y Pinochet se lavantuno i ando

Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en El País, el día 6 de marzo de 2000.

Aquel viejo pasaje evangélico de "Y Lázaro se levantó y anduvo", respuesta al imperativo "Levántate y anda" y feliz culminación del famoso milagro de la resurrección de un buen amigo de Cristo (frase que uno de mis viejos maestros alteraba socarronamente, intercambiando las terminaciones de ambos verbos, regular e irregular), recupera hoy su vigencia en alguien no precisamente caracterizado por un ejemplar comportamiento cristiano, puesto que quebrantó sin escrúpulo alguno el quinto mandamiento al servicio de su concepción ultraderechista del mundo, de su autoritarismo y de sus desmesuradas ambiciones de poder. Sin embargo, y en virtud de una de esas paradojas tan frecuentes en la raquítica justicia humana, ello no le impidió beneficiarse de las consideraciones humanitarias y generosamente cristianas de unas autoridades mucho más pendientes de librarse de un incómodo problema que de impartir justicia al criminal y otorgar el debido resarcimiento a las numerosas víctimas a las que éste hizo torturar y asesinar.

El anciano general, con todas sus artropatías, diabetes, rinitis,  hipotiroidismos y demás dolencias seniles (entre las que nunca se incluyó el mal de Alzeimer ni ningún otro que le privase de la noción de conciencia y responsabilidad), aunque, eso sí, con su mente supuestamente bloqueada a efectos judiciales según el criterio de Mr. Straw, llegó a Santiago postrado en su habitual silla de ruedas. Pero tan pronto como fue descendido al nivel del suelo, se irguió sobre sus piernas y avanzó hacia sus incondicionales,  civiles y sobre todo militares, para dejarse querer y sumergirse en el cálido baño de los abrazos y felicitaciones.

"Aquí no hay nada que celebrar", afirmaba sin embargo hace pocas fechas el general  Luis Cortés Villa, director ejecutivo de la Fundación Pinochet, ante el inminente regreso del general. "¿Qué podríamos celebrar –se preguntaba- si un ex mandatario del país ha estado detenido durante quince meses, y si vuelve es por razones humanitarias? Eso quiere decir que si estuviera sano seguiría detenido allí." 

Sin embargo, aun así lo celebrarán. El ex dictador será homenajeado, alabado e intensamente agasajado, como compensación a su largo calvario de contratiempos y humillaciones. Volverán a decirle, por activa y por pasiva, que salvó a la patria, al universo, a la religión cristiana y a la civilización occidental.

Pero las palabras del fiscal británico pronunciadas ante el Tribunal de Inglaterra y Gales al enumerar los 34 casos de tortura que determinaron la sentencia favorable a la extradición -"los delitos más graves jamás conocidos por un tribunal inglés", según precisó el acusador público- pesan y seguirán pesando como una gigantesca losa moral sobre la siniestra figura de quien ordenó torturar salvajemente a miles de seres humanos para poder alzarse con el poder y afianzarse en él. Porque la evidencia se abre paso incluso para el cerebro más obtuso: si esos crímenes allí descritos tuvieron lugar todos ellos en los últimos 15 meses de su dictadura -cumpliendo la severa limitación cronológica impuesta por los jueces lores-, resulta evidente que los crímenes y torturas perpetrados en los 16 años precedentes, y muy especialmente en los primeros años, en los primeros meses, en aquellos terribles primeros días y semanas posteriores al golpe del 11 de septiembre de 1973, superaron en todos los órdenes a la barbarie de aquellos últimos episodios que horrorizaron al fiscal inglés.

El hombre que dijo "la DINA soy yo", el que afirmó que en Chile no se movía una hoja sin su conocimiento, el jefe sin escrúpulos que repuso al entonces coronel Manuel Contreras en su cargo de director de la Escuela de Ingenieros Militares, después de ser cesado de tal cargo por su superior, el general Oscar Bonilla, pocos días después del golpe de Estado, por –entre otros excesos- mantener colgados boca abajo durante horas o días  a colaboradores del presidente Salvador Allende en las instalaciones de dicha escuela; el mismo general golpista que ordenó, permitió, favoreció y premió este género de acciones, es el que hoy se ve liberado en atención a compasivas consideraciones humanitarias sobre su salud.

Como saben los expertos en tortura, una de las formas de infligir los más terribles sufrimientos a una persona consiste en colgarla por cualquiera de su extremidades durante largo tiempo. El dolor creciente y acumulativo por el desgarro de músculos y tendones, y por la congestión, inflamación y falta de circulación sanguínea se extiende progresivamente al cuerpo entero y llega a hacerse absolutamente insoportable. Y todo ello sin esfuerzo alguno para el torturador. Todos los allí colgados fueron finalmente asesinados. El general Bonilla falleció, tiempo después, en un oportuno accidente de helicóptero. Contreras no sólo se vio respaldado en sus fechorías y repuesto en su cargo por Pinochet sino que, poco después, sería nombrado por éste para otro puesto de mucha mayor confianza y más implacable criminalidad: la jefatura de la DINA, desde la que tuvo ocasión de planear y ejecutar, siempre bajo la dirección de Pinochet, numerosos crímenes perpetrados dentro y fuera de su país. Siempre bajo la dirección del hombre que acaba de ser liberado por consideraciones humanitarias hacia su estado de salud.

Consideraciones humanitarias para quien cometió gravísimos crímenes contra la humanidad. He aquí la esencia más exquisita de la democracia, del humanitarismo, de la civilización. Del propio cristianismo en su más elevada capacidad de perdón y generosidad.  Pero he aquí, también, la repugnante contrapartida, igualmente cierta: una vez más, un gran criminal, represor y torturador, escapa de las manos de la justicia, beneficiado por los poderosos mecanismos favorecedores de la impunidad. Pues no sólo se beneficia de esa democracia, de ese humanitarismo, de esa civilización, de ese perdón y generosidad cristiana. Se beneficia también, y principalmente, de unos intereses opuestos a su justo castigo. "Se han defendido los intereses de España al no recurrir contra su liberación", se alega una vez más desde el Ministerio de Exteriores español. "El recurrir hubiera empeorado nuestras relaciones con Chile y con América Latina", se añade. En otras palabras: los intereses como factor contrapuesto a la justicia.  Y como factor que finalmente prevalece sobre ella, en un caso tan decisivo -y hasta ahora único- en la lucha por el logro de una forma -nueva, difícil, pero factible- de justicia universal.

El ministro británico hace uso de su prerrogativa de denegar una extradición cuando considere -según la ley británica- "cruel o injusta" la entrega del reo en cuestión. Y, según ha estimado Mr. Straw, era una crueldad o una injusticia entregar a un Pinochet enfermo, a pesar del rotundo pronunciamiento del correspondiente tribunal, que sentenció a favor de la extradición. Las víctimas de Pinochet sí que hubieran necesitado una mínima parte de ese humanitarismo, una milésima de ese nivel de civilización, una millonésima de esa compasión cristiana, una fracción infinitesimal de ese perdón y esa generosidad por parte de alguien que, autodenominándose cristiano, atropelló todos los preceptos de esa religión que cínicamente decía defender. Y ese alguien ahora se ve libre, beneficiándose desvergonzadamente de aquella compasión que él negó y pisoteó con extrema crueldad.

Desde el principio asumimos  -y así lo expresamos reiteradamente- que Pinochet, una vez juzgado y sentenciado, si llegaba a serlo en España,  regresaría a Chile sin cumplir condena alguna por  razón de su edad, en aplicación de la propia ley española. Pero aun así, qué distinto hubiera sido su regreso ya juzgado y cargado con una dura sentencia, con sus considerandos y resultandos meticulosamente descriptivos de las atrocidades que mandó perpetrar. Qué diferente, si hubiera vuelto -como debería- aplastado por todo el peso moral de una ejemplar condena, rigurosamente correspondiente a la magnitud de su responsabilidad criminal. Pero su regreso sin condena judicial no es exactamente el final que merecía el considerable esfuerzo –aunque de ninguna manera inútil- encabezado por la justicia española hacia la meta pionera y difícil de una justicia universal.

Tanto el presidente Frei como su sucesor Ricardo Lagos se han comprometido ante el mundo afirmando que Pinochet tendrá que rendir cuentas ante la justicia de su país. Lagos ha llegado aun más lejos al afirmar que, de no ser así, la de Chile sería “una democracia castrada”. Veremos si a partir de ahora lo es o no lo es. Se nos ha insistido hasta el hartazgo que el ex dictador será juzgado en Chile por los 59 cargos judiciales que allí le aguardan. Ojalá fuera así. Pero ya, para empezar, modifican la Constitución chilena de forma que, incluso si pierde su condición de senador vitalicio, pueda seguir conservando una nueva forma vitalicia de inmunidad en su calidad de ex jefe del Estado. Sólo si fuera desaforado judicialmente perdería tal inmunidad y podría ser juzgado en su país. Pero, en términos efectivos, seguimos sin creer en tal posibilidad. Deseamos fervorosamente que la justicia chilena nos obligue cuanto antes a reconocer nuestro error.


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