Capitulo


Capitulo 11

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Durante los días tranquilos que siguieron, Christina y Philip establecieron una rutina bastante regular. Él compartía con Christina todas las comidas, pero la dejaba sola durante la mañana y la tarde. La llevaba al estanque a bañarse todas las tardes, antes de la cena, y después de la comida la acompañaba, ocupado en limpiar sus armas, leer o simplemente meditar.

Todas las noches Philip le hacía el amor y cada vez ella se debatía con todas sus fuerzas hasta que la pasión derrumbaba todas sus resistencias. Christina no podía negar que esa relación amorosa le deparaba un placer muy intenso; pero precisamente por eso odiaba a Philip más que nunca.

Philip provocaba en Christina sentimientos extrañamente contradictorios. Cuando él estaba cerca, Christina se sentía nerviosa. Nunca podía prever lo que él le haría. Conseguía que ella perdiese el control y provocaba su cólera, y después convertía este sentimiento en miedo. Por que ella le temía; en efecto, creía que estaba dispuesto a golpearla si lo provocaba demasiado.

Había transcurrido una semana desde el día que Philip había traído a Christina al campamento. Como no tenía nada más que hacer, había terminado la blusa de seda verde y dos faldas más. Pero ya estaba cansada de coser. También estaba hastiada de permanecer un día tras otro, la jornada entera, en el interior de la tienda.

Aquella mañana, después del desayuno, Philip salió sin decir palabra. Christina sabía que estaba encolerizado porque ella no había querido explicarle la razón de sus lágrimas la noche anterior, ¿cómo podía confesarle que lloraba porque su propio cuerpo la traicionaba? Se había jurado que sus caricias no la conmoverían y que yacería serena, imperturbable, al lado de su raptor. Pero Philip la había excitado con movimientos sabios y pacientes, y al final la había dominado, como todas las noches.

Pero esta vez Philip no se contentó con dominarla una vez. Había reafirmado implacablemente su poder sobre ella por segunda y por tercera vez y Christina había compartido apasionadamente cada minuto de amor. Pero cuando él la dejó y descansó sobre el lecho, Christina se echó a llorar.

Cuando Philip trató de consolarla, Christina se limitó a llorar más intensamente que antes y le dijo que la dejase en paz. Estaba disgustada consigo misma más que con él porque aquel amor le daba tanto placer. Pero cuando ella no quiso explicarse, Philip mostró una cólera fría. Christina lloró hasta quedarse dormida.

Ahora, a medida que avanzaba la mañana, Christina se sentía agobiada por la inactividad. Apartó la labor y se acercó a la entrada de la tienda. La luz del sol filtrada a través de las plantas parecía tan grata, que Christina olvidó su temor a la reacción de Philip si descubría que había salido de la tienda. Se acercó al corral, reconfortada por el calor del sol.

Se detuvo bruscamente cuando vio a Philip. Estaba en el amplio corral acompañado por Ahmad, que montaba un hermoso caballo árabe. Los demás animales pastaban pacíficamente en la colina, con las ovejas. Ella continuó avanzando valerosamente. Cuando llegó a la empalizada del corral, el caballo se movió inquieto. Philip se volvió para ver qué molestaba al animal y los ojos se le entrecerraron amenazadores cuando vio a Christina. Tranquilizó al caballo y luego se acercó a la joven con paso rápido.

- ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó irritado Philip-. No te he autorizado a abandonar la tienda.

Christina trató de dominar la cólera que comenzaba a invadirla.

- Philip, no podía soportar estar un minuto más en esa tienda. No estoy acostumbrada a que me encierren. Necesito sentir el sol y respirar el aire de la mañana. ¿No puedo estar aquí y observarte? Me interesa saber lo que haces todos los días -mintió.

- Entre otras cosas, entreno estos caballos -dijo Philip.

- ¿Para qué? -preguntó Christina, tratando de ganar tiempo.

- ¿Realmente quieres saberlo, Christina? ¿O es otro de tus juegos?

- Como bien sabes, no puedo ganar en un juego en el cual tú eres el antagonista -dijo Christina-. De veras, deseo saber cómo entrenas a tus caballos.

- Muy bien. ¿Qué quieres saber?

- ¿Para qué los entrenas?

- Para que respondan a las ordenes del jinete con la presión de las rodillas y no de las manos. A veces las manos no pueden manejar las riendas, por ejemplo en combate o después de una incursión. También se obtienen otros resultados, porque nadie puede robar nuestros caballos... salvo que los lleven de la brida. No aceptan a los jinetes que usan las riendas para dirigirlos.

- Muy ingenioso -dijo Christina, ahora más interesada-. ¿Pero cómo le enseñas a los caballos a obedecer a la presión de las rodillas?

- Se induce al caballo a avanzar en cierta dirección, por ejemplo a la izquierda, mientras el jinete presiona en ese sentido. Continuamos en la misma dirección un rato, hasta que el caballo aprende.

- ¿Cómo le ordenas que se detenga?

- Como no usamos montura, utilizamos los pies para detenerlos... Les clavamos las espuelas en los flancos mientras sujetamos fuertemente el bocado. ¿Estas satisfecha ahora?

- Sí. ¿Puedo quedarme aquí un rato para verlo? -preguntó ella con expresión sumisa.

- Si estas callada y no molestas al caballo -contestó Philip, dirigiéndole una mirada inquisitiva un momento antes de apartarse.

¡Ajá!... lo había conseguido. Se había liberado un rato de esa maldita tienda. Christina dejó errar sus pensamientos mientras mantenía fijos en Philip los ojos verdeazules.

Deseó intensamente montar aquel bello animal. Tal vez pudiese convencer a Philip de que le permitiese montar uno de los caballos o mejor todavía que le entregase un animal aún sin domar. No sería como montar a Dax y recorrer los fértiles campos verdes de su patria, pero era mejor que privarse por completo del placer de la equitación.

De pronto, Christina comprendió que estaba pensando en un futuro en ese campamento. Maldición; ¿por qué no venía John a rescatarla? Pero era probable que John creyese que ya había muerto. Necesitaba encontrar el modo de huir, pero no podía hacerlo sola. Precisaba un guía que la ayudase a cruzar el desierto y la protegiese de las tribus de bandoleros. Necesitaba alimentos, agua y caballos.

¿Podía esperar a que Philip se cansara de ella? ¿Cuánto tardaría en llegar a esa situación? Y tal vez Philip no la devolviese a su hermano cuando ya no la deseara. Quizá la vendiese como esclava y la destinara al harén de otro hombre.

Si lograba enamorarlo, tal vez pudiera persuadir a Philip de que le permitiese abandonar la tribu. ¿Pero cómo conseguirlo si él sabía que Christina lo odiaba? Además, él mismo le había dicho que sólo deseaba su cuerpo.

- Christina.

Alzó los ojos hacia el rostro sonriente de Philip.

- Te he llamado dos veces. Extraño modo de demostrar interés en lo que hago.

- Disculpa -respondió Christina con una sonrisa-. Estaba pensando en mi caballo Dax y en que desearía cabalgar.

- ¿Lo hacías a menudo en tu casa?

- ¡Oh, sí! Cabalgaba varias horas cada día -respondió Christina con entusiasmo.

Volvieron caminando a la tienda, donde los esperaban fuentes humeantes de avena, arroz y gran variedad de dulces: el almuerzo. Había un recipiente con té para Christina y un odre de vino para Philip.

- Esta tarde saldré un rato del campamento -dijo Philip cuando se sentaban a comer-. Diré a Ahmad que cuide la tienda mientras yo no estoy. Se trata de protegerte, y no de otra cosa.

- Pero, ¿adonde vas?

- A un ghazw -respondió Philip irritado.

Era evidente que ella había rozado algo que Philip no deseaba comentar. Pero su curiosidad femenina no le permitió callar.

- ¿Un ghazw? ¿Qué es eso?

- Christina, ¿tienes que preguntarme siempre tantas cosas? -La voz de Philip trasuntaba cólera y Christina se estremeció a pesar del calor-. Si quieres saberlo, es una incursión. Syed descubrió una caravana esta mañana. Como nuestra provisión de alimentos es escasa, tendremos que apoderarnos de lo que necesitemos para sobrevivir un tiempo. ¿Responde esto a tu pregunta o necesitas saber más?

-¡No hablarás en serio! -Christina estaba abrumada. Dejó de comer y contempló los fríos ojos verdes-. ¿Por qué no puedes comprar lo que necesitas? Rashid tiene las joyas que tu rechazaste. Seguramente tú mismo posees bastante riqueza. ¿Por qué tienes que robar a otra gente?

Philip la miró y los reflejos amarillos de sus ojos verdes desaparecieron cuando la contempló, dominado por la ira.

- Christina, no toleraré más preguntas. Te lo diré una vez y sólo una vez. El bandolerismo es la costumbre de mi pueblo. Robamos para sobrevivir, como lo hemos hecho siempre. Tomamos sólo lo que necesitamos. Aquí no tengo riquezas, porque no las necesito. Rashid me guarda rencor, y yo comprendo sus sentimientos; por eso no reprimo su anhelo de riquezas. Le permito conservar lo que roba. ¡No vuelvas a hacerme preguntas!

Giró sobre sus talones y salió furibundo de la tienda. Christina se sintió conmovida. Tenía la impresión de que caía en un pozo sin fondo.

¡Philip era un bandolero! Sin duda había asesinado implacablemente a muchos hombres durante sus incursiones. ¡Y era probable que le agradase matar! Y ella -Christina Wakefield- estaba a merced de ese hombre.

Christina tembló incontroladamente, recordando la cólera que él acababa de mostrar. ¿Sería capaz de matarla si ella lo apremiaba excesivamente? Era un bandolero y ella conocía dónde solía acampar. ¿Era verosímil que, sabiendo lo que sabía, Philip le permitiese alejarse del lugar?

Oyó los caballos que salían al galope del campamento. Partían en busca de pillaje y saqueo y sólo Dios sabía de qué más. Christina sintió que no podía soportar ese nuevo miedo. Tenía que saber lo que Philip se proponía hacer con ella. Si estaba condenada a morir, quería saberlo.

Se acercó rápidamente a la entrada de la tienda y encontró a Ahmad sentado en el suelo, a un lado. Estaba limpiando meticulosamente una larga espada de plata con empuñadura curva.

- Ahmad -se atrevió a decir Christina-, ¿puedo hacerte una pregunta?

Él la miró con expresión de asombro.

- No está bien. Las mujeres no hacen preguntas. No les corresponde.

Eso era demasiado. ¡Esta gente era bárbara!

- Pero Ahmad, a mí no me educaron como a tus mujeres. Me criaron con la idea de que soy igual a los hombres, y ¿no me comprendes? Sólo deseaba saber si Abu ha traído antes a otras mujeres -dijo, con la esperanza de que Ahmad creyese sencillamente que ella sentía celos.

Ahmad sonrió.

- No; eres la primera mujer que el jeque Abu ha traído al campamento.

- Gracias, Ahmad -dijo Christina con una sonrisa.

Regresó a la tienda, y comenzó a pasearse de un extremo al otro de la habitación. Lo que sabía de nada le servía. Si hubiese existido otra mujer, Christina habría podido descubrir cuál habría sido su destino cuando Philip se hubiese cansado del asunto. Ahora tendría que encararse a Philip con la pregunta que la torturaba. Rogó a Dios que él estuviese de mejor humor cuando regresase.

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