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EL CEREBRO
SUPREMO DE MARTE
Serie de Marte/06
Edgar Rice Burroughs
Librodot El Cerebro Supremo de Marte Edgar Rice Burroughs
Título original: The Master Mind of Mars
Traducción: Román Goicoechea
© 1928 Edgar Rice Burroughs
© 2002 Ediciones Río Henares
ISBN: 84-957-4108-3
Edicion digital: Librodot
R5 05/03
Librodot El Cerebro Supremo de Marte Edgar Rice Burroughs
PROLOGO
El Cerebro Supremo de Marte (The Master Mind of Mars) es una novela muy
interesante por varias razones, entre ellas están las circunstancias de su publicación
inicial. Apareció en forma completa en el ejemplar de Amazing Stories Annual de 1.927,
con una sorprendente ilustración en la portada y numerosos dibujos en blanco y negro,
debidos a Frank R. Paul, sobresaliendo del resto de la revista, y convirtiéndola en un
momento en un ejemplar altamente cotizado por parte de los coleccionistas de Burroughs
en los años sucesivos.
La de 1927 fue también la única edición del anual que se publicó. No porque fuera un
fracaso, al contrario, fue tan bien recibida que su editor, Gernsback, rápidamente la
canceló en favor de Amazing Stories Quarterly (trimestral). Todo ello aparte de las
ediciones mensuales de la revista, allá por aquellos florecientes días de los pulps.
Como ya se ha sugerido en otros artículos, la publicación de las cinco primeras novelas
marcianas en revistas pulps corrientes, les evitó cualquier etiquetado particular en
categorías. De esta forma, la poco frecuente mezcla de fantasía ensoñadora, aventura a
diestro y siniestro y romance científico que Burroughs perfeccionó, no la inventó, pues ya
existía hacía varias décadas, pudiendo ser usada con escaso riesgo de violar los tabúes o
los requisitos de la categoría; consideración con la que los autores del género luchan
inútilmente hasta hoy día.
Las tres primeras novelas marcianas estaban ideadas como una sola pieza, incluso la
cuarta y la quinta seguían muy de cerca, sin alejar mucho la atención de Dejah Thoris y
John Carter. Se llegó a desplazar sólo a sus hijos, Carthoris y Tara de Helium, a sus
respectivos enamorados y a sus aventuras.
En El Cerebro Supremo de Marte, escrita a instancias de Hugo Gernsback que ya
antes había comprado los derechos para reimprimir la novela de Burroughs “The Land
That Time Forgot”, en forma de serial en la revista mensual Amazing Stories, Burroughs
hizo un significativo avance sobre sus cinco libros anteriores.
Para el papel de héroe inventó un personaje completamente nuevo, uno que no poseía
en absoluto relación alguna con anteriores participantes en el mundo Barsoomiano. Este
fue Ulysses Paxton, capitán del Ejército de los Estados Unidos.
Antes de examinar El Cerebro Supremo de Marte, es apropiado considerar la
paradójica proposición, de que aunque Burroughs había escrito ya un número bastante
grande de novelas de Ciencia Ficción, no sabía nada acerca de ella. Es decir, había
seguido su propio camino. Estaba familiarizado con la temprana tradición de los romances
científicos, y se sabe que había leído revistas pulps; pero su propio estilo había brotado
de las fantasías creadas para su propia diversión y para distraerle del aburrimiento y la
depresión. Había conseguido un éxito comercial abrumador.
Por esa época había escrito las primeras novelas de los ciclos de Marte y del mundo
interior, así como dos trilogías menores, The Land That Time Forgot y The Moon Maid.
Había producido, por lo tanto, una considerable cantidad de ciencia ficción, pero nunca
había escrito nada para publicarlo en una revista de ciencia ficción, y no había intentado
nunca acomodar su habilidad a los especiales requisitos de una revista. En 1927 Amazing
Stories, que ya contaba con un año, era única en el mundo.
Desafortunadamente no existe registro de un encuentro entre Burroughs y Gernsback,
si es que tal encuentro tuvo lugar, ni de lo que se hubieran dicho el uno al otro. Hubiera
sido una confrontación fascinante.
Gernsback era el correcto, puntilloso, orgulloso y singular editor prusiano (era en
realidad nativo de Luxemburgo). Burroughs era un hombre rudo, robusto, sereno y grande
como un oso. Gernsback mantenía un gran respeto por el rigor científico. Burroughs
sentía un benevolente desdén por cualquier cosa que pudiera interponerse en el camino
de una animada historieta.
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Ya fuera debido a influencia personal o de cualquier otra manera, Burroughs fue
inducido a aproximarse hacia la ficción orientada al laboratorio y al taller repleto de
maquinaria de Gernesback, pero trajo consigo su acostumbrado colorido y vigor. El
Cerebro Supremo de Marte presenta como característica la concentración más grande de
escenas de laboratorio y el mayor énfasis en la ciencia de cualquier historia de Burroughs
hasta esa fecha: ¡incluía incluso un genuino científico loco!
Burroughs presentó a Paxton con una de las formas estándar que usaba para dar
conexión: situó la historia entera en el formato del diario de Paxton. El capitán narra su
temprana inclinación hacia el escenario marciano, tal como se le presentó a Carter en La
Princesa de Marte. Describe sus propias experiencias en La Primera Guerra Mundial, las
terribles heridas recibidas en las trincheras de Francia en 1917 y la expectativa de su
muerte. Para su gran asombro, se encuentra a sí mismo reviviendo las sensaciones del
primer viaje de John Carter a Martes: “Me sentí arrastrado con la velocidad del
pensamiento a través de las intransitables inmensidades del espacio interplanetario. Hubo
un instante de sumo frío y extrema obscuridad, entonces...»
Burroughs hace que Ulysses Paxton sea descubierto por el científico marciano Ras
Thavas que, puntual y arbitrariamente, le bautiza con el nombre de estilo marciano de Vad
Varo. Ya como Vas Varo, Paxton se convierte en asistente de laboratorio médico en el
Santuario de Ras Thavas.
Muy tempranamente en su carrera como asistente de Ras Thavas, Vad Varo presencia
una operación completa de transplante de cerebro, que Buroughs describe con
considerable extensión. Una anciana, decrépita y marchita, es colocada en una mesa de
operaciones; el cuerpo de una bella joven es atado con correas a otra; cada una es
inyectada con un fluido anestésico, se extrae la sangre de ambas y se reemplaza por un
líquido especial, transparente.
Se separan los dos cueros cabelludos, se abren los cráneos con una sierra, se extraen
los cerebros y se intercambian.
Como es típico de los héroes de Burroughs, Ulysses Paston Vad Varo no es muy
agudo. El catálogo estándar de las virtudes heroicas en los pulp no incluía la inteligencia,
quizás debido al propósito de dar a los lectores la satisfacción extra de sentirse superiores
intelectualmente a los aventureros que seguían. Paxton manifiesta perplejidad ante el
aparentemente inexplicable acto, de la anciana, de pagar a mi anfitrión lo que
evidentemente era una suma considerable por matarla y transplantar, al interior de su
cráneo, el cerebro de un cadáver.
Naturalmente esto no era, ni mucho menos, todo por lo que Ras Thavas había sido
pagado, como Vad Varo eventualmente llega a saber. El cadáver era el anestesiado
cuerpo viviente de una hermosa, pero desventurada, joven mujer roja, 4296-E-2631-H,
mas propiamente conocida como Valla Dia. El personaje de la marchita vejestoria era
nada menos que la Jeddara de Phundal, la despótica Xaxa, que había pagado a Ras
Thavas una fortuna para que transplantara su cerebro al juvenil y voluptuoso cuerpo de
Valla Dia.
A partir de este episodio el libro se desenvuelve en otras direcciones; muy
singularmente el derrocamiento de una teocracia corrupta y explotante, tema éste
repetidamente utilizado en los trabajos de Burroughs.
El Cerebro Supremo de Marte es, en conjunto, una novela bastante buena, muy
divertida, sin duda y, en el presente contexto, significante por su revelación del avanzado
estado de la ciencia marciana.
Helium, 8 de Junio de 1926.
Querido señor Burroughs:
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A finales de 1917, en un campamento de instrucción de oficiales, conocí a John Carter,
el Guerrero de Barsoom, leyendo ávidamente su novela Una Princesa de Marte. Tan
profunda impresión me causó el relato que, a pesar de que en sentido común me
aseguraba que era una narración completamente imaginaria, una vaga sugestión de
realidad se adueñó de mi mente hasta el punto de que empecé a pensar en Marte y John
Carter, en Djah Thoris, Tars Tarkas y Woola, como si se tratara de entidades vivientes en
vez de ser personajes de la imaginación de usted.
Aunque en aquella época había poco tiempo para dormir, disponía de unos breves
momentos antes de cerrar los ojos por la noche, que aprovechaba para soñar despierto.
¡Y qué sueños! Siempre Marte constituía su tema y, en las noches que me tocaba
guardia, buscaba sobre el horizonte al planeta rojo en busca de la solución del
indescifrable enigma que durante siglos había constituido para los terrestres.
Quizás aquellos pensamientos llegaron a convertirse en obsesión. Recuerdo que no
me dejaban un momento en el campamento de instrucción y en el puente del buque
transporte; me pasaba horas y horas contemplando el ojo sangriento del dios de la guerra,
¡mi dios!, y anhelando, como John Carter, poder cruzar el gran vacío y subir al cielo de mi
deseo.
Fueron luego los días y las noches horribles pasadas en las trincheras, ratas, sapos,
barro, cuya monotonía sólo cortada de vez en cuando por algún episodio glorioso. Me
entusiasmaban las batallas y las granadas que estallaban a mí alrededor; pero ¡Dios mío,
cómo detestaba las ratas, los sapos y el fango! Esto parecerá jactancia, pero es la verdad,
y un dato que hay que tener en cuenta para comprender lo que me sucedio.
Por fin me llegó el turno, como a tanto otros en aquellos campos sangrientos. Fue en la
misma semana de mi ascenso a capitán, grado que me llenaba de orgullo, pero también
me preocupaba por mi juventud, las grandes responsabilidades que acarreaba y las
oportunidades que me ofrecía; no sólo para el servicio de mi patria, sino para el de los
hombres a mis órdenes. Habíamos avanzado cosa de dos kilómetros y, con un pequeño
destacamento, me había instalado en una posición no muy segura, cuando recibí la orden
de retroceder a la nueva línea. Es lo último que recuerdo hasta que recobré el
conocimiento. Por lo visto había explotado una granada entre nosotros. Nunca supe lo
que había sido de mis hombres. Al despertar sentí frío y me hallé en la obscuridad; por un
momento me encontré a gusto: creo que aún no había recobrado del todo el
conocimiento, y luego empecé a sentir dolor en las piernas; un dolor que creció hasta
hacerse insoportable. Alargué el brazo, pero mi mano retrocedio y, al intentar mover las
piernas, me di cuenta de que estaba muerto de cintura para abajo. Por detrás de una
nube apareció la luna, y pude ver que me hallaba en el agujero abierto por la granada,
pero no estaba solo: los muertos me rodeaban.
Al cabo de mucho tiempo adquirí el necesario valor moral y la fuerza física para
levantarme sobre el codo y contemplar la desolación que la bomba produjo. Me bastó una
mirada que me arrojó a un abismo de agonía mental y angustia física: mis piernas
estaban cortadas a la altura de los muslos. Por alguna razón desconocida, no sangraba
mucho, pero comprendí que había perdido una buena cantidad de sangre y que estaba
gradualmente perdiendo toda la que me quedaba. Si no me encontraban pronto, el final
vendría en seguida y, apoyado sobre la espalda y torturado de dolor, deseaba
ardientemente que no viniera el socorro, pues prefería la muerte a vivir mutilado para
siempre; y entonces mis ojos percibieron el ojo encendido de Marte, y esta visión me
envolvió en una oleada de esperanza. Levanté los brazos hacia el planeta sin dudar un
instante que el dios de mi vocación escucharía mi súplica. Mi fe era absoluta, pero tan
grande fue el esfuerzo mental que tuve que hacer para librarme de las odiosas ligaduras
de mi carne mutilada, que sentí una especie de vértigo y luego un clic como el que
produce al saltar una varilla de acero. En seguida me encontré desnudo y apoyado sobre
dos piernas sanas mirando el objeto disforme y sangriento que había sido. Al instante
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siguiente volví los ojos a la estrella de mi destino, alcé los brazos hacia ella y permanecí
esperando en la fría noche de Francia.
De pronto me sentí arrastrado con velocidad inconcebible a través de los espacios
interplanetarios. Un momento de frío extremo y de obscuridad profunda y luego...
El resto de mi historia está referido en el manuscrito que con esta carta le envío gracias
a la ayuda de uno más grande que todos nosotros. Usted y unos cuantos elegidos creerán
mi relato; de los demás no me preocupo por ahora. Todo llegará...; ¿pero para qué voy a
decirle cosas que usted ya sabe?
Reciba mi cariñoso saludo y mi felicitación por su buena suerte al ser elegido como
intermediario de los terrestres y los barsoomianos hasta que llegue el tiempo en que todos
puedan cruzar el espacio tan fácilmente como John Carter y como lo he hecho yo.
Su sincero amigo.
Ulysses Paxton
Capitán que fue del...°Reg. de Infantería del Ejército norteamericano.
CAPÍTULO I - La Casa de la Muerte
Debí cerrar los ojos involuntariamente durante la transición, y al abrirlos me encontré
acostado de espaldas y mirando al cielo brillante y bañado de sol. A pocos pasos de mí,
contemplándome estupefacto, estaba el ser más raro que he visto en mi vida. Parecía un
hombre viejísimo, pues estaba seco y arrugado de un modo indescriptible; sus miembros
eran delgadísimos; del pecho le sobresalía todas las costillas, y su cráneo enorme y bien
desarrollado le daba el aspecto de un trompo por la desproporción que guardaba con el
resto del cuerpo.
Mientras me examinaba a través de sus anteojos de múltiples lentes, tuve tiempo de
observarle a mi vez. Tendría un metro sesenta de estatura, aunque en su juventud debió
haber sido más alto, pues ahora estaba algo encorvado; por toda vestimenta llevaba un
cinturón de cuero, del que pendían sus armas y bolsas, y un gran adorno, especie de
collar incrustado de pedrería que le rodeaba el descarnado cuello. Tenía la piel de color
rojo y unos escasos mechones de pelo gris en las sienes.
Mientras me miraba crecía su asombro. Con los dedos de la mano izquierda se acarició
la mejilla y, levantando la derecha, se rascó la frente con indecisión. Luego me habló en
un idioma que no comprendí.
Al oír sus primeras palabras me senté en el suelo y sacudí la cabeza. Después miré
alrededor: estaba sentado en un césped carmesí dentro de un recinto vallado con altos
muros, de los cuales dos, por lo menos, y acaso tres, eran las paredes exteriores de una
construcción que se parecía más a un castillo feudal de Europa que a cualquier otra forma
arquitectónica. La fachada que vi estaba adornada con un dibujo artístico de lo más
irregular, la línea del tejado se quebraba tan a menudo que parecía arruinada y, sin
embargo, el conjunto parecía armonioso y no exento de belleza. En el recinto crecían los
árboles y arbustos más extraños y grotescos, todos ellos cubiertos de flores. Entre ellos
serpeaban avenidas de guijarros multicolores que brillaban como raras piedras preciosas
por efecto de los rayos de sol que jugueteaban con ellos.
De nuevo habló el viejo, y esta vez en tono perentorio, como si me repitiera una orden
de la que no hubiera hecho caso; nuevamente moví la cabeza. Entonces llevó su mano a
una de las dos espadas; pero en el momento en que sacaba el arma me puse en pie
rápidamente con un resultado tal que no puedo decir quién de los dos quedó más
sorprendido. Debí subir a una altura de tres metros por lo menos, y fui a caer a unos siete
del lugar donde había estado sentado; entonces me convencí de que estaba en Marte,
aunque ni por un momento lo había dudado, pues los efectos de la menor gravedad, el
color del césped y el de la piel de los marcianos rojos que conocía por las descripciones
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de John Carter, esos maravillosos y hasta ahora inapreciados documentos de la literatura
científica de un mundo, no me permitían albergar duda alguna. Estaba en el suelo del
planeta rojo, había llegado al mundo de mis sueños, a Barsoom.
Tan espantado se quedó el viejo ante mi agilidad, que él mismo dio un salto
involuntario que hizo que los lentes se le desprendieron de la nariz, cayendo a la hierba, y
entonces me di cuenta de que el pobre diablo, privado de aquellas ayudas artificiales, era
prácticamente ciego, pues cayó de rodillas y comenzó a golpear el suelo con las manos
buscando frenéticamente los objetos perdidos, como si toda su vida dependiera de
encontrarlos en seguida. Probablemente pensó que yo me aprovecharía de su inferioridad
para atacarle. Aunque los lentes eran enormes y yacían a medio metro de él, no pudo
encontrarlos, y las manos que recorrían ansiosas el terreno a su alrededor no entraron en
contacto con ellos.
Mientras contemplaba sus inútiles esfuerzos pensando si sería prudente devolverle los
medios que le permitirían atravesarme el corazón con su espada, me di cuenta de que se
presentaba en escena un tercer personaje, y al mirar al edificio vi un hombre rojo que
venía corriendo al sitio donde se hallaba el viejo. Estaba completamente desnudo, llevaba
una maza en la mano y su expresión no pronosticaba nada bueno hacia el miserable resto
de humanidad que buscaba ansiosamente sus lentes.
Mi primer impulso fue permanecer neutral en un asunto que de ningún modo me podía
afectar y del que no tenía conocimiento alguno sobre el que basar una predilección hacia
una u otra de las partes; pero al mirar de nuevo al hombre de la maza me pregunté si de
veras no me afectaba el asunto, pues la expresión del individuo era tan salvaje y vesánica
que me hizo pensar si no caería sobre mí después de despachar a su primera víctima
que, al menos en apariencia, era un individuo cuerdo y relativamente inofensivo. Es
verdad que su acción de sacar la espada contra mí no indicaba una disposición muy
amistosa pero, puesto a elegir entre los dos, me pareció el menos malo.
Aún continuaba arrastrándose y buscando los anteojos y el hombre desnudo estaba
casi sobre él, cuando me decidí a ponerme de parte del viejo. Me hallaba a siete metros
de distancia, desnudo y desarmado pero para mis músculos terrestres fue cuestión de un
momento llegar al lado del viejo y coger la espada que había dejado caer al verme saltar.
Así me encontré frente al agresor en el instante en que caía sobre su víctima y casi a
tiempo de recibir el golpe destinado a ella. Logré esquivarlo y entonces comprendí que la
mayor agilidad de mis músculos terrestres tenía también sus desventajas y que tenía que
aprender a luchar con un arma nueva contra un loco armado con una porra; nada tiene de
extraño que le tomara por loco, pues no otra cosa indicaban sus movimientos rabiosos y
la terrible expresión de su rostro.
Tambaleándome y tratando de acomodarme a las nuevas condiciones, no tardé en
darme cuenta de que, lejos de constituir un obstáculo serio para mi antagonista, me
costaba mucho trabajo no dejar mi vida entre sus manos a causa de mis tropezones y
caídas en la hierba, de modo que el combate se convirtió en una serie de esfuerzos: él
trataba de asestarme el golpe definitivo; yo sólo tenía tiempo para eludir sus ataques. Por
mortificante que sea, confieso la verdad. Pero esta situación no duró mucho tiempo, pues
la urgencia del momento me enseñó a dominar mis músculos y a defender el terreno y, en
una ocasión, después de librarme de un golpe formidable, conseguí tocarle con la punta
de mi espada y hacerle sangre, arrancándole un salvaje aullido de dolor. Desde entonces
fue más prudente y, aprovechándome del cambio de la situación, le hostigué de tal modo
que cayó de espaldas. Esto me infundio nueva confianza, y caí sobre él pinchándole y
cortándole hasta hacerle sangrar por media docena de heridas, teniendo buen cuidado de
evitar sus golpes, cualquiera de los cuales hubiera derribado a un buey.
Mientras no podía hacer más que defenderme de sus ataques, al comienzo de la pelea,
habíamos cruzado el recinto, y ahora estábamos luchando a una distancia considerable
del sitio donde nos encontramos, en cuya dirección miraba yo cuando vi al viejo encontrar
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los anteojos, que se puso inmediatamente. En seguida nos descubrió y empezó a aullar,
excitado, mientras corría hacia nosotros enarbolando su segunda espada. El hombre rojo
me asediaba, pero no había recobrado la calma y, temiendo encontrarme frente a dos
enemigos, le ataqué con redoblada intensidad. Por una fracción de centímetro me libré de
un golpe tremendo, pero aproveché la ocasión para atravesarle el corazón con mi espada.
Así lo creí en el primer momento, porque había olvidado lo que dijo John Carter en uno de
sus manuscritos: que los órganos internos no están dispuestos en los marcianos lo mismo
que en los terrestres. Sin embargo, el resultado inmediato fue tan satisfactorio como si le
hubiera alcanzado en el corazón, pues la herida era lo suficientemente grave para ponerle
fuera de combate, y en aquel momento llegó el viejo. Me preparé a recibirle, pero estaba
equivocado respecto a sus intenciones: no hizo gestos hostiles con su arma; al contrario,
trató de convencerme de que no venía a mí en son de guerra. Estaba muy excitado y, al
parecer, molesto porque yo no le entendía y muy perplejo. Me hablaba a voces, en tono
que pasaba de la orden perentoria al insulto y a la cólera impotente. Lo más significativo
fue que volvió su espada a la vaina, y cuando terminó de chillar empezó una especie de
pantomima más inteligible, que tomé por ofrecimientos de paz, si no de amistad, en vista
de lo cual bajé mi arma al suelo y me incliné. Fue todo lo que se me ocurrió hacer para
demostrarle que no tenía intención de luchar con él por el momento.
Esto pareció satisfacerle, y entonces dedicó su atención al hombre caído. Le tomó el
pulso y le auscultó; luego se levantó, moviendo la cabeza, y sacando un silbato de su
bolsillo pendiente del cinturón, lanzó un silbido que hizo salir del edificio próximo a una
veintena de hombres rojos desnudos, que vinieron corriendo hacia nosotros. Ninguno
estaba armado. El viejo les dio unas órdenes breves, en obediencia de las cuales
cargaron con el cuerpo caído y se organizó una caravana. Me pareció lo mejor seguirle,
como me ordenaba por gestos. Fuera cualquiera el lugar de Marte donde me encontraba,
había un millón de probabilidades contra una de que estuviera entre enemigos; tan bien
me hallaba allí como en cualquier otra parte, y sólo podía fiarme de mi inteligencia y
agilidad para abrirme camino en el planeta rojo.
El viejo me guió hasta una habitación en la que se abrían numerosas puertas, a través
de una de las cuales los hombres transportaban a mi antiguo enemigo. Entramos en una
cámara más grande y brillantemente iluminada, donde mis ojos, estupefactos,
presenciaron una escena horrible. La cámara estaba ocupada por hileras de mesas que
formaban líneas paralelas; con muy pocas excepciones, cada mesa soportaba un
cargamento espantoso: un cadáver humano, desmembrado o mutilado de diversas
formas. Sobre cada una de las mesas había un anaquel lleno de recipientes de todas
formas y tamaños, y del cual colgaban numerosos instrumentos quirúrgicos, que me
hicieron pensar que estaba en una gigantesca Facultad de Medicina.
A una palabra del viejo, los que llevaban al herido o muerto lo dejaron sobre una mesa
vacía y salieron de la cámara, tras de lo cual mi huésped, si así puedo llamarle, pues
hasta entonces no era mi captor, se inclinó sobre el cuerpo exánime y, una en una vena y
otra en una arteria, y sin dejar de hablar, practicó en él dos incisiones a las que aplicó los
extremos de dos tubos, uno conectado a un recipiente vacío de cristal y el otro en
comunicación con un receptáculo lleno de un liquido incoloro y transparente que parecía
agua clara. Hechas las conexiones, el viejo oprimió un botón que puso en marcha un
motorcito, con lo cual la sangre de la víctima fue aspirada entrando en el frasco vacío,
mientras el contenido del otro iba a llenar las venas y arterias.
El tono y los gestos del viejo al dirigirse a mí durante la operación, me hicieron ver que
me estaba explicando detalladamente el sistema y el objeto de la transfusión; pero, como
no comprendí una sola palabra de su discurso, me quede tan en blanco como al principio,
aunque lo que había visto me hizo pensar que estaba asistiendo a una especie de em-
balsamamiento barsoomiano. Una vez quitados los tubos, el viejo cerró las incisiones
aplicando sobre ellas una cosa parecida a la cinta aislante que usan los electricistas, y
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luego me invitó a seguirle. Recorrimos un grupo de naves llenas de vitrinas parecidas, en
muchas de las cuales se detuvo el viejo para examinar ligeramente los cuerpos
extendidos sobre ellas, o dar una ojeada a lo que debía ser la hoja explicativa de cada
uno, que pendía de un clavo a la cabecera de cada mesa.
Desde la última cámara que visitamos, mi huésped me condujo, por un pasillo en
pendiente, al segundo piso, con habitaciones similares a las de abajo. Sobre las mesas
había cuerpos horriblemente mutilados, todos remendados en diversos sitios con la cinta
adhesiva. Al pasar por entre los cuerpos de una de estas habitaciones entró una
muchacha barsoomiana, que me pareció una criada o esclava, y que se dirigió al viejo
diciéndole algo; éste me hizo señas de que le siguiera, y juntos descendimos por otro
pasillo al primer piso de otro edificio.
En una habitación espaciosa, alegremente decorada y amueblada con suntuosidad,
estaba esperándonos una mujer roja bastante vieja. Tenía el rostro desfigurado de un
modo atroz a causa de una herida. Sus vestiduras eran magníficas, y detrás de ella se
agrupaban unas veinte mujeres y guerreros armados; indudablemente se trataba de una
persona importante, pero el viejo la trató con brusquedad, ante el horror no contenido de
sus asistentes.
Al terminar la larga conversación la mujer hizo una señal, y de su escolta masculina se
destacó un hombre que sacó del bolsillo un puñado de lo que me parecieron monedas
marcianas. Después de contar una cantidad determinada, que entregó al viejo, éste invitó
a la mujer a seguirle, incluyéndome a mí en el gesto. Algunos guerreros y mujeres se
dispusieron a acompañarla, pero el viejo les detuvo con un movimiento, del que nació una
discusión muy excitada a la que puso término el viejo devolviendo a la mujer el dinero que
le había entregado: éste fue el argumento decisivo, porque ella se negó a aceptar las
monedas, habló unas palabras con su gente, y vino sola con el viejo y conmigo.
Subimos al segundo piso y entramos en una habitación que yo no conocía. Sólo se
diferenciaba de las otras en que los cuerpos que contenía eran de mujeres jóvenes,
algunas muy bellas. Pisándole los talones al viejo, la mujer examinaba los cuerpos
inmóviles con una minuciosidad que llegaba a ser nauseabunda. Por tres veces pasó
entre las mesas, parándose cada vez más tiempo delante del cuerpo de mujer más her-
moso que he visto en mi vida. Terminada la última visita volvió a pararse ante la criatura
muerta. Contemplando ávidamente su rostro de cera, y haciendo al viejo innumerables
preguntas, que él contestaba con monosílabos rudos y secos. Luego señaló al cuerpo
yacente haciendo signos afirmativos.
Inmediatamente el vejete tocó el silbato, a cuya llamada acudieron numerosos
subalternos que recibieron del jefe diversas instrucciones, tras de lo cual éste nos condujo
a una habitación más pequeña, donde había varias mesas vacías semejantes a las que
soportaban los cadáveres que habíamos visto. A una señal del viejo, dos esclavas o
sirvientes despojaron a la mujer de sus vestiduras, le soltaron el pelo y la tendieron sobre
una de las mesas, rociándola con un líquido que juzgué antiséptico. Después de frotarla
bien y secarla, la transportaron a una segunda mesa, a unos cuarenta centímetros de la
cual había otra paralela.
Se abrió la puerta y aparecieron otras dos auxiliares que traían el cuerpo de la hermosa
muchacha designada por la vieja, que depositaron en la mesa que ésta acababa de dejar.
Aquí sufrió la misma rociada antiséptica, y luego fue trasladado a la mesa inmediata a la
de la vieja. El cirujano, o lo que fuera, practicó dos incisiones en el cuerpo de ésta, lo
mismo que hizo con el hombre rojo que cayó ante mi espada. La sangre de la mujer fue
absorbida y en sus venas inyectado el líquido claro, quedando extendida sobre la losa
pulimentada que formaba la mesa, tan muerta como la hermosa criatura colocada a su
lado.
El viejo, que se había despojado de su cinturón y de su collar para someterse también
a la desinfección, tomó un afilado bisturí, con el que desprendió todo el cuero cabelludo
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de la mujer inerte, siguiendo el límite del pelo alrededor de la cabeza. De un modo
semejante trabajó el cadáver de la muchacha, y después, con la ayuda de una sierra
circular muy delgada aplicada al extremo de una varilla flexible, aserró los cráneos de los
dos cadáveres por la línea que dejó al descubierto la extirpación del cuero cabelludo. Esta
operación y las que siguieron fueron realizadas tan magistralmente que no cabe
descripción. Baste decir que al cabo de cuatro horas había trasladado el cerebro de cada
una de las mujeres al cráneo de la otra, conectado con destreza sin igual los diversos
nervios y ganglios, vuelto a colocar las tapas craneales y los cueros cabelludos, y cerrado
las heridas con aquella cinta adhesiva, que era no sólo antiséptica y curativa, sino
también anestésica local.
Volvió a calentar la sangre extraída del cuerpo de la vieja, añadiendo unas gotas de
una solución química, y aspiró el líquido que llenaba las venas del hermoso cadáver,
reemplazándolo con la sangre de la vieja, al tiempo que le administraba una inyección
hipodérmica.
Durante toda la operación no articuló palabra. Al llegar a este momento dio unas breves
instrucciones a sus ayudantes, me invitó a seguirle y salimos de la habitación. Fuimos a
parar a un sitio del edifico bastante alejado, a una habitación cómodamente amueblada,
una de cuyas puertas dejaba ver un baño barsoomiano, y me dejó en manos de los
criados. Refrescado y descansado, salí del baño al cabo de una hora, encontrando en la
habitación adjunta un magnífico equipo de correajes guerreros. Aunque sencillos eran de
excelente material, pero no tenían arma alguna.
Naturalmente, estaba interesadísimo por todo lo que había visto desde mi llegada a
Marte; pero lo que más me intrigaba era el acto, inexplicable al parecer, realizado por la
vieja al pagar a mi huésped una cantidad que debía de ser considerable por asesinarla y
trasladar su cerebro al cráneo de un cadáver. ¿Era el rito de algún horrible fanatismo
religioso, o tenía alguna explicación que mi mente terrestre no podía concebir?
Aún no había llegado a una solución satisfactoria, cuando un esclavo vino a buscarme
para conducirme a otra cámara vecina, donde encontré a mi huésped que me estaba
esperando ante una mesa cubierta de manjares deliciosos, de los que inútil es decir que
di buena cuenta después de mi largo ayuno y las anteriores semanas de espartana vida
guerrera.
Durante la comida mi huésped intentó de nuevo conversar conmigo pero, naturalmente,
sus esfuerzos fueron vanos. A veces se excitaba, y en tres ocasiones llegó al extremo de
apoyar la mano en su espada al ver que yo no entendía lo que me estaba diciendo, acto
que me convenció de que estaba medio loco; pero en las tres ocasiones encontró el sufi-
ciente dominio de si mismo para evitar una catástrofe fatal para alguno de los dos.
Terminada la comida permaneció mucho tiempo sentado y sumido en profundas
meditaciones; luego pareció que adoptaba una resolución súbita: se volvió hacia mí con
una especie de sonrisa, y se enfrascó en una larga explicación que parecía un curso
intensivo de idioma barsoomiano. Era ya de noche cuando me permitió retirarme a mi
habitación, que resultó ser la misma en que había encontrado los correajes marciales. El
vejete me señaló una pila de almohadones de seda y cuero, me dirigió un saludo
barsoomiano y salió, cerrando tras de sí la puerta y dejándome adivinar si yo era un
huésped o un prisionero.
CAPÍTULO II - Simpatías
Transcurrieron tres semanas, durante las cuales llegué a dominar el lenguaje
barsoomiano lo suficiente para conversar con mi huésped de un modo satisfactoriamente
razonable al mismo tiempo que progresaba en la escritura del país, que era diferente del
lenguaje escrito de las demás naciones de Barsoom, aunque el idioma hablado en todas
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ellas es idéntico. Durante estas tres semanas también aprendí muchas cosas re-
lacionadas con la extraña mansión en que era medio huésped y medio prisionero. Supe
que el viejo se llamaba Ras Thavas, y era cirujano de Toonol. Constantemente le
acompañaba, y poco a poco fui descubriendo, estupefacto, los fines de la institución que
gobernaba y en la que trabajaba prácticamente solo, pues los esclavos y ayudantes
únicamente servían para traerle los objetos necesarios.
Ras Thavas era tan interesante en sí como las cosas que realizaba. Nunca llegaba a
ser intencionadamente cruel o malvado y, sin embargo, tenía en su activo las más
diabólicas crueldades y los crímenes más enormes, a renglón seguido de los cuales
llevaba a cabo hazañas que en la Tierra hubieran elevado a su autor al pináculo de la
admiración popular. Lo cierto es que no realizaba actos crueles o perversos por motivos
bajos, del mismo modo que algún alto motivo tenía que guiarle para efectuar alguna
acción humanitaria. Era un cerebro puramente científico, libre en absoluto de las
influencias del sentimiento, que no poseía; era una inteligencia práctica, que ponían de
manifiesto los honorarios elevados que exigía por sus servicios profesionales, a pesar de
lo cual yo tenía la certeza de que no operaba únicamente por dinero, pues le había visto
dedicar días y días al estudio de un problema científico cuya solución en nada
acrecentaba su fortuna, al mismo tiempo que sus ricos clientes esperaban con paciencia
que llegara el momento de vaciar sus bolsas en los cofres de Ras Thavas.
A mí me trataba bajo un punto de vista científico. Yo constituía para él un problema: no
era barsoomiano o, por lo menos, pertenecía a una especie cuya existencia él ignoraba.
Convenía pues, al objeto de la ciencia, que yo fuera conservado y estudiado. Ras Thavas
se complacía en mirarme como promesa de solución de uno de los más dificultosos enig-
mas barsoomianos, pero se vio forzado a confesar que en este respecto yo era una
pérdida total, no sólo por mi absoluta ignorancia en asuntos científicos, sino porque la
ciencia de la Tierra está en mantillas comparada con los notables progresos realizados en
Marte. Sin embargo, me conservaba a su lado enseñándome muchas de las tareas
secundarias de su inmenso laboratorio. Me confió la fórmula del fluido embalsamador, y
me instruyó en el medio de extraer la sangre de una persona reemplazándola con aquel
líquido maravilloso que impedía la descomposición del cuerpo sin alterar lo más mínimo la
estructura de los nervios y tejidos. También aprendí el secreto de las gotas que, añadidas
a la sangre recalentada antes de volverla a inyectar en las venas del sujeto, la revitalizan
y devuelven la actividad a cada órgano del cuerpo.
En cierta ocasión me explicó por qué había consentido en que yo aprendiera todas
aquellas cosas que constituían un secreto para todo el mundo, por qué me daba la
preferencia entre los numerosos individuos de su raza que le servían.
—Vad Varo —me dijo, utilizando el nombre barsoomiano que me había aplicado en
substitución del mío propio, que le resultaba poco práctico y desprovisto de significación—
. Hace muchos años que necesito un ayudante, pero hasta ahora ninguno he descubierto
que quiera trabajar para mí de un modo lo suficientemente desinteresado para que no
piense en marcharse o divulgar mis secretos. Tú eres único en todo Barsoom, porque no
tienes más amigo ni conocido que yo. Si me dejaras, adondequiera que fueras te
encontrarías en país enemigo, pues un extranjero siempre despierta sospechas. Antes de
diez días te encontrarías helado, hambriento y miserable; serías un proscrito en un mundo
hostil. Aquí encuentras todas las comodidades que puedes ansiar, y estás ocupado en un
trabajo tan interesante que el tiempo se te pasa sin sentir. No tienes, por tanto, motivos
para dejarme y, por el contrario, hay muchas razones que te obligan a permanecer
conmigo. No creo en lealtades que no estén inspiradas por el egoísmo. Tú eres para mí el
ayudante ideal, no sólo por las razones que acabo de darte, sino por tu inteligencia y
comprensión rápida, y he decidido, después de haberte observado durante todo este
tiempo, asignarte otra tarea que puedes desempeñar con suficiente capacidad: serás mi
cuerpo de guardia.
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“Habrás notado que, de todos los que viven en el laboratorio, sólo yo estoy armado.
Esto es muy raro en Barsoom, donde las personas de todas condiciones, sexo y edad
llevan siempre armas. Pero yo no puedo responder de que, una vez armados algunos de
los que aquí habitan, no quisieran asesinarme, pues ni uno solo de ellos piensan en otra
cosa que en salir de aquí para marchar a su país. Sólo tú, Vad Varo, no tienes sitio donde
ir, y por eso he decidido darte armas. En cierta ocasión me salvaste la vida: el caso puede
repetirse de un momento a otro. Se que eres una criatura razonable y no me matarás,
pues con mi muerte nada ganarías, perdiéndolo todo en cambio, ya que te encontrarías
sin amigos y abandonado en un mundo extraño donde el asesinato está a la orden del día
y la muerte natural es uno de los fenómenos más raros. Aquí tienes tus armas.
Y conduciéndome a una habitación, cuya puerta abrió, me enseñó un verdadero
arsenal, del que eligió una espada larga, otra corta, una pistola y un puñal.
—Mucho parece que confías en mi lealtad, Ras Thavas —le dije.
El se encogió de hombros.
—Sólo confío en que sé perfectamente dónde está tu interés. Los sentimentales
poseen palabras propias: amor, lealtad, amistad, odio, celos y mil más. Una sola palabra
las resume todas: egoísmo. Todo hombre inteligente debe reconocerlo. Analizadas las
predilecciones y las necesidades de un individuo puede clasificársele como amigo o
enemigo, dejando que los idiotas pobres de espíritu se dejen arrastrar a su ruina por el
sentimiento.
Sonriendo coloqué las armas en mi correaje, pero no quise replicar: nada conseguiría
discutiendo con el individuo. Además comprendí que en una controversia académica yo
llevaría la peor parte; pero había hablado de muchas cosas que despertaron mi
curiosidad, y una de ellas me recordó un asunto en el que había pensado con mucha
frecuencia. Aunque explicada en parte por sus observaciones, no comprendía yo la razón
que pudo tener aquel hombre rojo para atacarle con tanta saña el día de mi llegada a
Barsoom. En la sobremesa que siguió a la comida hablé del asunto a Ras Thavas.
—¡Bah! —respondio—. Un sentimental del tipo más pronunciado. Aquel individuo me
odiaba de un modo increíble para un cerebro educado y analítico como el mío. Considera
los hechos: Era un joven guerrero en la plenitud de la vida, de la hermosura y de la
fortaleza, que murió víctima de un asesinato. Uno de mis agentes pagó a su familia una
cantidad satisfactoria por el cadáver y me lo trajo. Así es como obtengo yo todo mi
material. Le sometí al procedimiento que conoces. Durante un año el cuerpo estuvo en mi
laboratorio, pues no hubo ocasión de utilizarle, pero al cabo de este tiempo llegó un
cliente rico cargado de años. Estaba locamente enamorado de una muchacha a quien
pretendían muchos rivales. Mi cliente tenía más dinero, mas cerebro y más experiencia
que todos ellos, pero les era inferior en lo único que pesa sobre la mente irrazonable,
embotada y sentimentalizada de las hembras jóvenes: en el aspecto físico.
“378-J-493.811-P tenía lo que mi cliente necesitaba y podía permitirse el lujo de pagar.
Rápidamente llegamos a un acuerdo en la cuestión del precio, y trasladé el cerebro de mi
rico cliente a la cabeza del 378-J-493.81 1-P. Mi cliente se marchó, y tengo noticias de
que conquistó la mano de la hermosa. 378-J-493.811-P hubiera quedado indefinidamente
en su mesa de piedra hasta que yo hubiera necesitado algún miembro de su cuerpo, a no
haberle yo elegido, sólo por casualidad, para concederle la resurrección, pues me hacía
falta otro esclavo.
“Fíjate en que el individuo había sido asesinado. Yo compré y pagué, al contado, el
cadáver y todo lo que contenía. Podía haber permanecido muerto para siempre sobre la
losa si no se me hubiera ocurrido infundirle una vida nueva. ¿Crees que su cerebro fue
capaz de comprender la transacción de un modo inteligente y desapasionado? No hubo
tal. Su sentimentalismo le hizo reprocharme haberle dado otro cuerpo, aunque me parece
que, desde un punto de vista sentimental, debía considerarme como un bienhechor por
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haberle devuelto la vida en un cuerpo que, a pesar de estar algo usado, disfrutaba de
perfecta salud.
“Muchas veces me habló del asunto pidiéndome que le devolviera su antiguo cuerpo,
cosa que, como es natural, no podía discutirse, pues sería rarísimo que la casualidad me
trajera el cadáver del cliente a quien se lo había entregado; contingencia lejana, dada la
riqueza del cliente en cuestión. El individuo llegó hasta el extremo de pedirme que le
permitiera salir para matarle y traerme el cadáver, para que yo realizara la operación. Me
negué a darle el nombre del actual poseedor de su cuerpo, y entonces cayó en profunda
depresión; pero hasta el día de tu llegada no creía que el odio llegara la punto de
atacarme. No cabe duda de que el sentimiento es un obstáculo para el progreso.
Nosotros, los ciudadanos de Toonol, estamos acaso menos sujetos a sus extravagancias
que los demás barsoomianos, pero mis paisanos las sufren en menor grado. Claro que
tiene sus preocupaciones. Sin ellas no podríamos sostener una forma de gobierno
estable, y los fundalianos o cualquier otro pueblo nos invadiría y nos conquistaría gracias
a que en nuestras clases inferiores existe el suficiente sentimentalismo para hacerles
leales al Jeddak de Toonol, y las clases dirigentes son lo suficientemente cultas para
comprender que en su propio interés está el agruparse alrededor del trono.
“Los fundalianos son grandes sentimentales, ahogados en estupideces y
supersticiones, esclavos de fantasías y chifladuras. El solo hecho de que conserven en el
trono a la vieja arpía Xaxa demuestra su incurable idiotez. Es una bruja ignorante,
orgullosa, estúpida, cruel, un marimacho, una maldición de los dioses y, a pesar de todo
esto, los fundalianos lucharán y morirán por ella a causa de que su padre fue Jeddak de
Fundal. Ella les ahoga con impuestos cuya carga apenas pueden soportar, les engaña,
les explota, les traiciona y ellos caen ante sus pies y la adoran. ¿Por qué? Porque su
padre fue Jeddak de Fundal, y antes que su padre, su abuelo, y así sucesivamente;
porque les guía el sentimiento, que no la razón; porque sus malvados gobernantes
explotan el sentimiento. Nada tiene ella que la haga parecer una persona normal: ni
siquiera es hermosa. Bueno, tú ya la has visto.
—¿Que la he visto? —pregunté.
—¿No me auxiliaste el día en que llegaste de ese mundo que llamas la Tierra? ¿No te
acuerdas de que dimos a su viejo cerebro un cráneo nuevo?
—¿Pero aquella vieja era la Jeddara de Fundal?
—Sí, aquélla era Xaxa.
—Como no la diste el trato que en la Tierra otorgamos a un gobernante, creí que se
trataría de una mujer rica nada más.
—Yo soy Ras Thavas. ¿Por que voy a inclinar la cabeza ante el prójimo? En mi mundo
solo impera la inteligencia y puedo decir sin vanidad que en este aspecto no reconozco
superior alguno.
—Entonces no estás libre del sentimiento —dije sonriendo—, puesto que te sientes
orgulloso de tu cerebro.
—No es orgullo —replicó él con paciencia—. Es solo el reconocimiento de un hecho.
Un hecho que puedo probar muy sencillamente. Según todas las probabilidades, tengo el
cerebro más desarrollado y que mejor funciona entre todos los que me rodean, y la razón
dice que este hecho supone que poseo el cerebro supremo de Barsoom. Por lo que
conozco de tu Tierra y lo que he visto en ti, estoy convencido de que no hay en tu planeta
mente alguna cuyo poder pueda aproximarse al que he desarrollado durante mil años de
estudio y experiencia. Puede que Rasoom (Mercurio) o Cosoom (Venus) alberguen
inteligencias iguales que la mía y aún más grandes. Aunque hemos estudiado algo sus
ondas mentales, nuestros instrumentos no están aún suficientemente perfeccionados:
sólo podemos inferir que los habitantes de esos planetas son extremadamente refinados.
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—¿Y que hay de la muchacha cuyo cuerpo diste a la Jeddara? —pregunté con una
brusquedad de lo más irreverente, pues no podía apartar de mi memoria la imagen de
aquel cuerpo delicioso que indudablemente debió poseer una inteligencia dulce y fina.
—¡Bah! ¡Un sujeto sin importancia! —contestó alzando los hombros desdeñosamente.
—¿Qué la ocurrirá? —insistí.
—¿Y eso que importa? La compré con una hornada de prisioneros de guerra. Ni
siquiera recuerdo el país donde la adquirió mi agente o el sitio de donde era. Esas
minucias no me preocupan.
—¿Estaba viva cuando la compraste?
—Sí. ¿Por qué?
—¿De manera que... tú... la mataste después de comprarla?
—Hará de eso diez años. ¿Por qué había de permitirla que envejeciera y se
estropeara? ¿No comprendes que con ello perdería precio? Cuando Xaxa la compró
estaba tan joven y fresca como el día en que llegó aquí. La he guardado durante mucho
tiempo. Son infinitas las mujeres que la han visto y deseado, pero tuvo que llévasela una
Jeddara. He cobrado por ella la cantidad más elevada de las que me han pagado en mi
vida. Sí, la conservé durante mucho tiempo porque sabía que algún día me la pagarían a
peso de oro. Era extraordinariamente hermosa y he ahí una de las pocas ventajas del
sentimiento; si no fuera por él no habría imbéciles que soportaran este trabajo que estoy
haciendo, y yo no podría llevar a cabo investigaciones del más alto valor. Sin duda te
sorprenderás cuando te diga que estoy a punto de poder reproducir seres humanos
racionales por la acción que sobre cierta combinación química ejerce un grupo de rayos
totalmente desconocidos por nuestros sabios.
—No me sorprenderé —le respondí con firmeza—. Nada de lo que tu mente realice
puede sorprenderme.
CAPITULO III - Valla Día
Aquella noche no pude dormirme hasta muy tarde pensando en 4.296-E-2.631-H, la
hermosa muchacha cuyo cuerpo perfecto había sido robado para servir de adorno al cruel
cerebro de una tirana. Me parecía un crimen horrible que no podía borrar de la
imaginación. Creo que el recuerdo fue la primera semilla de mi odio hacia Ras Thavas. No
podía imaginarme que existiera una criatura tan desprovista de la más elemental
compasión que se apoderara de aquel cuerpo encantador, ni aun con el más santo de los
propósitos, mucho menos guiado por el inmundo deseo de lucro.
Tanto pensé en la muchacha durante la noche, que su imagen fue lo primero que me
vino a la memoria al despertarme, ya de día. Como después del almuerzo no vi a Ras
Thavas, me dirigí al almacén donde estaba el pobre objeto. Allí yacía, identificado tan solo
por un número 4.296-E-2.631-H. Era el cuerpo de una vieja con un rostro desfigurado y,
sin embargo, a mi me pareció una visión radiante que aprisionaba un alma dormida.
Aquella criatura, que tenía el cuerpo y la cara de Xaxa no era Xaxa, pues todo el ser de la
otra había sido transferido a este cadáver helado. ¡Que espantoso debía ser su despertar,
si es que algún día llegaba! Me estremecí al pensar en el horror que se apoderaría de la
muchacha al ver el crimen perpetrado sobre ella. ¿Quién era? ¿Qué historia se encerraba
en aquel cerebro muerto y silencioso? ¿Cómo había amado aquel ser de belleza tan sin
igual y de rostro tan gracioso? ¿Le sacaría alguna vez Ras Thavas de su muerte
aparente, mucho más feliz que cualquier despertar? La idea de este despertar me ponía
frenético y, sin embargo, estaba deseando oírla hablar, ver cómo revivía su cerebro, oír su
nombre, escuchar la historia de su vida feliz tan bárbaramente truncada por la mano del
Destino. ¿Y si se despertara? ¿Y si se despertara y yo...?
Una mano se apoyó sobre mi hombro. Al volverme vi la cara de Ras Thavas.
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—Parece que te interesa este sujeto —me dijo.
—Si, me interesa. Estaba tratando de imaginarme la reacción de este joven cerebro si
se despertara al ver que la hermosa muchacha se había convertido en una mujer vieja y
desfigurada.
Ras Thavas, pensativo, se pellizcó la barbilla.
—Una experiencia muy curiosa —dijo—. Veo con gusto que te interesas
científicamente por los trabajos que realizo. Debo confesar que desde hace unos cien
años he desdeñado las fases psicológicas de mi labor, aunque al principio las concedí
una gran atención. Será muy interesante observar y estudiar algunos de estos casos.
Este, en particular, tendría mucho valor para ti como estudio inicial, pues es sencillo y
normal. Más tarde podrás estudiar el caso de un cerebro de hombre injertado en un
cráneo de mujer, y el inverso; también hay casos interesantes de cerebros en que se han
reemplazado las partes enfermas o heridas con trozos del cerebro de otro sujeto y,
solamente con un propósito experimental, el de cerebros humanos trasplantados a
cráneos de animales, y viceversa. Todos ellos ofrecen inmensas oportunidades para el
observador. Recuerdo que en cierta ocasión injerté en la mitad de un cerebro humano la
mitad de otro de mono. Hace de esto varios años y ya es tiempo de que vea cómo anda la
cosa: recuerdo perfectamente que ambos están en la bóveda L-42-X, debajo del edificio
4-J-21. Ya los veremos un día de éstos. Ahora vamos a resucitar al 4.296-E-2.631-H.
—¡No! —exclamé apoyando una mano en su brazo— ¡Sería demasiado horrible!
Ras Thavas se volvió sorprendido, y una sonrisa burlona y cruel se dibujó en sus
labios.
—¡Majadero! ¡Idiota sentimental! —gritó—. ¿Cómo te atreves a decirme que no?
Llevé la mano al puño de mi espada larga y contesté mirándole fijamente:
—Ras Thavas: en tu casa eres el amo, pero mientras yo sea tu huésped me has de
tratar con cortesía.
Durante un momento me sostuvo la mirada; luego parpadeó.
—No te fijes en minucias —dijo.
Tomé esta respuesta por una excusa. En realidad era más de lo que yo esperaba. Pero
el incidente no tuvo consecuencias desagradables: al contrario, creo que desde entonces
me trató con más consideración. No obstante volvió inmediatamente a la losa que
soportaba los restos mortales del 4.296-E-2.631-H.
—Prepara el cuerpo para la resurección —me dijo— y estudia con el mayor cuidado
todos los procesos de la reacción.
Diciendo estas palabras me dejó solo.
Comprendí que debía obedecerle mientras formara parte de sus séquito. Estaba ya
bastante familiarizado con el trabajo y, sin embargo, lo realicé con algún temor. La sangre
que en otros tiempos había corrido por las venas del cuerpo encantador que Ras Thavas
había vendido a Xaxa, estaba en un recipiente herméticamente cerrado sobre el anaquel
colocado encima de la losa. Por primera vez hice solo lo que tantas veces había llevado a
cabo bajo la mirada vigilante del viejo cirujano. Calenté la sangre, practiqué las incisiones,
apliqué los tubos y añadí unas gotas de la solución que había de devolver la vida a aquel
cerebro delicado, muerto desde hacía diez años. Al oprimir el botón que puso en marcha
el motor destinado a enviar el líquido vivificante a las venas de la muerta, experimenté
una sensación que ningún mortal había sufrido hasta entonces. Me había convertido en el
dueño de la vida y de la muerte; pero en el instante en que iba a resucitar mi primer
muerto, me juzgué un asesino más que un salvador. Quise ver el asunto con el ojo
indiferente de la ciencia, pero fracasé del modo más lamentable. Sólo pude ver una
muchacha destrozada que lloraba su hermosura perdida.
Lanzando un juramento entre dientes quise dar media vuelta, pero no pude. Y
entonces, como sujeto por una fuerza externa, mi dedo se dirigió sin vacilar al botón y le
oprimió. No encuentro la razón de ello, a menos de recurrir a la teoría de la doble
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mentalidad, que explica muchas cosas. Quizá fue mi mente subconsciente la que dirigió el
acto. No sé. Lo cierto es que el motor se puso en marcha y en el recipiente de cristal
empezó a bajar gradualmente el nivel de la sangre.
Sin aliento esperé al final. Pronto se vació. Detuve el motor, separé los tubos y cerré
las heridas con la cinta adhesiva. El cuerpo purpúreo empezó a adquirir el tinte rosado de
la vida, el pecho comenzó a subir y bajar, la cabeza se movió ligeramente y los párpados
se entreabrieron. Un débil suspiro salió de sus labios crispados. Durante mucho tiempo
ningún otro signo de vida se manifestó y luego, casi de repente, se abrieron los ojos que,
brumosos al principio, comenzaron a expresar la más grande admiración. Se detuvieron
sobre mí, luego se volvieron a la parte de la habitación que podía ver y, por fin, volvieron a
fijarse en mí, examinándome atentamente desde la cabeza a los pies. Aún expresaban la
mayor sorpresa, pero sin sombra de miedo.
—¿Dónde estoy? —Preguntó una voz chillona y áspera, la voz de una mujer vieja—.
¿Qué me ocurre en la voz? ¿Qué ha pasado? Apoyé la mano en su frente.
—Ahora no te preocupes por ello. Espera y yo te lo explicaré todo cuando estés más
fuerte.
Se incorporó quedando sentada y entonces su vista recorrió la parte inferior de su
cuerpo y una expresión de horror supremo crispó sus facciones.
—¿Qué me ha ocurrido? En nombre de mi primer antepasado, ¿qué me ha ocurrido?
Su voz chillona me arañaba el corazón. Era la voz de Xaxa, que ahora poseería la
garganta más dulce que sólo podía armonizar con el rostro bellísimo que había robado.
Me esforcé por substraerme del hechizo de aquel acento estridente para no pensar más
que en el envoltorio carnal, albergue en otros tiempos del alma que ahora habitaba aquel
cuerpo viejo y arrugado.
Ella extendió la mano y la apoyó con suavidad sobre la mía. La acción era hermosa y
los movimientos graciosos. El cerebro de la niña dirigía los músculos; pero la ronca
garganta de Xaxa no podía articular notas dulces.
—¡Dime, dime, por favor! —imploró. Por primera vez en muchos años había lágrimas
en los ojos viejos—. ¡Dime! Tú debes estar enterado.
La dije todo lo que quería saber. Me escuchó atentamente, y cuando hube terminado
suspiró.
—Después de todo —dijo—, ahora que ya lo sé no me parece tan horrible. Por lo
menos, es preferible a la muerte.
Me alegré de haber oprimido el botón. Estaba satisfecha con vivir aunque fuera en la
horrible envoltura de Xaxa. Pero no pude menos de exclamar:
—¡Eras tan hermosa!
—¿Y ahora soy muy fea? ¿Que importa eso? Este cuerpo no puede cambiarme ni
hacerme distinta de como he sido siempre. En mí permanecen todas mis cualidades,
buenas o malas, y puedo ser feliz en esta segunda vida y quizás hacer algún bien. Al
principio me asusté porque ignoraba lo que me había sucedido: creí que había contraído
alguna terrible enfermedad que me hubiera desfigurado, pero ahora que ya sé a qué
atenerme, ¿qué me importa esto?
—Eres admirable. Cualquier mujer se hubiera vuelto loca de horror al perder una
hermosura tan adorable como la tuya... y a ti no te preocupa.
—Si, amigo mío, me preocupa; pero no hasta el punto de arruinar mi vida por causa de
ello o de ensombrecer la vida de los que me rodean. Yo he disfrutado de mi belleza y te
confieso que no ha sido una felicidad del todo pura. Por causa de ella se mataron muchos
hombres y por causa de ella dos grandes naciones entraron en guerra. Quizá mi padre
perdió su trono y su vida. Lo ignoro porque me capturaron los enemigos cuando la guerra
estaba en su apogeo. Puede que todavía continúe y los hombres se maten entre sí
porque yo era demasiado hermosa. Pero ahora ninguno lucharía por mí.
—¿Sabes cuánto tiempo llevas aquí?
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—Sí. Me trajeron anteayer.
—Anteayer, no. Hace diez años.
—¡Diez años! Imposible.
Señalé a los cadáveres que nos rodeaban.
—Has estado como esos durante diez años —la expliqué—. Hay cuerpos que llevan
aquí más de cincuenta, según me ha dicho Ras Thavas.
—¡Diez años! ¡Diez años! ¡Qué no puede haber ocurrido en diez años! Es mejor que
así sea. Ahora no me atrevería a volver. No quiero saber qué ha sido de mi padre y de mi
madre. ¿Vas a dormirme otra vez?
—Eso depende de Ras Thavas. Por ahora mi obligación se reduce a observarte.
—¿A observarme?
—A observar tus... reacciones.
—¡Ah! ¿Y para qué puede servir eso?
—Puede hacer algún bien al mundo.
—¿Proporcionando a ese horrible Ras Thavas nuevas ideas para su cámara de
tortura... sugiriéndole nuevos proyectos para extraer más dinero de los sufrimientos de
sus víctimas?
—El trabajo que realiza tiene su lado bueno. El dinero que gana le permite sostener
este maravilloso establecimiento donde constantemente está llevando a cabo
innumerables experimentos. Muchas de sus operaciones son buenas. Ayer mismo le
trajeron un guerrero con el brazo hecho astillas. Ras Thavas le proporcionó uno nuevo.
También trajeron un niño loco al que Ras Thavas dio un cerebro nuevo. El brazo y el
cerebro provenían de dos sujetos que murieron violentamente. Gracias a Ras Thavas
estos dos cadáveres, después de morir, dieron vida y felicidad a dos desgraciados.
—Bien —dijo ella después de reflexionar un momento—. Espero que siempre serás mi
observador.
Ras Thavas entró y la examinó. Miró la tarjeta donde yo había hecho un breve resumen
de la historia del caso número 4.296-E-2.631-H. Se comprende que esta cifra es una
traducción de su número particular. Los barsoomianos no tienen un alfabeto como el
nuestro y su sistema de numeración es muy diferente. Los diez caracteres arriba
mencionados estaban representados por cuatro signos tooholianos, pero la expresión era
la misma: indicaban en forma abreviada el número, la habitación, la mesa y el edificio.
—Llevaremos a este sujeto cerca de ti para que puedas observarle con regularidad —
dijo Ras Thavas—. Hay una cámara adyacente a la tuya: daré orden de que la abran y la
habiliten. Cuando no esté bajo tu observación, déjalo encerrado.
Para Ras Thavas aquello no era más que un caso.
Conduje a la muchacha, si así puedo llamarla, hacia la habitación designada, y en el
camino la pregunté su nombre, pues me parecía una descortesía hablarla siempre
mencionando el número, como la expliqué.
—Es una consideración por parte tuya —me contestó—, pero realmente eso es lo que
yo soy aquí: un número, un sujeto más para la vivisección.
—Para mí representas más: estás sin amigos y desamparada. Quiero servirte en lo que
pueda y hacerte algo agradable tu vida aquí.
—Te doy las gracias nuevamente. Me llamo Valla Dia. ¿Y tú?
—Ras Thavas me llarna Vad Varo.
—¿Y no es ése tu nombre?
—Mi nombre es Ulysses Paxton.
—Es muy extraño: en mi vida he oído nada parecido en los hombres que me han
rodeado. No pareces barsoomiano. Tienes un color distinto del de nuestra raza.
—No soy de Barsoom, sino de la Tierra, el planeta que vosotros llamáis Jasoom. Por
eso me diferencio tanto de vosotros.
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—¿Jasoom? Hay aquí otro jasoomiano cuya fama ha llegado a todos los rincones de
Barsoom, pero yo nunca le he visto.
—¿John Carter?
—Sí, el Señor de la Guerra. Siempre ha vivido en Helium y mi país no conservaba con
Helium relaciones muy cordiales. Nunca he podido comprender cómo llegó aquí. Y ahora
que veo ante mí otro jasoomiano, ¿puedo satisfacer mi curiosidad? ¿Cómo has cruzado el
espacio?
Moví la cabeza.
—Ni siquiera puedo adivinarlo —contesté.
—En Jasoom debe haber hombres maravillosos.
A este cumplido había que oponer otro, por lo que respondí:
—Del mismo modo que en Barsoom hay mujeres bellísimas.
Valla Dia contempló tristemente su cuerpo viejo y arrugado.
—Yo he visto cómo eras —le dije afablemente.
—No quiero ver mi rostro: debe de ser una cosa horrible.
—Cuando lo veas recuerda que no es el tuyo.
—¿Tan feo es?
No contesté.
—¿Que importa? —añadio—. Si mi alma no fuera bella, no tendría belleza alguna, por
muy perfectas que fueran las facciones; si, por el contrario, poseo la belleza del alma, soy
bella y puedo pensar cosas hermosas y realizar tareas hermosas. Creo que, a fin de
cuentas, en esto reside la verdadera belleza.
—Y además hay esperanza —añadí imperceptiblemente.
—¿Esperanza? Si te refieres a la posibilidad de que algún día pueda recobrar mi
verdadero cuerpo, no hay esperanza. Ya me has dicho lo bastante para convencerme de
que esto no puede ser.
—De acuerdo. No hablemos, pero pensemos en ello, porque a veces pensando
intensamente se encuentran los medios de realizar nuestro pensamiento.
—No quiero albergar esperanzas, pues sé que me espera una triste desilusión. Seré
feliz en el estado en que me encuentro. Si me dedico a pensar, seré desgraciada.
Después de que la trajeron los alimentos que yo había encargado para ella, Ras
Thavas me mandó llamar y dejé a Valla Dia encerrada, como me había ordenado el viejo
cirujano. Lo encontré en su despacho, en una pequeña habitación adosada en la cual
había una cámara espaciosa donde infinidad de empleados arreglaban y clasificaban los
informes de las diversas dependencias del gran laboratorio. Al entrar en el despacho, Ras
Thavas se levantó.
—Ven conmigo, Vad Varo; tenemos que ver los casos de L-42-X, los dos de que te he
hablado.
—¿El hombre con medio cerebro simio y el mono con medio cerebro humano?
Asintió y, precediéndome, se encaminó hacia las bóvedas subterráneas del edificio. A
medida que descendíamos, me fijaba en el abandono de los corredores y pasadizos. Los
suelos estaban cubiertos de polvo impalpable; las lámparas de radio, que iluminaban
débilmente aquellas profundidades, estaban envueltas en la misma substancia. En el
camino nos encontramos con muchas puertas a derecha e izquierda, en cuya parte
superior campeaba un jeroglífico. Varias de ellas estaban tapiadas con cemento. ¿Qué
horribles secretos escondían? Por fin llegamos a L-42. Aquí los cuerpos estaban
alineados en estanterías que formando varios pisos llenaban el espacio desde el suelo
hasta el techo, dejando un vacío rectangular en el centro de la cámara, ocupado por una
mesa de piedra con sus motores y todos los instrumentos precisos para las operaciones.
Ras Thavas buscó el sujeto de su curiosa experiencia; juntos transportamos el cuerpo
humano a la mesa y, mientras Ras Thavas conectaba los tubos yo me encargué del
recipiente de la sangre colocado sobre una cornisa al lado del cadáver. Pronto quedó
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verificada la resurección y ambos esperamos las reacciones de la vuelta a la consciencia
de aquel sujeto tan particular.
El hombre se incorporó y nos miró; luego paseó la vista por la habitación con un
destello de salvajismo en los ojos. Se deslizó hasta el suelo dejando la mesa entre
nosotros y él.
—No te haremos daño —le dijo Ras Thavas.
El hombre quiso hablar, pero sus palabras formaban un guirigay incomprensible; luego
sacudió la cabeza y gruñó: Ras Thavas avanzó un paso hacia él, que se puso en cuatro
patas y retrocedió sin dejar de gruñir.
—¡Ven! —gritó Ras Thava—. No te vamos a hacer daño.
Prosiguió su avance, pero el hombre se echó a un lado gruñendo con más furia y, de
pronto, dio un salto hasta el último de los anaqueles, donde se arrodilló al lado de un
cadáver y farfulló algo ininteligible.
—Tendremos que pedir ayuda —dijo Ras Thavas, y acercándose a la puerta hizo sonar
el silbato.
—¿Por qué silbas? —preguntó repentinamente el hombre—. ¿Quiénes sois vosotros?
¿Dónde estoy? ¿Qué me ha ocurrido?
—Baja de ahí —contestó Ras Thavas—. Somos amigos.
El hombre bajó, utilizando los estantes a modo de escalones, y se acercó a nosotros,
pero andando aún a cuatro patas. Miraba los cadáveres con una expresión nueva en sus
ojos.
—¡Tengo hambre! —gritó—. ¡Quiero comer!
Y diciendo esto, cogió el cadáver más próximo y le hizo caer al suelo.
—¡Quieto! —aulló Ras Thavas saltando hacia él—. Vas a destrozarme a ese sujeto.
El hombre se desvió nuevamente arrastrando el cadáver por el suelo. Entonces
llegaron los subalternos y con su ayuda pudo dominarse a la pobre criatura, que quedó
sólidamente amarrada.
Ras Thavas les ordenó luego que bajaran el cuerpo del mono y se quedaran en la
cámara, pues podía necesitarles otra vez.
Este segundo sujeto era un ejemplar enorme de mono blanco barsoomiano, una de las
más feroces y temidas especies que pueblan el planeta rojo. Teniendo en cuenta la
enorme potencia y ferocidad de la bestia, Ras Thavas tomó la precaución de atarle bien
antes de hacerle resucitar.
Al recobrar el conocimiento el animal nos miró asombrado. Varias veces intentó hablar,
pero su garganta sólo emitía sonidos inarticulados. Luego dejó caer la cabeza.
Ras Thavas le habló.
—Si entiendes mis palabras, mueve la cabeza.
El mono asintió.
—¿Te gustaría que te quitaran las cuerdas?
El animal movió nuevamente la cabeza.
—Temo que quieras escapar o herirnos.
El mono hizo un esfuerzo y de sus labios salió un sonido inconfundible. Era la palabra
no.
—¿No nos hará daño o intentarás escapar? —Repitió Ras Thavas.
—No —contestó el mono, y esta vez su pronunciación fue casi correcta.
—Veremos; pero ten presente que si nos atacas te mataremos en el acto con nuestras
armas.
El mono movió la cabeza y dijo con visible esfuerzo:
—No os atacaré.
A una señal de Ras Thavas, los subalternos le quitaron las ligaduras y el mono se
sentó; luego extendió los miembros y se deslizó al suelo, donde permaneció en dos pies.
Esto nada tenía de sorprendente, pues los monos blancos anda en dos pies con más
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frecuencia que en cuatro; aunque yo entonces ignoraba este hecho, que Ras Thavas me
explicó más tarde al comentar la actitud cuadrúpeda que había tomado el hombre. Ras
Thavas examinó minuciosamente al sujeto y luego volvió al hombre, que continuaba
manifestando características más simiescas que humanas, aunque hablaba con más
facilidad que el mono, debido quizás a sus órganos vocales mejor desarrollados. Para
comprender lo que decía él mono era precisa una extremada atención.
—Nada ofrecen de particular estos sujetos —dijo Ras Thavas, después de dedicarles
medio día—. Vienen a corroborar lo que ya deduje hace varios años, al transplantar
cerebros íntegros: que el injerto estimula el crecimiento y actividad de las células
cerebrales. Observa que, en cada uno de los sujetos, la más activa es la porción de
cerebro injertada, que llega casi a dominar a la otra. Por eso el sujeto humano exhibe
características simiescas muy bien determinadas, mientras el mono se comporta de un
modo casi humano, aunque si les dedicaras una continua atención observarías que a
veces vuelven a sus propios instintos, pero no vale la pena de perder el tiempo en eso. Ya
he dedicado demasiado a un asunto tan poco provechoso. Voy a los laboratorios de
arriba, mientras tú te encargas de volver a anestesiar a los sujetos. Si te hacen falta los
subalternos, permanecerán aquí.
El mono, que había escuchado atentamente este discurso, avanzó un paso.
—¡Oh, por favor! —masculló—. No me condenes de nuevo a esas horribles
estanterías. Recuerdo el día en que me trajeron aquí amarrado y, aunque ignoro lo que ha
ocurrido desde entonces, me basta con ver el aspecto de mi piel y la de esos cadáveres
polvorientos, para comprender que he estado aquí mucho tiempo. Te suplico que me
permitas vivir para reunirme con mis semejantes o para servirte en lo que pueda dentro de
este establecimiento, que conozco en parte de la época en que me trajeron, atado e
indefenso, a tus frías mesas de operaciones.
Ras Thavas hizo un gesto de impaciencia.
—¿Qué tonterías dices? En interés de la ciencia, vale más que vuelvas al estado
inconsciente.
—Accede a su ruego —intervine—. Yo respondo por él, pues quiero dedicarme a
estudiarle.
—Haz lo que te mando —replicó secamente Ras Thavas, saliendo de la habitación.
Me encogí de hombros.
—Ya ves que no hay otro remedio —dije al mono.
—Podría atacaros a todos y huir —contestó éste—, pero tú has intervenido por mí y yo
no puedo matar a quien ha querido auxiliarme. Sin embargo, me estremezco de pensar en
una segunda muerte. ¿Cuánto tiempo he permanecido aquí? —preguntó súbitamente.
Consulté la historia de su caso, escrita en la tablilla de la cabecera.
—Doce años —le respondí.
—¿Por qué no? —murmuró como hablando consigo mismo—. Este hombre sería
capaz de matarme. ¿Por qué no adelantarme yo matándole a él primero?
—Nada conseguirías —le contesté—. No podrías escapar; al contrario, te matarían
definitivamente, y si me matas a mí perderías la posibilidad de poder resucitar algún día.
Le hablaba en voz baja, acercando mi boca a su oído para que los subalternos no
pudieran oírme. El mono me escuchó con atención.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Quieres decir que...?
—Sí, en la primera oportunidad que se presente.
—Muy bien —asintió—. Confío en ti y me entrego en tus manos.
Media hora después ambos sujetos reposaban de nuevo en sus tumbas.
CAPÍTULO IV - El Convenio
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Los días, las semanas y los meses transcurrieron, y continué trabajando al lado de Ras
Thavas, ganando cada vez más la confianza del viejo cirujano y descubriendo los
secretos de su profesión. Gradualmente, fue permitiéndome realizar funciones más
importantes en el inmenso laboratorio. Empecé por injertar miembros de un sujeto en otro;
luego me consintió llevar a cabo varias operaciones en clientes ricos. Extraje los riñones
enfermos de un viejo, reemplazándolos con los de un sujeto joven y sano; al día siguiente
di una glándula tiroides nueva a un niño raquítico y enclenque. Unas semanas más tarde
cambié dos corazones y, por fin, llegó el gran día en que, sin asistencia alguna y con Ras
Thavas a mí lado, extirpé el cerebro de un viejo colocándolo en el cráneo de un joven.
Terminada la operación, Ras Thavas me puso la mano en el hombro.
—Yo mismo no lo hubiera hecho mejor —me dijo.
Estaba entusiasmado, y no comprendí su emoción después de haberle oído proclamar,
orgulloso, su falta de sentimientos. Muchas veces me había preguntado a mí mismo qué
propósitos guiaban a Ras Thavas a dedicar tanto tiempo a mi educación; pero nunca
había encontrado más explicación que la poco satisfactoria de que necesitaba un
ayudante distinguido. Esta razón no me convencía, pues al consultar los índices de los
informes, que ahora tenía a mi completa disposición, vi que el número de sus operaciones
no había aumentado desde hacia muchos años, y además no me explicaba la preferencia
que pudiera darme sobre los marcianos rojos, pues su confianza ciega en mi lealtad no
acababa de convencerme.
No debía tardar mucho tiempo en comprender la verdadera razón que le obligaba a
obrar así. Todos los actos de Ras Thavas iban siempre guiados por un motivo. Una
noche, al terminar la cena, se me quedó mirando fijamente, según costumbre, como si
quisiera leer en mi pensamiento; cosa que, con gran sorpresa y desagrado por su parte,
no podía conseguir. A menos de que un marciano esté siempre alerta, otro marciano
puede siempre adivinar sus pensamientos, pero Ras Thavas era incapaz de adivinar los
míos y lo achacaba a que yo no era barsoomiano. No obstante, yo podía a menudo leer
en el pensamiento de mis auxiliares cuando éstos estaban distraídos, pero jamás pude
hacer la experiencia en Ras Thavas, ni creo que hubiera alguien que pudiera hacerlo,
pues conservaba su cerebro tan sellado como los recipientes que contenían la sangre de
nuestros sujetos.
Aquella noche se me quedó mirando, como digo, y aunque permaneció así mucho
tiempo no me molestó lo más mínimo, pues ya estaba acostumbrado a sus
extravagancias.
—Probablemente —dijo—, una de las razones por las que yo confío en ti, es debida al
hecho de que ni por un instante puedo sondear tu mente, con lo cual ignoro si albergas
pensamientos traidores respecto a mí, al paso que en lo más recóndito de las almas de
todos los que me rodean descubro odio, envidias y celos. Así, sé que no puedo fiarme de
ellos y, por consiguiente, acepto el riesgo de abandonarme a ti, y la razón me dice que la
elección no es equivocada. No puedes perjudicarme sin perjudicarte a ti mismo, ni hay
motivos para que experimentes resentimiento hacia mí. Claro está que eres un
sentimental, y sin duda te horrorizan algunos actos de una mente sana, racional y
científica pero, al mismo tiempo, posees una elevada inteligencia y puedes apreciar los
motivos que me guían al realizar esos actos que tu sentimentalismo desaprueba. Algunas
veces te habrás enfadado, pero no puedes decir que he sido injusto contigo o con alguna
criatura que te inspire eso que llamas amor o amistad. ¿Digo la verdad y razono con
lógica?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Muy bien. Ahora voy a explicarte las razones que me han impulsado a darte una
educación tan perfecta como ningún ser humano ha recibido, excepto yo. No estoy
dispuesto a utilizarte todavía o, mejor dicho, no estás preparado aún; pero, cuando
conozcas mi propósito, comprenderás la necesidad de orientar todas tus energías para el
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fin a que te destino, y te aplicarás con más ardor a perfeccionarte en la ciencia altísima
que te estoy enseñando.
“Soy un, hombre muy viejo, aun medido con los patrones de Barsoom. Tengo más de
mil años. He llegado a la decrepitud física, pero no he agotado el trabajo que mi vida
puede producir; en realidad apenas lo he iniciado. Barsoom no puede prescindir de mi
cerebro supremo ni de mi elevadísima inteligencia. Hace mucho tiempo que pienso en un
plan para contrarrestar la muerte, pero me hace falta una inteligencia igual a la mía. Estas
dos vivirían eternamente. Esta segunda inteligencia eres tú. Ya te he explicado las
razones que me han guiado en esta elección, totalmente libres de sentimentalismo. No te
he elegido porque te quiera o porque sienta amistad hacia ti, ni porque crea que me
quieres o te soy simpático. No; te he elegido porque sé que, de todos los habitantes de
este mundo, eres el único que no me puede fallar. Durante cierto tiempo vas a tener mi
vida entre tus manos. Ahora comprenderás por qué mi elección ha tenido que ser muy
meditada.
“El plan que he forjado es la sencillez misma, con tal de que no me falten los dos
factores esenciales: inteligencia y lealtad egoísta en mi ayudante. Mi cuerpo está casi
destrozado: necesito uno nuevo. En mi laboratorio abundan los cuerpos jóvenes, llenos de
salud y fortaleza. No tengo que hacer más que escoger uno de ellos y mi hábil ayudante
sacará mi cerebro de esta vieja envoltura para colocarlo en la nueva.
—Ahora comprendo por qué me has enseñado —contesté—. ¡Cómo me ha intrigado
siempre este problema!
—Sólo así podré continuar mi trabajo, y Barsoom disfrutará indefinidamente de los
beneficios de mi cerebro. Viviré eternamente siempre que tenga un buen ayudante, para
lo cual me preocuparé de que nunca muera, reemplazando su cuerpo, cuando llegue a
viejo, por cualquiera de los jóvenes de mi almacén. Así seremos inmortales, pues tengo
razones para pensar que el cerebro nunca muere, a menos que sea herido o atacado de
una enfermedad. Aún no estás preparado para realizar un acto tan transcendental. Debes
transferir más cerebros, para adquirir práctica y conocimiento de todas las pequeñas
irregularidades que impiden haya dos operaciones idénticas. Cuando estés lo
suficientemente preparado, cosa que yo seré el primero en saber, no perderemos más
tiempo para asegurar el eterno bienestar de Barsoom.
El plan me pareció excelente, lo mismo para él que para mí. Nos aseguraba la
inmortalidad: podríamos vivir eternamente y siempre tendríamos cuerpos jóvenes,
robustos y sanos. ¡En qué magnífica posición me colocaría! Si el viejo confiaba en mi
egoísta lealtad, del mismo modo podría yo fiarme de él, pues no se atrevería a
indisponerme con la única criatura del mundo capaz de asegurarle la inmortalidad. Por
primera vez, desde que entré en el establecimiento, respiré a gusto.
En cuanto se separó de mí marché directamente a la habitación de Valla Dia, pues
quería comunicarle la estupenda noticia. Durante los meses transcurridos desde su
resurrección había ido conociendo las admirables bellezas de su alma, hasta terminar por
no ver en ella la horrible y desfigurada cara de Xaxa, sino los encantos interiores de Valla
Dia. Había llegado a ser mi confidente, como yo lo era suyo, y esta asociación constituyó
uno de los mayores placeres de mi existencia en Barsoom.
Cuando hube terminado de referir la historia me felicitó sincera y calurosamente,
diciéndome que confiaba en que usaría de mi gran poder para sembrar el bien por el
mundo, a lo que contesté que, una de mis primeras cosas que iba a pedir a Ras Thavas,
era que proporcionara a Valla Dia un cuerpo joven y hermoso.
—No, amigo mío —me contestó, moviendo la cabeza—. De no tener el mío propio, lo
mismo me da éste de Xaxa que cualquier otro. Sin el mío propio no me atreveré a volver a
mi patria. Además, fuera cualquiera el cuerpo hermoso que Ras Thavas me diera,
siempre tendría que temer la codicia de sus clientes, y estaría expuesta a que una de
ellas lo quisiera para sí, dejándome su armazón vieja, enferma o desfigurada. No, amigo;
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de no recobrar el mío, estoy satisfecha con el de Xaxa que, aunque feo, está sano y
correoso. Por otra parte, ¿a quién intereso yo? Sólo tú eres mi amigo, y yo tengo bastante
con tu amistad: tú me aprecias por lo que soy, no por lo que parezco. Dejemos las cosas
tal como están.
—¿Te gustaría recobrar tu cuerpo y volver a tu patria?
—¡Oh, no digas eso! —gritó—. Sólo el pensarlo me vuelve loca de deseo. No debo
alimentar una esperanza tan ilusoria que es un suplicio intolerable.
—No desespero —insistí—. Solo la muerte acaba con la esperanza.
—Quieres ser bueno conmigo y no consigues más que hacerme sufrir. No puede haber
esperanza.
—Entonces yo esperaré por ti, ya que veo un camino, aunque confieso que con pocas
probabilidades de éxito.
—No existe ese camino —repitió ella, moviendo la cabeza—; ni Duhor volverá a verme.
—¿Duhor? ¿Es el... hombre que te interesaba?
—Me interesaba y me intereso por él —contestó Valla Dia sonriendopero Duhor no es
una persona: es mi hogar, el país de mis antepasados.
—¿Por qué saliste de Duhor? Nunca me lo has dicho, Valla Dia.
—A causa de la crueldad de Jal Had, príncipe de Amhor. Desde tiempo inmemorial ha
existido enemistad entre Duhor y Amhor, pero un día llegó Jal Had disfrazado a la ciudad
de Duhor, atraído, según cuentan, por la gran belleza de la única hija de Kor San, Jeddak
de Duhor. En cuanto el intruso la vio, decidió apoderarse de ella y, apenas llegado a
Amhor, mandó embajadores a la corte de Kor San pidiendo la mano de la princesa de
Duhor. Kor San, que no tenía hijos varones, había pensado casar a su hija con uno de los
Jeds de Duhor, a fin de que el hijo de esta unión, con sangre de Kor San en las venas,
reinase sobre el pueblo de Duhor. Por consiguiente, la pretensión de Jal Had fue
denegada.
“Tanto irritó al amhoriano esta repulsa, que organizó una flota aérea formidable para
sojuzgar a Duhor, y conseguir por la fuerza lo que no pudo por medios honrados. En
aquella época, Duhor estaba en guerra con Helium y tenía todo su ejército en el lejano
Sur, con excepción de un pequeño destacamento de guarnición que se quedó en la
ciudad Jal Had no pudo encontrar ocasión más propicia para atacar. Duhor cayó y,
mientras los amhorianos saqueaban la ciudad, Jal Had, con un batallón, recorrió el palacio
buscando a la princesa; pero ésta no tenía deseo alguno de convertirse en Jeddara
consorte de Amhor.
«En cuanto vió por el cielo la vanguardia de la flota amhoriana, comprendió el objeto
que la guiaba, y se dispuso a burlar la captura. En su séquito había un cosmetólogo, cuyo
único deber consistía en preservar la belleza del cutis y el pelo de la princesa,
preparándola para las audiencias públicas y recepciones cortesanas. Era un maestro en
su arte, y podía hacer que un rostro feo pareciera agradable, otro corriente encantador, y
otro encantador radiante. La princesa le llamó con toda urgencia, y le ordenó que le
transformara el rostro convirtiéndoselo en feo; cuando hubo terminado su trabajo, nadie
hubiera sospechado que, bajo aquella cara bien poco agraciada, se ocultaba la princesa
de Duhor.
«Cuando llegó Jal Had y no pudo encontrar lo que buscaba, ni aun torturando a
algunos de los fieles súbditos, ordenó la captura y conducción a Amhor de todas las
mujeres del palacio, que quedarían prisioneras hasta que la princesa de Duhor le fuera
entregada en matrimonio. En consecuencia, me condujeron, en compañía de otras
muchas, a un navío aéreo amhoriano, que se dirigió a la capital enemiga una vez
terminado el saqueo de Duhor, donde permaneció el grueso de la escuadra.
«Cuando el buque llevaba recorridos los cuatro o cinco mil haads que separan a Duhor
de Amhor, apareció una escuadra de Fundal que nos atacó inmediatamente. Las naves
que nos escoltaban fueron destruidas o derribadas, y la que nos llevaba a bordo cayó en
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manos de los fundalianos. Nos condujeron a Fundal, donde nos vendieron en pública
subasta, y a mí me compró uno de los agentes de Ras Thavas. Lo demás ya lo sabes. La
princesa de Duhor jamás volverá a su patria.
—¡Debes volver! —grité, porque había combinado un plan—. ¿Dónde está Duhor?
—¿Vas a ir allí? —preguntó, riendo.
—Sí.
—Estás loco, amigo mío. Duhor se encuentra a más de 7.800 haads de Toonol, detrás
de las colinas artolianas, cubiertas de nieves perpetuas. Tú, solo y extranjero, no podrías
llegar allí, pues tendrías que atravesar las marismas toonolianas, llenas de hordas
feroces, animales salvajes y ciudades guerreras. Morirías tristemente en cuanto hubieras
recorrido los primeros cincuenta haads, suponiendo que pudieras salir de la isla donde
está edificado el laboratorio de Ras Thavas. ¿Qué motivos tienes para realizar tan inútil
sacrificio?.
No tuve valor para contestarle. No podía mirar aquella figura sarmentosa y aquel rostro
feo y deforme, y decirle: La razón es que te amo, Valla Dia, y, sin embargo, ésa era la
verdad. A medida que fuí conociendo las maravillosas bellezas de su alma y de su
espíritu, había ido sintiendo cómo en mi corazón nacía un amor irresistible, que no podía
expresar a aquella bruja repugnante. Yo amaba el espíritu hermoso de la verdadera Valla
Dia, pero no podía amar el cuerpo de Xaxa. Al mismo tiempo me angustiaban otras
emociones, nacidas de una gran duda: ¿podría Valla Dia corresponder a mi amor? En su
situación actual, habitando el cadáver de Xaxa, sin más amigo que yo para dulcificar su
soledad, podía sentir hacia mí un sentimiento de gratitud; pero si alguna vez llegaba a ser
de nuevo la hermosa Valla Dia para volver al palacio de su padre, rodeada por los nobles
de Duhor, ¿se acordaría del triste desterrado de otro mundo? Pero esta duda no me
impediría realizar, en tanto me lo permitiera el destino, el plan descabellado que había
empezado a idear.
—No has contestado a mi pregunta, Vad Varo —dijo ella, interrumpiendo mis
pensamientos—. ¿Por qué quieres hacer eso?
—Para reparar el mal que te han hecho, Valla Dia.
—No lo intentes. Con ello yo perdería mi único amigo, cuya compañía es la única
fuente de felicidad que me queda. Aprecio tu generosidad y lealtad, tu noble deseo de
servirme hasta ese extremo suicida; pero no lo intentes... no debes hacerlo.
—Si te molesta, no hablemos más de ello; pero ten en cuenta que nunca dejaré de
pensarlo. Algún día encontraré el medio de llevarlo a la práctica.
A medida que transcurría el tiempo, Ras Thavas dedicaba más interés a la dirección de
mi trabajo en la transferencia de cerebros: se acercaba el día en que mi viejo maestro
abandonaría en mis manos su vida y su porvenir. El sabía que estaría completamente
bajo mi poder: yo podría matarle, o conservarle eternamente anestesiado, o jugarle la
mala partida de hacerle revivir en el cuerpo de un calot; o darle la mitad del cerebro de un
mono; pero tenía que aceptar estos riesgos, porque iba decayendo con gran rapidez. Ya
estaba completamente ciego, y sólo veía gracias a los maravillosos anteojos que él mismo
había inventado; también estaba sordo como una tapia, y tenía que recurrir a medios arti-
ficiales para oír. Y ahora su corazón empezaba a mostrar síntomas de fatiga, que él no
podía menos de percibir.
Una mañana me mandó llamar por un esclavo. Encontré al viejo cirujano acostado e
impotente: era un miserable paquete de piel y huesos.
—Hay que darse prisa, Vad Varo —dijo con voz que era apenas un soplo. Hace pocos
tais creo que se me ha parado el corazón. Por eso he enviado a buscarte.
Señaló la puerta que comunicaba con la habitación vecina.
—Ahí encontrarás el cuerpo que he elegido. Ahí, en mi laboratorio privado, que he
construido hace mucho tiempo para este objeto, llevarás a cabo la más grande operación
quirúrgica que vió el Universo, trasladando el cerebro supremo al cuerpo más hermoso y
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perfecto que puede imaginarse. Verás que la cabeza está ya preparada para recibir mi
cerebro; el del sujeto ha sido extirpado y destruido por el fuego, aniquilado totalmente,
para que no haya la más mínima probabilidad de que exista un cerebro deseoso de
recuperar ese cuerpo magnífico. Llama a los esclavos y haz que me transporten a la
mesa de operaciones.
—No hace falta —le dije.
Y levantándole con mis brazos como si fuera un niño, le llevé a la habitación contigua,
en la que estaba montado un laboratorio completo y perfectamente alumbrado, una de
cuyas mesas de operaciones estaba ocupada por el cuerpo de un hombre roj o. Sobre la
otra que estaba vacia deposité el cuerpo de Ras Thavas, y luego me volví para
contemplar la nueva envoltura que había elegido. Creo que nunca he visto cuerpo tan
perfecto ni rostro tan encantador. Ras Thavas había elegido bien. Después de un
momento me incliné sobre mi maestro, hice las dos incisiones y apliqué los tubos. Toqué
con el dedo al botón que había de poner en marcha el motor absorbiendo su sangre y
reemplazándola por el líquido maravilloso. Entonces hablé.
—Ras Thavas, has empleado mucho tiempo en prepararme para este instante. He
trabajado a tu lado con ardor y entusiasmo. Tú me has enseñado que todos los actos
humanos deben ir guiados únicamente por el interés propio, y no he desaprovechado la
lección. Puedes estar convencido de que yo no hago esto porque te quiera o porque
sienta amistad hacia ti; pero crees que me has ofrecido bastante al concederme única-
mente la inmortalidad. Por desgracia, conservo algún resto de sentimentalismo, odio el
mal y soy capaz de sentir amistad y amor. El precio que me ofreces no me parece
bastante. Si la operación tiene éxito, ¿estás dispuesto a pagarme más?
Ras Thavas me miró durante un minuto y pude ver que temblaba de rabia, pero no
levantó la voz al replicar:
—¿Qué más quieres?
—¿Te acuerdas del 4.296-E-2.631-H?
—¿El sujeto que tiene el cuerpo de Xaxa? Sí, me acuerdo. ¿Qué pasa?
—Quiero que se le devuelva su propio cuerpo. Este es el precio que me pagarás por la
operación.
Ras Thavas me miró fijamente.
—Es imposible. Lo tiene Xaxa. Aun cuando me atreviera, nunca podría recobrarlo.
¡Empieza la operación!
—Cuando me hayas concedido lo que te pido.
—No puedo prometer un imposible. Pídeme cualquier otra cosa; no me opongo a una
demanda razonable.
—Y yo no quiero más que eso; pero no insisto en que rescates tú el cuerpo. Si yo traigo
aquí a Xaxa, ¿querrás tú hacer la transferencia?
—Eso traería consigo la guerra entre Toonol y Fundal.
—Me importa muy poco. ¡Pronto, decídete! Dentro de cinco tais oprimiré el botón. Si
me concedes lo que te pido, tendrás un cuerpo nuevo y hermoso. Si rehusas, quedarás
para siempre en la inconsciencia. RasThavas contestó, silabeando las palabras:
—Prometo que, cuando me traigas el cuerpo de Xaxa, trasladaré a ese cuerpo el
cerebro que elijas entre todos mis sujetos.
—¡Está bien! —exclamé, apretando el botón.
CAPÍTULO V - Peligro
Ras Thavas despertó convertido en una nueva y espléndida criatura, un joven de tan
exquisita belleza que más parecía celestial que humana; pero aquella hermosa cabeza
albergaba el cerebro milenario del sabio cirujano. Al abrir los ojos me miró fríamente.
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—Has trabajado bien.
—Lo he hecho por amistad, quizás por amor —le repliqué—; de modo que puedes
agradecer al sentimiento el éxito de la empresa.
No contestó.
—Y ahora —continué—, espero que cumplirás la promesa que me has hecho.
—Cuando traigas el cuerpo de Xaxa le injertaré el cerebro que quieras; pero, en tu
lugar, yo no arriesgaría mi vida en una aventura tan descabellada. ¿Por qué no eliges otro
cuerpo, entre los muchos hermosos que tengo, para albergar el cerebro de 4.296-E-
2.631-H?
—Tu promesa se refiere sólo al cuerpo que ahora detenta la Jeddara Xaxa.
Se encogió de hombros, y por sus labios encantadores vagó una sonrisa irónica.
—Muy bien; pues dedícate a buscar a Xaxa. ¿Cuándo piensas empezar?
—Todavía no estoy preparado. Ya te avisaré a tiempo.
—¡Pues ahora vete...! Pero espera. Ve primero al despacho y entérate si hay algún
caso que no requiera mi atención personal y que puedas desempeñar tú, para ponerte en
seguida a la tarea.
Al salir noté en él una ladina sonrisa de satisfacción. ¿A qué obedecía? No me gustó lo
más mínimo, y mientras me dirigía al despacho, traté de imaginarme qué podía haber
pasado en aquel admirable cerebro, para hacerle sonreír de un modo tan desagradable
en aquel preciso momento.
Cuando salí al pasillo, le oí llamar a su esclavo favorito, un gigante llamado Yamdor,
cuya lealtad había conquistado con innumerables favores. Tan grande era la influencia del
individuo, que una palabra dirigida a él por el amo podía mandar a cualquiera de los
subalternos a reposar eternamente en una de las mesas de piedra. Se rumoreaba que
Yamdor era el resultado de un experimento antinatural, en que Ras Thavas había
combinado el cerebro de una mujer y el cuerpo de un hombre, y muchas de sus acciones
y maneras confirmaban esta creencia general. Cuando trabajaba al lado de su amo, era
ágil y suave y se movía con gracia, pero su mente era celosa, vengativa e inexorable.
Creo que me detestaba por la autoridad y preponderancia que yo había adquirido en el
establecimiento de Ras Thavas, pues no podía dudarse de que yo era el lugarteniente,
mientras él no pasaba de esclavo. No obstante, me trataba siempre con el máximo
respeto. Pero como al fin y al cabo no era más que una simple ruedecilla de la maquinaria
que presidía la mente soberana de Ras Thavas, nunca le había concedido más que una
ligera atención, como hice entonces mientras bajaba al despacho del jefe.
Llevaba recorrida una pequeña distancia cuando recordé un asunto bastante
importante, para el que precisaba con urgencia instrucciones de Ras Thavas, por lo cual
retrocedí volviendo a su laboratorio privado, por cuya puerta abierta oí la nueva voz del
cirujano. Siempre había hablado en voz baja, quizás a causa de su sordera; pero ahora
que poseía unas cuerdas vocales jóvenes y frescas, sus palabras resonaban claras y
distintas en el pasillo que conducía a la habitación.
—Por tanto, Yamdor —estaba diciendo—, vas a elegir inmediatamente dos esclavos de
cuya discreción puedas fiarte, y entre los tres destruiremos por completo al sujeto que hay
en las habitaciones de Vad Varo, sin dejar vestigios del cuerpo ni del cerebro. En seguida
me llevarás los dos esclavos al laboratorio F-30-L, y yo les reduciré al silencio y al olvido
por toda la eternidad.
“Vad Varo descubrirá la ausencia del sujeto, y vendrá en seguida a comunicármelo. Tú
confesarás que ayudaste a 4.296-E-2.631-H a huir, pero que no tienes idea del sitio
donde pueda haber ido. Yo te condenaré a muerte, pero a última hora explicaré que
necesito tus servicios y que te perdonaré la vida bajo tu solemne promesa de no volver a
delinquir. ¿Has comprendido bien todo el plan?
—Sí —contestó Yamdor.
—Pues marcha y busca a los dos esclavos.
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Rápida y silenciosamente, me deslicé por el corredor hasta la primera bifurcación que
me permitía esconderme de cualquiera que saliera de las habitaciones de Ras Thavas, y
luego me dirigí a la habitación que ocupaba Valla Dia. Abrí la puerta y la llamé.
—Date prisa. No hay tiempo que perder. Al intentar salvarte he atraído sobre ti la
destrucción. Hay que buscar en seguida un escondite para ti; luego ya veremos lo que se
puede hacer.
Lo primero que se me ocurrió como escondite fueron las bóvedas medio olvidadas en
los subterráneos del laboratorio y hacia ellas me dirigí con Valla Dia. En el camino la referí
lo que había ocurrido y ella, en vez de reprochármelo, me expresó su gratitud por lo que
se empeñaba en llamar amistad desinteresada, e insistió en que prefería morir sabiendo
que poseía tal amigo a vivir sola y sin alguien que se interesara por ella.
Llegamos por fin a la bóveda que yo buscaba, L-42-X, en el edificio 4-J-21, donde
reposaban los cuerpos del hombre y del mono, cada uno de los cuales poseía la mitad del
cerebro del otro. Aquí me vi obligado a dejar a Valla Dia para tener tiempo de llegar al
despacho y cumplir lo que me había ordenado Ras Thavas, antes de que Yamdor le
llevara la noticia de que había encontrado vacías mis habitaciones.
Sin que me descubrieran, llegué al despacho y, con gran satisfacción, vi que no había
casos que esperaran. Luego me dirigí a mis habitaciones adoptando un continente
despreocupado, y tarareando, según costumbre que irritaba grandemente a Ras Thavas,
estribillos de los más populares en la Tierra cuando la dejé. En esta ocasión era ¡Oh,
Frenchy!
En el pasillo me encontré a Yamdor, que venía de la dirección de mi cuarto,
acompañado de dos esclavos. Le saludé según tenía por costumbre, y me contestó
mirándome con miedo y sospecha. Seguí hasta mis habitaciones, abrí la puerta de la que
había ocupado Valla Dia y corrí inmediatamente a las de Ras Thavas, donde lo encontré
conversando con Yamdor. Entré en la cámara sin aliento y simulando una gran excitación.
—Ras Thavas —grité—, ¿qué has hecho con 4.296-E-2.601H? Ha desaparecido, y
cuando me dirigía a su cuarto me encontré con Yamdor y otros dos esclavos que venían
en dirección opuesta.
Me volví al favorito y extendí un índice acusador.
—¡Yamdor! —exclamé—. ¿Qué has hecho con esa mujer?
Ras Thavas y Yamdor expresaron la más completa estupefacción, lo que me convenció
de que les había despistado. El cirujano declaró que inmediatamente iba a hacer una
investigación ordenando la busca de Valla Dia por toda la isla. Yamdor negó que
conociera siquiera a la mujer y, aunque yo estaba convencido de la sinceridad de su
protesta, no así Ras Thavas; y pude ver un punto de suspicacia en su mirada al interrogar
a su esclavo favorito; pero, naturalmente, no encontraba motivo que justificara tan
traicionero acto por parte de Yamdor, como era el rapto de aquella mujer y la consiguiente
desobediencia a las órdenes de su amo.
La investigación que ordenó Ras Thavas no dio resultado alguno, y creo que empezó a
albergar la sospecha de que yo sabía de la desaparición de Valla Dia más de lo que mi
actitud indicaba, pues pronto me dí cuenta de que estaba sometido a un espionaje
agradablemente disimulado. Hasta entonces, había conseguido alimentar secretamente a
Valla Dia todas las noches después de que Ras Thavas se había retirado pero, de pronto,
en una ocasión, tuve el presentimiento subconsciente de que me seguían y, en vez de
continuar hasta los subterráneos, volví al despacho, donde añadí algunas notas al informe
de un caso que me había tenido ocupado aquel día. De vuelta en mi habitación, tarareé
algunos cuplés de allá arriba fingiendo una despreocupación que estaba muy lejos de
sentir. Desde que salí de mis habitaciones hasta que volví a ellas, estoy seguro de que
hubo muchos ojos que acecharon hasta mi menor movimiento. ¡Qué hacer? Valla Dia
necesitaba alimento, sin el cual moriría, pero del mismo modo moriría; si al llevárselo me
seguían hasta su escondite. No pude dormirme hasta muy tarde, estrujando mi cerebro
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para encontrar un solución al dilema. No veía más que un camino: burlar el espionaje
despistando a los esclavos de Ras Thavas. Con que lo consiguiera una sola vez, podría
poner en práctica un plan que se me había ocurrido, y que me parecía el único seguro
para lograr la resurrección de Valla Dia en su propio cuerpo. El camino era largo y los
riesgos innumerables, pero yo me sentía joven, fuerte y enamorado, y capaz de aceptar la
eventualidad, aun arriesgando la vida.
Formulado el plan, permanecí despierto en mi cama de sedas y pieles, esperando que
llegara el momento de ponerlo en ejecución. La ventana de mi habitación, situada en el
tercer piso, dominaba el recinto amurallado por donde yo había caído en Barsoom. Con la
ventana abierta esperé la puesta de Clorus, la luna más lejana; no tardaría en seguirla su
inquieta hermana Thuria. Al cabo de cinco xats (unos quince minutos), ambas
traspusieron el horizonte. Era aproximamente la hora que en la Tierra llamaríamos cuatro
menos cuarto y, excepto por la luz de las estrellas, la obscuridad era lo suficientemente
profunda para poder realizar lo que yo proyectaba.
Seguramente, en el corredor acechaban los ojos implacables; pedí a Dios que no se
movieran de allí, al subir a la ventana sosteniendo una larga cuerda que había fabricado
yo mismo con las pieles y sedas de mí lecho, mientras esperaba la desaparición de las
dos lunas. Había atado uno de los extremos a la pata de un diván de sorapus, que
acerqué a la ventana. Comencé el descenso. Como no tenía acostumbrados mis mús-
culos terrestres a tales acrobacias, no quise dar un salto hasta el suelo; claro que me
hubieran servido, pero no quise comprometer el éxito de la empresa con alguna
innecesaria probabilidad de fracaso. En consecuencia, me deslicé silenciosamente por la
cuerda.
No sabía si me espiaban o no; pero no tenía tiempo que perder. Antes de cuatro horas
volvería a salir Thuria, casi al mismo tiempo que la repentina aurora barsoomiana, y yo
tenía que llegar hasta Valla Dia, convencerla de la necesidad de mi plan, llevarle a cabo
con todos sus detalles, y volver a mi habitación antes de que la luz me delatara a cual-
quier vigilante incidental. Llevaba mis armas e iba decidido a matar al primero que se
atravesara en mi camino y me reconociera, por inocentes que fueran sus intenciones
hacia mí.
El silencio de la noche solo era turbado por los familiares sonidos lejanos que ya había
oído todas las noches transcurridas desde mi llegada; sonidos que yo interpretaba como
gritos de fieras salvajes. En cierta ocasión había interrogado a Ras Thavas sobre ellos,
pero le sorprendí de mal humor y no me quiso contestar.
Rápidamente llegué al suelo y sin vacilar me dirigí a la entrada más próxima del
edificio. No ví ser viviente alguno y, cuando llegué a las bóvedas subterráneas, me
convencí de que nadie me había visto. Valla Dia expresó al verme una gran felicidad.
—Temí que te hubiera ocurrido algo —me dijo—, pues sabía que por tu voluntad no
permanecerías tanto tiempo ausente.
La comuniqué mi convicción de que me espiaban, y que, en lo sucesivo, no podría
volver a traerla alimentos sin exponerme a que la descubrieran, lo cual significaba su
muerte segura.
—No hay más que una solución que apenas me atrevo a proponerte. Tienes que
permanecer oculta durante mucho tiempo para que se desvanezcan las sospechas de
Ras Thavas, pues mientras dure este espionaje no puedo realizar los planes
encaminados a conseguir la devolución de tu cuerpo y tu viaje a Duhor.
—Tus deseos son órdenes para mí. Vad Varo.
—Es que lo que voy a proponerte es más duro de lo que te imaginas.
—Veamos.
Señalé con el dedo la mesa de operaciones.
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—Debes pasar de nuevo por esta prueba para que yo pueda esconderte en la bóveda
hasta que llegue el momento de poner en ejecución de mi plan. ¿Te encuentras con
fuerzas...?
—¿Por qué no? —me interrumpió sonriendo—. Sólo se trata de dormir. Y aunque fuera
el sueño eterno...
Me quedé sorprendido de la tranquilidad con que aceptaba la idea pero, al mismo
tiempo, muy satisfecho, pues era lo único que podía hacerse. Sin esperar mi ayuda, ella
misma se acomodó en la mesa de piedra.
—Estoy lista, Vad Varo —me dijo—; pero, ante todo, tienes que asegurarme que no te
arriesgarás en esta aventura insensata. No puedes triunfar. Si mi resurrección depende
del éxito de esa loca empresa, sé que ésta será la última vez que cierre los ojos y, sin
embargo, soy dichosa, porque veo que me procesas la más grande amistad a que puede
aspirar una mujer.
Mientras hablaba, yo había estado ajustando los tubos, y luego permanecí quieto, con
el dedo apoyado en el interruptor del motor.
—Adios, Vad Varo —susurró ella.
—No, Valla Dia. Vas a dormir un sueño dulce, que para ti tendrá una duración
infinitesimal. Te parecerá que cierras los ojos y los vuelves a abrir en seguida. Tal como
me ves ahora, me veras a tu lado al despertar como si no me hubiera movido de aquí. Y,
así como seré para ti la última visión de este momento, seré la primera cuando despiertes
al nuevo y hermoso día; pero entonces no me mirarás a través de los ojos de Xaxa, sino
desde las límpidas profundidades de los tuyos hermosísimos.
Valla Dia sonrió y movió la cabeza; dos lágrimas se escaparon de sus párpados. La
estreché la mano y luego oprimí el botón.
CAPÍTULO VI - Sospechas
Sin ser descubierto llegué a mi habitación y escondí la cuerda donde sabía que no la
encontrarían. Recogí mis pieles y sedas restantes, y no tardé en dormirme.
Al salir de mis dominios la mañana siguiente tuve tiempo de ver como una figura que
corría doblaba el ángulo del pasillo y entonces no me quedó duda de que Ras Thavas me
tenía vigilado. Me dirigí a sus habitaciones como ya tenía por costumbre. Parecía inquieto,
pero no vi en sus maneras algo que indicara que me hacia responsable de la desaparición
de Valla Dia; más bien su actitud parecía obedecer al hecho de que no era la única
persona que podía oponérsele en aquel asunto particular, y me vigilaba para ver si su
sospecha resultaba cierta o equivocada. El mismo me explicó la causa de su inquietud.
—He estudiado con frecuencia las reacciones de los que han sufrido la transferencia
del cerebro, y por eso no me sorprenden mucho las mías. No sólo encuentro estimulada
mi energía cerebral, como consecuencia de mayor producción de energía nerviosa, sino
que también siento los efectos de la sangre joven y de los tejidos jóvenes de mi nuevo
cuerpo, que afectan a mi consciencia de un modo que yo sospechaba vagamente, pero
que, según veo ahora hay que experimentar para comprenderlo del todo. La transferencia
ha cambiado o, al menos, modificado en parte mis pensamientos, mis inclinaciones, hasta
mis ambiciones. Necesito algún tiempo para estudiarme.
Aunque no me interesaba lo que decía, escuché cortésmente, y cuando hubo agotado
el tema, cambie de conversación.
—¿Has encontrado a la mujer perdida? —pregunté.
El negó con la cabeza.
—Comprenderás, Ras Thavas, que no se me oculta tu intervención en el asunto. La
desaparición o destrucción de la mujer era lo único que frustraría por completo mi plan. Tú
eres aquí el amo absoluto, y nada puede ocurrir sin que te enteres.
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—¿Es decir, que me haces responsable de la desaparición?
—Naturalmente. La cosa no puede estar más clara, y vengo a pedirte que me la
devuelvas.
Ras Thavas perdio la paciencia.
—¿Y quién eres tú para venirme con pretensiones? —gritó—. No eres más que un vil
esclavo. Repórtate o te suprimiré. Tal como suena: te suprimiré. Será como si nunca
hubieras existido.
Solté la carcajada.
—La cólera es el más despreciable atributo de los sentimentales —le recordé—. No me
suprimirás porque soy el lazo que te une con la inmortalidad.
—Puedo educar a otro.
—Pero no confiarías en él al terminar su educación.
—Pues tú hiciste un negocio cuando tuviste mi vida en tu poder —gritó.
—Lo que te pedí pudiste habérmelo concedido muy gustoso. Además, no era para mí.
En otra ocasión volverás a otorgarme tu confianza, por la sencilla razón de que te verás
forzado a confiarte a mí. ¿Y por qué no conquistar mi gratitud y mi lealtad devolviéndome
la mujer, y cumpliendo material y espiritualmente las cláusulas de nuestro convenio?
—Vad Varo —me dijo clavando con firmeza sus ojos en los míos—, te doy mi palabra
de honor de noble barsoomiano de que ignoro absolutamente todo lo que se refiere al
paradero del caso 4.296-E-2.631-H.
—Quizás Yamdor...
—También Yamdor lo ignora. Y puedo asegurarte que ninguna persona de las que me
rodean sabe lo que ha sido de ese sujeto. Ha dicho la verdad.
La conversación no fue tan inútil como pudiera parecer, pues me dejó casi convencido
de que Ras Thavas me creía tan ignorante de la suerte de Valla Dia como él. Que no
estaba del todo convencido lo evidenciaba el hecho de que, durante algún tiempo,
continuó el espionaje, lo que me obligó a utilizar en mi defensa los mismos métodos de
Ras Thavas. Yo tenía a mi servicio cierto número de esclavos a los que conquisté con
amabilidad hasta que pude fiarme ciegamente de su lealtad. No tenían motivo alguno para
querer a Ras Thavas, y sí muchos para odiarle; por otra parte, no había razón que les
aconsejara odiarme, y había en cambio pléyade de ellas que les incitaban a quererme. El
resultado fue que no hallé dificultad en utilizar los servicios de una pareja de ellos, que se
dedicaron a espiar a los espías de Ras Thavas, con lo que pronto comprendí que mis
sospechas eran bien fundadas; estaba constantemente acechado durante todo el tiempo
que me hallaba fuera de mi dormitorio, pero la vigilancia se detenía ante sus paredes. Por
eso había podido llegar tan fácilmente a las bóvedas subterráneas, pues los espías no
suponían que yo saliera de mi cuarto más que por el camino natural, y se habían
contentado con vigilar la puerta.
Al cabo de dos meses, la persecución cesó por completo. Pasé todo este tiempo en un
estado vecino al frenesí, pues no podía desarrollar mi plan mientras estuvieran vigilados
todos mis movimientos. Me dediqué a estudiar la geografía de la parte nordeste de Marte,
donde me habían de llevar mis actividades pero, en cuanto me supe libre de enemigos
comencé a planear el desarrollo de mis operaciones.
Decidí aprovechar los conocimientos adquiridos en compañía de Ras Thavas para
encaminar mis acciones a la resurrección de Valla Dia. Estudié la historia de gran número
de casos para descubrir sujetos que pudieran ayudarme en mi aventura. Entre los que
merecían mi atención estaba el caso 378-J-493.811-P, el hombre rojo de cuyo maligno
ataque salvé a Ras Thavas el día de mi llegada a Marte, y el hombre cuyo cerebro había
sido compartido con un mono. 378-J-493.811-P había sido un indígena de Fundal, un
joven guerrero adscrito a la guardia de Xaxa, la Jeddara, que murió víctima de un
asesinato. Un noble fundaliano había adquirido el cuerpo, según me refirió Ras Thavas,
con objeto de conquistar los favores de una hermosa. Me pareció que podía contar con
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sus servicios, aunque ello dependía de su lealtad hacia Xaxa, lo cual sólo podía
averiguarse haciéndole revivir e interrogándole.
El otro, que tenía la mitad del cerebro de un mono, era oriundo de Ptarth, que estaba a
una distancia considerable al oeste de Fundal, y aproximadamente a la misma distancia
de Duhor, que quedaba al Norte. Reflexioné que un habitante de Ptarth debía conocer
bien la comarca comprendida en el triángulo Fundal-Ptarth-Duhor. La fortaleza y ferocidad
del gran mono serían de un valor inestimable al cruzar las extensiones infestadas de
animales. El tercer sujeto en que pensé había sido un famoso asesino toonoliano, cuya
audacia, bravura y maestría en el manejo de la espada le habían conquistado una
reputación que se extendía a mucha distancia de su país. Ras Thavas, toonoliano
también, me había referido parte de la historia de aquel hombre, cuya horrible profesión
no es deshonrosa en Barsoom. El mismo Gor Hajus, que así se llamaba el asesino, se
había encargado de ennoblecerla más, debido al hecho de que nunca mataba a una
mujer o a un hombre bueno, y jamás atacaba por la espalda. Sus crímenes eran siempre
el desenlace de duelos honrados, en los que la víctima tenía ocasiones de defenderse y
atacar a su enemigo, que era famoso por su lealtad con los amigos. Esta lealtad fue uno
de los factores que contribuyeron a su caída, pues se había conquistado la enemistad de
Vobis Ken, Jeddak de Toonol, por negarse a asesinar a un hombre que en otros tiempos
le había hecho pequeños favores. Vobis Kan empezó a sospechar que Gor Hajus le tenía
designado a él mismo para asesinarle. El resultado era inevitable: Gor Hajus fue detenido
y condenado a muerte e, inmediatamente después de la ejecución, un agente de Ras
Thavas compró el cadáver.
Estos eran los tres hombres que yo había elegido como compañeros de mi gran
aventura. Claro está que no había hablado del asunto con ninguno de ellos, pero me
parecía que no encontraría dificultad en adquirir sus servicios y su lealtad, a cambio de su
total resurrección.
Mi primera tarea estribaba en renovar los órganos de 378-J493.811-P y de Gor Hajus
dañados por las heridas que les habían producido la muerte: el primero requería un
pulmón nuevo y el otro un corazón, pues el verdugo le había atravesado el suyo con su
espada corta. No me atreví a pedir permiso a Ras Thavas para hacer experimentos en
aquellos sujetos, por miedo de despertar sus sospechas, en el que, lo más probable sería
que los aniquilara; me vi, pues, obligado a proceder con subterfugios. A este efecto,
empecé a tomar la costumbre de prolongar mis trabajos de laboratorio hasta altas horas
de la noche, requiriendo a veces los servicios de varios esclavos, para que todos se
habituaran a verme trabajando a horas tan intempestivas. En la selección de auxiliares
escogí a dos de los espías que Ras Thavas me había puesto antiguamente. Aunque no
les empleaba en este menester, yo confiaba en que harían partícipe a su amo de mis
nuevas actividades. Por el más sencillo procedimiento de sugestión les imbuí la idea de
que procedía de aquel modo sólo por amor al trabajo, y por el tremendo interés que Ras
Thavas había despertado en mi mente. Algunas noches trabajé con los auxiliares, otras
completamente solo, pero tuve cuidado de asegurarme, al día siguiente, de que todo el
mundo sabía que había estado operando durante la noche.
Una vez arrojada esta semilla, me dediqué despreocupadamente a trabajar en el
cuerpo del guerrero de Fundal y en el del asesino de Toonol. Empecé por el primero:
tenía en el pulmón una herida mortal producida por la hoja de mi espada; pero del
laboratorio, donde había toda clase de cuerpos fraccionados, saqué un magnífico pulmón,
que coloqué en lugar del que yo había matado. El trabajo me ocupó la mitad de la noche
y, tan ansioso estaba de terminar mi tarea que, inmediatamente, abrí el pecho de Gor
Hajus, para el que había elegido un corazón extraordinariamente fuerte y poderoso; y,
trabajando como un forzado, conseguí completar la transferencia antes del amanecer.
Había empleado varias semanas en realizar operaciones semejantes, con el fin de
especializarme en este trabajo y llevarlo a cabo con rapidez. Por fin estaba ultimada la
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parte que temí sería la más dificultosa de mi empresa y, después de borrar en lo posible
todo rastro de operaciones, excepto la cinta terapéutica que cerraba las incisiones, volví a
mi alcoba para poder disfrutar siquiera de unos minutos de descanso, que bien ganados
tenía, pidiendo a Dios que no se le ocurriera a Ras Thavas examinar alguno de los sujetos
que yo había operado; aunque contaba en que mi aparente franqueza borraría todas las
sospechas que pudiera concebir.
Me levanté a la hora de costumbre, y fuí en seguida a las habitaciones de Ras Thavas,
quién me recibió de un modo que casi me desconcertó. Durante un minuto me miró
fijamente, y luego dijo:
—Anoche trabajaste hasta muy tarde, Vad Varo.
—Sí, alguna noches me pasa lo mismo —contesté en tono indiferente.
—¿Y qué era lo que tan interesado te tenía?
Me sentí como el ratón con quien el gato juega antes de devorarlo.
—He hecho las transferencias de un pulmón y de un corazón. Tan interesado estaba
en mi trabajo que el tiempo se me pasó sin sentir.
—Sé que trabajaste casi hasta el amanecer. ¿Te parece prudente?
En aquel momento comprendí que había sido una gran imprudencia, pero le contesté lo
contrario.
—Estaba inquieto —continué Ras Thavas—; no podía dormir y por eso me dirigí a tus
habitaciones después de la media noche, sorprendiéndome de no encontrarte. Necesitaba
alguien con quien hablar: tus esclavos ignoraban dónde pudieras encontrarte, y por eso
mandé que te buscaran.
El corazón me dio un vuelco.
—Suponiendo que estarías en alguno de los laboratorios, yo mismo los visité, pero no
te vi. Desde que encarne en esta envoltura nueva padezco de insomnio y de inquietud
continua, tanto que a veces deseo volver a la antigua. La juventud de mi cuerpo no se
compadece con la vejez de mi cerebro. Experimento sensaciones y deseos indignos de la
seriedad de mi mente.
—Lo que tu cuerpo necesita es ejercicio —contesté, Es joven, fuerte y viril. Hazle
trabajar y verás cómo tu cerebro descansa por la noche.
—Creo que tienes razón —replicó—. He llegado a la misma conclusión que tú. En
realidad, al no encontrarte, me dediqué a vagar por los jardines durante una hora o más
antes de acostarme, y luego dormí profundamente. Pienso dar el mismo paseo todas las
noches en que me acometa el insomnio; también será de buen resultado trabajar como tú
en los laboratorios.
Estas noticias no podían ser más inquietantes. La única solución para evitar que me
sorprendiera sería permanecer con él.
—Manda a buscarme cuando estés intranquilo —le dije—, y pasearemos y
trabajaremos juntos. No debes corretear solo por las noches.
—Bien —contestó—. Así lo haré alguna vez.
Yo deseaba ardientemente que lo hiciera siempre, porque cuando no me buscara sería
señal de que estaría en sus habitaciones y me dejaría tranquilo; pero en lo sucesivo
tendría que contar con el peligro de que me descubrieran, por lo que decidí apresurar la
realización de mis planes, aun arriesgándolo todo.
Aquella noche no tuve ocasión, pues Ras Thavas me mandó llamar a primera hora
para pasear por los jardines hasta que el cansancio le rindiera. Como para completar mi
trabajo necesitaba una noche entera y el paseo con Ras Thavas duró hasta la media
noche, tuve que renunciar a todo por el momento; pero a la tarde siguiente le propuse
adelantar la hora del paseo nocturno, con el pretexto de que me gustaría llegar más allá
de la muralla para ver de Barsoom algo más que el laboratorio y sus jardines. No tenía
muchas esperanzas de que accediera a mí ruego, pero asintió en seguida. Estoy seguro
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de que en otros tiempos no hubiera consentido en ello, pero la sangre joven de su nuevo
cuerpo le había transformado en muchos aspectos.
Nunca había yo traspasado los edificios, ni sabía lo que más allá de ellos se extendía,
porque los muros exteriores no tenían ventanas, y por el lado del Jardín habían crecido
tanto los árboles, que cerraban por completo el horizonte. Durante algún tiempo
recorrimos el jardín exterior, y por fin pregunté a Ras Thavas si no podríamos trasponer la
muralla.
—No. Sería una imprudencia.
—¿Por qué?
—Voy a demostrártelo, y de paso te proporcionare una vista del mundo exterior mucho
más amplia que la que obtendrías traspasando la muralla. Sígueme.
Me condujo hacia una torre muy alta, que se alzaba al extremo del pabellón mayor del
grupo que comprendía el inmenso establecimiento. En el interior de la torre había un
pasadizo en espiral, que conducía no sólo hacia arriba, sino también hacia abajo. Por él
empezamos a subir pasando ante las puertas de cada piso, hasta que llegamos a la
cúspide. A nuestro alrededor se extendía el primer paisaje barsoomiano de alguna
importancia que contemplaba desde mi llegada al planeta rojo. Llevaba casi un año
terrestre encerrado entre los muros del sangriento laboratorio de Ras Thavas, y aquella
vida horrible había llegado a parecerme la cosa más natural del mundo; pero aquella
primera visión de un espacio abierto, me despertó unas ansias de libertad que, comprendí
había que satisfacer pronto.
Debajo de mí se extendía un macizo rocoso irregular, elevado a unos cuatro metros
sobre el nivel del terreno circundante. Su extensión sería de unas cuarenta hectáreas.
Sobre este macizo se asentaban las edificaciones del laboratorio, rodeadas por una
muralla altísima. La torre que nos servía de atalaya estaba situada aproximadamente en
el centro del macizo. Al otro lado de las murallas había una zona de tierra rocosa, en la
que crecía un bosque raquítico de árboles de gran tamaño, entre los que se veían
mechones de selva, y más allá se extendía algo que parecía un pantano cenagoso, por el
que serpenteaban hilos de agua que unían pequeñas lagunas, la mayor de las cuales no
llegaba a medir una hectárea. Este paisaje se prolongaba hasta el horizonte, interrumpido
a trechos por alguna que otra isla como la que nos albergaba; a corta distancia se dibu-
jaba la silueta de una gran ciudad, cuyas torres, cúpulas y minaretes brillaban a los rayos
del sol como si tuvieran incrustadas piedras preciosas.
Aquello era Toonol, y los grandes pantanos toonolianos, que se extendían al Este y al
Oeste en una longitud de 3.500 kilómetros terrestres, con anchura de 500 en algunas
comarcas. Esta región es poco conocida en el resto de Barsoom, pues sirve de guarida a
animales salvajes; no tiene sitios de aterrizaje para los aeroplanos, y es dominio de
Fundal por el Oeste y de Toonol por el Este, ambos reinos inhospitalarios, que no se
prestan al intercambio con el mundo exterior, y cuya inaccesibilidad les permite conservar
su independencia y aislamiento salvajes.
Al volver la vista a la isla que habitábamos, vi cómo de una de las selvas cercanas a las
murallas se destacaba una forma gigante, seguida al poco tiempo de otras dos. Ras
Thavas vió que me habían llamado la atención.
—Ahí tienes tres de las muchas razones que nos aconsejan no salir del recinto
amurallado.
Eran los grandes monos blancos de Barsoom, animales tan salvajes que hasta el feroz
león barsoomiano, el banth, tiene buen cuidado de no ponerse en su camino.
—Cumplen dos misiones —continuó Ras Thavas—. Desaniman a quienes
aprovecharían la noche para venir aquí desde Toonol, donde tengo muchos enemigos, e
impiden la deserción de mis esclavos y auxiliares.
—Entonces, ¿cómo llegan tus clientes? ¿Cómo te aprovisionas?
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Ras Thavas se volvió y señaló a la parte más alta del techo irregular del edificio, que se
proyectaba debajo de nosotros formando una especie de anaquel.
—Ahí tengo tres pequeñas aeronaves. Una de ellas hace un viaje diario a Toonol.
No atreviéndome a despertar sospechas, dominé mi ansiedad por saber algo más de
aquellas naves, que me parecieron indispensables para realizar la fuga de la isla.
Mientras descendíamos, mostré interés por la construcción de la torre, que daba la
evidencia de ser mucho más vieja que los edificios colindantes.
—Esta torre fue construida hará unos veintitrés mil años, por uno de mis antecesores a
quien el Jeddak de Toonol expulsó de la ciudad. Aquí reunió a una porción de secuaces,
que dominaron los pantanos y se defendieron con éxito durante cientos de años. Aunque
hace mucho tiempo que mi familia fue autorizada para volver a Toonol, prefirió quedarse
aquí y, en el transcurso de las generaciones, fueron adicionando los diversos edificios que
has visto alrededor de la torre, cada uno de cuyos pisos comunica con el correspondiente
pabellón, desde el techo hasta el último subterráneo.
También me agradó mucho esta información por las facilidades que con ella adquiría
mi proyecto, y con este propósito animé a Ras Thavas para que me diera mas detalles de
la construcción de la torre, su relación con los otros edificios y, sobre todo, el acceso a
ella desde los subterráneos. Continuamos nuestro paseo por el jardín y era ya casi de
noche cuando volvimos a las habitaciones de Ras Thavas, que se hallaba con-
siderablemente fatigado.
—Creo que esta noche voy a dormir de un tirón —me dijo al despedirnos.
—Lo mismo creo, Ras Thavas —contesté.
CAPITULO VII - La Fuga
Las actividades del laboratorio cesaban por completo a las tres horas de servida la
cena y, como era mucha la labor que había que realizar antes del alba no quise esperar
más y, en consecuencia, apenas se retiraron a dormir los ocupantes del edificio, donde
tenía que desarrollar mi trabajo, abandoné mis habitaciones y me dirigí al laboratorio
donde reposaban los cuerpos de Gor Hajus, el asesino de Toonol, y 378-J493.811-P. En
pocos minutos les transporté a la mesa adyacente y les amarré sólidamente, previendo la
contingencia de que uno de ellos, o ambos, se negaran a aceptar mi proposición, en cuyo
caso les volvería al estado de inconsciencia. Hice las incisiones, adapté los tubos y puse
en marcha los motores. 378-J-493.811-P, a quien en lo sucesivo llamaré por su propio
nombre, Dar Tarus, fue el primero que abrió los ojos; pero no había recobrado por
completo el conocimiento cuando Gor Hajus empezó a mostrar señales de vida.
Esperé hasta que ambos estuvieron bien despiertos. Dar Tarus me miró,
reconociéndome, y su rostro se contorsionó en una terrible expresión de odio. Gor Hajus
estaba completamente aturdido: lo último que recordaba era la escena en la cámara de la
muerte, en el momento en que el verdugo le había atravesado el corazón con su espada.
Yo fuí el primero que rompió el silencio.
—Ante todo voy a deciros donde estáis, si es que no lo sabéis.
—Yo lo sé muy bien —gruñó Dar Tarus.
—¡Ah! —exclamó Gor Hajus, que había estado examinando con la mirada la
habitación—. Yo creo que lo he adivinado. ¿Qué toonoliano desconocerá el nombre de
Ras Thavas? ¿De modo que compró mi cadáver? ¿Acabo de llegar?
—Hace seis años que estás aquí, y así permanecerás eternamente, a menos que los
tres lleguemos a un acuerdo rápido; como ves, Dar Tarus, también a ti te afecta.
—¡Seis años! —murmuró Gor Hajus—. Bien, amigo; veamos ese convenio. Si se trata
de matar a Ras Thavas, no cuentes conmigo: me ha salvado de la muerte definitiva. Pero
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propónme asesinar a cualquier otro, por ejemplo a Vobis Kan, Jeddak de Toonol;
proporcióname una espada y le mataré con tal de salvar la vida.
—No se trata de quitársela a nadie, a menos que se oponga a la realización de mi
deseo. Escuchad. Ras Thavas tenía aquí a una duhorina hermosísima, cuyo cuerpo
vendio a Xaxa, Jeddara de Fundal, transplantando el cerebro de la muchacha al cuerpo
horrible de la Jeddara. Me proponía rescatar el cuerpo vendido, injertarle su propio
cerebro y devolver la muchacha a Duhor.
—Tu empresa es muy peligrosa —dijo Gor Hajus—, pero veo que eres un hombre
decidido, y puedes contar conmigo, porque me proporcionarás libertad y lucha. Todo lo
que te pido es una oportunidad de matar a Vobis Kan.
—Te prometo la vida, pero con la condición de que me servirás fielmente y no tendrás
iniciativas propias hasta que se haya realizado mi proyecto.
—Eso quiere decir que te serviré toda la vida, pues lo que intentas es de imposible
realización. Sin embargo, la perspectiva me parece preferible a yacer en estas losas, en
espera de que Ras Thavas quiera sacarme los intestinos. Soy tuyo. Deja que me levante
para que me asiente en un buen par de piernas.
—¿Y tu? —pregunté volviéndome a Dar Tarus, después de liberar a Gor Hajus.
Por primera vez noté que la horrible expresión de su rostro había sido substituida por
otra de ansiedad.
—Quítame estas ataduras —gritó— y te seguiré hasta los confines de Barsoom, si es
que tu proyecto te lleva hasta allí. Pero no: te llevaré hasta Fundal y la cámara de la
perversa Xaxa, donde, gracias sean dadas a mis antepasados, tendré la oportunidad de
vengar el mal que esa odiosa criatura me hizo. Para auxiliarte en tu misión no podías
haber elegido un hombre mejor que Dar Tarus, antiguo soldado de la guardia de la
Jeddara, quién me mató para que uno de sus nobles corrompidos pudiera conquistar con
mi cuerpo a la muchacha que yo amaba.
Un momento después, los dos hombres estaban a mi lado y sin perder más tiempo les
conduje a los subterráneos, hablándoles de la extraña criatura que había escogido como
tercer auxiliar en mi empresa. Gor Hajus opinó que el mono llamaría mucho la atención,
pero Dar Tarus creía que sería un auxiliar precioso en muchas circunstancias, ya que lo
más probable sería que tuviéramos que pasar algún tiempo en las islas de los pantanos,
infestadas de aquellos animales, sin contar con, que una vez en Fundal, podríamos
utilizarle para empresas difíciles sin llamar mucho la atención, y a que allí no era raro ver
animales de aquella especie, sujetos a la esclavitud y utilizados en la construcción de
edificios.
Al llegar a la bóveda donde yacía el mono, y donde yo tenía oculto el cuerpo inerte de
Valla Dia, hice revivir al gran antropoide, descubriendo con inmensa satisfacción que aún
predominaba la mitad humana de su cerebro. En cuatro palabras le expliqué mi proyecto,
y obtuve de él la promesa cordial de apoyarme con todas sus fuerzas, comprometiéndo-
me a mi vez a restaurar su cerebro cuando el éxito hubiera coronado nuestra empresa.
Para salir de la isla, que ahora era lo más urgente, yo tenía esbozados dos planes. Uno
de ellos consistía en robar una aeronave de Ras Thavas y encaminarnos directamente a
Fundal; el otro, en escondernos a bordo de él, con la esperanza de poder dominar a la
tripulación y apoderarnos de la nave después de salir de la isla, o llegar escondidos hasta
Toonol. Dar Tarus prefería el primer plan; el mono, a quien ya dábamos el nombre de
Hovas Du, el ser humano cuyo cerebro compartía, se inclinaba por la primera alternativa
del segundo plan, y Gor Hajus por la segunda.
Dar Tarus fundaba su opinión en que, siendo Fundal nuestro principal objetivo, cuanto
antes llegáramos mejor sería. Hovan Du decía que apoderándonos del buque en pleno
vuelo ganaríamos tiempo, ya que no se le echaría de menos hasta mucho después,
mientras que cogiéndole en el laboratorio su ausencia se notaría a las pocas horas. Gor
Hajus pensaba que sería mejor llegar subrepticiamente hasta Toonol, donde él tendría
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oportunidad de encontrar armas y un nave aérea para llegar a Fundal. Insistió en que sin
armas no podríamos llegar hasta esta ciudad, pues en el momento en que Ras Thavas
descubriera mi desaparición, y se enterara de que igualmente habían desaparecido Dar
Tarus y Gor Hajus, se apresurarían a avisar a Vobis Kan, Jeddak de Toonol, el cual
enviaría en persecución del asesino los mejores naves de su escuadra.
Encontré muy razonables los argumentos de Gor Hajus, sobre todo al recordar que Ras
Thavas me había dicho que sus tres naves eran de marcha lenta, por lo que, si
robábamos uno de ellos, nuestra libertad sería de muy corta duración.
Discutiendo el asunto, nos encaminamos por los subterráneos hasta encontrar el
acceso a la torre. En silencio subimos por el pasadizo y salimos por la puerta de la
plataforma de aterrizaje. Las dos lunas descendían hacia el horizonte, y la escena estaba
tan alumbrada como durante el día. Si había alguien por allí era seguro que nos
descubrirían. Corrimos hacia el hangar y, cuando llegamos a él, respiré más a gusto que
bajo las dos brillantes lunas que nos inundaron de luz al pasar por la plataforma.
Las aeronaves tenían un aspecto bastante raro: eran bajas y chatas, con la proa y la
popa redondeadas y los puentes cubiertos: todas sus líneas proclamaban que eran
transportes construidos para cualquier cosa menos para volar con rapidez. Una de ellas
era mucho más pequeña que las otras dos, y otra estaba, evidentemente, en reparación.
Penetré en la tercera, que examiné con minuciosidad. Gor Hajus me acompañó, seña-
lándome varios sitios donde podríamos escondernos con pocas probabilidades de que
nos descubrieran, a menos que sospecharan nuestra intención de escondernos a bordo,
lo cual constituiría un verdadero peligro; tanto que, ya me había decidido por arriesgarlo
todo apoderándonos de la nave más pequeña que, según Gor Hajus, era la más rápida de
las tres, cuando Dar Tarus trepó por la borda y se acercó rápidamente a nosotros.
—Hay alguien por ahí —me dijo.
—¿Donde? —pregunté.
—Ven.
Me condujo a la parte posterior del hangar, que estaba al mismo nivel que el muro del
edificio inmediato, y por una de las ventanas me señaló el jardín interior, donde con gran
consternación vi a Ras Thavas, que paseaba lentamente. Por un instante me quedé
aterrorizado, pues sabía que ninguna nave podía abandonar la plataforma sin ser visto
mientras hubiera alguien en el jardín, sobre todo si se trataba de Ras Thavas; pero, de
pronto se me ocurrió un gran idea, que comuniqué a mis tres compañeros. En el acto me
comprendieron, y en seguida sacamos del hangar al pequeño volador y le colocamos
apuntando al Este. Luego Gor Hajus entró en él, manejó los diversos registros según
habíamos convenido, abrió la válvula y se deslizó de nuevo a la plataforma. Los cuatro
corrimos a la ventana y vimos al navío aéreo moviéndose suave y graciosamente sobre el
jardín. Ras Thavas debió percibir en seguida el débil zumbido del motor porque, cuando
llegamos a la ventana, estaba ya mirando hacia arriba. En el acto lanzó un grito. Yo me
separé del marco para que no me viera, y le grité:
—Adios, Ras Thavas. Soy yo, Vad Varo, que voy a emprender un viaje para ver cómo
es este mundo extraño. Ya volveré. Hasta entonces, que te guarden los espíritus de tus
antepasados.
Había leído esta frase en uno de los libros de Ras Thavas y la empleaba muy a
menudo, muy orgulloso de ella.
—Vuelve inmediatamente —me contestó a voces—, o te encontrarás con los espíritus
de tus antepasados antes de que transcurra un día.
No contesté porque la nave estaba ya muy alejado de la ventana y tuve miedo de que
Ras Thavas descubriera que no le hablaba desde él. Sin entretenernos más tiempo nos
escondimos a bordo del vehículo sin averiar, y entonces empezó un período de espera
largo e insoportable.
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Había perdido ya la esperanza de zarpar antes de que amaneciera, cuando oí voces en
el hangar, seguidas de ruidos de pasos en el puente de la nave. Un momento después
sonaron órdenes y casi inmediatamente el buque se encontró flotando en el vacío.
Estábamos apelotonados en un pequeño departamento construido entre los tanques de
flotación de estribor. Era un lugar obscuro y mal ventilado, con signos que demostraban
su cualidad de almacén. No nos atrevíamos a hablar por miedo a llamar la atención y nos
movíamos lo menos posible. Estábamos incomodísimos pero, como la distancia hasta
Toonol no era muy grande, esperábamos que nuestra situación cambiara pronto, por lo
menos si Toonol era realmente el destino de la nave; no tardamos en comprobar esta
hipótesis, pues al poco tiempo oímos una llamada, los motores se pararon y el buque se
detuvo.
—¿Qué nave? —preguntó una voz.
—La Vosar, de la Torre de Thavas, con rumbo a Toonol —contestaron desde a bordo.
Oímos un chasquido cuando el otro vehículo tocó al nuestro.
—Vamos a hacer un registro por orden de Vobis Kan, Jeddak de Toonol. ¡Abrid paso!
—gritaron desde la nave toonoliano.
Nuestras esperanzas habían durado bien poco. Oímos ruido de pasos y Gor Hajus
murmuró en mi oído:
—¿Qué hacemos?
—Luchar —contesté, entregándole mi espada corta.
—Bien, Vad Varo.
Entregué la pistola a Dar Tarus. Las voces se aproximaban.
—¡Hola! —gritó uno—. ¡Pero si es mi gran amigo Bal Zak!
—Naturalmente —contestó una voz grave—. ¿Cómo podías suponer que mandara el
Vosar otro que no fuera Bal Zak?
—¡Qué demonios! Podría ser Vad Varo en persona o el mismo Gor Hajus, y tenemos
orden de registrar todos las naves.
—Ojalá estuvieran aquí —replicó Bal Zak—, pues la recompensa sería grande; pero
¿cómo podrían estar aquí si el mismo Ras Thavas les vio escaparse en el Pinsar y
desaparecer por el Este antes del amanecer?
—Tienes razón, Bal Zak, y sería una tontería perder el tiempo registrando tu nave.
¡Abordo, muchachos!
Respiré profundamente cuando oí alejarse los pasos de los guerreros de Vobis Kan, y
dí nuevamente albergue a la esperanza cuando el ruido de nuestro motor nos indicó que
el Vosar proseguía su rumbo. Gor Hajus acercó sus labios a mi oído.
—Los espíritus de nuestros antepasados nos protegen. Es de noche y la obscuridad
nos ayudará a escapar de la nave y de la plataforma de aterrizaje.
—¿Por qué crees que es de noche?
—Porque la nave de Vobis Kan no llamó al nuestro hasta que estuvo a su lado. Si
hubiera sido de día, hubiera visto de qué buque se trataba. Gor Hajus tenía razón:
llevábamos encerrados en aquel chamizo desde el amanecer, y aunque a mí me había
parecido un tiempo interminable, recordé que la obscuridad, la inacción y la tensión
nerviosa parecen alargar la duración de una espera.
Como la distancia entre la Torre de Thavas y Toonol era relativamente corta, poco
después del encuentro con la nave de Vobis Kan nos detuvimos en la plataforma de
aterrizaje de nuestro punto de destino. Allí aguardamos mucho tiempo, espiando el
movimiento de a bordo y preguntándonos, al menos yo, cuáles podrían ser las intenciones
del capitán. Era posible que Bal Zak pensara volver a Thavas aquella misma noche, sobre
todo si había ido a Toonol a buscar a un paciente rico o poderoso; pero si había hecho el
viaje para aprovisionarse, probablemente permanecería allí hasta el otro día. Todo esto
me lo dijo Gor Hajus, pues los conocimientos que yo tenía de los viajes aéreos del la-
boratorio eran prácticamente nulos: a pesar de llevar tantos meses con Ras Thavas, hasta
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el día anterior no me había enterado de la existencia de la pequeña flotilla, ya que los
muros exteriores del edificio que miraban a Toonol no tenían ventanas y hasta la víspera
nunca había tenido ocasión de subir a las terrazas superiores.
Esperamos pacientemente hasta que se hubieron extinguido todos los ruidos de la
nave, y entonces, tras un breve cambio de impresiones con Gor Hajus, decidimos escapar
de la aeronave con intención de buscar un escondite en la torre de la plataforma, desde
donde pudiéramos ver la ciudad.
Abrí con cautela la puerta del almacén y eché una ojeada a la cabina adyacente, que
estaba sumida en la más completa obscuridad. Salimos en silencio. Una quietud de tumba
imperaba en el buque, pero hasta nosotros llegaban los ruidos apagados de la ciudad. Y
de pronto, sin un ruido, brotó un torrente de luz que iluminó brillantemente el interior de la
cabina. Miré alrededor y llevé la mano a la espada.
Justamente enfrente de nosotros, apoyado en la puerta de la cabina opuesta, había un
hombre alto cuyos correajes le diferenciaban de un guerrero vulgar. En cada mano
sostenía una pesada pistola barsoomiana cuyos cañones, apuntados hacia nosotros,
atrajeron inmediatamente mi mirada.
CAPÍTULO VIII - ¡Manos Arriba!
Pronunció con voz tranquila las palabras barsoomianas que equivalen a nuestra
expresión terrestre ¡Manos arriba! Una sonrisa irónica se dibujo en sus labios y, como
titubeáramos en obedecerle, habló nuevamente:
—Haced lo que os digo y os irá mejor. Guardad silencio. Una palabra más alta que otra
puede ser vuestra ruina, probablemente en forma de una bala.
Gor Hajus levantó las manos por encima de la cabeza y los demás seguimos su
ejemplo.
—Yo soy Bal Zak —dijo el desconocido.
El corazón me dio un vuelco.
—Entonces puedes disparar —dijo Gor Hajus—, porque no nos cogerás vivos, y
además somos cuatro.
—No tan de prisa, Gor Hajus —replicó el capitán del Vosar—. Tengo que hablar con
vosotros.
—Ya sé lo que tienes que decirnos —interrumpió el asesino de Toonol—, pues te
hemos oído hablar de la recompensa ofrecida al que capture a Vad Varo y a Gor Hajus.
—Si tanto la hubiera deseado bien sencillo hubiera sido para mí entregaros al dwar de
Vobis Kan cuando nos encontramos con él.
—No sabíais que estábamos a bordo del Vosar —le dije.
—Si lo sabía.
Gor Hajus expresó su incredulidad desdeñosa.
—Entonces, ¿cómo os explicáis que me hallara en este sitio esperando que salierais
incautamente de vuestra madriguera? Yo sabía que estabais a bordo.
—¿Pero cómo lo sabíais? —preguntó Dar Tarus.
—Para satisfacer vuestra natural curiosidad, os diré que duermo en una pequeña
habitación de la Torre de Thavas, y que mi ventana da a la plataforma y al hangar. Los
años pasados en las aeronaves me han aguzado el oído extraordinariamente: aun el
cambio de velocidad en los motores me despierta instantáneamente del sueño más
profundo. Comprenderéis que el ruido de los motores del Pinsar, al ponerse en marcha,
me hizo dar un bote en la cama. Al asomarme vi a tres de vosotros en la plataforma y al
cuarto saltando de la aeronave cuando ésta arrancaba, y deduje que por alguna razón
desconocida la habíais abandonado sin mando en la atmósfera. Como ya era tarde para
evitarlo, esperé en silencio, atento a lo que sucediera: os vi correr al hangar y escuché la
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conversación que sostuvisteis con Ras Thavas antes de embarcaros en el Vosar.
Inmediatamente bajé a la plataforma, y sin que os dierais cuenta os vi entrar en la cabina,
y comprendí que tomabais pasaje para Toonol. En vista de que habíais encontrado un
escondite, me volví a ¡ni habitación como si nada hubiera ocurrido.
—¿Y no avisaste a Ras Thavas? —pregunté.
—No avisé a nadie. Hace muchos años que tengo uso de razón, y he aprendido a verlo
y oírlo todo, y no decir nada, a menos que me convenga hacerlo.
—Sin embargo, te oí decir que la recompensa para el que nos descubriera era bastante
aceptable —replicó Gor Hajus—. ¿Tampoco te convenía?
—En el corazón de los hombres honrados hay fuerza capaces de contrarrestar a la
avaricia y al egoísmo; y aunque los toonolianos tenemos fama de no rendirnos fácilmente
a los dictados del sentimiento, yo no puedo permanecer sordo a las llamadas de la
gratitud. Gor Hajus: hace seis años que te negaste a asesinar a mi padre que, según tú,
era un hombre bueno y digno de vivir, y te había hecho algunos pequeños favores. Hoy
recoges el fruto de tu buena acción y, en cierto modo, quedas indemnizado del castigo
que te aplicó Vobis Kan por tu negativa a matar al jefe de la familia Bal Zak. He mandado
a la ciudad a toda la tripulación para que nadie, excepto yo, se entere de vuestra
permanencia aquí. Comunicadme vuestros planes y decidme si os puedo servir en hago
más.
—Queremos llegar a las calles sin que nos descubran —contestó Gor Hajus—. Si nos
ayudas en esto no queremos complicarte más en nuestra fuga. Te quedamos muy
agradecidos, y no necesito recordarte que hasta el Jeddak de Toonol ha deseado tener la
gratitud de Gor Hajus.
Bal Zak reflexionó unos instantes.
—Vuestro deseo es bastante peligroso por los individuos que componen vuestra
partida. El mono llamaría inmediatamente la atención y despertaría sospechas. Como
conozco muchos de los experimentos de Ras Thavas, he comprendido, después de
observaros esta mañana, que tiene el cerebro de un hombre, y este detalle, precisamente,
atraería sobre él con más intensidad la atención del público.
—No tienen por qué saberlo —gruñó Hovan Du con acento salvaje—. Para ellos no
seré más que un mono cautivo. ¿Es que no los hay en Toonol?
—Sí, hay algunos, aunque pocos; pero además hay que contar con la piel blanca de
Vad Varo. Creo que Ras Tahavas ignora la presencia del mono entre vosotros, pero
conoce perfectamente la filiación de Vad Varo, que se ha encargado de propalar por todos
los medios a su alcance: el primer toonoliano que te viera te reconocería en el acto.
Además está Gor Hajus. Aunque ha estado seis años muerto, me atrevo a asegurar que
no hay toonoliano que haya roto su cascarón hace más de diez años, para quien el rostro
de Gor Hajus no sea tan familiar como el de su propia madre. El mismo Jeddak no es tan
popular como Gor Hajus. En resumen, sólo uno de vosotros puede andar por las calles de
Toonol sin inspirar sospechas.
—Si pudiéramos encontrar armas —sugerí—, conseguiríamos llegar hasta la casa del
amigo de Gor Hajus, a pesar de todos esos obstáculos.
—¿Cómo? ¿Abriéndonos paso a viva fuerza por la ciudad de Toonol?
—Si no hay otro remedio...
—Admiro tu valor —dijo el comandante del Vosar—; pero no creo que vuestros
músculos respondan. ¡Esperad! Creo que veo un camino. En el piso inmediato de este
edificio hay un depósito público donde se alquilan motores individuales para volar. Si
conseguimos obtener cuatro de estos aparatos, sólo tendríais que evitar el peligro de la
policía aérea y acaso pudierais llegar a la casa del amigo de Gor Hajus. La torre se cierra
durante la noche, pero hay varios vigilantes distribuidos a diversos niveles. Uno de ellos
está encargado del depósito de motores individuales, y sé que es un entusiasta del jetan,
por cuyo juego es capaz de descuidar su servicio. Yo acostumbro a quedarme alguna
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noche en el Vosar y frecuentemente jugamos algunas partidas. Esta noche le diré que
suba, y mientras estamos enfrascados en el juego, vosotros iréis al depósito, cogeréis
vuestros aparatos, y pedireis a vuestros antepasados que no os sorprenda la policía
aérea al volar sobre la ciudad. ¿Qué te parece el plan, Gor Hajus?
—Magnífico —contestó el asesino—. Y tú, ¿qué opinas, Vad Varo?
—Necesito saber lo que es un motor individual para volar, pero me fío de Gor Hajus.
Recibe, Bal Zak, todo nuestro agradecimiento, y como Gor Hajus ha aprobado el
proyecto, sólo me resta pedirte que te des prisa, a fin de que podamos realizarlo lo antes
posible.
—Bien —contestó Bal Zak—. Venid conmigo y os esconderé hasta que el vigilante y yo
estemos absortos en el juego. Luego tendréis vuestro destino en vuestras propias manos.
Marchamos tras él por la plataforma de aterrizaje, y nos agazapamos al lado opuesto
del Vosar. Por el otro debía llegar el vigilante y entrar en la nave. Luego, deseándonos
buena suerte, Bal Zak se despidio de nosotros.
Desde la plataforma disfruté de mi primera vista de una ciudad marciana. A unos
doscientos metros debajo de nosotros se extendían las avenidas de Toonol, anchas y
bien iluminadas, muchas de ellas rebosantes de gente. En el distrito central se elevaban,
a trechos, grandes construcciones metálicas en forma de cilindros, y más allá, donde
predominaban las viviendas particulares, la ciudad tomaba el aspecto de un bosque
grotesco y colosal. En los grandes palacios solamente sobresalían del nivel común de los
edificios uno o dos pisos, destinados a alojamiento de la servidumbre o de los huéspedes;
pero los pequeños hogares estaban elevados en su totalidad, precaución indispensable
por la actividad constante de los compañeros de Gor Hajus, que hacía que ningún hombre
estuviera libre del peligro de morir asesinado. En la parte central de la ciudad abundaban
las torres altísimas constituidas por plataformas de aterrizaje a diversos niveles; pero,
como más tarde supe, éstas eran relativamente poco numerosas, pues Toonol no
sostiene tan enormes flotas de naves mercantes y buques de guerra como, por ejemplo,
las ciudades gemelas de Helium o la gran capital de Ptarth.
Mientras observaba la ciudad esperando la vuelta de Bal Zak con el vigilante, noté un
aspecto curioso del alumbrado público de Toonol, que más tarde vi en todas las ciudades
barsoomianas que visité, y era que la luz parecía circunscrita exclusivamente al área que
había de iluminar; no existía luz difusa que se desbordara por arriba o por los lados de la
zona alumbrada. Más tarde me dijeron que esto se conseguía por medio de lámparas
construidas según las enseñanzas de muchos siglos de experimentación con las ondas
luminosas, que los sabios barsoomianos habían conseguido dominar y aislar como
hacemos los terrestres con la materia. Las ondas de luz emergen de la lámpara, recorren
un circuito determinado y vuelven a su manantial. No hay derroche de luz ni sombras
densas, por extraño que parezca, cuando las luces estén bien instaladas, porque las
ondas, al rodear los objetos para volver a la lámpara, iluminan todos sus lados.
El efecto de este alumbrado, contemplado desde las alturas, era de lo más notable. La
noche estaba obscura, pues a aquella hora no había lunas, y la sensación era la misma
que la que se experimentaría contemplando un escenario teatral brillantemente iluminado
desde un patio de butacas sumido en absoluta obscuridad. Aún estaba entusiasmado con
el espectáculo, cuando oí los pasos de Bal Zak, que se acercaba, e indudablemente había
conseguido lo que quería, pues venía conversando con otro hombre.
Cinco minutos después nos deslizábamos silenciosamente de nuestro escondite y
descendíamos hasta el piso de abajo, donde estaba el depósito de voladores individuales.
En Barsoom el robo es prácticamente desconocido, excepto cuando le guían propósitos
ajenos a la idea de lucro, por cuya razón encontramos abiertas todas las puertas del
depósito. En un momento Gor Hajus y Dar Tarus eligieron cuatro aparatos y cada uno de
nosotros se ajustó el suyo. Consistían en un cinturón ancho, parecido a los salvavidas que
llevan los trasatlánticos terrestres, cargado con el octavo rayo barsoomiano, o sea, el rayo
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propulsor, a una tensión suficiente para neutralizar la gravedad, y mantener a una
persona en equilibrio entre esta fuerza y la ejercida por el octavo rayo. En la parte
posterior del cinturón hay un pequeño motor de radio, cuyas palancas de mando se
encuentran delante, al alcance de la mano. Unidos al anillo superior del cinturón, y
proyectándose una a cada lado, hay dos alas fuertes y ligeras provistas de manivelas, que
sirven para alterar rápidamente su posición.
Gor Hajus nos explicó brevemente el funcionamiento del aparato; pero me pareció que
me esperaba un largo período de molestias antes de dominar por completo el arte de
volar con uno de aquellos mecanismos. Me enseñó el modo de inclinar las alas hacia
abajo al andar con el fin de no perder pie a cada paso, y así me condujo hasta el borde de
la plataforma.
—Desde aquí vamos a levantar el vuelo y protegiéndonos con la sombra de los altos
edificios trataremos de llegar a la casa de mi amigo sin que nos descubran. En el caso de
que la policía aérea nos persiga, debemos separamos para reunirnos más tarde en la
parte oeste de las murallas de la ciudad, en un sitio donde hay una laguna y una torre
abandonada. Esta torre será nuestro punto de cita si surge alguna contingencia.
¡Seguidme!
Y poniendo en marcha su motor se elevó graciosamente por el aire. Hovan Du se lanzó
tras él, y luego me tocó el turno. Subí unos seis metros, floté sobre la ciudad, que
hormigueaba a centenares de ellos por debajo de mí, y luego, repentinamente, dí la vuelta
de campana y me quedé boca abajo. Había cometido alguna torpeza, estaba seguro de
ello. Era la sensación más pavorosa, la de flotar con la cabeza abajo y los pies arriba
contemplando impotente las calles de la gran ciudad, no más blandas que las de Los
Angeles o París. El motor continuaba marchando y al manipular las palancas de las alas
empecé a describir unas preciosas espirales, girando como una peonza y rizando el rizo
de la manera más inverosímil; y entonces Dar Tarus acudio en mi socorro. Primero me
dijo que me quedara quieto y luego me ordenó diversas maniobras con las palancas hasta
que recobré la posición normal. Después de este incidente me las compuse bastante bien,
y al poco tiempo volaba con seguridad detrás de Gor Hajus y Hovan Du.
No describiré las horas de vuelo que siguieron. Gor Hajus nos hizo subir a una altura
considerable desde donde nos dejamos caer entre la obscuridad que cubría 1 a ciudad
hacia un distrito de casas magníficas, y cuando planeábamos sobre un gran palacio nos
quedamos helados al oír una seca interpelación que nos llegaba de encima.
—¿Quién vuela de noche?
—Amigos de Mu Tel, príncipe de la casa Kan —contestó rápidamente Gor Hajus.
—Enseñadme vuestro permiso para volar de noche y la licencia de vuestros voladores
—ordenó la voz, al tiempo que su dueño descendía hasta nuestro nivel.
Entonces vi por primera vez un policía marciano. Estaba equipado con un volador
mucho más rápido y manejable que los nuestros, según supe más tarde. Creo que se
prevalió de esta superioridad acorralándonos para demostrar que era inútil todo intento de
fuga, pues hubiera podido darnos diez minutos de ventaja y alcanzarnos en otros diez mi-
nutos, fuera cualquiera la dirección en que hubiésemos huido. El individuo era más
guerrero que policía, pues la vigilancia aérea de Toonol estaba en manos de los guerreros
del ejército de Vobis Kan.
Se acercó rápidamente al asesino de Toonol y volvió a pedirle los documentos al
mismo tiempo que proyectaba sobre nuestro camarada la luz deslumbrante de su linterna.
Instantáneamente lanzó una exclamación de sorpresa y satisfacción.
—¡Por la espada del Jeddak! —gritó—. La fortuna me favorece. ¿Quién me hubiera
dicho hace una hora que sería para mí la recompensa por la captura de Gor Hajus?
—Otro idiota tan fatuo y envanecido como tú —replicó Gor Hajus golpeándole con la
espada corta que yo le había prestado.
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El golpe fue amortiguado por el ala del policía, que quedó destrozada; pero el individuo
resultó con una seria herida en el hombro. Intentó retroceder, pero su ala averiada sólo le
permitió describir círculos. Entonces echó mano del silbato, y aunque Gor Hajus le asestó
otro golpe que le partió la cabeza, llegó tarde para impedir que silbara.
—¡Pronto! —gritó el asesino—. Tenemos que refugiarnos en los jardines de Mu Tel
antes de que acuda a la llamada un enjambre de policías.
Vi que mis compañeros descendían rápidamente a tierra; pero de nuevo me hice un lío.
Por mucho que me esforcé en abatir mis alas, sólo conseguí descender tan suavemente
como una pluma, y con un movimiento diagonal que me haría aterrizar a considerable
distancia de los jardines de Mu Tel. Me acercaba a una de las partes altas del palacio,
que parecía una torre que levantaba sobre el suelo su armadura de metal brillante. Oí en
todas direcciones los silbidos de las patrullas aéreas que contestaban al último
llamamiento de su camarada, cuyo cadáver flotaba precisamente encima de mí indicando
el camino que debían seguir los demás para encontrarnos. Seguramente acabarían por
descubrirle, y entonces me verían a mí y mi suerte quedaría decidida.
Pero acaso podría entrar en las habitaciones de la torre próxima, donde lograría
esconderme hasta que hubiera pasado el peligro. Dirigí mi vuelo hacia la estructura negra:
vi una ventana abierta y tropecé con una red de alambre fino. Había ido a chocar contra
una cortina de las utilizadas para protegerse de los asesinos del aire. Me creí perdido. Si
pudiera llegar al suelo, encontraría refugio entre los árboles y la maleza que había
percibido confusamente en los jardines de aquel príncipe barsoomiano; pero no conseguí
atinar con el ángulo preciso de inclinación, y me encontré describiendo espirales. Pensé
rasgar el cinturón y dejar escapar el octavo rayo pero, como no estaba familiarizado con
aquella fuerza extraña, temí verme precipitado contra el suelo, aunque en último extremo
estaba decidido a todo.
En mi última tentativa para descender empece a subir con rapidez y, con los pies para
adelante, choqué repentinamente con un objeto. Luché frenéticamente para enderezarme,
esperando que me detuvieran en el acto, cuando me encontré cara a cara con el cadáver
del guerrero asesinado por Gor Hajus. Los silbidos de las patrullas continuaban aproxi-
mándose; probablemente me descubrirían antes de unos segundos, y, de pronto,
encontré la solución del problema que me intrigaba.
Sujetando fuertemente con la mano izquierda los correajes del toonoliano muerto,
saqué mi puñal y desgarré su cinturón flotador. En cuanto los rayos se escaparon, el
cadáver empezó a caer arrastrándome hacia abajo. Aunque rápido, el descenso no fue
precipitado, y a los pocos instantes nos posábamos con suavidad en el césped escarlata
de los jardines de Mu Tel al lado de un amontonamiento de maleza. Por encima de mí
sonaron silbatos, cuando arrastré el cadáver del guerrero a la sombra protectora del
follaje. Un segundo después hubiera sido demasiado tarde porque en el acto, se
encendieron los focos de una pequeña nave policíaca, que iluminaron brillantemente el
jardín. Miré temerosamente a todas partes y, no viendo rastros de mis compañeros,
deduje que también ellos habían podido esconderse.
Los chorros de luz recorrieron todo el ámbito del jardín, y luego se alejaron, así como
los silbidos de la policía, indicando que no sospechaban de nuestros escondites.
Sumido en completa obscuridad, me despojé del volador que al principio pensé
destruir, pero que acabé por colgar de una rama previendo la contingencia de que me
volviera a hacer falta. Luego cogí las armas del guerrero muerto y, en la confianza de que
había pasado el peligro, salí de mi escondite en busca de mis compañeros.
Protegiéndome bajo los árboles y malezas, me dirigí al edificio creyendo que en esa
dirección habría conducido Gor Hajus a los demás, ya que el destino de nuestro viaje era
el palacio de Mu Tel. Mientras me deslizaba con la mayor cautela, Thuria, la luna más
próxima, emergió repentinamente del horizonte, alumbrando la noche con su claridad bri-
llante. En aquel momento me hallaba al lado de la pared ornamentada del palacio; a la
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derecha había un angosto nicho, cuyo interior parecía de obscuridad maciza en contraste
con los rayos de Thuria; a la izquierda había un claro, en el que vi en todos sus detalles la
criatura más espantosa que mis ojos terrestres habían contemplado. Era un animal del
tamaño de un potro de Shetland, con diez patas cortas y una cabeza terrorífica,
vagamente parecida a la de una rana, sólo que las mandíbulas estaban provistas de tres
filas de colmillos largos y afilados.
Aquel ser tenía la nariz levantada como olfateando una presa y sus ojos saltones
giraban rápidamente en las órbitas, indicando sin sombra de duda que buscaba a alguien.
No soy presumido, pero no pude menos que albergar la convicción de que era a mí a
quién buscaba. Era mi primer encuentro con un perro marciano, y al refugiarme en la
densa negrura del nicho inmediato, los ojos de la criatura me vieron, oí un gruñido y le vi
cargar sobre mí, pensando que aquélla sería mi última aventura.
Saqué mi espada larga y entré de espaldas en el nicho, comprendiendo cuán
inadecuada era el arma contra aquellos dos quintales de ferocidad encarnada.
Lentamente, fui retrocediendo en la sombra, y cuando el animal penetró a su vez en el
recinto, mi espalda tropezó con un obstáculo sólido que ponía punto final a mi retirada.
CAPÍTULO IX - El Palacio de Mu Tel
Cuando el calot entró en el nicho, experimenté todas las reacciones que debe sentir un
ratón acorralado, y me dispuse a vender cara mi vida. La bestia se hallaba ya casi sobre
mí, y empece a jurar y maldecir por no haberme quedado en el exterior donde, al menos,
había árboles altos a los que trepar, cuando, de pronto el obstáculo que me inmovilizaba
cedio el sitio a una mano que salió de la obscuridad, empuñó mis correajes y me levantó
con suavidad arrastrándome hacia atrás. Se cerró de golpe una puerta, y la silueta del
calot, recortándose en la luz de la luna a la entrada del nicho, desapareció de mi vista.
Una voz malhumorada resonó en mi oído: ¡Ven conmigo!; una mano se apoderó de la
mía, y me vi conducido en absoluta obscuridad a través de lo que me pareció un corredor
estrecho, a juzgar por los choques frecuentes contra el lado derecho y el izquierdo.
En suave pendiente, el corredor tenía bruscas revueltas, y empecé a distinguir, por
delante de mi guía, una claridad confusa, que aumento gradualmente hasta que nos
encontramos en el umbral de una cámara brillantemente iluminada, una habitación
magnífica, suntuosamente amueblada y decorada, para cuya descripción apenas sirven
los pobres vocablos de mi idioma. Oro, marfil, piedras preciosas, maderas maravillosas,
pieles espléndidas, arquitecturas sorprendentes; todo esto se combinaba para
deslumbrarme, como un cuadro que jamás hubiera pensado soñar. En el centro de
aquella cámara, rodeados por un grupo de marcianos, se hallaban mis tres compañeros.
Mi guía me condujo hasta ellos, y se detuvo ante un barsoormiano alto que
resplandecía de joyas incrustadas en sus correajes. Todos los presentes se volvieron
hacia nosotros.
—Príncipe, un tal más y hubiera sido demasiado tarde. Al abrir la puerta para salir en
busca de él, como ordenaste, le encontré casi en las garras de uno de los calots.
—Bien —contestó el llamado príncipe.
Y luego, volviéndose a Gor Hajus:
—Amigo mío —preguntó—, ¿es éste el hombre de quien me hablabas?
—Este es Vad Varo, que pretende haber nacido en el planeta Jasoom —contestó Gor
Hajus—. Vad Varo, estás en presencia de Mu Tel, príncipe de la casa de Kan.
Me incliné a tiempo que el príncipe se adelantaba y me ponía la mano derecha sobre
mi hombro izquierdo, según la costumbre de las presentaciones barsoomianas; para
terminar la ceremonia yo hice lo mismo. ¡Qué diferencia de los estúpidos “Encantado de
conocerle”, “¿Cómo está usted?” y “Tengo mucho gusto”!
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Ante el requerimiento de Mu Tel, referí brevemente lo ocurrido desde que me encontré
separado de mis compañeros hasta que uno de los oficiales de palacio me salvó de una
muerte segura. Mu Tel dio las órdenes necesarias para que, antes del alba, quedaran
borrados todos los rastros del policía muerto, a fin de no exacerbar las sospechas de su
tío Vobis Kan, Jeddak de Toonol, que cada vez estaba más celoso de la creciente
popularidad de su sobrino y temía que abrigara la aspiración de arrebatarle el trono.
Pasada ya la media noche, al final de uno de esos refinados banquetes que tanta fama
proporcionan a los príncipes de Marte, y mientras saboreábamos los exquisitos vinos con
que nos regaló nuestro huésped, Mu Tel habló de su tío imperial con menos
comedimiento.
—Hace mucho tiempo que la nobleza está cansada de soportar a Vobis Kan, y el
pueblo no puede sufrirle más. Es un tirano sin conciencia, pero como se trata de nuestro
gobernante hereditario, vacilamos en derribarle. Somos un pueblo práctico, poco influido
por el sentimiento, pero algo queda de éste para conservar la lealtad de las masas a su
Jeddak, aún cuando ya no la merece, mientras que el miedo a las masas hace que
también los nobles sean leales. Por otra parte, existe la sospecha natural de que el
heredero más cercano sea un jeddak no menos tirano que Vobis Kan, puesto que, siendo
mucho más joven que él, puedo desarrollar actividades más crueles y nefastas.
“Por lo que a mi respecta, no vacilaría en destruir a mi tío y apoderarme del trono, si
estuviera seguro del apoyo del ejército, ya que, con los guerreros de Vobis Kan a mi lado,
la balanza se inclinaría a mi favor. Previendo esto, ofrecí hace mucho tiempo mi amistad a
Gor Hajus, no para que matara a mi tío, sino para que, cuando yo lo hubiera hecho en
lucha noble, Gor Hajus me conquistara la lealtad de los guerreros del Jeddak, pues es
muy popular entre ellos, quienes siempre le consideraron como un excelente luchador,
otorgándole su reverencia y devoción. He ofrecido a Gor Hajus un puesto importante en
los asuntos de Toonol, pero me dice que ante todo tiene que cumplir sus compromisos
contigo, Vad Varo, para cuya consecución me ha pedido ayuda. Yo se la ofrezco muy
gustoso, puramente por motivos egoístas, puesto que el logro de tus aspiraciones
apresurará el de las mías. Por eso pongo a tu disposición una aeronave fuerte y segura
que os conducirá a Fundal.
Como es natural, acepté esta oferta encantado, e inmediatamente empezamos a
discutir los planes de la partida, que quedó señalada para la primera hora de la noche
siguiente, cuando ninguna de las dos lunas estuvieran en el cielo; y después de un debate
final sobre nuestro equipo, pedí que nos permitieran retirarnos, pues yo llevaba treinta y
seis horas sin dormir, y mis compañeros veinticuatro.
Unos esclavos nos condujeron a nuestras habitaciones suntuosas, y dispusieron unos
magníficos lechos de sedas y pieles. Cuando se retiraron, Gor Hajus oprimió un botín que
había en la pared, y la habitación se levantó como un ascensor entre la armadura
metálica, hasta una altura de doce o quince metros; la red de alambre nos envolvió
automáticamente y quedamos en seguridad para toda la noche.
Al día siguiente, después de bajar nuestra habitación hasta un nivel normal, y antes de
que pudiera salir, vino un esclavo con órdenes de Mu Tel de pintarme todo el cuerpo con
el hermoso color rojo de cobre de mis amigos barsoomianos, proporcionándome así un
disfraz indispensable para el éxito de nuestra aventura, pues mi piel blanca hubiera
inspirado sospechas en cualquier ciudad de Barsoom. Otro esclavo trajo armas para
nosotros tres y un collar y una cadena para Hovan Du, el hombre mono. Nuestros
correajes, aunque de material pesado y lujosa elaboración, eran muy sencillos y libres de
toda insignia, como los que acostumbran a llevar los panthans, o soldados de fortuna,
cuando no están al servicio de una nación o de un personaje determinado. Estos
panthans son realmente hombres sin patria, mercenarios que venden su espada al mejor
postor. Aunque no están organizados, se rigen por un severo Código de Ética y, mientras
están al servicio de un amo, le sirven con lealtad. Se supone que son hombres que han
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huido de la cólera de su jeddak o de la justicia de su país, pero abundan entre ellos los
aventureros que han elegido esta profesión por amor a las emociones. Cuando están bien
pagados, son jugadores y derrochadores y, naturalmente, se encuentran casi siempre sin
dinero y se ven reducidos a ganarse la vida del modo más inverosímil, razón que
justificaba con exceso nuestra posesión de un mono domesticado, que en Marte no es
más chocante que un loro en la tierra.
Pasé la mayor parte del día en compañía del príncipe, que no se cansaba de
preguntarme sobre las costumbres, civilización y geografía de la Tierra, extrañándome
sobremanera cuán familiarizado estaba con casi todos estos detalles. Me explicó que sus
conocimientos terrestres se debían a los maravillosos adelantos marcianos en
instrumentos astronómicos, fotografía y telefonía inalámbricas; esta última llevada a tal
grado de perfección, que muchos sabios barsoomianos habían conseguido aprender
algunos de los idiomas de la Tierra, sobre todo el inglés y el ruso. Unos cuantos sabían
también el chino. Indudablemente, estos idiomas fueron los primeros que llamaron su
atención, a causa de la numerosa población que los hablaba y las grandes extensiones
que ocupaban.
Mu Tel me llevó a un salón de su palacio que me recordó los cinematógrafos de la
Tierra, con la diferencia de que era más pequeño, pues tendría capacidad para doscientas
personas a lo sumo. Estaba construido como una gran cámara obscura, cuyo interior
ocupara la asamblea, volviendo la espalda hacia la lente, y teniendo delante una gran
pantalla de cristal en que se proyectaba la imagen que se iba a observar.
Mu Tel se sentó ante una mesa en la que había extendido un mapa del cielo. Sobre
este mapa se movía un brazo articulado que sostenía una especie de puntero. El príncipe
lo movió hasta colocarlo sobre el planeta Tierra, luego apagó la luz, e inmediatamente
apareció en la pantalla un panorama semejante al que se observa desde un aeroplano a
300 metros de altura. Aquella escena tenía para mí algo de familiar; era un país arruinado
y desolado. Vi unos muchones de trecho en trecho, que indicaban la existencia en otros
tiempos de un huerto floreciente y fructífero. En el suelo había agujeros grandes y
deformes, y por todas partes alambradas erizadas de púas. Mu Tel encendio una
lamparita de radio que había sobre la mesa, y vi entonces un globo terrestre con un
punzón fijo en un punto determinado.
—El lado que este globo nos presenta ahora coincide con el hemisferio que la Tierra
tiene vuelto hacia nosotros. Observa cómo el globo gira lentamente. Coloca el punzón en
el punto que quieras y se te revelará la parte elegida de Jasoom.
Moví lentamente el índice, y el espectáculo cambió. Una aldea en ruinas se presentó
ante nuestra vista. Un poco más allá aparecieron trincheras y cuevas y, siguiendo esta
línea, moví el punzón rápidamente hacia el Norte y el Sur. Aquí y allá había soldados en
los pueblos, pero todos franceses y ninguno en las trincheras. No había soldados alema-
nes ni escenas de lucha. ¡De modo que la guerra había terminado! Moví el punzón hacia
el Rhin y crucé el río; Alemania estaba llena de soldados: soldados franceses, ingleses y
americanos. ¡Habíamos ganado la guerra! Me alegré, pero todo aquello me parecía tan
lejano e irreal como si no existiera tal mundo ni hubieran guerreado tales gentes; era
como si contemplara las ilustraciones de una novela leída hacia mucho tiempo.
—Parece que te interesa mucho ese país devastado por la guerra —observó Mu Tel.
—Sí; yo luché en esa guerra. Probablemente me mataron: no lo sé.
—¿Y habéis vencido?
—Sí, mi pueblo ha ganado. Luchábamos por un gran principio y por la paz y felicidad
del mundo. Ojalá no hayamos luchado en vano.
—Si lo que deseas es el triunfo de vuestro principio, por el que luchasteis y vencisteis,
y la venida de la paz, tus esperanzas son ilusorias. La guerra nunca trae la paz: trae más
y mayores guerras. La guerra es el estado normal de la naturaleza; es una locura
combatirla. La paz debe sólo considerarse como un periodo de preparación para el
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principal objeto de la existencia del hombre. Si no fuera por la guerra continua entre unas
y otras formas de la vida, los planetas llegarían a encontrarse tan superpoblados que se
asfixiarían. En Barrosos, los grandes periodos de paz han traído plagas y enfermedades
que hicieron muchas más víctimas que las guerras, y de un modo más cruento y odioso.
El que muere en su cama no encuentra placer, ni se estremece de júbilo al pensar en la
recompensa que le espera. Ya que todos debemos morir, muramos al menos en medio de
un juego noble y excitante para dejar sitio a los millones de hombres que nos sucederán.
La experiencia de la paz nos ha hecho comprender la necesidad de la guerra.
Muchas más cosas me dijo aquel día Mu Tel, que me documentaron sobre la curiosa
filosofía de los toonolianos. Estos creen que no debe realizarse ninguna acción buena
mientras no haya un motivo egoísta; no tienen dios ni religión; creen, como todos los
barsoomianos cultos, que el hombre desciende del Árbol de la Vida, pero se apartan de
los demás marcianos al negar la existencia de un ser omnipotente que creó este Árbol.
Sostienen que el único pecado es el fracaso; consideran muy digno el triunfo y, sin
embargo, se da la paradoja de que nunca quebrantan su palabra de honor. Mu Tel me
explicó que habían extirpado los dañinos resultados de esa debilidad vergonzosa que se
llama el sentimiento: sólo el egoísmo sostenía la lealtad de un toonoliano hacia otro, y eso
únicamente durante un período determinado.
Cuando llegué a conocerles más a fondo, sobre todo a Gor Hajus, empecé a sospechar
que su desdén ostensivo hacia el sentimentalismo era natural. Es cierto que muchas
generaciones de inhibición les habían atrofiado las características de alma y espíritu que
tanto se aprecian entre nosotros; que los lazos de la amistad eran flojos y que el
llamamiento de la sangre no despertaba una alta sensación de responsabilidad y amor, ni
aún entre padres e hijos; y, sin embargo, Gor Hajus era, en esencia, un hombre
sentimental, aunque se hubiera apresurado a atravesar el corazón del atrevido que se lo
dijera, demostrando así palpablemente la verdad de la acusación. El orgullo que le
producía su reputación de hombre íntegro y leal, demostraba que tenía corazón, así como
la satisfacción de su fama de hombre cruel e inhumano probaba que era un sentimental.
Era el prototipo de los toonolianos: éstos negaban la existencia de la deidad y adoraban al
fetiche de la ciencia, que les gobernaba como cualquier dios imaginario a los fanáticos
religiosos.
Al anochecer empezó a entrarme la comezón de la partida. Allí lejos, al Oeste, después
de leguas y leguas de pantanos desolados, estaba Fundal, y en Fundal el hermoso
cuerpo de la muchacha que amaba, y a quien había jurado devolvérselo. Terminada la
cena, Mu Tel, en persona, nos condujo a un hangar oculto en una de las torres del
palacio. Allí estaba dispuesta una nave aérea, a la que habían quitado todas las insignias
reales y hasta alterado ligeramente su estructura, a fin de que, en caso de captura, no se
viera mezclado en el asunto el nombre de Mu Tel. La nave fue aprovisionada con gran
cantidad de vituallas, sin olvidar la carne cruda para Hovan Du; y cuando la luna más
lejana se ocultó bajo el horizonte, se deslizó una puerta corredera, Mu Tel nos deseó
buena suerte y la nave flotó suavemente en la noche oscura. Como muchas de las de su
tipo, no tenía cabina; una baranda baja la rodeaba por la borda; en el puente iban fijos
grandes anillos de hierro, a los que debían sujetarse los miembros de la tripulación por
medio de sus correajes, que para este objeto iban provistos de ganchos; una especie de
parabrisas muy inclinado protegía contra el viento; el motor y las palancas de mando iban
al exterior, pues todo el espacio debajo del puente estaba ocupado por los tanques de
flotación. En esta clase de embarcaciones todo se sacrifica a la velocidad: no existe a
bordo el menor confort. Cuando la aeronave marcha a toda velocidad, la tripulación se
tiende sobre el puente, cada cual en su sitio designado y agarrándose a su anillo con
todas sus fuerzas. Sin embargo, según me dijeron, estos navíos toonolianos, aunque muy
veloces, quedan eclipsados por los de otras naciones como Helium y Ptarth, que han
dedicado siglos y siglos a perfeccionar sus máquinas aéreas; pero aquella embarcación
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convenía perfectamente a nuestro propósito y, sobre todo comparada con el Vosar, me
parecía tan veloz como una flecha.
Sin perder tiempo en tomar precauciones, apenas salimos al campo nos dirigimos a
toda velocidad hacia Fundal, y al poco tiempo corrimos la primera aventura. Chocamos
con una figura flotante, y en el mismo momento oímos el silbido de un policía aéreo, una
bala pasó rozando a nuestra nave y, a los pocos segundos, se proyectaron desde arriba
los rayos de una linterna que exploraron la atmósfera en todas direcciones.
—¡Una nave policía! —gritó Gor Hajus.
Hovan Du lanzó un gruñido y sacudio la cadena que sujetaba su collar. Nos encogimos
todo lo posible, pidiendo a los espíritus de nuestros antepasados que no nos encontraran
aquellos inquietos ojos luminosos. Pero, por desgracia, un chorro de luz cayó sobre el
puente, y allí quedó fijo mientras la nave policía descendía rápidamente, avanzando a la
misma velocidad que la nuestra. Luego nos quedamos consternados al ver que abrían
fuego con balas explosivas. Estos proyectiles contienen una substancia que estalla al ser
influida por los rayos luminosos, una vez que la cubierta opaca de la bala se ha roto al
contacto con el blanco. No es preciso, por consiguiente, atinar con éste para que el
disparo sea eficaz. Si el proyectil cae al suelo, o al puente de un navío, o en otra
substancia sólida cerca del blanco, hace infinitamente más daño que si, disparado sobre
un grupo de hombres, hiere a uno de ellos, pues estallará cuando se rompa su cubierta
protectora y matará o herirá a varios, mientras que dentro de un cuerpo humano los rayos
luminosos no podrán alcanzarle, y no causan más perjuicio que el de un balazo corriente.
La luz de la luna no ejerce acción sobre ellos y, por eso, los proyectiles disparados de
noche, a menos que sean alcanzados por la luz de ciertas linternas especiales, no
explotan hasta que sale el sol al día siguiente, convirtiendo el campo de batalla en un
lugar muy peligroso, aunque no se encuentren allí ya los combatientes y, del mismo
modo, la extracción del cuerpo humano de una bala que no haya explotado es una
operación delicadísima, que a veces termina con la muerte del herido y del cirujano.
Dar Tarus manejó las palancas de mando, dirigiendo el espolón de nuestra nave hacia
el de la policía, gritándonos que concentráramos el fuego sobre sus propulsores. Por mi
parte nada vi fuera del deslumbrante rayo de luz, y en esa dirección disparé el arma
extraña que poco tiempo antes me había entregado Mu Tel. Aquel ojo luminoso
representaba para nosotros la máxima amenaza y, en cuanto lo hubiéramos cegado,
ninguna superioridad tendría sobre nosotros la nave policía. Por eso apunté
cuidadosamente con mi rifle y oprimí el disparador. Gor Hajus se arrodilló a mi lado,
enviando a la nave enemiga una rociada de balas. Dar Tarus tenía bastante con ocuparse
de las palancas, y Hovan Du, acurrucado en la proa, se contentaba con gruñir. De pronto,
Dar Tarus lanzó una exclamación:
—¡Las palancas están dañada! No podemos cambiar la dirección. La nave no nos sirve
ya.
Casi en el mismo instante, se extinguió el proyector, alcanzado, sin duda, por uno de
mis disparos. Estábamos casi al lado de ellos y oíamos sus gritos de rabia. Nuestra nave,
a la deriva, corría hacia la otra, y si no chocábamos pasaríamos casi rozando su quilla.
Pregunté a Dar Tarus si la avería tenía arreglo.
—Si dispusiéramos de tiempo la podríamos arreglar, pero harían falta muchas horas y,
mientras tanto, caerán sobre nosotros todas las fuerzas aéreas de Toonol.
—Entonces necesitamos otra nave —repliqué.
Dar Tarus sonrió.
—Tienes razón, Vad Varo; pero ¡donde le encontraremos?
—No tenemos que ir muy lejos —contesté, señalando al vehículo policía.
—¿Por que no? —exclamó Dar Tarus, encogiéndose de hombros—. Sería una lucha
gloriosa y una muerte digna.
Gor Hajus me dio una palmada en el hombro.
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—¡Hasta la muerte, mi capitán!
Hovan Du sacudio la cabeza y gruñó.
Las naves se acercaban con rapidez. Ya no disparábamos por miedo de averiar la
embarcación que pensábamos conquistar y, por alguna razón desconocida, la tripulación
de la nave policía también había suspendido el tiroteo. Nunca supe el porqué. Nos
movíamos en una dirección que nos llevaba justamente debajo de la otra nave, y decidí
abordarle a toda costa. En su quilla vi el aparejo de ganchos dispuestos a coger su presa.
Sin duda los policías se preparaban para hacerlo y, tan pronto como estuviéramos debajo
de ellos, sus tentáculos de acero se apoderarían de nosotros, mientras su tripulación
invadía nuestro puente.
Llamé a Hovan Du y le dí instrucciones en voz baja. Cuando terminé, asintió con la
cabeza. Luego saqué de los anillos los ganchos de nuestros correajes y me dirigí a proa
después de cambiar unas palabras con Gor Hajus y Dar Tarus. Estábamos precisamente
debajo de la embarcación enemiga y pude ver los anzuelos gigantescos que se
preparaban a bajar. Nuestra proa pasó debajo del timón, y entonces llegó el momento que
yo esperaba. Los del puente no podían vernos a Hovan Du ni a mí; la armazón de
ganchos estaba a unos cinco metros sobre nuestras cabezas; hice una señal al mono y,
simultáneamente, los dos dimos un salto. Seguramente esto parecerá una locura, pues el
fracaso significaba la muerte segura, pero yo había pensado que si dos de nosotros
conseguían abordar al vehículo policía mientras la tripulación se encargaba de sujetar al
nuestro, bien valía la pena de arriesgar algo.
Según Gor Hajus, a bordo del navío enemigo no habría más que seis hombres y, de
estos uno, por lo menos, no podría abandonar las palancas de mando, mientras los
restantes manejaban el aparejo de pesca. La ocasión no podía ser más oportuna para
invadir la nave.
Hovan Du y yo saltamos, y la fortuna se mostró propicia, aunque el mono consiguió a
duras penas agarrarse a uno de los anzuelos gigantes, mientras que mis músculos
terrestres me llevaron fácilmente adonde quería. Juntos nos dirigimos rápidamente a la
proa de la embarcación y, sin un momento de duda, según teníamos ya convenido, él se
encaramó por la banda de estribor y yo por la de babor. Si yo era el más ágil saltarín,
Hovan Du me ganaba en escalo, por lo que ya había llegado a la baranda cuando mis
ojos estaban aún al nivel del puente; acontecimiento afortunado, pues yo había elegido la
banda donde estaba reunida la tripulación dela nave para hacer la maniobra. Si no
hubieran vuelto la cabeza, al oír a uno de sus compañeros dar un grito al ver la cara
salvaje de Hovan Du aparecer sobre la barandilla, me hubieran despachado con un solo
golpe antes de que hubiera logrado poner el pie en el puente. El mono había surgido ante
un guerrero toonoliano, que lanzó un grito de sorpresa e intentó sacar su espada; pero el
animal no le dio tiempo y, cuando saltó la barandilla, vi cómo el gigantesco antropoide
cogía al desgraciado por el correaje y le precipitaba al vacío. En seguida estuvimos los
dos en el puente, mientras el resto de la tripulación abandonaba su tarea y corría hacia
nosotros. Creo que la vista de la enorme y salvaje bestia les causó un efecto
desmoralizador, pues vacilaron y cada cual pareció ceder a su vecino el honor de ser el
primero en atacar. Esta vacilación favorecía mis planes, pues de ella dependía el éxito
que podía esperarse de los esfuerzos de Gor Hajus y Dar Tarus, cuando la otra
embarcación hubiera subido lo suficiente para permitirles llegar hasta donde estábamos
nosotros.
Gor Hajus me había dicho que despachara cuanto antes al hombre encargado de la
dirección de la nave, pues en cuanto comprendiera que teníamos probabilidades de
triunfar, su primer acto sería sabotear la maquinaria, y por eso me dirigí rápidamente a él
y le puse fuera de combate. Quedaban ya solamente cuatro, y esperamos a que
avanzaran para dar tiempo a que llegaran mis compañeros.
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Lentamente se dirigieron a nosotros, y estaban casi a nuestro alcance cuando vi que,
por la popa, asomaba la cabeza de Gor Hajus, seguida instantáneamente por la de Dar
Tarus.
—¡Mirad! —grité a los enemigos—. Estáis rodeados.
Uno de ellos volvió la cabeza y lanzó una exclamación:
—¡Pero si es Gor Hajus!
Y luego añadio dirigiéndose a mí:
—¿Qué pensáis hacer con nosotros si nos rendimos?
—No tenemos querella pendiente con vosotros —contesté—. Sólo queremos salir de
Toonol en paz. No queremos causaros daño.
El guerrero se volvió a sus compañeros y durante unos minutos los cuatro
cuchichearon en voz baja. Luego el primero me habló nuevamente.
—Hay pocos toonolianos que no se alegren de servir a Gor Hajus, a quién creíamos
muerto hace mucho tiempo; pero entregaros la nave significaría para nosotros la muerte
cuando la superioridad se enterara de nuestra derrota. Por otra parte, de continuar la
defensa moriríamos probablemente en esta misma nave. Si nos aseguráis que vuestros
planes no atentan a la seguridad de Toonol, creo que veo una salida para todos nosotros.
—Resalto que sólo queremos salir de Toonol —contesté—. La empresa que nos guía
en nada perjudica a Toonol.
—Bien, ¿y dónde pensáis ir?
—No puedo decírtelo.
—Si aceptas mi proposición puedes confiar en nosotros. Hela aquí: os escoltamos
hasta vuestro punto de destino y luego volveremos a Toonol diciendo que os teníamos ya
cogidos; pero que después de una lucha en la que perecieron dos de los nuestros,
lograsteis escapar aprovechándoos de la obscuridad.
—¿Podemos fiarnos de estos hombres, Gor Hajus?
Mi compañero me aseguró que sí, en vista de lo cual fue aceptada la proposición y nos
encontramos volando hacia Fundal en una aeronave del propio Vobis Kan, Jeddak de
Toonol.
CAPÍTULO X - Fundal
A la noche siguiente, la tripulación toonoliana hacía trasponer a nuestra nave las
murallas de la ciudad de Fundal, siguiendo las instrucciones de Dar Tarus, que era
súbdito fundaliano y antiguo guerrero de la guardia de la Jeddara, y había servido en la
escuadra fundaliana. Estaba familiarizado con todos los detalles de las defensas de
Fundal y su sistema de protección aérea. Sus conocimientos utilísimos nos permitieron
aterrizar sin ser vistos, después de lo cual la nave toonoliano se levantó y emprendio su
vuelo hacía Toonol con el mismo secreto.
Habíamos descendido en el techo de un edificio bajo, construido dentro de las murallas
de la ciudad, en las que se apoyaba. Dar Tarus nos condujo por una rampa inclinada
hasta la calle, que en aquel lugar estaba desierta. Era estrecha y obscura, y flanqueada a
la izquierda por edificios bajos apoyados en la muralla, y a la derecha por elevadas cons-
trucciones, la mayoría de ellas sin ventanas. Dar Tarus nos explicó que había elegido
aquel sitio por ser el distrito de los almacenes que, aunque convertido en una colmena
durante el día, estaba totalmente desierto durante la noche, pues la completa ausencia
del robo en Barsoom hacia superflua la vigilancia.
Por caminos tortuosos nos llevó a una sección de tiendas de segundo orden, donde
había hoteles y casas de comidas frecuentados por soldados, obreros y esclavos, entre
los que llamamos la atención solamente por la presencia de Hovan Du. Como no
habíamos probado bocado desde que salimos del palacio de Mu Tel, nuestra
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preocupación era encontrar alimento. Gor Hajus había recibido del príncipe dinero
suficiente, y así nos dirigimos a una tienda, donde nuestro amigo compró dos o tres kilos
de carne de thoat para Hovan Du y luego nos encaminamos a una casa de comidas que
Dar Tarus conocía. Al principio el dueño se opuso a que penetráramos con Hovan Du,
pero después de una discusión muy prolongada nos permitió encerrar al gran mono en
una habitación interior, mientras nosotros nos sentábamos a comer. Debo decir que
Hovan Du desempeñó muy bien su papel, pues mientras duró la discusión ni el dueño ni
ninguno de los presentes sospechó que el cuerpo de aquel animal salvaje estaba regido
por un cerebro humano. Sólo cuando comía o luchaba se revelaba la parte simiesca del
cerebro de Hovan Du, dominando por completo a la otra mitad; en realidad, esta última no
parecía ejercer sobre él mucha influencia, pues siempre estaba taciturno y propenso a la
cólera; nunca le vi reír ni apreciar el humorismo de alguna situación. Sin embargo, en
cierta ocasión, él mismo me aseguró que la mitad humana de su cerebro le permitía no
sólo apreciar, sino hasta disfrutar de los episodios alegres y ocurrencias de nuestra
aventura, y de las anécdotas y relatos satíricos y agudos de Gor Hajus; pero su anatomía
simiesca no contaba con los músculos que pusieran de manifiesto la expresión de sus
reacciones mentales.
Comimos alegremente, aunque las viandas eran bastante inferiores, satisfechos de
vernos libres de la curiosidad del vulgo, y de las preguntas del dueño sobre nuestros
antecedentes y futuros planes, a las que Dar Tarus contestó del modo más satisfactorio
posible. De nuevo nos encontramos en la calle siguiendo a Dar Tarus, que nos conducía a
una casa de viajeros. En el camino nos acercamos a un gran edificio de exuberante
belleza, en el que entraba y del que salía una continua corriente de público: cuando
llegamos a él, Dar Tarus nos pidio que le esperásemos fuera mientras él entraba,
diciéndonos que era el templo de Tur, el dios que adora el pueblo de Fundal.
—He estado ausente mucho tiempo y no he tenido ocasión de honrar a mi dios. No os
haré esperar mucho. Gor Hajus, ¿quieres prestarme unas monedas de oro?
Gor Hajus sacó silenciosamente, de una de sus bolsas, unas cuantas monedas, y se
las entregó a Dar Tarus disimulando una expresión de desdén, pues los toonolianos son
ateos.
Quise acompañar a Dar Tarus al templo, lo cual le causó gran alegría, y juntos nos
incorporamos al torrente humano que se acercaba al inmenso portal. Dar Tarus me dio
dos de las monedas de oro que le prestó Gor Hajus, diciéndome que marchara detrás de
él e imitara todas sus acciones. Apenas traspuesto el umbral, vi dos hileras de sacerdotes
cubiertos, de pies a cabeza, con una capa de tela blanca. Entre ambas hileras pasaban
los fieles al entrar en el templo uno a uno. Ante cada sacerdote había un pedestal, y en él
una bandeja llena de dinero. Nos acercamos a uno de ellos y entregamos al religioso una
pieza de oro que nos cambió por otras monedas de menor valor, una de las cuales
depositamos en otra cajita que había en el pedestal. El sacerdote extendio las manos
sobre nuestras cabezas, metió los dedos en un recipiente de agua sucia que tenía al lado,
nos frotó con ellos la punta de la nariz, murmuró unas palabras que no comprendí, y se
volvió al siguiente en la fila, mientras nosotros penetrábamos en el interior del templo.
Nunca he visto un derroche de lujo como el que presencié en el templo de Tur. Una sola
columna, de tamaño colosal, interrumpía la inmensa extensión del suelo de piedra y,
grabadas sobre ella a intervalos regulares, había muchas estatuas, cada una de las
cuales se apoyaba en un pedestal. Había imágenes muy hermosas de hombres y de
mujeres, otras de animales y otras de criaturas grotescas y extrañas, la mayoría horribles.
La primera a que nos acercamos era una preciosa figura de mujer, alrededor de cuyo
pedestal estaban postrados cierto número de hombres y mujeres, que golpeaban siete
veces el suelo con la cabeza, luego se levantaban, depositaban una moneda en un recep-
táculo dispuesto ad hoc y pasaban a la imagen vecina. Esta representaba un hombre con
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cuerpo de siliano, ante cuyo pedestal había cierto número de fieles arrodillados que
repetían. una y otra vez, un ritmo monótono, algo que me sonaba como bible-bable-blup.
Dar Tarus y yo nos arrodillamos, murmurando aquella letanía durante un minuto, luego
nos levantamos, introdujimos una moneda en la caja, y seguimos adelante. Pregunté a
Dar Tarus qué significaban aquellas palabras, pero me contestó que lo ignoraba. Insistí en
saber si alguien conocía el significado, pero se extrañó mucho, y me dijo que la pregunta
era sacrílega y revelaba una total carencia de fe. Ante la imagen contigua, la gente,
apoyada en las manos y las rodillas, se arrastraba formando un círculo por delante del
pedestal. Siete veces dieron la vuelta los fieles, luego se levantaron, pagaron su óbolo y
continuaron sus devociones, revolcándose delante de la figura siguiente y diciendo: Tur es
Tur, Tur esTur, Tur es Tur.
—¿Qué dios era ése? —pregunté en voz baja a Dar Tarus cuando nos separamos de
la última imagen, que no tenía cabeza, y cuyos ojos, nariz y boca, estaban colocados en
el centro del vientre.
—No hay más que un dios —contestó solemnemente Dar Tarus—. Sólo Tur es dios.
—Entonces, ¿era ese Tur?
—¡Calla, desgraciado! —susurró Dar Tarus—. Si te oyen decir tal herejía, serán
capaces de destrozarte.
—No he querido causar ofensa a nadie. Ya veo que se trata de uno de vuestros ídolos.
—¡Silencio! Nosotros no adoramos ídolos. No hay más que un dios y ése es Tur.
—Entonces, ¿qué son ésos? —insistí señalando con la cabeza las imágenes ante las
que se reunían los miles adoradores.
—No se deben hacer preguntas. Basta con que tengamos fe en la justicia de Tur en
todas sus obras. Ven.
Me condujo ante una estatua que representaba una monstruosidad con una boca que
la hendía toda la cabeza. Tenía una cola muy larga y pechos de mujer. Alrededor de esta
imagen los fieles se mantenían rígidos sobre su cabeza, repitiendo sin cesar Tur es Tur,
Tur es Tur, Tur es Tur. Durante un tiempo que me pareció interminable, tuve que mante-
ner este ridículo equilibrio, luego pagamos y nos alejamos de allí.
—Tenemos que irnos —dijo Dar Tarus—. Ya he cumplido mis deberes para con Tur.
—He observado que ante esta figura la gente repetía el mismo estribillo: Tur es Tur...
—¡Oh, no! Decían precisamente lo contrario. Ante la otra rezaban Tur es Tur y ante
ésta dicen: Tur es Tur o sea una expresión completamente opuesta. ¿No ves la gran
diferencia?
—A mí me parecen dos frases exactamente iguales.
—Lo cual se dehe a que no tienes fe —dijo con tristeza Tarus.
Encontramos a Gor Hajus y Hovan Du esperándonos impacientes en el centro de un
inmenso corro de gente, entre la que abundaban guerreros que llevaban las insignias de
Xaxa. Jeddara de Fundal. Querían que Hovan Du luciera sus habilidades; pero Dar Tarus
les dijo que estaba cansado y de mal humor.
—Mañana, cuando esté descansado, le traeré por las avenidas para que os divierta.
Con dificultad pudimos escabullirnos de la multitud de curiosos, y por una calle
extraviada llegamos a la pensión, donde Hovan Du quedó encerrado en una habitación
mientras los esclavos nos conducían a los demás a una cámara espaciosa, rodeada por
una cornisa elevada sobre el suelo, donde nos acomodamos sobre lechos de pieles y
sedas. La cornisa, que sólo se interrumpía en la unica puerta de la cámara, estaba
ocupada por un considerable número de durmientes. Dos esclavos armados hacían la
ronda por el interior del recinto, para proteger a los huéspedes contra los asesinos.
Como era temprano, algunos de aquéllos hablaban entre sí en voz baja, y yo entablé
conversación con Dar Tarus sobre su religión, que debo confesar que había despertado
mi curiosidad.
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—Siempre me han fascinado los misterios de las religiones, Dar Tarus. —¡Pero si la
belleza del culto de Tur estriba en lo contrario! Es una religión sin misterios: sencilla,
natural, científica. Todas sus palabras y obras tienen su explicación en las páginas del
Turgan, el gran libro que escribió el mismo Tur.
“Tur vive en el sol. Allí, hace cien mil años, creó a Barsoom, le arrojó al espacio, y
luego se entretuvo en crear al hombre y a los animales que habían de alimentar al hombre
y alimentarse entre sí. Después hizo aparecer el agua y la vegetación, para que el hombre
y los animales pudieran vivir. ¿Ves cuán sencillo y científico es todo ello?
Pero fue Gor Hajus quien me explicó la religión de Tur, un día en que Dar Tarus estaba
ausente. Según me dijo, los fundalianos sostienen que Tur continúa creando todas las
cosas con sus propias manos. Niegan que el hombre tenga el poder de reproducir su
especie; dicen a la juventud que esta creencia es vil y sacrílega, ocultan toda evidencia de
procreación, y tienen un cuidado exquisito de que jamás trasciendan aun las cosas que
ven con sus propios ojos y experimentan en sus propios cuerpos al procrear un hijo.
El Turgan le asegura que Barsoom es una superficie plana, y ellos cierran su mente
ante toda prueba de lo contrario. Nunca salen de Fundal por miedo de llegar al borde del
mundo, y no consienten el desarrollo de la navegación aérea, pues, si una de sus naves
diera la vuelta a Barsoom, se cometería un horrible sacrilegio contra Tur, que hizo plano el
mundo.
No toleran el uso de telescopios, porque Tur les enseñó que no hay más mundos que
Barsoom y mirar a otro sería una herejía. Tampoco permiten que, en las, escuelas se
enseñe historia alguna de Barsoom que retrotraiga la fecha de la creación del planeta por
Tur, a pesar de que Barsoom tiene una historia auténtica que abarca mucho más de cien
mil años. Del mismo modo, persiguen toda geografia de Barsoom que no sea la que
reproduce el Turan y toda investigación científica en la rama biológica. El Turgan es su
único libro de texto; todo lo que no se halle en el Turgan es falso y sacrílego.
Muchas más cosas por el estilo aprendí de diversas fuentes durante mi breve estancia
en Fundal, cuyos naturales creo que son los más atrasados de todas las naciones rojas
de Barsoom. Su fanatismo religioso les ha convertido en ignorantes, tozudos y torpes de
comprensión, siendo tan exagerados en un extremo como los toonolianos en el otro.
Pero como yo no había venido a Fundal para estudiar su cultura, sino para llevarme a
su reina, ésta fue la idea que me obsesionó en cuanto desperté al día siguiente. Después
de almorzar, nos dirigimos a palacio para practicar un reconocimiento. Como Dar Tarus
no se atrevía a acompañarnos por miedo de ser reconocido, ya que llevaba el cuerpo que
en otro tiempo perteneció a un noble palatino, quedó concertado que Gor Hajus actuaría
de interlocutor. Después de recibir sus últimas instrucciones, nos despedimos de Dar
Tarus, y embocamos una avenida grande y hermosa que conducía a las puertas del
palacio, pensando en el desarrollo de nuestro plan, que calculábamos conseguiría
abrirnos paso y llevarnos a presencia del Jeddara.
Mientras caminábamos con aspecto despreocupado, tuve oportunidad de disfrutar del
hermoso panorama que ofrecían las dos hileras de espléndidas mansiones. El sol
alumbraba praderas de color escarlata y jardines con árboles variados; prestaban sombra
a la avenida magníficos ejemplares de sorapus. Los dormitorios de las casas habían
descendido a su nivel diurno, y centenares de balcones y ventanas exhibían suntuosas
pieles y sedas que se aireaban al sol. En los jardines los esclavos se dedicaban a sus
faenas matutinas, y en las terrazas almorzaban mujeres y niños. Entre los niños
despertamos un entusiasmo considerable; mejor dicho, lo despertó Hovan Du, y hasta los
adultos parecían interesados. Algunos nos hubieran detenido de muy buena gana para
pedirnos una exhibición, pero nosotros continuamos decididos hacia el palacio, que era lo
único que nos interesaba de Fundal.
Alrededor de las puertas del palacio se conglomeraba una multitud de holgazanes y
curiosos, pues la naturaleza humana es la misma entre seres negros y blancos, rojos,
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amarillos y morenos, terrestres y marcianos. El gentío que se hacinaba ante las puertas
de Xaxa estaba integrado en su mayor parte por visitantes de las islas de los grandes
pantanos toonolianos, que obedecían a la reina de Fundal y, como todos los provincianos
del universo, acechaban cualquier destello de la realeza por fugaz que fuera, sin que esto
fuese óbice para que les interesaran también los ejercicios de un mono, para lo cual
teníamos ya público esperándonos. Al acercarnos, el miedo natural hacia el bruto gigante
les hizo retroceder, de modo que nos encontramos con un claro abierto hasta las mismas
puertas del palacio, donde hicimos alto, mientras la plebe se cerraba a nuestro alrededor
formando un semicírculo. Entonces Gor Hajus tomó la palabra y habló con voz fuerte para
que, a través de las puertas, le oyeran los guerreros y palatinos, pues en realidad la
arenga se dirigía a ellos, no al vulgo, que nada nos importaba.
—Hombres y mujeres de Fundal: contemplad a dos pobres panthans que, arriesgando
la vida, han capturado y domesticado a uno de los más salvajes y feroces ejemplares de
los grandes monos blancos de Barsoom que se han visto cautivos, trayéndole a Fundal a
costa de los mayores sacrificios, para que os sirva de entretenimiento e instrucción.
Amigos míos: este mono maravilloso está dotado de inteligencia humana; entiende todo lo
que se le habla. Si prestáis atención, voy a tratar de demostraros la realidad de esta
inteligencia en un animal feroz y antropófago, que ha servido de distracción a muchas
testas coronadas de Barsoom, y ha desconcertado a los sabios más ilustres.
Verdaderamente Gor Hajus poseía excepcionales cualidades, que hacían de él un
perfecto artista de barraca de feria, y no pude contener una sonrisa al oír aquí, en Marte,
las frases que le había enseñado aprovechando mi experiencia terrestre de cuentos de
hadas y parques de atracciones, y que tan burlescamente sonaban al salir de los labios
del asesino de Toonol. Aquellas palabras impresionaron enormemente a los
espectadores, porque cada cual alargó el cuello y guardó profundo silencio esperando ver
las habilidades de Hovan Du y, lo que era más satisfactorio, varios soldados de la guardia
de palacio, y un oficial entre ellos, aguzaron los oídos y nos miraron con vivo interés.
Gor Hajus ordenó a Hovan Du que se acostara y que se levantara. Luego le hizo
sostenerse en equilibrio sobre una pata e indicar por medio de gruñidos el número de
dedos que Gor Hajus le presentaba en su mano extendida, convenciendo al público de
que sabía contar. Estas experiencias eran sólo una preparación para las siguientes, que
esperábamos nos consiguieran una audiencia con la Jeddara. Gor Hajus pidio a un
espectador que prestara sus armas a Hovan Du, y sostuvo con el mono un combate que
arrancó a la multitud exclamaciones de espanto.
Los guerreros y el oficial de Xaxa eran ya los espectadores más interesados, y
entonces Gor Hajus se dispuso a dar el golpe final, la asombrosa revelación de la
inteligencia de Hovan Du.
—Lo que habéis presenciado hasta ahora es una futesa —gritó—, porque este animal
sabe leer y escribir. Fue capturado en una ciudad muerta cerca de Ptarth y conoce el
idioma de ese país. ¿Hay entre vosotros alguien que proceda de allá?
—Yo soy de Ptarth —dijo un esclavo.
—Bien. Escribe lo que quieras y dáselo al mono. Yo me volveré de espaldas para que
veas que no tengo intervención.
El esclavo sacó una tableta y escribió algunas palabras, dándosela luego a Hovan Du.
El mono leyó el mensaje, y, sin vacilar, se dirigió a la puerta grande y entregó la tableta al
oficial que estaba al otro lado. La puerta estaba formada por barrotes de hierro retorcido,
entre dos de los cuales podía pasar un objeto pequeño. El oficial tomó el escrito y lo
examinó.
—¿Qué quiere decir? —preguntó al esclavo de Ptarth.
—Quiere decir. Entrega este mensaje al oficial que hay al otro lado de la puerta.
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De todas partes salieron exclamaciones de sorpresa, y Hovan Du se vió obligado a
repetir el experimento varias veces, con diversos escritos que le ordenaban realizar otras
habilidades que el oficial seguía con ojos ávidos.
—Es maravilloso —dijo al fin—. La Jeddara se divertirá mucho con este animal tan
inteligente. Esperad aquí hasta que yo os diga si se digna ordenaros que paséis a su
presencia.
Como no deseábamos otra cosa, esperamos muy complacidos que volviera el
mensajero, mientras Hovan Du continuaba confundiendo a los espectadores con nuevas
demostraciones de su gran inteligencia.
CAPÍTULO XI - Xaxa
El oficial volvió, las puertas se abrieron, y recibimos orden de pasar al patio del palacio
de Xaxa, Jeddara de Fundal. Después los acontecimientos se precipitaron;
acontecimientos sorprendentes y totalmente inesperados. Nos condujeron por un laberinto
de corredores y cámaras, hasta que empecé a sospechar que querían desorientarnos;
pero, fuera verdad o no, lo cierto es que no hubiera podido desandar lo andado para
volver al patio, del mismo modo que no hubiera podido volar sin alas. Habíamos
concertado que, caso de entrar en el palacio, anotaríamos cuidadosamente todos los
detalles que nos permitieran una huida rápida; pero cuando pregunté a Gor Hajus, en voz
baja, si podría salir, me contestó que estaba tan confundido como yo.
El palacio nada tenía de particular, ya que la arquitectura fundaliana es maciza y
abrumadora, sin muestra alguna de genio. Las escenas que ornamentaban los muros
eran principalmente de carácter religioso, pasajes ilustrados del Turgan, la Biblia
fundaliana, y la mayoría eran variaciones sobre el mismo tema, que representaba a Tur
creando un planeta en forma de disco y arrojándolo al espacio, lo que me daba la
impresión de un cocinero volteando una tortilla en una sartén. También había numerosas
pinturas de lo que parecían ser escenas palatinas, en las que aparecían miembros de la
dinastía fundaliana y, en las más recientes, estaba representada Xaxa con el hermoso
cuerpo de Valla Dia vestida con las galas de jeddara. El efecto que estas pinturas me
causaron es indescriptible: ellas me recordaron que me acercaba a la persona que
detentaba el cuerpo de la mujer que yo adoraba y a la que había consagrado mi vida.
Nos detuvimos, por último, ante una gran puerta, a cuyo alrededor se aglomeraba gran
número de guerreros y nobles, lo que me indicó que pronto estaríamos en presencia de la
Jeddara. Mientras esperábamos, los congregados nos miraron con ojos más hostiles que
curiosos y, cuando se abrió la puerta, nos acompañaron a la cámara, dejando sólo en el
umbral unos cuantos guerreros. La habitación era de regular tamaño, y detrás de una
mesa maciza estaba sentada Xaxa, rodeada de nobles armados hasta los dientes. Al
mirarlos me pregunté cuál de ellos sería el que usurpaba el cuerpo de Dar Tarus, pues no
olvidaba mi promesa de devolvérselo si las circunstancias eran favorables.
Xaxa nos contempló con ojos fríos cuando nos detuvimos ante ella.
—Veamos las habilidades de ese mono —dijo.
Y, de pronto, gritó coléricamente:
—¿Cómo permitís que unos extraños comparezcan con armas ante mí? ¡Quítaselas,
Sag Ort!
¡Sag Or! Este era el nombre que nos había dicho Dar Tarus. Ante mí estaba el noble
por cuya causa mi amigo había perdido su libertad, su cuerpo y su amor. Gor Hajus y
Hovan Du también recordaron el nombre, como lo demostró el modo con que miraron al
individuo mientras se acercaba. Con voz áspera nos ordenó que entregáramos las armas
a dos guerreros que avanzaron para recibirlas. Gor Hajus titubeó, y confieso que yo
mismo no sabía que hacer. Todos los presentes parecían enemigos, pero su actitud hostil
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podía ser su modo habitual de recibir a los extranjeros. Si me negaba a desarmar y
recurrían a la fuerza, seríamos tres contra infinidad de ellos; si nos arrojaban del palacio,
perderíamos aquella magnífica oportunidad, y para volver ante Xaxa tendríamos que
emplear la violencia. ¿Volveríamos a tener una ocasión semejante? Me pareció que lo
mejor era correr el riesgo menor, y por eso saqué mis armas y se las entregué a uno de
los guerreros; Gor Hajus siguió mi ejemplo, aunque imagino que de malísima gana.
Xaxa repitió sus primeras palabras, pero aunque Hovan Du, dirigido por Gor Hajus,
exhibió todo su repertorio, no prestó atención, y ninguna de las habilidades del mono
despertó interés entre el grupo reunido alrededor de la Jeddara. A medida que avanzaba
el espectáculo empecé a pensar que la cosa se iba poniendo fea. Me pareció que querían
entretenernos para ganar tiempo. No pude comprender, por ejemplo, por qué Xaxa pidio
que el mono repitiera varias veces un acto que no tenía importancia. Durante todo el
tiempo la Jeddara estuvo jugueteando con un puñal largo y afilado, y acechándome a mí
con más interés que a Hovan Du, mientras yo no podía apartar la vista de aquel rostro
hermosísimo que ocultaba el cerebro de una tirana cruel y criminal.
Por fin llegó la interrupción del espectáculo. La puerta se abrió, dando paso a un noble
que avanzó directamente hacia la Jeddara y le dijo algo en voz baja. Ella le hizo varias
preguntas, y pareció que la molestaban las respuestas. Luego le despidio con un gesto y
se volvió hacia nosotros.
—¡Basta! —gritó.
Me miró con fijeza mortificante y, apuntándome con el puñal, me preguntó:
—¿Dónde está el otro?
—¿Qué otro?
—Ibais tres con el mono. De este último nada sé, como ignoro dónde le habéis
adquirido. Pero sé todo lo que se relaciona contigo, Vad Varo; contigo, Gor Hajus, asesino
de Toonol, y con Dar Tarus. ¿Dónde está Dar Tarus?
Su voz tenía un acento musical dulcísimo, era la voz de Valla Dia. Pero tras ella se
ocultaba la terrible personalidad de Xaxa, y comprendí que sería muy peligroso mentirla,
porque debía haber recibido de Ras Thavas una información completa. ¡Cómo me
reproché mi estupidez al no prever que Ras Thavas adivinaría el objeto de mi viaje y se
apresuraría a avisar a Xaxa! Como sería peor que inútil negar nuestra identidad, decidí
explicar nuestra presencia allí, si podía.
—¿Dónde está Dar Tarus? —repitió la voz dulcísima.
—¿Y cómo puedo yo saberlo? Dar Tarus tenía poderosas razones para suponer que
no estaría seguro en Fundal, y creo que procurará que nadie sepa su paradero, ni aún yo
mismo. Me ayudó a escapar de la Isla de Thavas a condición de devolverle su libertad. Yo
no pensé en que me acompañara a mis aventuras.
Xaxa se quedó desarmada momentáneamente. Sin duda había supuesto que yo
negaría mi identidad.
—Entonces, ¿confiesas que eres Vad Varo, el ayudante de Ras Thavas? —Nunca se
me ocurrió negarlo.
—¿Y por qué te has disfrazado de marciano rojo?
—¿Cómo podría, si no, viajar por Barsoom, donde todos los hombres son enemigos del
extranjero?
—¿Y por qué viajas por Barsoom?
Con los ojos medio cerrados acechó mi respuesta.
—Como Ras Thavas te habrá dicho, procedo del otro mundo. ¿Qué tiene de extraño
que quiera conocer éste?
—¿Y viniste a Fundal para llegar a mi presencia acompañado del célebre asesino de
Toonol?
—Gor Hajus no volverá a Toonol. Busca el modo de ofrecer su espada a una corte
distinta de la de Vobis Kan. Si Fundal no acepta sus servicios, continuará su camino.
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Quise que me acompañara sirviéndome de guía y mentor. Yo, solo y extranjero, lo hubiera
pasado muy mal.
—Peor lo vas a pasar. Has visto todo lo que debías ver de Barsoom; has llegado al fin
de tus aventuras. Creíste que podías engañarme, ¿eh? ¿No sabes, insensato, que
conozco todas tus relaciones con Valla Dia y estoy perfectamente enterada del objeto de
tu visita a Fundal?
Su mirada pasó de mi a los nobles.
—¡A los pozos con ellos! —gritó—. Más tarde veremos que muerte debemos darles.
Instantáneamente nos vimos rodeados por dos docenas de espadas desnudas. Ni Gor
Hajus ni yo teníamos salvación, pero me pareció que Hovan Du podría escapar. Desde
que Xaxa tomó la palabra empecé a buscar un medio de fuga, al menos para uno de
nosotros: nadie se había fijado en que las ventanas estaban abiertas, y por ellas se veían
los grandes árboles del patio. Hovan Du estaba a mi lado.
—¡Escápate! —le murmuré al oído—. Las ventanas están abiertas. Vete y di a Dar
Tarus lo que ha ocurrido.
Luego me eché hacia atrás arrastrando a Gor Hajus, como si intentáramos resistirnos,
y mientras distraíamos así la atención de los presentes Hovan Du se dirigió a una
ventana. A los pocos pasos un guerrero intentó detenerle, y entonces el cerebro feroz del
antropoide se impuso a la gigantesca criatura. Lanzando un gruñido horrible saltó sobre el
desgraciado fundaliano con la agilidad de un gato, le atenazó con sus garras y, utilizando
su cuerpo, a manera de maza, derribó a todos los compañeros que acudieron a socorrerle
y se abrió paso hacia la ventana.
En el acto la escena se convirtió en un pandemonium. Toda la atención se concentró
en el gran mono, y hasta los que nos atacaban se volvieron a Hovan Du. En medio de la
confusión vi a Xaxa que se levantaba, abría unas pesadas cortinas que había detrás de
su mesa y desaparecía por ellas.
Cogí por el brazo a Gor Hajus, y simulando que estábamos muy interesados en la
lucha entre el mono y los soldados, nos dirigimos insensiblemente hacia la plataforma que
Xaxa acababa de dejar. Hovan Du se estaba comportando magistralmente. Uno a uno iba
cogiendo a todos los que caían en el radio de acción de sus potentes brazos, empuñando
a veces cuatro al mismo tiempo con sus cuatro manos delanteras. Con el pelo erizado y
los ojos chispeantes de rabia, dominando a sus enemigos con su gigantesca estatura, la
fiera más temida y salvaje de Barsoom luchaba por su vida. Quizá su principal ventaja era
el miedo natural que inspiraba a todos ellos, lo cual favorecía mis planes pues, con todas
las miradas fijas en Hovan Du, Gor Hajus y yo conseguimos llegar a retaguardia de la
tribuna. Huyan Du debió comprender mis intenciones, pues hizo lo que más podía llamar
la atención sobre él, indicándome al propio tiempo que la parte humana de su cerebro
estaba alerta para nuestra salvación.
Hasta entonces los fundalianos le habían mirado como un notable ejemplar de mono,
maravillosamente domesticado; pero, de pronto, les dejó paralizados de terror, pues sus
gruñidos tomaron forma de palabras y habló en el idioma de los hombres. Ya estaba casi
en la ventana. Varios nobles avanzaban valerosamente hacia él, entre ellos estaba Sag
Or. Hovan Du se apoderó de él, le rompió las armas y gritó con voz de trueno:
—Me voy; pero si a mis amigos les ocurre algún mal, volveré para arrancar el corazón
de Xaxa. Decídselo así de parte del gran mono de Ptarth.
Durante un momento, los nobles y los guerreros quedaron mudos de espanto. Todos
contemplaban horrorizados a Hovan Du, que sacudía como un pingajo a Sag Or. Gor
Hajus y yo quedamos olvidados. Hovan Du se volvió y de un salto llegó al antepecho,
desde donde alcanzó las ramas del árbol más próximo sin soltar a Sag Or, el favorito de
Xaxa. Al mismo tiempo Gor Hajus y yo separábamos las cortinas y nos encontrábamos en
la boca de un corredor estrecho y obscuro.
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Sin saber dónde nos dirigía le seguimos a ciegas, acuciados por la necesidad de
descubrir un escondite o un medio de escapar del palacio antes de que emprendieran
nuestra persecución, cosa que no podía tardar. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a
la obscuridad avanzamos con más rapidez, y pronto llegamos a una rampa en espiral que
se perdía hacia arriba y hacia abajo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Gor Hajus.
—Ellos creerán que hemos bajado para escapar del palacio.
—Entonces, ¿subimos?
—Claro. Lo que ahora nos interesa es encontrar un escondite hasta que llegue la
noche, pues está visto que de día no podemos escapar.
Apenas habíamos empezado a subir, oímos el ruido metálico que producían las armas
de nuestros perseguidores en el corredor. A pesar de este acicate, nos veíamos obligados
a avanzar con precaución, pues no sabíamos con qué podíamos tropezar. Al nivel del piso
superior encontramos una puerta cerrada y, como no había dónde esconderse,
continuamos la ascensión. En el tercer piso vimos un corredor sumido en completa
obscuridad, y a la derecha una puerta abierta. Los ruidos de los que nos perseguían se
iban acercando, y la necesidad de ocultarnos llegó a hacerse improrrogable, y a anular
toda otra consideración, pues si nos descubrían entonces podía despedirme del débil rayo
de esperanza que aún albergaba sobre la resurrección de Valla Dia en su propio cuerpo.
No había tiempo que perder. El corredor estaba sumido en total obscuridad. La puerta
estaba entreabierta y la empujé suavemente. Una tufarada de incienso nos sofocó, y por
la rendija vi parte de una cámara decorada de un modo llamativo. Frente a nosotros, y
obstruyendo la vista del resto de la habitación, había una estatua colosal que represen-
taba a un hombre sentado. Oímos voces próximas, nuestros perseguidores estaban ya
subiendo la rampa. En unos segundos caerían sobre nosotros. En la cámara, al menos al
alcance de nuestra vista, no se veía a nadie y, cogiendo a Gor Hajus del brazo y entrando
en la habitación, dejé que la puerta se cerrara. Habíamos quemado nuestras naves. La
cerradura produjo un clic metálico.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó una voz que, al parecer, procedía del extremo más
distante de la cámara.
Gor Hajus me miró y se encogió de hombros resignado. Sin duda pensaba lo mismo
que yo: que de los dos caminos habíamos elegido el equivocado; pero sonrió y no ví en
sus ojos ni una sombra de reproche.
—Parece que venía de la dirección del Gran Tur —contestó una segunda voz.
—Acaso hay alguien en la puerta.
Nos apretamos contra la estatua para retrasar todo lo posible nuestro hallazgo,
inevitable si los que hablaban se disponían a averiguar el origen del ruido que les había
llamado la atención. Yo tenía la cara apoyada contra la piedra y recorrí con las manos el
dorso de la estatua, sintiendo bajo mis dedos los relieve de los adornos de su correaje:
era unas protuberancias formadas por gemas colosales entre mosaicos de filigrana de
oro, pero entonces no tenía humor para fijarme en estas minucias. Los dos interlocutores
se acercaron. Probablemente yo estaba muy nervioso, no lo sé; estoy seguro de que
nunca he rehuido un combate, pero en aquella ocasión el deber y la necesidad me
obligaban a evitar la pelea y permanecer oculto. Probablemente mis dedos se movieron
de un modo inconsciente por entre los correajes de la figura, cuando me dí vaga cuenta
de que una de las joyas bailaba en su montura. No recuerdo que esto me impresionara
gran cosa, pero mis dedos se entretuvieron subconscientemente enjugar con la joya.
Las voces estaban ya tan cercanas, que el que nos sorprendieran sería cuestión de
unos segundos. Con los músculos en tensión oprimí, sin darme cuenta, la joya, floja en su
engaste, y en el acto una porción de la parte posterior de la figura cedio hacia adentro sin
ruidos, revelándonos el interior de la estatua débilmente iluminado. No nos hicimos repetir
la invitación, y simultáneamente penetramos por aquella puerta que el destino nos abría,
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cerrando con suavidad el entrepaño detrás de nosotros. Creo que aquella operación no
produjo sonido alguno, y quedamos inmóviles sin atrevernos a respirar. La luz entraba en
el recinto por numerosos orificios practicados en la estatua, que estaba completamente
hueca; orificios que al mismo tiempo me permitían oír todo lo que ocurría fuera.
Apenas habíamos cerrado la abertura oímos voces y golpes en la puerta por la que
habíamos entrado en la cámara.
—¿Quién pretende entrar en el templo de Xaxa? —preguntó una de las voces del
interior.
—Soy yo, el dwar de la guardia de la Jeddara —contestaron desde fuera—. Vamos en
busca de los que han venido a asesinar a Xaxa. —¿Y han venido por aquí?
—¿Crees, sacerdote, que si así no fuera les buscaría en el templo?
—¿Cuánto tiempo hace?
—Escasamente veinte tais.
—Entonces no está aquí, porque desde hace más de una zoda nadie ha entrado en el
templo. Buscad por las habitaciones de Xaxa, por la terraza y los hangares, pues la rampa
no tiene otras salidas.
—Vigilad bien el templo hasta que yo vuelva —gritó el dwa, y oímos el ruido que
producían al volver a la rampa de caracol.
Los sacerdotes se acercaron a la estatua conversando.
—¿Qué diablos podía ser ese ruido que nos llamó antes la atención?
—Acaso los fugitivos intentaron abrir la puerta.
—Pero en tal caso no entraron, pues les hubiéramos visto al salir por detrás del Gran
Tur, ya que en aquel momento le teníamos de frente, y desde entonces no hemos
apartado la vista de este rincón del templo.
—Entonces es seguro que no están aquí.
—Y no nos importa dónde puedan estar.
—Aunque lleguen a las habitaciones de Xaxa, con tal de que no pasen por el templo.
—A lo mejor han llegado ya.
—¡Y eran asesinos!
—Cosas peores ha padecido Fundal.
—Calla, que los dioses oyen.
—Con oídos de piedra.
—Pero los de Xaxa no son de piedra, y oyen muchas cosas que no van dirigidas a ella.
—¡Inmunda tigresa!
—Es la Jeddara y la Gran Sacerdotisa.
—Sí, pero...
Ya no oímos, más, porque los dos interlocutores habían llegado al otro extremo del
templo; pero teníamos bastante con lo que habíamos escuchado. El clero temía y odiaba
a Xaxa, y los mismos sacerdotes no demostraban mucho respeto a su deidad, como lo
indicaba su alusión burlona a los oídos de piedra. También nos habían dado indicaciones
preciosas durante su conversación con el dwar de la Jeddara.
Comprendí que la suerte nos había proporcionado el escondite ideal, pues hasta los
mismos guardianes del templo juraban que no estábamos allí, y ya habían lanzado a
nuestros perseguidores por una pista falsa.
Por primera vez tuvimos ocasión de examinar nuestra guarida. El interior de la estatua
se hallaba totalmente hueco, y a unos doce metros de altura veíamos la luz que se filtraba
por la boca, las orejas y las narices; un poco más abajo había una plataforma circular, una
especie de cornisa que correspondía al interior del cuello. De la base de la plataforma
arrancaba una escalera de peldaños planos que terminaba en aquellas alturas. El suelo
que pisábamos tenía una espesa capa de polvo, que examinado cuidadosamente me
convenció de que éramos los primeros que habían entrado en la estatua desde hacía
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mucho tiempo, probablemente años, pues el polvo impalpable estaba perfectamente
nivelado.
Mientras lo observaba me llamó la atención algo que yacía al pie de la escalera. Al
acercarme, vi que se trataba de un esqueleto humano, con el cráneo partido y varias
costillas y un brazo rotos. A su alrededor e igualmente cubiertas de polvo había unas telas
riquísimas. Su posición al pie de la escalera, el cráneo triturado y los huesos rotos,
indicaban bien a las claras de qué modo había muerto: el hombre había caído de cabeza
desde la plataforma a doce metros de altura, llevándose a la eternidad el secreto del
interior del Gran Tur.
Gor Hajus examinó con atención las vestiduras.
—Era un sacerdote de Tur —murmuró en voz muy baja—, y probablemente un
miembro de la familia real, y hasta puede que un Jeddak. Hace mucho tiempo que ha
muerto.
—Voy a subir allá. Probaré la escalera, y si es resistente, sígueme. Creo que por la
boca de Tur conseguiremos ver el interior del templo.
—Ten mucho cuidado, porque la escalera está muy vieja.
Subí con precaución, probando la resistencia de cada escalón antes de cargar sobre él
el peso del cuerpo; pero la madera de sorapus, de que estaba construida la escalera,
parecía tan fuerte como el hierro. No comprendo cómo cayó el sacerdote, pues la
escalera y la cornisa circular hubieran soportado el peso de cien hombres.
Desde la plataforma pude ver a través de la boca de Tur. Debajo de mí se extendía una
cámara inmensa, alrededor de cuyas paredes se alineaban otros ídolos más pequeños.
Eran aún más grotescos que los que había visto en el templo de la ciudad, y sus adornos
sobrepasaban todo lo imaginable para un terrestre, pues las piedras preciosas de
Barsoom fulguran con rayos desconocidos en la Tierra. Aquella magnificencia y aquella
cegadora belleza eran indescriptibles. Justamente enfrente del gran Tur había un altar de
palton, especie de jaspe de color rojo sangre, en el que la Naturaleza ha trazado en
blanco los dibujos más fantásticos; aquella piedra, pulimentada por un habilísimo artista,
tenía una belleza inenarrable.
Gor Hajus se acercó, y juntos examinamos el interior del templo. Altísimos ventanales
dejaban entrar torrentes de luz en él. En el rincón opuesto al que ocupaba el gran Tur,
había dos puertas enormes que cerraban la entrada principal, y ante ellas conversaban
los dos sacerdotes que habíamos oído. El resto del templo estaba vacío. El incienso ardía
en menudos altares colocados ante cada uno de los ídolos menores, pero no pudimos ver
si el Gran Tur recibía el mismo homenaje.
Satisfecha nuestra curiosidad en lo referente al templo volvimos la atención al interior
de la hueca cabeza de Tur, descubriendo otra escalera que conducía a otra cornisa
superior y más pequeña, que, evidentemente, correspondía a los ojos. Me faltó tiempo
para explorarla, y en ella encontré una silla muy confortable colocada ante una palanca
que ponía en movimiento los ojos de la estatua, haciéndolos virar a uno y otro lado, arriba
o abajo, a voluntad del operador; también había un tubo acústico que iba a parar a la
boca. Vuelto de nuevo a la plataforma inferior, descubrí un mecanismo debajo de la
lengua de Tur: una cosa parecida a un amplificador, que estaba en conexión con el tubo
que bajaba de arriba. No pude menos de sonreír al contemplar aquellos testigos
silenciosos de la perfidia del hombre, y recordé la criatura destrozada al pie de la
escalera. Hubiera jurado que Tu había permanecido mudo durante muchos años.
Volvimos a la cornisa superior, y de nuevo hice otro descubrimiento: los ojos de Tur
eran verdaderos periscopios. Haciéndolos girar podríamos ver enormemente amplificada
la parte del templo que quisiéramos. Nada escapaba a los ojos de Tur, y al poco tiempo,
cuando los sacerdotes reanudaron su conversación, comprendimos que del mismo modo
nada escapaba a los oídos de Tur, pues hasta el ruido más insignificante llegaba
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claramente hasta nosotros. ¡Qué precioso auxiliar debió haber sido el Gran Tur para el
sacerdocio, en los tiempos en que aquel esqueleto roto era una criatura de carne y hueso!
CAPÍTULO XII - El Gran Tur
Fue pesadísimo y muy aburrido el día. Observamos cómo diversos sacerdotes venían
por parejas a relevar los que les habían precedido en la vigilancia del templo, y
escuchamos su conversación, reducida casi exclusivamente a murmuraciones y chismes
sobre los escándalos de la corte. Algunas veces hablaban de nosotros, y por ellos
supimos que Hovan Du había escapado con Sag Or, ignorándose su paradero, lo mismo
que el de Dar Tarus. Toda la corte estaba asombrada ante nuestra desaparición
milagrosa. Tres mil hombres nos buscaban sin cesar. Se había registrado y vuelto a
registrar el palacio entero, con todos sus rincones. Se habían explorado los pozos como
nadie recordaba que se hubiera hecho alguna vez, y al parecer se habían encontrado
cosas raras, cosas que ni la misma Xaxa sospechaba que existieran, y ya los sacerdotes
no se recataban de decir que, a consecuencia del descubrimiento hecho por un dwar de la
guardia de la Jeddara en un lejano distrito de los pozos, caería una casa grande y
poderosa.
Cuando el sol se ocultó tras el horizonte, el templo quedó iluminado brillantemente por
una luz blanca y suave que no tenía el resplandor del alumbrado artificial terrestre.
Entraron en el templo numerosos sacerdotes y algunas sacerdotisas jóvenes y bellas, que
se dispusieron a adorar a los ídolos recitando letanías incomprensibles. Poco a poco la
cámara fue llenándose de fieles, nobles de la corte con sus mujeres y sirvientes, que se
alinearon en dos filas ante los ídolos menores, dejando un claro que conducía desde la
puerta principal hasta los pies del Gran Tur. Todos volvieron la espalda a los ídolos y
esperaron mirando a la puerta cerrada. También Gor Harjus y yo clavamos la mirada en
ella, fascinados por la sugestión de que iba a abrirse de un momento a otro para
revelarnos algún espectáculo asombroso.
Pronto las puertas giraron lentamente, y vimos un rollo gigantesco y a ambos lados
veinte esclavos desnudos que, al terminar de abrirse las dos hojas de la puerta,
empujaron el enorme cilindro, que entonces comprendimos era un gran tapiz,
desenrollándole hasta que el claro abierto entre las dos filas de nobles quedó cubierto
desde la puerta hasta el Gran Tur con un tapete espeso y suave bordado de oro, blanco y
azul. Era el objeto más hermoso del templo y a su lado todo era charro, pesado y
llamativo, o grotesco y horrible. Las puertas volvieron a cerrarse y hubo una nueva
espera, que no fue larga. Se oyeron sonidos de clarines, que fueron aumentando al
acercarse al umbral. De nuevo giraron las hojas y penetró en el templo una doble hilera
de nobles magníficamente vestidos, tras de los cuales marchaba una carroza
espléndidamente arrastrada por dos banths, los feroces leones de Barsoom. Sobre la
carroza iba una litera y, reclinada en ella, Xaxa. Cuando entró en el templo todo el mundo
empezó a cantar letanías. Encadenado a la carroza, y siguiéndola a pie, iba un guerrero
rojo. Cerraban la marcha cincuenta jóvenes e igual número de muchachas.
Gor Hajus me cogió del brazo.
—¿Conoces al prisionero? —murmuró.
—¡Dar Tarus!
Era nuestro infortunado compañero. Sin duda habían descubierto su escondite y le
habían detenido; pero ¿qué sería de Hovan Du? ¿Le habrían cogido también? En este
caso habían tenido que matarle antes, pues no eran capaces de cogerle vivo, ni él hubiera
tolerado el cautiverio. Busqué a Sag Or, pero no lo encontré, y esto me hizo pensar que
Hovan Du debía de continuar en libertad.
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La carroza se detuvo ante el altar y Xaxa descendio. Los esclavos soltaron el candado
que sujetaba al vehículo la cadena de Dar Tarus, y se llevaron los banths a un rincón del
templo. Dar Tarus fue arrastrado cruelmente hacia el altar; Xaxa subió los escalones del
pedestal, y con las manos extendidas miró al Gran Tur, que se alzaba ante ella. ¡Qué
hermosa estaba! ¡Qué riqueza de atavíos! ¡Oh, Valla Dia! ¿Quién hubiera pensado que tu
cuerpo bellísimo iba a servir los designios de la mente malvada que entonces le animaba?
Xaxa clavó la mirada en el rostro del Gran Tur.
—¡Oh, Tur, padre de Barsoom! —gritó—. Contempla la ofrenda que colocamos ante ti,
el Omnividente, el Omnisciente, el Todopoderoso, y no permanezcas mudo. Durante cien
años no te has dignado hablar con tus fieles esclavos; desde que te llevaste a Hora San,
el sumo sacerdote, en aquella noche misteriosa, tus labios están sellados para tu pueblo.
¡Habla, Gran Tur! Haznos una señal antes de que hunda mi puñal en el corazón de la
víctima que te ofrezco. Dinos de algún modo que nuestras acciones son agradables a tus
ojos. Dinos dónde están los que vinieron a asesinar a tu gran sacerdotisa. Revélanos el
destino de Sag Or. Habla, Gran Tur, antes de que dé el golpe.
Y así diciendo levantó el puñal sobre el corazón de Dar Tarus y miró fijamente a los
ojos de Tur.
Entonces tuve una gran inspiración. Empuñé la palanca que gobernaba los ojos de Tur
y les hice girar, recorriendo todo el templo para volver a dejarlos fijos en Xaxa. El efecto
fue mágico. Nunca he visto una gran multitud tan pasmada y aterrorizada como aquélla
Desde hacía cien años el Gran Tur no había movido los ojos. Cuando éstos volvieron a
mirar a Xaxa, la Jeddara quedó petrificada y su piel cobriza tomó un tinte ceniciento. Su
puñal continuaba apuntando al corazón de Var Tarus. Entonces aproximé los labios al
tubo acústico y la voz atronadora del Gran Tur conmovió toda la estancia. Al hablar la
garganta gigantesca, todos lanzaron un gemido y cayeron de rodillas ocultando la cara
entre las manos.
—¡Yo juzgaré! —grité—. No le mates, si no quieres correr la misma suerte. ¡El sacrificio
pertenece a Tur!
Callé, pensando en el mejor modo de aprovechar aquella ventaja tan inmensa. Uno tras
otro se alzaron los rostros temerosos, y los ojos asustados contemplaron la faz de Tur.
Otro estremecimiento corrió por la asamblea cuando hice que los ojos del dios vagaran
lentamente sobre los fieles, mientras estrujaba mi cerebro buscando una inspiración. Lue-
go cuchicheé con Gor Hajus, que sonrió y empezó a bajar por la escalera para realizar mi
plan. De nuevo requerí el tubo acústico.
—¡Tur sacrificará! —aullé—. Tur matará con sus propias manos. Apagad todas las
luces y que nadie se mueva hasta que Tur lo ordene, bajo pena de muerte instantánea.
De rodillas todos y resguardad los ojos con las palmas de vuestra mano, porque el
espíritu de Tur va a aletear por entre su pueblo, y cegará al primero que intente verle.
Nuevamente se prosternaron todos, y un sacerdote se apresuró a apagar todas las
luces, dejando el templo en absoluta obscuridad. Mientras Gor Hajus desempeñaba su
cometido, volví a hablar para ahogar los ruidos que pudiera producir.
—Xaxa, la gran sacerdotisa, pregunta qué ha sido de los dos hombres que vinieron a
asesinarla. También Tur los tiene ya en su poder. ¡La venganza pertenece a Tur! Además
tengo a Sag Or. En forma de mono blanco me apoderé de Sag Or, y nadie me conoció,
aunque el más necio debía de haberlo adivinado, porque ¿cómo es posible que un mono
hable en el lenguaje de los hombres, a menos de estar animado por el espíritu de Tur?
Creo que esto acabó de convencerles, si es que aún no lo estaban, porque se ajustaba
a la lógica de su religión. ¿Que pensaría en aquel momento el sacerdote irrespetuoso que
habló de los oídos de piedra de Tur?
Me llamó la atención un ligero ruido en la escalera, y al volverme vi que alguien subía a
la cornisa.
—Todo va bien —susurró la voz de Gor Hajus—. Ya tengo a Dar Tarus.
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Volví a dirigirme a los adoradores.
—¡Encended las luces y mirad al altar! Podéis levantaros.
El templo volvió a iluminarse y todos se pusieron en pie temblando, clavaron los ojos en
el altar y empezaron a temblar como hojas. Algunas mujeres chillaron y se desmayaron.
Todo esto me convenció de que hasta entonces nadie había tomado a su dios muy en
serio y, al verse ahora ante la prueba de sus milagrosos poderes, sentían angustias
mortales. Donde unos momentos antes habían visto una víctima viviente que esperaba la
muerte de manos de la sacerdotisa, veían ahora una calavera cubierta de polvo. Todo el
que no estuviera en el secreto no podía menos de creer en un milagro: tan rápidamente
había Gor Hajus colocado en el altar el cráneo del sacerdote muerto, volviendo con Dar
Tarus. Me preocupaba un poco la actitud que adoptaría éste que, como todos los
fundalianos presentes, creía en una intervención milagrosa, pero en cuanto Gor Hajus
murmuró en su oído Por Valla Dian, comprendio de que se trataba.
—El Gran Tur —continué— está irritado contra su pueblo. Hace mucho que le ha
negado en sus corazones, aunque practique ostensiblemente los ritos externos. El Gran
Tur está irritado contra Xaxa. Sólo Xaxa puede salvar a Fundal de la cólera de su dios.
Que todos se alejen del templo y del palacio. Que no quede más ser viviente que Xaxa, la
gran sacerdotisa de Tur. Dejadla sola al lado del altar. Tur quiere hablar con ella.
Vi que Xaxa se estremeció de espanto.
—¿Es que la Jeddara Xaxa, gran sacerdotisa de Tur, tiene miedo de quedarse sola con
su dios y señor —pregunté.
La mujer no pudo contestar, pues sus mandíbulas estaban temblando.
—¡Obedeced! —grité, desgañitándome—. ¡Obedeced, o Xaxa y su pueblo morirán
instantáneamente!
Como un rebaño de borregos, todos se precipitaron hacia la salida, y Xaxa,
tambaleándose, pues las rodillas le temblaban violentamente, quiso unirse a ellos. Un
noble se dio cuenta y la empujó cruelmente, pero ella lanzó un alarido y volvió a correr
cuando estuvo libre. Entonces un grupo de ellos la llevó hasta los pies del altar, contra el
que la arrojaron, amenazándola con sus espadas si intentaba escapar; pero yo les grité
que no la hicieran daño, si no querían experimentar la cólera de Tur. Allí la dejaron tan
asustada que no pudo ni levantarse. Un momento después el templo estaba vacío, pero
durante un cuarto de zoda continué vociferando para que desalojaran el palacio, pues mi
plan requería un campo de acción completamente despejado.
Al cabo descendimos de la cabeza de Tur y salimos al templo por detrás del ídolo.
Corrí hacia el altar, sobre el que yacía Xaxa desmayada, la cogí en brazos y me dirigí a la
puerta situada detrás de la estatua, por la que Gor Hajus y yo habíamos entrado el día
anterior.
Precedido por el asesino y seguido de Dar Tarus, subí por la rampa hacia las azoteas,
donde, según habían dicho los sacerdotes, se hallaban los hangares regios. Si Hovan Du
y Sag Or hubieran estado con nosotros mi felicidad hubiera sido completa, porque había
bastado medio día para transformar el fracaso en éxito casi seguro. Nos detuvimos en las
habitaciones de Xaxa, porque el largo viaje nocturno que nos esperaba sería muy
desagradable y había que abrigar el cuerpo de Valla Dia aunque estuviera habitado por el
espíritu de Xaxa. No viendo ser viviente alguno entramos y, cuando estaba envolviendo
en un amplio manto de piel de orluk el cuerpo de la Jeddara, ésta recobró el
conocimiento. En el acto nos reconoció a los tres. Maquinalmente buscó su puñal, pero al
no hallarlo y ver mi sonrisa burlona palideció de rabia. Al principio debió comprender que
había sido víctima de una burla, pero luego pareció que dudaba, indudablemente
recordaba algunas cosas ocurridas en el templo el Gran Tur, que ni ella ni mortal alguno
podía explicar.
—¿Quién eres tú? —preguntó.
—Yo soy Tur —contesté burlonamente.
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—¿Qué te propones hacer conmigo?
—Sacarte de Fundal.
—No quiero salir. No eres Tur, eres Vad Varo. Llamaré a mi guardia, y vendrán y te
matarán.
—No hay nadie en el palacio. ¿No recuerdas que Tur les mandó que se fueran?
—No iré contigo —repitió con firmeza—. Antes moriré.
—Vendrás conmigo, Xaxa.
Aunque luchó con energía y desesperación, la condujimos de nuevo a la rampa en
espiral, mientras yo rogaba a los espíritus de todos mis antepasados que me enseñaran el
camino de los hangares y las aeronaves regias. Al final de la rampa, sentí en el rostro el
aire fresco de la noche de Marte, y vi enfrente de mí los hangares; pero también vi algo
más: un grupo de fundalianos, guerreros de la guardia de la Jeddara, a quienes
seguramente no les habían comunicado la orden de Tur. Al verlos Xaxa lanzó un suspiro y
gritó:
—¡A mi! ¡A la Jeddara! ¡Salvadme de estos asesinos!
Los guerreros eran tres, lo mismo que nosotros; pero estaban armados, mientras que
nosotros sólo teníamos el puñal de Xaxa, que llevaba Gor Hajus. La suerte nos volvía la
espalda nuevamente. Los fundalianos se precipitaron, pero Gor Hajus contuvo su impulso,
apoderándose de Xaxa y levantando el puñal sobre su corazón.
—¡Alto! —gritó. ¡Alto, o la mato!
Los guerreros vacilaron; Xaxa se calló, aterrorizada. La partida terminaba en tablas,
pero yo pensaba que la situación no podía prolongarse cuando, por detrás de los tres
guerreros fundalianos, vi algo que se movía. En la semiobscuridad, aquello, que parecía
una cabeza humana, se alzó del extremo de la plataforma, prolongándose en una masa
gigantesca, y entonces reconocí a Hovan Du, el gran mono blanco. Inclinándome sobre
Xaxa, la hablé en voz alta para que Hovan Du me oyera.
—Diles que soy Tur y que vuelvo a tomar la forma de mono blanco. No quiero destruir a
estos pobres guerreros. Que dejen sus armas y se vayan en paz.
Los hombres se volvieron, quedándose espantados al ver detrás de ellos al gran mono
blanco, materializado súbitamente.
—¿Quién es éste, Jeddara? —preguntó uno de ellos.
—Es Tur —contestó Xaxa con voz débil—, pero libradme de él. ¡Libradme de él!
—Arrojad al suelo vuestras armas y correajes, y escapad antes de que Tur os deje
muertos en el sitio —les ordené —. ¿No habéis oído cómo la gente huía del palacio,
obedeciendo la orden de Tur? Idos mientras tenéis tiempo de hacedlo.
Uno de ellos se despojó de sus correajes y emprendio veloz carrera hacia la rampa.
Sus compañeros no vacilaron en imitarle. Entonces Hovan Du se acercó.
—Bien jugado, Vad Varo —gruñó—, aunque no sé lo que significa esto.
—Más tarde lo sabrás. Ahora lo que urge es encontrar una nave y partir en seguida.
¿Dónde está Sag Or? ¿Vive aúna?
—Le tengo bien amarrado y oculto en una de las torres altas del palacio. Le cogeremos
al vuelo con la mayor facilidad.
Xaxa estaba lívida de rabia.
—No eres Tur —grito—. El mono te ha descubierto.
—Pero ya es demasiado tarde para ti, Jeddara, y no podrás convencer a ninguno de
los que estuvieron esta noche en el templo de que no soy Tur. Ni tú misma estás segura
de que no lo sea. Los designios del todopoderoso Tur escapan a la comprensión de los
mortales. Para ti, Jeddara, soy Tur; y ya verás cómo tengo poder para realizar mis
propósitos.
Creo que aún estaba perpleja cuando sacamos una aeronave, en la que embarcamos
con rapidez, levantando el vuelo y dirigiéndonos a la torre que nos indicó Hovan Du.
—Me gustará volver a verme —dijo Dar Tarus riendo.
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—Y recobrarás tu cuerpo, Dar Tarus, en cuanto lleguemos a los dominios de Ras
Thavas.
—¡Si pudiera reunirme con mi dulce Kara Vasas! —suspiró—. En ese caso, Vad Varo,
mi gratitud hacia ti sería eterna, y podrías disponer de mi vida para siempre.
—¿Dónde podremos encontrarla?
—Desgraciadamente lo ignoro. Los agentes de Xaxa me cogieron cuando andaba
haciendo indagaciones. Había estado ya en el palacio de su padre, donde me enteré de
que había sido asesinada y sus bienes confiscados. Los que me informaron no sabían o
no querían divulgar su paradero; pero me retuvieron con diversos pretextos hasta que
llegó un destacamento de la guardia de la Jeddara.
—Preguntaremos a Sag Or.
Nos detuvimos ante una ventana de la torre designada por Hovan Du. Éste y Dar Tarus
saltaron al quicio y desaparecieron. Ahora todos estábamos armados a costa de los tres
guerreros que vigilaban los hangares, disponíamos de una excelente embarcación,
estábamos reunidos y teníamos a Xaxa y Sag Or, de modo que nuestro humor era
excelente.
Al proseguir nuestro vuelo hacia el Este, pregunté a Sag Or si sabía la suerte de Kara
Vasa, pero me aseguró muy formalmente que la ignoraba.
—Recuerda bien, Sag Or, y estruja la memoria, porque quizás tu vida depende de tu
respuesta.
—Ya me he despedido de la vida —dijo Sag Or en tono despectivo, lanzando una
mirada feroz a Dar Harus.
—Mal hecho —repliqué—. En la palma de mi mano tengo tu vida: si me sirves bien
será tuya, aunque en tu verdadero cuerpo, no en ése, que pertenece a Dar Tarus.
—¿No pensáis matarme?
—Ni a ti ni a Xaxa. Xaxa vivirá en su propio cuerpo, como tú en el tuyo.
—No quiero vivir en mi cuerpo —dijo la Jeddara con furia.
Dar Tarus miró a Sag Or, y era la situación más absurda verle contemplando su propio
cuerpo.
—Dime, Sag Or. ¿Qué ha sido de Kara Vasa? Cuando yo tenga mi propio cuerpo y tú
el tuyo, no seré ya tu enemigo, a menos que hayas atentado contra Kara Vasa o te
niegues a decirme dónde está.
—No puedo decírtelo porque lo ignoro. No se le hizo daño pero, al día siguiente a tu
asesinato, desapareció de Fundal. Todos creímos que se lo había aconsejado su padre,
pero nada pudimos sonsacar de él. Entonces fue asesinado...
Sag Or miró significativamente a Xaxa.
—...y desde entonces no hemos sabido nada de ella. Un esclavo nos dijo que Kara
Vasa, con algunos guerreros de su padre, había embarcado para Helium, donde pensaba
colocarse bajo la protección del gran guerrero de Barsoom; pero no hemos podido
confirmar este extremo. He hablado la verdad.
Era inútil, por tanto, buscar a Kara Vasa en Fundal, por lo que mantuvimos nuestro
rumbo al Este, hacia la Torre de Thavas.
CAPÍTULO XIII - De Vuelta en Thavas
Volamos durante toda la noche bajo las brillantes lunas de Marte. Verdaderamente, al
pensar en nuestra pequeña comitiva no podía menos de considerar lo absurdo de tal
reunión. Dos hombres, cada uno de los cuales poseía el cuerpo del otro; una emperatriz
vieja y malvada, cuyo hermoso cuerpo pertenecía a la criatura que yo amaba, otro miem-
bro de la cuadrilla; un gran mono blanco que poseía la mitad del cerebro de un ser
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humano; Gor Hajus, el asesino de Toonol, y yo, un hombre de otro planeta. ¿Podía
imaginarse una reunión más absurda?
Yo no podía separar la vista del cuerpo perfecto y el rostro bellísimo de Xaxa, y gracias
a esta circunstancia pude evitar que se arrojara por la borda, como intentó hacerlo al
pensar lo horrible que sería volver a vivir en su antigua envoltura. Después de este
incidente, la até con cuerdas y la sujete al puente, aunque oprimiéndoseme el corazón al
ver las ligaduras en aquellos miembros delicados.
Dar Tarus estaba igualmente fascinado por la contemplación de su propio cuerpo, que
no había visto desde hacía muchos años.
—¡Por mi primer antepasado! —exclamó—. Indudablemente debí ser el menos
presumido de los hombres, porque aseguro, bajo palabra de honor, que no sospechaba
que fuera tan guapo. Y ahora no se me puede acusar de vanidad, puesto que estoy
hablando de Sag Or —y rió su propia agudeza.
Efectivamente, el cuerpo y el rostro de Dar Tarus eran hermosos, aunque la mirada
tenía algo de la dureza del acero, y la forma de la mandíbula indicaba sangre de luchador.
No es extraño que Sag Or hubiera codiciado el cuerpo del joven guerrero, ya que el suyo
llevaba los estigmas de la vida disoluta y la vejez.
Poco antes de amanecer, descendimos sobre una de las numerosas islas que salpican
los grandes pantanos toonolianos y, dejando la nave aérea oculta entre los troncos de los
árboles, salimos a estirar las piernas por el suelo medio enterrado por la hierba alta de la
selva, y bien ocultos de la vista de posibles perseguidores. Hovan Du encontró para
nosotros frutas y nueces, que la parte simiesca de su cerebro proclamó inofensivas, y su
instinto le hizo descubrir un manantial de agua deliciosa. Estábamos medio muertos de
hambre y muy fatigados, por lo que comimos y bebimos en abundancia, sin que Xaxa y
Sag Or se negaran a imitarnos. Satisfecha el hambre y después de encadenar
fuertemente a los prisioneros, tres de nosotros nos tumbamos en el puente para dormir,
mientras el cuarto montaba la guardia. Así, relevándonos periódicamente, dormimos todo
el día, y cuando cayo la noche, descansados y satisfechos, pudimos reanudar el viaje.
Hicimos un gran rodeo por el Sur para evitar Toonol, y dos horas antes del alba
estábamos ante la Torre de Thavas. Creo que todos habíamos llegado al colmo de la
excitación, pues ninguno había a bordo cuya vida entera no dependiera del éxito o fracaso
de nuestra aventura. Como primera precaución, amordazamos a Xaxa y Sag Or, y les
atamos las manos a la espalda, para que no avisaran nuestra llegada.
Cluros se había puesto hacía mucho tiempo, y Thuria descendía hacia el horizonte,
cuando detuvimos el motor y aterrizamos a dos o tres kilómetros al sur de la torre,
esperando impacientes la puesta de Thuria. Hacia el Noroeste, las luces de Toonol
resplandecían contra el cielo, y estaban también iluminadas algunas de las ventanas del
laboratorio; pero la torre estaba obscura desde la base a la cima.
Cuando la luna desapareció, dejando en sombras el cielo, Dar Tarus puso en marcha el
admirable y silencioso motor de Barsoom, y volamos despacio, casi al ras de tierra, hacia
la isla de Ras Thavas, sin producir más ruido que el suave aleteo de nuestro propulsor,
que no podía oírse a treinta metros, pues giraba muy lentamente. En un grupo de árboles
gigantes nos detuvimos, al lado de la isla, y Hovan Du, inclinándose por la borda, emitió,
unos gruñidos sordos. Esperamos en silencio. Hubo un rumor entre las malezas del suelo.
Por segunda vez Hovan Du lanzó su llamada, y esta vez llegó la respuesta desde las
negras sombras. Hovan Du habló en el lenguaje de los monos, sosteniendo un diálogo
con un interlocutor invisible.
Cinco minutos duró la conversación de los monos, a la que se unieron voces diversas,
y luego Hovan Du se volvió hacia mí.
—Todo esta arreglado. Nos permitirán esconder la nave bajo los árboles y consentirán
que volvamos a bordo. Lo único que piden es que dejemos abierta la puerta del
laboratorio que conduce al patio interior.
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—¿Se han dado cuenta de que aunque entremos con un mono saldremos luego sin él?
—Sí, pero no nos harán daño.
—¿Y por qué quieren que dejemos la puerta abierta?
—No quieras saber mucho, Vad Varo. Debes darte por satisfecho con que los grandes
monos blancos te ayuden a devolver a Valla Dia su propio cuerpo, y a escaparte con ella
de este sitio terrible.
—Bien. Me basta. ¿Podernos desembarcar?
—Ahora mismo. Ellos nos ayudarán a arrastrar la nave bajo los árboles.
—Pero antes tenemos que escalar la muralla exterior.
—Es verdad. Había olvidado que no podemos abrir la puerta desde este lado.
Nueva conversación con los monos, siempre invisibles, en la que quedó acordado que
Hovan Du y Dar Tarus volverían con la nave después de desembarcarnos dentro de las
murallas.
Emprendimos el vuelo y descendimos suavemente en el interior del recinto amurallado.
La noche era singularmente obscura, pues luego de ponerse Thuria las nubes ocultaron
las estrellas. Nadie podía haber visto la nave a más de quince metros de distancia, y nos
movimos sin hacer ruido. Desembarcamos a nuestros prisioneros; Gor Hajus y yo nos
quedamos con ellos, mientras Dar Tarus y Hovan Du gobernaban la aeronave para
volverla al escondite bajo los árboles.
Me dirigí a la puerta, la abrí y esperé. No se oía el menor ruido. Nunca he soportado un
silencio semejante: silencioso el inmenso laboratorio detrás de mí, silenciosa la selva
negra ante nosotros. Confusamente percibí las siluetas de Gor Hajus, Xaxa y Sag Or, de
otro modo me hubiera creído en la obscuridad y el espacio inmenso.
Esperé durante una eternidad, hasta que oí un rozamiento en la puerta. Dar Tarus y
Hovan Du la traspusieron en silencio. Nadie habló. Todo había sido planeado
cuidadosamente y sobraban las preguntas. Nos dirigimos a la entrada de la torre,
encontramos la rampa y bajamos a los subterráneos. Todo salió perfectamente. No
encontramos criatura viviente alguna y con la mayor facilidad llegamos a las bóvedas que
buscábamos: una vez en ella cerramos la puerta para vernos libres de interrupciones, y
me dirigí al sarcófago, donde tras el cuerpo de un guerrero había escondido el de Valla
Dia. El corazón me latía con violencia al sacar el cadáver que le ocultaba, pues siempre
temí que Ras Thavas, conocedor de mi interés y adivinando el objeto de mi viaje, hubiera
mandado registrar todas las cámaras y subterráneos, y examinar uno por uno todos los
cadáveres hasta encontrar el que buscaba; pero mi temor resultó sin fundamento, porque
allí estaba el cuerpo de Xaxa, la vieja y arrugada envoltura del adorado cerebro de Valla
Dia. Lo saqué con suavidad y lo transporté a una de las dos mesas gemelas de
operaciones. Xaxa, atada y amordazada, me lanzó una mirada de odio feroz al con-
templar el feo cuerpo que pronto habitaría.
Al levantarla para llevarla a la mesa se retorció como una lagartija y quiso tirarse al
suelo, pero al poco tiempo estaba fuertemente amarrada a la mesa y sin conocimiento la
transferencia comenzó. Gor Hajus, Sag Or y Hovan Du eran espectadores
interesadísimos, pero Dar Tarus había presenciado muchas operaciones semejantes
cuando trabajó en el laboratorio. No describiré aquélla, pues era una repetición de las
que, para adquirir soltura, había realizado muchas veces.
Cuando reemplacé el fluido embalsamado por la propia sangre de Valla Dia, el corazón
dejó de latirme. Por fin todo estuvo terminado; sus mejillas se colorearon y su pecho
empezó a subir y bajar al compás de su respiración. Entonces abrió los ojos y me miró.
—¿Qué ha sucedido, Vad Varo? ¿Ocurre algo para que me despiertes tan pronto? ¿Es
que no respondo al fluido?
Sus ojos pasaron a los rostros de los demás.
—¿Que significa esto? ¿Quiénes son ésos?
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La alcé suavemente en mis brazos y la mostré el cuerpo de Xaxa inconsciente en la
otra mesa. Valla Dia abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Entonces esta ya hecho? —gritó.
Se llevó las manos al rostro y tocó los contornos delicados de su garganta; no quería
creerlo y pidio un espejo. Saqué uno de los bolsillos de Xaxa y se lo presenté. Estuvo
largo rato contemplándose y sus ojos se llenaron de lágrimas; luego me miró y con un
movimiento espontáneo me echó los brazos al cuello.
—¡Amo y señor mío! —susurró.
Y esto fue todo. Pero era bastante: por aquellas palabras yo había arriesgado la vida,
afrontando peligros desconocidos, y volvería a hacerlo para escucharlas de nuevo.
Empleé todo el día en restaurar los cuerpos de Dar Tarus y Hovan Du y era ya casi de
noche cuando dejé a Xaxa, Sag Or y el gran mono sumidos en el letargo que producía el
maravilloso anestésico de Ras Thavas. No pensaba resucitar al gran mono, pero tenía
que devolver los otros dos a Fundal aunque Dar Tarus, ahora resplandeciente con su pro-
pio cuerpo y el lujoso atavío de Sag Or, quiso disuadirme de volver a llevar aquellas
plagas a los fundalianos.
—He dado mi palabra. Después... ya veremos.
Se me acababa de ocurrir un plan atrevidísimo que no comuniqué a Dar Tarus, ni tuve
tiempo para hacerlo porque, en aquel momento, alguien trató de abrir la puerta, oímos
voces al exterior y volvieron a forcejear. Todos nos callamos. La puerta era muy resistente
y cuando se convencieron de la inutilidad de sus esfuerzos desistieron de entrar y les
oímos hablar, pero por breve tiempo. Parecía que se habían ido.
—Debemos marcharnos inmediatamente —dije—, antes de que vuelvan.
Colocamos nuevamente las mordazas a Xaxa y a Sag Or y les devolví la vida, cosa
que no parecieron agradecerme mucho. Si las miradas pudieran matar, las que me
lanzaron los dos me hubieran dejado muerto en el acto.
Cuidadosamente, abrí la puerta con una espada en la mano derecha, y las de Dar
Tarus, Gor Hajus y Hovan Du asomando por encima de mis hombros. En el corredor
había dos hombres, dos esclavos de Ras Thavas, uno de ellos Yamdor, su favorito. Al
vernos lanzaron un grito ronco y antes de que pudiéramos impedirlo habían dado la vuelta
y corrían disparados por el pasillo.
No había tiempo que perder: todo debía sacrificarse a la rapidez. Sin preocuparnos del
ruido, nos precipitamos por los subterráneos hacia la espiral de la torre, y cuando salimos
al patio interior vimos que era ya de noche cerrada, pero la luna más distante estaba aún
en el cielo y no había nubes. El resultado fue que nos descubrió en seguida un centinela,
que dio la voz de alarma a tiempo que corría a interceptamos el paso.
¿Qué diablos hacía un centinela en el patio de Ras Thavas? Aquello era una novedad.
Una docena de guerreros irrumpieron en el patio.
—Son toonolianos —dijo Gor Hajus—. Los guerreros de Vobis Kan, Jeddak de Toonol.
Sin aliento corrimos hacia la puerta, pero nos estorbaban los prisioneros, que se
negaron a avanzar en cuanto nos supieron descubiertos. La consecuencia fue que nos
encontramos con los guerreros en la misma puerta y, colocando a los prisioneros detrás
de nosotros, Dar Tarus, Gor Hajus, Hovan Du y yo luchamos contra veinte guerreros de
Toonol, en la proporción de uno contra cinco. Nos dio una gran ventaja la ferocidad de
Gor Hajus, que valía por diez hombres, y el efecto terrible de su nombre entre los
toonolianos.
—¡Gor Hajus! —exclamó el primero que le reconoció.
—Si, soy Gor Hajus —contestó el asesino—. Prepárate para reunirte con tus
antepasados.
Y cayó sobre ellos volteando como un molino, mientras yo me ponía a su derecha y
Hovan Du y Dar Tarus a su izquierda.
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Fue un combate interesantísimo, pero creo que hubiéramos salido de él bastante mal,
abrumados por el numero, a no recordar yo que los monos nos esperaban al otro lado de
la puerta. Me hice camino hacia ella y la abrí de par en par, viendo en el exterior una
docena de grandes bestias atraídas por el ruido de la lucha. Grité a mis compañeros que
se resguardaran detrás de la puerta y, cuando los monos entraron como un torrente,
señalé a los guerreros de Toonol.
Creo que los gigantescos animales no tendrían opción a distinguir entre amigos y
enemigos, pero los toonolianos se volvieron contra ellos, mientras nosotros inclinábamos
las espadas y nos manteníamos inmóviles. Cuando todos los monos hubieron penetrado
en el patio, nos deslizamos hacia la selva y buscamos nuestro navío aéreo. Durante algún
tiempo oímos los gruñidos de las bestias y los gritos y maldiciones de los hombres; luego
nuestra embarcación nos alejó de la carnicería.
En cuanto estuvimos a salvo, les quité las mordazas a Xaxa y Sag Or; inmediatamente
me arrepentí de ello, pues jamás me han tratado en mi vida de un modo tan
desconsiderado, abrumándome de insultos tan terribles y soeces como los que salieron
de los arrugados labios de la Jeddara; sólo cuando me vió decidido a amordazarla de
nuevo cesó de arrojar sapos y culebras por la boca.
Mis planes, perfectamente madurados ya, exigían mi vuelta a Fundal, pues no podía
salir para Duhor, con Valla Dia, sin combustible y alimentos que sólo Fundal podía
proporcionarme, ya que el miedo de Vobis Kan hacia Gor Hajus había armado contra
nosotros a todo Toonol. Emprendimos, por lo tanto, la vuelta a Fundal, tan
subrepticiamente como habíamos venido, pues no entraba en mis cálculos que nos
cogieran antes de llegar al palacio de Xaxa.
De nuevo, nos detuvimos durante el día en la misma isla que a la venida nos había
servido de refugio, y al anochecer partimos para cubrir la última etapa hasta Fundal. Nada
nos indicó que nos hubieran perseguido, aunque esto podía explicarse por la gran
extensión de los pantanos deshabitados y la ruta desviada hacia el Sur, que seguimos
casi al ras de tierra.
Al acercarnos a Fundal, volví a amordazar a Xaxa y a Sag Or, vendándoles además la
cabeza a fin de que nadie les reconociera. Llegamos hasta los hangares regios sin ser
descubiertos, y Hovan Du y Valla Dia, que tenían instrucciones concretas, nos ataron a
Gor Hajus y a mi entrapajándonos la cabeza, pues habíamos visto las siluetas de la guar-
dia imperial en la plataforma del palacio. Si esta plataforma hubiera estado desierta,
nuestros amigos no nos hubieran atado. Al acercarnos, uno de los guerreros nos dio el
alto:
—¿Qué nave es ésa?
—La aeronave regia de la Jeddara de Fundal —contestó Dar Tarus—, que vuelve con
Xaxa y Sag Or.
Los guerreros cuchichearon entre si mientras descendíamos, y debo confesar que
estaba un poco nervioso por el resultado de nuestra estratagema. Por fin nos permitieron
desembarcar, y al ver a Valla Dia la saludaron a la manera barsoomiana, mientras ella,
con la dignidad de una emperatriz, ponía el pie en la plataforma.
—Llevad a los prisioneros a mis habitaciones —ordenó.
Con ayuda de Hovan Du y Dar Tarus, los guerreros nos transportaron a los cuatro
amordazados por la rampa en espiral hasta las habitaciones de la Jeddara. Una multitud
de esclavos se desparramó por el palacio, y con velocidad increíble debió correr la noticia
de la vuelta de Xaxa, porque casi inmediatamente comenzaron a anunciarse los altos
funcionarios de la corte; pero Valla Dia manifestó que, por el momento, no quería ver a
nadie. Luego despidio a los esclavos y, por indicación mía, Dar Tarus recorrió las
habitaciones en busca de un escondite seguro para mí, Gor Hajus y los dos prisioneros.
Pronto nos encontramos en una pequeña habitación que comunicaba con la cámara
regia, donde el asesino y yo nos vimos libres de ataduras, y Xaxa y Sag Or quedaron
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encerrados. La puerta, muy pesada, quedaba cubierta y completamente oculta por
grandes cortinajes. Ordené a Hovan Du, el cual, como todos nosotros, llevaba los
correajes fundalianos, que montara la guardia delante de las cortinas y no permitiera
entrar más que a los miembros de nuestra cuadrilla, y Gor Hajus y yo nos instalamos
detrás de ellas, en las que practicamos unos pequeños orificios que nos permitían ver
todo lo que ocurría en la cámara, pues me interesaba mucho la seguridad de Valla Dia
mientras desempeñaba el papel de Xaxa, ya que no ignoraba el odio que a ésta
profesaban los fundalianos, por lo que siempre era de temer un asesinato.
Valla Dia ordenó a los esclavos que llamaran a los oficiales de la corte y, apenas se
abrieron las puertas, penetraron una veintena de nobles. No parecía que respiraran muy a
gusto, y creo que todos estaban recordando el episodio del templo, cuando abandonaron
a su jeddara, empujándola brutalmente a los pies del Gran Tur. Pero Valla Dia les
devolvió pronto la tranquilidad.
—Os he reunido para que oigáis la palabra de Tur. He pasado con Tur tres días y tres
noches. Grande es su cólera contra el pueblo de Fundal. He aquí lo que dice por mi boca:
esta noche, después de cenar, todos los nobles y los sacerdotes, todos los comandantes
y los dwars de la guardia, y todos los altos funcionarios que haya en el palacio, acudirán
al templo, y allí el pueblo de Fundal oirá la palabra y la ley de Tur. Todos los que la
cumplan vivirán, y todos los que la inflijan morirán, y ¡ay de aquel que, habiendo sido
llamado, no esté en el templo esta noche! Yo, Xaxa, Jeddara de Fundal, he dicho. ¡Salid!
Todos salieron de muy buena gana, y entonces Valla Dia llamó al odwar de la guardia,
ordenándole que, desde una hora antes de la cena, no consintiera la permanencia de
ningún ser viviente en el palacio desde el nivel del templo hasta las terrazas, ni permitiera
que nadie pasara al templo o a los pies de Tur, excepto los que en aquel momento se
encontraban en las habitaciones de la Jeddara; todo ello, naturalmente, bajo pena de
muerte.
Por dos veces repitió sus instrucciones, y el odwar comprendio, creo que
estremeciéndose ligeramente, pues Xaxa inspiraba un miedo cerval a todo el mundo.
Luego Valla Dia despidio a los esclavos y nos quedamos solos.
CAPÍTULO XIV - John Carter
Media hora antes de la cena transportamos a Xaxa y a Sag Or por la rampa y les
colocamos sobre el pedestal del Gran Tur en el templo. Gor Hajus y yo ocupamos nuestro
sitio en la plataforma superior, detrás de los ojos del ídolo. Valla Dia, Dar Tarus y Hovan
Du permanecieron en la cámara regia. Nuestro plan estaba perfectamente definido. La
nave aérea quedó en la terraza dispuesto a lanzarse a la atmósfera si nuestros proyectos
se estrellaban, y teníamos la seguridad de no encontrar alma viviente desde el Gran Tur
hasta la aeronave.
La hora se acercaba. Desde nuestro escondite en el interior del ídolo, oímos cómo se
abrían las puertas y vimos el gran corredor brillantemente iluminado. No había más que
dos sacerdotes, que se quedaron en la puerta nerviosos y vacilante; por fin, uno de ellos
reunió el suficiente valor para entrar y encendio las luces del templo. Ya envalentonados,
los dos avanzaron y se arrodillaron ante el altar del Gran Tur. Cuando se levantaron y
miraron el rostro del ídolo no pude resistir la tentación de hacer girar los ojos colosales
hasta que después de recorrer todo el templo volvieron a quedarse fijos en los
sacerdotes; pero no hablé, y creo que el efecto del silencio absoluto fue más
impresionante que lo hubieran sido las palabras. Los dos sacerdotes cayeron al suelo y
allí quedaron temblando, gimiendo y suplicando a Tur que tuviera piedad de ellos, y no se
levantaron hasta que vinieron los primeros sacerdotes.
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El templo se llenó rápidamente, y pude comprobar que se había dado a la orden de Tur
la importancia que merecía. Llegaron como la última vez, pero en mayor número,
formando la calle y mirando alternativamente a la puerta y al dios. Mientras esperaba el
momento de representar mi papel, dejé vagar los ojos de Tur a través de la asamblea, con
objeto de que fueran preparando su ánimo para lo que iba a seguir. Como los sacerdotes,
todos cayeron de rodillas, y así permanecieron hasta que los clarines anunciaron la
venida de la Jeddara. Instantáneamente se pusieron en pie. Las grandes puertas giraron,
apareció el tapiz colosal y, cuando los esclavos lo hubieron extendido, se dejó ver la
vanguardia de la regia comitiva. El espectáculo fue espléndido: primero avanzó la doble
hilera de nobles, seguida de la carroza arrastrada por los banths soportando la litera
donde se reclinaba Valla Dia. Detrás caminaba Dar Tarus, pero toda la asamblea creyó
que contemplaba a Xaxa y a su favorito Sag Or. Hovan Du marchaba al lado de Dar
Tarus, y cerraban la comitiva los cincuenta muchachos y las cincuenta jóvenes.
La carroza se detuvo ante el altar, Valla Dia descendio y dobló una rodilla, y las voces
que cantaban las alabanzas de Xaxa se apagaron cuando la hermosa criatura extendio
los brazos hacia el Gran Tur y contempló su rostro.
—¡Estamos dispuestos, dios y señor nuestro! —gritó—. ¡Habla! ¡Esperamos la palabra
de Tur!
La muchedumbre lanzó un gemido, que terminó en sollozo. Me pareció que todo
marchaba a pedir de boca y que el asunto se terminaría felizmente. Coloqué el tubo
acústico delante de mis labios.
—¡Yo soy Tur! —grité con voz de trueno, que hizo estremecer al pueblo—. Voy a
hablar a los hombres de Fundal. Como interpretéis mis palabras, así prosperaréis o
moriréis. Los pecados de mi pueblo serán expiados por los dos que más han pecado.
Hice que los ojos del ídolo se pasearan por la multitud, y luego se detuvieron en Valla
Dia.
—Xaxa, ¿estás dispuesta a expiar tus pecados y los pecados de tu pueblo?
—¡Tu deseo es ley, amo y señor! —contestó Valla Dia.
—Sag Or —continué—, has prevaricado. ¿Estás dispuesto a sufrir el castigo?
—Estoy dispuesto —respondio Dar Tarus.
—He aquí mi voluntad: Xaxa y Sag Or devolverán a aquellos a quienes se los robaron
los cuerpos hermosos de que ahora disfrutan, y aquel a quien Sag Or robó el suyo será
proclamado Jeddak de Fundal y Gran Sacerdote de Tur, y aquella de quien Xaxa tomó el
cuerpo será devuelta con todo esplendor a su país natal. Tur ha hablado. Aquel que no
esté conforme con la palabra de Tur hable ahora o nunca.
Nadie hizo la menor objeción, como yo suponía. Dudo que algún dios haya tenido ante
si una multitud más dominada y castigada.
—¡Apagad las luces!
Un sacerdote, trémulo, se apresuró a obedecer. Gor Hajus descendio hasta la base del
ídolo y cortó las cuerdas que sujetaban los pies y las manos de Xaxa y Sag Or. Valla Dia
y Dar Tarus trabajaron bien, porque al poco tiempo oí un silbido muy bajo, la señal
convenida para cuando Gor Hajus hubiera terminado, y cuando ante mi mandato volvieron
a encenderse las luces, Xaxa y Sag Or estaban en el lugar que antes habían ocupado
Valla Dia y Dar Tarus, que se habían evaporado. El efecto que esta transformación
produjo en el pueblo no es para describrirlo. Xaxa y Sag Or no tenían restos de cuerdas ni
mordazas, nada que indicara que habían sido llevados allí por la fuerza: nadie había a su
lado de quien pudiera sospecharse. La ilusión era perfecta, era un acto de omnipotencia
que hacía vacilar la razón. Pero aún no estaba todo.
—Habéis oído como Xaxa renunciaba al trono —dije— y cómo Sag Or se sometía a la
ley de Tur.
—¡No he renunciado al trono! —chilló Xaxa—. Todo esto es un...
—¡Silencio! —rugí—. ¡Preparaos para recibir a Dar Tarus, el nuevo Jeddak de Fundal!
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Volví los ojos hacia la gran puerta y la multitud me imitó. En el centro de ella estaba Dar
Tarus, con las magníficas vestiduras de Hora San, el antiguo jeddak y gran sacerdote
muerto, a cuyo esqueleto habíamos despojado de sus atavíos una hora antes. No
comprendo cómo, en el corto tiempo durante el que permanecieron apagadas las luces
pudo, Dar Tarus caracterizarse tan completamente, pero el efecto era fantástico. Al
avanzar con digna lentitud por el tapiz blanco, azul y oro, parecía el prototipo de jeddaks.
Xaxa se volvió hacia él ahogándose en rabia.
—¡Impostor! —chilló—. ¡Cogedle! ¡Matadle!
Y corrió a su encuentro como si quisiera matarle con sus manos, pues habíamos tenido
buen cuidado de que no se quedara con armas.
—¡Quitadle de en medio! —ordenó Dar Tarus con voz tranquila.
Xaxa cayó al suelo babeando espuma. Durante un momento se retorció lanzando
alaridos, y luego quedó inmóvil, muerta por un ataque de apoplejía. Cuando Sag Or la vió
yacente y comprendio que había pasado a mejor vida y ya nadie le protegería de los odios
que había sembrado durante su temporada de favorito, se quedó lívido y cayó de rodillas
a los pies de Dar Tarus.
—¡Dijiste que me protegerías! —balbuceó.
—Nadie te hará daño —dijo Dar Tarus—. Vete en paz.
Luego volvió su mirada al rostro del Gran Tur.
—¿Cuál es tu voluntad, dios y señor mío? Dar Tarus, tu humilde esclavo, espera tus
órdenes.
Dejé que reinara un silencio impresionante antes de constestar.
—Que los sacerdotes de Tur y los dwars de la guardia vayan a la ciudad y divulguen la
buena nueva de que Tur sonríe de nuevo a Fundal, y de que ésta tiene un nuevo jeddak
que disfruta del favor de Tur. Que los nobles vayan a las habitaciones que fueron de Xaxa
y honren a Valla Dia, cuyo cuerpo perfecto habitó la Jeddara, y que hagan los
preparativos necesarios para conducirla con gran pompa a Duhor, su ciudad natal. Qué se
busque a dos hombres que han servido a Tur con lealtad, y que todo fundalano les
otorgue hospitalidad y respeto; estos hombres son Gor Hajus de Toonol y Vad Varo de
Jasoom. ¡Marchad! Y cuando haya salido el último, apagad las luces del templo. ¡Tur ha
hablado!
Valla Dia se encontraba ya en las habitaciones de la antigua Jeddara, y cuando las
luces se apagaron y Gor Hajus y yo nos unimos a ella, no tuvo paciencia para oír el relato
de nuestra artimaña, y cuando yo la aseguré que todo había marchado como sobre
ruedas, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Has realizado lo imposible, amo y señor mío —murmuró—, y ahora puedo volver a
ver las colinas de Duhor y las torres de mi ciudad natal. ¡Ah, Vad Varo! Nunca soñé que la
vida pudiera ofrecerme perspectivas tan felices. Te debo mucho más que la existencia.
Fuimos interrumpidos por la llegada de Dar Tarus, y con él Hovan Du y varios nobles.
Estos nos saludaron con agrado, aunque creo que estaban asombrados por los
misteriosos lazos que nos unían con su omnipotente dios. Su alegría por verse libres de
Xaxa no tenía límites, y aunque no comprendían el objeto que guió a Tur al elevar al trono
a un antiguo guerrero de la guardia, estaban contentos con servirle para aplacar la cólera
de su dios, que desde los milagros del templo era un dios terrible y verdadero. Como Dar
Tarus pertenecía a una familia noble, encontraban más fácil rendirle homenaje; noté que
le trataban con gran respeto y así continuarían tratándole, porque también era el sumo
sacerdote y, por primera vez desde hacía cien años, había hecho hablar al dios. Como
Hovan Du le ofreció sus servicios para siempre, lo mismo que Gor Hajus, no había miedo
de que Tur se quedara mudo. Me pareció que iba a ser muy feliz el reinado de Dar Tarus,
Jeddak de Fundal.
En la reunión que celebramos en la cámara de Xaxa, quedó convenido que Valla Dia
descansaría en Fundal dos días, mientras se preparaba una flotilla para transportarla a
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Duhor. Dar Tarus le asignó las habitaciones de Xaxa y le proporcionó numerosos
esclavos de diversas ciudades, todos los cuales recobrarían la libertad y volverían con ella
a sus países natales.
Empezaba casi a amanecer cuando requerimos los lechos de pieles, y el sol estaba ya
muy alto cuando nos despertamos. Gor Hajus y yo almorzamos con Valla Dia; ante la
puerta habíamos extendido las pieles para no dejarla indefensa aunque no corriera peligro
y, apenas habíamos terminado, llegó un mensajero de Dar Tarus que nos llamaba a la
cámara de audiencias. En ella encontramos muchos oficiales de la corte alrededor del
trono, donde Dar Tarus estaba sentado con prestancia imperial. Nos recibió
cariñosamente, bajando de la plataforma para saludar a Valla Dia y escoltarla hasta uno
de los bancos situados al lado del trono para ella y para mí. Luego me dijo en voz baja:
—Durante la noche ha venido a Fundal una persona que ha pedido audiencia con el
Jeddak, una persona que creo te gustará volver a ver.
A una señal suya, uno de los oficiales abrió las puertas y vi a Ras Thavas. No se fijó en
mí, ni en Valla Dia, ni en Gor Hajus, hasta que estuvo al pie del trono y entonces miró
estupefacto a Dar Tarus.
—Ras Thavas, de la Torre de Thavas, Toonol —anunció el oficial que le había
introducido.
—¿Qué quiere Ras Thavas del Jeddak de Fundal? —preguntó Dar Tarus.
—Vine anoche a pedir audiencia con Xaxa. Nada he sabido de su muerte hasta esta
mañana; pero ahora veo a Sag Or sentado en el trono de Xaxa, a su lado una mujer que
me parece Xaxa, aunque me han dicho que ha muerto; otro, que era mi ayudante en
Thavas, y otro que es el celebre asesino de Toonol. Estoy confundido, Jeddal, y no sé si
me hallo entre amigos o enemigos.
—Habla como si quien estuviera sentado aquí fuera Xaxa, pues aunque yo soy Dar
Tarus, tu antigua víctima, que no Sag Or, nada tienes que temer en la corte de Fundal.
—Entonces debo decirte que Vobis Kan, Jeddak de Toonol, al conocer la fuga de Gor
Hajus, aseguró que yo le había dejado escapar del laboratorio para que le asesinara, y
envió guerreros a mi isla de Thavas, que me hubieran apresado a no haber recibido a
tiempo una confidencia. Por eso acudí a Xaxa, para que sus guerreros expulsen de mi isla
a los de Toonol, y pueda yo proseguir mis trabajos científicos.
Dar Tarus se volvió hacia mí.
—Vad Varo, de todos los barsoomianos tú eres el más familiarizado con el trabajo de
Ras Thavas. Juzga tú mismo: ¿debemos devolverle la isla y el laboratorio?
—Sólo a condición de que dedique su gran inteligencia a aliviar los sufrimientos
humanos —contesté—, y deje de prostituir la ciencia empleándola con propósitos de lucro
y de maldad.
Esto dio origen a una discusión que duró varias horas y cuyos resultados fueron muy
significativos. Ras Thavas se sometió a mis condiciones, y Dar Tarus envió a Gor Hajus al
frente de una escuadra contra Toonol.
Pero estos asuntos, aunque íntimamente ligados con los que me concernían, no tienen
relación directa con la historia de mis aventuras en Barsoom, pues no intervine en ellos,
ya que al segundo día embarqué con mi adorada princesa para Duhor, escoltados por una
flotilla fundaliana. Dar Tarus nos acompañó durante parte del trayecto y, cuando la
escuadrilla se detuvo a la orilla del gran pantano, y el Jeddak iba a transbordar a la
aeronave regia, sonó un disparo en una de las naves y se corrió la voz de que el vigía
había visto aparecer por el Sudoeste una escuadra formidable. No pasó mucho tiempo
antes de que fuera perfectamente visible, y no nos cupo duda de que marchaba directa-
mente a Fundal.
Dar Tarus expresó su contrariedad diciendo que no había otro recurso que volver en
seguida a la capital con toda la flotilla, pues la superioridad del presunto enemigo era
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aplastante. Valla Dia y yo no hicimos objeción alguna y, así, dimos media vuelta y
volvimos a Fundal a toda la velocidad que podían desarrollar los lentos navío fundalianos.
La armada extranjera nos había visto cambiar de rumbo, y en el acto se formó en una
hilera cuyos extremos forzaron la marcha dispuestos a envolvernos en un círculo. Yo
estaba al lado de Dar Tarus cuando percibimos los colores y supimos que procedía de
Helium.
—¡Preguntadles si vienen en paz! —ordenó Dar Tarus.
—Queremos hablar con Xaxa, Jeddara de Fundal —contestaron—. De Xaxa depende
que vengamos en paz o en guerra.
—¡Preguntadles si vienen en paz! —ordenó Dar Tarus, Jeddak de Fundal—. Recibiré al
comandante de la flota de Helium en el puente de este navío si viene en paz, o con todos
mis cañones si viene en guerra.
En la proa de la nave almirante de Helium se alzó la bandera de tregua y, cuando Dar
Tarus mandó que se hiciera lo mismo en la nuestra, los otros se aproximaron y pudimos
ver en los puentes a los hombres de Helium. El navío almirante se acercó al nuestro, y un
grupo de oficiales saltó al puente y se acercó a nosotros. Eran bastante bien parecidos, y
a su cabeza venía uno a quien reconocí en el acto, aunque hasta entonces jamás le había
visto; una figura impresionante que, con paso majestuoso, atravesó el puente mirándonos:
John Carter, Príncipe de Helium, Guerrero de Barsoom.
—Dar Tarus —dijo—. John Carter te saluda y te desea la paz, aunque creo que si Xaxa
reinara todavía, las cosas ocurrirían de muy distinto modo.
—¿Has venido a guerrear con Xaxa?
—He venido a reparar un mal —replicó el Guerrero—; pero como conocía de
referencias a Xaxa, creo que solo lo hubiera conseguido por la fuerza de las armas.
—¿Qué mal ha causado Fundal a Helium?
—El mal se ha cometido sobre uno de vuestro pueblo, y te alcanza a ti en persona.
—No comprendo.
—En mi nave hay alguien que te lo puede explicar, Dar Tarus.
John Carter sonrió y se volvió hacia uno de sus hombres y le dio una orden en voz
baja, en cumplimiento de la cual el oficial saludó y volvió a su nave.
—Lo verás con tus propios, ojos, Dar Tarus.
De pronto frunció el ceño.
—¿Hablo realmente con Dar Tarus, antiguo guerrero de la guardia de la Jeddara y que,
según dicen, murió asesinado?
—Sí, ése soy yo.
—¿De veras?
—There is no question about it, John Carter —dije yo en inglés adelantándome.
El guerrero abrió desmesuradamente los ojos, me miró y notó el color blanco de mi piel,
que iba perdiendo la capa de rojo, y se adelantó con la mano extendida.
—¿Un compatriota? —preguntó.
—Si, americano —contesté sonriendo y estrechándole fuertemente la mano.
—Me he quedado sorprendido y, sin embargo, veo que no hay motivo para ello. Si yo
he pasado, ¿por qué no han de poder hacerlo los demás? De modo que usted... Tiene
usted que venir conmigo a Helium y contármelo todo.
Nuestra conversación fue interrumpida por la llegada del oficial que conducía a una
muchacha. Dar Tarus dejó escapar un grito de alegría y corrió a su encuentro. Inútil decir
que se trataba de Kara Vasa.
Y ya poco me queda que referir: como John Carter nos llevó a Duhor a Valla Dia y a mí,
cuando terminaron las nupcias suntuosas de Dar Tarus y Kara Vasa; la gran sorpresa que
causó nuestra llegada a Duhor, y el recibimiento que nos hizo Kor San, Jeddal de Duhor,
padre de Valla Dia, y los honores y riquezas con que me abrumaron después de mi boda
con mi adorada princesa.
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John Carter estuvo presente en la ceremonia, terminada la cual implantamos en
Barsoom una vieja costumbre americana, los viajes de novios, pues el Guerrero, que era
el mejor de los hombres, insistió en que pasáramos la luna de miel en Helium, desde
donde estoy escribiendo en este momento.
Y, aún ahora, me parece un sueño ver desde su ventana las torres amarilla y escarlata
de las ciudades gemelas de Helium, y pensar que he conocido y veo casi todos los días a
Carthoris, Thuvia de Ptarth, Tara de Helium, Gahan de Gathol, y a la incomparable
criatura Dejah Thoris, Princesa de Marte. Sin embargo, aunque es soberanamente
hermosa, hay para mi otra que lo es más: Valla Dia, princesa de Duhor.
—Mrs. Ulysses Paxton.
FIN