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Reminiscencias de Capablanca

 

Edward Winter 

 

 

José Raúl Capablanca 

 

Presentamos un artículo de Capablanca titulado „Campeonato de Ajedrez: Incidentes y 
Reminiscencias‟ publicado en las páginas 86-89 del Windsor Magazine, Diciembre de 1922: 

 

„La experiencia en el ajedrez, como en todas las cosas, se asocia generalmente con 
hombres mayores, pero en el caso de un hombre que comenzó a jugar al ajedrez casi desde 
el momento en que nació, tenemos incluso a una edad temprana la mezcla excepcional de 
relativa juventud con madurez por experiencia. 

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Las inclinaciones y aptitudes del hombre para cualquier actividad suele manifestarse en la 
temprana infancia, y son a menudo el resultado de algún evento especial que ha atraído el 
interés del niño más allá de los límites normales. En mi caso se trató de uno de los 
históricos encuentros entre Steinitz-Chigorin, muy comentado por aquel tiempo en La 
Habana. Yo tenía entonces cuatro años. El segundo evento fue la visita de Pillsbury a La 
Habana cuando tenía 11 años de edad. Yo era entonces un jugador promedio, pero el lector 
bien puede imaginarse la impresión plasmada en la imaginación de un niño por un hombre 
que podía jugar dieciséis o más partidas de ajedrez simultáneas a la ciega al mismo tiempo 
que disputaba varias partidas de damas también a la ciega y una mano doble de whist. 

Aunque en desacuerdo con la opinión de dos o tres periodistas viejos y obstinados que se 
hacen pasar por críticos de ajedrez, yo siempre he tenido una imaginación muy viva, la 
cual he logrado controlar en parte después de una larga lucha, esto con el fin de utilizarla 
para un mejor propósito de acuerdo con los requisitos de la ocasión. El efecto de las 
exhibiciones de Pillsbury fue inmediato. Literalmente me electrifico, y con el 
consentimiento de mis padres comencé a visitar regularmente el Club de Ajedrez de La 
Habana. Progrese muy rápidamente y alcance la primera categoría en tres meses, y yo no 
tenía más de doce años cuando derrote el campeón de Cuba en un match. El match fue un 
tanto dramático; el vencedor sería el primer jugador en anotarse cuatro victorias. Empecé 
por perder las dos primeras partidas. A causa de mi edad, tuve la simpatía de la gran 
mayoría de los ajedrecistas y del público en general, y su decepción después de un 
comienzo tan desastroso puede imaginarse fácilmente. Con prácticamente solo una 
excepción, la de mi apenado amigo A. Fiol, todos los aficionados y expertos me daban por 
perdido. La opinión general fue que yo era inferior al campeón. Debo confesar que yo 
tenía sentimientos muy similares, y que estaba intimidado por el gran conocimiento 
técnico de mi rival. Yo no tenía nada que oponer a su experiencia, excepto mi gran 
imaginación y una habilidad, ya evidente, de jugar los finales de partida con una 
considerable precisión. Mi amigo Fiol me animo en mi determinación de mejorar. Como 
resultado, pude ganar cuatro partidas antes de que mi adversario pudiera sumar un solo 
punto más a su marcador. 

En ese tiempo estaba algo delgado y pequeño para mi edad. Un día en una ciudad de 
provincias me llevaron a uno de los clubes de la localidad. En un rincón de la sala dos 
señores mayores estaban jugando. Como no había nadie alrededor me senté y los observé 
jugar .Ya de niño estaba acostumbrado a estar sentado en silencio mientras miraba a otros 
jugar. Muchas veces he visto los errores más espantosos sin decir una palabra hasta que me 
preguntaban. En esa ocasión, cuando terminaron la partida, uno de los caballeros tuvo que 
salir, y el otro, no viendo a ninguno de sus adversarios habituales alrededor, me preguntó 
si yo sabía jugar. Como yo había estado tan callado, pensó que podía no saber. Le contesté 
que sí y rápidamente me ofreció la ventaja de un caballo, dijo que le interesaba ver cómo 
jugaba yo, y a la vez me informo que él era el mejor ajedrecista del pueblo. Siempre he 
tenido como costumbre aceptar cuando me ofrecían cualquier ventaja. 

Consecuentemente acepté la ventaja propuesta así que nos sentamos a jugar. El caballero 
se sorprendió un poco del rápido resultado, y, después de probar una partida más en 
desventaja, se dio cuenta que yo era un fuerte ajedrecista, y me propuso seguir jugando 

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pero sin ventaja. Después de que perdió la primera partida dijo que no estaba en buena 
forma. Después de la segunda partida dijo que debía de estar enfermo y muy por debajo de 
su nivel habitual, y para cuando perdió la tercera partida no había una sola enfermedad que 
no tuviera. Entonces me atreví a ofrecerle un caballo de ventaja, el cual aceptó indignado 
para demostrarme que yo presumía demasiado. Esta vez fue una verdadera lucha, pero 
finalmente el caballero, probablemente agotado, tuvo que abandonar. Él estaba tan 
avergonzado que se puso su sombrero y apenas dijo adiós. Pero volvió en seguida y me 
preguntó  mi nombre, algo que él había olvidado hacer antes de jugar. Al enterarse, 
recuperó su orgullo inmediatamente, y se disculpó por haberme dado ventaja, agregando 
que él nunca hubiese imaginado que un niño pequeño pudiese jugar de la manera como lo 
hice. Ésta fue la primera y una de las más interesantes de muchas experiencias similares. 

En el verano de 1904 me traslade a los Estados Unidos para aprender inglés y prepararme 
para ingresar a la Universidad de Columbia. 

Una tarde de 1906 o 1907 – se me ha olvidado la fecha exacta – mientras yo estaba de 
visita en el Club de Ajedrez de Manhattan, en Nueva York, un conocido mío entró y me 
invitó a ir a la ciudad por el lado este para presenciar una exhibición de simultáneas a la 
ciega de uno de los muchos llamados “maestros” de segunda o tercera categoría que 
residen en Nueva York. El singular jugador en cuestión tenía un excelente desempeño 
jugando a ciegas cuando se enfrentan a sólo seis u ocho jugadores. Cuando llegamos, el 
asunto se encontraba en la parte más interesante. Nos llevaron a un rincón de la sala, donde 
un pequeño hombre de mediana edad, con una cabeza bastante grande, estaba sentado 
delante de un tablero comentando uno de las partidas en progreso. Yo no conocía a nadie y 
nadie me conocía así que nos sentamos de manera silenciosa a observar la demostración. 
El hombre de baja estatura era escuchado con evidente respeto por aquellos alrededor de la 
mesa. Mirando con mucha curiosidad, yo estaba sorprendido de ver que los demás 
aprobaban sus movimientos y explicaciones ya que algunas estaban fuera de lugar. Mi 
presunción juvenil me hizo pensar que lo que escuchaba era absurdo, y que el pequeño 
hombre no era muy buen jugador. En uno o dos ocasiones estuve a punto de intervenir 
para corregir al muy respetado personaje. Afortunadamente mi vieja costumbre de 
observar, en silencio, me salvó de una experiencia muy humillante, ya que a los pocos 
minutos me presentaron al pequeño hombre, que era nada menos que el gran Dr. E. 
Lasker, el entonces campeón mundial. Nunca en mi vida había estado tan agradecido por 
seguir mi propio consejo. El hecho era que el gran jugador considero la posición desde un 
punto de vista diferente a la del común buen jugador que era yo entonces, uno mucho más 
alto y con su profundo conocimiento e instinto, descarto como inútiles muchas líneas de 
juego que yo consideraba importantes. 

Un par de años más tarde tuve la experiencia más insólita de mi vida en el ajedrez. Yo 
estaba entonces en la Universidad de Columbia, pero visitaba con frecuencia el Club de 
Ajedrez de Manhattan. Dr. Lasker vivía por entonces en Nueva York. Una noche, cuando 
estaba en el club, él entró. Yo estaba en ese momento reconocido como el jugador más 
fuerte del club. Dr. Lasker me hizo el cumplido de pedirme que examine con él una cierta 
posición que le había intrigado considerablemente, y acerca de la cual él aún no había 
tomado una decisión. Cuando nos sentamos algunos de los jugadores fuertes del club se 

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acercaron a mirar, y de paso a ofrecer sugerencias, pero naturalmente, con el debido 
respeto a la presencia del entonces campeón del mundo. Habíamos estado allí cerca de 
media hora sin haber llegado a una conclusión definitiva, cuando un joven bien vestido 
entró, dijo: “Buenas noches”, se sentó junto al Dr. Lasker, y preguntó cuál era la 
naturaleza del asunto en cuestión. Inmediatamente después de que se le informo él 
procedió a tratar las sugerencias del Dr. Lasker de una manera bastante arrogante, y se 
comprometió a mostrarnos que no sabíamos de lo que estábamos tratando. Lo miré con 
asombro, pero, al ver su expresión despreocupada y la aparente familiaridad con que 
trataba al Dr. Lasker, llegué a la conclusión que era un íntimo amigo del campeón, y por lo 
tanto no dije nada. No pasó mucho tiempo para que el Dr. Lasker le mostrara al joven lo 
poco que realmente sabía sobre el asunto en cuestión. El joven pronto se levantó, dijo: 
“Buenas noches” y se fue. Ya no pude contenerme por más tiempo, y por eso le pregunte 
al Dr. Lasker quien era su amigo. Su respuesta fue que él nunca había visto al joven antes, 
y que había pensado todo el tiempo que el joven era un íntimo amigo mío – una situación 
verdaderamente asombrosa. Ambos habíamos tratado al joven con una gran consideración 
porque cada uno pensaba que era un íntimo amigo del otro, cuando, de hecho, ninguno de 
los dos lo había visto nunca antes. 

A principios de 1911 crucé el Atlántico por primera vez, para participar en el Gran Torneo 
Internacional de San Sebastián, España. Tan exigentes eran los requisitos para competir 
que sólo 16 jugadores en todo el mundo tenían derecho a participar. De éstos, 15, todos 
excepto Lasker, aceptaron la invitación. Algunas dudas habían surgido en cuanto a mi 
derecho a participar, y algunos de los jugadores eran muy escépticos en cuanto a la 
reputación que había adquirido al otro lado del océano. Tuve la satisfacción y la buena 
fortuna de silenciar a mis críticos al ganar, no sólo el primer puesto, sino también el 
premio especial a la belleza por la partida más brillante del torneo. Los críticos de ajedrez 
comentaron que yo jugaba muy rápidamente, y que siempre me levantaba y caminaba por 
los alrededores mientras que mi oponente estaba pensando. En los Estados Unidos, donde 
los aficionados habían visto mi progreso paso a paso, mis hábitos eran tan familiares que 
no llamó la atención ninguno de los comentarios sobre el tema. Se daba por sentado que 
iba a jugar mucho más rápido que cualquiera de mis oponentes, y que iba a estar 
caminando una gran parte del tiempo durante el desarrollo de la partida. Pero en Europa, 
en cambio me veían por primera vez, el contraste no dejó de llamar la atención. Estaban 
acostumbrados a ver a los jugadores más fuertes, cuando se enfrentan entre sí, usar todo, o 
casi todo, el tiempo del que disponen, y rara vez se levantan y caminan. En este punto – el 
cual despertó comentarios un considerable tiempo, y desde entonces ha sido un tema de 
especulación – hay algunas consideraciones que me gustaría presentar. 

Es evidente que un jugador lento, no puede darse el lujo de levantarse a menudo de la 
mesa y caminar mientras que su oponente está pensando, ya que su tiempo es limitado, y 
por lo general necesitara cada minuto, pero un jugador rápido puede hallar conveniente dar 
un paseo para conceder a su mente algún descanso. A menudo hay una gran cantidad de 
trabajo mental salvados para ella. Supongamos que durante el curso de la partida una 
posición muy difícil surge. Por un proceso de eliminación, el cual todo maestro sigue más 
o menos, se llega a la conclusión que hay tres líneas principales de juego que deben ser 
consideradas, cada una de las cuales dará lugar a complicaciones que requieren una 

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profunda reflexión. El mero conocimiento general no será suficiente, por el contrario, será 
necesario calcular cada posible variante para poder aclarar la situación. Si en ese momento 
usted permanece sentado mientras su oponente está pensando, usted forzosamente tendrá 
que calcular cada parte de esas tres líneas diferentes de juego. Si usted es un jugador 
mucho más rápido que su oponente, puede calcular rápidamente las tres antes de que su 
oponente haya movido, pero como él solo puede adoptar una de las tres, el resultado es que 
dos terceras partes del trabajo se pierden. Pero esto es en el mejor de los casos. 
Supongamos, por otra parte, que Ud. sólo ha tenido tiempo de examinar dos de las tres 
posibilidades antes de que su oponente mueva, y que cuando él mueve, adopta la tercera 
línea, la que no ha tenido tiempo de analizar, entonces es evidente que ha perdido todo su 
trabajo, y que no está mejor que si hubiera estado caminando alrededor, en cuanto al 
ahorro de tiempo se refiere, y que en todo caso esta mucho peor con relación a la cantidad 
de esfuerzo mental perdido. Por supuesto, como dije antes, sólo un jugador rápido que 
pueda volver tan pronto como su oponente haya movido, tomar control de la situación, y 
calcular todo lo que el proceso analítico requiera dentro del tiempo limitado que dispone – 
sólo tal jugador debería permitirse en la práctica abandonar constantemente el tablero para 
caminar. Antes de dejar este tema, me gustaría añadir que he exagerado a propósito el 
caso, a fin de dejar en claro las razones a ser consideradas. 

A finales de 1911 le envié un reto al Dr. Lasker para jugar por el campeonato del mundo. 
Las negociaciones apenas habían comenzado cuando llegaron a su fin, porque el Dr. 
Lasker, a causa de alguna ofensa imaginaria, se negó a recibirme. Cualesquiera que 
pudieran haber sido sus verdaderas razones, fue un error grave de su parte. Yo era en ese 
momento solamente un jugador de ajedrez natural con la misma fuerza que tengo ahora, 
pero sin el conocimiento que desde entonces he adquirido a través de la experiencia y el 
pensamiento arduo. A la luz de mi conocimiento actual creo que sus posibilidades de ganar 
en ese entonces habrían sido excelentes. 

Si él entonces hubiera jugado y ganado, el efecto moral de por sí habría sido siempre una 
poderosa arma en sus manos. Su aplazamiento del encuentro, esperando, posiblemente, 
que el evento nunca llegara a realizarse, fue un error que estaba destinado a ser fatal. 
Aparte de otras consideraciones, la moraleja que esto deriva es: aceptar siempre un reto, y 
jugar contra el retador tan pronto como se cumplan las condiciones requeridas. El solo 
hecho de que el campeón está listo para jugar de inmediato hará al retador pensar que sus 
posibilidades no son demasiado buenas. El campeón siempre tiene a su favor una fuerza 
moral que sólo puede ser aumentada demostrando que no tiene miedo en absoluto de su 
oponente. 

En 1913 ingrese al Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba. Fui enviado a San 
Petersburgo, donde permanecí hasta el 14 de julio de 1914, apenas dos semanas antes del 
estallido de la Gran Guerra. En la primavera de 1914, el Gran Torneo Internacional de San 
Petersburgo tuvo lugar. 

Después de lucir como seguro ganador, termine en segundo lugar – medio punto por detrás 
del Dr. Lasker. Aquel fue mi último contratiempo. Desde entonces ha ganado todos los 
torneos en los que he participado, y gane los dos matches que he jugado: uno contra 

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Kostic, quien abandono después de perder cinco partidas consecutivas, y el otro contra el 
Dr. Lasker, por el campeonato del mundo, el cual abandono cuando el marcador estaba 
cuatro a cero en su contra. ¿Cuánto tiempo voy a mantener el campeonato nadie puede 
decirlo. Mi predecesor lo retuvo hasta los 53 años. Si lo puedo mantener hasta que tenga 
50, me sentiré satisfecho. Una cosa es cierta: siempre estaré dispuesto a defenderlo en 
cualquier momento.‟