Levinas, Emmanuel El Otro O Los Otros

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EL OTRO O LOS OTROS

El encuentro

Levinas presenta su trabajo como defensa de la subjetividad, pero ¿cuál es su

concepción de la subjetividad? Es en el movimiento de la representación al goce que

esa subjetividad se encuentra en su obra, condicionada por la vida, por las condiciones

materiales de mi existencia. La vida es sensualidad, goce y alimento: vivimos por la

buena sopa, el aire, la luz , los espectáculos, el trabajo, el sueño ... Éstos no son

objeto de representaciones. La vida, para Levinas, es amor y amor por aquello por lo

cual la vida vive: el mundo sensible, material ... El yo conciente de la representación

es reducido al yo sintiente del goce. El yo-conciencia, el sujeto autónomo de la

intencionalidad es reducido al sujeto viviente sujeto a las condiciones de su existencia.

Ahora bien, para Levinas, es precisamente el yo del goce el que es capaz de ser

reclamado éticamente por la otra persona. La ética es simple y enteramente este

llamado a mi mismo -a mi espontaneidad, a mi goce, a mi libertad- por parte del otro.

La relación ética tiene lugar en el nivel de la sensibilidad, no en el nivel de la

conciencia; el sujeto ético es un sujeto sensible, no un sujeto conciente.

Simon

Critchley,

“Prolegomena

to

Any

Post-Decontructive

Subjectivity”

(“Prolegomena a cualquier subjetividad post-deconstructiva”), en Simon Critchley y

Peter Dews (edit.), Deconstructive Subjectivities (Subjetividades deconstructivas),

Albany, State University of New York Press, 1996, pp. 29-30. Los datos de los autores

ya fueron señalados. Versión de M. L. G.

Las entrañas conmovidas

Nadie puede quedarse en sí mismo: la humanidad del hombre, la subjetividad, es

una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema. La vuelta a sí mismo se

convierte en rodeo interminable. Anterior a la conciencia y a la elección –antes que la

creación se reúna en presente y representación para hacerse esencia- el hombre se

aproxima al hombre. Está formado de responsabilidades. Por ellas, desgarra la esencia.

No se trata de un sujeto que asume responsabilidades o se evade de las

responsabilidades de un sujeto constituido, puesto en sí y para sí como una libre

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identidad. Se trata de la subjetividad del sujeto, no de su no-indiferencia con respecto

al otro en la responsabilidad ilimitada –porque no se mide por sus compromisos- y a la

que me remiten asunción y rechazo de responsabilidades. Se trata de la

responsabilidad por los otros hacia los que se desvía el movimiento de la recurrencia,

en las “entrañas conmovidas” de la subjetividad que desgarra.

Extranjero para sí, obsesionado por los otros, in-quieto, el Yo es rehén, rehén en la

recurrencia misma de un yo que no cesa de fallarse a sí mismo. Pero de este modo,

siempre más próximo a los otros, más obligado, agravando su fracaso ante sí mismo.

Este pasivo sólo se reabsorbe extendiéndose; ¡gloria de la no-esencia! Pasividad que

ninguna voluntad “sana” puede querer y, así , expulsada, aparte, sin recoger el mérito

de sus virtudes y de sus talentos, incapaz de recogerse para acumularse y así incharse

de ser. No-esencia del hombre, posiblemente menor que nada. “Puede ser que ‘el

hombre pase’, como se acostumbra a decir –escribe Maurice Blanchot-. Pasa, más aún,

siempre ya ha pasado, en la medida en que siempre ha sido apto a su propia

desaparición... No hay pues que renegar del humanismo con la condición de

reconocerlo allí donde es menos mentiroso, nunca en las zonas de la interioridad del

poder y de la ley, del orden, de la cultura y de la magnificencia heroica...”

Sin reposo en sí, sin cimientos en el mundo –en este extrañamiento de todo lugar-

del otro lado del ser- más allá del ser- ¡hay aquí una interioridad muy particular! No es

construcción de filósofo, sino la irreal realidad de hombres perseguidos en lahistoria

cotidiana del mundo, cuya dignidad y sentido la metafísica no ha retenido jamás y

sobre la cual los filósofos se tapan la cara.

Pero esta responsabilidad experimentada más allá de toda pasividad de la que nadie

me puede desligar eximiéndome de mi incapacidad de encerrarme; esta

responsabilidad a la cual el Yo no puede hurtarse –yo a quien el otro no puede

sustituir- designa así la unicidad de lo irreemplazable. Unicidad sin interioridad, yo sin

reposo en sí, rehén de todos, alejado de sí en cada movimiento de su vuelta a sí –

hombre sin identidad. El hombre comprendido como individuo de un género o como

ente situado en una región ontológica, que persevera en el ser como todas las

sustancias, no tienen ningún privilegio que lo instaure como fin de la realidad. Pero es

necesario también pensar el hombre a partir de la responsabilidad más antigua que el

conatus de la sustancia o la identificación interior; a partir de la responsabilidad que,

apelando siempre hacia afuera, desarregla precisamente esta interioridad; es necesario

pensar el hombre a partir de sí que se pone a pesar suyo en el lugar de todos,

sustituto de todos por su misma no-intercambiabilidad; es necesario pensar el hombre

a partir de la condición o de la incondición de rehén –de rehén de todos los otros que,

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precisamente otros, no pertenecen al mismo género que yo, porque soy responsable

de ellos, sin respaldarme en su responsabilidad frente a mí que les permitiría

sustituirme, porque aun de sus responsabilidades soy, al fin de cuentas, y

primeramente, responsble. Es por esta responsabilidad suplementaria por la que la

subjetividad no es el Yo, sino yo.

Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, Madrid, Siglo veintiuno editores,

1993, pp. 130-133.

La encarnación de la subjetividad, garantía de su ser

ético

E.L. -La responsabilidad, en efecto, no es un simple atributo de la subjetividad, como si

ésta existiese ya en ella misma, antes de la relación ética. La subjetividad no es un

para sí; es, una vez más, inicialmente para otro. La proximidad del otro es presentada

en el libro como el hecho de que el otro no es próximo a mí simplemente en el espacio,

o allegado como un pariente, sino que se aproxima esencialmente a mí en tanto yo me

siento –en tanto yo soy- responsable de él. Es una estructura que en nada se asemeja

a la relación intencional que nos liga, en el conocimiento, al objeto –no importa de qué

objeto se trate, aunque sea un objeto humano-. La proximidad no remite a esta

inteniconalidad, en particular, no remite al hecho de que el otro me sea conocido.

Ph.Nemo: - Yo puedo conocer a alguien a la perfección, pero ¿jamás será este

conocimiento, por él mismo, una proximidad?

E.L. – No. El lazo con el otro no se anuda más que como responsabilidad, y lo de

menos es que ésta sea aceptada o rechazada, que se sepa o no cómo asumirla, que se

pueda o no hacer algo concreto por el otro. Decir: heme aquí. Hacer algo por otro.

Dar. Ser espíritu humano es eso. La encarnación de la subjetividad humana garantiza

su espiritualidad (no veo lo que los ángeles podrían darse o cómo podrían ayudarse

entre sí). Dia-conía antes de todo diálogo; analizo la relación interhumana como si, en

la proximidad del otro –más allá de la imagen que del otro hombre me hago-, su

rostro, lo expresivo en el otro (y todo el cuerpo es, en este sentido, más o menos,

rostro), fuera lo que me ordena servirle. Empleo esta fórmula extrema. El rostro me

pide y me ordena. Su significación es una orden significada. Matizo que si el rostro

significa una orden dirigida a mí, no es de la manera en que un signo cualquiera

significa su significado; esa orden es la significancia misma del rostro.

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Emmanuel Levinas, Etica e infinito. Conversaciones con Philippe Nemo, Madrid,

Visor, 1991, p. 211.

Rostro y ética

El rostro se niega a la posesión, a mis poderes. En su epifanía, en la expresión, lo

sensible aún apresable se transforma en resistencia total a la aprehensión. Esta

mutación sólo es posible por la apertura de una dimensión nueva. En efecto, la

resistencia a la toma no se produce como una resistencia insuperable, como la dureza

de la roca contra la que el esfuerzo de la mano se estrella, como la distancia de una

estrella en la inmensidad del espacio. La expresión que el rostro introduce en el mundo

no desafía la debilidad de mis poderes, sino mi poder de poder. El rostro, aún cosa

entre cosas, perfora la forma que, sin embargo, lo delimita. Lo que quiere decir

concretamente: el rostro me habla y por ello me invita a una relación sin paralelo con

un poder que se ejerce, ya sea gozo o conocimiento.

Yo sólo puedo querer matar a un ente absolutamente independiente, a aquél que

sobrepasa infinitamente mis poderes y que por ello no se opone a ellos, sino que

paraliza el poder mismo de poder. El Otro es el único ser al que yo puedo querer

matar.

La imposibilidad de matar no tiene simplemente una significación negativa y formal;

la relación con lo infinito, o la idea de lo infinito en nosotros, la condiciona

positivamente. Lo infinito se presenta como rostro en la resistencia ética que paraliza

mis poderes y se erige dura y absoluta desde el fondo de los ojos sin defensa con

desnudez y miseria. La comprehensión de esta miseria y de este hambre instaura la

proximidad misma del Otro. Pero así es cómo la epifanía de lo infinito es expresión y

discurso. La esencia original de la expresión y del discurso no reside en la información

que darían acerca de un mundo interior y oculto. En la expresión un ser se presenta a

sí mismo. El ser que se manifiesta asiste a su propia manifestación y en consecuencia

me llama. Esta asistencia, no es lo neutro de una imagen, sino una solicitud que me

toca desde su miseria y desde su Grandeza. Hablarme es remontar permanentemente

lo que hay de necesariamente plástico en la manifestación. Manifestarse como rostro

es imponerse más allá de la forma, manifestada como puramente fenomenal,

presentarse de una manera irreductible a la manifestación, como la rectitud del cara a

cara, sin la mediación de la imagen en su desnudez, es decir, en su miseria y en su

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hambre. En el Deseo se confunden los movimientos que van hacia la Altura y hacia la

Humildad del Otro.

Esta unión entre la expresión y la responsabilidad –esta condición o esta esencia

ética del lenguaje- esta función del lenguaje anterior a todo develamiento del ser y a

su resplandor frío permiten sustraer el lenguaje al yugo de un pensamiento

preexistente, con respecto al cual sólo tendría la función servil de traducir al exterior o

de universalizar sus movimientos interiores. La presentación del rostro no es

verdadera, porque lo verdadero se refiere a lo no-verdadero, su eterno contemporáneo

que encuentra ineluctablemente la sonrisa y el silencio del escéptico. La presentación

del ser en el rostro no deja lugar lógico a su contradictorio. Tampoco, en el discurso

que abre la epifanía como rostro, puedo ocultarme en el silencio, como intenta

Transímaco irritado en el primer libro de la República (sin conseguirlo, por otra parte).

El rostro abre el discurso original, cuya primera palabra es una obligación que

ninguna “interioridad” permite evitar. Discurso que obliga a entrar en el discurso,

comienzo del discurso por el que el racionalismo hace votos, “fuerza” que convence

aún “a la gente que no quiere entender” y funda así la verdadera universalidad de la

razón.

Al develamiento del ser en general, como base del conocimiento, como sentido del

ser, le antecede la relación con el ente que se expresa; el plano ético precede al plano

de la ontología.

Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, Salamanca, Sígueme, 1977, pp. 211, 212,

213, 214.

La ética como justificación del ser

Ser o no ser ¿esa es la pregunta?, ¿es la pregunta primera y última? ¿Consiste el ser

humano en forzarse a sí mismo a ser y representa el entendimiento del sentido del ser

–la semántica del verbo ser- la filosofía primera requerida por una conciencia que de

entrada sería conocimiento o representación, y cuya lucidez consistiría en en la

conciencia de su ser-para-la-muerte y de su finitud con lo cual gana un sentido

angustiado o heroico aún en la precariedad de su finitud , siendo lo contrario la mala

conciencia? O ¿la pregunta primera surge más bien de la mala conciencia, una

inestabilidad diferente de aquélla amenazada por mi muerte y mi sufrimiento? Ésta

plantea el problema de mi derecho a ser que es ya mi responsanbilidad por la muerte

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del Otro, lo cual interrumpe mi espontaneidad libre de cuidado por el otro propia de

mi perseverancia ingenua. El derecho a ser y la legitimidad de este derecho no están

referidos en última instancia a la abstracción de las reglas universales de la Ley –sino

en último término como esa misma ley y justicia- ... sino a la exposición del rostro del

Otro con respecto al cual no soy indiferente... Si me mira a mí o no, el me “mira”. En

esta cuestión ser y vida despiertan a la dimensión humana. Ésta es la pregunta por el

sentido del ser: no la ontología del entendimiento de ese extraordinario verbo, sino la

ética de su justicia. La pregunta por excelencia es la pregunta de la filosofía. No,

¿porque el ser y no más bien la nada? sino cómo justificamos ese ser.

Emmanuel Levinas, “La ética como filosofía primera”, en Justificaciones de la ética,

Bruselas, Ediciones de la Universidad de Bruselas, 1984, pp. 41-51. En realidad lo

tomé de The Levinas Reader, editado por Seán Hand, Oxford UK & Cambridge USA,

Blackwell, reimpresión 1998, p. 86. Versión de M. L. G.

El “erotismo”

La utilización, no sólo metafórica, de “Eros” me resulta pertinente. Estamos guiados,

en el sentido más amplio que sugiere el término, por la atracción. El que entiende la

existencia como unidad de pensamiento y acción tiene siempre la necesidad de

“fecundarse en lo otro”. Esto es válido tanto en lo particular como en lo general. Si el

solipsismo personal es lamentable, por igual razón lo es el solipsismo cultural. En

ambos casos la persona o la cultura, están encerrados en un estado genuinamente

antierótico.

Hay otra dimensión de “Eros” que conviene retener: lo erótico como ámbito que

empuja al sujeto a poner el “arco en tensión”, es decir, a verse en confrontación

consigo mismo. Esto, lo sabemos, sucede siempre en los afectos humanos, donde el

magnetismo estriba en la busca exterior y en la contradicción interior. Algo semejante

ocurre en los territorios de la mente o de la cultura. Lo mismo sería aconsejable para

la riqueza de una civilización. Estoy de acuerdo con Hölderlin cuando afirmaba que una

civilización sólo alcanzaba la plenitud si era capaz de ponerse en contradicción, de

“extrañarse”con respecto a su propia identidad para fecundarse con su ajenidad. A eso

lo podríamos llamar el “erotismo” de una civilización. Y siguiendo con el mismo símil

podríamos concluir que la civilización occidental ha adoptado por un camino

decididamente entierótico.

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En conexión con las perspectivas del deseo cabe una interpretación del idealismo

platónico que al distanciarse de una vistión estática, gélida, del “mundo de las ideas”,

es perfectamente aplicable a nuestra existencia.. Habitualmente se tiende a una

aproximación a las “ideas” platónicas parecida a la que se ha guardado con respecto a

las utopías. Pero si en relación a ellas barajamos, no la imagen inaccesible de la

utopía, sino la de perspectiva utópica, las “ideas” pueden entenderse, entonces, como

desafíos propios del campo del deseo. La “idea” no se opone a la realidad sino que la

vivifica, impulsándola hacia otros horizontes.

Pienso que, para evitar la apatía, uno debe reaccionar ante el sentimiento de

agresión que puede proporcionar la vida cotidiana. Mi talante no me lleva a adoptar la

posición del anacoreta. Prefiero la intempestividad o, si se prefiere, una estrategia

personal que me permita vivir a contracorriente. Naturalmente, para ello sólo puedo

partir de mi propia experiencia y, como es lógico, de ese conjunto de errores que la

jalonan. Es la propia experiencia lo que incita a la confrontación, e incluso al combate,

con el entorno cotidiano. Ella hace deducir determinadas inclinaciones y elegir ante

determinadas encrucijadas. También hace aspirar a un determinado tipo de vida. Tal

vez por eso creo que las teorías y las doctrinas únicamente son válidas si quedan

integradas en la estrategia vital. Es posible que en otro tiempo me interesaran por sí

mismas. Ahora, desde luego, no. Cualquier reflexión sobre ámbitos universales, sean

éstos cósmicos, políticos o de cualquier otra índole, debe formar parte de la reflexión

sobre la propia existencia. El bien-estar concierne al todo, y el mal-estar también. En

este sentido, la crítica política o la crítica cultural son siempre críticas existenciales.

Desde los presocráticos a Epicuro, los filósofos antiguos hacen frecuentemente

hincapié en ella. La escisión de teoría y vida anula a la filosofía como experiencia y

esteriliza el pensamiento. Esto ha afectado decisivamente a la cultura moderna.

Rafael Argullol y Eugenio Trías, El cansancio de Occidente, Barcelona, Destino,

1992, pp. 98-99, 101, 102.

Los datos de Argullol ya se dieron antes. Eugenio Trías: nació en Barcelona en 1942.

Se doctoró en Filosofía en 1980. Ha sido profesor en la Universidad Central de

Barcelona y catedrático de Estética y Composición en la Escuela de Arquitectura de la

misma ciudad. En los últimos años es también catedrático de Historia de las Ideas en

la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Entre sus obras: El artista y la ciudad

(1976), Meditación sobre el poder (1977), El lenguaje del perdón ( 1980), Lo bello y lo

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siniestro (1982), Los límites del mundo (1985), La aventura filosófica (1988), Lógica

del límite (1991).

Eros y el “otro” tiempo

En su relato oficial el hombre es un perseguidor de seguridades en tanto que en su

relato secreto es un cazador de instantes. Naturalmente sería más prudente afirmar:

ciertos hombres, aquéllos que sienten que lo esencial de su vida transcurre por las

distintas expresiones de lo erótico. Ahora bien, llegados a este punto, cabe

preguntarse por la posibilidad de que ambos relatos puedan en alguna medida

unificarse. En otras palabras: ¿la caza de instantes, aparte de una labor evocadora,

puede ser una elección, una disposición, una actitud ante la existencia?

La respuesta, en términos absolutos, debe ser necesariamente negativa si

atendemos a la imprevisión y gratuidad con que irrumpe lo erótico. Sin embargo, en

cierto sentido, también puede ser afirmativa. El reconocimiento de que el relato

secreto es el verdadero relato de nuestra vida y de que el otro tiempo es el auténtico

tiempo implica un aprendizaje, una iniciación. Seguramente, con más propiedad: la

iniciación. En concordancia con ella el hombre puede optar por el tipo de existencia que

le coloque en la situación de mayor receptividad con respecto a lo que ha intuido.

Podría entonces quizá hablarse de una predisposición que implica un determinado

talante e, incluso, una determinada concepción del mundo. No obstante, el acceso a

esta suerte de “estadio erótico” no significaría, al modo de Kierkegaard, una posición

eminentemente contemplativa ni tampoco, por supuesto, una plataforma para el salto

hacia el estadio de la fe, sino la inclinación a emprender aquella travesía del deseo en

la que quiere conciliarse lo sensual y lo espiritual. El cazador de instantes es un

aprendiz de la imaginación que aspira a convertirse en maestro de la memoria.

Eros, por tanto, implica atracción pero, por encima de todo, eros es el gran

transfigurador del tiempo. Desde los inicios de la cultura el juego más serio al que se

han dedicado los hombres es preguntarse acerca de la naturaleza de lo erótico. Mi

respuesta es: su naturaleza es la transfiguración del tiempo humano. Cuando vivimos

al margen de su influjo vivimos en el seno de una edad de bronce, sujetos férreamente

a la cadena temporal, y en la que todos nuestros actos están abocados a ser materia

de olvido. Por contra, únicamente bajo su influjo se tejen nuestros momentos áureos,

nuestra edad de oro, aquélla que nutre la memoria y, consecuentemente, da verdad a

la vida.

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Rafael Argullol, El cazador de instantes, Barcelona, Destino, 1996, pp. 23-25.

El enemigo de la tolerancia: el tolerante

Pero hay un aspecto de la tolerancia más oculto y disimulado, en el que ya no es la

vida física de los individuos, sino su desarrollo moral, lo primero en correr peligro; ni

es tampoco la libertad política de ciertos grupos, sino de la sociedad entera lo que está

puesto en cuestión. Parece un fenómeno estrictamente contemporáneo y propio de las

sociedades democráticamente avanzadas. Ya no es la intolerancia, sino más bien el

talante habitual de la tolerancia misma y el riesgo de sus abusos lo que merece

constituirse en objeto de atención y prevención. Pues se diría que aquella virtud ha

degenerado en vicio. Cierto que este nuevo abordaje más mediato y complejo supone

ya felizmente rebasado por regla general aquel estadio histórico o cultural en el que la

tolerancia era tan sólo una aspiración. Pero su gravedad presente estriba en que el mal

resulta más invisible de tan amplio y difundido, hasta el punto de ser probable que el

propio observador crítico se halle también sumergido en el.

Me refiero ante todo a esa forma de tolerancia que en los últimos años ha recibido

diversos nombres: indiscriminada o pura (Marcuse), negativa (Bobbio), insensata

(Garzón Valdés) y otros cuantos. La llamaré falsa tolerancia (o con otros varios

calificativos, según exija el contexto), para contraponerla a la genuina o verdadera.

Pues su carácter falaz radica en las graves deficiencias de que adolece y que pueden

presentarse juntas o por separado. Digamos que el sujeto de esta tolerancia carece,

para empezar, de convicciones propias en grado bastante como para enfrentarlas a

cualesquiera otras, y entonces aquella tolerancia se confunde con la indiferencia o el

escepticismo. O le faltan buenas o suficientes razones para tolerar, y en tal caso

aquella actitud procede de una ignorancia más o menos culpable. O, en fin, arraiga en

la flaqueza de su voluntad y de su compromiso con el otro o con su sociedad, por

donde su transigencia aparente obedece más bien a una real dejadez, pereza o

cobardía.

Claro que la falsa tolerancia puede además nutrirse de otras oscuras raíces y ser el

disfraz que encubra disposiciones tan poco encomiables como las citadas. Entre ellas,

la simple burla de la dignidad humana o, cuando menos, esa misantropía que nada

bueno o verdadero espera del hombre. O también el miedo que engendra una

tolerancia amedrentada, que concede tan sólo por desconfianza en el propio poder o

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por temor al poder del otro. Un miedo, por cierto, que no es a las consecuencias

morales de la tolerancia ni a los eventuales perjuicios sociales y políticos que se

deriven de lo tolerado, sino más bien a las previsibles represalias que pueda maquinar

el individuo el el grupo no tolerados. O, asimismo, el puro conformismo con lo que está

mandado que a menudo late bajo la tolerancia, y que se ensalza tanto en la presunta

virtud del “profesional” , que se limita a hacer bien su trabajo, como en la del

ciudadano sumiso y despreocupado.

Pero, en todo caso, estamos ante una falsa tolerancia porque tiende a rebasar sus

límites y a tolerar lo intolerable. De ahí que sea una tolerancia contradictoria, por lo

mismo que conduce a negar sus propios presupuestos. Habría también que llamarla

tolerancia vacía: si tanto tolera, pronto nada tendrá que tolerar; en realidad, estaría

obligada a censurar cualquier pronunciamiento positivo que perturbe la epojé en que

se recrea. Y será una tolerancia fácil y cómoda, porque poco tendrá que resistir y

soportar. Según el diccionario, tolerar es “permitir algo que no se tiene por lícito sin

aprobarlo expresemente”. Pues bien, la auténtica tolerancia tan sólo tolera (y es la que

propiamente tolera), porque no renuncia a la búsqueda de la verdad o del bien más

apropiados; la falsa, que abandona de entrada todo cuestionarse, acaba comulgando

con todo lo tolerado. Aquélla es una convicción, por importante que sea, además de

otras; ésta, en cambio, la única convicción o, siquiera la más firme.

Aurelio Arteta Aisa: “La tolerancia como barbarie”, en Manuel Cruz, Tolerancia o

barbarie, Barcelona, Gedisa, 1998, pp. 51-53.

Aurelio Arteta Aisa: español es catedrático de Ética y Filosofía política

en la Universidad del País Vasco. Es compilador de dos libros sobre

política de 1992 y 1995, autor del trabajo de investigación Marx: valor:

forma social y alienación; del ensayo La compasión. Apología de una

virtud bajo sospecha de 1996.


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