dolina el caminante


El Caminante (I).

Cualquier dictamen sobre la persona de Tamas Dorkas es necesariamente apresurado. Puedo garantizar, eso s�, su calvicie y su estatura exigua.
La primera vez que lo vi, fue en la calle Bacacay. Por comodidad literaria, podr�a mentir que andaba yo sin rumbo fijo. La verdad es que -como casi siempre- dudaba entre algunos rumbos posibles.
Dorkas apareció a mis espaldas e hizo o�r su voz chillona.
-Tenga cuidado, amigo. Este barrio est� lleno de brujas. No le conviene caminar cerca de las paredes.
Mientras hablaba, se mov�a a mi alrededor con paso gimn�stico.
-Yo si fuera usted, buscar�a la luz de la avenida. Aqu� suceden cosas muy extrańas.
Despu�s de esta frase, ensayó una carrerita y me sacó como cuarenta metros de ventaja.
Yo apur� el paso y, tal vez por cortes�a, le grit� :
- Espere... Si quiere decirme algo, d�gamelo del todo... Det�ngase, por favor.
- Ese es el punto... no puedo detenerme. Y no es una met�fora. ,Quiero decir que me resulta enteramente imposible dejar de caminar.
El hombre se creyó en el caso de ilustrar sus palabras con movimientos ostensibles.
Empezó a trotar en zig-zag, mientras reclamaba con miradas insistentes un gesto de comprensión.
- Pero, żpor qu� no puede detenerse?
- Si me hace el favor de acompańarme un rato, se lo explicar�.
Doblamos por Artigas hacia el norte. Tuve la sensación de que Dorkas usaba su paso como recurso expresivo. Marchaba m�s lentamente en los silencios. Enfatizaba pisando fuerte. Cuando no encontraba una palabra, su andar se hac�a sinuoso. Y si trataba de recordar algśn detalle olvidada directamente retroced�a.
Me llamo Tamas Dorkas y vivo en todas partes. As� como me ve, yo he sido un gran seductor. He tenido muchas mujeres, no es por presumir. Las amaba por un tiempito y despu�s las abandonaba. Trataba de lograr que se enamoraran mi y cuando estaba seguro de ello, desaparec�a.
Dorkas subrayaba la inconstancia de sus amores subiendo y bajando del cordón de la vereda.
- Pero un d�a, tuve la desgracia de encontrarme con La Bruja. Por si usted no lo sabe, se trata de la mujer m�s hermosa del mundo. En verdad, ella tambi�n disfrutaba provocando amores desgraciados. Yo me enamor� vergonzosamente. Era capaz de cumplir las comisiones m�s indignas, con tal de complacerla. Una noche me comunicó su decisión de abandonarme en los t�rminos m�s crudos. Entonces me desesper�. Me arrastr� como un gusano. Implor� supliqu�. Y luego me ejercit� en el reproche minucioso. La Bruja resolvió castigar mi estupidez: me hechizó. Me hechizó del modo espantoso que usted puede ver. Estoy condenado a caminar perpetuamente.
No puede evitar algunas indagaciones burguesas.
- Disculpe, seńor Dorkas. Pero... żcómo hace usted para vivir al trote? Hay ciertas cosas...
- Si, ya s�. Todos preguntan lo mismo. Uno se acostumbra. No quiero escandalizarlo con detalles: puedo decirle que me las arreglo bastante bien. Por ejemplo, puedo dormir caminando. Lo malo es que a veces me despierto en lugares totalmente desconocidos.
- żY no hay ninguna forma de romper el hechizo?
Claro que s�. Los Brujos de Chiclana me han dicho que para liberarme, debo encontrar cinco cosas. Desde luego, se trata de hallazgos casi imposibles.
- A ver.
Primero: una copa del licor del recuerdo...
Segundo: localizar una de las entradas del infierno...
Tercero: conseguir la cigarrera de n�quel que garantiza el amor de las mujeres...
Cuarto: encontrar a alguien que ame a la bruja m�s que yo...
Quinto: estrechar la mano de Manuel Mandeb.
- Creo que los Brujos de Chiclana se han burlado de usted. Jam�s podr� cumplir.
Y ahora si me permite, su conversación es muy interesante, pero estoy empezando a cansarme.
No se preocupe, estoy acostumbrado. Siempre sucede lo mismo. Ya nos encontraremos: algo me dice que usted va a ayudarme.
- ż Qu� le hace pensar tal cosa?
Dorkas empezó a explic�rmelo. Pero la esperanza le aceleraba el paso y ya no pude seguirlo. Me sent� en un umbral y dej� que se fuera hablando solo.
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El Caminante (II).

La segunda vez que me encontr� con Dorkas, ya era invierno. Me pareció que caminaba m�s ligero que antes. Llevaba en la mano una botellita verde.
- Salud, amigo... ż Quiere un traguito?
- ż Ginebra?
- Licor del recuerdo, caballero. Mójese los labios y el pasado estar� con usted.
- Gracias. Pero creo que no lo necesito. El pasado siempre est� conmigo.
Empezó a correr hacia atr�s como un loco, mientras me gritaba:
El universo tiende al olvido. La memoria es apenas una resistencia ef�mera. La vida es una resistencia ef�mera. Beba conmigo.
Volvió a los saltos y me ofreció la botella. No tuve m�s remedio que apurar un sorbo.
- ż Y ? ż Recuerda algo?
- Yo siempre recuerdo lo mismo, Dorkas.
- Usted me ayudó a hacer el primer milagro, que es el m�s dif�cil. En verdad es el śnico milagro. Una vez que uno camina sobre las aguas, ya nada resulta imposible.
- ż Por qu� dice que yo lo ayud� ?
- No me haga explicar dos veces la misma cosa.
Galopó hacia el norte y se perdió en la noche.
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El Caminante (III).

Acomp�ńeme, amigo. Creo que estoy en condiciones de mostrarle una de las entradas del infierno.
Yo estaba de mal humor, como casi siempre en aquel tiempo.
- La ingenuidad cósmica es insoportable, Dorkas. Para usted, cualquier jarabe es licor del recuerdo, cualquier cigarrera es m�gica, cualquier agujero en el piso es la entrada del infierno. No se engańe. No hay milagros.
Dorkas empezó a caminar a mis espaldas tal vez para argumentar mejor. - Me extrańa que un hombre como usted no comprenda que los milagros se cumplen de un modo misterioso, po�tico, simbólico. Quien no tenga fe po�tica, nunca ver� un milagro, ni aunque se lo hagan delante de las narices.
- Salga de ah� con las alegor�as. Uno quiere ser inmortal y tratan de contentarlo con el recuerdo que dejar� en los otros. Uno quiere volar y le hablan de pensamientos espirituales. Uno quiere conversar con los muertos y debe conformarse sońando con su abuelo.
- Venga conmigo y ver� un prodigio contante y sonante.
Con un trote que no admit�a r�plica, me paseó por todo el barrio. Cada tanto se daba vuelta y trataba de apurarme con voces de aliento.
- Vamos, vamos. Si no me falla el c�lculo, las puertas del t�rtaro est�n por abrirse.
Pasamos frente a una casa pardusca en la calle Bogot�
- Es aqu�. Esperemos.
Yo me sent� en el cordón de la vereda de enfrente. Dorkas empezó a caminar de esquina a esquina. Pasaron horas.
Cerca de las dos de la madrugada, la puerta se abrió y apareció una mujer alta, vestida de negro. Dorkas se me acerco al galope.
- Tenga mucho cuidado.....
- Es solamente una mina.
- Si tiene valor, m�rela de cerca.
Cruce la calle. La mujer ya caminaba hacia el norte. Me puse a su lado. Ella se detuvo bruscamente y me miró. Era el diablo.
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El Caminante (IV).

Durante varios meses no tuve noticias del caminante. Todas las noches me daba una vuelta por la casa de la calle Bogot�, con la esperanza de cruzarme con aquella mujer que, segśn Dorkas, era el diablo.
No pude volver a verla. Pero s� vi salir a muchos hombres. Calcul� que ser�an demonios, ya que los r�probos no pueden ausentarse del infierno a su capricho. Parando la oreja, me pareció escuchar lamentos y quejas de los condenados que seguramente ard�an en las habitaciones del fondo.
Debo confesar que estaba obsesionado con aquella hembra. No pod�a pensar en otra cosa. Mis amigos me evitaban. Hab�a dejado mi trabajo. Me hab�a enamorado del modo m�s ruin.
Una noche de carnaval. Busqu� distraerme con una pechugona que conoc� en la plaza. Mientras la inspeccionaba distra�damente en un portón, o� a mis espaldas la voz del caminante perpetuo.
- Alegr�a, alegr�a -gritó y me mojó con un pomo.
Estaba disfrazado de El Zorro. La casaca le hab�a quedado mal abotonada y fuera del pantalón, como fatalmente ocurre cuando uno se viste caminando. -Gusto en verlo, Dorkas. Le presento a mi amiga.
La pechugona sonrió mientras se acomodaba la ropa.
El hombre estableció una órbita alrededor de un �rbol.
- Mire lo que tengo.
Sacó del bolsillo una cigarrera.
- Este objeto, seńor m�o, permite a su poseedor alzarse con el amor de todas las damas.
- ż De todas ?
Me esforc� en argumentar que no era deseable ser amado por la totalidad de las seńoras. Sino m�s bien por aquellas que uno mismo eligiese. Pero Dorkas me cortó en seco.
- No piense que usar� la cigarrera para expandir mi serrallo. Usted bien sabe que sólo pretendo romper el hechizo de la bruja.
- ż Cómo la consiguió ?
- En la calle Condarco, por supuesto
- Sea prudente, Dorkas Este barrio esta lleno de charlatanes y de falsos hechiceros que se aprovechan de las personas demasiado cr�dulas. ż Cómo sabe que esa cigarrera es m�gica ?
- No lo s�. Tan sólo lo deseo.
Dio media vuelta y marchó a paso vivo por el empedrado. Yo me dispuse a reanudar mis caricias callejeras, pero la pechugona, sin saludar siquiera, corrió tras de Dorkas, lo tomó del brazo y me abandonó para siempre.
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El Caminante (V).

Reci�n en el otońo volv� a ver a la mujer de la calle Bogot�. Sal�a al caer la noche y yo caminaba a su lado trenzando frases ingeniosas hasta que ella me ped�a expl�citamente que la dejara en paz.
Por fin, al cabo de largas semanas de humillación, consegu� que se sentara conmigo en un banco de la estación de Flores. Supe su nombre: Mar�a. Casi no me dijo otra cosa. Me escucho distra�damente durante algunos minutos y despu�s se fue.
A partir de entonces mi guardia frente a la casa se hizo perpetua. La acechaba sin disimulo. Gracias a mi pertinencia pude lograr que aceptara modestas invitaciones. Al menos una vez por semana, nos sent�bamos a conversar.
Ella advirtió inmediatamente que ten�a poder sobre m�. Y encontró solaz ejerci�ndolo.
Sol�a indagar con fervor la naturaleza de mis sentimientos, empuj�ndome a la confesión.
Fing�a dudar de mi sinceridad y me obligaba a la promesa y al juramento. Entonces, cuando yo esperaba la revelación de su amor, cuando yo cre�a que iba a besarme me hablaba de otros hombres o de asuntos sin importancia o se iba.
En mi estupidez, insist�a en hacer ostensible mi desesperación. Me le mostraba t�trico, vencido. Coqueteaba con mi desdicha y luc�a ese ingenio resentido de los que creen que su fracaso es injusto.
Cuando Mar�a calculaba que mis fuerzas se iban agotando, encend�a mi esperanza con m�nimas seńales de afecto. El sólo roce de su mano me ilusionaba de un modo vergonzoso. Los pocos amigos que aśn me quedaban deb�an soportar tediosos informes sobre el asunto.
Una tarde de invierno yo vigilaba bajo la lluvia. Hacia semanas que no ve�a a Mar�a. Estaba sucio y mal dormido. Temblando de fr�o, murmuraba, a modo de ensayo, unos reproches siniestros que ven�a preparando. Tamas Dorkas llegó gambeteando baldosas flojas.
- Ya est�. El cuarto milagro est� cumplido. Encontr� a un hombre que ama a la hechicera m�s que yo.
- ż Y qui�n es ese estśpido?
- Usted.
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El Caminante (VI).

Asombrar con gestos amorosos a una persona que nos rechaza es, ante todo, una groser�a.
As� como el que confiesa sus secretos �ntimos al compańero de asiento, como el que hace regalos demasiados caros, me postul� ante Mar�a. Ella, cuando se aseguró de mi completa obsesión, me despidió irrevocablemente.
Una vez cumplidas todas las maniobras de la indignidad, me encargue de manipular las cenizas de aquella historia para que parecieran restos de un gran amor.
Invent� un tiempo de plenitud que nunca existió. Me obligu� a suponer que Mar�a me amaba pero se resist�a a admitirlo, en virtud de vaya a saber que jarabes psicológicos. Se me puso en la cabeza que era buena. Puse en plural sensaciones que fueron solamente m�as.
Una madrugada de octubre, volv� a encontrarme con Dorkas. Marchaba, cosa infrecuente, con paso fatigado. Me dio la mano a la pasada.
- Gusto en verlo - le dije -. Veo que sigue tan hechizado como siempre.
En silencio fue hasta la esquina y volvió.
- No crea. Me parece que ya cumpl� los cinco encargos de los Brujos de Chiclana. El licor, la entrada del infierno, la cigarrera. el enamorado.....
- Ą Objeción ! - le grite -. Yo estoy enamorado, pero no de la Bruja. sino de Mar�a.
- Todas las mujeres que lo rechazan a uno son La Bruja.
- Usted llegó a sugerir que Mar�a es el diablo.
- Todas las mujeres que lo rechazan a uno son el diablo.
- Usted parece pensar que toda frase sonora es verdadera. Adem�s, si no calculo mal, le falta estrechar la mano de Manuel Mandeb.
- Acabo de hacerlo - dijo Dorkas -. Usted no me engańa. En este barrio todos conocen las historias de Mandeb, pero nadie lo ha visto jam�s. Usted es Manuel Mandeb. Usted es Jorge Allen. Usted es Salzman y Castagnino. Usted quisiera ser filósofo, ser poeta, ser mśsico, ser jugador, pero apenas si se atreve a contar historias, d�ndose aires de no creerlas del todo.
- Esa es otra de sus alegor�as. Claro que en cierto modo soy Mandeb como en cierto modo soy la emperatriz de Bizancio. Pero, segśn se ve, los brujos de Chiclana no se contentan con met�foras. Usted no cumplió.
- Le aseguro que cumpl�.
- Y entonces, si ya rompió el hechizo, ż por qu� no se detiene ?
Dorkas empezó a pisar m�s fuerte que nunca.
- Hay algo que usted debe saber: todos estamos condenados a un hechizo cósmico. El universo es irremediablemente fugitivo. Nadie puede detenerse. Salvo que usted sea tan estśpido como para creer que detenerse es esto.
Y se plantó, firme como una estatua, delante de m�.

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