Paul Morphy el campeón que odió el ajedrez

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Paul Morphy: el campeón que odió el ajedrez

Publicado por

E.J. Rodríguez

El joven Paul Morphy

Nació y jugó en la primera mitad del siglo XIX. Nunca fue campeón del mundo, por la sencilla
razón de que aún no existía un campeonato del mundo como tal, pero se le considera uno de los
mayores talentos ajedrecísticos de todos los tiempos. A los nueve años era uno de los mejores
jugadores de su ciudad y a los doce fue capaz de vencer a uno de los ajedrecistas más reputados
del mundo. A los veinte años fue unánimemente reconocido como el mejor jugador del planeta…
y tras competir durante sólo unos meses se retiró para siempre. Durante el resto de su vida se
negó a volver a sentarse ante un tablero, mientras desarrollaba extraños cuadros de
comportamiento, encerrándose en sí mismo y perdiendo la calma si alguien mencionaba la
palabra “ajedrez” en su presencia. Fue el primer genio norteamericano del ajedrez —transcurriría
más de un siglo hasta la llegada del siguiente, Bobby Fischer— y, también como Fischer, vivió
sus últimos años en conflicto con la sociedad que le rodeaba y despertando serias dudas sobre el
estado de su salud mental. Esta es la historia de Paul Morphy, la estrella más fugaz en la historia
del ajedrez y probablemente uno de los individuos más brillantes del siglo XIX.

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Una mente maravillosa

Según contaba después su familia, nadie le enseñó a jugar. Su padre y su tío solían disputar
algunas partidas de ajedrez en casa mientras el pequeño Paul se sentaba a observar en silencio.
Un buen día, al terminar una de esas partidas, Morphy le dijo a su tío que debería haber ganado.
Los dos hombres se sintieron sorprendidos por la ocurrencia, pero no le hicieron demasiado caso.
Sin embargo, ante la insistencia del niño, repasaron la partida y descubrieron que tenía razón. Les
costaba creerlo: aquel mocoso había asimilado el ajedrez solamente viéndoles jugar y no mucho
después, cuando quisieron darse cuenta, jugaba mejor que ellos. De hecho, a los nueve años ya
había poca gente en su ciudad natal —Nueva Orleans— que pudiera jugarle de tú a tú, y aún
había menos que pudieran ganarle.

Mucha gente descubrió las capacidades del pequeño Morphy con la visita a la ciudad del general
Winfield Scott, uno de los militares más célebres de su tiempo. Gran aficionado al ajedrez, al
general le gustaba aprovechar su fama para enfrentarse a los mejores jugadores de cada ciudad
por la que pasaba. al llegar a Nueva Orleans, los lugareños quisieron agasajarle llevando ante él
al ajedrecista local más brillante, esto es, al pequeño Paul Morphy. Pero el general, ofendidísimo,
protestó con voz atronadora cuando vio que el rival que le habían buscado era un insignificante
niño de nueve años. Aquello era una broma de mal gusto, ¡algo intolerable! Sólo ante la reiterada
insistencia de los presentes accedió el general a jugar contra el supuesto niño prodigio, aunque de
bastante mala gana, aún no convencido de que no estuviesen intentando tomarle el pelo. Morphy
venció fácilmente en la primera partida. Anonadado, creyendo que la sorpresa le había distraído,
el viejo militar pidió una revancha. El niño volvió a ganar, con idéntica desenvoltura. De muy
mal humor y con el orgullo herido, el general se negó a jugar más. Se levantó de su silla y se
marchó como un relámpago. Para Winfield Scott, el ser derrotado por un mocoso constituía una
verdadera afrenta para su orgullo: aún no se conocía en el ajedrez el concepto “niño prodigio”.

El famoso general Winfield Scott entró en cólera cuando fue derrotado por un niño de nueve
años.

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Más espíritu deportivo mostró algunos años después Johann Lowenthal, uno de los ajedrecistas
más importantes de su tiempo, que estuvo también de visita en Nueva Orleans. Procedente de
Europa —donde estaba la flor y nata mundial de los escaques— fue también requerido para jugar
contra el prodigio local, que por entonces tenía doce años de edad. Aunque Lowenthal era de
carácter más afable que el gruñón general Scott, también pensó que le estaban gastando una
broma cuando le presentaron a Morphy. Aunque no se sintió ofendido por ello, limitándose a
sonreír y a acariciar la cabeza al niño con un gesto de simpática complacencia paternalista.

Lowenthal y Morphy jugaron tres partidas. El maestro húngaro empezó la primera partida con la
misma bonachona sonrisa, pero a las pocas jugadas sus cejas se empezaron a elevar en gesto de
asombro cada vez que el pequeño Morphy movía las piezas. La incredulidad de Lowenthal fue en
aumento cuando no sólo perdió la primera partida, sino también la segunda. En la tercera partida,
Lowenthal consiguió obtener unas tablas. Uno de los mejores ajedrecistas del mundo sólo pudo
obtener un mísero empate frente a un chiquillo de doce años. Pero lejos de sentirse herido en su
orgullo y demostrando un verdadero amor por el arte del ajedrez, Lowenthal se maravilló de las
capacidades de Morphy, le animó a seguir jugando y escribió inmediatamente a Europa hablando
con sumo entusiasmo de su nuevo descubrimiento. Cuando el maestro húngaro regresó al viejo
continente le contó a todo el mundo cómo un niño le había ganado de manera inapelable en
América. No todo el mundo le terminó de creer.

Ajedrez y alta sociedad

En épocas posteriores las victorias de Morphy sobre Lowenthal podrían haber disparado una
carrera mediática y de torneos de exhibición para el niño prodigio, como sucedió en el siglo XX
con jugadores precoces como Samuel Reshevsky, el español Arturo Pomar o el mencionado
Bobby Fischer.

Pero a los trece años Morphy se alejó del ajedrez, por orden de su padre, cuyo único deseo era ver
a su hijo convertido en abogado. Sólo se le permitía jugar los domingos, mientras que el resto de
la semana debía consagrarlo a los estudios. No hizo giras de exhibición ni demostraciones
públicas de su talento. Morphy pertenecía a una familia muy adinerada y de mentalidad bastante
retrógrada: su padre —de raíces españolas— era un arquetipo del típico conservadurismo sureño,
y le resultaba inconcebible la idea de que su genial hijo pudiese ganar dinero jugando al ajedrez.
En la Nueva Orleans del siglo XIX, un caballero de buena familia sólo jugaba al ajedrez por
diversión y el recibir dinero por mover unas cuantas piezas de madera era considerado una
indignidad propia de tahúres y gente de mal vivir. Jugar al ajedrez por dinero tenía exactamente
la misma consideración que dedicarse a jugar al poker por dinero: algo impropio de un niño de
buena cuna.

Así, entre los trece y los veinte años Paul Morphy —que resultó tan precoz en los estudios como
en el juego de Caissa— adelantó varios cursos en la escuela y consiguió obtener el título de
derecho con las máximas calificaciones posibles. Incluso se decía que era capaz recitar el código
civil de Louisiana de memoria. Su etapa estudiantil fue tan brillante que obtuvo el título de
abogado a los veinte años… cuando la edad legal mínima para ejercer la profesión en el estado de
Louisiana eran los veintiuno.

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Con todo un año sabático por delante y nada mejor que hacer que esperar a cumplir veintiún años
para poder ejercer la abogacía, su tío le animó a presentarse a alguna competición ajedrecística
importante. El momento era idóneo: precisamente aquel año se celebraba en Nueva York la
primera versión del campeonato de los Estados Unidos. Pero a Morphy le costó decidirse,
básicamente por la oposición de su padre a verle aparecer en torneos “profesionales” (que de
profesionales tenían bien poco). Además había pasado varios años practicando el ajedrez sólo de
manera superficial, aunque sí había estudiado las partidas de varios maestros europeos.
Finalmente la insistencia de su tío y las ganas de Morphy de medirse con ajedrecistas importantes
pudieron más que la oposición paterna. Viajó a Nueva York, se inscribió en el torneo, jugó… y
barrió a todos sus rivales. Estaba naciendo una estrella aunque su carrera deportiva iba a durar
sólo unos meses.

Europa: la Meca de las sesenta y cuatro casillas

Adolf Anderssen, el epítome del ajedrez imaginativo y de ataque, autor de la partida más famosa
de la historia.

Las noticias sobre el talento de aquel veinteañero que se había proclamado campeón
estadounidense con un juego brillantísimo cruzaron el Atlántico y el nombre de Paul Morphy
empezó a circular por los círculos ajedrecísticos del viejo continente. Los maestros y los
aficionados sintieron una enorme curiosidad por la figura del genio americano, que para colmo
era el mismo que siendo sólo un niño había vencido a Lowenthal y del que el húngaro llevaba
años hablando con asombro. Todo el mundillo del ajedrez europeo empezó a anhelar que Morphy

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cruzase el charco y se enfrentase con los mejores jugadores de Europa, los veteranos Adolf
Anderssen
y Howard Staunton.

El alemán Anderssen, a sus cuarenta años, era unánimemente reconocido como el mejor jugador
del mundo y todos sus rivales le consideraban un genio. Su forma de darse a conocer en el mundo
del ajedrez fue muy peculiar: siendo todavía un anónimo profesor de instituto, enviaba problemas
de ajedrez compuestos por él a las secciones de pasatiempos de revistas y periódicos. La
composición de problemas era la ocupación favorita de Anderssen cuando no estaba trabajando.
Los ajedrecistas más importantes de Berlin terminaron fijándose en aquellos problemas:
mostraban una imaginación táctica que iba mucho más allá de lo usual. Intrigados y deseando
conocer a su autor, invitaron a Anderssen a su primer torneo profesional para comprobar si podía
hacer gala de esa misma imaginación en verdaderas partidas de competición. El hasta entonces
anónimo profesor causó verdadero asombro: empezó a demoler a sus rivales con un ajedrez
fabulosamente espectacular, completamente basado en un venenoso juego de ataque. Sus partidas
eran tanto o más imaginativas que sus problemas. Anderssen era extraordinariamente creativo y
podía hacer jugadas que a nadie más se le hubiesen pasado por la mente. Algunas de sus partidas
resultan tan fascinantes que jamás han dejado de figurar en las recopilaciones de las partidas
célebres de todos los tiempos. Una de esas partidas suyas, llamada sencillamente la Inmortal, es
probablemente la partida más famosa en la historia del ajedrez. Aún hoy, es considerado uno de
los más grandes artistas que jamás han pasado por este deporte.

Howard Staunton decepcionó a Morphy y los aficionados cuando rehuyó enfrentarse con él por
miedo a ser humillado sobre el tablero.

La fama de Anderssen se extendió rápidamente y fue invitado a jugar algunos torneos en
Londres, por entonces el centro ajedrecístico del mundo. Allí demostró que efectivamente no
tenía rivales en el continente. Después volvió a su ciudad para seguir trabajando como profesor;
no solía aparecer en los grandes torneos porque los costos de los viajes no estaban a su alcance.
Incluso cuando le invitaban costándole los gastos, sólo acudía a un torneo si coincidía con sus

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vacaciones. Pese a reticencia a competir a menudo, nadie dudaba que Adolf Anderssen era el
mejor ajedrecista del planeta.

En lo cual se había convertido cuando había vencido en Londres al inglés Staunton, hasta
entonces número uno del ajedrez, cuya posición social era muy diferente de la de Anderssen.
Staunton era un rico editor que gastaba parte de su fortuna organizando torneos: él fue quien
financió la primera aparición de Anderssen en Inglaterra, que sirvió precisamente para que el
alemán le destronara. También financió el diseño de las modernas piezas de ajedrez —llamadas
“piezas Staunton” en su honor— y disfrutaba ejerciendo como mecenas de otros grandes
jugadores.. El inglés fue el ídolo ajedrecístico de la infancia de Paul Morphy —Anderssen saltó a
la fama mientras Morphy ya estaba estudiando— y el inglés se manifestó dispuesto a financiar y
organizar un torneo que sirviese para presentar al joven norteamericano en Europa.

Morphy quería viajar a Europa precisamente para enfrentarse a su ídolo Staunton, pero su padre,
aún opuesto a sus actividades ajedrecísticas “profesionales”, le negó el dinero necesario para el
viaje. Entonces, con ayuda de su tío, la asociación de ajedrecistas de Nueva Orleans hizo una
colecta pública y reunió el capital suficiente para financiar la expedición a Europa. Con ese
dinero recogido por los aficionados al ajedrez de su ciudad, Paul Morphy subió a un barco y se
encaminó a Inglaterra.

Morphy arrasa el viejo continente

Como decimos, Staunton organizó un torneo de presentación para el norteamericano, aunque él
mismo no participó al estar momentáneamente ocupado con una importante reedición de las
obras de Shakespeare. Sin embargo, Staunton aseguró que el trabajo estaba casi terminado y
prometió que en cuanto quedase libre jugaría contra Morphy.

Pero cuando Staunton vio jugar a Morphy contra otros rivales, sus ganas de acceder a enfrentarse
a él empezaron a decaer. El prodigio americano arrasaba a todos cuantos se le ponían por delante,
incluyendo un amigable reencuentro con su antiguo conocido, el húngaro Lowenthal. Morphty
barrió a todos los ajedrecistas importantes presentes en Londres excepto a Staunton, quien de
repente parecía estar mucho más ocupado con su trabajo. Morphy, viendo que Staunton le daba
largas, viajó a París para hacer tiempo. En París, que era el otro gran centro ajedrecístico de la
época, arrasó también a los mejores jugadores locales.

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Ilustración en la prensa de la época, representando una partida entre los dos mejores ajedrecistas
del mundo: Anderssen y Morphy.

Fue también en París donde se enfrentó al número uno mundial, Adolf Anderssen, en el choque
más esperado por los aficionados europeos. El genio alemán acudió a la cita de mala gana como
de costumbre, porque el viaje a París rompía su rutina y además, debido a las condiciones de la
época, era un trayecto bastante incómodo. Pero la insistencia del público y el hecho de que le
ofreciesen una cantidad de dinero le hicieron acceder. El enfrentamiento entre Morphy y
Anderssen no se produjo en el mejor momento de ambos precisamente: el norteamericano
enfermó de gripe intestinal justo antes de iniciar la serie de partidas —tuvo que jugar la primera
de ellas tendido en la cama y durante las siguientes partidas mostraba síntomas de anemia— y el
alemán llegaba cansado del viaje y fuera de forma, pues llevaba bastante tiempo sin competir.
Con todo, el resultado final fue esclarecedor y demostró un dominio demoledor del joven
prodigio americano: jugaron once partidas, de las que Morphy ganó siete y Anderssen solamente
dos, quedando las otras dos en tablas. Aquello convertía a Paul Morphy, sin ninguna duda, en el
mejor ajedrecista del mundo. Anderssen, que ya se había acostumbrado a su fama de intocable,
objetó que lo abultado del resultado se debía a su falta de práctica, aunque admitió que Morphy
era con mucho el ajedrecista más potente al que se había enfrentado nunca.

Tras derrotar a Anderssen la fama de Morphy se disparó. Fue aclamado como “campeón
mundial” —oficiosamente, claro— y agasajado por los aristócratas europeos (por entonces el
ajedrez era una de las aficiones habituales de la realeza) incluyendo visitas de príncipes rusos a su

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hotel o una recepción en el palacio de Buckingham. Pero todo lo que Morphy deseaba era
conseguir jugar contra Howard Staunton antes de cumplir los veintiún años y tener que volver a
Nueva Orleans para convertirse en leguleyo. Sin embargo, Staunton seguía dando excusa tras
excusa y más después de ver cómo Morphy había hecho trizas al hasta entonces invencible
Anderssen. Cuando Morphy, para su honda decepción, entendió finalmente que Staunton simple
y llanamente le tenía miedo y que nunca iba a acceder a jugar contra él, regresó a los Estados
Unidos. En su país natal, donde su fama era ya descomunal, Morphy fue recibido como un héroe
y aclamado multitudinariamente en todos los lugares de su itinerario entre Nueva York y Nueva
Orleans.

Estas victorias de Morphy en Europa, obtenidas en un periodo de tiempo muy breve, constituyen
toda su carrera ajedrecística profesional. Es el único ajedrecista considerado uno de los más
grandes cuya actividad se limitó a unos pocos meses. Pero derrotó a todos los grandes jugadores
de su tiempo y sobre todo demostró una apabullante superioridad sobre Adolf Anderssen, cuyo
diabólico juego de ataque fue contestado con pasmosa facilidad por el americano. Morphy estaba
un escalón por delante de todos sus contemporáneos y ni siquiera hacía falta que hubiese jugado
contra Staunton; como todo el mundo pensaba entonces, el inglés no podía con Anderssen, así
que mucho menos hubiese podido con Morphy. Paul Morphy podía jugar en todos los estilos: de
manera tranquila cuando se enfrentaba a un jugador posicional, o con agresividad cuando se
enfrentaba a un atacante nato como Anderssen. Durante los breves meses en que como una
estrella fugaz iluminó el mundo del ajedrez, hizo que los mejores maestros parecieran jugar un
ajedrez obsoleto y defectuoso. Cuando se retiró del ajedrez dijo que jamás volvería a jugar con
nadie sin darle ventaja. Porque, de hecho, no había rival en el mundo para él.

El hombre que odió el ajedrez

Morphy no tuvo suerte tras su retirada. Cuando se disponía finalmente a empezar a ejercer como
abogado, estalló la Guerra Civil norteamericana, lo cual retrasó varios años su establecimiento
profesional. Su familia se exilió y él hizo algunos viajes hasta que terminó el conflicto. Pero
después de la guerra tampoco consiguió el éxito en la abogacía. La gente seguía considerándole
sólo un ajedrecista y su tremenda fama pesaba tanto sobre él que incluso había clientes que le
contrataban sólo para hablarle de ajedrez, algo que a Morphy le mortificaba. Nadie le tomó en
serio como abogado. Seguía siendo Paul Morphy, el “campeón del mundo”.

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Los problemas psiquiátricos marcaron los últimos años de Paul Morphy.

Como consecuencia, Morphy fue dejando progresivamente de jugar al ajedrez incluso en la
intimidad. Comenzó a culpar de su desastroso devenir profesional a la fama obtenida sobre los
tableros. Fuertemente influido por la mentalidad de su padre, consideraba que sus veleidades
ajedrecísticas le habían arruinado la vida y que debería haberse centrado únicamente en la
abogacía. Su personalidad fue transformándose y se tornó más avinagrada y retraída. Empezó a
aislarse socialmente e incluso a mostrar ciertos síntomas de paranoia. Su fracaso personal y
profesional desestabilizó su psique. Llegó un momento en que no toleraba que nadie hablase de
ajedrez delante suyo. Los pensamientos obsesivos fueron apoderándose de él.

Paul Morphy siguió viviendo en Nueva Orleans, donde murió a los cuarenta y siete años por un
colapso producido, según los médicos, por tomar un baño demasiado frío. Habían pasado casi
tres décadas desde su efímero reinado deportivo, pero en el mundo del ajedrez nunca se le había
olvidado, más bien todo lo contrario. Su figura seguía siendo idolatrada por los ajedrecistas. La
nueva gran figura del ajedrez alemán, Wilhem Steinitz, que se había convertido en el jugador
dominante a nivel mundial gracias a su estilo revolucionario — Steintizfue el creador del ajedrez
moderno— se negó a aceptar el título de campeón del mundo mientras Paul Morphy estuvo vivo,
sin importar que Morphy estuviese definitivamente alejado de la competición. Steinitz decía que
no podía aceptar ser considerado el mejor mientras Morphy estuviese sobre la faz de la Tierra.
Viajó a los Estados Unidos para conocer a Morphy y pudo hablar con él con la única condición
de que el ajedrez no fuese mencionado. Sólo cuando Morphy murió —un año después de aquella
conversación— accedió Steinitz a convertirse en el primer campeón mundial reconocido
oficialmente. Hasta tal punto había causado impresión el paso de Morphy por el ajedrez.

Los progresivos desequilibrios psíquicos, la creciente amargura y aislamiento, así como su
incapacidad para adaptarse a la vida normal después de haber sido ascendido a la fama
convirtieron a Paul Morphy en la primera de una célebre serie de personalidades trágicas del
ajedrez. Su figura fue repetidamente recordada cuando el otro gran genio americano, Bobby
Fischer, se retiró también de manera prematura, negándose a aparecer en torneos y mostrando
también tendencia a la paranoia, tendencia al aislamiento y un hondo resentimiento hacia la
sociedad. Ambos fueron, en cierto modo, víctimas de sus respectivas educaciones. Ambos

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crearon un culto casi mitológico en torno a su figura cuando se retiraron y ambos hicieron
trascender su influencia deportiva mucho más allá de sus respectivas eras de competición.

Fischer, de hecho, idolatraba a Morphy y fue quien mejor resumió la magnitud de Morphy en una
sola frase. Una vez, durante la ascensión de Bobby en los años sesenta, le preguntaron qué
ocurriría si Morphy resucitase y jugase en las competiciones modernas, en las que el ajedrez
estaba más avanzado y era muchísimo más complejo que el ajedrez primitivo del siglo XIX. La
respuesta de Fischer lo dice todo:

“Si Morphy jugase hoy, necesitaría unos meses para ponerse al tanto de la teoría… y después se
convertiría en campeón del mundo”.


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