Capablanca entrevistado en 1939
Edward Winter
A continuación presentamos la traducción de una entrevista con Capablanca publicada en la
revista de Buenos Aires El Gráfico, 1939 y reimpresa en las páginas 103-107 de Homenaje a
Capablanca (La Habana, 1943):
„Entre los valores nuevos hay dos que presentan más acentuados perfiles de gran maestro
que los otros: Botwinnik y, en un plano secundario, Keres. También Alekhine, por cierto;
pero él no es nuevo; es viejo como yo. Keres juega admirablemente bien; enorme su
fantasía y fogosa su imaginación. Pero su juicio es vacilante. No siempre sabe con
precisión si la partida que tiene delante está ganada, perdida o es tablas; y cuando está
ganada, hay veces que tampoco sabe con certeza por donde y como se gana. Entonces,
explicablemente vacila y escoge sus planes más que por un juicio que no ha llegado a
formarse, por temperamento. Y ya es una falla reemplazar, en determinados momentos de
la partida, el juicio por los impulsos instintivos – agresivos en Keres, defensivos en otros –
que surgen del temperamento. En la partida altamente instructiva que jugamos los dos, en
el Torneo de las Naciones que terminó en esta bella ciudad hace un mes, yo le ofrecí tablas
porque no había forma humana de ganarla, ni por él ni por mí. No me acepto entonces,
para aceptármela tan solo seis jugadas después. ¿Cómo seis jugadas antes no había
percibido, con la misma claridad que yo, la imposibilidad de forzar el juego? No es posible
creer que Keres pretendiera ganarme una partida rematadamente tablas, la única
explicación es que su razonamiento no había cristalizado aun en un juicio concreto; que,
para decirlo siempre con la misma palabra, vacilaba. ... Contra Eliskases, también en este
torneo, Keres debió escoger entre dar tablas un final de torres completamente equilibrado o
bien forzarlo con una peregrina excursión de su rey. Se decidió por esto último y perdió.
¿Por qué? Porque, en un terreno en que las previsiones visuales no alcanzan, en que es
menester la certeza de juicio. Keres no está aun definitivamente formado.
El viejo Lasker, en cambio asombraba por la seguridad de su criterio. Miraba un rato la
posición que se le sometía y rápidamente, sin perder demasiado tiempo en analizar,
afirmaba: “Están mejor las blancas” o “están mejor las negras” o “es tablas” y no se
equivocaba.
Es difícil opinar de sí propio. Sin embargo, la opinión general de los maestros, es que la
precisión y la rapidez de mis juicios ajedrecísticos, eran todavía superiores a las de Lasker.
Y en ajedrez se puede perder con la edad la fuerza y la amplitud de la visión, la seguridad
en el orden de las jugadas, la resistencia a la fatiga, etc., pero no se pierde el criterio,
supongo que lo mantengo todavía... El criterio, el juicio exacto de la posición, la visión de
conjunto de cada maniobra en la interdependencia de sus engranajes, es lo que caracteriza
a un gran maestro. No es cuestión de que un gran maestro de ajedrez vea jugadas aisladas
así sean muchas, no es cuestión de que sepa construir un mate, que todo eso se da por
descontado. Es cuestión de que tenga ideas y de que esas ideas sean exactas y precisas; que
cuando a uno le presentan una posición cualquiera no se ande, por las ramas; que diga sin
vacilar: “Esto se gana y se gana maniobrando por tal lado, de esta manera y en esta
forma”. Recuerdo que durante el torneo de Moscow de 1925 – Tartakower refiere este
hecho a menudo – hacía tres horas que varios ajedrecistas célebres estudiaban una posición
determinada y no llegaban a una conclusión. Yo pasaba en ese momento y requirieron mi
opinión. No dudé un segundo: “Esto – les dije – se gana; y se gana así y así”. Y no me
equivocaba.
Ese saber de lo que se tiene entre manos, ese conocimiento del oficio, es lo que, con
excepción de Botwinnik y en menor grado, de Keres, no observo en los demás ajedrecistas
jóvenes, aunque muchos de ellos brillen por su memoria, su fantasía, su voluntad de
triunfo y otras condiciones igualmente estimables. Cuando, por ejemplo, cotejo sus
partidas – algunas muy bonitas – con las del viejo Lasker, la diferencia salta a la vista.
Lasker, además de conocer profundamente el ajedrez, era un luchador. Su primera obra
ajedrecística la tituló “Der Kampf” (“La Lucha”). Es un hombre de mil recursos frente al
tablero. No se me borra de la imaginación la impresión que me produjo una de sus partidas
contra su eternamente superado rival, el Dr. Tarrasch. Lasker nunca siguió con excesiva
atención los estudios teóricos del doctor Tarrasch, su compatriota, primero, porque era un
ajedrecista fundamentalmente practico, y después, porque no asignaba a esos estudios más
importancia que las limitadas que encierran. Sin embargo, cierta vez cayó en una posición
inferior a que le indujo Tarrasch, y se halló de pronto a merced de su rival. Entonces fue
cuando entro a actuar el luchador que había en el espíritu de Lasker. En lugar de hacer la
jugada adocenada que se le hubiera ocurrido a cualquier otro maestro, y con lo cual, más
tarde o más temprano, hubiese perdido o – difícilmente – hecho tablas, Lasker sacrifico un
peón. ¡Pero que sacrificio! No he visto uno igual en ninguna partida moderna. Era
imposible saber si convenía aceptarlo o rehusarlo. Como suele decirse, “hizo vibrar el
tablero”. ... He aquí las “extravagancias” del viejo profesor de filosofía y matemáticas de
la Universidad de Breslau, que sorprendía a sus adversarios. La consecuencia fue, que a las
pocas movidas quién tenía mejor juego no era Tarrasch sino Lasker. Esa partida refleja,
para quien sabe ajedrez, la calidad extraordinaria que atesora como maestro, aun hoy día el
septuagenario glorioso, el Dr. Emmanuel Lasker, campeón mundial durante veinticinco
años.
[Pregunta del entrevistador: Pero maestro: si usted le arrebató el campeonato del mundo
al Dr. Lasker, cuando el gran berlinés se hallaba en la plenitud de su fuerza; y si los
ajedrecistas modernos son, según su opinión, netamente inferiores a Lasker, ¿cómo
explica que varios de ellos le hayan precedido a usted en repetidos torneos
internacionales? ¿Cómo explica su séptimo puesto en el torneo AVRO de Holanda?]
En el torneo AVRO jugué en condiciones físicas absolutamente anormales. Aunque no
estoy al tanto de la bibliografía ajedrecística, planteé bien todas mis partidas por la sencilla
razón de que tengo criterio. Pero transcurridas las tres primeras horas de juego, sentía mi
cabeza hecha un bombo. Me era imposible reflexionar ni coordinar ideas. A Fine le tuve
las dos partidas ganadas; a Alekhine le debí ganar una partida; a Keres, otra, merced a una
posición ventajosa que elaboré a conciencia, y así por el estilo. Pero en el momento de
transformar mi ventaja en triunfo percibía que mi cabeza no marchaba y ya no seguía
jugando con el cerebro sino con las manos. A pesar del frio cortante que partía el
noviembre holandés, yo hundía mi cabeza congestionada en agua helada para despejarme,
bien que sin resultado. ... Así, jugando como un autómata después de la tercera hora,
dispute el torneo de AVRO son explicables, pues, cuantas veces omití ganar en el mismo.
Si esta impotencia intelectual hubiera derivado de una falla cerebral, me habría retirado del
tablero. Capablanca hubiera dicho adiós al juego del que fue campeón y cuyo cetro aspira
a reconquistar. Pero el cerebro, por fortuna, anda todavía bien. Mis ausencias mentales se
debieron a una muy alta tensión arterial y a desórdenes circulatorios conexos que no
empanaban la claridad de juicio. Es curioso que empezase a advertir esos desórdenes
precisamente en 1936, año en que mis actuaciones fueron superiores a las de los demás
maestros. En ese año gané el torneo de Moscow delante de Botwinnik, Flohr, Ragosin,
Lasker, etc., un mes después compartí el primer puesto del de Nottinghan con Botwinnik
aventajando a Euwe, Reshewsky, Fine, Alekhine, Flohr, Lasker... Y, sin embargo, a pesar
de los éxitos citados, yo me sentía flojo. Al suspender mi última partida de Nottingham
contra Bogoljubow -que necesitaba ganar para desprenderme de Botwinnik y ocupar solo
el primer puesto- la analicé un rato y llegué a la conclusión de que, salvo que mi
adversario hubiera sellado bajo sobre determinada jugada, en cuyo caso la partida seria
tablas, en todos los demás yo debía ganar. Al reanudarse la lucha, se abre el sobre de
Bogoljubow. Este no había sellado la jugada precisa, la única que hacía tablas, sino otra.
Pero yo me olvido de todos mis análisis que había practicado momentos antes,
absolutamente de todos, como si una esponja hubiera absorbido mis ideas, y convencido –
todavía no me explico por qué – de que la partida era tablas de cualquier manera, maniobré
apagadamente para tablas en una posición ganada.
No estuvieron acertados los primeros médicos a quienes consulté acerca de estos claros
que bruscamente se producían en mi cerebro, pero ahora facultativos más felices ya han
localizado la causa: la tensión arterial. Me han sometido a un régimen de leche, frutas y
verduras, que ha bajado moderadamente esa tensión y digo “moderadamente” porque a las
arterias sometidas a una determinada presión no se les puede disminuir de golpe esa
presión sin que el remedio sea peor que la enfermedad…
Ahora, con una tensión más baja, me siento físicamente mucho mejor. No soy el
Capablanca de 1918 (a los treinta años de edad que ya se fueron), en mi concepto aún más
lúcidos y eficaz sobre el tablero que el Capablanca de 1921, que ganó el campeonato del
mundo; pero advierto que mi cerebro funciona con muy aceptable regularidad. Poseedor
de esa regularidad relativa y de mi certero juicio ajedrecístico de siempre, me siento capaz
de luchar contra ajedrecistas jóvenes, que todavía no han llegado a la perfección de
razonamiento que nos caracterizan a Lasker y a mí, y de vencerlos. Prueba de ella es mi
actuación en el turno final del Torneo de las Naciones en el que, sin distinción de nombres,
jugué mejor que cualquiera otro. No estuve perdido en ninguna partida y si bien deje de
forzar algunas porque ningún interés personal justificaba un largo esfuerzo, gané en
cambio otras en forma muy discreta.‟