir a la vida nueva que debe nacer en la muerte. En
un abandono total, sin resistencia alguna, sin ver, sin saber, dándose cuenta de que
zozobra y que la muerte le traga, Jesús acepta perder pie y se deja llevar… en las
manos de su Padre.


No desemboca en la muerte, sino en el amor. Y entrega a su Padre su propio

espíritu, es decir, su ruah, la parte más íntima que el hombre ha recibido de Dios, su
aliento vital. Lo que un ser humano comunica a otro en un beso de amor, Jesús lo
entrega a su Padre al expirar, en un último abrazo. De golpe encuentra la respuesta a
la declaración de amor de su Padre: «Tú eres mi hijo, mi amado, en ti está todo mi
amor.» Jesús necesitó toda su vida humana para penetrar hasta la médula de estas
palabras. Sólo ahora sabe, sólo ahora puede verdaderamente orar, sólo en la muerte
podrá pronunciar el sí, largamente madurado, de su propio amor al Padre. Lo dirá en
su plenitud, en paz, más allá de la desesperación y de la duda. Su plegaría es un beso
de amor en el que exhala su último aliento: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu.»


Si Jesús hubiese sucumbido a la tentación, nosotros permaneceríamos para

siempre en la muerte y el camino hacia la oración estaría cerrado para siempre. Ahora
este camino está abierto y es libre; El mismo es el camino… y la vida.

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«Siempre vive para interceder»

En esta frase de la carta a los hebreos 7,25 se resume la tarea de Jesús como pontífice
de la nueva alianza, mediador entre su Padre y la humanidad pecadora: abrió el
primero el acceso al santo de los santos. Abrió el camino y él mismo lo recorrió. Como
el gran sacerdote judío, una vez al año, penetraba más allá del velo en el santo de los
santos, así también Jesús, una vez por todas, entró más allá del velo del nuevo templo.
Este velo era su propia carne, observa el autor de la carta a los hebreos (10,20). Lo
atravesó muriendo y resucitando. Su cuerpo, resucitado de entre los muertos, se ha
convertido así en el camino, «nuevo y vivo», por el que ahora todos tienen acceso al
santuario.


La tienda de la alianza y el santuario son ahora diferentes de lo que fue su

prefiguración en la liturgia del Antiguo Testamento. Son «mayores y más perfectos, no
hechos por mano de hombre». El santuario es el mismo cielo y el trono del Padre, a la
derecha del cual nuestro pontífice se coloca para ser nuestro intercesor por toda la
eternidad. El sacrificio de plegaria—sacrificium laudis— que comenzó en la obediencia
y en la muerte, ahora lo celebra para siempre en el cielo. Está «vivo para siempre para
orar por nosotros».


Es ahí donde Jesús reza ahora, en ese ahora sin límites de la eternidad que nuestro

tiempo creado no puede fijar ni alcanzar a no ser en la oración. Jesús es así para
siempre el hombre de la oración, nuestro pontífice que intercede. Así es y sigue siendo
siempre el mismo «ayer y hoy, y por toda la eternidad». Allá arriba, en Jesús
resucitado, se halla también el manantial perpetuo de nuestra oración de aquí abajo.
Gracias a la oración estamos cerca de él, superando los límites del tiempo; respiramos
lo eterno, manteniéndonos ante la faz del Padre, unidos a Jesús.


Para llegar allí, es necesario que aquí abajo hagamos el mismo camino que Jesús: el

de la cruz y la muerte. No hay otro. La misma carta a los hebreos observa cómo Jesús
soportó su muerte fuera de las puertas de la ciudad. Por tanto, los cristianos deben
también «salir, ir a su encuentro en el campo descubierto y cargar sobre sí mismos su
deshonra», a saber, la ignominia de su cruz. Todo bautizado lleva el deseo de este
éxodo al encuentro de Jesús. «Pues no tenemos aquí abajo ciudad permanente, sino
que buscamos la ciudad futura», allí donde Jesús ya está presente. También nosotros
estamos allí en la medida en que por la oración habitamos en El. «Ofrezcamos, pues, a
Dios un sacrificio para siempre: el fruto de nuestros labios que confiesan su nombre.»
El cristiano que anda tras las huellas de Jesús ofrece como El un sacrificio de alabanza.
Sin cesar confiesa e invoca su nombre. En el amor también comparte todo con sus
hermanos, como el mismo autor dice más abajo: «De la beneficencia y de la puesta en
común de vuestros recursos no os olvidéis; pues en tales sacrificios Dios se complace.»


Este extracto del capítulo 13 de la carta a los hebreos que acabamos de citar

describe la doble liturgia que todo cristiano debe celebrar sin interrupción. Una y otra

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encuentran su origen en el sacrificio de Jesús y en la liturgia que, sacerdote-para-
nosotros, celebra constantemente ante su Padre. Por una parte, el sacrificio de la
oración, por el cual invocamos sin descanso su nombre e intercedemos por todos los
hombres; por otra, el sacrificio del amor en el que compartimos con todos nuestros
hermanos los dones recibidos del Padre. Tal es, pues, la nueva liturgia de aquellos que,
como Jesús, han tomado el camino de la obediencia hasta la muerte y, más allá de la
muerte, hasta la vida. Esta vida y esta gloria se dejan ya atisbar un poco en el cuerpo
de Jesús, durante su vida en la tierra, pero sólo en raras ocasiones. El ejemplo más
llamativo es el de la transfiguración, que como ya hemos observado, sucede en la
soledad, en una montaña, cuando Jesús estaba orando. Repentinamente, la realidad
profunda de su oración toma forma visible, hasta en su cuerpo y en sus vestidos, e
incluso en la naturaleza de alrededor. La nube significaba cuán cercano estaba Dios, y
la voz del Padre enseñaba hasta qué punto su amor descansaba en é!. En Moisés y
Elías, representando a la ley y a los profetas, el Antiguo Testamento se hacía presente
para reconocer al mesías prometido. Hablan con Jesús del éxodo que debe llevar a
cabo pronto en Jerusalén: su muerte y su resurrección.


También la Iglesia está implicada en el misterio de la oración de Jesús, está

presente, en el Tabor, en los tres discípulos preferidos a los que el suceso les llena de
temor y respeto, al mismo tiempo que desata en ellos una inmensa nostalgia, el
irresistible deseo de prolongar esta intimidad, de quedarse para siempre cerca de
Jesús glorificado Sin duda alguna, el reflejo de Pedro traiciona esta hambre de oración,
pero a la vez se trataba de un reflejo de éxodo El deseo que Pedro se atreve a formular,
en nombre de los tres, contiene una alusión transparente al éxodo y al ritual de la
fiesta de los Tabernáculos con la que los judíos cada año lo conmemoraban
litúrgicamente. Se levantaban tiendas para todos los participantes, en recuerdo de las
tiendas en que el pueblo de Dios había habitado en el desierto. También Pedro quiere
levantar tiendas, una para Jesús, otra para Moisés y otra para Elías. Porque «es bueno
estar aquí»; espontáneamente entra con Jesús en el éxodo.


Tal es siempre también el profundo deseo de la Iglesia hoy, sobre todo, cuando en

la oración contempla a su Señor y se siente ya cerca de Él.


Hasta en el cuerpo de Jesús su oración resplandece, en el sentido más literal de

esta palabra. Su rostro irradia la gloria de Dios, aquella misma gloria que había
recibido de su Padre, antes dé todos los tiempos, como unigénito. En él todo lo
humano, hasta las vestiduras, está impregnado del resplandor de su divinidad. Se
muestra revestido en la luz y el fuego, pues Dios es luz y fuego consumidor (Heb
12,29). A veces, desde esta vida efímera, un hombre en oración puede irradiar la gloria
que recibirá de la resurrección, ya que la encarnación de Jesús y el poder de su
gloriosa resurrección están ya actuando plenamente en nuestro mundo. Ciertamente,
esta fuerza está todavía escondida, como la levadura en la masa, pero desde ahora
puede irrumpir a través de lo efímero y revestir a un hombre del resplandor de la vida
futura. «Un hermano vino a la celda del Abba Arsenio. Esperó a la puerta y vio al Abba

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como encendido totalmente por el fuego,» La oración que ardía en el corazón de
Arsenio, según los Apotegmas, transía y consumía su cuerpo como el fuego. Era ya un
reflejo de la gloria que brilla sobre e! rostro de Jesús, una participación en la luz
increada que es el mismo Dios.

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Palabra viva

Nacidos de la Palabra

J

ESÚS ha venido a darnos testimonio de la vida que estaba en el Padre para que por la

fe en él podamos poseer la vida eterna. Tal es la obra de Dios, en el sentido más
estricto de la expresión. Debemos creer en él y entonces nos revelará y nos explicará
todo lo que ha visto hacer al Padre. Pues Jesús y el Padre son uno, incluso cuando
Jesús anunciaba la Palabra sobre la tierra y cuando se sentía abandonado de todo y de
todos. Durante su vida entre los hombres, siguió en comunión con el Padre, aun
cuando no hubiese sido siempre consciente de ello en su psicología de hombre. «A
Dios nadie le vio jamás; el unigénito, que está en el seno del Padre, ése le ha dado a
conocer» (Jn 1,18). Jesús es el exegeta del Padre (exégésato: ha dado a conocer). La
vida que estaba en el Padre, El nos la ha contado, nos la ha puesto en claro, inteligible
y accesible a nuestros oídos y ojos. El Verbo ha expresado lo inefable.


Por el Verbo fue creada la tierra y cuanto contiene. «En El todo ha sido creado… El

universo ha sido creado por El y para El» (Col 1,16). Porque dijo Dios y se hizo. Del
hecho que la creación es signo de Dios, se sigue que pueda llevar a él. «Porque desde la
creación del mundo, 'o invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos
mediante sus obras» (Rom 1,20). Para quien sabe abrir los ojos, el libro de la
naturaleza habla de Dios. También el pecado ha marcado su huella en la creación todo
lo que irradiaba la sabiduría y omnipotencia de Dios, ahora está velado y oscuro.
Mientras que en los comienzos todo hablaba de Dios, ahora Dios por su Palabra debe
venir en ayuda del hombre. Interpela a la humanidad y quiere hacer con ella una
alianza. Primero con Noé, después con Abraham, que creyó, lo cual le fue imputado
como justicia, ¡legando a ser el padre de todos los creyentes, numerosos como los
granos de arena a la orilla del mar. Moisés grabó las «diez palabras» en tablas de
piedra, los diez mandamientos, que el Señor le había transmitido en el monte Sinaí.
Moisés habló con Dios como un amigo habla a su amigo. Así pudo anunciar la Palabra
del Señor y convertirse en el profeta por excelencia: «No ha vuelto a surgir en Israel
profeta semejante a Moisés, con quien cara a cara tratase el Señor» (Dt 34,10). Tras él,
los profetas continuaron expresando la Palabra del Señor, pusieron todo
acontecimiento en su verdadera luz, que es la luz de Dios. La Palabra crea y obra.
«Como baja la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sin haber empapado y
fecundado fa tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente para sembrar y el pan
para comer, así mi Palabra que sale de mi boca: no vuelve a mí vacía, sino que hace lo
que yo quiero y cumplirá la misión que yo le confíe» (Is 55,10-11). Todo el Antiguo
Testamento da testimonio de esta aspiración hacia la Palabra que hará todas las
demás superfluas. En la plenitud de los tiempos la Palabra es revelada y por la

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predicación se extiende sobre toda la tierra, para que todos los que la oyen vengan a la
fe.


La Palabra se comunica de hombre a hombre, se transmite de padres a hijos. Antes

que la Palabra pueda ser compartida, es necesario hacerla propia asumiéndola en la
profundidad donde Dios la hace resonar y desarrollarse. Cuando la Palabra es
entonces expresada, se profiere algo de nuestra propia sustancia. De manera que la
Palabra de Dios que anunciamos se ha convertido aquí en nuestra propia palabra,
entrando nosotros de lleno en el plan de la salvación: en nosotros se revela—muy
poco por desgracia— la vida nueva.


«En verdad, en verdad te digo que quien no naciere de: agua y del Espíritu, no

puede entrar en el Reino de Dios Lo que nace de la carne, carne es; pero lo que nace
de! Espíritu, es Espíritu» (Jn 3,5-6). El bautismo de agua y de Espíritu Santo es este
nuevo nacimiento. En los primeros siglos del cristianismo, el bautizado se sumergía en
una piscina, revivía el descenso de Jesús a lo hondo de la tierra, para ascender a la vida
nueva en la luz. Este rito iba acompañado de la «epíclesis», oración que suplicaba al
Espíritu Santo que descendiese sobre el bautizado y suscitase una vida nueva en aquel
que estaba inmerso en la muerte de Jesús. Desde ese momento, el hombre se convertía
en miembro de la nueva creación por el Espíritu que le había sido dado. La luz de
Cristo, sabor anticipado de su gloria al fin de los tiempos, lo envolvía. También las
cartas de’ Nuevo Testamento con frecuencia designan a los bautizados como «aquellos
que han sido iluminados- (Heb 10,32). «Despierta tú que duermes y levántate de entre
los muertos y la luz de Cristo te iluminará» (Ef 5,14).


Renacer así del agua y de la Palabra cambia totalmente el interior del hombre. Es

costumbre, hoy celebrar el bautismo cuando apenas hace unos días que el bebé ha
venido al mundo. También las señales del cambio interior que se obra en el bautismo
se han hecho raras. Sin embargo, todo cristiano debe, al menos una vez en su vida,
vivir intensamente la experiencia de esta realidad nueva y actualizar de un modo
particular la gracia del bautismo. Quien hace esta experiencia, participa de la luz que
viene de Cristo: él mismo y todo lo que le rodea entran en una luz nueva y recibe
nuevos ojos para contemplar todo en la luz de Dios. «En tu luz vemos la luz» (Sal
35,10). La creación, los hombres con quienes entra en contacto, todo viviente, los ve
con una mirada sobrenatural. Todo se sitúa en el plan de salvación que Dios quisiera
poner por obra. Dios sólo espera el primer paso del hombre para ayudarle con su
gracia y testimoniarle un amor que le colma plenamente.


Este nuevo nacimiento nos hace nacer «de la Palabra», como lo declara san Pedro

con fuerte convicción: «Habéis renacido, no de semilla corruptible, sino incorruptible:
la Palabra de Dios vivo que permanece eternamente» [1 Pe 1,23). El lugar de este
nacimiento, donde en nosotros es fecunda la Palabra, es el corazón. La gracia del
bautismo se hace realidad cuando una Palabra de Dios por vez primera interpela
verdaderamente nuestro corazón. Aquí volvemos a encontrar el órgano de la oración

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en nosotros. Para describir esta experiencia, los santos Padres emplean un
vocabulario muy rico: la Palabra de Dios toca nuestro corazón, le hiere, le aguijonea, le
punza, le atraviesa y le abre. La Palabra sacude nuestro corazón de su embotamiento.
«Despierta tú que duermes» (Ef 5,14). En el centro del hombre, en su núcleo, en su
corazón, se levanta la nueva luz. «Porque el mismo Dios que dijo: ‘Brille la luz del seno
de las tinieblas', es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para hacer
resplandecer el conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» 12 Cor 4,6).

Corazón y Palabra

En primer lugar es preciso llegar a nuestro corazón, porque como dijimos más arriba,
desde nuestro bautismo, la oración está allí sembrada, en nuestro yo más interior,
donde Jesús está presente. Todo lo que se desarrolla fuera de nuestro corazón, y por
mejor decirlo a su puerta, no tiene otra finalidad que ayudarnos a descubrir el tesoro
escondido en el Interior. Allí se encuentra el sepulcro de Pascua y allí, también, la vida
nueva. En una meditación sobre la pasión y resurrección de Cristo, un monje del siglo
XIII se expresaba así: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Aquel a quien tú
buscas ya lo posees, ¿y no lo sabes? Posees el verdadero, el eterno gozo, ¿y lloras? Está
en lo más íntimo de tu ser y tú buscas fuera. Estás fuera llorando cerca del sepulcro; tu
corazón es mi sepulcro y yo estoy en él, no muerto sino vivo para siempre. Tu alma es
mi jardín. Tenías razón al creer que era el jardinero.


Yo soy el nuevo Adán, yo trabajo y velo mi paraíso. Tus lágrimas, tu amor, tu deseo,

todo eso es obra mía. Tú me posees en lo más íntimo de ti sin saberlo y por esto tú me
buscas fuera. Es, pues, fuera donde me apareceré a ti y de esta forma te haré volver a ti
misma para hacerte encontrar en lo más íntimo de tu ser al que buscas fuera.»


La mejor manera de llegar a nuestro corazón es por medio de la Palabra de Dios, a

condición de que dejemos a esta Palabra que sea lo que es con toda verdad, una fuerza
de Dios, y que nos pongamos a la tarea con un corazón desprendido. Es decir, que
anclemos nuestro corazón en el reposo y la quietud y que le desembaracemos de toda
preocupación, aunque sea teológica, apologética e incluso pastoral. Este encuentro de
la Palabra y del corazón es muchísimo más importante. Va en ello un despertar o un
sueño, un nacimiento o una muerte. Por esto nuestro corazón debe exponerse
desnudo a la fuerza creadora y vivificante de la Palabra de Dios. Durante este tiempo,
las demás facultades deben retirarse al silencio y aguardar pacientemente.


«Habla, Señor, al corazón de tu siervo, para que mi corazón te hable» decía Guido II

el Cartujo. Se trata del admirable misterio de la Palabra de Dios que viene de nuevo a
realizarse en nuestro corazón. Durante cierto tiempo todavía, el corazón está
adormilado, pero el espíritu de Dios está ya allí presente y, sin saberlo nosotros, grita
al Padre. También este mismo espíritu está presente en la Palabra de Dios que desde
fuera golpea nuestro corazón. Sin esfuerzo existe una afinidad entre la Palabra que

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nos interpela y el espíritu que vela en nuestro corazón adormecido. El corazón de!
hombre ha sido hecho para acoger la Palabra y la Palabra se ajusta naturalmente a él.
Uno ha sido hecho para la otra. La Palabra debe ser sembrada en el corazón, pero el
corazón debe ser purificado y puesto en orden con vistas a la Palabra. Pues,
ordinariamente, nuestro corazón está endurecido y nuestro espíritu cerrado. Es
limitado y lento para creer, está lleno de tinieblas, fácilmente se embota por los goces
y las preocupaciones y desde ese momento no está en disposición de gustar el
alimento espiritual que es la Palabra de Dios.


Cuando la Palabra interpela a nuestro corazón, uno y otra pueden reconocerse

recíprocamente, de repente y de un modo imprevisto por completo, gracias al único
Espíritu que los llena. Entonces se tira un verdadero puente entre nuestro corazón y la
Palabra. Una chispa salta desde él hasta ella. Entre el Espíritu que dormitaba en las
profundidades del corazón y el Espíritu que obraba en la Palabra, se entabla un
diálogo, fecundo y vivificador. Suscitado por una semilla imperecedera, el corazón
renace de la Palabra. Como en un espejo, en la Palabra reconocemos nuestro nuevo
rostro. En ella, somos testigos de nuestro renacer en Cristo. «El hombre escondido en
el fondo del corazón» (1 Pe 3,4) se despierta en nosotros.


De esta manera la Palabra penetra hasta lo más profundo de nuestro ser, como

aguda espada de doble filo, que penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta
(as coyunturas y la médula y suscita una vida nueva. La Palabra pone al desnudo
nuestro corazón, y por su parte, nuestro corazón desprendido puede por fin ponerse a
la escucha de la Palabra de Dios. A su vez, también él la penetra, siempre más
profundamente. Palabra y corazón se miran uno en el otro y se van pareciendo cada
vez más. Ahora el corazón se ve como dotado de un nuevo órgano, posee nuevos
sentidos y una agudeza desconocida hasta ahora.


No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»

(Mt 4,4). La Palabra de Dios viene a nosotros de muchas maneras. Un texto leído en la
iglesia durante la celebración eucarística puede prepararnos a recibir el pan y el vino
que la fuerza de la Palabra convierte en el cuerpo y la sangre de Cristo. Esta Palabra de
la Escritura se anuncia en medio de la comunidad de los hermanos, pero también la
Palabra puede dárseme por un hermano o por una hermana, como Jesús, de incógnito,
explicó la Escritura a los dos discípulos en el camino de Emaús. «¿No ardían nuestros
corazones…?» (Le 24,32). Finalmente, la Palabra puede tener eco para cada uno de
nosotros personalmente, cuando nos retiramos con la Biblia a nuestra habitación y
cerramos la puerta tras de nosotros para estar solos con Jesús y su Palabra.


Lo peculiar de esta Palabra viva es que se transmite de padres a hijos. La Palabra

alcanza al bautizado mediante el vínculo vivo de otros hermanos o hermanas que,
antes que él, nacieron de esa misma Palabra. Con frecuencia, ésta es la tarea del
sacerdote. Pero también un seglar puede ser para nosotros ese padre o esa madre
espiritual por quien la Palabra nos puede llegar y que suscita en nuestro corazón la

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vida nueva. Esta es la vía normal para llegar al despertar del corazón y a la oración. No
se aprende a solas, se la aprende de otro, se la percibe sobre un rostro, se la oye
palpitar en un corazón, que vive, irradia vida y despierta a otros a la vida.


En esta dirección espiritual, la tradición alcanza su punto culminante, pues aquí se

hace con toda verdad transmisión existencial: Espíritu y vida engendrados en otro.
Este contacto vivificante con un padre espiritual en el sentido pleno de la palabra—
entiendo por tal un padre que esté él mismo llevado por el Espíritu Santo y que pueda
asistir y acompañar a los otros en el Espíritu Santo—, es un momento esencial en el
camino que conduce a la plegaria. Es, a la vez, testimonio y diálogo. Testimonio,
porque el padre espiritual da cuenta al hijo de la vida que el Señor ha desarrollado en
él: dice la Palabra de Dios y la transmite. También diálogo, porque el hermano, a su
vez, da cuenta a su padre de sus propios deseos espirituales. Así, lentamente la vida
del espíritu germina y crece en el hermano más joven, apoyada en la misma vida que
en el hermano mayor—el anciano, el staretz—ha llegado ya al desarrollo pleno.


El padre espiritual es el lazo viviente con la tradición. A su vez, interpreta la

Palabra. En la transmisión de su experiencia, la Palabra encuentra una vida nueva. En
ella comprendemos nuestra vocación y la voluntad de Dios sobre nosotros. La oración
queda así preservada de la ilusión. Según los antiguos textos, el padre espiritual debe
ser pneumatóforo, es decir, portador del Espíritu. En el Espíritu Santo capta el misterio
de la plegaria. Está familiarizado en el más alto grado con las palabras de la Biblia, que
para él son ya «espíritu y vida»; nos ayuda a percibir en nuestro corazón el eco de esta
Palabra. Lleno de respeto y amor por (a obra del Espíritu de Dios nos sensibiliza a sus
instigaciones interiores y, pacientemente, las hace dar fruto en nuestra vida. A la vez
es padre y madre, y también hermano, al mismo tiempo que el más precioso amigo,
que sabe sufrir con nosotros y llevar el peso de las tentaciones, que—según la
descripción de Pablo—sufre dolores de parto hasta que Cristo sea formado en
nosotros. Es alguien cuya pacífica fe desata nuestras dudas y dificultades; es, en fin, el
lazo vivo entre Cristo y nosotros, testigo, a nuestro lado, de su amor, y a quien se
aplican las palabras de Kierkegaard referentes a su propio padre: «De él aprendí lo
que es e¡amor de un padre y así concebí la idea del amor paternal de Dios, el único
dato inquebrantable de nuestra vida, el verdadero punto de apoyo de Arquímedes.»


Hoy día, muchos hombres experimentan la necesidad de recibir una palabra y

buscan a alguien que pueda entregársela o suscitarla en ellos. En el primer estadio de
su búsqueda de Dios, el hombre no ha recibido todavía el Espíritu, no puede todavía
comprender la Palabra de Dios, siendo todavía no-espiritual. Sólo aquel que es
enseñado por el Espíritu de Dios, el hombre espiritual, conoce las cosas de Dios y
comprende su Palabra.


Entonces puede ejercer una paternidad-según-el-Espíritu: transmitir la Palabra y

acompañar su crecimiento. No hay que subestimar la importancia de esta transmisión
de la Palabra porque es la que hace llegar hasta nosotros la Palabra de la creación que

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dio el ser al universo entero. Ella es el eco de la primera Palabra que Dios profirió
sobre el mundo, el día en que la luz de los comienzos apareció en las tinieblas. Todavía
hoy es Palabra original y Palabra del Génesis. Dichoso quien de la boca de su padre
espiritual ha podido oír cómo resuena en sus propios oídos la Palabra original; éste
lleva ya el mundo nuevo en su corazón.


Cualquiera que sea el camino por el que la Palabra nos alcanza, únicamente en

nuestro corazón es donde se hace viva y llega a su pleno crecimiento. Debemos, por
tanto, aplicarnos a la Palabra con un deseo inmenso. Debemos recoger la Palabra,
como el maná en el desierto, sin encogernos desdeñosamente de hombros y sin
preguntar: «El maná, ¿qué es eso?» (Ex 16,15], «Efectivamente—explica el cartujo
Guido II—, tuvieron la Palabra por cosa ínfima, vulgar y despreciable», como los judíos
en el Nuevo Testamento encontraron demasiado duras las palabras de Jesús acerca
del pan de su cuerpo y se separaron de Él. «Se han separado suspirando por las ollas
de Egipto, pues todavía no conocían el secreto sabor del maná y aún no lo habían
gustado.» Escuchar superficialmente la Palabra es de escasa utilidad; es necesario
prestarle toda nuestra atención, recogerla con avidez y dejar que se extienda en
nuestro corazón. De este maná de la Palabra de Dios nunca recibiremos bastante.
«Quien había recogido más, no tenía demasiado, y quien había recogido muy poco, no
le faltaba. Todos habían recogido según sus necesidades» (Ex 16,18). Dios, que es más
grande que nuestro, corazón, se adapta a cada uno de nosotros. Cada creyente recibe
la Palabra que necesita y en la medida en que puede recogerla y asimilarla. Pero se
nos exige cierto esfuerzo, de ejercicio y de ascesis. Guido, en su Meditación 12, nos
exhorta a ello: «Recoged, coged el maná y moledlo en el molino. Este trabajo es
penoso, pero rico en frutos. Porque comeréis del trabajo de vuestras manos, dichosos
seréis porque esto os aprovechará» (Sal 127,2). Muele en el molino del cuerpo y del
alma y encontrarás el núcleo. Muele tu cuerpo por el ayuno, el trabajo y las vigilias;
muele tu alma por la lectura atenta de la ley divina (las Sagradas Escrituras). No
permitas que esta ley huya de tu corazón: recítala (meditan), murmúrala (murmuran)
de nuevo; escrútala sin descanso y podrás captar el sabor del maná (la Palabra).
Testigo, las palabras de quien dijo: «Qué dulces son, Señor, tus palabras más dulces
que la miel y que el goteo de los panales» (Sal 18,11; 118,103).

Velar sobre la Palabra

Cuando la Palabra y el corazón se han encontrado tratan de permanecer y de
perseverar juntos. Este esfuerzo exige una gran vigilancia. Por primera vez, desde que
el corazón se ha entregado de veras a la tarea, va a esforzarse por permanecer
siempre en movimiento. Nosotros mismos debemos tratar de habitar sin pecar en
nuestro corazón, y esto no es fácil, porque constantemente nos separamos de él y
caemos en la distracción, empujados por la necesidad de hacer otras cosas o de
servirnos de nuestra razón discursiva, de nuestra imaginación, etc.

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En tanto que las demás facultades no estén todavía en perfecta armonía con

nuestro corazón, no habiendo sido aún inundadas de su superabundancia, en tanto
que no hayan sido asumidas e integradas en su ritmo por él, subsiste el peligro de
separarnos de la Palabra y de nuestro corazón y de reincidir en el sueño.


Quien, pese a todo, quiere perseverar en la plegaria debe limitarse a una vela

interior. Debe, dicen los ancianos, hacer guardia cerca de su corazón. Será sobrio en
sus tendencias, sus deseos y sus sentimientos y jamás cesará en su vigilancia.


Sobre todo deberá pacificarse, encontrar la quietud en un profundo e insondable

silencio. Según la observación de Evagrio, quien vive en la agitación y en las
preocupaciones, en el ruido interior o exterior, se parece a una botella de agua turbia
que ha sido agitada. «Cuando la botella ha permanecido algún tiempo inmóvil, la
suciedad se deposita y el agua queda clara y limpia. Igual nuestro corazón, que cuando
encuentra la quietud y un profundo silencio, refleja a Dios.»


La meditación de la Palabra de Dios y el silencio están inseparablemente ligados.

Porque el Verbo procede del silencio profundo de la Santísima Trinidad, de «la
Trinidad amiga del silencio», como la llama Adán de Perseigne, un cisterciense del
siglo XII. Una sola palabra bastaba para revelarnos el secreto de la vida divina. En el
misterio de Navidad, conmemoramos el silencio del Verbo hecho carne, que hasta
delante de Pilatos ha dado prueba de silencio. También sobre la cruz, Jesús no abrió la
boca más que para cumplir las escrituras. Dice Guerrico en su Sermón 5 de Navidad:
«Nada nos lleva con tanta fuerza y autoridad al silencio, nada contiene mejor en el
temor a la lengua intemperante, nada domina tanto las tempestades de la palabra
como la Palabra de Dios silenciosa entre los hombres.»


Por una parte, la meditación de la Palabra debe ir a la par que el silencio. Sin

embargo, por otra, un silencio muerto carece de sentido si no se impregna de la
Palabra. «El silencio sin la meditación es muerte, como un vivo al que se entierra, y la
meditación sin el silencio es vana y simple agitación. Pero si ambos se dan a la vez en
la vida espiritual, aportan al alma una gran paz y la contemplación perfecta», según
dice Rodolfo de Camaldoli en las Constituciones. El silencio exterior y el silencio
interior deben obrar lentamente uno sobre el otro. El primero, si es bien vivido,
conduce al segundo. Con frecuencia el dominio de la lengua exige una larga lucha, pero
una vez obtenido, lleva al silencio del corazón y éste, a su vez, se expresará en el
silencio de los labios.


«El silencio es la lengua de los ángeles, dice Isaac el Sirio, y el misterio del mundo

futuro», pero el silencio también es el lenguaje del misterio de nuestro corazón,
cuando vela con temor y respeto, presintiendo el gran acontecimiento de la salvación
que va a llevarse a cabo en él. El silencio es despojamiento, renuncia a todo proyecto,
deseo, tendencia o pensamiento que no puedan integrarse en el impulso del Espíritu
que ora en nosotros. Olvido de todo cuanto en nosotros está todavía manchado de

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vanidad, egoísmo, sensualidad o angustia y que nos impide expresarnos totalmente
ante Dios. Este mundo extraño y desordenado, con el que nos identificamos con
demasiada facilidad, debe ser vigilado constantemente. Los antiguos decían que a todo
deseo que se levanta en nosotros, debemos enviarle un centinela que Je interrogue:
«¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿A qué bando perteneces?» Con esto querían decir
que todo deseo debe ser sometido a una crítica y a un discernimiento. En fin,
necesitamos aprender a vivir con una cierta pobreza en deseos y en pensamientos. El
silencio dejará un vacío en nosotros, pero este vacío de nuestro corazón es un abismo
que hay que ahondar siempre más hasta encontrar el agua del Espíritu que brota del
fondo de nuestro corazón.


Un anciano decía: «El corazón es como una fuente. Excavadla más profundamente

y el agua será cada vez más clara. Echad basura y se ensuciará.» El silencio es
excavación de ese vacío en nosotros, perforación hasta una capa más profunda. Será
liberado un nuevo espacio que nos permitirá alcanzar la fuente de nuestro ser. Esta
fuente en nosotros es el Espíritu, y también la Palabra de Dios. Hemos nacido de esa
agua y de ese Espíritu, de esa agua y de esa Palabra. La vida nueva brota en nosotros
como el agua y de golpe llena, hasta los bordes, el espacio que el silencio dejó libre.


Una vez que esta corriente de agua ha encontrado su cauce en nuestro corazón, la

pala es superflua. Un verdadero silencio interior y la verdadera oración hacen, a veces,
menos necesario el silencio exterior de los labios.


El agua, siguiendo la pendiente de la corriente, se excava ella misma su propio

cauce. «Orar, es ser el cauce de un río», escribe una poetisa flamenca'. Quien excavó en
sí mismo este vacío es colmado simultáneamente por la experiencia interior del
Espíritu. En su corazón brotan las aguas del silencio, las aguas de Siloé, que no corren
más que en la paz fls 8,6), la fuente que brota hasta la vida eterna.

Luchar con la Palabra

La vigilancia va acompañada de un combate violento y difícil. «¿Cuál es la tarea más
difícil de! monje?», preguntaron los hermanos al abad Agatón. Les contestó: «A mi
parecer, es la oración. En toda obra buena que empiece, aun si le exige mucho esfuerzo
y paciencia, llegará a un cierto reposo. Pero la oración exigirá de él un duro combate
hasta su último suspiro.» Quien está llamado a penetrar en su corazón hasta el lugar
del Espíritu, se enfrenta necesariamente con el mal y con el maligno en persona.
Inexorablemente. El abad Evagrio, el gran maestro de oración del desierto de Escitia,
describe este combate como sigue: «Cuando el coraje se te vaya, entonces ora. Ora con
temor y temblor: ora con ardor, con sobriedad, con vigilancia. Ten cuidado con los
enemigos invisibles que llevan al mal y que, en el momento de la oración sobre todo,
nos acechan con sus lazos.»

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Quien deja subir la plegaria del Espíritu hasta la superficie de su corazón pronto se

ve ante un dilema, del que los demás están libres. Debe consentir o renunciar a la
oración. Se trata de una elección entre la vida y la muerte, entre el Espíritu y la carne,
entre la voluntad de Dios y nuestras minúsculas voluntades propias, entre el amor sin
límites del Padre y nuestros pequeños deseos limitados. En este combate, el Espíritu
está de nuestra parte y también la Palabra de Dios con el nombre todopoderoso de
Jesús. Pero al mismo tiempo, todavía llevamos las huellas del pecado en nuestro
corazón. Para despegarnos del pecado, debemos aferramos cada vez más a Jesús en
nosotros. En la vida ordinaria de cada día, esta elección no es tan decisiva, pues se
juega sobre la superficie de las cosas y de nosotros mismos. Es parcial y provisional.
En la oración, al contrario, esta misma elección se sitúa a nivel del corazón, en la raíz
de las cosas y de nosotros mismos. Allí, parece un combate verdaderamente cósmico,
donde el bien y el mal, Jesús y Satanás, el cielo y la tierra, nos ponen en juego.


Quien combate en su oración está armado de la Palabra de Dios y del nombre de

Jesús. Como decían los antiguos, debe lanzar este nombre a la cabeza de! diablo. Con él
los demonios se dispersan como polvo al viento. La continua invocación de Jesús se
convierte poco a poco en el arma más poderosa contra el enemigo y la tentación, pues
la oración es en sí misma el arma de su propio combate.


Este combate de la oración implica tentaciones propias: aridez, desánimo. Frente y

contra todo, hay que perseverar en la oración y en la Palabra. A veces la fuente se hace
esperar, o parece seca, la luz tarda en levantarse, nuestro corazón parece adormilarse
de nuevo. Sólo el amor puede enseñarnos la vigilancia paciente. El amor sabe cómo
abrirse, lleno de deseo, y contentarse con el escaso alimento que se le concede: el
amor enseña a perseverar.


Entonces llega el momento de una oración sin luces en la noche, adhesión a Dios

contra toda esperanza humana; una plegaria de fe, no mayor que el grano de mostaza,
pero bastante grande para que Dios renueve en ella sus maravillas. Una especie de
oración a la inversa, donde la gracia trabaja en nosotros, invisible pero poderosísima,
y donde el fondo de nuestro corazón, de modo imperceptible pero seguro, se ahonda y
amplía.


Esta es la ascesis más difícil, que implica un combate que pasa inadvertido, que

purifica desde el interior, más y mejor que cualquier otra ascesis corporal, aun cuando
el cuerpo también tenga que ser poco a poco implicado.


Así se desarrolla una acción recíproca entre ascesis y oración. ¿Se lleva a cabo la

ascesis con la esperanza de encontrar la oración? O bien, ¿es el estado de oración el
que por la ascesis nos hace morir al pecado? En otras palabras: ¿es la muerte al
pecado quien obra la oración en nosotros? O bien, ¿es la corriente de la plegaria la que
lava nuestro corazón de las huellas del pecado? A semejante pregunta no puede

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responder quien Dios llevó hasta el estado de oración, pues le basta con que de su
corazón despierto brote una vida nueva, que pueda escuchar a Dios y hablarle en su
corazón. Por esta vida, ha renunciado a todo y al tener esta vida, se ha entregado
plenamente a ella. Ahora, es su única tarea, la obra de su vida. Incluso ya no es obra
suya, es la obra de Dios en él opus Dei, en el sentido más antiguo de la expresión.

«Mecer y masticar» la Palabra

Palabra y corazón, por tanto, se desarrollan a la vez unidos entre sí. La Biblia dispone
de un vocabulario muy matizado para describir cómo la Palabra de Dios se apodera
del corazón del hombre, cómo el corazón se apropia de la Palabra y, convertido él
mismo en Palabra de Dios, expresa e interpreta su plenitud: ante los hombres en la
predicación, ante Dios en la plegaria, la alabanza, la eucaristía y la acción de gracias.


El corazón toma la Palabra para sí, la come y la digiere (Ez 3.1-3). Esconde la

Palabra en su corazón (Sal 118,11), se la oculta en el propio seno (Job 23,12), se aferra
uno a ella (Le 8.15), se une y se adhiere uno a ella (He 16,14), se la vuelve y se la
revuelve en el propio corazón (Le 2,19), se la murmura día y noche (Sal 1,2). Se acaba
por permanecer en la Palabra como en la propia casa (Jn 8,31), de la misma manera
que la Palabra permanece en nosotros y nos habita (Col 3,16).


La Palabra de Dios y el corazón del hombre están, uno en el otro, en su propia casa.

Cuanto más resuena la Palabra, más despierto permanece nuestro corazón, y cuanta
más vigilancia y atención pone el corazón en escuchar la Palabra, tanto más
profundamente penetra en los misterios del Espíritu. El corazón se alimenta cada vez
más por la Palabra de Dios. Cuanto más se fortalece de este modo, más se ilumina la
Palabra de Dios, más límpida se hace y más descubre sus tesoros a quien la escucha.


Esta confrontación interior entre la Palabra y el corazón se llama meditatio en los

textos antiguos. No pensemos en la meditación-reflexión en el sentido racional de este
vocablo, sino en su significado primitivo que evoca la repetición continua, la rumia
paciente de las mismas palabras. Casiano la llama volutatio cordis, el balanceo del
corazón, semejante al cabeceo de un barco, mecido por la marejada del Espíritu. Así el
corazón da vueltas en él a la Palabra de Dios para apropiársela lentamente. En la Edad
Media se designaba este acto con una imagen sorprendente pero muy sugestiva:
ruminari, rumiar la Palabra, pensando en la pacífica e interminable rumia de esas
vacas que han ido a recostar su ensueño a la sombra de un árbol, en cualquier rincón.
La comparación es un tanto trivial, pero expresiva. Evoca el reposo, la quietud, una
concentración total, una asimilación paciente.


Este es un momento muy importante, que directamente preludia la oración. En

efecto, la Palabra que vuelvo y revuelvo en mi corazón no es una palabra humana,

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muerta y sin energía. Es la misma Palabra de Dios y, por tanto, una semilla de vida que
puede echar raíces y germinar, un ascua ardiente que purifica y calienta, una chispa
que basta para' incendiar el corazón como un almiar de heno seco.


Procuremos no desviarnos hacia el análisis intelectual de alguna verdad referente

a Dios, porque en ese momento cualquier esfuerzo de pensamiento racional señalaría
no solamente una desviación, sino que daría un golpe mortal a la vida nueva que
estaba a punto de brotar en nosotros. Pues aquí, en el fondo de nuestro corazón y en
los orígenes de nuestra existencia, estamos expuestos sin defensa alguna al amor de
Dios, a la fuerza del Espíritu y a la consumadora omnipotencia de su Palabra.


Efectivamente, ¿qué ocurre cuando en la escucha de la Palabra de Dios, en la

liturgia pública de la Palabra o durante una lectura en privado me encuentro
repentinamente afectado por una determinada palabra? Mi corazón ha sido herido,
atravesado—literalmente: compunctus—por esa Palabra. Ahora yo no la suelto ya
porque en ella me voy a parar, a retrasar, a hacer guardia. La tomo, la repito
lentamente en el silencio de mi corazón, la balanceo en ese espacio interior de mí
mismo, la rumio, la dejo que impregne mi corazón de arriba abajo. En el sentido más
literal de la palabra se trata de un lavado del corazón.


Lo que toda palabra bíblica puede obrar en el corazón es válido, en primer lugar,

para la Palabra por excelencia, resumen de todas las palabras de la Biblia; para el
nombre que está por encima de todo nombre, el nombre de Jesús. Se llama oración-de-
Jesús la paciente repetición de este nombre en el corazón. La estructura de esta
plegaria es siempre igual. El nombre de Jesús despierta nuestro corazón y,
recíprocamente, la continua invocación de Jesús nos ayuda a descubrir su presencia y
a realizarla siempre más. -Así—escribe Hesiquio de Batos—, vigilancia y oración-de-
Jesús van siempre a la par. Se apoyan y complementan recíprocamente. La atención
favorece la oración continua y, a su vez, la oración favorece la vigilancia y la atención.»


«Un hermano preguntó al abad Macario: ‘¿Cuál de las obras del monje es la más

agradable a Dios?’ Macario respondió: ‘Dichoso quien persevera en el bendito nombre
de Nuestro Señor Jesucristo, sin cesar y con un corazón contrito. La vida monástica no
conoce obra más agradable a Dios que ésta. Este dichoso alimento debe ser rumiado
constantemente, como una oveja rumia su hierba, para gustar toda su dulzura hasta
que el alimento bien desmenuzado baje a lo más profundo del corazón y desde allí
difunda dulzura y unción en el estómago y en las entrañas. Mira cómo las mandíbulas
de la oveja resplandecen de alegría por la dulzura de lo que su boca ha rumiado. Que
Nuestro Señor Jesucristo nos conceda la gracia de gustar su nombre, tan dulce y lleno
de unción.»


Más adelante volveremos a tratar de esta oración-de- Jesús.

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La sobreabundancia del corazón

Ya estamos en el dintel de la oración. Nuestro corazón se ha despertado. Ve a Jesús,
oye su voz, goza de su Palabra. Esta Palabra ha dado vueltas y más vueltas en nuestro
corazón. Nos ha purificado y nos hemos familiarizado con ella. Incluso quizá estamos
empezando a parecemos a ella. Ahora puede echar raíces y dar fruto. Ahora en
nosotros también el Verbo de Dios puede tomar carne.


Por mucho tiempo que nos ocupemos de la Palabra de Dios en nuestro corazón

estaremos en los comienzos. Llega un momento en el que transmitimos la Palabra de
Dios al Espíritu en nosotros. Entonces la plegaria nace de nuestro corazón. Entonces
también, solamente entonces, la Palabra de Dios se hace nuestra. Hemos encontrado
nuestra más profunda y verdadera identidad y la realizamos. El nombre de Jesús se ha
convertido también en nuestro nombre. Y con Jesús, con una misma voz, podemos
llamar a Dios, ¡Abba, Padre!


La oración es la sobreabundancia del corazón. Lleno hasta el borde, desborda de

amor y de alabanza, como en otro tiempo María cuando el Verbo echó raíces en su
cuerpo. Así nuestro corazón está en un magníficat. La Palabra ha terminado su
«gloriosa carrera»: salió de Dios y fue sembrada en la buena tierra del corazón.
Después de haber sido rumiada y asimilada, es engendrada de nuevo en el corazón, en
alabanza de Dios. Ha enraizado en nosotros y en este momento da fruto. Por nuestra
parte, proferimos la Palabra y se la devolvemos a Dios. Nos hemos convertido en
Palabra, somos oración.


Así, la oración es el fruto más precioso de la Palabra. Nos la hemos apropiado de

un modo tan completo y ha quedado inscrita tan profundamente en nuestro cuerpo y
en nuestro psiquismo, que ahora es nuestra propia respuesta al amor del Padre, El
Espíritu continúa balbuciéndola en nuestro corazón sin que nosotros tengamos que
intervenir porque brota, corre, se difunde como un agua viva. Incluso no somos ya
nosotros quienes oramos, es la misma oración quien ora en nosotros. La vida divina de
Cristo resucitado susurra dulcemente en nuestro corazón,


El lento trabajo de la transfiguración del cosmos ha comenzado en nosotros. Toda

la creación esperaba este momento de la revelación de la gloria de los hijos de Dios y
esta revelación tiene lugar en lo secreto, con toda humildad, pero ya en espíritu y en
verdad. Todavía estamos en el mundo, pero ya vivimos con Jesús junto al Padre. Aún
vivimos en la carne, pero ya el Espíritu se ha apoderado de nosotros por completo,
pues ha caído el velo de nuestro corazón y con el rostro descubierto reflejamos la
gloria y el esplendor de Jesús, mientras que nosotros mismos somos recreados a su
imagen, de gloria en gloria, por el Espíritu Así, la Palabra de Cristo habita en nuestro
corazón con toda su abundancia. En ella nos enraizamos, sobre ella somos
fundamentados, a ella se conforman nuestros hechos y gestos y sin cesar
desbordamos en alabanza y en acción de gracias. Esta eucaristía se ha convertido

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ahora en nuestra vida, la sobreabundancia de nuestro corazón, la liturgia de mundo
nuevo, que ya celebramos en lo más profundo de nuestro ser, porque somos templos
del Espíritu.

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El salmo como respuesta a la Palabra

E

L proceso descrito en el capítulo anterior, y que se desarrolla entre el corazón y la

Palabra, desde hace muchísimo tiempo ha rendido sus frutos en los salmos. En el
presente capítulo, el estudio sobre el origen y sobre la oración de los salmos nos lo va
a ilustrar.


Responderemos también a una pregunta cuya respuesta se ha hecho difícil en

nuestros días: ¿podemos todavía hoy rezar los salmos?


Desde la iglesia primitiva, los salmos ocupan un lugar privilegiado en la oración de

los fieles, ya sea la oración litúrgica o la plegaria en privado. Esta predilección por los
salmos pasó sin dificultad del judaísmo al cristianismo atravesando muchos siglos.
Incluso en el breviario renovado, los salmos siguen ocupando un lugar importante.
Pero este privilegio no es una contestación, porque muchos experimentan al rezar los
salmos dificultades tan intensas que ven en ello el problema más grave del oficio
actual.


Con toda certeza se puede hablar de una crisis que se ha hecho inevitable desde el

momento que tenemos dificultad en sentir la fuerza espiritual contenida en las
palabras de los salmos. Mientras recitábamos los salmos en latín, la dificultad no era
evidente con toda inmediatez. Tras el telón de la lengua muerta quedaban ocultas
muchas cosas.


Con la irrupción de la lengua viva, el telón se ha levantado y el salmo de repente ha

despertado, al menos, en parte, en la rudeza bastante brutal de su palabra humana. El
salmo se nos ha restituido como una cosa nueva y esta inesperada novedad nos ha
ofuscado. La lengua vernácula sorprende muy poco, las imágenes tienen un sonido
extraño o anticuado, los sentimientos resultan muy primitivos y groseros. De la Iglesia
no se habla, del Espíritu muy poco y nada en absoluto de Jesús y de su resurrección.
Para familiarizarse de nuevo con la plegaria de los salmos no basta adaptar las
palabras, las imágenes y el lenguaje a las normas de hoy, aunque esta adaptación sea
muy deseable, porque sería quedarse en un arreglo superficial, en un retoque del
aspecto exterior de la Palabra. Sería quedarse agarrado al «ropaje de la letra», con
peligro de dejar escapar el aliento vital de la Palabra, de su pneuma. Se trabajaría con
la cáscara, mientras que la almendra quedaría fuera del alcance.

Una palabra viva

Toda palabra humana es una palabra viva. El término más humilde, proferido por un
ser humano, nace de una experiencia vital y sigue inspirado por el aliento de quien la

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pronunció. Así es elástica y flexible. El mismo término puede expresar matices
distintos e interpelarnos a varios niveles. En el lenguaje ordinario, y sobre todo en el
lenguaje científico, cada palabra evoca una sola significación concreta y circunscrita.
Pero en sí misma, por su propia naturaleza, cada palabra es insondable. Posee una
profundidad que no puede ser explorada y comunicada más que progresivamente.


Sin embargo, en la mayoría de los casos esta profundidad escondida tiene poca

importancia. Para mayor claridad, es deseable incluso que las tonalidades
inconscientes del término vibren lo menos posible. Pero en otros casos se impone lo
contrario. La palabra debe volver a encontrar su riqueza plena. No llena su función,
casi se diría su vocación, más que sorprendiendo al oyente con todos sus matices
posibles, conscientes o inconscientes. El oyente debe ser asaltado por la palabra, debe
dejarse afectar e interpelar a todos los niveles de su ser. Este caso se da por excelencia
en la poesía, en que cada palabra alcanza la plenitud de su fuerza vital. Está cargada
hasta estallar del soplo de una experiencia humana que testimonia y transmite. No se
trata de interpretar o pesar conceptos. La palabra cargada de vida es, efectivamente,
capaz de suscitar una vida nueva en cualquiera que le preste una silenciosa docilidad.


El poeta es un verdadero hacedor, en el sentido etimológico de la palabra, un

creador. Está muy cerca del Creador. Dios creó por su palabra, y todo poeta, dando a
cada palabra humana su pleno vigor, está llamado a acabar la creación de Dios en las
cosas de las que habla o en los hombres para quienes habla. Porque toda palabra
humana tiene alguna relación con la palabra creadora, todo poema está cercano a la
plegaria. «Quisiera amar las palabras tan profundamente que cada una de ellas se me
convirtiese en una plegaria» (Píerre Emmanuel). El fruto último, el fruto más maduro
de una palabra, más allá de cualquier poema, es la plegaría.

Una palabra de hombres

Las palabras de los salmos maduraron en un corazón humano y nacieron en labios
humanos. Los sentimientos que despiertan no nos son extraños aun cuando el
lenguaje de imágenes en que están expresados no sean inteligibles «de modo
inmediato. Pese a todo, es el hombre quien se revela allí con toda su poesía; el hombre
más allá de las razas, de las fronteras, de las épocas, el hombre eterno que dormita en
nuestro corazón y que solo dejamos subir a nuestra conciencia progresivamente, y
solo en parte.


Por otra parte, aquí reside la tuerza misteriosa de la palabra poética de los salmos

que capta al hombre con tanto ímpetu. No se dirige solamente a la parte consciente del
hombre, sino que en el plano del inconsciente puede remover tierras todavía
inexploradas de su personalidad más profunda, hasta donde el ser humano se expresa
libre, pero todavía inconscientemente, frente a los demás hombres y frente a Dios. Por
eso mismo no aceptamos todo lo que el salmo sacude en nosotros y despierta a la vida.

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El salmista es un hombre herido por el pecado y que clama su sufrimiento y su
desesperación ante Dios. Grita su angustia, su desesperanza, su cólera, su odio;
visiblemente, no experimenta ningún deseo de disimular esos sentimientos. Veinte
siglos después, el lector, generalmente, no es consciente de que su corazón abriga
todavía esas pasiones. Cuanto más se identifica con las normas corrientes del grupo en
que vive—sobre todo si son normas evangélicas—, tanto más experimenta la
dificultad de reconocerse en esos sentimientos paganos. Si raramente ha confesado su
pecado ante Dios, se le harán muy insoportables esas palabras demasiado humanas
que queman sus labios.


El malestar que el lector moderno experimenta al rezar algunos salmos se sitúa, en

parte, a ese nivel. Cada generación tiene sus tabúes propios, que cambian con
regularidad. La irritación con la que el hombre medio reacciona ante determinados
temas de oración en los salmos también cambia.


La pregunta que se plantea es saber si el procedimiento de rechazar esos

sentimientos, y en consecuencia suprimir su expresión en los salmos, es
psicológicamente sano. La dinámica interna que se expresa en los salmos quizá no
debe perderse. ¿No sería mejor orientarla e incluso servirse de ella en beneficio de un
crecimiento sano y un desarrollo positivo del hombre? Ciertamente, esos sentimientos
revelan primero el pecador que cada uno ve en sí mismo y con el cual se debe
reconciliar. Pero una vez obtenida esta reconciliación entre el hombre y su yo,
también entre el hombre y Dios, ¿no se podría desviar y orientar la dinámica de esos
sentimientos hacia el bien? En caso afirmativo, las antiguas palabras de los salmos,
que antaño expresaban sentimientos demasiado primitivos, pueden evolucionar con
el hombre y adquirir un sentido nuevo y pleno. Por otra parte. Lo que el poeta humano
canta en el salmo no es su última palabra, pues el aliento vital que le inspira le viene, a
fin de cuentas, de otro lado y de alguien más grande que él.

Una palabra de Dios

En su literalidad humana y desnuda, los salmos son a la vez poesía y oración; oración,
sin duda, pero bajo la forma de poema. Sin embargo, su fuerza vital no viene sólo del
hombre. Dios mismo se sirve de la palabra del salmo y la profiere. No sólo es inspirada
por el soplo vital de un hombre, aunque sea un poeta genial, sino por el soplo de Dios,
que es Espíritu creador. La experiencia que traduce y comunica finalmente, es la
experiencia que Dios mismo crea en los corazones que le escuchan y que se abren ante
él.


Así, más que toda palabra, más que toda poesía humana, la Palabra de Dios es

insondable e inagotable. Quien intenta sujetarla no puede más que reducirla a aquello
que él es capaz de percibir. Pues la Palabra de Dios se eleva por encima de todo cuanto
el hombre puede captar hoy. Tiene su vida propia y su historia. La Palabra de Dios

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sólo puede ser medida en la plenitud de los tiempos. No cesa nunca de acompañar el
amor de Dios por el mundo y de llevarlo a cabo de nuevo. Por esta razón, el significado
de la Palabra de Dios no puede ser establecido de una vez para siempre. Esta Palabra
está llena de una vida que se engendra en quien la escucha. En su Palabra, Dios está
creando constantemente. En cada liturgia construye su Iglesia convocada en torno a la
Palabra, en cada creyente que le abre su corazón y su espíritu excava un abismo
insospechado de conocimiento y amor.


En este proceso, los salmos ocupan un lugar excepcional. En las Escrituras. Dios

dirige su Palabra al hombre. En los salmos, por el contrario. Dios pone en la boca del
hombre la palabra que éste le responderá. Pero no son nunca palabras nuevas ni
extrañas. Miradas de cerca, son las mismas palabras de la Biblia elevadas al nivel de la
poesía y de la oración. Por ejemplo, la Biblia contiene libros históricos, pues hay
también salmos históricos; libros sapienciales y salmos sapienciales; libros proféticos
y salmos proféticos. Se puede encontrar toda la Biblia en los salmos, pero como poesía
y plegaria. En la palabra de los salmos, la Biblia alcanza una cumbre de viviente
actualidad y de fuerza creadora. Al abad Filemón, de quien la Filocalia ha conservado
el Logos asketikós (1,241-252), se le preguntaba por qué encontraba más gusto en el
libro de los salmos que en cualquier otro texto de la Escritura. El respondió: «Puedo
aseguraros que Dios ha impreso en mi pobre corazón la fuerza de los salmos, como le
ocurrió al profeta David. Sin la dulzura de los salmos no podría vivir, ni sin la
contemplación sin límites que los salmos encierran. Los salmos contienen toda la
Sagrada Escritura.»


Sí, los salmos contienen toda la Sagrada Escritura. No son solamente un resumen:

son respuesta viva del hombre a la Palabra de Dios. Una respuesta que no procede
solamente del hombre, sino que es suscitada en su corazón por la misma Palabra de
Dios.

La carrera gloriosa» de la Palabra

El capítulo precedente describe el circuito de la Palabra tal como se realiza entre Dios
y el corazón del hombre a la escucha. El lugar predilecto del salmo en esta «gloriosa
carrera» (2 Tes 3.1) es de evidencia inmediata. Efectivamente, el salmo brota en el
mismo momento en que el corazón del creyente a la escucha, habiendo captado la
Palabra de Dios, la expresa de nuevo en forma de oración. Este proceso no se lleva a
cabo a nivel de la inteligencia, sino a un nivel mucho más profundo del corazón, donde
el centro de nuestra personalidad escucha y se acerca a Dios.


«En el corazón, la Palabra es escuchada, recibida y asimilada. Allí volverá a nacer

como salmo y como oración. El salmo procede de la Palabra, rezada en el corazón del
hombre. La palabra del salmo es una Palabra de Dios, que en su origen ya está cargada
del Espíritu de Dios y como tal ha sido enviada al hombre. Es escuchada y acogida por

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el espíritu del hombre para cumplirse y enriquecerse en diálogo, del espíritu al
Espíritu, en una nueva experiencia de fe. Así, pues, a través del corazón humano,
puede volverse a expresar y volver, finalmente, a Dios como canto de alabanza y de
acción de gracias. El salmo es, más que en cualquier otra parte de la Biblia, a la vez
Palabra de Dios y palabra humana, sobreabundancia de la Palabra y del corazón: una
morada de amor donde el Espíritu de Dios y el espíritu del hombre están muy
cercanos. El punto de contacto entre ambos es la plegaria interior, diálogo recíproco
entre Dios y el hombre, liturgia silenciosa que se celebra sin cesar en todo corazón
humano. Las fórmulas principales de esta liturgia interior se encuentran en los
salmos.


En el Antiguo Testamento, este proceso ha engendrado el Salterio. Ha encontrado

su coronación en Jesucristo, Palabra de Dios hecha hombre, piedra angular de ambos
testamentos y de la Biblia. Jesús hizo su propia oración de los salmos. En su muerte y
en su resurrección, los salmos alcanzan su significado más profundo. Hasta Jesús, no
eran más que un resumen del Antiguo Testamento. En Jesús, han sido transformados
de agua en vino, pasan de la letra al espíritu. Desde Jesús, cantan también la Buena
noticia, desde el evangelio hasta el Apocalipsis. El Señor resucitado es para siempre el
único salmista, vivo e intercesor: allá arriba, ante la faz de su Padre; aquí abajo, en la
liturgia que celebra su Iglesia.


En el Señor Jesús, la palabra del hombre es siempre Palabra de Dios. Lo que Jesús

predica coincide con lo que él canta; lo que lleva a cabo, con lo que ora. El mismo es,
por excelencia, la Palabra viviente y, por la misma razón, es el salmo que no se acaba
jamás de recitar y de rezar.


Por consiguiente, todos los sentimientos humanos que afloran en el salmo han

encontrado ya en Jesús su acabamiento. La tristeza no va ya jamás sin la alegría, el
pecado y el arrepentimiento han obtenido ya el perdón, la desesperación es el primer
paso hacia la confianza, el odio es el reverso de un gran amor, eros designa la fuerza
irresistible de ágape, la muerte anuncia ya la vida. Lo cual no quiere decir que el
aspecto profundamente humano de estos sentimientos sea rechazado o negado. Al
contrario. Se van profundizando y se hacen más auténticos porque el Espíritu los
desprende del caos de la tetra y de la carne. En Jesús han encontrado el más poderoso
resorte de su dinamismo. En él coinciden con la Palabra de Dios, su propia palabra
creadora. En adelante no hablan más que de la venida del Reino de Dios, del admirable
poder y de las señales que lo acompañan. El Espíritu en que Jesús oró y recreó los
salmos ha sido derramado en cada bautizado. Este puede ahora, en el mismo Espíritu
y como Jesús, apropiarse el salmo y cantarlo de nuevo. También para él, se hacen vivas
y se cumplen las antiguas palabras. La Palabra se despliega en nuevas dimensiones, en
el Espíritu, toma hondura y se dilata. Vibra con todos sus armónicos. También es
necesariamente palabra poética, aunque supere a toda poesía creada. Pues la Palabra
no es solamente ajustada al Pneuma, al aliento vital de un hombre limitado, sino al

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Pneuma del mismo Dios, que suscita y hace surgir la vida y que conduce la historia de
la salvación a su acabamiento.


Tampoco es posible ya leer, y todavía menos rezar, los salmos según la letra.

Rezarlos según la letra sería, en el sentido más estricto de la palabra, una
contradicción de los términos. Un salmo sólo puede ser salmo—y no un documento
arqueológico—en la medida en que vive, es decir, en la medida en que el Espíritu lo
reza de nuevo en nuestro corazón.

Palabra y Espíritu

Rezar un salmo no puede hacerse más que pneumatikós, es decir, en el Espíritu.
También el significado de cada salmo depende del espíritu con que es leído u orado.
Como toda Palabra de Dios, cada salmo tiene su propia vida; comienza como una
pequeña semilla, germina, se hace grande y se desarrolla. De suyo, su futuro es
ilimitado. En el Antiguo Testamento, el salmo no cantaba más que un esbozo del Reino
de Dios; con las palabras del mismo salmo, Jesús habla del Reino ya presente en su
persona, y el Espíritu Santo lo utiliza todavía hoy en la Iglesia para sostener su espera.
La Palabra no será agotada más que cuando Dios sea todo en todos.


Así, el salmo está en estrecha relación con la historia de la salvación: desde el

primer Adán, con la venida de Jesús, segundo Adán, hasta su vuelta al fin de los
tiempos. Puesto que la Palabra está inspirada por el Pneuma de Dios puede, durante el
camino, significar cada vez mejor la creciente realidad del pueblo de Dios. Al ritmo del
Espíritu, cada Palabra se hace mayor con relación a la historia de la salvación que
progresa.


Esto ocurrió por primera vez, en una ocasión decisiva y definitiva, cuando Jesús

rezaba los salmos. El mismo proceso se prolonga cada día en el creyente que acoge la
Palabra en sí mismo y la canta de nuevo por medio del salmo. Para quien no vive de
Jesús y del Espíritu, o vive muy poco, el salmo está muerto y pertenece al Antiguo
Testamento; no podrá penetrar más allá de la letra grosera y humana. Pero para quien
vive del Espíritu comunicado por Jesús, el salmo es algo vivo. Con quien crece en este
mismo Espíritu, también el salmo crece; para esta persona se abren perspectivas
siempre nuevas en el horizonte de la Palabra Los limites se distienden y se quiebran.
Jesús y su Reino están ya cerca de él.


Por tanto, no hay que temer que nos acostumbremos a los salmos. No suscitarán

ningún fastidio, si se crece al ritmo de su dinamismo interior, con el Espíritu que los
inspira y los conserva vivos. Esto supone que uno se abre cada vez más al Espíritu y
que se entrega a él. De la misma manera que el hombre exterior disminuye en
nosotros de día en día, según el hombre interior crece, así la letra del salmo se borra

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para nosotros, como una corteza que se hace superflua, mientras que su pneuma, su
fuerza espiritual, se experimenta cada vez de un modo más claro Ambos desarrollos
son correlativos. Uno depende del otro y, a la vez, actúa sobre él. Quien vive según la
carne y cuando las obras de ¡a carne matan el Espíritu, no encuentra en el salmo más
que la carne y permanece cerrado en la letra de su palabra humana. Quien vive en el
Espíritu, vuelve a encontrar el Espíritu en los salmos, sin violencia ni esfuerzo, lejos de
la acrobacia artificial de algunas sutiles aplicaciones.

Del espíritu al Espíritu

En consecuencia, la manera de rezar los salmos es indicio revelador del estado de
nuestro corazón. El salmo es verdaderamente el barómetro de nuestra vida en el
Espíritu y demuestra oración. Efectivamente, el salmo y el corazón son, cada uno a su
estilo, un lugar de oración, un suelo de donde brota la plegaria. El salmo no puede ser
rezado más que «con el corazón». A su vez, el corazón es fecundado por la oración y
alimentado por el salmo, que es, en retorno, fruto de la oración y semilla de una nueva
plegaría.


Quizá ahora nos damos más cuenta del trágico malentendido, cada vez mayor,

entre los salmos y el cristiano actúa! que va en busca de oración. Rezar la Palabra de
Dios supone toda una antropología. Porque la plegaria es antropología vivida,
existencia]: un hombre es invadido progresivamente por el Espíritu, en su cuerpo y en
su corazón, y así es transformado del espíritu al Espíritu, a la imagen de Dios en
Jesucristo. Si no nos acercamos a los salmos más que con la idea de tomarles prestada
cierta experiencia religiosa, no damos ninguna oportunidad a la vida y a la fuerza
propias del salmo.


Hay que exponerse al dinamismo del salmo con todo nuestro ser de hombre, para

entregarse así a su pneuma. Este pneuma es, en primer lugar, el pneuma del poeta que
en cuanto hombre, compuso el salmo. El espíritu del hombre conoce lo que vive en el
corazón del hombre, penetra hasta el fondo de toda experiencia humana, y por esa
razón, el salmo tampoco evita el pecado en nosotros. Lo pone todo al desnudo:
desamparo, angustia, rencor, venganza.


Al hacer esto, el salmo nos ayuda a tocar nuestra realidad humana, y lo hace con

una finalidad concreta: salvarnos, a ese nivel de pecado, por el Espíritu de Dios. Pues
el pneuma del salmo es también Pneuma divino, y las palabras humanas están allí para
ofrecerse a la inspiración de la Palabra de Dios. Así, con un mismo impulso, el salmo
nos lleva a las últimas profundidades del corazón de Dios. El salmo nos descubre a
Dios en Jesús: amor, misericordia, omnipotencia, victoria. Todo esto supone, según la
expresión de Pablo, «que rezamos los salmos con nuestro corazón, llenos del Espíritu»
(Ef 5.18-19). Atentos para escuchar, pacientes para acoger, susurrando sin cesar los
salmos con amor, asimilados por ellos, vibrando al unísono con el espíritu del salmista

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y con el mismo Espíritu de Dios. Al hombre de hoy con su formación científica, le es
bastante difícil familiarizarse con esta técnica espiritual o técnica en el Espíritu. Está
habituado a mantenerse fuera del texto y a utilizarlo como objeto de discusión o de
examen


Todavía es mucho más difícil aceptar la realidad espiritual que se dibuja en el

salmo para cada uno de nosotros personalmente: primero el salmo manifiesta el
carácter relativo de nuestros sentimientos humanos, con el cual nos reconciliamos con
dificultad: después nos revela las subidas exigencias del Espíritu, que constantemente
nos acosa.


Sin embargo, un pneuma no va sin el otro. El pneuma de! hombre llama al Pneuma

de Dios. El estado del hombre pecador pide la purificación por el Espíritu de Dios. El
pneuma humano del poeta aspira a ser asumido en el Pneuma de Dios. Así, en el salmo,
se prolonga un diálogo incesante del espíritu al Espíritu y se establece una tensión
fecunda en la que la revelación se alimenta de nuevo. Este diálogo se inscribe en el
corazón en plegaria que, totalmente a la escucha, se entrega a esta tensión. Así se
revela a nuestro espíritu cuán grande era el pecado y cuán indeciblemente mayor es el
amor de Dios en Jesucristo. En cada salmo, el Espíritu de Dios da testimonio a nuestro
espíritu de que él ha sido derramado en nuestro corazón por Dios, de que somos
verdaderamente hijos de Dios y de que Dios es amor (1 Jn 4,8).

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El Verbo hecho carne

«Y

el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Al Verbo, que habitaba junto al

Padre y al Espíritu. Palabra en quién y por quien el Padre creó todo, a esta Palabra,
según su voluntad de salvación, el Padre la hizo hombre. El Verbo se ha convertido en
uno de nosotros. En Jesús, el hombre y Dios se han abrazado. El Padre envía aquello
que un padre tiene de más querido, el hijo, su imagen y su semejanza. En la
encarnación de Dios comenzó nuestra redención. «Nosotros, los hombres, servimos
las obras de la carne», dice san Pablo a los efesios. Estábamos lejos de Dios, no
estábamos en paz con Dios y difícilmente nos alcanzaba su Palabra, que apenas
podíamos recibir. Pero en su amor sin par, una de las tres personas se revistió de la
carne de pecado. Jesús es el cordero de Dios que carga y quita los pecados del mundo;
el buen pastor salió para buscar lo que estaba perdido, lo que amaba por encima de
todo. En este amor fue hasta el extremo, hasta la muerte. Después de haber librado en
el huerto de los Olivos su combate de la agonía—le vino un sudor como de gotas de
sangre que caían a tierra—fue clavado en la cruz y murió: el amor hasta el extremo.


En el cuerpo de Cristo está clavado en la cruz nuestro cuerpo-de-pecado. En la

muerte de Jesús también muere. El pecado de nuestro cuerpo es vencido y su poder en
la carne se aniquila, pues la omnipotencia del Padre ha resucitado a Jesús de la
muerte; El lo ha revestido de un cuerpo nuevo sobre el cual la muerte ya no tiene
dominio. Ahora su cuerpo humano está henchido de fa gloria de Dios, impregnado del
Espíritu. Si nuestro cuerpo era antes un cuerpo-de-carne, ahora puede llegar a ser un
cuerpo-de-pneuma, es decir, un cuerpo espiritual.


Una vez que el Espíritu se ha apoderado de nuestro cuerpo, también en él debe

brotar la fuente del agua viva. De igual modo que el cuerpo de Jesús «levantado» sobre
la cruz, se hace por su muerte y su resurrección fuente del Espíritu, como la roca de
donde Moisés hizo brotar el agua viva para los peregrinos sedientos del desierto, así
este mismo Espíritu, en nuestro propio cuerpo, se convierte en una fuente que salta
hasta la vida eterna. Pues el cuerpo es morada del Espíritu y templo de una plegaria
perenne.


La Palabra de Dios que escuchamos atentamente no sólo fecunda nuestro corazón,

debe también derramarse por nuestro cuerpo. En nuestros miembros, el Verbo debe
hacerse carne. Todo nuestro ser, espíritu, corazón y cuerpo, debe ser asumido en el
circuito de la Palabra.

Orar con un cuerpo

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Por consiguiente, nuestro cuerpo desempeña un papel central en nuestro retorno al
Padre, con Jesús, en el Espíritu. En él, el Espíritu puede brotar; a través de él, debe ser
dada a luz la oración. También toda oración, por secreta e interior que sea, se reflejará
en el cuerpo. La oración no puede existir fuera del cuerpo, ni en los principiantes ni en
los más adelantados. Poco a poco, la oración y el espíritu toman posesión del cuerpo.
Cuerpo y espíritu están inseparablemente ligados uno al otro.


El abad Agatón, según leemos en los Apotegmas, decía; «El hombre se parece a un

árbol. El follaje representa el trabajo (kopos, labor, podvig) del cuerpo; el fruto
representa la atención interior. Con vistas a ese fruto debemos aplicarnos
enteramente a la atención del corazón. Pero se necesita otro tanto la protección y la
fuerza de las hojas, es decir, del trabajo corporal.» Ascesis y contemplación, trabajo
corporal y espiritual siempre van a la par. Brotan del mismo tronco; reciben la savia
de las raíces, que se hunden en un mismo suelo que las nutre. El fruto es más
importante que el follaje, y desgraciado del árbol en el que no se encuentran más que
hojas. Pero el fruto no llega a madurar si el follaje no le proporciona protección y
alimento, pues también las hojas son indispensables. La imagen empleada por el abad
Agatón está cargada de una profunda sabiduría existencial. Estamos muy lejos de la
dicotomía neoplatónica de la que con frecuencia se acusa sin discernimiento a la
tradición patrística en bloque, y que reconocía al alma un valor superior que al cuerpo.
Por el contrario, en el retorno del hombre a Dios, el cuerpo tiene una tarea totalmente
peculiar. Conduce al hombre a la perfección donde será enteramente renovado en el
Espíritu Santo. Hacia la oración y hacia la plenitud del amor, el cuerpo constituye un
camino del cual no puede hacerse abstracción.


San Antonio muestra muy bien cómo el Espíritu toma posesión a la vez del cuerpo

y del alma, y confiere a uno y otra, fuerza y socorro para la santificación. Dice él que el
cuerpo y el alma son como dos vertientes. La oración es la cumbre de la montaña. En
camino hacia la oración, el cuerpo (primera vertiente) recibe los dones de las vigilias y
del ayuno. Las pasiones del asceta se calman y vuelven a su estado primitivo, tal como
Dios las pensó y creó, cuando solamente el amor existía y no había aún división en el
hombre. El alma (la segunda vertiente de la montaña) recibe el don de la vigilancia
para llevar a cabo el combate espiritual con ayuda de la Palabra de la Escritura, que
cura y santifica. Así, el alma puede discernir los males del cuerpo y contribuir a su
curación espiritual: «La Palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada
de dos filos; ella penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas
y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del hombre» (Heb 4,12).
Finalmente, el cuerpo entero, tanto en el combate de la ascesis como en el reposo de la
oración, será uno con el Espíritu, al servicio de la plegaria y del amor. Todos los
miembros participan en ello, piensa Antonio, «de la cabeza a los pies».


Los ojos, los oídos y, sobre todo, la lengua, que alaba a Dios. El hombre es renovado

íntegramente «por la fuerza del Espíritu, que conduce el cuerpo entero al reposo»,

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mientras que sus manos se levantan en señal de plegaria y se abren para hacer
misericordia.


¿Todavía estamos en la ascesis? Quizá ya en la transfiguración, cuando la imagen

de Dios comienza a brillar de nuevo en los rasgos de un rostro, cuando el cuerpo está
totalmente absorto en la oración y la expresa con facilidad. Los Santos Padres llaman a
este estado «la resurrección antes de la resurrección» o «!a resurrección menor», y
san Antonio reconoce ya en él «cierta participación en el cuerpo espiritual, que no
recibiremos más que en la resurrección universal».


Entre estos dos aspectos de la vida de oración, el exterior y el interior, las hojas y

los frutos, no se impone elección alguna. Nunca jamás hay que conceder un privilegio
a uno de ellos a expensas del otro. Ni las hojas a costa de los frutos, ni el fruto
sacrificando las hojas. Todo esfuerzo exterior debe florecer y dar fruto en la eucaristía
interior del corazón, y esta plegaria interior no puede ir sin la ascesis corporal.


Esta constante interacción del corazón y del cuerpo, que los textos monásticos

recuerdan en todo tiempo, es el rasgo característico de la técnica cristiana de la
plegaria, que supone una antropología particular, cuya intención no es que lo corporal
se borre ante lo espiritual, o lo material ante lo inmaterial, porque en este caso la
plegaria eliminaría el cuerpo, y con él al mismo hombre, sino que por el camino de la
gracia y de la oración, el cuerpo vuelve a su estado original. En adelante ya no es
«cuerpo de pecado» (Rm 6,6) o «cuerpo de anonadamiento» (Flp 2,8), ni signo de la
oposición a Dios y a los demás, ni sede de un combate incesante que no va más que a
la muerte y a la aniquilación. De cuerpo-para-la-muerte que era, se convierte en
cuerpo-para-la-vida; desde ese momento no está dominado ya por el pecado y por los
gérmenes de corrupción que llevaba en sí mismo. Al contrario, ahora el cuerpo puede
entregarse totalmente al Espíritu y dejarse invadir poco a poco por su fuerza y por la
vida nueva en Jesús.


Se trata de un largo desarropo de vigilancia y oración que abarca toda la vida, en el

que la ascesis del cuerpo v orientación incansable del corazón hacia Dios están
inseparablemente ligadas entre sí.


Junto al corazón, el cuerpo del hombre desempeña también un papel decisivo,

porque constituye el terreno en el que hasta ahora el pecado reinaba como amo y en el
que su influencia debe ser reducida a cero por la fuerza de Espíritu Santo. Como Jesús
hizo en su muerte \ en su resurrección, también el cristiano debe «anular el pecado en
si cuerpo» (Rm 8.3), Por si mismo no lo puede hacer: solamente la fuerza pascual de
Jesús lo llevará a cabo en él. En su cuerpo, el cristiano se encuentra como entregado a
dos fuerzas antagónicas que quieren apoderarse de él, desplegando su hostilidad y
convirtiéndolo en campo de batalla entre el pecado y Jesús o. como dice san Pablo,
entre le carne y el espíritu. Pero de la misma manera que el cristiano lleva en sí mismo

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el pecado, también lleva (a semilla de la gracia, depositada por el bautismo. Ha sido
asumido en la muerte de Jesús y revestido de la fuerza de su resurrección.


Entre el bautismo y la muerte, esta maravillosa fuerza debe desplegarse cada vez

más en él. El signo sacramenta! debe convertirse en una realidad operante, que toma
al hombre en su vida entera hasta su muerte. Esta realidad terriblemente seria, puede
llegar hasta la sangre. «Da sangre y recibe espíritu», dice Longinos. En su cuerpo todo
bautizado pasa por la muerte de Jesús, para que también la fuerza de su resurrección
se manifieste más en este mismo cuerpo. En efecto, en la medida en que el cristiano
muere al pecado, la vida de la resurrección también florece y da fruto en su cuerpo.


Una misma dinámica opera en la oración y en la ascesis. La oración es el fruto más

bello y más rico de la energía pascual, de la que la resurrección de Jesús llena el
mundo y el hombre. De esta manera siempre es pascua para el monje, en expresión de
Evagrio, como siempre es ayuno y cuaresma, según dice la regla de san Benito. Por así
decirlo, la plegaria es la clave de bóveda del hombre nuevo, nacido de la pascua de
Jesús. Pues a ejemplo de la muerte, e incluso más allá de la muerte, orar es «amar
hasta el extremo». La oración es esta antropología-en-acto, en la que el hombre puede
alcanzar su cota máxima, su total acabamiento. Sólo la oración puede traducir las
profundidades del hombre, sólo ella posee la llave de su misterio. Por la oración, el
hombre está llamado a crear el espacio y el momento en que, en un cuerpo, la carne de
pecado se transforma en el espíritu de Dios. Es la pascua de Jesús, que así se renueva
en el hombre, el espíritu derramándose sobre toda carne, la coronación de la obra de
Jesús y de su Padre.


Estudiaremos más de cerca los elementos clásicos de la técnica cristiana de la

oración: el celibato, la soledad y el silencio, las vigilias y el ayuno. A lo largo de veinte
siglos encontramos estos elementos en la mayoría de las experiencias de oración,
tanto en los textos del Nuevo Testamento como en los místicos modernos. También se
encuentran en la mística no-cristiana. Por tanto, es probable que esas técnicas
constituyan una especie de base natural a partir de la cual la oración se desarrolla
fácilmente en el hombre. Nuestro análisis tendrá en cuenta esto, pero no nos
limitaremos a ello. En la oración cristiana, estas técnicas se ponen al servicio de un
proceso de desarrollo cuya fuerza propulsora y su dirección provienen del Espíritu
Santo. Desde este momento, la orientación natural de cada técnica hacia la oración se
encuentra elevada a nivel del Espíritu e inserta en el misterio pascual de Jesús. Estas
técnicas deben convertirse en signos y expresión de nuestra muerte con Jesús y de
nuestra resurrección con El, lo que no puede resultar extraño, porque Jesús mismo no
estaba casado, tenía cierta preferencia por la soledad, pasó muchas noches en oración
y perseveró ayunando durante cuarenta días en el desierto.

Celibato y oración

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Cuando Pablo escribe que quien se une al Señor no forma ya más que un solo espíritu
con El, según el contexto, está pensando en la castidad corporal. El celibato y la
virginidad están al servicio de la oración, igual ocurre con la abstinencia periódica de
relaciones sexuales en el matrimonio. «No os defraudéis uno al otro, a no ser de
común acuerdo y por algún tiempo determinado para daros a la oración, y después
volved a lo mismo juntos» [1 Cor 7,5). Pues también en la vida sexual se oculta una
dinámica que debe ser liberada en beneficio del espíritu y de la oración.


Según la Biblia, el hombre y la mujer están creados a imagen de Dios, en su misma

especificidad de hombre y de mujer. El hombre es imagen de Dios en su masculinidad;
representa el amor de Dios en cuanto que es fuerza, vigor y fidelidad. La Biblia
expresa este aspecto del amor de Dios por el término emeth, veritas, verdad y
fidelidad. El hombre es la imagen de esta veritas del Creador.


También la mujer, en su feminidad, es imagen del amor de Dios; representa su

bondad y su ternura. Es la imagen de la solicitud amorosa de Dios: haced, misericordia.


Dios es las dos cosas al mismo tiempo: misericordia el veritas. Misericordia y

fidelidad. Él lo es en una sola naturaleza, identificándose en El bondad y fuerza de una
manera que supera nuestra inteligencia. En nuestro modo de pensar, ternura y vigor
se oponen, porque nosotros no conocemos el amor de Dios más que a partir de la
dualidad de sexos en el que se encuentra desdoblado.


En efecto, cuando Dios reproduce su imagen en el hombre necesita una imagen

doble, en (a que una completa a la otra: el hombre y la mujer, el padre y la madre. La
plenitud del amor de Dios normalmente se da y se vive en ambos a la vez. En el Señor,
dice Pablo, el varón no va nunca sin la mujer, ni la mujer jamás sin el hombre (1 Cor
11,11). Para representar, de un lado, el amor fuerte de Dios y, de otro lado, su ternura,
es necesario que el hombre y la mujer se unan aquí abajo y sean fecundos, como
fecundo es Dios en su amor.


En la soledad de su ser sexuado, el varón y la mujer están inacabados,

inconscientemente, llevan en su corazón la otra mitad de la imagen de Dios. Como nos
recuerda la psicología, todo varón posee un polo femenino, y toda mujer un polo
masculino. Este polo inconsciente lo lleva el hombre como una apertura y un deseo,
como una posibilidad de reconocer el otro sexo y de ser reconocido por él, de ser así
consciente de su propia imagen de Dios.


Normalmente, el hombre encuentra equilibrio y paz en este vínculo con el otro

sexo, que es su otra «mitad» de la imagen de Dios.


El varón necesita ternura y solicitud; la mujer, fuerza y solidez. La paz que todo

hombre recibe en el amor va más allá que este mismo amor, que se vive «a imagen y

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semejanza de Dios». El amor designa a Aquel del cual expresa un poco el fondo más
incomprensible por medio de un signo no-ambiguo.


El varón y la mujer se remontan hasta el mismo Dios, mediante esta «mitad» de la

imagen de Dios en el otro. En este punto interviene la abstinencia sexual. Abstinencia
provisional en el adulto que todavía no está casado; continencia periódica en los
esposos; continencia definitiva en el celibato voluntariamente escogido por Jesús.
Cada forma de abstinencia sexual deja disponibles las fuerzas interiores, movilizadas
en una vida sexual normal. Esa abstinencia (leva al hombre a ser signo del amor de
Dios de una manera invisible, que trasciende con mucho las posibilidades de su propio
sexo.


Esto se hace más claro si por un instante fijamos nuestra atención en Jesús. Jesús

no solamente fue un ser humano, sino también un varón, un ser humano del sexo
masculino, lo cual no fue fortuito ni arbitrario; si Dios se hacía hombre, debía tomar el
sexo masculino. En efecto, el varón es signo del amor de Dios en cuanto que éste con
toda su fuerza se compromete para salvar. Mientras que en la mujer, al contrario,
figura la humanidad escogida por Dios para ser rescatada por él. Por consiguiente,
Jesús debía ser un varón. El sexo masculino llevaba en sí mismo, como dibujado de
antemano, el misterio profundo de su ser, pues Jesús es a imagen del Padre, su amor
fiel y fuerte para los hombres.


Llevado a este punto, el valor de signo de la virilidad de Jesús cesa. O mejor dicho,

alcanza su plenitud. Dar un paso más y contraer matrimonio con tal mujer concreta
aquí abajo hubiera carecido de sentido para Jesús. En el misterio de su ser peculiar, el
Hombre-Dios había recibido ya infinitamente más. El matrimonio con una mujer no
podía añadirle nada, puesto que es él quien da sentido y significación a todos los
matrimonios humanos. Por una parte, la plenitud del amor de Dios estaba en él, tanto
la ternura de Dios como su fuerza, porque él mismo era Dios. Por otra parte, él era, en
su doble naturaleza, como Dios y como hombre, el matrimonio insuperable, la perfecta
comunión personal entre Dios redentor y la humanidad rescatada. En su divinidad, él
es don sin medida. En su humanidad, es acogida y eminente receptividad. Toda
tensión está descartada, tanto en su sensibilidad como en su sexualidad, porque su
amor está colmado y satisfecho con más profundidad y amplitud que lo hubiera
podido ser en un matrimonio. Su estatuto corporal de célibe es signo de esta plenitud!


También por esta misma razón Jesús debía, en cuanto hombre, permanecer virgen.

En él, en materia de virginidad, toda la dinámica sexuada, tanto consciente como
inconsciente, el polo masculino como el polo femenino, están al servicio de la realidad
espiritual que hay en él y de la cual viene a dar testimonio: él es el Hijo del Padre y su
imagen; en medio de los hombres es el primogénito de entre los muertos, el hombre
nuevo, o mejor, el hombre sin más. ¡Ecce homo!

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Esta situación única de Jesús no excluye los lazos con la mujer, con parientes,

amistades, colaboradoras. Sobre todo, tenía una madre, puesto que, como todos los
hombres, nació de una mujer. Hay que subrayar que la relación con su madre se
desarrolló en seguida en una realidad mucho más amplia y universal, pues toda mujer,
sin discusión posible, era para él mucho más que la feminidad concreta y limitada.
Todo lo que una mujer podía ser para él, Jesús lo había recibido ya en su propia
persona. Por eso María no era solamente su madre, sino más todavía, su hermana, su
esposa, su hija y, finalmente, su consciencia más íntima y la madre de todos los
hombres.


Por consiguiente, en Jesús vemos cómo la abstinencia sexual puede expresar la

realidad espiritual más profunda de una persona. Así, todo el potencial sexual queda
situado en otro plano, donde encuentra desarrollo y cumplimiento, sin dejar nunca de
ser masculino o femenino. Una realización de la sexualidad humana de este tipo
supera el agotamiento pasajero de la tensión erótica. Esto no puede extrañar a quien
sabe hasta qué punto la sexualidad, en el hombre, es precisamente la imagen de Dios.


Algo análogo sucede—en una medida más reducida— cuando alguien asume

voluntariamente el celibato por Jesús y por la oración. Entonces ocurre algo en su
cuerpo y en su dinámica sexual que va a reestructurar toda su persona y a favorecer
de golpe la oración y el vínculo con Jesús. Si no ocurriera esto, el celibato sería un
grave riesgo, que en bastantes personas, mantendría la inmadurez afectiva. Nuestro
celibato no sería posible sin el celibato de Jesús, e incluso es necesario que El mismo
nos llame a él de manera muy particular. También nuestro celibato debe convertirse
en signo de que la nueva creación comenzó y de que Dios se hizo cercano al hombre.
También nuestro celibato tiene relación con la dinámica sexuada completa del
hombre o de la mujer: inscribe en él la prueba palpable de que el amor de Dios lo
colma todo. La abstinencia sexual por Jesús supone una capacidad muy específica de
amor, una ampliación tan excepcional que se la debe llamar carismática. Esta
ampliación se produce en dos direcciones. Primero hacia el exterior, hacia una mayor
universalidad. La virginidad crea la posibilidad de entrar en una verdadera relación de
amor con todos los hombres. La familia del célibe es toda la humanidad, tanto los
buenos como los malos, todos aquellos que son amados por el Padre y a los que cuida.
Esta primera ampliación no exige más explicaciones.


Pero la abstinencia sexual amplía también nuestro amor hacia el interior, hacia las

profundidades de nuestro corazón. Aquí nos encontramos de nuevo con la oración: se
trata de ver cómo el celibato se convierte en una verdadera técnica de oración, con la
fuerza del Espíritu Santo.


¿Cómo ocurre esto? Cuando alguien renuncia a satisfacer su necesidad de afecto

respecto del otro sexo, debe encontrar otro camino para equilibrarse interiormente y
encontrar la paz en el otro polo sexual que inconscientemente lleva consigo. Si este

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proceso se desarrolla en buenas condiciones puede ser muy fecundo, incluso a simple
nivel humano.


El otro polo inconsciente aflora al primer plano del temperamento y allí desarrolla

sus propias afinidades de un modo positivo. Así, un célibe podría, a la larga, afinarse
mucho y hacerse más sensible a ciertos aspectos de la vida.


Cuando este mismo celibato es profesado por amor a Cristo y en el poder del

Espíritu Santo, el proceso penetra aún más profundamente en el corazón humano,
hasta el punto en que el otro polo sexual constituye la otra mitad de la imagen de Dios
en él. Renunciar a expresar este otro polo hacia el exterior en el matrimonio, si se hace
correctamente, libera en lo más íntimo de nuestro ser el valor espiritual del que este
otro polo es signo y que nos habita ya inconscientemente.


Aquí penetramos hasta el núcleo más profundo de nuestro ser más humano, allí

donde nuestro psiquismo inconsciente posee una estructura sexual a imagen de Dios,
y donde Dios está presente con su Espíritu, en su dualidad supra-sexuada, muy por
encima del varón y de la mujer, El, que es a la vez ternura y fuerza, misericordia et
veritas
. El celibato nos vuelve a encaminar aquí al otro polo interior de nuestra vida
afectiva y sexual y, finalmente, a Dios mismo, con todos los componentes masculinos y
femeninos de su amor.


El celibato puede abrir una vía hacia la oración. En su alegato en favor de la

virginidad f1 Cor 7,35), Pablo la subraya como una expresión insólita que es difícil de
traducir sin quitarle fuerza. Aconseja el celibato porque ofrece la posibilidad—
traducimos literalmente—«de entretenerse ampliamente junto al Señor, sin separarse
de él». Quizá sea ésta la mejor descripción de lo que la oración está llamada a ser. Más
de un exegeta lo ha apuntado: esta extraña expresión parece evocar la imagen de
María sentada constantemente a los pies de Jesús para escuchar su palabra, sin
dejarse distraer por las múltiples preocupaciones de las tareas de casa. Quizá esta
María, en el evangelio de Lucas, es el tipo más sugerente de mujer y su excepcional
feminidad es un signo muy transparente de la oración.


Por naturaleza, la oración del varón y de la mujer serán, por tanto, un poco

diferentes, pues el sexo imprime su huella en la plegaria. Esto no debe asombrarnos si
admitimos que la plegaria está estimulada por la soledad sexual, tanto del varón como
de la mujer.


En su masculinidad, el varón es más bien imagen del Padre que se da en su Hijo.

También es la imagen del Hijo que anuncia la Palabra y que ama a la humanidad hasta
la muerte. En su oración, el varón se identifica preferentemente con Cristo y con la
Palabra, de la que es sacerdote y liturgo en su corazón. Su plegaria es una celebración
por la que se abre a la escondida interioridad de su corazón habitado por el Espíritu,
donde encuentra la intimidad y el recogimiento, que son signos de este mismo

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Espíritu. Allí es donde escucha al Espíritu, entregándose a esa profunda interioridad,
hasta percibir su voz que balbuceando le enseña a orar: Abba, Padre. Así se unifica en
profundidad y encuentra la paz con la otra mitad de la imagen de Dios en él. La integra
en él y vive de ella en una oración continua.


La mujer, al contrario, es la imagen del Espíritu que es fecundo, que acoge

maternalmente, que lleva el fruto en su seno, lo trae al mundo y cuida de él. Ella es la
pureza que hace puro todo, es interioridad y amor que adivina la verdad de todo, la
desvela y la comparte. También en su oración, la mujer, enteramente receptiva, se
entregará a la Palabra, se dejará impregnar por ella, dará su fruto en lo invisible y
transmitirá la vida. A ejemplo de María, conservará la Palabra en su corazón y la
meditará sin cesar. El hombre experimenta la oración más como una obra, como una
tarea, casi como un oficio con el que se liga y en el que encuentra su identidad. La
mujer, en su ser más profundo, es ya oración. En ella encuentra su personalidad
profunda, la fuente de donde brota su propio ser. El varón y la mujer, a través del
celibato y de la oración, encuentran así su otra mitad en Dios, esa otra tabla del
díptico, ternura y fuerza, que constituye aquí abajo una purísima imagen de Dios,
hasta que Dios sea todo en todos, tanto en el varón como en la mujer, hasta que su
cuerpo sea espíritu, sin cesar jamás de ser cuerpo, pero convertido en templo del
Espíritu y en casa de oración.


Este es el camino por excelencia del celibato definitivo. La vocación del hombre

casado o de la mujer no difieren, sin embargo, esencialmente. Sólo los signos vividos
son distintos. En el matrimonio, el varón y la mujer, uno para el otro, son signos de
Jesús y de la oración que todavía dormita en sus corazones. También para ellos, la
senda hacia la oración pasa normalmente a través de su pareja. Lo que para el célibe
se despierta en la misma renuncia, el casado lo recibe primero al expresar la
sexualidad en su cuerpo. Este misterio es grandísimo; habla de Cristo y de la Iglesia.
Así aprenden a orar el uno del otro, y se enseñan a orar el uno al otro, el hombre, la
mujer, los hijos, porque cada uno de ellos, de modo único, es para el otro signo y
respuesta de Dios. Por otra parte, orar seguirá siendo difícil para quien no haya sido
plenamente asumido por el otro en un amor verdadero. Incluso ciertas experiencias
de oración son poco menos que imposibles, al menos desde un punto de vista humano,
para quien no haya experimentado la fuerza o la ternura de un verdadero padre y de
una verdadera madre.


Sin embargo, el cónyuge no puede ser un obstáculo para la oración, aunque esta

posibilidad existe. San Pablo aconseja a los esposos un ritmo de continencia periódica
con vistas a la oración, pues también el otro, incluso en la carne y en la sangre, debe
orientarnos hacia nuestra interioridad y, al final, hacia Dios, del cual es imagen en
nosotros.

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Al mismo tiempo, el regalo más caro del hombre a la mujer, y de la mujer al

hombre, consiste en que susciten uno en el otro la oración, ese fruto, el más
maravilloso, del amor humano.

Orar a solas en una montaña

En el Evangelio, cuando Jesús va a orar, con frecuencia se aparta de los demás,
buscando lugares solitarios, una montaña o un desierto. Parece que para él existe
relación entre la soledad y la plegaria.


Ya hemos dicho cómo la soledad y el silencio constituían el medio donde la Palabra

de Dios encontraba su plena resonancia. Ahora quisiéramos esclarecer esta relación
partiendo del hombre mismo en oración. ¿Cómo la soledad puede despertar en él la
oración? ¿Cómo solamente la oración puede hacer soportable la soledad y cambiar el
desierto en paraíso? Lo que vamos a decir es válido, en primer lugar, para quien es
ermitaño o está enclaustrado habitualmente, pero también puede servir para todo
cristiano que de alguna manera hace la experiencia de la soledad, bien entendido que
es con Jesús con quien está llamado a atravesarla. Por otro lado, quien se esfuerza por
orar, generalmente comienza por buscar un poco de soledad y de silencio. La soledad
no se sitúa fuera del mundo, sino que participa de él como si fuese su fruto, y le es
inseparable. Para vivir en soledad no hay necesidad de huir del mundo, basta evitarlo
en un aspecto muy preciso y exteriormente muy limitado. El mundo solitario y
deshabitado es otra faceta de nuestro mundo. Forma parte integrante del mundo- del-
hombre
, corresponde a algo que hay en el hombre.


El hombre de hoy experimenta cierto gusto por la soledad y reivindica su derecho

a ella. De cuando en cuando, la mayor parte de las personas necesitan un pequeño
espacio de soledad y reposo para experimentar y para vivir algo de ellas mismas que
sienten confusamente y que de otra manera no afloraría nunca a su conciencia.
Cuando esta necesidad es demasiado exclusiva, se encuentra el hombre extraño. Sin
embargo, existen ciertas categorías de personas o algunas situaciones humanas que
exigen una mayor soledad. El artista, por ejemplo, o el pensador o también los
enamorados. Igualmente sucede cada vez más—al menos, una vez al año, y
frecuentemente en cada fin de semana— con el hombre-de-ciudad que desea tomar
cierta distancia respecto del mundo en el que vive ordinariamente. Entonces escoge
algún lugar tranquilo donde encuentra poca gente, donde la naturaleza sea hermosa y
que Eleve al recogimiento. ¿Se dirá de este hombre que huye del mundo o que se retira
del mundo? Su intención no es ésta. Busca lo que él llama una zona verde, que sin
vacilar sitúa en el mundo, el mundo-del-hombre, el mundo llamado a servirle por una
mejor realización de sí mismo. La soledad que le procura la zona verde le ayuda a
llegar a ser más hombre. Esta intención puede vivirse a niveles muy distintos. Cada
cual buscará el rincón y el tipo de soledad que mejor convengan a la toma de
conciencia de sus necesidades y riquezas, ya que el proyecto del hombre de negocios

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es distinto del proyecto del poeta. Totalmente distinto será también el enfoque de
quien busca la soledad con vistas a la oración.


Esta inclinación por la soledad y el silencio desempeñó un gran papel en la historia

de la oración. Sobre todo, los monjes han vivido su soledad en una relación muy
particular con el mundo. Se han sustraído a algunos aspectos de la vida del mundo,
han buscado otros con marcada preferencia e incluso a veces con obstinación.
Además, es curioso ver cómo su pretendida fuga del mundo siempre ha quedado muy
ligada-al-mundo. Por ejemplo, se han aficionado a lugares o paisajes determinados:
«Benedictus colles, Bernardus valles amabat» (de Benito se decía que prefería las
colinas, y de Bernardo, los valles). El cisterciense del siglo XII buscaba con ahínco las
tierras vírgenes e incultas. El mayor elogio que se le podía tributar era llamarle amator
loci
, es decir, quien ama su monasterio y la soledad que lo rodea.


Ermitaños y reclusos se encadenaban a veces materialmente a la cabaña o al suelo

en que vivían; tan orgullosos estaban de aquel pedacito de tierra donde corrían su
aventura espiritual. Sin hablar de los monjes peregrinos y de los monjes ambulantes,
que no querían tener domicilio en ninguna parte aquí abajo, sino que de hecho
recorrían el mundo entero para testimoniar que estaban en busca de la Jerusalén
celeste. Su fuga del mundo era totalmente dentro del mundo. Con esto queremos decir
que su actitud frente al mundo no era de rechazo ni contraria a un amor auténtico por
el mundo. Esta actitud hace entrar el mundo en un misterio del hombre, y al hacerlo
pone más de relieve un aspecto determinado del mundo. En efecto, el mundo debe
proporcionar al hombre el espacio donde pueda vivir su gracia propia y llegar a ser
plenamente él mismo. A esto tiene derecho igualmente el hombre que prefiere el
mundo de la soledad al mundo habitado. ¿Cómo la soledad favorece a la oración? El
vocabulario con que los primeros ermitaños describen la soledad en las antiguas
lenguas del cristianismo primitivo puede ayudarnos a comprenderlo. Con frecuencia
el acento se carga sobre el retiro (anachorésis, recessus) y sobre el reposo interior y
exterior, la quietud, en griego, hésychia (de donde el término hesycasmo); en siríaco,
shelyó (inacción); en latín, quies (descanso). Toda actividad (negotium) cesa, Se goza
de tiempo libre (otium). Se está desocupando, libre, virgen de todo (vacans), en el
sentido más literal del término: de vacaciones. De vacaciones para Dios (vacare Deo),
en una soledad que se recibe para habitar en ella con Dios, esperando que el corazón
se despierte allí en oración. Toda soledad nos lanza sobre nosotros mismos y sobre
Dios, sobre nuestra extrema pobreza, sobre el amor sin medida y sobre la
misericordia de Dios. Al mantenerse así exclusivamente vuelto hacia la intervención
de Dios que salva en la soledad, la fe se ahonda en nuestro corazón y queda al desnudo
una profundidad insospechada de nuestro ser: el núcleo central donde la plegaria ya
se nos dio. Efectivamente, fue en el desierto donde el agua brotó de la roca, roca que
es el mismo Jesús.

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¿Cómo se debe desarrollar este proceso? Estudiar cómo han sucedido las cosas en

Jesús nos ayudará a comprenderlo. Pues Jesús también aprendió algo de la soledad. En
el desierto fue donde recibió y vivió su plena medida y estatura de hombre adulto.


De la misma manera que el pueblo de Dios fue probado y educado en el desierto

durante cuarenta años, así también Jesús fue enviado al desierto para ser tentado y
para aprender allí a no vivir sólo de pan, sino también de toda palabra que sale de la
boca de Dios. Exponiéndose a la prueba en el desierto, Jesús hizo entrar el mundo
solitario en su misión. Allí inauguró su pascua, su victoria sobre el pecado y sobre la
muerte. El evangelista Lucas precisa que el diablo le dejó hasta el tiempo determinado
(kairós). Es decir, hasta el tiempo de la salvación, hasta la hora en que Jesús revelaría,
en su muerte y resurrección, el sentido pleno del mundo y de la humanidad.


Porque en el ayuno, la soledad y la tentación, Jesús aprendió a ser hombre cabal.

Ahí fue donde descendió hasta el corazón del mundo y del hombre. Pero el desierto no
fue más que la prueba preliminar, un gusto anticipado de su pascua, de su muerte y de
su resurrección. Tal es, en efecto, el sentido etimológico de la palabra pascua: paso del
Señor
; el Señor, que recorre por sí mismo y conquista para sí las zonas más profundas
del ser humano, el sufrimiento y la muerte, antes de resucitar de entre los muertos
para una vida nueva, primogénito de una muchedumbre de hermanos, primicias del
mundo nuevo y de la nueva creación.


El pensamiento cristiano más antiguo comprendió en esta misma línea el descenso

de Jesús a los infiernos. No se trata del infierno en el sentido moderno del término,
sino más bien en el sentido del hebreo shéól, el interior del mundo o, como expresa
Mateo con tanto vigor, el corazón de la tierra. «Como Jonás, el hijo del hombre estará
tres días y tres noches en el corazón de la tierra» (Mt 12,40). Allí es donde Jesús
hombre y Dios estableció el contacto más íntimo con nuestro mundo; allí los dos se
han convertido totalmente en uno, confundidos en el mismo sepulcro pascual. A partir
de allí, uno y otro se han convertido juntos en el origen y el manantial de una vida
nueva, resucitada.


El cuerpo de Jesús sembrado en la tierra ha fecundado el mundo para una Vida

nueva. Desde entonces toda la creación gime con dolores de parto. Hasta ahora
solamente el sepulcro de pascua da su fruto: el mismo Señor, resucitado en gloria.
Pero pronto el mundo entero estallará y se abrirá a la resurrección y a la vida nueva.
La estancia de Jesús en el desierto inauguró esta gesta y fue su primera etapa. El
mundo de la soledad proporcionó a Jesús un espacio para la tentación. De igual
manera, también después la soledad participó en su victoria. Los ángeles bajaron para
ponerse al servicio del Señor. Así, ha sido en el desierto donde solamente el mundo ha
quedado acabado por completo: de mundo-de-la-tentación que era, se ha convertido
en paraíso terrestre y en cielo nuevo, porque allí donde Jesús está presente, los
paraísos, terrestre y celeste, coinciden.

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Por consiguiente, el desierto de Jesús da algo más que un anticipo. Es ya la pascua

de Jesús, pero en una primera etapa, bajo una forma todavía no elaborada. El desierto
contiene ya el núcleo mismo del misterio de pascua y permanece para siempre como
su signo y sacramento. Quien se enfrenta en la fe con la soledad por Jesús, se sumerge
en las energías pascuales que le empujaron a la experiencia del desierto y que más
tarde le resucitaron del sepulcro. La literatura monástica compara frecuentemente la
celda del ermitaño con el sepulcro excavado en la roca donde Jesús esperó su
resurrección; la ermita se convierte así en un sacramental de la muerte y de la
resurrección de Jesús.


En este sentido podemos también decir que el desierto es como un microcosmos,

un mundo en miniatura donde la vocación final del mundo está figurada y quizá
vivida. Primero por Jesús en persona, y tras él por el pueblo de Dios, su Iglesia, que de
muchas maneras hace la experiencia de la soledad en su situación de diáspora en
medio del mundo, y de una manera particular en virtud de una vocación personal, por
medio de los monjes y su vida solitaria.


Cualquiera que busque la soledad, aunque no sea más que un instante, con vistas a

la oración, comparte la misma gracia. Se ve, pues, su importancia. Los antiguos textos
monásticos la subrayan no sin cierto humor: el monje podría dejar cualquier otro tipo
de ascesis con tal de que persevere en su celda. «Un monje que vivía como ermitaño
en el desierto de la Tebaida tuvo un día esta idea: ¿qué haces tú como ermitaño? No
das fruto ninguno. Levántate, ve a un monasterio donde los monjes vivan juntos. Allí
darás fruto. Se levantó, pues, y fue a ver al abad Pafnucio para comunicarle su idea. El
anciano le dijo: ‘Vuelve a tu celda y permanece allí. Di tu oración todas las mañanas,
todas las tardes y cada noche. Si tienes hambre, come; si tienes sed, bebe; si tienes
sueño, duerme. Pero quédate en la soledad y no sigas esa idea. El monje también fue a
ver al abad Juan y le contó el consejo del abad Pafnucio. Pero el abad Juan le contestó:
‘Incluso puedes dejar esas tres oraciones. No digas ninguna, pero solamente
permanece en tu celda.'- En otro pasaje de Apotegmas se encuentra una expresión
todavía más enérgica: «Persevera en tu celda, y la celda te lo enseñará todo.»


¿Cómo puede ser esto? San Antonio nos pone en la pista de la respuesta: «El

ermitaño que permanece en el desierto está liberado de un triple combate: el de los
ojos, el de la lengua y el de los oídos. No le queda más que un solo combate: el del
corazón.» He aquí que hemos vuelto a nuestro tema. En la soledad, inevitablemente, el
corazón del hombre sube a la superficie con su ambigüedad congénita: todavía
vendido al pecado y ya habitado por Dios y por la plegaria del Espíritu Santo. Pero es
el pecado, sobre todo, el que, en la oración solitaria, sube el primero a fa superficie.
Aplastante. Descorazonador.


Esta experiencia es, literalmente, espantosa. La soledad separa de cualquier otra

realidad y lleva a la propia nada. Ninguna apariencia puede ayudar. Ya no hay ningún
apoyo superficial ni ningún sustitutivo. El hombre queda desnudo y sin defensa ante

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Dios en la pobreza y la debilidad que constituyen todo cuanto posee. Antes que la
soledad le lleve al encuentro con Dios, le revela primero todos sus límites y su infinita
insignificancia.


En la literatura y en el arte, el desierto pasa por ser el terreno por excelencia de la

tentación. Y con mucha razón. Los genios diabólicos que El Bosco pintó alrededor de
san Antonio son las proyecciones de lo que el ermitaño descubre de pecado y de
debilidad en sí mismo. En cierto sentido, la soledad opera una secularización: libre de
toda ilusión y de todo mito. Enseña a ser hombre, con toda sencillez, un hombre débil
y sin fuerzas.


Los primeros ermitaños estaban convencidos de que la soledad les permitía

agarrar directamente el mal y el diablo. En ese cuerpo a cuerpo de donde va a nacer la
oración, Dios interviene en el momento más crítico para enviar la fuerza que invade al
ermitaño. Por su combate solitario, «los ermitaños expulsan el mundo caduco,
dejándose adivinar cierto resplandor del mundo transfigurado. La soledad refleja así
algo de la realidad más profunda del corazón del hombre en donde se desencadena
ese combate; la soledad es alternativamente desierto y paraíso, tumba del pecado y
seno del mundo nuevo; es pascua de Jesús.


El camino de la soledad es estrecho y apretado, sobre todo al comienzo, cuando el

primer entusiasmo sensible pasa y se constata hasta qué punto dormita nuestro
corazón y cuán poco están de acuerdo nuestras potencias con la fe. Es importante
entonces no dejar la celda y perseverar en esa oración, que no se aprende en los
libros, sino en la misma soledad y por medio de ella, en esos momentos en los que se
ha eliminado todo lo demás para hacernos disponibles a la Palabra de Dios y al
impulso de la oración en nosotros, fuera y más allá de todo sentimiento. Sólo el
Espíritu Santo nos puede enseñar cómo podemos encontrar nuestra paz en la soledad
y el silencio, en tal medida que podamos expresar lo más profundo de nuestra
persona.


El espacio solitario que habitamos en el mundo debe expresar algo de nosotros

mismos y de nuestra relación con los hombres y las cosas. La soledad crea una
relación distinta con el mundo. Habitamos el mundo de un modo nuevo, lo que
significa que tratamos de vivir sobre una base más estrecha, puesto que las
actividades totalmente normales están excluidas. Y esto voluntariamente. La
reducción consciente de algunas posibilidades libera y profundiza otras, aunque esto
no se hace solo. Exige un combate y reclama cierta técnica, una verdadera ascesis. A lo
largo de ese camino, la soledad en la que penetramos cada vez más profundamente
debe evolucionar de acuerdo con nosotros hasta convertirse en un signo de la nueva
creación.


La soledad sólo es fácil para el principiante, que está harto de la agitación y del

ruido del mundo moderno que acaba de dejar. Pero el desierto no es solamente un

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lugar de descanso, incluso para quien busca a Dios. Sin tardar, comienza a pesar como
una argolla de plomo al cuello y engendra tedio. Pronto también se harta uno del
desierto, que se revela inhóspito e inhabitable. Todo ermitaño llega un día hasta el
punto de querer huir de la soledad y de renunciar a la oración. Entonces está en el
punto más crítico, de donde va a depender todo el futuro. Se trata de la clásica
tentación de la acedía, del tedio, de la desolación. Esta tentación sólo podemos
atravesarla con la fuerza del Espíritu Santo. En ese momento, no se trata en modo
alguno de fuerza de voluntad o de energía o tenacidad naturales. Al contrario. Una
tensión de ese tipo en el esfuerzo llevaría al solitario, en un breve plazo, a la depresión
y pondría en peligro su equilibrio psíquico. Ante todo, se trata de reposo y de quietud
interiores, de ausencia de toda coacción, de profunda calma. Una flexibilidad que es
fuerza, un abandono lleno de amor, una paz que llevamos profundamente escondida
en nosotros y que no aflora a nuestra conciencia más que exiguamente. La menor
intervención personal, la menor tensión inútil estarían de más aquí e impedirían
precisamente lo que estaba a punto de producirse.


Es necesario liberar una fuerza en algún lugar de nosotros mismos, donde hasta

ahora era difícil percibirla. Quietud profunda, paciencia, espera, ahora son de rigor.
Ciertamente, esta no intervención es lo más difícil que hay. Purifica nuestra necesidad
de actividad hasta la frustración. Muchos pasan al lado de esta prueba y quedan
parados por una generosidad demasiado inquieta o por un celo demasiado agitado.
Sin embargo, sólo el reposo y la paz de la hésychia nos ponen en condición de
entregarnos enteramente a una actividad muchísimo más profunda e importante en
nosotros. Cuando el Señor se apareció a Elías en el desierto, no se dio a conocer en la
agitación ni en el ruido, sino en el dulce murmullo de una brisa fresca. El aplastante
sentimiento de frustración y de cuasi-alienación que la sociedad despierta en nosotros
es aquí una ayuda preciosa. No hay que combatirlo, y menos todavía buscar una
diversión. La soledad da la impresión de un desarraigo y como de un exilio. Uno se
siente extranjero, peregrino, fuera del mundo de los demás y en camino hacia lo
desconocido. No hay que buscar una solución a bajo precio. El ermitaño debe fecundar
y trabajar el rincón de soledad que obtuvo en herencia como si fuera un pedazo del
mundo nuevo, una morada con Jesús y el Padre: «He aquí que estoy a la puerta y
llamo. «Si alguno me ama, guardará mi Palabra; entonces mi Padre también lo amará,
y vendremos a él y haremos en él nuestra morada.» El Padre y el Hijo, dice san Juan,
vienen a hacer en nosotros su morada. El texto original en griego emplea aquí la
palabra moné, por la que, cosa curiosa, la literatura monástica designa también la
celda del solitario o el monasterio donde viven juntos monjes en mayor número. Pues
«habitar junto a Jesús y al Padre», «morar en él», es precisamente lo que la celda debe
enseñar al monje que se esfuerza en perseverar en ella.


Aquel que entra así en la soledad se hace disponible, sin condiciones, para el

diálogo con Dios. Pero Dios no responde inmediatamente. O mejor dicho, como no
puede unirse a nosotros como querría, donde nosotros le esperamos
espontáneamente, debe primero desviar nuestra atención y atraerla hacia las regiones

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más profundas de nuestro corazón, hacia ese «secretior recessus conscientiae» de
Guillermo de Saint Thierry donde nos espera. Es a este nivel donde la soledad y el
silencio deben purificar nuestra experiencia de Dios. A condición de que se vele para
que esta soledad sea siempre verdadera y que todas las demás salidas permanezcan
cerradas por las espinas y los cardos (Os 2,8), se puede llegar, como a tientas, cerca
del Señor, donde mora profundamente en nosotros.


Generalmente este proceso requiere una época de sequedad y desolación. A veces.

Dios se hace buscar largo tiempo en el desierto. No puede comunicarse más que a
quien renunció a las imágenes, a los conceptos y a todas las categorías que no
concuerdan con lo que es en realidad, con la Palabra que nos dirige con toda su
energía. No hay que extrañarse entonces si Dios, en la soledad, aparece como un Dios
ausente y si hay que perseverar en su búsqueda como un hambriento y un sediento
cuyo deseo no es escuchado nunca del todo. Por definición, el cristiano es un buscador
de Dios insatisfecho siempre.


Esta incesante búsqueda de Dios, esta exploración paciente, plena de deseo, en

torno al vacío dejado tras sí por ese Dios ausente, acerca de modo singular al hombre
de oración a una de las experiencias religiosas más intensas del hombre moderno.
Este experimenta a Dios, sobre todo, como ausente, porque las palabras y los
sentimientos son demasiado limitados para captar a Dios y circunscribirlo. El creyente
carece en absoluto de posibilidades para ello, porque debe de nuevo morir a sus ideas
sobre Dios, a los recuerdos que pudieran referirse a Él; el creyente tiene la impresión
de que Dios está muerto. Esta afirmación no responde a la verdad más que en cuanto
que da cuenta, pero a la inversa, de nuestra necesaria crucifixión al mundo y a toda
concepción natural de Dios antes de poder acercarse a Dios con verdad. Porque nadie
puede ver a Dios y vivir. El es un fuego consumidor.


Por consiguiente, la actitud fundamental del cristiano en la soledad es la espera-

en-la-fe. Mirar a lo lejos delante de él. Empujado por su deseo, hasta que el Señor
venga en persona y se le manifieste. Algunos autores medievales, como Guerrico en el
Sermón I de Adviento, describen al contemplativo como colgado en la espera,
levantado en vilo, en suspenso, desgarrado interiormente a fuerza de esperar y
acechar. Aquí la mística coincide con la conclusión de un contemporáneo filósofo de la
religión. Cornee! Verhoeven. Al término de un análisis sobre la experiencia religiosa
actual, este autor concluía: «Esperar es la única cosa que hoy podemos hacer con
certeza.» Quien en su oración grita hacia Dios no dispone de medio alguno para
conseguir que Dios te responda y, menos aún, para obligarle a ello. Ningún medio, a no
ser la pura fe. Pero tampoco la fe puede producir esa respuesta por sí misma. El orante
se hunde cada vez más profundamente en la soledad y en el abismo de su pobreza. De
soledad que era, el desierto amenaza convertirse en desolación. De la misma manera,
el mismo hijo de Dios se sintió abandonado por el Padre cuando estuvo colgado en la
cruz, desamparado frente a los hombres y frente a la muerte.

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Esta desolación es el primer fruto de la soledad. Libera al hombre de sí mismo y de

proyectos, le hace pequeño ante Dios. Constantemente le expone a la omnipotente
misericordia de Dios. A fin de cuentas, el solitario en oración, a los ojos de la ternura
de Dios, no tiene otra garantía que este desposamiento y esta desnudez. Es como una
mano de mendigo tendida hacia Dios, dudando y confiando a la vez; una mano vacía
que solamente el amor de Dios puede llenar. ¿Avaramente o hasta el borde?
¿Inmediatamente o sólo después de una vida gastada en la espera?


El orante no puede exigir nada, ni quejarse de nada. Sin embargo, en esa noche de

la que ignora si se hunde en la tiniebla o si se inclina ya hacia la luz, cada vez se
convence más de que Dios colma a todos, sin excepción, y a él también, más allá de lo
que jamás hubiera osado pedir o sospechar. Mientras que no cesa de crecer la certeza
de que su hora también te llega y que el Señor está ya muy próximo. Al mismo tiempo,
antes que pueda darse cuenta de ello con claridad, el desierto da su fruto en el corazón
del solitario. Desolación y profunda alegría se alternan ahora al ritmo de la oración. En
la hora de la prueba, es el fuego purificador de la ausencia de Dios o incluso de su
muerte aparente. En la hora de su venida, es el resplandor inesperado de su rostro,
como una luz deslumbradora en lo más profundo del corazón.


Es como sentirse, por un lado, separado de los hombres como «desecho del

mundo» y, de otro, repentinamente ligado en profundidad con todos los hombres «en
el corazón de la tierra».


Es algo así como quedar dislocado dentro de sí mismo y alzado en vilo fuera de sí

para perder la vida, y después volver a sí mismo y ser capaz de reconocer la propia
identidad más profunda en el nombre nuevo, que sólo Jesús conoce y que susurra en
nuestros oídos durante la plegaria. Así se aprende, día tras día, a poblar la soledad de
la oración que lentamente se desarrolla en nosotros, tanto en la dificultad que nos
despoja como en la alegría que nos colma. Desde ese momento, soledad y oración
concuerdan mutuamente. Al final, lo están de modo total. Una exige a la otra, se
emparientan. La soledad se ha convertido en la decoración familiar de la oración, en la
que aridez y consuelo se alternan.


La laboriosa tarea, pero dulcísima, del solitario es ser (llamado a recibir esta gracia

y poderla conservar. Exige mucha humildad, una pacífica y paciente atención, un amor
grande y misterioso. En adelante, para él la soledad y el silencio representan mucho
más que una simple técnica o una ascesis. Se han convertido en los signos de su
ignorada en Jesús, el sacramento de su pascua.


«A quien no haya soportado todavía una larga prueba de soledad—escribe Isaac el

Sirio, uno de los más grandes maestros del hesycasmo—no le permitas comenzar por
sí mismo ninguna ascesis, incluso aunque se trate de un sabio o de un maestro y aun
cuando fuese irreprochable su género de vida.» Pues todavía no conoce el secreto
misterio y la admirable fecundidad de la soledad-por-Dios, ni cómo allí todo hombre

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llega a su yo más íntimo. El doble abismo de su propia debilidad y de la insondable
misericordia de Dios, en gran parte, le sigue siendo desconocido. La oración acaba por
llenar nuestra soledad, y la soledad por llevar nuestra oración, de la misma manera
que el seno materno lleva su fruto, según la expresión de Guillermo de Saint Thierry
en su Carta de oro. El silencio hace resonar sin límites nuestra aridez y nuestra
pobreza, y este mismo silencio se sacia de nuestra alegría y vibra al unísono con la
alabanza celestial. Pues, según el mismo Isaac, «el silencio es el lenguaje de los
ángeles». Finalmente, quien ora apenas puede ya vivir en otra parte; para él, la
soledad es como el agua para el pez, el único elemento donde puede respirar. Tiende
siempre a retirarse más lejos ad interiora deserti, a los más hondos lugares de!
desierto, en una más profunda soledad, donde pueda llegar a un nivel todavía más
profundo de su propia interioridad.


A través de él, el desierto da ya su fruto, pues «Dios creó el desierto para que

produjera flores y frutos», como dice Euquerio de Lyon. El fruto más maduro del
desierto fue Jesús mismo cuando fue allí para orar a solas; después de él, este fruto es
todo hombre que orando camina sobre las huellas de Jesús.


La soledad no es tanto una zona de clausura que separa del mundo-que-pasa, como

una zona de acceso al mundo- que-viene y que permanecerá para siempre. No es un
sitio de paso, es ya morada. El solitario habita en su soledad, como habita en Jesús y en
su amor, como permanece sin cesar en la plegaria. Allí está en su casa, como está en su
casa junto a Dios, como un pecador convertido en cuya casa Jesús se detiene con
predilección. Así, lleno de gratitud, permanece «sentado en su celda, teniendo
ininterrumpidamente en el corazón la plegaria del publicano»: «Señor Jesús, ten
piedad de, mí que soy pecador.»

Velar y orar

Cuando Jesús se retira para orar, con preferencia lo hace de noche; vela mientras el
mundo duerme. Exhorta a sus discípulos a velar y al mismo tiempo les recomienda la
oración: «Velad y orad.» Estos dos gestos son inseparables en la experiencia de Jesús.
Su ejemplo de pasar la noche, entera o en parte, en oración marcó la vida de sus
discípulos. La vigilia nocturna es un dato universal del cristianismo, ya sea vivida en
común, en la liturgia, o en privado, en la ascesis personal. La antigüedad vio a los
ascetas y a las vírgenes entregarse muy especialmente a las vigilias; también los
cristianos que vivían en el mundo participaban de ellas. Por ejemplo, en el siglo II,
Clemente de Alejandría da este consejo a los cristianos casados: «También nosotros
debemos levantarnos del lecho con frecuencia durante la noche y dar gracias a Dios.
Dichosos los que velan por él, porque se unen a los ángeles que llamamos vigilantes…
No conviene dormir toda la noche, pues la Palabra (Jesús) está en nosotros
permanentemente y ahí vela.»

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Isaac el Sirio opina que la vela es la más importante de las obras de la ascesis. «Si

un monje, por razones de salud, no pudiese ayunar, su espíritu podría, por las solas
vigilias, obtener la pureza de corazón y aprender a conocer en plenitud la fuerza del
Espíritu Santo. Pues sólo quien persevera en las vigilias puede comprender la gloria y
la fuerza que se esconden en la vida monástica.»


Todo cristiano está invitado a consagrar a la oración cierta parte de la noche. La

duración tiene poca importancia. Incluso una cortísima vela, consistente en acostarse
un poco más tarde o en levantarse un poco más pronto, es obra del Espíritu Santo en
nosotros y puede obrar frutos de oración.


El problema que se presenta aquí es siempre el mismo. Estamos de nuevo ante una

técnica de oración específicamente cristiana, que por tradición ininterrumpida se
remonta a Jesús y al Evangelio, que plantea el siguiente interrogante: ¿Cómo puede
obrar sobre la oración el hecho de vetar corporal mente? ¿Cómo se expresará la
oración espontáneamente en el contexto concreto de una vigilia nocturna?


Sin dificultad encontramos respuestas sencillísimas, pero que no bastan porque

apenas tocan el misterio cristiano de las vigilias. Con frecuencia se dice que la noche
proporciona de ordinario más tranquilidad para orar, que el recogimiento nocturno
de la naturaleza nos ayuda a volver a entrar en nosotros mismos, que la oscuridad
oculta todo aquello que podría distraer, que el espíritu en las primeras horas después
del sueño todavía no está ocupado por las numerosas impresiones que pronto el día le
aportará. Ciertamente, estas razones tienen su valor. Es una cosa parecida a cómo el
celibato dispensa de numerosas preocupaciones y cómo la soledad lleva normalmente
al reposo interior. Sin embargo, estos motivos se detienen en el umbral del misterio,
pues la especificidad cristiana de la ascesis exige que la técnica, por la fuerza del
Espíritu Santo, quede totalmente inserta en la dinámica de la pascua. Así se convierte
en imitación de Jesús y reproduce lo que él mismo vivió como un sacramento y una
anticipación de su muerte y de su resurrección. Entonces se comprende por qué una
imitación de este tipo no puede ser auténtica más que cuando el efecto natural de la
técnica de oración se encuentra por entero asumido en la acción del Espíritu Santo.


¿Cómo realiza esto la vela? Cuando se ha tratado de la soledad, hemos visto que

ésta era una porción del mundo que servía al ermitaño para situarse en el universo. Lo
mismo ocurre con las vigilias. Estas son una manera particular y poco común de vivir
la alternancia natural de los días y las noches. Sitúa al cristiano en una perspectiva
original frente al ritmo del tiempo. De la misma manera que la soledad produce el
efecto preciso sobre la oración, así también se contiene un carisma particular de
plegaria en este modo no corriente de vivir el ritmo de los días y de las noches. En
efecto, cada día y cada noche nos conceden dar un paso más en el tiempo; nos acercan,
en cierta medida de tiempo, a la vuelta de Cristo y al advenimiento de su reino. Toda la
vida del cristiano está dirigida hacia esa venida. La misma dinámica está en marcha en
la iglesia y se expresa en la liturgia. No sabemos cuándo vendrá, solamente que está ya

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viniendo—no es el que vendrá, sino el que viene (Ap 22,20)—y que en cualquier
momento puede estar a la puerta.


Jesús es llamado en el Apocalipsis: «EI que era, El que es y El que viene». Esta

definición de Jesús implica los tres momentos del tiempo: el pasado, el presente y el
futuro. Hay que subrayar que el futuro de Jesús no se expresa, como cabría esperar,
por el que será, sino por el que viene Lo único que debemos esperar es la realidad de
Jesús. Jesús es enteramente adventus, advenimiento, adviento, por-venir en el sentido
etimológico de la palabra.


Puesto que Jesús está siempre viniendo, la Iglesia debe velar constantemente. Ella

es vela, vigía; -mira expectante hacia adelante- (Rm 8,19-25) para acechar a su señor y
esposo: «Por tanto, vigilad, porque no sabéis cuándo vendrá el amo de la casa, si por la
tarde, si a media noche, o al canto del gallo, o a la madrugada; no sea que viniendo de
repente os encuentre dormidos. Lo que a vosotros digo, a todos digo: ¡Velad!» (Me
13,35-37), Por consiguiente, la vigilancia se impone siempre. Nadie conoce la hora de
la venida de Jesús, sino sólo que vendrá sin prevenir, como un ladrón durante la
noche, repentinamente, como los dolores del parto le sobrevienen a la mujer encinta.


También sabemos que su venida coincidirá con una gran prueba, con la tentación

por excelencia, de la que es expresiva imagen la dificultad del parto, a la vez violento
dolor e intensa alegría. También la plegaria va acompañada de esta vigilancia para no
sucumbir a la hora de la tentación: «Velad y orad para no entrar en tentación.» Jesús
dirigió estas palabras a sus discípulos cuando se enfrentó con el misterio de su pascua,
comenzando la vigilia más decisiva que se haya celebrado jamás. Fue un rudo
combate, una vigilia sangrienta, una lucha a muerte, en la que formuló la plegaria más
decisiva. Acababa de abandonarse a la libre iniciativa del amor del Padre para él y
para toda la humanidad: «No se haga mi voluntad, sino la tuya.»


La plegaria de la vela está orientada y proyectada hacia la doble realidad del fin de

los tiempos: la vuelta de Jesús y la gran prueba que la precede. Por consiguiente,
tiende a concretarse y a inscribirse en el ritmo de los días y de las noches, cuya
alternancia es ya como un sacramento natural y diario de la venida de Jesús, una
prenda de lo que él traerá más tarde, pues la noche es el símbolo del pecado y del
mundo perecedero que pasa, y el día es el símbolo del Señor Jesús y del mundo que
viene. Todo cristiano tiene la vocación particular de permanecer en vela. Porque el
cristiano pertenece a Jesús, es decir, que es, según la Biblia, hijo del día y de la luz. Ni
la noche ni la oscuridad tienen nada que ver con él: «En cuanto a vosotros, hermanos,
no viváis en tinieblas, para que el día (de la venida de Jesús) no os sorprenda como
ladrón, porque todos sois hijos de la luz e hijos del día. No pertenecéis a la noche ni a
las tinieblas. Por consiguiente, no durmamos como los otros, sino que estemos
vigilantes y vivamos sobriamente. Los que duermen, de noche duermen, y los que se
embriagan, de noche se embriagan. Pero nosotros, hijos del día, seamos sobrios,

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revestidos de la coraza de la fe y del amor, con el casco de la esperanza de la
salvación» (1 Tes 5,4-8).


El día y la noche, la vigilia y el sueño constituyen un ritmo cósmico que en Jesús

recibe una significación nueva; La noche designa su ausencia, el alba y el día anuncian
que viene. La Iglesia, que vive en la espera del retorno de Jesús y en la certeza de su
presencia misteriosa, no puede dormir, sino que vela. Como Jesús, que durante su vida
terrestre con frecuencia veló de noche, en oración con su Padre, así el cristiano está
invitado a disminuir un poco el sueño para estar un poco más con Jesús. Su vela
anticipa la terminación de la historia de la salvación.


Más todavía. Velando, la Iglesia influye el ritmo cósmico del tiempo: «Por las

plegarias, llenas de esperanza, aceleráis el advenimiento del día del Señor- (2 Pe
3,121. En efecto, quien se dedica a la vigilia, se inserta de modo original en la
alternancia de los días y de las noches. En su vela nocturna lleva toda la espera de la
Iglesia, que en el Espíritu Santo aguarda a su Señor. La fuerza del Espíritu Santo se
apodera de su vigilia hasta tal punto que, de modo misterioso, influirá en adelante en
el ritmo cósmico del tiempo. Esta influencia justifica el vigor de la frase de san Pedro
cuando escribe que el cristiano vejando y orando «acelera el día del Señor». Vivir así
en la espera es instalarse en un punto de la frontera entre las tinieblas y la luz, donde
Jesús está siempre viniendo. La fuerza de las vigilias reside en la fuerza la oración que
el Espíritu nos enseña y pronuncia en nosotros: «Maranatha, ven, Señor Jesús.» En el
Apocalipsis esta oración es la de la esposa que espera a su esposo; ella vela con una
vigilia amorosa. Ante Dios descubre el mundo, hiere el corazón de Dios y le inclina a
descender a la tierra. De repente, a media noche, resonará el grito: «¡He aquí que viene
el esposo! ¡Id a su encuentro!» Solamente quienes en aquella hora estén velando
podrán entrar en la cámara nupcial.


Pretender que el hombre que ora puede influir en el ritmo del tiempo y acelerar la

venida de Jesús puede parecer exagerado y, sin embargo, existe otro indicio de ello.
Las vigilias corporales dan fruto en el corazón que se hace vigilante y que experimenta
ya más intensamente el advenimiento de Jesús.


Cuando nuestro cuerpo reduce el sueño, nuestro corazón vela más profundamente.

El silencio nocturno repercute en él. No late más que para esperar a Jesús,
extinguiéndose cualquier otra impresión o cualquier otro eco. Todo el corazón no es
más que sobriedad y atención, que vela como un centinela. Tratamos aquí de nuevo de
la vigilancia interior recomendada por los Padres, de la népsis (vigilancia, sobriedad)
que libera en nosotros el manantial de la oración.


Ahora la oración puede establecer su morada en el corazón. En nuestra noche

poseemos cierto reflejo de la luz que viene, un primer resplandor del alba. Pues la
Palabra de Dios es como «una lámpara que luce en lugar tenebroso, hasta que luzca el
día y el lucero de la mañana se levante en los corazones» (2 Pe 1,19). Velar con Jesús

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es siempre velar en torno a su Palabra. La única luz de que disponemos en nuestras
tinieblas es la Palabra de Dios. Esperando a que el día despunte, Jesús, por su Palabra,
resplandece ya en lo más profundo de nuestro corazón, cual lucero mañanero que
anuncia el día ya próximo. Este texto es importante en relación con nuestro tema,
pues significa que la venida de Jesús al final de los tiempos ya está desde ahora
anticipada en nuestro corazón cuando velamos en torno a la Palabra. Ese Jesús que, en
el momento de la oración, resplandece en nuestro corazón, aporta un gusto anticipado
de la parusía; adviene en nuestro interior. En la noche de (os tiempos, en la que
todavía hoy vivimos, la vigilia de oración es una primera luz, todavía vacilante, que se
levanta sobre el mundo: el signo de que Jesús se acerca.


Más todavía: para quien vela, Jesús ya ha venido. Según Isaac el Sirio, «el monje,

por su vela, en poco tiempo se encuentra en los brazos de Jesús». Sin embargo,
continúa velando y esperando la venida definitiva de Jesús, pues todo permanece
inacabado hasta que llegue la hora del mundo al fin de los tiempos. Por tanto, la vigilia
no puede nunca cesar y la plegaria debe crecer siempre. Más que cualquier otra forma
de ascesis, las vigilias comportan ese rasgo de lo inconcluso que nosotros no podemos
nunca acabar con nuestras propias manos, ni tampoco podemos reprochar a Dios.
Pues nadie conoce la hora, ni aun el Hijo; sólo el Padre.


La espera y la vigilia nos arrancan a nosotros mismos y nos arrojan en las manos

de Dios, de quien depende todo acabamiento y que vendrá cuando quiera, cuando el
mundo, a fuerza de velar, esté maduro para Dios. Lo mismo ocurre en la oración: basta
entrar plenamente en la espera del mundo nuevo, con nuestro cuerpo y con nuestro
corazón, velando y rogando, hasta que toda tentación sea vencida y que el mismo
Jesús nos advierta: «Vengo pronto.»


Cuando se vela y se ora, se vive en la frontera entre el tiempo y la eternidad.

«Quien vela sube hasta el amor de Dios y se mantiene faz a faz ante su gloria.» Esta ya
no es una obra humana. ¿No se ha dicho del mismo Dios que «no duerme ni reposa el
que vela sobre Israel»? Y ¿no se llama, en las lenguas semíticas, vigías a los ángeles?
Por esta razón, «el corazón que lucha en las vigilias—según el mismo Isaac—recibirá
el ojo de un querubín y contemplará sin cesar el cielo».


Sin embargo, el que vela orando sigue enraizado en este mundo. Incluso quizá no

haya otra ascesis que ligue más íntimamente al hombre con el ritmo del cosmos y le
haga penetrar hasta la fuente invisible que le rige, pues también el mundo material ha
sido objeto de posesión por el Espíritu y aspira a su liberación. En las vigilias, el
hombre se une a ese deseo de toda la creación. El Espíritu que gime en las entrañas de
la tierra es el mismo que gime en su corazón. Su vela acoge la aspiración de la
creación, tensa hacia su cumplimiento y hacia la venida del Señor. Sólo quien vela
puede dar un sentido al mundo, por su plegaria, que traduce la espera cósmica del
universo, y por su vela, donde él soporta, en su propio cuerpo, los dolores de parto del
mundo nuevo.

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«Durante las vigilias de la noche, sus párpados llevaron el pesado sueño del

mundo. Que ahora brille a sus ojos la luz sin ocaso»; ésta es una oración de las
exequias de un monje, en una liturgia siríaca.

Ayunar y orar

Como las vírgenes prudentes del Evangelio, también nosotros esperamos la venida del
esposo tratando de conservar encendidas nuestras lámparas. La Palabra de Dios es
aceite para nosotros y sostiene nuestra espera. Porque el esposo no está y nosotros
sólo tenemos la promesa de que volverá. ¿En qué momento? Nadie lo sabe.


Esta ausencia de Jesús y nuestra perseverancia esperando su venida se expresan

también de otra manera en nuestra vida: «Un día los discípulos de Juan vinieron a
Jesús con esta pregunta: ¿Cómo es que ayunando nosotros y los fariseos, tus discípulos
no ayunan? Jesús les contestó: ¿Acaso pueden los compañeros del novio estar tristes
mientras está el novio con ellos? Pero vendrán días en que les será arrebatado el
esposo, y entonces ayunarán» (Mt 9, 14-15).


Por consiguiente, el ayuno del cristiano es el signo de que Jesús viene y de que la

gran prueba que debe preludiar el fin de los tiempos está ya a la puerta. El ayuno
desempeñó en la vida de Jesús ese papel. En la soledad del desierto, a punto de
comenzar su vida pública, la gran prueba de Jesús iba unida al ayuno, en la tentación
por excelencia, en aquel verdadero cuerpo a cuerpo con el diablo del que salió
victorioso por el poder del Espíritu que le había llevado al desierto.


Jesús luchó en este combate armado solamente con palabras de la Escritura, que

manejaba como flechas contra las sugestiones del tentador, completamente solo en
aquella soledad, velando y ayunando, en aquel lugar inhóspito que escogió con
predilección para mantenerse en oración ante su Padre. La soledad, el ayuno y las
vigilias en torno a la Palabra fueron para él la escuela donde aprendió a orar como
hombre en este mundo. Por esta razón también nuestro ayuno tiene normalmente
alguna relación con la plegaria, y tanto el uno como la otra con la tentación y el
combate contra el diablo. Una variante muy antigua del texto evangélico nos precisa
esta relación: «Algunos demonios no son expulsados más que por la oración y el
ayuno» (Me 9,29). Aun cuando esta variante no pertenezca al texto primitivo, expresa
un antiquísimo consenso de la tradición y se apoya en el ejemplo personal de Jesús.


También la técnica del ayuno debe estar completamente reasumida en una

dinámica espiritual para dar un fruto que no puede ser concebido más que por el
Espíritu Santo, a saber, la oración. En primer lugar, el ayuno cristiano no es una
especie de régimen dietético en beneficio del equilibrio físico o psicológico. Esto sería

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insuficiente. El hambre corporal debe orientarse inmediatamente hacia otra hambre:
la de Dios. Hambre corporal y hambre espiritual se alían armoniosamente en el ayuno
que se vive en el Espíritu y que puede aspirar al nombre de técnica de oración. Pues
quien ayuna debe experimentar en su cuerpo cómo el nombre no sólo vive de pan,
sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios. Isaac el Sirio nos cuenta una anécdota
curiosa, pero significativa. Un monje tenía la costumbre de no comer más que dos
veces a la semana. Los demás días los pasaba en un ayuno total. Pero observó que el
ayuno se hacía poco menos que imposible tan pronto como preveía que debería
interrumpir la oración y el silencio en el transcurso de la jornada. Un ayuno que no
podía, desde su comienzo, apuntar a una plegaria ininterrumpida se hacía así
físicamente imposible.


Según el mismo autor, otro monje hizo una experiencia análoga, pero en sentido

inverso. Tan pronto como podía perseverar en la soledad y en la oración, comer le
planteaba problema. Debía violentarse e incluso no siempre lo conseguía, «pues
estaba sin interrupción en conversación libre y espontánea con Dios sin el menor
esfuerzo». El ayuno desemboca normalmente en la oración, y orar conduce
inevitablemente a una abstinencia espontánea de beber y comer. De nuevo nos
volvemos a encontrar aquí con el corazón y el cuerpo en su fecunda interacción.


¿Cómo es posible esto? Antes que el ayuno se convierta en oración y que no pueda

privarse de ella, deberá excavar una nueva dimensión en el corazón humano. Pues el
ayuno afecta al hombre en uno de sus ritmos más vitales: el doble ritmo de la
alimentación, que se presenta como necesidad y como satisfacción. Desde los
primerísimos instantes de su existencia fuera del seno materno, el ser humano está
estructurado por la sucesión de estos dos momentos. Así es como puede seguir
viviendo y como le es posible situarse progresivamente frente a las cosas que le
rodean. El recién nacido tiene hambre o está saciado. Necesidad y satisfacción,
hambre y saciedad, con sus características de sufrimiento y fruición, se alternan
continuamente.


Cuanto más se desarrolla el adulto hacia la profundización de su persona, tanto

más profunda se hace la necesidad y menos se satisface con el alimento material que
se le presenta. Llega un día en que el hambre y la sed del Dios vivo nacen en él y,
dominando a la alimentación terrestre, se graban en su cuerpo. «Como anhela la
cierva las corrientes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios mío!» [Sal 42,2). A
partir de ese momento, sólo Jesús puede apagar su sed: «Si alguno tiene sed, venga a
mí y beba… Con esto quería designar el Espíritu que recibirían» (Jn 7,37-39).


El ayuno muerde profundamente al hombre. Le hiere, sin dañarle, con tal que la

abstinencia corporal se oriente fielmente hacia una abstinencia más profunda y
espiritual, que le cuesta al hombre mucho más, la ausencia de Jesús. Negarse el
alimento del mundo significa que queremos expresar, hasta en el cuerpo, nuestra
hambre del siglo futuro y de Jesús mismo, pan bajado del cielo para nosotros. Cuando

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el ayuno se vive en esta perspectiva, desencadena en el interior del hombre un
proceso de maduración espiritual por el que lenta, pero con seguridad, es arrastrado
hacia su nueva realidad existencia!, hacia su ser-en-el- Espíritu Santo. Notemos de
pasada que el ayuno eucarístico toma desde esta perspectiva su significado y su fuerza
invisible. La tensión ahondada por el ayuno no cesa más que por la comunión
sacramental con Jesús, de la misma manera que fuera de la sagrada comunión, sólo es
saciada con la intimidad de la plegaria con Jesús. El ayuno y la oración trabajan en
profundidad en favor del desarrollo psicológico del hombre, pues contribuyen, hasta
cierto punto, a borrar en él las huellas del pecado. También la necesidad psicológica,
tan ciega y con frecuencia pesadamente cargada por la pasión, sufre en él una
transformación fundamental. En efecto, no bastaría con sublimar la necesidad de
alimento corporal al plano espiritual por medio del ayuno, ya que existe una gula
espiritual, tan egocéntrica como la otra, que frena la libre actividad de la gracia en
nosotros. Por el contrario, el ayuno exige mucho más porque se trata de renunciar a
cualquier apetito egocéntrico y de transformar cualquier necesidad, sea la que fuere,
en un deseo paciente y respetuoso del otro; porque sólo el otro, en su alteridad
irreductible, puede darse a nosotros, libremente y sin coacción. Nuestra necesidad de
Dios, más o menos imperiosa, que querría, de hecho, encadenarle a nuestros
caprichos, por la oración y el ayuno se transforma en una apertura humilde y plena de
espera. No podemos invocar a Dios más que desde lo hondo, sin poder nunca poner la
mano sobre El.


En efecto, no podemos asir a Dios como cogeríamos con la mano un pedazo de pan.

No se puede beber el Espíritu como se bebe un vaso.de agua. Por decirlo con el
lenguaje propio de la psicología, el ayuno y la oración pueden operar en nosotros el
paso de la necesidad al deseo. En el lenguaje de la Biblia, esto significa que ya no nos
complacemos con la leche que se da a los recién nacidos, sino que podemos tomar
también el alimento sólido del Espíritu, al que tienen derecho aquellos que han
alcanzado en Cristo la estatura del hombre adulto. Entonces la oración y el ayuno son
la expresión de un gran amor purificado—el casto amor de los medievales—, que se
traduce por un abandono incondicional y la paciente espera de las maravillas que
Dios, libre y espontáneamente, llevará a cabo en nuestra vida. Como decía san
Romualdo con una imagen muy exacta, el hombre en oración es «como un polluelo,
contento con la gracia que Dios le concede (contentus de gratia Dei) y que no tiene
nada que comer si la gallina-madre—es decir, la gracia (¡mater gratia!)—no se lo da».
Cuando la necesidad inconsciente se ha transformado en puro deseo, Dios, sin
interposición de medio alguno, corresponde allí con toda su misericordia. Liberalidad
que nos concede sus dones gratuitamente, pero sobre la cual no tenemos ningún
poder: «¿No te tengo a ti en el cielo? Fuera de ti, nada deseo sobre la tierra» {Sal
72,25).


Entonces el ayuno se convierte en fuente de una indecible alegría. Alegría de quien

come únicamente de fa mano de Dios. Mientras que las vigilias nos hacen pasar más
allá del tiempo, el ayuno nos hace descender en profundidad hasta los estratos

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inconscientes de nuestro ser, allí donde por la fuerza del Espíritu podemos
enfrentamos con todas nuestras necesidades y pasiones. En las vigilias, el hombre se
asemeja a los ángeles, que día y noche contemplan la faz de Dios. El ayuno le pone en
condiciones de vivir en su propio ser el hambre profunda de toda la creación, hambre
que no puede ser nunca saciada en un cuerpo que solamente el Espíritu puede
satisfacer. Es el Espíritu quien confiere fuerza y finalidad al ayuno y a la oración.

Orar en la vida

Esta técnica de oración cala profundamente en la vida humana. La oración no consiste
en decir fórmulas sin ton ni son, ni en excitar vagos sentimientos, sino en crear en el
hombre un corazón nuevo. A través de su cuerpo, el hombre queda inserto en la
oración con todas sus funciones vitales y según sus dimensiones: amor y comunión,
alimento y sueño, tiempo y eternidad. La oración es la fuerza del Espíritu que, como
levadura, levanta al hombre y, a través de este hombre, alcanza al cosmos. En el centro
más profundo del hombre, en su corazón, la oración es el eco y la resonancia del
«deseo del Espíritu», que impulsa al mundo entero hacia el siglo futuro. No sólo la
resonancia, sino el latido mismo del Espíritu Santo, allí donde se hace más perceptible
en la creación.


A una verdadera oración no se le puede reprochar nunca permanecer fuera de la

vida o perderse en lo irreal. Una oración que mereciese este reproche, por esa misma
razón probaría que no es ya oración. Quizá no sería más que puro formalismo o estéril
introspección. Una verdadera oración se mantiene siempre «en el corazón de la
tierra». Es el motor del ser, la fuerza secreta de! manantial que sostiene todo en la
existencia. Un alma de oración es, en el sentido más literal, el alma del mundo. Cuanto
más exclusivamente vive del Espíritu de Dios, más intensamente vive del y para el
mundo.


En este mismo contexto se plantea la cuestión de saber si sería más conveniente

hoy hablar de oración secularizada. ¿No era antes la oración una actividad sacra con la
que se intentaba sustraerse a las exigencias del mundo y de la vida? ¿Un pequeño
refugio donde el hombre se ponía en seguridad con su Dios en medio de la agitación
profana? En nuestra época, algunas formas de oración parecen, a primera vista,
superadas. Se busca más bien una plegaria que brote espontáneamente de la realidad
cotidiana, que toque lo real, que se agarre a los datos concretos de la vida, a las
pequeñas alegrías y contrariedades de cada día, a la lucha por la vida. Se piensa que
solamente allí se puede alcanzar a Dios. Las demás formas de oración con las que se
creía de una u otra manera poder entrar en contacto directo con Dios, parecen
sospechosas a priori o son rechazadas.


De buena gana se concederá que la tendencia a la secularización ha purificado a

fondo nuestro concepto de la oración y lo ha desprendido de algunas nociones falsas.

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El Dios que no aparece en el horizonte más que para hacer la vida fácil al hombre, no
puede ser más que un ídolo que hace al hombre menos hombre. Incluso una plegaria
que no fuese más que la toma de conciencia y la proyección, bajo la forma de diálogo,
de nuestras necesidades insatisfechas, desembocaría fatalmente en el callejón sin
salida del narcisismo, de la contemplación de sí mismo y de la suficiencia espiritual.
Una sana secularización siempre nos obligará a renunciar, en la oración, a nuestro
falso yo y a enfrentamos con el Dios vivo, que es un fuego consumidor. Pero la
secularización también puede amenazar la plegaria porque ofrece el riesgo de dar
importancia excesiva al condicionamiento natural de la oración. Entonces la
insistencia se carga tan exclusivamente sobre la técnica en cuanto tal, que queda
impedido cualquier crecimiento ulterior de la oración. La oración permanece clavada
en tierra, jamás toma de veras el vuelo, no tiene oportunidad de aprovechar a velas
desplegadas el soplo del Espíritu.


Esto no significa que una técnica de oración carezca de valor en sí misma, sino

todo lo contrario, como ocurre con las técnicas de recogimiento y reposo interior que
nos vienen del Extremo Orienté. Estas técnicas pueden ponernos en la senda de la
oración; sin embargo, dejadas a sí mismas, no pueden conducirnos al fin, pues primero
deben superarse a sí mismas para ser asumidas en la Pascua de Jesús. Lo cual no se
lleva a cabo sin más. Primero, la técnica debe bajar hasta su punto cero. Quien se
aplique a ello verá que su esfuerzo se estrella en algún punto, se desmorona sobre sí
mismo, impotente ante el don gratuito de la oración. Este abismo entre la técnica
natural de la oración y el don de la plegaria hecho por Dios no puede ser franqueado
desde el hombre. Cualquier técnica expira ante la muerte de Jesús, donde encuentra la
locura de su cruz, Pero entonces puede, por medio de la fe, ser asumida
progresivamente en la dinámica vivificante de la pascua. Solamente entonces queda
franqueado el abismo por la gracia del Espíritu Santo, quien de toda técnica puede
hacer un sacramento de la plegaria de Jesús y de su pascua. Entonces, cualquiera que
sea el carácter de esta técnica, ya no es obra humana, sino una maravilla del Espíritu,
el único que puede obrar en quienes son bastante pobres y que se saben
suficientemente pecadores para esperarlo todo únicamente de Dios.


¿No iremos por mal camino? Esta oración-cercana-a-la-vida, ¿no dejaremos que se

pierda y se volatilice en la irrealidad sacral? De ninguna manera, sino que, por el
contrario, nos mantenemos mucho más cerca de la realidad profunda del ser, aunque
ese núcleo central no pertenezca al mundo exterior y permanezca invisible al ojo
humano.


En resumen, podemos decir que la oposición entre formas sacrales y formas

seculares de oración no es satisfactoria. No es que hayan inventado gratuitamente
esta distinción, porque ciertamente existen oraciones que brotan más
inmediatamente de la vida concreta, como hay otras que se conforman más con las
leyes de un género determinado, pero esta diferencia no tiene tanta importancia. Toda
oración, expresada o no en una esfera sacral, debe ser asumida en nosotros por el

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Espíritu Santo. Esto es lo único que importa: que nuestra plegaria esté dirigida por el
Espíritu de Jesús. El Espíritu no sacraliza nuestra oración, ni tampoco la desacraliza.
Sea como fuere la oración, el Espíritu la purifica y hace de ella su oración en nosotros.
Sólo él puede conceder que nuestro esfuerzo pase más allá del punto muerto de la
técnica para desbordarse en abandono, impaciente apertura al don imprevisible y
puramente gratuito de Dios.


Sin embargo, la oración más interior no existe sin algún vínculo con nuestra vida

interior. Ahora vamos a examinar ese vínculo con un poco más de detención.


Existe una interacción entre nuestra plegaria y nuestra actividad humana. En

primer lugar, gracias a la oración, llegamos a un discernimiento más exacto de la
voluntad de Dios sobre nosotros, y en contrapartida, nuestra sumisión a la voluntad
de Dios nos deja más libres para la oración. En segundo lugar, por la oración llegamos
a un conocimiento más penetrante de los hombres y de los acontecimientos, y esta
mayor transparencia de los seres nos dispone a orar mejor. Más adelante
desarrollaremos este segundo aspecto cuando hablemos de la ofrenda de la oración.
Detengámonos solamente un instante en la relación entre la voluntad de Dios y la
oración en nosotros que constituye la obediencia.


Antes vimos de qué manera la oración de Jesús culminaba en una tota! inserción

de Jesús en la voluntad del Padre. Por otra parte, la obediencia era el alimento, tanto
de su ser como de su oración; se trata de una obediencia orante. Ocurre lo mismo con
el cristiano cuya plegaría está en relación inmediata con la vida cotidiana. Quien
quiere orar debe preparar un lugar en su corazón para esta «voluntad perfecta» del
Padre y eliminar cuanto vaya contra esa voluntad, como son: los pequeños quereres
personales y limitados, los proyectos de corto alcance que no van más allá del
estrecho horizonte del interés egocéntrico. Para mantenerse en la voluntad del Padre
hay que desembarazarse de todo amor propio y de todo egoísmo.


De esta manera, la obediencia pertenece al campo de la ascesis y entre las técnicas

de oración es una de las más indispensables. Esta labor oboedientiae, este trabajo de la
obediencia, como dice san Benito en su Regla, es incluso 9a ascesis por excelencia.
Para practicarla no es necesario ser súbdito, pues no se trata de obedecer a otro o al
bien común de un grupo, aun cuando todo esto también haya que hacerlo. Sino que lo
más importante, en la obediencia de oración, es la renuncia a la propia voluntad desde
el momento en que estamos en condiciones de percibir con certeza la voluntad del
Padre. Las contrariedades, las cosas imprevistas, las preferencias de los demás, todo
eso que nos hiere o nos molesta, todo es señal de que estamos apegados a cosas
distintas de Dios y de su amor. Es la señal de que se acerca la hora en la que, como
Jesús, tenemos que renunciar totalmente a nosotros mismos. Morir de esta manera a
nuestros deseos liberará en nuestro corazón el espacio que necesita el enorme deseo
del Padre sobre nosotros: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Esta voluntad
propia, en el sentido de nuestros menudos deseos egoístas, no es verdaderamente

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nuestra. Nuestra personalidad profunda no puede quedar expresada en ella, no
depende más que de nuestro yo superficial y artificial, que siempre lleva la herida del
pecado y reacciona con la inquietud y la necedad. Solamente quien se desprende sin
descanso de estos caprichos y menudos quereres para no adherirse más que a Jesús,
llegará a la paz interior. En él, la voluntad del Padre, oculta en lo más hondo, puede
aflorar a la superficie de su corazón. Entonces esta voluntad se convierte en su propia
voluntad. Un día será su alimento, toda la fuerza motriz de su acción, la única obra que
tenga que realizar aquí abajo.


La ascesis de la obediencia vuelve a dejar al hombre en aquella «sencillez ante

Cristo» en la que fue creado. «Sencillo» quiere decir que no hay ya más que una sola
orientación en su corazón: la voluntad del Padre. Se ha convertido en un hombre
nuevo, con el resplandor de la primera creación. Por eso un hombre obediente es
también un hombre de oración. Tiene un corazón del que la plegaria brota
irresistiblemente. Según san Juan Clímaco en Escala, el obediente durante la oración
es «inundado de repente de luz y desborda de alegría, pues gracias a la obediencia se
mantiene en el umbral de la oración y está totalmente impregnado de ella».


La oración que mana sin cesar en nuestro corazón también nos ayuda a reconocer

la voluntad del Padre en los acontecimientos y en las personas. Esta tarea siempre es
difícil. En casi todas sus cartas, san Pablo exhorta a los cristianos a la oración para que
el Señor les revele su perfecta voluntad (por ejemplo, en Rm 12,2. o Ef 5,17). Esto
supone un corazón puro que se ha desprendido de todas las adiciones del egoísmo y
del pecado y que puede reconocer la voluntad del Padre a través de todo; donde los
demás están ciegos, él ve, discierne la realidad profunda, donde se guían unos a, otros
hasta caer juntos en el hoyo.


En la oración se desenmascaran las ilusiones de la voluntad propia. «El corazón

vigilante y sobrio—dice Hesiquio de Batos—invoca constantemente desde lo hondo a
Cristo con un gemido inefable. Quien lucha así ve volar como el polvo al enemigo ante
el santo y adorable nombre de Jesús, como la arena al viento.» La pureza de corazón a
la que lleva el renunciamiento a la voluntad propia es el manantial mismo de donde
brota la plegaria ininterrumpida. Según los antiguos, la una exige a la otra; pero si la
oración jamás puede hacerse a expensas de la obediencia, es necesario a veces
preferir una obediencia rigurosa al descanso de la oración. Este es también el parecer
de san Juan Clímaco, que piensa que Dios no exige la oración sin distracciones a los
que se renuncian en la obediencia.


Si la oración nos hace ver mejor la voluntad del Padre, también nos ayuda a

penetrar más profundamente la realidad. Todo se hace transparente a un corazón
bañado en la plegaria porque se le desvela el núcleo profundo del ser En la plegaria
todo designa a Dios, dice algo de su nombre, le canta sin cesar. Orar se convierte en
una celebración. La plegaria pertenece a un sacerdocio y celebra un sacrificio de

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alabanza en el que la creación encuentra su significado profundo. Más adelante
volveremos a tratar de este sacerdocio de oración.


¿Continúa habiendo ahora diferencias entre trabajar y orar? ¿Se ha convertido mi

trabajo en oración hasta el punto de que pueda eventualmente dejar a un lado la
oración y entregarme del todo al trabajo con el que estaría ocupado con Dios sin
interrupción? El trabajo puede convertirse en ocasión continua de orar. No porque la
oración sea absorbida por el trabajo, sino porque el corazón del hombre en plegaria se
purifica hasta el punto de que ve a través del velo que el pecado echó sobre el mundo.
«Todo es puro para quien es puro» (Tit 1,15). Evidentemente, esto supone una
oración verdadera por la que se baja hasta el fondo del propio corazón para morar allí
velando y orando. Una oración que, en el fondo, no tendrá ya nunca término.


¿Es posible esto? Ciertamente que sí para quien sabe por experiencia lo que

significa orar con el propio corazón y no sólo con los labios o con la inteligencia. Uno y
el mismo órgano no puede estar ocupado a la vez por dos objetos diferentes.
Simultáneamente no se puede leer un periódico y una novela, ni en el mismo instante
escuchar dos discos distintos. Pero haciendo todo esto se puede orar, aun durante el
trabajo e Incluso durante el estudio. En efecto, la oración mana sólo del corazón, y
solamente la plegaria puede ocupar el corazón hasta su fondo más íntimo. Por eso
puede convertirse en la música de fondo que acompaña al ser y al obrar, a condición
de que el camino hacia esta hondura permanezca libre.


¿Será imposible orar fuera de nuestro corazón? Por ejemplo, ¿elevándose a Dios a

través de las cosas y de los seres humanos? ¿No sería éste otro camino hacia una
plegaria que ya no necesitaría distanciarse de la vida concreta, sino que permanecería
enraizada por completo en ella, una oración que nacería de la misma vida?


De suyo, esta posibilidad existe y no deseamos excluirla. Todo lo creado es imagen

de Dios y puede ponernos en la senda que lleva a Dios. Todo ha sido creado en el
Verbo y puede, en consecuencia, hablarnos de Dios, por oscurecida que esté la imagen
a causa del pecado, por enmascarado que esté el sonido divino de las cosas con los
ruidos que se interfieren. La cuestión radica solamente en saber si tal camino, sin el
socorro de la técnica tradicional de oración escrita en este libro, no está expuesto a
convertirse en un larguísimo rodeo sin más. Pues Dios no habla solamente en las
cosas. Nos ha dado el don de su Palabra en la Escritura y de su propio Verbo, el Hijo,
en nuestra carne humana. Una y otra Palabra nos son inefablemente próximas, mucho
más cercanas que cualquier otra creatura: «Cerca de ti está la Palabra, en tu boca, en
tu corazón» (Rm 10,8; cfr. Dt 30,14], Y quien cree en la Palabra de Jesús, Jesús mora en
él, y él en Jesús. Sin duda alguna, éste es el camino más corto, el atajo de su nombre:
Jesús mismo. Este tesoro está escondido en tu propio corazón. No tienes más que
pagar el precio, si las circunstancias lo exigen, de venderlo todo, lleno de alegría, y la
oración será tuya.

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Ofrenda de la oración

Liturgia exterior e interior

A

NTES de ver con más detención la plegaria en su aspecto de celebración, vamos a

examinar la relación entre plegaria litúrgica y oración interior. Esta cuestión no
podemos eludirla, pues ha aparecido en repetidas ocasiones, y más de una vez hemos
estado a punto de plantearla claramente. Por ejemplo, en el capítulo referente a los
salmos. En efecto, por una parte, los salmos se usan con predilección en la liturgia. Por
excelencia son una plegaria litúrgica y, por tanto, parecen pertenecer al género de la
oración vocal y exterior, pero, por otra parte, también nos servimos de los salmos en
privado. Muchos fieles se inspiran en ellos y les hacen objeto de su oración silenciosa e
interior.


Esta ambivalencia del salmo se explica por su origen. De la mayoría de los salmos

se puede decir con alguna certeza que se escribieron con vistas a un uso litúrgico. Y,
sin embargo, a cada uno de ellos en particular solamente experiencias personalísimas
les han hecho madurar y desarrollarse.


Por consiguiente, volvemos a encontrar en el salmo aquella doble polaridad de la

oración cristiana. Se trata de una oración pública, y no solamente de la Iglesia, sino del
mundo entero, que está implicado por el salmo. Mas sigue siendo siempre una
plegaria personal en extremo, que traduce la conexión inefable—e incomunicable—
entre Dios y yo; por tanto, hacemos muy bien encerrándonos en nuestra propia
habitación y orando a Dios en la soledad y en lo secreto, pues la Palabra de Dios es a la
vez pública y privada, convoca a la Iglesia entera e interpela a cada uno de manera
estrictamente personal. Lo que se celebra en la comunidad debe penetrar hasta los
recovecos más escondidos de cada corazón para hacerse allí realidad. Se trata de la
misma y única Palabra, de una misma «gloriosa carrera», de un mismo fruto: la
plegaria que no cesa jamás.


En la espiritualidad occidental, no hace mucho tiempo, la frontera entre plegaria

litúrgica y oración interior estaba trazada con nitidez. Para algunos no se trataba
solamente de una distinción muy acusada, sino casi de una oposición e incluso, a
veces, de una rivalidad. Algunos daban prioridad a la plegaria litúrgica, otros insistían
en la necesidad de la oración íntima. En cuanto a describir con precisión la relación
entre ambos tipos de plegaria apenas se lograba. Todo cuanto precede ha intentado
demostrar con claridad que no hay diferencia entre ambas. Son idénticas sus
estructuras. Tanto en la una como en la otra, la Palabra de Dios ocupa el lugar central.
La Palabra es proclamada en la asamblea litúrgica, y la misma Palabra se escucha en el
silencio de la oración solitaria. En ambos casos, el circuito de la Palabra es

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exactamente el mismo: toca el corazón, es asumida y asimilada por él y, finalmente,
vuelta a expresar o cantada en alabanza y en acción de gracias. Igual en una
celebración comunitaria o privada. En ambas celebraciones, tos momentos de silencio
desempeñan una función tan importante como la escucha de la Palabra. Gracias a la
reciente reforma litúrgica hemos vuelto a encontrar oficialmente esos espacios de
silencio bajo la forma de pausas de la plegaria, que, por otra parte, en las
celebraciones de la Iglesia primitiva no dejaron nunca de estar presentes.


Incluso la literatura monástica más antigua habla muy claramente de dos especies

de celebración o de dos liturgias que se suceden día y noche. Por ejemplo, en sus
Instituciones, san Juan Casiano nos ha dejado una minuciosa descripción del oficio que
celebraban los monjes de Egipto.


El oficio de la noche, comunitario, consistía en una lectura de la Escritura, salmos y

una plegaria silenciosa. Después de cada salmo, toda la comunidad se levantaba y
como un solo hombre se postraba en tierra. Solamente algunos instantes, pues,
observa Casiano con humor, en esta postura y a esta hora de la noche el peligro de
adormilarse es muy grande. Después todos se levantaban y en pie, en la actitud clásica
de otros tiempos, prolongaban la oración silenciosa. En ese momento era de rigor el
silencio más absoluto. Debía evitarse el menor ruido inútil; incluso no podía uno
sonarse ni aclararse la garganta. Así hasta la señal del que preside; entonces uno de
los antiguos, por turno, decía la oración—la colecta—que cierra un salmo e introduce
al siguiente.


Sin embargo, la vigilia no terminaba. Después de esta alternancia de lectura de la

Sagrada Escritura, de salmos —doce cada noche—y de plegaria interior, los monjes se
apresuraban a volver a su celda antes del alba. Allí, dice Casiano, continuaban
ofreciendo en privado el mismo sacrificio de alabanza.


Incluso entonces, la liturgia no se terminaba. Continuaba celebrándose durante

toda la jornada, en privado y sin interrupción, en los corazones. Al menos, ésta era la
finalidad y en ese sentido estaban orientados el celo y el deseo del monje. Esto incluso
durante el trabajo manual, que se elegiría con cuidado para que no estorbara la
actividad interior.


Estos textos ponen de manifiesto con bastante claridad que la estructura de la

liturgia exterior y la de la liturgia interior son idénticas. Ambas son complementarias.
Lo que el monje ha aprendido, con sus hermanos, en la liturgia común, debe continuar
celebrándolo a lo largo de toda fa jornada, cada uno según su ritmo personal, en la
soledad de su celda. Este es el nexo entre la liturgia en la iglesia y la liturgia del
corazón.


Un documento, muy poco conocido, pero importantísimo, de la literatura siríaca

del comienzo del siglo IV ha descrito este nexo de modo notable. Se trata del Libro de

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las subidas (K" tObO d'masq"tó). Según el autor desconocido de este escrito, la Iglesia
única de Jesús está dividida en tres iglesias diferentes, que tienen cada una su propia
liturgia: la liturgia visible en la iglesia, la invisible en el corazón, la liturgia celeste ante
el trono de Dios. El creyente debe subir, como por escalones, de una liturgia a otra.


En primer lugar, la liturgia visible que celebramos en las iglesias, de la que ningún

cristiano puede dispensarse. Cada uno debe celebrar su sacrificio de acuerdo con
todos los demás bautizados, ya «sea estar en pie, postrarse, ir a un sitio u otro o cantar
en el Espíritu Santo». No se excluyen los instrumentos musicales, que pueden ayudar a
quienes no saben todavía «cantar la alabanza por medio de sus sentidos interiores».


La mayoría de los fieles se quedan aquí, lo que es de lamentar, pues en realidad

están llamados a penetrar más profundamente y a participar en las otras dos liturgias:
la del corazón y la del cielo. «La Iglesia de aquí abajo, con su altar y su bautismo, no
engendra más que niños pequeños. Beben leche hasta que son destetados. Cuando son
bastante mayores, hacen de su cuerpo un templo y de su corazón un altar. Entonces
también comen un alimento más sólido y de mejor calidad que la leche. Así hasta que
llegan a ser perfectos y pueden, con toda dignidad, alimentarse del Señor en persona…
Llegarán a la iglesia de arriba, que les hará perfectos; entrarán en la ciudad de Jesús,
nuestro rey, y podrán celebrar su liturgia en aquel grandioso palacio que es la madre
de todos los vivientes.»


Tales son, pues, las tres etapas por las que se sube de la liturgia visible a la liturgia

celeste, pasando por la liturgia interior del corazón. A mitad del camino entre las dos
liturgias, terrestre y celeste, participando de una y de otra, se encuentra efectivamente
«la iglesia del corazón», donde cada fiel, de modo continuo, pero invisible, puede
celebrar su liturgia silenciosa, la «obra oculta», la ofrenda del corazón, la «plegaria
secreta de un corazón que está encadenado al Señor y que sin descanso se ocupa de
El». Nadie puede penetrar hasta esa silenciosa liturgia del corazón si no ha participado
de antemano en la liturgia visible en la iglesia. Pero quien ha podido acceder un día al
santuario de su corazón, sabe por experiencia que allí capta ya un reflejo de la liturgia
que Jesús mismo preside en el cielo.


El corazón remata en el cielo. Como escribe Isaac el Sirio: «Apresúrate a entrar en

la cámara nupcial de tu corazón Allí encontrarás la cámara nupcial del cielo, pues
estas dos cámaras no son más que una, y por la misma y única puerta tu mirada podrá
penetrar en una y en otra. En efecto, la escala que sube al Reino está oculta en lo más
profundo de tu corazón.»


En consecuencia, no hay que detenerse en la celebración de la liturgia exterior y

contentarse con ella: «La participación en la sagrada liturgia no abarca toda la vida
espiritual», observa el Concilio Vaticano II en el número 12 de Sacrosanctum
Concilium
, donde dio un estatuto nuevo y muy positivo a la liturgia. Cuanto más
despierto está nuestro corazón, con mayor ardor orará y estaremos menos inclinados

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a quedarnos en el primer grado de la liturgia. Ciertamente, siempre desearemos
celebrar mejor la liturgia pública, pero al mismo tiempo seremos atraídos a consagrar
más tiempo todavía a la plegaria interior. Poco a poco, la relación entre ambas se
invertirá. Primero concedíamos mucho más tiempo a la liturgia visible; después
experimentaremos la necesidad de quedar enteramente libres para la liturgia del
corazón. Incluso, de modo espontáneo, buscamos una liturgia más sencilla, quizá
menos recargada de pompa exterior, pero marcada, sobre todo, por una profundidad e
interioridad mayores. Necesitar esto es normal y sano, de la misma manera que es
normal que la línea general de la liturgia que se vive en las parroquias ni pueda ni
deba colmar esta necesidad. Una liturgia demasiado sobria y desnuda no podrá atraer
la atención del simple cristiano que sólo practica tos domingos. Las tensiones que este
problema suscita todavía actualmente se han traducido ya en otras épocas bajo
formas extremas en la historia de los ermitaños. En la antigüedad, algunos incluso se
mantenían completamente al margen de la vida eclesial y prácticamente también de la
vida sacramental. A los ojos de numerosos obispos de la época esto no carecía de
inconvenientes. Fue necesario esperar bastante tiempo antes que el episcopado de los
siglos III y IV llegase a una actitud unánime respecto de estos hombres que en
solitario o en pequeños grupos, pero sin sacerdote la mayoría de las veces, marchaban
a vivir al desierto.


También existió el problema entre los mismos monjes. Algunos vivían juntos,

como cenobitas, en grandes comunidades, donde la liturgia pública ocupaba un
espacio de tiempo que amenazaba con absorber los momentos que hubieran debido
quedar libres para la oración privada. Otros monjes, que vivían en pequeños grupos
de tres o cuatro, o incluso totalmente solos, como ermitaños, no iban más que
raramente a la liturgia en las iglesias; en ocasiones, una vez a la semana, el domingo; a
veces incluso nada absolutamente. Aun con estos últimos, la tradición monástica no
vaciló. Reconocía sus oficios como verdadera liturgia, más una liturgia que podía
permitirse el lujo de ser mucho más sencilla, más interior y de reducirse a lo esencial:
a aquella respuesta elemental que, por sencilla que sea y en razón precisamente de su
sencillez, no puede ser expresada en nosotros más que por el Espíritu y que nos
arrastra enteramente.


En una de sus cartas, cierto Juan el Profeta, recluso en Palestina en el siglo VI,

compone como sigue el programa de oración de un ermitaño. Piensa que las Horas
litúrgicas y los himnos de la Iglesia se adaptan perfectamente a las parroquias y a los
grandes monasterios. Los ermitaños no necesitan recitar un oficio distribuido en
fragmentos durante la jornada. Se deben dedicar a la plegaria continua. Esta oración
silenciosa alternará con el trabajo manual e Incluso llegará, a la larga, a mezclarse con
todo lo que hace. De vez en cuando él trabajo deberá interrumpirse y el ermitaño se
pondrá en pie para orar con los brazos extendidos. Pero cuando vuelva a sentarse
para tejer, la oración no disminuirá. Consistirá en un continuo murmullo de salmos,
textos de la Escritura o cortas invocaciones: «Cuando te pongas en pie, invoca al Señor
y suplícale que te libre del hombre viejo; o bien di el padrenuestro, o ambas cosas a la

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vez. Después vuelve a sentarse para trabajar. Puedes prolongar tu oración hasta llegar
a orar sin cesar, como pide el Apóstol, pero para esto no necesitas quedarte en pie.
Pues tu espíritu debe estar en oración durante toda la jornada. Cuando te sientes para
trabajar, recita salmos de memoria o léelos. Al acabar cada salmo, sigue sentado pero
reza: ¡Dios mío, ten piedad de mí, miserable pecador! Si tus pensamientos cobran
fuerza y llevan las de ganar, di: “Señor, Tú ves cuán apurado estoy ven en mi auxilio!”»
Su única aspiración es recibir el don de la oración continua. Por eso no puede
contentarse con la oración de las Horas. En su corazón, la liturgia interior no puede
detenerse nunca. San Epifanio, obispo de Chipre, recibió de sus monjes la siguiente
comunicación: «Gracias a vuestras oraciones, somos fieles a todas las reglas. Tercia,
Sexta y Nona se celebran con cuidado y exactitud.» Pero Epifanio les reprendió:
«¡Entonces a veces dejáis de rezar! ¿No pensáis en las demás horas del día? Un
verdadero monje lleva la oración y los salmos en su corazón de un modo constante.»


Gracias a su oración interior, el más aislado ermitaño está en contacto permanente

tanto con la iglesia de aquí abajo como con la iglesia de allá arriba. Su soledad está
siempre poblada, dice san Pedro Damiano en Dominus vobiscum, que habla de una
soledad plural. Por alejado que esté de la comunidad litúrgica, allí está él siempre muy
presente
, con la presencia por excelencia, según la unidad irrompible que le liga, allí
donde se halle, a la iglesia.


Un siglo más tarde, el cistercrense Guillermo de Saint Thierry da un paso más. En

su famosa Carta de oro que escribe a los cartujos de MontDieu, aplica a la relación
entre las liturgias interior y exterior los términos que la teología latina utilizará para
los sacramentos: la liturgia exterior es sacramentum, la interior, res. La primera es
signo de la segunda, y su realidad más profunda, su res, no la encuentra más que en
aquélla: «La celda es el santuario del siervo de Dios. En el templo y en la celda, y más
en la celda que en el templo, se realizan los misterios divinos. En el templo sólo alguna
vez, visiblemente y en figura, tienen lugar esos misterios de nuestra fe cristiana, pero
en la celda, igual que en el cielo (in cellis vero slcut in coetis), la realidad misma de tales
misterios se celebra sin cesar, en toda su verdad y según su propia estructura, aunque
todavía no en toda la majestad de su esplendor ni con toda la seguridad que
únicamente puede dar la eternidad.» Notemos aquí este juego de palabras entre cielo
y celda, coelum y celia. En la página precedente de su Carta de oro, Guillermo la
explota para subrayar el nexo entre la liturgia de la soledad y la del cielo: «Lo que en el
cielo se cela, también se cela en la celda. Lo que se hace en el cielo, también se hace en
la celda… vacar a Dios (vacare Deo), gozar de Dios (fruí Deo)… Únicamente los
misterios celestes se celebran en la celda. Así celda y cielo están muy cercanos… El
camino de la celda al cielo no es difícil, si es que lo hay, para el alma de quien ora… Con
mucha frecuencia de la celda se sube al cielo.» Por tanto, por solitario y escondido que
esté, el hombre que ora nunca está solo. Su liturgia pertenece ya al cielo y sigue siendo
siempre para la iglesia. Esta liturgia penetra hasta el corazón del mundo y hasta el
nudo central de todo. Un fragmento de un himno siríaco inédito, de san Efrén [siglo V)
describe este misterio según el estilo poético que le es propio:

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Quien celebra, totalmente solo, en el corazón del desierto, constituye una

numerosa asamblea.


Si se reuniesen dos para celebrar entre las peñas, millares, miríadas, estarían allí

presentes.


Si tres se reúnen,

una cuarta persona está entre ellos;

si son seis o siete,

son doce mil millares los que se han reunido.

y sí se enumerasen,

llenarían de oración el firmamento.

Cuando están crucificados sobre la roca y señalados con una cruz luminosa, la

iglesia está fundamentada; cuando están reunidos, el Espíritu se cierne sobre sus
cabezas.


Y cuando terminan su oración,

el Señor se levanta y sirve a sus servidores.

Porque en la oración más solitaria y más silenciosa, el Señor está presente. El «ve

en lo secreto»; es el gran sacerdote de la liturgia interior. El mismo san Efrén cita un
agrafon de Jesús, es decir, una sentencia que los evangelios no han conservado pero
que otros textos muy antiguos atribuyen a Jesús. En muchos casos, la autenticidad de
tales sentencias de Jesús no-escritas tiene un alto grado de probabilidad. El agrafon de
Efrén es paralelo a otra frase de Jesús que conocemos por el evangelio y que con
frecuencia se aplica—con sobrada razón—a la liturgia exterior. Pero la presente frase
apunta sin duda a la liturgia silenciosa e interior: «Allí donde un hombre está
absolutamente solo, allí también estoy yo.»

El santuario interior: nuestro corazón

Progresivamente el corazón se convierte en el santo de los santos de esta liturgia
silenciosa, produciéndose la culminación del proceso que nuestros capítulos

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precedentes han descrito. El corazón, al principio todavía adormilado, ha sido
solicitado primeramente por la Palabra y ha despertado. Fecundado por ella, ha
alcanzado su pleno crecimiento. Ahora, asumido en la Palabra, el corazón está
consagrado como un templo en el que su servicio, en el sentido más original de la
expresión, se celebra sin cesar: «Liberado el corazón de todo pensamiento y movido
por el mismo Espíritu Santo se ha convertido en un verdadero templo antes del fin de
los tiempos. Allí la liturgia se celebra según el Espíritu. Quien todavía no haya
alcanzado ese estado será quizá, gracias a otras virtudes, una buena piedra para la
edificación de ese templo, pero él mismo no es el templo del Espíritu, ni su pontífice»,
escribe san Gregorio Sinaíta, un autor bizantino que contribuyó al renacer del
monacato contemplativo en el monte Athos al principio del siglo XIV.


Para describir este santuario interior, los antiguos textos recurren con frecuencia

al vocabulario de la arquitectura. El corazón es una casa interior (domus interior), la
tienda (tabernaculum) de la alianza, el templo de Dios en nosotros, de tal modo que
Dios permanece allí para morar y nunca jamás puede abandonarnos porque no puede
abandonarse a sí mismo. También el corazón es una vivienda secreta (secretum), una
habitación interior (cubile). Tiene un patio de entrada (praetorium), rincones secretos
(secretior recessus) y una recóndita bodega (penetralia).


En el corazón se celebra un culto completo, visible y totalmente interior, con un

sacerdocio espiritual y un sacrificio incruento. Este sacerdocio de la oración no debe
confundirse con el sacerdocio que Cristo instituyó como sacramento, sino que se trata
de una manifestación del sacerdocio bautismal que todo cristiano puede llevar a la
práctica viviendo la gracia de su bautismo. Textos que se remontan a los más antiguos
monjes de Mesopotamia y de Siria desarrollan esta comparación con detalle. Las
rúbricas y las prescripciones de esta liturgia espiritual se toman prestadas al
ceremonial del culto del Antiguo Testamento, que tiene, en efecto, su cumplimiento en
la incesante plegaria del solitario. El himno de san Efrén, antes citado, nos ofrece un
hermosísimo ejemplo de ello:


Son ordenados sacerdotes por ellos mismos, y ofrecen su ascesis…

Su ofrenda es el ayuno, las vigilias son su oración, penitencia y fe son el santuario.

El holocausto son sus meditaciones, la víctima, su celibato.

El velo del santuario es su pureza, su humildad, incienso perfumado…

El pontífice es su corazón puro, el sacerdote que preside su contemplación.

Sus labios ofrecen sin cesar el sacrificio: la oración que aspira al descanso.

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En las montañas cantan la gloría, el sacrificio perfecto ante la Majestad.

La alabanza que sube de las grutas es el escondido sacrificio para Dios.

En lo más profundo, su corazón es el santo de los santos, donde está erigido el altar

de la reconciliación.

Orar en el Espíritu

En nosotros el Espíritu Santo asume totalmente esta liturgia interior del corazón, y la
conduce. De esta manera, los rasgos distintivos de esta liturgia están claramente
emparentados con el Espíritu y con su actividad en nosotros.


Un primer signo—e importante—es la libertad. Cuanto más renunciamos a

conducir por nosotros mismos nuestra oración para dejarle el cuidado de ello al
Espíritu Santo en nosotros, tanto más nos hacemos sensibles a su dirección interior.
Los hijos de Dios «son conducidos por el Espíritu de Dios». Sobre todo, esto es válido
respecto de La plegaria. Al comienzo de nuestros esfuerzos para orar, los métodos, los
reglamentos, los horarios han jugado una función insustituible. Quien todavía no
puede sentir al Espíritu—caso en el que nos encontramos la mayoría—se debe ayudar
por reglas que reflejen y transmitan la experiencia de los que nos precedieron, y que
jamás son un fin en sí mismas. Nos ponen sobre el camino de nuestro corazón. son
pedagogos que nos ayudan a avanzar en la línea de la verdadera libertad.


Pero cuando el corazón está despierto de veras—y sólo entonces—ya no se tiene

necesidad de reglamentos para saber cómo orar, ni cuándo, ni cuánto tiempo. La
oración se ha convertido en su propia norma. Al orar se reconoce al Espíritu Santo que
impulsa a orar. Para un solitario, esta libertad interior es indispensable. Debe poder
entregarse al Espíritu tan pronto como éste le llama a la plegaria. En la soledad, el
mismo Espíritu interviene y sustituye a los reglamentos que organizan la vida de
oración comunitaria en un monasterio. En este sentido, Barsanufio, un recluso del
siglo VI en Palestina, escribía: «Un hesycasta (ermitaño que se dedica a la oración)
carece de regía. Imita a quien come y bebe mientras que encuentra placer en ello.
Estás leyendo y te das cuenta de que tu corazón se impresiona por la lectura: continúa
tranquilamente leyendo mientras puedas. Lo mismo en cuanto a los salmos. En la
medida de tus fuerzas mantente con perseverancia en la acción de gracias y en la
letanía. Y no temas: Dios nunca se arrepiente de sus gracias… Por consiguiente, no
busques reglamentos, pues no quiero que vivas bajo la ley, sino bajo la gracia.»


Quien de esta manera ha sido llamado a la oración y se mantiene, con el corazón

despierto, en el Espíritu, normalmente no cesará nunca de orar. De la misma manera

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que una fuente mana sin interrupción, así también la verdadera plegaria, siguiendo
una pendiente natural, tiende a durar siempre.


La oración perseverante es una pieza de la armadura del cristiano que describe

Pablo en el capítulo 6 de la carta a!os efesios. Es la espada del Espíritu o también la
Palabra de Dios. Se maneja esa espada «orando en todo momento en el Espíritu, bajo
todas las formas posibles de oración y de súplica, velando y perseverando en la
oración» (6,18). En otros pasajes, Pablo exhorta a la asiduidad en la oración (Rm
12,12), o a orar sin cesar (1 Tes 5,17).


Cuando se llega a la oración de la que ya no se puede decir que se ora, porque ha

tomado posesión de nosotros totalmente, nos ha invadido, y porque en el fondo de
nuestro ser no hay ya distinción entre el corazón y la plegaria, entonces es el Espíritu
quien ora continuamente en nosotros y nos arrastra siempre más lejos en su plegaria.
Cuanto más llevado se es por esta corriente, más claro aparece a nuestros ojos que
esta oración verdaderamente no es nuestra. Por así decirlo se ha hecho autónoma. En
nosotros marcha a todo motor, por su propio Impulso. Nada ni nadie puede detener
este empuje. Nada ni nadie puede ya entorpecer esta oración. Antes era norma! que el
tiempo de orar estuviese marcado, pues se estaba demasiado ocupado. pese a un
laudable deseo de consagrar más tiempo ó la oración. Ahora es ella la que ha inundado
todo el tiempo libre. Se infiltra en el horario por todas partes como una fuerza
irresistible. Antes no se pensaba disponer de tanto tiempo libre, malgastar tantas
horas en bagatelas, horas que hubieran podido quedar libres perfectamente para la
oración. La oración misma ahora ha despejado en la vida ese tiempo, inmediatamente
lo ha captado, se ha apoderado de él. Incluso se presiente que esta oración incesante
no nos deja durante el sueño. Se piense o no en ella, se sea o no consciente de ella, la
oración sigue su camino en un corazón despierto. La esposa del Cantar de los Cantares
puede dormir, pero «su corazón vela». Así es aquel en quien el Espíritu ora sin cesar.
Un monje muy sencillo del monte Athos lo expresaba de manera desmañada pero con
vigor: -Durante el día, rezo con mi boca; pero cuando duermo, continúo orando con mi
nariz.» Con seguridad debía haber seguido el consejo de san Juan Clímaco en su
Escala: el nombre de Jesús se pegaba a su respiración, y la oración iba y venía, entraba
y salía al mismo tiempo que su aliento.


Sin embargo, esta oración nunca nos impedirá dedicarnos totalmente a los

hombres y a las cosas. Pues menos que nunca dirigimos nosotros la oración; es la
oración la que nos dirige, la que nos lleva más lejos, la que sostiene nuestro obrar y
nuestra palabra. En su Vida de san Martín, Sulpicio Severo emplea a este propósito una
pintoresca comparación. Quien es llevado por la oración hasta en su trabajo, se parece
a un herrero que con su martillo golpea un trozo de hierro at rojo sobre el yunque. El
herrero martillea el hierro, pero de cuando en cuando, a propósito, pega también
sobre el yunque, para ajustar mejor sus golpes. De la misma manera, no se cesa de
trabajar, pero de cuando en cuando, sin romper el ritmo del trabajo, se puede insertar
en él discretamente una jaculatoria. Trabajo y plegaria se entrelazan para formar un

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todo hasta tal punto que habría que mirarlo de cerca si todavía se quisiese
distinguirlo. Como este mismo autor decía de san Martín: toda nuestra vida se ha
convertido ahora en opus Dei, es decir, una liturgia que no acaba nunca.


Gracias a esta oración, en cierto sentido se escapa al tiempo creado y a la

fragmentación de su ritmo. Desde el interior, se insinúa en nosotros una duración
distinta. Algo existe ya para siempre. San Isaac el Sirio tradujo esta experiencia en
términos Inolvidables: «La cumbre de toda ascesis es la oración que no cesa nunca.
Quien la alcanza, ipsofacto, queda instalado en su morada espiritual. Cuando el
Espíritu va a habitar en un hombre, éste ya no puede dejar de rezar, pues el Espíritu
ora sin interrupción en él. Ya duerma o vele, en su corazón la plegaria está siempre en
marcha. Ya coma, beba, descanse o trabaje, el incienso de la oración sube
espontáneamente desde su corazón. En él la plegaria no está ya ligada a un tiempo
determinado, es ininterrumpida. Incluso durante su sueño se continúa, muy oculta,
pues el silencio de un hombre que se ha liberado es ya en sí mismo oración. Sus
pensamientos están inspirados por Dios. El menor movimiento de su corazón es como
una voz que, silenciosa y secreta, canta para el Invisible.»


Otra característica de esta plegaria interior en el Espíritu Santo es su exigencia de

simplicidad. Con el tiempo, la sobriedad impregna la oración. La abundancia de
palabras de los comienzos se reduce y muere. Se queda uno con una sola fórmula, a
veces de una sola palabra, o con el nombre de Jesús sin más. Cuando Dios en persona
habla en la Biblia, siempre se manifiesta sobrio en palabras, vigoroso pero conciso. Así
son las palabras que el Padre dirige a Jesús, y también las respuestas de Jesús. El
mismo advierte a sus discípulos que no malgasten muchas palabras al orar.
Únicamente los paganos lo hacen porque no conocen al Padre: que sabe ya desde
mucho antes cuál es nuestra necesidad. Del mismo modo, la plegaria del Espíritu en
nosotros se limita a un solo grito, pero indefinidamente balbucido: «Abba, Padre»,
Esta repetición continua, rítmica, de una frase corta, la encontramos en labios de Jesús
en el huerto de Gethsemaní.


Muy pronto, esta oración sencilla formó parte de la tradición. Los Padres la

llamaban monologia, es decir, una oración compuesta de pocas palabras, o incluso de
una sola palabra. El abad Macario, cuando se le preguntaba, cómo hay que rezar
respondía: «Es inútil barbotear muchas palabras, basta con extender las manos y
decir: ‘Señor, como te plazca y como tú sabes, ten piedad.' Si la lucha se hiciera más
dura, dirás: ‘¡Señor, ayúdame!' Pues El conoce tu necesidad y se apiadará de ti.»


Esta tradición es constante tanto en Oriente como en Occidente, y con el tiempo,

dio lugar a las jaculatorias que ya Casiano parece conocer: breves oraciones que
exigen poco tiempo y también poco esfuerzo, pero que son especialmente eficaces.
Casiano prefería el versículo del salmo 69: «Dios mío, ven en mi auxilio, Señor, date
prisa en socorrerme» y describe sus ventajas con toda amplitud. Otros escogían
invocaciones más breves que tomaban prestadas con frecuencia al evangelio. Así, por

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ejemplo, san Juan Clímaco decía: «Que tu oración sea sencilla y sin muchas palabras:
una sola palabra bastó al publicano y al hijo pródigo para obtener el perdón… En tu
oración, nada de fórmulas rebuscadas. El simple y monótono balbuceo de un niño
basta para emocionar a su padre. No seas prolijo. Te distraerías buscando las palabras.
Una sola frase del publicano movió la misericordia de Dios. Una sola palabra de
confianza salvó al buen ladrón. Las oraciones largas acumulan toda especie de
imágenes en el alma y la distraen,' mientras que una sola palabra (monologia) puede
conducirla al recogimiento. Si, al repetir una palabra, experimentas consuelo interior y
te conmueves, sigue con esta única palabra, pues tu ángel entonces ora contigo.»


Aquí volvemos a encontrarnos con la técnica de la tedio descrita anteriormente.

También puede aplicarse a las invocaciones. Numerosas invocaciones brevísimas que
la Biblia ha conservado pueden revestir nuestra oración. El evangelio y los salmos son
una mina de oro. En cada momento de la plegaria cada uno puede encontrar la oración
jaculatoria apropiada, escuchando al propio corazón y al Espíritu Santo que le mueve
desde dentro: «Señor Jesús, creo, pero ayuda mi incredulidad.» «Señor Jesús, que vea.»
«Señor Jesús, no se haga mi voluntad, sino la tuya», etc. La serie de jaculatorias no
tendría fin y cada palabra sería inagotable, en la luz y en la fuerza del Espíritu Santo.
Mientras que una de estas fórmulas sostenga el movimiento del corazón, no hay que
dejarla. Hay que adherirse a ella con paz, hasta que el corazón arda enteramente
desde el interior, cuando plazca a Dios.


También se puede ensayar a respirar según el ritmo de la invocación. Así el cuerpo

se pone al unísono de los impulsos de la plegaria y nuestro aliento restituye a Dios la
Palabra que el Espíritu Santo ha alentado en nosotros en la Escritura. Una mística
flamenca del siglo XVII, María Petyt, lo llama espiración Mediante la Palabra de la
plegaria, nuestro propio espíritu vital se une al Espíritu de Dios. Lo que la tradición
bizantina conocía con el nombre de oración de Jesús es una forma entre otras muchas.
También es una oración que se ha hecho monológica, simple, en torno al nombre de
Jesús y de una frase del evangelio que ha llamado nuestra atención, la oración del
publicano: «¡Ten piedad de mí, pobre pecador!» Sin duda alguna, ésta es una de las
mejores fórmulas, pues responde a lo esencial del mensaje evangélico, que somos
pecadores y que Jesús viene a perdonarnos.


En la oración de Jesús, al lado del grito del publicano. el mismo nombre de Jesús

desempeña un papel importante, hasta el punto de que se puede incluso simplificar la
fórmula y reducirla a la simple repetición de su nombre. Pues e! nombre de Jesús está
cargado de una fuerza invisible e insospechada; da fuerza en la tentación y consuela a
quien languidece de amor. «La repetición frecuente de este nombre, escribe el beato
Elredo a su hermana reclusa, hiere nuestro corazón desde dentro.»


El nombre de Jesús, o la Jesu dulcís memoria, el recuerdo dulcísimo de su nombre

ocupan el lugar de la presencia misma de Jesús. Pues con su nombre, Jesús entra
personalmente en nuestro corazón y hace en él su morada. Hesiquio de Batos, un

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autor bizantino de la Edad Media difícil de datar, ha descrito esta técnica con un amor
grandísimo; La incesante invocación de Jesús, que va a la par con un ardiente y alegre
deseo de él, llena la atmósfera de nuestro corazón de gozo y paz. Todo esto gracias a
una rigurosa atención interior… El recuerdo de Jesús y la invocación ininterrumpida
de su nombre crean una como atmósfera divina en nuestro espíritu, con tal que no
cesemos de invocar interiormente a Jesús y de que perseveremos en la sobriedad y en
la vigilancia. Seamos fieles, siempre y en todo lugar, a la invocación del Señor Jesús.
Clamemos hacia él con un corazón ferviente, a punto para participar en el santo
nombre de Jesús… Sin descanso debemos lanzar el nombre de Jesús en el espacio de
nuestro corazón, como el relámpago que atraviesa de parte a parte el firmamento
cuando la lluvia va a llegar… Dichosa el alma que ha sido invadida por la oración de
Jesús. Dichoso el corazón en el que resuena sin cesar el nombre de Jesús, inseparable
de él como el aire que se adhiere a nuestro cuerpo y la llama al cirio. El sol,
recorriendo el firmamento, crea el día; el santo nombre de Jesús que brilla en nuestra
alma sin cesar engendra en ella Innumerables y celestiales pensamientos.»


Bajo esta forma, la oración de Jesús se extendió mucho más allá del Oriente

cristiano. También se la encuentra con frecuencia en Occidente, aunque menos
sistemáticamente que en el Oriente de los siglos XIII y XIV. Piénsese solamente en san
Bernardo, para quien el nombre de Jesús, según el texto del Cantar de los Cantares, es
ungüento que se difunde. Como el aceite, el nombre de Jesús proporciona luz y calor,
es alimento y remedio. Más tarde estos temas han sido reagrupados bajo una forma
poética en el conocidísimo himno medieval Jesu dulcís memoria.


La invocación del nombre de Jesús nos recuerda ciertos rasgos de la comunión

espiritual que fortifica y nutre. Da a Jesús en persona, que se establece más
firmemente en el corazón. A fin de cuentas, el nombre de Jesús no sólo expresa
nuestro ardiente deseo de él, sino que es el amor mismo de Jesús en nosotros, una luz
increada, un fuego consumidor. Esta era la oración que aconsejaba Guillermo de Saint
Thierry a los primeros cartujos: «Durante la oración debes mantenerte ante Dios, cara
a cara, y contemplar la luz de su rostro. Entonces invocarás el nombre del Señor y con
este nombre golpearás la piedra de tu corazón hasta que lance chispas de fuego.
Continúa libando en el recuerdo de la sobreabundancia de la dulzura de Dios, hasta
que él mismo haga brotar esta dulzura en tu corazón.»

Plegaria cósmica

La liturgia interior no es un asunto particular entre Dios y nosotros. El mundo entero
está implicado en ella. La oración es una tarea cósmica para la que algunos son
llamados a entregarse con disponibilidad absoluta.


Que tú hayas llegado a ser un hombre libre, que tu corazón se haya puesto a vivir y

a cantar, que la Palabra de Dios pueda resonar, libre y clara, en lo más profundo de tu

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ser, es fuente de luz y de fuerza para todo ser humano. Lo que te ha sucedido es un
trozo de la historia de la salvación; eso mismo le ha sucedido a la iglesia y al mundo.
Dios ha encontrado un espacio sobre la tierra donde puede ser él mismo, donde puede
divertirse jugando con un hijo de los hombres. La humanidad ha descubierto un
manantial, donde Dios puede hacer brotar el agua para todos cuantos tienen sed. Pues
el hondón más profundo de tu corazón es también el abismo más profundo de la
tierra.


En una experiencia de oración de este tipo, las fronteras espaciales del mundo

quedan abolidas. Estar lejos o estar cerca carece de sentido. Lo mismo da estar
presente o estar ausente. En tu corazón todos los hombres están estrechamente
implicados, según la enérgica expresión de Evagrio en De oratione: «Es monje quien
está separado de todos y unido a todos», pues la plegaria hace habitar en el profundo
corazón del cosmos.


Desde este punto de vista, es típico que un pensador moderno como Teilhard de

Chardin, que con todo derecho pasa por ser el pionero de la apertura cristiana al
mundo, haya visto en la plegaria contemplativa la forma más intensa y fecunda de la
comunión con el mundo: «En uno de sus cuentos, Benson imagina que un ‘vidente’
llega a la capilla aislada donde reza una religiosa. Entra. Y he aquí que en torno a este
ignorado lugar, repentinamente vio anudarse el mundo entero, moverse, organizarse,
según la intensidad y la inflexión de los deseos de la menuda orante. La capilla del
convento se había convertido en el polo alrededor del cual giraba la tierra. En torno a
ella, la contemplativa sensibilizaba y animaba todo porque creía: su fe era operante
porque su alma, muy pura, la colocaba muy cerca de Dios.» Teilhard comenta la
parábola: «¿Queremos que crezca el medio divino en torno a nosotros? Acojamos y
alimentemos celosamente todas las fuerzas de unión, de deseo, de plegaria que la
gracia nos presenta. Por el solo hecho de que nuestra transparencia aumentará, la luz
divina, que no cesa de acosamos, irrumpirá más»

[1]

.


En otro texto, Teilhard describe así al hombre de oración: «Quizá, viéndole

inmóvil, crucificado u orante, algunos pensarán que su actividad dormita, o que ha
abandonado la tierra… ¡Qué error! Nada vive, ni obra más intensamente en el mundo
que el pensamiento y la oración, colgadas como una luz impasible entre el universo y
Dios. A través de su serena transparencia, la onda creadora rompe, cargada de fuerza
natural y de gracia. ¿Qué otra cosa es la Virgen María?»

[2]

.


Ya san Juan Crisóstomo reconocía en estas almas de oración a «los padres de toda

la humanidad, que dan gracias por el mundo entero». «Rezan por el mundo y así
ofrecen la prueba más resplandeciente de su amistad», pues «la inmensa bondad de
Dios concede con frecuencia la salvación a una gran muchedumbre, teniendo sólo en
cuenta a algunos justos». Todavía hoy somos conscientes de esto. Un solitario a quien
se preguntaba recientemente cómo, en su completa soledad, vivía su comunión con el
mundo y con los hombres, respondió sin vacilar: «Cada vez que extiendo los brazos

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hacia Dios para orar, tengo la impresión de abrazar a un mismo tiempo al mundo
entero.» Entonces vivía en Chile, sobre un pico, teniendo como única vista la cadena de
los Andes.


Esta plegaria cósmica no se limita a ser una oración por el mundo. Es cierto que

esta intercesión es muy poderosa, pero la oración actúa más todavía. Purifica los
hombres y las cosas, pone al desnudo su centro profundo. La oración restablece y cura
la creación, la contempla a la luz de Dios y se la restituye. Así la oración está siempre
emparentada con la bendición y, normalmente, desborda en eucaristía, en acción de
gracias.


Porque, merced a la oración, el hombre de plegaria ha encontrado su verdadero yo

en lo más hondo de su corazón, puede ahora reconocer todo lo demás. Ha recibido una
visión nueva sobre los hombres y las cosas. A partir de su propio centro, alcanza
también el centro de todo cuanto le llega; es más sensible a la máscara que otros nos
imponen, a todo lo que Impide que el mundo sea él mismo ante Dios. A esta persona
los autores griegos la llamaban dioratikós, es decir, alguien que ve a través de la
apariencia de los hombres y de las cosas. Para él, el velo del egoísmo está levantado, lo
penetra todo. Isaac el Sirio dice que «contempla la llama de las cosas».


Por esta razón, él es en realidad, el único capaz de dar gracias a Dios por la

creación y de ofrecerle el sacrificio de alabanza en nombre de la humanidad. Para todo
bautizado, radica aquí una tarea esencial. Pablo exhorta constantemente a sus
hermanos que «desborden de acción de gracias». En cualquier circunstancia deben
dar gracias, pues tal es la voluntad de Dios. Sin cesar el hombre «cantará en su
corazón… y dará gracias constantemente por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro
Señor Jesucristo». Incluso la oración de súplica y la intercesión en favor del prójimo se
expresan ante Dios «con acción de gracias».


Aquí hay un nuevo aspecto, muy importante, de la plegaria cósmica en el Espíritu

Santo que santifica las cosas y las transforma en acción de gracias. «Porque toda
criatura de Dios es buena y nada hay reprobable tomado con acción de gracias, pues
con la Palabra de Dios y la oración queda santificada» (1 Jim 4,4-5). Todo lo que puede
ser asumido en la acción de gracias alcanza allí su último destino y vuelve al Padre
bajo forma de sacrificio de alabanza. Así todo es reconocido según su verdad, como
"puro don del Padre de toda luz, depositado en nuestras manos que no se cierran
sobre este don, sino que por el contrario, se hace ofrenda de la humanidad al Padre.
En nuestro corazón y en nuestros labios, se desborda y vuelve al Padre, en acción de
gracias.


Este es el coronamiento de la plegaria. Isaac e1 Sirio presta a Jesús una definición

de la plegaria desconocida: «una alegría que asciende a Dios en acción de gracias».

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Como el primer Adán, antes de la caída, podía dar a todos los seres un nombre que

traducía con precisión su identidad, así el cristiano puede a su vez, en la oración,
expresar algo del nombre nuevo que Jesús, el segundo Adán, da a todas las cosas. En
efecto, el nombre nuevo está encerrado en el nombre de Jesús que podemos poner
como una bendición sobre todo cuanto pasa por nuestras manos, sobre todo ser
humano que encontramos, sobre todo rostro que se vuelve hacia nosotros. Hay que
tocar orando, encontrar bendiciendo. Así es posible reconocer, con Jesús, la nueva
identidad del hombre y del mundo. Cada uno de nosotros hemos podido encontrar un
día, a lo largo de la vida, un hombre de Dios que ha recibido el mismo don: su mirada
nos penetró como fuego, cargada de la ternura de Dios y de su poder purificador


Quien es capaz de pronunciar sobre el mundo la plegaria de acción de gracias

puede también, desde ahora, usar de este mundo sin dejarse tentar por él y sin
perecer. A esto lo llama san Pablo: «usar del mundo como si no se usase de él». Pues,
en la oración, se puede medir exactamente el valor de la creación, don y reflejo de
Dios, ofrenda del hombre. En ella todo florece en una acción de gracias que nunca
declina. Se cuenta de un anciano, san Arsenio, que cada año, en la época de la
recolección, hacía que sus discípulos le llevasen las primicias de todos los frutos: «Los
cogía y se los comía en acción de gracias.»


La oración del cristiano se convierte así en una celebración en la que participa la

creación entera. Se desborda en fiesta de todo aquello que puede estar cerca o puede
vivirse. Estamos abocados a aquel sacerdocio de la oración de! que ya hemos hablado.
Si la oración es un culto interior y una liturgia del corazón, con un altar invisible y un
sacrificio secreto, todo hombre que ora es el liturgo de su propia plegaria, el sacerdote
de su holocausto interior. Como Jesús, ante la faz de su Padre, «está siempre vivo para
interceder por nosotros y celebra un sacrificio, consagrado pontífice para la eternidad,
así todo cristiano debe celebrar un mismo sacrificio de plegaria: «Por él, ofrezcamos
de continuo a Dios el sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de nuestros labios que
bendicen su nombre» (Heb 13,15). Este sacerdocio y este sacrificio quedan allí para el
mundo entero.


No podemos concluir mejor este capítulo que concediendo la palabra una vez más

a san Efrén. En este himno, que ya conocemos, sigue hablando de la oración de los
solitarios:


Han sido ordenados sacerdotes de los misterios escondidos, y borran nuestras

debilidades.


En lo invisible, rezan por nuestro pecado y se mantienen en pie implorando por

nuestras locuras… Las montañas se han convertido en antorchas, y la multitud marcha
hacia ellas.

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Donde se encuentra uno de ellos, cuantos le rodean son reconciliados, porque son

como fortalezas en el desierto, y gracias a ellos gozamos de paz.

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El tañedor de laúd

¿Es difícil orar?

U

N monje bizantino del siglo XIV que fue durante algún tiempo patriarca de

Constantinopla con el nombre de Calixto II, responde a esa pregunta con el ejemplo
del tañedor de laúd


«El tañedor de laúd se inclina sobre su instrumento y escucha atentamente la

melodía, mientras que sus dedos manejan la púa y hacen vibrar armoniosamente las
cuerdas con toda intensidad. El laúd se ha convertido en música, y quien lo tañe sale
de sí mismo, pues la música es dulce y arrastra.»


Quien ora debe ponerse a hacerlo de la misma manera. Dispone de un laúd y de

una púa. El laúd es su corazón: las cuerdas, sus sentidos interiores. Para hacer vibrar
las cuerdas y tocar el laúd, necesita una púa: el recuerdo de Dios, el nombre de Jesús,
la Palabra. Así el tañedor de laúd debe, con toda atención y vigilancia, escuchar su
corazón y pulsar las cuerdas con el nombre de Jesús, hasta que se abran sus sentidos y
su corazón despierte. Quien hace vibrar sin cesar su corazón al nombre de Jesús llega
a hacerle cantar; «una felicidad inefable penetra en su alma como un río, el recuerdo
de Jesús purifica su espíritu y le hace centellear con una luz divina».


Nadie te podrá contestar a esta pregunta. Incluso ni este libro, que no es una

introducción, y menos todavía una propedéutica a la oración.


Juntos hemos escuchado el testimonio de una milenaria tradición de plegaria en la

iglesia de Jesús; quizá se te haya revelado algo. El Espíritu de Jesús, que no cesa de
orar en tu corazón, quizá se ha traicionado de repente y se ha hecho reconocer como
el fruto que saltó de gozo en el seno de Isabel cuando encontró a Jesús en el seno de
María.


Si no ha ocurrido así, no hay razón para que te desalientes; tu hora llegará más

tarde.


Pero si ha ocurrido así, pon en juego todo para captar más claramente en ti la voz

silenciosa de Dios, pues el campo está allí, y el tesoro, escondido en el.


Cuando hayas descubierto en el campo de tu corazón el tesoro de la plegaria, irás

lleno de alegría a vender todo lo que posees para adquirir ese tesoro. Tuyo es el laúd y

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también la púa: tu corazón y la Palabra de Dios. Pues la palabra está cerca de ti, en tus
labios, en tu corazón (Rm 10,8).


Es necesario que tomes la púa y pulses las cuerdas, que perseveres en la Palabra y

en tu corazón, velando y orando.


No existe otro camino para aprender a orar. Debes entrar en ti mismo, en tu ser

más profundo, el verdadero, en el hombre-en-Jesús que ya eres, pura obra de la gracia.


En frase de san Juan Clímaco: «Nadie aprende a ver. Se ve naturalmente. Así ocurre

con la oración. La 'oración hermosa’ no se aprende de otro. Ella es su propio maestro.
Dios concede el don de la plegaria a quien ora.»


Por lo menos

una vez en la vida

ha de hacer el cristiano

una experiencia profunda de su bautismo.

En lo más hondo de sí mismo

encontrará en el silencio

la voz que grita: ¡Abba, Padre!

Para hacer germinar la Palabra es necesaria la liberación de la ascesis, y ese

silencio hecho de la nueva forma de diálogo que da la presencia real del Otro.

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NOTAS

[1]

TEILHARD DE CHARDIN: El medio divino. Taurus, Madrid. 1967.

- El medio místico, en Escritos del tiempo de la guerra. Este mismo pasaje se

encuentra con leves diferencias de traducción en la edición española de Taurus,
Madrid, 1967, pág. 207.


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