CAPITULO16


16

Tal vez Melissa alimentaba en su mente ideas de paz, pero Dominic estaba contemplando hoscamente el modo de vengarse del cuerpo seductor de su mujer. Ella no sería la única que obtu­viese lo que deseaba de esa farsa de matrimonio, pensaba sombrío mientras guiaba a su garañón bayo por el camino sinuoso que con­ducía a Willowglen.

Al salir de la cabaña, no había pensado en ir a determinado lugar; sencillamente, necesitaba distanciarse un poco de esa calcu­ladora y pequeña esposa, pues no deseaba reaccionar con violen­cia.

Su orgullo había recibido últimamente graves golpes a manos de la nueva señora de Slade, pero no estaba en su carácter so­portar sumisamente esos desaires e insultos, y Dominic se había consolado pensando en diferentes modos de someter a esa dama mercenaria y tramposa con quien él había tenido la mala suerte de casarse. Pero por extraño que parezca descubrió que sus más sa­tisfactorias imágenes de venganza eran aquellas en que una Melis­sa tiernamente arrepentida rogaba las caricias y el afecto de su es­poso. Por supuesto, él volvería la espalda con indiferencia a esos lastimosos pedidos de afecto -por lo menos, tenía la esperanza de proceder así, aunque advertía en sí mismo cierta inquietud cuan­do llegaba a ese punto.

Cuando terminó de regodearse imaginando unas pocas es­cenas referidas al sometimiento de su esposa, comenzó a sentirse un poco mejor; su primer ataque de sombría cólera se alivió un tanto. Entonces descubrió que había recorrido casi la mitad del camino hasta Willowglen. Como por el momento no deseaba volver a su casa, continuó avanzando, pensando en la posibilidad de charlar un rato con Zachary, y también en la perspectiva de ver de nuevo a Locura.

Ciertamente, Dominic no había pensado encontrarse con Deborah Latimer, o más bien, lady Deborah Bowden, como ahora se llamaba la dama. Pero acababa de entrar por la huella que con­ducía a Willowglen cuando se encontró con ella, que venía segui­da de cerca por su criado.

Aunque no estaba de humor para intercambiar cortesías, Dominic no tuvo más remedio que detenerse y saludar a la dama. Además, estaba el hecho de que sentía cierta curiosidad por saber cuál era la causa de que ella hubiese ido a visitar al joven Zack.

Sonriendo dijo: -Buenos días, lady Bowden. ¿Salió a dar un paseo matutino?

Los rasgos delicados enmarcados por rizos color oro, los grandes ojos azules límpidos y sugestivos, Deborah saludó a Do­minic con una tenue sonrisa.

-Buenos días, Dominic- dijo con su voz clara y cantarina. Dirigiéndole una mirada de reprobación, agregó: -¿Es necesario que te muestres tan formal conmigo? Sobre todo porque antes...

Era sorprendente, pensó asombrado Dominic mientras es­taba sentado en la montura, controlando sin esfuerzo a su inquie­to caballo, cuanta indiferencia sentía ahora frente a ella. Con cu­riosidad paseó la mirada sobre el cuerpo de la dama, y vio cuán hábilmente el atractivo vestido de montar, confeccionado con lienzo azul zafiro, revelaba las curvas maduras, y al mismo tiempo tomó nota de la elegancia con que montaba la hermosa yegua ne­gra -y también cobró conciencia de que la frágil hermosura de De­borah no lo conmovía en absoluto.

A los veinticinco años, Deborah era sin duda hermosa. La cara pequeña tenía la forma perfecta de un corazón, y todos sus rasgos, desde los ojos azules de largas pestañas a la boca rosada de labios exquisitamente formados. No era muy alta, pero tenía una figura bien formada que a los ojos de Dominic siempre habla sido muy atractiva; y aunque él podía admirar su apariencia, había aprendido por experiencia que detrás de ese bello porte, había es­casa inteligencia. Otrora había creído que ella era la expresión de la perfección, pero las maquinaciones de Latimer y las propias ac­titudes de Deborah le habían demostrado el error de esa opinión. El ya no le guardaba el más mínimo rencor en vista de que Debo­rah se había apoderado de los sueños juveniles de Dominic y los había pisoteado. A decir verdad, el único sentimiento que Debo­rah Bowden despertaba en él ahora era la compasión. Y en efec­to, la compadecía. Compadecía la falta de fibra que había permi­tido que ella fuese atropellada por su hermano inescrupuloso, que la había obligado a contraer matrimonio con un hombre que hu­biera podido ser su abuelo. Compadecía la falta de coraje que ni siquiera ahora le permitía liberarse del dominio de Latimer. Com­padecía en ella la falta de fibra y de fuerza para luchar...

Preguntó amablemente: -¿Todo está bien? ¿Latimer no ha...?

Los ojos hermosos se llenaron de lágrimas, y maldiciendo su propia y estúpida blandura, Dominic desmontó deprisa y cami­no hasta el caballo de Deborah. Moviendo los ojos hacia el criado de expresión neutra, murmuró: -Adelántate, James... desearía ha­blar con tu ama en privado.

El criado apenas había desaparecido tras un recodo del ca­mino y ya Deborah se habla arrojado en brazos de Dominic, con el cuerpo sacudido por intensos sollozos.

-¡Oh, Dom! -gimió. Si por lo menos te hubiese escuchado hace años, cuando me hablaste en Londres.

Los brazos ocupados, aunque sin que él lo deseara, por ese cuerpo femenino aquiescente, Dominic miró inquieto alrededor, y formuló íntimamente el deseo de que nadie viniese a presenciar esa escena embarazosa.. Con expresión resignada dijo: -Vamos, Deb, ya hablamos antes de todo esto. No te culpo por lo que suce­dió, pero fue hace mucho, y tú elegiste, y es inútil retornar al pasa­do... como te lo dije hace una semana.

Con los brazos alrededor del cuello de Dominic, Deborah apretó la cara contra el pecho del joven, y emitió una minúsculo y desgarrador gemido.

-Sé que tienes razón, y no debía haberte escrito, ni debí pe­dirte una entrevista cuando ya estabas comprometido -continuó diciendo con voz dolorida-. Exijo demasiado a nuestra vieja amis­tad y a tu buen corazón.

En su fuero íntimo, Dominic coincidió con ella. Le había es­crito tres o cuatro veces después de saber que Dominic estaba en la región, y esas cartas habían sido tan lamentables y dolorosas que él al fin se sintió obligado a verla, a ofrecer su ayuda. Y cuan­do la vio, y contempló la sucesión de sentimientos dolorosos que se expresaban en esos bellos rasgos, mientras Deborah narraba Sus sufrimientos, los insultos de Latimer, sus amenazas, y los temo­res que ella misma sentía, Dominic se había sentido muy conmovi­do y colmado de compasión en vista de las dificultades en que ella se debatía. Su primer impulso había sido apartarla de Latimer, y en una actitud extravagante había propuesto llevarla a la casa de sus padres en Natchez -le había dicho que allí estaría segura. Ella rechazó completamente la idea y entonces él propuso cederle una suma de dinero; no una cantidad muy elevada, pero silo suficien­te para asegurar su independencia silo administraba moderada­mente; pero Deborah también rechazó esa alternativa, y se limitó a mirar a Dominic con esos grandes ojos azules que le decían cuánto confiaba en él.

En una actitud incomprensible para Dominic, antes que aceptar su dinero Deborah se mostraba dispuesta a permitir que Latimer continuase maltratándola, y tal parecía que de nuevo el hermano Julius había puesto el ojo en un anciano achacoso y rico, que a juicio de Latimer sería un excelente segundo marido para la joven. Dominic había discutido vigorosamente con ella, le había dicho que no debía ser tan tonta, que era necesario que sencilla­mente rehusara acatar las exigencias de Latimer. Pero Deborah había meneado lentamente la hermosa cabeza.

-Oh, no puedo -había exclamado casi sin aliento-. Es mi hermano, y me golpeará sin piedad si no hago lo que él exige. Eso, o me arrojará sin un centavo a la calle. Tú no entiendes.

Dominic no quiso discutir esas posibilidades. Sencillamen­te, no entendía el razonamiento de Deborah. No entendía por qué al parecer permitía que Latimer se le impusiera y la manipulase, o por qué, puesto que lo había rechazado en Londres, ahora ella creía que Dominic era su único salvador. Sabía que esa situación en parte era por su propia culpa -jamás hubiera debido responder a la última carta de Deborah. Pero antes, ella había significado to­do para Dominic, y aunque ya no lo atraía en absoluto, el recuer­do de lo que había sido despertaba su deseo de ayudarla. Dominic reconocía con desagrado que Royce, si se enteraba de la situación, criticaría implacablemente tanta blandura del corazón; pero en efecto, compadecía a Deborah y deseaba verla feliz. Si por lo me­nos, pensaba impaciente, me permitiese enviarla a Londres, lejos de la influencia de Latimer.

Suspirando, enlazó distraídamente con el brazo la cintura de la joven, y apoyó la mejilla sobre el sombrerito de montar de castor negro.

-Deborah -murmuró-, ¡tienes que abandonar a Latimer! Permite que resuelva ese problema en tu nombre.

Fue mejor que Melissa no pudiese oír lo que había dicho, pues nada más que ver a su marido en medio del camino abrazan­do a Deborah Bowden fue suficiente para inducirla a rechinar fea­mente los dientes, y determinó que sus ojos dorados ardiesen con una luz decididamente mortal. Sofrenando bruscamente su caballo, permaneció en el lugar, dominada por la furia, con su pecho agitado. La idea de hacer las paces y la esperanza que ella alimen­taba de que Josh y Latimer se hubiesen equivocado al mencionar las inclinaciones de su esposo a las aventuras con mujeres se disi­paron en un instante. Era dudoso a cuál de los dos transgresores habría preferido flagelar primero con su látigo de montar, pero al advertir con suma renuencia que una lluvia de latigazos a lo sumo complicaría la situación, controló este impulso inmediato con muchísimo esfuerzo. Y mientras pasaban los segundos y ella per­manecía inmóvil, mirando hostil a la incauta pareja, concibió una idea de fundamental importancia: aunque Dominic realmente fue­se un mujeriego, y de eso ya no le cabía la más mínima duda, to­davía era su esposo, todavía era el único hombre que había demos­trado que podía conmover sus sentimientos más profundos, y Melissa no estaba dispuesta a mirar sumisamente y permitir que Deborah Bowden le arrebatase a ese hombre. ¡Y tampoco, pensó entrecerrando los ojos, estaba dispuesta a abandonar el campo tranquilamente a la otra mujer!

Una docena de planes poco prácticos cruzaron su mente, pero no tuvo tiempo de examinar cada uno, y dando rienda suelta a su carácter impetuoso, espoleó al caballo. Imponiendo a sus la­bios una alegre sonrisa, gritó gozosa: ¡Oh, Dominic! ¡Estás aquí! Qué perverso de tu parte adelantarte de ese modo. -Se aproximó a la pareja que sin duda estaba en guardia, y sonrió amablemente a los dos, comportándose como si le pareciese aceptable que el hombre que era su marido desde hacía menos de un día abrazara públicamente a otra mujer. -Hola, lady Bowden. ¿Cómo está esta mañana?

Hubiera sido difícil determinar cuál de los dos protagonis­tas principales estaba más desconcertado. Por cierto, Dominic sabía que él no se habría comportado tan suavemente si hubiese sorprendido a Melissa en ese tipo de situación comprometida. Era difícil decir qué pasaba por la mente de lady Bowden; los ojos azu­les permanecían fijos, con expresión inocente, en los rasgos vi­brantes de Melissa, y una sonrisita trémula le curvaba la boca de labios llenos.

-Oh, señorita Seymour -comenzó a decir Deborah, y des­pués, con una risita, se corrigió amablemente-. Pero por supues­to, ahora usted es la señora Slade. Qué tontería he dicho.

Sin prisa, Deborah retiró los brazos del cuello de Dominic, Y se apartó un poco de él. Mientras alisaba la falda impecable de su traje de montar, murmuró: -No debe enojarse si me ve lloran­do en el hombro de Dominic. Somos viejos amigos, y las costum­bres tardan en desaparecer, como sin duda usted sabe muy bien.

Sonriendo, Melissa replicó con dulzura: -Por supuesto, no desearía que nada se interponga entre tan viejos amigos.

Sofocando la sonrisa casi incontenible que trataba de mani­festarse en las comisuras de sus labios ante la expresión dolorida en la cara de Deborah, Dominic desvió rápidamente la mirada, y su corazón se sintió reanimado por las sugerencias de este diálo­go. Su joven esposa podía mostrarse indiferente ante él, pero si Dominic sabía a qué atenerse, y a juzgar por el brillo belicoso de esos ojos de inverosímil color topacio, podía tener la certeza de que en efecto ella sentía profundos celos ¡~ estaba dispuesta a lu­char por él!

Su primera reacción al ver que Melissa se acercaba a ellos había sido de cólera y desesperación; cólera ante su propia ton­tería, y desesperación porque pensó que tal vez jamás lograría ex­plicar cuán inocente era realmente la situación. También sintió el intenso deseo de retorcer el delgado cuello blanco de lady Bow­den, que lo había metido en ese lamentable episodio. Dominic había soportado momentáneamente el embarazo natural y el ner­viosismo de un hombre atrapado en un aprieto tan compromete­dor, pero ante el amable saludo de Melissa, otros sentimientos ocuparon el centro-admiración por su belleza y el dominio de sí misma, y verdadero placer porque ella estaba mostrando signos tan evidentes de celos. Si ella sentía por él tanta indiferencia como afirmaba, ¿por qué se mostraba celosa cuando él buscaba consue­lo en los brazos de otra? Y si ella sentía celos, entonces podía afir­marse que se ofrecía a Dominic una serie entera de interesantes posibilidades.

Se abstuvo con dificultad de sonreír estúpidamente, e inclu­so descubrió que en el fondo se sentía agradecido a Deborah que había tramado esa pequeña escena. Disimulando tanto su regoci­jo como el placer que sentía en vista de las circunstancias en que de pronto se encontraba, se apartó de Deborah y se acercó a Me­lissa.

Apoyando una mano cálida sobre la de Melissa, que aferra­ba con fuerza las riendas del caballo, murmuró: -Es muy amable de tu parte esta actitud tan gentil y tolerante. -Una luz burlona apareció en los ojos grises.- La mayoría de las esposas no se mostrarían tan comprensivas... pero por otra parte, has aclarado que lo que yo haga no te preocupa, ¿verdad?

Melissa emitió un extraño y breve sonido ahogado, y contuvo el ansia de decirle exactamente lo que opinaba de la conducta deplorable del propio Dominic, y hablando entre dientes, dijo sin levantar la voz: -Querido, si eres discreto...

Desvió la mirada hacia Deborah, que escuchaba muy aten­tamente, -puedes tener todas las queridas que desees.

Y después de disparar el último cañonazo, clavó cruelmen­te las espuelas en los flancos de su caballo y lo obligó a volver gru­pas, y su vestido se desplegó en el aire, detrás, mientras ella for­zaba al animal a lanzarse a toda carrera.

Divertido, Dominic la vio desaparecer por el camino, y se dijo que ella lucía un aspecto deslumbrante, con sus cabellos ru­bios cayendo en desorden a los costados de las mejillas, y los ojos despidiendo chispas doradas. Incluso el vestido, que mostraba una proporción inmodesta de los esbeltos tobillos y las pantorrillas, había acentuado la cautivante belleza de la joven, confiriéndole ese aspecto de criatura indómita que excitaba intensamente los sentidos de Dominic. Continuó contemplando la figura que se ale­jaba hasta que la voz de Deborah lo obligó a regresar al desagra­dable presente.

-Dominic, ¿qué clase de muchacha traviesa has desposa­do? -dijo Deborah con gentil malicia-. Oí decir que el padre le permitió crecer sin freno, pero nunca había llegado a creerlo. ¿Observaste lo impropio de su atuendo? -Emitió una exclamación escandalizada, y continuó con cierta malevolencia.- ¡Esa mucha­cha te tendrá realmente ocupado!

Con una sonrisa en la boca bien formada, Dominic se volvió para mirar a Deborah.

-Sí, así es...y créeme, querida Deborah, ¡cada minuto de mi tarea será un placer! Ahora, te ayudo a montar... ¿O prefieres que llame a tu criado?

Comprendiendo que por el momento él no caería víctima de sus argucias, Deborah sonrió seductora y murmuró: -Oh, vaya, te irrité, ¿verdad?

Mirándola fríamente, Dominic dijo con voz y expresión muy amables: -Vaya, no. Pero como comprenderás, debo seguir mi ca­mino.

Deborah encogió con buen talante los angostos hombros, y dijo alegremente: -Por supuesto, qué tonta soy... seguramente deseas estar con tu esposa.

Dominic se limitó a mover la cabeza con un gesto de asen­timiento, y sin mayor esfuerzo ayudó a montar a Deborah. Vol­viendo a montar en su caballo, dijo impasible: -Buenos días, que­rida, ojalá que no permitas que tu hermano se aproveche de ti como hizo antes... y recuerda, mi ofrecimiento de enviarte a casa de mis padres o a Londres todavía se mantiene.

Bajando los ojos recatada, Deborah respondió en un tono acentuadamente sentimental: -Dominic, eres demasiado generoso. Jamás olvidaré todas las bondades que me prodigaste. Te con­sidero mi único amigo.

Dominic se encogió de hombros, incómodo, y meneando la cabeza murmuró: -Deb, no digas eso. Estoy seguro de que hay otros que te apoyarán, si perciben que es necesario. Y ahora, ¿me disculpas?

Dirigiéndole una sonrisa astuta, Deborah asintió: -Adiós, querido, ve con tu esposa, y yo... -Emitió un hondo suspiro.- Iré con mi hermano.

En circunstancias normales, esas palabras habrían conmo­vido a Dominic, pero ahora ya estaba pensando en Melissa, de mo­do que respondió casi distraídamente: -Si, hazlo. Buenos días.

Y sin dirigirle otra mirada ni una palabra más, espoleó a su caballo y lo lanzó al galope, deseoso de encontrar a su celosa es­posa.

La encontró donde sospechaba que debía estar, en los esta­blos de Willowglen. Se hallaba en uno de los picaderos; Locura es­taba atado a la empalizada encalada, y Melissa cepillaba indus­triosamente el pelaje ya impecable del corcel, y tenía una expresión feroz en la cara.

Después de desmontar, Dominic entregó las riendas a uno de los peones del establo, y caminó hacia Melissa. Apoyando los brazos sobre el borde superior de la empalizada de madera, per­maneció allí varios minutos, contemplando distraídamente cómo ella continuaba cepillando a Locura, con pasadas que eran más enérgicas y veloces a medida que transcurrían los minutos.

Melissa había tenido perfecta conciencia de Dominic desde el instante en que él apareció montado en su caballo, pero se había negado obstinadamente a reconocer su aproximación, incluso cuando él se acercó y se apoyó en la empalizada. Melissa estaba entretenida con la grata fantasía de ver la cara de lady Bowden hundida en la pila de estiércol. En ese momento había llegado Do­minic, pero su intromisión había echado a perder a Melissa el go­ce de ese pasatiempo. La joven no había podido concebir todavía un castigo bastante horrible para él, y volviéndole intencionalmen­te la espalda continuó cepillando vigorosamente a Locura, y con­templando y desechando varias torturas desagradables para su ex­traviado marido. Mientras él continuaba apoyado imperturbable en la empalizada, al parecer absorto en la contemplación de la ac­tividad de Melissa con el caballo, el sentimiento que ella experi­mentaba en el sentido de que se la despreciaba, comenzó a acen­tuarse, hasta que al fin ella ya no pudo soportar más. Arrojó vio lentamente el cepillo, y se volvió para enfrentar a su marido. Con las manos en las caderas, los ojos color topacio resplandeciendo irritados, gritó: -¡Cómo pudiste hacer eso! No llevamos veinticua­tro horas de casados, y ya... y ya...

Las palabras le faltaron, y miró a Dominic con silenciosa cólera.

Deseoso de colaborar, él completó la frase: -¿Me dedico a las mujeres?

Casi explotando de rabia, ella zumbó: -¡Sí, te dedicas a las mujeres!

Su cara convertida en la imagen de la inocencia, Dominic murmuró: -Pero seguramente eso no te conmueve. Te advertí ano­che que había otras que no considerarían tan desagradables mis avances. -Su mirada se deslizó sensual sobre el cuerpo de Melis­sa.- ¿O cambiaste de idea?

-¡Sí! ¡No! ¡Tú me confundes! -murmuró irritada Melissa, muy consciente del sobresalto de su corazón ante la expresión de los ojos de Dominic. Furiosa consigo misma porque dejaba entre­ver la agitación que sentía, enfrentó de lleno la mirada interesada y dijo groseramente: -Vete. No quiero hablar contigo.

Enojada y desconcertada al mismo tiempo parecía tan atractiva que Dominic tuvo que hacer un esfuerzo para contener el impulso de saltar la empalizada y abrazarla. Sin ofrecer ningún signo de lo que sentía, observó como al descuido: -Muy bien, que­rida, puesto que eso es lo que deseas. Pero recuerda que silo pien­sas mejor, tienes que hacérmelo saber. Hasta ese momento, ¿su­pongo que tengo tu autorización para divertirme?

Melissa había caído en la trampa que ella misma había pre­parado, y ahora sólo podía mirar deprimida a Dominic, y sopesó los dos cursos de acción que se le ofrecían. Podía tragarse el orgu­llo y reconocer que no quería saber absolutamente nada con Do­minic, o... podía salvar la dignidad y fingir indiferencia.

Ninguna de las dos alternativas le atraía demasiado, de mo­do que preguntó con voz tenue: -¿Puedes darme tiempo para pen­sarlo?

Dominic nunca había visto a Melissa en actitud tan humil­de, y durante apenas un momento consideró seriamente el pedido, pero después, al pasar revista a todas las actitudes desconcertan­tes de la joven durante el breve lapso en que la había conocido, llegó a la conclusión de que podría ser peligroso permitirle que meditase demasiado tiempo el tema. Dios sabía, pensó irónica­mente, qué clase de lógica retorcida podía determinar su respues­ta si él no aprovechaba la inesperada ventaja. Meneando la cabe­za, dijo con voz serena: -No, creo que esto es algo que debemos resolver ahora.

Quizá si él hubiese mostrado algún signo de culpabilidad y se hubiese mostrado más alentador, Melissa podría haberle dado la respuesta que él ansiaba tan intensamente. Pero en las condicio­nes dadas, las palabras arrogantes de Dominic fueron como cuchillos calientes en la carne de Melissa, y ella endureció el cuerpo. Con los ojos que centelleaban peligrosamente, el mentón levanta-do en un ángulo altivo, escupió: -¡En ese caso mi respuesta es sí!

-Se volvió en redondo, y comenzó a cepillar furiosamente a Locu­ra.- Ve y diviértete... ¡No me importa!

Durante unos largos momentos Dominic permaneció de pie, mirando la espalda de Melissa y conteniendo el poderoso im­pulso de ponerla boca abajo sobre sus rodillas y darle una buena azotaina... ¡~ normalmente él no era un hombre violento! La de­cepción endureció su voz cuando contestó:

-Muy bien, señora, puesto que ése es su deseo... ¡no me es­pere en casa esta noche!

-Y después de volverse, se alejó con una expresión dura en la cara, y un sentimiento de cólera que se expresaba en cada uno de sus movimientos...

Melissa no lo vio alejarse... estaba muy atareada combatien­do las amargas lágrimas que amenazaban derramarse sobre sus mejillas. Pero en definitiva las lágrimas vencieron, y pocos minu­tos después Zachary descubrió a la esposa de menos de veinticua­tro horas llorando a moco tendido sobre el cuello lustroso de Lo­cura. Con un salto ágil, Zack pasó la empalizada y sus brazos fuertes trataron de reconfortar el cuerpo esbelto de Melissa.

-¡Qué sucede Lissa? -preguntó premiosamente-. ¿Qué ha sucedido entre ustedes? Acabo de cruzarme con Dominic, y pa­recía que estaba dispuesto a arrancarme el hígado.

Melissa se sintió paralizada al primer contacto de los bra­zos de Zachary, creyendo que era Dominic, pero al identificar la voz de Zack su cuerpo quedó inerte. Volviéndose hacia los brazos de su hermano, lo miró con la cara dolorida, cubierta de lágrimas, y dijo con voz ahogada: -¡Lo odio! ¡Es un monstruo insensible Y sin principios! ¡No continuaré casada con él un minuto más de lo necesario para conseguir el divorcio!

Zachary estaba desconcertado. Ciertamente, sabía que el matrimonio no era la unión de amor que por ahí se rumoreaba.

Conocía demasiado bien a Melissa, y aunque había cooperado con el engaño de la joven, a menudo se había preguntado cuál era la causa real del súbito compromiso. Pero simpatizaba mucho con Dominic, y dado que Melissa se había mostrado dispuesta a casar-se con él, Zachary había pensado, con optimismo juvenil, que to­do se arreglaría. Pero ahora... ahora que Dominic mostraba ese humor desastroso e inabordable, y que su querida hermana estaba deshecha en lágrimas, Zachary temía mucho haber calculado muy mal el posible resultado. Con respecto al divorcio, se estremecía al pensar en eso. Incluso si Dominic era el monstruo sin principios que Melissa decía, no podía tomarse a la ligera un divorcio. De he­cho, el divorcio era un paso casi inaudito, e invariablemente pro­vocaba la vergüenza y la desgracia de las dos partes... y sobre to­do de la mujer.

Con todos sus instintos protectores movilizados, Zachary sostuvo con afecto a Melissa contra su pecho, al mismo tiempo que murmuraba palabras de aliento, pero su mente era un torbe­llino. ¿Qué demonios había hecho Dominic para que Melissa se sintiera tan desgraciada? ¿Y qué había hecho Melissa que Domi­nic estaba tan irritado? ¿Y de qué modo él podía resolver el pro­blema? Aunque Zachary estaba dispuesto a apoyar a Melissa en todo lo que ella deseara hacer, de ningún modo tenía la convicción de que el problema que se había suscitado entre los recién casa­dos era culpa de una sola parte. Pese a la gravedad de la situación, sonrió levemente. Conocía el temperamento levantisco y el carácter obstinado de Lissa, y sospechaba que también Dominic poseía un carácter formidable y podía ser igualmente obstinado. No era la mejor combinación para tener un matrimonio tranquilo, murmuró inquieto, y su sonrisa se desvaneció. Pero... pero veinti­cuatro horas no era un lapso suficientemente prolongado como para dar una oportunidad a esa unión, y mirando la cara de Melis­sa dijo con voz serena: -Creo que necesitas pensar más detenida­mente lo que deseas hacer. Los votos que profesaste ayer no pue­den desecharse a la ligera.

El recuerdo de Dominic abrazando a Deborah cruzó fulgu­rante el cerebro de Melissa, que exclamó: -Bien, ¡ojalá pudieras decir eso a mi marido!

Al ver la mirada dubitativa de Zachary, Melissa se mordió el labio, y sintió deseos de retirar sus palabras. Lo que menos de­seaba era comprometer a otros en el desastre de su matrimonio. Además, Zachary podía concebir la idea de enfrentar a Dominic; incluso, se dijo Melissa sintiendo que se le oprimía el corazón, podía contemplar la posibilidad de retarlo a duelo.

Melissa llegó a la conclusión de que era necesario distraer a Zachary, y se enjugó las últimas lágrimas y sonrió vacilante a su hermano. Sin apartarse demasiado de la verdad, dijo con su voz quebrada: -¡Oh, Zack! Ya conoces mi condenada lengua y mi carácter, y temo que como de costumbre permití que se desboca­sen, sin contemplar las consecuencias. Cualquiera diría que había aprendido mi lección después de todos estos años, ¿verdad?

Zachary no estaba del todo convencido, pero por el mo­mento se mostró dispuesto a aceptar todo lo que Melissa deseara. Y si ella quería impedir que él explorase demasiado, Zachary se lo permitiría... teniendo en cuenta su edad, Zachary era un joven muy astuto.

Enarcando el entrecejo preguntó: -Entonces, ¿qué harás para resolver la situación con tu esposo?

Melissa no tenía intención de "resolver" nada con Dominic

-al menos por el momento. Su orgullo estaba demasiado herido, y la comprobación de que su marido había buscado inmediatamen­te su placer con otra mujer, había sido un golpe doloroso a su des­confiado corazón. Pero tenía que decir algo a Zachary, para tran­quilizar al joven en relación con los episodios de esa mañana.

-Bien, primero tendré que disculparme por mi mal carácter, y después... -Se encogió despreocupadamente de hom­bros.- ¡Ya pensaré algo!

En absoluto engañado por las palabras de Melissa, Zachary murmuró secamente: -Oh, no dudo que lo harás. ¡Sólo deseo que no sea algo que ensanche la distancia entre ustedes dos!

Entristecida, Melissa se apartó. En todo caso, dudaba que todo lo que ella pudiera hacer lograse agravar la situación. Se preguntó deprimida: ¿Acaso existía algo peor que estar casada con un hombre que no la amaba, que no había deseado ese matri­monio y que para colmo era un libertino desenfrenado? En la po­sición en que ella se hallaba, el futuro tenía un aspecto muy sombrío. Para ocultar la angustia que de pronto la dominó, evitó que Zachary le viese la cara, y dijo en un intento de mostrarse ani­mosa: -No te preocupes, Zack, no es más que una riña de enamo­rados.

Y hasta que lo dijo en voz alta, no advirtió cuán desespera­damente deseaba que hubiese sido una riña entre dos amantes; en ese caso, por lo menos, habría existido la posibilidad de una recon­ciliación.

Esa idea la persiguió durante las horas largas y dolorosas que siguieron. No estuvo mucho tiempo en Willowglen; no se atre­vió, temerosa de que Zachary consiguiera arrancarle la verdad, y después de charlar con él varios minutos de cuestiones sin impor­tancia, Melissa se alejó. El no había formulado más preguntas, aunque Melissa adivinó que estaba devorado por la curiosidad, e incluso había limitado su opinión acerca de la heterodoxa vesti­menta de montar que ella usaba a unos pocos y breves comentarios, cuando Melissa se preparaba para partir. Con un fulgor burlón en los ojos, observó: -Lissa, se te ve muy atractiva con ese nuevo vestido. Lástima que ahora esté completamente cubierto de pelo de caballo.

Ella hizo una mueca al contemplar el vestido antes inmacu­lado, pero no contestó. Después, montó a caballo y se alejó de la plantación. No tenía prisa para regresar a la cabaña... ¿qué la es­peraba allí? Sólo cuartos vacíos y esperanzas y sueños sin conteni­do. Pero finalmente regresó, y dejando el caballo a cargo del cria­do, subió desalentada a su habitación.

Era extraño pensar cuántas esperanzas había alimentado al salir de allí esa mañana, y ahora... ahora temía que se le partiese el corazón.

Absorta en sus pensamientos, dejó que Anna la ayudase a desvestirse, sin prestar atención a las críticas de la mujer y a sus desconcertados comentarios acerca de la deplorable condición de la costosa prenda. El baño calmante que Anna le había preparado contribuyó a restablecer su bienestar físico; pero nada podría cu­rar jamás su corazón, y precisamente en esos momentos sombríos la joven comenzó a examinar más detenidamente sus pensamien­tos en relación con Dominic Slade. Lo que descubrió no ayudó en lo más mínimo a levantar su ánimo. Desalentada y horrorizada, comprendió que inexplicablemente se había enamorado de su es­poso, mujeriego o no, y que lo deseaba... lo deseaba en todos los aspectos en que una mujer enamorada podía desear a un hombre.

¿Pero cómo, se preguntaba dolorida, podía atraer su in­terés, e incluso su amor? Si la noche anterior se hubiera compor­tado más sensatamente, si no lo hubiera despedido con tanta crueldad... Incluso si se hubiese comportado de distinto modo, ¿eso habría significado algo? Suspiró pesarosa.

Caminó de un extremo al otro de su bonito dormitorio, pen­sando en su descarriado esposo. Melissa había aceptado la desa­gradable idea de que Dominic no la amaba, y de que el matrimo­nio que los unía no modificaría sus costumbres disipadas. Ahora, todo lo que ella tenía que hacer, murmuró con tristeza, era hallar el modo de cambiar el carácter de Dominic... tenía que lograr que se enamorase de ella y por el resto de su vida renunciara a todas las restantes mujeres.

Cada vez más desalentada, se hundió en uno de los sillones de terciopelo verde, y los tenues pliegues de su bata color ámbar le envolvieron las piernas. Anna había entrelazado una cinta de se­da negra en los rizos rubios de Melissa, y cómodamente recostada en el respaldo del sillón, la joven comenzó a jugar con la cinta, sus pensamientos todavía sumidos en la más irremediable confusión.

¿Debía fingir que anoche y esta mañana no había sucedido nada? ¿Recibir con cortesía y afecto a Dominic cuando al fin re­gresara al hogar? Apretó los labios. Conocía su propio carácter le­vantisco y su naturaleza incendiaria, y más bien dudaba que ella pudiese representar un papel tan sumiso. Era mucho más proba­ble que le rompiese algo en la cabeza, y no que lo recibiera con sonrisas amables y los brazos abiertos. Además, si parecía que ella aceptaba las actitudes de Dominic, ¿eso no lo alentaría a insistir en su comportamiento deplorable? Un resultado así era más que probable, se dijo Melissa con un rezongo indignado que por cier­to no era propio de una dama. Pero tampoco podía gritarle e in­sultarlo. Eso podía inducirlo a creer que él importaba a Melissa. Lo cual, como ella admitió deprimida, era precisamente el caso. Una situación terrible.

Bien, si no podía mostrarse dulce como la miel, ni celo­sa como una pescadera, ¿qué le restaba? Era necesario concer­tar entre ellos alguna forma de paz antes de que Melissa pudie­se comenzar siquiera a pensar en un modo de conquistar el afecto de Dominic. Tenía que existir un terreno intermedio que ella pudiese recorrer; un modo de salvar su orgullo y mos­trar una actitud bien dispuesta, pero sin que pareciera que se resignaba a aprobar la de su marido.

Frunciendo el entrecejo, paseó la mirada por la habitación, y deseó ser una mujer más refinada, haber tenido más experiencias con hombres, o gozar con la compañía de una mujer mayor y más experimentada, con quien pudiese comentar esa terrible situa­ción. Durante un breve instante, vio ante sus ojos la cara de Leo­nie, pero después meneó la cabeza. No. Leonie siempre se pondría del lado de Dominic -el profundo afecto entre ellos había sido muy evidente para Melissa. Y además, estaba el hecho de que ella tenía la idea de que otra persona se implicase en ese doloroso es­tado de cosas. El problema era entre ella y Dominic, y ella desea­ba que a toda costa permaneciese así.

Suspiró hondo. Quizá debía limitarse a aceptar su destino y resignarse a ser una esposa sin amor, ignorada, con un marido cas­quivano que la trataba con bondad y generosidad. Se estremeció ante la visión de los años largos, vacíos y tristes que la esperaban.

Si existiera un modo de atraer el interés de Dominic... Lo­grar que la mirase de otro modo. Desafiarlo...

Entrecerró los ojos, sumida en sus pensamientos, mientras contemplaba las posibilidades, y su humor comenzó a mejorar un poco. La mayoría de los hombres, incluso los más apáticos, tendían a adoptar una actitud sumamente permisiva frente a sus esposas. ¿Podría abrigar la esperanza de excitar una veta feroz de celos en Dominic? Y si en efecto él se mostraba celoso, ¿podía aprovechar ese sentimiento especialmente inestable? Tal vez el camino que se proponía seguir era peligroso e incluso absurdo, pero ninguna de las alternativas -la resignación sumisa o la guerra permanente- la atraían.

Se mordió nerviosamente el labio inferior y continuó contemplando la situación, y poco a poco comenzó a entrever los pri­meros perfiles de un plan. Si ella demostraba una conducta indife­rente frente al mariposeo de Dominic y sugería que ambos podían perseguir sus propios intereses, por supuesto con la condición de que se mostraran discretos... Si él tenía con respecto a Melissa la más leve chispa de sentimiento, ¿no se opondría a un acuerdo tan desagradable? Y si en efecto se oponía, quizás ella podía alentar ese sentimiento de posesión, de modo que se convirtieran en algo más profundo y más duradero.

Melissa tenía la desagradable sensación de que había un riesgo intrínseco en su plan, y de que ella no estaba eligiendo el ca­mino más sensato. Pero las actitudes de Dominic durante la mañana la habían ofendido profundamente, y además debía tener en cuenta su propio y obstinado orgullo, y la necesidad muy real de proteger el sentimiento de amor hacia él, algo reconocido hacía muy poco. Se sentía confundida, celosa, lastimada e irritada, todo al mismo tiempo; en vista de que ésta era su primera incursión en las lides del amor, podía perdonársele si elegía un método teme­rario para atraer la mirada codiciosa de un marido. Con una súbi­ta chispa de perversidad en sus ojos color topacio, sonrió apenas. No discutiría con su descarriado esposo, ni le formularía repro­ches, pero le daría a entender que había decidido atenerse al anti­guo proverbio -¡lo que es bueno para el ganso es bueno para la gan­sa!



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