Capítulo ocho
10 DE OCTUBRE DE 1991
Amanecía cuando decidieron que ya estaba bien de videojuegos.
Acostumbrados a la oscuridad de la sala, donde los rasgos de un individuo apenas se distinguían de los de otro, los fluorescentes del complejo comercial los deslumbraban. Se rieron mientras daban tiempo a que los ojos se adaptasen.
Las tiendas y bares hacía ya horas que habían cerrado. Sus voces resonaban en la plaza; era un alivio poder mantener conversación sin tener que gritar para hacerse oír por encima los cacofónicos ruidos de la sala de juegos.
—¿Seguro que no habrá problemas?
Jerry Ward dedicó a su nuevo amigo la sonrisa abierta y segura de los chicos de dieciséis años felices y bien adaptados.
—Mis padres ya estarán dormidos. No me esperan levantad
—No sé, me parece extraño que me invites así como así. Apenas nos conocemos.
—¿Qué otra forma mejor para conocernos? Acabas de perder tu empleo y necesitas un trabajo, ¿no? Mi padre tiene un negocio y siempre contrata gente. Algo te encontrará. Y esta noche necesitas un sitio donde dormir. Te ahorrarás unos dólares si quedas en la habitación de invitados. Si te molesta lo que puedan pensar mis padres, te despierto temprano por la mañana, te ha salir sin que te vean y te los presento después. No tienen por q saber que has dormido en casa. Así que tranquilo —rió y extendió los brazos—. ¿Vale? ¿Estás tranquilo?
La cordialidad de Jerry era contagiosa y le provocó una sonrisa.
—Estoy tranquilo.
—Genial. ¡Guau! ¡Mira esos patines!
Jerry se detuvo delante del escaparate de una tienda de deportes donde estaban expuestos patines de ruedas en línea con toda su parafernalia.
¿Has visto ésos con las ruedas verdes? Son demasiado. Es lo que quiero como regalo de Navidad. Y el casco también. A juego.
Nunca he intentado patinar con eso. Me parece peligroso.
—Es lo que dice mi madre, pero creo que para Navidad ya la habré convencido. Está tan contenta de que haga cosas normales que es fácil de ablandar.
Jerry dio un último y codicioso vistazo al objeto de su deseo antes de seguir andando.
¿Qué quieres decir con eso de «cosas normales»?
¿Cómo? Oh, no importa.
-Perdona, no intentaba meter la nariz en asuntos privados.
Jerry no tenía la intención de ofender a su nuevo amigo, pero había sido un inútil durante tantos años y estaba tan contento de ya no serlo que odiaba los recuerdos de su enfermedad.
—Verás, es que estuve enfermo de niño. Grave de verdad. Desde los cinco años hasta el año pasado. De hecho, mañana es el aniversario y mamá dará una fiesta para celebrarlo.
—¿Celebrar qué? Si no te importa que lo pregunte.
Habían llegado a la puerta de salida y el guardia de servicio estaba acurrucado en un banco. Roncaba. Jerry miró frente a frente a su compañero con expresión dubitativa.
—Promete que si te lo digo no pensarás que soy anormal.
—No pensaré que eres anormal.
—Bueno, es que muchas personas lo encuentran raro —Jerry suspiró—. Llevo un corazón trasplantado.
La declaración fue recibida con una carcajada de incredulidad.
—Ya. Vale.
—Te lo juro. Estaba a punto de morir y encontraron un corazón a tiempo.
—¿En serio? ¿No me tomas el pelo? ¡Dios mío!
Jerry rió.
—Sí, mis padres creen que Dios tuvo algo que ver. Vamos.
Empujó la puerta y le dio en la cara una ráfaga de viento frío y húmedo.
—Mierda vuelve a llover. Cada vez que cae un chaparrón se desborda el riachuelo que hay cerca de casa. ¿Dónde tienes el Coche?
—Allí.
—El mío está también por esa zona. ¿Quieres que te acompañe?
—No. Espérame delante de Sears y desde allí te seguiré.
Jerry levantó el pulgar, se puso la capucha del anorak y salió al aguacero. No se fijó en la mirada de su compañero al guardia que seguía durmiendo.
Después de la operación de trasplante, los Ward le habían comprado a Jerry un flamante utilitario. Dobló el callejón, por delante de Sears e hizo sonar el claxon dos veces. Vio a través del retrovisor que el otro coche se situaba detrás de él.
Tarareaba la canción de la radio y se acompañaba con alga percusión mientras iba circulando por las calles que comunicaban los suburbios de Memphis con la zona rural. Mantuvo la velocidad moderada para no distanciarse demasiado del coche lo seguía. Si no se conocía el camino que se adentraba en el que, de noche era fácil perderse.
Al acercarse a un puente estrecho, Jerry aminoró la marcha. Tal y como había previsto, el riachuelo bajaba rápido y crecido Casi había llegado a la mitad del puente cuando el coche sufrió una embestida por detrás.
—¿Qué diablos...?
Jerry notó una sacudida hacia adelante, pero el cinturón seguridad lo sujetó. Entonces su cabeza cayó hacia atrás por retroceso y sintió como si alguien le hubiera metido un clavo ardiendo en la nuca.
Chillé de dolor y, de manera instintiva, se llevó las manos la cabeza. Cuando soltó el volante, el otro coche embistió nuevo contra su parachoques trasero. Saltaron astillas de madera cuando el utilitario se estampó contra la débil barricada. Por instante, el pequeño vehículo voló por los aires; luego, cayó a negra agua que formaba remolinos y que, en cuestión de segundos, le golpeaba el parabrisas.
Gritando como un poseso, buscó el cierre del cinturón y soltó. Enseguida, buscó a tientas, frenético, la manilla de puerta antes de recordar que ésta se cerraba de forma auto tica con el motor en marcha. Mierda.
El agua le llegaba hasta la rodilla, levantó las piernas y pateó con todas sus fuerzas la ventana hasta que el cristal se rompí Pero la rotura había sido por la fuerza del agua, que entró a raudales e inundó el vehículo.
Jerry contuvo el aliento. Sabía que su vida había acabado. La muerte, a la que un año antes pudo burlar, venía ahora a cobrar su deuda.
Estaba a punto de reunirse con Dios. Mejor dicho, un desconocido lo había enviado a reunirse con Dios.
El último pensamiento de Jerry Ward fue de rabia y de perplejidad.
¿Por qué?