C
RÓNICAS DEL GRAN
TIEMPO
Fritz Leiber
Se avisa a los lectores de este libro que la presente edición digital está hecha a partir
de los relatos sueltos cogidos de diversos medios, y que no todos provienen de la
edición de “Crónicas del gran tiempo” de Leiber.
Título original de los relatos:
· Intenta Cambiar el Pasado (Try and Change the Past, 1958)
· Un Escritorio Lleno de Chicas (A Deskful of Girls, 1958)
· La Mañana de la Condenación (Damnation Morning, 1959)
· El Soldado Más Veterano (The Oldest Soldier, 1960)
· No Es una Gran Magia (No Great Magic, 1963)
· Cuando Soplan los Vientos del Cambio (When the Change-Winds Blow, 1964)
· Movimiento de Caballo (Knight to Move, 1965)
Fritz Leiber y la Guerra del Cambio
Fritz Leiber se distingue entre los autores norteamericanos de ciencia ficción por dos
importantes características. La primera, por ser uno de los decanos en su profesión. La segunda,
por ser un escritor ecléctico, que nunca se ha encasillado en un solo género o estilo
determinado, sino que ha sobresalido, y sigue sobresaliendo, en varios de ellos.
También reúne otra característica, a la que él no da la menor importancia: la de ser el autor
que más premios literarios de fantasía y ciencia ficción ha ganado en el mundo: seis Hugos, tres
Nébulas y cuatro premios de literatura fantástica, el Lovecraft, el August Derleth, el Gandalf y
el Lovecraft a la obra de toda una vida. Un record que no ostenta por ahora ningún otro escritor
de fantasía o de ciencia ficción.
Y me atrevería a decir que posee aún una cuarta característica, mucho más importante que las
anteriores: una profunda humanidad, que se refleja constantemente, tanto en su obra como en su
persona.
Tuve la oportunidad y el placer de conocer personalmente a Fritz Leiber en Brighton, Gran
Bretaña, en 1979, durante la XXXVII Convención Mundial de Ciencia Ficción. Lo primero que
me llamó la atención en él fueron sus pies; no pude llegar a averiguar (no quiso decírmelo) si
calzaba un 48 o un 50, pero calculo que debía de irle a la zaga. En un determinado momento me
diría, sonriendo: «Mis pies me sirven para mantenerme estable en cualquier circunstancia;
gracias a ellos, nadie sabe nunca si estoy sobrio o moderadamente borracho». Debo señalar que
Leiber bebe hoy por hoy deforma muy moderada, desde que a mediados de los años cincuenta
permaneciera casi cuatro años literariamente inactivo, a causa de problemas con el alcohol.
«Ahora lo tengo completamente superado —añadiría un poco más tarde—; en la actualidad, la
única droga que utilizo es la máquina de escribir. »
Lo segundo que me llamó la atención en él fue su extraordinaria humanidad. Frente a la
pedantería de un Silverberg, por ejemplo, o el divismo de un Clarke, ambos presentes también
en aquella convención, Leiber fue todo el tiempo la cordialidad y la sencillez personificadas. A
sus casi setenta años de edad, erguía su alta estatura y su rostro largo y de afilada nariz como
una torre del homenaje en medio de escritores, colegas y fans, tan completamente
despreocupado de su calidad de invitado de honor que parecía ser uno más de los admiradores
que le rodeaban. En realidad, durante todo el tiempo se lo pasó mucho mejor mezclado con la
gente que arriba en el escenario, de donde se escabullía siempre que le era posible. Supongo
que si al final de la convención alguien se marchó de Brighton sin obtener de él unas palabras o
un autógrafo, o incluso una larga conversación entre amigos, fue simplemente por pura
estupidez.
Y sin embargo, pese a su humildad, Fritz Leiber es uno de los nombres más gloriosos de la
fantasía y la ciencia ficción norteamericanas, cuya producción sigue manteniéndose hoy en día,
tras más de
cuarenta años de carrera, en un alto nivel de calidad. Desde que a finales de los
años treinta y principios de los cuarenta empezara a colaborar en la revista Weird Tales,
verdadero crisol de grandes autores del género, su producción ha mantenido un ritmo constante
de éxito y calidad. Al contrario de otros autores, como Ray Cummings, Eando Binder, Orlin
Tremaine, que tras una fulgurante etapa en esos años treinta y cuarenta abandonaron el género
y se sumieron en el olvido, Fritz Leiber ha seguido sin cesar en el candelero, y sus primeros
relatos y novelas son tan reconocidos y considerados hoy como puedan serlo los más recientes.
Ello es debido a todas luces a su propio eclecticismo. «No me gustan las etiquetas; escribo lo
que me gusta», me dijo al respecto, como sin darle la menor importancia. Nunca ha podido ser
considerado exactamente como un escritor de ciencia ficción, no al menos en la forma
«clásica». Su desbordante fantasía literaria hace que incluso en sus obras más hard sf, como
pueda serlo The Wanderer (El vagabundo), la precursora de la gran oleada de novelas de
desastres que nos vendrían luego, su imaginación se decante en brillantes chispazos hacia la
fantasía pura. Quizá por eso, como él mismo reconoce, su obra no ha sido tan considerada como
la de otros autores. Pese al
número de premios obtenidos, su popularidad nunca ha alcanzado las cotas de un Heinlein, por
ejemplo, otro de los decanos de edad similar a la suya (Heinlein es tres años mayor que él), y
cuya carrera ha seguido un rumbo más o menos paralelo al suyo en el tiempo. Pero eso, a él, le
tiene absolutamente sin cuidado.
La vida de Fritz Leiber corre pareja con su obra. Nacido Fritz Reuter Leiber, Jr., el 24 de
diciembre de 1910 («Pero no de madrugada, como Nuestro Señor Jesucristo»), fue hijo de un
afamado actor shakesperiano de igual nombre y de una madre también actriz. Sus primeros
años los pasó entre bastidores, ayudando en la compañía de su padre, haciendo un poco de
todo, e incluso saliendo al escenario y actuando cada vez que resultaba necesario.
Este antecedente familiar —el hecho de que tanto su padre como — su madre fueran actores—,
así como el vivir todo su infancia y su adolescencia en el teatro, tendría que haber marcado al
joven Fritz Leiber. De hecho, sí lo hizo; durante su juventud, fue también un apreciado actor
shakesperiano, e incluso, como había hecho anteriormente su padre, intervino en Hollywood en
algunas películas, entre ellas un pequeño papel en el célebre filme Camille, con Greta Garbo. Su
rostro apareció también en varios filmes clásicos de terror, entre los cuales cabe destacar El
fantasma de la ópera.
Quizá esto último, junto con el elemento trágicamente fantástico que impregna muchas de las
obras de Shakespeare, condicionara el futuro de la carrera de Leiber. Él se limita a sonreír con
aire ausente cuando se le pregunta al respecto, y responde con una evasiva, cambia de tema o
simplemente no contesta. Lo cierto es que, a finales de la década de los treinta, pasó de la luz de
las candilejas a la del foco junto a la máquina de escribir. Empezó a publicar en ese gran
templo lovecraftiano que fue la revista Weird Tales, y también en otras revistas paralelas, como
Unknown. Relatos de fantasía y de terror, por supuesto. Mediados los cuarenta empezó a
publicar también en Astounding Science Fiction, y es probable (Leiber tampoco deja de sonreír
cuando se le pregunta al respecto, y elude la cuestión o no contesta) que los condicionantes de
la política editorial de esta revista fueran los que le abocaran magistralmente hacia la ciencia
ficción. Desde entonces, Leiber incluiría a menudo elementos de ciencia ficción en sus historias,
pero sin dejar de ser nunca, básicamente, un escritor de fantasía.
Su obra reúne una ingente cantidad de relatos cortos y, comparativamente, muy pocas novelas.
Entre estas últimas cabe destacar su primer gran éxito, Conjure Wife, aparecida originalmente
en Unknown en 1943 y publicada como libro en 1953; una novela de brujería en los tiempos
modernos cuya acción transcurre en una facultad universitaria y que ha sido trasladada dos
veces al cine, primero como Weird Woman (Mujer extraña) y luego como Burn, Witch, Burn
(Arde, bruja, arde), con guión de Richard Matheson, y de la que se ha hecho también una
versión televisiva. Gather, Darkness! (¡Concéntrate, oscuridad!) es una notable novela acerca
de una Tierra futura controlada por una religión, mediante el uso de una ciencia que es
guardada en secreto a fin de poder realizar milagros ante la gente. The Green Millenium (El
milenio verde) es una novela de misterio situada en una decadente América del próximo siglo,
en la que unos extraterrestres visitan lo que no es más que una degenerada sociedad donde
imperan el sexo, el sadismo y la crueldad. Una de sus últimas novelas, Our Lady of Darkness
(Nuestra Señora de la Oscuridad), es una impresionantemente hermosa novela gótica, que posee
fuertes elementos autobiográficos... o al menos eso es lo que afirma el propio Leiber.
Finalmente, The Wanderer (El vagabundo), que le hizo merecedor de uno de sus premios Hugo
en 1965, es su más clásica novela de ciencia ficción, en la cual el paso de un extraño mundo por
las inmediaciones del sistema solar crea una gran devastación en la Tierra y la Luna. Escrita
con una gran complejidad de personajes y situaciones, constituye un antecedente directo del
gran número de novelas y filmes de desastres que crearían toda una escuela poco después, y
más concretamente del filme Meteoro y de la novela El martillo de Lucifer, de Niven y
Pournelle.
Por supuesto, Leiber tiene otras varias novelas en su haber, desde Tarzan and the Valley of Gold
(Tarzán en el valle de oro), escrita al estilo de Burroughs y prologada por el propio hijo de
Burroughs, hasta A Specter is Haunting Texas (Un fantasma recorre Texas). Sin embargo, su
mayor éxito de público radica en las series. La más famosa de ellas, que surge al iniciarse su
carrera (la primera historia apareció en Unknown en agosto de 1939), es la de Fafhrd and the
Gray Mouser (Fafhrd y el ratonero gris), conocida también como el Ciclo de las Espadas. Se
trata de una serie clásica de Espada y Brujería; incidentalmente, la paternidad de este nombre,
Sword and Sorcery, que se ha hecho famoso en el mundo anglosajón para definir ese subgénero
particular de la fantasía, se atribuye al propio Fritz Leiber, aunque él, con su socarronería
habitual, siga sonriendo y callando cuando se le pregunta al respecto. La serie fue desarrollada
a partir de 1934 por Leiber y un amigo universitario, Harry Fisher, que colaboró durante varios
años en el desarrollo del escenario.
Iniciada como una sucesión de simples relatos de aventuras, se fue transformando con el tiempo
en un complejo entramado, que huye completamente de los clisés que inundan ese subgénero. En
la actualidad, los relatos han sido reunidos en seis volúmenes, cuyos títulos empiezan siempre
con la palabra Swords... (Espadas...), y de ahí el nombre genérico por el que es conocida la
serie. Una de las historias que la componen, Ill Met in Lankhmar (Mal encuentro en Lankhmar),
ganó en 1971 y 1970, respectivamente, los premios Hugo y Nebula.
Y, por supuesto, está la serie de la Guerra del Cambio.
Escrita a lo largo de ocho años, de 1958 a 1965, inmediatamente después de su crisis de
alcoholismo, la serie de la Guerra del Cambio es considerada como la obra más pura y personal
de Leiber. Su acción no puede situarse en ningún tiempo determinado..., porque todo el tiempo
es su escenario. Dos facciones «subterráneas» (y es el propio Leiber quien las califica así,
puesto que en ningún momento las define ni las sitúa) libran una eterna guerra por la
hegemonía en el universo. Los dos contendientes, las Arañas y las Serpientes, intentan conseguir
que la ventaja de la guerra se decante a su favor yendo al pasado y modificando constantemente
la historia para que encaje con sus intereses. Para conseguirlo, reclutan a los Dobles, gente que
es arrancada de su línea de la vida poco antes de morir, bajo la oferta de seguir viviendo
eternamente siempre que trabajen para la causa.
Expuesta así, la temática de la serie puede parecer original pero no excesivamente alambicada.
Es el «toque Leiber» lo que le da su peculiaridad. Leiber no se preocupa en ningún momento de
explicarnos los motivos de esa guerra, definirnos quiénes son los que luchan, cuáles son sus
metas, ni siquiera las líneas generales de la contienda. No existe una gradación ni una
continuidad en las distintas historias de la serie. De hecho, la guerra en sí no es más que un
telón de fondo, un decorado común que sirve para hilvanar los relatos entre sí. Nunca sabremos
qué persiguen las Arañas con su plateado símbolo del asterisco de ocho puntas, o las Serpientes
con su yin—yang negro con los extremos abiertos. Sólo sabremos que en su eterna lucha
recorren constantemente la historia de la Tierra y de otros planetas, buscando nuevos reclutas,
realizando acciones transformadoras, luchando en los entretelones de una historia distinta. Lo
que importa en las historias de Leiber son los diversos personajes que se ven envueltos, algunos
a su pesar, otros marginalmente, en esa guerra. El entretejido de la guerra en sí va
hilvanándose lentamente a través de los indicios, muchas veces leves, casi siempre apenas
insinuados, que van apareciendo a lo largo de los relatos.
La historia más conocida de la serie, a medio camino entre la novela y el relato largo, es The
Big Time (El Gran Tiempo, publicado en español por Ediciones Adiax), que ganó en 1958 el
premio Hugo a la mejor novela de ciencia ficción del año. El Gran Tiempo es el epítome de toda
la serie. Su acción transcurre en un escenario único, una especie de club de diversión y
descanso, fantasmal e indefinido, situado en medio de ninguna parte, y atendido por un grupo de
«chicas fantasma», que están allí para ofrecer el reposo del guerrero a los combatientes que son
retirados de la lucha por un cierto tiempo a fin de que se repongan. En la novela, nada es
explicado; todo va brotando a través de la propia acción, y es el lector quien tiene que ir
hilvanando los distintos detalles dispersos para formar el conjunto. Y es precisamente esa
aparente inconcreción dentro de la novela, en un marco estructurado y medido a la perfección,
lo que le da su principal aliciente.
Como se lo da también al reno de los relatos que forman la serie de la Guerra del Cambio, y que
ahora reunimos, por primera vez en español, en este volumen. Para mí, una de sus mayores
virtudes es su variedad, dentro de lo que parecería tener que ser una monótona uniformidad
temática. Cada una de las historias incluidas ofrece un aspecto de lo que es, en su conjunto, esta
Guerra del Cambio, vista desde una periferia que nos permite ver no los árboles, sino el bosque.
En Intenta cambiar el pasado, Leiber nos habla del reclutamiento de los soldados de la Guerra
del Cambio, y de las dificultades que comporta el intentar cambiar algo que ya ha sucedido. Un
escritorio lleno de chicas nos muestra la esencia de la que están formados esos Dobles, algo que
es inherente a todos los seres humanos. La mañana de la condenación insiste en el tema del
reclutamiento, y nos dice que alguien puede servir a dos bandos a la vez.. aunque sea de la
forma más inusual. El soldado más veterano nos introduce en la operativa de los soldados de la
Guerra del Cambio, y en los peligros a que se ven expuestos. No es una gran magia nos
presenta, con todo detalle, una operación de campaña dentro de la guerra temporal. Cuando
soplan los vientos del cambio nos plantea un elemento nuevo: la existencia de resacas, de
vientos, en esas alteraciones forzadas del tiempo. Movimiento de caballo, finalmente, nos ofrece
un aspecto entre curioso y divertido de la lucha directa entre los agentes de las dos facciones en
pugna, y constituye un digno colofón a esas crónicas, que no me atrevo a calificar de bélicas,
aunque sí lo sean.
En este volumen, los relatos están ordenados en la forma señalada por el propio Leiber, una
forma que él califica, sonriendo socarronamente, de «cronológica». Dentro de esta gradación
«cronológica», Leiber sitúa El Gran Tiempo (que por obvias razones de extensión, y por
hallarse disponible en el mercado español su edición castellana, no se incluye aquí) al principio
de la serie, entre el primer relato, Intenta cambiar el pasado, y el segundo, Un escritorio lleno
de chicas. Yo, por mi parte (y he descubierto que no soy el único en opinar lo mismo), lo sitúo
más bien en quinto lugar, entre El soldado más veterano y No es una gran magia. Naturalmente,
discutir esto con Leiber sería algo bizantino, de modo que nunca he pretendido hacerlo. De
todos modos, conozco ya por anticipado cuál sería su respuesta: «Bueno, no importa, haz lo que
quieras». En Brighton, hablando de los problemas que siempre surgen entre autores y editores,
dejó caer una frase que considero dolorosamente antológica: «Los editores siempre tienen
razón; si no, no pagan». Ante un tal pragmatismo, nada queda por decir.
Fritz Leiber tiene algunos vicios menores en su carrera literaria, lo que él llama «manías».
Cosas que le han marcado en su vida y que aparecen recurrentemente en toda su obra. A Leiber
le encantan los gatos. En la Guerra del Cambio no hay gatos, pero esos animales sí están
presentes en gran parte del resto de su obra. También le encanta el ajedrez, y no hace falta
señalar Movimiento de caballo para atestiguarlo— Pero lo que más ha marcado al Leiber
escritor es su ascendencia shakesperiana. « Uno no ha mamado toda su infancia en las obras de
Shakespeare en vano», me dijo en Brighton. No es una gran magia constituye uno de los más
sinceros homenajes shakesperianos que he leído en mi vida, con el aliciente de incluir en él al
propio Bardo en persona. Pero aparte esto, toda la obra de Leiber (y que me perdone él, puesto
que me sonrió discretamente cuando se lo comenté, y no me dijo ni sí ni no, sino todo lo
contrario) es eminentemente shakesperiana. Desde su sentido épico de la tragedia hasta su
humor e ironía, pasando por su propio estilo literario, elaboradamente cuidado, y por la fuerza
de sus argumentos.
Leiber interrumpió en 1965 sus relatos sobre la Guerra del Cambio. Según sus propias
palabras, «ya había agotado el tema, no tenía nada más que decir». A mí se me ocurren muchas
más cosas que sí podría decir sobre este fascinante universo sin espacio y sin tiempo, en lucha
en una guerra sin frente ni trincheras. Pero examinando fríamente el asunto, reconozco que
Leiber tiene razón. El principal elemento de atracción de la Guerra del Cambio es precisamente
su misterio, el tener que imaginar todo lo que no se dice. Una excesiva insistencia en el tema
obligaría a explicitar muchos conceptos. Entonces perdería gran parte de su magia. Y no
olvidemos que Leiber es un escritor esencialmente mágico; su campo principal es la fantasía. Y
la auténtica fantasía debe saber dejar todo lo posible a la imaginación del lector. Leiber ha
escrito algunos otros relatos que pueden considerarse más o menos conectados con el tema de la
Guerra del Cambio, como por ejemplo, recordando así a vuelapluma, Nice Girl With Five
Husbands (La muchacha con cinco maridos), aparecido en 1951. Pero Leiber se niega
categóricamente a considerarlos como parte de la serie, aunque haya utilizado algunos
elementos de ella. Y hay que respetar su opinión. Por algo es el autor. Y el autor, como padre de
la criatura, es quien en definitiva tiene la razón. Aunque los editores, por supuesto, se empeñen
en opinar lo contrario.
Así pues, los relatos recogidos en este volumen forman, junto con la novela El Gran Tiempo, que
los arropa y complementa, la totalidad de los componentes de una serie famosa surgida de la
pluma de un autor famoso, que aún sigue produciendo lo mejor de su obra; un autor
considerado como uno de los decanos de la ciencia ficción, y el decano indiscutido de la
fantasía. Tan sólo una cosa respecto a ellos. Dos de los relatos incluidos aquí, La mañana de la
condenación y El soldado más veterano, aparecieron ya en el número 37 de esta misma
colección, La mente araña, una selección de varios excelentes relatos de Leiber. Pese a ello,
hemos decidido incluirlos de nuevo a fin de ofrecer la panorámica completa de la serie de la
Guerra del Cambio. Además, los puristas aficionados a la cotejación observarán que sus
versiones son ligeramente distintas; en este volumen se ha ajustado mucho más la traducción a
su original inglés, restituyendo en lo posible ese estilo peculiar que constituye uno de los
principales alicientes de la producción literaria de Leiber.
Espero sinceramente que todos ustedes disfruten con estas CRÓNICAS DEL GRAN TIEMPO.
Me consta que Leiber disfrutó elaborándolas. Yo he disfrutado también preparándolas,
ordenándolas y traduciéndolas. Supongo que el editor disfrutará igualmente elaborando el libro,
aunque sólo sea pensando en los posibles beneficios económicos que pueda reportarle (lo cual,
no se crean, es un riesgo difícil de asumir). Ustedes constituyen el último eslabón de la cadena.
No me defrauden. Me sentiría terriblemente decepcionado si cerraran el libro con un «psché».
Aunque estoy seguro de que eso no sucederá. Más bien desearán leer otras historias de este
fascinante universo atemporal. Les confieso que yo también..., aunque creo que vamos a tener
que esperar.
Sin perder las esperanzas, sin embargo. No olviden que, a sus setenta y cuatro años, Fritz Leiber
tiene aún mucho camino por delante. Quizá, dentro de poco...
Al fin y al cabo, él mismo nos lo ha demostrado: tiempo, espacio, vida, muerte, nada existe
realmente; de modo que en cualquier momento puede producirse. No sé, quizá...
Veremos.
DOMINGO SANTOS
Intenta cambiar el pasado
No, no aconsejo a nadie que intente cambiar el pasado, al menos su pasado personal, aunque
cambiar el pasado general es mi trabajo, mi trabajo militar. Entiendan, soy una Serpiente en la
Guerra del Cambio. Esperen, no se vayan... los seres humanos, incluso los Resucitados que
participan en los combates temporales, no están hechos para escabullirse, y su veneno es en su
mayor parte psicológico. "Serpiente" significa en nuestra jerga los soldados de nuestro bando,
como los hunos o los confederados o los gibelinos. En la Guerra del Cambio intentamos alterar
el pasado —y es un trabajo difícil y brutal, créanme— en puntos diversos por todo el cosmos, en
cualquier parte y en cualquier tiempo, a fin de que la historia quede urdida de tal modo que haga
que nuestro bando derrote a las Arañas. Pero esa es una historia mucho mas grande, la mas
grande, de hecho, hasta el punto de que debo decir que ocupa varios planetas de microfilmes y
dos asteroides de moléculas codificadas en los archivos del Alto Mando.
¿Cambiar un acontecimiento en el pasado y conseguir un futuro completamente nuevo? ¿Borrar
las conquistas de Alejandro dando un ligero puntapié a un guijarro neolítico? ¿Extirpar América
arrancando un brote de grano sumerio? ¡Hermano, así no es como funciona, en absoluto! El
continuum espacio-temporal esta hecho de una materia testaruda, y el cambio lo es todo menos
una reacción en cadena. Cambia el pasado e iniciaras una ola de cambios avanzando hacia el
futuro, pero esa ola resulta amortiguada muy rápidamente. ¿No han oído hablar nunca de la
reluctancia temporal, o de la Ley de la Conservación de la Realidad?
He aquí una pequeña historia que ilustrara lo que quiero decir. El tipo en cuestión estaba recién
reclutado, el sudor de la Resurrección manchaba aun sus sobacos, cuando tuvo la idea de que
podía usar el poder de viajar por el tiempo para ir hacia atrás y efectuar un par de pequeños
cambios en su pasado, de modo que su vida tomara un rumbo mas feliz y quizá pensó no tuviera
que morir y verse mezclado con todo eso de las Serpientes y Arañas. Era como si un campesino
de las montanas recientemente reclutado como soldado se largara llevándose el rifle de gran
potencia que acababa de recibir para volver a sus montañas y eliminar a unos cuantos de sus
enemigos personales.
Normalmente algo así no podía ocurrir. Normalmente para evitar este tipo de cosas se lo hubiera
embarcado hacia algún lugar a unos cuantos miles o millones de años de distancia de su punto de
alistamiento y quizá a unos cuantos años luz también. Pero aquella era una crisis local en la
Guerra del Cambio y se estaban llevando a cabo un monto n de operaciones de rutina; un nuevo
recluta era algo que simplemente se olvidaba.
Normalmente también no hubiera debido quedar solo ni por un momento en la Sala de
Expediciones; no hubiera debido verla siquiera sino como un mero atisbo a su llegada y al
embarcar. Pero como he dicho había una crisis las Serpientes estaban escasas de personal y
algunos soldados eran negligentes. Después de eso dos suboficiales fueron degradados a causa de
lo ocurrido y un primer teniente no solo perdió su puesto sino que fue transferido fuera de la
galaxia y de la época. Sin embargo, durante la crisis el recluta del que estoy hablando tuvo todas
las oportunidades que quiso de tontear con cosas prohibidas y llevar adelante sus planes.
También poseía todos los detalles de la ultima parte de su vida allá en el mundo real, de su
muerte y sus consecuencias, para reflexionar sobre ello y sentirse tentado a cambiarlo todo. Eso
no fue culpa de la negligencia de nadie. Las Serpientes proporcionan a todos los candidatos esa
información como parte de su prima de enganche. Descubren una muerte inminente, y los
hombres de Resurrección acuden y recluían a la persona en un punto a unos pocos minutos o
corno máximo a unas pocas horas antes de su muerte. Le explican con inquietantes detalles lo
que va a ocurrir, y le sugieren que lo mejor para evitarlo es prestar el juramento. Nunca he oído
de nadie que haya rechazado la oferta. Luego lo extirpan de la línea de su vida en forma de un
Doble y desde entonces, hermanos, es una Serpiente.
De modo que ese tipo tenía una imagen de su muerte mas clara que la del día en que compro su
primer auto, y realmente se trataba de una obra maestra de ironía patológica. Estaba viviendo en
un elegante ático que había pertenecido a un loco tío suyo —tenía incluso un observatorio
astronómico en miniatura, no utilizado desde hacía años—, pero estaba completamente
arruinado, sumido en deudas hasta la coronilla, ya punto de ser embargado de un momento a
otro. Nunca había tenido un autentico trabajo, siempre había vivido a expensas de sus familiares
ricos y de su esposa, pero ahora estaba ya un poco viejo para seguir dedicándose con éxito a su
vida de parásito. Su encantadora personalidad, que había sido su única virtud, estaba tan muerta
por el uso y el abuso como iba a estarlo el mismo dentro de unas cuantas horas. Su tío loco ya no
quería saber nada de el. Su esposa era responsable de una gran parte del desgaste de sus alas de
mariposa sociales; llevaba años odiándolo, y le gritaba día y noche de una forma que solo se
podía tolerar en un ático. De hecho, ella también estaba volviéndose loca. El había estado
tonteando con otra mujer, que acababa de ponerlo de patitas en la calle, aunque sabía que su
esposa nunca se lo creería, y si se lo creía eso no haría más que añadir una nota burlona y
despectiva a sus gritos.
Era una asquerosa tarde de agosto, en medio de una ola de calor. Los Giants estaban jugando un
partido nocturno con el equipo de Brooklyn. Habían desaparecido dos musicales de éxito de las
carteleras. La cosecha de trigo había batido un nuevo record. Había un incendio forestal en
California y peligro de guerra en Irán. V se esperaba una lluvia de meteoritos para aquella noche,
según un boletín astronómico dirigido a su tío que había llegado en el correo de la mañana. Por
lo general arrojaba toda esa correspondencia al fuego sin abrirla, pero ese día la había leído
porque no tenía otra cosa que hacer, ni más útil ni mas interesante.
Sonó el teléfono. Era un abogado. Su tío loco había muerto, y en el testamento no había una
palabra acerca de una Fundación de Búsqueda de Asteroides. Hasta el ultimo centavo de su
fortuna iba a manos del inútil de su sobrino.
Este inútil personaje colgó finalmente el teléfono, luchando contra el impulso de su corazón de
saltar alocado fuera de su cuerpo y ascender hasta el techo. Justo en aquel momento apareció sus
esposa chillando por la puerta del dormitorio. Había recibido una gentil y conmiserativa nota de
la otra mujer, contándoselo todo: llevaba una pistola, y anuncio que iba a terminar con aquello de
una vez por todas.
La atmósfera bochornosa proporcionaba un buen telón de fondo para la burlona catástrofe. Las
puertas de vidrio que daban a la terraza estaban abiertas detrás de el, pero el aire que penetraba
por ellas era sofocante como la muerte. Sin que nadie reparara en ellos, un par de meteoros
trazaron estelas débiles en el cielo nocturno.
Confiando en poder disuadirla, le contó lo de la herencia. Ella le grito que el, con seguridad, iba
a usar el dinero en comprarse otras mujeres —lo cual no era una predicción irrazonable—, y
apretó el gatillo.
El peligro era mínimo. La mujer se hallaba al otro extremo de un gran salón, y su mano, más que
temblar, estaba agitando el niquelado revolver como si fuera un abanico.
La bala le alcanzo exactamente entre los ojos. Cayo hacia atrás, mas muerto que lo que estaban
sus esperanzas antes de recibir la llamada telefónica. Vio toda la escena gracias a que un
reclutador del Equipo de Resurrección lo llevo hacia adelante hasta aquel momento para que lo
presenciara como un Doble invisible..., un procedimiento normal de las Serpientes, que,
incidental mente, no produce complicaciones temporales, puesto que los Dobles no afectan la
realidad a menos que lo deseen.
Se quedaron unos momentos mas por allí. Su esposa contemplo el cuerpo durante un par de
segundos, fue a su dormitorio, tino de rubio su pelo canoso rodándolo con dos botellas de agua
oxigenada sin diluir, se puso un deslucido traje de noche de lame dorado, toco Country Gardens,
y luego se pego también un tiro.
De modo que este era el pequeño melodrama, con sus dos víctimas, que no dejaba de dar vueltas
por su cabeza fuera de la Sala de Expediciones vacía y no custodiada, completamente olvidado
del exiguo personal —reducido a la mitad— mientras todas la Serpientes disponibles en el sector
estaban ayudando a resolver la crisis local, que se hallaba centrada en el planeta Alfa de
Centauro Cuatro, a dos millones de años en el pasado.
Por supuesto, no necesito mucho tiempo para imaginar que si volvía atrás y manipulaba un poco
las cosas de modo que el primer disparo no se produjera, pero sí el segundo, ahora estaría
aposentado tranquilamente en el mundo real, capaz de dedicar su herencia a cumplir la profecía
de su esposa y otros pasatiempos. Todavía no sabía mucho acerca de los Dobles, e imagino que
si no moría en el inundo real no tendría ningún problema en reanudar su vida allí... quizá hasta
fuera algo que se producía en forma automática.
De modo que aquella Serpiente —el nombre encaja bien con el, ¿no creen? — cruzo los dedos y
se deslizo en la Sala de Expediciones. Una expedición era algo tan sencillo que, con solo estudiar
los controles, un niño podía aprender a efectuarla en cinco minutos. Regreso a un punto un par
de horas antes de la tragedia, evitando con cuidado el lugar donde lo había separado de su línea
de vida los hombres de Resurrección. Encontró el revolver en un cajón del tocador, lo descargo,
se aseguro de que no había mas cartuchos por allí, y luego avanzo un par de horas... llegando
justo a tiempo para verse a sí mismo en el momento de recibir el balazo entre los ojos,
exactamente igual que la otra vez.
En cuanto se repuso de la decepción, se dio cuenta de que acababa de aprender algo sobre los
Dobles que hubiera debido saber desde un principio, si su mente hubiera funcionado como
correspondía. Las balas que había sacado también era dobles; habían desaparecido del mundo
real únicamente en el punto del espaciotiempo donde el las había retirado, y habían seguido
existiendo, tan reales como siempre, en las secciones anterior y posterior de sus líneas de la
vida... con el resultado de que la pistola estaba cargada en el momento en que su esposa la había
esgrimido.
Así que ajusto los controles de modo que llegara solamente unos pocos minutos antes de la
tragedia. Tomo la pistola, balas incluidas, y se quedo allí para asegurarse de que no volvía a
aparecer. Imaginaba —correctamente— que si abandonaba aquel sector espaciotemporal la
pistola reaparecería en el cajón del tocador, y no deseaba que su esposa pudiera usar ninguna
pistola, ni siquiera una con la línea de la vida rota. Después —es decir, una vez evitada su
muerte— tenía la intención de colocar la pistola en la mano de su esposa.
Dos cosas lo tranquilizaron, aunque había estado esperando una y deseando la otra: su esposa no
noto su presencia corno Doble y, cuando fue a tomar la pistola, actuó como si esta no hubiera
desaparecido, y tendió su mano derecha corno si realmente sostuviera una pistola en ella. Si
hubiera estudiado filosofía, se habría dado cuenta de que estaba asistiendo a una confirmación de
la teoría de la armonía preestablecida de Leibnitz: que ni átomos ni seres humanos se afectan
realmente los unos a los otros, solo lo aparentan.
De cualquier forma, no tenía tiempo para teorías. Aun sujetando la pistola, se deslizo al salón
para ocupar un asiento de primera fila, cerca de Él Mismo, para el gran acto. Él Mismo se dio
menos cuenta aun de su presencia que su esposa.
Su esposa salió y pronuncio su parlamento como siempre. Él Mismo se echo hacia atrás como si
ella siguiera sujetando la pistola y empezó a tartamudear acerca de la herencia; su esposa se
burlo e hizo como si le disparara.
Naturalmente, no se produjo ningún disparo esta vez, y no apareció ningún agujero de bala
misterioso... cosa que había llegado a temer. Él Mismo simplemente se quedo allí, como
atontado, mientras su esposa hacía corno si estuviera contemplando un cuerpo caído en el suelo y
regresaba a su dormitorio.
Se sintió complacido por completo: esta vez había cambiado realmente el pasado. Entonces Él
Mismo miro lentamente a su alrededor, aun con aquella expresión atontada, y avanzo despacio
hacia el. Se sintió mas complacido que nunca porque imagino que ahora iban a fundirse en un
solo hombre y una sola línea de la vida, y podría apresurarse a ir a algún sitio y establecer una
coartada, solo para asegurarse, mientras su esposa se suicidaba.
Pero no ocurrió en absoluto de esa forma. La mirada de Él Mismo cambio de atontada a
desesperada, se le acerco... y de pronto le quito la pistola y, en el espacio de un parpadeo, apretó
el gatillo con el pulgar y se pego un tiro el mismo entre los ojos. V cayo, como las otras veces.
En aquel momento empezó a aprender algo —y era un aprendizaje mas bien desagradable y
estremecedor— acerca de la Ley de la Conservación de la Realidad. Al universo
tetradimensional del espaciotiempo no le gusta ser cambiado, del mismo modo que no le gusta
perder o ganar energía o materia. Si tiene que ser cambiado, se ajusta por sí mismo solo lo
suficiente como para aceptar ese cambio y no más. La Conservación de la Realidad es también
una especie de Ley de la Mínima Acción. No importa lo improbables que sean los
acontecimientos implicados en el ajuste, en tanto que sean posibles y puedan ser utilizados para
encajar en el esquema establecido. Su muerte, en aquel punto, formaba parte del esquema
establecido. Si vivía en vez de morir, tendrían que producirse otros miles de millones de cambios
compensatorios, cubriendo muchos años, quizá siglos, antes de que el viejo esquema pudiera ser
restablecido, las líneas de la vida alteradas entretejidas de nuevo a universo devuelto por quema
normal, como si hubiera disparado tal el... y el final de su esposa le como estaba previsto.
De esta forma el esquema apenas resultaba afectado. Había quemaduras de pólvora en su frente
que no habían estado antes, pero en primer lugar no había testigos del disparo, así que la
presencia o ausencia de quemaduras de pólvora no tenía ninguna importancia. La pistola estaba
tirada en el suelo en vez de hallarse en manos de su esposa, pero tenía la sensación de que
cuando llegara el momento en que ella tenía que morir, también ella se apartaría lo suficiente del
trance de Armonía Preestablecida como para encajar con el esquema, tal como lo había hecho Él
Mismo.
Así que aprendió un poco acerca de la Conservación de la Realidad. También aprendió un poco
acerca de su propio carácter, especialmente de la ultima expresión y actuación de Él Mismo.
Tuvo el atisbo de que, por la forma en que había vivido,, había estado intentando destruirse a sí
mismo desde hacía anos, de tal modo que aquella fortuna heredada o cualquier éxito accidental
no lo hubieran salvado, y que si su esposa no le hubiera disparado lo habría hecho el mismo de
un modo u otro. Tuvo el atisbo de que Él Mismo no había estado actuando tan solo como un
agente para un universo autocorrector cuando tomo la pistola, sino que había estado actuando
también por su propia voluntad. El universo, saben, opera haciendo que la gente también
coopere.
Pero aunque se le ocurrieran todas estas ideas, no se desanimo por ello, porque pensó que esa
segunda vez había conseguido un éxito parcial, y que si hubiera mantenido la pistola fuera del
alcance de Él Mismo, si hubiera dominado a Él Mismo, la fusión se habría producido, y todo
habría funcionado tal como lo había planeado.
Tenía la confusa sensación de que el universo, como un enorme animal soñoliento, sabía lo que
el estaba intentando hacer, y hacía todo lo posible por frustrarlo. Esa sensación de oposición lo
decidió a vencer al universo. No era el primer tipo que caía en esa tentación, por supuesto.
V hasta cierto punto su táctica funciono. La tercera vez que trasteo con el pasado, todo empezó a
ocurrir exactamente igual a como había ocurrido la segunda vez. Él Mismo avanzo con aire
desdichado hacia el, buscando la pistola que el había ocultado cuidadosamente y no pensaba
entregarle a ningún precio. Por fortuna, Él Mismo no lucho por ella; la expresión desesperada
cambio a otra de impotencia absoluta, y Él Mismo se aparto de el y, muy lentamente, camino
hacia las puertas de vidrio y se detuvo a mirar el exterior, la bochornosa noche. Imagino que Él
Mismo estaba empezando a hacerse a la idea de no morir. No pasaba ni un soplo de aire. Un par
de meteoros rasgaron el aire. Luego, mezclado con los sonidos nocturnos de la ciudad, se
produjo un débil silbido zumbante.
Él Mismo se agito ligeramente, como si sufriera un estremecimiento. Luego se volvió en redondo
y se derrumbo en el suelo, todo en un solo movimiento. Entre sus ojos había un negro agujero.
Entonces y allí, esta Serpiente de la que les estoy hablando decidid no volver a intentar nunca
mas cambiar el pasado, al menos su pasado personal. Había comprendido al fin, y había
adquirido también un saludable respeto hacia los Altos Mandos, capaces de cambiar el pasado,
aunque algunas veces con dificultades. Regreso a la Sala de Expediciones, donde una
adormecida y sorprendida Serpiente le administro un terrible sermón y lo confino en una
habitación. El sermón no le preocupo demasiado: había adquirido un cierto fatalismo hacia las
cosas. Una persona tiene que aprender a aceptar la realidad tal como es, ¿saben? De modo que
será mejor que no se sorprendan por la forma en que voy a desaparecer dentro de un momento...
yo también soy una Serpiente, recuérdenlo.
Si algún estadístico busca un ejemplo de un acontecimiento improbable, difícilmente puede
encontrar algo más claro que la posibilidad de que un hombre pueda ser alcanzado por un
meteorito. V si a ello le añade la condición de que el meteorito le golpee entre ambos ojos de tal
modo que la herida pueda ser confundida con la ocasionada por una bala calibre 32, la
improbabilidad se multiplica por un potencia astronómica. De modo que, ¿cómo puede una
persona esperar vencer a un universo que encuentra mucho más fácil atravesar de este modo la
cabeza de un hombre que posponer la fecha de su muerte?
FIN
Título Original: Try and Change the Past © 1948.
Aparecido en Astounding. Marzo 1958.
Publicado en Axxón nº 20.
Edición digital de Umbriel. Octubre de 2002.
Un escritorio lleno de chicas
Sí, he dicho chicas fantasma, muy sexys. Personalmente, nunca en mi vida he visto ningún tipo
de fantasmas excepto los sexys, aunque les diré que vi bastantes de ésos, si bien sólo durante una
noche, en la oscuridad por supuesto, y con la ayuda de un eminente (debería decir también
notorio) psicólogo. Fue una interesante experiencia, por decirlo de un modo suave, y me
introdujo en un campo desconocido de la psicofisiología, aunque bajo ninguna circunstancia
querría repetirla.
Se supone que los fantasmas asustan, ¿no? Bien, ¿y quién ha dicho nunca que el sexo no? Asusta
al neófito, femenino o masculino, y no permitan que ninguno de los últimos le diga lo contrario.
Por un lado, el sexo abre la mente inconsciente, que no es ni con mucho una zona de picnic. El
sexo es una fuerza y un rito básico, primario; y el —o la— cavernícola que hay en cada uno de
nosotros constituye una verdad mucho más grande de lo que pretenden los chistes y los
dibujantes humorísticos. Había sexo detrás de la brujería, los sabbats eran orgías sexuales. La
bruja era una criatura sexual. El fantasma también lo es.
Después de todo, ¿qué es un fantasma, según todos los puntos de vista tradicionales, sino el
cascarón de un ser humano..., una piel animada? Y la piel es todo sexo; es la superficie, los
límites, la máscara de la carne.
Esas nociones acerca de la piel las obtuve de mi eminente—notorio psicólogo, el doctor Emil
Slyker, la primera y la última noche que pasé con él, en el Club Contraseña, aunque al principio
no hablamos de fantasmas. Estaba bastante borracho, y dibujaba cosas sobre la mesa en el charco
derramado de su martini triple.
Me sonrió y me dijo:
—Mire, Como—Se—Llame..., oh, sí, Carr Mackay, el señor Justine en persona. Bien, mire,
Carr, he conseguido un escritorio lleno de chicas en mi oficina en este mismo edificio, y
necesitan atención. Subamos y écheles una mirada.
Inmediatamente, mi irreprimible imaginación ingenua me destelló una vívida imagen de un
escritorio dentro del cual pululaban chicas de unos doce a quince centímetros de altura. Iban
desnudas —mi imaginación nunca viste a las chicas excepto para efectos especiales tras una
larga meditación—, y parecía como si hubieran sido modeladas a partir de los dibujos de
Heinrich Kley o Mahlon Blaine. Auténticas Venus de bolsillo, desvergonzadas y activas.
Precisamente en aquel momento estaban intentando escapar en masa del escritorio, utilizando un
par de limas para las uñas como sierras, y habían conseguido cortar ya algunas trampillas en el
fondo de los cajones para poder circular de unos a otros. Un grupo estaba improvisando un
soplete con un pulverizador y un frasco para recargar encendedores de gasolina. Otro intentaba
hacer girar una llave desde el interior del cajón, utilizando para ello unas pinzas. Y estaban
rompiendo en pequeños trozos unas diminutas etiquetas, grandes para ellas, que decían
PERTENECÉIS AL DOCTOR EMIL SLYKER.
Mi mente, que se cierra a mi imaginación y se niega a asociarse con ella, estaba estudiando al
doctor Slyker y asegurándose también de que yo me comportara exteriormente como un
discípulo que lo adoraba, un potencial aprendiz de brujo. Esta actitud, ayudada por el alcohol,
parecía estarlo relajando al estado mental que yo deseaba..., una jactanciosa condescendencia.
Slyker, recién cumplidos los cincuenta, era un hombre barrigudo con una boca que parecía estar
perpetuamente chupando, tez blanca, rubio, medio calvo, con profundas arrugas en tomo a sus
ojos y junto a la nariz. Sobre todo ello llevaba la máscara para los fotógrafos, un signo seguro de
que su portador era un hombre de éxito. Los ojos débiles, como evidenciaban las gafas oscuras,
pero escrutadores, buscando siempre a alguien a quien desnudar o intimidar. Su oído era malo
también, como demostró no captando al camarero que se acercaba y sobresaltándose un poco al
ver el blanco paño adelantarse para secar la bebida derramada. Emil Slyker, «doctor» por
cortesía de algunas universidades europeas y duro como acero pavonado, crítico de cine,
extrayendo hasta el último gramo de prestigio del crudo realismo de la palabra «psicólogo»,
investigador psíquico que algunos misteriosos rumores colocaban por delante de Wilhelm Reich
con su energía orgónica y Rhine con su PES, consultor psicológico de starlets camino de
convertirse en estrellas y otras damas de moda, y un experto arribista en esa sopa de
psicoanálisis, misticismo y magia que constituye la obra maestra de nuestra época. Y, suponía
yo, un chantajista de mucho éxito. Un canalla al que había que tomar muy en serio.
Mi auténtico propósito al contactar con Slyker, de quien esperaba que aún no se hubiera dado
cuenta, era ofrecerle el dinero necesario como para echar a pique un transatlántico de lujo
pequeño a cambio de un fajo de documentos que estaba utilizando para chantajear a Evelyn
Cordew, la última revelación admitida en nuestro panteón de diosas del sexo. Yo estaba
trabajando para otra estrella del cine, Jeff Crain, ex marido de Evelyn, pero no «ex» cuando se
trataba de protegerla. Jeff decía que Slyker rehusaba morder el anzuelo de un contacto directo,
que era tan paranoico en sus sospechas que llegaba a la psicopatía, y que primero iba a tener que
hacerme amigo suyo. ¡Amigo de un paranoico!
Así que, persiguiendo esa dudosa y peligrosa distinción, allí estaba yo, en el Club Contraseña,
asintiendo respetuosamente en alegre afirmación a la sugerencia del Maestro y preguntando de
modo tentativo:
—¿Chicas que necesitan atención?
Me concedió su sonrisa de alcahuete y cancerbero y dijo:
—Por supuesto, las mujeres necesitan atención, sea cual sea la forma en que se presenten. Son
como perlas en una caja fuerte; se vuelven empañadas y opacas a menos que reciban el contacto
regular de unas cálidas manos humanas. Termine su bebida.
Bebió de un sorbo la mitad de lo que quedaba de su martini —mientras tanto la mancha había
sido secada y la negra superficie de la mesa debidamente abrillantada—, y salimos sin discutir
acerca de quién pagaba la cuenta; yo había esperado que me concediera el honor, pero
evidentemente no era todavía un acólito lo bastante importante como para merecerlo.
Ya era una suerte que hubiera podido encontrarme con Emil Slyker en el Club Contraseña, el
cual era a un club privado lo que éste a una taberna. Estrictamente Gran Tiempo, y con todo lo
necesario para proporcionar el lujo, la intimidad y la seguridad que se desearan. Especialmente
seguridad; había oído decir que los guardaespaldas del Club Contraseña acompañaban a sus
clientes, aunque éstos estuvieran sobrios, hasta sus casas de madrugada, con o sin sus ligues,
pero no lo había creído hasta que aquel bien vestido e indudablemente bien armado y poco
hablador tipo subió con nosotros en el ascensor del oscuro y silencioso edificio de oficinas y no
nos dejó hasta que el doctor Slyker abrió su puerta. Por supuesto, yo no habría podido entrar en
el Club Contraseña, si Jeff no me hubiera proporcionado un pase: una edición ilustrada del
Justine del Marqués de Sade, con anotaciones en sus márgenes de un psicoanalista de fama
mundial recientemente fallecido. Se la había enviado a Slyker con una nota llena de floridas
expresiones de «mi admiración por su trabajo en la psicofisiología del sexo».
La puerta de la oficina de Slyker era algo digno de mención. No era de cristal, sino una oscura
placa —teca o palosanto—, con las palabras EMIL SLYKER, PSICÓLOGO CONSULTOR
grabadas al fuego en ella. Ninguna cerradura Yale, sino un gran agujero en la cerradura con una
curiosa válvula plateada que la llave empujaba a un lado. Slyker me mostró la llave con una
sonrisa despectiva; las resplandecientes constelaciones de sus dientes eran lo más complicado
que yo había visto nunca, y su empuñadura representaba a Pasífae y el toro. Realmente, el
hombre estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario por crear una atmósfera.
Se produjeron tres sonidos: primero el suave roce de la llave girando, luego el sólido restallar de
los cerrojos retirándose, luego un débil chirriar de los goznes.
Abierta, la puerta mostró que tenía un espesor de diez centímetros, y que era más parecida a la de
una caja fuerte que a la de una oficina, con toda una serie de cerrojos en las cuatro direcciones
controlados por la llave. Inmediatamente antes de que se cerrara, ocurrió algo muy curioso: una
delgada película de plástico procedente del marco exterior de la puerta se pegó contra los
cerrojos, adaptándose de modo tan perfecto a ellos que sospeché la existencia de alguna
atracción de electricidad estática de cualquier clase. Una vez en su sitio, apenas nubló la plateada
superficie de los cerrojos, y era necesaria una atenta mirada para darse cuenta de su existencia.
No interfirió de ninguna manera cuando la puerta se cerró y los cerrojos volvieron a alojarse en
sus alvéolos.
El doctor captó o dio por sentado mi interés por la puerta, y explicó en la oscuridad, por encima
de su hombro:
—Se trata de mi Línea Siegfried. Más de un ladrón ambicioso o asesino inspirado han intentado
forzar esa puerta o abrirse camino a través de ella. Ninguno ha tenido la menor suerte. Es
imposible. En este momento, no hay literalmente nadie en el mundo que pueda violentar la
puerta sin utilizar explosivos..., y tendrían que ser muy bien colocados. Acogedor.
Particularmente, no estaba de acuerdo con la última observación. En realidad, hubiera preferido
sentirme un poco más en contacto con los silenciosos pasillos de fuera, aunque no contuvieran
más que los fantasmas de taquimecanógrafas infelices y neuróticas damas que había evocado mi
imaginación mientras subíamos.
—¿Forma parte la película de plástico de algún sistema de alarma? —pregunté.
El doctor no respondió. Me estaba dando la espalda. Recordé que era un poco sordo. Pero no me
dio ninguna oportunidad de repetir mi pregunta, porque en aquel momento encendió algún tipo
de luz indirecta, aunque Slyker no estaba cerca de ningún interruptor («Nuestras voces la
activan», dijo), y la oficina me absorbió.
Naturalmente, el escritorio fue lo primero que miré, aunque me sentí como un idiota al hacerlo.
Era un enorme mueble labrado con una lisa y pulida superficie superior que debía de ser madera
muy densa o metal. Los cajones eran del tamaño de archivadores, no los poco altos que había
imaginado, y había tres de ellos en hilera en la parte derecha del mueble..., con espacio suficiente
para un par de chicas tamaño natural, si éstas permanecían dobladas sobre sí mismas a la manera
de una de las fórmulas del operador oculto que posee el autómata ajedrecista de Maelzel. Mi
imaginación, que nunca aprenderá, escuchó atentamente en busca del sonido de diminutos pies
desnudos o el resonar de pequeñas herramientas. No se oía siquiera el deslizarse de un ratón, lo
cual puedo asegurar que hubiera hecho saltar mis nervios.
La oficina formaba una L, con la puerta en el extremo de su parte más larga. Las paredes que
podía ver estaban cubiertas en su mayor parte con libros, aunque entre ellos había unos cuantos
dibujos; mi imaginación había acertado acerca de Heinrich Kley, aunque no reconocí aquellos
originales a pluma y a lápiz, y había también algunos Fuseli que jamás verán reproducidos en
libros que puedan comprarse en cualquier librería.
El escritorio estaba en el vértice de la L, con los componentes de un equipo de alta fidelidad
colocados en las estanterías a ambos lados. Todo lo que podía ver por el momento del otro brazo
de la letra L era un gran sillón surrealista de brazos frente al escritorio pero separado de él por
una amplia mesa baja, sin nada encima. Desde el primer momento sentí desagrado hacia aquel
sillón, aunque parecía extremadamente confortable. Para entonces Slyker había alcanzado el
escritorio y había apoyado una mano sobre él mientras se volvía hacia mí, y tuve la impresión de
que el sillón había cambiado de forma desde que yo había entrado en la oficina..., que al
principio había sido algo más bien parecido a un diván, mientras que ahora el respaldo estaba
casi recto.
En aquel momento el pulgar izquierdo del doctor me indicaba que me sentara en él, y no pude
ver ningún otro asiento en aquel lugar excepto una silla giratoria de oficina en la que se estaba
sentando él ahora, una de esas sillas de mecanógrafa con un respaldo ajustable montado sobre
una banda de acero, y que te sujeta la columna por encima de los riñones como la mano de un
experto masajista. En el otro brazo de la L, junto al sillón, había más libros, una pesada cortina
de acordeón cubriendo la ventana, dos estrechas puertas que supuse eran las de un armario y un
lavabo, y lo que parecía una cabina telefónica a escala algo reducida y sin ventanas, hasta que
supuse que debía de tratarse de una caja orgónica similar a la que Reich había inventado para
restaurar la libido cuando el paciente la ocupaba. Me acomodé rápidamente en el sillón, aunque
no de buena gana. Me sentí increíblemente cómodo en él, casi como si el mueble hubiera
ajustado un poco sus dimensiones en el último instante para conformarlas a las mías. El respaldo
era estrecho en su base, pero se ampliaba según se curvaba hacia delante y por encima hasta casi
formar una especie de dosel sobre mi cabeza y hombros. El asiento se ensanchaba también
mucho hacia el frente, donde sus macizas patas estaban muy separadas. Los gruesos brazos
surgían sin ningún punto de apoyo del respaldo, y estaban exactamente a mi altura, aunque
curvándose hacia adentro con la ligera sugerencia de un abrazo. La piel, o el poco familiar
plástico, era tan firme y fría como una joven carne, y su textura era blanda bajo mis dedos.
—Un sillón histórico —observó el doctor—, diseñado y construido para mí por Von Helmholtz,
de la Bauhaus. Ha sido ocupado por todos mis mejores médiums durante lo que se denomina su
estado de trance. Fue en este sillón donde establecí a mí entera satisfacción la auténtica
existencia del ectoplasma..., esa elaboración de la membrana mucosa, y en ocasiones de toda la
epidermis, que es remotamente análoga a la envoltura prenatal, y que constituye el hecho en que
se basan las persistentes leyendas de la pérdida por parte de los seres humanos de finas películas
de piel aún viva, y que los charlatanes espiritistas intentan desde siempre trucar con sus telas de
gasa fluorescente y sus negativos manipulados. ¿El orgón, la energía sexual primaria?... Reich
hace de él un caso persuasivo, pero... ¿El ectoplasma?... ¡Sí! Angna cayó en trance alentada ahí
mismo donde está usted ahora, todo su cuerpo espolvoreado con un polvo especial, cuyas huellas
y distantes manchas revelaron más tarde los movimientos y origen del ectoplasma...,
principalmente en la zona genital. La prueba fue concluyente, y condujo a ulteriores
investigaciones, muy interesantes y completamente revolucionarias, ninguna de las cuales he
publicado. Mis colegas de profesión echan espuma por la boca, elaborando una especie opuesta
de materia, cada vez que yo mezclo lo psíquico con el psicoanálisis... Parecen olvidar que fue el
hipnotismo lo que le dio a Freud su punto de partida, y que durante un tiempo él fue adicto a la
cocaína. Sí, sin la menor duda, un sillón histórico.
Naturalmente, yo lo miré, y por un momento pensé que me había desvanecido, puesto que no
pude ver mis piernas. Luego me di cuenta de que el tapizado había cambiado a un gris oscuro
exactamente igual al de mi traje excepto en el extremo de los brazos, que viraba en suaves
gradaciones a un color más claro, el cual encajaba ala perfección con el de mis manos.
—Hubiera debido advertirle que está tapizado con plástico camaleónico —dijo Slyker con una
sonrisa—. Cambia de color según la persona que está sentada en él. La tela me fue suministrada
hace más de un año por Henri Artois, un químico aficionado francés. De modo que el sillón ha
tenido muchos colores: negro intenso cuando la señora Fairlee... ¿Recuerda usted el caso?... Vino
a decirme que acababa de ponerse de luto y luego le había pegado un tiro a su marido, el director
de orquesta. Luego, un encantador bronceado de Florida durante los últimos experimentos con
Angna. Ayuda a mis pacientes a olvidarse de sí mismos cuando están trabajando en la libre
asociación, y divierte a algunas personas.
Yo no era una de ellas, pero conseguí esbozar una sonrisa que esperé no fuera demasiado
forzada. Me dije a mí mismo que debía ceñirme al asunto..., al asunto de Evelyn Cordew y Jeff
Crain. Debía olvidar el sillón y otros detalles casuales, y concentrarme en el doctor Emil Slyker y
en lo que estaba diciendo..., porque no he trasladado aquí todas sus observaciones, tan sólo las
acotaciones Más importantes. Se había revelado como el tipo de conversador trae charla sin cesar
durante dos horas, y luego, cuando tú apenas has iniciado tu respuesta, te dice: «Dispense, pero si
me deja decirle tan sólo una palabra...», y se pone a hablar durante otras dos horas. El licor podía
ayudar, aunque lo dudaba. Cuando abandonamos el Club Contraseña había empezado a contarme
las historias de tres de sus clientes femeninas —la esposa de un cirujano, una estrella envejecida
temerosa de que pudieran ofrecerle una nueva oportunidad, y una universitaria con problemas—,
y la presencia del guardaespaldas no le había hecho contenerse ante los detalles escabrosos.
Ahora, sentado tras su escritorio y jugueteando con el tirador de uno de los cajones como si se
estuviera preguntando si debía abrirlo o no, había alcanzado el punto en el cual la esposa del
cirujano había llegado al anfiteatro quirúrgico a primera hora de la mañana para divulgar sus
infidelidades, la estrella había apuñalado a su agente de prensa con las tijeras de la encargada del
guardarropa, y la universitaria se había enamorado de su abortista. Poseía la excelente técnica del
buen conversador basada en mantener en el aire media docena de temas a la vez y saltar
constantemente de uno a otro sin terminar ninguno.
Y por supuesto, era un auténtico provocador. Abrió de un golpe el cajón archivador, extrajo
algunos historiales y los mantuvo sujetos contra su barriga mientras me observaba como si se
estuviera preguntando: «¿Debo?».
Tras una pausa para incrementar al máximo el suspense, decidió que debía, y así empecé a
escuchar la historia de las chicas del doctor Emil Slyker, no las tres primeras, por supuesto —
tenían que quedarse congeladas en el aire a menos que aparecieran sus historiales—, sino otras.
No diría la verdad si no admitiera que aquello fue una decepción. Allí estaba yo, esperando que
surgiera no sabía el qué de su escritorio, y todo lo que conseguía eran las referencias habituales
al jardín de infancia, la fijación en el padre, la rivalidad con los hermanos y la inversión del
Sturm und Drang de finales de la adolescencia. Los historiales no parecían contener otra cosa
que convencionales casos médico—psiquiátricos, junto con medidas físicas y otros detalles de
aspecto, evaluaciones sorprendentemente precisas de los recursos financieros de cada cliente,
notas ocasionales sobre posibles cualidades psíquicas y otros talentos extrasensoriales, y quizá
algunas instantáneas indiscretas, a juzgar por la forma en que a veces hacía una pausa para
estudiarlas apreciativamente antes de alzar los ojos hacia mí con una sonrisa.
Sin embargo, al cabo de un tiempo no pude impedir el empezar a sentirme impresionado, aunque
sólo fuera por el número. Era aquel fluir, aquel torrente, aquella avenida de mujeres, jóvenes y'
no tan jóvenes pero todas ellas pensando en sí mismas como en chicas y llevando la máscara de
las chicas aunque ya hubieran perdido su rostro natural, todas ellas convergiendo en la oficina
del doctor Slyker con dinero tomado de sus padres, o arrebatado a sus amantes casados, o pagado
cuando firmaban un contrato para seis Afros con revisiones semestrales, o recibido de sus
amigos del sindicato, o correspondiente a su pensión alimentaria, o guardado en el banco para los
días difíciles, retirándolo de los cheques de la paga Mensual y luego gastado todo a la vez en un
gran gesto, o arrojado 4espectivamente por sus maridos aquella misma mañana como un puñado
de confetti, o, quién sabe, recibido como un adelanto de una novela tan sólo medio escrita. Sí,
había algo realmente impresionante en aquel rosado fluir de mujeres agitando los colores del
dinero y que convergían infaliblemente allí, como si todos los pasillos y calles del exterior fueran
canales con paredes de cemento que conducían a la oficina del doctor Slyker, para no
desencadenar ningún otro acumulador salvo el financiero, y en cambio ser puestas en
funcionamiento por el acumulador de un solo hombre y regresar espumeando violentamente, o
goteando despacio, o incluso remansándose durante meses, sus almas convertidas en negras
extensiones dé tranquilas aguas brillando con extrañas luces.
Slyker se interrumpió de pronto con una seca risita.
—Deberíamos poner un fondo musical a todo esto, ¿no cree? dijo—. Creo que tengo puesto el
Cascanueces.
Pulsó una de las disimuladas hileras de botones en su escritorio.
El sonido brotó sin el acompañamiento del susurro de fondo de Faplatina ni los débiles
murmullos preliminares de la cinta, desgrasando los primeros, evocadores, intensos, sensuales y
sin embargo sobrenaturales acordes; pero no eran el principio de ningún movimiento de la suite
del Cascanueces que yo recordara..., y sin embargo, maldita sea, sonaban como si debieran serlo.
En ese momento se interrumpieron bruscamente, como si la cinta hubiera sido cortada de pronto.
Miré a Slyker; estaba blanco, y una de sus manos se dirigía a la hilera de botones, mientras la
otra aferraba los historiales como si temiera que le fueran arrebatados. Ambas manos temblaban.
Sentí que un estremecimiento me recorría la espina dorsal..
—Discúlpeme, Carr —dijo despacio, respirando con fuerza—, pEro se trata de música de alto
voltaje, muy peligrosa físicamente. Que utilizo tan sólo para fines especiales. Dicho sea de paso,
es una parte del Cascanueces..., la Pavana de las chicas Fantasma, que Tchaikovsky suprimió
completamente bajo las órdenes de Madame Sesostris, la clarividente de San Petersburgo. Fue
grabada para mí por... No, todavía No le conozco lo suficientemente bien como para contarle
eso. Así pues, cambiaremos de cinta a disco y escucharemos las secciones conocidas de la suite,
interpretadas por los mismos artistas.
No sé hasta qué punto aquella grabación o las circunstancias bajo las cuales la escuchaba
influyeron en ello, pero nunca he oído la Danza árabe, el Vals de las flores o la Danza de las
flautas como algo tan voluptuosa y exquisitamente amenazador... Esas tintineantes notas
musicales, superficialmente envueltas en azúcar escarchado, que clase tras clase de pequeñas
bailarinas han punteado y danzado ad nauseam, poseen subterráneas insinuaciones de absoluto
erotismo. Como si captase mis pensamientos, Slyker dijo:
—Tchaikovsky nos muestra cada instrumento..., la flauta, el gutural oboe, las argentinas
campanas, el arpa desgranando oro.... como si estuviera vistiendo de pedrería, plumas y pieles a
hermosas mujeres, únicamente para despertar el deseo y la envidia de otros hombres.
Por supuesto, escuchábamos aquella música únicamente como un telón de fondo a las
zigzagueantes, fragmentarias y aleteantes reminiscencias del doctor Slyker. El fluir de chicas se
sucedía, con sus elegantes trajes, sus vestidos floreados, sus ahuecadas blusas y ajustados
pantalones, sus improbables amores, insospechados odios e increíbles ambiciones, los hombres
que les daban dinero, los hombres que les daban amor, los hombres que tomaban ambas cosas,
los paralizantes miedos triviales detrás de la estricta elegancia, o sus saludables y frescos rostros,
sus cautivadoras e irritantes poses, el truco en sus ojos, en sus labios, en su cabello, en la curva
de sus pechos o en el ángulo de sus nalgas que constituía el foco erótico en cada una de ellas.
Porque Slyker podía traer a sus chicas a la vida muy vívidamente, tenía que admitirlo, como si
dispusiera para excitar su memoria de mucho más que meros historiales, notas e incluso
fotografías, como si poseyera la esencia de cada chica encerrada en una botella, como un
perfume, y fuera abriéndolas una por una para dejármelas oler un poco. Gradualmente, empecé a
convencerme de que en efecto había algo más que papeles y fotos en los historiales, aunque esta
revelación, como la anterior relativa al escritorio, trajo consigo al principio una decepción. ¿Por
qué debería excitarme el hecho de que el doctor Slyker archivara recuerdos de sus clientes?
Aunque se tratara de recuerdos de amor: pañuelos de encaje y foulards de seda, flores secas,
rizos y mechones de pelo, medias de nailon, broches y prendedores, trozos de tela procedentes de
vestidos, delicados fragmentos de seda como etéreas florescencias fantasmales... ¿Qué diferencia
representaba para mí el que atesorara toda aquella basura o alimentara su sensación de poder con
ella o la utilizara como parte de sus chantajes?
Sin embargo, sí representaba una diferencia para mí, porque como la música, como los pequeños
sobresaltos que no había dejado de administrarme desde el asunto de la Pavana de las chicas
fantasma, ayudaba a hacerlo todo muy real, como si en algún sentido más que ordinario tuviera
realmente un escritorio lleno de Micas. Porque ahora, cuando abría o cerraba los archivadores, a
Menudo se producía como una bocanada de polvo, una pequeña nubecilla pálida y compacta, y
los trozos de seda daban la impresión de ser más grandes de lo que deberían, como los pañuelos
multicolores de un mago, sólo que la mayoría de ellos eran del color de la carne. También
empecé a captar atisbos de lo que parecían radiografías y transparencias de gran tamaño, quizás
incluso de tamaño humano, pero cuidadosamente dobladas, y otras cosas pálidas y blandas que
me hicieron pensar en máscaras de caucho ultrafino, como las que se rumoreaba que llevaba una
vieja actriz, y todo tipo de extraños destellos y atisbos de cosas que no sabía lo que eran, excepto
que en todas ellas había un aura de feminidad. De pronto me descubrí recordando lo que él había
dicho acerca de los tejidos diáfanos fluorescentes, y tuve la impresión de captar bocanadas de
perfumes Muy individualizados con cada nuevo historial.
Llevaba abiertos ya dos cajones, y a duras penas pude leer la palabra grabada en sus partes
frontales. Parecía que ponía PRESENTE, y los cajones cerrados parecían estar etiquetados con lo
que podía ser PASADO y FUTURO. No sabía qué tipo de fórmula mágica se suponía que
encerraban esas palabras, pero el largo e incisivo monólogo de Slyker acentuaba mi impresión de
hallarme flotando en un río de chicas de todos los tiempos y lugares, y la ilusión de que de
alguna forma había una chica en cada historial se estaba haciendo tan fuerte que sentí deseos de
decir: «Vamos, Emil, sáquelas de ahí, déjeme verlas».
El debía de saber exactamente las sensaciones que estaban acumulándose en mí, puesto que se
interrumpió en medio de la saga de una starlet casada con un jugador negro de béisbol y,
mirándome con unos ojos ligeramente más abiertos de lo normal, dijo:
—De acuerdo, Carr, dejémonos de circunloquios. Ahí abajo In el Contraseña le dije que tenía un
escritorio lleno de chicas, y no estaba bromeando..., aunque la verdad que se esconde tras esa
amación haría que todos esos remiendacabezas y charlatanes Meneses me excomulgaran. Le
mencioné antes el ectoplasma, y la Prueba de su realidad. Es una materia que exudan la mayor
parte de las mujeres debidamente estimuladas al trance profundo, pero no es tan sólo una débil y
girante espuma fosforescente merodeando por una oscura sala de sesiones. Toma la forma de un
envoltorio o globo deshinchado, cerrado en la parte de arriba pero abierto hacia el fondo, el cual
pesa menos que una media de seda pero reproduce exactamente a la persona en rasgos, cabello y
todo lo demás, siguiendo el esquema completo de la superficie corporal impreso en el material
genético de las células. Se trata de una auténtica muda de piel si bien ligeramente viva, un
maniquí de fina gasa. El aliento de una persona puede marchitarlo, una corriente de aire puede
arrastrarlo, pero bajo algunas circunstancias se convierte en algo sorprendentemente estable y
elástico, una auténtica aparición. Es invisible y casi impalpable durante el día, pero de noche,
cuando los ojos se hallan adecuadamente ajustados, se puede conseguir verlo. Pese a su
fragilidad es casi indestructible, excepto por el fuego, y potencialmente inmortal. Haya sido
generado por el sueño o bajo hipnosis, de forma espontánea o inducida por el trance, permanece
conectado a su fuente por un débil filamento que yo denomino el «umbilicus», y regresa al
individuo y es absorbido de nuevo por él cuando el trance desaparece. Pero a veces se desprende,
y entonces flota por los alrededores como un cascarón, aún débilmente vivo y a veces visible,
formando la auténtica base de las historias de casas embrujadas que pululan a nuestro alrededor
desde hace siglos en todas las culturas... De hecho, yo llamo a esos cascarones «fantasmas». La
causa de que un fantasma se desprenda de su propietario suele ser generalmente un fuerte shock
emocional, pero también puede ser desprendido de modo artificial. Un fantasma de ese tipo es
notablemente dócil a aquel que comprenda cómo manejarlo y se ocupe de él. Por ejemplo, puede
ser doblado hasta un tamaño increíblemente pequeño y metido en un sobre, aunque a la luz del
día uno no podrá ver nada en ese sobre si mira dentro. «Desprendido de modo artificial», he
dicho, y eso es lo que hago yo aquí, en esta oficina. ¿Y sabe usted lo que utilizo para ello, Carr?
—Tomó algo largo parecido a un puñal y lo alzó, brillante, en su gordezuela mano, de modo que
apuntara al techo—. Unas tijeras de plata; de plata por la misma razón que uno utiliza una bala
de plata para matar a un licántropo, aunque esas palabras harían aullar a todos los pequeños
remiendacabezas. Pero ¿aullarían en ultrajada actitud científica, Carr, o bien por celos
profesionales o simplemente por miedo? No obstante, aunque no está claro el porqué van a
ponerse a aullar, lo que sí es seguro es que van a hacerlo si les digo que uno de cada cuatro o
cinco historiales en estos archivos contiene una o varias chicas fantasma.
No necesitaba mencionar el miedo..., yo me sentía ya lo bastante asustado, oyéndole hablar de
todas aquellas estupideces acerca de fantasmas, toda aquella cháchara espiritista llevada hasta
mucho más lejos de lo que ningún espiritista se había atrevido nunca, aquella obvia ilusión
racionalizada, firmemente sostenida y elaborada, aquella perfecta simbolización de un demente
anhelo de poder sobre las mujeres —¿archivándolas en sobres?—, y luego viéndole blandir hacia
mí aquellas largas y estilizadas tijeras de treinta centímetros de largo mientras me miraba con
ojos saltones... Jeff Crain me había advertido ya que Slyker estaba loco..., «un tipo brillante, pero
loco por completo y definitivamente peligroso». Yo no le había creído, no me había visualizado
realmente a mí mismo helado e inmóvil en aquel trono mediúmnico, encerrado con el loco en
persona. Me costaba un enorme esfuerzo mantener puesta la máscara de acólito y sonreír al
Maestro tontamente y con adoración.
Mi actitud parecía seguir engañándole, sin embargo, aunque me estaba estudiando de una forma
curiosa cuando prosiguió:
—De acuerdo, Carr, le mostraré las chicas, o al menos una, aunque deberemos apagar las
luces..., por eso es que mantengo las ventanas tan cerradas..., y aguardar a que nuestros ojos se
acomoden a la oscuridad. ¿Cuál voy a escoger? Tenemos muchas para elegir. Creo que, como
será para usted la primera y probablemente la última, debería ser alguien fuera de lo común, ¿no
cree?, alguien con algo especial. Espere un momento..., ya sé.
Su mano se metió debajo del escritorio, donde debió de tocar un botón oculto, porque un cajón
poco hondo se abrió en un sitio donde no parecía haber espacio para ningún cajón. Extrajo de él
un único historial, bastante voluminoso, que estaba metido plano allí, y lo depositó sobre sus
rodillas.
Luego empezó a hablar de nuevo con su evocadora voz, y que me condene si sus palabras frías y
suficientes no habían empezado a tirar de mí hacia el río de chicas y me habían hecho pensar que
en realidad aquel hombre no estaba loco, tan sólo era muy excéntrico, quizá con la excentricidad
de los genios, quizá realmente había tropezado con un fenómeno desconocido por completo hasta
entonces, relativo a las más oscuras propiedades de la mente y la materia, y me lo estaba
describiendo con una extravagante y florida jerga, quizás era cierto que había descubierto algo en
uno de los puntos ciegos de la moderna Imagen de la ciencia y la psicología del universo.
—Estrellas, Carr. Mujeres estrellas. Reinas del cine. Princesas reales del mundo gris, del
fantasmagórico claroscuro. Emperatrices de las sombras. Son más reales que la gente, Carr, más
reales que las grandes actrices que fueron al principio, porque son símbolos, símbolos de
nuestros más profundos anhelos y nuestros más ocultos miedos y nuestros más secretos sueños.
Cada década posee varias de ellas, que consiguen vivir esa existencia que es algo más que la vida
y algo menos que la vida; pero generalmente hay una que se convierte en el símbolo supremo, el
fantasma cumbre, el sueño que conduce a los hombres hacia la realización y la destrucción. En
los años veinte fue la Garbo, el Alma Libre..., ése es el nombre que le doy al símbolo en que se
convirtió; su máscara romántica fue el heraldo de la Gran Depresión. A finales de los treinta y
principios de los cuarenta fue la Bergman, la Valiente Liberal; su frescura y su moderna sonrisa
sueca nos ayudaron a aceptar la segunda guerra mundial. Y ahora... —Tocó el abultado historial
sobre sus rodillas—. Ahora es Evelyn Cordew, el Cebo de Buen Corazón, la muchacha que
acepta su turbadora sexualidad con un resignado alzarse de hombros y una estúpida risita, y no
sabemos todavía qué catástrofe general está prediciendo. Pero aquí está, y en cinco versiones
fantasma. ¿Contento, Carr?
Fui tomado tan completamente por sorpresa que no pude decir nada por el momento. O Slyker
había adivinado mi auténtico propósito al contactarle, o me enfrentaba a una notable
coincidencia. Me humedecí los labios, y me limité a asentir.
Slyker me estudió, y finalmente sonrió.
—Ah dijo—, le desconcierta un poco, ¿verdad? Percibo pese a su moderada sofisticación que es
usted uno de los millones de hombres que ha soñado dedicadamente la posibilidad de ir a parar a
una isla desierta con la deliciosa Evvie. Un complejo fenómeno cultural, Eva—Lynn
Korduplewski. Hija de un minero de carbón, educada principalmente en los cines de barrio... y
modelada por sueños, hasta convertirse en un gran sueño, una emperatriz de los sueños. Una
histérica, Carr, de hecho el ejemplo más clásico que haya encontrado nunca, con inigualables
capacidades mediúmnicas y también con una hipertrofiada y absolutamente despiadada
ambición. Dominada por la hipocondría, pero con mayor empuje que un millón de otras ávidas
universitarias enredadas y atrapadas en el laberinto de las ambiciones cinematográficas. Estúpida
como ellas, con una mente en absoluto racional, pero con diez veces la intuición de Einstein. Al
menos con la suficiente intuición como para darse cuenta de que el símbolo que anhelaba nuestra
cultura explotadora del sexo era una chica que aceptara como una mártir feliz la incandescente
sexualidad que los hombres y la naturaleza forzaban en ella..., y con la paciencia y maleabilidad
suficientes ara permitir que el etéreo haz de luz en blanco y negro en un cine rato la modelara
hasta convertirla en ese símbolo. A veces pienso en ella como en una muchacha vestida con un
traje barato, de pie en el arcén de una carretera principal, con los ojos medio cegados por los
faros de un autobús que se acerca. El autobús se detiene y ella sube, tirando de la cuerda de su
cabra favorita y dándole explicaciones al conductor en medio de entrecortadas risitas. El autobús
es la civilización.
»Todo el mundo conoce la historia de su vida, que ha sido divulgada de forma increíblemente
exacta hasta cierto punto: sus días de comedias picantes, la embarazosa serie de fotonovelas, Una
chica en apuros, para la que posó, la penosa ascensión en su carrera, el sorprendentemente
calculado éxito de sus películas La rubia de hidrógeno —y La saga de Jean Harlow, su
matrimonio roto con Jen Crain... ¿Qué ocurre, Carr? Ah, creí que había empezado a decir algo...
Y por último, su hambre de una auténtica posición, de reconocimiento intelectual y de poder. No
puede usted imaginar lo hambrienta de inteligencia y poder que se volvió esa chica una vez hubo
alcanzado la cima.
»Yo he formado parte de esa hambre, Carr, y me siento orgulloso de haber hecho más para
satisfacerla que todos los demás tipos cultos que ha tenido en su nómina. Evelyn Cordew
aprendió mucho acerca de sí misma ahí donde está usted sentado ahora, y también se abrió
camino a través de dos profundas depresiones psicópatas. El problema es que cuando se sintió
abrumada por la tercera no acudió a mí, sino que decidió confiar en el germen de trigo y el
yogur, de modo que ahora me odia profundamente..., y quizá a sí misma, con esa dieta. Ha
efectuado dos atentados contra mi vida, Carr, y me ha hecho perseguir por pistoleros... y por
otros individuos. Le ha hablado de mí a Jeff Crain, al que sigue viendo & tanto en tanto, y a Jerry
Smyslov y Nick De Grazia, y les ha dicho que tengo todo un expediente sobre sus días en los
espectáculos de variedades y algunas otras de sus escapadas posteriores, incluyendo algunas
interesantes fotocopias y los informes auténticos de sus ingresos y sus declaraciones de
impuestos, y que estoy Utilizándolo todo para chantajearla. Lo que realmente desea es que le
devuelva sus cinco fantasmas, y no puedo hacerlo porque podrían matarla. Sí, matarla, Carr. —
Agitó las tijeras para dar mayor énfasis—. Afirma que los fantasmas que tomé de ella le han
hecho perder peso permanentemente. "Ahora parezco un esqueleto", son sus palabras... Y dice
que a causa de ello ha sufrido ataques de vacío mental, una especie de desvanecimiento
psíquico..., cuando en realidad los fantasmas lo que han hecho ha sido librarla de un montón de
pensamientos nocivos y emociones destructivas, que pueden literalmente matarla (¡a ella o a
otros!) si son reabsorbidos... Están impregnados de deseos de muerte. De todos modos, he oído
decir que realmente parece un poco extraviada, algo mustia, en su última película, pese a toda la
ciencia médico—cosmética de Hollywood, así que quizá tenga algo contra mí. No he visto la
película, supongo que usted sí. ¿Qué es lo que piensa de todo ello, Carr?
Había estado pasándome un poco con las vacilaciones y el silencio halagador, de modo que
respondí rápidamente:
—Diría que es debido a su anemia. Me parece que la anemia explica toda su pérdida de peso y su
expresión cansada.
—¡Ah! Ha cometido usted un desliz, Can—exclamó, apuntándome triunfalmente, sólo que en
vez de su dedo extendido utilizó aquellas ridículas y horribles tijeras—. Su anemia es una de las
cosas que han sido mantenidas en el más estricto secreto, y sólo es conocida por muy pocos de
sus íntimos. Incluso en todos los rumores que han circulado acerca de su estado hipocondríaco
esa enfermedad no ha sido mencionada nunca. Sospeché que venía usted de parte de ella cuando
recibí su nota en el Club Contraseña... Su letra estaba distorsionada por la tensión y el disimulo,
pero el Justine me divirtió; era un truco muy hábil. Y su actuación de aprendiz de brujo me
divirtió también. Además, resulta que me gusta hablar. El caso es que he estado estudiándole
todo el rato, especialmente sus reacciones a algunas observaciones de sondeo que he ido dejando
caer de tanto en tanto, y ahora ha cometido usted un desliz.
Su voz era fuerte y clara, pero estaba temblando y riendo al mismo tiempo, y sus ojos se hallaban
enormemente dilatados. Volvió a acercar las tijeras hacia sí, pero los dedos que las sujetaban se
crisparon un poco, como si sujetaran una daga, y dijo con una risita:
—Nuestra querida Evvie ha enviado a toda clase de tipos contra mí, para negociar la devolución
de sus fantasmas o intentar asustarme o asesinarme, pero ésta es la primera vez que me envía a
un estúpido idealista. Can, ¿por qué no ha tenido usted el buen sentido de no mezclarse en esto?
—Mire, doctor Slyker —contraataqué, antes de que empezara a responder por mí—, es cierto
que me he puesto en contacto con usted con un propósito especial. Nunca lo he negado. Pero no
sé nada ni de fantasmas ni de pistoleros. Estoy aquí en una simple comisión de negocios, enviado
por el mismo tipo que me proporcionó el Justine, y que no tiene otro propósito que el de proteger
a Evelyn Cordew. Estoy representando a Jeff Crain.
Se suponía que aquello debía calmarlo Bien dejó de temblar y ., sus ojos de errar de un lado para
otro, pero solamente porque se enfocaron sobre mí como dos faros gemelos, y la risita
desapareció de su voz.
—¡Jeff Crain! Eme solamente desea matarme, pero ese Hemingway cinemático, ese corpulento
perro guardián suyo, ese San Bernardo humano que lame los mendrugos secos de su
matrimonio... desea ver a los agentes del Tesoro tras de mí, y también a los chicos de azul y a los
de blanco. Me río de la mayor parte de los agentes de Evvie, incluso de los pistoleros, pero para
los agentes de Jeff solamente tengo una respuesta.
Las tijeras de plata apuntaron directamente a mi pecho, y pude ver tensarse sus músculos como
los de un tigre gordo. Me preparé para saltar al primer movimiento que hiciera aquel hombre
contra mí.
Sin embargo, el movimiento que hizo fue dirigir a su escritorio su mano libre. Decidí que ya era
hora de ponerme en pie, de todos modos, pero justo en el momento en que enviaba las órdenes
correspondientes a mis músculos fui sujetado por la cintura y aferrado por la garganta, y mis
puños y tobillos inmovilizados. Por algo suave pero firme.
Bajé la vista. Anchas y blandas abrazaderas en forma de media luna habían surgido de ocultos
alvéolos en mi sillón, y me retenían ahora suave pero firmemente como un grupo de competentes
enfermeros. Incluso mis manos estaban retenidas por esposas tan suaves como el terciopelo que
habían brotado de los bulbosos brazos del sillón. Todas eran de un color básicamente gris, pero
mientras las duraba cambiaron hasta mimetizarse con el color de mi traje y mi Piel, en cuyos
bordes se hallaban.
No estaba asustado. Sólo mortalmente aterrorizado.
¿Sorprendido, Carr? No debería estarlo. —Slyker se reclinó en su silla como un amistoso
maestro, esgrimiendo sus tijeras como si fueran una regla—. La eliminación de obstáculos y el
control remoto son la esencia de nuestro tiempo, especialmente en lo que a equipo médico se
refiere. Los botones que hay en mi escritorio pueden hacer mucho más que eso. Puedo hacer
brotar agujas hipodérmicas..., no muy higiénicas, pero luego pueden eliminarse los posibles
gérmenes. O electrodos para un shock. Entiéndalo, las sujeciones son necesarias en mi profesión.
El trance mediúmnico profundo puede producir ocasionalmente convulsiones tan violentas como
las de un electroshock, en especial cuando es cortado un fantasma. Y a veces administro también
electroshocks, como cualquier otro remiendacabezas de estar por casa. Además, sentirse brusca y
firmemente sujeto constituye un profundo estímulo para el subconsciente, y a menudo hace
surgir hechos muy bien guardados en pacientes difíciles. Así que es absolutamente necesario
disponer de un método de inmovilizar por completo a mis pacientes... Algo rápido, seguro,
elegante, y preferiblemente inesperado. Se sorprendería usted, Carr, de las situaciones en las
cuales me he visto obligado a activar esas sujeciones. Esta vez he estado tanteándolo para ver
exactamente lo peligroso que era. Ante mi sorpresa, se mostró usted dispuesto a emprender
acciones físicas contra mí. De modo que he pulsado el botón. Ahora podremos tratar
cómodamente del problema con Jeff Crain... y con usted. Pero primero tengo que cumplir una
promesa que le hice. Le dije que le mostraría uno de los fantasmas de Evelyn Cordew. Llevará
un poco de tiempo, y además será necesario apagar las luces.
—Doctor Slyker—dije, tan llanamente como pude—, yo...
—¡Silencio! Activar un fantasma a fin de que pueda ser visto comporta ciertos riesgos. El
silencio es esencial, aunque será necesario utilizar, muy brevemente, la suprimida música de
Tchaikovsky que con tanta rapidez desconecté hace un rato. —Trasteó con el equipo estéreo
durante breves momentos—. Pero parcialmente debido a eso será necesario que guarde los
demás historiales y los otros cuatro fantasmas de Evvie que no vayamos a usar, y cierre con llave
todos los cajones. De otro modo podrían presentarse complicaciones.
Decidí intentarlo de nuevo.
—Antes de que siga adelante, doctor Slyker —empecé—, me gustaría realmente explicarle...
No dijo nada más, simplemente manipuló de nuevo en el escritorio. Mis ojos captaron algo que
se acercaba rápidamente por encima de mi hombro, y al instante siguiente se aplastaba sobre mi
boca y nariz, sin cubrirme los ojos, pero llegando casi hasta su nivel...; algo blando, seco,
pegajoso y ligeramente arrugado. Jadeé, y pude sentir la mordaza penetrar en mi boca, sin que
con ella entrara ni una pizca de aire. Aquello me aterró hasta casi la inconsciencia, por supuesto,
de modo que me inmovilicé. Luego intenté respirar muy lentamente, y un poco de aire se filtró a
mi interior. Llegó maravillosamente fresco al horno de mis pulmones. Tenía la sensación de que
llevaba toda una semana sin respirar. Slyker me miró con una ligera sonrisa.
—Nunca digo «Silencio» dos veces, Can. La espuma plástica de esa mordaza es otro de los
inventos de Henri Artois. Consiste en millones de pequeñísimas válvulas. Mientras respire usted
suavemente..., muy, muy suavemente, Carr..., permitirán el paso del aire; pero si jadea usted o
intenta gritar a través de ellas, se cerrarán don firmeza. Un dispositivo maravilloso.
Tranquilícese, Carr: su vida depende de ello.
Nunca había experimentado una tan completa impotencia. Descubrí que la más ligera tensión
muscular, incluso doblar un dedo, hacía mi respiración lo suficientemente irregular como para
que las válvulas empezaran a cerrarse y llegara al borde de la asfixia. Podía ver y oír lo que
estaba ocurriendo, pero no me atrevía a reaccionar. Apenas me atrevía a pensar. Tenía que fingir
que la mayor parte de mi cuerpo río estaba allí (¡el plástico camaleónico ayudaba!), que no era
más que un par de pulmones trabajando constantemente pero con infinita cautela.
Slyker acababa de guardar de nuevo el historial de Cordew en su cajón, sin cerrarlo, y empezó a
reunir los otros historiales esparcidos. Luego tocó de nuevo el escritorio y las luces se apagaron.
He mencionado ya que el lugar estaba completamente sellado contra la luz. La oscuridad era
completa.
—No se alarme, Can. —La voz de Slyker me llegó desde la negrura, junto con una risita—. De
hecho, sin duda se da usted cuenta de que será mejor que no lo haga. Puedo manejarlo todo
perfectamente. Trabajar al tacto constituye una de mis mayores habilidades, puesto que mi vista
y mi oído son peores de lo que parecen... E incluso sus ojos se ajustarán perfectamente si tiene
que ver algo en particular. Repito: no se alarme, sobre todo por los fantasmas.
Nunca lo hubiera esperado, pero pese a mi situación (que me obligaba a mantenerme mucho más
calmado de lo que debiera), sentía una ligera excitación, muy pequeña, ante la idea de que iba a
ver alguna especie de secreta visión de Evelyn Cordew, real en Mirto sentido, o trucada por un
maestro del trucaje. Sin embargo, al mismo tiempo, y pensando más allá de mi miedo por mi
situación, sentía una aversión desapasionada hacia la forma en que Slyker reducía todos los
impulsos y deseos humanos a un ansia de poder, de la cual el sillón que me aprisionaba, la
«Línea Siegfried» de la puerta, y los archivos de fantasmas, reales o imaginarios, eran símbolos
perfectos.
Entre las preocupaciones más inmediatas, que intentaba reprimir por todos los medios a mi
alcance, lo que más me inquietaba era el que Slyker hubiera admitido ante
mí la
deficiencia de
sus dos sentidos más importantes. No creía que fuera un hombre capaz de hacerle esa confesión a
alguien que tuviera aún mucha vida por delante.
Los oscuros minutos fueron arrastrándose. De tanto en tanto oía el roce de historiales, pero sólo
una vez el suave golpe de un cajón cerrándose, de modo que supe que no había terminado
todavía con los arreglos previos.
Dediqué el pequeño rincón de mi mente —la pequeña porción que me había atrevido a separar de
la urgente tarea de respirar— a intentar oír alguna otra cosa, pero ni siquiera pude captar el ruido
de fondo de la ciudad. Decidí que la oficina debía de ser tanto a prueba de sonidos como a
prueba de luz. Tampoco importaba demasiado, puesto que no tenía forma alguna de enviar
ninguna señal al exterior.
Entonces sonó un ruido..., un firme restallar que sólo había oído una vez antes, pero que reconocí
instantáneamente. Era el ruido que hacían los cerrojos de la puerta de la oficina al retraerse.
Había algo curioso en aquello, que necesité unos momentos para determinar: no había habido el
roce preliminar de la llave.
Por un momento, pensé que Slyker se había deslizado silenciosamente hasta la puerta, pero
entonces me di cuenta de que el roce de los historiales sobre el escritorio había seguido sonando
durante todo el tiempo.
Y el roce de los historiales seguía sonando. Supuse que Slyker no había oído la puerta. No había
exagerado respecto a su mala audición.
Hubo el débil chirriar de los goznes, una vez, dos veces —como si la puerta fuera abierta y
cerrada—, y luego de nuevo el firme restallar de los cerrojos. Me desconcertó que no se
produjera un repentino destello de luz procedente del pasillo...; sin duda todas las luces estaban
desconectadas.
Después de aquello no pude oír ningún otro ruido, excepto el roce continuado de los historiales,
pese a que escuché tan atentamente como me permitía el trabajo de respirar. Era sorprendente,
pero el trabajo de respirar tan cautelosamente me ayudaba a escuchar, porque hacía que me
mantuviera inmóvil por completo si bien sin tensar ningún músculo. Sabía que había alguien en
la oficina con nosotros, y que Slyker no se había apercibido de ello. Los negros ¿instantes
parecían extenderse indefinidamente, como si un borde de la eternidad hubiera quedado prendido
en nuestro fluir temporal.
De repente hubo como un ruido sibilante, parecido al de una hoja de papel siendo agitada con
gran rapidez en el aire, y un gruñido de sorpresa de Slyker, que se transformó en un grito y luego
se cortó tan bruscamente como si su boca y nariz hubieran sido cubiertas del mismo modo que
las mías. Luego hubo el roce de unos pies y el chirriar de las ruedas de una silla, así como ruido
de lucha, no de dos personas luchando, sino de un hombre luchando contra unas ataduras de
algún tipo, un frenético y contenido jadear. Me pregunté si la pequeña silla de oficina de Slyker
habría emitido ligaduras como mi sillón, pero aquello no tenía ningún sentido.
Luego, bruscamente, hubo el silbido de una respiración, como si su nariz hubiera sido liberada,
pero no su boca. Respiraba afanosamente por la nariz. Imaginé a Slyker atado de alguna forma a
su silla y mirando ansiosamente a la oscuridad, tal como estaba haciendo yo.
Finalmente, de la oscuridad brotó una voz que yo conocía muy bien porque la había oído a
menudo en el cine y en la grabadora de Jeff Crain. Tenía el viejo y familiar tono acariciante
mezclado con la vieja y familiar risita, la ingenuidad y la astucia, la cálida simpatía y la fría
obstinación, el encanto de la universitaria y de la sibila. Era sin lugar a dudas la voz de Evelyn
Cordew.
—Oh, por el amor de Dios, deja de agitarte, Emmy. No te va a ayudar a quitarte de encima esa
película, y hace que parezcas tan ridículo... Sí, he dicho «parezcas», Emmy... Te sorprendería
saber cómo la pérdida de cinco fantasmas mejora tu agudeza visual, como si te arrancaran velos
de delante de los ojos te vuelves mucho más sensitiva, en todos los aspectos.
»Y no intentes ablandarme pretendiendo que te asfixias. Te he quitado la película de los orificios
nasales, aunque siga manteniendo cubierta tu boca. No hubiera podido soportar el oírte hablar.
La película se llama "plástico envuelvetodo"; es algo nuevo. Yo también tengo un amigo
químico, aunque no sea parisino. Me ha dicho :que el año próximo se convertirá en el material de
empaquetado número uno. Es una película delgada, más difícil de ver que el celofán, pero muy
resistente. Ni más ni menos que un plástico electrónico, positivo en una cara, negativo en la otra.
Ponlo en contacto con algo y se adhiere a todo su alrededor, se pega como ninguna Otra cosa.
Acabas de ver la demostración. Para quitarlo lo único que tienes que hacer es lanzarle algunos
electrones mediante una pila estática manual..., patente también de mi amigo..., e
inmediatamente se aparta y vuelve a quedar plano. Proporciónale unos cuantos electrones más, y
se vuelve tan duro como el acero.
»Así es como hemos utilizado la película para penetrar por tu puerta, Emmy. La colocamos
fuera, de modo que se envolvió en tomo a los cerrojos cuando tú abriste. Luego, hace un
momento, después de dejar a oscuras el pasillo, bombeamos electrones y la tensamos y
endurecimos, a fin de que hiciera retroceder todos los cerrojos. Discúlpame, querido, pero ya
sabes cómo te gusta vanagloriarte de tus pequeñas válvulas y tus medios de inmovilización, de
modo que supongo que no te importará que yo me vanaglorie también un poco de mis pequeños
trucos. Y que alardee de mis amigos también. Tengo algunos que tú no conoces aún, Emmy.
¿Has oído alguna vez el nombre de Smyslov, o de la Araña? Algunos de ellos también cortan
fantasmas, y no se han sentido muy complacidos al saber de ti, especialmente desde el ángulo
pasadofuturo.
Hubo un ligero chillido de protesta de las ruedas de la silla, como si Slyker estuviera intentando
moverla.
—No te vayas, Emmy. Estoy segura de que sabrás por qué estoy aquí. Sí, querido, he venido a
buscarlos. A los cinco. Y no me preocupa las pulsiones de muerte que contengan, puesto que
tengo algunas ideas al respecto. Así que me disculparás, Emmy, mientras me preparo para
recuperar mis fantasmas.
No hubo ningún otro ruido entonces excepto la jadeante respiración de Emil Slyker y un
ocasional roce de seda y el susurro de una cremallera, seguido por el ligero sonido de algo
cayendo.
—Bien, ya estamos, Emmy; todo listo. El siguiente paso, mis cinco hermanas perdidas. Oh, tu
pequeño cajón secreto está abierto... Creías que no sabía nada de él, ¿verdad, Emmy? Veamos
ahora, no creo que necesitemos música para esto; conocen mi contacto; eso debería hacerles
ponerse en pie y brillar.
Dejó de hablar. Al cabo de unos instantes percibí un ligero asomo de luz encima del escritorio,
muy vacilante al principio, como una estrella en el limite de la visión, donde se mantuvo
parpadeando, apareciendo y desapareciendo, pasando de la más absoluta ausencia a la más débil
de las existencias; o como un lago solitario, iluminado tan sólo por la luz de las estrellas y apenas
entrevisto al otro lado de un denso bosque; o como esos danzantes puntos de luz que perviven
incluso en la oscuridad más absoluta, indicando tan sólo una persistencia en la retina y en el
nervio óptico, y que sin embargo te hacen creer por un momento que representan algo real.
Pero luego el asomo de luz tomó una forma definida, aunque permaneciendo en los límites de la
visión y arrastrándose adelante y atrás como si mis ojos no pudieran enfocarla debido a que no
tenían ningún otro punto de referencia al cual fijarla.
Se trataba de una débil banda angular formando tres lados de un rectángulo, el lado superior más
largo que los dos lados verticales, mientras que el lado inferior no era visible. Mientras lo
observaba y se iba haciendo más preciso, vi que las bandas de luz eran más brillantes en su parte
interior —es decir, hacia el rectángulo que delimitaban parcialmente, donde marcaban una nítida
oscuridad—, mientras que en la parte exterior se difuminaban de manera gradual. Luego,
mientras seguía observando, vi que de las dos esquinas superiores sobresalían unos pequeños
rectángulos laterales más pequeños..., unas lengüetas.
Aquellas lengüetas me hicieron comprender que estaba observando la carpeta de un historial,
silueteada por algo que relucía débilmente en su interior.
Entonces la banda superior se oscureció en su centro, como ocurriría si una mano rebuscara en la
carpeta, y luego volvió a brillar como si la mano saliera de nuevo. Entonces algo brotó de la
carpeta, como si la invisible mano estuviera tirando de algo, no más brillante que las bandas de
luz.
Era la forma de una mujer, si bien distorsionada y ondulando constantemente; la cabeza, los
brazos y la parte superior del torso mantenían mayor aproximación a las proporciones humanas
que la parte inferior y las piernas, que se parecían a una agitante cortina o a un trozo de gasa.
Brillaba con una luz muy tenue, de modo que me veía obligado a parpadear constantemente para
fijar los ojos, y su luminosidad no aumentó.
Era como la silueta de una mujer pintada con pintura fosforescente en un trozo de la más fina
seda, brazos y piernas colgando y la Cabeza..., sí, la cabeza aureolada por una ilusión de cabello
plateado. Y sin embargo era más que eso. Aunque se agitaba graciosamente en el aire como una
ligera prenda sacudida por una mujer que se preparase para ponérsela, evidenciaba poseer una
agitante vida propia.
Pero pese a todas las distorsiones, mientras fluía en un arco hacia el techo y volvía a descender
luego, era seductoramente hermosa, y el rostro era reconocible como el de Evvie Cordew.
De pronto dejó de agitarse y cambió la dirección de su fluir, de tal modo que por un momento
flotó erguida en el aire, como una combinación que una mujer sujeta encima de su cabeza antes
de ponérsela.
Luego empezó a descender hacia el suelo, y vi que realmente había una mujer de pie debajo de
ella y tirando de ella por encima de su cabeza, aunque podía ver su cuerpo tan sólo como una
silueta imprecisa a la luz reflejada del fantasma con el que se estaba envolviendo.
La mujer alzó las manos, que mantenía pegadas al cuerpo, se contorsionó con rapidez, giró e
inclinó la cabeza y luego la echó hacia atrás, como hace una mujer cuando se coloca un traje
muy ajustado, y la flotante cosa resplandeciente perdió su distorsión y se encajó apretadamente
en torno a ella.
El resplandor se incrementó entonces por un momento, mientras la mujer y su fantasma se
fundían, y vi a Evvie Cordew desnuda, la piel brillándole con luz propia...; las largas y esbeltas
pantorrillas, la curva de ánfora de sus caderas y cintura, los provocativos pechos, tal como uno
los imaginaba por sus fotos en bikini, pero con aureolas más grandes... La vi por un instante
antes de que la luz fantasmal parpadeara y se apagara como unas chispas muriendo, y de nuevo
la oscuridad fue completa.
En la negrura, una voz canturreó:
—Oh, era como seda, Emmy, como una media de seda deslizándose por todo mi cuerpo.
¿Recuerdas cuando lo cortaste, Emmy? Acababa de conseguir mi primer gran papel en la
pantalla, y había firmado un contrato por siete años; sabía que iba a tener el mundo agarrado por
la cola, y me sentía maravillosamente bien. Sin embargo, de pronto me sentí terriblemente
extraña y acudí a ti. Y tú me volviste a poner bien extirpándome mi felicidad y quedándote con
ella. Me dijiste que era un poco como donar sangre, y era cierto. Ése fue mi primer fantasma,
Emmy, pero solamente el primero.
Mis ojos, recuperándose rápidamente del brillo más intenso del fantasma que regresaba a su
fuente, captaron de nuevo el resplandor de los tres lados de la carpeta del historial. Y de nuevo
surgió de él una mujer fosforescente, locamente oscilante, parecida a una gasa. El rostro era
reconocible como el de Evvie, pero constantemente distorsionado, ahora con un ojo grande como
una naranja y luego pequeño como un guisante, los labios retorciéndose en imposibles muecas, la
frente reduciéndose al tamaño de una cabeza de alfiler o hinchándose mongólicamente, como un
rostro reflejándose en un espejo sobre el cual corriera agua. Cuando descendió sobre el
auténtico rostro de Evelyn hubo un momento en que los dos quedaron juntos pero no se
fundieron, como los rostros de dos hermanos gemelos en un espejo cubierto por el agua. Luego,
como si una esponja hubiera secado el agua, el rostro resultante brilló nítido y claro, y justo en el
momento en que volvía la oscuridad se acarició los labios con la lengua.
La oí decir:
—Éste era como cálido terciopelo, Emmy, suave pero ardiente. avíe lo arrancaste dos días
después del preestreno de La rubia de hidrógeno, cuando tuvimos aquella pequeña fiesta para
celebrarlo después de la gran fiesta, y la actual Miss América estaba allí, y le mostré cómo lucía
un cuerpo realmente valioso. Fue entonces cuando me di cuenta de que había alcanzado la cima
y eso no me había convertido en una diosa ni en nada. Seguía poseyendo la misma ignorancia de
antes y la misma torpeza, que cámaras y montadores debían ocultar. Sólo que entonces era peor,
porque me hallaba siempre en el centro del escenario... Además, iba a tener que luchar el resto de
mi vida para mantener mi cuerpo como era entonces, y luego empezaría a morir arruga tras
arruga, perdiendo mi energía célula a célula, como todos los demás.
El tercer fantasma trazó un arco hacia el techo y descendió, con olas de fosforescencia
parpadeando constantemente en él. Los esbeltos brazos ondularon como pálidas serpientes, y las
manos, con las yemas de los dedos apretadas graciosamente juntas, eran como inquisitivas
cabezas de serpientes..., hasta que los dedos se separaron y las manos parecieron arrastrantes
manchas de fosforescente tinta con cinco lenguas. Luego los sólidos dedos y brazos penetraron
dentro de ellos como si se tratara de guantes de seda color marfil Virgos hasta el hombro. Por un
instante las manos, lo primero en fundirse, brillaron más que el resto de la silueta; las observé
ayudar a encajar simétricamente la frente, las mejillas y el mentón, ajustando el rostro, con un
ligero desplazamiento lateral de los dedos anulares para alisar los ojos. Luego ascendieron y se
echaron hacia atrás para peinar el pelo de las dos cabezas, mezclándolo. El pelo fantasmal era
muy oscuro y, al mezclarse, oscureció un poco el pelo rubio de Evelyn.
—Éste era un poco pegajoso, Emmy, como la capa superficial de una ciénaga. Recuerda, yo
acababa de aguijonear a los chicos para que se pelearan por mí en el Troc. Jeff lastimó a Lester
más de que hubiera debido, e incluso el viejo Sammy se ganó un ojo Morado. Acababa de
descubrir que cuando llegas a la cima tienes a tu disposición todos los placeres ordinarios que la
gente común
anhela durante toda su vida, y que no significan nada, y que tienes que trabajar minuto a minuto
para conseguir los placeres que hay más allá del placer, a fin de evitar que tu vida se marchite
por completo.
El cuarto fantasma ascendió hacia el techo como un buceador subiendo a la superficie del agua
desde las profundidades. Luego, como si toda la habitación estuviera llena de aquel tipo de agua,
pareció emerger en el techo y dar un salto de carpa allí, volviendo a sumergirse de nuevo con una
picada, y luego cambiar otra vez de dirección y flotar por un momento sobre la cabeza de la
auténtica Evelyn, hasta hundirse lentamente a su alrededor como un buceador ahogándose. Esta
vez observé a las brillantes manos sujetar formando copa los pechos del fantasma en torno a los
suyos propios, como si se estuviera poniendo un nuevo y resplandeciente sujetador. Luego la
película del fantasma se encogió de pronto, ajustándose sobre su torso como un traje barato de
algodón bajo una lluvia repentina.
Mientras el resplandor moría por cuarta vez, Evelyn dijo suavemente:
—En cuanto a éste, era frío, Emmy. Estoy temblando. Acababa de regresar de mi primer trabajo
en Europa, y me sentí enferma al ver de nuevo Broadway. Antes de que tú lo cortaras me hiciste
revivir aquella fiesta en el yate donde oí a Ricco y al autor riéndose de cómo había destrozado mi
primera gran obra, y nadamos a la luz de la luna y Mónica casi se ahogó. Fue entonces cuando
me di cuenta de que nadie, ni siquiera los más estúpidos entre los espectadores, te respetaban
realmente porque eras su reina del sexo. Respetaban más a la pequeña estúpida que tenían
sentada a su lado que a ti. Porque tú eras solamente algo en la pantalla que podían manejar a su
antojo en su mente. Con la gente importante, las grandes personalidades, no era mucho mejor.
Para ellos eras simplemente un desafío, un premio, algo que mostrar a otros hombres para
volverlos locos de envidia, pero nunca algo a lo que amar. Bien, eso hace cuatro, Emmy, y cuatro
más uno hacen la totalidad.
El último fantasma surgió girando y ondulando como un vestido de seda al viento, como un loco
fotomontaje, como una pintura surrealista hecha con apenas visibles tonalidades de pálida carne
sobre una tela negra; o más bien como una interminable serie de tales pinturas surrealistas, cada
distorsión mezclándose con la siguiente... arrastrando detrás una tenue estela de gasa, que percibí
que correspondía a la forma en que siempre eran pintados y descritos los fantasmas. Observé
aquel amasijo de gasa mientras Evelyn
tiraba de él hacia abajo y a su alrededor; entonces se aplastó bruscamente contra sus caderas,
como una falda bajo un fuerte viento o como nailon apretándose bajo el frío. El último
resplandor fue un poco más fuerte, como si hubiera más vida en la brillante mujer de la que había
habido al principio.
—Ah, ése ha sido como un rozar de alas, Emmy, como plumas en el viento. Lo cortaste después
de la fiesta en el avión de Sammy para celebrar el haberme convertido en la estrella que cobraba
más en la industria. Atosigué al piloto porque quería que nos lanzara en un loco picado y
estrellara el aparato. Fue entonces cuando me di cuenta de que yo no era más que una
propiedad..., algo con lo cual algunos hombres ganaban dinero (y yo también ganaba dinero),
desde el actor que se casó conmigo para promocionar su propia carrera hasta el propietario del
cine que esperaba vender gracias a mi nombre algunas entradas más. Descubrí que mi más
profundo amor..., hubo un tiempo en que fue para ti, Emmy..., era tan sólo algo que otro hombre
podía capitalizar. Que cualquier hombre, no importaba lo dulce o fuerte que fuera, nunca podía
ser al final otra cosa que un alcahuete. Como tú, Emmy.
Entonces, tan sólo durante un rato, hubo oscuridad, oscuridad v silencio, rotos únicamente por el
suave roce de unas ropas.
Finalmente, su voz de nuevo:
—Así que ahora ya he recuperado mis fotos, Emmy. Todos los negativos originales, dirías tú,
porque no puedes sacar reproducciones de ellos o segundos negativos..., al menos eso creo. ¿O
existe alguna forma de hacer copias de ellos, Emmy..., mujeres duplicadas? Pero no vale la pena
escuchar tu respuesta; serías capaz de decir que sí para asustarme.
»¿Qué vamos a hacer ahora contigo, Emmy? Sé lo que me harías tú a mí si tuvieras oportunidad,
porque ya lo has hecho otras veces. Tomaste partes de mí.... no, cinco yo auténticas..., las
guardaste en sobres durante un largo tiempo, algo que poder sacar de tanto en unto para mirarlo,
manosearlo, enrollarlo en torno a un dedo o apretarlo formando una bola, cada vez que te
sintieras aburrido en una larga tarde o en una noche interminable. O quizá mostrarlo a algunos
amigos especiales o incluso dárselo a otras chicas para que lo llevaran... No creías que supiera
nada de ese pequeño truco, ¿verdad? ¡Espero que las envenenaran, espero que las hicieran arder!
Recuerda, estoy llena de deseos de muerte ahora, cinco fantasmas de ellos. Sí, Emmy, ¿qué
vamos a hacer contigo ahora?
Entonces, por primera vez desde que se habían mostrado los fantasmas, oí el sonido de la
respiración del doctor Slyker jadeando nasalmente, y los ahogados gruñidos y crujidos mientras
se debatía contra la aprisionante película.
—Eso te hace pensar, ¿verdad, Emmy? Desearía haberles preguntado a mis fantasmas qué hacer
contigo cuando tenía la oportunidad... Me hubiera gustado saber cómo preguntárselo. Ellos
habrían sido quienes decidieran. Ahora están demasiado fundidos conmigo.
»Dejaremos que las otras chicas decidan..., los otros fantasmas. ¿Cuántas docenas hay aquí,
Emmy? ¿Cuántos centenares? Aceptaré su juicio. ¿Te aman tus fantasmas, Emmy?
Oí el repiqueteo de sus tacones seguido por suaves ruidos de deslizamiento terminados en sordos
golpes...; los cajones archivadores habían sido abiertos completamente. Slyker se volvió más
ruidoso.
—No crees que te quieran, ¿verdad, Emmy? O quizá sí, aunque su forma de demostrarte su
afecto no sea exactamente cómoda, o segura. Veremos.
Los tacones repiquetearon unos cuantos pasos más.
—Y ahora, música. ¿El cuarto botón, Emmy?
De nuevo me llegaron aquellos sensuales y espectrales acordes que abrían la Pavana de las
chicas fantasma. Esta vez se transformaron poco a poco en una música que parecía retorcerse y
girar, muy suavemente y con lánguida gracia; la música del espacio, la música de la caída libre.
Hacía más fácil la suave respiración que significaba la vida para mí.
Tuve conciencia de débiles fuentes. Cada cajón estaba silueteado por un resplandor fosforescente
que ascendía.
Una pálida mano fluyó sobre el borde de un cajón. Desapareció deslizándose, pero ahí estaba
otra, y otra.
La música se hizo más fuerte, aunque más lánguida, y un pálido fluir de mujeres empezó a brotar
del paralelogramo orlado de fosforescencia de los cajones archivadores, rápidamente ahora.
Rostros constantemente cambiantes, que eran máscaras de gasa de locura, embriaguez, deseo y
odio; brazos como un fluir de serpientes; cuerpos que se retorcían, se convulsionaban, y seguían
fluyendo como leche a la luz de la luna.
Salieron girando en círculo como esbeltas nubes formando un anillo, un girante círculo que se
deslizó acercándose a mí, inquisitivo, un centenar de ojos extrañamente rasgados que parecían
escrutar.
Las girantes formas brillaron más intensamente. A su luz, empecé a ver al doctor Slyker, la parte
inferior de su rostro ceñida por el plástico transparente, sólo las aletas de su nariz agitándose y
sus protuberantes ojos mirando hacia todos lados, sus brazos apretadamente sujetos a sus
costados.
La primera espiral del anillo aceleró hacia arriba y empezó a congregarse alrededor de su cabeza
y cuello. Empezó a girar lenta
mente en torno a su silla, como si él fuera una mosca atrapada en el centro de una tela de araña y
ésta empezara a tejer un capullo a su alrededor. El rostro de Slyker quedaba alternativamente
oscurecido e iluminado por las brillantes formas neblinosas que giraban a su alrededor. Parecía
como si estuviera siendo estrangulado por el humo de su propio cigarrillo en una película pasada
al revés.
Su rostro empezó a oscurecerse a medida que el círculo resplandeciente se apretaba contra él.
Una vez más se hizo una completa oscuridad.
Luego hubo un zumbaste clic y un pequeño surtidor de chispas repetido tres veces; después una
llamita azul. Avanzó, se detuvo y avanzó, dejando tras de sí más pequeñas y silenciosas llamitas,
amarillas éstas. Crecieron. Evelyn estaba prendiendo fuego a los archivos sistemáticamente.
Supe que aquello podía ser el fin para mí, pero grité —sonó pomo una especie de hipido—, y mi
respiración se vio instantáneamente cortada cuando las válvulas de mi mordaza se cerraron.
Pero Evelyn se volvió. Estaba inclinada sobre Emil, muy cerca de él, y la luz de las crecientes
llamas iluminaba su sonrisa. A través del oscuro velo rojizo que empezaba a cubrir mi visión, vi
las llamas empezar a saltar de un cajón a otro. Hubo un repentino rugir ahogado, como virutas de
película o acetato quemándose.
Repentinamente, Evelyn se tendió hacia el escritorio y pulsó un botón. Cuando ya empezaba a
perder la conciencia, me di cuenta de que mi mordaza había desaparecido y mis ataduras me
habían soltado.
Me puse en pie, tambaleante, sintiendo las puñaladas del dolor en mis adormecidos músculos. La
habitación estaba llena de parpadeantes luminosidades bajo una sucia nube que crecía en el
techo. Evelyn había soltado la película transparente que cubría a Slyker, y ataba tirando de él
para ponerlo en pie. El hombre empezó a caer ;lacia delante, muy lentamente. Mirándome, ella
dijo:
—Dile a Jeff que está muerto.
Antes de que Slyker golpeara el suelo, ella ya había cruzado la puerta. Di un paso hacia Slyker,
sentí el picoteante calor de las llamas. Mis piernas eran como temblorosos zancos cuando me
dirigí YO también hacia la puerta. Mientras me sujetaba al marco para recuperar las fuerzas,
eché una última mirada hacia atrás, luego salí rápidamente.
No había luz en el pasillo. El resplandor de las llamas detrás de mí me ayudó un poco.
La parte superior de la cabina del ascensor se hundía fuera de mi vista cuando llegué ante la
puerta. Acudí a la escalera. Fue un descenso doloroso. Mientras trotaba fuera del edificio —era
la máxima velocidad que podía conseguir—, oí sirenas que se acercaban. Evelyn debía de haber
hecho una llamada... O uno de sus «amigos». aunque ni siquiera Jeff Crain fue capaz de decirme
más acerca de ellos; quién era su químico y quién era la Araña... Ni siquiera sé cómo sabía ella
que yo estaba trabajando para Jeff. Evelyn Cordew es más difícil de ver que nunca, y yo tampoco
lo he intentado. No creo que la vea ni siquiera Jeff. De hecho, a veces me pregunto si no fui
utilizado como un instrumento.
Sigo manteniéndome lejos de todo eso..., del mismo modo que dejé que fueran los bomberos
quienes descubrieran al doctor Emil Slyker «asfixiado por el humo» de un incendio en su
«extraña» oficina privada, un fuego que según se informó hizo poco más que ennegrecer un poco
los muebles y quemar el contenido de sus archivos y las cintas de su cadena de alta fidelidad.
Pienso que algo más resultó quemado. Cuando miré hacia atrás por última vez, vi al doctor
tendido en medio de una envoltura de pálidas llamas. Puede que fueran papeles esparcidos o
plástico electrónico. Pero creo que eran chicas fantasma, ardiendo.
FIN
Título original: A Deskful of Girls © 1958.
Aparecido en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Abril 1958.
Publicado en Crónicas del gran tiempo.
Traducción de Domingo Santos.
Edición digital de Carlos Palazón. Octubre de 2002.
La mañana de la condenación
El viaje por el tiempo, que no es en absoluto la sana y limpia diversión infantil que muchos
imaginan, empezó para mí cuando aquella mujer, con el signo cabalístico impreso en la frente,
me miró desde el umbral de la habitación donde me había escondido con las botellas y me
preguntó:
—Dígame, Buster: ¿quiere vivir?
Era el tipo de pregunta que hubiese pronunciado cualquier redentor chiflado de los de látigo en
ristre, tipo «salve su alma». Pero la mujer no lo parecía. Podría haberle contestado —de hecho
casi lo hice —con una burla (un uno por ciento humorística) como «¡Santo dios, no!». O si no —
segunda alternativa—, podría haberme quedado estudiando los polvorientos arabescos de la
marchita alfombra azul durante un tiempo perversamente largo y haber dicho, condescendiente:
«Bueno, si insiste...».
Pero no lo hice, quizá porque en la situación no parecía haber ni un uno por ciento de humor.
Punto número uno: había estado sin conocimiento más o menos durante la última media hora. La
mujer podía haber acabado de abrir la puerta o llevar mirándome diez minutos. Punto número
dos: estaba en las fronteras del delírium tremens, intentando salir de una colosal borrachera.
Punto número tres: sabía a ciencia cierta que acababa de matar a alguien, o de dejarle, a él o a
ella, al borde de la muerte, aunque no tenía la más mínima idea de quién podía ser o por qué lo
había hecho.
Déjenme que describa mi estado mental con más detenimiento. Mi conciencia, la parte medio
consciente de mí, era un punto convulsivo en medio de un plano inacabable que vibraba
rebosante de miseria y amenazas. Era como un hombre en una barca de rencos a la deriva en
pleno Pacífico. O mejor: era un hombre metido en una trinchera del desierto de África del Norte
(estuve bajo el mando de Montgomery v cualquier región cercana al delírium tremens es sin
duda una tierra de nadie). A mi alrededor, en todas direcciones —recuerden que estoy
describiendo mi conciencia—, había kilómetros y kilómetros de arena ardiente, y nada más. Al
otro lado del horizonte, dos esposas divorciadas, varios hijos a los que nada me ataba, los
trabajos más dispares, y algunos otros naufragios nada excepcionales. Más cerca, pero siempre
detrás del horizonte, el hospital estatal (dos veces) y el psiquiátrico (cuatro veces). Muy cerca,
muy a mano, enterrada a poca profundidad, o quizá maldiciéndome al aire libre justo detrás de
mí en el cráter, estaba la persona a la que acababa de matar.
Pero recuerden que yo sabía que había matado a una persona real. Aquello no era alegórico en
absoluto.
Hablemos un poco más de la mujer del «Dígame, Buster». En primer lugar, no parecía formar
parte del delírium tremens ni del cortejo que lo rodea, aunque un aficionado hubiese creído lo
contrario —sobre todo si hubiese hecho mucho hincapié en el signo cabalístico de la frente—.
Pero yo no era un aficionado.
Parecía tener mi edad —cuarenta y cinco—, aunque no podía asegurarlo. El cuerpo parecía más
joven, pero la cara más vieja: ambos eran agraciados, y me pareció que habían sufrido mucho
desgaste. Llevaba sandalias negras y una túnica negra tipo saco sin cinturón, pero parecía un
atuendo de calle. Hasta se me ocurrió —las ideas que se te ocurren cuando estás en las fronteras
del delírium tremens— que su traje, excepto por el color, podía encajar en cualquier época
histórica: el antiguo Egipto, Grecia, tal vez el Directorio, la primera guerra mundial, Birmania,
Yucatán... (¿Debería haberle preguntado si hablaba maya? No lo hice, pero no creo que la
pregunta la hubiera inmutado; parecía en conjunto sofisticada, una auténtica cosmopolita...
Pronunció «Buster» como si fuese parte de una jerigonza curiosa, algo ridícula, que estuviese
utilizando para impresionar.)
De su brazo izquierdo colgaba un bolso negro cerrado con un lazo y del que sobresalía la punta
de un objeto de plata que me intrigó aprensivamente.
Tenía el brazo derecho levantado y doblado, y apoyaba el codo contra el marco de la puerta. Con
la mano retiraba de su frente lo
,
mechones morenos para mostrarme el signo, como si tuviese
algún sentido en relación con su pregunta.
El signo era un asterisco de ocho brazos delgados y oscuros, del tamaño de un dólar de plata
aproximadamente. Una X superpuesta sobre un signo «más». Parecía indeleble.
Excepto los mechones, tenía el pelo recogido en un moño. Las orejas eran planas,
agradablemente formadas, de bordes delgados y lóbulos largos semejantes a los que el arte chino
utilizaba para representar a sus filósofos. Las adornaba con unos pequeños pendientes de plata,
cuadrados y de redondeados bordes.
Su rostro podía haber sido pintado por Toulouse—Lautrec o por Degas. La piel estaba cruzada
por líneas muy finas; los ojos estaban maquillados de oscuro, con un toque verde en los párpados
(«¿Egipcia?», me pregunté a mí mismo); la boca era grande, tolerante pero realista. Sí, por
encima de todo, la mujer parecía realista.
Como ya he dicho, estaba preparado para lo real, así que cuando me preguntó: «¿Quiere vivir?»,
me las compuse para contener las respuestas impertinentes que me cosquilleaban en la punta de
la lengua. Comprendí que era esa vez entre un millón en que la pregunta es hecha sinceramente y
tu respuesta cuenta de verdad y no hay segundas oportunidades; comprendí que la línea de mi
vida había llegado a uno de esos puntos en que hay un nudo y en el que un falso movimiento (o
tal vez el correcto) puede romperla para siempre; y comprendí que, en lo que a mí se refería, la
mujer lo sabía todo.
Así que pensé un momento, no mucho, y contesté:
—Sí.
Ella asintió —no como si aprobara o desaprobara mi decisión, sino simplemente como si la
aceptara como base para sentarse a negociar—, y dejó que los mechones cayesen sobre su frente.
Luego me sonrió rápida y fríamente, y dijo:
—En ese caso, usted y yo tenemos que salir de aquí y charlar un rato.
Para mí aquella sonrisa fue la primera fisura en la concha, la concha que rodeaba mi conciencia
rancia, o tal vez la concha oscura, perforada de estrellas, que rodeaba el continuum
espaciotemporal.
—Vamos dijo—. No, tal como está. No se entretenga para nada. —Percibió la intención de mi
gesto—. Y no mire detrás de usted si realmente desea vivir.
En general, que te ordenen no mirar atrás es un consejo tonto; te hace recordar esos cuentos para
niños del «coco que te come» que sólo consiguen que mires hacia atrás automáticamente, aunque
sólo sea para demostrar que no eres un crío. También en el caso que nos ocupa yo sentía una
auténtica y horrorizada curiosidad: deseaba terriblemente (sí, terriblemente) saber a quién había
matado. ¿A una olvidada tercera esposa? ¿A una mujer de la calle? ¿A un marido o un novio
celosos? (Aunque ya estaba demasiado entrado en años como para tener asuntos amorosos.) ¿Al
conserje del hotel? ¿A un compañero de los bajos fondos?
Pero de alguna forma, como me sucedió con la pregunta del «quiere vivir», sentí que se trataba
de una de esas ocasiones en que la sugerencia generalmente estúpida es radicalmente seria, que
el significado de su advertencia era literal.
Si miraba hacia atrás, moriría.
Miré con fijeza al frente cuando pasé junto a las marrones botellas desparramadas y la columna
de humo que se elevaba del pequeño cráter perforado por una colilla abandonada en la alfombra.
Mientras la seguía hacia la puerta, oí a mis espaldas, procedente de la ventana, el aullido distante
de una sirena de policía.
Antes de que llegáramos al ascensor la sirena sonaba más cerca, y me pareció oír también la de
los bomberos.
Vi un destello plateado frente a nosotros. Había un gran espejo junto a los ascensores.
—Lo que le advertí acerca de no mirar detrás de usted se refiere también a los espejos —me
susurró mi guía—. Hasta que no le indique lo contrario.
Instantáneamente, comprendí que había olvidado mi propio aspecto; no podía imaginarme aquel
testimonio horrorizante (acostumbrado a espejos desteñidos de grasientos cuartos de baño) de
tantas neblinosas mañanas: mi propio rostro. Una mirada en el espejo...
Pero me dije a mí mismo: «Sé realista». Vi la sombra de unos zapatos marrones y unas sandalias
en el gran espejo, nada más.
La cabina del ascensor de la derecha, oscura y vacía, estaba en aquel piso. Una barra de madera
atravesada mantenía la puerta abierta. Mi guía la retiró y entramos. La puerta se cerró, y ella
oprimió los botones. Me pregunté: «¿Hacia dónde se moverá, hacia los lados?».
No obstante, descendió normalmente. Empecé a tocarme la cara, pero me detuve. Empecé a
recordar mi nombre también, pero no seguí. Sería mala táctica, pensé, querer llenar más vacíos
en mi mente. Sabía que estaba vivo. Me aferraría a eso durante un rato.
El ascensor descendió dos pisos y medio y se detuvo. La monótona pared púrpura del pozo del
ascensor bloqueaba la salida. Mi guía encendió la lucecita del techo y se volvió hacia mí.
—¿Y bien? —dijo.
Puse palabras a mis últimos pensamientos.
—Estoy vivo —dije—. Y estoy en sus manos. Rió ligeramente.
—¿Cree que es una situación comprometida? No va desencaminado. Usted aceptó la vida de mí
o, mejor dicho, a través de mí. ¿Le sugiere algo eso?
Puede que mi memoria sea detestable, pero una parte de mi mente, largo tiempo inutilizada,
estaba funcionando.
—Cuando quieres algo —dije—, tienes que pagar por ello, y a veces el dinero no basta, aunque
sólo me he encontrado en una o dos situaciones en que el dinero no haya ayudado.
—Con ésta serán tres —respondió—. Véalo así: ha topado usted con algo que no juega con
dinero, con una organización de la que soy agente. ¿Tal vez prefiere volver a la habitación en
donde le recluté? Podríamos arreglarlo.
A través de las paredes de la cabina y el pozo del ascensor me llegaban las sirenas cada vez más
estridentes que subrayaban sus palabras.
Negué con la cabeza.
—Cuando contesté a su primera pregunta —dije——, creo que ya sabía que entraba en una
organización.
—Se trata de una gran organización —prosiguió, como advirtiéndome—. Llámelo un imperio, o
un poder, como prefiera. Por lo que a usted se refiere, siempre ha existido y siempre existirá.
Tiene agentes en todas partes, literalmente. El espacio y el tiempo no son barreras para ella. Sus
fines, hasta donde usted podrá conocerlos, son cambiar, para su propio engrandecimiento, no
sólo el presente y el futuro, sino también el pasado. Es una organización despiadadamente
competitiva y no siente compasión por sus empleados.
—¿I. G. Farben? —dije, con un humor que no tuvo nada de gracioso.
No reprochó mi impertinencia, sino que dijo:
—Tampoco es el Partido Comunista, ni el Ku—Klux—Klan, ni los Ángeles Vengadores, ni la
Mano Negra, aunque sus enemigos le dan un nombre más desagradable todavía.
—¿Cuál?
—Las Arañas —dijo.
Aquella palabra me hizo estremecer. Por un momento temí que el signo cabalístico saltaría de su
frente, se deslizaría por su rostro y se lanzaría sobre mí... O algo parecido.
Me miró.
—Si le parece mejor, puede llamarla la Cruz Doble —sugirió.
—Bien, por lo menos usted no intenta embellecer su organización.
Fue todo cuanto atiné a decir.
Meneó la cabeza.
—No hay necesidad de hacerlo con los grandes de verdad. Uno nunca sabe si el lado en el que ha
nacido o renacido es «bueno» o «correcto»..., sólo que es su lado, e intenta conocer algo de él y
formarse una opinión mientras vive y sirve.
—Está hablando de lados —dije—. ¿Hay algún otro?
—Vamos a dejarlo por el momento. Pero si alguna vez se encuentra con alguien con una S
grabada en la frente, no es un amigo, no importa lo que haga por usted. Esa S significa
Serpientes.
No sé por qué aquella palabra, dicha en aquel preciso instante, me produjo algo más que pánico;
fue como si cristalizara todos mis temores. Quizá fuese sólo una insignificancia, como si
Serpientes significase delírium tremens. Fuese lo que fuese, sentí que me hundía.
—Tal vez sea mejor que volvamos a la habitación donde me encontró —me oí decir.
No sé si quise decir eso, pero desde luego lo sentía. Las sirenas habían enmudecido, pero podía
oír un alboroto general fuera del hotel, y dentro también, creo..., ruidos procedentes del pozo del
otro ascensor; me pareció que provenían del piso que acabábamos de abandonar... Pasos rápidos,
voces tensas, y algo que era arrastrado. Estaba conociendo el terror aquí, en este ascensor
detenido, pero las voces de fuera debían de ser peores.
—Ya es demasiado tarde —me informó mi guía. Entornó los ojos—. ¿Sabe, Buster? Usted está
todavía en esa habitación. Si estuviese solo, podría reunirse consigo mismo, pero no con más
gente alrededor.
—¿Qué me ha hecho usted? —pregunté lentamente.
—Soy una Resurrectora —dijo con la misma tranquilidad. Extraigo cuerpos del continuum
espaciotemporal y les doy la libertad de la cuarta dimensión. Cuando lo resucité, lo corté de su
línea de la vida justo en el punto que usted considera el Ahora.
—¿Mi línea de la vida? —interrumpí—. ¿Se trata de algo de la palma de la mano?
—Es usted mismo desde la concepción hasta la muerte —explicó—. Un hilo con su
configuración atado al continuum espaciotemporal... De ahí lo corté. O, si prefiere verlo de otra
manera, practiqué una bifurcación en su línea de la vida, y ahora se encuentra usted en su rama
libre. Pero su otro yo, su yo enterrado, aquel que
la gente piensa que es el auténtico usted, está en esa habitación, y tiene las propiedades del resto
de los zombies.
—Pero ¿cómo puede usted cortar a la gente de sus líneas de la vida? —pregunté—. Como teoría
para una conferencia especulativa, tal vez. Pero para hacerlo en la práctica...
—Puede hacerse si se cuenta con las herramientas adecuadas —dijo, agitando con convicción su
bolso—. Cualquier agente puede hacerlo. Una Serpiente podría haberlo hecho con tanta facilidad
como una Araña. Quizá haya... Pero no entraremos en eso.
—Entonces, si usted me ha cortado fuera de mi línea de la vida —dije—, ¿por qué
permanecemos en el espaciotiempo anterior? Es decir, si este ascensor está todavía en él.
—Lo está —me aseguró—. Seguimos en el mismo espaciotiempo porque todavía no he
procedido a extraemos de él. Nos estamos moviendo a través de él a la misma velocidad
temporal que el usted que hemos dejado atrás, manteniendo el ritmo con su Ahora. Sin embargo,
ambos tenemos un modo adicional de libertad, de momento imperceptible e inoperante. No se
preocupe, abriré una puerta y saldremos de aquí con tiempo suficiente si usted supera la prueba.
Me detuve, intentando comprender su metafísica. Tal vez estaba aprisionado entre dos pisos con
una maniaca. Tal vez era yo el maniaco. Daba igual; me seguiría aferrando a lo que yo sentía
como realidad.
—Veamos —dije—, la persona que maté, o dejé que muriese, ¿también está en la habitación
ahora? ¿Usted lo vio... o la vio?
Me miró y luego asintió. Contestó, midiendo sus palabras:
—La persona que usted asesinó o condenó está todavía en la habitación.
Un calambre de dolor me retorció de arriba abajo.
—Tal vez deba intentar volver... —empecé—. Intentar volver y atar los cabos.
—Es demasiado tarde —repitió.
—Pero quiero volver... —insistí—. Hay algo que me arrastra, como si tuviese una cadena atada
al cuello.
Sonrió desagradablemente.
—Por supuesto que lo hay —dijo—. Es el vampiro que lleva usted dentro. Es la misma cosa que
me arrastró a su habitación o que hubiese arrastrado a cualquier Serpiente o Araña. El olor a
sangre de la persona que usted mató o condenó.
Me aparté de ella.
—¿Por qué se empeña en seguir diciendo «o»? —grité—. Yo no miré, pero usted debe de haber
visto. Usted debe de saber. ¿A quién maté? ¿Y qué está haciendo mi yo zombie en esa habitación
con el cuerpo?
—Ahora no hay tiempo para eso —dijo, abriendo el bolso—. Si supera la prueba, podrá volver
más tarde y averiguarlo.
Sacó del bolso un instrumento brillante de color gris pálido que me pareció, sucesivamente, un
cuchillo, una pistola, un cetro delgado y un delicado hierro de marcar reses..., sobre todo cuando
del extremo surgió una estrella plateada de ocho puntas.
—¿La prueba? —tartamudeé, mirando fijamente a la cosa.
—Sí, para determinar si puede vivir en la cuarta dimensión o solamente morir en ella.
La estrella empezó a girar, despacio al principio, luego cada vez más rápido. Luego se estabilizó,
pero algo que era parte de ella, o creado por ella, empezó a girar como una rueda de color de
Helmholtz..., un arco iris en espiral, impetuoso y centelleante. Se parecía a las visiones circulares
del cerebro cobrando vida, y me asusté porque era idéntico a lo que se ve en las alucinaciones
alcohólicas.
—Cierre los ojos—me dijo.
Quise empujarla y escapar, pero no me atreví. Algo podía saltar en mi cerebro si lo hacía. Vi el
destello de la espiral a través del resquicio deshilachado de mis pestañas mientras lo acercaba a
mí. Cerré los ojos.
Algo parecido al éter me perforó la frente como si fuera hielo, y de golpe sentí que me movía con
ágiles ascensos y descensos, como si estuviese en unas montañas rusas. Sentía un ligero latir en
los oídos.
Abrí los ojos y la ilusión se desvaneció. Estaba de pie, inmóvil en el ascensor. El único sonido
era el continuo griterío que había sucedido a las sirenas. Mi guía me sonreía, animándome.
Cerré los ojos de nuevo. Salí de la oscuridad cabalgando en las montañas rusas. El griterío era un
murmullo casi musical que crecía y se desvanecía. Al frente había hermosas luces. Me deslicé a
lo largo de una avenida de adoquines en la que varios espadachines con capas, sombreros de ala
ancha y floretes balanceándose en sus caderas volvían la cabeza para mirarme pasar, y unas
mujeres con vestidos largos y llamativos me contemplaban, medio incitadoras, medio
satisfechas.
La oscuridad se los tragó. Una puerta de hierro chirrió delante de mí. Aparecieron unas luces
azules y brillantes. Crucé una escena salpicada de barcos plateados. Hombres y mujeres altos, de
extremidades largas y vestidos plateados, detuvieron sus ocupaciones o juegos para mirarme...,
imperturbables pero un poco tristes, pensé. Los dejé atrás. Otra puerta chirrió. Durante un
momento los latidos se transformaron en palabras: «Hay un camino que recorrer. Es un camino
extenso... ».
Abrí los ojos de nuevo. Estaba en el ascensor, oyendo el griterío apagado, frente a mi sonriente
guía. Era muy extraño; una ilusión que podía encenderse o apagarse abriendo y cerrando los
párpados. Recordé brevemente el ritmo alfa del cerebro, que se desvanece al abrir los ojos, y me
pregunté si las imágenes inmóviles y las montañas rusas no serían este ritmo.
Cuando cerré los ojos esta vez me hundí más en la ilusión. Atravesé muchas escenas: una calle
de resplandecientes espadas, el ala central de una fábrica cavernosa llena de máquinas
desconocidas, un cenador chino, un club nocturno de Harlem, una plaza llena de estatuas de
colores y de hombres ruidosos con togas largas y blancas, un camino de tierra por el que una
muchedumbre harapienta de pies sucios escapaba aterrorizada de un templo porticado, el cual se
me aparecía tan sólo como gruesas columnas de luz surgiendo de las brumas desde el otro lado
de una baja colina...
Y siempre el latido musical que no cesaba. De vez en cuando oía la canción Un camino para
caminar, con dos estribillos: unas veces «te conduce rodeando el cosmos al otro lado», y otras
«te conduce a la locura o al suicidio».
Al parecer, podía oír el estribillo que quisiera; me bastaba con desearlo.
Entonces se me ocurrió que podía ir a donde quisiera, ver lo que quisiera, con sólo desearlo.
Estaba viajando a lo largo de la misteriosa avenida oscura, balanceándome y ondulando en todas
las dimensiones de la libertad; me hallaba en la avenida que conduce a todos los rincones ocultos
de la mente inconsciente, a todos los parajes del espacio y del tiempo..., la avenida para el
aventurero liberado de todas sus limitaciones.
Abrí los ojos con disgusto.
—¿Es ésta la prueba? —pregunté rápidamente a mi guía.
Ella asintió. Me miraba interrogante y ya no sonreía. Me sumergí ansiosamente en la oscuridad.
En la exultación de mi poder recién estrenado, me deslicé por un universo de sensaciones,
lanzándome como un pájaro de escena en escena: una batalla, un banquete, la construcción de
una pirámide, un barco maltrecho en el corazón de una tormenta, bestias de todo tipo, un
pabellón de condenados a muerte, una cámara de tortura, un baile, una orgía, una leprosería, el
lanzamiento de un satélite, una estrella muerta entre galaxias, un androide recién creado
surgiendo de una cisterna plateada, una quema de brujas, un nacimiento en las cavernas, una
crucifixión...
De repente me asusté. Había ido tan lejos, había visto tanto. tantas puertas se habían cerrado
detrás de mí... Y no había el más mínimo indicio de que mi vuelo fuese a detenerse o siquiera a
disminuir su velocidad. Podía controlar adónde quería ir, pero no cl ir; tenía que seguir y seguir.
Y seguir. Y seguir.
Mi mente estaba cansada. Cuando uno tiene la mente cansada y quiere dormir, cierra los ojos.
Pero yo los cerraba y comenzaba a caminar de nuevo, seguía adelante...
Abrí los ojos.
—¿Cómo dormiré? —pregunté a la mujer.
Mi voz se había vuelto ronca.
No me respondió. La expresión de su rostro no me dijo nada. De repente me aterroricé. Pero
también estaba infinitamente cansado, en cuerpo y mente. Cerré los ojos...
Me hallaba de pie en un estrecho reborde que se movía cada vez que yo intentaba dar un paso
hacia uno u otro lado para atenuar los calambres de mis piernas. Tenía las manos y la nuca
aplastadas contra una rugosa pared. El sudor me empañaba los ojos y luego se deslizaba por mi
cuello. Había una mezcolanza de voces que intentaba no oír. Sonaban lejos y muy abajo.
Miré hacia la punta de mis zapatos, que sobresalían un poco en el extremo del reborde. El cuero
marrón estaba polvoriento y desgastado. Estudié las grietas que sesgaban la superficie curtida,
todos los pequeños agujeros que la perforaban.
Alrededor de las puntas de mis zapatos se congregaba una gran multitud de gente, pero pequeña,
muy pequeña: diminutas caras ovales colocadas sobre cuerpos ovales algo mayores, como una
alubia colocada sobre un haba. Entre ellos había rectángulos rojos y negros, proporcionalmente
pequeños: coches de policía y camiones de bomberos. Entre las dos puntas de mis zapatos había
un espacio gris vacío.
En cuerpo o en espíritu, estaba de vuelta en el yo que había dejado en la habitación del hotel, en
el yo que había salido a la ventana y amenazaba con saltar al vacío.
Por el rabillo del ojo vi tras de mí a alguien vestido de negro, en cuerpo o en espíritu. Intenté
volver la cabeza para ver quién era, pero en ese momento las invisibles montañas rusas me
atraparon de nuevo y me llevaron rodando, esta vez hacia abajo.
Las caras empezaron a aumentar de tamaño. Lentamente.
Oí el grito que ascendió hacia mí. Intenté aferrarme a él, pero no me sostuvo. Seguí cayendo, con
la cara por delante.
Los rostros allá abajo siguieron creciendo. Más rápido, mucho más rápido. Y luego...
Uno de ellos era una masa de pelo revuelto excepto en la frente, con una S en ella.
En mi caída pasé frente a aquella cara y luego me detuve a un metro del suelo (pude ver el polvo
de las grietas y un pegote de chicle), y volví a subir sin detenerme, como el nadador que llega al
fondo y vuelve a subir, o como si hubiese rebotado en un invisible cojín de gomaespuma de
varios metros de espesor.
Subí trazando una gran curva. Iba perdiendo velocidad. Aterricé sin una sacudida en el alero del
que acababa de caer.
A mi lado estaba la mujer de negro. Una ráfaga de viento agitó sus mechones, y vi en su frente el
signo con las ocho puntas.
Sentí una oleada de deseo, la rodeé con mis brazos y atraje su rostro hacia el mío.
Sonrió pero inclinó la cabeza de forma que se unieron nuestras frentes y no nuestros labios.
Un éter helado me conmocionó. Cerré los ojos un instante. Cuando los abrí de nuevo estábamos
en el ascensor, y ella se apartaba de mí sonriendo. Me sentía fuerte, fresco y poderoso, como si
todas las avenidas estuviesen ahora abiertas sin obligarme a nada, como si el espacio y el tiempo
fuesen mi coto privado.
Cerré los ojos y sólo vi oscuridad, muda como una tumba y cerrada como una caricia. No había
montañas rusa,, no había visiones de rostros surgidos de la nada, no había delírium tremens ni
sus secuelas. Me reí y abrí los ojos.
Mi guía estaba junto a los controles del ascensor, y subíamos lenta y suavemente; su sonrisa
sardónica era ahora amistosa, como si fuésemos compañeros de profesión.
El ascensor se detuvo y la puerta se abrió a un abarrotado rellano. Salimos del brazo. Mi
compañera se detuvo un momento para retirar el cartel de «Averiado» y dejarlo caer detrás del
cenicero de arena.
Caminamos hacia la salida. Ahora vi a los zombies que organizaban aquel alboroto: la gente a mi
alrededor, los del hotel, los policías, los bomberos. Todos miraban hacia la salida, hacia las
puertas giratorias abiertas de par en par, como esperando —una eternidad, si fuese necesario— a
que algo sucediese. No nos vieron. O, para ser más exactos, no nos sintieron, excepto dos o tres
que temblaron inquietos, como asustados por una pesadilla, cuando pasamos por su lado.
Mientras cruzábamos el umbral, mi compañera me dijo rápidamente:
—Cuando estemos fuera haga todo lo que tenga que hacer, pero cuando le toque en el hombro
venga conmigo. Habrá una puerta detrás de usted.
De nuevo sacó el instrumento gris de su bolso, que produjo un remolino a mi lado. No lo miré.
Caminé por una acera vacía, oí el grito lanzado por docenas de gargantas a la vez. Los calientes
rayos del sol se estrellaron contra mi cara. Éramos las únicas almas en diez metros a la redonda,
luego había un cordón de policías y la muchedumbre que gritaba. Todos miraban hacia arriba,
excepto un hombre con la camisa sucia que se abría paso entre policías, con la mirada baja.
¿Conocen el chasquido que se produce cuando el carnicero corta en dos una pieza de carne sobre
la tabla de madera? Eso es lo que oí entonces, pero mucho más fuerte. Parpadeé; había un cuerpo
tendido de espaldas en medio de la calzada vacía, y un reguero de sangre se deslizaba por los
huecos de los adoquines grises.
Me adelanté y me arrodillé junto al cuerpo, vagamente consciente de que el hombre que se abría
paso entre los policías estaba haciendo lo mismo por el otro lado. Estudié el rostro del hombre
que se había lanzado al encuentro de la muerte.
El rostro estaba intacto, aunque se hallaba mucho más cerca del suelo de lo que habría estado si
su nuca no se hubiera aplastado de aquella manera. Era un rostro con barba de una semana que
brotaba desde más arriba de las mejillas...; la amplia frente era el único espacio sin pelo. Era el
rostro atormentado de un borracho, pero ahora era un rostro en paz. Yo conocía esa cara, de
hecho la había conocido siempre. Era la cara que mi guía no me había dejado ver en la
habitación, el rostro de la persona que yo había condenado a morir: yo mismo.
Levanté la mano y toqué con ella mi barba de una semana. «Muy bien —pensé—. Les he dado a
toda esa gente una excitante media hora.»
Levanté la vista; al otro lado del cuerpo estaba el hombre de la camisa sucia. Era el mismo rostro
áspero y barbudo del que estaba en el suelo entre nosotros. Mi mismo rostro áspero y barbudo.
En la frente tenía una S negra que parecía indeleble.
Me miró a la cara —y a la frente— con sorpresa y luego con horror. Sabía que yo estaba
reflejando lo mismo mientras le miraba. Una mano me tocó en el hombro.
Mi guía me había dicho que nunca se sabe si el lado en el que has yacido o renacido es «bueno»
o «correcto». Ahora, mientras me volvía hacia la brillante puerta plateada que tenía detrás,
mientras la mano de la mujer se desvanecía a través de ella, mientras yo mismo la franqueaba
rodeado de aterciopelada oscuridad y de estrellas, me aferré a aquel recuerdo, porque sabía que
iba a estar luchando eternamente en ambos lados.
FIN
Título original: Damnation Morning © 1959.
Aparecido en The Mind Spider and Other Stories. 1961.
Publicado en Crónicas del gran tiempo.
Traducción de Domingo Santos.
Edición digital de Carlos Palazón. Octubre de 2002.
El soldado más veterano
Aquel a quien llamábamos el Lugarteniente bebió un largo sorbo de su Lowensbrau negra.
Acababa de describir una batalla de cohetes de infantería en el frente oriental, mientras las
posiciones alemanas y rusas ardían estrepitosamente.
Max agitó la cerveza dentro de la botella verde, y sus ojos adquirieron una mirada perdida al
decir:
—Cuando los cohetes sembraron la muerte a miles en Copenhague, iluminaron el cielo con un
encaje de fuegos, y los campanarios de la ciudad y los mástiles y palos desnudos de las naves
británicas como un campo de cruces.
—No sabía que hubiese habido desembarcos e n Dinamarca—apuntó alguien, con expectante
indiferencia.
—Fue durante las guerras napoleónicas —explicó Max— Los ingleses bombardearon la ciudad y
capturaron la flota danesa. Fue en mil ochocientos siete.
—¿Estabas allí, Maxie? —preguntó Woody, mientras el grupo de la barra ahogaba las
carcajadas.
Tomarse unas copas en una taberna puede ser un pasatiempo monótono, y por eso uno agradece
estas pequeñas bromas.
—¿Por qué palos desnudos? —preguntó alguien.
—De esa forma había menos posibilidades de que los cohetes incendiasen los buques —
respondió Max—. Las velas prenden rápidamente y los barcos de madera arden como yesca...
Por eso los barcos de tiro corto nunca prosperaron. Los cohetes y los mástiles desnudos ya eran
bastante malos. Sí, y fueron cohetes Congreve los que provocaron el «fulgor rojo» en Fort
McFlenry, mientras que las
«bombas que estallaban en el aire» eran los primeros obuses de artillería de precisión disparados
por morteros o cañones. El himno norteamericano es un compendio de la historia de las armas.
Miró sonriente en derredor.
—Sí, estuve allí, Woody—prosiguió—. Igual que estuve con los sudmarcianos cuando
invadieron Copérnico en la segunda guerra colonial. Igual que estaré en una trinchera de las
afueras de Copeybawa dentro de mil millones de años, cuando las ondas explosivas de los
vehículos espaciales venusinos agiten el suelo y remuevan el fango y tenga que volver a cavar.
Esta vez el grupo soltó una de sus atronadoras carcajadas. Woody agitó la cabeza mientras
repetía:
Copérnico, Copenhague y... ¿cuál era el tercero? ¡Oh, la imaginación de este hombre!
Y el Lugarteniente estaba diciendo:
—Ya, estabas allí..., en los libros.
Por mi parte, yo pensaba: «Gracias a Dios por los chalados, sobre todo los valientes que nunca se
vuelven atrás, que nunca pierden el buen humor ni echan a perder su número, hasta el punto de
que no se sabe bien si se trata de una broma o expresan su más profunda convicción. Ninguno de
éstos se toma a Max en serio ni en un uno por ciento, pero todos le quieren porque nunca
abandonará su puesto...».
—Sólo trataba de demostrar cómo el estilo de las armas evoluciona en forma cíclica—continuó
Max cuando pudo hacerse oír.
—¿Los romanos utilizaban cohetes? —preguntó la misma voz que había dicho lo del
desembarco en Dinamarca y los mástiles desnudos.
Identifiqué a Sol detrás de la barra.
Max negó con la cabeza.
—En absoluto. Las catapultas fueron su especialidad. —Achicó los ojos—. Aunque ahora que lo
mencionas, recuerdo que un tipo me dijo que Arquímedes utilizó algunos cohetes accionados por
fuego griego para quemar las velas de los barcos romanos en Siracusa, en contra de la leyenda de
la lupa gigante.
—¿Quieres decir que hay más mirones además de ti en esa lucha «a lo largo y ancho del universo
y hasta el fin del tiempo» —preguntó Woody.
Su voz cascada por el whisky sonaba solemne y respetuosa como pocas veces.
—Naturalmente —dijo Max, decidido—. ¿Cómo si no imaginas que se libran y se vuelven a
librar las guerras?
—¿Para qué hay que volverlas a librar? —preguntó Sol frívolamente—. Con una sola vez
debería ser bastante.
—¿Supones acaso que alguien puede viajar a través del tiempo y no ensuciarse las manos con
guerras? —preguntó Max.
Puse mi granito de arena:
—Entonces eso significa que los cohetes de Arquímedes fueron con mucho los primeros cohetes
a combustible líquido.
Max me miró a los ojos, con algo malicioso en su sonrisa.
—Sí, supongo que sí —dijo tras unos segundos—. En este planeta, al menos.
Las carcajadas habían ido decayendo, pero este comentario las resucitó, y mientras Woody se
decía a sí mismo en voz alta: «Me gusta eso de volver a combatir..., en eso somos buenos», el
Lugarteniente preguntó a Max con un acento del norte de Chicago:
—¿Así que has luchado realmente en Marte?
—Sí —dijo Max al cabo de un rato—. Aunque el jaleo que mencioné sucedió en nuestra luna...
Fuerzas expedicionarias del Planeta Rojo.
—¡Ah, sí! Y ahora déjame preguntarte algo...
¿Saben?, lo que dije de los chiflados es verdad. Me da igual si son adictos a los platillos volantes
o entusiastas de la percepción extrasensorial, maniacos religiosos o musicales, filósofos o
psicólogos chiflados, o simplemente resultan ser soñadores vacuos o improvisadores como
Max... Por mi dinero que son ellos los que mantienen viva la individualidad en esta época de
conformismo. Son los únicos que resisten los embates de los medios de comunicación, de las
investigaciones de motivación y del hombre masa. Lo único realmente malo del majaretismo y
de la chifladura (igual que de la droga y la prostitución) es la gente de sangre fría que saca dinero
del asunto. Por eso les digo a todos los chiflados: «Sigue a tu manera, no cojas ni una perra y no
des ni un duro. Sé prudente y valiente». Como Max.
El Lugarteniente y Max estaban enfrascados en una discusión sobre los inconvenientes de la
artillería en el espacio sin aire y a baja gravedad, demasiado técnica para mantener el puchero
hirviendo. Así que Woody se levantó y observó:
—Vamos a ver, Maximilian: si tienes que participar en tantas guerras por cielos e infiernos,
debes de tener una agenda de lo más ocupada. ¿Cómo es que tienes tiempo para venir a beber
con una pandilla de holgazanes?
—A menudo me lo pregunto —le respondió él melancólicamente—. El caso es que, a
consecuencia de un fallo en el transporte,
cuento con una especie de permiso imprevisto. Cualquier día de éstos vendrán a recogerme y me
devolverán a mi puesto. Es decir, si el enemigo subterráneo no llega antes a mí.
Justo en aquel instante, mientras Max decía lo del enemigo subterráneo, mientras volvían las
carcajadas, mientras Woody gritaba: «Ahora el enemigo subterráneo. ¿Os gusta, muchachos?»,
mientras yo pensaba en todo lo que Max me había dado en aquel par de semanas —un hombre
con un destello casi poético para la reconstrucción histórica, pero también con muchas otras
cosas...—, justo en aquel instante, repito, vi los dos ojos rojos casi en el borde inferior del cristal
de la ventana, escudriñando el interior desde la oscura calle.
Todo en la Norteamérica moderna ha de tener alguna gran ventana, desde las mansiones
suburbanas, las oficinas de los directores generales y los rascacielos de apartamentos, hasta las
barberías, los salones de belleza y las destilerías. Incluso hay gimnasios que rodean sus piscinas
de cristaleras y las exponen a populosas avenidas. El tabernucho de Sol no iba a ser la excepción.
Por lo demás, creo que existe una ley que lo hace obligatorio.
Pero daba la casualidad de que yo era el único del grupo que estaba mirando en ese momento por
aquella ventana. Fuera hacía una noche fría y tempestuosa. Era una calle sucia, y frente a lo de
Sol había muchos otros cristales laminados que a veces reflejan cosas extrañas, así que cuando vi
aquella cabeza negra deforme con dos ojos como brasas a través de la pirámide de botellas
vacías, creo que no tardé ni un segundo en pensar que debía de tratarse de un par de colillas
avivadas por el viento o, más probablemente, del reflejo de las luces de algún coche que doblaba
la esquina. La visión duró un instante —acaso el coche había completado su giro o el viento
había arrastrado las colillas—, pero por un momento sentí un desagradable escalofrío, provocado
en parte también por aquella mención al enemigo subterráneo.
Algo debió de traslucirse en mi semblante, porque Woody, que es muy observador, me llamó la
atención:
—¡Eh, Fred! La gaseosa que bebes te está pudriendo los nervios. ¿O acaso es ese enorme montón
de mentiras que nos cuenta Max lo que te descompone?
Max me miró profundamente, y creo que también notó algo, porque acabó la cerveza y dijo:
—Será mejor que me vaya.
No se dirigió a mí en particular, pero siguió mirándome mientras hablaba. Asentí y dejé la
botella verde, todavía con un tercio de la gaseosa, que me parecía excesivamente dulce, aunque
era la más ácida que tenía Sol en su almacén. Max y yo nos pusimos los abrigos. Abrió la puerta,
y una racha de viento penetró en la estancia, haciendo tintinear las latas apiladas
—Mañana por la noche diseñaremos un rifle espacial más perfeccionado —dijo el Lugarteniente
a Max.
—No os metáis en líos —nos recomendó rutinariamente Sol.
—Hasta pronto, soldados espaciales —nos despidió Woody.
(Y lo pude imaginar diciendo detrás de la puerta cerrada: «Este Max tiene más miga que un pan.
Y Freddy no anda lejos. ¡Mira que beber gaseosa! ¡Uf!».)
Max y yo echamos a andar, los ojos entornados para protegernos del polvo que levantaba el
viento. Tres bloques de casas nos separaban de la chabola de Max (nombre que aquel raquítico
apartamento merecía sin ningún otro intento de forzar el lenguaje).
No había perros grandes de pelo hirsuto y ojos rojos, aunque tampoco esperaba que los hubiese.
El porqué Max y su cuento del «soldado de la historia», así como nuestra pequeña camaradería,
significaban tanto para mí es algo que tiene sus raíces en mi infancia. Yo fui un niño solitario y
tímido, sin hermanos ni hermanas con los que ensayar las batallas de la vida. Tampoco pasé por
las etapas habituales de las pandillas de amigos. Y además crecí en una familia liberal hasta la
médula, «odié la guerra» con un furor místico durante el período 1918—1939. En la segunda
contienda asumí una actitud contraria al servicio militar, aunque simplemente trabajando en una
planta de material bélico cercana a casa, y no mediante el arduo y heroico camino del pacifismo
militante.
Luego vino la inevitable reacción, favorecida por la tara liberal de ser capaz, a pesar de todo y
aunque demasiado tarde, de ver las dos caras de cualquier asunto. Empecé a sentir curiosidad y a
admirar con cautela a la soldadesca y a los soldados. Sin quererlo al principio, llegué a
comprender la necesidad y la poesía que encerraban los lanceros, esos vigías, a menudo tan
solitarios como yo mismo, de los peligrosos campos de la civilización y la fraternidad en un
universo negro y hostil... Vigías necesarios, pese a la verdad de la acusación de que la guerra
conduce a la irracionalidad y al sadismo y sólo sirve a los fabricantes de armas y a la reacción.
Empecé a comprender que mi odio a la guerra era una manera de disfrazar mi cobardía, y
empecé a buscar alguna forma de honrar en mi vida la otra cara de la verdad. Aunque no es fácil
sentirse valiente sólo porque de repente uno desea serlo. Las obvias oportunidades de ser
obviamente valientes son muy pocas en nuestra gran cultura civilizada; de hecho, son contrarias
a los impulsos de autoconservación, a los ajustes normales, a la buena ciudadanía en tiempos de
paz y a todo lo demás, y aparecen principalmente en la primera parte de la vida del hombre. La
persona que desea ser valiente con retraso se arriesga a esperar la oportunidad durante seis
meses, para ver cómo asoma, pequeñita, y se desvanece en seis segundos.
Pero por muy lamentable que pueda parecer, ésa fue la reacción a mi pacifismo, como ya he
dicho. Al principio sólo afectó a la lectura. Devoré libros de guerras, actuales o históricas, reales
o imaginarias. Traté de asimilar los aspectos y las jergas militares de todas las épocas, la
organización y las armas, la estrategia y las tácticas. Personajes como Tros de Samotracia y
Horacio Hornblower se convirtieron en mis héroes secretos, junto con los cadetes espaciales de
Heinlein y Bullard y otros muchos valientes comandos de las rutas espaciales.
Sin embargo, al poco tiempo la lectura no fue suficiente. Necesitaba tener soldados de carne y
hueso, y por fin los encontré en la taberna de Sol, en la tertulia que se reunía allí todas las
noches. Es curioso, pero a veces las bodegas que sirven bebidas tienen una clientela con más
personalidad y camaradería que la mayoría de los bares modernos. Tal vez sea la ausencia de
máquinas tocadiscos, de trofeos de acero inoxidable, de máquinas de bolos, de mujeres que
mendigan un vaso y —junto con ellas— de hombres que buscan la pelea y el olvido. De una u
otra forma, fue en la taberna de Sol donde encontré a Woody, al Lugarteniente, a Bert, a Mike, a
Pierre y al mismo Sol. El cliente ocasional no hubiese visto en ellos más que borrachos
inofensivos, soldados nunca, desde luego, pero yo olfateé una o dos pistas y empecé a dejarme
caer por allí, sin despertar sospechas, tomándome mi gaseosa más bien simbólica, y pronto
empezaron a abrirse y a hablar de África del Norte, de Stalingrado. de Anzio, de Corea, y de
cosas así, y yo me sentí muy feliz por lo menos en un sentido.
Luego, hace aproximadamente un mes, apareció Max, el hombre al que yo estaba buscando
realmente. Un soldado genuino con mis mismos puntos de vista históricos sobre las cosas... Sólo
que él sabía mucho más que yo; a su lado yo era un vulgar aficionado. Max tenía un atractivo
especial y, además, quería hacerse mi amigo. Varias veces me invitó a su casa, de forma que
podía considerarle algo más que un contertulio. Max era bueno para mí, aunque todavía no tenía
la menor idea de quién era o a qué se dedicaba.
Naturalmente, Max no se había abierto a la tertulia las primeras noches. Como yo, se limitaba a
tomar su cerveza y se sentaba tranquilamente, tanteando el ambiente. Pero tenía tal aspecto de
soldado que la tertulia estuvo dispuesta desde el principio a aceptarle. Era un hombre bajo y
fornido, de manos fuertes, rostro curtido y sonrientes ojos cansados, que parecían haberlo visto
todo alguna vez en su vida. La tercera o cuarta noche, Bert dijo algo de la batalla de las Ardenas,
y Max empezó a contar cosas que había visto allí, y por las miradas que Bert y el Lugarteniente
intercambiaron comprendí que Max había «aprobado». Era ya el séptimo miembro aceptado de
la tertulia, contándome a mí, el espectador de aspecto clerical. Yo nunca oculté mi total
inexperiencia militar.
Al poco tiempo —no debían de haber pasado más de una o dos noches—, Woody arriesgó un par
de faroles, y Max le replicó poniéndose a su altura. Ese fue el principio del cuento del «soldado
del tiempo y del espacio». El cuento estaba bien. Supongo que sin duda pensamos que Max era
un apasionado por la historia y que le gustaba exponer su afición de una forma pintoresca. Pero
Max era tan vívido en sus descripciones de otros lugares y tiempos, y tan casual a la vez, que uno
sentía que tenía que haber algo más. A veces, sus ojos se quedaban tan perdidos y nostálgicos al
hablar de cosas sucedidas a cincuenta millones de kilómetros o hacía quinientos años que Woody
casi se moría de risa, lo cual era en realidad el tributo más sincero que se podía rendir a la
elocuencia de Max.
Max incluso mantenía el cuento cuando estábamos él y yo solos, caminando o en su casa —
nunca venía a la mía—, aunque entonces hablaba con nostalgia, de modo que más que
convencerte de que era un soldado de una Potencia luchando a lo largo de todos los tiempos para
cambiar la historia, parecía querer dar a entender que nosotros, los hombres, éramos criaturas
con imaginación, y que nuestra principal tarea era intentar sentir lo que podía haber existido en
otros tiempos, lugares y cuerpos. Una vez me dijo:
—El crecimiento de la conciencia lo es todo, Fred: la conciencia envía sus semillas a través del
espacio y del tiempo. Pero puede enraizar de muchas maneras, tejiendo su tela de mente en
mente como la araña, o haciendo madrigueras en la oscuridad inconsciente como una serpiente.
Las peores guerras son las guerras del pensamiento.
Pretendiera lo que pretendiese, yo le seguía la corriente, lo cual creo que es la forma más
correcta de comportarse con otro hombre, chiflado o no, mientras puedas hacerlo sin atentar
contra tu propia personalidad. Otro hombre trae un poco de vida y aventura al mundo. ¿Por qué
matarla? Es una simple cuestión de educación y estilo.
Pensé mucho sobre el estilo desde que conocí a Max. «No importa tanto lo que hagas en la vida
—me dijo una vez—, seas soldado o burócrata, cura o ratero, sino que lo hagas con estilo. Es
mejor fracasar con elegancia que triunfar en lo mediocre. Nunca disfrutarás los éxitos de la
segunda alternativa.»
Max parecía comprender mis problemas sin que tuviera que confesárselos. Me decía que el
soldado se entrena para la valentía. Según Max, el objeto de la disciplina militar es que uno se
lance a la gesta sin vacilar cuando la prueba de seis segundos se presenta una vez cada seis
meses. El soldado no tiene ninguna virtud especial, ni la virilidad que le falta al civil. Y en
cuanto al miedo, todos los hombres tienen miedo, dijo Max, excepto unos cuantos psicópatas o
tipos suicidas, y ellos solamente no tienen miedo a nivel consciente. Pero cuanto mejor se conoce
uno a sí mismo, a los hombres que le rodean y las situaciones con las que tiene que enfrentarse
(aunque nunca pueden conocerse a fondo y a veces sólo se tiene de ellas una idea general), mejor
preparado se está para vencer el miedo. Hablando en términos generales, si uno se prepara
mediante la autodisciplina diaria de pensar honestamente sobre la vida, si se piensan con
realismo los problemas y oportunidades que pueden presentarse, cada vez son mayores las
posibilidades de no fallar en la prueba. Por supuesto, yo había leído y oído esas cosas antes, pero
pronunciadas por Max significaban mucho más para mí. Como ya he dicho, Max era bueno para
mí.
Así que, aquella noche en que Max habló de Copenhague, Copérnico y Copeybawa, y que yo
imaginé ver un gran perro negro con ojos rojos, aquella noche, cuando caminábamos por las
calles desiertas, hundidos en nuestros abrigos, mientras el reloj de la universidad desgranaba
once campanadas..., bien, aquella noche yo no pensaba nada especial, sólo que estaba con mi
querido compañero el chiflado y que pronto estaríamos en su casa tomando un tentempié. El mío
sería un café.
Definitivamente, no esperaba nada.
Hasta que, al doblar la esquina barrida por el viento, justo delante de su casa, Max se detuvo de
golpe.
La destartalada habitación y media con vistas a la calle de Max estaba en un edificio de ladrillo
de tres pisos, cuya planta baja ocupaban unos almacenes abandonados. Una escalera de incendios
recorría la fachada, bordeando las ventanas. El tramo inferior, contrapesado, era de los que se
balancean hasta el suelo cuando alguien baja por él..., es decir, si alguien se atreve a hacerlo.
Cuando Max se detuvo de golpe, yo me detuve también, por supuesto. Max miraba en dirección
a su ventana. Estaba oscura y no pude ver nada especial, excepto el hecho de que él, o alguna
otra persona, había dejado lo que parecía un fardo grande y negro, que se recortaba junto a ella
en la oscuridad. No sería ésta la primera vez que alguien utilizaba el rellano de la escalera de
incendios para guardar trastos o incluso, contraviniendo todas las normas de seguridad, para
tender ropa.
Max permanecía inmóvil, observando.
—Oye, Fred—dijo lentamente—. ¿Qué te parece si vamos a tu casa, para variar? ¿Sigue en pie
tu invitación?
—Por supuesto, Max. ¿Por qué no? —contesté inmediatamente, en el mismo tono que él—.
Llevo siglos proponiéndotelo.
Mi casa estaba dos manzanas más allá. No teníamos más que doblar la esquina, y estaríamos en
la dirección correcta.
—De acuerdo —dijo Max—. Vamos.
Su voz tenía un dejo de impaciencia que no había oído nunca. Parecía muy ansioso por doblar la
esquina. Me sujetó el brazo.
Max ya no miraba hacia la escalera de incendios, pero yo sí. El viento se había calmado de golpe
y todo estaba inmóvil. Mientras doblábamos la esquina —para ser exactos, mientras Max me
empujaba—, el gran fardo se levantó y me miró con ojos que parecían brasas.
No dejé escapar ningún grito ni dije nada. No creo que Max se diese cuenta de que yo había visto
algo, pero me sentí muy inquieto. Ahora no podía achacar la visión a colillas o a las luces
traseras de algún coche. Algo así era difícil de situar en el tercer rellano de una escalera de
incendios. En aquella ocasión mi mente iba a tener que racionalizar con mucha más inventiva
para dar con una explicación. Y mientras ésta no llegase no tenía más alternativa que creer que
algo..., bueno, anormal, sucedía en esa parte de Chicago.
Las grandes ciudades tienen sus amenazas naturales: artistas del atraco, muchachitos drogados,
sádicos perturbados, en fin, todas esas cosas para las que uno está más o menos preparado.
Pero uno no está preparado para algo anormal. Si te despierta un rumor en la planta baja, puedes
suponer que son ratas y bajar a investigar. Lo que no esperas hallar son arañas carnívoras
amazónicas.
El viento no se había levantado todavía. Estábamos a una tercera parte de la manzana cuando oí
detrás de nosotros, débil pero muy claramente, un herrumbroso chirrido que culminó en un
choque metálico. No podía ser otra cosa que el primer tramo de la escalera de incendios que
había descendido hasta la acera.
Seguí andando, pero mi mente se escindió en dos: una se mantuvo en tensión escuchando por
encima de mi hombro, mientras la otra trataba de imaginarse algo anormal, tal vez que Max era
un refugiado, huido de algún campo de concentración inimaginable al otro lado de las estrellas.
Si existiesen tales campos de concentración dirigidos por una especie de SS sobrenaturales, me
dije en mi fría histeria, tendrían perros como el que creía haber visto... Y, a fuer de sincero, no
dudaba que lo vería trotar a nuestras espaldas si miraba ahora por encima del hombro.
Era difícil dominarse y mantener el paso, no echar a correr, con aquella locura o lo que fuese
revoloteando por mi mente; y el hecho de que Max no dijera nada no ayudaba precisamente.
Por fin, cuando empezamos a recorrer la segunda manzana, me dominé y conté tranquilamente a
Max lo que creía haber visto. Su respuesta me sorprendió.
—¿Cómo está distribuido tu apartamento, Fred? Es un tercer piso, ¿no?
—Sí. Bueno...
—Empieza por la puerta por la que entraremos—me indicó.
—Da al cuarto de estar. De allí arranca un pequeño pasillo, que lleva hasta la cocina. El piso es
como un reloj de arena, con el cuarto de estar y la cocina en los extremos y el pasillo en el
cuello. En el cuarto de estar hay dos puertas: la de la derecha, según se entra, es la del cuarto de
baño; la de la izquierda da a un dormitorio pequeño.
—¿Ventanas?
—Dos en el cuarto de estar, una junto a la otra —le dije—. En el cuarto de baño ninguna. Una en
el dormitorio, que da a un patio de ventilación. Y dos en la cocina, separadas.
—¿Hay puerta trasera en la cocina? —preguntó.
—Sí, da al patio posterior. Con cristal en la mitad superior. No
lo había pensado. Eso hace tres ventanas en la cocina. —¿Están las persianas bajadas ahora?
—No.
Las preguntas y respuestas habían sido formuladas rápidamente, sin dejarme apenas tiempo para
pensar. Tras una pausa, Max dijo:
Mira, Fred, no pido que ni tú ni nadie crea las cosas que he estado contando en la taberna de Sol.
Pero, por lo menos, creerás en ese perro negro, ¿no? —Me apretó el brazo en señal de
advertencia—. No, no mires atrás.
Tragué saliva.
—Creo en él ahora —dije.
—Muy bien. Sigue andando. Siento meterte en esto, Fred, pero ahora tengo que intentar sacarnos
a los dos. Lo mejor que puedes hacer es prescindir de esa cosa, fingir que no te has dado cuenta
de que sucede algo anormal... Entonces la bestia no sabrá si te he dicho algo y vacilará en
molestarte, tratará de llegar a mí sin tocarte, e incluso se mantendrá alejada un rato si cree que de
esa manera me tendrá. Pero no se mantendrá alejada eternamente...; es sólo imperfectamente
disciplinada. Lo mejor que puedo hacer yo es ponerme en contacto con el cuartel general, es algo
que he estado posponiendo; ellos me sacarán. Podré hacerlo en una hora, tal vez menos. ¿Me
puedes conceder ese tiempo, Fred?
—¿Cómo? —le pregunté.
Estábamos subiendo los escalones hacia el vestíbulo. Me pareció oír, muy débiles, unos pasos
ligeros detrás de nosotros. No miré.
Max cruzó la puerta que yo le sujetaba y empezamos a subir la escalera.
—En cuanto entremos en tu apartamento —dijo—, enciende todas las luces del cuarto de estar y
de la cocina. Deja las persianas abiertas. Luego empieza a hacer lo que harías si estuvieras
levantado a esta hora de la noche. Leer o escribir a máquina, por ejemplo. O comer algo, si
puedes arreglártelas. Hazlo tan naturalmente como seas capaz. Si oyes cosas, si sientes cosas,
intenta no hacerles caso. Sobre todo, no abras las puertas ni las ventanas, ni mires por ellas;
procura mantenerte alejado de ellas si te es posible... Sin duda algo te llamará la atención y te
sentirás muy tentado a acercarte. Actúa simplemente con naturalidad. Si puedes mantenerlos....
mantenerlo alejado de esta manera durante media hora o algo así, digamos hasta medianoche, si
me puedes conceder todo ese tiempo, podré arreglármelas para salir. Y recuerda: eso es lo mejor
que tú y yo podemos hacer. Una vez que yo esté fuera de aquí, tú estarás a salvo.
—Pero tú... —dije, mientras sacaba la llave—. Tú ¿qué...?
—En cuanto entremos, me meteré en tu dormitorio y cerraré la puerta. No me hagas caso. No me
sigas, oigas lo que oigas. ¿Hay un enchufe en tu dormitorio? Necesitaré algo de corriente.
—Sí —le dije, girando la llave—. Pero la luz se va a menudo últimamente; hay alguien que
funde los plomos.
—Magnífico —gruñó, siguiéndome dentro.
Encendí las luces del cuarto de estar, fui a la cocina, hice lo mismo allí y regresé. Max estaba
todavía en el cuarto de estar, inclinado sobre la mesa junto a mi máquina de escribir. Había
escrito algo en una hoja de papel verde claro que debía de haber traído consigo, un renglón arriba
y otro abajo. Se incorporó y me tendió la hoja.
—Dóblala y guárdatela en el bolsillo. Llévala contigo durante los próximos días— dijo.
Era una hoja muy fina de crujiente papel verde claro, con «Querido Fred» escrito arriba y «Tu
amigo, Max Bournemann» abajo, sin nada en medio.
—Pero... —balbuceé, mirándole.
—¡Haz lo que te digo! —me espetó.
Luego, al ver que yo retrocedía unos pasos, me sonrió..., una gran sonrisa de camaradería.
—Bien, vamos a trabajar—dijo.
Entró en el dormitorio y cerró la puerta tras de sí.
Doblé la hoja de papel tres veces, me quité el abrigo, y la guardé en el bolsillo superior. Luego
me dirigí hacia la biblioteca y cogí un tomo del estante superior —mi estante de psicología,
recordé de inmediato—, me senté y abrí el libro, y miré una página sin ver lo impreso.
Ahora tenía tiempo para pensar. Desde que había hablado de los ojos rojos a Max no había
tenido tiempo más que para oír, recordar y actuar. Ahora tenía tiempo para pensar.
Mis primeros pensamientos fueron: «Esto es ridículo. Vi algo extraño y aterrador, no hay duda,
pero fue en la oscuridad, no pude ver nada con claridad, debe de haber alguna sencilla
explicación natural para lo que fuera que estaba en la escalera de incendios. Vi algo extraño;
Max captó que yo estaba asustado, y cuando se lo conté decidió gastarme una broma que
estuviese en consonancia con esa mentira eterna en la que vive. Ahora mismo apostaría a que
está tumbado en la cama riéndose y preguntándose cuánto tiempo pasará hasta que yo ...».
La ventana que estaba a mi lado crujió como si el viento se hubiese levantado de nuevo. El
crujido se hizo más violento, y luego se sostuvo con una sensación de tensión, como si el viento
o algo más material estuviese manteniendo la presión sobre el marco. Pero no volví la cabeza
para mirar, aunque (o tal vez porque) sabía que no había escalera de incendios ni ningún otro
soporte en el exterior. Sentí más fuerte la sensación de una presencia y, aun sin verlo, fijé la vista
en el libro que tenía en las manos, mientras el corazón me retumbaba y la piel se me helaba y
erizaba.
Entonces comprendí que el escepticismo de mi reflexión había sido, pura y simplemente, una
huida, y que, como había dicho a Max, creía con toda mi alma en el perro negro. Creía en todo el
asunto hasta donde podía imaginarlo. Creía que había poderes inimaginables guerreando en este
universo. Creía que Max era un viajero parado en el tiempo y que en mi dormitorio estaba
batallando afanosamente con algún aparato extraterreno para pedir ayuda al cuartel general
desconocido. Creía que lo imposible y lo mortífero vagaban por Chicago.
Pero mis pensamientos no podían ir más lejos que eso. Giraban y giraban, siempre lo mismo,
cada vez más rápido. Mi mente se sentía como un motor cayéndose a pedazos. El impulso de
volver la cabeza y mirar por la ventana me invadió y creció.
Me concentré en la página que tenía delante, y leí:
Los arquetipos de Jung traspasan las barreras del tiempo y del espacio. Más que eso: son capaces
de romper las cadenas de las leyes de la causalidad. Están dotados de facultades místicas
«prospectivas». El alma misma, según Jung, es la reacción de la personalidad ante el
inconsciente, e incluye en cada persona elementos tanto masculinos como femeninos, el animus
y el anima, lo mismo que la persona, o la reacción de la persona ante el mundo exterior...
Creo que leí la última frase una docena de veces, rápidamente al principio, luego palabra por
palabra, hasta que fue una mezcla sin sentido y no pude forzar más la vista para recorrerla.
Entonces el cristal de la ventana a mi lado rechinó.
Dejé el libro y me levanté, con la vista al frente, y entré en la cocina, donde cogí un puñado de
galletas y abrí el frigorífico.
El crujido, que parecía haber enmudecido con una tensión expectante, comenzó de nuevo. Lo oí
primero en una de las ventanas de la cocina, luego en la otra, y luego en el cristal superior de la
puerta. No miré.
Volví al cuarto de estar, dudé un momento frente a la máquina de escribir, que tenía dispuesta
una hoja en blanco, luego me senté de nuevo en el sillón junto a la ventana, dejando las galletas y
el envase de cartón de leche en la mesita de al lado. Cogí el libro que había intentado leer y lo
coloqué sobre mis rodillas.
El crujido regresó conmigo..., inmediatamente, rotundo y autoritario, como si algo estuviese cada
vez más impaciente.
Ya no podía centrar por más tiempo mi atención en las palabras impresas. Cogí una galleta y la
dejé. Tomé el helado envase de cartón de leche, pero la garganta se me contrajo y retiré la mano.
Miré a la máquina de escribir, y entonces pensé en la hoja de papel verde. El motivo del extraño
proceder de Max me pareció obvio: si le sucedía cualquier cosa aquella noche, quería que yo
escribiese a máquina un mensaje que me exonerara delante de su firma. Digamos, la carta de un
suicida. Si le sucedía cualquier cosa...
La ventana que estaba a mi lado se agitó violentamente, como sacudida por una terrible ráfaga.
Pensé que si bien no debía mirar hacia la ventana buscando algo al otro lado del cristal (contra
eso era contra lo que Max me había prevenido), sí podía pasar la vista por ella, por ejemplo,
volviéndome para mirar el reloj que estaba detrás de mí. «Sin embargo —me dije—, no debo
detenerme ni reaccionar si veo algo.»
Intenté serenarme. Al fin y al cabo, pensé, quedaba la bendita posibilidad de no ver nada sino un
cuadrado de oscuridad.
Volví la cabeza y miré el reloj.
Lo vi dos veces, a la ida y a la vuelta, y aunque mi mirada ni se detuvo ni titubeó, mi sangre y
mis pensamientos empezaron a retumbar como si el corazón y la mente fuesen a estallarme.
La cosa estaba a medio metro de la ventana..., un rostro, una máscara o un hocico de un negro
más brillante que la oscuridad que lo rodeaba. Era un rostro mezcla de perro, pantera, murciélago
gigante y hombre. Un rostro de bestia humana, despiadada y desesperada, un rostro animado por
un destello de inteligencia pero muerto con monstruosa melancolía y monstruosa maldad. Había
un centelleo de dientes blancos y afilados. Ojos como brasas latían con monótono destello.
Mi mirada no se detuvo ni titubeó ni retrocedió, y mi corazón y mi mente no estallaron, pero me
levanté, me dirigí tambaleante hacia la máquina de escribir, me senté ante ella y empecé a
oprimir teclas. Al cabo de un rato me detuve confuso y me puse a leer lo que había escrito. Las
primeras palabras eran:
la rápida zorra roja saltó sobre el loco perro negro...
Seguí escribiendo. Era mejor que leer. Escribiendo hacía algo, descargaba la tensión. Escribí una
riada de fragmentos: «Ahora es el momento para todos los hombres buenos...», las primeras
palabras de la Declaración de Independencia y de la Constitución, el anuncio de Winston, seis
líneas del monólogo de Hamlet «Ser o no ser», sin puntuación, la Tercera Ley del Movimiento
de Newton, «Mary tenía un corderito...».
Mientras tecleaba, se dibujó en mi mente la esfera del reloj que había mirado. Antes lo había
mirado sin verlo. Las agujas señalaban las doce menos cuarto.
Cambié la hoja en la máquina y escribí la primera estrofa de El cuervo de Poe, el Juramento de
Fidelidad a la Bandera Norteamericana, un fragmento de Thomas Wolfe, el Credo y el
Padrenuestro, «La belleza es verdad; la verdad, oscuridad...».
El crujido recorrió todas las ventanas —aunque no oí nada en la del dormitorio, nada en
absoluto—, y por fin se instaló en la de la cocina. La madera parecía astillarse, y los cristales a
punto de estallar.
Pensé: «Estás de guardia. Estás de guardia por ti y por Max». Y luego vino el segundo
pensamiento: «Si abres la puerta, si le recibes, si abres la puerta de la cocina y luego la del
dormitorio, te dejará en paz, no te hará nada».
Una y otra vez luché contra este segundo pensamiento y la urgencia que lo impulsaba. No
parecía venir de mi mente, sino de fuera. Escribí Ford, Buick, las marcas de coches que pude
recordar, Overland Moon, todas las palabras de cuatro letras, escribí el alfabeto, en mayúsculas y
en minúsculas, escribí los números y los signos de puntuación, escribí todas las teclas del
teclado, de izquierda a derecha, de arriba abajo, alternadas... Rellené la última hoja amarilla hasta
que saltó de la máquina, y yo seguí oprimiendo teclas mecánicamente, produciendo marcas
brillantes en el monótono rodillo negro.
Entonces el impulso se hizo irresistible. Me puse en pie y, en medio de un silencio repentino,
crucé el pasillo hasta la puerta del fondo, mirando al suelo y resistiendo, retrasando cada paso
tanto como podía.
Mis manos asieron el picaporte y la larga llave de la cerradura. Afiancé mi cuerpo contra la
puerta, que parecía venir a mi encuentro, de forma que pensé que era sólo mi presión lo que
evitaba que se abriese, que reventase con una lluvia de astillas de afilados cristales.
Muy lejos, como algo que sucediese en otro universo, oí el reloj de la universidad tocando una...,
dos...
Entonces no pude resistir más y giré la llave y el picaporte. Las luces se apagaron.
La puerta se abrió en la oscuridad, y un soplo helado, un chorro de viento negro con ráfagas
incandescentes, pasó a mi lado.
Oí que la puerta del dormitorio se abría de golpe. El reloj completó sus campanadas. Once...,
doce...
Nada... Nada en absoluto. Desaparecieron todas las presiones.
Sólo sentí que estaba solo. Radicalmente solo. Lo sentí, muy profundamente.
Al cabo de algunos minutos, creo, cerré y eché el pestillo de la puerta. Abrí un cajón, busqué una
vela, la encendí, y recorrí el apartamento. Entré en la habitación.
Max no estaba allí. Sabía que no iba a estar. Ignoraba qué consecuencias tendría el haberle
fallado. Gimoteando, me eché en la cama. Luego me dormí.
Al día siguiente le comenté al portero lo de las luces. Me miró de una forma curiosa.
—Ya lo sé —dijo—. Esta misma mañana he puesto plomos nuevos. Nunca había visto ningunos
fundidos de esa manera. La caja había saltado y estaba rociada de gotas de metal.
Aquella tarde recibí el mensaje de Max. Había ido a pasear por el parque, y estaba sentado en un
banco junto al lago, viendo cómo el viento rizaba el agua, cuando sentí que algo me quemaba
contra el pecho. Por un momento pensé que había dejado caer el cigarrillo encendido dentro de
mi abrigo. Metí la mano y toqué algo caliente en el bolsillo. Lo saqué. Era la hoja de papel verde
que Max me había dado. De ella surgían hilillos de humo.
La abrí y leí unas garabateadas palabras humeantes que iban ennegreciéndose poco a poco:
Supongo que te gustará saber que crucé bien. Con el tiempo justo. Estoy de nuevo con mi
uniforme. No está demasiado mal. Gracias por la acción de retaguardia.
La letra (¿escritura mental?) de las palabras ennegrecidas correspondía a la del encabezamiento y
la firma.
Entonces la hoja estalló en llamas. La solté. Dos chicos que botaban un barquito de vela se
quedaron mirando el papel que ardía, se ennegrecía, blanqueaba, se desintegraba...
Mis conocimientos de química me permiten saber que el papel bañado en fósforo blanco húmedo
se quema cuando se seca por completo. Y sé que hay tipos de tinta invisible que aparecen con el
calor. Existen todas esas posibilidades. Escritura química.
Pero también está la escritura mental, que no es sino un término acuñado por mí. Escritura a
distancia..., literalmente un telegrama.
Y puede que haya una combinación de ambas: escritura química activada mediante pensamientos
a distancia..., a gran distancia.
No sé. Simplemente no sé. Cuando recuerdo aquella última noche con Max hay cosas de las que
dudo. Pero de una parte de lo sucedido nunca dudaré.
Cuando en la tertulia me preguntan: «¿Dónde está Max?», me alzo de hombros.
Pero cuando se ponen a hablar de retiradas que han cubierto y de retaguardias en las que han
participado, recuerdo la mía. Nunca les he contado nada, pero nunca he dudado de que sucedió.
FIN
Título original: The Oldest Soldier © 1960.
Aparecido en The Mind Spider and Other Stories. 1961.
Publicado en Crónicas del gran tiempo.
Traducción de Domingo Santos.
Edición digital de Carlos Palazón. Octubre de 2002.
No es una gran magia
I
Devolverla vida a los muertos
no es una gran magia.
Pocos están completamente muertos;
sopla en las cenizas de un hombre muerto
y prenderá de nuevo la llama de la vida.
GRAVES
Crucé la tenue cortina y entré en la mitad del vestuario destinado a los chicos, y allí estaba Sid,
sentado ante el tocador reservado a la estrella, en unos desgastados y amarillentos paños
menores, los que traen suerte, no maquillándose sino mirándose severamente a sí mismo en el
espejo rodeado de bombillas, y ensayando expresiones a modo experimental, como hacen todos
los actores, y frotándose la cerdosa barba que cubría su gruesa barbilla.
Le dije tranquilamente:
Siddy, ¿qué es lo que ponemos esta noche? ¿La reina Isabel de Maxwell Anderson o el Macbeth
de Shakespeare? En los carteles dice Macbeth, pero la señorita Nefer se está preparando para
Isabel. Acaba de enviarme a recogerle la peluca roja.
Probó algunos fruncimientos de cejas —la derecha, la izquierda, ambas a la vez—, luego se
volvió hacia mí, metiendo un poco la barriga, como hace siempre cuando hay alguna chica a la
vista, y dijo:
—Te pido perdón, querida, ¿qué es lo que decías?
Sid siempre utiliza ese lenguaje ampuloso, aunque no esté en escena, hasta el punto de que a
veces me pregunto si estoy en Central Park, en la ciudad de Nueva York, en el mil novecientos y
tres cuartos, o en algún lugar de Southwark, Inglaterra, en el mil quinientos y algo. La verdad es
que aunque le encanta hacer cualquier papel de gordo de una obra de Shakespeare, e interpretará
incluso el más insignificante con un leal e inspirado entusiasmo, siempre ha pensado que Willy
S. creó el personaje de Falstaff sin tener en mente a nadie más excepto a Sidney J. Lessingham.
(Y no pongan ningún acento en «ham», por favor.)
Cerré los ojos y conté hasta ocho, luego repetí mi pregunta. Respondió:
—Bien, la trágica historia del sangriento escocés escrita por el Bardo, por supuesto.
Agitó la mano hacia el retrato de Shakespeare que siempre se halla al lado de su espejo, encima
de su caja de maquillajes. Al principio aquel retrato en particular del Bardo me parecía más bien
extraño—como una especie de maestro voyeur— , pero a lo largo de los meses me había ido
acostumbrando e incluso sentía una especie de intimidad hacia él.
No me preguntó por qué no le había hecho directamente a la señorita Nefer aquella pregunta.
Todo el mundo en la compañía sabe que ella se pasa la hora anterior a que se levante el telón
metiéndose en su personaje, sin abrir nunca los labios excepto con esa finalidad... o para
arrancarte la cabeza de un mordisco si intentas hablarle, aunque sea de un asunto de los más
importantes.
—Sí, esta noche corresponde a Macbeth —confirmó Sid, volviendo a su práctica con las cejas:
izquierda arriba, derecha abajo, inversa, repetición, descanso—. Y yo debo interpretar el papel
del funesto Barón de Glamis.
—Eso está muy bien, Siddy —pero ¿qué va a pasar con la señorita Nefer? Ya se ha depilado
convenientemente las cejas y se ha afilado la punta de la nariz para interpretar a la reina Isa,
aunque todavía no ha ido más lejos. Un hermoso trabajo, la nariz. Cualquiera pensaría que es
cirugía plástica en vez de maquillaje. Pero va a parecer más bien curiosa en el rostro de la
Baronesa de Glamis.
Sid vaciló medio segundo más de lo normal —pensé: «Su coordinación no está en su mejor
momento esta noche»—; luego se decidió y dijo:
—Bien, Iris Nefer, caracterizada como la Buena Reina Bel, recitará un prólogo a la obra..., un
prólogo que yo mismo escribí la semana pasada. —Abrió mucho los ojos—. Esto constituye un
experimento en el teatro de vanguardia.
—Siddy, los prólogos no eran nada nuevo para Shakespeare —dije—. Los tiene en la mitad de
sus otras obras. Además, no tiene sentido utilizar a la Reina Isabel. Estaba muerta cuando él
escribió Macbeth, que trata de brujería y está dedicada al Rey Jaime.
Me lanzó un gruñido y preguntó:
—Por Dios, ¿cómo es posible que tu cerebro de pajarito contenga tal cantidad de rancios
conocimientos literarios?
—Siddy —dije suavemente—, una no merodea durante un año por los camerinos de una
compañía shakesperiana, codeándose con algunos de los mejores actores que hayan existido
nunca, sin aprender un poco. De acuerdo que soy una débil mental, una pobre A y A que existe
gracias a vuestra bondadosa caridad, y no creas que no lo aprecio, pero...
—¿A y A, dices? —Frunció el ceño—. Tengo entendido que los alegres bebedores de vino y
cervezas se llaman más bien a sí mismos AA.
—No me refiero a Alcohólicos Anónimos. Se trata de Agoráfoba y Amnésica —aclaré—. Pero
mira, Siddy, lo que quería decirte es que conozco las obras. Hacer que la Reina Isabel recite un
prólogo de Macbeth es un anacronismo tan grande como hacerla subir a la estructura de
lanzamiento del cohete lunar británico y estrellar una botella de champaña en su morro.
—¡Ja! —exclamó, como si me hubiera atrapado en algo—. Y decir que existe una nueva Isabel
¿no sería la mejor publicidad que se hiciera nunca al Imperio?... ¿Por ejemplo, rebautizar al
piloto, copiloto y astrogador como Drake, Hawkins y Raleigh? ¿Y a la nave como El Trasero
Dorado? ¿Qué te parece, dama mía?
»¡Mi prólogo un anacronismo, dices! —prosiguió—. Los destripaterrones jamás se darán cuenta
de ello. ¿Crees acaso que la sabiduría ha llegado a la humanidad junto con los hediondos cohetes
y la ruidosa fisión nuclear? Es más, el propio Bardo estaba lleno de anacronismos. Le puso gafas
al Rey Lear, hizo que los relojes dieran la hora en la Roma del César, enterró a ese romano en
vez de quemarlo y le dio a Checoslovaquia un litoral marítimo. Y así podría seguir, muchacha.
—¿Checoslovaquia, Siddy?
—Bohemia entonces, ¿qué importa? Ahora déjame, encantadora muñequita. Sigue tu camino.
Tengo asuntos de importancia que ponderar. Dirigir una compañía de repertorio no consiste
solamente en leer las notas a pie de página de los libretos.
Martin acababa de asomar la cabeza anunciando que faltaba media hora, luciendo en su
solemnidad, con sus zapatillas, tejanos y camiseta, más como un pilluelo refugiado de Skid Row
que como el más reciente recluta de Sid, ayudante del director de escena y chico para todo..., que
por una vez había recordado afeitarse. Estuve a punto de preguntarle a Sid quién iba a interpretar
a Lady Macbeth si la señorita Nefer no lo hacía, o si ella iba a doblar los papeles, si podía
ayudarla yo con el cambio. Ella es lenta en vestirse, y las ropas isabelinas son más bien
complicadas de poner y quitar. Además, ella iba a tener problemas para quitarse aquella nariz,
estaba segura de ello. Pero entonces vi que Siddy empezaba a untarse las mejillas con un
preparado para impedir que el maquillaje graso penetrara en sus poros.
«Greta, haces demasiadas preguntas —me dije a mí misma. Lo único que consigues con eso es
que todo el mundo se irrite contigo y tú no hagas más que exprimirte los sesos.» Y con eso corrí
hacia la sastrería, para calmar los nervios.
La sastrería, que ocupa la parte del fondo del vestuario, es exactamente el lugar preciso para
calmar los nervios y alentar los sueños de cualquier niño, o incluso de cualquier adulto que
quiera salvar lo que queda de su cordura pretendiendo ser uno de ellos. Para empezar, ahí están
los trajes habituales de las obras de Shakespeare, todos enjoyados y llenos de lentejuelas y
brocados, armaduras de guardarropía, grandes togas romanas con pesos en las costuras para
hacer que caigan con los pliegues correctos, terciopelos de todos los colores para apoyar en ellos
tu mejilla y soñar, y los fantásticos atuendos para las otras obras de nuestro repertorio: el Peer
Gynt de Ibsen, el Regreso de Matusalén de Shaw, la adaptación de Hillard de Los hijos de
Matusalén de Heinlein, La vida de los insectos, de los hermanos Capek, La fuente, de O'Neill, y
Hassan, Camino Real, Los hijos de la Luna, La ópera de los pordioseros, María de Escocia, La
plaza de Berkeley y El camino a Roma, todas ellas de Flecker.
También estaban los trajes para todas las representaciones especiales y fantasiosas que damos de
las obras: Hamlet con vestuario moderno, Julio César
trasladada a una dictadura de los años
veinte. La fierecilla domada ambientada en las cavernas y con pieles de leopardo, y donde
Petruchio efectúa su entrada cabalgando a un dinosaurio, La tempestad situada en otro planeta
con el naufragio de una astronave para empezar..., lo cual significa media docena de trajes
espaciales, ligeros como plumas pero prácticos desde todos los puntos de vista, y la más
sorprendente variedad de disfraces extraterrestres para Ariel, Caliban y los demás monstruos.
Oh, les juro que todo el atrezzo colgado de las perchas en la sastrería abarca una tal cantidad de
tiempo y espacio que a veces te asustas ante el temor de verte desgajada de todo lo que te rodea,
y tienes que agarrarte a algo real para evitar que eso ocurra y recordarte que estás realmente
donde estás..., como hice ahora aferrando la delgada cadenita de oro que rodea mi cuello (el
primer regalo que me hizo Siddy, que yo recuerde) y pasando sus eslabones como si estuviera en
el metro y contara las estaciones... Canté muy suavemente para mí misma, como un
encantamiento o una plegaria, cerrando los ojos mientras pasaba los eslabones: «Columbus
Circle, Times Square, Penn Station, Christopher Street...».
No obstante, una no se siente nunca realmente asustada en la sastrería. No exactamente, aunque
sientas que se te eriza el vello de la nuca y la barriga se te hiele de tanto en tanto... Porque sabes
que todo esto es de cartón piedra, un mundo de muñecos a tamaño real, un mundo de disfraces
infantiles. Hace que pienses en tiempos y lugares muy lejanos como en tiempos y lugares
agradables, y no como negras bocas ávidas que pueden tragarte definitivamente. Siempre te
sientes segura, siempre es «sólo teatro, sólo escenario», no importa hasta cuán lejos parezca
empujarte. Y constituye el mejor tipo de terapia para una cabeza hueca como yo, con el cerebro
lleno de rodadas, curvas y zanjas, que no puede recordar ni una sola cosa antes de este último
año en la sastrería y el vestuario, y que no se atreve siquiera a extraer su tembloroso cuerpo de
esa habitación que es como una madre para ella, excepto para quedarse entre bastidores durante
una escena o dos y contemplar el desarrollo de la obra hasta que el miedo se hace demasiado
grande y el deseo de echarle tan sólo una ojeada al público demasiado fuerte... Y recuerdo lo que
ocurrió las dos veces que miré y tuve que retroceder precipitadamente.
Cuidar de la sastrería es también una buena terapia ocupacional para mí, como justifican las
callosas y pinchadas yemas de mis dedos. Creo que en los últimos doce meses he zurcido o
recosido la mitad de los vestidos que hay aquí, pese a que hay tantos de ellos que juraría que los
cajones tienen fondos en acordeón y las barras de las perchas se extienden hacia la cuarta
dimensión..., sin mencionar las cajas de accesorios y los estantes de libretos y copias para el
apuntador y otros libros, incluidos un par de enciclopedias y los gruesos volúmenes del
Variorum Shakespeare de Furness, que como sospecha Sid yo no dejo de manosear. Ah, y he
lavado y planchado gran cantidad de trajes, e incluso he reformado algunos para ajustarlos a los
recién llegados, como Martin, descosiendo y volviendo a coser costuras, lo cual puede llegar a
ser un trabajo terrible con esos pesados materiales.
En una compañía un poco mejor organizada yo sería la encargada de sastrería, supongo. Excepto
que para cualquiera metido en el teatro ese título sugiere una vieja dama excéntrica con
montones de autoridad y unas tijeras colgando de su cuello con un cordel. Aunque yo también
tengo mis excentricidades —lo admito—, no soy tan vieja. De hecho, soy más bien infantil. En
cuanto a la autoridad, todo el mundo me supera aquí, incluso Martin.
Naturalmente, para alguien de fuera del mundo del teatro, una encargada de sastrería sugiere
quizá a una joven atractiva que pasa su tiempo vistiéndose como Nell Gwyn o Anitra o la señora
Pinchwife o Cleopatra o incluso Eva (tenemos un traje estándar para ese papel), e inspirando a
los muchachos. He intentado hacer eso una o dos veces. Pero Siddy frunce el ceño al verme, y si
la señorita Nefer llegara a pillarme alguna vez creo que me daría una bofetada.
Y en una compañía más normal habría también una auténtica habitación para la sastrería, no ese
pequeño espacio pobremente habilitado; sin embargo, desde un principio yo lo empecé a llamar
la sastrería, y los actores aceptaron el nombre, por inadecuado que pueda parecer.
Con todo eso no quiero sugerir que mi compañía sea mala, en absoluto. Para llegar tan cerca de
Broadway como es Central Park tienes que tener algo. Pero pese a los intentos de Sid de
mantener la disciplina hay una confortable relajación: la gente se intercambia sin problemas los
papeles que interpretan, la obra a representar puede cambiarse media hora antes de que se alce el
telón sin que nadie se ponga histérico, nadie es despedido por comer ajo y echar su aliento
directamente al rostro del —o la— protagonista. En pocas palabras, somos un equipo. Lo cual
resulta curioso cuando piensas en ello, puesto que mientras que Sid, la señorita Nefer, Bruce y
Maudie son ingleses (la señorita Nefer además con un toque de sangre eurasiática, supongo),
Martin, Beau y yo somos norteamericanos (al menos creo que yo lo soy) y el resto proceden un
poco de todas partes.
Además de mi trabajo de sastra, hago recados para unos y otros, y ayudo a vestirse a las actrices
y también a los actores. El vestuario es un lugar mixto, de una forma semirrespetable. Y de tanto
en tanto Martin y yo lo arreglamos un poco, yo yendo de un lado para otro con un paño y un
cubo de la basura, él moviendo la escoba y la bayeta con una silenciosa y hosca eficiencia que
siempre me pone nerviosa, hasta el punto de tener que irme un rato a la sastrería para reponerme
un poco.
Sí, la sastrería es un gran lugar para tranquilizar los nervios o cultivar la mente o incluso soñar en
la vida en general. Pero esta vez no llevaba allí ni ocho minutos cuando la irritada voz de la
señorita Nefer—Isabel me llegó con tonos estridentes:
—¡Muchacha! ¡Muchacha! Greta, ¿dónde está mi gorguera con ribete plateado?
La cogí rápidamente y corrí a llevársela, porque es bien sabido que la Vieja Reina Isa abofetea de
tanto en tanto incluso a sus damas de honor, y la señorita Nefer es única en meterse en su
personaje..., una auténtica Paul Muni.
Me alegré al observar que ya estaba completamente maquillada, al menos en lo que a su rostro se
refería...; odio ver ese espantoso tatuaje de ocho puntas que lleva en la frente, en colores muy
pálidos (a veces me he preguntado si lo conseguiría actuando en la India o quizá en Egipto).
Sí, ya estaba completamente maquillada. Y esta vez se había pasado realmente metiéndose en la
piel de su personaje, podía asegurarlo, aunque fuera tan sólo para recitar un estúpido prólogo
anacrónico. Me hizo señas de que la ayudara a vestirse sin mirarme siquiera, pero mientras yo
me atareaba en ello miré a sus ojos. Eran tan fríos, tristes y solitarios (quizá debido a que estaban
tan apartados de sus cejas, sus sienes y su pequeña boca fruncida, y tan separados entre sí por el
puente de su nariz) que sentí un estremecimiento. Entonces empezó a murmurar y a suspirar,
muy suavemente al principio, luego con la fuerza suficiente como para que yo captara el sentido.
—Tengo frío, tanto frío... —dijo, mirando todavía a algo muy lejano, aunque sus manos seguían
trabajando junto con las mías, ajustando sus ropas—. Ni siquiera una buena cabalgada sería
capaz de calentar mi sangre. Nunca he conocido un enero así, aunque no haya nieve. La nieve no
acudirá, como tampoco las lágrimas. Sin embargo, mi cerebro arde con el pensamiento de la
sentencia de muerte de María aún sin firmar. ¡Ese es mi infierno particular! O condenar a todas
las futuras reinas, o dejar un orificio por el cual el español y el papa puedan deslizarse como
viejos gusanos al interior de la dulce manzana que es Inglaterra. Los altos, negros y curvados
buques de Felipe se están reuniendo como fortalezas marinas al sur..., escarpados castillos
dispuestos para avanzar sobre las olas. ¡Parma en los Lowlands! Y mientras tanto mis brillantes,
jóvenes e idiotas gentileshombres derrochando mi tesoro como si fuera agua, como si las piezas
de oro fueran un ramillete de flores de verano. ¡Ay de mí!
Y pensé: «¡Lágrimas de hielo!... Seguro que va a ser un prólogo tiranosáurico. El cómo vas a
poder convertirte luego en Lady Macbeth es algo que me sorprende. Greta, si esto es lo que
cuesta representar tan sólo un pequeño papel, será mejor que olvides tu secreta ambición de
actuar algún día en pequeños papeles, cuando tus nervios se hayan curado».
Realmente me había impresionado, créanme, con esa caracterización. Era como si yo hubiera
salido a dar un paseo y me hubiera sentado en un banco del parque y hubiera oído al presidente
hablar para sí mismo acerca de las posibilidades de una guerra con Rusia, y me hubiera dado
cuenta de que él estaba sentado en un banco dándome la espalda, con tan sólo unos macizos de
flores separándonos. Entiendan, ahí estábamos nosotras, dos mujeres en una postura más bien
poco digna, yo en aquel momento intentando meter el busto de la señorita Nefer en aquel
estúpido corpiño que parecía un gran cucurucho de helado, y sin embargo ahí estaba al mismo
tiempo la Reina Isabel I de Inglaterra, muerta desde hacía trescientos años, y sin embargo
volviendo a la vida en un vestuario de Central Park. Me impresionó.
Entiendan, se parecía tanto a su personaje... Incluso sin la peluca roja todavía, sólo empolvada
con el maquillaje pálido que empezaba un centímetro más abajo de su propio pelo, más oscuro y
corto, peinado hacia atrás y atado en un tenso moño en la nuca. La edad también. La señorita
Nefer no podía tener más de cuarenta años —bueno, cuarenta y dos a lo sumo—, pero ahora
parecía, hablaba y daba la impresión, bajo mis manos que la vestían, como si tuviera, bien, al
menos una docena de años más. Sospecho que cuando la señorita Nefer entra en situación lo
hace con cada molécula de su cuerpo.
Ese asunto de la edad me fascinaba de tal modo que me arriesgué a hacerle una pregunta.
Probablemente estaba pensando que no podía hacerme mucho daño debido a las posiciones en
que nos encontrábamos en aquel momento una con relación a la otra. Entiendan, yo había
empezado a apretar los lazos de su corpiño, y para hacerlo bien tenía apoyada mi rodilla contra el
extremo inferior de su espina dorsal.
—¿Cuán vieja, quiero decir cuán joven es Vuestra Majestad? —le pregunté, con el tono inocente
de una estúpida sirvienta.
Cosa sorprendente, ella no hizo nada como darse media vuelta y administrarme una buena
bofetada, sino que simplemente se sumergió más en su personaje.
—Cincuenta y cuatro inviernos —respondió desmayadamente—, en este mes de enero del año
mil quinientos ochenta y siete de Nuestro Señor. Estoy sentada aquí en el frío de Greenwich,
contemplando la mesa donde la sentencia de muerte de María espera tan sólo a que yo estampe
mi firma. Si la envío al tajo, abro las puertas a futuros y menos oficiales regicidas. Pero si no la
condeno, la armada de Felipe subirá cruzando el Canal en una estación, vomitando humo y balas,
y mis ingleses católicos, pensando tan sólo en la Reina María, se alzarán, y a fin de cuentas los
españoles tendrán lo que quieren. Toda la historia se verá alterada. ¡Eso no puede ser, aunque me
condene por ello! Y sin embargo..., sin embargo...
Una brillante mosca azul apareció zumbando (el vestuario tiene alguna vida animal) y trazó
lentos círculos sobre su cabeza, más bien cerca, pero ella ni siquiera parpadeó.
—Estoy sentada aquí en el frío de Greenwich, enloqueciendo. Monto a caballo cada tarde,
rezando para que se produzca algún infortunio, algún prodigio, que borre de mi mente por algún
tiempo esa sangrienta cuestión. No importa el qué: un incendio, un árbol cayendo, Davison o
Leicester cayendo con su caballo, la bala de un asesino silbando junto a mi oído, una doncella
siendo violada, la carga de un jabalí salvaje, noticias de que los españoles se hallan en la
desembocadura del Támesis o, por el lado feliz, una troupe de actores ambulantes representando
una nueva comedia que encandile la imaginación o una gran tragedia aún desconocida que
rasgue los corazones... Aunque eso es pedir demasiado para esta estación y lugar, pese a que
Southwark está cerca de aquí.
Había terminado de anudar las cintas. Me aparté de ella, y realmente se parecía enormemente a
Isabel tal como había sido pintada por Gheeraerts o lucía en el Gran Sello de Irlanda..., aunque el
traje de felpa color ceniza ribeteado de plata, la pequeña gorguera y el manto bordado con hilo
negro y plata y forrado de felpa blanca que colgaba a sus espaldas la hacían parecer más bien
como una amazona..., y su rostro era una congelada máscara, tan pálida y contorsionada por las
torturas interiores de Isabel que me dije a mí misma: «Tengo que hablar con Siddy de nuevo; ha
cometido un gran error, el viejo y tonto gordinflón. La señorita Nefer es incapaz de representar
Macbeth esta noche».
De hecho, estaba reuniendo el valor necesario para preguntárselo directamente a ella, aunque
sabía que iba a necesitar mucho, y que quizá me arriesgara a algún hueso roto o una mejilla
hinchada si intentaba romper el hielo de aquella caracterización, cuando apareció Martin
anunciando los quince minutos. Su aspecto era tan soberanamente idiota que olvidé por unos
momentos a la señorita Nefer y su caracterización.
Martin pertenece más a la Escuela de Stanislavsky que a la Vieja Tradición Inglesa. Pero por
encima de ello..., bien, lo que realmente importaba en aquel momento era que iba desnudo de
cintura para arriba, se había afeitado el corto vello del pecho y llevaba una peluca negra que le
caía por delante de los hombros en dos gruesas trenzas lastradas con aros de plata y horquillas.
Sin embargo, eso precisamente, junto con el color bronceado de su piel y su habitual expresión
impávida, lo hacía parecerse de tal modo a un indio norteamericano que pensé: «¡Zeus!... Se ha
preparado para representar el papel de Hiawatha, o si se tapa ese plano pecho, el de Pocahontas».
Rápidamente, pensé en todas las obras con papeles de indios que teníamos en nuestro repertorio,
y sólo pude recordar La fuente.
Tragué silenciosamente la pregunta que me subía a la boca, y agité las manos como torpes aletas;
pero él se limitó a echarme a un lado con una solemne y misteriosa sonrisa y desapareció de
nuevo tras las cortinas. Pensé: «Nadie puede explicar esto excepto Siddy», y seguí a Martin.
II
La historia no avanza en una sola corriente,
como el viento sobre desnudos mares,
sino en un millar de cursos y remolinos,
como el viento sobre un paisaje agreste.
CARY
La mitad del vestuario dedicada a los hombres (en realidad dos terceras partes) estaba en plena
actividad. Había un fuerte olor a cola y a Max Factor, y simplemente a hombres. Varios de ellos
estaban vistiéndose o desvistiéndose, y Bruce estaba maldiciendo a todos los diablos porque
acababa de quemarse los dedos al desenrollar del cuello de una bombilla eléctrica encendida un
mechón de rizado pelo que había puesto a secar allí después de mojarlo y estirarlo para la barba
de su papel de Banquo. Bruce siempre llega tarde al teatro e improvisa soluciones de
emergencia.
Pero yo tenía ojos solamente para Sid. Y cuando me acerqué a él, se me desorbitaron de nuevo.
«Greta —me dije a mí misma—, vas a tener que enviar a Martin a la farmacia en busca de unos
polvos antiparásitos. "¿Para las cucarachas, muchacha?" "No, para los ojos.".»
Sid había terminado su maquillaje y lucía unos largos bigotes y la enmarañada peluca de
Macbeth..., y también un corsé. Podía afirmar eso sin lugar a dudas por la forma en que hundía la
barriga antes de verme. Pero en vez de la falda escocesa de color oscuro y el arnés de batalla en
cuero remachado con bronce y manchado de sudor, que deja al descubierto los gruesos hombros
y la parte superior del velludo pecho —y que luce espléndido en el primer acto de Macbeth,
cuando éste regresa directamente de la batalla—, en vez de eso, pues, llevaba, Dios me ayude,
una malla roja adornada con bandas de lentejuelas azules y doradas, un jubón verde orlado de
oro y rematado con una gorguera, y además intentaba encajar sobre su parte delantera una
brillante coraza plateada que le hubiera sentado de maravilla a un miembro de la guardia suiza
del papa.
Pensé: «Siddy, Willy S. debería salirse de su retrato y propinarte una buena patada por hacerle
contemplar esa loca e impía profanación de la que probablemente sea su mejor obra, y sin lugar a
dudas la que posee una mejor atmósfera».
En aquel momento me vio, y silbó acusadoramente:
—¡Ahí estás, descarada holgazana! Ven rápidamente aquí y ayúdame a meterme en este
monstruoso cofre.
—Siddy, ¿qué es todo esto? —pregunté, mientras mis manos obedecían automáticamente—.
¿Vas a representar Macbeth para que todo el mundo se ría, dejando quizá al Portero como único
personaje serio? ¿Crees que eres Red Skelton?
—¿Qué monstruosa discusión es ésa, zorra loca? —respondió, gruñendo mientras yo oprimía su
cintura, apretando la coraza con el hombro para hacerle encajar.
—Las ropas de payaso que lleváis todos vosotros —le dije, porque acababa de darme cuenta de
que los demás también iban como el arco iris; Bruce estaba hecho una auténtica monada, con una
malla amarilla y jubón violeta, mientras peinaba furiosamente y cortaba trozos de barba para
pegárselos a su mentón brillante de cola—. Aún no he visto a nadie con lunares de veinte
centímetros de diámetro, pero estoy segura de que no tardaré mucho.
De pronto, una amplia sonrisa hendió el rostro de Siddy, quien estalló en una fuerte carcajada
dirigida a mí, aunque la carcajada se convirtió en un jadeo cuando apreté la coraza más allá de lo
debido. Cuando terminamos con aquello, dijo:
—Pensé que tenías intención de asesinarme, mi querida chiquilla. ¿No te había dicho que esta
producción es un experimento, una novedad? Vamos a presentar Macbeth como podría haber
sido exhibida en la corte del rey Jacobo. Con trajes contemporáneos de la época, pero más
chillones, como estaba entonces de moda en los escenarios. Eh, espera, tengo algo para ti.
Rebuscó con el índice y el pulgar en la bolsita de piel que llevaba debajo de su jubón, y colocó
en la palma de mi mano un modelo plateado del Empire State, del tamaño de un brazalete de
bisutería, y una de las nuevas monedas de diez centavos de Kennedy.
Mientras apretaba ambas cosas en mi mano y me regocijaba contemplándolas, sintiéndome más
segura, más feliz y más amistosa gracias a ellas de lo que hubiera debido en aquel momento,
pensé: «Bien, Siddy tiene razón respecto a eso, al menos he leído que acostumbraban a vestirse
de esa forma en las representaciones, aunque no veo cómo Shakespeare podía soportarlo. Pero
hicieron mal no diciéndomelo antes».
Sin embargo, así eran las cosas. A veces, además de la mascota del vestuario, soy también el
último mono, y considerando todas las ventajas que eso me reporta no debería importarme.
Sonreí a Sid y me acerqué a él de puntillas, estirando hacia arriba el cuello para besarle en la
empolvada mejilla, justo encima de un oloroso bigote. Luego borré la sonrisa de mi rostro y dije:
—De acuerdo, Siddy, interpreta Macbeth como el Pequeño Lord Fauntleroy o Baby Snooks si
eso es lo que quieres. No volveré a protestar. Pero el prólogo de Isabel sigue siendo un
anacronismo. Y..., eso es lo que había venido a decirte, Siddy..., la señorita Nefer no se está
preparando para un insignificante prólogo. Está dispuesta a interpretar a la Reina Isabel toda la
noche, y mañana por la mañana también. Pienses lo que pienses tú, ella no sabe que vamos a
representar Macbeth. Pero ¿quién hará de Lady Macbeth si ella no lo hace? Y Martin no se está
vistiendo para Malcolm, sino para el Hijo del último de los Mohicanos, diría más bien. Y lo que
es más...
¿Saben?, algo de lo que acababa de decir debió de irritar a Sid, puesto que cambió de nuevo de
humor en un segundo.
—Cierra la boca, gata de retorcido cerebro, y márchate —me gruñó—. Estamos a punto de alzar
el telón, y lo único que haces es venir arteramente a esparcir tus alocadas preguntas como la loca
Ofelia esparcía sus flores. ¡Márchate, digo!
—Sí, señor—murmuré en voz baja.
Me alejé discretamente hacia la puerta que daba al escenario, porque aquélla era la dirección más
fácil. Imaginé que me haría bien respirar unas bocanadas de aire menos saturado. Y entonces:
—Eh, Greta —oí llamar suavemente a Martin.
Había cambiado sus tejanos por una malla negra, y estaba metiéndose dentro de un traje muy
familiar, verde oscuro y recamado con plata y rubíes de bisutería. Se había pasado una toalla
doblada en torno al pecho, sujetándola con imperdibles..., para fabricarse una especie de senos,
comprendí.
Metió los brazos en las mangas de su traje y se volvió de espaldas a mí.
—Abróchame, ¿quieres? —pidió.
Entonces comprendí. No había actrices en la época de Shakespeare; utilizaban muchachos. Y
aquel traje verde oscuro me resultaba tan familiar porque...
—Martin dije a medio abrocharle, mientras mis dedos se movían rápidamente... El traje de la
señorita Nefer le caía como un guante—. ¿Vas a interpretar a...?
—Lady Macbeth, sí —terminó por mí—. Deséame valor, ¿quieres, Greta? Nadie más parece
creer que voy a necesitarlo.
Le di una palmada en la espalda, medio a regañadientes. Luego, mientras sujetaba los últimos
corchetes, mis ojos pasaron por encima de su hombro y contemplé nuestros rostros, uno al lado
del otro, en el espejo de su tocador. El suyo, pese a su atuendo femenino y a tener como mínimo
ocho años menos que yo, creo, tenía una expresión inteligente, tranquila, infinitamente llena de
energía de reserva, muy, muy real, mientras que el mío se parecía al de una desconcertada e
imprecisa niña fantasma a punto de difuminarse en el aire... Y los bordes de mi jersey y mi blusa
oscuros, contrastando con sus brillantes colores, no hacían más que reforzar aquella ilusión.
—Ah, por cierto, Greta —dijo—, te he traído un ejemplar de The Village Times. Hay una crítica
de nuestra representación de Medida por medida, aunque no menciona nombres, maldita sea.
Está por aquí, en alguna parte...
Pero yo ya me alejaba. Oh, era bastante lógico hacer que Martin interpretara a Lady Macbeth en
una producción al estilo de la época de Shakespeare (aunque superauténtico hasta la pedantería,
pensé), y de hecho eso respondía a todas mis preguntas, incluso el porqué la señorita Nefer podía
sumergirse completamente en su papel de Isabel aquella noche si quería. Pero eso significaba
que me estaba perdiendo tanto de lo que ocurría a mi alrededor —pese a que pasaba las
veinticuatro horas del día en el vestuario, o al menos en la sastrería adyacente, o entre bastidores
junto al escenario en la parte de fuera de la puerta del vestuario— que aquello me asustó. Siddy
podía haberle dicho a todo el mundo: «Esta noche Macbeth con vestuario isabelino, muchachos»,
y yo haberlo pasado por alto..., pero lo lógico hubiera sido que me hubieran pedido que ayudara
con los trajes.
Y Martin interpretando el papel de Lady Macbeth... Bueno, alguien tenía que haberle dado la
réplica al menos veintiocho veces, mientras él se aprendía el papel. Y tenían que haberse
efectuado al menos un par de ensayos generales para asegurarse de que todo iba bien y que los
movimientos escénicos funcionaban como es debido, y Sid y Martin tenían que haber ensayado
constantemente sus grandes escenas entre bastidores, con Sid gritando a cada momento:
«Mierda! ¿Crees que eso es un beso de esposa?», y Martin tenía que haberse pasado todos los
momentos libres recitando en voz baja sus parlamentos mientras iba arriba y abajo fregando y
barriendo...
«Greta, están ocultándote cosas», me dije.
Quizás existía una vigesimoquinta hora de la que nadie me había hablado todavía, y en la que
hacían todas las cosas de las que no me hablaban.
Quizás había cosas que no se atrevían a decirme debido a la debilidad de mi cabeza.
Noté una fría corriente de aire y me estremecí, y me di cuenta de que me hallaba en la puerta que
conducía al escenario.
Debo explicar que nuestro escenario es más bien poco usual, en el sentido de que da a dos lados,
con los telones, decorados, luces y todo lo demás hábiles para girar en un ángulo de ciento
ochenta grados. A la izquierda, mirándolo desde la puerta del vestuario, hay un teatro al aire
libre, o mejor dicho una platea al aire libre para el público..., una amplia ladera ligeramente
ascendente cercada por altos y densos árboles, y con bancos para más de dos mil personas. En
este lado el escenario parece fundirse con la hierba, y puede hacerse que parezca formar parte de
ella mediante una alfombra verde.
A la derecha hay un gran auditorio techado con el mismo número de asientos.
Toda esa instalación surgió de las representaciones gratuitas de verano de Shakespeare en
Central Park, que se iniciaron allá en los años cincuenta.
La idea de este doble escenario es que si hace buen tiempo puedes instalar al público al aire libre,
pero si llueve o viene un golpe de frío, o si deseas proseguir las representaciones durante todo el
invierno sin interrupción, como nosotros estábamos haciendo, entonces puedes instalar al público
en el auditorio. En ese caso, una gran pared plegable en acordeón cierra la parte de atrás del
escenario e impide que el viento te sople en la espalda, cuando utilizas el auditorio.
Esta noche el escenario estaba orientado al aire libre, pese a que la brisa era un tanto fría.
Vacilé, como hago siempre en la puerta que conduce al escenario..., aunque no era el auténtico
escenario lo que tenía ante mí, sino tan sólo los bastidores. ¿Saben?, siempre tengo que luchar
con la sensación de que, cuando salgo del vestuario, aunque dé tan sólo un par de pasos al
exterior, el mundo va a cambiar mientras estoy fuera y no voy a ser capaz de regresar jamás. No
me encontraré de nuevo en Nueva York, sino en Chicago, en Marte, en Argel, en Georgia, en la
Atlántida o en el Infierno, y nunca conseguiré volver a ese querido y cálido seno, con todos esos
alegres muchachos y muchachas, y todos los trajes oliendo como hojas de otoño.
O bien, especialmente cuando sopla una brisa fresca, tengo miedo de ser yo la que cambie, de
convertirme en algo arrugado y viejo en un par de pasos, o regresar a los inconscientes balbuceos
de un bebé, u olvidar por completo quién soy... o —se me ocurrió entonces por primera vez—
recordar quién soy. Lo cual podría ser aún peor.
Quizá sea eso lo que me aterra.
Di un paso atrás. Entonces observé algo nuevo justo al lado de la puerta: un piano de altas patas
y corto teclado. Vi que las patas eran las de una mesa. El piano era simplemente una caja con
amarillentas teclas. ¿Una espineta? ¿Un clavicordio?
—Cinco minutos, todo el mundo —llamó suavemente Martin a mi espalda.
Me reafirmé. «Greta —me dije a mí misma, también por primera vez—, sabes que algún día
deberás enfrentarte realmente a esto, y no sólo por un momento. Será mejor que vayas
adquiriendo un poco de práctica.»
Crucé la puerta.
Beau y Doc estaban ya allá fuera, maquillados y con los trajes de Ross y el Rey Duncan. Estaban
mirando discretamente más allá de bastidores al público. O al lugar donde debería estar el
público al menos..., ya que a veces el cine, las discotecas y los beatniks lo atraen hacia otros
lados. Sus trajes eran tan chillonamente coloristas como los de los demás. Doe llevaba una capa
de imitación de armiño y una enorme corona dorada de cartón piedra. Beau llevaba en su brazo
izquierdo una túnica negra hecha jirones y una capucha..., puesto que también interpretaba el
papel de la Primera Bruja.
Cuando llegué detrás de ellos, sin hacer ruido debido a mis zapatillas de suela de goma, oí a
Beau decir:
—Veo acercarse a algunos de esos tipos rudos de los arrabales. Confiaba en que no viniera
ninguno. ¿Cómo pueden habernos olido?
«Hermano —pensé—, ¿de dónde esperas que vengan a verte sino de los arrabales? Central Park
está rodeado por tres lados por la isla de Manhattan, y por el cuarto por el metro de la Octava
Avenida. Además, los muchachos de Brooklyn y del Bronx tienen un olfato más bien agudo. ¿Y
qué pretendes insultando a la gente trabajadora y no trabajadora de la mayor metrópoli del
mundo? Siéntete agradecido hacia el público que tengas, muchacho.»
Pero supongo que Beau Lassiter considera a todo el mundo procedente del norte de Vicksburg un
«tipo rudo», y siempre está aguardando el día en que todo el mundo llegue en coches de caballos.
Doc, sujetándose la blanca barba, respondió con su fuerte acento ruso—germano, que
milagrosamente consigue eliminar tan sólo cuando se halla en escena:
—¿Y qué importa eso? Si no los convencemos a ellos, no convenceremos a nadie. Nichevo.
«Quizá Doc comparte mis dudas acerca de hacer un Macbeth convincente con pantalones arco
iris», pensé.
Sin ser observada por ellos, miré por entre sus hombros, y recibí el primero de mis shocks.
No era en absoluto de noche, sino por la tarde. Una fría y oscura tarde, debo reconocerlo. Pero
tarde al fin y al cabo.
De acuerdo, entre las representaciones a veces olvido si es de día o de noche, viviendo dentro
como yo lo hago. Pero confundir las sesiones de tarde con las de noche era algo completamente
distinto.
También me pareció, aunque Beau estaba ahora inclinado hacia delante y no me permitía ver
bien, que el claro era más pequeño de lo que debería ser, los árboles más cercanos a nosotros y
más irregulares, y que no podía ver los bancos. Ése fue el Shock Dos.
Beau, mirando su reloj de pulsera, dijo ansiosamente:
—Me pregunto qué estará reteniendo a la Reina.
Aunque yo estaba ocupada conteniendo mi tensión ante los shocks, conseguí pensar: «Así que él
sabe también lo de ese estúpido prólogo de la Reina Isabel de Siddy. Pero por supuesto, es
lógico. Sólo yo soy mantenida en la oscuridad. Si es tan listo, debería recordar que la señorita
Nefer es siempre la última persona en aparecer en escena, aunque sea ella quien abra la obra».
Y entonces creí oír, por entre los árboles, el distante tamborileo de los cascos de unos caballos y
el sonido de una trompeta.
Naturalmente, se practica la equitación en Central Park, y pueden oírse también las bocinas de
algunos coches, pero los cascos no resuenan de una manera tan intensa. Y nunca se oyen tantos
juntos. Y aunque he oído muchos tipos de bocinas de coche de lo más curiosas, ninguna hacía
ese suave pero imperioso ta—ta—ta—TA.
Debí de lanzar una exclamación o algo así, porque Beau y Doc se volvieron rápidamente,
bloqueando mi visión, con expresiones medio irritadas, medio ansiosas.
Yo también me volví y eché a correr hacia el vestuario, porque sentía aproximarse una de mis
crisis de tambaleo mental. En el último segundo me había parecido que el decorado era mucho
más sencillo, apenas algo más que unos cuantos árboles delgados y arbustos, y que bajo mis pies
había tierra en lugar de una alfombra imitándola, y que sobre mi cabeza no estaba el techo del
teatro sino un cielo gris. «Shock Tres, y tú ya estás fuera de combate, Greta», me estaba diciendo
lo que quedaba de mi buen juicio.
Crucé la puerta del vestuario y, Pan sea loado, nada allí estaba oscilando ni disolviéndose. Tan
sólo vi a Martin de pie vuelto de espaldas a mí, atento, vivo, cómodo como un gato dentro de
aquel traje verde, con el libreto del apuntador en su mano derecha, señalando una página con un
dedo, y en su mano izquierda unas harapientas ropas negras colgando..., lo que me recordaba que
él también doblaba a la Segunda Bruja. Estaba siseando:
—Todo el mundo a su sitio, por favor. ¡A escena!
Con un oscilar de felpa color plata y ceniza, la señorita Nefer pasó junto a él, a la cabeza por una
vez de las prisas de último momento
hacia el escenario. Se había puesto ya su peluca roja. Para mí, aquello coronaba su
caracterización. Me hizo recordar sus palabras: «Mi cerebro arde». Me aparté a un lado como si
ella fuera la majestad encarnada.
Sin embargo, no rompió su propio precedente. Se detuvo ante la nueva cosa que había al lado de
la puerta y recorrió con sus largos y delgados dedos las amarillentas teclas. De pronto recordé el
nombre del instrumento: un virginal.
Lo miró ferozmente, malignamente, como una bruja planeando un encantamiento. Su rostro
adoptó la secreta expresión diabólica que, me dije a mí misma, debió de exhibir la auténtica
Isabel cuando ordenó las muertes de Ballard y Babington, o conspiró con Drake (por mucho que
digan que no lo hizo) para concertar una de sus incursiones, con aquel largo dedo índice
recorriendo sinuosos cursos sobre el intrincado mapa de las Indias y sonriendo ante los puntos
que representaban las ciudades que deberían ser incendiadas.
Luego sus dedos empezaron a agitarse sobre las teclas, y las cuerdas dentro del virginal
empezaron a pulsar y a resonar con un tono agudo, desgranando las notas de En el salón del rey
de la montaña, de Grieg.
Luego, mientras Sid, Bruce y Martin pasaban apresuradamente junto a mí, seguidos por una
agitada silueta vestida de negro, que era Maud, embozada ya para representar a la Tercera Bruja,
me retiré precipitadamente a mi pequeño cuarto personal, como el propio Peer Gynt huyendo por
el flanco de la montaña para escapar de la caverna del Rey Troll, que lo único que deseaba era
practicarle pequeñas hendeduras en los globos oculares para que a partir de entonces pudiera ver
siempre la realidad de una forma un poco distinta. Y mientras corría, el supremo anacronismo de
aquella amenazadora marcha loca resonó agudamente en mis oídos.
III
Ved la pantomima. Entran las tres fatales hermanas, con una rueca, hilo y un par de tijeras.
(Obra antigua)
El pequeño cuarto donde duermo consta tan sólo de un camastro en el extremo trasero del tercio
del vestuario destinado a las chicas, con un biombo de tres paneles para darle un poco de
intimidad.
Cuando duermo cuelgo mis ropas en el biombo, que está lleno de cosas relativas a la ciudad de
Nueva York pegadas y clavadas con chinchetas, cosas que me dan seguridad: programas de
teatros y menús de restaurantes, recortes del Times y del Mirror, una deslucida foto del edificio
de las Naciones Unidas con un centenar de pequeñas banderitas de alegres colores pegadas a su
alrededor, y colgando en una vieja redecilla para el pelo una pelota de béisbol autografiada por
Willy Mays. Cosas así.
En aquellos momentos estaba paseando mis ojos sobre todo aquello, pidiéndole que me
mantuviera allí y me hiciera sentirme segura, mientras permanecía tendida en mi camastro
completamente vestida, con las rodillas dobladas y las manos sobre las orejas, a fin de que las
frases de la obra pronunciadas con voz fuerte no pudieran llegar a mi encuentro a través de las
mamparas, las mesas y los espejos. Por lo general me gusta escucharlas, aunque lleguen hasta mí
ligeramente sepulcrales y carentes de armónicos tras su sinuoso viaje. Pero siempre me hacen
sentirme tensa. Y esta noche (quiero decir esta tarde)... ¡no!
Es curioso que halle seguridad en elementos de una ciudad a la que no me atrevo a ir..., no, ni
siquiera para dar un paseo por Central Park, aunque lo conozco desde el estanque hasta el
Harlem Meer..., el Museo Metropolitano, el parque zoológico, el Paseo, la Gran Pradera, la
Aguja de Cleopatra, y todo lo demás. Pero así son las cosas. Quizá yo sea como Jonás en la
ballena, reacia a salir al exterior porque la ballena es un monstruo terrible que asusta con sólo
mirarlo de frente y realmente puede hacerte daño si te traga por segunda vez, pero sintiéndome
tranquila al saber que vivo en el estómago de ese monstruo en particular y no en el de uno
heptatentacular procedente del quinto planeta de Aldebarán.
Es realmente cierto que vivo en el vestuario. Los chicos me traen la comida: café en vasos de
cartón, rosquillas en pequeñas bolsitas de papel manchadas de grasa, leche malteada,
hamburguesas, manzanas y pizzas pequeñas, y Maud me trae verduras crudas..., zanahorias,
rábanos, cebolletas y cosas así, y me observa para asegurarse de que ejercito mis molares
masticándolas y consigo así las vitaminas que necesito. Me lavo como puedo con el chorrito de
agua que sale del grifo del pequeño lavabo. Al parecer, los arquitectos creen que los actores no
se bañan nunca, ni siquiera cuando han oscurecido toda su piel para representar el papel de
Píndaro el Parto en Julio César. Y en este pequeño camastro, todos mis sueños están atrapados en
el crepúsculo de la ciudad de Nueva York que muestra mi biombo.
Pensarán ustedes que me aterra estar sola en el vestuario durante las horas de la noche y la
mañana, y el hecho de dormir aquí sola, pero no es así. En primer lugar, siempre hay alguien que
también duerme aquí. Especialmente Maudie. Y ésas son también mis horas favoritas para
trabajar en el vestuario y leer el Variorum y otros libros, y para quedarme simplemente tendida
en la cama soñando despierta. Entiendan, el vestuario es el único lugar donde realmente me
siento segura. Sea lo que sea lo que haya ahí afuera, en ese Nueva York que me aterroriza, estoy
completamente segura de que jamás podrá llegar hasta aquí.
Además de eso, hay un enorme cerrojo en la parte interior de la puerta del vestuario, que echo
siempre que me quedo sola después de la representación. Al día siguiente lo único que tienen que
hacer los otros es llamar para que yo les abra.
Al principio eso me preocupaba un poco, y le pregunté a Sid: —¿Qué ocurrirá si estoy tan
profundamente dormida que no os oigo y vosotros tenéis que entrar con urgencia?
—Cariño —respondió—, déjame decirte algo al oído: nuestro Beauregard Lassiter es el mejor
revientacerraduras en libertad desde Jimmy Valentine y Jimmy Dale. Nunca le he preguntado, ni
pienso preguntarle, dónde aprendió ese oficio, pero te juro por mi honor que es la pura verdad.
Beau lo había confirmado con un breve asentimiento murmurando:
—A su servicio, señorita Greta.
—¿Cómo puedes manipular un enorme cerrojo de hierro a través de una puerta de ocho
centímetros de grueso que encaja como las mallas de Maudie? —quise saber.
siempre lleva consigo piedras imanes de gran potencia y diversas herramientas de lo más sutil—
explicó Sid por él.
No sé cómo se las arreglan para que ningún policía o guardia del parque descubra mi presencia
aquí y empiece a hacer preguntas. Tal vez Sid utilice un poco más enérgicamente el
temperamento del que siempre hace gala para mantener a los desconocidos fuera del vestuario.
Por supuesto, no tenemos ni portero ni mujeres de la limpieza, como sabemos muy bien Martin y
yo. Lo más probable es que Sid unte a alguien. Tengo la impresión de que toda la compañía está
de acuerdo en dejarme permanecer aquí..., pero que a los directores del teatro no les haría
ninguna gracia si me descubrieran o supieran de mí.
De hecho, los actores son todos tan buenos ayudándome y soportando mis extravagancias
(¡aunque ellos también las tienen, y no
pocas!) que a veces pienso que tengo que estar emparentada con alguno de ellos..., una prima
lejana o cuñada (¡o esposa, Dios mío!), aunque he comprobado nuestros rostros uno al lado del
otro en los espejos lo suficientemente a menudo sin poder llegar a descubrir ningún parecido
familiar digno de ser notado. O tal vez fuera incluso una de las actrices de la compañía. La
menos importante. La que representaba los papeles más pequeños, como Lucius en César,
Bianca en Otelo, una de las princesitas en Ricardo III y Fleance o la Camarera en Macbeth,
aunque imaginarme a mí misma actuando me hace estallar en carcajadas.
Pero cualquiera que sea la relación que me une a ellos —si es que me une alguna—, ninguno de
los actores me ha dicho nunca una palabra al respecto o ha dejado caer ninguna insinuación. Ni
siquiera cuando yo se lo suplico o intento arrancarles algo mediante argucias, presumiblemente
porque temen que eso reviva en mí el shock que me produjo la agorafobia y la amnesia, y quizá
esta vez me haga perder los pocos sesos que me quedan y como mínimo borre el escaso asomo
de conciencia que he conseguido fabricarme.
Supongo que debieron de reunirse, hace un año, y hablaron de mí, y decidieron que mis mayores
posibilidades de curación, o simplemente de seguir adelante con esta existencia medio feliz,
consistían en dejar que siguiera en el vestuario antes que enviarme a casa (curioso; ¿es posible
que tenga otra casa?) o a un hospital mental. Después se sintieron tan orgullosos de su psiquiatría
aficionada y tan interesados conmigo (el Caballo Blanco sabe por qué) que siguieron adelante
con un programa ante el cual cualquier psiquiatra hubiera sentido erizarse todos los pelos de su
cabeza.
En una ocasión me sentí tan preocupada por todo ello y por los riesgos que estaban corriendo por
mí que me asusté lo suficiente como para decirle a Sid:
—Siddy, ¿no crees que debería ir a ver a un médico?
Él me miró solemnemente durante un par de segundos, y luego dijo:
—Seguro, ¿por qué no? Ve inmediatamente a hablar con Doc.
Y señaló con el pulgar hacia Doc Pyeskov, que estaba deslizando furtivamente en el fondo de su
caja de maquillaje lo que parecía una botella mediana de licor, por lo que pude ver. Lo hice,
naturalmente. Doc me explicó la clasificación de Kraepelin de las psicosis, murmurando,
mientras me tomaba el pulso con aire ausente, que en un año o dos él sería una buena ilustración
del síndrome de Korsakov.
Sí, todos los actores han sido muy buenos conmigo, a su respectiva manera un tanto excéntrica.
Ninguno de ellos ha intentado aprovecharse de mi situación para conseguir de mí algo más que el
favor de que les cosiera un botón o les abrillantara las botas o como máximo les limpiara el
lavabo. Ninguno de los chicos ha hecho ningún avance al que yo no le hubiera invitado. Y
cuando mi adoración hacia Sid alcanzó sus peores momentos, él me apartó a un lado de la más
delicada de las maneras..., algo que jamás hace con los demás. De rebote fui a parar a Beau, el
cual me trató como un auténtico caballero sureño.
Y toda esto por una estúpida chica extraviada, que cualquiera excepto una pandilla de actores
sentimentales hubiera enviado a Bellevue sin pensárselo dos veces y sin el menor pesar. Porque,
para ser completamente realista, mi más plausible teoría respecto a mí misma es que soy una
chica de Iowa apasionada por el teatro, que vio cómo sus veinte años y su cordura quedaban
atrás, y dio el paso hasta Greenwich Village, donde se volvió tan loca con Shakespeare después
de ver su primera representación en Central Park que siguió yendo allí noche tras noche
(Christopher Street, Penn Station, Times Square, Columbus Circle..., ¿entienden?) y empezó a
merodear cerca de la puerta del escenario, tan boquiabierta por la emoción que los actores la
convirtieron en su mascota.
Y luego algo realmente terrible le ocurrió a esa chica, o allá en el Village o en un rincón oscuro
del parque. Algo tan terrible que hizo que saltaran todas las conexiones de su cabeza. Y ella
corrió hacia la única gente y el único lugar donde tenía la sensación de que podría estar a salvo,
les mostró el lamentable estado en que se hallaba su cabeza y ellos sintieron piedad.
Mi menos plausible teoría, pero la que más me gusta, es que nací en el vestuario, tuve por cuna la
tapa de un baúl teatral, mis oídos se llenaron de Shakespeare antes incluso de que supiera decir
«mamá», fui mecida cuando lloraba por cualquiera que no estuviera en escena en aquel
momento, mis primeros juguetes fueron viejos accesorios teatrales, mi primera indiscreción
intentar comerme una peluca, y mis primeros lápices las barras de base para maquillaje.
Entiendan, realmente no debería sentirme asaltada por locos temores respecto a Nueva York
cambiando y el vestuario derivando en el espacio y en el tiempo, si pudiera estar segura de que
siempre iba a poder quedarme aquí y que los mismos agradables chicos y chicas estarían siempre
conmigo y las representaciones proseguirían eternamente.
Esta representación estaba prosiguiendo al menos, me di cuenta de pronto, porque había dejado
que mis manos se separaran de mis oídos mientras me dejaba ganar por el sentimentalismo y
soñaba despierta, y oí, amortiguado por la distancia y las cosas que llenaban el vestuario, el lento
batir de un tambor, y luego la voz de Maudie como otro batir superponiéndose al anterior
mientras advertía a las otras dos brujas:
—¡Un tambor, un tambor! Macbeth llega.
Bien, no sólo me había perdido el prólogo histórico—anacrónico de Sid para la Reina Isabel
(abofeteándome por haberlo permitido, ahora que ya era tarde), sino que también me había
perdido la corta escena de las brujas con su famoso «Lo hermoso es horrendo, lo horrendo es
hermoso», así como la escena del sargento ensangrentado donde Duncan oye las noticias acerca
de la victoria de Macbeth; ahora nos hallábamos ya bien entrada la segunda escena de las brujas,
en los resecos matorrales, donde Macbeth se oye predecir que será rey después de Duncan y se
siente tentado a especular acerca de acelerar el proceso.
Me senté en la cama. Luego dudé durante un minuto, alzando de nuevo mis manos hacia mis
oídos, porque Macbeth crea unas tensiones especialmente fuertes, y cuando he sufrido uno de
mis accesos mentales me siento débil durante cierto tiempo y las cosas son como borrosas e
inciertas. Quizá sería mejor que tomara un par de las píldoras para dormir que Maudie me
consigue y... «No, Greta —me dije a mí misma—, tú quieres asistir a esa representación, quieres
ver cómo lucen en esos estúpidos trajes. Especialmente deseas ver cómo se desenvuelve Martin.
Él nunca te perdonará si no lo haces.»
De modo que caminé hacia el otro extremo del vacío vestuario, avanzando muy lentamente y
tocando cosas aquí y allá, mientras las palabras de la obra iban llegándome cada vez más fuertes.
Cuando alcancé la puerta, Bruce—Banquo les estaba diciendo a las brujas:
—Si podéis ver en las semillas del tiempo, y decir qué semilla va a germinar y cuál no...
Una frase que agita la imaginación de cualquiera con su velada visión del universo.
La luz general era débil (¿iba apagándose ya la tarde?..., ¿una matinée tardía?); las luces del
escenario parpadeaban y los decorados tenían una apariencia ligeramente espectral. ¡Oh, mis
accesos de incertidumbre mental pueden ser realmente asombrosos! Pero me concentré en los
actores, observándolos desde bastidores. Su apariencia era suficientemente sólida.
Y su representación era sólida también, decidí tras observar el resto de la escena, y aquella otra
en la que Duncan felicita a Macbeth, sin que haya nunca una pausa entre las dos escenas, según
el auténtico estilo isabelino. Nadie se reía de los llamativos trajes. Al cabo de un rato yo misma
empecé a aceptarlos.
Era un Macbeth distinto del que normalmente representa nuestra compañía. Más intenso y más
rápido, con pausas más cortas entre los diálogos, el arrítmico verso acercándose a veces a un
canto. Pero había auténtico nervio en la representación, y todo el mundo estaba dando lo mejor
de sí mismo, especialmente Sid.
Llegó la primera escena con Lady Macbeth. Sin darme cuenta exactamente de ello, avancé unos
pasos hacia el lugar donde había recibido mis tres shocks. Martin estaba tan ansioso respecto a su
carrera y a hacerlo todo bien que hacía que yo me sintiera igual que él.
La Baronesa entró en escena, como siempre hace, en dirección al otro lado del escenario y
apartándose un poco de mí. Luego avanzó un paso y miró a la carta escrita sobre pergamino que
tenía entre sus manos y empezó a leerla, aunque no había en ella más que garabatos, y mi
corazón dio un vuelco porque la voz que oí era la de la señorita Nefer. Pensé (y casi dije en voz
alta): «Maldita sea, Martin se ha desmoronado, o quizá Sid ha decidido en el último minuto que
no podía confiarle ese papel. Pero ¿cómo ha podido la señorita Nefer salirse de su cucurucho de
helado a tiempo?».
Entonces ella se volvió y vi que no, Dios mío, era Martin, sin la menor duda. Estaba utilizando la
voz de ella. Cuando una persona interpreta por primera vez un papel, especialmente sin haber
tenido mucho tiempo para ensayarlo, acostumbra a copiar al actor a quien más ha visto
representarlo.—Mientras seguía escuchando, me di cuenta de que era fundamentalmente la voz
de Martin, un poco más aguda de lo habitual, y que sólo algunas de las entonaciones y ritmos
correspondían a la señorita Nefer. Estaba exhibiendo una gran cantidad de sentimiento e
intensidad, muy al estilo de Martin. «Es un gran comienzo, muchacho —lo animé
silenciosamente—. ¡Sigue así!»
Entonces miré hacia el público. Una vez más estuve a punto de lanzar un grito. Porque allí
afuera, cerca del escenario, en el centro de una sección reservada, habían colocado una alfombra,
y sentada en medio de ella en una especie de sillita, con lo que parecían dos braseros de carbón
humeando a ambos lados de ella, se hallaba la señorita Nefer, con un grupo de extras con
sombreros isabelinos y envueltos en capas.
Por un segundo aquello me estremeció realmente, porque me recordó las cosas que había visto o
había creído ver las dos veces que había lanzado una ojeada a través del telón al público en el
auditorio cubierto.
Pero el estremecimiento duró apenas un segundo, porque recordé que los personajes que recitan
los prólogos de Shakespeare a menudo se quedan en el escenario, y otras veces se unen al`
público e incluso comentan la función de tanto en tanto... Christopher Sly y los lords
acompañantes en La fierecilla domada, por ejemplo. Sid no había hecho más que copiarlo, con
su habitual estilo un tanto excesivo.
«Bien, bravo por ti, Siddy —pensé—. Estoy segura de que los estúpidos patanes neoyorquinos se
sentirán estremecidos hasta los helados dedos de sus pies al saber que están sentados junto a la
Buena Reina Isa y sus cortesanos. En cuanto a ti, señorita Nefer —añadí, con una punta de
envidia—, sigue sentada ahí en el frío de Central Park, calentada por el humo de los braseros, y
mantén la boca cerrada, y todo irá bien. Me alegro sinceramente de que puedas ser la Reina
Isabel durante toda la noche. Siempre que no intentes robarle la escena a Martin y al resto del
reparto para convertirte en la auténtica protagonista.
»Supongo que esa silla plegable en la que te sientas se te habrá vuelto un poco incómoda cuando
llegue el Quinto Acto, anunciado por el resonar de tambores, pero estoy segura de que estarás tan
metida en tu personaje que ni siquiera te darás cuenta de ello.
»Una cosa, sin embargo: no me asustes de nuevo pretendiendo hacer brujerías..., con un virginal
o de ninguna otra forma.
»¿De acuerdo?
»Estupendo.
»Ahora, déjame contemplarla obra.»
IV
... Soñar en nuevas dimensiones,
hacer trampas en el ajedrez,
pintando las ropas del rey
de tal modo que se desplace como una reina...
GRAVES
Volví de nuevo mi atención a la obra justo en el momento del soliloquio de Lady Macbeth:
—Acudid a mis pechos de mujer. Y tomad mi leche y convertidla en hiel, oh, vosotros, ministros
sanguinarios.
Aunque sabía que lo que Martin estaba tocando con las puntas de sus dedos, alzándolo bajo su
corpiño verde, no era más que una toalla doblada, me sentí cautivada por aquel gesto; parecía tan
real... Decidí que los muchachos pueden interpretar papeles femeninos mucho mejor de lo que la
gente piensa. Quizá debieran hacerlo más a menudo, y las chicas interpretar papeles masculinos
también.
Entonces Sid—Macbeth volvió de la guerra junto a su esposa, con aspecto triunfante pero
asustado, porque la idea del asesinato empezaba ya a formarse en él, y ella empezó a atizar el
fuego como cualquier otra buena hausfrau deseosa de que su esposo se eleve por encima de los
demás y sabiendo que ella es la energía que hay detrás de él y que cuando existe la posibilidad de
una promoción siempre hay alguien detrás para hacer palanca. Sid y Martin representaron
aquella encantadora escena doméstica de una forma tan natural y dinámica que sentí deseos de
gritar «¡Bravo!». Incluso Sid atrayendo a Martin hacia aquella ridícula coraza en forma de
marmita no tenía nada de grotesco. Sus cuerpos hablaban. Aquello era lo auténtico.
Tras lo cual, la obra empezó a ser realmente buena, ayudada por el rápido ritmo y las exageradas
expresiones faciales. Cuando llegó la escena de la daga yo estaba clavándome las uñas en mis
sudorosas palmas. Lo cual era una buena señal—el meterme tanto en la obra, quiero decir—,
porque eso me impedía mirar de nuevo al público, ni siquiera echarle una rápida ojeada. Como
habrán adivinado ustedes, los públicos me atormentan. Toda esa gente ahí afuera en las sombras,
observando a los actores en medio de la luz, todos aquellos silenciosos mirones, como los llama
Bruce... Bien, pueden ser cualquier cosa. Y a veces (para la inquietud de mi errabunda mente)
creo que lo son. Quizá agazapado en la oscuridad ahí afuera, oculto entre los demás, se halle el
que hizo la horrible cosa que causó el que yo perdiera la cabeza.
Sea como fuere, me basta con echar una rápida ojeada al público, y de inmediato empiezo a
lucubrar ideas sobre él...; y a veces incluso sin echarla, como en este preciso momento, en que
creí oír caballos agitándose inquietos y pateando el duro suelo, y uno incluso relinchando,
aunque el sonido se cortó rápidamente. «¡Krishna nos bendiga! —pensé—. Siddy no puede haber
alquilado caballos para Nefer—Isabel, aunque en el fondo de su corazón siempre ha sido un
hombre de circo. No tenemos tanto dinero como para eso. Además...»
Pero justo entonces Sid—Macbeth jadeó como si estuviera intentando inspirar una bocanada de
aire. Afortunadamente, se había despojado de su coraza. Dijo:
—¿Es una daga lo que veo ante mí, con la empuñadura tendida hacia mi mano?
La obra volvió a atraparme de nuevo, y no tuve tiempo de pensar en nada más ni de oír ninguna
otra cosa. La mayoría de los actores que no se hallaban en escena estaban agrupados al otro lado
del escenario, puesto que era por allí por donde hacían sus entradas y salidas en aquel punto del
Segundo Acto. Yo permanecía sola entre bastidores, observando la obra con ojos muy abiertos,
estremecida tan sólo por los horrores que Shakespeare tenía en mente cuando la escribió.
Sí, la representación iba estupendamente. La escena de la daga era magnífica, con Duncan siendo
asesinado fuera del escenario, y también lo era después, cuando crece la histeria al ser
descubierto el crimen.
Pero justo en aquel punto empecé a captar detalles que no me gustaron. En dos ocasiones alguien
entró tarde y apareció como si fuera disparado por un cañón. Y en tres ocasiones al menos Sid
tuvo que susurrarle a alguien su réplica cuando éste se quedó en blanco... Apuntando a los demás
Sid es mejor que cualquier libro. Empezaba a parecer como si la obra estuviera escapándose de
control, quizá debido a que el nuevo ritmo era demasiado acelerado.
Sin embargo, la escena del asesinato se desarrolló estupendamente. Mientras todos salían en
tropel, gritando «Bien actuado», la mayoría por mi lado, para variar, me dirigí hacia Sid con una
toalla. Siempre suda como un cerdo en la escena del asesinato. Sequé su cuello y pasé la toalla
por debajo de su jubón para secarle los sobacos.
Mientras, él estaba rebuscando en una mesita estrecha donde dejaban todos los accesorios y
prendas de ropa que necesitaban para cambiarse rápidamente entre escena y escena. De pronto
clavó sus dedos en mi hombro, lo suficiente como para llamar mi atención, es decir que al día
siguiente tendría moraduras, y me gritó casi sin aliento:
—Y tú, mi amor, nuestras coronas y nuestras ropas. Presto!
Desaparecí como un rayo en la sastrería. Allí estaban los trajes de rey y reina de lord y lady
Macbeth, colgados exactamente en el lugar donde sabía que debían estar.
Los tomé, pensando: «Muchacha, han cometido un error no diciéndote nada de esta
representación especial», y corrí de vuelta como el Rayo Dos.
Cuando salí del vestuario, el teatro estaba muy silencioso. Hay en ese punto una corta escena
muy suave en el escenario, para permitir al público un respiro. Oí a la señorita Nefer decir en voz
alta (tenía que ser alta para que llegara hasta mí incluso desde la parte delantera del público):
—Es una buena obra llena de sangre, ¿no crees, querido?
Y una voz que no pude reconocer respondió, casi en un gruñido: —Hay sustancia en ella, e
incluso un poco de poesía también,
aunque de una forma un tanto burda.
Y ella añadió, también en voz alta, como si el teatro le perteneciera:
—Eso va a hacer que el Maestro Kyd se muerda las uñas de celos,¡ja, ja!
«Ja, ja para ti, bruja robaescenas», pensé, mientras ayudaba a Sid y luego a Martin a ponerse sus
reales atuendos. Pero al mismo tiempo supe que Sid debía de haber escrito aquellas líneas para
que acompañaran al prólogo. Tenían el inconfundible toque tosco de Lessingham. ¿Esperaba
realmente que el público comprendiera algo de aquella referencia al predecesor de Shakespeare,
Thomas Kyd, el de La tragedia española y el perdido Hamlet? Y si sabían lo suficiente como
para captarlo, ¿no se darían cuenta de que la relación Isabel—Macbeth era anacrónica? Lo que
pasa es que cuando Sid se ve golpeado por la inspiración puede llegar a ser más terco que una
mula.
Justo en aquel momento, mientras Bruce—Banquo estaba recitando su triste soliloquio en
escena, la señorita Nefer interrumpió de nuevo en voz alta:
—Ah, querido, una buena obra llena de sangre, sí. Sin embargo, no me hagas decir cómo, no lo
sé..., pero ya la he oído antes.
Ante lo cual Sid agarró a Martin por la muñeca y le susurró: —¿Has oído? Eso no me gusta.
Y yo pensé: «Vaya, vaya, así que ella está empezando a improvisar...».
Bien, inmediatamente después de eso todos salieron a escena con pompa y boato, Sid y Martin
coronados y cogidos de la mano. La obra ganó de nuevo fuerza, pero seguía habiendo aquellas
corrientes subterráneas fuera de control. Empecé a sentirme más inquieta que entusiasta, y tuve
que fijar conscientemente mi mirada en los actores para evitar otro ataque de dispersión.
Otras cosas empezaron a preocuparme también, como por ejemplo tantas representaciones de dos
personajes.
Macbeth es una gran obra para eso, para los doblajes. Por ejemplo, cualquiera excepto Macbeth o
Banquo puede doblar a una de las Tres Brujas..., o a uno de los Tres Asesinos también.
Normalmente doblamos como mínimo a una o dos de las Brujas y Asesinos, pero en esta
representación había más multiplicidades de las que nunca había visto. Doc se había arrancado
su barba de Duncan y se había puesto un guardapolvo marrón y una capucha para representar,
con su normal acento alcohólico, al Portero. Bueno, un borracho personificando a un borracho es
completamente apropiado. Pero Bruce estaba realizando la casi imposible tarea de doblar a
Banquo y Macduff, utilizando una campanilleante voz de tenor para el último y llevando en la
escena del asesinato un casco con la visera bajada para ocultar su barba de Banquo. Podía
arrancársela luego, por supuesto, después de que los Asesinos se hicieran cargo de Banquo y éste
hiciera tan sólo una breve aparición más como un ensangrentado fantasma en la escena del
banquete. Me pregunté a mí misma: «Dios mío, ¿ha enviado Siddy a todos los demás actores a la
platea para que formen parte del séquito de Isabel—Nefer? ¿Los ha malgastado de esa forma?
¡Si es así, el muy idiota ha perdido los sesos!».
Pero en realidad era algo estremecedor, todo aquel frenético doblar e incluso triplar, con la
insinuación de que la obra (y la compañía también, Freya nos ampare) estaba convirtiéndose en
una destartalada y confusa ilusión, con todo el mundo corriendo rápidamente de un lado a otro
para cubrir los huecos. Y los oscilantes decorados y los amortiguados sonidos procedentes del
parque eran estremecedores también. Yo estaba realmente temblando cuando Sid empezó con:
—La luz se espesa, y el cuervo tiende ya sus alas hacia la selva
llena de cornejas; las cosas buenas del día empiezan a decaer y adormecerse, mientras que los
negros agentes de la noche para lanzarse sobre sus presas se despiertan.
Aquellas siniestras frases no ayudaron en absoluto a mis nervios, por supuesto. Ni el creer haber
oído a Nefer—Isabel decir desde el público, esta vez con una voz más bien suave para ella:
—Querido, ya he oído este recitado antes, no sé dónde. ¿Crees que le ha sido robado a alguien?
«Greta —me dije a mí misma—, necesitas un tranquilizante antes de que el cuervo empiece a
revolotear en tu majareta cabeza. »
Me volví para ir a buscar uno en mi cuartito privado. Y me detuve en seco. Justo detrás de mí,
caminando arriba y abajo como un tigre color ceniza entre los semioscuros bastidores, lanzando
dagas hacia el público cada vez que se volvía en aquel extremo de su invisible jaula, pero
ignorándome completamente, estaba la señorita Nefer, con su atuendo y su peluca de Isabel.
Bien, supongo que hubiera debido decirme a mí misma: «Greta, has imaginado ese último
susurro procedente del público. La señorita Nefer simplemente se levantó, le hizo un gesto con la
mano al auténtico público, y regresó al escenario. Quizá Sid la hizo salir solamente durante la
primera mitad de la obra. O quizá ella no pudo resistir el ver a Martin realizando una actuación
tan espléndida de su papel de Lady Macbeth».
Sí, quizá hubiera debido decirme a mí misma algo así, pero todo lo que pude pensar entonces —
y creo que lo pensé con un creciente estremecimiento— fue: «Tenemos dos Isabel. Esta de aquí
es nuestra bruja Nefer. Lo sé. Yo la vestí. Y conozco esa diabólica mirada mientras tocaba el
virginal. Pero si ésta es nuestra Isabel, la Isabel de la compañía, la Isabel del escenario... ¿quién
es entonces la otra?».
Y como no me permití a mí misma pensar en la respuesta a esa pregunta, rodeé la jaula invisible
que la mujer vestida de color ceniza parecía delimitar mientras la Reina Tigre daba media vuelta
y corrí hacia el vestuario, con el único pensamiento de refugiarme detrás de mi pantalla de la
ciudad de Nueva York.
V
Incluso las pequeñas cosas pueden convertirse en grandes cosas y hacerse intensamente
interesantes.
¿Han pensado ustedes alguna vez en las propiedades de los números?
LA DONCELLA
Tendida en mi camastro, los ojos clavados en el biombo, miré de un menú algonquino rosa a un
programa de Nueva Ámsterdam verde pálido, con un muñequito típico neoyorquino colgando
entre ellos de un cordón amarillo. Realmente no cubrían mucho espacio. Un fantasmal agujero de
unos cuatro centímetros de diámetro parecía haberse formado por sí mismo en el programa.
Como si mi ojo estuviera atisbando a través de él, vi en un vívido recuerdo lo que había visto las
dos veces que me había atrevido a mirar por el agujero en el telón: un corro de damas llevando
máscaras y trajes estilo Nell Gwyn, y hombres con pantalones hasta la rodilla estilo Rey Carlos y
largo y rizado pelo; y la segunda vez un grupo de gente, y criaturas simplemente salvajes: trajes
de todos tipos y colores, seres humanos con cascos en vez de pies y antenas brotando de sus
frentes, cosas velludas y plumosas que tenían más de dos brazos y en un caso varias cabezas...,
como si estuvieran vestidas con nuestros trajes para La tempestad, Peer Gynt y La vida de los
insectos, y algunas otras más.
Naturalmente, en ambas ocasiones sufrí accesos de dispersión mental. Más tarde Sid había
agitado un dedo hacia mí y me había explicado que aquellas dos noches habíamos actuado para
gente que había organizado un baile de disfraces y habían acudido antes al teatro, y maldita sea,
¿cuándo iba a aprender yo a guardar la cabeza sobre los hombros?
«No lo sé, supongo que nunca», me respondí ahora, lanzando una rápida mirada a un banderín de
los Gigantes, un mapa de Central Park, mi pelota de béisbol de Willy Mays, y el ticket de una
excursión turística por la ciudad. Seguí mirándolos atentamente, sin sentir ninguna mejoría
interior. Ya no me tranquilizaban en absoluto.
Una mosca azul llegó zumbando lentamente por encima del biombo, y le pregunté:
—¿Qué es lo que estás buscando tú? ¿Una araña?
Entonces oí los pasos de la señorita Nefer cruzando el vestuario directamente hacia mi cuartito
privado. Era ella; nadie más camina así.
«Va a hacerte algo, Greta —pensé—. Es la maniaca de la compañía. Es la que te aterrorizó con
el cuchillo de deshuesar entre los arbustos, o dejó caer sobre ti la tarántula gigante en aquel
rincón oscuro de la plataforma del metro, o lo que fuera, y los otros están ocultando la verdad
para protegerla. Te sonreirá con esa sonrisa diabólica suya y agitará hacia ti sus blancos dedos
parecidos a bastones, los ocho. Y el Bosque de Birnam va a convertirse en Dunsinane y tú serás
quemada en la hoguera por hombres con armadura, o arrastrada y desmembrada por habladores
monos con ocho patas, o despedazada por centauros salvajes, o proyectada a través del techo
hacia la luna sin ir vestida para ello, o enviada al pasado para morir de aburrimiento en la Iowa
de 1948 o el Egipto del 4008 a. C. El biombo no la detendrá.»
Entonces una cabeza surgió por encima del biombo. Pero su pelo era negro con algunas hebras
de plata, Brahma nos bendiga, y un momento más tarde Martin me ofrecía una de sus raras
sonrisas.
—Marty, haz algo por mí —dije—. No utilices nunca más la forma de andar de la señorita Nefer.
Su voz de acuerdo, si tienes que hacerlo. Pero no su forma de andar. No me preguntes por qué,
simplemente no vuelvas a hacerlo.
Martin rodeó el biombo y se sentó a los pies de mi camastro. Yo ya había doblado las piernas
para hacerle sitio. Tiró de su falda azul y oro y apoyó una mano sobre mis zapatillas negras.
—¿Te sientes un poco insegura, Greta? —preguntó—. No te preocupes por mí. Banquo está
muerto, y su fantasma también. Tengo mucho tiempo.
Yo simplemente me lo quedé mirando, sospecho que de una forma extraña. Luego, sin alzar la
cabeza, le pregunté:
—Martin, dime la verdad: ¿se está moviendo el vestuario a nuestro alrededor?
Hablé tan bajo que él se inclinó acercándose un poco, aunque sin tocarme en ningún momento.
—La Tierra está girando en torno al sol a treinta y dos kilómetros por segundo —respondió—, y
el vestuario va con ella. Meneé la cabeza, rozando la almohada con mi mejilla. —Quiero decir...
retorciéndose —aclaré—. Por sí mismo. —¿Cómo? —preguntó.
—Bueno —le dije—, he tenido la idea..., se trata de una simple
especulación, recuérdalo..., de que si desearas viajar por el tiempo y, bueno, hacer cosas,
difícilmente podrías encontrar una máquina más práctica que un vestuario y una especie de
escenario con medio teatro unido a él, con actores para manejarla. Los actores pueden encajar en
cualquier sitio. Están acostumbrados a aprenderse nuevos papeles y a llevar extraños atuendos.
Demonios, incluso están acostumbrados a viajar mucho. Y si un actor es un poco raro nadie tiene
extraños pensamientos acerca de él... Casi se espera que sea distinto de los demás; es una de sus
cualidades.
Y un teatro, bien, un teatro puede montarse casi en cualquier lugar y nadie hace preguntas,
excepto las autoridades de la zona, y ésas siempre pueden ser untadas un poco. Los teatros
vienen y van. Ocurre constantemente. Son transitorios. Sin embargo, los teatros son como cruces
de carreteras, lugares anónimos de encuentro; cualquiera con unas cuantas monedas en el bolsillo
puede llegar a ellos, e incluso sin ninguna moneda en absoluto. Y los teatros atraen a gente
importante, la clase de gente a la que puedes desear hacerle algo. César fue apuñalado en un
teatro. A Lincoln le dispararon en uno. Y...
Mi voz se apagó.
—Una idea interesante—comentó.
Cogí su mano, que estaba apoyada sobre mi zapatilla, y le sujeté el dedo corazón, como lo haría
un bebé.
—Sí —dije—. Pero ¿es cierto, Martin?
—¿A ti qué te parece?
No dije nada.
—,Te gustaría trabajar en una compañía así? —preguntó especulativamente.
—La verdad, no lo sé —respondí.
Se sentó erguido, y su voz se animó.
—Bien, dejando a un lado todas esas fantasías, ¿te gustaría trabajar en esta compañía? —
preguntó, dándome una suave palmada en la pantorrilla—. En escena, quiero decir. Sid piensa
que estás preparada para algunos papeles pequeños. De hecho, me pidió que te lo preguntara.
Cree que a él nunca te lo tomas en serio.
—Espera a que me recupere un poco —dije. Luego añadí—: Oh, Marty, realmente no me veo a
mí misma representando ni siquiera el más pequeño papel.
—Yo tampoco, hace ocho meses —dijo él—. Y mira ahora. Lady Macbeth.
—Pero Marty —dije, sujetando de nuevo su dedo—, no has
respondido a mi pregunta. Acerca de si es cierto o no.
—¡Ah, eso! —dijo con una carcajada, apartando su mano hacia
un lado—. Pregúntame alguna otra cosa.
—De acuerdo —dije—. ¿Por qué estoy obsesionada por el número ocho? ¿Por qué siempre voy
detrás de él?
—El ocho es un número con muchas propiedades —dijo, volviendo a adoptar de pronto una
actitud tan seria como siempre—. Son las esquinas de un cubo.
—¿Quieres decir que yo soy cuadrada? ¿Simplemente como un ladrillo? Ya sabes: «Es tan dura
como un ladrillo».
—Sin embargo —prosiguió él, frunciendo el ceño—, la más curiosa propiedad del ocho es que
colocándolo de lado significa el infinito. Así que el ocho, de pie, es realmente... —De pronto su
maquillado rostro, solemne por naturaleza, brilló con una intensa inspiración y devoción—. ¡El
Infinito Revelado!
Bueno, no sé. Una encuentra a bastante gente en el teatro que se siente atraída por la
numerología, que la utiliza incluso para elegir sus nombres artísticos. Pero nunca hubiera
sospechado eso de Martin. Siempre lo había considerado como del tipo escéptico, más bien
cínico.
—Se me acaba de ocurrir otra idea acerca del ocho —dije vacilante—. Arañas. Ese asterisco de
ocho patas en la frente de la señorita Nefer...
Dominé un estremecimiento.
—No te gusta ella, ¿verdad?
—Me da miedo.
—No deberías tenerlo. Es una mujer realmente grande, y esta noche está representando un papel
mucho más difícil que el mío. No, Greta —prosiguió, cuando yo empecé a protestar—, créeme,
tú no comprendes nada de ello en este momento. Del mismo modo que no comprendes nada
acerca de las arañas, y por eso les tienes miedo. Siempre son las primeras en subir a bordo, y las
primeras en bajar a tierra también. Son las que tejen las telas, unen los hilos, lo conectan todo.
Siva y Kali unidos por el amor. Son el doble mandala, el principio y el fin, el infinito unido y en
marcha...
—¡Están también en mi biombo de Nueva York! —chillé, echándome hacia atrás en mi camastro
y señalando hacia una cosita resplandeciente, negra y plata, que trepaba por debajo de mi pelota
de Willy.
Martin cogió suavemente el hilo con un dedo y lo alzó muy cerca de su rostro.
—Ocho ojos también —dijo. Luego añadió—: Pobre pequeño dios...
Y volvió a dejarla en su sitio.
—¡Marty! ¡Marty!
El urgente susurro de Sid nos llegó desde el otro lado del vestuario.
Martin se puso en pie.
—¿Sí, Sid?
La voz de Sid siguió manteniéndose en un murmullo, pero pasó de urgente a irritada.
—¡Villano y correoso elfo! ¿Acaso no sabes que la escena del caldero dura tan sólo un centenar
de latidos de corazón? ¡Ya llega el momento de mi entrada, y seguirnos teniendo tan sólo dos
brujas en vez de tres! ¡Oh, no se puede confiar en nadie!
Antes de que Sid hubiera podido decir la mitad de todo eso, Martin ya se había deslizado al otro
lado del biombo y corrido toda la longitud del vestuario; oí cerrarse la puerta a sus espaldas. No
pude evitar el sonreír, ya que Martin, atormentado por la ansiedad y la excitación de su primer
papel como Lady Macbeth, había olvidado evidentemente que hacía también el papel de la
Segunda Bruja.
VI
Y gozaré
de los placeres más altos
más allá de la muerte.
FERDINAND
Me senté allí donde había estado Martin, apartando primero el biombo lo suficiente hacia un lado
para poder observar toda la longitud del vestuario y ver a cualquiera que entrara por la puerta y
cualquier movimiento que se produjera detrás de la fina cortina blanca que separaba los dos
tercios destinados a los hombres.
Hubiera debido ponerme a pensar. Pero en vez de eso simplemente me quedé sentada allí,
notando mi cuerpo y la habitación que me rodeaba, afirmándome o quizá preparándome. No
podía decir exactamente lo que me ocurría, pero no había nada en qué pensar, sólo cosas que
sentir. Los latidos de mi corazón se convirtieron en un pulsar muy débil, lento y regular. Envaré
mi espina dorsal.
Nadie entró ni salió. Muy distante, oí hablar a Macbeth, a las brujas y a las apariciones.
En un momento determinado miré al biombo de Nueva York, pero todo aquello se había vuelto
ya inútil. Ninguna protección, nada.
Busqué en mi maleta, pero en vez del tranquilizante que había previsto al principio tomé un
estimulante y me lo metí en la boca. Luego eché a andar, estremeciéndome ligeramente.
Cuando llegué al extremo de la cortina, pasé al otro lado hasta el tocador de Sid y le pregunté a
Shakespeare:
—¿Estoy haciendo lo correcto, papá?
Pero él no me respondió desde su retrato. Tenía el aire inocente de quien sabe muchas cosas pero
no va a decirlas, y me descubrí pensando en una pequeña foto enmarcada en plata que Sid
acostumbraba a tener allí encima, la foto de un arrogante actor joven de aspecto germánico con
el nombre «Erich» autografiado en ella con tinta blanca. Al menos yo suponía que era un actor.
Se parecía un poco a Erich von Stroheim, aunque más simpático y, en cierto modo, más
malintencionado. La foto solía inquietarme, no sé por qué. Sid debió de darse cuenta de ello,
pues un buen día desapareció.
Pensé en la arañita negra y plata trepando por el recordado marco de plata, y por alguna razón
me produjo escalofríos.
Bueno, aquello no iba a hacerme ningún bien, tan sólo deprimirme un poco más, de modo que
salí rápidamente. En la puerta tuve que apartarme para dejar pasar a los actores que regresaban
de la escena del caldero, y el enorme cerrojo me golpeó la cadera.
Afuera, Maud estaba quitándose sus ropas de Tercera Bruja para revelar bajo ellas las de Lady
Macduff. Me dirigió una sonrisa de soslayo.
—¿Qué tal va? —pregunté.
—Estupendamente, supongo. —Se alzó de hombros—. ¡Vaya público! Ruidoso como escolares.
—¿Cómo es que Sid no ha puesto a ningún chico en tu papel? —pregunté.
—Supongo que se equivocó. Pero me he aplastado un poco los pechos y he interpretado a Lady
Macduff como si fuera un chico.
—¿Cómo puede hacer eso una chica, una vez caracterizada? —pregunté.
—Sentándose rígida y pensando que lleva pantalones —dijo ella, tendiéndome su traje de
bruja—. Discúlpame ahora, tengo que encontrar a mis hijos e ir a que me asesinen.
Había avanzado unos cuantos pasos en dirección al escenario cuando noté un suave tirón en mi
cadera. Bajé la vista y vi que un tenso hilo negro unía el extremo de mi jersey con la puerta del
vestuario. Debía de haberse enganchado con el gran cerrojo, y se estaba destejiendo. Avancé el
cuerpo unos centímetros, tirando delicadamente de él para ver qué impresión daba, y obtuve las
respuestas: el ovillo de Teseo, el hilo de una araña, un cordón umbilical.
Me incliné hacia un lado y lo rompí con las uñas. El hilo negro cayó. Pero la puerta del vestuario
no se desvaneció, los bastidores no cambiaron, el mundo no terminó, y yo no me derrumbé.
Tras lo cual simplemente me quedé allí durante un tiempo, sintiendo mi nueva libertad y
estabilidad, dejando que mi cuerpo se acostumbrara a ellas. No pensé en nada. Ni siquiera me
molesté en estudiar nada a mi alrededor, aunque observé que había más árboles y arbustos que
decorados, y que la vacilante luz era simplemente antorchas, y que la Reina Isabel estaba entre (o
había vuelto a) el público. A veces dejar que tu cuerpo se acostumbre a algo es todo lo que debes
hacer, o quizá todo lo que puedes hacer.
Y olí a estiércol de caballo.
Cuando la escena de Lady Macduff hubo terminado y ya estaba bien entrada la escena de los
retoños, regresé al vestuario. Los actores la llaman «la escena de los retoños» porque en ella
Macduff solloza sobre «todos mis retoños y su madre», refiriéndose a sus hijos y esposa, que han
sido muertos, «caídos de un solo golpe», bajo las órdenes del cruel asesino, Macbeth.
Dentro del vestuario, me dirigí hacia el lado de los hombres. Doc estaba aplicándose un
inverosímil maquillaje oscuro para representar el papel de Seyton, el último fiel servidor. No
parecía tan borracho como de costumbre para un cuarto acto, pero de todos modos me detuve
para ayudarle a meterse en una malla de acero hecha con cuerda gruesa entretejida y pintada de
plata.
En la tercera silla más allá, Sid estaba sentado ligeramente recostado en el respaldo, con su corsé
aflojado y observando de modo crítico a Martin, que ahora se había cambiado a un camisón de
lana blanca que le quedaba de maravilla, aunque no de una forma particularmente seductora,
sobre su cuerpo y su toalla enrollada, que se le había desplazado un poco.
Al lado del espejo de Sid, Shakespeare les sonreía desde su retrato como un inteligente insecto
de enorme cabeza.
Martin se puso en pie, abrió los brazos casi como un sumo sacerdote, y entonó:
—¡Amici! Romani! Populares!
Le di un codazo a Doc.
—¿Qué ocurre ahora? —susurré.
Dirigió un ojo incierto hacia ellos.
—Creo que están ensayando Julio César en latín. —Se alzó de hombros—. Así empieza el
discurso de Antonio. —Pero ¿por qué? —pregunté.
A Sid le gusta aprovechar cada momento en que la gente está encendida por el fuego de la
actuación para ensayar otras cosas., pero aquel proyecto parecía completamente fuera de lugar...,
demasiado pedante. Sin embargo, al mismo tiempo sentí que todos los pelos de la cabeza se me
erizaban, como si mi mente estuviera saltando sobre especulaciones justo debajo de la superficie.
Doc meneó la cabeza y se alzó de nuevo de hombros.
Sid mostró una palma a Martin y gruñó suavemente:
—¡Vamos, muchacho, no estás representando a una estatua romana, sino a un romano! Afloja las
rodillas e inténtalo de nuevo.
Entonces me vio. Haciendo un signo a Martin para que se detuviera, llamó:
—Ven aquí, querida.
Obedecí rápidamente. Me obsequió con una amistosa sonrisa y dijo:
—Ya has oído nuestra proposición en boca de Martin. ¿Qué es lo que dices, muchacha?
Esta vez el estremecimiento estaba en mi espina dorsal. Me sentía bien. Me di cuenta de que le
estaba devolviendo la sonrisa, y supe que había tomado ya mi decisión desde hacía al menos
veinte minutos.
—Estoy de acuerdo —dije—. Contad conmigo en la compañía.
Sid saltó en pie, me agarró por los hombros y por el pelo y me besó en ambas mejillas. Fue un
poco como ser bombardeada.
—¡Prodigioso! —exclamó—. Representarás el papel de la Camarera en la escena de la
sonámbula esta noche. ¡Martin, sus ropas! Ahora, jovencita, presta atención, cógeme el pie. —Su
voz se hizo más grave y vieja—. ¿Cuándo caminó por última vez?
El nuevo valor desapareció como el agua cayendo por una cascada.
—Pero, Siddy, no puedo empezar esta noche —protesté, medio suplicando, medio ultrajada.
—¡Esta noche o nunca! Se trata de una emergencia...; estamos faltos de gente. —De nuevo
cambió su voz—. ¿Cuándo caminó por última vez?
—Pero, Siddy, no me sé mi parte.
—Tienes que saberla. Has oído la obra veinte veces este último año. ¿Cuándo caminó por última
vez?
Martin estaba de vuelta y me estaba poniendo una peluca rubia sobre la cabeza y metiendo mis
brazos en una túnica gris claro.
—Nunca he estudiado las réplicas —le chillé a Sidney.
—¡Mentirosa! He visto moverse tus labios una docena de noches mientras observabas la escena
entre bastidores. ¡Cierra los ojos, muchacha! Martin, suéltale la mano. Cierra los ojos, muchacha,
vacía tu mente, y escucha, solamente escucha. ¿Cuándo caminó por última vez?
En la oscuridad me oí a mí misma responder a aquella entrada, primero en un susurro, luego más
fuertemente, luego a plena voz pero con un tono grave:
—Desde que su majestad fue al campo de batalla, la he visto alzarse de la cama, echarse por
encima su bata, abrir su escritorio, tomar...
—¡Bravissimo!—exclamó Siddy, y me bombardeó de nuevo.
Martin pasó también su brazo en torno a mis hombros, luego se agachó rápidamente para
abotonar mi atuendo empezando desde abajo.
—Pero ésas son sólo las primeras líneas, Siddy —protesté. —¡Son suficientes!
—Pero, Siddy, ¿y si me encallo? —pregunté.
—Mantén la mente vacía. No te pasará eso. Además, yo estaré a tu lado, representando al
Doctor, para ayudarte si tienes alguna dificultad.
«Eso debería arreglar las cosas para mí», pensé. Entonces algo más me golpeó.
—Pero, Siddy —dije con un estremecimiento—, ¿cómo voy a interpretar a la Camarera como si
fuera un hombre?
—¿Un hombre? —preguntó, sorprendido—. ¡Interpreta el papel sin caerte de bruces al suelo, y
me sentiré completamente satisfecho!
Y me dio una fuerte palmada en las posaderas.
Los dedos de Martin estaban trabajando rápidamente en los últimos cierres. Lo detuve, me metí
la mano por el cuello del jersey, tomé el billete del metro y la cadena que lo sujetaba y tiré. Noté
una abrasión en el cuello, pero los eslabones de oro se abrieron. Iba a arrojarlo al otro lado de la
habitación, pero en vez de ello sonreí a Siddy y se lo puse en la palma de la mano.
—¡La escena del sonambulismo! —nos siseó insistentemente Maud desde la puerta.
VII
Sé que la muerte tiene
más de diez mil puertas
para que los hombres salgan de este mundo.
Y se ha descubierto
que giran sobre extraños
goznes geométricos,
que tú puedes abrir
desde ambos lados.
LA DUQUESA
Hay que decir algo acerca de un actor en escena: puede ver al público, pero no puede mirarlo, a
menos que sea un narrador o un cómico de algún tipo. Yo no era lo primero (¡Grendel me libre!),
y tenía un miedo cerval de ser lo segundo, mientras Siddy me conducía caminando fuera de los
bastidores y dentro del escenario, sobre la alfombra que imitaba el suelo y que tanto se parecía al
auténtico suelo, sujetándome del brazo izquierdo como lo haría un policía.
Sid iba vestido con un atuendo gris oscuro que le daba el aspecto de una especie de monje, la
cabeza tan cubierta por la capucha para representar el papel del Doctor que su rostro no podía
verse en absoluto.
La cabeza me zumbaba de una forma pulsante. Mi garganta estaba tan seca que parecía haber
sido exprimida. El corazón quería salírseme del pecho. Más abajo de eso mi cuerpo estaba vacío,
retorcido, como sacudido por una descarga eléctrica, y notaba una sensación como si llevara
unos pantalones de hierro fríos como el hielo.
Como desde una distancia de tres millones de kilómetros, oí: «¿Cuándo caminó por última
vez?», y entonces una campana de hierro tañó en algún lugar la respuesta... Supongo que debió
de ser mi voz, subiendo por, mi cuerpo desde mis pantalones de hierro: «Desde que su majestad
fue al campo de batalla...», y así seguí, hasta que Martin salió a escena, la mirada fija, un pañuelo
blanco echado sobre la parte de atrás de su larga peluca negra y una llameante vela de cinco
centímetros de grueso sujeta en su mano derecha y goteando cera sobre su muñeca, y empezó a
desgranar las semialudidas confesiones sonámbulas de Lady Macbeth acerca de los asesinatos de
Duncan, Banquo y Lady Macduff.
De modo que esto es lo que vi sin mirar, como una vívida escena
que gravita frente a nosotros en un sueño, flotando contra un fondo de oscura vaguedad, y se
perfila por momentos y luego vuelve a difuminarse a medida que piensas o, como en mi caso,
actúas. Durante todo el tiempo, recuerdo, con la mano de Sid apretada duramente en mi muñeca,
y desgranando de tanto en tanto el lenguaje shakesperiano surgido de algún oscuro rincón de mi
memoria que jamás había sabido que estuviera allí o me perteneciera.
Era un claro de mediano tamaño en un bosque. A través de las semidesnudas ramas negras
brillaba un oscuro y frío cielo, como cenizas plateadas, de primera hora de la tarde.
El claro tenía como dos cuernos, que se estrechaban hacia atrás a ambos lados y se hundían en el
bosque. Una helada brisa soplaba por ellos, casi con la suficiente fuerza como para apagar la
vela. Su llama oscilaba fuertemente.
Al fondo del cuerno de mi izquierda, aunque no muy lejos, había agrupados dos docenas o así de
hombres envueltos en oscuros mantos que ceñían apretadamente a su alrededor. Llevaban altos
sombreros de ala ancha y pañuelos claros en torno a sus cuellos. Supuse que debían de ser los
«tipos rudos de los arrabales» que había oído mencionar a Beau hacía un millón de años o así.
Aunque no podía verlos muy bien, y no perdí mucho tiempo observándolos, había uno de ellos
que se había echado el sombrero hacia atrás o había alzado excitadamente la cabeza, mostrando
una gran frente pálida. Aunque ésa fue toda la impresión consciente que tuve de su rostro, me
pareció aterradoramente familiar.
En el cuerno de mi derecha, que era más amplio, había alineados como una docena de caballos,
fuertemente sujetos en parejas por palafreneros, pero echando de tanto en tanto las cabezas hacia
atrás como si lucharan contra sus riendas, y pateando sin cesar con sus patas delanteras. Me
aterraron, se lo aseguro, aquella hilera de rostros alargados de reluciente pelaje, echando hacia
atrás su belfo superior para dejar al descubierto unos dientes grandes como teclas de piano, cada
caballo con un aspecto tan montaraz y maligno como el corcel de Fuseli que mete la cabeza por
entre las cortinas en su cuadro La pesadilla.
En el centro, los árboles estaban cerca del escenario. Justo frente a ellos estaba la Reina Isabel,
sentada en la silla sobre la alfombra, exactamente tal como la había visto antes; sólo que ahora
podía ver que los braseros brillaban e iluminaban con tonalidades rojas sus pálidas mejillas, su
pelo rojo oscuro y la plata de su vestido y su capa. Estaba mirando a Martin —Lady Macbeth
muy intensamente, su boca crispada en una mueca, retorciéndose los dedos.
De pie, muy cerca a su alrededor, había media docena de hombres con fantasiosos sombreros y
gorgueras y grandes guantes de montar.
Entonces, a través de los árboles y altos arbustos desprovistos de hojas justo detrás de Isabel, vi
flotar el rostro de otra Isabel idéntica a la primera, sólo que ésta estaba sonriendo con una sonrisa
demoníaca. Sus ojos estaban muy abiertos. De tanto en tanto sus pupilas lanzaban rígidas
miradas a uno y otro lado.
Hubo un agudo dolor en mi muñeca izquierda, y el feroz susurro de Sid me dijo por un ángulo de
su boca en sombras: —¡Es un detalle habitual!
Encadené obedientemente:
—Es un detalle habitual en ella el hacer como si se lavara las manos; la he visto proseguir con
eso durante todo un cuarto de hora.
Martin había depositado la vela, que seguía llameando y goteando cera, sobre una mesita alta tan
firme sobre sus patas que debía de estar clavada en el suelo. Se frotaba lentamente las manos, de
forma constante, atormentada, intentando librarse de la sangre de Duncan, que en su sueño Lady
Macbeth sabe que todavía permanece en ellas. Y mientras hacía esto, la agitación de la Isabel
sentada crecía por momentos; sus ojos iban de un lado a otro, sus manos se retorcían.
Martin recitó su parlamento:
—Todavía tiene el olor de la sangre; todos los perfumes de Arabia no conseguirán suavizar esta
pequeña mano. ¡Oh, oh, oh!
Mientras lanzaba aquellos suaves y torturados suspiros, Isabel se levantó de su silla y dio un paso
adelante. Los cortesanos avanzaron rápidamente hacia ella, pero sin tocarla, y ella dijo con voz
fuerte:
—Es de la sangre de María Estuardo de la que habla..., los chorros de sangre que brotarán de su
cuello cortado. ¡Oh, no puedo soportarlo!
Y mientras decía esto último, se dio la vuelta bruscamente y se dirigió a largos pasos hacia los
árboles, dando una patada al extremo de su falda color ceniza para echarla a un lado. Uno de los
cortesanos se volvió con ella y avanzó hasta muy cerca de ella, susurrándole algo. Pero aunque
hizo una pausa por un momento, todo lo que dijo fue:
—No, querido, no interrumpas la representación, ¡pero no me sigas! ¡No, he dicho que me dejes,
Leicester!
Y caminó hacia los árboles, mientras él la miraba y dudaba a sus espaldas.
Entonces Sid me dio un puntapié en el tobillo, y yo recité algo, y Martin tomó su vela de nuevo
sin mirarla, mientras decía con drogada agitación:
—A la cama, a la cama; están llamando a la puerta.
Isabel apareció de nuevo caminando de entre los árboles, la cabeza inclinada. No podía haber
estado en ellos más de diez segundos. Leicester se apresuró hacia ella, las manos ansiosamente
tendidas.
Martin se dirigió hacia bastidores, gimiendo torturada y suavemente:
—Lo que está hecho no puede deshacerse.
Justo en aquel momento Isabel rechazó hacia un lado la mano de Leicester con afectado desdén y
alzó la vista; sonreía con una sonrisa diabólica. Un caballo relinchó como la risa de una
trompeta.
Mientras, Sid y yo seguimos recitando nuestras últimas líneas, yo desgranando mecánicamente
las palabras, dejando que brotaran en caída libre desde mi mente hasta mi lengua. Durante todo
aquel rato yo había estado respondiéndole mentalmente a Lady Macbeth: «Eso es lo que tú crees,
hermana».
VIII
Dios no puede conseguir que nada de lo que
ha pasado deje de existir.
Eso es más imposible que resucitar a los muertos.
Summa Theologica
En cuanto me hallé fuera de la vista del público, me solté de Sid y corrí al vestuario. Me dejé
caer en la primera silla que vi, cabeza y brazos apoyados contra el respaldo, y casi me desvanecí.
No era un ataque de dispersión mental, no. Simplemente, un desvanecimiento normal.
No debía de haber transcurrido mucho tiempo —bueno, no demasiado, puesto que los ecos de los
tambores de la última escena resonaban aún procedentes del escenario— cuando Bruce, Beau y
Mark (que interpretaba a Malcolm, el papel habitual de Martin)
aparecieron llevando sus armaduras de guardarropía del último acto y cargando entre los tres a la
Reina Isabel, fláccida como un saco. Martin apareció tras ellos, quitándose tan bruscamente su
camisón de lana que algunos botones saltaron. Pensé automáticamente: «Tendré que volver a
coserlos».
La depositaron sobre tres sillas colocadas la una al lado de la otra, y volvieron a salir
apresuradamente. Quitándose los imperdibles de la toalla doblada, que se le había caído hasta la
cintura, Martin se dirigió hacia ella y se inclinó ligeramente para observarla. Se quitó la peluca
tirando de una de sus trenzas y me la arrojó.
Dejé que me golpeara y cayera al suelo. Estaba contemplando aquel pálido rostro regio, con los
ojos abiertos y mirando al techo sin verlo, la boca un poco demasiado abierta y con un hilillo de
baba colgando de una de las comisuras, y aquel cuerpo encorsetado en forma de cucurucho de
helado, que no se agitaba. La mosca azul apareció zumbando sobre mi cabeza y descendió en
círculos sobre su rostro.
—Martin —dije con dificultad—, creo que no me gusta lo que estamos haciendo.
Se volvió hacia mí, con el corto cabello revuelto y los puños plantados altos en sus caderas,
sobre su malla negra, que ahora constituía su único atuendo.
—¡Tú lo sabías! —dijo impacientemente—. Sabías que estabas firmando para algo más que
actuar cuando dijiste: «Contad conmigo en la compañía».
Como un zafiro con patas, la mosca azul caminó cruzando el labio superior y se detuvo junto al
hilillo de baba.
—Pero, Martin..., cambiar el pasado..., retroceder y matar a la auténtica reina..., reemplazarla por
una doble... Sus oscuras cejas se juntaron.
—La auténtica... ¿Crees que ésta es la auténtica Reina Isabel?
Tomó una botella de alcohol desmaquillador de la mesa más cercana, vertió un poco sobre una
toalla manchada de base de maquillaje y, sujetando la cabeza muerta por su pelo rojo (no, una
peluca..., la auténtica también llevaba peluca), frotó su frente.
El cosmético blanco desapareció, mostrando la piel que había debajo, y en ella un débil tatuaje
con la forma de una «S» estilizada, como un símbolo del yin—yang sin acabar de cerrar.
—¡Una Serpiente! —silbó—. ¡Una destructora! ¡El archienemigo, el eterno oponente! Sólo Dios
sabe cuántas veces la gente
como la Reina Isabel ha sido extraída del pasado, primero por las Serpientes, luego por las
Arañas, raptada o asesinada y después reemplazada, en el transcurso de nuestra guerra. Ésta es la
primera gran operación en la que he intervenido, Greta. Pero sé lo suficiente al respecto.
La cabeza empezaba a dolerme. Pregunté:
—Pero si ella es un doble del enemigo, ¿cómo no sabe que una representación de Macbeth en su
tiempo supone un anacronismo?
—En sus madrigueras del pasado, intentando solamente mantener su posición, se vuelven torpes.
Se convierten en medio zombies. Incluso las Serpientes. Incluso los nuestros. Además, casi
estuvo a punto de descubrirlo, dos veces, cuando habló con Leicester.
—Martin —dije torpemente—, si se han producido todos estos reemplazos, primero por ellos,
luego por nosotros, ¿qué le ocurrió a la auténtica Isabel?
Se alzó de hombros.
—Sólo Dios lo sabe.
—¿Lo sabe realmente, Martin? —pregunté con suavidad—. ¿Puede saberlo?
Encogió los hombros, como para reprimir un estremecimiento.
—Mira, Greta —dijo—, son las Serpientes los urdidores y los destructores. Nosotros estamos
restaurando el pasado. Las Arañas intentan mantener las cosas tal como fueron creadas
originalmente. Sólo matamos cuando es necesario.
Fui yo quien se estremeció entonces, porque de mi memoria surgió una imagen resplandeciente,
ensangrentada, envuelta por la noche, la imagen de mi amado, el soldado del cambio Araña Erich
ven Hohenwald, con un brillante cuchillo en la mano, muriendo bajo el abrazo de una gigantesca
araña plateada, o una entidad con forma de araña tan grande como él, mientras rodaban en una
confusa bola por entre una serie de rocas allá en Central Park.
Sin embargo, el estallido de aquellos recuerdos no hizo saltar mi mente, como había hecho un
año antes, al igual que la rotura del hilo negro de mi jersey no había destruido el mundo.
Pregunté a Martin:
—¿Eso es lo que dicen las Serpientes?
—¡Por supuesto que no! Afirman lo mismo que nosotros. Pero de un modo u otro, Greta, tienes
que creer.
Adelantó el dedo corazón de su mano.
No lo cogí. Lo retiró, haciéndolo restallar contra su pulgar.
—¡Aún sigues llorando a esa carroña! —me acusó. Arrancó de un golpe una sección de la
cortina blanca y la envolvió en torno al cuerpo de la mujer, que empezaba a ponerse rígido—. ¡Si
tienes que llorar, llora por la señorita Nefer! Exiliada, encarcelada, encerrada para siempre en el
pasado, su mente pulsando débilmente en el negro agujero de los muertos y los desaparecidos,
ansiando el Nirvana pero no conservando más que una solitaria y dolorosa porción de
conciencia. ¡Y sólo para conservar un fuerte! Sólo para asegurarnos de que María Estuardo es
ejecutada, la Armada barrida, y que todas las demás consecuencias surgen a su debido tiempo.
La Isabel de las Serpientes ha dejado a María Estuardo vivir... y a Inglaterra morir..., y los
españoles dominan Norteamérica hasta los Grandes Lagos y Nueva Escandinavia.
Una vez más tendió su dedo corazón.
—De acuerdo, de acuerdo —dije, apenas tocándolo—. Me has convencido.
—¡Estupendo! —exclamó—. Pero ahora, Greta, tengo que ir a ayudar en el final.
—Está bien —dije.
Salió a toda prisa.
Pude oír el resonar de las espadas en el duelo a muerte final de Macduff y Macbeth. Me quedé
sentada allí en el vacío vestuario, pretendiendo llorar por un tigre blanco de sonrisa diabólica
encerrado en una jaula temporal
y
por un hermoso alemán cínico muerto por una insubordinación
de la que yo había informado..., pero en realidad llorando por una chica que durante un año había
sido una muchacha desarraigada viviendo en aquel teatro, con toda una compañía de madres y
padres, sin temerle a nada excepto a los sátiros del metro y a los monstruos del parque y el
Village.
Mientras permanecía sentada allí lamentándome por mí misma al lado de una amortajada reina,
una sombra cruzó mis rodillas. Vi a un hombre joven vestido con ajadas ropas oscuras deslizarse
en el vestuario. No podía tener más de veintitrés años. Era un tipo de apariencia frágil, con un
mentón débil, una gran frente y unos ojos que lo veían todo. Inmediatamente supe que era el que
me había parecido familiar en el grupo de tipos suburbiales.
Me miró, y yo trasladé mis ojos de él al retrato colocado sobre la caja, de maquillaje al lado del
espejo de Sid. Y empecé a temblar.
El miró también hacia allí, por supuesto, tan rápido como lo hice yo. Luego empezó a temblar
también, aunque era un temblor de naturaleza muy distinta que el mío.
La lucha a espadas había terminado hacía unos segundos, y entonces oí el débil gemido de las
brujas:
—Lo hermoso es horrendo, lo horrendo es hermoso...
Sid siempre les hace decir esta frase final desde fuera del escenario, como un eco, para dar la
sensación de una profecía cumplida.
Luego los pasos de Sid resonaron fuertemente, acercándose. Él es el primero que termina, puesto
que la lucha acaba fuera del escenario, a fin de que Macduff pueda volver a él llevando la cabeza
de cartón piedra con su ensangrentado cuello y mostrársela al público. Sid se detuvo en seco en
la puerta.
Entonces el desconocido se volvió. Sus hombros se estremecieron cuando vio a Sid. Avanzó
hacia él dos o tres rápidos pasos, hablando al mismo tiempo con breves y jadeantes sacudidas.
Sid permaneció de pie observándole. Cuando los otros actores aparecieron en tropel a sus
espaldas, colocó las manos a ambos lados del marco de la puerta para que ninguno pudiera pasar.
Los rostros de todos atisbaron por encima y alrededor de él.
Durante todo ese tiempo el desconocido estaba diciendo:
—¿Qué puede significar esto? ¿Pueden tales cosas existir? ¿Acaso todas las semillas del
tiempo..., regadas por algún chorro infernal..., han brotado a la vez en su granero? ¡Hablad...,
hablad! Habéis representado una obra... que yo estoy escribiendo en lo más secreto de mi
corazón. ¿Habéis descoyuntado el armazón de las cosas... para robarme mis pensamientos aún no
nacidos? Lo hermoso es horrendo, sin lugar a dudas. ¿Es todo el mundo un escenario? ¡Hablad,
os digo! ¿No sois vos mi amigo Sidney James Lessingham, del King's Lynn..., tocado por la
varita mágica del tiempo..., espolvoreado con las cenizas de treinta años? Hablad, ¿no sois él?
Hoy, hay más cosas en cielo y tierra..., sí, y quizá en el infierno también... ¡Hablad, os ordeno!
Y con eso apoyó las manos sobre los hombros de Sid, a medias para sacudirle, creo, y a medias
para impedirse a sí mismo caer. Por primera vez desde que lo conocía, el viejo charlatán de
Siddy no tuvo nada que decir.
Sus labios se agitaron. Abrió dos veces la boca, y dos veces la cerró. Luego, con un asomo de
desesperación en el rostro, apartó a los actores fuera del camino detrás de él con un enorme
brazo, pasó el otro en torno a los estrechos hombros del desconocido, y lo arrastró fuera del
vestuario, siguiéndole él inmediatamente.
Los actores entraron entonces en tropel, Bruce arrojándole a Martin la cabeza de Macbeth como
una pelota de fútbol mientras
se quitaba su cornudo casco, Mark dejando caer un montón de escudos en un rincón, Maudie
haciendo una pausa a mi lado para decirme:
—Hola, Greta, me alegra que estés de vuelta.
Y se palmeaba la sien para indicar a qué parte se refería. Beau se dirigió directamente al tocador
de Sid, apartó a un lado el retrato y alzó la tapa de la caja de maquillaje de Sid.
—¡Las luces, Martin! —gritó.
Luego Sid volvió a entrar, cerrando la puerta y corriendo el cerrojo tras de sí, y se detuvo unos
instantes con la espalda apoyada en la hoja, jadeando.
Corrí precipitadamente hacia él. Algo bullía en mi interior, pero antes de permitirle que llegara a
mi cerebro abrí la boca y lo dejé escapar por ella:
—Siddy, no puedes engañarme, no era ninguna sucia Araña o Serpiente. No me importa si se
mostró comprensivo, o indignado, o simplemente tembloroso... ¡Siddy, ése era Shakespeare!
—Sí, muchacha, creo que sí —me dijo, sujetando juntas mis muñecas—. Ellos no pueden
encontrar marionetas que doblen a hombres como ése..., o eso es lo que espero. —Una gran
sonrisa triste apareció en su rostro—. Oh, dioses exclamó—, ¿con qué palabras puedes hablarle a
un hombre cuyas frases has estado robándole durante toda tu vida?
—Sid, ¿hemos estado alguna vez en Central Park? —le pregunté.
—Una vez..., hace dos meses —respondió—. Para una sola representación. Ellos vinieron a por
Erich. Y tú perdiste la cabeza.
Me apartó a un lado y se dirigió hacia Beau, situándose detrás de él. Luego todas las luces se
apagaron.
Entonces vi, débilmente al principio, la gran joya de apagado brillo, cubierta con diales e
indicadores de verde resplandor, que Beau había sacado de la caja de maquillaje de Sid. El
resplandor verde más intenso iluminaba su rostro, enmarcado aún por los largos rizos
resplandecientes de la peluca de Ross, mientras se arrodillaba ante la cosa..., el Mantenedor
Principal, recordé que era llamada.
—Y ahora ¿a cuándo? ¿Adónde? —preguntó Beau impacientemente a Sid, por encima de su
hombro.
—¡Al año cuarenta y cuatro antes del nacimiento de Nuestro Señor! —respondió
instantáneamente Sid—. ¡Roma! Los dedos de Beau danzaron sobre los diales como los de un
músico, o un especialista en cajas de caudales. El resplandor verde se intensificó y se apagó,
como parpadeando.
—Hay una tormenta en ese vector del Vacío. —Rodéala —ordenó Sid. —Hay nieblas oscuras
por todas partes.
—¡Entonces escoge el sendero oscuro que creas más adecuado! A través de la oscuridad, dije:
—Lo hermoso es horrendo, y lo horrendo es hermoso, ¿eh,
Siddy?
—Claro, pollita —me respondió—. ¡Esa es la única regla que tenemos!
FIN
Título original: No Great Magic © 1963.
Aparecido en Galaxy Science Fiction. Diciembre 1963.
Publicado en Crónicas del gran tiempo.
Traducción de Domingo Santos.
Edición digital de Carlos Palazón. Octubre de 2002.
Cuando soplan los vientos cambiantes
Me encontraba a medio camino entre Arcadia y Utopía, en largo vuelo de exploración
arqueológica, en busca de colmenas de coleópteros, verticales colonias de lepidópteros y ruinas
de ciudades de los Antiguos.
En Marte se habían estancado en los nombres fantásticos que los viejos astrónomos soñaron en
sus cartas. Habían hallado un Eliseo, también un Ofir.
Juzgué que me encontraba en alguna parte próxima al Mar Ácido, el cual, por rara coincidencia
se convierte en ponzoñoso pantano poco profundo, rico en iones de hidrógeno, cuando se funde
el casquete de hielo del norte.
Pero no veía señal de ello debajo de mi, ni tampoco rastros arqueológicos de ninguna clase. Sólo
la infinita llanura yerma y rosada, brumosa de polvo de felsita y de óxido de hierro, deslizándose
constante bajo mi rápido vehículo volador, con una angosta cañada o bajo cerro de trecho en
trecho, pareciendo a todo el mundo ¿Tierra? ¿Marte? como partes del desierto de Mojave.
El sol estaba a mi espalda, inundando la cabina con su ya mortecina luz. Unas cuantas estrellas
titilaban en el firmamento azul. Reconocí las constelaciones de Sagitario y Escorpión, y la roja
cabeza de alfiler de Antares.
Yo llevaba mi traje espacial rojo. Hay bastante aire en Marte ahora para sobrevolarlo, pero no
para respirar, aun cuando se viaje a pocos cientos de metros de su superficie.
A mi lado estaba el traje espacial verde de mi copiloto, que debiera haber estado ocupado por
alguien, si yo fuese más sociable, o simplemente más respetuoso con el reglamento de vuelos. De
cuando en cuando me ladeaba y le daba un codacito.
Y las cosas parecían misteriosas, fantasmagóricas, que no es como debe sentirlas quien gusta de
la soledad tanto como yo, o lo pretende. Pero el paisaje marciano es aún más espectral que el de
Arabia o el del Sudoeste americano... solitario y hermoso y obsesionado con muerte e
inmensidad y a veces ataca a quienes lo cruzan.
De algún antiguo poema provinieron las palabras: ".. y nacieron extraños pensamientos, que aún
zumbaron en mis oídos, sobre la vida ésta antes de que yo la viviera."
Tuve que evitar el inclinarme hacia adelante, y pasé la vista por el visor del traje espacial verde,
para ver si contenía ahora a alguien. A un hombre flaco. O a una alta y esbelta mujer. O a un
marciano coleoptérido de articulaciones de cangrejo, que necesita de un traje espacial tanto como
éste le necesita a él.
O... ¿quién sabe?
Había una gran quietud en la cabina. Era un silencio que casi resonaba. Yo había permanecido a
la escucha de la Base Deimos, pero ahora la lunilla exterior ya se había sumido bajo el horizonte
del sur. Habían estado emitiendo un programa de sugestiones acerca de separar a Mercurio del
sol para convertirlo en luna de Venus —y dando también rotación a ambos planetas—, para de
tal modo despejar la espesa atmósfera abrasiva como la de un horno de Venus y hacerlo
habitable.
Seria mejor acabar primero con Marte, pensé.
Pero casi inmediatamente apareció la secuela a este pensamiento: No; deseo a Marte para gozar
de la soledad. Por eso vine aquí. La Tierra se fue atestando de gente, y ya se ve lo que ha pasado.
Sin embargo, en Marte hay momentos en que sería agradable tener una compañía, hasta para un
solitario como yo. Es decir, si se pudiera escoger la compañía.
De nuevo sentí el impulso de escudriñar en el interior del traje espacial verde.
Pero, en vez de eso, eché un vistazo en derredor. Todavía sólo el polvoriento desierto
extendiéndose hacia poniente; casi sin rasgos, aunque de un rosa oscuro como un melocotón
pasado. "Verdadero melocotón, rosado y sin tacha... Todo mármol color melocotón, el extraño y
sazonado vino de una cosecha abundante..." ¿Qué era ese poema?, preguntó mi mente.
En el asiento a mi lado, casi bajo la cadera del traje espacial verde, vibrando un poco con él,
había una cinta: iglesias y catedrales desaparecidas de Tierra. Los antiguos edificios tenían para
mi un prohibitivo interés, desde luego, y además, algunos de los montículos o colmenas de los
negros coleópteros se parecen extraordinariamente a las torres y espiras de la Tierra, hasta en
detalles tales como ventanas de aguda ojiva y alados arbotantes, como si se hubiese sugerido allí
un elemento imitativo, quizás telepático, en la arquitectura de aquellos seres que, a pesar de su
inteligencia humanoide, son muy semejantes a insectos sociales. Estuve repasando el libro, en mi
última parada, a la caza de parecidos en las residencias de coleópteros, pero luego un interior
catedralicio me recordó la Capilla Rockefeller de la Universidad de Chicago y saqué la cinta del
proyector. En esa capilla era donde había estado Mónica cuando obtuvo su doctorado en Física
una radiante mañana de junio, mientras el chorro llameante de los cohetes de despegue lamía la
orilla sur del lago Michigan... y no quise pensar en Mónica. O, más bien, ansiaba demasiado
pensar en ella.
Lo hecho, hecho está y además ella ha muerto ya hace mucho tiempo... ¡Ahora reconocí el
poema!... El obispo dispone su tumba en la iglesia de Santa Práxeda, era de Browning. ¡Parecía
un lamento lejano!... ¿Había en la cinta una vista de San Práxeda? El siglo XVI... y el obispo
agonizante suplicando con sus hijos por tener una tumba grotescamente grandiosa... con un friso
de sátiros, ninfas, el Salvador, Moisés, linces... mientras, como trasfondo, el obispo piensa en la
madre de ellos, en su amante...
"Vuestra esbelta y pálida madre, con sus ojos parlantes... EI viejo Gandolfo me envidiaba, por lo
bella que era!"
Roberto Browning y Elisabeth Barrrett y su gran amor...
Mónica y yo mismo y nuestro amor que nunca tuvo comienzo...
Los ojos de Mónica hablaban. Era esbelta y delgada y altiva...
Quizás si yo hubiese tenido más carácter, o sólo energía, habría hallado alguien más a quien
amar... ¡un nuevo planeta, otra muchacha!... y no permanecería inútilmente fiel a aquel antiguo
romance, y no estaría cortejando a la soledad, enclaustrado en Marte dentro de una ensoñado
vida—muerte..
Horas y más horas en la noche inanimada, me pregunto ¿Vivo, o estoy muerto?.
Mas, para mi, la pérdida de Mónica está ligada, no puedo deshacer su lazo, desatar su nudo, con
el fracaso de la Tierra con mi abominación por lo que la Tierra se hizo a si misma en su orgullo
de dinero y poder y éxito. Comunistas y capitalistas por igual, con aquella innecesaria guerra
atómica que llegó precisamente cuando se pensaban que lo tenían todo resuelto y a salvo... al
igual que lo pensaron antes de la de 1914. La contienda no barrió a toda la Tierra, de ningún
modo. sino sólo una tercera parte, pero si aniquiló mi confianza en la naturaleza humana... y me
temo que en la divina también... y destruyó a Mónica.
"...y ella murió como hemos de morir todos y desde entonces tú percibes al mundo como en un
sueño..."
¿Un sueño? Quizás nos falte un Browning para hacer reales aquellos momentos de la historia
moderna vertidos por sobre el Niágara del pasado, para hallarlos de nuevo como
una aguja en el pajar o el átomo en el remolino, y marcarlos perfectamente... los momentos del
vuelo estelar y aterrizaje planetario grabados como él lo había hecho en los momentos del
Renacimiento, en indelebles aguafuertes.
¿Sin embargo... el mundo, el universo (¿Marte? ¿Tierra?) sólo un sueño? Bueno, acaso un mal
sueño a veces, ¡eso seguro!, me dije cuando hice volver mis errantes pensamientos al aparato
volante y al invariable desierto rosado bajo el pequeño sol.
Al parecer, no había omitido nada... mi segunda mente había estado vigilando despierta y con
atención los instrumentos, mientras mí primera mente divagaba en imaginaciones y recuerdos.
Pero las cosas aparecían más fantasmagóricas que nunca. El silencio resonaba ahora, metálico,
como si acabase de finalizar un gran volteo de campanas, o estuviese a punto de comenzar.
Había amenaza ahora en el pequeño sol a punto de ponerse detrás de mi, trayendo la noche
marciana y lo que las cosas-seres marcianas pudieran ser sin que ellas mismas lo supieran
todavía. La llanura rosa se había vuelto siniestra. Y por un momento estuve seguro de que si
miraba en el Interior del traje espacial verde vería a un negro espectro más tenue que cualquier
coleóptero, o bien un rostro de pardos y descarnados huesos y de torva sonrisa... el Rey de los
Terrores.
Con la rapidez de la lanzadera del tejedor vuelan nuestros años: el Hombre va a la tumba, ¿y
dónde está?.
Lo misterioso y sobrenatural no se evaporaron cuando el mundo se superpobló y se hizo
inteligente y técnico. Se trasladaron al exterior... a la Luna, a Marte, a los satélites de Júpiter, a la
negra y enmarañada floresta del espacio y a las distancias astronómicas y a los
inimaginablemente lejanos ojos de buey de las estrellas. A los reinos de lo ignoto, donde
acontece aún lo insólito a cada hora y lo imposible cada día...
Y precisamente en ese momento vi a lo imposible erguido, con una altura de ciento veinte metros
y vestido de encaje gris, en el desierto frente a mi.
Y mientras mi primera mente se quedaba helada durante segundos que se extendieron a minutos
y mi visión central quedaba inescrutablemente clavada en aquella Incredulidad bifurcada al
máximo con su opaco matiz de arco iris prendido en el encaje gris, mi segunda mente y mi visión
periférica llevaron a mi aparato volante en rápido descenso a un suave y rasante aterrizaje de
ensueño con sus largos esquíes sobre el rosado polvo. Manipulé un mando, y las paredes de la
cabina oscilaron en silencioso descenso, a ambos lados del asiento del piloto, y bajé por la
ensoñadora gravedad marciana al suelo blando como una almohada melocotón oscuro,
quedándome en contemplación de la maravilla, y fue entonces cuando mi mente primera
comenzó por fin a funcionar.
No podía caber duda alguna sobre el nombre de aquello, pues hacía no más de cinco horas que
contemplé una vista suya registrada en la cinta... era la fachada occidental de la catedral de
Chartres, esa obra maestra del gótico, con su aguja sencilla del siglo XII, el Clocher Vieux
(
[1]
)
, al
sur, y su aguja ornamental del siglo XVI, el Clocher Neuf
(
[2]
)
, al norte; y entre ellas el gran
rosetón de quince metros de diámetro y, debajo, el pórtico de triple arcada repleto de esculturas
religiosas.
Rápidamente ahora, mi mente primera pasó de una teoría a otra que explicaran este grotesco
milagro y salió repelida de ellas casi con tanta celeridad como si fuesen polos magnéticos.
Era una alucinación procedente de las mismas cintas grabadas. Si, quizás el mundo como en un
sueño. Eso es siempre una teoría y nunca útil.
Una transparencia de Chartres había pasado ante mi placa visora facial. Sacudí mi casco. No era
posible...
Estaba viendo un espejismo que había atravesado cincuenta millones de millas de espacio... y
algunos años de tiempo también, pues Chartres había desaparecido con la bomba de París que
mal dirigida cayó hacia Le Mans, lo mismo que la capilla Rockefeller desapareciera con la
bomba de Michigan y la de Santa Práxeda con la de Roma.
Aquella cosa era una maqueta construida por los coleoptéridos, de acuerdo a un plano
telepatizado de la imagen mental recordada de Chartres y conservada en la memoria de algún
hombre. Pero la mayoría de las imágenes memorizadas carecen de tanta precisión y jamás oí
hablar de coleópteros imitando policromas vidrieras, aun cuando construyesen nidos con agujas
y capiteles de trescientos metros de altura.
Aquello era una de esas grandes trampas hipnóticas que los Jingoistas areanos pretenden
reiteradamente que nos están tendiendo los coleópteros. Sí, y el universo entero estaba
construido por demonios para engañarme sólo a mí... y posiblemente a Adolfo Hitler... como
hipotetizara antaño Descartes. Basta.
Trasladaron Hollywood a Marte, como antes lo hablan trasladado a México, y a España, y a
Egipto, y al Congo, para reducir gastos, y habían terminado precisamente una epopeya medieval:
El jorobado de Nuestra Señora de París, sin duda con algún estúpido productor que subtitula a
Notre Dame de Paris por Notre Dame de Chartres, porque a su amante de turno le parecía que
esta última tenia mejor aspecto ambiental y el público ignorante no notaria la diferencia. Sí, y
probablemente hordas alquiladas por casi nada de negros coleópteros como comparsería para la
figuración de monjes, llevando hábitos de burda estameña y con máscaras humanoides. ¿Y por
qué no un coleóptero para el papel que Ouasimodo?... eso mejoraría las relaciones entre las
razas. No ha de buscarse la comedia en lo increíble.
O bien habían estado dando un paseo por Marte al último presidente chiflado de La Belle France,
para aplacar sus nervios, y, con tal motivo, le habían procurado una maqueta de la catedral de
Chartres, toda su fachada oeste, para seguirle la corriente, del mismo modo que los rusos hablan
construido sus poblados de cartón para impresionar a la esposa alemana de Pedro III. ¡La Cuarta
República en el cuarto planeta! No, no te vuelvas histérico. Pues esa cosa está ahí.
O quizá —y aquí mi primera mente se desbocó— el pasado y el presente existen de algún modo
en alguna parte (¿La Mente de Dios? ¿La cuarta dimensión?), en una especie de animación
suspensa, con pequeñas veredas de cambios sonámbulos discurriendo a través del futuro
mientras las acciones voluntarias de nuestro presente lo trastocan y quizás, quien sabe, ¿otras
sendas discurriendo también a través del pasado?... porque podrían haber viajeros profesionales
del tiempo. Y acaso, una vez en un millón de milenios, un aficionado halla accidentalmente una
puerta.
Una puerta de acceso a Chartres. ¿Pero cuándo?
Mientras me detenía en estos pensamientos, con la mirada fija en el prodigio gris "...¿Vivo o
estoy muerto?",—percibí un gemido y un susurro a mi espalda, y me volví, viendo al traje
espacial verde salir por los aires del aparato volante, viniendo en mi dirección, pero con su
cabeza agachada, de manera que no pude distinguir si habla algo tras la placa visora. Me quedé
tan inmóvil como en una pesadilla. Pero antes de que el traje espacial llegase a donde yo estaba,
vi lo que acaso lo transportaba, una ráfaga de aire que había sacudido al aparato volante y
provocado densas y altas columnas de polvorosa, que formó una serie de plumosas nubes. Y
luego el viento se abatió sobre mi y como por la escasa gravedad de Marte uno no se asienta
demasiado firme sobre el suelo, se me llevó rodando lejos del aparato, en medio de la ola de
polvo y con el traje espacial, que iba más rápido y más alto que yo, como si estuviera vacío...
aunque bien es verdad que los espectros son livianos.
Aquel viento era más poderoso que cualquiera de los que suelen azotar Marte, con certeza
superior a cualquier ráfaga, y mientras Iba yo dando delirantes tumbos, protegido por mi traje y
por la baja gravedad, tendiendo inútilmente las manos para asirme a los mezquinos salientes
rocosos por entre cuyas largas sombras marchaba dando vueltas, me encontré pensando con la
serenidad de la fiebre que aquel viento no soplaba sólo a través del espacio de Marte, sino
también a través del tiempo.
Una mezcla de viento del espacio y viento del tiempo... ¡qué rompecabezas, qué enigma para el
físico y diseñador de vectores! Parecía injusto, de mala fe, pensé mientras seguía en mi rodar,
algo así como proporcionar al psiquiatra a un paciente con psicosis y sojuzgado por el
alcoholismo. Pero la realidad siempre se encuentra mezclada y yo sabía por experiencia que sólo
pocos minutos en una cámara anecoica, sin luz, de gravedad cero, hacia que la mente más normal
derivara incontrolablemente hacia la fantasía... ¿o es que siempre eso es fantasía?
Uno de los salientes rocosos más pequeños tomó por un instante la forma retorcida del perro de
Mónica Brush
(
[3]
)
cuando murió... no en la explosión con ella, sino por la radioactividad, tres
semanas después, sin pelo e hinchado y rezumando una especie de baba. Parpadeé.
Luego cesó el viento, y la fachada oeste de Chartres se cernió verticalmente sobre mi, y me
encontré agazapado en los polvorientos peldaños del claustro sur, con la gran imagen de la
Virgen mirando severa desde la parte superior del elevado portal al desierto marciano y las
estatuas de las cuatro artes liberales alineadas bajo ella... Gramática, Retórica, Música y
Dialéctica... y a Aristóteles con el entrecejo fruncido mojando una pluma de piedra en la también
pétrea tinta.
La estatua de la Música golpeando sus campanillas berroqueñas, me hizo pensar en Mónica y en
cómo mientras ella estudiaba piano ladraba Brush contrapunteando los ejercicios de su ama.
Luego recordé haber visto en la cinta que Chartres es el legendario lugar de eterno descanso de
Santa Modesta, una bellísima muchacha que a causa de su fe cristiana fue torturada hasta la
muerte por su padre Ouirino en los días del emperador Diocleciano. Modesta... Música...
Mónica.
La doble puerta estaba un poco abierta y el traje espacial verde quedó allí como tendido de
bruces y esparrancado, con el casco alzado, como si fisgase en el interior, desde el nivel del
suelo.
Me puse en pie y subí, ¿flotando a través del tiempo?, Grotesco, con peldaños cubiertos de polvo
rosa. Polvo, ¿y qué era yo, sin embargo, más que polvo? "¿Vivo o estoy muerto?"
Me di cada vez más prisa, levantando al andar el fino polvo en remolinos rojo melocotón, y casi
tropecé con el traje espacial verde al agacharme para darle la vuelta y mirar por su placa visora.
Mas, antes de que pudiera hacerlo completamente me fijé en el portal y lo que vi me detuvo.
Lentamente me afiancé de nuevo sobre mis pies y di un paso más allá del postrado traje espacial
verde y luego otro.
En vez de la gran nave gótica de Chartres, larga como un campo de fútbol, alta como una
sequoia, avivada por una policroma luminosidad, había un interior más pequeño y oscuro...
eclesiástico también, pero románico, hasta latino, con macizas columnas de granito y ricos
peldaños de mármol rojo que llevaban hasta un altar en el que relucían los mosaicos en la
semioscuridad. Un tenue haz de luz proveniente de otra abierta puerta, parecido a un foco de
teatro, encendido entre bastidores, se proyectaba sobre el muro opuesto a mi, revelándome un
sepulcro magníficamente ornamentado, en el que una estatua funeraria—un obispo con su mitra
y báculo —yacía en un recargado friso de bronce sobre una brillante losa de Jaspe verde, con un
globo terráqueo de lapislázuli, entre sus rodillas de piedra, y nueve columnitas de mármol color
melocotón primerizo alzándose en derredor suyo hasta el dosel...
Pues, naturalmente: ésta era la tumba del obispo del poema de Browning. Esta era la iglesia de
Santa Práxeda, pulverizada por la bomba de Roma, la iglesia consagrada a la mártir Práxeda, hija
de Prudencio, discípula de San Pedro, más oculta en el pasado aún que la mártir Modesta de
Chartres. Napoleón había tenido la intención de liberar y trasladar aquellos peldaños de mármol
rojo a París. Pero al percatarme de esto me sobrevino casi instantáneamente el recuerdo gemelo:
que si bien la iglesia de Santa Práxeda había tenido existencia real, el sepulcro de Browning sólo
existió en la imaginación del poeta y en las mentes de sus lectores.
¿Podría ser, pensé, que el pasado y el futuro no solamente existan por siempre, sino también
todas las posibilidades que nunca se plasmaron, ni se plasmaran... de algún modo, en alguna
parte (¿La quinta dimensión? ¿La Imaginación de Dios?), como si fueren un sueño dentro de otro
sueño?... Reptando también como los artistas, o lo que cualquiera piensa de ellos... Vientos
cambiantes mezclados con vientos del tiempo y con vientos del espacio...
En este momento reparé en dos figuras vestidas de oscuro en la nave lateral de la tumba y al
examinarlas vi a un hombre pálido de negra barba que le cubría las mejillas y a una mujer pálida
también, de lacio pelo oscuro, tocada con tenue velo. Hubo un movimiento próximo a sus pies y
apartándose de ellos, una parda y gruesa bestia negra, semejante a una babosa casi sin pelo, reptó
alejándose de ellos y se perdió entre las sombras.
No me gustó aquello. No me gustó tal bestia. Ni me gustó su desaparición. Por vez primera me
sentí en verdad atemorizado.
Y luego la mujer se movió también, de modo que el borde de su amplia falda negra pareció
barrer el suelo, y con acento auténticamente británico dijo: "¡Flush! ¡Ven aquí, Flushl" y recordé
que ése era el nombre del perro que Elisabeth Barret se llevó consigo cuando huyó con Browning
de la calle Wimpole.
La voz llamó de nuevo, ansiosa, pero su acento inglés le había desaparecido ya, era en verdad
una voz que yo conocía una voz que heló la sangre en mis venas y el nombre del perro se había
trocado en Brush y alcé la vista y la barroca tumba había desaparecido y los muros se habían
tornado grises y retrocedido, pero no tan lejos como los de la Capilla Rockefeller; y allí, viniendo
hacia mí por la nave central, alta y esbelta, ataviada con su negra toga académica con las tres
barras de terciopelo del doctorado en las mangas y el pardo de la Ciencia orillando su birrete,
estaba Mónica.
Creo que me vio, creo que me reconoció a través de mi placa visora, creo que me sonrió tímida,
temerosa, maravillada.
Luego, tras ella, hubo un resplandor rosáceo, formando un luminoso nimbo en torno a su cabello,
como la aureola de una santa. Pero el resplandor se hizo después demasiado brillante, hasta
resultar intolerable a la vista, y algo me golpeó, echándome atrás a través del portal, haciéndome
dar vueltas como una peonza, de manera que cuanto vi fueron remolinos de polvo rosa y el
firmamento constelado.
Creo que lo que me asestó aquel golpe fue el fantasma del frente formado por una explosión
atómica.
En mi mente se hallaba el pensamiento: Santa Práxeda, Santa Modesta, y Mónica, la santa atea
martirizada por la bomba.
Luego, todos los vientos se fueron y me hallé serenándome, en el polvo, junto a mi aparato
volante.
Escudriñé en derredor, a través de los menguantes remolinos de polvo. La catedral había
desaparecido. Ni loma ni estructura alguna resaltaban por ninguna parte sobre la lisa planicie del
horizonte marciano.
Apoyado contra el aparato volante, como si se hallara aún en pie sostenido por el viento, estaba
el traje espacial verde, con su espalda vuelta hacia mí, su cabeza y hombros hundidos, en una
actitud remedadora del más profundo desaliento.
Fui rápidamente hasta él. Me asaltó el pensamiento de que podría haberse venido conmigo
trayendo a alguien a mi presente actual.
Cuando le di la vuelta pareció contraerse un poco. La placa visora estaba vacía. En el interior,
bajo la transparencia, deformada por mi ángulo de visión, se hallaba la pequeña consola
compleja con sus esferas y palancas, pero ningún rostro cerniéndose sobre éstas.
Tomé muy suavemente en brazos al traje espacial, como si fuese una persona y me fui hacia la
puerta de la cabina.
No existimos más plenamente que en las cosas que hemos perdido.
Hubo un verde destello del sol mientras su última plata se desvanecía en el horizonte.
Brotaron todas las estrellas.
Reluciendo verde, la más brillante de todas, baja en el firmamento, allá donde el sol se había
puesto, se encontraba la estrella vespertina, la Tierra.
FIN
Título original: When the Change-Winds Blow © 1964.
Aparecido en The Magazine of Fantasy and Science Fiction, agosto 1964.
Edición digital de Umbriel. Mayo de 2002
[1]
Relojero viejo (N. del T.)
[2]
Relojero nuevo (N. del T.)
[3]
Cepillo (N. del T.)
Movimiento de caballo
La alta muchacha de pelo largo con el uniforme verde oliva y la insignia negra en espiral
tabaleaba suavemente un ritmo de raya-punto-punto en la barandilla dorada de la galería donde
descansaban sus codos.
Era su única concesión al nerviosismo. Pese a que la Regla Número Uno de su entrenamiento
había sido que incluso una concesión tan minúscula como aquélla podía conducirla a la muerte.
El hermoso rostro de halcón enmarcado por un flequillo negro examinaba el dorado salón de
abajo, donde un millar de criaturas inteligentes procedentes de medio millar de planetas distintos
estaban jugando al ajedrez. Las piezas eran movidas y los botones de los relojes pulsados más a
menudo por zarcillos, pinzas parecidas a las de los cangrejos, y artilugios protésicos, que por
dedos. Árbitros vestidos de oscuro y ordenanzas caminaban sobre la punta de sus tentáculos o
almohadillados cascos —o pies— entre las mesas, mezclándose con los espectadores agrupados
en tarimas a ambos lados del salón.
Simplemente, un torneo interestelar de ajedrez, sistema suizo, veinticuatro series, que se
celebraba en el quinto planeta de la estrella 61 del Cisne en el año 5037 d. C., antiguo tiempo de
la Tierra.
Sin embargo, dentro de la mente de la muchacha estaba sonando un apagado timbre de alarma,
en los límites del área consciente.
Mientras que fuera, un débil zumbido lastimero en algún lugar impreciso del salón le recordaba
el de una avispa entre los maderos del enorme y oscuro establo detrás de la granja de Minnesota
donde se había criado. Se preguntó brevemente acerca de la vida de los insectos en 61 Cisne 5,
luego apartó a un lado aquella línea de pensamiento.
¡Primero lo primero!... Eso decía el timbre de alarma.
Miró a su alrededor en la casi vacía galería. En la cabecera de la rampa que descendía hasta el
salón había dos robots con una camilla y una enfermera de amarillo pico de un planeta de Tau
Ceti, que agitaba su rojo copete y encrespaba sus plumas bajo su uniforme blanco. La muchacha
casi sonrió... ¡El ajedrez no era un juego tan peligroso como todo eso! Sin embargo, cuando un
millar de corazones, algunos viejos, estaban latiendo bajo tensión...
Sólo sus verdes ojos se movieron cuando observó a los dos jugadores que no sólo parecían
humanos sino que procedían realmente de la Tierra..., un hombre y una mujer, uno de ellos
situado en el puesto treinta y siete, con posibilidades todavía de ganar algún dinero. Sintió una
llamita de simpatía, pero instantáneamente la extinguió.
Una agente de las Serpientes nunca debía sentir simpatía.
Su nervioso tabaleo se hizo más rápido mientras rebuscaba en su metódica mente la causa de su
alarma. No parecía estar relacionada con ninguna de las silenciosas y furiosamente pensativas
criaturas, humanoides o inhumanas.
¿Podía estar relacionada con el propio juego del ajedrez? Con la llegada del vuelo estelar, se
había descubierto que el ajedrez existía con reglas casi idénticas en al menos la mitad de todos
los planetas inteligentes, difundido por olvidados comerciantes estelares quizá. Había algo acerca
de uno de los movimientos del ajedrez...
Bajo su uniforme y su ropa interior, entre sus pechos, notó el caminar de una araña grande. No
había ningún error en aquellos rápidos y picoteantes pasitos sobre su desnuda piel.
No hizo ningún movimiento. Los picoteantes pasitos eran pulsaciones en una estrecha placa
metálica apretada contra aquella sensitiva zona de su cuerpo..., pulsaciones que advertían de la
aproximación del cuerpo o la proyección de un amigo, un neutral, un desconocido o —en este
caso— un enemigo.
Era un dispositivo bastante común. Por eso mismo, el ser que se acercaba a ella sintió también el
escamoso deslizarse de una serpiente muy arriba, en la parte interior de su muslo, y reaccionó tan
poco como ella.
La muchacha cesó instantáneamente su tabaleo, aunque había sido silencioso y su otra mano
había ocultado sus dedos enguantados en negro. Mientras observaba en la pulida piel negra del
dorso de uno de sus guantes la casual aproximación del ser a lo largo de la barandilla dorada,
bostezó delicadamente y cubrió sus labios con el perfumado cuero fino del dorso de su otro
guante. Sabía
que era vulgar, pero le encantaba hacer eso a los agentes enemigos.
El hombre se detuvo a pocos centímetros de distancia. Parecía tener dos veces su edad, pero era
digno y de apariencia más joven. Su pelo, con mechones grises, estaba cortado muy corto sobre
su cráneo. Llevaba un severo uniforme negro con insignias plateadas, que eran asteriscos de ocho
puntas. Llevaba tres veces más condecoraciones de plata en su pecho que las de hierro pavonado
que exhibía ella. Para la mayor parte de las muchachas, su apariencia era la de un resplandeciente
caballero plateado.
Esta muchacha ignoró su presencia. El estudió sus hombros, su brillante pelo, luego apoyó
también los brazos en la barandilla dorada y miró hacia abajo, a los jugadores de ajedrez.
Hombre y muchacha tenían la misma altura.
—Las criaturas se estrujan el cerebro por un título vacío —murmuró—. Eso hace que me siente
deliciosamente indolente, Erica, hermana mía.
—Preferiría que no siguieras insistiendo en la similaridad de nuestros nombres de pila, coronel
Von Hohenwald —respondió ella suavemente.
Él se alzó de hombros.
—Erich von Hohenwald y Erica Weaver... Siempre me ha parecido una encantadora
coincidencia, esto... —le sonrió—, mayor. Cuando nos encontramos al aire libre, de uniforme, o
en una misión de paz, me parece a la vez agradable y cortés confraternizar. ¿O sonorizar?
¿Geschwisterize? No importa cuántas degollinas debamos realizar en la oscuridad el resto del
tiempo. ¿Qué te parece una copa?
—Entre Serpiente y Araña no puede haber nada excepto una tregua armada... —respondió ella
con energía, aunque suavemente y sin mirarle—, ¡con los ojos muy abiertos y el dedo en el
gatillo!
Las Arañas y las Serpientes eran las dos grandes facciones que luchaban secretamente en la
galaxia de la Vía Láctea. Luchaban en el tiempo, buscando cambiar el pasado y el futuro a su
favor, pero también luchaban en el espacio. La mayor parte de los planetas inteligentes estaban
infiltrados predominantemente por una u otra fuerza, aunque en algunos planetas, como la Tierra,
habían llegado a un equilibrio, y la Guerra Interminable era de lo más ardiente. 61 Cisne 5 era un
planeta neutral, parecido a una ciudad abierta. Como chantajistas vueltos respetables, Arañas y
Serpientes operaban abiertamente allí..., por un acuerdo mutuo en el que ningún lado confiaba en
realidad. Tras la máscara de la amistad, estaban compitiendo para ganarse esos planetas; en ellos
el asterisco plateado de las Arañas y la espiral negra de las Serpientes eran reconocidos,
respetados, y evitados.
Cada una de las facciones reclutaba agentes de todos los tiempos y razas..., agentes que
raramente conocían la identidad de otros agentes salvo unos pocos camaradas, un puñado de
subalternos y un oficial superior. Erica y Erich, aunque en bandos opuestos, habían sido
reclutados ambos en la Tierra del siglo XX. Era una experiencia común para un agente
encontrarse a cinco mil años o más en el futuro, o en el pasado. Algunos agentes odiaban su
trabajo, pero el castigo llegaba rápido al traidor o prófugo. Otros se enorgullecían de él.
—Teufelrod... ¡Eres realmente una astuta amazona asesina! —comentó el coronel Araña.
—Las amazonas se cortan el pecho derecho para ser capaces de tensar al máximo sus arcos —
dijo con voz llana la mayor Serpiente—. Yo haría lo mismo si...
—Pero..., ¡Gottsei dank!..., no tienes que hacerlo —interrumpió él—. Erica, ¡son magníficos! ¿Y
no se agitan ni lo más mínimo cuando mi insignia cruza entre ellos? Es ahí donde llevas tu placa
avisadora, ¿verdad?
—¡Espero que la tuya te muerda!
—¡No digas eso! —protestó él—. Entonces no sería capaz de apreciarte en lo que vales. Erica,
¿tienes que odiar las veinticuatro horas del día? Eso aún no ha estropeado tu belleza, en absoluto,
pero...
Tendió su mano llena de cicatrices hacia la enguantada mano de ella. Ella la apartó rápidamente
e hizo restallar con sequedad sus dedos, su rostro todavía inexpresivo y mirando hacia otro lado.
—¡Verdammt! —maldijo él suavemente, pero había placer en su voz—. Mi querida serpiente
verde con colmillos negros, eres demasiado seria para los tiempos de tregua. Para empezar,
llevas demasiadas medallas. Si yo fuera tú, arrojaría esa Orden Ofidia del Mérito. De hecho, si
no estuviéramos siendo observados, la arrancaría yo mismo.
—¿Y tú, con todo el peso que llevas en tu pecho? Simplemente inténtalo.
Hizo una profunda inspiración, el cuerpo relajado, las negras puntas de sus dedos suspendidas
sobre la dorada barandilla.
El otro miró de forma extraña, casi preocupado, el perfil de ella, y luego prosiguió, esta vez
burlonamente:
—Mi querida mayor, ¿cómo consigue una agitadora como tú..., una puritana, sí, pero también
una agitadora..., soportar esto sin volverse loca de aburrimiento? —Tendió los abiertos dedos de
una mano hacia el salón de abajo. Jugado a quince movimientos por hora, el ajedrez es un juego
lento. Ninguna pieza fue sujetada, por un tentáculo o por cualquier otro miembro, ningún botón
fue oprimido mientras los dedos del coronel permanecieron allí, extendidos—. ¡Y seguirá así
durante un mes! —terminó. Entonces su voz se volvió deliberadamente sardónica—. Para
aliviarte un poco, ¿quizá visitas de tanto en tanto el Salón Rosa, donde se está celebrando el gran
torneo de bridge? ¿O quizá renuevas tu paciencia en el Salón Negro, donde juegan
interminablemente ese peculiar e intrincado backgammon centauriano?
—No me gusta el bridge, apenas soporto el ajedrez, desprecio el backgammon—mintió
llanamente ella.
Estaba buscando todavía el pensamiento acerca del ajedrez que la llegada del hombre —¿sólo
una coincidencia?— había echado a un lado.
—Quizá estás yendo demasiado lejos al infravalorar los juegos —dijo él, aparentemente
desechando todos los sentimientos y poniéndose filosófico—. Empezando con nuestro propio
planeta y tiempo de reclutamiento, ¿quién puede decir cuánto tuvo que ver la pasión compartida
hacia el ajedrez en curar las diferencias entre Rusia y Occidente, o cuánto tiempo mantuvo la
mentalidad del whist y el bridge a los británicos..., o lo que hizo el k'ta'hra por Alfa del Centauro
Dos?
Ella se alzó, dejó caer los hombros. El timbre de alarma seguía sonando aún débilmente. Debía
buscar de nuevo, cuidadosamente, antes de que el elusivo pensamiento se hundiera para siempre
en su subconsciente profundo.
Y la avispa seguía zumbando aún débilmente por algún sitio, como prosiguiendo una
interminable búsqueda.
El coronel enemigo prosiguió con su discurso:
—Los juegos que se están celebrando en los tres torneos aquí en Sesenta y uno Cisne Cinco
representan los tres tipos básicos descubiertos en el universo conocido. En primer lugar, los
juegos de pista, como el backgammon, el k'ta'hra, el parchís, el dominó y una monstruosidad
financiera norteamericana que recuerdo se llamaba Monopoly. En esos juegos hay una pista o
sendero unidimensional a lo largo del cual se mueven las piezas de acuerdo con las tiradas de
unos dados o sus equivalentes. No importa las curvas e incluso nudos que tracen esas pistas,
siguen siendo unidimensionales.
»Segundo, están los juegos de tablero, como el ajedrez, las damas, y el jetan marciano...,
bidimensionales.
Erica, frunciendo ligeramente el ceño, interrumpió:
—Es extraño que la mayoría de los planetas inteligentes se hayan aficionado principalmente a los
juegos de tablero o a los juegos de pista. En la mayoría de los planetas donde florece el ajedrez,
el k'ta'hra languidece. Y viceversa. Me pregunto por qué.
Él se alzó de hombros.
—Finalmente —dijo—, están los juegos de cartas, donde el elemento esencial es el tanto oculto,
la pieza de valor desconocido, que puede ser una carta, un huevo barnardiano sobre goznes o una
ficha mah-jong de bambú y marfil. Whist, pinacle, skat, y el emperador de todos ellos, el bridge
contrato.
»Luego están los tipos mixtos. El cribbage une en cierto sentido el juego de cartas con el juego
de pista; y recuerdo uno llamado Espía..., nuestro juego, ¿eh?..., en el cual unas piezas de valor
desconocido son movidas sobre un tablero. Pero en su conjunto...
En aquel instante el lastimero zumbido se hizo más fuerte. Y más fuerte.
Avanzando directamente hacia Erica a través del salón, aumentando a cada instante su velocidad,
había lo que podía ser clasificado como una avispa más bien grande.
El coronel Araña sujetó a la muchacha, pero ella se había apartado ya como una serpiente,
alejándose de él e inclinándose junto a la barandilla.
El insecto modificó su rumbo, dirigiéndose aún directamente hacia ella.
Una pistola plana y gris, sacada de un bolsillo de su cadera derecha, apareció en la mano de ella.
Disparó.
No hubo ningún sonido, pero el insecto giró bruscamente mientras el fino rayo inercial fallaba
por un centímetro. Zumbó entre ellos junto a la barandilla dorada.
El coronel había sacado su propia pistola. Apuntó y disparó.
El insecto se desvió hacia abajo, golpeando contra el suelo brillantemente embaldosado de rojo y
oro.
Hubo un seco y explosivo ¡fist! Un cegador estilete azul de llamas de unos treinta centímetros de
alto brotó hacia arriba.
Luego sólo quedó una humeante y estrecha muesca en las brillantes baldosas. Mirando por
encima de ella, los ojos de Erica se encontraron con los de su adversario por primera vez.
—Un misil asesino —dijo con voz llana.
—Eso es evidente —admitió él—. Con carga explosiva.
Desde el salón de abajo llegó un murmullo de preguntas y siseos..., guturales y sibilantes,
musicales y átonos. Figuras inhumanas vestidas de oscuro empezaban a subir la rampa.
—Y orientado hacia mí —dijo ella. —Intenté apartarte de su curso—dijo él.
—O mantenerme en él hasta que hiciera impacto. Mi carne hubiera ahogado la explosión y la
llama. Luego tu falsa enfermera y los camilleros...
Miró a su alrededor. Los dos robots y la mujer—pájaro habían desaparecido.
Las oscuras figuras que habían subido la rampa se dirigían hacia ellos.
—Puedo explicar... —empezó el coronel.
—¡Puedes explicarles esta explosión a los oficiales del torneo!
Pasó a largas zancadas entre los brazos de una figura de muchos miembros procedente de Wolf I,
con una placa dorada de identificación, que intentaba detenerla, llegó al ascensor exprés, pulsó el
botón del Piso 88, y saltó al vacío pozo.
El campó, la recogió y la lanzó hacia arriba. A través de la transparente parte trasera del pozo
tuvo fugaces atisbos de un mar escarlata y una tierra amarilla entre las formas imprecisas que
debían de ser pasajeros descendiendo. En el Piso 43 hubo una sacudida. «¿Qué ataca ahora? —se
preguntó—. ¿Un ciempiés aferrándose a mi espalda?» Pero el cibernador del campo solucionó
rápidamente el asomo de atasco.
En el 88 saltó fuera. Su puerta—espía murmuró: «Todo libre», así que no registró la habitación
con su convencional cama, tocador, microvisor, y TVfono con sus colgantes brazos energéticos
de metal acolchado utilizados para señales de comprobación a larga distancia, apretones de
manos y todo lo demás.
Se dirigió al cuarto de baño, quitándose su uniforme por el camino. Su Orden Ofidia del Mérito
atrajo su atención. La uña de su dedo pulgar abolló el negro metal. Era una plancha muy delgada,
evidentemente, y con toda seguridad contenía el dispositivo electrónico hacia el cual había sido
orientado el misil asesino. ¿Cuándo habría sido instalado?... ¿Y por qué Ven Hohenwald
había...? Echó a un lado aquella especulación.
Giró el mando de la ducha a «muy caliente» y dudó. Luego, con un alzamiento de hombros, se
llevó las manos a la nuca y soltó la delgada cinta que sostenía su placa avisadora, limpió
rápidamente la placa y la cinta con agua de colonia, y la colgó en el toallero.
En el momento mismo en que la limpiadora lluvia tropical la golpeaba, aclarando su mente, el
pensamiento acerca del ajedrez que había estado persiguiendo brotó tan claro como el cristal.
Al instante siguiente el cuarto de baño se llenó con la destellante luz al ritmo de punto—punto—
raya del habitual código de identificación Serpiente. Era la luz de llamada del TVfono, que ella
había graduado a «máxima intensidad».
Corrió ansiosamente hacia allí. Esta vez su informe iba a tumbarles de espaldas. Conectó la voz
y—después de echar una mirada a su chorreante desnudez— solamente la imagen de receptor—
a—llamador. Ella podía ver, pero no ser vista.
Con la transmisión holográfica, la pantalla de televisión era como una ventana a otra habitación.
El rostro lleno de cicatrices de Erich von Hohenwald la miró desde ella.
Se maldijo a sí misma por su no regular acción de haberse quitado la placa avisadora.
—¿Cómo has conseguido nuestro código de identificación? —preguntó.
Él sonrió, no exactamente a ella.
—Un estetoscopio contra la barandilla dorada, a unos treinta metros de distancia. Cometiste un
desliz, mayor. Lamento interrumpir tu baño..., es una ducha lo que oigo, ¿verdad?..., pero...
Dos de los tres colgantes brazos energéticos se pusieron rígidos de pronto, se agitaron
ciegamente hacia los lados, tropezaron con sus muñecas y las apresaron. El tercero tanteó en
busca del botón que conectaba la visión llamador—a—receptor.
Sin hacer una pausa para maldecirse esta vez, ella lanzó un pie hacia delante y pateó el botón de
energía de los brazos, apagándolo. Colgaron inertes.
Frotándose las muñecas y contemplando el agua que chorreaba sobre la lujosa moqueta, sonrió
con cierta suficiencia y dijo:
—Me alegro de que llamaras, coronel. Acabo de tener una idea que querría compartir contigo.
Has estado hablando de juegos básicos. Bien, el ajedrez es claramente una tela de araña con hilos
que se entrecruzan... El objeto del juego es perseguir e inmovilizar al rey enemigo, del mismo
modo que una araña paraliza a su víctima y a veces la envuelve con su seda. Pero está el saltador;
el caballo, la pieza más característica del ajedrez, puede efectuar exactamente ocho movimientos
torcidos cuando dispone de casillas libres..., el número de las torcidas patas de una araña, ¡y
también de sus ojos! Eso sugiere que todos los planetas jugadores de ajedrez se hallan infiltrados
por las Arañas desde hace mucho tiempo. Sugiere también que todos los jugadores de ajedrez
que hay aquí en el torneo son Arañas..., tu batallón de choque para apoderarse de Sesenta y uno
Cisne Cinco.
El coronel Von Hohenwald suspiró.
—Temía que lo captaras, querida —dijo suavemente—. Acabas de firmar tu orden de secuestro.
Aún puedes ser capaz de advertir a tu cuartel general, pero antes de que puedan acudir en tu
ayuda, este planeta estará en nuestras manos. —De pronto frunció el ceño—. Pero ¿por qué me
has dicho eso, Erica? Si pretendes engañarme...
—Te lo he dicho —erijo ella sonriendo— porque deseaba que supieras que tu complot no sirve
para nada... ¡y que mi lado ha tomado ya medidas preventivas! Nosotros también hemos hecho
un torcido movimiento de caballo. ¿No se te ha ocurrido nunca pensar en el significado de los
juegos de pista, coronel? El sendero unidimensional, retorciéndose sinuoso, es obvio que
simboliza a la serpiente. Las piezas son los pequeños bichos y animales que la serpiente ha
engullido. En cuanto al dado, bien, uno de los lanzamientos es llamado Ojos de Serpiente. De
modo que puedes estar seguro de que todos los jugadores de k'ta'hra que hay aquí son Serpientes,
listas para contrarrestar cualquier intento Araña de apoderarse de Sesenta y uno Cisne Cinco.
El coronel abrió enormemente la boca.
—¡Así que vosotras, malditas Serpientes, estabais conspirando para apoderaros también del
planeta! Tengo que comprobar eso. Si estás mintiendo... Pero aunque estés mintiendo, me veo
obligado a admitirlo, mayor Weaver, ése es el más sutil farol improvisado que jamás me han
lanzado a la cara.
Dudó un momento, y luego alzó su mano en un gesto restallante hasta el borde de su corto pelo,
en un saludo de felicitación.
Ella sonrió. Ahora que lo había reducido a su tamaño real, podía ver que era un hombre muy
agraciado. Y había hecho todo lo posible por advertirla acerca del misil, allá abajo.
—No es ningún farol, coronel —dijo—. Y debo admitir que esta vez tanto tú como yo,
enemigos, hemos trabajado juntos para conseguir estas... tablas.
Mientras decía eso, encontró su negligée negro de encaje y se lo puso apretadamente sobre su
mojado cuerpo. Entonces avanzó hacia la televisión y conectó la visión llamador—a—receptor.
Él le dirigió una sonrisa, un poco estúpida, pensó. Un toque de decepción, un toque de
apreciativo deleite.
Ella enderezó los hombros, alzó en un gesto restallante la mano... hasta la nariz, y le hizo un
gesto de burla con el pulgar.
FIN
Título original: Knight to Move © 1965.
Aparecido en The Book of Fritz Leiber, Fritz Leiber © 1974.
Publicado en Crónicas del gran tiempo.
Traducción de Domingo Santos.
Edición digital de Carlos Palazón. Octubre de 2002.