Payro, Roberto J Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira

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Divertidas aventuras del nieto de Juan

Moreira

Roberto J. Payró


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Roberto J. Payró

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Índice


Primera parte

- I -
- II -
- III -
- IV -
- V -
- VI -
- VII -
- VIII -
- IX -
- X -
- XI -
- XII -
- XIII -
- XIV -
- XV -
- XVI -
- XVII –
- XVIII –

Segunda parte

- I -
- II -
- III -
- V -
- VI -
- VII -
- VIII -
- IX -
- X -
- XI -
- XII -
- XIII -
- XIV –


Tercera parte

- I -
- II -
- III -
- IV -
- V -
- VI -
- VII -
- VIII -
- IX -
- X -
- XI -
- XII -
- XIII -
- XIV -
- XV -





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- I -


Nací a la política, al amor y al éxito, en un pueblo remoto de provincia, muy

considerable según el padrón electoral, aunque tuviera escasos vecinos, pobre comercio,
indigente sociabilidad, nada de industria y lo demás en proporción. El clima benigno, el
cielo siempre azul, el sol radiante, la tierra fertilísima, no habían bastado, como se
comprenderá, para conquistarle aquella preeminencia. Era menester otra cosa. Y los
«dirigentes» de Los Sunchos, al levantarse el último censo, por arte de birlibirloque habían
dotado al departamento con una importante masa de sufragios -mayor que el natural-, para
procurarle decisiva representación en la Legislatura de la provincia, directa participación en
el gobierno autónomo, voz y voto delegados en el Congreso Nacional y, por ende,
influencia eficaz en la dirección del país. Escrutando las causas y los efectos, no me cabe
duda de que los sunchalenses confiaban más en sus propias luces y patriotismo que en el
patriotismo y las luces del resto de nuestros compatriotas y de que se esforzaban por
gobernar con espíritu puramente altruista. El hecho es que, siendo cuatro gatos, como suele
decirse, alcanzaban tácita o manifiesta ingerencia en el manejo de la res pública. Pero esto,
que puede parecer una de tantas incongruencias de nuestra democracia incipiente, no es
divertido y no hace tampoco al caso.

Lo que sí hace y quizá resulte divertido es que mi padre fuera uno de los susodichos

dirigentes, quizá el de ascendiente mayor en el departamento, y que mi aristocrática cuna
me diera -como en realidad me dio- vara alta en aquel pueblo manso y feliz, holgazán bajo
el sol de fuego, soñador bajo el cielo sin nubes, cebado en medio de la pródiga naturaleza.
Hoy me parece que hasta el aire de Los Sunchos era alimenticio y que bastaba masticarlo al
respirar para mantener y aun acrecentar las fuerzas: milagro de mi país, donde,
virtualmente, todavía se encuentran pepitas de oro en medio de la calle.

Desde chicuelo era yo, Mauricio Gómez Herrera, el niño mimado de vigilantes, peones,

gente del pueblo y empleados públicos de menor cuantía, quienes me enseñaron
pacientemente a montar a caballo, vistear, tirar la taba, fumar y beber. Mi capricho era ley
para todos aquellos buenos paisanos, en especial para el populacho, los subalternos y los
humildes amigos o paniaguados de las autoridades; y cuando algún opositor, víctima de mis
bromas, que solían ser pesadas, se quejaba a mis padres, nunca me faltó defensa o excusa, y
si bien ambos prometían a veces reprenderme o castigarme, la verdad es que -especialmente
el «viejo»- no hacían sino reírse de mis gracias.

Y aquí debo confesar que yo era, en efecto, un niño gracioso si se me consideraba en lo

físico. Tengo por ahí arrumbada cierta fotografía amarillenta y borrosa que me sacó un
fotógrafo trashumante al cumplir mis cinco años, y aparte la ridícula vestimenta de
lugareño y el aire cortado y temeroso, la verdad es que mi efigie puede considerarse la de
un lindísimo muchacho, de grandes ojos claros y serenos, frente espaciosa, cabello rubio
naturalmente rizado, boca bien dibujada, en forma de arco de Cupido, y barbilla redonda y
modelada, con su hoyuelo en el medio, como la de un Apolo infante. En la adolescencia y
en la juventud fui lo que mi niñez prometía, todo un buen mozo, de belleza un tanto

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femenil, pese a mi poblado bigote, mi porte altivo, mi clara mirada, tan resuelta y firme; y
estos dotes de la naturaleza me procuraron siempre, hasta en épocas de madurez... Pero no
adelantemos los acontecimientos...

Tenía yo por aquel entonces un carácter de todos los demonios que, según me parece,

la edad y la experiencia han modificado y mejorado mucho, especialmente en las
exteriorizaciones. Nada podía torcer mi voluntad, nadie lograba imponérseme, y todos los
medios me eran buenos para satisfacer mis caprichos. Gran cualidad. Recomiendo a los
padres de familia deseosos de ver el triunfo de su prole que la fomenten en sus hijos,
renunciando, como a cosa inútil y perjudicial, a la tan preconizada disciplina de la
educación, que sólo servirá para crearles luego graves y quizá insuperables dificultades en
la vida. Estudien mi ejemplo, sobre el que nunca insistiré bastante: desde niño he logrado,
detalle más, detalle menos, todo cuanto soñaba o quería, porque nunca me detuvo ningún
falso escrúpulo, ninguna regla arbitraria de moral, como ninguna preocupación melindrosa,
ningún juicio ajeno. Así, cuando una criada o un peón me eran molestos o antipáticos,
espiaba todos sus pasos, acciones, palabras y aun pensamientos, hasta encontrarlos en falta
y poder acusarlos ante el tribunal casero, o -no hallando hechos reales- imaginaba y
revelaba hechos verosímiles, valiéndome de las circunstancias y las apariencias paciente y
sutilmente estudiadas. ¡Y cuántas veces habrá sido profunda e ignorada verdad lo que yo
mismo creía dudoso por falta de otras pruebas que la inducción y la deducción instintivas!

Pero esto era sólo una complicación poco evidente -para descubrirla he debido forzar el

análisis- de mi carácter que, si bien obstinado y astuto, era, sobre todo -extraña antinomia
aparente-, exaltado y violento, como irreflexivo y de primer impulso, lo que me permitía
tomar por asalto cuanto con un golpe de mano podía conseguirse. Y como en el arrebato de
mi cólera llegaba fácilmente a usar de los puños, los pies, las uñas y los dientes, natural era
que en el ataque o en la batalla con el criado u otro adversario eventual resultara yo con
alguna marca, contusión o rasguño que ellos no me habían inferido quizá, pero que,
dándome el triunfo en la misma derrota, bastaba y aun sobraba como prueba de la ajena
barbarie, y hacía recaer sobre el enemigo todas las iras paternas:

-¡Pobre muchacho! ¡Miren cómo me lo han puesto! ¡Es una verdadera atrocidad!...
Y tras de mis arañones, puntapiés, cachetadas y mordiscos, llovían sobre el antagonista

los puñetazos de mi padre, hombre de malas pulgas, extraordinario vigor, destreza
envidiable y amén de esto grande autoridad.

¿Quién se atrevía con el árbitro de Los Sunchos? ¿Quién no cejaba ante el brillo de sus

ojos de acero, que relampagueaban en la sombra de sus espesas cejas, como intensificados
por su gran nariz ganchuda, por su grueso bigote cano, por su perilla que en ocasiones
parecía adelantarse como la punta de un arma?

Vivíamos con grandeza -naturalmente en la relatividad aldeana, que no da pretexto a

los lujos desmedidos-, y «Tatita» gastaba cuanto ganaba o un poco más, pues a su muerte
sólo heredé la chacra paterna, gravada con una crecida hipoteca que hacían más molesta
algunas otras deudas menores. Sí; sólo teníamos una chacra, pero hay que explicarse: era
una vasta posesión de cuatrocientas varas de frente por otras tantas de fondo, y estaba
enclavada casi en el mismo centro del pueblo. Su cerco, en parte de adobe, en parte de pita,
cinacina, y talas, interceptaba las calles de Libertad, Tunes y Cadilla, que corrían de Norte a
Sud, y las de Santo Domingo, Avellaneda y Pampa, de Este a Oeste. Los cuatro grandes
frentes daban sobre San Martín, Constitución, Blandengues y Monteagudo. Nuestra casa
ocupaba la esquina de las calles San Martín y Constitución, la más próxima a la plaza y los

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edificios públicos, y era una amplia construcción de un solo piso, a lo largo de la cual corría
una columnata de pilares delgados, sosteniendo un ancho alero. En ella habitábamos
nosotros solos, pues las cocinas, cocheras, dependencias y cuartos de la servidumbre
formaban cuerpo aparte, cuadrando una especie de patio en que Mamita cultivaba algunas
flores y Tatita criaba sus gallos. En el resto de la chacra había algunos montecillos de
árboles frutales, un poco de alfalfa, un chiquero, un gallinero, y varios potreros para los
caballos y las dos vacas lecheras. Tengo idea de que alguna vez se plantaron hortalizas en
un rincón de la chacra, pero en todo caso no fue siempre, ni siquiera con frecuencia, sin
duda para no desdecir mucho del indolente carácter criollo que en aquel tiempo consideraba
«cosa de gringos» ordeñar las vacas y comer legumbres. Con todo, nuestra casa era un
palacio y nuestra chacra un vergel, comparadas con las demás mansiones señoriales de Los
Sunchos, y nuestras costumbres de familia tenían un sello aristocrático que más de una vez
envenenó las malas lenguas del pueblo, que zumbaban como avispas irritadas, aunque a
respetable distancia de los oídos de Tatita. Esta especie de refinamiento, cada vez más
borroso, se explica naturalmente: mi padre pertenecía a una de las familias más viejas del
país, una familia patricia radicada en Buenos Aires desde la guerra de la Independencia,
vinculada a la alta sociedad y dueña de una respetable fortuna que varias ramas conservan
todavía. Menos previsor o más atrevido que sus parientes, mi padre se arruinó -ignoro cómo
y no me importa saberlo-, salió a correr tierras en busca de mejor suerte y fue a varar en
Los Sunchos, llevando hasta allí algunos de sus antiguos hábitos y aficiones.

No se ocupaba más que de la política activa y de la tramitación de toda clase de asuntos

ante las autoridades municipales y provinciales.

Intendente y presidente de la Municipalidad, en varias administraciones, había acabado

por negarse a ocupar puesto oficial alguno, conservando sin embargo, meticulosamente, su
influencia y su prestigio: desde afuera manejaba mejor sus negocios, sin dar que hablar, y
siempre era él quien decidía en las contiendas electorales, y otras, como supremo caudillo
del pueblo. Cuando no se iba a la capital de la provincia, llevado por sus asuntos propios o
ajenos -en calidad de intermediario-, pasaba el día entero en el café, en la «cancha» de
carreras o de pelota, en el billar o la sala de juego del Club del Progreso, o de visita en casa
de alguna comadre. Tenía muchas comadres, y Mamá hablaba de ellas con cierto retintín y
a veces hasta colérica, cosa extraña en una mujer tan buena, que era la mansedumbre en
persona. Tatita solía mostrarse emprendedor. A él se debe, entre otros grandes adelantos de
Los Sunchos, la fundación del Hipódromo que acabó con las canchas derechas y de
andarivel, e hizo también para las riñas de gallos un verdadero circo en miniatura. Leía los
periódicos de la capital de la provincia, que le llegaban tres veces por semana, y gracias a
esto, a su copiosa correspondencia epistolar y a las noticias de los pocos viajeros y de
Isabel Contreras, el mayoral de la galera de Los Sunchos, estaba siempre al corriente de lo
que sucedía y de lo que iba a suceder, sirviéndole para prever esto último su peculiar olfato
y su larga experiencia política, acopiada en años enteros de intrigas y de revueltas. La
inmensa utilidad práctica de esta clase de información fue sin duda lo que le hizo
mandarme a la escuela, no con la mira de hacer de mí un sabio, sino con la plausible
intención de proveerme de una herramienta preciosa para después.

Esto ocurrió pasados ya mis nueve años, puede también que los diez.
Mi ingreso en la escuela fue como una catástrofe que abriera un paréntesis en mi vida

de vagancia y holgazanería, y luego como una tortura momentánea sí, pero muy dolorosa,
tanto más cuanto que, si aprendí a leer, fue gracias a mi santa madre, cuya inagotable

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paciencia supo aprovechar todos mis fugitivos instantes de docilidad, y cuya bondad tímida
y enfermiza premiaba cada pequeño esfuerzo mío tan espléndidamente como si fuera una
acción heroica. Me parece verla todavía, siempre de negro, oprimida en un vestido muy
liso, pálida bajo sus bandós castaño oscuro, hablando con voz lenta y suave y sonriendo
casi dolorosamente, a fuerza de ternura.

Mucho le costaron las primeras lecciones, como le costó hacerme ir a misa a

inculcarme ciertas doctrinas de un vago catolicismo, algo supersticioso, por mi inquietud
indómita; pero a poco cedí y me plegué, más que todo, interesado por los cuentos de las
viejas sirvientas y los aún más maravillosos de una costurerita española, jorobada, que
decía a cada paso «interín», que estaba siempre en los rincones oscuros, y en quien creía yo
ver la encarnación de un diablillo entretenido y amistoso o de una bruja momentáneamente
inofensiva. «Interín» me contaban las unas las hazañas de Pedro Urdemalas (Rimales,
decían ellas), y la otra los amores de Beldad y la Bestia, o las terribles aventuras del Gato,
el Ujier y el Esqueleto, leídas en un tomo trunco de Alejandro Dumas, mi naciente
raciocinio me decía que mucho más interesante sería contarme aquello a mí mismo, todas
las veces que quisiera y en cuanto se me antojara, ampliado y embellecido con los detalles
en que sin duda abundaría la letra menudita y cabalística de los libros. Y aprendí a leer,
rápidamente, en suma, buscando la emancipación, tratando de conquistar la independencia.



- II -


Acabé por acostumbrarme un tanto a la escuela. Iba a ella por divertirme, y mi

diversión mayor consistía en hacer rabiar al pobre maestro, don Lucas Arba, un infeliz
español, cojo y ridículo, que, gracias a mí, se sentó centenares de veces sobre una punta de
pluma o en medio de un lago de pega-pega, y otras tantas recibió en el ojo o la nariz bolitas
de pan o de papel cuidadosamente masticadas. ¡Era de verle dar el salto o lanzar el chillido
provocados por la pluma, o levantarse con la silla pegada a los fondillos, o llevar la mano al
órgano acariciado por el húmedo proyectil, mientras la cara se le ponía como un tomate!
¡Qué alboroto, y cómo se desternillaba de risa la escuela entera! Mis tímidos
condiscípulos, sin imaginación, ni iniciativa, ni arrojo, como buenos campesinos, hijos de
campesino, veían en mí un ente extraordinario, casi sobrenatural, comprendiendo
intuitivamente que para atreverse a tanto era preciso haber nacido con privilegios
excepcionales de carácter y de posición.

Don Lucas tenía la costumbre de restregar las manos sobre el pupitre -«cátedra» decía

él- mientras explicaba o interrogaba; después, en la hora de caligrafía o de dictado, poníase
de codos en la mesa y apoyaba las mejillas en la palma de las manos, como si su cerebro
pedagógico le pesara en demasía. Observar esta peculiaridad, procurarme picapica y
espolvorear con ella la cátedra, fueron para mí cosas tan lógicas como agradables. Y repetí
a menudo la ingeniosa operación, entusiasmado con el éxito, pues nada más cómico que ver
a don Lucas rascarse primero suavemente, después con cierto ardor, en seguida rabioso, por
último frenético hasta el estallido final:

-¡Todo el mundo se queda dos horas!
Iba a lavarse, a ponerse calmantes, sebo, aceite, qué sé yo, y la clase abandonada se

convertía en una casa de orates, obedeciendo entusiasta a mi toque de zafarrancho; volaban

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los cuadernos, los libros, los tinteros -quebrada la inercia de mis condiscípulos-, mientras
los instrumentos musicales más insólitos ejecutaban una sinfonía infernal.

Muchas veces he pensado, recapitulando estas escenas, que mi verdadero

temperamento es el revolucionario y que he necesitado un prodigio de voluntad para ser
toda mi vida un elemento de orden, un hombre de gobierno... Volvía, al fin, don Lucas, rojo
y barnizado de ungüentos, con las pupilas saltándosele de las órbitas -espectáculo bufo si
los hay-, y, exasperado por la intolerable picazón, comenzaba a distribuir castigos
supletorios a diestra y siniestra, condenando sin distinción a inocentes y culpables, a
juiciosos y traviesos, a todos, en fin... A todos menos a mí.

¿No era yo acaso el hijo de don Fernando Gómez Herrera? ¿No había nacido «con

corona», según solían decir mis camaradas?

¡Vaya con mi don Lucas! Si mucho me reí de ti, en aquellos tiempos, ahora no

compadezco siquiera tu memoria, aunque la evoque entre sonrisas, y aunque aprecie
debidamente a los que, como tú entonces, saben acatar la autoridad política en todas sus
formas, en cada una de ellas y hasta en sus simples reflejos. Porque si bien este acatamiento
es la única base posible de la felicidad de los ciudadanos, la verdad es que tú exagerabas
demasiado, olvidando que eras también «autoridad», aunque de infinito orden. Y esta
flaqueza es para mí irritante e inadmisible, sobre todo cuando llega a extremos como éste.

Una tarde, a la hora de salir de la escuela y a raíz de un alboroto colosal, don Lucas me

llamó y me dijo gravemente que tenía que hablar conmigo. Sospechando que el cielo iba a
caérseme encima, me preparé a rechazar los ataques del magister hasta en forma viril y
contundente, si era preciso, de tal modo que, como consecuencia inevitable, ni yo
continuara bajo su férula ni él regentando la escuela, su único medio de vida: un arañazo o
una equimosis no significaban nada para mí -era y soy valiente-, y con una marca directa o
indirecta de don Lucas obtendría sin dificultad su destierro de Los Sunchos, después de
algunas otras pellejerías que le dieran que rascar. Considérese, pues, mi pasmo, al oírle
decir, apenas estuvimos solos, con su amanerado y académico lenguaje, o, mejor dicho,
prosodia:

-Después de recapacitar muy seriamente, he arribado a una conclusión, mi querido

Mauricio... Usted (me trataba de usted, pero tuteaba a todos los demás), usted es el más
inteligente y el más aplicado... No, no se enfade todavía, permítame terminar, que no ha de
pesarle... Pues bien, usted que todo lo comprende y que sabe hacerse respetar por sus
condiscípulos, mis alumnos, puede ayudarme con verdadera eficacia, sí, con la mayor
eficacia, a conservar el orden y mantener la disciplina en las clases, minadas por el espíritu
rebelde y revoltoso que es la carcoma de este país...

Aunque sorprendido por lo insólito de estas palabras, pronunciadas con solemne

gravedad, como en una tribuna, comencé a esperar más serenamente los acontecimientos,
sospechando, sin embargo, alguna celada.

-Pero no he querido -continuó don Lucas, en el mismo tono- adoptar una resolución,

cualquiera que ella sea, sin consultarle previamente.

El aula estaba solitaria y en la penumbra de la caída de la tarde.
Junto a la puerta, yo veía, al exterior, un vasto terreno baldío, cubierto de gramíneas,

rojizas ya, un pedazo de cielo con reflejos anaranjados, y, al interior, la masa informe y
azulada de los bancos y las mesas, en la que parecía flotar aún el ruido y el movimiento de
los alumnos ausentes.

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Esta doble visión de luz y de sombra me absorbió, sobre todo, durante una pausa

trágica del maestro, para preparar esta pregunta:

-¿Quiere usted ser monitor?
¡Monitor! ¡El segundo en la escuela, el jefe de los camaradas, la autoridad más alta en

ausencia de don Lucas, quizá en su misma presencia, ya que él era tan débil de carácter!...
¡Y yo apenas sabía leer de corrido, gracias a Mamita! ¡Y en la escuela había veinte
muchachos más adelantados, más juiciosos, más aplicados y mayores que yo! ¡Oh! Estos
aspavientos son cosa de ahora; entonces, aunque no esperara semejante ganga, y aunque
mucho me sonriera el inmerecido honor, la proposición me pareció tan natural y tan
ajustada a mis merecimientos, que la acepté, diciendo sencillamente, sin emoción alguna:

-Bueno, don Lucas.
Yo siempre he sido así, imperturbable, y aunque me nombraran Papa, mariscal o

almirante, no me sorprendería ni me consideraría inepto para el cargo. Pero deseando ser
enteramente veraz, agregaré que el «don Lucas» de la aceptación había sido, desde tiempo
atrás, desterrado de mis labios, en los que las contestaciones se limitaban a un sí o un no,
«como Cristo nos enseña», sin aditamento alguno de señor o don, como nos enseña la
cortesía. Y ésta fue una evidente demostración de gratitud...

Después he pensado que, en la emergencia, don Lucas se condujo como un filósofo o

como un canalla: como un filósofo, si quiso modificar mi carácter y disciplinarme,
haciéndome precisamente custodio de la disciplina; como un canalla, si sólo trató de
comprarme a costa de una claudicación moral, mucho peor que la física de su pata coja.
Pero, meditándolo más, quizá no obrara ni como una ni como otra cosa, sino apenas como
un simple que se defiende con las armas que tiene, sin mala ni buena intención, por espíritu
de conservación propia, y utiliza para ello los medios políticos a su alcance -medios poco
sutiles a la verdad, porque la sutileza política no es el dote de los simples-. Para los demás
muchachos, el ejemplo podía ser descorazonador, anárquico, desastroso como disolvente,
porque don Lucas no sabía contemporizar con la cabra y con la col; pero ¡bah! Yo tenía
tanto prestigio entre los camaradas, era tan fuerte, tan poderoso, tan resuelto y tan
autoritario, para decirlo todo de una vez, que el puesto gubernativo me correspondía como
por derecho divino, y muy rebelde y muy avieso había de ser el que protestara de mi
ascensión y desconociese mi regencia.

Comencé, pues, desde el día siguiente, a ejercer el mando, como si no hubiera nacido

para otra cosa, y seguí ejerciéndolo con grande autoridad, sobre todo desde el famoso día
en que presenté a don Lucas mi renuncia indeclinable...

He aquí por qué:
Irritado contra uno de los condiscípulos más pequeños, que, corriendo en el patio, a la

hora del recreo, me llevó por delante, levanté la mano, y sin ver lo que hacía le di una
soberbia bofetada. Mientras el chicuelo se echaba a llorar a moco tendido, uno de los más
adelantados, Pedro Vázquez, con quien estaba yo en entredicho desde mi nombramiento de
monitor, me faltó audazmente al respeto, gritando:

-¡Grandulón! ¡Sinvergüenza!
Iba a precipitarme sobre él con los puños cerrados, cuando recordé mi alta investidura,

y, conteniéndome, le dije con severidad:

-¡Usted, Vázquez! ¡Dos horas de penitencia!
Me volvió la espalda, rudamente, y se encogió de hombros, refunfuñando no sé qué,

vagas amenazas, sin duda, o frases despreciativas y airadas. Este muchacho, que iba a

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desempeñar un papel bastante considerable en mi vida, era alto, flaco, muy pálido, de ojos
grandes, azul oscuro, verdosos a veces, cuando la luz les daba de costado, frente muy alta,
tupido cabello castaño, boca bondadosamente risueña, largos brazos, largas piernas, torso
endeble, inteligencia clara, mucha aptitud para los trabajos imaginativos, intuición
científica y voluntad desigual, tan pronto enérgica, tan pronto muelle.

Aquel día, cuando volvimos a entrar en clase, Pedro, que estaba en uno de sus períodos

de firmeza, apeló del castigo ante don Lucas, que revocó incontinenti la sentencia,
quebrando de un golpe mi autoridad.

-¡Pues si es así! Caramba -grité-, no quiero seguir de monitor ni un minuto más.

¡Métase el nombramiento en donde no le dé el sol!

Don Lucas recapacitó un instante, murmurando: «¡calma! ¡Calma!», y tratando de

apaciguarme con suaves movimientos sacerdotales de la mano derecha. Sin duda evocaría
el punzante recuerdo de las puntas de pluma, el aglutinante de la pega-pega, el viscoso del
papel mascado, el urticante de la picapica, pues con voz melosa preguntó, tuteándome
contra su costumbre:

-¿Es decir que renuncias?
-¡Sí! ¡Renuncio in-de-cli-na-ble-men-te! -repliqué, recalcando cada sílaba del adverbio,

aprendido de Tatita en sus disposiciones electorales.

La clase entera abrió tamaña boca, espantada, creyendo que la palabrota era un terno

formidable, anuncio de alguna colisión más formidable aún; pero volvió a la serenidad, al
ver que don Lucas se levantaba conmovido, y, tuteándome de nuevo, me decía:

-Pues no te la acepto, no puedo aceptártela... Tú tienes mucha, pero mucha dignidad,

hijo mío. ¡Este niño irá lejos, hay que imitarle! -agregó, señalándome con ademán
ponderativo a la admiración de mis estupefactos camaradas-. ¡La dignidad es lo primero!...
Mauricio Gómez Herrera seguirá desempeñando sus funciones de monitor, y Pedro
Vázquez sufrirá el castigo que se le ha impuesto. He dicho... ¡Y silencio!

La clase estaba muda, como alelada; pero aquel «¡silencio!» era una de esas

terminantes afirmaciones de autoridad que deben hacerse en los momentos difíciles, cuando
dicha autoridad peligra, para que no se produzca ni siquiera un conato de rebelión; aquel
«¡silencio!» era, en suma, una declaración de estado de sitio, que yo me encargaría de
utilizar en servicio de la buena causa, desempeñando el papel de ejército y policía al mismo
tiempo.

Sólo Vázquez se atrevió a intentar una protesta, balbuciendo, entre indignado y lloroso,

un:

¡Pero, señor!...
¡Silencio he dicho!... Y dos horas más, por mi cuenta.
Acostumbrado a obedecer, Vázquez calló y se quedó quietecito en su banco, mientras

una oleada de triunfal orgullo me henchía el pecho y me hacía subir los colores a la cara, la
sonrisa a los labios, el fuego a los ojos.




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- III -


Este acontecimiento, que debió abrir un abismo entre Vázquez y yo, provocando

nuestra mutua enemistad, resultó luego, de manera lógica, punto de partida de una unión, si
no estrecha, bastante afectuosa, por lo menos.

Para esto fue, naturalmente, necesaria una crisis.
Sufrió el castigo con estoica serenidad, quedándose en la escuela, durante dos días,

hasta ya entrada la noche; pero, al tercero, antes de la hora de clase, me esperó en un
campito de alfalfa que yo cruzaba siempre, y en aquella soledad me desafió a singular
combate, considerando que mis fueros desaparecían extraterritorialmente de los dominios
de don Lucas.

-¡Vení, si sos hombre! ¡Aquí te voy a enseñar a que le pegués a los chicos!
Todo mi amor propio de varón, sublevándose entonces, me hizo renunciar por el

momento a las prerrogativas que él consideraba, erróneamente, suspendidas en la calle, con
ese desconocimiento de la autoridad que caracteriza a nuestros compatriotas. Sentí
necesaria, con romántica tontería, la afirmación de mi superioridad hasta en el terreno de la
fuerza, y contesté:

-¡Aquí no! Soy monitor, y no quiero que los muchachos me vean peleando; pero en

cualquiera otra parte soy muy capaz de darte una zurra, para que aprendás a meterte a
sonso.

-¡Vamos donde quieras, maula!
Nos dimos de moquetes, no lejos de allí, en un galpón desocupado, supletorio depósito

de lanas, y debo confesar que saqué la peor parte en la batalla. La excitación nerviosa dio a
Vázquez una fuerza y una tenacidad que nunca le hubiera sospechado. Ambos llegamos
tarde a la escuela, con la cara amoratada, pero él no habló ni yo me quejé, aunque me
hubiera sido muy fácil la venganza. Aquél era mi primer duelo formal -toda proporción
guardada-, y el duelo, aun entre muchachos, ha sido siempre para mí, no una costumbre,
sino una institución respetabilísima, que contribuye eficazmente al sostenimiento de la
sociedad, un complemento imprescindible de las leyes, aleatorio a veces, si se quiere, pero
no más aleatorio y más arbitrario que muchas de ellas. En el caso insignificante que refiero,
sirvió para zanjar entre Vázquez y yo diferencias que con otros trámites hubieran podido
llegar al odio, y que, gracias a él, no dejaron huellas, pues mi adversario no supo nunca
cómo agradecer mi caballerosidad después del combate, y hasta creo que se consideró
vencido, para retribuir de algún modo mi hidalguía. Los mismos tribunales, a quienes
muchos querrían confiar la solución de toda clase de cuestiones, aun en el orden moral,
dejan a menudo heridas más incurables y dolorosas que las de una partida de armas... o de
puños.

Esta manera de considerar el duelo -confusa e instintiva entonces, pero clara y lógica

hoy- me había sido inspirada por algunas lecturas, pues ya comenzaba a devorar libros -
novelas, naturalmente-. Y si Don Quijote me aburría, porque ridiculizaba las más
caballerescas iniciativas, encantábanme las otras gestas, en que la acción tenía un objeto
real y arribaba a un triunfo previsto e inevitable. No me preocupaban las tendencias buenas
o malas del héroe, su concepto acertado o erróneo de la moral, porque, como el obispo
Nicolás de Osló, «me hallaba en estado de inocencia e ignoraba la distinción entre el bien y
el mal», limbo del que, según creo, no he llegado a salir nunca. Las hazañas de Diego
Corrientes, de Rocambole, de José María, de Men Rodríguez de Sanabria, de d'Artagnan,

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del Churiador, de don Juan y de otros cientos eran para mí motivo de envidia, y sus
peregrinas epopeyas formaban mí único bagaje histórico y literario, pues el Facundo
quedaba fuera de mi alcance y la Historia del Deán Funes me aburría como un libro de
escuela. El universo, más allá de Los Sunchos, era tal como aquellas obras me lo pintaban,
y al que quisiera hacer buena figura en el mundo imponíase la imitación de alguno de los
admirables personajes, héroes de tan estupendas aventuras, siempre coronadas por el éxito.
Cambiábamos libros con Vázquez, desde que la conciencia de nuestro propio valor nos hizo
amigos; pero yo estimaba poco lo que él me daba -narraciones de viajes y novelas de Julio
Verne, principalmente-, mientras que él desdeñaba un tanto mis divertidas historias de capa
y espada, considerándolas tejido de mentiras.

-Como si tus Ingleses en el Polo Norte no fueran una estúpida farsa -le decía yo-. José

María será un bandido, pero es también un caballero valiente y generoso, y Rocambole era
más «diablo» que cualquiera...

Sólo estábamos de acuerdo en la admiración por las Mil y una noches, pero nuestros

conceptos eran distintos: él se encantaba con lo que llamaré su «poesía» y yo con su acción,
con la fuerza, la riqueza, el poder que suelen desbordar de sus páginas. Este modo de ver,
esta tendencia, mejor dicho, pues era subconsciente aún, me llevó a acaudillar, como
Aladino, una pandilla de muchachos resueltos y semisalvajes, que me proclamaron capitán,
apenas reconocieron mi espíritu de iniciativa, mi imaginación siempre llena de recursos, mi
temeridad innata y la égida invulnerable con que me revestía mi apellido. Con esta
cuadrilla, en la que al principio figuró Vázquez, hacía verdaderas incursiones, conquistando
gallineros, melonares, zarzos de parra, higuerales y montes de duraznos. Pedro, que en los
comienzos era uno de los más entusiastas, como si lo embriagara aquel ambiente de
desmedida libertad, desertó desde la noche en que bañamos en petróleo a un gato y le
prendimos fuego, para verlo correr en la oscuridad como un ánima en pena. Yo también me
arrepentí de semejante atrocidad, pero nunca quise exteriorizarlo ante mis subalternos, para
no revelar flaqueza; por el contrario, recordando la hazaña, solía decirles con sonrisa
prometedora:

-Cuando cacemos un gato...
Pero no reincidimos nunca, y nadie reclamó la repetición de aquella escena neroniana

que había resultado tan terrible. No nos faltaban, por fortuna, otros entretenimientos. ¡Qué
vida aquélla! ¡Cuánto daría por volver, siquiera un instante, a los dulces años de mi
infancia! ¡Cuánto!

¡Y sólo me resta el tibio consuelo de recordarlos y revivirlos como en sueños al escribir

estos garabatos!

¡Qué magnas empresas las de entonces! En invierno, predispuestos, sin duda, por la

displicencia de los días nublados y lluviosos, hacíamos de salteadores, ahondando, por
ejemplo, las huellas pantanosas en el camino de la diligencia para tratar de que volcara el
pesado vehículo, atestado de carga y pasajeros -proeza que realizamos una vez-.
Atravesábamos la calle con una cuerda, a una cuarta del suelo, para que rodaran los
caballos, o quitábamos las chavetas de los carros abandonados un instante a la puerta de los
despachos de bebidas, para darnos el placer de verles perder una rueda. Poníamos, así, en
escena, episodios de Gil Blas o de Piquillo Aliaga, que yo contaba compendiosamente a
«mis hombres», sugiriéndonos que éramos la banda de Rolando o de Juan Bautista
Balseiro, y la imaginación se encargaba de complementar lo que en nuestro acto quedaba
de trunco y de estéril: con el pensamiento despojábamos coche y pasajeros, jinete y

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montura, carro y conductor, llevándonos a la madriguera a las personas de fuste, para exigir
luego por ellas magnífico rescate. Otras proezas eran menos dramáticas: algunas noches
muy frías, cuando todos dormían en el pueblo, y en nuestras casas nos creían en cama,
soltábamos un gato previamente enfurecido, o un perro asustado, con una lata llena de
piedras en la cola, para divertirnos viendo a los vecinos alarmados asomarse en paños
menores a puertas y ventanas bajo la lluvia torrencial y el viento helado.

En primavera, gozábamos invadiendo los jardines de los pocos maniáticos de las

plantas y podando éstas hasta el tronco o despojándolas simplemente de todos sus botones.
¡Qué cara la de los dueños al encontrarse, por la mañana, con la desolación aquélla! ¡Ni la
de un candidato frustrado cuando creía más segura su elección!

En verano pescábamos valiéndonos de una especie de línea, las ropas de los que

dormían con la ventana abierta, y luego quemábamos o enterrábamos aquellos despojos,
para no dejar rastros de nuestra diablura, realizada sin idea de robar, por el gusto de hacer
daño y reírnos de la gente. Así, rara vez aprovechamos del poco dinero que quedara en los
bolsillos, por casualidad, pues en Los Sunchos, como en todo pueblo chico, nadie tenía que
pagar al contado lo que compraba o consumía, salvo, naturalmente, por necesaria antítesis,
los más menesterosos.

Eran, en fin, cosas de muchachos, bromas sin más trascendencia que la que debe

atribuirse a una inocente travesura, y justificadas, además, en cierto modo, pues sólo las
sufrían las personas antipáticas por su excesiva severidad, o las que habían merecido el
desdén, el desprecio o el odio de mi padre; los amigos políticos, o de la familia, gozaban de
completa inmunidad, porque siempre ha existido en mí el espíritu de cuerpo. Pero la gente
es tan necia que, en vez de dar a nuestros juegos su verdadero y limitado alcance,
considerándolos ingenuos remedos de las aventuras novelescas, se imaginó que Los
Sunchos había sido invadido por una horda de rateros y se propuso perseguirlos hasta
atraparlos o ahuyentarlos. ¿Quiénes eran y dónde se ocultaban? Aunque las víctimas fuesen
siempre opositores o indiferentes, la policía y la municipalidad se preocuparon de
defenderlas, cuando las cosas habían llegado ya muy lejos, temiendo probablemente que la
cuadrilla ensanchara su campo de acción y cesara de respetar a los partidarios de la buena
causa. Cuando esto resolvieron las autoridades, hubiéramos sido descubiertos
inevitablemente, a no mediar una circunstancia salvadora: Tatita, siempre al corriente de los
sucesos, dijo una tarde, en la mesa:

-Por fin nos vamos a sacar de encima esa plaga de rateros. Esta noche caerán, sin

remedio, en la trampa. Se ha organizado una gran batida con todos los vigilantes y algunos
vecinos voluntarios, ¡y muy diablos serán si consiguen escaparse!

Yo no eché la noticia en saco roto, corrí a prevenir a los camaradas, y aquella noche y

las siguientes nos quedamos más quietos que en misa. Pero ¡así fue, también, el desquite,
en cuanto comenzó a relajarse la vigilancia! Puede decirse que en Los Sunchos no quedó
títere con cabeza, y nuestras fechorías produjeron tan honda sensación que durante mucho
tiempo no se habló sino de «la semana del saqueo» como de una calamidad pública. Y la
imaginación popular creó toda una leyenda alrededor de la desaparición de unas cuantas
ropas, leyenda en que figuraban el hombre-chancho, la viuda, el lobinsón y cuantos
duendes o fantasmas enriquecen las supersticiones criollas.

En fin, para concluir con esta parte ingrata de mis recuerdos infantiles: cierto verano

surgió, en competencia con la mía, otra banda, acaudillada por Pancho Guerra, hijo del
presidente de la Municipalidad; muchacho envidioso y grosero, enorgullecido por la

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posición del padre, que se la debía al mío, trataba de disputarme mi creciente influencia, sin
ver que esto no lo toleraría yo jamás. No había organizado todavía su gente, cuando les
caímos encima. Hubo -análogo a la batalla del Piojito- un gran combate, al caer la tarde, en
las afueras del pueblo, junto al arroyo cuyas orillas están cubiertas de pedregullo. Los
cantos rodados nos sirvieron de proyectiles. Quedaron varias cabezas rotas, varias narices
ensangrentadas, una pierna quebrada en la fuga, pero la victoria fue nuestra, tan brillante
que la mayoría de los guerristas se enroló en mis huestes, y Pancho se quedó solo y
desprestigiado para siempre.

Esta especie de pastoral de sabor tan genuino y rústico duró hasta mis quince años, y

hoy no puedo recordar ninguna de sus ingenuas estrofas sin una sonrisa enternecida, sin una
nubecilla húmeda en los ojos...



- IV -


Antes de los quince años había comenzado ya mi historia pasional -que así debe

llamarse, libre como estaba de todo sentimentalismo-. Bajo la influencia del clima y las
costumbres -ardiente el uno, libres las otras por su mismo carácter patriarcal-, en los
pueblos de provincia y hasta en las capitales populosas, el hombre despertaba en el cuerpo
del niño cuando en otros países apenas si apuntarían las primeras vislumbres de la
adolescencia. La iniciación de los muchachos era siempre ancilar: las inmensas casas
bonaerenses, y más aún las provincianas y campesinas, con tres grandes patios y a veces
huerta, llenas de vericuetos, escondrijos y rincones no frecuentados por la gente mayor,
hacían ineficaz la vigilancia paterna despertada por algún síntoma o indicio que aconsejara
la represión, tanto más cuanto que los criados eran por lo común cómplices y encubridores,
a cambio de reciprocidad. Poco a poco, este defecto de nuestra organización doméstica, tan
contrario a los principios entonces imperantes, ha venido modificándose, no tanto por
mayor disciplina moral, cuanto por la fuerza de las circunstancias que, dando enorme valor
a la tierra, han empequeñecido las casas, facilitando la observación y agrupando más la
familia. Véase cómo causas al parecer muy lejanas en la materialidad de las cosas producen
en la conducta de los hombres los más inesperados efectos. En este caso, los instintos en
libertad se han visto paulatinamente coartados por las exigencias de la vida, es decir, por las
manifestaciones de ellos mismos, bajo otra forma.

Yo, por mi parte, en aquel tiempo, no podía estar menos vigilado ni gozar de mayores

libertades; era dueño de mí mismo, y en esta independencia total realicé actos que no son
para contarlos y a los que sólo me refiero por la influencia que tuvieron después sobre mi
carácter.

Mamita pasaba los días taciturna y casi inmóvil, cosiendo, tomando mate o rezando,

presa de incurable melancolía, que sólo ahuyentaba un momento para abrazarme y besarme
con transporte enfermizo. Tatita, siempre ocupado o entretenido fuera de casa, no tenía
tiempo ni quizá interés de imponerme una moral medianamente rígida. No los critico ni hay
para qué. Sin duda, ella, en su candor de mujer siempre aislada, no llegó nunca a sospechar
que mi inocencia corriera peligro, y mi padre pensaba, probablemente, que no tenía por qué
preocuparse de cosas que habían de suceder más tarde o más temprano, tratándose de un
muchacho robusto, de salud de hierro, alegre, decidido, apasionado, que sólo se enfermaba,

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o mejor, enervaba, con la oposición a sus antojos y la restricción a su autonomía. ¿Qué
quiere un padre, si no es que sus hijos resulten bien aptos para la vida y sepan manejarse
por sí solos, en lo sentimental como en lo material, en lo intelectual como en lo físico?

A un buen padre, como yo lo entiendo, le basta, en suma, con que sus hijos sean

inteligentes y no le falten al respeto. Era nuestro caso. Yo daba pruebas de no ser tonto y
estaba muy lejos de no respetar a mi padre.

Por el contrario, le admiraba y veneraba, porque era el caudillo indiscutible del pueblo,

y todos le rendían pleito homenaje, porque siempre fue «muy hombre», es decir, capaz de
ponérsele delante al más pintado y de arrostrar cualquier peligro, por grave que fuese;
porque tenía una libertad de palabra demostrativa de la más plena confianza en sí mismo;
porque montaba a caballo como un centauro y realizaba sin aparente esfuerzo los ejercicios
camperos más difíciles, las hazañas gauchescas más brillantes, sea trabajando con el ganado
en alguna estancia amiga, sea en las boleadas de avestruces, o en las carreras, en el juego de
pato, en las domadas; porque se distinguía en la taba, el truco, la carambola, el casín, el
choclón y la treinta y una, amén de otros juegos de azar y de destreza, y porque criaba los
mejores gallos de riña del departamento en una serie de cajones puestos en fila, en el patio
de casa, frente a mi cuarto; porque, gracias a él, con quien nadie se atrevió nunca, yo podía
atreverme impunemente con cualquiera. En suma, era para mí un dechado de perfecciones,
y yo me sentía demasiado orgulloso de él, demasiado satisfecho de su protección directa e
indirecta para que este orgullo y esta satisfacción no se tradujeran en un gran cariño y en
una veneración sui generis, semejante al efecto admirativo hacia el camarada más fuerte,
más apto y más poderoso, que accede, sin embargo, bondadosamente a todos nuestros
caprichos.

Como más de una vez, siendo yo muy niño aún, me llevó a las carreras, las riñas y otras

diversiones públicas, y como nunca tomaba a mal mi presencia en aquellos sitios -ni a bien
tampoco, porque siempre hizo como que no me veía-, pronto me aficioné y acostumbré a
correr, también, la caravana, y no tardé en conocer todos los rincones más o menos
misteriosos de Los Sunchos, trinquetes, casas de baile y demás. En cambio, me faltaba
tiempo para frecuentar escuela, pese a mi cargo inamovible de monitor, pero esto no era un
mal, porque, sabiendo ya leer, creo que don Lucas hubiera podido enseñarme bien poca
cosa más -quizá la ortografía, que he ido aprendiendo luego, en el camino-. Pedro Vázquez
no faltaba, y nunca quiso acompañarme en mis correrías a la hora de clase.

-¡Sos un sonso! ¡Para lo que se aprende en la escuela!
-Papá dice que eso es bueno, porque uno se acostumbra a la disciplina y al trabajo, y

como me va a mandar a estudiar en la ciudad... -me contestaba Pedro, gravemente, muy
cómico con su gran «chapona» crecedora, los pantalones por los tobillos y el chambergo de
anchas alas.

-¡Se necesita ser pavo! -reía yo, encogiéndome de hombros y corriendo a mis

diversiones con un gran desprecio en el alma hacia la parte tonta de la humanidad.

Entretanto mi educación se completaba en otros sentidos: iniciábame rápidamente en la

vida bajo dos formas, al parecer antagónicas, pero que luego me han servido por igual: la
fantástica, que me ofrecían los libros de imaginación, y la real, que aprendía en plena
comedia humana. Esta última forma me parecía trivial y circunscrita, pero consideraba que
su mezquino aspecto era una simple peculiaridad de nuestra aldea y que su campo de
acción estrecho, embrionario, se ensancharía y agigantaría en las ciudades, hasta adquirir la
maravillosa amplitud que me sugerían las novelas de aventuras. Pero aún no sentía el deseo

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de vivir la vida, para mí extraordinaria, de los grandes centros, y el mismo proyectado viaje
de Vázquez no me causó la menor envidia; bastábame imaginarla y soñar con ella, porque
estaba entonces harto absorbido por las personas y las cosas de mi ambiente, y me decía por
instinto, sin reminiscencia histórica alguna: «Más vale ser el primero aquí que el segundo
en Roma». Es que, en realidad, me divertía, satisfaciendo todos mis apetitos, en la forma
que más arriba dejo anotada. Para no ser demasiado explícito, agregaré, tan sólo, que me
había hecho asiduo lector de Paul de Kock, de Pigault-Lebrun, del abate Prévost, traducidos
al castellano, pero que si bien estos autores me divertían no me contaban nada nuevo,
aparte algunas inverosímiles intrigas. Me hacían, sí, soñar, en ocasiones, con aventuras
imposibles o difíciles, más altas y envanecedoras que la resignada pasividad del estropajo o
su servil provocación. Con las vulgares realizaciones de los libros humorísticos luchaba mi
imaginación y el idealismo sensual de algunas novelas románticas, y estas dos fases de la
sensación, conviviendo en mi cerebro, me hacían pensar ora en la mujer tal cual la conocía,
con el simple atractivo del sexo, ora en esa entidad superior de la «gran dama», golosina
exquisita y complicada.

Estos sueños, no me cabía duda, eran realizables y se realizarían después, cuando

hubiera conquistado brillante posición, cuando hubiera hecho... ¿Hecho, qué? Lo ignoraba,
pero debía ser alguna hazaña notable, algo dentro del género guerrero o político, una
victoria decisiva sobre el enemigo -¿qué enemigo?- que me hiciera un nuevo Napoleón; o
un triunfo colosal sobre mis adversarios -¿qué adversarios?- llave que me abriese de par en
par las puertas del poder; o la adquisición de una fortuna inmensa -¿por qué herencia,
lotería o hallazgo?- que me convirtiera en un Montecristo criollo. Todo esto era,
naturalmente, nebuloso y variable, y mi ambiciosa voluntad estaba indecisa y como ciega,
sin acertar a trazarse un camino, una norma de conducta que la llevara a las grandes
realizaciones. Las circunstancias no eran propicias, y largo tiempo esperé en vano una
oportunidad que me iluminara, invitándome a la acción.

Sin embargo, la princesa o su sucedáneo estaba muy cerca y en forma tangible: vivía

frente a casa, en un bosque durmiente, aguardando que yo fuera a despertarla.

Era la hija única de don Higinio Rivas (don Inginio para el pueblo), personaje que

compartía con mi padre, muy secundariamente, la dirección política del departamento. Se
llamaba Teresa y, según la ve ahora mi experiencia, no pasaba en aquel tiempo de ser una
muchacha casi tan vulgar como su nombre (¿o es que el nombre me parece vulgar porque lo
llevaba ella?). Sin embargo resultaba entonces para mí la flor de la maravilla, porque tenía
el divino prestigio de la juventud, y porque en nuestra democracia campesina ocupaba en
realidad un puesto análogo al de una princesa, así como yo podía parecer un príncipe sin
corona. Morena, de cabellos y ojos negros, cara oval, nariz fina y recta, boca grande y roja,
barbilla un tanto avanzada, sin rasgo alguno notable, tenía, no obstante, una tez
aterciopelada de morocha, sonrosada en las redondas mejillas, que era un verdadero
encanto e invitaba a besarla o a morderla como un fruto maduro; de estatura mediana,
gruesa por falta de ejercicio y exceso de golosinas y mate dulce, parecía bajita y esto le
afeaba un tanto el cuerpo que, más esbelto, hubiera resultado gracioso. En cambio, tenía el
don de atraer con su mirada bondadosa y suave, como lejana o dormida, y con su palabra
lenta y melosa a causa de un ligero ceceo y de las inflexiones largas y cantantes de la voz.
Era, en suma, una criollita poco excepcional, pero en Los Sunchos hubiera obtenido el
primer premio, a estilarse allí los concursos de belleza. Siempre a una ventana del viejo
caserón que, rodeado de árboles, daba frente a casa en la calle de la Constitución, Teresa,

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que fue mi compañera en la primera infancia, me seguía infatigablemente con los ojos en
mis continuas idas y venidas, sin que yo parara mientes en aquel interés ni tratara de
investigar sus causas. Pero cuando sentí las iniciales aspiraciones amorosas y comencé a
soñar en la mujer ideal, el instinto me llevó a fijar la vista en ella, como en la posible
realización de mi deseo poético de conquistar el primer perfume de una flor de invernáculo,
o por lo menos de jardín cultivado y custodiado. Aquel hortus conclusus llegó, en fin, a
detener mi atención y a despertar en mí un sentimiento exteriormente parecido al amor;
amor cerebral, apenas, primer despertamiento de la imaginación en consorcio con los
sentidos, como lo prueba la forma en que me di cuenta de que lo experimentaba...

Era una noche, tarde ya, y mientras todos dormían en casa, yo leía con entusiasmo la

Mademoiselle de Maupin, de Teófilo Gautier; como a Paolo y Francesca los amores de
Lancelotto, aquel libro sensual me produjo extraordinario y repentino vértigo. La sugestión
surgió, imperativa, y, como si se iluminara de golpe mi cerebro, vi rodeada de un nimbo la
imagen de Teresa, tal como nunca se había presentado a mis ojos ni a mi imaginación,
hermosa, provocativa, con un encanto nuevo y fascinador. Tan poderoso fue este choque
recibido por mi espíritu, que -cual si se tratara de una cita convenida de antemano-, salté de
la cama con arrebato infantil, me vestí a toda prisa, y sin pensar en la ridiculez y la
inutilidad de mi acción, salí a la calle y, envuelto en la sombra de la noche, sola ánima
viviente en el pueblo amodorrado, comencé a tirar piedrecitas a los vidrios de la que
improvisamente llamaba ya «mi novia», con la esperanza de verla asomarse y de trabar con
ella el primer coloquio sentimental, vibrante de pasión... Como ni ella ni nadie se movió en
la casa, al cabo de una hora de salvas inútiles me volví desalentado, como quien acaba de
sufrir un desengaño terrible, creándome toda una tragedia de indiferencia, infidelidades y
perfidias, en que no faltaban ni el rival, ni el perjurio, ni el arma homicida con sus
consiguientes lagos de sangre.

¡Oh imaginación desenfrenada! ¿Quién podrá admitir que, sin otra causa que el propio

demente arrebato, aquella noche pensé en el suicidio, lloré, mordí las almohadas y
representé para mí solo toda una larga escena de violencias románticas...? Hoy quizá me
explique aquel estado de ánimo.

De ahí podía decirse, seguramente, que por la edad y el temperamento, amén de las

lecturas especiadas, me hallaba en el punto en que no se ama una mujer, ni la mujer en
general, sino sencillamente en que se comienza a amar el amor; situación difícil y peligrosa,
a poco que falten los derivativos.

Pero, con toda mi desesperación, después de divagar, algo febril, acabé por dormirme

tan tranquilo como si nada hubiese pasado. La pesadilla en vigilia cedió su lugar al sueño
sin ensueños de la adolescencia que se fatiga hasta caer rendida con el esfuerzo físico de
largas horas.



- V -


Al día siguiente, bien temprano, cuando desperté, como si el sueño hubiese sido sólo un

paréntesis, y aunque me sintiera fresco, dispuesto y con la cabeza despejada, reanudóse la
pesadilla y la imaginación recobró sobre mí su imperio tiránico. Menos nervioso, sin
embargo, me vestí con un esmero que no acostumbraba, y me dirigí a casa de Teresa,

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resuelto a aclarar la situación, absolver posiciones, y, si a mano venía, enrostrarle su desvío
y acusarla de traición. Y, en pleno drama, me sentía alegre.

Ya he hablado de la vehemencia de mi carácter y de mi empuje para realizar mi

voluntad; no extrañará, pues, que en aquella época estas peculiaridades llegaran a la
ridiculez, y menos si se tiene en cuenta, por una parte, que dada la inexperiencia de la
muchacha mi tontería no resultaría para ella ridícula, sino dramática, y por otra, que aquella
mañana primaveral hacía un calor bochornoso y enervante, soplaba el viento norte,
enloquecedor, el sol, a pesar de la hora temprana, echaba chispas, y la tierra, húmeda con
las lluvias recientes, desprendía un vaho capitoso, creando una atmósfera de invernáculo.

Don Inginio acababa de salir a caballo, y Teresa tomaba mate, paseándose lentamente

en el primer patio, cuando yo llegué. Al atravesar nuestro jardín asoleado y la calle, cuyo
suelo de tierra abrasaba bajo el sol, sentí como un zumbido en el cerebro, y toda mi
tranquila frescura desapareció. No vi a Teresa, no vi más que una imagen confusa, morena
y sonrosada, con largas trenzas cadentes sobre el suelto vestido de muselina, y olvidando
toda la escena combinada en mi cuarto, corrí hacia ella, la así de la cintura y exclamé con
arrebato, como si la niña estuviera ya al corriente de cuanto había pasado o yo imaginara:

-¿Por qué sos así?
Este ex abrupto, casi demente, produjo su efecto natural, cuya lógica comprendí,

aunque no estuviese acostumbrado a tales repulsas. No se trataba de una de mis siervas, y
aquel arranque la sobrecogió, la espantó, la indignó. Con violento ademán, se libertó de mi
brazo, y en su movimiento medroso y brusco dejó caer y rodar por las baldosas el mate, que
se rompió con sordo ruido, mientras la bombilla de plata saltaba repicando con notas
argentinas.

La reacción se produjo bruscamente en mí. Al acto impulsivo y brutal siguió una

timidez extrema. Quise decir algo y sólo acerté a iniciar la frase con un risible «pero...
pero...» varias veces repetido. Traté, nuevo Quijote, de recordar alguna circunstancia
análoga, leía en los libros, pero no evoqué sino hechos vagos y caricaturescos, enteramente
fuera de situación y, con el amor propio herido por la vergüenza, allí hubiera puesto fin a
las cosas, si la muchacha, magnífica e instintivamente femenina, no me hubiera tendido un
puente y quitado toda importancia a la escena, diciéndome con su ligero ceceo, mientras
recogía la bombilla y los restos del mate:

-¡Qué zuzto me haz dado! Eztaba diztraída.
No agregó más. Era innecesario y no le hubiera sido fácil. Pero aquellas pocas palabras

bastaron para devolverme el aplomo y me permitieron buscar un nuevo plan, otro punto de
partida para el ataque. Y, sin mucho cavilar, comprendiendo instintivamente que en el
presunto enemigo podía ver un secreto aliado, comencé por donde primero se me ocurrió,
es decir, por la más tonta de las trivialidades.

-¿Has visto -pregunté con acento indiferente- la cantidad de macachines que hay en el

campo?

Como si aquello la interesara de veras, sonrió, dio un paso hacia mí, e inquirió,

clavándome los ojos, negros y francos:

-¿Hay muchoz?
-¡Muchísimos! ¿Querés que te traiga?
-¿Con ezte zolazo? ¡No, no! Te podría dar un ataque a la cabeza.
-¡Bah! El sol no me hace nada. Siempre ando al sol y nunca me hace nada.
-Además, no me guztan.

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Lo dijo con mucha coquetería, ruborizada, encantadora por el ceceo, la sonrisa tierna,

el brillo feliz de los ojos. Yo busqué otro obsequio.

-¿Y los huevos de gallo?
-¡Oh! Ezo zí; pero no para comerloz: loz pongo en loz floreroz, con loz penachoz de

cortadera, y rezultan máz bonitoz...

-¡Pues ya verás! ¡Ya verás el montón que te traigo! -exclamé con resolución, como si

prometiera realizar una hazaña, tanto que, alarmada, tratando de detenerme dulcemente,
porque yo salía ya a toda prisa:

-¡No vayaz a hacer ningún dizparate, Mauricio!- suplicó.
-¡Dejá, dejá no más!
Y salí corriendo, sí. Por tres razones: porque la situación, mucho menos tirante que en

un principio, no dejaba todavía de serme embarazosa; porque aquel pretexto, aunque traído
de los cabellos, me servía a maravilla para retirarme con dignidad, dejando pendiente la
escena, y porque acababa de ocurrírseme un acto romántico que, trasnochado y todo, era de
los que siempre producirán gran efecto en el corazón femenino.

Huevos de gallo, no había, por el momento, sino en una barranca a pico, junto al

arroyo, y las matas de la plantita silvestre, cuyos frutos aovados y nacarinos son la delicia
de los muchachos, colgaban sobre lo que podía llamarse un abismo, apenas más arriba de
las cuevas de los loros barranqueros, expertos descubridores de sitios inaccesibles para
instalar su nido.

Los que arriesgan la vida por realizar el capricho de una mujer amada, sea en las

traidoras neveras, buscando la flor de los hielos, sea en el cubil para recoger un guante
perfumado entre las fauces de las fieras, tenían toda mi admiración, no sólo por su
heroísmo, sino también porque su voluntad les llevaba a la realización de sus apasionados
deseos.

¡Ésos son hombres! Quieren un triunfo, un placer, y se lo pagan sin fijarse en el precio,

más grandes que quien tira su fortuna por un capricho, aunque éste sea muy grande
también, pese al ridículo de que suelen rodearlo los que no comprenden su acción heroica.
Yo me sentía capaz de hacer lo mismo que los primeros, y agregaré que aun me sentiría con
disposiciones análogas, si el motivo determinante fuera de mayor cuantía. Así como en la
adolescencia fui capaz de exponerme por ofrecer huevos de gallo a una chiquilla, así
también, ahora que peino canas, me siento apto para intentar cualquier esfuerzo, heroico o
no, loable o vituperable, si de él depende el logro de un fin que me importe mucho. Qué fin
no hace al caso. Bástame con afirmar mi capacidad de acción.

Una hora después de mi brusca partida, volvía yo a casa de Teresa con el pañuelo lleno

de grandes perlas verdosas, semitransparentes, que se destacaban sobre el verde más oscuro
y sucio de las hojas. La niña recibió el regalo con regocijo y se empeñó en que le contara
dónde y cómo había hecho la hermosa cosecha. En el lenguaje tosco e impreciso que era
entonces mi único medio de expresión, relaté la aventura, el descenso hasta la mitad de la
Barranca de los Loros, valiéndome de una cuerda atada a un árbol al borde del abismo, los
chillidos alborotados y furiosos de los loros al creerse atacados, las oscilaciones de la
cuerda en el vacío, mientras arrancaba la fruta y la metía en los bolsillos, el dolor de las
manos quemadas por el roce violento, la dificultad de la ascención final, cuando hubiera
sido tan fácil, si la cuerda alcanzara, bajar hasta el arroyo que corría a diez metros de mis
pies... Teresa, maravillada, me acosaba a preguntas, obligándome a completar el relato con
minuciosos detalles, muchos de ellos inventados o evocados de mis lecturas, para dar más

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realce a la proeza. Los ojos le brillaban de entusiasmo. Sus labios, algo gruesos y tan rojos,
sonreían con expresión admirativa y al propio tiempo angustiada, mientras sus mejillas se
coloreaban y palidecían alternativamente. Cuando terminé:

-¡Muchaz graciaz! -murmuró-. ¡Zoz muy valiente!
Y se puso encarnada como una flor de ceibo, mientras bajaba la vista para mirar las

frutitas que sostenía con ambas manos en el delantal.

Pensé que la situación había cambiado radicalmente; pero no me atreví a utilizar sus

ventajas, o no encontré el medio de aprovecharlas. Limiteme a decir que aquello no tenía
importancia, que cualquiera hubiese hecho lo mismo, que estaba pronto a todo por
complacerla... Me dio, en premio, un ramito de jazmines del país, que ella misma cultivaba,
y me dijo sonriente, al despedirme:

-Y no hagaz como antez, no ceaz tan «chúcaro». Vení a vernoz de cuando en cuando.
-¡Ya lo creo que vendré!
Y fui todos los días, a veces de mañana y tarde, preferentemente cuando don Inginio no

estaba en casa. Renació así la intimidad de la niñez, pero en otra forma. Aunque
evidentemente enamorada de mí, aunque cándida y confiada, Teresa se mantenía en una
reserva que, en otra mujer, hubiera parecido calculada y hábil. Sin tomar demasiado a mal
mis avances, sabía tenerme a distancia y rechazar sin acrimonia toda libertad de acción,
permitiéndome, en cambio, todas las que de palabra me tomaba.

Éstas no eran muchas, a decir verdad, porque los abstrusos o almibarados requiebros

que me proporcionaban algunas novelas me parecían incomprensibles para ella, e
inadecuados por añadidura, mientras que las fórmulas oídas en mi mundo rústico e
ignorante, las burdas alusiones, los equívocos rebuscados y brutales, la frase cruda, grosera,
primitivamente sensual, asomaban, sí, a mis labios, pero no salían de ellos, por una especie
de pudor instintivo que era más bien buen gusto innato comenzando a desarrollarse.
Jugábamos, en suma, como chiquillos, corriendo y saltando, nos contábamos cuentos y
ensueños, y había en ella una mezcla de toda la coquetería de la mujer y todo el candor de
la niña, que irritaba y al propio tiempo tranquilizaba mis pasiones...



- VI -


Tal fue la primera parte de mis primeros amores serios, que no pasaron, naturalmente,

inadvertidos para don Inginio, quien no les puso obstáculos, sin embargo, considerando que
el hijo de Gómez Herrera y la hija de Rivas estaban destinados el uno a la otra, por la ley
sociológica que rige a las grandes casas solariegas, en el sentir de los creyentes, todavía
numerosos, en estas aristocracias de nuevo o de viejo cuño. Aquel astuto político de aldea
calculaba, sin duda, que si bien mi padre no poseía una fortuna muy sólida, el porvenir que
se me presentaba no dejaría de ser, gracias a mi nombre, fácil y brillante, sobre todo si
Tatita y él se empeñaban en crearme una posición. Ni al uno ni al otro les faltaban medios
para ello, y los dos unidos podrían hacer cuanto quisieran.

Bajo y grueso, con la barba blanquecina y los bigotes amarillos por el abuso del tabaco

negro, la melena entrecana, los ojos pequeños y renegridos, semiocultos por espesas cejas
blancas e hirsutas, la tez tostada, entre aceitunada y rojiza, don Inginio parecía físicamente
un viejo león manso; moralmente era bondadoso en todo cuanto no afectaba a su interés,

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servicial con sus amigos, cariñoso con su hija, libre de preocupaciones sociales y religiosas,
de conciencia elástica en política y administración, como si el país, la provincia, la
comarca, fueran abstracciones inventadas por los hábiles para servirse de los simples,
socarrón y dicharachero en las conversaciones, a estilo de los antiguos gauchos
frecuentadores de yerras y pulperías. Rara vez se quedaba entre Teresa y yo; prefería dejar
que el destino urdiera su tela, pronto, sin embargo, a intervenir en el momento oportuno
para la mejor realización de sus proyectos. Aunque conociera gran parte de mis diabluras y
excesos, parecía no temer que yo abusara de la situación, quizá por su absoluta confianza
en Teresa, quizá también porque contaba con mi temor y mi respeto hacia él,
considerándose excepcionalmente defendido por su prestigio y por su propio interés. Para
demostrarme cuál era éste, me decía a menudo que mi padre y él harían de mí «todo un
hombre», haciéndome vislumbrar la fortuna y el éxito. Teresa, al oírlo, aprobaba
calurosamente, y yo me quedaba perplejo, sin poder adivinar sus planes, e intrigado con
ellos.

-¿Qué quiere decir don Inginio cuando habla de hacerme «todo un hombre»? -pregunté

un día a Teresa-. ¿Te ha dicho algo sobre eso?

-Puede ser -contestó con sonrisa indefinible, llena de reticencias-.
Lo único que puedo decirte -agregó, muy afirmativa-, es que Tatita te quiere mucho, y

que siempre hace todo lo que dice.

No tardaría, por mal de mis pecados, en conocer aquellos proyectos, que habían de

darme los primeros días desgraciados de mi vida.

Entretanto, y como si temiera un pesar futuro, Teresa me demostraba un afecto cada

vez más tierno, entusiasta y confiado, y me miraba con cierta admiración, dulce caricia a mi
amor propio y causa de oscura felicidad.

Satisfecho por el momento con estas sensaciones tan gratas, no intenté renovar la

fracasada tentativa y me mantuve en actitud correcta, desahogando el exceso de mi
vitalidad, el ansia insaciada de acción, en las antiguas correrías picarescas con los pillastres
del pueblo que, ya mayorcitos, habían ensanchado, como yo, el teatro de sus diversiones,
refinando y complicando también los elementos de éstas. Pero cada vez me sentía menos
interesado por mis camaradas. Más precoz que casi todos ellos, atraíanme los hombres
hechos y derechos, cuyos placeres me parecían más intensos y picantes, más dignos de mí,
y por esto se me veía continuamente en los cafés, donde se jugaba a los naipes, en el
reñidero, en las canchas, en todos los puntos de alegre reunión, donde, si no se me recibía
con regocijo, tampoco se me demostraba enfado ni desdén.

Pero esta agradable vida y mis inocentes amores se interrumpieron a un tiempo, de allí

a poco. Tatita, inspirado por don Inginio, según supe después -y aquí comienza la
realización de los misteriosos proyectos de éste-, declaró un día que la enseñanza de don
Lucas era demasiado rudimentaria para prepararme al porvenir que me estaba deparado, y
que había resuelto hacerme ingresar en el Colegio Nacional de la provincia, antesala de la
Facultad de Derecho, a la que me destinaba, ambicionando verme un día doctor, quizá
ministro, gobernador, presidente... Recuerdo que, al comunicarme su decisión, lo hizo
agregando juiciosas consideraciones.

-El saber no ocupa lugar. Pero no es eso sólo. En la ciudad te relacionarás muy bien,

gracias a mis amigos y correligionarios, y una relación importante, una alta protección,
valen más en la vida que todos los méritos posibles. También, sepas o no sepas, el título de
doctor ha de servirte de mucho. Ese título es, en nuestro país, una llave que abre todas las

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puertas, sobre todo en la carrera política, donde es imprescindible, cuando se quiere llegar
muy lejos y muy alto. Algunos han subido sin tenerlo, pero a costa de grandes sacrificios,
porque no ostentaban esa patente de sabiduría que todo el mundo acata. Pero, en fin,
aunque no llegaras a ser doctor, siempre habrías ganado, en la ciudad, buenas cuñas para
los momentos difíciles y para el ascenso deseado, conociendo y conquistándote a los que
tienen la sartén por el mango y pueden «hacerte cancha» cuando estés en edad.

La resolución de mi padre me dio un gran disgusto, pues preví que cualquiera cosa

nueva sería peor que la vida de holganza y libertad a que estaba acostumbrado. Me opuse,
pues, con toda mi alma, protesté, hasta lloré, tiernamente secundado por Mamita, que no
quería separarse de mí, y para quien mi ausencia equivalía a la muerte, siendo yo el único
lazo que la ligaba a la tierra. Mi resistencia, airada o afligida, según el momento, fue tan
inútil como las súplicas maternas: Tatita no cedió esta vez, tan profundamente lo había
convencido don Inginio, entre otras cosas con el ejemplo de Vázquez, fletado meses antes a
la ciudad, aunque su familia no tuviese los medios de la nuestra.

-Mire, misia María -dijo irónicamente mi padre a Mamá, que insistía en tenerme a su

lado-. Deje que el mocoso se haga hombre. Prendido a la pretina de sus polleras, no servirá
nunca para nada.

Mi madre calló y se limitó a seguir llorando en los rincones, de antiguo sometida sin

réplica a la voluntad de su marido. Rogó y consiguió, tan sólo, que se me pusiese en una
casa cristiana, donde no hubiera malos ejemplos, perdición de los jóvenes, juzgándome, en
su candor, tan blanco e inocente como el cordero pascual. Yo, entretanto, fui a desahogar
mi dolor en el seno amante de Teresa.

¡Con qué asombro vi que consideraba mi destierro como un sacrificio penoso, pero

necesario para mi felicidad! Ganas tuve hasta de insultarla, cuando me dijo ceceando, con
los ojos llenos de lágrimas, en su lenguaje indeterminado a veces, que mi partida era para
ella un desgarramiento, que me iba a echar mucho de menos y le parecía estar
completamente sola, como muerta, en el pueblo, pero que, como se trataba de mi bien, se
consolaba pensando en volverme a ver hecho un personaje.

-Además -agregó-, la ciudad te va a gustar mucho, te vas a divertir, te vas a olvidar de

Los Sunchos y de tus amigos. ¡Esto sería lo peor!

-suspiró tristemente-. ¡En cuanto le tomes el gusto ya no querrás volver!
-¡No seas tonta! ¡Lo único que yo quisiera sería quedarme!...
Llegó el día de la partida. Momentos antes de la hora corrí a despedirme de Teresa, que

me abrazó por primera vez, espontáneamente, llorando, desvanecida la entereza que se
había impuesto para infundirme ánimo. Yo me conmoví, sintiendo por primera vez también
que quería de veras a aquella muchacha o que tenía un vago temor de lo futuro desconocido
y me aferraba conservadoramente a la familia.

En casa, Mamita, hecha un mar de lágrimas, renovó la escena, dramatizándola hasta el

espasmo, y su desconsuelo produjo en mí una extraña sensación. No había que exagerar
tanto; yo no me iba a morir y puede que, por el contrario, me esperaran muchos momentos
agradables en la ciudad... La desesperación materna tuvo la virtud de devolverme la sangre
fría.

Cuando, en la puerta de casa, se detuvo la diligencia que, tres veces por semana, iba de

Los Sunchos a la ciudad y de la ciudad a Los Sunchos, habían llegado en manifestación de
despedida los notables del pueblo: don Higinio Rivas, alegre y dicharachero, el intendente
municipal, don Sócrates Casajuana, muy grave y como preocupado de mi porvenir, el

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presidente de la Municipalidad, don Temístocles Guerra, protector conmigo, servil con
Tatita, el comisario de policía, don Sandalio Suárez, que, tirándome suavemente de la oreja,
tuvo la amabilidad de explicarme: «En la ciudad no hay que ser tan cachafaz como aquí.
Allí no hay Tatita que valga, y a los atrevidos los atan muy corto». Entre otros muchos, no
olvidaré a don Lucas, que creyó de su deber alabar mis altas dotes intelectuales y de
carácter, y vaticinarme una serie indefinida de triunfos:

-¡Este joven irá lejos! ¡Este joven irá muy lejos! ¡Será una gloria para su familia, para

sus maestros -entre los cuales tengo el honor de contarme, aunque indigno-, para sus
amigos y para su pueblo!... Estudie usted, Mauricio, que ningún puesto, por elevado que
sea, resultará inaccesible para usted...

En seguida, como si sus vaticinios fueran de inminente realización, agregó:
-Pero, cuando llegue la hora de la victoria, no olvide usted al humilde pueblo que ha

sido su cuna, haga usted todo cuanto pueda por Los Sunchos.

-¡Sí! ¡Que nos traiga el ferrocarril, y... y un banquito! -dijo burlonamente don Inginio.
Todos rieron, con gran disgusto de don Lucas, que quería ser tomado en serio.
Isabel Contreras, mayoral de la diligencia, subía entretanto nuestro equipaje a la

imperial -la valija de Tatita y dos o tres maletas atestadas de ropa blanca, de dulces y
pasteles, amén de una canasta con vituallas para almorzar en el camino-. Muchos apretones
de manos. Mamita me abrazó, llorando desgarradoramente.

-¡Vamos! ¡Arriba, que se hace tarde!
Papá y yo ocupamos el ancho asiento del cupé, hubo algunos gritos de despedida,

recomendaciones y encargos confusos, la galera echó a andar con gran ruido de hierros,
chasquidos de látigo, silbidos de los postillones y ladridos de perros, seguida a la carrera
por una pandilla de muchachos desarrapados que la acompañaron hasta el arrabal. Teresa se
había asomado a la ventana, y, lejos ya, desde el fondo de la calle Constitución, todavía vi
flotar en el aire su pañuelito blanco...



- VII -


El viaje en la galera, muy agradable y divertido, en un principio, sobre todo a la hora de

almorzar, que adelantamos bastante para entretenernos en algo, resultó a la larga
interminable y molesto, aun para nosotros que no íbamos estibados entre bolsas y paquetes,
como los infelices pasajeros del interior.

-¡Qué brutos hemos sido en no venirnos a caballo!- decía mi padre.
Él utilizaba muy poco la diligencia, prefiriendo los largos galopes, que lo dejaban tan

fresco como una lechuga, y después de los cuales afirmaba con naturalidad no exenta de
satisfacción:

-Veinte leguas en un día no me hacen «ni la cola», con un buen «montado» y otro de

tiro.

Pero temía que la jornada fuese demasiado penosa para mí, y no era hombre de hacer

noche en mitad del camino, pues consideraría menoscabada con ello su fama de eximio
jinete o, más bien, de «buen gaucho». En cuanto a mí, doce leguas era el máximum que
había alcanzado en mis excursiones, pero tampoco me asustaban las veinte, en mi
petulancia juvenil.

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Nuestra única diversión era mirar el campo que parecía ensancharse inacabablemente

delante de la galera, lanzada a todo galope de sus doce caballos flacos y nerviosos, atados
con sogas, ensillados con cueros que ya no tenían o nunca habían tenido la forma de un
arnés, y tres de ellos, a la izquierda, montados por otros tantos postillones harapientos, de
chiripá, bota de potro y vincha en la frente, sujetando las negras y rudas crines de su
cabellera. Los tres gritaban alternativamente, haciendo girar sobre sus cabezas la larga
trenza de su arriador, que caía implacable, ora sobre las ancas, ora sobre la cabeza de los
pobres «mancarrones».

Contreras, desde su alto pescante, con cuatro riendas en la izquierda, blandía con la

derecha el látigo largo y sonoro, nunca quieto, azotando sin piedad los dos caballos de la
lanza y los dos cadeneros, y la diligencia, envuelta en una nube de polvo, iba dando saltos
en las asperezas del camino, como si quisiera hacerse pedazos para acabar con aquella
tortura que la hacía gemir por todas sus tablas, por todos sus hierros, por todos sus vidrios a
un tiempo.

Terminaba el verano. Las entonces escasas cosechas de aquella parte del país -hoy

océano de trigo- estaban levantadas ya, los rastrojos tendían aquí y allí sus erizados
felpudos, la hierba moría, reseca y terrosa, y el campo árido nos envolvía en densas
polvaredas, mientras el sol nos achicharraba recalentando las agrietadas paredes del
vehículo. En el paisaje ondulado y monótono, el camino se desarrollaba caprichosamente,
más oscuro sobre el fondo amarillento del campo, descendiendo a los bañados en línea casi
recta, como un triángulo isósceles de base inapreciable, o subiendo a las lomas en curvas
serpentinas que desaparecían de pronto para reaparecer más lejos como una cinta estrecha y
ennegrecida por el roce de cien manos pringosas. Pocos árboles, unos verdes y melenudos,
como bañistas que salieran de zambullirse, otros, escasos de follaje, negros y retorcidos,
como muertos de sed, salpicaban la campiña, cortada a veces por la faja caprichosa y fresca
de la vegetación, siguiendo el curso de un arroyo, pero sin interés, con una majestad vaga, y
mucho más para mí, que, medio adormecido, pensaba confusamente en mis compañeros, en
Teresa, un poco en mi madre desconsolada y un mucho en la vida de desenfrenado holgorio
que llevara durante tantos años en Los Sunchos. ¿Se había acabado la fiesta para siempre?
¿Me aguardaban otras mejores?

En las postas, mientras Contreras, los postillones y los peones «ociosos», lentos y

malhumorados, reunían los caballos, siempre dispersos, aunque la galera tuviese días y
horas fijos de «paso», los pasajeros todos bajábamos a estirar las piernas entumecidas en la
inmovilidad. Como estas postas eran, generalmente, una esquina o pulpería -pongamos
mesón, para hablar castellano y francés al mismo tiempo-, se explicará la inevitable
ausencia del refresco hípico con la imperativa presencia del refresco alcohólico. Tatita
pagaba la copa a todo el mundo, la caña con limonada, la ginebra o el suisé, daban nuevas
fuerzas a nuestros compañeros de viaje para seguir desempeñando resignadamente el papel
de sardinas. ¡Cómo lo adulaban, exteriorizando familiaridades que parecían excluir toda
adulación! ¡Y cómo me sentía yo orgulloso de ser hijo de aquel dominador, tan servilmente
acatado!...

Llegamos, por fin, a la ciudad, anquilosados por tan largas horas de traqueteo. La

galera rodó por las calles toscamente empedradas, despertando ecos de las paredes
taciturnas, y haciendo asomarse a las puertas las comadres, que nos seguían con la vista,
curiosas, inmóviles y calladas, ladrar furiosos los perros alborotadores, correr tras el

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armatoste desvencijado la turba de chiquillos sucios y casi desnudos, cuyo entusiasmo tiene
manifestaciones de odio, en la torpe confusión de los instintos y las sensaciones.

Y, al caer la tarde, entre resplandores rojizos, cálida y triste, la galera nos depositó

frente a la casa de don Claudio Zapata, «la casa cristiana, donde no había malos ejemplos,
perdición de los jóvenes», reclamada por Mamita. Don Claudio y su mujer nos aguardaban
a la puerta.

Ambos hicieron grandes agasajos a Tatita, casi sin parar mientes en mí, lo que me

lastimó mucho, pensando que estaban llamados a constituir provisoriamente toda mi
familia. Con la indiferencia de mi padre y el apasionamiento de mi madre se llegaba a un
término medio mucho más caluroso. Y esta primera impresión tuvo una fuerza incalculable:
de semi-hombre que era en Los Sunchos, me sentí de pronto rebajado a niño, regresión que
iba a seguir experimentando después, y que se manifestó de nuevo, en otras proporciones,
cuando me estrené de lleno en la vida bonaerense, años más tarde...

La hembra de aquella pareja -¿era la hembra aquel sargentón de fornidos hombros,

pecho como alforjas, porte militar, gran cabellera castaña (postiza, claro), bozo negro en el
labio, mano de gañán, mirada imperativa, voz agria y fuerte, nariz de loro, pie de gigante?
¿Era el macho aquel pajarraco enclenque, delgado como una vaina de daga sobre la que se
hubiese puesto una pasa de higo con bigote y perilla blancos (caricatura de Tatita), con dos
cuentas de azabache en vez de ojos?- La hembra, digo, al verme inmóvil y cortado, dando
vueltas al chambergo al borde de la acera, creyó llegado el momento de representar su
papel femenino, mostrándose algo afectuosa, y se dirigió a mí, diciéndome las palabras más
agradables y maternales que se le podían ocurrir. Pero su voz tenía inflexiones desapacibles
y pese a sus melosos aspavientos, me produjo una sensación de antipatía, algo como una
intuición de que todo aquello era falso y de que por su parte me aguardaban muchas
desazones. Tan honda fue esta impresión que -vuelto a ser niño, como ya dije- los ojos se
me llenaron de lágrimas que disimulé y me sorbí como pude por que nadie advirtiera una
emoción de que nadie se preocupaba en realidad, pero que hubiera desconsolado a Mamita
si la hubiese supuesto y que la hubiera desesperado si la hubiese visto.

Algunos amigos de mi padre, noticiosos de su llegada, acudieron a saludarlo, y poco a

poco se llenó de gente la vasta sala desmantelada, de la que recuerdo, como decoración y
mueblaje, una docena de sillas con asiento de paja -las de enea, o anea de los españoles-
dos sillones «de hamaca», amarillos, montados sobre simples maderas encorvadas, paredes
blanqueadas con cal, de las que pendían algunas groseras imágenes de vírgenes y santos,
iluminadas con los colores primarios, como las de Épinal, o las aleluyas, una consola de
jacarandá muy lustroso y muy negro, sosteniendo un niño Jesús de cera envuelto en
oropeles y encajes de papel, el piso cubierto con una vieja estera cuyas quebrajas dibujaban
el damero de los toscos ladrillos que pretendía disimular, y el techo de cilíndricos troncos
de palma del Paraguay, blanqueados también y medio descascarados por la humedad, como
si tuvieran lepra.

Dos chinitas descalzas, y vestidas con una especie de bolsas de zaraza floreada, atadas

a la cintura formando buches irregulares y sin gracia, con las trenzas de crin, azul a fuerza
de ser negro, pendientes a la espalda, la tez muy morena, las narices chatas, la mirada
esquiva y recelosa como de animal perseguido, los ademanes bruscos e indecisos, como de
semisalvajes, hacían circular entre las visitas el interminable mate siruposo, endulzado con
grandes cucharadas de azúcar rubia de Tucumán, acaramelada con un hierro candente y
perfumada con un poco de cáscara de naranja. Eran el acabado reflejo de las chinas de casa

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-que no he descrito-, pero menos resueltas, menos vivarachas, menos bonitas y más
desarrapadas también.

Yo me aburría solemnemente, fuera del ancho círculo regular que formaban las visitas,

sentado en un rincón oscuro, olvidado por todos, muerto de hambre, de cansancio y hasta
de sueño, porque después de escuchar un rato la chismografía social y política a que se
entregaban aquellos ciudadanos, hablando a ratos cuatro y cinco a la vez, mi atención se
había relajado y me dejaba presa de un sonambulismo que sólo me permitía oír palabras
sueltas, que no me sugerían sino imágenes borrosas e inconexas. Mi padre puso, por fin,
término a esta situación, proponiendo un paso «para estirar las piernas», frase cuyo
significado interpreté al momento: irían hasta el café o el club a jugar al billar o al truco y a
beber el vermouth de la tarde. Fui el primero que se puso de pie lanzando un suspiro de
liberación. De los visitantes, unos se excusaron, otros se dispusieron a acompañar a Tatita.

-¡No vuelvan tarde, que pronto va a estar la cena! -recomendó misia Gertrudis con una

sonrisa avinagrada, la más dulce, sin embargo, de su corto repertorio.

Salimos, pues, y en el trayecto comencé a conocer la «maravillosa» ciudad de calles

angostas y rectilíneas formadas por caserones a la antigua española, de un solo piso,
algunas con portales anchos y bajos, pretendidamente dibujados a lo Miguel Ángel, sobre
cuyo dintel solía verse, entre volutas, ya una imagen de bulto, ya el monograma I. H. S.,
flanqueados, algo más abajo, por series de ventanas con gruesas y toscas rejas de hierro
forjado. A cada cien varas o menos se veía la fachada, el costado o el ábside de alguna
iglesia o capilla, el largo paredón de un convento, y de algunas tapias desbordaban sobre la
calle las ramas de las higueras, el follaje de las parras, el verdor grisáceo de durazneros y
perales polvorientos. Por las ventanas abiertas solían entreverse, al pasar, las habitaciones
interiores de las casas, análogas a la sala de don Claudio, con escasos muebles, piso de
ladrillo o de baldosa, tirantes visibles, paredes encaladas e ingenuos adornos cuyo motivo
principal eran las estampas de santos, las vírgenes de yeso, y a veces un retrato de familia
groseramente pintado al óleo. Todo aquello era primitivo, casi rústico, de un mal gusto
pronunciado y de una inarmonía chocante, pero debo confesar que esta impresión es muy
posterior a mi primera visita, porque entonces, sin entusiasmarme desmedidamente, la
ciudad me causó un efecto de lujo, de grandeza y de esplendor que nunca había
experimentado en Los Sunchos. ¡Qué hacerle! ¡Nadie nace sabiendo!

Sin embargo, más que todo aquello me gustó la plaza pública, muy vasta y llena de

árboles, con una gran calle circular de viejos paraísos cuyas redondas copas verde oscuro se
unían entre sí formando una techumbre baja, una especie de claustro lleno de penumbra por
el que se paseaban, en fila, dándose el brazo, grupos de niñas cruzados por otros de jóvenes
que las devoraban con los ojos o las requebraban al pasar, mientras que los viejos -padres
benévolos y madres ceñudas-, sentados en los escaños de piedra o de listones pintados de
verde, mantenían con su presencia la disciplina y el decoro.

Apenas mi padre entró en el Café de la Paz con sus amigos, me hice perdiz y corrí a

fumar un cigarrillo en el quiosco de madera que, para la música de las «retretas», se elevaba
en mitad de la plaza, olvidado del hambre por el gusto de verme libre después de tan larga
sujeción. Allí, entre nubes de humo, contemplé admirado aquel para mí enorme hormiguear
de gente, y tras de los árboles, las casas y las pardas torres de las iglesias, allá lejos, las
colinas que circundan la ciudad dejándola como en un pozo y que el sol poniente iluminaba
con fulgores morados y rojizos.

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Y de repente, un hondo, un irresistible sentimiento de tristeza se apoderó de mí:

encontrábame solo, abandonado -como si aquel cinturón de colinas me separara del mundo-
, en medio de tanta gente y tantas cosas desconocidas, y me imaginé que así había de ser
siempre, siempre, porque no existía ni existiría vínculo alguno entre aquella ciudad y yo.
Ningún presentimiento profético me entreabrió el porvenir; todas mis ideas iban
directamente hacia el pasado. Volvía a experimentar, más aguda, la sensación de hambre,
pero aquella congoja del estómago, más que física, parecía producida por el miedo, por una
expectativa temerosa, como cuando, muy niño aún, los cuentos de la costurera jorobada me
sugerían la presencia virtual de algún espíritu maléfico o la aproximación de algún peligro
desconocido. ¡Me sentí tan pequeño, tan débil, tan incapaz hasta de defenderme!... El
mismo exceso de esta sensación hizo que la sacudiese, levantándome de pronto y corriendo
hacia el Café de la Paz.

Cuando entré, las luces de petróleo, el rumor de las conversaciones, el chas-chas de las

bolas en el inmenso billar, la presencia de mi padre y sus amigos me devolvieron la calma.
Como todavía recuerdo el aspecto del cielo y de las cosas en aquella tarde memorable, creo
que me había perturbado -ayudándola el cansancio y el trasplante- la intensa melancolía del
crepúsculo.



- VIII -


En casa de Zapata nos aguardaba hacía rato la cena, gargantuesca como toda comida de

gala en provincia.

Alrededor de la mesa de mantel largo, muy blanca pero con tosca vajilla de loza y

gruesos vasos de vidrio, además de don Claudio, misia Gertrudis, mi padre y yo, sentáronse
varios convidados de importancia: don Néstor Orozco, rector del Colegio Nacional, don
Quintiliano Paz, diputado al Congreso, el doctor Juan Argüello, abogado y senador
provincial, don Máximo Colodro, intendente de la ciudad, y el doctor Vivaldo Orlandi,
médico italiano, situacionista, que acumulaba los cargos de director del hospital, médico de
policía y de la Municipalidad, profesor del Colegio Nacional y no recuerdo qué otra cosa,
con gran ira y escándalo de sus colegas argentinos.

El que absorbió toda mi atención en los primeros momentos fue, con justicia, el doctor

Orlandi. Hombre de cincuenta y cinco a sesenta años, alto, delgado, seco, de ojos negros,
pequeños y vivísimos, cutis aceitunado y rugoso, nariz aguileña algo rojiza en el extremo,
gran cabellera que, como el bigote y la perilla que llevaba a lo Napoleón III, era de un
negro tan natural que resultaba sobrenatural; decía pocas palabras, con rudo acento
piamontés, en tono siempre sentencioso y dogmático. Después me aseguraron que era un
cirujano habilísimo, el mejor de las provincias, y que en su mano hubiera estado conquistar,
como médico, la misma capital de la República. Esto no me admiró tanto como su
sombrero de copa, inmenso y brillante, que llevaba de medio lado y hundido hasta las cejas
cuando andaba por la calle y que, en la circunstancia, había puesto cuidadosamente sobre
una de las consolas de jacarandá. También me ocupó don Néstor, anciano bajo y grueso,
blanco en canas, de cara de luna llena, muy risueño siempre, amable conversador de ancha
y roja boca, cuyos labios carnosos y sensuales relucían húmedos como besando las palabras
que modulaba no sin gracia con una especie de cadenciosa melopea. Le gustaba hablar de

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«los tiempos de antes», y al referirse a su juventud parecía buscar el testimonio de misia
Gertrudis con una sonrisa picarescamente expresiva. Varias veces se insinuó, en la mesa
que «había sido muy diablo», cosa que me hizo mucha gracia, sobre todo cuando replicó:

-Y no lo tienten al diablo... Porque todavía, todavía... Y acuérdense que más sabe por

viejo que por diablo... ¿No es así, misia Gertrudis?

-¿Qué quiere que yo sepa, don Néstor?- contestó evasivamente el sargentón, con un

tono de enfado que hizo sonreír a todos menos al marido.

Cuando mi padre habló, por fin, de mí, al servirse los postres -arroz con leche cubierto

de canela en polvo, dulce de zapallo y de membrillo y tabletas y confites de Córdoba- yo
me estremecí en el extremo de la mesa a que me habían relegado con la orden tradicional
de «no meter mi cuchara», vale decir de no desplegar los labios, como si quisieran que
«aprendiese para estatua». Me estremecí porque Tatita dijo:

-Aquí tienen ustedes un mocito que quiere hacerse hombre. Viene a estudiar para

«doctor» y cuenta, como yo cuento, con la ayuda de los amigos. Es muy pollo todavía, pero
tiene enjundia suficiente para no quedarse aplastado a lo mejor. Va a entrar al Colegio
Nacional, y usted, don Néstor, bien puede darle una manito.

-Con mucho gusto -contestó el interpelado-. Hasta le pondremos cuarta si es preciso -

agregó mirándome con sonrisa entre burlona y afectuosa-.

¿Estás bien preparado para el examen de ingreso?
-¿Cómo dice? -balbucí, no entendiendo la pregunta y con toda mi indígena descortesía,

como si fuera el más «chúcaro» de mis jóvenes convecinos.

-Que si has terminado tus estudios en la escuela de Los Sunchos.
Comprendiendo a medias, contesté, no sin cierto orgullo:
-Era monitor.
-¡Ah! -exclamó don Néstor, divertidísimo-. ¿Conque monitor? ¡Está bueno! ¡Está

bueno! Ser monitor no es moco de pavo, pero...

Tatita corrió en mi auxilio diciendo socarronamente:
-La verdad... La verdad es que no sabe muy mucho; pero hay que considerar... hay que

considerar lo brutos que son los maestros de campaña... Y el tal don Lucas de Los Sunchos
es tan mulita que no sirve ni para «rejuntar» leña... Vaya, don Néstor, no se haga el malo y
no me abatate al chico... ya sabe que en el camino se hacen bueyes... ¡Y usted, doctor -
dirigiéndose a Orlandi-, dé un «arrempujoncito», pues, hombre!

Esto fue dicho con tal jovialidad bonachona que todos se echaron a reír; todos menos,

naturalmente, doña Gertrudis, que no conseguía llegar a mostrarse amable ni aun para
adular a Tatita.

-Tien l'aspetto mucho inteliguente -sentenció el doctor, examinándome con sus ojillos

escrutadores-. Y los cóvenes creollos aprenden muy fáchile.

-Eso es verdad -asintió don Néstor-. Nuestra muchachada es viva como la luz. En

cuanto a éste, ya se despertará en el Colegio. Si para admitir a los que vienen del campo
exigiéramos que se presentaran al examen de ingreso como unos Picos de la Mirándola, el
Colegio quedaría monopolizado por la ciudad. Por eso el examen es, a veces, una mera
formalidad, casi un simulacro... Podemos hacer esta concesión, confiando en nuestro
excelente plan de enseñanza y en el saber de nuestros profesores, amiguito: el Colegio
Nacional no es la escuela primaria de Los Sunchos. ¡Aquí se hacen hombres!

Ya apareció aquello: «¡Se hacen hombres!» Este idiotismo había de perseguirme toda

la vida sin que hasta ahora sepa yo lo que quiere decir.

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-Preséntese el niño sin cuidado -continuó don Néstor, volviendo a su húmeda sonrisa

que había abandonado un instante-. Ahora lo traerán como si lo presentaran en bandeja.
Pero después ¡cuidado con los exámenes de fin de curso! ¡Entonces... entonces habrá que
saber, amiguito; hay que hamacarse!

Todo aquello de exámenes, Colegio, profesores, plan de estudios, me parecían a veces

pamplina, palabras sin sentido, gracias a mi profunda ignorancia; pero inmediatamente
después me intimidaban, como algo cabalístico y misterioso, como un rito terrible y arcano
que sólo el poder de mi padre hacía accesible para mí, tan accesible que todas las primeras
dificultades se desvanecían ante su conjuro. ¿Por qué no habría de seguir siendo siempre
así?... Y ahíto de comidas pesadas, mareado por el vino fuerte y amargo de la tierra,
definitivamente rendido por la fatiga del viaje, comencé a dar cabezazos sobre la mesa, «a
pescar», como decía Tatita, soñando ya, semidespierto, con las pruebas de las sociedades
secretas descritas en los novelones, como si se impusieran a un ser que, ajeno a mí, fuese al
propio tiempo yo mismo.

-¡Se le van los bueyes, amigo! -gritó mi padre al verme dar con la frente en el mantel

maculado de salsas y de vino-. Váyase a hacer nono.

Misia Gertrudis, ¿dónde es el cuarto del chacho?
-Yo lo he de llevar -dijo la vieja, levantándose y haciendo terminar para mí aquella

comida que debió asumir colosales proporciones, pues mucho más tarde pareciome oír,
entre sueños, gran vocerío e inextinguibles carcajadas.

Algo monótonos, pero agradables por la libertad que me procuraba mi papel de cola de

Tatita, a quien seguía a todas partes, esquivándome en todas para fumar o corretear,
pasaron los días que me separaban del misterioso y vagamente temido examen de ingreso.

Entré en la vasta aula, abovedada y solemne, pese a su poca elevación y merced a su

aspecto alargado de catacumba, y me mezclé con otros chicos, más azorados que yo, casi
sin ver la mesa examinadora, allá, en el extremo de la sala, destacándose con su tapete
verde, su campanilla de plata y el amenazante bombo de las bolillas, sobre la pared blanca
de cal, bajo un gran crucifijo negro, de madera, y tras de la cual se sentaban, en el medio
don Néstor con su sonrisa, a la derecha el doctor Orlandi con el bigote y la perilla más
negros que el betún, y a la izquierda un hombrecillo pálido y enjuto como un haz de
sarmientos, quien, según después supe, era el doctor Prilidiano Méndez, profesor de latín,
idólatra de esta lengua que, muerta y todo, era para él el Paladión del saber y la civilización
humanos: quien ignorara el latín «estaba dispensado de tener sentido común», y quien lo
supiera podía a su juicio ignorar todo lo demás y ser, sin embargo, una deslumbrante
lumbrera.

No entendí nada en los abracadabrantes interrogatorios sufridos por los muchachos que

me precedieron, y preguntas y respuestas eran para mí un zumbido molesto de cosas
informes, el rezongo de una liturgia desconocida.

Pero una desazón me oprimía el pecho, perdido ya completamente mi aplomo de Los

Sunchos, y cuando me llegó la vez, a pesar de mi convicción de invulnerabilidad, tiritando
me acerqué a la silla que, en medio de un espacio vacío y frente al tapete verde, me parecía
el banquillo de un acusado si no de un reo de muerte...

¿Qué me preguntaron primero? ¿Qué contesté? ¡Imposible reconstruirlo!
Sólo recuerdo que don Prilidiano se inclinó al oído de don Néstor, y murmuró, no tan

bajo que no lo oyera, con los sentidos aguzados por el temor:

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-¡Pero si no sabe una palabra!
-¡Bah! Para eso viene, para aprender. Es el hijo de Gómez Herrera -dijo don Néstor.
-¡Ah! Entonces...
El doctor Orlandi cortó el aparte, preguntándome:
-¿Cuále é il gondinende más grande del mondo?
Un relámpago de inspiración me iluminó haciéndome recordar lo que había oído de la

grandeza de nuestro país, y contesté, resuelta, categóricamente:

-¡La República Argentina!
Los tres se echaron a reír, Orlandi, alzando los bigotes de tinta, don Néstor, estirando

de oreja a oreja la gruesa boca húmeda, don Prilidiano con un ¡je, je, je! seco y sonoro
como el choque de dos tablas. Me desconcerté y una ola de sangre me subió a la cara. Don
Néstor acudió en mi auxilio, diciendo entrecortadamente:

-No es del todo exacto... pero siempre es bueno ser patriota... ¿No aprenden geografía

en la escuela de Los Sunchos?... ¡Está bueno!...

Hice ademán de levantarme, considerando terminado el martirio con la muerte moral;

pero el latinista me detuvo, haciéndome esta pregunta fulminante:

-¿Cuál es la función del verbo?
Medio de pie, con la mano derecha apoyada en el respaldar de la silla, clavé en él los

ojos espantados y balbucí:

-¡Yo... yo no la he visto nunca!
La ira de don Prilidiano quedó sofocada por las carcajadas homéricas de los otros dos,

entre cuyos estallidos oí que don Néstor repetía:

-¡Está bien, siéntese! ¡Está bien, siéntese!
Completamente cortado volví a sentarme en el banquillo, diciéndome que aquella

tortura no acabaría sino con mi muerte, material esta vez; pero el rector acertó a contenerse
y me dijo más claro, con burlona bondad:

-No, no. Vaya a su asiento. Vaya a su asiento.
Los oídos me zumbaban, pero al pasar junto a los bancos pareciome oír: «Es un burro»,

y pensé en huir sin detenerme, hasta Los Sunchos, pero no tuve fuerzas. Caí desplomado en
mi asiento. ¡Cómo se habían reído de mí profesores y alumnos! ¡De mí, de quien, en mi
pueblo, no se había atrevido nadie a reírse, de mí, de Mauricio Gómez Herrera!...



- IX -


Como era lógico -aunque ahora quizá no lo parezca-, entré a cursar el primer año del

Colegio Nacional, y con este favor empezó el primer calvario de mi vida, quizá el único
hasta hoy.

En cuanto supo que «había pasado», Tatita se volvió a Los Sunchos, dejándome en

poder de los Zapata, cuyos procedimientos resultaron, ¡ay!, muy otros que los de mis
padres, y cuyo seco rigor era la antítesis de la tolerancia cariñosa o servil a que estaba
acostumbrado. En un principio, traté de rebelarme contra esta tiranía, sobre todo contra la
de misia Gertrudis; pero mis esfuerzos se estrellaron en su carácter inflexible, que pocas
veces trataba de disimular bajo una apariencia dulzona.

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-¡Es por tu bien! -me decía, después de arrancarme a las más inocentes diversiones-.

¿Qué diría tu padre, si te dejáramos hacer lo que quisieras y perder el tiempo a tu antojo?

-Tatita -replicaba yo airado- no me ha tenido nunca encerrado como un preso, y no me

perseguía como usted.

-¡Es por tu bien, te repito! Y, además, seguimos las instrucciones del mismo don

Fernando. Acuérdate de que cuando don Néstor le dijo que, si no estudiabas mucho, te
quedarías en primer año, tu padre me recomendó:

«Átemelo a soga corta, misia Gertrudis. ¡Téngamelo en un puño!» ¡Ni más ni menos!

¡Y... basta de discusión!

Se marchaba y yo me quedaba temblando de cólera y de impotencia. ¿Qué se había

hecho de mi indomable voluntad? ¡Ay! Desterrado, en el aislamiento, en un mundo
desconocido y hostil, sin los sólidos puntos de apoyo de Mamita, de los sirvientes, de todos
cuantos me adulaban para adular a mi padre, sentíame deprimido, incapaz de iniciativa y de
rebelión, desde que mis primeros esfuerzos revolucionarios sólo arribaron a hacer mayor la
severidad de mis carceleros. Porque los Zapata lo eran:

no me dejaban ni a sol ni a sombra, no me permitían salir solo; inspirado por su mujer,

don Claudio me llevaba todos los días al Colegio, para hacerme imposible el dulce vagar de
la «rabona». Los domingos y fiestas tenía que ir con ellos a misa, al sermón, a la doctrina, y
en los intervalos, me hacían acompañarlos a recorrer las calles como un bobo, cuando no a
hacer visitas que me daban un tedio mortal y acababan con mi resto de energía. La
vigilancia de misia Gertrudis no se adormecía un momento. Me había dado un cuarto
contiguo al suyo, para tenerme siempre a la vista o al alcance de la mano y de la voz;
limitaba mis relaciones con las chinitas a lo más estrictamente necesario para mi servicio,
sin dejarme charlar ni jugar con ellas; registraba todas las noches mi habitación y mis
bolsillos para confiscarme los cigarros y cuanto libro de entretenimiento me procurara a
hurtadillas; a media noche se levantaba para hacer una ronda por la casa, ver si las criadas
dormían y si todo estaba en orden, celosa, hasta la manía, de una moral que, según las
malas lenguas, no había sido su culto cuando moza, ni aun en los umbrales de la vejez. «Era
de las que daban vuelta a los santos cara a la pared -contábanme sus contemporáneos, años
más tarde-, y don Néstor Orozco no fue ni el primero ni el último de sus amigos», y añadían
nombres y detalles que no hacen al caso, riéndose unos de don Claudio, denigrándolo otros
por su tolerancia según ellos interesada. En mi tiempo, misia Gertrudis trataba
probablemente de redimir sus antiguos pecados con la monástica austeridad de los últimos
años, ya fríos, sin sol ni flores.

Dios la haya perdonado en mérito de lo que hizo gozar y luego sufrir a los demás, si no

en gracia de los interminables rosarios que nos hacía rezar todas las noches, de rodillas
sobre un rudo enladrillado de la sala semi a obscuras.

Con todo, mi ingenio me permitía burlar de cuando en cuando su espionaje,

especialmente para fumar y leer novelas que encuadernaba con las tapas de los libros de
texto. Pero aquel sistema depresivo daba aparentemente sus frutos que cualquier observador
superficial como misia Gertrudis y don Claudio podía haber juzgado benéficos y duraderos,
sin que fueran, en realidad, ni una ni otra cosa: del Mauricio arrebatado, alegre y franco de
Los Sunchos, había hecho un muchachón disimulado, avieso y triste, una criatura aislada y
arisca, como un perro perseguido.

Ocultamente también escribí varias veces a mi madre, quejándome de la horrible

sujeción y pidiendo que le pusiese remedio; me contestaba, afligida, diciendo que nada

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podía contra la voluntad de mi padre, que éste estaba resuelto a «hacerme hombre», y
mandándome dulces, tabletas y un poco de dinero, muy poco, porque Tatita se lo había
prohibido, por consejo y exigencia de los Zapata. De vez en cuando, agregaba noticias de
Teresa Rivas, que siempre le preguntaba con mucho interés por mí... Estas cartas, lejos de
consolarme un tanto, hacían mayor mi desaliento y mi depresión, privándome de mis
últimas esperanzas.

Acababa de quitarme toda energía mi situación en el Colegio, donde los condiscípulos

me demostraban la mayor antipatía, un poco por mi culpa, sea dicho de paso, y sin que la
provocara el favoritismo de mi admisión, ni la estupenda ridiculez de mi examen, aunque a
veces recordaran burlándose, el famoso «Yo no la he visto nunca». Y es que al principio,
falto de experiencia e iniciando una política inhábil y contraproducente, quise imponerles el
mismo respeto y el mismo acatamiento de que gozaba en Los Sunchos, donde «era
monitor». Esta pretensión, mezclada quizá a un poco de envidia por mi buena figura, y de
celos por cierta condescendencia de algunos profesores, desencadenó la enemistad de los
muchachos, y el «monitor-pajuerano», como me decían, fue la víctima de sus camaradas,
que no vislumbraban siquiera, tras él, la sombra omnipotente y amenazadora del papá. Esta
enemistad, que se traducía en agresiones colectivas, manteos, «ronga-catonga» bailadas en
torno mío, no sin puñetazos, puntapiés, escupidas y otras amenidades escolares, de que
nunca me quejé a los superiores por caballeresco puntillo, cedió un tanto, casi por ejemplo,
después de varios combates con «los más guapos», en los que, por fortuna, resulté casi
siempre vencedor. Pero la sorda hostilidad no cesó nunca, porque, envalentonado con mi
triunfo, me mostré altivo en demasía, y porque mi forzoso aislamiento, fuera de las horas de
clase y de los recreos en los claustros sombríos o en el gran patio del Colegio, no me
permitía cultivar amistad alguna, ni aun la del mismo Pedro Vázquez, alumno de segundo
año ya. ¿Cómo hacerme de camaradas íntimos, si don Claudio ahuyentaba en la calle a mis
condiscípulos, que de otro modo quizá se hubieran unido a mí?

El estudio me interesaba muy poco; antes que aprender las largas lecciones de

memoria, el musa musae, el bonus, bona, bonum, la nomenclatura interminable de los
departamentos de provincia, los cuentos insípidos del Compendio de Historia Sagrada,
prefería quedarme horas enteras mirando al aire, evocando las risueñas imágenes de Los
Sunchos, o rehaciendo las complicadas intrigas de las novelas. Era el más «burro» de la
clase, pero mi insuficiencia no me molestaba en lo más mínimo, ni por mis condiscípulos ni
por los profesores, olfateando instintivamente en estos últimos, quizá, una insuficiencia, si
no mayor, más perniciosa aún. Salvo raras excepciones eran ignorantes, se limitaban a
tomar las lecciones con el texto en la mano, docticum libro, y contestaban rara vez a las
preguntas que les hacían, para aclarar una duda, maestros improvisados, en fin, en una
época en que las «cátedras» eran el refugio de los amigos del gobierno que no tenían
profesión ni aptitudes para ganarse el pan.

Mi vida, pues, no era vida. Moríame de hastío en casa de Zapata, que apenas recibía a

dos o tres personas, además del cura Ferreira y de fray Pedro Arosa, franciscano, y que no
dio fiesta alguna después de la comida en honor de Tatita; sufría y rabiaba en el Colegio,
donde lo que aprendí fue de oírlo repetir a los demás; cada día me era más difícil
procurarme novelas, porque el dinero escaseaba mucho, pues, como repetía misia
Gertrudis:

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-Aquí tienes todo cuanto necesitas, y la plata es la perdición de los muchachos, sobre

todo en una ciudad como ésta-, considerando que la dormida capital provinciana era una
Babilonia, si no un París.

¿Qué hacer, entonces? ¡Volverme a Los Sunchos! Esta idea llegó a convertirse en

obsesión. Pero ¿cómo realizarla, sin medios, sin recursos?

En último extremo, cansado de quejarme inútilmente a mi madre, había escrito a Tatita,

pintándole mis padecimientos con los más negros colores, y pidiéndole que me llevara a su
lado o por lo menos me hiciera tratar de un modo más humano; pero él, convencido de que
yo exageraba, alentado por los consejos de don Higinio, engañado por las cartas de don
Claudio, me contestó diciéndome que aguantara, porque en la vida todo no eran rosas, y
que mayores pellejerías había pasado él cuando muchacho para «hacerse hombre». Todavía
no me doy cuenta de lo que se proponían doña Gertrudis y su marido tratándome así, y a lo
más que puedo llegar es a decirme quedaban libre curso a su carácter con los que estaban
bajo su dependencia -las chinas y yo-, y que era más sabroso para ellos dominarme,
engañando a Tatita, so color de rigidez de principios. No cejé, sin embargo, y volví al asalto
por la parte más débil, escribiendo una y otra carta a Mamá, con tantas jeremiadas,
revueltas entre repeticiones y faltas de ortografía, que la buena señora se resolvió, por fin, a
desobedecer de lleno, y quizá por primera vez, a su marido, enviándome algunos pesos
bolivianos que yo le pedía con el pretexto de suavizar un tanto mis amarguras y comprar
libros y otras cosas necesarias.

Una vez dueño de este capital maduré mi proyecto de fuga, no tan fácil como a primera

vista podría creerse: me costó días enteros de meditación, pero el plan resultó de una pieza.

La galera para Los Sunchos salía los lunes, miércoles y viernes muy temprano, de una

posada céntrica, el Hotel de la Bola de Oro, y después de atravesar la ciudad se detenía en
una pulpería de las afueras -la Esquina del Poste Blanco-, especie de sub-agencia para
encomiendas y pasajeros, antes de emprender seriamente el galope, camino real adelante.
Allí había que tomarla, no cabe duda, pues atravesando la ciudad alguien entre los
acostumbrados espectadores del paso de la galera había de verme, necesariamente.

Los hábitos recién adquiridos de disimulo me sirvieron en la circunstancia como si sólo

para ella me los hubieran inculcado; después tuve ocasión de utilizarlos muchas veces con
éxito, probando que los frutos de la buena educación no se pierden nunca. Bueno, pues; con
gran sorpresa y mucho gusto de misia Gertrudis, que hasta entonces tenía que despertarme
tres o cuatro veces cada mañana, comencé a madrugar por iniciativa propia, y a dar cortos
paseos, con el libro en la mano, como quien estudia, primero en la huerta, después en la
acera de la calle, casi siempre a la vista de la vigilante centinela, pero cuidando de
desaparecer a veces un momento, para que fueran adormeciéndose sus sospechas. Cuidé
también de hablar mucho, por aquellos días, de un paraje pintoresco, a una legua o poco
más de la ciudad, al otro extremo del Poste Blanco, que habíamos visitado en una excursión
con los Zapata, y donde el río, que más cerca era apenas un hilo de agua tendido sobre un
inmenso lecho de cantos rodados, ofrecía entonces, gracias a una especie de dique natural,
un buen bañadero y un excelente sitio para pescar bagres y dientudos. El «Mojarral» con
sus cauces, sus peces y su bañadero no se me caía de la boca, y cualquiera hubiese jurado
que yo no pensaba en otro paraíso.

-¡Así me gusta! ¡Estás estudioso! -decía misia Gertrudis, no sin sorna, al verme salir de

mi cuarto, con el libro en la mano, casi de madrugada-. Si seguís así, un día de estos te
vamos a llevar al «Mojarral».

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-¡Sí! Pero que sea pronto... ¡Tengo tantísimas ganas!
En fin, un martes por la noche deposité una maletita con parte de mi ropa en el fondo

de la huerta, que daba a una calle excusada, y en un rincón de donde podría sacarla
fácilmente sin ser visto. Me acosté, en seguida, pero no me fue posible dormir: la fiebre me
devoraba, considerábame libre ya, y renacía en mí el muchacho inventivo y resuelto de Los
Sunchos, aparentemente domado por el freno horrible de los Zapata, hasta el punto de
buscar en mi imaginación cómo vengarme de misia Gertrudis. No encontré, por el
momento, castigo alguno digno de su perversidad, y dejé que la ocasión me ofreciera la
venganza, jurándome, sin embargo, no abandonar jamás este santo propósito. Como, apenas
me amodorraba, despertaba sobresaltado, soñando que me habían descubierto, resolví
levantarme, de noche aún. Debí hacer ruido, porque misia Gertrudis gritó de pronto:

-¿Quién anda ahí?
Volví a meterme en la cama, medio vestido, y oí que la vieja se levantaba a su vez

precipitadamente, encendía luz, se asomaba a mi cuarto y luego salía al patio a hacer una
ronda extraordinaria.

-¡Ésta es la mía! -Me dije, sin reflexionar, inspirado por mi grande amiga, la

oportunidad.

Y precipitándome al dormitorio de misia Gertrudis -don Claudio tenía cuarto aparte-,

tomé de sobre la cómoda, donde las ponía siempre, sus magníficas trenzas castañas, que
sólo se ataba a la cabeza una vez terminadas las faenas matinales. ¿Qué iba a hacer con
ellas? No lo sabía ni me importaba por el momento.

Amaneció poco después, sin que misia Gertrudis volviera de su inspección, y yo salí,

como de costumbre, con el libro en la mano. La vieja estaba haciendo fuego en la cocina.
Corrí a la huerta, tiré en el lodo infecto del comedero de los cerdos las hermosas trenzas
que los «cuchis» se encargarían de devorar o destrozar, por lo menos, como un plato
exquisito, saqué la maleta de su escondite, y, por las calles solitarias aún, envueltas en
húmeda neblina, me fui al boliche del Poste Blanco, a esperar la galera de Los Sunchos,
que ya estaría por llegar. En efecto, la aguardaba hacía dos minutos, cuando se detuvo en la
puerta, con gran ruido de hierros y de maderas entrechocados. El mayoral, Isabel Contreras,
y los postillones, entraron a tomar su segunda «mañanita», de caña pura, caña con limonada
o ginebra, sorbida ya la primera en la Bola de Oro, y a recoger encomiendas,
correspondencia y pasajeros, si los había. Y había uno: yo.

Contreras, que como miembro conspicuo de la población flotante de Los Sunchos, me

conocía como a sus manos, y respetaba a Tatita, a quien, según ya dije, servía de correo
especial y de informante celoso, me hizo la mejor acogida, no se metió en indiscretas
averiguaciones a propósito de mi presencia allí, y me dispensó el señalado honor de
invitarme a que lo acompañara en el pescante, mientras ponía él mismo mi valija en el
imperial. Cuando hice mención de pagar el pasaje, rechazó el dinero.

-Ya me pagará don Fernando.
¡Si yo hubiese sabido! ¡Cuántas semanas antes hubiera desertado de la zapatil

mazmorra!

Charlando durante el viaje, y animado por alguna libación en las postas, con la falta de

reserva que caracteriza a la petulancia infantil, y que no había corregido del todo, todavía,
pese a la inquisitorial fiscalización de misia Gertrudis, conté por lo largo a Contreras mis
padecimientos y mi escapatoria, cuando «ya no podía aguantar más».

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Sobresaltose el buen paisano en un principio, pensando en sus responsabilidades, y ya

iba a arrepentirme de mi desmedida confianza, cuando reaccionó, echose a reír a
carcajadas, y haciendo restallar su largo látigo exclamó:

-¡Hijo 'e tigre, overo has de ser! ¡Éste no desmiente la casta!
Se rió mucho más de la jugarreta del pelo postizo, diciendo que bien se la merecía la

«perra vieja» aquélla, y después, como hombre ducho, me aconsejó que no me dejase ver
por Tatita antes de hablar con mi madre, porque las madres son siempre las «mejores
tapaderas» para los hijos, y porque «hay que tener mucho ojo con el mal genio de don
Fernando». Y, para hacerlo mejor, detuvo la galera en una callecita solitaria, a corta
distancia de casa, guardó la maleta para enviármela más tarde, y me estrechó
campechanamente la mano con la suya, como papel de lija, diciéndome:

-Y ahora, compadre, bájese y vaya corriendo a su mamá, que es la única que tendrá

lástima de sus penurias... Dígale que aquí como en cualquiera otra parte puede «hacerse
hombre».

¡Hacerse hombre!... Rodó la galera, siguiendo su camino, y yo me quedé inmóvil,

alelado, entre alegre y temeroso. Allá, muy lejos, quedaban la ciudad, el Colegio, doña
Gertrudis, don Claudio, el latín, el infierno, como una horrible pesadilla. Estaba en Los
Sunchos, en «mi» pueblo, en mi teatro, y aunque receloso de lo que iba a ocurrir, me sentía
con más valor, con más fuerzas, dueño de mí mismo, en fin.



- X -


Mi madre me recibió con transportes de alegría, extraordinarios en ella, y después de

abrazarme y besarme mil veces, como loca, se echó a llorar de pronto, sin preguntarme
nada, mezclando sus besos, sus abrazos, sus risas y sus lágrimas con exclamaciones
entrecortadas y frases de cariño. Era un alma amante la de Mamita, un alma apasionada
que, sin embargo, no pudo tener en la vida más pasión que yo, olvidada como estaba por los
hombres y por las cosas, y que sólo se desahogaba en una religión muy alta y muy pura,
aunque bastante velada por la superstición, o, mejor dicho, por una especie de iconolatría
quietista. Sólo después de largo rato me interrogó sobre los motivos de mi regreso -que
adivinaba perfectamente-, y se condolió de mis padecimientos hasta las lágrimas.

También es verdad que yo los describí con calurosa elocuencia, y que hubiera podido

conmover a otra que mi madre, siempre que fuese crédula y blanda de corazón.

-¡Has hecho bien! ¡Has hecho bien, mi hijito, en escaparte! ¡Pobre mi hijo! -exclamaba-

. Yo hablaré con tu padre y lo convenceré de que tienes razón.

Y en un rapto de santo egoísmo, reveló el fondo de su pensamiento:
-¡Me hacías tanta falta!
Cuando a la hora de comer, Tatita volvió de sus quehaceres o diversiones

acostumbrados, Mamá, que me había hecho quedar en mi cuarto, le habló largo rato a solas.
De tiempo en tiempo, llegaban hasta mí la voz irritada de mi padre y la suplicante de
Mamita. Por fin, hubo un prolongado silencio, que interrumpió una china diciéndome desde
la puerta:

-¡Niño! ¡Dice don Fernando que vaya al comedor!

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Mi temerosa incertidumbre desapareció como por encanto: iba a verme frente de los

hechos, con la firme voluntad de no doblegarme. Además, auguraba mucho bueno de la
forma en que se presentaba aquel choque: si Tatita no estuviera pronto a ceder y quisiera
castigarme, se precipitaría furioso a mi cuarto, no me llamaría al comedor.

Sin embargo, me recibió con una piedra en cada mano, colérico en apariencia,

llenándome de improperios y amenazándome con «darme de lazazos hasta que me corriera
la sangre». Me afirmé en mi opinión de que era una tormenta de verano y que ya
comenzaba a aclarar, pero no dejé de sobresaltarme un poco cuando me dijo:

-Has hecho mal, pero muy mal, y mereces un buen castigo. Te has portado como un

bellaco, y si no fuera por tu madre, verías lo que te pasaba. Porque ella me lo pide y por ser
la primera vez, me contento con que te vayas inmediatamente a casa de Zapata, le pidas
perdón y no vuelvas a hacer de las tuyas. ¡Mañana sale la galera!...

Yo me encabrité, y con el pecho oprimido, casi a punto de romper a llorar, hice un

esfuerzo y dije desgarradoramente:

-¡Pero Tatita!... ¡Si son unos tiranos, unos verdaderos verdugos! ¡Yo no he hecho nada

para que me tengan preso!... ¡No, Tatita! Puede matarme, pero yo no iré... ¡Prefiero que me
mate!

-¿Que no irás? -estalló mi padre indignado, esta vez de veras, porque no toleraba la

abierta oposición-. ¡Eso será lo que tase un sastre!

¡Habrase visto! ¡Cuando yo mando se obedece y se calla la boca! ¡Irás a la ciudad y les

pedirás perdón, canejo!

-¡Fernando, por Dios! -exclamó mi madre.
-No tengas miedo. No le voy a hacer nada. Pero, en cuanto a lo otro, ¡no hay tutía! ¡Irá

a la ciudad, y más pronto que ligero!

-No iré, no iré. ¡Me tiraré de la galera si es preciso, pero no iré!
Esto no lo dije. No. Hubiera sido demasiado. Lo pensé, tan sólo, y me lo juré a mí

mismo. A decirlo, mi padre me da sin más trámite una zurra de no te muevas, en el arrebato
de su impulsividad.

Hubo un largo silencio.
-¡Bueno! ¡Ahora, a comer! -ordenó Tatita, por fin, calmado ya.
La comida comenzó lúgubremente. Todos callábamos, y las mismas chinitas que

servían la mesa se deslizaban sin ruido, como sombras, asustadas por la tormenta. Hasta la
lámpara de petróleo me parecía lanzar una luz trágica sobre el mantel. Por último, al
servirse el asado de tira con ensalada de lechuga -aún me parece verlo en la fuente, con las
angostas costillas en forma de escalera, cubiertas de morena película, y la gordura dorada
chorreando jugos y chirriando todavía-, mi padre me preguntó con tono natural:

-¿Y cómo ha sido eso?
Repetí el relato, primero tímidamente, después con cierta entereza, al final

entusiasmado por mis propias palabras, acumulando cargos contra don Claudio, contra
misia Gertrudis, descubriéndolos con repentina clarividencia, inventándolos a veces. Y por
último, indignado de veras, exclamé:

-Se vengan en mí de que son unos pelagatos, y me hacen pagar los desaires que les

hace todo el mundo. ¡Se alegran de tener como un sirviente, como un esclavo, nada menos
que al hijo de Gómez Herrera!...

¿Quién dijo que la lisonja es la mercancía más barata y más productiva? Sea quien sea,

dijo una gran verdad.

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Tatita se sintió herido en su amor propio o encontró aquella coyuntura favorable para

hacer una diversión y encaminarse a sus verdaderos propósitos. El caso es que vi pasar un
relámpago por sus ojos, y juzgué que había tomado el buen rumbo.

-¡No respetan a nadie! -agregué-. Para ellos todo es cuestión de suerte y favoritismo, y

los más ricos y los que pueden más no son más que unos buscavidas.

-¡Hum, hum! -hizo Tatita, receloso-. ¿Han hablado de mí?
-¡Dios los hubiera librado! Lo que es estando yo, no han dicho nada.
Pero como hablan pestes de todos los amigos...
-¡Está bien! ¡Está bien! ¡Ésas son suposiciones y nada más!
-interrumpió, mal engestado.
-¿No te parece, Fernando -dijo Mamita después de una pausa-, que este muchacho

debería irse a acostar? Con el viaje de hoy, y las aflicciones, si tiene que salir mañana
temprano, se nos va a enfermar...

-Es posible.
Mamá insistió. La enfermedad era inevitable. En aquel mismo instante ya tenía fiebre.

Y si caía en cama en la ciudad, ¿cómo me cuidarían? ¿No sería mejor dejarme descansar
unos días, muy pocos, hasta la vuelta de la galera, por ejemplo?

-Bueno -contestó, por fin Tatita, como quien hace un sacrificio-. Irá en el otro viaje,

¡pero eso, sin remisión!

¡No iré nunca! -pensé.
-Voy a escribir a don Claudio dándole una satisfacción y pidiendo disculpas a misia

Gertrudis de tu parte, para que te perdone.

-¡No me ha de perdonar! -murmuré.
-¿Por qué? Al fin y al cabo, no has hecho más que una muchachada.
No pude menos de sonreírme.
-¿O has hecho algo más, que no sabemos todavía?
Conociendo el carácter de Tatita, no vacilé en contarle la travesura de las trenzas, pero

traté de hacerlo con más habilidad y gracia, comenzando por describir las dos figuras de la
vieja sin y con sus postizos, la pretensión ridícula de su coquetería senil, tan contraria a la
beatería, la rabia que me daba verla presumir de muchacha... Cuando agregué que los
cerdos se habían precipitado, en el chiquero, a devorar aquel amasijo de crines engrasadas,
como si fueran un plato delicado, y pinté la cara que pondría misia Gertrudis buscando su
cabellera, Tatita rompió a reír a carcajadas, echándose hacia atrás en su sillón, como si
estuviera asistiendo a la escena más cómica de su vida. Estaba derrotado...

Poco rato después me fui, en apariencia, a dormir, pero en realidad me quedé atisbando

para ver si Tatita escribía a los Zapata, con esa incertidumbre de los muchachos que no
saben decirse: «esto sucederá y no otra cosa». No escribió, naturalmente, porque no era
hombre de pedir disculpas a nadie, por nada de este mundo; en cambio, adiviné que
comentaba risueño mis aventuras de la ciudad, primero con Mamita, después con don
Higinio, que, sabedor de mi escapatoria, fue a casa en procura de mayores datos. Al oír
entrar al viejo Rivas, me acerqué al comedor para sorprender algo de lo que dijeran. El
juicio era, más bien, favorable para mí. Don Higinio estaba pronto a creer que los Zapata
habían ido demasiado lejos, tanto más cuanto que los muchachos criollos son amigos de la
libertad y no «hijos del rigor», y a mí se me había transplantado violentamente de la
independencia casi total a una especie de encarcelamiento.

-Pero, así y todo -terminó-, es preciso que se haga hombre, ¿no es cierto, misia María?

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Sostenido nerviosamente por las mismas emociones, en cuanto los viejos se fueron al

club, consideré que cualquier cosa era mejor que meterme como un tonto en cama, y sin
pedir permiso a nadie me escabullí en busca de mis camaradas. La visita de don Higinio me
había hecho pensar en Teresa, pero esta evocación quedó muy en segundo término, siendo
lo dominante la tentadora «farra» con los amigotes. Sin embargo, al salir muy
recatadamente, para evitar las posibles inútiles objeciones de Mamita, oí un siseo que partía
de su ventana, allí, en la casa de enfrente.

Sabiendo mi llegada, Teresa me aguardaba a la reja, segura de que iría a conversar con

ella o temerosa de que no la recordara -caben ambas interpretaciones en el determinismo
femenil.

Al sentirla allí, súbitamente despertados mis instintos novelescos, vuelto a la vida de

antes, corrí a la ventana a saludar en ella toda la poesía erótico-sentimental que encarnaba
para mí. A mis transportes, al propio tiempo ingenuos y perversos, respondió la niña con
una emoción intensa y contagiosa. Su pobre alma se enajenaba más con los sentimientos
que con las pasiones, mientras yo, como un actor, me entusiasmaba con el papel que las
circunstancias me distribuían, pronto a ser Otelo o Marco Antonio, Don Juan o Marsilla. La
dije -y en aquel momento yo mismo lo creía- que había vuelto a Los Sunchos, despreciando
los esplendores de la ciudad, sólo porque no podía vivir lejos de ella.

Y tanto efecto le produjo este eterno y tonto estribillo, que asomando la carita morena

entre dos barrotes de hierro me tendió como una flor los labios frescos y rojos, para darme
el primer beso.



- XI -


Como mi fiebre de acción no me permitía quedarme allí, platónicamente, observé a

Teresa que podrían sorprendernos y que no quería enojar más a Tatita, para quien estaba en
cama desde hacía mucho. Minutos después entraba en el Café de la Esperanza, buscando a
mis amigos, y la casualidad quiso que Papá estuviera allí, jugando a la treinta y una ciega.
Hizo como que no me veía, y siguió su partida tranquilamente. Este síntoma me pareció
mucho más favorable y decisivo que todos los anteriores. ¡Adiós los Zapata!

Salí con mi pandilla, buscando un sitio más libre para reanudar nuestras diversiones.

Los camaradas me habían recibido con grandes muestras de alegría y entusiasmo, y como
llevaba en el bolsillo los bolivianos que Contreras no quiso recibir, hicimos aquella noche,
en el trinquete de la Zorrita, la más memorable de las fiestas, continuada en el mismo
diapasón hasta formar una como cuaresma de vida maravillosa, que me parecía un sueño
encantado después de mis prisiones en la ciudad.

Pero ni aun embriagado por estas delicias descuidé completamente la parte seria de las

cosas, y mal seguro todavía de mi elocuencia, que podía fallar por causas exteriores y
transitorias, escribí a mi padre una larga carta, modelo de diplomacia juvenil y de la que
destilaban las indirectas lecciones zapatiles. Decíale que, dado mi carácter, tan análogo al
suyo -cosa de que me enorgullecía-, la corrección de mi conducta dependía precisamente de
la mayor o menor amplitud de mi libertad, pues nunca haría yo lo de otros que,
desconociendo su valor, abusan de ella hasta perderla.

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A mí, como a él, sin duda, la sujeción me enloquecía. Su afectuosa vigilancia (tan

distinta del malévolo espionaje de gente incapaz de interpretar acciones y menos aun
pensamientos) había sido hasta entonces más que suficiente para hacerme cumplir con mi
deber, y no valía la pena -antes bien era un error- cambiarla por un despotismo de extraños
que me impulsaba necesariamente a la rebelión... Todo esto salvo su mejor parecer.

Ni la sintaxis era clara ni la analogía exacta, pero el fondo resultó así. Además, las

cartas de los hijos, por vulgares que sean, resultan para los padres una revelación y un
encanto, si no están corroídos por el cáncer de la crítica. Y notable efecto produjo la mía en
Tatita.

Inmediatamente escribió a los Zapata, diciéndoles que «por razones de salud» yo no

volvería a la ciudad, que me perdonaran si «acaso» les había faltado en algo, y que me
enviaran la ropa y los libros... Pero antes me había arrancado la promesa de estudiar
seriamente en casa para presentarme a fin de año como «libre» en los exámenes.

-Tienes los programas, los libros, y con lo que has aprendido ya, podrás pasar

fácilmente. Si pasas, el año que viene te mandaré a la ciudad en otras condiciones, sin
tutores que te majadereen, «como un hombre». Pero para eso hay que prometerme que te
portarás bien.

-¡Sí, Tatita! «¡como un hombre!» -juré, pensando para mis adentros que los hombres

suelen no portarse bien.

Llegada la época de los exámenes fui a alojarme en la casa de huéspedes de la viuda de

Calleja, donde vivían varios estudiantes del campo y de otras provincias. Era el prototipo de
esas posadas vergonzantes, sin respetabilidad y al propio tiempo sin descaro, en que se
explota el nombre de familia a veces venerable, por mercantilismo o por necesidad -a falta
de otro medio de subsistencia-, y que abundan en provincia. No la describiré, pero no
olvidaré nunca, tampoco, aquellos manteles inmundos y aquel infernal desorden, en que la
patrona, las chinitas, los huéspedes y los visitantes nos burlábamos como a porfía de las
reglas más elementales del buen vivir. ¡Qué casa de Tócame-Roque, ni qué Auberge du
Libre Échange! Para divertirse, allí, en la respetable pensión de la distinguida viuda del
señor Calleja, sobrina de un obispo y tía de un diputado. Si yo no hubiera tenido Los
Sunchos, me quedo en aquella Capua, sórdida si se quiere, pero en cambio tan libre,
precisamente lo que más había envidiado desde casa de Zapata... ¡Viva la libertad! Y
pasemos a otra cosa.

¿A qué decir que me dejaron suspenso en varias materias -creo que cuatro de seis- y

que en otras pasé por suerte o por benevolencia de la mesa examinadora? ¿Para qué contar
que el latinista don Prilidiano Méndez, después de otras preguntas, me invitó con alevosía y
ensañamiento a que declinara el quis vel qui, del que yo sólo sabía la aleluya de «todos los
burros se quedan aquí»? Todo aquello no me importaba un ardite.

Intuitivamente comprendía que ni en colegios ni en facultades se aprende nada, y hoy

mismo, si quisiera ser completamente franco... En fin, no lo diré, pero es el caso que en
nuestro país los hombres realmente superiores se han ilustrado casi siempre solos, han sido
autodidactos, selfmade men, mientras que los rutinarios, los mediocres, han tenido casi
siempre un diploma universitario como un pasaporte de complacencia...

Para desquitarme de los malos ratos que me había procurado el examen, ocurrióseme

darle uno a misia Gertrudis, antes de volver a la aldea. No tenía que quebrarme mucho la
cabeza para inventar una buena broma; abrigaba la seguridad de que mi presencia bastaría
para darle un soponcio, y con algunos requiebros como «¡Bicho feo! ¡Vieja mamarracho!»

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u otros, estaba seguro de mi venganza, pues rabiaría quince días por lo menos. Pasé por su
casa sin verla, dos, tres veces; a la cuarta estaba precisamente en el umbral, con su
acostumbrado aspecto de sargentón que llevase la mochila sobre el pecho, y con una nueva
cabellera más abundante y más juvenil que nunca.

-¡Bicho feo!- silbé.
Volvió los ojos hacia mí con tal expresión al reconocerme, que el «¡Viejo

mamarracho!» no pudo salir de mi boca. ¡Tuve miedo, como hay Dios!

¡Tuve miedo y eché a correr! Es la primera vez que he sentido el pánico en mi vida,

como Facundo acosado por el tigre...

Volví a Los Sunchos con la santa intención de no poner de nuevo los pies en la ciudad,

y ni siquiera fingí prepararme para los misericordiosos exámenes de marzo. No quería, no
podía renunciar otra vez, ni por un momento, a mi individualidad, tan señalada en el pueblo
y tan desvanecida e insignificante en aquel escenario. «Más vale cabeza de ratón que cola
de león», como decía Tatita.

Mamá se encargó de arreglar las cosas a medida de mis deseos, para tenerme

definitivamente a su lado. Yo «quería trabajar, empezar a ganarme la vida». Era lo más
fácil procurarme una ocupación, tarea o empleo que me preparara prácticamente a la lucha
por la existencia, ya que la teoría no era de mi agrado ni «me entraba en la cabeza», como
afirmaba yo. Habló varias veces con Tatita al respecto, y como me valí de Teresa para
conquistar a don Higinio que, decididamente, ejercía gran influencia sobre mi destino, Papá
accedió sin muchas dificultades y diciéndose, quizá, que, como me dedicaría a la política
que no exige sino «fuerza en los dedos y resolvencia», cualquier camino era bueno, con tal
que me permitiera meterme en danza lo más pronto posible. Y el intendente municipal, don
Sócrates Casajuana, a la primera insinuación me concedió un empleíto rentado que iría
preparándome a más altas funciones.

Pocos días después, a principios de año, tomé posesión de mi empleo, y aquí comenzó

mi vida de «aprendiz de hombre...» Como todavía era muy muchacho y poco inclinado a la
observación, las oficinas de la Municipalidad, cerebro y corazón del pueblo, sin embargo,
me fastidiaban profundamente. A la media hora de estar en mi puesto, sentado a una mesa
llena de papeles inútiles, me moría de hastío y escapaba a divertirme a otra parte. Sin
embargo, a la larga, conocí el personal superior y subalterno: don Sócrates, el intendente,
paisano astuto y retobado, gordo y de piernas torcidas, por andar a caballo desde niño de
teta, gran mercachifle, gran especulador, gran rata del presupuesto; el presidente de la
Municipalidad, don Temístocles Guerra, no sé si menos tosco o más presuntuoso, gran
comerciante también; el tesorero, don Ubaldo Miró, que con un sueldo miserable
alcanzaba, sin embargo, a llevar una vida casi suntuosa, gracias a su habilidad para el
escamoteo y a la bondad benévola con que adelantaba los sueldos a los empleados y
peones, mediante un módico interés; los secretarios, uno de la intendencia -Joaquín Valdés-
, otro del Concejo -Rodolfo Martirena-, que andaban siempre a caza de propinas y que las
provocaban deteniendo los expedientes todo el tiempo que podían y prolongando
indefinidamente la tramitación de cualquier asunto que no interesara a los partidarios más
caracterizados de la «situación».

Yo estaba adscripto a la Oficina de Guías, como escribiente; pero mi jefe, Antonio

Casajuana, hermano de don Sócrates, no me observaba nunca por mis ausencias, antes bien
parecía invitarme a continuar aquella nueva especie de «rabona». Después comprendí el
porqué de su conducta; no quería testigos molestos, y yo le estorbaba tanto que se había

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quejado amargamente a su hermano de mi nombramiento intempestivo. Y es que cobraba
de más a los ganaderos que enviaban animales, cueros o lanas a otros departamentos, se
robaba las estampillas que debían quedar obliteradas en el libro de guías, y hasta daba
certificados falsos a los encubridores de los cuatreros, ganándose así buena parte de los
abigeatos, moneda corriente entonces... Es natural, era hermano del intendente; su otro
socio era el tesorero; ni la comuna, ni la misma provincia tenían fuerzas bastantes para
reprimir el cuatrerismo, y es máxima de buen gobierno encauzar todo mal irremediable.
Cuando supe esto, más por indiscreciones malévolas de gente envidiosa que por
observación personal, no dejé de utilizar el secreto, modestamente, para mis gastos
menudos, sin intención de hacer fortuna, como los otros. Siempre he sido previsor, y no lo
lamento.

En cuanto escapaba de la oficina, divertíame corriendo el pueblo y los alrededores, a

pie unas veces, pero generalmente a caballo, con algunos camaradas mayores, pero tan
zánganos como yo, y persiguiendo a las muchachas de los ranchos y las casuchas de las
afueras, con una especie de odio, primera manifestación, todavía desviada, de mi futura
inclinación irresistible al bello sexo.

Ya iniciado en las aventuras domésticas, era aún incapaz de cortejar en regla y con

perseverancia, pero Marto Contreras, hijo de mi amigo el mayoral, paisanito de diez y siete
a diez y ocho años, diablo y atrevido como él solo, con quien me había ligado
estrechamente, me aleccionó, haciéndome adoptar para mis amores un término medio
rústico y brutal, cuya fórmula es ésta: «Hay que pastoriarlas».

Estos amores eran, pues, simplistas, sin preparativo alguno, casi animales: un momento

de vértigo, una violencia y se acabó. A veces continuaban algún tiempo, había hecho una
conquista; pero en la mayoría de los casos se me huía después como a un enemigo. Teresa
quedó relegada al fondo oscuro de la memoria, aunque la viese casi todos los días, al pasar.

Las otras ingenuas diversiones con los camaradas -excepción hecha de Marto-

comenzaron a parecerme, poco después, insulsas, parangonadas con la compañía de los
empleados de la Municipalidad, mucho más entretenidos porque, siendo «más hombres», se
pasaban el día en peso conversando de carreras, de riñas, de partidos de pelota, diciendo
compadradas, contando duelos y otras atrocidades, chismorreando amoríos más o menos
escabrosos, después de lo cual, como intervalo, salían a tomar el vermouth (mermú) a horas
de almuerzo, y como final, al caer la tarde, hablando entonces magistralmente de política, y
combinando el programa nocturno.

Comencé a frecuentarlos, más interesado cada día. Jugábamos al billar, hasta que

entraba la noche; comíamos en casa o en el restaurante, a la disparada, y después nos
reuníamos, ora aquí, ora allí, en la «timba» del Maneo, en el establecimiento de Ilka, la
polaca, donde solía haber descomunales bochinches, y en el que nadie entraba sin que un
agente de policía lo registrase para quitarle las armas, o en algún otro sitio del mismo
género. Me sorprendió encontrar, alrededor de un tapete criollo o bajo un emparrado
polaco, no sólo a los camaradas, a los demás contemporáneos, sino también a toda la flor y
nata de Los Sunchos, con el mismo don Sócrates a la cabeza. ¡Y dicen que la Grecia
antigua no renace en nuestro «país», con Sócrates y todo!... En fin, a la madrugada nos
íbamos a acostar, y yo gozaba de esa hora admirable en que todo lo viviente calla un
momento, reconcentrándose, reconstituyéndose en el sueño, para despertar, poco después,
más fresco, más ardiente, más vigoroso. Siempre he tenido un flaco fervor por los grandes
espectáculos de la naturaleza, y creo que, si la política no me hubiese absorbido por

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completo, hoy sería el descriptor más notable de las bellezas y la grandiosidad del paisaje
argentino.

Pero no es posible repicar y andar en la procesión.


- XII -


Pocos años más tarde, una diversión de otro orden, que me atraía muchísimo, fue el

punto de arranque de una de las manifestaciones más significativas de mi vida.

Solía yo visitar de noche la redacción de La Época, periódico semi-oficial, sostenido

por la Municipalidad y redactado por un joven aventurero español, que respondía al sonoro
nombre de Miguel de la Espada, mozo capaz de escribir cuanto conviniese a los que le
pagaban, y tipo común de todos los pueblos y ciudades de la República. La imprenta era
una casucha de tres piezas, sucia y miserable, situada a pocos pasos de la plaza pública, en
una calle adyacente. En el primer cuartujo estaba instalada la Redacción, con una mesa
larga de pino blanco, llena de diarios y papeles, un pupitre alto, para los libros de caja de la
Administración, varias sillas de enea, una silla de vaqueta, de alto respaldo, piso de ladrillos
hechos polvo, paredes blanqueadas, llenas de telarañas y manchas de tinta y de mugre,
cielorraso empapelado, del que colgaban lamentablemente varias tiras de papel, despegadas
por las goteras... Aquello olía a humedad, a aceite, a petróleo. En la segunda habitación,
oscura y mal ventilada, veíanse los burros y las cajas de componer, para los tres operarios;
en la tercera estaba la vieja prensa de mano y el catre del peón. Allí reinaba de la Espada, y
allí nos reuníamos algunas noches varios jóvenes situacionistas, a comentar la vida
doméstica, social y política de Los Sunchos. Eran de oír las habladurías, chismes, críticas,
difamaciones y calumnias que formaban el fondo de aquellas amenas charlas, análisis de la
vida y milagros del pueblo entero, en que los detalles faltantes eran sustituidos con ventaja
por otros, fruto de la imaginación de los contertulios. La famosa botica de Paredes, llamada
el «mentidero», no aventajaba en nada la redacción de La Época.

Allí me inicié en todos los misterios de la aldea, conocí la historia de todas las familias,

supe las faltas de éstos, los errores de aquéllos, los delitos de los otros, aquilaté la virtud
exigida de las mujeres y comencé a ver otro aspecto del mundo, quizá algo exagerado,
quizá un poco ennegrecido, pero, en resumen, muy aproximado a la realidad.

De la Espada era hombre de unos treinta años, menudito y móvil, de ojos pequeños,

llorosos y casi sin pestañas, cetrino, con un bigotito de cerdas, horrible, en fin, pero tan
simpático merced a su gracia madrileña, a su picaresco pesimismo... Solía resumir las
conversaciones por medio de sentencias que construían todo un curso de enseñanza, la
síntesis de lo nuevo para mí, en aquel entonces, aunque flaquearan bastante en cuanto a
originalidad. Había sido en pocos meses, cuanto se podía ser, desde acomodador de teatro
en Buenos Aires hasta director de periódico en Los Sunchos, y decía (vaya un ejemplo):

-Todas las mujeres tienen su cuarto de hora, y el que acierte a acercárseles en ese

momento puede estar seguro de obtenerlas.

O bien:
-Todos los hombres se venden; la cuestión es dar con el precio.
O bien:

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-Para llamar honrado a un hombre es preciso ponerlo en la mayor necesidad, y, al

mismo tiempo, darle ocasión de que robe. Si no roba es honrado. Pero en esas condiciones
no hay quien no robe.

-Igual cosa digo de la mujer honesta. No hay mujer que no haya engañado a su marido,

por lo menos en pensamiento, si ante su vista pasó alguien a su juicio mejor que el marido.
Ante su vista o también ante su imaginación...

Estas doctrinas me seducían, aunque hiciera de vez en cuando algunas reservas, porque,

entre otras cosas, no podía admitir que mi madre hubiera faltado, ni aun soñando, a sus
deberes. Pero esta excepción no alcanzaba, generalmente, a la madre de los demás, y
pecaba por exceso de limitación.

La sabiduría de la Espada se infiltraba, pues, en mí, y no había de tardar en ensayarla

en la práctica de la vida.

Otro entretenimiento que no debo pasar por alto, pues tuvo cierta influencia en mi vida:

iba a menudo a tomar mate con el viejo comisario don Sandalio Suárez, en la misma
comisaría, interesándome en la organización de la vigilancia y otros servicios, y, sobre
todo, en los problemas policiales, aunque Sherlock Holmes no hubiese nacido todavía, ni el
genial Poe y el monótono Gaboriau hubiesen llegado a Los Sunchos. Yo interrogaba al
viejo paisano acerca de las maravillosas facultades investigadoras de los rastreadores y la
admirable perspicacia de Facundo, que pinta Sarmiento.

-Todas ésas son camamas -contestaba don Sandalio-. Nadie descubre a los criminales,

cuando no se entregan ellos mismos, y yo, que te hablo, con todos mis años de policía, no
he agarrado a ninguno, sino en fragante, por casualidad, o porque, de sonso, se me entregó
él mismo.

Me contaba sus recuerdos, casi todos político-electorales, y varias veces me invitó a

acompañarle en sus pesquisas, en las que yo colaboraba con entusiasmo. Recuerdo, entre
otras cosas, el asesinato de una mujer, cuyo autor busqué por el buen método, averiguando
a quién podría aprovechar su muerte. Di con el marido, enamorado de otra, joven y bonita,
y lo hice prender. Pero pocas noches después un borracho se jactó en una trastienda de ser
el asesino, y de que nadie sospecharía de él. Detenido e interrogado, supimos que había
asesinado a la mujer por «gusto», sin razón ni objeto, sólo porque se le ocurrió, estando
muy ebrio, al verla asomada a la puerta de su casa... Este fracaso no me desalentó, y hasta
me propuse perseguir y descubrir a los cuatreros que infestaban el departamento.

-¡Dejáte de cuatreros! -exclamó don Sandalio, cuando le hablé de mi intención-. Si te

metés en eso te va a salir la torta un pan. ¡El chasco que te darías si los descubrieses y
supieses que eran don, y don, y otros que tampoco te quiero nombrar!

Pero dejemos la policía para seguir el hilo de mi historia.
Celebrábanse entonces, como ahora, en Los Sunchos, al mediar la primavera, fiestas

populares introducidas por los vecinos españoles y adoptadas con entusiasmo por la
población criolla: las Romerías. En un gran terreno cercano al pueblo alzábanse tinglados,
tiendas de lona, galpones de madera, enramadas, quioscos, improvisándose una aldea
volante, una especie de paradero de indios, que se adornaba con banderas, follaje,
gallardetes, guirnaldas de telas baratas y churriguerescas, y que habitaban algunos
comerciantes establecidos en el pueblo, y muchos de ocasión, ofreciendo baratijas, géneros
y ropas ya invendibles, y sobre todo cosas de comer y beber, buñuelos, cerveza, tortas
fritas, vino carlón, chorizos asados... En la gran «carpa» de la Sociedad Española se
instalaba un bazar de caridad, atendido por las niñas más conocidas del pueblo, y en él se

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vendían, se remataban o se rifaban mil «clavos» generosamente regalados por los
comerciantes fuertes. La gente menuda tenía, como diversión, palo-jabonado,
rompecabezas, «calesitas»; el populacho, baile al aire libre, al son de gaitas y tamboriles,
rara vez sustituidos por la banda de música de Los Sunchos, que tocaba, sobre todo, en la
«carpa» de la Sociedad, punto de reunión de la gente distinguida.

Una atmósfera sensual, intensificada por todos los efluvios de la primavera, una loca

necesidad de divertirse, de gritar, de moverse, de rozarse, reinaba en las romerías, y
embriagaba a todos, comenzando por la masa popular, para invadir poco a poco las capas
superiores. Más capitosas que el carnaval, porque reunían a todo el mundo en un solo sitio,
el contagio sexual era en ellas más rápido y avasallador; pero en la ingenuidad de las
costumbres, esto no lo advertían sino el cura, que predicaba contra los excesos y pedía
moderación, y alguno que otro viejo, cuyas observaciones se tomaban generalmente como
una demostración de envidia de los que ya no pueden divertirse.

Aquel año fui el asiduo cortejante de Teresa, un poco por iniciativa propia, un poco

porque ella halló manera de cautivarme con sus monadas, acercándoseme a cada rato, en un
principio, con el pretexto de ofrecerme cedulillas de la rifa o artículos del bazar de caridad.
Bailamos toda la noche, cuantas veces se organizó el baile para la «gente decente», en un
tablado hecho a propósito junto a la «carpa» de la Sociedad; la di el brazo, acompañándola
cuando ejercía sus funciones de vendedora a través de la multitud acudida del pueblo, y de
las aldeas y estancias vecinas, y no desperdicié la ocasión de decirla mil ternezas que la
conmovían y la enajenaban, hasta el extremo de sentirla temblar, al apoyarse con abandono
en mi brazo.

- ¡Pero eres un malo, un perverso! -me decía-. ¡No te puedo creer!
¡Si me quisieras de veras no te pasarías los meses enteros sin ir a verme!
¿Era el cuarto de hora de Espada d'aprés Rabelais?
Así lo creí, pues le declaré que si no iba a verla era porque «me daba rabia» hablar con

ella, habiendo gente delante, o con una reja de por medio.

-Si me esperaras en la huerta, donde podemos conversar a gusto, yo iría a verte todas

las noches.

-¡Pero eso está muy mal hecho! -exclamó.
¿Por qué? ¿Qué había de malo? ¿No tenía confianza en mí? ¿No estábamos

acostumbrados a andar juntos y solos, desde chicos? E insistí:

-No me digas que sí ni que no. Esta noche iré a la huerta. Si quieres, me esperas; si no

estás, lo sentiré mucho y me volveré a casa...

Lo dije con un acento de tristeza y terminé con un tono de vaga amenaza, tales que,

vencida, me estrechó el brazo y me miró a los ojos con la vista turbia. Iría a la huerta, sin
duda alguna.

Don Higinio, como es natural, había notado mis asiduidades, y la actitud de Teresa,

pero no les dio importancia, o, más bien dicho, se felicitó, sin duda, de nuestro acuerdo, que
debía conducirnos a la ejecución de sus proyectos matrimoniales, de larga data planteados.

-¡Ah, pícaro! -me dijo, golpeándome el hombro-. Ya te he visto de «temporada»...

¡Cómo ha de ser! Los muchachos se apuran a ocupar nuestro sitio, y no tienen reparo en
dejarnos a un lado...

Me reí, sin contestar, pensando en cuán distintos de los suyos eran mis planes, y

diciéndome: «Si éste piensa en casarme, ya está fresco.

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¡Cualquier día renuncio yo a mi libertad por una cosa que puedo obtener sin semejante

sacrificio!» Sin embargo, me prometí, tanto si Teresa acudía a la cita cuanto si me dejaba
plantado, conducirme de allí en adelante con mayor cautela y ocultar en lo posible nuestros
amores, para no dar asidero a don Higinio y rehuir sus insinuaciones, que no tardarían en
ser exigencias.

Teresa me aguardó cuando, al volver de las romerías, todos se hubieron acostado en su

casa. Hablamos largo rato, ella con ternura, yo con diplomacia, sentados bajo un enorme
sauce que había en el fondo de la huerta. Un momento creí que estaba completamente a mi
discreción, pero a la primera libertad que quise tomarme se levantó sin aspavientos, y
separándose un paso de mí me dijo con serenidad y blandura:

-No, eso no, Mauricio. Me has prometido portarte bien, y por eso estoy aquí.

Conversemos cuanto quieras, pero con juicio. Mira que ya no somos criaturas.

¡Sonsa! ¡Más que sonsa!
Había tanta tranquila resolución en su acento, que me quedé cortado, sin acertar a decir

palabra. La entrevista perdió para mí todo su encanto.

¿Quién la hacía tan cauta? ¿Cómo, en su inocencia y en su afecto, real y grande,

hallaba, sin embargo, fuerzas para resistir? No lo sé, aunque me parece efecto de la
educación, no de las lecciones paternas, sino de las charlas íntimas con las amigas que van
revelándose mutuamente la vida y sus peligros. Pensé que el «cuarto de hora» no había
sonado o había pasado ya, pero, repuesto de la primera impresión, logré decirla algunas
nuevas ternezas, prometiéndola ser más serio en adelante y no importunarla en otra cita que
pedí para la siguiente noche.

-Sí, vendré. Pero tienes que jurarme que estarás quietito.
La estreché la mano, y me fui rabiando conmigo mismo. Debía haber sido más audaz,

debía... Y me puse a forjar para lo futuro planes de seducción análogos a los leídos en las
novelas, recordando al propio tiempo el aforismo de de la Espada: «Para conquistar a una
mujer desinteresada se necesita mucho tiempo y mucha paciencia. A su tiempo maduran las
uvas, y el pobre porfiado saca mendrugo, mientras que el exigente se queda afeitado y sin
visita»... Pero me parecía que nuestros amores duraban ya tanto, tanto...

-¿Será que no me quiere? ¿O tiene la decidida voluntad de que me case con ella, y sabe

que para eso es necesario no ceder? ¡Diablo de muchacha!... ¡Bah! Consultaré a de la
Espada, lo haré mi confidente...

¿Por qué no?... Él sí que tiene experiencia... y no dirá nada a nadie.


- XIII -


Al día siguiente, revelé a de la Espada todos mis secretos, sin omitir ni aun el fracaso

de mi última tentativa. Se echó a reír.

-¡No seas tonto! -dijo-. No te aflijas ni te desalientes. La muchacha está a punto, y sólo

te falta la ocasión. ¡No vayas a asustarla!

Por el contrario, inspírale la mayor confianza posible, y espera. La casualidad te

proporcionará, indudablemente, algún momento de gran emoción para ella. Ése es el bueno,
y habrá que aprovecharlo... Pero ¡ten cuidado!

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Mira que el padre no es de los que aguantan esas cosas, y en cuanto llegue a descubrir

tus intenciones, o su realización, si no te mata es muy capaz de casarte a la fuerza, tanto
más cuanto que es íntimo amigo de tu padre.

-¡Bah! -repliqué-. Ya veremos lo que se hace. No le tengo miedo al viejo, y no es el

primero que tiene que jorobarse. ¡Cuántos del pueblo, según tú mismo me has dicho, han
tenido que hacerse los sonsos, para evitar que el escándalo fuese más grande!...

La oportunidad de que hablaba «el galleguito», como le decíamos, no tardó,

efectivamente, en circunstancias trágicas para mí... Había conversado muchas noches con
Teresa, adormeciendo sus recelos, exasperando su amor, y entre nosotros reinaba la más
deliciosa intimidad. Hablábamos de casarnos... hacíamos proyectos... Ella quería que
viviésemos en casa de su padre, yo fingía que habitásemos en la nuestra, y sólo se arribaba
a un acuerdo, cuando nos proponíamos hacer una sola de las dos familias, cosa fácil, dada
la amistad que las vinculaba.

-¡Lo malo es que así nunca estaremos solos! -objetaba yo-. Siempre tendremos a uno de

los viejos pisándonos los talones.

-¿Y eso, qué le hace? -replicaba Teresa-. Si no nos quisiéramos sería otra cosa, ¡pero

nos queremos tanto!...

Pero vamos al caso. Una tarde, y como solía desde que yo iba «haciéndome hombre»,

Tatita me invitó a montar a caballo y acompañarlo hasta una chacra, a dos o más leguas del
pueblo, donde tenía un negocio pendiente que era preciso arreglar sin pérdida de tiempo. Su
invitación era una orden, y no desagradable, porque nunca he visto más jovial compañero
de viaje y jamás me he aburrido a su lado.

No tardaría mucho en hacerse noche, porque habían dado ya las siete, pero el asunto

urgía y ambos estábamos acostumbrados a recorrer el campo a cualquier hora, sin miedo al
rayo del sol de mediodía, ni a las «luces malas» de la media noche. Llegamos a la chacra
cuando acababa el día, con una puesta de sol admirable que envolvía la pampa entera en un
manto de púrpura. Tatita arregló en un cuarto de hora o veinte minutos lo que tenía que
arreglar, apretamos nuevamente la cincha a los caballos y emprendimos el regreso. Era casi
completamente de noche. Sólo una línea pálida, al Oeste, señalaba el sitio por donde se
había marchado el sol. El crepúsculo, engañoso, nos fingía paisajes desconocidos,
contagiándonos con su propia vacilación. Sin dejar de ver, no discerníamos la naturaleza de
las cosas vistas, y sólo una larga práctica nos permitía seguir sin desviarnos la cinta
descolorida del camino.

-¡Vamos a llegar muy tarde! -exclamó de pronto Tatita-. Cortemos campo.
-¡Cortemos! -contesté, poniendo la cabeza del caballo en dirección a Los Sunchos, sin

abandonar el galope.

El camino daba un gran rodeo para evitar un bañado intransitable en la época de las

lluvias; aquella larga curva podía acortarse en una tercera parte tomando la línea recta, la
cuerda, como si dijéramos, pero el proyecto no era muy cómodo, porque el campo, cubierto
de grandes matas de cortadera y de hierbas altas, tenía, además, vastos limpiones llenos de
vizcacheras. Afortunadamente la pálida mancha de estos rompecabezas basta para advertir
el peligro a un jinete experimentado, aun en la oscuridad de la noche, sobre todo si monta
un caballo «baquiano», uno de nuestros criollos de tan agudo instinto campero.

Me adelanté, pues, al galope largo, fiándome de mi cabalgadura, que evitaba matorrales

y vizcacheras atenta a todos los detalles, moviendo sin descanso las orejas, y habría
galopado un cuarto de hora, cuando me pareció oír un grito. Detuve en seco el caballo y

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escuché. No oí nada más, ni siquiera el galope del zaino de Tatita, cuyas herraduras debían
resonar, sin embargo, en la tierra del bañado, dura entonces, por la sequía, como un
pavimento de asfalto. ¿Qué significaba aquello? Alarmado volví grupas y corrí hacia atrás a
rienda suelta. Nada veía. Nada oía. Mi caballo dio de repente una terrible espantada junto a
una vizcachera, y echó a disparar pesando violentamente sobre el freno. A duras penas
logré contenerlo, y acariciándolo le obligué a volver al paso hacia la vizcachera, contra toda
su voluntad... ¡Qué espectáculo! Primero entreví, lleno de susto, la masa del zaino que, con
las patas rotas, resollaba y resoplaba lastimosamente. Un poco más lejos estaba Tatita,
tendido en la tierra petrificada de la vizcachera. Me tiré del caballo, corriendo en su auxilio.
Una larga herida le cruzaba el cráneo, bañándolo en sangre. No respiraba; el corazón
parecía no latir...

Volví la vista a todos lados. El camino estaba lejos, y por el bañado no pasaba nadie,

sobre todo a aquellas horas. ¿Qué hacer? ¿Dejar a Tatita y correr en busca de socorro, ya
que ni agua tenía a mi alcance para tratar de hacerlo volver en sí? No había otro partido que
tomar. Lo recosté lo mejor que pude, le hice una almohada con mi blusa y mi poncho,
observé de nuevo si respiraba, si se movía, y, convencido de lo contrario, con el corazón en
la boca, monté y emprendí la más desesperada de las carreras hacia Los Sunchos, cuyas
luces se veían a la distancia.

Azorado y sin poder coordinar bien las ideas, traté, sin embargo, de reconstruir el

accidente; preocupado por un asunto que podía significarle la pérdida de una crecida suma
de dinero, Tatita se había distraído, confiando en el instinto del viejo caballo, que conocía
perfectamente el campo en muchas leguas a la redonda. Pero el zaino habría tenido también
su momento de distracción, bastante para meter las manos en una cueva de vizcacha,
«bolearse» y proyectar a su jinete a varios metros de distancia.

El pobre Tatita debió dar con la cabeza en la tosca dura que rodeaba las vizcacheras...

¿Estaría muerto? ¡No! Semejante rodada no acababa con los gauchos de su temple. ¡No!
Cuando mucho, sufriría un largo desmayo y la herida sería fácil de curar... La primera
juventud se rebela contra la idea de la muerte.

Volví con gente que, por fortuna, encontré en las afueras del pueblo, mientras un

hombre corría a avisar al médico y a buscar un coche. Yo esperaba encontrarlo en su
sentido, incorporado y pronto a emprender la marcha; pero seguía inerte, tibio aún, y no fue
posible hacerle tragar una gota de ginebra, llevada a prevención. El doctor Merino, que
llegó diez minutos después, sólo pudo comprobar el fallecimiento.

No omitiré aquí un episodio que, pese a las circunstancias trágicas, me ocupó un

instante, produciéndome honda impresión. Fidel Gomensoro, uno de los paisanos que me
habían acompañado, oyendo que el zaino de Tatita resollaba y se quejaba casi como una
persona, se acercó a examinarlo.

-Tiene las dos patas quebradas -dijo-. Hay que despenarlo.
Y sacando el facón de la cintura, con ademán resuelto, de un solo tajo lo degolló,

consumando así, sin pensarlo, un sacrificio usual en la tumba de los antiguos señores de la
pampa...

El cadáver del pobre Tatita fue tendido cuidadosamente en el carruaje, y yo lo seguí al

paso de mi caballo, sin saber lo que me ocurría, como si yo también hubiese recibido un
golpe en la cabeza...

Antes de llegar al pueblo, nuestro pequeño grupo había aumentado considerablemente,

y al pasar por las calles principales, dirigiéndonos a casa, formábamos ya un imponente

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cortejo: la noticia había cundido; los amigos, los indiferentes y los enemigos atraídos por la
pena, la curiosidad o la disimulada satisfacción. Entretanto, algunas mujeres rodeaban ya a
Mamita, preparándola para la horrible sorpresa. Al oírnos llegar, se precipitó hacia el
carruaje, presintiendo que sólo encontraría un cadáver. La escena fue desgarradora, y
entonces comprendí cuánto amaba mi pobre madre a aquel hombre que había vivido con
ella treinta años de indiferencia y de abandono.

El velorio y los funerales hicieron época en Los Sunchos. Mamita, incapaz de ocuparse

de nada, sino de llorar y rezar junto a su esposo, dio carta blanca a amigos y sirvientes, y la
mesa estuvo puesta durante treinta y seis horas largas, alternándose el chocolate con los
vinos y licores, los «churrasquitos» con el mate dulce o amargo, el puchero con la chatasca,
las empanadas, la chanfaina y las tortas fritas.

Una nube de chinas de las casas amigas habían ido «a ayudar», convirtiendo la nuestra

en pandemonium y la sala, el comedor, las habitaciones de respeto, estaban llenas de
visitantes, hombres y mujeres que hablaban de política, contaban cuentos, jugaban a las
prendas, iniciaban o continuaban sus intrigas amorosas... Y esta animada tertulia, en que
sólo faltó el baile, se prolongó hasta la hora de conducir los restos a su última morada.

Yo estaba aturdido. Tatita había sido tan bondadoso, tan camarada, que lo quería de

veras, y su ausencia repentina e irrevocable, producíame, al propio tiempo que dolor, una
rara sensación de espanto, como si me encontrara de pronto y por primera vez ante lo
desconocido amenazador.

Pero todo esto, terror y pena, era vago, indeciso, como si no me diera, como si no

pudiera darme cuenta exacta del hecho brutal, como si pasara por una confusa y angustiosa
pesadilla...

Hubo discursos junto a la tumba de don Fernando Gómez Herrera, cuyo ataúd

acompañó el pueblo en masa hasta el pobre y descuidado cementerio de Los Sunchos,
cubierto de pasto y poblado de peludos y de víboras. Don Sócrates Casajuana, el intendente
municipal, dijo que era un prohombre a quien la patria y su partido debían sacrificios
innumerables. Don Temístocles Guerra declaró que perdíamos en él un vecino progresista y
un ciudadano patriota, que no podría ser reemplazado jamás. El doctor Argüello, senador de
la provincia, que, con el diputado Quintiliano Paz, había ido expresamente a Los Sunchos,
para honrar la memoria de Tatita, habló en nombre del poder ejecutivo y de la legislatura,
recomendando al pueblo que siguiera las admirables huellas del probo y austero ciudadano,
prematuramente desaparecido cuando, en plena madurez, mayores servicios podía prestar a
la patria.

Yo oía todas aquellas frases como quien oye un vago y molesto zumbido, y no podría

reconstruirlas ahora, si después no las hubiera escuchado cien veces, dichas sobre cien
tumbas diferentes, siempre las mismas, siempre triviales, siempre demostrando un
desconocimiento casi completo de la personalidad a quien se honraba, siempre sin
proporción ni medida, como si todos los hombres, iguales en la muerte, lo hubiesen sido
también en la existencia.

A la puerta del cementerio, acompañado por el cura, don Jenaro Cecchi, por algunos

presuntos parientes de Papá o de Mamá, y por don Higinio Rivas, que lagrimeaba
sinceramente, estreché una tras otra todas aquellas manos indiferentes, y escuché de
aquellas bocas sin emoción las rituales palabras de pésame. Esta larga, esta interminable
ceremonia fue para mí una tortura. Por fin, en el mismo carruaje que la antevíspera había
recogido el cuerpo inanimado de mi padre, volví a casa, en un estado de estupor, sólo

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comprensible si me digo que la naturaleza turba y enajena el cerebro del hombre en las
grandes catástrofes, anestesiándolo en cierto modo, hasta que empieza a acostumbrarse al
dolor. El cura y don Higinio me acompañaban.

En casa, y con otras señoras y niñas, Teresa trataba de consolar a Mamita que,

encerrada en su cuarto, a oscuras, llorando y rezando, no quería ver a nadie ni dejarse
distraer de su pena bajo pretexto alguno. Me tuvo abrazado largo rato, cubriéndome de
besos y bañándome en sus lágrimas.

A la hora de comer, todas las visitas se marcharon, excepto Teresa, que quedó para

acompañar a mi madre y manejar la casa, por indicación de don Higinio.

Por la noche, solos, viendo y compartiendo mi honda aflicción, me habló más

tiernamente que nunca. Embriagados por el dolor, hubo un instante en que nos abrazamos,
perdida la cabeza.

Y éste fue el momento de gran emoción de que hablara de la Espada.


- XIV -


La muerte de Tatita dejaba en manos de don Higinio Rivas los destinos políticos de Los

Sunchos, que había compartido con él. Era el caudillo único e indiscutible, entre otras cosas
porque, conocedor de los secretos del gobierno de la comuna, tenía a todas las autoridades
como si dijéramos rendidas a discreción. Convencido de que tarde o temprano me casaría
con Teresa, ignorante del cambio radical introducido en nuestras relaciones, sabiendo que
mi padre nos había dejado más deudas que bienes, que Mamita era incapaz de salir del
atolladero y que yo no sabría manejarme mucho mejor que ella, me propuso encargarse
desinteresadamente de arreglar nuestros negocios, de modo que nos dieran satisfacción.

-Yo conseguiré que se queden con la chacra y que puedan pagar a los acreedores por

medio de una amortización, arrendando las tres cuartas partes del terreno, que no les hace
falta. Para que vivan, para el puchero, la ropa y los gastos menudos, no será difícil que el
gobierno de la provincia pase una pensión a la viuda, y yo mismo iré a la ciudad a trabajar
hasta conseguirla. Es lástima que Fernando haya muerto sin arreglar sus cosas, y que fuese
tan despilfarrador, porque hubiera podido dejarles una fortunita. Pero ¡no importa! Con
todo, la chacra valdrá mucho a la vuelta de pocos años y podrás venderla muy
ventajosamente cuando mejoren los tiempos. Tu mamá, entretanto, necesita muy poca cosa,
«vos podés» manejarte con el sueldito de la Municipalidad, que ya te han aumentado dos o
tres veces, y lo principal es ir viviendo sin que los usureros les claven las uñas.

Se interrumpió, vaciló un poco, como si le costara lo que iba a decir, y agregó:
-¡Esto, muchacho, es un secreto para nosotros dos y para tu mamá, nada más! Fernando

tenía mucha confianza en mí, y con razón, porque siempre fui muy su amigo... Temiendo
que algún día pudieran obligarlo a vender la chacra en malas condiciones, me pidió que se
la hipotecara con pacto de retroventa. Naturalmente, esto era «engañapichanga». Hicimos
en la escribanía el contrato de hipoteca, y yo le di una contracarta sin fecha, declarando que
me ha pagado y que la propiedad sigue siendo suya:

esto para el caso de que me sucediera una desgracia repentina, porque entre nosotros no

había necesidad de semejante garantía. Esa carta debe estar entre los papeles del finado.
Traémela y te daré otra para tu resguardo. La hipoteca vence en estos meses; la

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renovaremos a tu nombre y el de tu mamá, con las formalidades de la testamentaría, y así
nadie podrá nunca meter el diente en lo único que les queda.

Se interrumpió para añadir después, con una risita entre maliciosa y avergonzada:
-Todo esto no será muy legal; pero, hijito, cada uno se agarra con las uñas que tiene, y

a mí me parece que tu tata tenía mucha razón de no querer quedarse en camisa y en el
medio de la calle, para pagar a sus acreedores, que son casi todos gente rica, y que no
necesita de esos cobres. Vos, por tu parte, como irás pagando, no tenés nada que echarte en
cara...

Dimos a don Higinio cuantos poderes necesitaba para regir libremente nuestros

asuntos. Arrendó parte de la chacra en buenas condiciones, obtuvo la pensión del gobierno
de la provincia y otra del nacional para «la viuda e hijo de un guerrero del Paraguay»,
arregló con los acreedores exigiéndoles una importante quita y haciéndolos contentarse con
una pequeña amortización anual -«del lobo un pelo», decía él-, de manera que, en vez de
empeorar, nuestra situación mejoró, porque ya no estaba allí Tatita, manirroto a quien
ningún dinero daba abasto, y porque yo no me había acostumbrado todavía a tirar la plata,
gracias a las pocas ocasiones que Los Sunchos me ofrecían y gracias también a que Teresa
tenía aún la facultad de absorberme. En casa reinaba, pues, la abundancia, y hubiera reinado
la alegría si Mamita, como la enredadera que se encuentra de pronto sin arrimo, aunque sea
el rudo y áspero de una tapia, no se hubiera marchitado y abatido, más silenciosa y solitaria
que nunca.

-Pocos años de vida le quedan a misia María -murmuraba la gente al verla pasar como

un fantasma, sin ser ya ni la sombra de la mujer de antes, que, taciturna y resignada, tenía,
sin embargo, manifestaciones simpáticas y amables para todos.

-¿Por qué te afliges tanto, Mamita? -me atreví a decirla una vez-. Al fin y al cabo,

Tatita no te hacía tan feliz...

Me miró espantada, como si acabara de blasfemar, y exclamó:
-¡Mauricio! ¡Era tu padre!
La religión de la familia primaba en ella, sobre cualquier otro sentimiento, sobre todo

raciocinio.

Así fue pasando lenta y monótonamente el tiempo, hasta que don Higinio quiso un día

complementar con un golpe de maestro la magnífica ayuda que nos había prestado,
poniendo en marcha de un modo decisivo su proyecto de «hacerme hombre».

Ocurrió que, en la lista de candidatos oficiales por nuestro departamento, figuraban dos

o tres que no eran, ni con mucho, de la devoción de las autoridades sunchalenses. Uno de
ellos, sobre todo, Cirilo Gómez, ex-vecino de Los Sunchos, y culpable de una grave
indiscreción sobre el manejo de los fondos municipales y de la tierra pública, era enemigo
personal de Casajuana y de Guerra, que habían contagiado con su odio a don Sandalio
Suárez, el comisario de policía. Los tres, saliéndose de madre, protestaron violentamente
contra los proyectos electorales de sus jefes (las listas les llegaban siempre hechas de la
ciudad, y ellos las hacían votar a ojos cerrados, obedeciendo al Gobernador) y declararon
que no votarían jamás aquélla, si no era modificada de acuerdo con sus deseos, eliminando
la candidatura ingrata de Cirilo Gómez; y, llegando en su indignación a la amenaza, juraron
que, en caso de ver desairada su justísima exigencia, harían abstenerse a «sus amigos»,
dando el triunfo a la oposición, que se envalentonaría enormemente con ese primer éxito
que le caería de arriba...

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Esto agitó hasta la convulsión al pacífico pueblo de Los Sunchos, desencadenando

pasiones y ambiciones. En tan graves circunstancias, don Higinio asumió su papel de
caudillo, predicó la moderación, el mantenimiento de la disciplina a todo trance, y se
encargó de arreglar personalmente las cosas, de manera que todos quedaran satisfechos -
todos menos el candidato que hoy llamaríamos boycoteado-. Iría a la ciudad, se pondría de
acuerdo con los jefes del partido oficial, ¡hasta vería al Gobernador si era preciso! Le
dieron plenos poderes, y, preparándose para el viaje y la campaña política, aquella misma
noche me llamó:

-¡Muchacho! -me dijo-. Tengo tu suerte en la mano. No estaba esperando más que una

«bolada» y lo que ésta no me la quita nadie.

Aunque todavía no tengas la edad, te vamos a hacer diputado. Así, como suena,

diputado.

Me quedé estupefacto. En mis sueños más ambiciosos no me había atrevido a esperar

semejante ganga sino para muchos años después, y eso vagamente. De simple empleadillo
de la Municipalidad -pues aunque el sueldo aumentado ya varias veces era crecido, no se
me había dado función alguna, por la sencilla razón de que no la ejercería-, de simple
empleadillo de la Municipalidad a diputado a la Legislatura de la provincia ¡era tan grande
el salto!...

-¿De veras, don Higinio? ¿No me está titeando? -logré preguntar por fin-. ¿Con qué

títulos?

-«Sos» hijo de tu padre y un poco hijo mío, si me salgo con la mía...
que me he de salir. ¡No! Si no soy ciego y no tenés para qué hacer aspavientos. Claro,

que si Teresa fuera macho, no te caería la ganga...

Pero viene a ser lo mismo... Yo me entiendo, y cuando llegue el momento...
La muchacha y «vos» sois muy jóvenes todavía... Bueno, pues, además del nombre de

tu tata y de mi protección, tenés tus trabajos: has escrito en La Época.

En efecto, con el contagio de la redacción, había garabateado uno que otro sueltecito,

una que otra diatriba más o menos calumniosa o epigramática contra nuestros adversarios.

-De la Espada, como que es gallego, no puede pretender otra cosa que un poco de

platita, y se la daremos. Será el primero en cacarear que «sos» el alma del diario y el mejor
elemento del partido. En fin, ésta es cosa mía, y podés estar seguro de que no me la quita
nadie.

Yo tenía fiebre. No sabía lo que me pasaba, no podía estarme quieto, ni hablar; hubiera

bailado, chillado, corrido. Entretanto, don Higinio me reservaba una sorpresa más
importante todavía, si se mira bien.

-Serás diputado -continuó- y tendrás una fortunita. Vengo pensando en eso desde hace

mucho, y creo que por fin he dado en el clavo. Apenas te sentés en tu banca de la
Legislatura, yo haré que la Municipalidad mande abrir las calles Santo Domingo,
Avellaneda, Pampa, Libertad, Funes y Cadillal, que están cortadas por tu chacra.
Naturalmente habrá que pagarte el valor del terreno que te quiten, es decir, unas veintitantas
mil varas cuadradas, y te las han de pagar bien. Te quedarán, entonces, nada menos,
veintiséis manzanas de pueblo, en el mismo riñón, como se dice. Siguiendo mi mal consejo,
podés vender dos o tres de las más afuera para hacer veredas y tapias con esa platita. Lo
que quede, a la larga será toda una fortuna, aunque ahora valga poco. Si el país sigue
adelantando, de repente vas a ser más rico que Anchorena. Y no te digo más.

Lo abracé, bailando.

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-¡Oh, don Higinio, cómo le podré pagar!...
Me apartó sonriente, y, meneando su cabeza de león manso, se puso a armar con

cachaza un cigarrillo negro. Después agregó con calma un poquito conmovida:

-Yo no te pido nada. Sé lo que valés y te tengo confianza... Además, también lo hago

por Teresa, que te quiere mucho y será una compañera de mi flor... Eso te lo garanto,
porque los Rivas somos todos como platita labrada, muy «derecho viejo», más leales que
un perro... Y ahora, muchacho, tené mucha paciencia y estate muy calladito la boca, no sea
cosa que nos conozcan el juego.

Y me mandó que me fuera, sin querer escuchar mis protestas de gratitud.


- XV -


Teresa me contó aquella noche que la casa era una romería desde que don Higinio se

había encargado de arreglar aquel asunto. Sabiéndolo con una diputación en la mano,
chicos y grandes iban a pedírsela, y lo colmaban de ofrecimientos, de promesas, de
manifestaciones entusiastas. El viejo no soltó prenda. Todos se marchaban creyendo en la
posibilidad de resultar agraciados, pero sin ninguna palabra decisiva; enumeraba los
méritos de cada uno, en su presencia, alababa los servicios prestados a la causa, decía con
aire protector «veremos lo que piensan en la ciudad», y daba sendos apretones de mano.
Los pechos de todos los ambiciosos de Los Sunchos palpitaban como el de un solo hombre
en vísperas de un gran acontecimiento feliz, y algunos me hicieron confidente de sus
esperanzas, y hasta solicitaron mi apoyo, suponiendo que tenía cierta influencia con don
Higinio. Este período de satisfacción, de beatitud, pasó pronto, sin embargo, dando lugar a
otro de irritabilidad e inquina.

Despertáronse de pronto los recelos, y Los Sunchos se convirtió en un semillero de

intrigas. Medio pueblo habló pestes del otro medio, porque cada cual quería despejar de
competidores el campo de la acción. Sólo yo resultaba indemne en aquella lucha a
dentellada limpia, porque nadie me creía con la menor probabilidad de llevarme la presa.

La Época, inspirada por don Higinio, dijo que los aspirantes, por muy legítimas que

fueran sus ambiciones, eran demasiado numerosos, que la ardiente competencia iniciada
ponía en peligro la disciplina del partido, dando un pésimo ejemplo de discordia, y que se
imponía a todos los pretendientes en general, como una prueba de generosos sentimientos y
altas ideas, deponer sus pretensiones en el sagrado altar de la patria.

Agregaba que el nuevo candidato sería designado por los jefes del partido, es decir, en

la capital de la provincia, porque, dada la disconformidad de las opiniones, algunas
egoístas, fuerza es decirlo, las circunstancias imponían una decisión completamente
imparcial, que sólo allí podría obtenerse. Y así, nadie tendría, luego, motivo de queja.

En el número siguiente el editorial de de la Espada apareció doctrinario, sin alusiones a

persona alguna, según creyeron los lectores.

Era indudable que, en la perplejidad de la designación, el diario oficial se daba un

compás de espera. Sin embargo, el diario decía, nada menos, que había llegado el instante
histórico de dar paso a las nuevas generaciones, de llevar al gobierno del país a los hombres
nuevos que habían demostrado amplitud de espíritu, respeto a las instituciones, aptitudes de
iniciativa, amor al progreso. Cuando los altos puestos públicos, desde la presidencia abajo,

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estén refrescados por sangre juvenil, será como si la nación entera recobrase una nueva y
vigorosa juventud. En épocas de revueltas y trastornos, la experiencia de los ancianos es el
mejor instrumento de gobierno; en épocas de paz y de prosperidad, el entusiasmo de los
jóvenes es lo que conduce a mayor felicidad y a más riqueza. Nadie supuso que aquel
articulejo preparaba el lanzamiento de mi candidatura, aunque en Los Sunchos se hilara
muy delgado, y fue porque estas generalizaciones no son para sintetizarlas gente primitiva y
en el fondo candorosa.

Don Higinio se había marchado a la ciudad y me escribía casi diariamente, enviándome

las cartas con el mayoral Contreras, su hombre de confianza, como lo había sido de Tatita.
En sus cartas me señalaba, punto por punto, lo que debía hacer para complementar sus
propios trabajos.

Por indicación suya, los miembros del comité local (vale decir las autoridades del

pueblo) organizaron un mitin para determinar públicamente cuál iba a ser la actitud del
partido. En él se rechazaría sin apelación la candidatura de Cirilo Gómez, pero, para
demostrar que esto no era una rebelión, sino una desobediencia forzosa, que en nada
menoscababa la disciplina, se declararía solemnemente, bajo juramento, si se consideraba
necesario, que el partido votaría en masa, como un solo hombre, el nuevo candidato -
quienquiera que fuese-, designado por el comité central. «Sólo así -escribía don Higinio-, se
sustituiría fácilmente a Gómez y seguiremos gozando del favor del gobierno».

Aquella mañana, en el vasto corralón de Varela, se reunieron unos cuantos centenares

de personas -gente del campo y peones municipales, en su mayoría-, capitaneados por
Casajuana, Guerra y Suárez, a quienes servíamos de tenientes Miró, Valdés, Martirena,
Antonio Casajuana, el doctor Merino, de la Espada, yo y otros. Se había preparado un
asado con cuero -una vaquillona carneada probablemente en la estancia de algún opositor-,
y las damajuanas de vino y las «frasqueras» de ginebra prometían un gran entusiasmo
popular. En este animado escenario me estrené como orador, repitiendo, palabra más,
palabra menos, algunos editoriales de de la Espada.

«Hay que sacrificarlo todo generosamente por el bien del país. Las ambiciones

desmedidas de algunos ciudadanos suelen poner en peligro la marcha de nuestro partido, el
más noble, el más puro, el más progresista, el único que se ha mostrado capaz de
gobernar... Esas ambiciones deben ser arrancadas de raíz, como la mala hierba. Si los
ambiciosos no renuncian voluntariamente a ellas, los verdaderos patriotas deben quebrar
sus apetitos en sus propias manos como un arma funesta (frase original, calurosísimamente
aplaudida). Además, ya es hora de que se abra paso a los hombres nuevos. En la política,
como en la milicia, hay una edad para el retiro, y el gobierno, como el ejército, debe
completarse con sangre joven. Y por último, a nada aspiro personalmente, nada deseo, pero
mi mismo desinterés me autoriza a recomendar a mis correligionarios la más severa
disciplina y la más estricta obediencia a los mandatos de nuestros jefes. Señores: ¡Viva el
partido provincial! ¡Viva el Gobernador de la provincia!»

No insistiré en la ovación que se me hizo ni en las escenas que siguieron, dignas del

mismo Pago Chico, no ya de Los Sunchos. Pero necesito decir que al otro día La Época
proclamó que me había revelado orador brillantísimo, pensador profundo y uno de los
cerebros mejor dotados del país, que de mí debía esperar maravillas. Los demás
«discursantes», que los hubo en gran número y a cuál más ardoroso, se eclipsaron ante el
astro nuevo, y en la «alta sociedad», así como en los modestos corrillos, alguien comenzó a
hablar de Mauricio Gómez Herrera como de un muchacho de gran porvenir, que se estaba

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malgastando en aquel rincón. Como con esto se tiraba a matar a los «prohombres» de que
todo el mundo estaba harto, la apreciación cundió, especialmente desde que los diarios de la
ciudad, a instancias del viejo Rivas, transcribieron los artículos y sueltos de La Época,
poniéndome por su cuenta en los cuernos de la luna.

Tomé con esto, involuntariamente, un aire misterioso, y de la noche a la mañana me

hice un hombre grave, más grave quizá de lo que conviniera para no dejar traslucir mi
secreto. Había adquirido enorme importancia, y una de las manifestaciones exteriores de
ello era que las principales familias hallaban modo de invitarme a sus tertulias, a almorzar,
a comer, cosa que antes ocurría muy de vez en cuando. Yo no paraba un momento en casa,
con gran pena de Mamita que, si hasta entonces sólo me veía a las horas de comer, desde
entonces ya no me vio a ninguna hora, si no es por las mañanas, mientras dormía... Aprendí
con esto los rudimentos de la vida social (¡en Los Sunchos!) que tanto debía cultivar más
tarde. Había sido un oso; pero las mujeres son tan amables, cuando quieren, que me
sorprendí de no haber frecuentado más la sociedad... No; aventuras no tuve. Me faltaba
atrevimiento, y, por otra parte, la bendita chismografía y el santo espionaje de los pueblos
pequeños, como una especie de cinturón de honestidad, hacen a las mujeres recatadas y
hasta virtuosas, mientras no interviene la verdadera pasión.

En fin, cuando se lanzó mi candidatura, ungida por el mismo gobierno, pocos días antes

de las elecciones, mi designación sorprendió a muy poca gente: estaba en el aire, sembrada
esporádicamente por don Higinio, de la Espada y los demás amigos. La única persona que
se sorprendió y se asustó fue Mamita. En cuanto supo mi proclamación aceptada sin
objeciones, con la mayor disciplina, impulsada por su misticismo iconólatra, empezó a
encender velas ante una imagen de Nuestra Señora de los Dolores, pero nunca quiso
decirme si lo hacía para que saliera o no saliera diputado...

Sospecho lo último.
La elección fue canónica, porque en Los Sunchos como en todas partes, estaban

vedadas a los opositores, que desde tiempo inmemorial se limitaban a protestar las
elecciones ante escribano público, sin más resultado que dejar un documento para la
historia, que probablemente no lo utilizará jamás. Mauricio Gómez Herrera resultó
diputado, como se proclamó aquella misma noche, calurosa y clara, de un domingo de
marzo, entre los estampidos de las bombas de estruendo y los pasodobles de la charanga
municipal. En el comité hubo fiesta que se continuó en el club, donde se destaparon algunas
botellas de champaña e innumerables de cerveza. Yo tuve que brindar con todo el mundo y
con todos los líquidos.

Muy tarde, casi a la madrugada, me vi por fin libre de las amables impertinencias del

triunfo. Muchos me acompañaron hasta la puerta de la casa, pero, adentro ya, no sé por qué
se me ocurrió que Teresa estaría en la huerta, pese a la hora intempestiva, como una esposa
abnegada que aguarda al marido calavera. Y, en la satisfacción de la victoria, que ablanda
los corazones, quise que, en tal caso, la tonta fuera feliz. Esperé a que mis acompañantes,
que cantaban entusiasmados, estuvieran lejos, atravesé la calle y entré en la huerta, casi
seguro de no encontrar a nadie, aunque esto hubiera lastimado mi amor propio... Pero allí
estaba la muchacha, agitada y nerviosa.

-Ya creí que no vendríaz -me dijo con su voz cantante-. El zeñor diputado ze hace

decear... Tenéz razón... Lo único que ziento ez que ahora te me iráz...

-Me iré... Me iré; pero volveré a cada rato. ¡Estamos tan cerca de la ciudad!

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Me había echado los brazos al cuello y se empinaba para, en medio de la oscuridad, ver

y hacerme ver, en mis ojos y en los suyos, el reflejo de las estrellas que poblaban el cielo,
titilantes e innumerables.

-¿Vendráz a menudo? -preguntó mimosa.
-Cuantas veces pueda.
-¡Sí! Ez precizo que vengaz -y recalcó exageradamente el «es preciso»-. No zé

todavía... Pero me parece que tengo que decirte... una coza...

Me dio un calofrío, tanto temor y tanta alegría vibraban a la vez en sus palabras.

¿Sería?

Pero la insólita entrevista no se prolongó, ni era posible que se prolongara, porque ya

comenzaba a amanecer.

Como si se hubiera puesto de acuerdo con Teresa para darme mala espina, de la

Espada, en medio de las embriagadoras congratulaciones del día siguiente, en un momento
en que nos quedamos solos, me dijo con una cómica solemnidad que era exclusivamente
suya:

-Mira, chico, yo no quiero meterme en danza; pero debo decirte una cosa. Se está

hablando demasiado de tus relaciones con Teresita. Ya te han visto entrar muchas veces en
su casa, entre otras anoche mismo, y el «comadreo» es tremendo y va a ser terrible. Yo no
sé, tanto se habla, cómo don Higinio no ha caído en cuenta todavía... será porque es el más
interesado. Pero no te fíes. Mira de quién se trata y ándate con tiento, si es que no te
propones lo mejor, que sería... santificar las fiestas. Don Higinio no es de los que se llevan
de las narices y puede darte qué sentir.

La misma perplejidad en que me hallaba me permitió contestar en broma al

«galleguito», negando toda importancia al problema que, sin embargo, era trascendental y
me preocupaba hondamente, hasta imponerme la obsesión de esta preguntita: «¿Será?»...

Era. Noches después, Teresa me reveló el, para ella, terrible y encantador secreto.
-Tenemos que casarnos pronto, muy pronto, queridito -me dijo, acariciándome las

mejillas con las palmas de las manos-. Ya no es posible esperar más de veras... Después,
sería un bochorno... ¡Y Tatita! ¡Qué diría Tatita! Sería capaz de matarme... Y yo... yo me
moriría de vergüenza...

Rehuí toda respuesta comprometedora, puse de relieve, como dificultades,

precisamente todas las facilidades del momento -tan propicio-, pero sin mala intención,
aunque nadie lo crea, sin segunda intención ¡lo juro! Sólo por instinto, como un ademán
subconsciente que me defendiera de un peligro imprevisto, atávicamente revelado a no sé
qué parte de mi ser. Y, dominada o atontada por mi elocuencia, Teresa se tranquilizó, me
abrazó, me besó, me hizo mil caricias, y, en la decisión completa de su cuerpo y de su alma,
hasta prometió no decir nada a don Higinio mientras yo no se lo mandase.

Una vez a solas, me di cuenta del atolladero en que me había metido.
¡Qué a punto venían las insinuaciones de de la Espada! Si hubiera hablado meses

atrás... Pero, como dicen las comadres: «Después del niño ahogado...

¡María, tapa el pozo!» ¡Bah! Todavía nadie se ha muerto de eso. En el peor de los

casos, no tendré de qué quejarme. Pero...

La verdad, la verdad es que prefería no casarme porque aquella muchacha carecía de

atractivos, o si los tenía eran menores cada vez.

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Teresa no me interesaba, o me interesaba poco, ya sin prestigio ni misterio, con sus

grandes ojos de ternera conmovida, su cutis de magnolia, su ceceo infantil, su candor de
paisanita.

Eso está bueno para pasar un rato ¡pero toda la vida!...


- XVI -


En la ciudad alcancé un éxito que no me esperaba. Muchos de los antiguos

condiscípulos que me perseguían en el Colegio, y que todavía no habían logrado hacerse
una posición, ni terminar una carrera, fueron a visitarme en el Hotel de la Paz, y me
colmaron de felicitaciones, lisonjas y bajezas, tras de las cuales solía transparentarse la
envidia, una envidia rayana en odio. Éste fue el prefacio de una larga serie de otras visitas y
de invitaciones a fiestas, comidas, tertulias, bailes, en que siempre era yo el niño mimado
por excelencia. Todo el mundo veía despuntar en mí un astro nuevo, un hombre
predestinado por la fortuna para ocupar las más elevadas posiciones, porque nadie quería
creer en mi mérito excepcional ni en los servicios que pudiera haber prestado al país,
considerándome sólo como una criatura nacida de pie. Y una tarde, ¿a quién se dirá que me
veo aparecer en el cuarto que servía de sala de recibo?

¡Pues a don Claudio Zapata, en cuerpo y alma! Pero esto sería bien poco, si tras él no

hubiera asomado la soldadesca figura de misia Gertrudis, con sus alforjas al pecho, y su
enorme masa de cabellos castaños, que parecía aplastarle y derretirle la cara, llena de
grandes arrugas reunidas en la antigua papada, que ya no era sino una especie de vejiga
vacía.

-¡Oh! ¡Don Claudio! ¡Oh! ¡Misia Gertrudis!- exclamé sin poder contener la risa-.

¡Cuánto bueno por acá!

-Hemos venido -dijo ceremoniosamente don Claudio, interpretando mi hilaridad como

manifestación de cariño-, hemos venido, seguros de que no habrás olvidado a los que te
sirvieron de padres, a los que, educándote, algo severamente, es cierto, te prepararon por
eso mismo para la posición que hoy ocupas.

-¡Oh, don Claudio! ¡Y cómo me he de olvidar!
-Eras un muchacho travieso, muy travieso, pero se veía claro que harías camino -

agregó misia Gertrudis-. Siempre se lo he dicho a Claudio y a tu tata, que esté en gloria.
¡Pobre don Fernando! ¡Quién había de decir!

Todavía tengo su última carta, y la guardo como oro en paño. ¡Nos afligió tanto su

muerte!... Aquí le hemos hecho decir unas misas...

A pesar de los recuerdos que evocaban estas frases, la risa me retozaba pensando en las

trenzas y en la cara que habría puesto al no encontrarlas. Pero, dominándome, dije:

-¡Pues me siento muy honrado con la visita de ustedes! ¡Qué recuerdos, eh!... ¡Vaya

con don Claudio! ¡Vaya con misia Gertrudis! ¡Y qué bien están los dos! Pero háganme el
favor de sentarse y digan si en algo puedo servirlos... Y ante todo, tornarán un matecito.

El mate comenzó a circular. Yo estaba seguro de que llevaban un propósito interesado,

y entre sorbo y sorbo, vencida al parecer por mis reiteradas instancias, doña Gertrudis
consintió al fin en decirme cómo podía pagarles el honor de aquella visita y la refinada
educación que me habían dado: los tiempos estaban malos; sin sufrir miseria, lo que se

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llama miseria, no estaban tampoco en la abundancia ni mucho menos. Don Claudio había
prestado, en diversas ocasiones, grandes servicios al gobierno, y muchos personajes, entre
ellos Tatita, le habían prometido hacer algo por él; promesas que se había llevado el viento
y que sólo mi padre hubiera cumplido, a no morir de tan trágica manera... Muerto él, a mí,
su hijo y el hijo adoptivo, o poco menos, de los Zapata, me tocaba esa herencia. Don
Claudio era muy modesto -¡demasiado modesto, por eso lo dejaban en un rincón!- y se
contentaría con una insignificancia cualquiera. Bastaría, por ejemplo, con que yo, diputado
influyente a quien el gobierno no podía negarme nada, lo hiciera nombrar juez de paz de su
parroquia. El puesto estaba vacante.

-¡Pero señora! -objeté por hacerla hablar-. En primer lugar, todavía no hay diputado,

porque las elecciones no han sido aprobadas.

-¡Oh! ¡Eso es una simple formalidad!
-¡No tan simple!... En segundo, no sé si tengo o no tengo influencia con el gobierno,

porque todavía no lo he tanteado...

-¡Bah! ¡Eso está visto! ¡Un Gómez Herrera!
-Y en tercero, don Claudio no remediaría nada, pero absolutamente nada, con el puesto.

Las funciones de juez de paz son gratuitas.

Misia Gertrudis me miró como si quisiera devorarme, y lentamente, meditando para no

decir las atrocidades que pensaba, replicó:

-¡No le hace!... Claro que el puesto en sí no ha de darle un real...
Claudio no es de esos que aprovechan ¿no es verdad, Claudio? y son capaces de

quitarles hasta la camisa a los pobres que tienen una demanda... Pero como juez de paz
tendrá otra espectabilidad, podrá hacer muchos servicios, y esto le facilitará alguno que otro
negocio que nos saque de apuros.

La escena me divirtió tanto que prometí darle lo que me pedían en cuanto me fuera

posible, si llegaba a tener influencia en el gobierno. Y como quien hace una diablura, meses
después, di a don Claudio el nombramiento de juez de paz para gozar con sus sentencias
salomónicas o sanchescas y con sus coimas inverosímiles. Adelantaré aquí, aprovechando
la oportunidad, que se hacía pagar por todo el mundo, por el demandante y el demandado,
por el condenado y por el absuelto, y esta igualdad ante la ley es la mejor prueba posible de
su ecuánime imparcialidad.

No fue tan grato mi primer encuentro con Pedro Vázquez, estudiante entonces de

Derecho en la Facultad de una provincia vecina, y que había ido a la ciudad de paseo.
Como todos los demás, me felicitó por mi rápida carrera, pero con cierto aire burlón, que
yo tomé por crítica o protesta muda.

-¿Quisieras verte en mi lugar, eh? -le dije, enfadado, con tono de superioridad hiriente,

significándole que debía tener un poco de envidia.

-¿Yo? No creas. ¡Te va a costar tanto trabajo mantenerte a la altura de tu puesto!... Yo

no aceptaría por nada, a nuestra edad, un cargo tan lleno de responsabilidades... ¡Hacer
buenas leyes y gobernar bien al pueblo! No; es una tarea inmensa, un sacrificio enorme.
Solón ha dicho...

-¡No me importa lo que diga Solón, señor estudiante! -interrumpí, rabiando por la

solapada y sangrienta ironía que creí ver en sus palabras-. ¿Acaso los demás diputados se
preocupan de semejantes tonterías? ¡«Sos» un pavo que nunca sabrás vivir, y no te das
cuenta de nada! No todos han de proyectar las leyes desde el primer momento, y

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cualquiera, con un poco de sentido común, puede saber si son buenas o malas las que se le
presenten...

-¡Oh! Ese papel está bueno para los burros que no tienen decoro ni aspiraciones, no

para un muchacho como tú, inteligente y de corazón, que puedes ser más tarde muy útil a la
tierra. No, Mauricio, no te envidio, por ahora. Hay que prepararse mucho para tareas así, y
yo no estoy preparado; apenas si empiezo a aprender... Dentro de algunos años no digo que
no. Pero ahora, lo principal es estudiar.

-Sí, las cosas viejas de los libros viejos, las antiguallas del tiempo de Mari-Castaña.

¡Vaya una sabiduría!

-De lo viejo ha salido lo nuevo. Lee el Espíritu de las leyes de Montesquieu y verás.
-En fin, Vázquez, no estamos de acuerdo.
Esto lo dije con blandura, convencido de que no llevaba mala intención, esforzándome

por ser afectuoso, pero con ganas de darle unos sacudones por burlón si se reía de mí, por
tonto si hablaba en serio.

Cuando nos separamos me fui, sin embargo, rumiando lo que había dicho,

prometiéndome leer a Montesquieu, y confesándome que sabía muy poco para legislador,
aunque no mucho menos que la mayoría de mis colegas.

La ciudad se me presentaba completamente distinta de la otra vez, y mi individualidad

no había sufrido las antiguas torturas al verse empequeñecida, suprimida casi. Muy al
contrario, mi yo se agigantaba, pues ocupando, relativamente, el mismo lugar que en mi
pueblo, el escenario más complejo y vasto me daba mucha mayor significación, para mí
mismo y para los demás. El transplante me favorecía esta vez, enriqueciéndome y
vigorizándome. Había ganado en todo, hasta en lo que a sensualismo y diversiones se
refiere. Las costumbres eran allí más fáciles que en Los Sunchos -hablo de la gente de
cierta posición-, y no dejé de aprovechar esta circunstancia. El éxito es una aureola que
deslumbra a muchas mujeres, y mi brillante aparición en la escena política, a una edad en
que otros no se han puesto, casi puede decirse, los primeros pantalones largos, me hizo el
niño mimado de las damas. Algunas me concedieron amables entrevistas matinales o a la
hora de la siesta, momentos propicios si los hay, porque generalmente los maridos sólo
temen la infidelidad nocturna... ¡Cuánto gracioso impudor en algunas que para el cónyuge
serían, sin duda, de una desesperante mojigatería!... Pero no se exagere el alcance de estos
párrafos. Más que inmoralidad, más que licencia en las costumbres, debe verse en todo
aquello una simple exteriorización de primitiva ingenuidad, una especie de regresión al
estado natural, coadyuvada, si no fomentada, por la completa remisión de los pecados, en la
que nadie dejaba de creer. Y si lo cuento es sólo porque estas aventuras pasajeras
ahuyentaban cada día más de mi cerebro la idea del matrimonio, mientras me alejaban
también de Teresa, un poco por temor, un mucho por desdén que las comparaciones me
inspiraban. Sin una pasión que ciegue, el matrimonio es un disparate, sobre todo en la
primera juventud; con la pasión que ciega, es una locura en todo tiempo. Se me dirá que los
hijos imponen el matrimonio, pero esto en la actualidad es un craso error, aunque
antiguamente pudiera resultar exacto. Los hijos toman la vida como viene, y suelen tener
mejores ejemplos en una unión libre, desligable a la primera falta, que en un honor legítimo
donde, al cabo de algunos años, marido y mujer no pueden aguantarse y tienen que
aguantarse aunque se desprecien y se odien, cosa que disimularán a los extraños, a los
mismos amigos, pero que resultará siempre evidente para los hijos...

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Pero no era mi intención meterme en estas honduras, sino sencillamente decir que cada

día me afirmaba más en el propósito de no casarme con Teresa -sobre todo con Teresa-,
porque ¿cómo arrostrar a sabiendas los peligros que veía ejemplarizados a mi alrededor, el
infortunio, el ridículo quizá ambos a la vez, sin una gran compensación?

Entretanto me preocupaba y me urgía la aprobación de mi diploma, pues no creería en

mi buena suerte mientras no me viera en mi banca de diputado. E interrogaba a todo el
mundo, con aire indiferente, si a su juicio se presentarían o no dificultades.

-¡Qué se han de presentar! Su diploma es como una carta en un buzón.
No decían en el correo, porque el correo era entonces una verdadera calamidad.
Asistía como interesado espectador a las sesiones preparatorias de la Legislatura,

mucho más divertidas que el resto de la monótona vida provinciana -salvo los amoríos, los
bailes y las francachelas-, y me paseaba en antesalas, trabando relación con los colegas
futuros. Allí se tomaba mate interminablemente, y se hablaba de política, de chismografía
social, mezclado esto con las viejas anécdotas de que somos tan golosos los provincianos.

El «recinto» de la Cámara era, en una casa vieja de pretencioso frontispicio

Renacimiento, un salón cuadrado, disfrazado de anfiteatro mediante unas barandillas de
madera que dejaban a disposición de la barra el fondo y los rincones, llenos de largos
escaños. Las «bancas» o asientos de los padres conscriptos eran una especie de pupitres de
escuela, colocados en tres filas semicirculares y decrecientes, las mayores a lo largo de la
barandilla, las menores, naturalmente, en el centro, dejando en medio un espacio vacío. En
el testero del salón, sobre la larga mesa de la presidencia, el gran retrato al óleo de un
prócer de la provincia. ¡Qué majestuosa me pareció aquella sala la primera vez que entré en
ella, con el pecho algo oprimido, como quien penetra en un antro misterioso! ¡Y con qué
religiosa atención escuché lo que se decía, pagando la chapetonada y conquistando así el
derecho de no hacerlo más tarde!

Los diputados decían sucesiva y enfáticamente una docena de sandeces, que entonces

me parecían rasgos de elocuencia: tal es el prestigio del poder. Eligieron la mesa y
comenzaron a discutir las actas de las elecciones, por mera fórmula, según me dijera misia
Gertrudis: bien se veía que todos se habían puesto de acuerdo antes de entrar en sesión. Mi
diploma era uno de los pocos que parecían peligrar, porque las elecciones de Los Sunchos
habían sido, como de costumbre, protestadas por la oposición abstinente. Cuando me tocó
el turno fui invitado a entrar en el recinto para defenderlo. Como todos mis eminentes
colegas habían sido electos más o menos en la misma forma que yo, y habían pasado sobre
iguales protestas, no les fue difícil convencerse de la legalidad de mi mandato, y de que:

«La impotencia hipocondríaca y perversa de cuatro ciudadanos egoístas y malos

patriotas, hez de la sociedad, alejados de la opinión pública y desdeñados y aborrecidos por
ella, como se hace con una víbora venenosa, los obliga a adoptar el único medio de fingirse
vivientes, firmes y numerosos, de mostrarse engañosamente al pueblo como una fuerza
respetable: la cínica protesta de una elección legal, en que se ha respetado la inmaculada
pureza del sufragio, protesta que lleva al pie el nombre de cuatro individuos insignificantes,
que quizá no sean ni siquiera electores, y la falsa afirmación de «siguen las firmas»,
testimoniada por un escribano sin fe, sin carácter, sin probidad. ¡No hay firmas, no hay
hombres, no hay ciudadanos, señor Presidente!...

-¡Las firmas están! -agregó una voz desde la barra.
-«Habrá... habrá nombres inventados, nombres supuestos que no figuran en el padrón.

¡No, no hay ciudadanos, señor Presidente! Sólo hay ambiciones inconfesables, y, como ya

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dije, la rabia feroz de la impotencia. («Muy bien», en las bancas). Vengo a apoyar
decididamente al gobierno que nos rige con general aplauso. Esto es sabido, y esto
despierta contra mí el odio de los que quisieran sustituirse a él. Esos cuatro fomentadores
de anarquía son, pues, mis enemigos naturales.

Entretanto, el gobierno actual cuenta con la inmensa mayoría del pueblo, y ésa es la

que me ha elegido por mis opiniones. No declarar legítimo mi mandato sería sospechar de
impopularidad al mismo Poder Ejecutivo que aclaman las muchedumbres entusiastas y del
que quiero ser modesto pero abnegado colaborador».

Esto lo copio de la versión taquigráfica, corrigiendo apenas el estilo, no por presunción,

sino porque me gustan las buenas formas, lo que podría llamarse el aseo de la ropita
oratoria. El fondo era así, vago, indeterminado e insultante para los adversarios. De más
está decir que, como en mi célebre examen de ingreso, allí pasé por unanimidad. Presté
juramento y me senté por fin en «mi banca». Era, definitivamente, un personaje.

Escuché desde entonces los discursos con menos respeto, y comencé a comprender

como por vaga intuición que aquello no valía nada, que yo podría hacerlo mejor sin mucho
esfuerzo, sin todo ese trabajo de años a que Vázquez se refería. Y resolví ponerme a leer
discursos parlamentarios.

La indigente biblioteca de la Legislatura, compuesta de unos pocos centenares de

volúmenes, me proporcionó los diarios de sesiones del Congreso; devoré a Sarmiento,
Avellaneda, Rawson, Mitre, Vélez Sarsfield; leí docenas y docenas de discursos, reteniendo
más las frases que la doctrina y creándome un repertorio de lugares comunes que pudieran
no parecer tales. Compré también algunos libros de Castelar, una traducción de Cicerón,
otra de Mirabeau, y me puse a leer la Historia de la Revolución Francesa, que entonces me
entretenía como antes las novelas de aventuras. Los discursos de la Convención me
enriquecieron notablemente, y traté de imitar su vehemente entusiasmo, su heroica
entereza, en la forma de los míos. Siempre que hablaba en la Cámara era como si la patria
estuviese en peligro; los otros «buenos oradores», escasos entre mis colegas, hacían, por
otra parte lo mismo, de modo que, a propósito de la construcción de un camino o de
cualquier otro detalle, las sesiones de nuestra humilde Legislatura alcanzaban el diapasón
de las más vibrantes y memorables de la historia.

Un discurso que pronuncié sobre el estado de las escuelas primarias en la provincia

mereció que algunos corresponsales escribieran a Buenos Aires, y dos o tres diarios me
dedicaron palabras elogiosas en los sueltos. Éste fue el mayor espolazo que haya recibido
mi ambición, desde entonces pronta a desbocarse. Me propuse conocer la capital, los
hombres de gobierno, el Presidente de la República, ciudadano de gran talento,
elocuentísimo orador él también, y ¡quién sabe! Quizá abrir una brecha que me permitiese
lanzarme a la conquista de aquel emporio, y triunfar, y ser allí lo que había sido en Los
Sunchos, lo que era en mi ciudad provinciana: si no el primero, uno de los primeros, con un
porvenir de gloria y de grandeza.

Vivía exclusivamente para la política; sólo en ella pensaba, estuviese donde estuviese,

trabajando o divirtiéndome, amando o durmiendo, porque hasta mis sueños eran políticos, y
mis amoríos buscaban mayor influencia y más poder para mí. Ningún detalle me parecía
nimio, y todo, hombres, cosas, hechos, iban almacenándose en mi memoria, que tengo
magnífica. Ahora mismo podría contar la vida y milagros de centenares de personas, tanto
altamente colocadas cuanto modestas y aun insignificantes.

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Formaba mi arsenal, con avidez y con paciencia, y comenzaba a utilizarlo para

avezarme a su manejo.

Como aprendizaje del uso de mis armas, escribía en Los Tiempos, diario que era una

reproducción agrandada de La Época de Los Sunchos, y mis sueltos incisivos, mordaces,
casi siempre animados con una anécdota verdadera o imaginada, se destacaban del resto de
aquella prosa indigesta y burda, lana de colchón con que se rellenaban las columnas del
periodicucho. Mi fama comenzó a cundir, y ya muchos me consideraban como una
personalidad naciente, mientras que otros me tenían como un muchacho mal educado e
insolente, capaz de las mayores desvergüenzas.

Entretanto, Mamita, Teresa, don Higinio, Los Sunchos, quedaban muy lejos, allá atrás,

allá abajo, como perdidos en la bruma para siempre.

Sólo, de tiempo en tiempo, una carta de Teresa venía a sobresaltarme, a turbarme un

momento: su secreto, nuestro secreto, iba a dejar de serlo; la verdad se impondría dentro de
muy poco, y, desesperada, me suplicaba que fuera, que arreglara las cosas, que la salvara de
toda una inminente tragedia...

¿Para qué me habría yo metido en semejante atolladero?


- XVII -


Me pareció oportuno realizar el proyectado viaje a Buenos Aires, antes de decidir lo

que había de hacer. Pedí licencia a la Cámara y algunas cartas de presentación de mis
amigos del gobierno para los «ases» de la gran capital. Con esto, mi diploma de diputado,
mi calidad de periodista y mi apellido patricio, salí, seguro del éxito, en busca de mis
primeras aventuras bonaerenses. Las puertas del mundo oficial y las de muchos salones
provincianos, abriéronse de par en par ante mí. Visité a varios miembros notables de mi
familia, que ni siquiera tenían noticia de mí, pero que me recibieron deferentemente,
poniéndose a mi disposición y dando por cumplidos todos sus deberes con esta
manifestación de cortesía.

Buenos Aires estaba, desgraciadamente, muy agitado. Respirábase allí una atmósfera

candente, anuncio de una tempestad. Los ciudadanos se adiestraban en el uso de las armas y
en el ejercicio militar, a vista y paciencia del gobierno de la nación, contra quien iban,
impotente para reprimirlos sino con una medida de fuerzas que hubiera sido señal de la
revolución, quizá de la guerra civil. Las antiguas desavenencias mezcladas de celos entre
Buenos Aires y las provincias hacían crisis, y esta crisis era amenazadora. En la doble
capital no cabían los dos grandes poderes, el nacional y el porteño, que se disputaban la
hegemonía, y el drama político empezado desde los albores de la independencia, corría
rápidamente a su desenlace. ¿Cuál sería éste? ¿Triunfaría la altiva Buenos Aires sobre todo
el resto del país, imponiéndose como la cabeza pensante a los demás miembros del cuerpo?
¿Lograríamos los provincianos abatir su orgullo y hacerla entrar en razón? ¡Arduo
problema cuya solución parecía exigir sangre!

Fui a saludar, entretanto, al Presidente de la República, hombre encantador, de maneras

algo afectadas, muy fino, muy amable, tanto que, a primera vista podría creérsele débil,
femenil. Me parece estarlo viendo, pequeñito, menudo, bien proporcionado, sin embargo,
con la frente ancha, coronada por cabellos largos, negros y ensortijados, ojos llenos de

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inteligente viveza, bigote y perilla, negros también. Hablaba con mesura, escogiendo las
palabras, y sus frases tenían siempre su ritmo cantante.

Así, cuando hablaba en público, era una delicia escucharle, porque se hubiera dicho que

su oratoria era musical, persuasiva y tranquilizadora como una caricia.

Me habló de mi provincia, de la suya, de la desgracia de nuestro país, siempre agitado

por disensiones intestinas y ofreciendo un espectáculo de anarquía y violencia al mundo,
que consideraba a las nuevas naciones de la América del Sur, y sobre todo a la nuestra,
como grupos de chiquillos revoltosos, si no como tribus semiprimitivas, incapaces de
comprender la libertad, y por lo tanto de gozar de ella. Y sin duda, para no penetrar más en
el fondo de las cosas y no hacer confidencias intempestivas a un jovenzuelo que era, al fin y
al cabo, desconocido, se levantó, dando por terminada la audiencia. Nunca lo volví a ver,
pero conservo clara y viva la impresión que me produjo.

Poco duró mi permanencia en Buenos Aires porque algunos dirigentes del partido me

aconsejaron que volviera a mi provincia, donde podría hacer falta: la inminente rebelión de
la capital porteña repercutiría quizá en alguna otra parte, y aunque mi provincia estuviera al
abrigo de todo temor y toda sospecha, como defensora decidida de la causa nacional -eran
sus palabras-, nunca es malo estar prevenido, y en épocas de disturbios cada soldado debe
ocupar su puesto. Me fui, pues, y véase cómo asocia uno egoístamente a sus pequeñas
necesidades los más grandes intereses colectivos: me fui haciendo votos por que estallara
no una revolución, sino toda una guerra civil, convencido de que en esta tragedia me sería
más fácil desenlazar mi dramita íntimo, de acuerdo con mis deseos, es decir, quedando libre
de todo compromiso.

En la ciudad me esperaba una carta de don Higinio, todavía ignorante de la desgracia

que lo amenazaba. La abrí, no sin recelo. Se refería al negocio de la chacra, que marchaba
muy bien, gracias a su «muñequeo».

Había conseguido que la oposición misma clamara por la apertura de las calles,

creyendo hacerme daño al desmembrar «una posesión feudal, que, como los castillos
medievales, dominaba al pueblo de Los Sunchos, aunque sin protegerlo ni servirle, sino a
modo de dique contra su desarrollo natural». La Municipalidad fingía indignarse mucho
contra aquella pretensión; pero estaba, naturalmente, pronta a ceder en cuanto él lo indicara.
No era oportuno todavía, si se quería obtener una buena indemnización.

Contingencia feliz e ingrata a la vez, que me dejó perplejo.
Agregábase un elemento más a mis vacilaciones que ya eran sobradas, aunque, en el

fondo, mi resolución fuera inmutable. Don Higinio, de cuya influencia política necesitaba
todavía, don Higinio, que, como un buen criollo, era muy capaz de vengarse
sangrientamente de mí, preparando este brillante negocio me obligaba aún más a
contemporizar con él. ¿Cómo salvarme del compromiso, cómo ganar tiempo, al menos?...
A fuerza de buscar, se me ocurrió una idea luminosa, y escribí a la muchacha, en una forma
ambigua, sólo clara para ella, diciéndole que más que nunca guardara su secreto, y a don
Higinio preguntándole si iría pronto a la ciudad, pues me urgía hablarle de un asunto muy
importante que no podía tratarse por cartas, pero que tampoco era cuestión de días más o
menos. Un «se trata de mi felicidad» debía sugerirle el tema probable de la entrevista.

Me precipitaba hacia el escándalo, precisamente para contrarrestarlo, y elegía la ciudad,

donde las cosas más graves, las que serían catástrofes en una aldea, pueden pasar
inadvertidas y donde toda defensa es más fácil.

En aquel teatro se equilibraban mejor nuestro poder y nuestras armas.

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Como lo había supuesto el viejo se precipitó a la cita. Creo que estaba más contento

que la misma Teresa, pues creía realizar un sueño de muchos años y crear para sus nietos
toda una aristocracia, dándoles al propio tiempo gran fortuna, elevada posición y un
nombre envidiable, un apellido patricio.

-¡Don Higinio! -exclamé al verlo-. Mi asunto no corría tanta prisa.
-No -dijo ladinamente-. Si he venido por otras muchas cosas; y de paso es natural que

te pregunte lo que querés.

-Yo hubiera debido ir a Los Sunchos; pero ya comprende usted que mis ocupaciones de

la Cámara me lo impiden.

No había ido, temiendo, además de lo que ya he dicho, las escenas con Teresa, y su

posible indiscreción... ¡Oh! Las mujeres saben callar, pero de repente, cuando no hay
peligro o a ellas les parece que no lo hay, se les va la lengua y arman un enredo sin querer.

-Se trata de Teresa -agregué-. Usted bien sabe que nos queremos desde hace mucho,

desde que éramos muchachos. ¿Nos dará usted su consentimiento para casarnos?

-¡Pero hijito, cómo no! ¡Si es mi mayor deseo, y cuanto antes!
Me abrazó conmovido.
-Cuanto antes me parece mucho decir. Yo creo que será mejor esperar hasta el año que

viene. Mis asuntos no están bien claros y los recursos no son muchos, mientras no se
arregle lo de la chacra.

-Se arreglará. Y además, yo soy bastante rico para que no les falte nada.
-Otra cosa: tengo que preocuparme de mi posición y no puedo descuidar ni un

momento la política, si he de hacer camino. Debo frecuentar asiduamente la sociedad, los
comités, el club, la Casa de Gobierno, la Legislatura. Todo pinta muy bien; pero, con la
desgraciada perspectiva de una revolución en Buenos Aires, quizá de una guerra civil, si me
casara ahora, tendría que abandonar a mi mujercita o no cumplir con los deberes que me
imponen mi puesto y mi partido...

-¿Y cuándo, entonces?
-¡Oh! El año que viene, a más tardar. El año que viene estará completamente despejada

la situación del país y mía...

Un relámpago de recelo atravesó por los ojos de don Higinio. Le parecía extraño -y me

lo dijo- que, una vez resuelto a casarme, lo dejara para más tarde sin ardor juvenil de
inmediata realización. Que antes vacilara, sí, es comprensible; pero, decidido ya, la demora
resultaba menos natural. ¡En fin! Que él no hubiera obrado así, y en su tiempo la gente se
casaba sin preocuparse de las revoluciones. ¡Pero sobre gustos no hay nada escrito!

-Será, pues, para el año que viene. Escríbele a Teresa. Yo mismo le llevaré la carta para

ver la cara que pone.

¡Escribirle! Siempre he tenido miedo de escribir cosas comprometedoras, y la carta

anterior me había costado prodigios de ingenio. Salí del paso lo mejor que pude.

-Ella ya sabe -le dije-. Lo sabe desde antes de venirme a la ciudad.
-¡Ah, picarones!... ¡y qué calladito lo tenían!
Se quedó todo el día conmigo, haciendo proyectos, castillos al aire, como si él fuera el

novio. Seríamos reyes en Los Sunchos, y en la ciudad, y en el mismo Buenos Aires, donde
Teresa brillaría un día como una reina.

Aquí se me escapó una réplica, que tuvo más tarde consecuencias trascendentales.
-Déjese de eso, viejo -le dije-. Teresa es demasiado modesta para que se pueda lucir en

Buenos Aires. De allí vengo, y debo prevenirle que las mujeres tienen una educación muy

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distinta, son grandes señoras, no muchachas ignorantes, como las de nuestros pueblitos de
provincia.

Se quedó mirándome, sin replicar palabra, como si mi frase le hubiera producido la más

honda impresión, y nuestra charla terminó con esto.

Cuatro días después, una carta de Teresa me daba noticia de lo ocurrido en Los

Sunchos, a la llegada de don Higinio. Éste, loco de alegría, le había dicho que yo acababa
de pedir su mano. Ella, cuando el viejo agregó que el casamiento se celebraría el año
siguiente, no pudo reprimir un grito:

-¡Cómo el año que viene! ¡Es imposible, imposible! ¡Si mucho antes...!
El viejo alarmado, aunque sin dar toda su significación a estas palabras, preguntó,

suplicó, amenazó, y al fin lo supo todo. Su cólera fue indescriptible. Quería montar a
caballo y correr a la ciudad a llevarme «de una oreja» para hacerme casar inmediatamente o
matarme como a un perro si me resistía. Y lo hubiera hecho como lo decía, si no le hubiera
dado un ataque a la cabeza, que lo dejó tendido en medio del patio, mientras apretaba la
cincha a su alazán. ¿No digo que las mujeres, tan reservadas siempre, siempre son
indiscretas cuando sufren una gran emoción? Pero, en fin, el mal trago había que pasarlo,
tarde o temprano. Por fortuna, el bendito ataque vino a cambiar completamente el rumbo de
las cosas, porque don Higinio me casa, como hay Dios que me casa o me mata, si no pierde
el sentido y no tiene que guardar cama después, muchos días, con ventosas, cáusticos,
sangrías y toda la terapéutica provinciana de aquel entonces.

Otras cartas de Teresa me tranquilizaron. Haciendo de enfermera del viejo había

logrado enternecerlo, impedirle que provocara un conflicto, gracias a su debilidad
momentánea, a su cariño de padre y a la confianza que tenía en mi caballerosidad. Lo
hecho, hecho estaba. Había que ocultar la falta, lo mejor posible; cuando nos casáramos,
que debía de ser inmediatamente, iríamos a hacer un largo viaje a Chile, a Europa, al
Paraguay, a cualquier parte, y volveríamos con nuestro hijo, sin que nadie tuviera nada que
decir. Pero el viejo «quería, tenía que hablar conmigo, cantarme la cartilla, exigirme
seguridades de que cumpliría mi palabra, si no me obligaba a casarme en seguida. ¡Esto
sería lo mejor!» La idea de venganza, la de sangre, había pasado por el momento; pero el
peligro cambiaba de aspecto: el casamiento sería ineludible, si yo no quería sentir la pesada
mano de don Higinio, o, por el contrario, hacerle sentir la mía y provocar con ello un
terrible escándalo que haría fijarse todas las miradas en nosotros y que necesariamente sería
muy perjudicial para mi porvenir, porque, si bien las faltas y aun los delitos pueden
perdonarse y hasta olvidarse en provincias, si no trascienden mucho y se ha sabido guardar
las formas, la condenación general, implacable, persigue a los que violentamente perturban
el buen orden social.



- XVIII -


La situación política se hacía más tirante cada vez, el interior estaba agitado y receloso,

Buenos Aires con las armas en la mano, dispuesta a romper las hostilidades contra el
gobierno nacional, contando con la ayuda más o menos ilusoria de dos o tres provincias.
Nosotros, en realidad, no teníamos nada grave que temer, pues nuestro pueblo es
tradicionalmente adversario del porteño; pero en épocas tan revueltas nunca faltan

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ambiciosos que aprovechan las circunstancias, y la oposición local era muy capaz de
servirse de ellas para provocar un cambio de gobierno que la llevara al poder. Así lo
comprendíamos los que pulsábamos la situación con alguna perspicacia. Era fácil ver que
los opositores se movían disimuladamente, preparando algo, un golpe de mano o una
revolucioncita de las que tanto abundaban por aquellos tiempos. No tenían, sin duda alguna,
la mejor intención de ayudar a Buenos Aires, pero desde hacía mucho soñaban con derribar
al Gobernador, don Carlos Camino, de quien hablaban pestes, quitándole al diablo para
ponerle a él. No administraba Camino peor que otros, pero no podían perdonársele sus
costumbres disolutas, y especialmente su afición al bello sexo de baja estofa, que lo lanzaba
a inconfesables aventuras en las que sólo le seguía su asistente, Gaspar Cruz, paisano
retobado, valiente como las armas, fiel como un perro, para quien el mundo estaba
exclusivamente cifrado en el Gobernador, persona excepcional, casi divina, según su
cerebro obtuso y fetichista. Marido de una matrona ejemplar, casta y piadosa, padre de dos
lindas muchachas candorosas e inteligentes, Camino era considerado realmente como un
criminal en los círculos austeros, y aparente y utilitariamente en los que no lo eran tanto,
pero podían aprovecharse de su desprestigio. En suma, muchos le tenían por una especie de
tirano corrompido, y si no contribuían a derrocarlo no harían nada por sostenerlo tampoco.

Vi muy claras las ventajas que me ofrecía aquella situación y no tardé en utilizarlas.

Una noche que, con otros personajes, estaba de visita en casa del Gobernador, llevé la
conversación a las agitaciones populares, declarando que, a mi juicio, eran mucho más
graves de lo que se creía. Varias personas, con ese espíritu de torpe adulación que hace
negar hasta la evidencia, si ésta puede ser desagradable al que quiere lisonjear, y aunque
con ello le expongan a los mayores peligros, me replicaron entre risas que estaba viendo
visiones y que me asustaba de fantasmas.

-¡No! ¡No hablo a tontas y a locas! -exclamé-. Tengo datos, y si el Gobernador quiere

escucharme y seguir mi consejo, no durmiéndose en las pajas, podrá evitarse un mal rato.
Más tarde, ya no sería tiempo.

Camino quedó un tanto preocupado, pero supo disimular, y al cabo de un momento me

llamó aparte para que le contara lo que sabía. Exageré un poco, creyéndolo necesario para
mis fines. La oposición se armaba secretamente -lo que era cierto-, tenía en la ciudad
verdaderos arsenales, mucha gente comprometida, paisanos que entrarían en campaña a la
primera señal, una especie de logia revolucionaria que funcionaba todas las noches, y hasta
inteligencias en la misma policía, muchos de cuyos agentes estaban complotados.

-¡Pero qué hace don Mariano! -exclamó el Gobernador, alarmado, refiriéndose al viejo

Villoldo, jefe de policía.

-Don Mariano no ve más allá de sus narices, está medio chocho y toda la vida ha sido

débil -contesté-. Y en estos momentos lo que se necesita es un hombre resuelto, que no se
preocupe de «legalidades» ni se ande con paños calientes...

-¿Dónde encontrar ese hombre?
-¡Vamos, Gobernador! ¿No lo tiene delante?
-¿Usted? ¿Usted se considera capaz?...
-¿De sofocar o de impedir una revolución? ¡Sí, Gobernador, muy capaz!
Si usted me da la jefatura de policía y me deja completa libertad de acción, le aseguro

que antes de quince días todo estará más tranquilo que nunca. Pero ¡eso sí!, ¡nada de
escrúpulos tontos y carta blanca para mí!

Habrá que meter bastante gente en la cárcel.

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-Pero la opinión...
-¡Bah! En las circunstancias actuales hay que hacer la pata ancha; además, no pueden

ser más favorables, porque con la agitación completa del país, un detalle más o menos
viene a ser la misma cosa. ¡Déjeme hacer, Gobernador, y verá cómo todo sale bien!

-¡Bueno... lo pensaré! -murmuró, perplejo.
-No. No es cuestión de perder tiempo. Hay que decidirse. Nómbreme o no me nombre a

mí, don Mariano Villoldo no puede quedar en su puesto si usted quiere seguir en el
gobierno. Es cuestión de días, quizá de horas, y puede que en este mismo momento se esté
preparando la ratonera.

-¡Bien! ¡Está dicho!... Voy a llamar a don Mariano, y mañana será usted jefe de policía.
-Entendido que conservaré mi banca en la Legislatura...
¿Cómo? ¿Y la Constitución?
-Es un librito, decía el viejo Vélez. La Constitución no dice que un diputado no puede

ser jefe de policía. Y aunque lo dijera, en circunstancias tan excepcionales... Me interesa
conservar el puesto por si algún día dejo la policía... o a usted se le antoja quitármela...

-En fin, la Cámara decidirá.
-No. Si ahora mismo voy a pedir licencia por tiempo indeterminado. ¡Y carta blanca,

eh! Necesito poder obrar resueltamente, como un rayo, en el momento oportuno...

Don Mariano Villoldo renunció aquella noche, a pedido del Gobernador, y al día

siguiente comencé a ejercer mis nuevas funciones de jefe político de la provincia, con gran
sorpresa de todo el mundo, porque nadie se explicaba tan enorme salto. Abundaron las
críticas porque «un mocosuelo» al frente de la policía no podía hacer más que barrabasadas.
Pero dejé hablar y me dediqué a reorganizar mi gente, valiéndome de los comisarios y
oficiales en quienes se podía tener confianza. La tarea era ardua, tanto más cuanto que
debía llevar de frente, al propio tiempo, las averiguaciones de lo que tramaba la oposición,
y hallar o inventar una buena oportunidad para poner presos a los cabecillas, secuestrarles
las armas y quitarles las ganas por un tiempo, de meterse a revoltosos. Día y noche pasaba
en el despacho, dando órdenes, escuchando partes y confidencias, recibiendo espías,
amonestando a subalternos dudosos, pero de quienes todavía se podía esperar algo. Hasta
dormía en mi despacho, para estar «al pie del cañón». Los opositores se reunían unas veces
en una parte, otras en otra, nunca dos días en el mismo sitio, pero no me sería difícil
sorprenderlos en cuanto quisiera, pues no me faltaban indicaciones oportunas del local
elegido. Sin embargo, no precipité las cosas, para no dar golpe en vago ni provocar
demasiada crítica.

En esto, sobrevino el rompimiento entre el gobierno nacional y el de Buenos Aires,

como si quisieran servirme exclusivamente a mí, tanto en los asuntos privados cuanto en
los políticos. Llegome, aun antes que al Gobernador, noticia de los sucesos: el Presidente
de la República, sus ministros y gran parte del Congreso habían abandonado la ciudad
rebelde que se fortificaba, y a la que ponía sitio el ejército de línea.

La lucha iba a ser terrible, pues los porteños parecían dispuestos a no cejar y tenían

numerosas fuerzas de guardias nacionales, de voluntarios criollos y extranjeros, y algunas
tropas veteranas. La ciudad estaba rodeada de fosos y trincheras y los puestos avanzados
defendidos estratégicamente. Era una revolución en regla, como no la había habido desde
muchos años atrás, y como era de temerlo, dados los largos y ostensibles preparativos... El
país entero se hallaba bajo el estado de sitio.

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En cuanto supe esto, y antes de que pudiera hacerse público, renuncié a esperar otra

oportunidad, y ya no traté de tomar reunidos a los presuntos revolucionarios. Usando de los
plenos poderes que tenía, impartí mis órdenes, y corrí a casa de Camino, para darle cuenta
de lo que acababa de hacer.

-En estos momentos -le dije- sacan de sus casas a todos los jefes de la oposición, y por

mi orden los llevan a la policía. Puede V. E. estar tranquilo. Aunque no tema el más ligero
disturbio, le mandaré un piquete para su custodia, bajo las órdenes de un hombre de
confianza. ¡Todo va bien!

Quiso pedirme mayores datos, pero dejé los detalles para más tarde, limitándome a

decir que Buenos Aires acababa de sublevarse, como se temía, y agregando:

-Ya comprende, Gobernador, que con los sucesos de Buenos Aires todo está justificado

y nadie tendrá nada que decir. En cuanto secuestre las armas, y después de tenerlos un
tiempo en la sombra, para que aprendan a no meterse a sonsos, los pondremos en libertad y
ya no volverán a alborotar en muchos años.

-Sí, pero ¿y los ministros?
-¡Valiente preocupación! ¡Reúnalos y dígales...! Están acostumbrados a callarse y

aprobar.

Cuando volví a mi despacho comenzaron a llegar a la policía los primeros detenidos,

unos protestando enérgicamente contra el «atropello», el allanamiento de su casa sin orden
de juez, la violencia contra sus personas, otros asustados y temblando como criminales, los
menos, serenos y dignos, diciéndose que desde el principio sabían a lo que se exponían,
algunos, por fin, suplicando que los pusieran en libertad, porque ellos «no habían hecho
nada», como los muchachos de la escuela. En casos así, los gobiernos de provincia solían
no ser muy blandos que digamos, y vejaban a los opositores presos, encerrándolos en
calabozos inmundos, maltratándolos, obligándolos a hacer las tareas más viles, como
limpiar los excusados o barrer las aceras y la plaza pública. Esto se explica. Las
autoridades, y especialmente la policía, estaban siempre en manos de hombres rudos y
toscos que habían ido, a veces desde años enteros, amontonando rencores, y deseaban
vengarse de desaires y desprecios no por lo disimulados menos hirientes y sangrientos. Yo
no tenía nada que vengar y quise ser buen príncipe. Ordené que se tratara a mis prisioneros
con toda consideración, que se les alojara lo mejor posible en las oficinas, que se les
permitiera hacerse llevar cama, ropa y comida, todo esto manteniéndolos, sin embargo,
incomunicados con el exterior, y hasta me digné hacer que uno de mis subalternos les diera
noticia de la revolución bonaerense, y les explicara que el gobierno se veía obligado a
tomar precauciones excepcionales, para la seguridad del país.

Entretanto, valiéndome de lo que habían descubierto mis espías y, sobre todo, de lo que

me revelaron algunos conspiradores débiles de carácter, por librarse del castigo, y otros
venales, por obtener recompensas, supe dónde estaban ocultas las armas -casi todas- y las
hice recoger. La conspiración quedaba sofocada: teníamos quince o veinte opositores de
significación detenidos, y habíamos secuestrado un centenar de fusiles viejos, casi
inservibles, y otras tantas lanzas hechas con cañas tacuaras y tijeras de esquilar.

En medio de toda esta agitación, tuve una sorpresa que en un principio me fue

ingratísima, pero que me llegaba precisamente, en el momento más favorable para mí,
como no tardé en comprenderlo. Mi despacho estaba lleno de gente, cuando un ordenanza
me anunció que don Higinio Rivas deseaba hablar conmigo. Había sonado la hora trágica.

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Un momento estuve por retardarla, no recibiendo al viejo, pero me pareció demasiada
cobardía y mirando al destino cara a cara le hice entrar, sin despedir a mis subalternos.

Casi no reconocí a don Higinio. La enfermedad lo había adelgazado y debilitado

mucho, y las preocupaciones, los sinsabores, el amor propio herido, después de provocar un
paroxismo de rabia, lo habían dejado como inquieto y vacilante. Su cara de león manso,
alargada y arrugada, expresaba más bien melancolía que fiereza, y sus ojillos negros, bajo
las cejas blancas e hirsutas, no se fijaban ya ni resueltos ni investigadores, sino que vagaban
indecisos, de una a otra persona, de uno a otro objeto.

-Quiero que hablemos solos -me dijo después de saludarme desabridamente.
-Un momento, don Higinio, y estoy a su disposición. Tengo que dar algunas órdenes...

Pero siéntese... Las circunstancias son tan graves...

Afortunadamente, no tengo secretos para usted...
Di entonces con exagerada prosopopeya mis últimas instrucciones a comisarios y

oficiales, y me pareció conveniente -más por don Higinio que por otra cosa- extremar las
disposiciones guerreras ofensivas y defensivas: dispuse el acuartelamiento de los vigilantes
con las armas en la mano, la instalación de cantones en los puntos estratégicos para
defender la Casa de Gobierno, la Municipalidad, la policía, el Banco, los domicilios del
Gobernador y los ministros. Con esto, entraban y salían empleados, presurosos, con aire
importante, y don Higinio, sorprendido, escuchaba con creciente atención, tanto que su
rostro comenzó a animarse y a tomar la astuta y resuelta expresión de antes. El
«politiquero», el caudillo despertaba en él. No me había equivocado al esperarlo.

-Pero ¿de qué se trata? -preguntó por fin, sin poderse contener.
-¿Cómo? ¿No sabe?
-Acabo de llegar de un galope de Los Sunchos. He dejado el caballo a la puerta; no he

visto a nadie, sino a tu sirviente que me dijo que estabas aquí.

-Pues estamos en momentos muy difíciles. Ha estallado la revolución, terrible, en

Buenos Aires, y aquí se iban a sublevar también si no los sorprendemos a tiempo. ¡Por eso
me ve usted nada menos que jefe de policía, don Higinio!

-Jefe de policía... Revolución ¡Y yo sin saber nada!...
Olvidando por un momento lo que lo llevaba, obedeciendo a sus instintos, quiso saber

cuanto ocurría, me pidió datos, aclaraciones, detalles... El primer encuentro, que me hacía
temblar, estaba atenuado como por un paragolpes, por la oportunísima revolución, que Dios
bendiga.

Y aun me era posible atenuarlo más, dificultando para después cualquier choque

violento.

-Usted llega como llovido del cielo -le dije en voz baja-. El piquete que hace la guardia

en casa del Gobernador está mandado por un oficial que no me inspira confianza. Usted
podría ponerse al frente de él. ¡Es necesario!

-Si crees que puedo servir...
-Voy a redactar la orden de que el piquete se ponga a su disposición.
Usted es amigo de Camino, y él estará más tranquilo a su lado.
Juzgué que había llegado el momento de hablar del asunto principal, y mientras

escribía pedí que nos dejaran solos, indicando reservadamente que alguien volviera al poco
rato para interrumpir la entrevista.

Al entregarle el pliego, me atreví a tomar el toro por las astas.
-¿Quiere decir que no ha venido por la revolución?

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Se levantó, hosco y turbado, dio algunos pasos, como buscando la manera de empezar,

y estalló:

-¡No! ¡No vengo por eso! ¡Vengo por una cosa muy grave y muy triste, por una cosa

tremenda, Mauricio!... ¡Nunca lo hubiera creído!

Se interrumpió para dominarse, y con voz lenta y sorda, agregó luego:
-Tenés que casarte... inmediatamente.
-Inmediatamente ¿por qué?
-¡Sí, inmediatamente! Teresa me lo ha confesado todo... No quiero echarte en cara tu

conducta, ni decirte lo que pienso de tu decencia.

Pero, eso sí, te lo repito: ¡Tenés que casarte inmediatamente!... ¡Éstas son vergüenzas

que no admiten los Rivas!

Con acento que busqué conmovido y firme a la par:
-Bien sabe, don Higinio -repliqué-, bien sabe que quiero casarme y que ya lo habría

hecho si no fuera por la situación. Quiero a Teresa, y ya que usted está al corriente de lo
que pasa, le juro que no la dejaré en mal lugar... ni a ella, ni a usted, que ha sido siempre
como mi segundo padre.

Noté en él cierta emoción. Temía, probablemente, encontrarse con la negativa, con el

drama, y la falta de resistencia lo hacía vacilar, como después de un golpe vago, y
deslizarse hacia la comedia sentimental.

-¿Te casarás inmediatamente?
-En cuanto sea posible.
-¿Me das tu palabra?
-Sí.
-¡Bueno! -y me estrechó la mano, con lágrimas en los ojos-. Entonces mañana mismo

nos iremos a Los Sunchos.

-¡Eso no puede ser, don Higinio! ¿En qué piensa? ¡Sería más que una locura, una

verdadera traición! En este puesto y en estas circunstancias, soy militar, soy soldado, y no
puedo desertar...

-Sí, pero, ¿y el honor de Teresa, y el mío? ¡Te repito que la cosa urge, que el escándalo

va a venir, y que yo eso no lo tolero!

Se había puesto rojo, reconquistando su cabeza de león... Yo acababa de tocar

disimuladamente la campanilla eléctrica... El comisario de órdenes entró en el despacho. Le
hice seña de que esperase, y dirigiéndome a Rivas:

-Vaya tranquilo, viejo -lo dije afectuosamente-. Todo se arreglará a medida de sus

deseos; todo. Ahora, a cumplir cada cual con su deber. El Gobernador lo necesita.
Defiéndalo, tome todas las medidas que le parezca y téngame al corriente.

Quiso insistir, pero la presencia del comisario lo contuvo. Hizo un ademán de

descontento y salió.

Aquella misma noche hice que Camino lo nombrara comandante militar extraordinario

de Los Sunchos, con plenos poderes, encomendándole la misión de impedir el paso, por el
departamento, de partidas revolucionarias procedentes de otras provincias, para lo cual se le
dio un piquete de guardia de cárceles, refuerzo necesario de la escasa policía local. Debía
prepararse también a movilizar la guardia nacional en cuanto le llegara la orden.

Con esto ganaba tiempo. ¡Tiempo! No me era necesaria otra cosa, porque sabía y sé

cuánta es la fuerza de los hechos consumados. En cuanto pasara el momento fisiológico que
temíamos, en cuanto se impusiera lo irremediable, en cuanto se comenzara a pensar «peor

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es meneallo», yo me encontraría fuera o casi fuera del atolladero. Con un poco de habilidad
y un poco de suerte, aquel cuasi drama sería sólo historia antigua.

Días después supe que don Higinio había enviado a Teresa a la chacra de unas

parientas pobres en quienes tenía plena confianza y que vivían muy lejos de Los Sunchos,
entre el pueblo y la ciudad. Comenzaba la complicidad, provocada por el mismo «honor».
Un esfuerzo más y me vería libre para siempre. El esfuerzo necesario era toda una hazaña,
pero lo realicé. Fui a ver a Teresa. Entre halagos y ternuras, le pinté mi situación, mi
porvenir, el grande ascenso obtenido y los que se me ofrecían aún. Pero era preciso no
ponerme piedras en el camino, era preciso no comprometerme con un escándalo, era
preciso llegar hasta el sacrificio para ser felices después, como recompensa.

-¿Qué sacrificio? -me preguntó con su candor pronto ya a todas las abnegaciones.
Se imponía retardar nuestro casamiento hasta que yo hubiese consolidado mi posición.

Y tuve la crueldad -de que ahora me arrepiento por sus consecuencias- de decirla que ella
no estaba preparada ni por su educación, ni por su saber, ni por su modo de vestir, para ser
la digna esposa de todo un personaje. Tenía que modificarse, que estudiar, que ponerse a mi
altura, y entonces...

-¿Pero qué pretexto darle a Tatita?
-Dile que no tienes confianza en mí, que soy demasiado calavera, que te haría

desgraciada, que te mataría a disgustos y ¡que no quieres, en fin!

La dejé llorando como una Magdalena, sin haber querido decirme si accedía o no a mis

pretensiones. Pero me fui tranquilo. ¡Conozco tanto el corazón humano!

La revolución acabó pacíficamente en mi provincia, no sin sangre y padecimientos en

Buenos Aires, sitiada y al fin vencida -esta vez para siempre-, por las fuerzas de la nación.

Al propio tiempo, nacía el nieto de don Higinio, sin que lo supiera en un principio

demasiada gente, así como después lo supo todo el mundo.

El viejo no volvió a verme, a causa, sin duda, de la actitud de Teresa, y, avergonzado,

meses más tarde se fue a Buenos Aires con ella y el niño. Al marcharse, la pobre me
escribió recordándome mis «sagradas promesas, más sagradas ahora que tenemos un hijo»,
y prometiéndome esforzarse por ser toda una señora que me hiciera honor en cualquier
parte... ¡Oh esperanza!

¡Oh candor! ¡Oh ilusiones!
Yo, entretanto, me limitaba a observar la realidad, a utilizarla, con la vía libre al fin.


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- I -


Pasó tiempo, no sé cuánto, aunque a mí me pareciera bien largo en aquella edad

privilegiada en que no se toman en cuenta las horas, ni los días, pero en que los años
parecen tener el privilegio de no acabarse jamás. Y aunque, terminado el período de
Camino, tuviéramos entonces otro Gobernador -don Lucas Benavides-, éste se mostraba mi
amigo y yo seguía desempeñando mis puestos, no diré con brillo, pero sí con cierta

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discreción que hizo acallar muchas de las malevolencias suscitadas en un principio por mi
inesperado encumbramiento. Se me agradecía, sin decirlo, la cortesía y la blandura que
había demostrado para con los presos políticos, en la hora tragi-cómica de la revolución,
contra todas las tradiciones y los precedentes provincianos. Aunque lo comprendiera muy
bien, quien me confirmó en este pensamiento fue Vázquez, al volver con su título de
doctor, recién conquistado en la Facultad de la provincia vecina. Alabó mi conducta,
demostrándome que yo había dado un paso hacia las mejores costumbres políticas y
sociales que los buenos ciudadanos soñaban para nuestro país.

-¡Bah! ¡No seas exagerado! -repliqué-. He hecho lo que cualquiera.
-No. Has hecho más que otros: has dado un buen ejemplo.
Contribuía, sin duda, a su juicio benévolo, que a mí en realidad me importaba bien

poco, el estado beatífico en que se hallaba, con un título respetable para la mayoría,
recursos suficientes que su padre le proporcionaba, y una novia bonita y de alta posición
social: María Blanco.

Pero al decir novia no me sirvo de la palabra exacta, porque María Blanco la patricia

por antonomasia, no hacía, en realidad, más que «distinguirlo», dejando suponer estas
distinciones que llegaría probablemente a ser su novia. No estaban «comprometidos» en
forma alguna, según él mismo me lo confesó en un momento de expansión. Con todo, la
posición social, sentimental y pecuniaria de Pedro era brillante.

Yo, en cambio, atravesaba un momento algo difícil: había jugado mucho en todo aquel

tiempo, pues aparte de las intrigas amorosas, según creo haberlo dicho ya, no se me ofrecía
otra diversión en aquella ciudad amodorrada y taciturna. Y así como había jugado había
perdido, casi hasta agotar mi crédito. Tampoco me era posible, por el momento, echar mano
de mi fortuna, grande o pequeña, porque estaba indivisa con Mamita, y liquidarla entonces
hubiera sido una locura que nos dejara en la calle.

Para remachar el clavo, en una larga partida con varios personajes venidos de Buenos

Aires perdí cierta noche unos diez mil pesos (no eran en realidad, sino su equivalente, no
adoptando aún el actual sistema monetario), y para pagar me vi en las más graves
dificultades. Ya desesperaba de conseguir un préstamo tan crecido, cuando me acordé de
Vázquez, y acudí a él, como último recurso, pensando que sería de buena política ocultarle
la verdadera causa de mis apuros.

-Quiero instalarme bien -le dije-, poner una casa decorosamente amueblada, y me

acosan al propio tiempo algunas deudas apremiantes. Tú sabes que tengo con qué responder
y que no estoy en el caso de trampear a nadie; pero te agradeceré como un señaladísimo
servicio que me prestes veinte mil pesos, lo más pronto posible. ¿Los tienes? Porque no
dudo que, a tenerlos, me los prestarás inmediatamente...

-Haces bien en no dudar; pero, por el momento, no los tengo -me contestó-. Habría que

esperar...

-¡Es que el caso es urgente, muy urgente!
-Entonces, no se trata sólo de instalarte.
-Ya te dije que tenía algunas deudas de honor.
-¡Vaya! ¡Sé franco! ¿Has jugado y has perdido?
No vacilé, entonces, en decirle la verdad.
-Es cierto -exclamé-.Por eso hablaba de una deuda de honor. Tienes buen olfato.

¿Podrás, aunque sea haciendo un sacrificio, procurarme esos pesos dentro de las
veinticuatro horas? ¿De las doce, mejor dicho, porque ya llevo otras doce perdidas?

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-Sí. Acompáñame y los tendrás.
Fue a ver a uno de sus parientes, que no vaciló en prestarle la suma, sobre sólidas

garantías probablemente, porque los viejos de mi provincia no soltaban el dinero así como
así aunque se tratara de su padre.

Abreviando: aquella misma tarde pude pagar a mis ganadores, quedándome con una

cantidad importante, que me permitiría comenzar a poner casa, como era, en realidad, mi
deseo y, buscando el desquite, hacer una que otra partidita. Vázquez no quiso aceptar
pagarés, ni siquiera un recibo.

Yo había vivido hasta entonces en el hotel, bastante bien instalado, pero esto me traía

más de una seria dificultad, pues no me hallaba «en mi casa», y todos mis actos se veían
continua y necesariamente fiscalizados, no sólo por la servidumbre, más o menos fiel y
discreta, al fin y al cabo, sino también por los extraños que iban a hospedarse allí. Aunque
mi departamento estuviera relativamente aislado, sin otros aposentos vecinos, al fondo de
uno de los grandes patios de la vetusta casa de familia, transformada en hotel de la noche a
la mañana, era imposible impedir que los huéspedes pasaran a menudo por mis dominios, y,
más que todo, que vieran quién entraba y quién salía de mis habitaciones. Tomé, pues, una
casita en una calle poco frecuentada pero muy céntrica, y la amueblé, aunque
modestamente, con las mayores comodidades que entonces podían conseguirse en
provincia. Hice también arreglar un pequeño jardín que, con sus cuatro higueras, sus seis
perales y su grupo de «albarillos», extendiéndose detrás de las habitaciones, iba a dar a otra
calle, más solitaria aún que la primera. Tenía así casa y garçoniere al propio tiempo, y
como jefe dirigente de todo aquello puse a mi antiguo compinche Marto Contreras, el hijo
de mi amigo el mayoral de la diligencia de Los Sunchos, que -aspirando a la dignidad de
«vigilante», como a un bastón de mariscal- me había pedido muchas veces que lo llevara a
la ciudad, y hombre en quien podía confiar tan ciegamente como Camino en su asistente
Cruz.

Hecho esto, sintiendo de nuevo la escasez de fondos, resolví pensar seriamente en mis

asuntos de interés y darme cuenta exacta del estado de nuestra fortuna.

Don Higinio había preparado muy hábilmente el negocio de la chacra, obligado punto

de partida de nuestro posible enriquecimiento, pero en los últimos tiempos lo dejó
completamente de mano, como es natural, aunque -debo decirlo en honor suyo- sin destruir
la obra con vindicativo espíritu, quizá por ingénita caballerosidad, quizá porque abrigara
aún la esperanza de verme yerno suyo, quizá también porque yo era demasiado fuerte para
hacerme la guerra con armas pequeñas y miserables. Había que herirme de muerte o no
tocarme, sin término medio. Entretanto, como nadie se ocuparía del negocio si no me
ocupaba yo, resolví ir a Los Sunchos, a darle la última mano, aprovechando la noticia de
que la oposición, lanzada años atrás en ese camino por la habilidad de Rivas, reclamaba a
gritos la apertura de las calles que mi chacra interceptaba, sin darse cuenta de que así hacía
precisamente el juego de uno de sus enemigos. En mi carrera política, muchas veces he
tenido oportunidad de ver producirse este fenómeno, más común de lo que se creerá. No
hay mejor colaborador que el adversario, cuando uno sabe servirse de él.

Un día, pues, salí para Los Sunchos, con toda la pompa que exigía mi alta posición de

diputado y jefe político, aunque con la aparente modestia que cuadra a un demócrata
criollo. Fui a caballo, vestido de bombacha, poncho, chambergo y botas, pero llevando
conmigo una pequeña escolta, como que iba «en misión oficial» a realizar una visita de
inspección a las policías de los departamentos, y especialmente del mío. Era bueno no dejar

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que aquellos «tigres» supieran exactamente mis propósitos, porque eran capaces de
«coimear» a la misma madre, y aunque yo estuviese resuelto a darles algo, no llegaba mi
desprendimiento hasta dejarles «mañas libres», como suele decirse alrededor del tapete
verde.

Noticiosas de mi llegada, las autoridades locales me aguardaban con una gran

recepción. Algunos funcionarios salieron a caballo hasta las afueras del pueblo, como se
hacía con los antiguos señores, y me acompañaron hasta la Municipalidad, donde se había
preparado un «refresco» y estaban reunidos numerosos vecinos, con la infaltable banda de
música.

Allí hubo abrazos, apretones de manos, aclamaciones, brindis, marchas triunfales,

Himno Nacional y un largo discurso encomendado de antemano a mi amigo, el galleguito
de la Espada, quien me llamó «orgullo de Los Sunchos, hijo predilecto de la provincia y
ahijado de la fortuna y de la gloria», provocando los aplausos entusiastas del partido oficial
reunido para honrarme. Traté de escapar a estos agasajos, demasiado rústicos ya para mi
incipiente refinamiento de funcionario de ciudad, pero no lo conseguí antes de sostener este
corto diálogo con el director de La Época.

-¡Eres un ingrato!
-¿Por qué? -Inquirí, sorprendido.
-Yo esperaba que me llevarías a la ciudad. ¡Esto no es vida! ¡Aquí me estoy

malgastando!

-Pero ¿qué harías allí?
-¡Toma! Dirigir o siquiera redactar algún diario. ¡Ya sabes que tengo dedos para

organista! Allí te puedo ser muy útil, y aquí no te sirvo a ti, ni me sirvo a mí, ni sirvo a
nadie. ¡Ea! ¡Un buen movimiento, y buscándome algo por allá!

-¡Pero hijo! ¡No me puedo llevar al pueblo entero, y ya sabes a cuántos he tenido que

colocar... sin tener dónde! ¡Los Sunchos en masa se me cae encima!...

-¡Razón de más! Nadie te ha servido como yo. ¡Y eso es ingratitud, Mauricio!
Me lo decía con tal mezcla de seriedad y de jarana, que no pude menos que reírme y

prometerle trabajar para que se fuera a la ciudad en buenas condiciones. Y escapé con el
pretexto de abrazar a Mamita, que estaría aguardándome ansiosa.

Lo estaba efectivamente, y se arrojó en mis brazos llorando y riendo a la vez, sin atinar

a decir otra cosa que «¡Mi hijito! ¡Mi hijito!» como si yo acabara de resucitar. Mucho más
me costó conseguir que calmara sus transportes y se sentara en aquel comedor
desmantelado y pobre, tan lleno de recuerdos como vacío de muebles. Entonces pude verla.
En la soledad había envejecido con una rapidez increíble. Diríase que era más baja, mucho
más delgada, con la columna vertebral como un arco, y así, tan menuda, tan llena de
arrugas, con sus bandós blanco-ceniciento, mi pobre vieja estaba «hecha un pasita».
Sonreía, sin embargo, entre las lágrimas que seguían corriéndole por las mejillas
descarnadas.

-¿Te quedarás ahora? -Me preguntó.
-Sí. Unos cuantos días...
-¡Otra vez separarnos!
-Es preciso, Mamita, si usted no quiere venirse conmigo a la ciudad... Yo no tengo nada

que hacer en Los Sunchos...

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-¿Nada? -y había como un reproche en su voz, al decirlo-. ¡Es cierto!... Los muchachos

de hoy... Pero yo sí tengo que hacer... Yo no me puedo ir a la ciudad... Esperaré... Pero
«vení» más a menudo... Yo no puedo ir...

Después supe la razón de esta insistencia en quedarse: rendía a la memoria de Tatita un

culto exagerado, casi enfermizo, llevada por sus antiguas tendencias místicas, visitando
todos los días el sepulcro que había convertido en un jardín, y que llenaba, sin embargo, de
flores cortadas. No me hizo confidencia alguna, con la reserva característica de algunas
antiguas damas criollas, pero creo que desde que murió Tatita lo consideraba más suyo,
más exclusivamente suyo, y renovaba con su sombra la breve luna de miel. Si no, ¿cómo
explicar la especial tibieza para conmigo, fenómeno extraordinario que le permitía vivir
voluntariamente separada de mí? ¿Por amor a Los Sunchos? ¿Por temor a otro abandono,
análogo al de su marido viviente? ¿Por amor póstumo que sentía correspondido desde la
tumba?...

Cumplidos estos deberes y llenadas otras formalidades, me ocupé de estudiar en sus

detalles la situación de Los Sunchos. Habíanse producido algunos cambios, profundos a
primera vista; don Sócrates Casajuana no era ya intendente municipal ni don Temístocles
Guerra presidente de la Municipalidad. Pero ¡no haya miedo! El trastorno no había sido tan
radical, porque don Temístocles ejercía la intendencia y don Sócrates la presidencia, gracias
a una serie de hábiles permutas iniciada años atrás. No siendo reelegible el intendente,
habían hallado este medio de monopolizar el poder en bien de los sunchalenses, sin tener ya
siquiera la amable fiscalización de don Higinio. Y jugaban a las «dos esquinas».

Hallábame, pues, en terreno amigo, y podía tentar la realización del negocio.
-¡La cosa puede hacerse, pero esa maldita oposición! -exclamó Casajuana, cuando los

llamé a conferenciar.

-¡Ahora no lo dejan a uno dar ni siquiera un paso, esos indinos!
-exclamó Guerra.
-¡Vaya, don Temístocles! ¡Vaya, don Sócrates! -dije, riendo irónicamente-. ¡Si la

oposición pide a gritos la apertura de las calles!

¿O es que me quieren tomar de ahijado?
Casajuana, el más ladino, se apresuró a contestar, teniendo ya, sin duda, preparada la

objeción... y un rosario de objeciones más, si no veía claro su provecho:

-¡Ah! Pero los opositores alegan que el terreno de las calles es de propiedad municipal

y que debe volver gratuitamente al municipio.

-¿Cómo así? ¡Qué disparate! -protesté.
-No dejan de tener en qué fundarse. En el plano primitivo del pueblo, que existe en los

archivos, las calles aparecen abiertas en toda su extensión.

-Ni aunque así fuera -objeté-. Siempre faltaría saber si el derecho de propiedad no es

anterior a ese plano.

-La escritura es posterior -dijo don Sócrates-. Yo mismo he comprobado las fechas. Y

lo que «embarra» más las cosas es que se trata de terrenos vendidos por la misma
Municipalidad.

-¿Con obligación de abrir las calles?
-Eso cae de su peso. Además, ahí está el plano.
-Habría que ver la escritura, que seguramente no habla de las calles... Y en último caso,

no sé a qué viene ese plano en los archivos...

Allí no hace falta.

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Y buscando los eufemismos más hábiles, las «agachadas» criollas, toda la dialéctica de

que era capaz, les insinué que les daría una amplia participación en el negocio si eran
bastante «gauchos» para allanar esas dificultades y otras que pudieran presentarse. Como
riéndose de mis melindres, y antes de que me hubiera atrevido a hablarles claro,
comenzaron a debatir la cuestión a cartas vistas, con tanta libertad como si se tratara de la
más lícita de las compraventas. En suma que me sacaron un buen pedazo de terreno, y unos
cuantos «lotecitos» para Miró, tesorero municipal, Antonio Casajuana, hermano del
presidente de la Municipalidad, mi antiguo jefe, y varios miembros del Concejo, cuyos
votos había que reconquistar. Accedí a todo, que no era mucho, en la relatividad de las
cosas, si se tiene en cuenta que yo les daba terrenos casi sin valor, que ellos me retribuían
con dinero, ajeno si se quiere, pero contante y sonante. En efecto, la Municipalidad iba a
pagarme a elevado precio la superficie de las calles que duplicarían, precisamente, el valor
de mis solares.

Tuve que vencer otra resistencia más grande: la de Mamita, que no quería por nada ni

que se dividiera la propiedad, ni mucho menos que se sacara a la venta una parte de ella,
como era mi proyecto. Quería conservar la chacra tal y como era en vida de su marido, y
toda modificación le parecía un crimen.

-¡Pero si todo es tuyo! -exclamaba-. Espérate a que me muera, y lo tendrás, como lo

tienes desde ahora, pero no para fraccionarlo ni tirarlo a la calle. ¡Fernando no hubiera
vendido ni dividido jamás la chacra!...

-¡Si le convenía, sí, Mamita; no lo dude!
Sólo después de discusiones interminables conseguí que consintiera en pedir la división

judicial de condominio. De otra manera, siempre me hubiera sido imposible realizar el
negocio tan hábilmente planteado. El sentimiento es mal consejero en países así, como el
nuestro, donde los grandes patrimonios no pueden pasar íntegros de generación en
generación como en Inglaterra y algunas partes de Alemania. Ni tampoco hay para qué,
porque los medios de hacer fortuna suelen ser muy otros.

En fin, terminada mi campaña, me marché de Los Sunchos, no sin tener que soportar

antes media docena de banquetes y tertulias con que mis convecinos me agasajaron,
convencidos ya de que yo les hacía efectivamente honor, y olvidados de mis antiguas
hazañas de pillete imitador de mosqueteros, contrabandistas y bandidos. Pero, como había
salido de la ciudad en viaje de inspección a las policías de los departamentos, no podía
dejar de visitar, siquiera por fórmula, la Comisaría de Los Sunchos, que seguía rigiendo mi
viejo amigo don Sandalio Suárez, el más asiduo de los concurrentes a todas las
manifestaciones de simpatía que se me habían hecho.

A la primera ojeada comprendí que don Sandalio se «comía» veinte vigilantes, es decir,

que sólo tenía la mitad del personal señalado en el presupuesto, y que el sueldo de la otra
mitad servía para aumentar decorosamente sus modestos emolumentos. Y cuando pasé
revista me divertí mucho viendo la cara que ponía al escuchar estas observaciones:

-¡Pero don Sandalio! Ésta es demasiado poca gente para un departamento tan grande

como Los Sunchos. Habrá que aumentar el personal.

¿Cuántos hombres tiene?
-Oh, no es necesario aumentarlos -contestó apresuradamente, rehuyendo la cifra

acusadora-. Éstos son bastantes.

-Pero ¿usted me «garante» la situación de Los Sunchos con estos cuatro gatos, don

Sandalio? -insistí-. ¡Mire que esta es una de las policías más pobres!...

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-¿Que si lo garanto? ¡Ya lo creo! Dejá no más. Te podés ir tranquilo.
Aquí no se ha de mover una mosca. ¡No faltaba más! Antes que eso resucitaría el

«contingente»...

-¡Qué don Sandalio éste! ¡No se me asuste! ¡Si todavía hay otros más comilones! -dije,

por fin, para tranquilizarlo sin pasar por sonso.

Me miró como a un Dios, y desde aquel punto creí en su fidelidad...
mientras continuara de jefe de policía.

- II -


El asunto marchó viento en popa. El plano primitivo del pueblo desapareció de los

archivos de la Municipalidad. La indemnización se votó, generosa y contante. Pocos meses
después las nuevas calles estaban abiertas al tráfico público, con gran contentamiento de la
población y mientras los opositores, caídos por fin de su burro, gritaban que aquello era una
indignidad, un negocio leonino, de la Espada halló manera de dar en La Época un bombo
colosal a la progresista Municipalidad, y de alabar el patriótico desinterés de Mauricio
Gómez Herrera, hijo preclaro de Los Sunchos, por cuyo engrandecimiento me sacrificaba,
y eminente jefe de policía de la provincia. Pero no todas eran rosas. El negocio,
magníficamente pensado, era a larga data, y por aquel entonces sólo en parte resultaba
realizable el plan de vender toda aquella tierra dividida en lotes, y obtener por ella un alto
precio, aunque estuviese en el mismo «riñón» de Los Sunchos. No había llegado todavía la
hora de las locas especulaciones, y era necesario esperar. Con todo, confiando en el
porvenir, y a imitación de algunos atrevidos hombres de negocios, saqué dinero del Banco
y edifiqué algunas casas en los puntos más cercanos a la plaza pública, cercando de adobes
o con cina-cina lo demás, a la espera de la época más propicia. Como me quedara algún
dinero disponible, poco a decir verdad, quise amortizar mi deuda con Vázquez, y fui a
verle, llevándole un cheque de cinco mil pesos.

-¡No seas tonto! -me dijo-. Yo, por ahora, no necesito esa platita.
Ya le pagué a mi pariente, y no me hace falta para nada. Cuando la necesite, te la

pediré, y me la pagarás toda junta. Ahora, mientras no arregles tus negocios, a ti te hace
más falta que a mí. Lo único que te pido es que si me ves en un apuro y puedes hacerlo, no
dejes de devolverme esos cuatro reales, con tanto gusto como yo te los he prestado.

-¡Oh, de eso podés estar seguro! -exclamé-. ¡Aunque tuviera que quitarme el pan de la

boca!

Resueltas las cosas en forma tan halagüeña, no pensé sino en concederme unas

vacaciones, tanto más cuanto que el país estaba tranquilo, tascando un freno que a las veces
le parecía duro, pero sin poder sacudirlo, ni siquiera «corcovear», como hubiera dicho don
Higinio.

Y fui a divertirme en Buenos Aires, a donde afluía entonces, más que nunca, todo lo

que las provincias tienen de brillante, como nombre, como fortuna o como posición
política.

Como la primera vez, después de «despuntar el vicio», concurriendo a teatros y otras

diversiones menos inocentes, visité a mis amigos y parentela, y por último fui a reanudar
mis útiles relaciones oficiales, y a anudar otras nuevas, sobre todo la del Presidente de la
República.

Tratábase esta vez de un hombre joven aún, muy criollo y socarrón epigramático, que

guiñaba siempre imperceptiblemente un ojo, y que, gran conocedor del corazón humano y

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sus flaquezas, no dejaba ver nunca, en la intimidad, si hablaba en serio o si estaba
«gozando» a su interlocutor.

Nadie le hubiera reconocido diez o veinte años más tarde, pero entonces era, no sé si

instintiva o rebuscadamente, el tipo del gaucho refinado hasta el extremo de ocultar casi
completamente su procedencia, que apenas se revelaba -pero se revelaba al fin-, entre otras
cosas, en su afán de contar y escuchar anécdotas, así como sus antepasados se complacían
en las interminables «payadas» y en los cuentos del fogón. Ahora que lo pienso mejor, creo
que lo hacía de propósito, para demostrar más a los porteños su carácter genuino de «hijo
del país», y hasta sentiría ganas de agradecérselo. Me sorprendió que me conociera de
nombre -sin caer en la cuenta de que todos estos personajes tienen quienes los informen
momentos antes de recibir una nueva pero anunciada visita-, de que supiera lo poco que
había hecho yo hasta entonces, y de que me hablara de Tatita como de un viejo amigo con
quien había hecho no sé qué campaña, creo que la del Paraguay, cuando él era simple
teniente. Su acogida me llenó de satisfacción: no me había recibido como a un cualquiera,
sino demostrándome un grande aprecio y una gran confianza en mi porvenir, casi
prometiéndome toda suerte de distinciones. Creí tener el mundo en la mano, pero no
tardaron en decirme que el Presidente era igual con todo el mundo y que lo mismo hubiera
tratado a su peor enemigo. No lo quise creer.

¿Cómo, entonces, tenía tantos amigos y tan decididos partidarios, en un país que, si ha

heredado mucha parte de la hidalguía española, ha heredado o ha aprendido también, de los
indios, la sagrada fórmula de «dando, hermano, dando», traducción bárbara del latino do ut
des?

-¡En fin, señor Presidente! -pensé-. Lo que sea sonará. Y no he de bailar al son que me

toquen, lo que no significa que me niegue a seguir detrás de la banda y a marcar el paso
como cualquier hijo de vecino. Lo primero que yo respeto es la autoridad. ¡Y más ahora,
que soy, también autoridad!...

Al terminar la entrevista, que fue agradable y sin ceremonia, le pedí que no me olvidara

y me tuviera siempre por un resuelto servidor y amigo.

-Venga a visitarme a menudo, Gómez Herrera -me contestó-. Yo tengo siempre gusto

de conversar con muchachos como usted y en oír sus opiniones.

Reiteré, en efecto, la visita, pero viendo que sólo muy a la larga podía sacar provecho

de ellas, y a pesar de su evidente interés -las reuniones no podían ser más amenas-, resolví
regresar, dejando, sin embargo, detrás de mí la convicción de que era un elemento con el
que se podía contar en cualquier emergencia.

-¡Vaya sin cuidado! Yo lo conozco bien -fueron las últimas palabras del Presidente, que

no volvió a recordarme, sin duda porque me conocía más que yo mismo y sabía que no
tenía nada que temer ni nada que esperar de mí.

¡Hacer que teman, hacer que esperen! -sésamo del éxito en política.
Pero, ya lo he dicho, nadie nace sabiendo...
Con todo, este viaje, mi aparente intimidad con el Presidente -yo había cuidado de dar

publicidad a mis visitas-, y las evidentes vinculaciones con entidades sociales y políticas de
Buenos Aires, contribuyeron no poco a aumentar mi prestigio, y, por ende, a fijar sobre mí
las miradas de la siempre envidiosa y díscola oposición. De vuelta en mi capital, de nuevo
al frente de la policía, y dando los últimos toques al negocio de la chacra, reanudé mi vida
de holgorio, jugando todas las noches en el club, aprovechando las oportunidades amorosas
que se me ofrecían, no tanto en las altas esferas cuanto en los bajos fondos, más accesibles

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y mucho menos comprometedores, y mis rumbosidades y mis maneras de gran señor
molestaron a mucha gente. Así como me había hecho una corte de aduladores a todo trance,
así también me hice de una falange de enemigos irreconciliables, hasta en las filas de mi
propio partido y entre los mismos que me «bailaban el agua delante», como vulgarmente se
dice. Éstos resultan los peores, porque son los que están más al corriente de nuestra vida y
milagros, conocen la falla de nuestra armadura y suelen atacarnos en la sombra con plena
impunidad. Si no fuera por alguno de mis correligionarios envidiosos, nadie hubiera
recordado, quizá, que yo conservaba aún mi banca en la Legislatura, y que éste era un
hecho susceptible de ser probado, más que cualquier otra de las acusaciones de mala
administración, de pésimas costumbres y lo demás que nunca falta en la foja de servicios de
un alto funcionario, sea porque es realmente culpable, sea porque es «necesariamente»
culpable para sus enemigos o sus competidores. En suma, yo era un hombre muy discutido;
pero eso ¿qué quiere decir, y qué querría significar ahora, si yo no hiciera aquí mis
«Confesiones»? A no tener defectos, me los hubieran inventado, y cualquier costumbre,
hasta una virtud -por ejemplo, la discreción-, me la hubieran convertido en vicio,
llamándola disimulo o hipocresía. Parece que entre los hombres sólo hubiera un propósito:
matar o disminuir a los vivientes, que incomodan o pueden incomodar, y divinizar y
eternizar a los muertos, incapaces ya de molestar a nadie. A los que parecen a punto de
triunfar se les oponen, por añadidura, los que comienzan; y éstos, a su vez, ya cerca del
triunfo, se ven sustituidos por los que fueron y no serán ya, y por los que, como ellos,
serían posiblemente... si la serie no estuviera constituida en forma de cadena sin fin... En mi
caso, se sacó a luz mi «olvido» de renunciar a la diputación, y el hecho inconcebible de que
siguiera recibiendo la dieta, mientras cobraba también mi sueldo de jefe de policía y «otras
gangas». No tardé en darme cuenta del fondo de la intriga. Algunos correligionarios,
asustados de mi creciente influencia, de mi elevación inusitada, habían buscado un
competidor para ponerme delante, pero un competidor a su juicio más fácil de dominar que
yo, y si acaso alcanzaba el triunfo -error inevitable, alucinación en que caen los imbéciles
que resultan derrotados o sujetos a una fuerza mayor-, y habían dado con el flamante
doctor, honra de su provincia, con mi amigo Pedro Vázquez. Así, los enemigos por dar un
mal rato al gobierno, y los amigos por darme un mal rato a mí, recordaron en un momento
dado que había una representación virtualmente vacante.

Mis competidores veían en Pedrito al universitario teórico, que derramaría su

elocuencia sin pedir nada en cambio y que se dejaría llevar en la práctica por las narices;
considerábanle, pues, mucho más conveniente que yo, que «no daba puntada sin nudo», y
que utilizaba mis puestos sacándoles bien «la chicha». El gobernador Benavides, traído y
llevado por los politiqueros, no tardó en convenir en que era necesario quitarme la
diputación y dársela a Vázquez, pero, aunque decidido a hacerlo, buscaba la manera de no
irritarme demasiado, de sacarme la muela sin dolor... del sacamuelas... Tan evidente me
pareció de pronto la intriga, que quise precipitarla, haciéndola volverse en favor mío, hasta
donde fuera posible. Y apenas lo pensé, cuando lo puse en planta.

Aleccionado por mis viajes a la capital, y por la frecuentación de los grandes

«restoranes», preocupábame en la ciudad de refinar mis comidas, así como refinaba el
vestido y las maneras. No sólo tenía en casa un cocinero que sabía preparar algunos platos a
la francesa, sino que en el hotel, en el club, en la fonda, exigía siempre cosas finamente
hechas y bien condimentadas. Si ahora puedo reírme de mis primeros candorosos menús, o,
mejor dicho, minutas, entonces había muy pocos en provincia que supieran comer como yo

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y que dieran a los vinos su colocación adecuada en una comida o un almuerzo. Vázquez,
cuyas tendencias fueron siempre aristocráticas, aunque él no lo quiera confesar, y que ama
la vida confortable, advirtió desde su vuelta a la ciudad este refinamiento mío y se propuso
aprovecharlo, comiendo conmigo cuantas veces pudiera, aunque sin idea de gula:
simplemente como un aprendiz de sibarita. A la mesa, siempre lo mejor servida que era
posible, y con los vinos más auténticos que se ponían al alcance de la mano, solíamos tener
en menos ¡cuán equivocadamente!, la sabrosa cocina provinciana y los caldos generosos
que, como el Cafayate, son merecedores de toda una vindicación.

Pero también hablábamos de otras cosas, sobre todo de María Blanco.
-¿No se te ha ocurrido nunca ser diputado? -le pregunté una tarde, mientras comíamos

en el club, solitario.

-¡Hombre! Creo haberte dicho una vez lo que pensaba al respecto... y que lo tomaste

bastante a mal.

-Sí, pero me parece que ahora habrás cambiado un poco de opinión...
Sobre todo tú, que eres doctor, que has estudiado, verás figurando en las Cámaras a

muchos que valen menos que tú; menos de lo que yo valía cuando me hicieron diputado.

-Es verdad... Los hechos están ahí... No es posible negarlos...
-En ese caso, ¿aceptarías una diputación?
-¡Vaya una pregunta! Eso se piensa cuando viene el ofrecimiento.
-Y es el caso.
-¿Cómo?
-Sí. Yo te ofrezco la diputación. ¡Yo-te-la ofrezco! -repetí, recalcando cada sílaba.
-¡Déjate de bromas!
-No son tales.
Le conté entonces cómo estaba, en cierto modo, vacante la diputación de Los Sunchos,

y cómo podía él resultar diputado sin tener que competir con un tercero, amigo o enemigo
de la situación. No me quería creer. Y en cuanto me quiso creer, asomaron los escrúpulos.

-En ese caso no me elegirían. ¡Me nombraría el gobierno!...
-Resultarías elegido como todos los demás, y con esta enorme ventaja:
que no tendrías compromisos, porque, al fin y al cabo, tu Gran Elector sería yo. ¡Vaya!

Autorízame a obrar, y yo te aseguro que antes de tres meses estás en la Legislatura
haciendo maravillas.

Fingió creer que era broma, y esto le permitió darme plenos poderes. Después,

enterneciéndose un tanto, me hizo esta declaración:

-Si esos sueños se realizaran sería una suerte para mí. No por la política. No. Pero mi

novia tiene unas ideas... ¡A veces la creo demasiado ambiciosa!

-¿Tu novia? ¿Es tu novia, por fin?
-No; pero lo será. Todo pinta muy bien.
-De modo que todavía se puede tantear... sin hacerte mal tercio -dije, en broma.
Aquella noche, puesto en vena por mi inesperada proposición, y quizá también por un

vinillo muy capitoso que acababa de importar el gerente del club, habló con más locuacidad
que nunca y se permitió hacer un examen de mi modesta individualidad. Antes de renovar
en lo posible sus palabras, trataré de decir lo que él me parecía y la impresión que me
produce todavía ahora. Algo taciturno e inclinado a la melancolía, buscaba seguramente en
mí un contraste que lo animara; se divertía mucho con cualquiera de mis ocurrencias, hasta
las más tontas, a causa, sin duda, de ese mismo contraste, sin dejar por eso de discutir lo

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que él llamaba mis «doctrinas» o mis «paradojas». Desde antes de salir de Los Sunchos
escribía versos -malos, a decir verdad-, pero no renunció a ellos, antes de doctorarse, por su
indigencia presuntuosa, sino -aseguraba él- porque «el verso le obligaba a abandonar una
parte de su pensamiento y a veces a escribir algo que no había pensado». Esto me hacía
recordar la famosa frase del negro bozal: «¡Corazón ladino, lengua no ayuda!» Pero
agregaba con sentido común que, para escribir versos medianos, más vale escribir cartas a
la familia». Cuando yo le motejaba de teorizador, él sostenía que «estudiaba en los hombres
y en las cosas, prefiriéndolos a los libros, pero que éstos no deben dejarse de lado, porque
son las síntesis de los estudios anteriores y, sobre todo, el más grato de los
entretenimientos».

Alguna vez se me ocurrió que me había tomado como anima vilis para disecarme con

sus estudios psicológicos, pero aunque esto fuera, en realidad, se lo perdonaría con gusto,
porque siempre se mostró muy mi amigo. En fin, recuerdo que aquella noche me espetó
este singular discurso:

-Todos los caminos están abiertos para ti. Eres miembro -cómplice, dirían otros, los de

la oposición ciega, que no ven la marcha paulatina de las cosas-, eres miembro de una
oligarquía que prepara la gran república democrática de mañana, así como Napoleón III
preparó sin comprenderlo la todavía lejana verdadera República Francesa. Eres audaz,
valiente, flexible, despreocupado, amoral. Con esto se puede llegar muy lejos, y lo que es
inverosímil, hacer mucho bien al país con el más perfecto egoísmo... Quizá yo debiera ser
tu enemigo. Pero, como eres un ejemplar característico de la raza en formación, de la raza
de los tiempos que vienen, soy más bien tu amigo, tu admirador, y puedes contar con mi
ayuda, como puede contar con ella el partido a que pertenecemos, por muchos errores que
cometa, porque es un partido histórico, un partido de transición marcada, y realiza por
buenas o por malas el papel que le corresponde... Como los demás partidos... por otra parte,
pero no en el mismo escenario... Los otros quieren quedarse demasiado atrás o ir demasiado
adelante, mientras que el nuestro evoluciona insensiblemente, harto insensiblemente en
ocasiones, para conservarse en el poder. Ya ves que soy tolerante... Esta tolerancia, que
puede parecer exagerada, es una tendencia más fuerte que yo, más fuerte que mi voluntad,
porque mi instinto me obliga a comprender, y comprender es más que perdonar, es tolerar,
es hasta colaborar, según vengan los tantos... Lo mismo que del partido digo de ti... Si no
hubiera muchos hombres como tú, nuestro país sería otra cosa -quién sabe cuál-, pero
dejaría de ser lo que es y no llegaría a ser lo que será. ¡Perogrullada, dirás! ¡Pero
perogrullada que pocos se dan el trabajo de comprender! Con la gente estática no se va a
ninguna parte, con la muy dinámica se puede llegar a incurables desórdenes, a la anarquía
que engendra la tiranía compensadora. La útil es la acomodaticia que sabe andar y
detenerse, la oportunista, en fin, como tú. Tú, yo, nosotros, somos tan necesarios como lo
son los demás, los que siguen a sus jefes de la oposición, al que lo ha sido todo en nuestro
país y al que no ha sido nada: somos los reguladores; y verás cómo, gracias a nosotros y a
ellos, poco a poco van convergiendo los caminos y los esfuerzos, aun en los momentos en
que más alejados y más antagónicos parezcan. Y es que el hombre quiere someter la
naturaleza a una armonía que nadie, sino la caprichosa naturaleza nos ha enseñado, que
nadie sino ella puede crear... Verás cómo, entre todos, a la larga, se establece un equilibrio,
sin imponerse como único y definitivo, porque es variable, y cambia a cada hora, en un
segundo para la historia, en muchos años para nuestra nacionalidad, si tenemos en cuenta
que no alcanza al siglo todavía... Dicen que las virtudes de nuestros antepasados, sus luchas

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para conquistar una patria, se han convertido en vicios en nosotros, en lucha por conquistar
un bienestar epicúreo, que esto nos lleva al desastre.

¡Mentira! Cada época tiene sus exigencias y sus héroes. Y si los locos como tú no

aspiraran a una vida de lujo y de molicie, éste sería un pueblo de santos patriarcas, es decir,
un pueblo estancado en plena vida pastoril. Lo inerte es lo único que no cambia, lo único
sometido a la estabilidad que parece imponerse a los pueblos que sueñan ser dichosos, los
pueblos que, según el dicho famoso, «no tienen historia». Y un pueblo inerte es un pueblo
muerto. ¿Quieres que brindemos, Mauricio, a tu soberbia, a tu insolente vitalidad?



- III -


Aquellas antiguas aficiones despertadas en La Época de Los Sunchos, y cultivadas

después, mientras hacía mis primeras armas en la ciudad, revivieron vigorosamente desde
el punto en que, cumpliendo una promesa hecha en hora de debilidad, conseguí que se
encomendase al galleguito la dirección y redacción de Los Tiempos, el diario oficial,
siempre necesitado de quien lo llenara de mala tinta a precio vil. De la Espada conservaba
aún, para mí, cierto vago, cierto humorístico prestigio, y más que todo por hablarle y
renovar en él, en cierta manera, las antiguas «diabluras» sunchalenses, frecuentaba la
imprenta, y recomencé a escribir en el periódico, hazaña que no consignaría aquí, pues más
lejos debo reincidir en ello, si no estuviera tan íntimamente ligada con lo que vengo
contando. Y a propósito, antes terminaré con lo atinente a la diputación de Vázquez.

Poco después de dejarlo, fui a ver al gobernador Benavides, y le propuse de buenas a

primeras lo que él estaba deseando imponerme.

-Mi banca en la Legislatura puede darse por vacante; ¿no sería bueno elegir a Vázquez

en mi lugar?

-¡Hombre! ¡Mire usted qué casualidad! En eso mismo he pensado estos días; sería una

magnífica combinación, en la que usted, al fin y al cabo, no perdería nada, mientras que
nosotros ganaríamos, quitándonos de encima un posible enemigo. Vázquez, con sus
lirismos, puede ser peligroso, si no nos lo conquistamos.

Y con esto quedó resuelta su elección, pues la forma republicana de gobierno no es tan

complicada como algunos aparentan creerlo todavía.

Volviendo a mis artículos de Los Tiempos, agregaré a lo ya dicho que mi colaboración

era bastante asidua, pues siempre me ha divertido mucho hacer rabiar a la gente. Además
algunos correligionarios habían descubierto en mí un espíritu satírico de primer orden, y
hablaban de mi estilo como del más gallardo y desenvuelto que conocieran. Era, para ellos,
según me decían, otro Sarmiento, con la particularidad en mi favor de que yo defendía la
buena causa, sin sembrar el desorden bajo pretexto alguno, mientras que al autor de
Civilización y barbarie solía írsele la mano, arrastrado por su espíritu analítico, capaz de no
dejar títere con cabeza, en un instante de acaloramiento.

En lo que entonces escribí puse a los hombres de la oposición como chupa de dómine,

no sólo ridiculizándolos, sino sacándoles también, con más o menos disimulo y
contemplaciones, todos los trapitos al sol. Mis informes del mundo eran tan completos, que
no se me escapaban ni las andanzas políticas ni los traspiés privados de la gente. Así, el
hecho graciosísimo de un joven que había tenido que pasarse una noche encaramado en un

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árbol, para no ser apaleado por un padre feroz, me tentó un día, y lo escribí con alusiones
desgraciadamente tan claras, que uno de los interesados en el asunto, don Sofanor
Vinuesca, opositor de primera fila y hombre de malas pulgas, se puso en campaña para
saber quién era el indiscreto escritor y pedirle cuenta y razón del suelto que había hecho reír
a toda la ciudad a su costa y a la de otros miembros de su familia. Supo que era yo y me
mandó los padrinos a pedirme una retractación en regla o una satisfacción por las armas.

Conflicto. Yo, jefe de policía, no debía batirme, porque el duelo estaba severamente

prohibido en aquel centro católico, donde no era sólo una infracción a las leyes, sino
también un abominable «pecado mortal».

Pero si me negaba, mi actitud menoscabaría la reputación de valiente que tanto bien me

había hecho hasta entonces, y a la que no quería renunciar por nada. Encargué, pues, a mis
padrinos, Pedro Vázquez y Ulises Cabral, ex redactor de Los Tiempos, que concertaran el
encuentro fuera de la provincia -de retractación no quise ni oír hablar-, y me fui a ver al
Gobernador para exponerle el caso y tratar de conciliar todo lo que más me importaba: si no
quería renunciar a mi fama de valiente, tampoco quería renunciar a mi puesto de jefe de
policía.

-Yo creo que debe evitarse a todo trance ese duelo -me dijo Benavides.
-¡Imposible! He ido demasiado lejos, y para evitarlo tendría que hacer un papelón.
-Entonces, no veo otro camino que la renuncia.
-¡Gobernador! -exclamé-. Usted me necesita, usted me necesita más que nadie, dado su

carácter bondadoso, porque no tiene otro hombre en quien confiar de veras, aunque tantos
parezcan sus amigos. Yo deseo seguir sirviéndole como hasta ahora.

-Yo también lo deseo; pero no encuentro la manera.
Recapacité un momento, y luego dije:
-Hagamos una cosa, ¿quiere?... Yo le presento ahora mismo mi renuncia, y usted la

hace publicar, sin resolver sobre ella, antes de que se realice el duelo... Después, si la
opinión digna de tenerse en cuenta no se satisface con la simple noticia, y quiere que se
acepte la renuncia, siempre hay tiempo de hacerla efectiva. Si el asunto no se toma
demasiado a mal, vuelvo a mi puesto y se acabó. ¿No le parece?

Hizo algunas objeciones, pero aceptó por fin el arreglo. No arriesgaba nada, y así quizá

le fuera posible seguir utilizando mis servicios.

El duelo se realizó fuera del territorio de la provincia (aparentemente; en realidad, nos

batimos en una chacra cercana), y sus resultados fueron lo más halagüeños que pudieran
darse. Contra lo que yo esperaba, y muy afortunadamente, resulté herido en una pierna.

Allí mismo me reconcilié caballerosamente con mi adversario, retirando cuanto hubiera

podido lastimarlo en su persona, pero «en modo alguno mis convicciones de ciudadano».

Era yo, pues, un mártir de nuestro credo partidista, porque desde el primer momento

habíamos cuidado de dar a la cuestión un alcance altamente político, y mi reconciliación lo
demostraba, en realidad. Además, en el pueblo, entusiasta, como todos los criollos, por los
actos de valor, aumentó mi prestigio, y los mismos opositores me respetaron por el culto al
coraje que existe en nuestra tierra. Sólo había, pues, que temer a los clericales, pero
justamente en aquel tiempo estaban de capa caída, por las malas relaciones del país con el
Vaticano, y además cuidé de llamar al padre Pedro Arosa, el franciscano amigo de los
Zapata, para confesarme con él y reconciliarme con la Iglesia.

-Aunque no estoy en peligro de muerte, lo he hecho venir, padrecito, porque he

cometido un pecado muy grande.

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Aquella confesión me valió elogios de la prensa clerical, porque fray Pedro tenía

grande influencia en su partido...

Nadie criticó, pues, que el Gobernador no aceptara mi renuncia y me dejara en el

puesto que tan brillantemente desempeñaba, como decía de la Espada cada vez que mi
nombre le caía bajo las puntas de la pluma.

Mi herida era ligera, y no tardé en estar bueno, acontecimiento que se festejó

muchísimo en la ciudad. Hasta una tertulia del Club del Progreso vino a resultar en mi
honor. Tratando de igualarse a Buenos Aires, orgullosa entonces del suyo, no había en el
país ciudad, pueblo ni aldea que no tuviese o pensase tener su Club del Progreso, siquiera
en el nombre, y todos estos clubs eran, casi sin excepción, patrimonio del partido del
gobierno, con abstención, generalmente voluntaria, a veces forzoza, de los opositores.

En la tertulia, que era una de tantas, pero de la que fui héroe único, gracias a mi

renuevo de gloria, bailé varias veces con María Blanco, la novia de Vázquez. Éste, que a
fuerza de padrino primerizo estaba encantado con el duelo, como con la realización de algo
novelesco que sólo puede verse en los libros o en el teatro, había contado ponderativamente
a la joven mi valerosa y tranquila actitud antes del combate, en el encuentro mismo, cuando
caí herido y cuando pedí noblemente excusas a mi adversario. María estaba encantada de
bailar y de conversar conmigo, y no trató de ocultármelo.

Yo la conocía mucho de vista aunque nunca hubiera hablado con ella.
Salíamos, con Vázquez o con otros camaradas, muchas tardes en victoria descubierta, a

correr las calles empedradas, exhibiéndonos a la admiración de las muchachas, que se
exhibían a su vez en ventanas, balcones y puertas, haciendo una especie de feria de
noviazgos, usual en muchas ciudades de provincia, y famosa en la época romántico-
gauchesca de Buenos Aires, cuando los mozos «bien» que se iban a la «estancia» paseaban
a caballo días enteros, para ver y hacerse ver. Las negociaciones preliminares entre novios
y novias han sido siempre ridículas para quien las mira de afuera, ¡pero cuán interesante
para actores y actrices, ya queden en la forma salvaje de la cacería de la mujer, ya lleguen
al refinamiento del baile, la tertulia o la visita, en la alta sociedad civilizada! Amor, eterno
amor, genio de la colmena, como diría Maeterlinck, ¡instinto invencible que embriaga al
adolescente, impulsa al joven y suele enloquecer al viejo!

En estas andanzas conocí de vista a María Blanco, que desde un principio me pareció

una muchacha muy interesante y muy honesta, aunque siguiera la costumbre de la
exhibición, que nadie tomaba a mal, por otra parte, incorporada como estaba a nuestra vida.
Era una joven alta, rubia, muy blanca, de ademán severo, y sus ojos azules tenían pestañas
y cejas negras, lo que les daba un brillo particular de agua clara y profunda y los hacía a
veces parecer negros también. Su conversación, según observé en la tertulia, era agradable,
al propio tiempo mesurada y entusiasta, y daba la impresión de un alma ardiente regida por
un carácter firme y resuelto. Por lo menos, éstas fueron mis sensaciones de aquella noche, y
muchas de ellas han tenido que reproducirse más tarde, con igual o mayor intensidad.

-¿Si será ésta la mujer que me está destinada? -llegue a preguntarme entonces, casi

instintivamente.

Me deslumbraba el prestigio de su belleza, de su ingenio, de su amabilidad -su bondad,

sin duda- y de su nombre, uno de los más preclaros de la provincia, donde su familia
desempeñaba gran papel, pese a cierta escasez de fortuna; y me deslumbraba hasta el punto
de hacerme dejar de lado, por un momento, mis tendencias, resueltamente
antimatrimoniales.

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¡Sí! Con una mujer así, bien podría casarme, porque, aun sin el dinero, su aporte a la

sociedad conyugal sería importantísimo. Una alianza con los Blanco podría resultarme
altamente provechosa, porque tenían positiva influencia en la provincia y eran de lo que
puede llamarse la más elevada aristocracia. Nuestros dos apellidos, vinculándolos a lo más
granado de la República entera -ella con el contingente del interior, yo con el de Buenos
Aires-, crearían todo un nuevo título a la consideración social y política. Me detuve un poco
en estas ideas, viendo que Vázquez perdía terreno aquella noche, más que todo por su
culpa, pues ¿quién le mandó entonar mis alabanzas ante una niña de espíritu algo
romántico, prendada de lo caballeresco?... Y como el padre de María, don Evaristo, me
ofreciera su casa, agradecí calurosamente, prometiendo cultivar tan honrosa relación. La
veleidad matrimonial había pasado, sin embargo, como un relámpago; puede que su semilla
quedara en algún rincón de mi cerebro.

Ya veríamos más tarde... Pero desde entonces visité a los Blanco con asiduidad, en

ocasiones hasta dos veces por semana.

Entretanto, Vázquez, lleno de gratitud hacia mí, su padrino, su Gran Elector, llegó a ser

diputado por Los Sunchos.

La elección pasó sin tropiezos, porque yo mismo fui a arreglar las cosas, con

autorización del gobernador Benavides, dejando así bien demarcada mi acción en este
asunto, que Vázquez creyó siempre debido a mi iniciativa. Pero en la Legislatura no le
aguardaba el papel que él se había soñado gracias a mis sugestiones. Lejos de ser el leader
de la Cámara, nadie le hacía caso o poco menos. No estaba la provincia para principismos,
doctrinarismos ni teorías sacadas de los librotes. Allí se debía gobernar y legislar «a lo que
te criaste», sin meterse en novedades ni en honduras. Sus proyectos pasaban, pues, a
comisión, para dormir el sueño de los justos, pese a sus reclamaciones, y en cuanto
pronunciaba un discurso algo avanzado, poco faltaba para que lo acusaran de traidor al
partido, y, por consiguiente, a la patria, y para que le hicieran una zancadilla que lo echara a
rodar fuera de la Legislatura. Hasta le enrostraron su elección, hecha entre gallos y media
noche, ellos que también eran representantes del pueblo por arte de encantamiento,
diciéndole, no sin razón, que aquello no estaba muy de acuerdo con su principismo. Pero
intervine yo, y a ruego mío, el Gobernador, considerando ambos que es más prudente dejar
tranquilo al león que duerme, y que Vázquez, en defensa propia, podía causarnos mucho
daño, aunque cayera al fin. No hice esto, debo decirlo, por generosidad de alma, sino
porque realmente lo creía de buena política. Aunque me convenía que conservara un puesto
que yo podía considerar feudo mío y reclamarle en un momento dado -sin temor de que se
negase a restituírmelo-, no me preocupaba mucho, sin embargo, de sostener a Vázquez; por
el contrario, y desde que conocía a María Blanco, sentí contra él y como por instinto una
especie de inquina, que me obligaba a hablar desdeñosamente de sus méritos, de su
inteligencia y de su utilidad, diciendo, por ejemplo, que era un buen muchacho, pero un
loco, un soñador, un hombre que nunca haría nada práctico ni serio, y que cuando mucho, si
su manía se agravaba, se convertiría en agitador lírico, en revolucionario de «ñanga-
pichanga».

Cuando llegaban a sus oídos estas mis apreciaciones, o no las creía o no le importaban.

Se encogía de hombros y no hacía comentario alguno. Lo que le importaba era cierta visible
distinción, casi predilección, que María Blanco me demostraba cuando la visitábamos
juntos, pero era demasiado orgulloso para dejar ver a las claras su despecho. Cuando nos
encontrábamos solos, por casualidad, pues yo no lo buscaba y él no parecía muy interesado

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en frecuentarme y reanudar los antiguos paseos y comidas selectas, conversábamos un rato,
pero jamás hizo mención de María, como si aquella competencia iniciada entre ambos no
existiese en realidad.

Pero se le veía más reconcentrado y melancólico que antes, y pasó por una crisis de

inercia en la Legislatura, a cuyas sesiones asistía apenas, y siempre en silencio, como
medio dormido. Su despecho sólo se manifestó una vez, y eso indirectamente.

-Contigo -me dijo- soy como el perro danés que se crió con un cachorro de tigre. Eran

amigos, hermanos, pero un día de hambre o de fiebre el tigre devoró al danés. Tú me
devorarás también, si llega el caso... Y puede que llegue...

Bien sabe Dios que esta profecía pesimista no se ha realizado nunca.
Dar una dentellada o un zarpazo, para abrirse camino, será ofender, si se quiere, pero

no devorar.

Entretanto, el tiempo parecía haber comenzado a deslizarse más de prisa, o bien, ahora,

al poner relativamente en orden mis recuerdos, confundo algunas fechas o salto por encima
de algunos acontecimientos que se han desvanecido en mi memoria. Esto no tiene
importancia alguna y no deja al presente relato menos verídico que otros escritos,
pretendidos históricos, donde se hacen mangas y capirotes con la verdad.

El caso es que el período presidencial iniciado cuando mi estreno de jefe de policía

tocaba a su fin, y que mi amigo el Presidente se preparaba a bajar del poder, en cuyo
ejercicio había logrado pacificar relativamente el país, fomentar la instrucción pública,
emprender algunas obras de importancia y, sobre todo, dejar que las enormes fuerzas
naturales de la nación comenzaran a desarrollarse por su propio impulso, abriendo un
período de bienestar que nos daba las mayores esperanzas. Como al principio tuvo que
luchar en Buenos Aires con una población hostil, como algunos actos de rigor de la policía
agitaron los ánimos, hasta entre el bello sexo, como al fin la necesidad de la paz se impuso
a todos, en provincia se decía con entusiasmo que «había domado la soberbia porteña, y se
le consideraba como el jefe único, no sólo de su partido sino de la República entera. Nadie
discutía sus órdenes, ni siquiera sus insinuaciones, y hubiérase jurado que el país quedaba
en sus manos para siempre, aunque tuviera que ceder su puesto a otro presidente, no siendo
él reelegible según la Constitución. ¿Quién podría contrarrestar su fuerza? Seguiría
gobernando desde su casa, tranquilamente, con cualquier personero, para bien del país, que
tanto había adelantado y tanto tenía que agradecerle. Y, efectivamente, gracias a él, a sus
consejos de disciplina y de relativa tolerancia, en nuestra provincia, por ejemplo, vivíamos
en una paz octaviana, que nos permitía dejar un poco de lado la política para ocuparnos de
nuestros negocios y diversiones, sin que por eso faltaran los chismes y las intrigas que
daban sabor a nuestras tertulias.

Yo salía a menudo a cazar en los alrededores, acompañado por varios amigos de buen

humor, con quienes tenía grandes almuerzos campestres, famosos entre todos, tanto que nos
llovían las directas o indirectas solicitudes de invitación. Las largas partidas en el Club del
Progreso ocupaban mis noches, con alternativas de pérdida y ganancia que no
comprometían ya mi presupuesto. Por las tardes salía de paseo o de visita -sobre todo a casa
de Blanco-, y así dejaba correr los días perezosos, esperando el maná que, sin duda alguna,
caería del cielo, más tarde o más temprano, en exclusivo beneficio mío. Nada, ni aun la
ambición, turbaba en aquel entonces mi tranquilidad; la vida amodorrada de provincia me
iba enervando, conquistándome hasta el punto de que ya casi no comprendía otra, y
nuestras mismas reuniones en el despacho de la policía, que en épocas de agitación

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llegaban a febriles y bulliciosas, eran entonces monótonas y aburridas hasta el bostezo,
como si la invitación a la siesta entrara por puertas y ventanas, con el aire y la luz, con el
mate inacabable que nos servía un asistente.

El gobierno de Benavides no era ni sal ni agua, ni chicha ni limonada. Él y sus

ministros se limitaban, como quien está cayéndose de sueño, a pasarse unos a otros, a
largos intervalos, desganadamente, los expedientes de asuntos en trámite que, con ese paso,
nunca lograrían una solución. Me recordaban a aquellos personajes de Swift que llevan
siempre detrás a un criado con una vejiga para que los despierte de cuando en cuando.
¡Bah! Lo mejor era dejarlos dormir, pues así no hacían daño a nadie, y ajustando mi acción
a este pensamiento hice cuanto estuvo de mi parte para no arrancarlos de su siesta, y creo
que hasta entraba en la casa en puntas de pie cuando allí me llevaba alguna urgencia.

Entretanto, sigilosamente, de puntillas también, la oposición comenzó a moverse,

pensando que podría aprovecharse del letargo aquel para dar un buen golpe en las próximas
elecciones. Hablé al respecto con los jefes del partido, que no encontraron actitud mejor
que consultar al Presidente.

«Rodeen a Camino», contestó éste, sin más, y la frase, conocida por una indiscreción,

se hizo famosa.

Camino estaba en Buenos Aires, pero no dejamos de comprender que era necesario

darle la jefatura del partido y preparar su reelección. ¿Por qué? No era en realidad porque la
oposición fuera de temer en las elecciones provinciales, y menos aún en las nacionales. La
razón se me presentaba más honda y trascendental; aquello era una hábil previsión para el
futuro, para cuando otro ocupara la presidencia. Entonces, el ex Presidente necesitaría
apoyo en las provincias, y Camino era para él un hombre de confianza. Si en los demás
estados se hacía lo propio, el nuevo gobernante se vería con el poder muy disminuido y
sería necesariamente el personero de su antecesor.

-¡No está mal! ¡No está mal! -me dije-. Pero hay que preparar la combinación. Después

veremos.

Nadie objetó palabra, sino Vázquez, cuyo don de errar es indiscutible. Se opuso

resueltamente a que proclamáramos la jefatura de Camino y su candidatura para la próxima
elección, diciendo que era un hombre desconceptuado, un espíritu estrecho, y que los que
votaran por él serían, en el concepto de las familias honestas, unos pervertidos que
aprobaban o por lo menos toleraban sus torpezas. No todo lo hacía la política, también era
necesario tener en cuenta a la sociedad. Traté de disuadirlo, por fórmula, demostrándole la
necesidad de que el Presidente saliente tuviera gobernadores fieles que custodiaran su
autoridad, una vez fuera del poder, y recordándole que debía su diputación al gobierno.

-Ni uno ni otra cosa me obligan a nada -replicó-. El Presidente hace mal en preparar un

estado dentro del estado, una especie de presidencia doble, en la que un poder anulará al
otro. En cuanto a que el gobierno me hiciera elegir, no es verdad: lo hiciste tú.

-Con su aprobación, y él era el que podía...
-Aunque haya sido así. Puede que fuera mi deber sostenerlo, y eso mismo lo dudo; pero

nadie me dirá que tengo el compromiso de hacer reelegir a Camino. ¡Eso sería monstruoso!
En esa forma, el país no cambiaría jamás de gobernantes, como la Municipalidad de Los
Sunchos.

-Te enajenarás la voluntad del futuro Presidente, sea quien sea.

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-Poco me importa. No he de vivir de la política. Sólo en estos países la política resulta

una profesión, cuando es una función general, casi diría obligatoria, de todos los
ciudadanos...

-¿Sólo en éstos? ¡No embromés!
La voz de Vázquez fue, como es natural, la clamantis in deserto.
Nadie le hizo caso, y Camino tuvo sus dos proclamaciones en medio de un entusiasmo

popular que preparamos por todos los medios a nuestro alcance.

Pero el candidato a la reelección no tardó en saber que Vázquez le había hecho fuego,

cosa que no le perdonaría nunca. No. No fui yo quien se lo dijo, no fui yo el indiscreto ni el
mal intencionado. Vázquez no me molestaba mucho en la Legislatura, y aunque hubiera
querido malquistarlo, no hubiera ido con el chisme, sabiendo que otros lo harían, por
adulonería, por espíritu de intriga o por maldad.

Casi al propio tiempo se proclamó en una provincia lejana y con el apoyo gubernativo

la candidatura presidencial, que desde allí fue comunicándose a todas partes, siempre en las
mismas condiciones, «como un reguero de pólvora», según decían con admiración los
diarios amigos, que ensalzaban los méritos incomparables del candidato, «representante de
la juventud, y, por lo tanto, del progreso, ciudadano de iniciativa, como lo había
demostrado en el gobierno de su provincia, espíritu liberal, enemigo de toda hipocrecía y de
toda bajeza, hombre tolerante, que sería el vínculo de unión entre los estados, las
sociedades, las religiones, los partidos del país», y a quien acompañarían mañana, como le
acompañaban hoy, «las fuerzas más sanas y eficaces del mismo, los jóvenes de corazón
entero y altas aspiraciones patrióticas».

-¡Paso a los jóvenes! -comenzaron a gritar, como gritara de la Espada en otros tiempos,

en Los Sunchos.

Buenos Aires -la provincia-, celosa de su hegemonía política, aunque ésta no fuese ya

más que un hecho casi legendario, quiso oponernos otras candidaturas, arrastrar la opinión
del país, enarbolando como bandera el nombre de preclaros patricios, y aun el de un
político eminente que podía considerar conquistado el interior, porque en la lucha decisiva
tomó, siendo porteño, partido a favor suyo y contra su provincia, como muchos otros, que
no dejaban de tener razón, según ha podido verse después.

Pero si todos los jefes de policía, si todas las autoridades obraban como yo, no había

miedo de que nos arrebataran el poder, ni con sutilezas, ni con esfuerzos. De ello quedé
convencido cuando Camino resultó electo Gobernador, y Casiano Correa, antiguo amigo de
Tatita, Vice -con casi todas las actas protestadas, es cierto-, casi sin oposición, o -como
decíamos entonces-, con «elecciones canónicas». ¿Que cómo se alcanzaba este resultado?
Pues muy sencillamente. Preparándolo todo con tiempo, el padrón y el registro cívico,
sorteando las mesas de modo que los escrutadores fueran nuestros, y contando con los
jueces provinciales o federales para el posible caso de un juicio. En aquella época no hubo
sino un juez que se atreviera a desafiar al poder, pero su derrota fue completa, por el
momento, aunque hoy todos lo consideramos como ejemplarísimo y muchos hayamos
contribuido a perpetuar en el mármol su memoria.

¿Diré, después de esto, que nuestro candidato a la presidencia resultó triunfante?
No, ni he de contar tampoco el éxodo de sus comprovincianos, que invadieron la

capital de la República, convencidos de haber triunfado con él. A mí mismo me dieron
ganas de irme, y lo hubiera hecho, a ser de su provincia y de sus allegados. «No hay cosa
mejor que tener buenas relaciones», decía Tatita. Pero era preciso esperar; estaba muy lejos

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de él, y no hay que forzar la suerte, ni aun en el juego, sino cuando llega la ocasión. Y a mí
tenía que llegarme, como me llegaban las épocas de trabajo -las electorales- y las de
descanso -la modorra provinciana en las épocas de normalidad.

Por el momento, bueno era volver tranquilamente a la siesta. ¿No habíamos pasado por

un largo período de agitación tal, que ya ni visitaba la casa de Blanco, ni me daba apenas
tiempo para ver a mis viejas amigas, y hasta tenía que interrumpir de vez en cuando mis
partidas en el Club del Progreso, postergar mis cacerías con almuerzo, y suspender cien
otras empresas agradables?... Sí. Volvamos a la vida epicúrea, que es la mejor, mientras no
llegue el momento oportuno de lanzarse al asalto de la gran capital, de la verdadera, de la
única.

Camino me preguntó un día, como si se le ocurriese de repente:
-¿Cuándo «acaba» Vázquez?
-Creo que dentro de cuatro meses.
-Hay que ir pensando en eso.
-¿En qué?
-En la elección. Hay que ver a quién se elige.
-¡Al mismo Vázquez, pues!
Me miró primero con enojo, después con serenidad, en seguida con sorna, y dijo:
-No... No lo quieren en Los Sunchos.

- V -


Sólo la ingenuidad de Vázquez es comparable a la tontería de Camino; desdeñando un

efecto teatral, diré que Vázquez no siguió mucho tiempo en su banca de diputado, ni
Camino en su silla de Gobernador. Vázquez porque Camino no quería, y Camino por... lo
que se sabrá en seguida.

El ex Presidente había tomado sus medidas como hombre de vistas claras y largas,

buen conocedor del corazón humano, para mantener todo el tiempo posible la mayor suma
posible de influencia, pero con la candorosa ilusión que le atribuíamos de seguir
gobernando entre telones y haciendo del nuevo Presidente un simple personero. Si así no
fue, si tal no pensaba, desde los primeros tanteos pudo advertir que el instrumento no le
obedecía, y que, como se debe «cantar bien o no cantar», por el instante lo más práctico era
llamarse a silencio, como lo hizo. Pero algunos «pazguatos», más papistas que el Papa,
deslumbrados con el poder que recibieran de él, creyeron que éste era un atributo propio,
que sólo podía reclamarles y retirarles quien se lo había concedido, y comenzaron a
«corcovearle» al nuevo Presidente, y a no hacer sus gustos con la requerida sumisión, como
si no dependieran directa ni indirectamente de él, y como si no pudiera «ponerlos patas
arriba a las primeras de cambio».

Uno de estos tontos fue mi Gobernador, el del célebre «¡Rodeen a Camino!»
Fue torpeza la suya. Nuestra provincia había ido pacificándose poco a poco, y la

oposición, bajo una mano de hierro, confesaba al fin su impotencia, retirándose de toda
lucha y contentándose con la lírica actitud de criticar acerbamente al «oficialismo», a todos
los «oficialismos», en la intimidad de sus reuniones privadas, y en la no menos íntima
escasez de circulación de sus diarios. También es cierto que el Guardia de Cárceles,
batallón de línea, creado años atrás -no sé si por mi inspiración-, y el cuerpo de vigilantes y

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bomberos -éstos sí organizados y disciplinados por mí - los criollos nacemos militares-,
constituían una fuerza decisiva y aseguraban la estabilidad del poder, invulnerable, pues un
golpe de mano quizá lograra suprimir o sustituir personas, nunca variar el régimen. ¡Y esta
arma era mía, casi exclusivamente mía!

Cuando me di cuenta de ello pasó por mi imaginación... Pero ¿a qué contar ensueños

que mi juicio mismo desvanecía entonces, apenas formulados? Vamos a los hechos, que es
lo importante.

Molestó al Presidente el Gobernador de una provincia vecina, más recalcitrante que

Camino, y no faltaron voceros que llegaran hasta mí, insinuándome cuánto agradaría mi
ayuda para un cambio de situación.

Como podía pulsar el valimiento de los que esto me decían y la auténtica procedencia

de sus invitaciones, no vacilé un punto, y organicé una partida de guardia de cárceles y
vigilantes vestidos de particular. Por desgracia, yo no podía mandarlos en persona sin
comprometer gravemente la «autonomía de las provincias»; pero uno de mis amigos,
diputado y ex redactor de Los Tiempos, Ulises Cabral, mi padrino en el duelo, se
comprometió a representarme y obrar como si fuera yo mismo. El cambio deseado se hizo
con poco derramamiento de sangre y mucha intervención nacional, y supe que el Presidente
me tenía muy en cuenta, agradeciendo mi colaboración sin mentarla.

Por el mismo conducto, bien confidencial, se me hizo saber poco después que el

Gobernador Camino, mi propio Gobernador, no era ya «persona grata», y que en las altas
esferas se le vería con placer sustituido por el Vicegobernador Correa, hombre en quien se
tenía la mayor confianza, como entusiasta, patriota, fiel, capaz y, sobre todo, menos
desconceptuado en sociedad. Debo confesar que Correa valía probablemente menos que
Camino, como hombre de pensamiento y de acción. Pero no me convenía hacer oídos de
mercader, y comprendí desde el primer momento lo que de mí se esperaba: que pusiera
fuego a la mecha, que buscara el pretexto para poner al Gobernador de patitas en la calle,
alterando el orden lo menos posible, pero sin una revolución, si tenía dedos para tanto. Una
«agitación» era, por lo menos, inevitable, porque Camino no abandonaría el puesto así
como así.

Pero él mismo había de darme pie para romper las hostilidades, porque bien dijo el

latino que Júpiter ciega a los que quiere perder. He aquí cómo ocurrió aquello: La inacción
de los opositores y alguno que otro desliz demasiado exagerado de lo que la mala prensa
llamaba «guardia pretoriana», hicieron que el Gobernador creyera llegado el momento de
«entrar en la normalidad» y me exigiera el castigo de un comisario cuyo delito consistía en
haber hecho dar de planazos a una persona conocida que le había criticado cierta travesura,
creo que la fuga de un cuatrero sorprendido in fraganti.

-Si empezamos así, Gobernador, pronto no tendremos policía -le dije con gravedad.
-Pero vea, amigo, cómo me ponen los diarios de Buenos Aires. Esto es inicuo. Hasta

los mismos amigos me «caen».

-No les haga caso. Hay que acostumbrarse a esas cosas cuando se es Gobernador.

¡Mire! Si no fuera eso, ya le encontrarían otro pretexto, y sería lo mismo...

-Sí. Pero yo no quiero que se apalee a la gente... sin necesidad.
-¡Bah! No se aflija, y dejemos en su puesto a ese comisario, que es un tigre. Nos haría

falta en un momento dado.

-Por lo menos, cámbielo. Mándelo a la campaña hasta que se acabe esta gritería.
Me encogí de hombros.

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-Así no se hace patria. Déjelos que aguanten... Hoy empezaríamos por dejar que la

oposición echara a la calle un comisario, y mañana no podríamos evitar que echaran a un
Gobernador. ¡No hay que ser tan flojo!

No replicó, no insistió en el castigo del presunto culpable; pero no me perdonó

tampoco, más que mi desobediencia, mi franqueza. ¡Así suelen ser, en cuanto uno se
descuida y por muy útil que les sea! Lo peor para él, en este caso, es que hacía mi juego,
iniciando la anarquía en el poder, pretexto magnífico para hacerle la deseada zancadilla.
Tan ciego estaba, que cayó en la trampa como un inocente. Ciertos indicios, algunas visitas,
frases sueltas, un principio de despego de los más allegados a su persona, me hicieron
comprender que el gobernador Camino me buscaba reemplazante.

-¿Ésas tenemos? ¡Pues ya verás quién es Callejas! -me dije.
Me acerqué desde entonces, sin disimularlo, más bien con ostentación, al

Vicegobernador, don Casiano Correa, viejo marrullero, abogado, glotón, jugador y avaro,
cuyo cuerpo pequeñito, endeble e insignificante, ocultaba el espíritu más vicioso y
ambicioso que imaginarse pueda. Aunque no estuviera tan al corriente como yo de lo que se
tramaba, lisonjeé su ambición, insinuándole que las debilidades de Camino comenzaban
también, a mi juicio, a comprometer su gobierno, y que no sería difícil que el mismo
Presidente de la República interviniera para hacerle dejar el mando, en que hacía tan
desairado papel.

-Provoca una escisión del partido en la provincia, lo debilita y lo enerva; no es lo que

conviene. En cuanto sepa esto el Presidente, le pondrá remedio, no lo dude, Correa.

-¿Pero cómo? -preguntó Correa, para verme venir.
-Tan fácilmente como lo ha hecho en otras provincias: provocando una revolución si es

preciso. ¿No hemos ido nosotros mismos a...?

-¡Es cierto! -interrumpió-. Ahora, la cuestión es que el Presidente lo sepa.
-Usted puede hacérselo saber por medio de alguno de sus amigos. Si es que ya no está

al tanto de todo...

Lo conduje a que me preguntara si «en un caso dado» podía contar conmigo.
-Incondicionalmente... Pero con una condición. El gobernador Camino me promete

hacerme diputado nacional en la próxima renovación del Congreso.

No era verdad, ni Correa lo creyó, pero me prometió solemnemente que «si eso llegaba

a depender de él» yo sería diputado nacional. Y comenzó la intriga, que condujo
admirablemente, fuerza es confesarlo, haciendo que el Presidente se convenciera del todo
de la necesidad de «pasar la mano» al Vicegobernador, mediante mil informes más o menos
antojadizos, según los cuales Camino «le ladeaba el caballo», como dicen los paisanos, y
estaba pronto a hacerle, en la oportunidad, la más violenta oposición, en vista de que
«volviera el otro». ¡Como si eso fuera posible! Pero el Presidente era crédulo, temía a su
antecesor como a un fantasma, estaba rodeado de cortesanos venales, y creía preciso
quebrantar no sólo a todos sus enemigos, sino también a cuantos pudieran llegar a serlo.
Tenía la locura de la unanimidad, a lo Napoleón III, con quien se le comparaba. Comenzó,
pues, con gran sorpresa de Camino, que hasta entonces no temía las represalias, a
demostrarle cierto encono, retardándole los arreglos financieros que pedía, insinuando que
el Banco Nacional restringiese los descuentos a sus amigos personales, y a hacerle directa o
indirectamente otras muchas manifestaciones de que había perdido la gracia presidencial y
no estaba ya en predicamento.

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Como estos indicios no pasaban inadvertidos para nadie, muchos se le fueron alejando,

como se habían alejado de mí al verme romper la primera lanza con el Gobernador, y
comenzaron a rodearme, como si yo fuera el árbitro de la situación. Don Casiano Correa,
que ya tenía también su corte, no cabía en sí de gozo y no veía la hora de posesionarse del
mando.

Camino, en tal atolladero, no encontró hombre con quien sustituirme.
Sólo los muy desconceptuados, los inútiles, hubieran aceptado un puesto en que no

durarían un par de meses, olfateada ya la voluntad presidencial.

No hubo más que un hombre de valía que hubiera aceptado el puesto, bajo ciertas

condiciones: Pedro Vázquez. Lo oí mucho después, de sus propios labios. El Gobernador le
ofreció la jefatura.

-Yo la aceptaría, si usted me nombrara, pero no me nombrará -le dijo Vázquez.
-¡Vaya si lo nombraré! ¿Quién lo impide? Estoy harto de Gómez Herrera, que me hace

mal tercio con el Presidente, lo mismo que el Vicegobernador.

-Entonces, puede nombrarme, si me autoriza: Primero, a licenciar el Guardia de

Cárceles, que es inconstitucional e innecesario...

-¡Usted está loco!... -exclamó Camino-. ¡Licenciar el Guardia de Cárceles! Sería lo

mismo pedirme la renuncia.

-Pues yo no lo veo así. Con la policía basta para mantener el orden y la provincia no

debe tener ejército, el orden no se mantiene con el ejército sino con la legalidad. Este acto,
por otra parte, levantaría notablemente el prestigio del gobierno. En cuanto a las otras
condiciones...

-¡Con ésa basta! -interrumpió el Gobernador-. Prefiero la sospecha de que el gobierno

nacional me mande o no me mande a mi casa, a la seguridad de que la oposición me ponga
de patitas en la calle. ¡Usted está, decididamente, loco, amigo Vázquez!

Éste agregaba al contármelo:
-Yo sabía que su caída era inevitable. Lo más que podía conseguir Camino era caer «en

beauté», como dicen los franceses, «lindo», como decimos nosotros. Pero ahora nadie se
preocupa de la belleza, y «un día de vida es vida», proclaman los paisanos. Por veinticuatro
horas más de gobierno hay muchos que arrostrarían el ridículo y la vergüenza, sin ver que
éstos los aguardan de todos modos, borrachos de mando como están.

Palabras proféticas que luego pudieron aplicarse a más de un Presidente de la

República. Los niños y los locos dicen las verdades...



- VI -


La intriga iniciada en las alturas nacionales, secundada por mí y tímidamente por

Correa, iba a dar sus frutos, pues el Presidente estaba más que nunca resuelto a dejar de
mano a un Gobernador que no era incondicionalmente suyo. Pero la casualidad quiso que
todo el trabajo resultara ocioso, facilitando el cumplimiento de nuestros deseos de tal
manera que, aunque no hubiéramos hecho nada, el resultado hubiera sido el mismo. Sólo
que este triunfo, provocado por el destino, sin nuestra intervención, hubo de costarnos
moralmente mucho más que el que habíamos preparado con paciencia y destreza, y que no

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tengo para qué contar porque no se puso en planta. La casualidad no es hábil y suele cortar
los nudos gordianos, sin fijarse en las consecuencias. Pero vamos al caso.

Hallábame una noche en el Club del Progreso, jugando con los amigos de siempre,

cuando Cruz, el asistente del Gobernador, entró en la sala, y se me dio la noticia de que
Camino acababa de sufrir un ataque de apoplejía y que según todas las apariencias habría
muerto o estaba agonizando. El doctor Orlandi, llamado a toda prisa, no daba esperanzas:

según él, la muerte había sido fulminante.
-¿Dónde está? ¿En su casa?
-¡No! ¡Y eso es lo «pior»!
Siguiendo sus plebeyas costumbres, Camino había pasado su última hora en un sitio

inconfesable.

Sin decir una palabra a mis compañeros, salí, dando orden al asistente de que callara

como un muerto y dijera al comisario de órdenes que se reuniese conmigo, sin perder un
momento, en la casa a donde me dirigía. Corrí a una cochería, mandé atar un gran landó, y
al galope de los caballos me hice llevar al suburbio norte, en una de cuyas casas había
muerto el Gobernador. Era la una de la mañana cuando llegué: la ciudad dormía, y
afortunadamente no había un alma en las calles. Dos agentes policiales, llamados con
espíritu previsor por el diablo de Cruz, hacían la guardia en la cuadra, sin saber lo que
ocurría; creyéndome un particular, trataron de impedirme el paso. Me alegré mucho de la
discreta precaución del asistente, porque en las circunstancias había que obrar con mucho
tino.

En la casa no había más hombres que el doctor Orlandi, sentado junto a una cama

revuelta en que yacía el Gobernador. Estaba muerto.

-¿Qué vamos a hacer? -me preguntó el italiano, atolondrado por aquella inesperada

catástrofe, producida con tan poca nobleza.

-Llevárnoslo a su casa lo más sigilosamente que sea posible en cuanto lleguen Cruz y el

comisario de órdenes.

-¡Ma! ¡Es una responsabilidad terrible!
-¡Qué quiere, doctor! Nosotros no lo hemos traído aquí. Lo más que podemos hacer es

disimular las cosas.

Momentos después, mi segundo, el doctor Orlandi, Cruz y yo sacamos el cadáver y lo

metimos en el carruaje. El cochero fue amenazado con los más contundentes castigos si
decía una palabra, y lo mismo se hizo con la gente de la casa que, por fortuna, era sumisa a
la policía y estaba bajo su inmediata dependencia. En el trayecto di mis instrucciones al
comisario de órdenes: debía hacer acuartelar las policías y el Guardia de Cárceles en toda la
provincia, para sofocar inmediatamente hasta el más ligero disturbio que pudiera producirse
cuando se hiciera pública la noticia. La situación era nuestra, mía, y no era cosa de perderla
ni de comprometerla siquiera...

Cruz abrió la puerta de la casa del Gobernador, y entre Orlandi, yo, el asistente y el

cochero, llevamos el cadáver hasta el dormitorio, y lo metimos en la cama.

Ahora ¿cómo avisar a la familia? Inmediatamente concertamos lo que íbamos a decir:

«Camino, sintiéndose mal, había llamado a su asistente, prohibiéndole que alarmara a los
suyos y ordenándole que llamara al doctor Orlandi. Cruz, al pasar por el club, entró a ver si
el doctor se encontraba allí, como de costumbre, y viéndome, juzgó conveniente decirme lo
que ocurría, pues yo podía hacer llamar a Orlandi con mayor rapidez. Yo salí, por

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deferencia, encontramos al doctor, los tres acudimos con un coche a casa de Camino...
Pero, desgraciadamente, cuando llegamos había muerto». Así se dijo.

Es de imaginar el trastorno de aquella casa, hasta entonces tranquila, los llantos de las

mujeres, las carreras de los criados, las preguntas, las exclamaciones, los ayes. Una hora
después, los parientes, los amigos, acudían desolados. ¡Figúrense ustedes! ¡No moría sólo
un pariente, un amigo, sino un Gobernador!...

Nuestra versión fue perfectamente admitida en los primeros momentos, y nadie puso en

duda que las cosas hubieran pasado así.

Yo me ocupé de avisar al vicegobernador Correa, que dormía profundamente, sin

sospechar lo que pasaba.

-¡Ya es Gobernador, amigo! -le dije.
-¡Qué! ¿Ha habido revolución?
-¡No, hombre! -contesté riéndome.
-¿Ha renunciado, entonces?
-¡Sí, en casa de Maritski!
-¿No me diga?
Le conté el suceso. No dijo palabra, pero tenía la cara radiante.
Vistió en un segundo su minúscula y nerviosa persona, y salió conmigo para correr a la

casa mortuoria.

-Diga, don Casiano, ¿yo quedaré en la jefatura de policía?
-¡Claro! ¡Vaya una pregunta!
-¿Y tendré la primera diputación?
-Si depende de mí...
-No. Conteste categóricamente, sí o no. De otro modo... Usted sabe que tengo la

provincia en la mano.

-¡Vaya hombre! ¡Ni que yo fuera tu enemigo! ¡Serás diputado nacional!
-y me tuteaba, camarada hasta la muerte.
-¿Palabra?
-¡Palabra de honor!
-¿En la primera elección?
-¡En la primera! ¡No seas cargoso! Ya sabes que soy tu amigo.
Amaneció aquel día sin que hubiésemos dormido. En la sala de Camino había, más que

nunca, olor a encerramiento, a humedad, atmósfera a la que se mezclaba el humo capitoso
del benjuí, del incienso, y del «cachimbo», como decía Mamita hablando del cigarro.

Correa firmó su primer decreto -como provisional todavía-, determinando los honores

que debían rendirse al ex Gobernador en sus funerales: la bandera a media asta en todos los
establecimientos provinciales, la escolta del Guardia de Cárceles, la presencia del Poder
Ejecutivo, que encargaba al ministro de Gobierno de pronunciar la oración fúnebre... La
Legislatura resolvió asistir en masa a las exequias, lo mismo que el Poder Judicial.
Preparábase una manifestación de duelo como nunca se había visto, tanto más cuanto que
Camino, vinculado por el parentesco a casi todas las familias representativas de la
provincia, arrastraría tras de su féretro a buena parte de la oposición, acalladas las pasiones
ante el silencio del sepulcro.

De aquella magnífica ceremonia sólo quiero recordar un detalle: El ministro de

Gobierno, González Medina, terminó su oración fúnebre diciendo no sé si con ingenuidad o
con malicia provinciana:

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-Ha caído en el puesto de honor, manteniendo alta la bandera de sus convicciones.

¡Llorad, pero imitad este ejemplo, ciudadanos!...

No sé lo que Cruz, si estaba presente, comprendió en estas palabras.
En cuanto a mí, es la primera y última vez que he tenido que hacer esfuerzos para no

reírme en un cementerio.



- VII -


Al día siguiente, me llamó Correa a su despacho de Gobernador.
-Mirá -me dijo-. He pensado mucho en la situación, y he resuelto cambiar el ministerio.

¿Querés ser ministro de Gobierno?

-¡No friegue, don! -exclamé-. Usted me ha prometido otra cosa.
-Sí. Pero, hijito, ¡ministro!...
-¿Y qué hay con eso? A usted no le quedan más que dos años de gobierno; y yo quiero

ir a Buenos Aires. Esto es muy chico para mí. Mire, no cambie los ministros: son buenos
muchachos, ya están acostumbrados a hacer lo que quiera el Gobernador.

-Eran hombres de Camino.
-Se equivoca. Eran y son hombres del Gobernador. Tanto les da Juan como Pedro, con

tal de que ellos figuren.

-Es que quisiera cambiar un poco el gobierno, darle al pueblo alguna satisfacción.
-Llame a Vázquez, entonces.
-Puede que no sea mala idea.
-Pero le advierto: Vázquez es un contemporizador y una especie de puritano: como

contemporizador no satisfará a i la oposición, y como puritano hará enfurecerse a los
nuestros. Además, Camino lo ha puesto mal con el Presidente... Conque...

-Conque... se puede ir al diablo.
Sonreí y le di el último golpe:
-Y al concluir su período, con Vázquez tendría que renunciar a ir al Senado, porque la

Legislatura, nacionalista y presidencial, no le perdonaría sus lirismos.

Correa no era difícil de convencer en cosas evidentes y de utilidad, y todo quedó como

estaba. Los ministros no me hacían sombra, porque eran completamente ineptos, y yo sabía
la manera de manejarlos. Siempre me habían temido, y desde que Correa subió al poder
comenzaron a temblar ante mí aunque yo les hubiera prometido hacer todo lo posible para
mantenerlos en su puesto. Una amarguísima incidencia que debió costamos caro vino a
dañar inopinadamente mi prestigio.

La muerte de Camino, ocurrida en circunstancias tan misteriosas, precisamente cuando

comenzaban a trascender nuestras intrigas tendientes a derrocarlo, pareció de pronto al
público menos clara de lo que la presentábamos. Nuestras idas y venidas en aquella noche
aciaga, y aunque fuera ya tan tarde, no habían pasado inadvertidas, porque la gente
provinciana parece dormir con un solo ojo cuando se trata de algo que puede alimentar la
chismografía. Además, aunque el cuento estuviera urdido magistralmente, había
demasiados testigos de la verdad: si se podía contar con mi reserva, la de Orlandi, la del
comisario de órdenes, la del zorro de Cruz, no sucedía lo mismo con las mujeres, los dos
vigilantes y el cochero. Los secretos de almohada por la almohada suelen trascender.

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Uniendo a esto la malevolencia de la oposición, no es raro que comenzara de pronto a

correr este rumor siniestro:

«El gobernador Camino ha muerto envenenado».
Y con este rumor, el gobernador Camino, que era execrado por cuantos no recibían sus

favores, que las familias excomulgaban por sus notorias costumbres, que nunca había hecho
nada notable ni siquiera bueno, ni aun regular, resultó un defensor de los intereses del
pueblo, que el Presidente de la República quería suprimir, una víctima del sistema, un
cordero pascual, y nosotros, el doctor Orlandi, yo, Correa, ¡quién sabe cuántos más!, unos
envenenadores, unos Borgia de nuevo cuño. En vano traté, trató Orlandi, de poner las cosas
en su lugar, de presentar la verdad tal cual era; en vano dijimos que el Gobernador estaba
caído y no podía estorbarnos ya. Todo el mundo creyó, o fingió creer, que lo habíamos
suprimido con el Aqua Tofana, y que Orlandi -italiano al fin- era la mano, mientras que
Correa y yo éramos la voluntad... ¡Ah canalla, canalla, canalla! ¡Cómo es la canalla, y
cómo maldije entonces la libertad de la calumnia que pasa de boca a oído y resulta más
notoria que la insertada en los diarios! Yo había mentido a sabiendas y públicamente, para
destruir al contrario, muchas veces, pero nunca había llegado a tal extremo, nunca había
inventado una calumnia que, como aquella monstruosidad, estuviese tan fuera, tan lejos de
las costumbres políticas de nuestro país.

Y ¡vean ustedes lo que son las cosas!... No me creerán, pero aquello nos hizo mucho

bien, si no moral, materialmente. El temor que nos rodeaba y comenzaba a ser lo más claro
de nuestro prestigio entre el pueblo bajo, se intensificó hasta un grado increíble. Nunca
como entonces, fuimos dueños de la situación, aunque nos execraran. Entre la gente de
buena posición, nadie creía aquella horrible calumnia, aunque algunos energúmenos la
aprovecharon para denigrarnos. Entre éstos que afirmaban la verdad del envenenamiento y
los otros que la ponían caballerosamente en duda, el pueblo decía:

-Los que los acusan dicen la verdad; los otros se callan de miedo.
Y si la gente tan bien colocada temía, ¿qué no había de temer el pobre pueblo? De tan

vil, de tan inexistente causa, nunca he visto salir tales efectos. Como si estuviésemos en
tiempos de Rosas, la provincia calló, y no hay gobernante que haya gobernado tan
pacíficamente como Correa.

Una persona, sin embargo, tuvo una sombra de duda que me afligió en extremo: María.
La visitaba frecuentemente, y estaba entonces enamorado de ella, de su hermosura, de

su ingenio, de su delicadeza, de su instrucción artística. Era toda una señora con los
candores deliciosos de una niña.

Hacía tiempo que la notaba más fría y reservada que antes, sin poder darme cuenta del

motivo, cuando una noche, como se aludiera, no sé a qué cuento, al difunto Gobernador,
dejó escapar esta frase:

-¡Cuándo se aclarará ese misterio tan doloroso!
Comprendí entonces todas sus reservas, y le dije la verdad, comenzando por revelarle

la vida íntima de Camino, sus extravíos, sus malas costumbres, para terminar con el cuadro
de su muerte, sin detalles ociosos y escandalosos, tal, en fin, como lo he hecho en estas
páginas. Y terminé diciendo:

-Para que no tenga usted la menor duda, voy a mandar que venga Cruz, y él le contará

las cosas tal como pasaron.

Comenzaba a escribir una tarjeta cuando María, levantándose y poniendo su mano

sobre la mía, me interrumpió así:

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-Nadie sino usted podía contarme semejantes atrocidades. Le creo, pero no quiero que

nadie me repita cosas que yo no debo saber. Perdone mi...

No dijo sospecha, no dijo duda, porque cualquiera de estas palabras le hubiera parecido

excesiva.

¡Oh, el pudor de nuestras antiguas mujeres! ¡Decir que todavía quedan algunos

ejemplares, contrastando con la inmensa muchedumbre de «libertadas», de emancipadas,
aspirantes a hombre, que hoy nos rodea!

Conquistar una mujer era todavía entonces (y de vez en cuando) robarse un fruto

asaltando una tapia coronada de vidrios de botella; conquistarla hoy suele ser robarla del
escaparate en que las ofrecen.

María se mostró aquella noche afectuosísima, y comprendí que la había convencido. En

cuanto a Blanco, ya hacía mucho que estaba al corriente de todo lo ocurrido.

Pocos días después tuve una noticia que me sorprendió. La gente se marcha mucho más

pronto de lo que uno supone, y el camino va quedando sembrado de cadáveres. Hoy pienso
que si se llevara una nomenclatura de todos los parientes, amigos y allegados que mueren,
al cumplir los cuarenta años uno estaría siempre con los pelos de punta, en cuanto viera la
enorme, la interminable lista de los que hemos dejado atrás. La noticia era la de la muerte
de don Higinio Rivas, ocurrida una semana antes en Buenos Aires. Esto constituía, apenas,
un incidente en mi vida y sin embargo me conmovió, removiendo todos los recuerdos de la
infancia y la adolescencia. ¡Don Higinio! ¡Los Sunchos, en que aún vivía mi madre, hecha
una pasita! ¡Teresa, de quien nada sabía! ¡Qué lejos estaba todo aquello!

¡Y qué jugoso y qué sabroso era, con su candor, un poco perverso a veces!... Pensé que

un día, como a Sarmiento, me sería dado revivir toda aquella conmovedora comedia
primitiva, tan sentimental, componiendo mis Recuerdos de provincia... Pero mientras
llegaba esta obra maestra, futura como tantas, me contenté con escribir un largo artículo
necrológico para Los Tiempos, que, gracias a mis buenos oficios, seguía dirigiendo y
redactando mi amigo el galleguito Miguel de la Espada.

¿Qué dije de don Higinio? Nadie se preocupe de ello.
Precisamente aquel artículo necrológico, que conservo pegado en un cuaderno de

recortes, es el que me ha servido páginas atrás para esbozar su retrato, su cara leonina, su
ingenio astuto y quizá su carácter débil de gritón. Pero le hice justicia y disimulé sus
defectos.

De la Espada, después de leer las cuartillas que le había llevado, me dijo, como quien

quiere decir algo y no acierta, en el tono que los autores dramáticos acotan «con intención»:

-Bien se lo ha ganado, el pobre.
Cumplido este deber, el único de mi incumbencia, según creía, preparábame a dar por

definitivamente cerrado aquel capitulito de mi vida, cuando recibí esta carta:

«Mi muy querido Mauricio: Sólo quince días después de la muerte de Tatita, de la que

debes tener noticia, me siento con valor suficiente para escribirte. Todo el luto que orla este
papel no es nada comparado con el que pesa sobre mi alma y mi corazón. ¡Pobre, pobre
Tatita! Murió abrazando a tu hijito, que tanto se te parece y que todavía no puede
comprender todo lo que ha perdido. No habló de ti, no aludió a ti, como si ya no tuviera
esperanza de remedio al daño que hiciste. A mí me dijo -y son sus últimas palabras-:
Cuídalo bien-. ¿Para qué te escribo esta carta, Mauricio? Sólo para una cosa, sólo para
decirte: Ya no me queda en el mundo más que mi hijito, y quizá tú. ¡No te pido nada, nada,
nada! Sólo quisiera estar a tu lado, vivir con tu vida, ser como una guachita mansa de esas

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que siguen al dueño por todas partes... ¡Estoy tan triste, Mauricio!... ¿Quieres que vaya, o
vendrás tú, por fin, a conocer a tu hijo que ya va siendo un hombrecito?»...

Puedo transcribir (como transcribo en parte) esta carta, porque la guardé, contra mi

costumbre, tanta fue la sorpresa que me causó su forma.

¿La había escrito Teresa? ¿Se la había dictado alguien...? ¿De dónde salía todo ese

atildado romanticismo, o sentimentalismo, si hay quien lo prefiera? Hace poco, revolviendo
papeles viejos, volví a encontrar esta carta, amarillenta ya, la releí, y debo confesar que me
conmovió. ¡Era bien de Teresa! Lo probaban mil detalles, mil tiernos recuerdos que omito.

¡Si la hubiera comprendido entonces como la comprendo ahora! ¿Qué me pedía

Teresa? Nada. ¿Qué me ofrecía? Todo. Sinceramente, me lo ofrecía todo, pero entonces
sospeché de ella y me reí de la gauchesca figura de la «guachita» y de sus ofrecimientos,
cebo, a mi juicio, que debía arrastrarme al matrimonio, al reconocimiento del chico, a
empeñar mi vida, en fin, como en el Monte de Piedad. No, no. En mi opinión su cálculo era
éste: vivir conmigo y esperar la ocasión propicia para hacerse dueña de mí, gracias al
vínculo del muchacho, del «hombrecito». Era una infeliz; es la única mujer a quien quizá
haya hecho desgraciada. Pero ¿quién iba a decirme entonces que tanta candidez puede
existir en el mundo?

Y en aquel tiempo, pensando de otro modo, después de leer la carta me dije que podía

optar por dos temperamentos, a saber: contestarla o no contestarla.

Me acordé de Vázquez, a quien hubiera comparado entonces con el doctor Relling de

Ibsen, si lo hubiese conocido, y tomé el camino del medio. No obré, es cierto, ni como
Vázquez ni como Relling, pero... tomé el camino del medio: Escribir sin contestar.

Y el borrador de mi carta, muy estudiada, muy medida, estaba el otro día, cuando

revolví mis papeles viejos, al alcance de mi mano, prendido de un alfiler a la extraña misiva
de Teresa. Decía así:

«Señorita: He lamentado infinito el fallecimiento de don Higinio, a quien siempre quise

mucho, como viejo amigo de mi padre, y a quien siempre admiré y respeté como a uno de
los hombres más representativos de nuestra provincia, y sobre todo de nuestro amado
pueblo de Los Sunchos.

»Ha dejado un vacío que nadie podrá llenar en las filas de nuestro partido, en el círculo

de sus amigos y camaradas, y más aún en el corazón de su hija, la estimable compañera de
mis años infantiles a quien nunca olvidaré y para quien son mis mejores sentimientos.

»Acompaño a la triste huérfana en su hondo pesar, como un hermano que sufre y llora

al par de ella, y lamento más que nunca la impotencia del hombre a quien el misterio de la
muerte dice: No pasarás de aquí.

»¡Teresa! Si en algo puedo ser útil a la hija del gran caudillo, no tiene más que mandar.
»Ordene al compañero de los primeros años de la vida, al que confundió con usted sus

pensamientos y sus aspiraciones con todo su candor de niño, antes de que ambos
entráramos en la lucha por la existencia; al que hoy pide a Dios que traiga a su espíritu la
conformidad en tan duro, pero también en tan inevitable trance».

Esto parecerá a algunos un poco... ¿qué diré?... ¿canalla?... Pero he aquí la verdad:

Estaban en juego mis sentimientos más íntimos -entonces creía que comenzaba a amar a
María Blanco-, estaba en juego mi afecto y mi respeto hacia don Higinio, hacia Teresa,
estaba en juego también todo mi porvenir. ¡Mi porvenir! Un vago e inútil sentimentalismo
¿debía apartarme del camino recto que se abría ante mi vista? Eso, nunca. Los mismos
Evangelios lo han dicho: «Rompe con tu padre, con tu madre, con tu amigo y sígueme».

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Lo sentí mucho: como la oveja, evangélica también, tenía que ir dejando vellones de mi

lana en las zarzas del camino. ¡Teresa!... ¡oh recuerdos!... Pero, desgraciadamente, no he
nacido con todas las felicidades y todas las preeminencias, no he podido dejar de hacer
sacrificios para llegar donde he llegado. ¡He ahí! Yo tenía, fatalmente, que recorrer mi
órbita, y tanto peor para los que encontraba en mi trayecto. Una desviación de un milímetro
en mis comienzos me hubiera hecho otro hombre, me hubiera lanzado a lo ignoto. Por otra
parte ¿qué debía preocuparme? ¿El hijo de mis amores? ¡Bah! Leve escrúpulo.

Mauricio Rivas había nacido rico.


- VIII -


Más me preocupaba María Blanco, a quien seguía cortejando con asiduidad. Teresa

había pasado a la categoría de los recuerdos indiferentes, vale decir que no son ni gratos ni
desagradables. No me había contestado mi carta-ruptura, y supuse que daba todo por
terminado.

¿Comprendía la distancia que nos separaba y que se hacía mayor cada vez?

No sé si era éste u otro el orden de sus pensamientos; lo cierto es que no volví a oír

hablar de ella en mucho tiempo, y que no me escribió una línea. Era, pues, un capítulo
terminado de mi vida, y si insisto en él es sólo porque acontecimientos posteriores me lo
evocaron vívidamente en circunstancias que más tarde narraré. Entonces -lo repito- me
acordaba de Teresa y el chicuelo como de seres y cosas vinculadas a una travesura de la
niñez, como de un paisaje lleno de sol, visto al pasar, en un sitio donde era imposible clavar
la tienda en el tránsito de la vida.

Pero si María, conocedora en parte de mis antecedentes, pretendía vengar al sexo,

afectando, si no desdén -que esto yo nunca lo hubiera admitido-, una especie de despego
prometedor y cautivador, pero engañoso, la verdad es que si pudo detenerme un tiempo no
consiguió en modo alguno su propósito de venganza, o cualquier otro que tuviera. Yo «me
le fui a los cañones», como vulgarmente se dice, y me esforcé en aclarar la situación con
entera franqueza.

Una tarde que nos paseábamos en la huerta, a poca distancia de don Evaristo, que hacía

como que cuidaba las plantas para dejarnos cierta libertad, la hablé resueltamente.

-Está muy esquiva conmigo, María. ¿He hecho algo que pueda enojarla?
-¿A mí? No, que yo sepa. Pero ¿a qué viene esa pregunta? ¿No somos tan amigos como

siempre?

-Hay una diferencia... Una diferencia imperceptible para los demás, enorme para mí.

Las cosas que usted me dice suenan ¿cómo diré?, desafinadas. Ya no tiene usted el adorable
abandono de los primeros días, que me cautivó tanto...

-¡Vamos! Yo soy siempre la misma. Pienso lo mismo, digo lo mismo.
Será usted el que ha cambiado.
Hablaba tranquilamente, con la voz sin inflexiones, algo más aguda que de costumbre

y, por lo tanto, hiriente para mí.

Estuve por decirla:

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-Pero ¿cómo es eso? ¿No me ha elegido, no me ha atraído usted, como hacen las

mujeres, únicas que tienen la elección? ¿No me ha dicho usted, sin decírmelo, que debía
festejarla, porque usted me había designado para novio? ¿No la atraía esa misma aureola de
calavera que quizá en este momento la hace alejarse de mí?

No se lo dije. Sólo acerté a esto:
-Me trata de un modo que me da pena, María. Como a un amigo, sí; pero no como a un

amigo que pueda aspirar a más, sino como a una simple «relación», como a un «conocido»
que pasa y se olvida.

-¡No soy de amistad tan fácil! -replicó sonriendo, siempre fría.
-¡María! ¡Alguien le ha hablado mal de mí! -exclame, pensando en Vázquez.
Me miró de hito en hito, seria, pero sin acritud.
-Todos - contestó.
-¿En estos días? -inquirí, casi colérico.
-No. Antes... mucho antes... Yo creía que no era verdad. Pero ahora veo que no se

puede contar con usted. ¡Tonta de mí! Supuse por un momento que, ocupándose de cosas
más serias, más elevadas, se olvidaría de hacer locuras... ¡Locuras! ¡Si no fuera más que
eso!

No sé por qué me acordé de las escenas de la huerta de Rivas, en Los Sunchos, tan

ingenuas, en las que no se trataba de imponerme nada, nada, ni aun de la manera más
indirecta del mundo. Donde cabe el examen ¿cabe, al propio tiempo, el amor?

Me parece que no, me pareció especialmente entonces que no, y me sentí

desconcertado y molesto.

-No la entiendo, de veras -dije con displicencia-. Ya me ve usted sujeto a todas sus

voluntades, visitándola día a día, no pensando sino en usted.

-Sí, usted viene, me agasaja, me lisonjea; pero eso no tiene gran significación para una

muchacha como yo, Mauricio, acostumbrada a pensar y juzgar. Ninguno de esos actos le
cuesta el menor esfuerzo, como le costaría, por ejemplo, abandonar el café, el club, las...
relaciones.

Esto era significativo. Se me imponía un sacrificio, sin ofrecerme nada en cambio,

categóricamente por lo menos. Era el momento de hablar de un modo decisivo:

-¡Mire, María! Soy todavía muy joven y estoy lleno de defectos, es verdad. Pero no

tengo nada grave que echarme en cara...

Esto lo dije tanteando el terreno, por ver si estaba al corriente de lo ocurrido con

Teresa. No se inmutó, no replicó: no sabía entonces...

-Pero ¿cómo quiere -agregué, más seguro de mí mismo- que de la noche a la mañana

me convierta en un viejo, ni que renuncie a mis pocas diversiones -muy inocentes, por otra
parte-, si no veo más o menos cercana la recompensa de ese pequeño sacrificio? Ofrézcame
usted la recompensa, y yo entonces, le aseguro...

-¿Y qué recompensa puedo ofrecerle yo?
-Decirme que me quiere.
-Hágase querer -dijo con seriedad y coquetería a un tiempo.
Don Evaristo, que se acercaba, puso fin al diálogo, y yo me quedé pensando en las

desmedidas ambiciones de la niña. ¿Conque, nada menos, quería que yo renunciara a todo y
que me quedara prosternado, adorándola como a una imagen? ¡Qué pretensión! Estaba
enamorada de mí, y se hacía la desdeñosa. ¿Qué me costaba hacer lo mismo, renovando con
variantes «el desdén con el desdén»?

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Yo, para mí, y por una fuerza, quizá ajena a mi voluntad, por un instinto poderoso, he

sido, soy y seré, lo digo así, brutalmente, porque es la mejor, la más verdadera forma de
decirlo, el centro del mundo. Lo que más me interesa es el propio «yo», y el resto debe
supeditarse a esta entidad. Pero hay una atenuante a esto, demasiado absoluta quizá,
atenuante que me ha permitido llegar a ser lo que soy: cuando las cosas exteriores no
pueden o no quieren supeditarse, el «yo» debe aprovechar las circunstancias para seguir
siendo centro, a toda costa. Y jugar conmigo es cosa seria.

Dejé a María y a su padre, que me invitaba a comer con ellos, pretextando quehaceres y

jurándome tener la última palabra en la cuestión.

Para ello, bastaba a mi juicio con cesar, durante un tiempo, toda visita, y esquivar todo

encuentro con la altiva moza, aspirante a mi esclavitud, que ella soñaba probablemente
redención. Cosa fácil, porque en aquel momento me preocupaba mucho mi porvenir
político, y más aún porque mi puesto de jefe de policía me daba nociones de la vida -
exageradas por lo unilaterales- que no ha escrito el más negro de los pesimistas, que no han
expresado ni aun en la redacción de los diarios más chismógrafos. El mejor informado de
los repórteres no sabe, en cuanto a la vida privada de los habitantes de una ciudad grande o
pequeña, ni lo que sabe el más ínfimo de los policías, y si quisiera novelas o escándalos no
tendría más que pasar por ese cedazo, o, mejor dicho, tenerlo en la mano. Se echan pestes
contra la policía, pero si ella hablara se acabaría sencillamente la sociedad, minada en sus
cimientos, o por lo menos en la parte convencional de sus cimientos, que no es la menos
importante. Pero, como educación moral, esta escuela de la policía es, como ya dije,
excesiva, porque sólo pone de relieve la parte mala, baja y despreciable de la humanidad,
invitando a creer que toda ella es así, sin excepciones, o casi... No se extrañe, pues, que no
pudiera tener confianza en una mujer, por pura y altiva que pareciese.

Sin embargo, María había lastimado hondamente mi amor propio. Lo comprendí al

encontrarme aquella misma tarde de manos a boca con Vázquez, quien se acercó a
saludarme, afectuoso, aunque con el velo de tristeza que ya no lo abandonaba nunca.

-¿Cómo te va?
-¡Mal! -le repliqué.
-¿Qué te pasa?
-Alguien me ha desconceptuado en la opinión de una persona que estimo muy mucho...
-¿El Gobernador?
-¡No te hagas el tonto!
Encogiose de hombros, estuvo un momento callado, y luego murmuró:
-¡Mauricio! Temo que hagas desgraciadas a muchas personas y, lo que es más curioso,

que no te conquistes con ello la felicidad... Si aludes a mí, y crees que yo me opongo en
cualquiera de tus caminos para cerrarte el paso, te equivocas... Mauricio. Tú has nacido de
pie, como dicen nuestros abuelos. Yo no lucho contigo, ni abierta ni solapadamente, porque
sería inútil. Tú no emprenderás nunca nada en que no estés seguro del éxito e impulsado a
ello por las circunstancias. ¡Oh, tú harás siempre lo que quieras!...

-¿Por qué?
-Ya te lo he dicho: Sencillamente, porque nunca querrás sino lo que esté al alcance de

tu mano. Eres como un chico que va a la juguetería con el bolsillo lleno, sin proyecto
alguno, sin más que un deseo vivo e indeterminado de «tener cosas», y que va tomando
todo cuanto le gusta...

-¿Y tú? -dije, no sin ironía.

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-Yo tengo, por desgracia, ambiciones determinadas y una línea de conducta. Como sé

lo que quiero, es muy probable que no lo consiga, y los demás dirán siempre que me
estrello contra las murallas en vez de buscar el portillo que encontraría seguramente
abierto...

¡Las ambiciones determinadas de Vázquez! ¡Su línea de conducta!...
Ahora las juzgo abstracciones morales y políticas, sin nada positivo, sueños románticos

y nada más. Pero entonces no paré mientes en ello, y lo di por admitido, encarando de lleno
y francamente el asunto principal.

-¡Hablemos claro! ¿María Blanco?
-Es la muchacha más interesante de la ciudad. Pero está deslumbrada por un espejismo.

No trataré de desengañarla. Sí, Mauricio, es verdad, la quiero; pero no desearía unirme a
una mujer convenciéndola, sino enamorándola. Convencida, siempre estaría viendo tras de
mí, más grande y más hermoso que yo, al príncipe de su cuento azul, por insignificante que
fuese en realidad... Y no es tu caso: con tu capital de buen mozo, de inteligente, de
elegante, de afortunado, de hombre de posición política, y no sin bienes materiales, no eres
un cualquiera. Tienes todos los elementos necesarios para que te hagan un don Juan; porque
los don Juan no se hacen ellos mismos: los hacen los demás.

Hube de pegarle. Pero no se burlaba; por el contrario, hablaba amarga, dolorosamente,

aunque con entereza. Era ironía de buena ley. Le tendí la mano, y le dije:

-«Sos» un misántropo. Así no irás a ninguna parte.
-¡No quiero! -contestó.
Cualquier otra cosa hubiera sido mejor para mí que ese coloquio, pues me dejó más

nervioso que antes, aunque convencido de que Pedro no influía para nada en la actitud de
María Blanco. «Esperar que lo quieran», así, resueltamente, es como decirse que uno es
estatua, monumento... ¡Qué animal! Pero ¿y si tenía conciencia de valer todo eso? ¿Era
feliz? ¡Feliz, renunciando a lo que quizá pudiera conquistar! ¿O es que consideraba que la
felicidad sólo existe en el equilibrio perfecto, no en la lucha?

¡Bah!...


- IX -


La lucha, en cambio, me conviene a mí, es mi elemento. Sé, como el cazador primitivo,

estudiar las costumbres de la presa futura, las circunstancias, la atmósfera, los accidentes
del terreno, todo cuanto puede contribuir a la satisfacción de mis deseos o ambiciones. Este
estudio es, en la práctica, una verdadera lucha, al contrario del que se hace en los bufetes o
en las escuelas, puramente especulativo o contemplativo: exige acción continua, atención
infatigable, decisión rápida, lo mismo que el de la caza, porque nadie se hace cazador sino
cazando.

Ya en aquel entonces, en esos lejanos años juveniles, tenía todas estas cualidades, como

habrá podido verse, e iba adquiriendo gran conocimiento del mundo un tanto especial en
que actuaba, inspirador de una filosofía sui generis, empíricamente materialista -pese a mi
confesión cuando el duelo-, y en cierto modo antisténica, lo que me permitía pasar por
algunos detalles que a otros quizá les hubieran parecido molestos, si no indecorosos. Pero
no se exagere el alcance de esta otra confesión. Me refiero, sencillamente, a casos como el

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que, por ejemplo, me presentó el gobernador Correa... Nadie imaginará lo que le ocurrió a
este buen señor, embriagado, sin duda, por el mando. Lo daría en mil. Pues simplemente
quiso seguir las huellas de su digno antecesor, sin arredrarse ante los resultados, sin
escarmentar en cabeza ajena, y quiso profundizar sus vagas ideas pasionales, él, que desde
los veintidós años, edad en que se casó, conocía únicamente al sexo femenino por
intermedio de misia Carmen, su honesta esposa. ¿Y a quién había de dirigirse, con su
inexperiencia de cincuentón, sus temores de dar que hablar, su terror pánico a los celos
póstumos de su mujer? Una tarde que fui a su despacho me dijo sonriendo, entre
desenvuelto y cortado:

-Corren las mentas de que se divierte, Herrera.
-¡Eh! Se hace lo que se puede, Gobernador.
-¡Qué diablo de muchacho! Hace bien de aprovechar, mientras es mozo... Yo también,

si pudiese. Pero ya se me pasó el tiempo...

Solamente... Solamente me gustaría acompañarlo alguna vez... ¡Oh! Por curiosear,

como mosquetero, no más, porque ya no sirvo para nada... Pero, en fin, un rato de vida es
vida...

-¡Y a dónde me querría acompañar, Gobernador? -le pregunté por tirarle de la lengua.
-¡Ah! Usted bien sabe... No ha de ser a misa, está claro... Usted tiene tantas buenas

relaciones, y ha de ser divertido... ¿No me convida, entonces?

-¡Cómo no! Cuando usted quiera...
Abrevio. Lo más difícil de decir es esto: el Gobernador Correa, como novel aspirante,

adoptó las modas después de abandonarlas yo... Y nadie tuvo de qué quejarse, ni yo, ni las
modas, ni el Gobernador. Sólo misia Carmen, quizá.

Ésta era una de tantas entre todas mis funciones policiales. Y a propósito, apenas he

hablado de mi acción en cuanto al orden y la seguridad. Esto se explica: se ha abusado del
género en estos últimos tiempos y no quiero plagiar involuntariamente a Gaboriau, a Conan
Doyle, a Leblanc o a Eduardo Gutiérrez. A ellos envío a los que me quieran ver realizando
hazañas de pesquisante, pues siempre saldré ganando; quizá, en efecto, no haya hecho nada
notable como detective, pero agregaré en mi defensa que nadie me lo exigía. Muy al
contrario, a veces se me aconsejaron procedimientos análogos a los del comisario Barraba
de Pago Chico, especialmente en asuntos de abigeato. Pero adopté siempre sistemas menos
primitivos...

Entretanto, la actitud de Vázquez había producido una especie de rebote en mi espíritu.

En vano pensaba yo que aquellos dos espíritus, serios y ponderados, estaban probablemente
hechos para unirse, y que una mujer como María, llena de principios y de escrúpulos, no
era lo que me cuadraba. Había una circunstancia favorable, y mi amor propio de «gallo
único» -recuerdo a Ibsen- me obligaba a aprovecharla. Así es que fingí desdén durante una,
dos semanas, pero, esforzándome por fingirlo, me iba convenciendo cada vez más -por
autosugestión- de que era falso. Y un desdén fingido es simplemente un deseo verdadero.
Me puse a desear ardientemente a María; y esto me obcecó hasta extremos
incomprensibles, tratándose de un sentimiento que hoy juzgo artificial.

Como un chiquillo romántico, fui a verla arrebatado, después de dos semanas de

ausencia, y aprovechando la soledad en que nos encontramos comencé a echarle
violentamente en cara su frialdad, su inconsecuencia, todo cuanto se me vino a la boca.

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Se puso muy colorada, tembló toda, dejando caer los brazos e inclinando la cabeza,

bajo aquel alud de pasión superficial. Me dejó hablar, decir cuanto quise, y un rato después
de que callé alzó los ojos, me miró tiernamente y me dijo:

-¿Está tan enojado... de veras?
Creí ver un relámpago de duda en sus pupilas, y me tranquilicé de pronto.
-No estoy enojado -contesté con calma relativa-. Es mi modo de hablar.
-¡Ah!
Se irguió, se puso pálida, y continuó, después de un momento:
-Usted tiene siempre modos de hablar, de portarse, de hacer... Pero anda demasiado

aprisa y me trata mal.

-¿Mal, María? ¿No sabe usted que mi mayor deseo es que sea usted la compañera le mi

vida? ¡Diga! ¿Quiere ser mi mujer?

-¿Su mujer?
Y después de otra pausa, contestó:
-Pensémoslo más... Hablemos de eso dentro de unos meses... Déjeme la ridiculez de ser

algo romántica, repitiéndome los versos de Campoamor: La tierra está cansada de dar
flores; necesita algún año de reposo.

-¿Tantas ha dado?
-Alg... unas...
-¿Con Vázquez?
Se separó violentamente, como si la hubiese herido en lo hondo.
-Las flores son la condición de la primavera. ¿Qué importa dónde, cuándo, ni cómo, ni

por qué? -dijo amargamente.

-¿Se ha enojado, María? ¡Mire! Y yo que le iba a pedir...
-¿Qué?
-Que nos casáramos... cuando usted quisiera.
-¿Dentro de un año? -preguntó sonriendo como entre nublados.
-¿Dentro de un año? ¡Tanto! Pero si usted quiere... ¿Por qué dentro de un año?
-Porque... no tengo... con-fi-an-za... Mi amigo es muy veleta.
-¡Yo!
-Muy veleta y muy... ¡Ah, Mauricio! ¿Quiere que volvamos a hablar de esto el año que

viene? ¿Quiere? ¡Sea buenito!

-Pero María, usted duda de mí, usted piensa que yo...
-No, Mauricio -interrumpió-. Éstas son cuestiones más serias de lo que nosotros

creemos. Ahora le diría «sí», pero quizá me arrepintiera más tarde. Dejemos que las cosas
lleguen a su punto. ¿Qué importa esperar, si luego no hay que discutir?...

Y he aquí toda la declaración de un temible don Juan. ¿No significa esto que cuando la

mujer no quiere?... Resultado: la frecuenté aún más y seguí creyendo haberme enamorado
de ella como un loco.

De todos modos, modifiqué notablemente mi conducta, guardando mejor las

apariencias y afectando una reserva que no me sentaba mal y que llamó bastante la atención
en el círculo de mis relaciones. Durante algunos meses, sólo frecuenté los círculos políticos,
la Casa de Gobierno, mi despacho de la jefatura, sin aparecer por el club sino breves
instantes.

También por entonces me absorbía enormemente la cuestión de mi candidatura, que si

en un principio pudo parecerme cosa hecha, de pronto comenzó a presentarme dificultades.

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Había muchos aspirantes y el gobernador Correa se sentía traído y llevado por ellos. Era de
buena fe conmigo, pero los que deseaban suplantarme le llenaban la cabeza de objeciones,
de chismes y de intrigas. Demasiado muchacho, no tenía antecedentes políticos de valor; mi
vida era un semillero de locuras; hacerme elegir sería desconceptuar al gobierno, ya harto
malparado, tanto más cuanto que yo ocupaba la jefatura de policía, cosa que haría
demasiado evidente la intromisión del gobierno en las elecciones. Algo de todo esto me
dijo Correa, pero yo le rebatí victoriosamente todas sus objeciones y muchas otras que
podría presentarme.

-Soy joven, es cierto, pero eso no es un obstáculo, ni seré el primer diputado nacional

de mi edad. En nuestro país todos los hombres públicos, casi sin excepción, han empezado
muy temprano su carrera. Y lo mejor que han hecho lo hicieron cuando jóvenes, cuando
tenían más iniciativa y más empuje. En cuanto a mis pretendidas «calaveradas», no son
Gobernador, ni más ni menos graves que las que hace todo el mundo, y a usted menos que a
nadie pueden sorprenderle, conociendo como conoce la vida privada de tanta gente...
Además, pienso casarme pronto con una muchacha virtuosa, inteligente, instruida y de una
familia notable.

-Sí, sí; ya sé: la de Blanco.
-¿No le parece esto suficiente garantía de seriedad? ¿No entraré así, en Buenos Aires,

en las mejores condiciones sociales y políticas?

-Sí, eso cambia...
-Ahora, ¿que soy jefe de policía de la provincia? Puedo renunciar, si usted quiere, pero

esto le traería algún trastorno si no tiene ya bajo la mano un hombre de confianza, que yo le
encontraré apenas me elijan.

Además, la Constitución no dice que un jefe político no pueda ser electo diputado -

agregué, repitiendo un viejo argumento.

-Pero hay que tener muy en cuenta a la oposición...
-¡Bah! ¿Prefiere usted que grite o que mande? Si le hacemos caso, ella será la que

gobierne, no nosotros...

-¡Vaya! ¡No hablemos más, Gobernador! Tengo su palabra, y ha de cumplirla, ¿no es

verdad?

Dije esto sonriendo y levantándome para dar por terminada la entrevista, como si yo

fuera el amo, y con un acento tal que Correa sólo podía interpretar la frase de este modo:

-Me ha dado su palabra, y yo sabré hacérsela cumplir, de grado o por fuerza. ¡Para algo

tengo la provincia en la mano!...

-Váyase tranquilo -murmuró el Gobernador, vencido, prometiendo...


- X -


Una sola cosa perjudicaba realmente a mi candidatura. Por falta de reflexión, por

insuficiente clarividencia del porvenir, tanto en Los Sunchos como en los primeros tiempos
de mi vida ciudadana habíame mostrado de un liberalismo quizá excesivo. Cualquiera
hubiese dicho entonces que me desayunaba comiéndome un fraile y que cenaba devorando
un cura o poco menos. En realidad, no me importaban un ardite, pero creía que esta actitud
me daba cierto carácter batallador e independiente que modificaba en mi favor todo cuanto

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de antipático pudiera haber en mi sumisión a los poderes constituídos y en mi partidismo
incondicional. Además, el escepticismo estaba de moda.

Pero desde mi elevado puesto, que me obligaba a la observación de los hechos con

documentos reales y positivos, sospeché en un principio -cuando el duelo con Vinuesca- y
pude convencerme después de que estaba equivocado. ¿Qué había hecho posible, por
ejemplo, la abortada intentona revolucionaria contra el difunto Gobernador Camino?
Simplemente, la inclinación del clero hacia las filas opositoras, unos cuantos sermones
contra los «infieles» que, amenazando la religión, conducían al país a la ruina. La palabra
de los agitadores políticos era sospechosa en las campañas; pero las mismas ideas vertidas
desde el púlpito, o difundidas de casa en casa por el señor cura, adquirían una resonancia y
una eficacia extremas. Así ha ocurrido siempre en nuestra tierra. El hombre sencillo, sin ser
practicante, tiene supersticiosa veneración por cuanto sale de la Iglesia, y el escepticismo
bonaerense es más superficial y de «moda» que real y profundo. ¡Qué decir entonces de las
provincias, que han conservado mucho más el carácter español, y donde en aquel tiempo no
había una casa que no estuviese llena de crucifijos, santos de talla y vírgenes de bulto! ¡Qué
torpe y qué tonto había sido yo, descuidando y aun enajenándome tan poderosas
voluntades! Era preciso corregir aquello, a todo trance, pero con la suficiente habilidad para
que mi actitud, si fuera criticada, me sirviese aun más que si pasara inadvertida.

Doña Gertrudis Zapata había ido entregándose cada vez más a la religión, hasta llegar a

un feroz fanatismo. Vestía el hábito del Carmen, comíase a todos los santos, no salía de las
iglesias, llevaba de casa en casa el Niño Dios en bandeja, pidiendo limosna para la fábrica
de tal o cual templo, adornaba altares, visitaba a las monjas, hacía escapularios.

Las malas lenguas decían que los viernes ponía calzones al gallo de su corral y que

durante la Semana Santa lo tenía enjaulado en el jardín. La casa de don Claudio, quien
seguía desempeñando las funciones de juez de paz, estaba siempre llena de curas y frailes,
y los domingos había en ella gran almuerzo, de cazuela, chanfaina y empanadas, al que
asistían dos o tres sacerdotes de significación, el padre predicador más sonado, el curita de
mayor influencia, las autoridades eclesiásticas, en fin, el mismo obispo se había dignado
aceptar una o dos veces la humilde invitación de misia Gertrudis, que en esas ocasiones
echó la casa por la ventana haciendo un menú sardanapalesco. Equilibrábase así la zorrería
de don Claudio con la santidad de su mujer, y todo marchaba a las mil maravillas.

Yo los había visitado de vez en cuando para oír, como se sabe de boca del mismo autor,

la narración de alguna de las sentencias notables de Zapata, de modo que cuando me mostré
más asiduo no llamé la atención a nadie. De este modo estreché relaciones que más tarde
habían de serme utilísimas, con el buen padre fray Pedro Arosa, mi antiguo conocido,
franciscano regordete y jovial que era entonces el «pico de oro» de la provincia, con el cura
Ferreira, largo, flaco, triste y silencioso, y con otros sacerdotes de mayor o menor cuantía.
Reservado en un principio, demostreles el mayor respeto, no exento de dignidad, escuché
sus opiniones, se las pedí a veces, y me permití discutirlas con la mayor reverencia,
cuidando de darme por vencido y convencido al fin. Esta táctica me conquistó del todo sus
voluntades, tanto más cuanto que no veían o aparentaban no ver dónde iba yo a parar. Mi
plan era tan sencillo, tan instintivo, que yo mismo no hubiera acertado a explicarlo sino
como una simple tontería. Había visto una fuerza que podía serme útil y me colocaba en
situación tal que pudiera servirme en un momento dado. Otros correligionarios no lo
pensaron, ¡tanto peor para ellos!

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Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira

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En el curso de mi vida me han llamado «aprovechador de circunstancias». Lo cierto es,

por una parte -ya lo saben ustedes-, que no las he desdeñado nunca, y por otra que a veces
he solido verlas venir desde muy lejos, y nunca he reñido con ellas antes de tiempo.
¡Aprovechar las circunstancias! ¡Pero si eso es sólo saber vivir la vida! ¡Vislumbrar las que
han de producirse! ¡Pero si eso es tener talento político! ¿Qué han hecho los
«reformadores», los «creadores de circunstancias», en nuestro país y en todas partes, sino ir
a la inmolación o ponerse sencillamente en ridículo?...

Fray Pedro Arosa, el más inteligente de la tertulia, quiso saber a qué atenerse respecto

de mí, y un día me sometió a un amable interrogatorio, como si hablara de cosas
indiferentes.

-Muchos hay -me dijo- que no creen ciegamente en los sagrados misterios de nuestra

religión, pero que tampoco se atreven a negarlos y les tributan el más profundo respeto.
Esperan el «estado de gracia», que, dada su situación, no puede tardar en llegarles.
Entretanto, se sienten desgraciados -así debe decirse- porque les falta la inefable
satisfacción de todos los momentos que sólo puede darles la fe.

Pisé el palito, contestando distraído que yo me hallaba precisamente en esa situación,

que quería creer, pero que no podía librarme de toda duda. Veneraba la Iglesia -había dado
pruebas de ello-, pero se me hacía difícil admitir todo su credo, probablemente porque no
me hallaba en el susodicho «estado de gracia».

-¿Por qué no frecuenta más los sacramentos? -preguntó campechanamente el padre

Arosa.

-¿Cómo dice, padre?
-¿Por qué no se confiesa y comulga más a menudo? Cuando se está con un pie dentro y

otro fuera de nuestra santa religión, hay que hacer un esfuerzo. El estado de gracia viene de
lo alto, repentinamente, como a San Pablo en el camino de Damasco, pero también puede
obtenerse mediante la oración y las prácticas religiosas. La fe, la convicción, se logra con la
voluntad de la evidencia, y trae consigo innumerables satisfacciones, morales y materiales.
¿Qué gana usted con su indiferentismo? No servir ni para Dios ni para el diablo, como
dicen los paisanos, con este aditamento:

que el que no está con Dios está contra él.
-¡Santas palabras! -exclamó misia Gertrudis-. ¡Con razón le dicen «pico de oro», padre!

Ni fray Marcolino hubiera hablado mejor. Pero este Mauricio ha sido siempre algo hereje, y
no se dejará convencer hasta que no vea cerca su última hora.

-¿Por qué dice eso, misia Gertrudis? He hecho como todo el mundo, pero eso no quiere

decir que sea un hereje.

-No. No es el caso -repuso fray Pedro-. La herejía es otra cosa muy distinta, como es

distinta la incredulidad. Aquí estamos frente a un acabado ejemplo de indiferentismo.
Frecuente los sacramentos y ese estado enfermizo de su alma irá cediendo poco a poco o
rápidamente ¡quién lo sabe!, a la celestial medicina.

-Lo haré, padre, y quiero creer que esa medicina, como usted la llama, me traerá la paz

y la felicidad.

-Así en la tierra como en el cielo; no lo dude usted, hijo mío. Dios premia a sus

servidores, sin contar, como padre generoso y amante.

Pocas noches después fui a visitarlo al convento, y me confesé con él. París vale bien

una misa. Por otra parte la confesión no me repugnaba, desde que el padre Arosa estaba ya
muy al corriente de mi vida. En efecto, nada de lo nuevo que le conté le sorprendió, quizá

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porque ya lo sabía, quizá porque en su carrera de confesor había oído cosas mucho más
gordas que mis travesuras. Temí un momento, como en mi primera confesión, que me
ordenara casarme con Teresa, pero no lo hizo, sin duda convencido de que un matrimonio
sin amor no sería más que un semillero de pecados mortales. Lo único que me recomendó
fue que huyera de las tentaciones, pues la ocasión es el arma por excelencia del demonio...

-Debes frecuentar la iglesia, tener piadosas conversaciones, dedicarte a la oración, leer

libros que eleven tu espíritu. No quiero decirte que te hagas un anacoreta, ni un místico, no.
También ha habido santos en la sociedad, y la alegría y los placeres lícitos no dañan al buen
cristiano. La religión necesita servidores en el mundo, no sólo en la Iglesia. Reza el
Confiteor y ve en paz. Ego te absolvo, in nomine...

La noticia de mi definitiva conversión se divulgó rápidamente de sacristía en sacristía y

de convento en convento, y no tardó en trascender hasta el público. Muchos liberales la
creyeron cuento y no le atribuyeron importancia alguna. Y cuando el hecho se confirmó, ya
todo el mundo estaba acostumbrado a él.

Mi temible enemigo era, pues, mi aliado. El camino a la diputación nacional quedaba

abierto y sin obstáculos.



- XI -


Aunque lo esperaba de un momento a otro, no supe sino algo más tarde que el partido

católico de la provincia apoyaría indirectamente mi candidatura. Digo indirectamente, y
voy a explicar por qué. Desde mucho tiempo atrás, la oposición no se presentaba a las
elecciones o salía afrentosamente derrotada apenas trataba de dar señales de vida. Con las
mesas totalmente gobiernistas, la policía nuestra, los jueces nuestros, sin grandes gastos de
movilización de gente, el triunfo nos pertenecía sin disputa: bastaba con que los
escrutadores copiaran los registros durante un par de horas. Pero si la oposición
propiamente dicha no tenía ingerencia alguna en la elección, el partido político en particular
era influyente, sobre todo antes de la elección, es decir, en la designación de candidatos. En
el partido del gobierno, así como en los demás, había muchos de sus miembros, gente por
lo general rica y conservadora, de elevada posición social, y cuyos consejos se escuchaban
siempre y se seguían a menudo. La opinión de éstos en cuanto a hombres y cosas se
consideraba el exponente de lo que el pueblo podía tolerar. Algo que provocara su violenta
desaprobación sería necesariamente inaguantable para los demás. Podían, pues, hacer con
éxito la guerra a mi candidatura, antes de que saliera a luz, ya que no en los comicios. Esto
lo temí siempre hasta una conversación que tuve con fray Pedro Arosa.

-¿Ha oído usted hablar -me preguntó una tarde- de un proyecto de ley de divorcio que

va a presentarse al Congreso, y que completaría la iniquidad de la ley de matrimonio civil?
¿Sabe usted si el Presidente está dispuesto a apoyarlo?

-No lo creo -repliqué-. El Presidente debe tener en la actualidad otras preocupaciones.

En cuanto al proyecto, existe, pero lo considero un simple tanteo de la opinión, un
preparativo para más tarde...

-¡Pues ni como tanteo! -gritó el padre Arosa-. Los «tanteos» preparan las

«realizaciones»... ¡Esos herejes, relapsos, merecerían un terrible castigo! ¡Es necesario que
su tentativa fracase ruidosa, totalmente! Están minando el edificio de la Iglesia, el templo

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del Señor, que aplastará al país con sus ruinas. ¡El día que se acabe la religión, esta
República habrá dejado de existir, será un pueblo muerto, abandonado de la mano de Dios!
¡El divorcio! ¿Sabe usted lo que es el divorcio? ¡La disolución de la familia, la anarquía de
la sociedad, el olvido de todas las tradiciones, el ateísmo en auge! La mujer, sin el freno del
matrimonio, no irá a buscar consuelo y confortación en la iglesia, arrastrada como se verá
por el torrente de una vida de aventuras, corriendo como irá tras de una felicidad terrena
que se le ofrecerá engañosamente, en sustitución de la dicha celestial que es, hoy por hoy,
la única que espera... ¡Hay que hacer que ese proyecto caiga de tal modo bajo la
condenación general, que nadie se atreva, en muchos años, a volver a presentarlo!... ¡Vaya
con el «tanteíto»!...

-Si llego a ir al Congreso, como espero, me dedicaré exclusivamente al triunfo de la

buena causa, y el divorcio no tendrá enemigo más resuelto -dije con unción.

-¿Aunque el Presidente lo apoye?
-En cuestiones de conciencia, los partidos no tienen que entrometerse. Yo encontraré el

medio de hacer que el Presidente deje a sus partidarios en plena libertad en esta cuestión.

-¡Es tan liberalote! ¡En su provincia se mostró siempre tan enemigo nuestro!
-Eran otros tiempos. Y además, padre, tenía que propiciarse el pueblo bajo, en vista de

la Presidencia... Ahora no querrá mezclar a la cuestión política una especie de guerra de
religión, ni enajenarse la voluntad femenina, inclinada a él por el apogeo del lujo y la
riqueza, por el brillo de una vida de holgura y diversiones... amén de otras cosas...

-Puede que eso sea verdad. En fin, ya que está usted animado de tan buenas

intenciones, es preciso que vaya al Congreso. Allí hacen falta hombres como usted.

No oculté mi satisfacción. Fray Pedro, recobrando su bonhomía y regocijo

acostumbrados, agregó, sonriente:

-¿No le parecería bueno hacer un viajecito a Buenos Aires? Yo creo muy útil que se

vea con el Presidente y le hable de cómo recibiríamos el proyecto de divorcio. ¡Oh! ¡Como
simple informe, sin meterse en honduras!

Tanto más cuanto que sería magnífico que el Presidente se mostrara favorable a su

elección.

¡Gran consejo! Ungido por el Presidente, ni Correa ni nadie sería capaz de ponerse en

mi camino.

-Iré esta misma semana -dije-. Cuente conmigo, padre.
-¡Dios te lo pagará!
Entretanto María no había cambiado de actitud... Amable, afectuosa, me recibía como a

un buen amigo, y sólo de vez en cuando pasaba -pronto reprimida- una promesa por sus
ojos. Y aquella misma tarde, cuando fui a verla como de costumbre, me dijo con cierta
gravedad:

-Ayer incidentalmente, habló Papá de que está usted muy religioso, ¿es cierto?
-No tengo por qué ocultarlo: he vuelto al seno de la Iglesia, como dicen los sacerdotes,

María -contesté en tono de broma.

-¿No se enojará si le hago algunas preguntas, que han de parecerle indiscretas?
-¡Qué esperanza!
-Dígame, pues: ¿usted cree, de veras, en todo lo que enseña la religión?
-Sí, creo -dije tanto más resueltamente cuanto que no quería dejar ver mi vacilación-.

¿Por qué me lo pregunta?

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-Porque me parece bastante extraño. Muchas veces le he oído hablar con incredulidad y

hasta con burla de más de un misterio, de más de un dogma.

-Extravíos de la juventud... Las malas lecturas... Uno vuelve siempre a sus primeras

creencias, a lo que le enseñó la madre, cuando niño...

-¡Ah!
-Siempre queda allá en el fondo un resto de fe, que florece y fructifica en determinadas

circunstancias. Ya sabe usted que quiero hacerme hombre serio, María.

-Sí, sí. Eso debe también ser un motivo... Pero ¿no se puede ser serio sin ser religioso?

Papá no cree, por lo menos él lo dice, y sin embargo lo considero grave, bueno, honrado y
puro... Me afligiría que cambiara de modo de pensar, sin una causa evidente y
convincente...

-Lo que quiere decir que le desagradan mis ideas actuales, María. ¿Lo que quiere decir

que usted tampoco cree?

-Yo creo... Yo creo... La verdad es que nunca, hasta hoy, me he puesto a examinar esa

cuestión. Tomé sin discusión lo que me enseñaron, y todavía no estoy preparada para
discutir. Los mandamientos de la Ley de Dios son justos y santos, esto me basta. Los
considero la regla de conducirse bien en la vida, y me someto a ello como a una disciplina
salvadora... Pero si llegara a dudar de los artículos de la fe, me parece tan difícil que
volviera a creer en ellos de la noche a la mañana... ¡En fin! Estas cuestiones no son muy
entretenidas que digamos. Dejémoslas, Herrera, que nada adelantamos con eso.

Mucho me sorprendió esta conversación, y la expresión de desgano y tristeza que vi en

la cara de María. ¿La habría mordido «el demonio implacable de la duda»? ¿Desmerecía yo
en su concepto con mi actitud?

¡Imposible! La mujer es creyente en nuestro país, y recuerdo que, cuando

incidentalmente criticaba yo o satirizaba la religión en su presencia, María me llamaba al
orden, diciendo que no debía hacer burla de las «cosas respetables».

Pero ¿quién entiende a las mujeres? Cualquiera diría que aquella muchacha sospechaba

de mi sinceridad, vislumbraba un sentido oculto y utilitario en mi conversión, y abrigaba
temores respecto de mi carácter y de mi conducta futura para con ella. Quise poner esto en
claro, y, anunciándole mi próximo viaje a Buenos Aires, la dije que, según todas las
probabilidades, sería electo diputado al Congreso.

-Ya lo sabía y lo felicito, Herrera. En el Congreso puede hacer mucho por el país.
-Lo dice usted sin interés ni entusiasmo.
-¡Vaya! No es cosa tan del otro mundo. Ser diputado no significa nada... Es un buen

empleo, nada más... Eso si no se halla manera de elevarlo hasta la altura de una misión, y
de servirse de él como de una herramienta poderosa para hacer el bien.

-Así lo haría yo, si tuviera quien me confortara e inspirara. ¿Quiere usted ser mi apoyo

y mi inspiradora? ¿Quiere ser mi mujer en cuanto me elijan, y entrar del brazo conmigo en
Buenos Aires?

Me miró con fijeza tranquila y severa.
-Ya se lo he dicho, Mauricio. Le contestaré dentro de un año.
Quiero... estar segura de mí misma... y de los demás.
-¡Me hace usted desesperar! -dije, tomando el sombrero-. ¿Es su última palabra?
-¡No, pues! La última se la diré dentro de un año.
-¿Y será que no?
-Creo, espero lo contrario, Herrera -contestó con blandura, tendiéndome la mano.

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¡Curiosa mujer! No me cabía duda de que me quisiera, pero diríase que en ella más

podía la reflexión que el sentimiento. Había una lucha ardiente entre su corazón y su
cabeza, y ésta era tan encarnizada que repercutía en su físico, adelgazándola, y en su moral,
entristeciéndola.

Nunca, en mi vida, he hallado otra mujer como aquélla, ni en las que conocí

íntimamente, ni en las que pude observar en sus relaciones con los demás. ¡Qué diferencia
con Teresa, por ejemplo! Toda confianza, toda ingenuidad, algo tonta, muy ignorante, la
otra se daba entera, sin reticencia, sin reflexión, sin condiciones, como un ser primitivo que
se deja llevar por los sentimientos, por las circunstancias. María, en cambio, pura y también
candorosa a su modo, tenía, sin embargo, la intuición de no dejarse arrastrar por sus
sensaciones e impresiones, estaba en guardia contra peligros desconocidos, quizá
imaginarios, y me resultaba una criatura artificial, una especie de coqueta terrible, porque
filosofaba y ponía en práctica su filosofía.

Sabia coquetería, en caso de serlo. Su actitud me ligaba cada vez más a ella, y mi

voluntad iba violentamente a su conquista, por cualquier medio.

Esta situación se complicó, se hizo más vidriosa y desagradable, desde una visita de

don Evaristo en mi despacho, análoga, pero ¡qué diferente!, a la del viejo Rivas.

-Mi querido Mauricio -díjome Blanco, afectuosamente-. Debo hablarle de un asunto de

importancia. Quizá le pueda molestar, pero le ruego que no tome a mal mis palabras y que
se ponga en mi lugar de padre con imprescriptibles obligaciones.

-¡Hable usted con toda libertad, don Evaristo! -exclamé sin sospechar aún lo que me

diría, aunque sabiendo de quién se trataba.

La vida tiene ironías inesperadas, que resultarían cómicas, si uno pudiese considerarlas

desde fuera, con ánimo sereno. La escena con Blanco era, más que una ironía, un sarcasmo.
Iba a decirme que como mi asiduidad en su casa se prolongaba demasiado y comprometía a
su hija, era necesario que explicara mis intenciones, pidiera la mano de la niña o me
retirara, como cuadra a un caballero. Todo el mundo me consideraba novio de María, y
algunos pretendientes serios se habían retirado, al verme en tal pie de intimidad. Él no tenía
prisa en casar a María ¡muy al contrario!, pero deseaba aclarar la situación y no verla en
una posición anómala sin que ni él ni ella tuvieran la menor culpa.

Le dejé hablar con su calma sentenciosa de siempre, sabiendo que no le agradaba ser

interrumpido. Puntualizó su discurso con esa minuciosidad provinciana y ese acento
oratorio que es todavía atributo de algunos viejos chapados a la antigua y olvidados por la
muerte. Cuando con una larga pausa y una mirada invitadora señaló que había terminado,
repliqué, muy grave:

-Todo eso está muy bien, don Evaristo, tan bien que no vacilaría en pedirle ahora

mismo la mano de María, considerándome muy honrado en obtenerla, pero... Pero es el
caso que no puedo hacerlo, por ahora.

-¡Cómo así! ¿Por qué? -preguntó sobresaltado.
-Porque ella misma me lo impide. Le he pedido que nos casemos inmediatamente, sin

pérdida de tiempo, pero a todas mis súplicas contesta que resolverá dentro de un año. Sin
quitarme las esperanzas, no me las quiere confirmar tampoco...

-¡Es posible!... Pues no me doy cuenta de qué locura...
Y se interrumpió en seco, al comprender que iba a hablar mal de su hija, a penetrar con

cierto impudor en su fuero interno de mujer, cayendo luego en honda meditación como si el
inesperado problema lo dejara perplejo. Convencido, sin duda, de nuestro amor recíproco,

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no había querido interrogar a María, con ese exceso de pudor de ciertos padres criollos, que
no dejando escapar ante sus hijas ni la menor palabra referente al «galanteo», digámoslo
así, son más incapaces aún de someterlas a un interrogatorio siempre escabroso, por más
tacto que se tenga.

Había respetado, pues, hasta el extremo, su reserva pudorosa, su candor que se

imaginaría probablemente integral, cuando la nueva Rosina, lo mismo que su antepasada,
manejaba sus asuntos sentimentales como una mujer hecha y derecha, experimentada en
amorosas lides. ¡Que tanto puede el misterio!

-En ese caso -dijo por fin el viejo, llegando a una crisis de su meditación-, en ese caso

doy por pedida la mano de María. Yo hablaré con ella, haré que me diga sí o no, o por lo
menos sabré qué piensa...

-Creo que su intervención, don Evaristo, será inútil... y perdone.
María me ha declarado que está resuelta a no acortar el plazo...
-¡Oh! Estas muchachas... ¡Miren en qué situación me ha puesto!...
Pero las cosas no pueden seguir así, hay que definirlas de una vez... En cuanto a usted,

mi querido Mauricio, le ruego que no complique más el problema con tan frecuentes
visitas. Nada se pierde con ello; al contrario, es posible que así se arreglen las cosas mucho
más pronto...

Se fue el buen hombre, y yo quedé riendo de rabia por la irónica comunicación, y

ardiendo en deseos de asistir al coloquio revelador que iban a tener padre e hija. En la
imposibilidad de escucharlo, traté de encontrarme al día siguiente con Blanco, lo que no era
muy difícil, pues todas las tardes salía a caminar. A mis preguntas, contestó evasivamente,
con aparente franqueza:

-Dice que los dos son muy jóvenes todavía. Que tienen tiempo para casarse. Que quiere

conocerlo más, para no lamentar después una equivocación...

Hoy me alegro infinito de estas reticencias y dudas de María. La mujer debe entregarse

sin condiciones al marido, y no someterlo eternamente a la crítica, porque de otro modo ni
él ni ella podrán nunca ser felices. Éste debía ser el fondo del pensamiento de Vázquez, al
decir que no quería conquistar a una mujer «convenciéndola» sino «enamorándola».

Pero entonces mis sentimientos llegaron a exagerar todos sus caracteres apasionados

ya, y me pareció imposible vivir sin María, no vencer ese primer obstáculo opuesto a la
realización de mi voluntad, hasta entonces siempre vencedora.

Ajustándome, pues, a los deseos manifestados por don Evaristo, y siguiendo una táctica

que aún me parecía eficaz, pese a su fracaso anterior, no fui a ver a María, sino el día antes
de marcharme a Buenos Aires. Estuve pocos minutos y me despedí diciendo:

-Espero que a mi vuelta de la capital habrá variado de idea; mi vida está devorada por

la impaciencia y resulta intolerable.

-¿Por qué impacientarse, Herrera, deseando iniciar una cosa que, si empezara, tendría

luego que durar toda la vida? Es usted muy arrebatado.

-Y usted demasiado indiferente. Adiós, María.





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- XII -


La capital me atraía poderosamente, por su vida más amplia y más libre, su

movimiento, sus diversiones, su buen humor aparente que contrasta con la amodorrada
gravedad provinciana, pero nunca produjo en mí tanto efecto de atracción como aquella
vez, sin duda porque ya vislumbraba próxima la hora en que emprendería su conquista. Pisé
sus aceras con paso firme, de propietario, y me sentí más familiarizado que nunca con aquel
torbellino que en un principio me mareara, desconcertándome. Una nueva vida parecía
empezar para mí, excitando mi orgullo, y con la frente alta miraba la ciudad como cosa
mía.

-¿Soy provinciano? -me preguntaba, recorriendo aquellas calles animadas que diez o

veinte años más tarde iban a convertirse en tumultuosas-. ¿Y ese epíteto de provinciano
significaría que esto no me pertenece como al mejor entre los mejores? ¡Bah! Ésas son
tonterías que sólo sirven para alimentar la conversación de los fogones y las salas de aldea.
Aunque no tuviera antepasados porteños, en cuanto me pasara el primer mareo de la
multitud, me encontraría en casa, como todos los del interior que han triunfado, y que sólo
utilitariamente mantuvieron el antagonismo tradicional. ¿Qué es lo «porteño», sino la suma
de los mejores esfuerzos de todo el país? ¡Vamos! Desde el ochenta, más gozan de Buenos
Aires los provincianos que los bonaerenses, como gozan menos de París los parisienses que
los forasteros. Buenos Aires es una resultancia, y yo la quiero, y todos debemos quererla,
hasta por egoísmo, porque todos colaboramos o hemos colaborado en la tarea de su
realización. ¡Una capital con la quinta parte de la población de un país que es un mundo,
capital que, sin embargo, vive en la abundancia, en el lujo, en la esplendidez!

¡Qué ciudad, qué país, qué maravilla!... Quererla mal es renegar de la propia obra, es

no saber lo que estamos haciendo...

La ciudad de provincia quedaba lejos, muy lejos, allá atrás, y el mismo recuerdo de

María se esfumaba como algo que comenzara a ser remoto.

El grande hombre del interior iba a ser grande hombre de la capital, centuplicando su

importancia sin trabajo, conducido por el curso natural de las cosas... Pero ¿y si el
Presidente?... ¡No! No había nada que temer:

me daría su confirmación, pues le constaba que lo había servido y lo serviría

incondicionalmente, mientras ocupara el poder. Después, no podía forjarse ilusiones; su
sucesor lo arrumbaría en cualquier rincón, como él mismo había hecho con su antecesor,
como lo hicieron casi todos antes, en la corta serie de los presidentes. Lo importante para él
era contar durante su período con hombres probados y prepararse a volver en las mejores
condiciones posibles a la vida privada... Pero ¿no sería peligroso hablarle de lo que me
había encargado fray Pedro? ¿No consideraría aquello como una falta de disciplina? ¿Qué
pensaba del divorcio? ¿Deseaba implantarlo realmente? ¡Bah! Todo es cuestión de tantear
el terreno con destreza y no precipitarse, teniendo en cuenta, además, que una medida tan
radical no es de su temperamento...

Fui a verlo en su casa particular al día siguiente y en cuanto hice pasar mi tarjeta me

recibió. Era un hombre joven, bien parecido, de mirada suave y bondadosa, muy
campechano y afable. Hablaba con cierto dejo provinciano que no carecía de gracia, y
accionaba con viveza cuando decía algo interesante, acentuando entonces más las sílabas.
Vestía bien, sin excesivo atildamiento, y no llevaba nada aparatoso ni llamativo sobre su
persona. Me tendió la mano, con ademán resuelto y franco, me hizo sentar junto a él en un

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sofá, y entró inmediatamente en materia, preguntándome -cual si ésta fuera una «Guía de la
Conversación» de los presidentes- cómo andaban las cosas en mi provincia y cómo se
presentarían las próximas elecciones nacionales.

Exageré la paz y la bienandanza de que gozábamos, la fidelidad del pueblo a su

gobierno, la riqueza que fluía de todas partes, la floreciente situación de los Bancos, el
progreso que avanzaba vertiginosamente.

En cuanto a las elecciones, procurarían un nuevo triunfo a nuestro partido, del que él

era tan digno jefe, aunque entre los candidatos hubiera alguno o algunos de escaso mérito.

-¿Por ejemplo, cuál? -me preguntó extrañado.
-Por ejemplo, éste su servidor, Presidente -dije, mirándole al soslayo, para sorprender la

impresión que le causaba.

Se echó a reír.
-¡Vaya una modestia, amigo! -me contestó-. Usted hará muy buen papel en la Cámara...

mejor que muchos otros. Ya me han escrito sobre su candidatura, que me satisface, porque
usted es un hombre con quien se puede contar.

-¡Oh, en cuanto a eso!...
-Pero, dígame lo que pasa por allá. ¿Cómo se porta el gobernador Correa?
Iniciose, entonces, una larga plática, él preguntando, yo dándole detalles de todo

género, haciendo retratos más o menos parecidos de mis comprovincianos influyentes,
contándole las últimas anécdotas y los últimos escándalos. Era curioso y se divertía
muchísimo con aquella chismografía político-social, que yo manejaba como un maestro.
Aproveché la circunstancia para informarlo de la actitud del clero y del partido católico
ante el anuncio del proyecto de ley de divorcio.

-Pero no ve, amigo, cómo nos atacan los clericales -exclamó con un ademán violento y

poniéndose ligeramente encarnado-. ¡Nunca se ha visto!... Hacen política hasta en el
púlpito, y hay que darles una lección... Están demasiado engreídos (engréidos, pronunciaba
él), y no quiero que en mi gobierno haya nadie que se ría de mí.

-¿Y no cree usted, Presidente, que atacándolos así, en lo más vivo, no se portarán peor?

Todavía si el proyecto se lanzara sin el apoyo ostensible del gobierno...

-Eso es lo que hará, precisamente... No tengo interés mayor en la ley. Pero al sentir esa

amenaza comprenderán que sólo yo puedo desvanecerla o alejarla indefinidamente.

-¿De modo que nuestros diputados podrán votar como les parezca?
-Naturalmente. Lo que importa es el debate, un gran debate que entretenga la opinión.

Prepárese, amigo Herrera, pues ése será un lindo estreno para usted.

Salí radiante de alegría, y corrí al hotel a escribir a Correa, a los amigos, para

comunicarles que el Presidente me había ungido diputado. Todo temor desaparecía: era
como si ya tuviese el diploma en el bolsillo.

También escribí al padre Arosa, diciéndole que todo había pasado de acuerdo con

nuestros deseos, y a de la Espada, pidiéndole que lanzara abiertamente mi candidatura en
Los Tiempos, sin esperar a que el Comité me proclamase. ¡Me reía yo de todos los comités,
de todos los gobernadores de provincia, de todos los candidatos de sí mismos!

Pasé en Buenos Aires una semana encantadora, corriendo de un teatro a una tertulia, de

una visita a un paseo, de un club a alguna libre y amena reunión femenina, derrochando
dinero como sólo se ha derrochado en aquella época delirante y magnífica, que la mala
suerte vino a interrumpir, pero que pudo ser, sin la intervención de la fatalidad, el comienzo
de una era grandiosa que pareció reiniciarse diez o quince años después. Un

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entorpecimiento, una momentánea escasez de dinero provocada por varias malas cosechas,
hizo poco más tarde que todo el edificio cimentado en el crédito, pero que se hubiera
consolidado echando profundas raíces, se viniera abajo de la noche a la mañana, y pusiera
en grave peligro la misma estabilidad de nuestro partido, es decir, del único que tiene
suficientes fuerzas para gobernar el país, experiencia profunda y clara comprensión de
cómo deben dirigirse sus progresos. ¡Lamentable aventura, que me hizo pasar las horas más
amargas de mi vida! Pero aún estábamos lejos de tan penosa situación, y Buenos Aires se
divertía bulliciosamente, a despecho de la prédica incendiaria de algunos periódicos, y al
amparo de una policía fuerte y admirablemente organizada, cuya severidad era motivo de
odio para el populacho que la oposición trataba de anarquizar.

Cuando volví a mi provincia, había gastado lo que allí me bastaría para vivir con rumbo

seis meses, por lo menos. Poco me importaba. Mis terrenos y casas nuevas de Los Sunchos,
sin darme sino muy escasa renta, se valorizaban día a día, y no tardarían en constituirme
una regular fortuna que, bien utilizada en especulaciones que Buenos Aires ofrecía fácil y
seguramente, harían de mí en poco tiempo un hombre muy rico. El porvenir estaba
asegurado, o, por lo menos, así lo creía yo.

Para asegurarlo más, siguiendo la corriente de la época, había sacado dinero de los

Bancos, no sólo en el de la provincia, sino también en el Nacional, unas veces con mi firma
-las menos-, otras con las de algunos servidores de confianza, para ponerme al abrigo de
todo evento, y no con la intención de suspender las amortizaciones, salvo caso de fuerza
mayor.

¿Por qué había de permitir que una casualidad pudiera arruinarme, cuando muchos en

peor posición política que yo no corrían riesgo alguno, usando de cuanto dinero
necesitaban? Además, con aquello no hacía daño a nadie, y esas sumas me permitían
edificar, especular, aumentar el número y la extensión de mis propiedades...

Vuelto a la ciudad, mi primera visita fue para María, que me recibió como me había

despedido, amistosa pero fríamente, con una reserva que se esforzaba al propio tiempo por
mantener y disimular. Estaba evidentemente en guardia; pero ¿contra qué? Hay misterios
incomprensibles en el alma femenina.

Fray Pedro, a quien fui a ver en seguida, me abrumó a preguntas, y sólo se tranquilizó

cuando le dije lo que se proponía el Presidente:

amenazarlos para mostrarse después buen príncipe y atraerlos a su lado, o por lo menos

neutralizarlos en la fiera campaña de oposición que se iniciaba entonces.

-¡Bien, muy bien! Pero no conseguirá ni lo uno ni lo otro, ni la ley, ni... lo que se

propone con ese espantajo. No se puede encender una vela a Dios y otra al diablo, y sus
pretensiones demuestran que sigue tan hereje como antes.

Mi candidatura estaba proclamada y mi despacho de la policía, lo mismo que mi casa

particular, se hallaban continuamente llenos de gente, de amigos adventicios, deslumbrados
por mi rápida fortuna, y a quienes Zapata hacía los honores, dándoles el tono y el compás
en el coro de mis alabanzas, y haciendo que se atiborraran de mate dulce y de ginebra con
agua y panal. Mi gloria estaba en su apogeo. Yo era, si no el más importante, uno de los
personajes más importantes de la provincia: todo el mundo me aseguraba que iba a votar
por mí, y me pedía alguna cosa para cuando estuviera en Buenos Aires, un empleo para el
hijo o el pariente, una pensión para la viuda, la huérfana o la hermana de un guerrero del
Paraguay, que probablemente no había salido de su casa, una recomendación para que le
descontaran en el Banco, mi apoyo para un pedido de concesión o de privilegio, cátedras en

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los Colegios Nacionales, en las Escuelas Normales y hasta en las Universidades, cuanto
Dios crió y las administraciones humanas inventaron desde que el mundo es mundo.
Hubiérase dicho que yo tenía el cuerpo de Amaltea, o la varita de virtud, y creo que durante
un tiempo fui más rodeado que Camino, e incomparablemente más que Correa.

Yo a todos decía que sí.
Cuando se va subiendo en política, hay que acceder a cuanto se nos pide. Basta con

reservarse la ocasión de hacerlo, que siempre llega en los tiempos indefinidos... Sólo que
suele llegar tarde para los interesados.



- XIII -


En cambio, mi candidatura había hecho pésimo efecto en los diarios de oposición, que

me llenaban de improperios, lo mismo que a los otros candidatos situacionistas. La prensa
bonaerense nos zurraba también, incitada por sus corresponsales, eco molesto del
periodismo local. El diario católico de la ciudad, entretanto, me perdonaba a mí solo,
atacando con singular violencia a mis futuros colegas, que al fin y al cabo no valían ni
mucho menos ni mucho más que yo, en cuanto a preparación, dotes intelectuales y morales
y principios políticos. Como Correa, cuyas inútiles veleidades de dejarme plantado se
desvanecieron una vez conocida la voluntad presidencial, me sonreía como al elegido de su
corazón, y hacía cuanto estaba en su mano para ayudarme, los ataques recrudecieron,
diciendo los diarios que él era el más empeñado en mi triunfo y que yo debía considerarme
«su hijo... político», agregando que ésta era la mayor vejación que se hubiese hecho sufrir a
la provincia. Aunque esto pudiera no haberme importado, pues tenía segura mi «banca» en
el Congreso, no me avine a dejar pasar sin castigo todas estas impertinencias, y,
empuñando mi mejor tajada pluma, y mojándola en bilis y veneno, inicié aquellas célebres
«Semblanzas contemporáneas» cuya serie forma una galería de retratos satíricos de los
prohombres de la oposición de mi provincia.

Allí salían a bailar todas sus ridiculeces, sus defectos morales y físicos, y hasta los

detalles más o menos pintorescos y escabrosos de su vida privada. Tuve para esto dos
colaboradores eximios en don Claudio Zapata y misia Gertrudis, que conocían la vida y
milagros de la provincia entera, desde tres generaciones atrás. Aparte la genealogía
minuciosa de cada familia, sabían todos los escándalos verdaderos y calumniosos,
presentes, pasados y hasta futuros de cada uno de nuestros comprovincianos de
significación.

-¿Qué se puede decir de Fulano, misia Gertrudis?
-Que es un mulatillo y nada más. El abuelo era un negro liberto de los Bermúdez, que

entró de sacristán en San Francisco. Los buenos padres enseñaron a leer y escribir a los
hijos, que se hicieron comerciantes en un boliche de almacén y pulpería, y ganaron platita.
Me acuerdo que, cuando muchacha, al pasar el padre de este personaje de hoy, le
cantábamos para hacerlo rabiar:

La Habana se v'a perder
la culpa tiene el dinero:
los negros quieren ser blancos,
los mulatos caballeros.

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Tenía el odio más inveterado y mortal contra los negros y mulatos, sólo comparable

con el que dedicaba a los «carcamanes», o sea italianos burdos, a los «gringos», es decir, a
los extranjeros en general, y a los catalanes, aunque fueran nobles hijos de la península
ibérica, patria de sus antepasados.

Para cada colectividad de éstas tenía una copla, más o menos chistosa, por ejemplo:

A la orilla de un barranco
dos negros cantando están:
¡Dios mío! ¡Quién fuera blanco...
aunque fuese catalán!

A los carcamanes, bachichas, «mangiapolenta», escasos por entonces en la provincia,

no les economizaba dicterios, y el mismo doctor Orlandi, pese a su alta posición oficial y
pecuniaria, no escapaba a sus tiros. Don Claudio le hacía coro y complementaba a veces sus
recuerdos y observaciones, con análoga malevolencia, subrayando algún detalle o
exhumando otros desconocidos u olvidados por su cara mitad.

-«Acórdate» de que, cuando nació Zutanito, hacía meses que había parado en su casa

don Justo, el gran caudillo. Y Zutanito es el vivo retrato de don Justo, mientras que no se
parece nada al padre.

Y así para todos, sin que nadie quedara en pie. Completaban, pues, admirablemente mi

policía oficial, en el tiempo y en el espacio, metiéndose donde ésta no podía entrar,
resucitando archivos inaccesibles para ella, y gracias a sus informes e insinuaciones podía
yo escribir sueltecitos picantes como «aí cumbarí». Pero, aleccionado por el caso de
Vinuesca, que no había para qué repetir -los duelos son útiles cuando el motivo lo merece y
pueden darnos mayor notoriedad-, cuidaba de indicar clara, inequívocamente a mi víctima,
pero sin señalarla de un modo categórico. Quiero presentar aquí un espécimen de aquella
literatura, una silueta -no la más hiriente, por cierto- de un enemigo de significación, el
redactor en jefe de El Grito del Pueblo, diario el más vehementemente radical que se haya
visto en mi provincia:

«Escribe con una copa de caña al lado. Esta copa siempre está llena, y no porque él la

olvida. No. Cuando se la bebe, distraído, le escancia inmediatamente otra una mujerona de
color sospechoso, entre china y mulata, con quien se casó hace poco para legitimar una
larga prole de negritos, de mota y pata en el suelo. Este manejo se repite cada cinco
minutos o a cada párrafo de 'sana doctrina política'. La Hebe archicriolla, si no se prefiere
archiafricana, cobra naturalmente su comisión en especies, echando sendos tragos, de modo
que al acabar un artículo atiborrado de insultos y de calumnias y hediendo a alcohol,
ambos, el salvador del país y su Egeria cetrina, están completamente borrachos. Entonces
leen lo que el Literato ha escrito, y la Musa orillera hace corregir las palabras demasiado
suaves, sustituyéndolas con las más gordas del diccionario populachero y dándoles todo el
fétido aliento de su dipsomanía. Y el engendro de su doble embriaguez delirante es para
ellos algo sagrado, si no divino, el eco exacto y admirable del grito del pueblo. Para los
demás es únicamente, y no puede ser otra cosa, el eructo del porrón.»

No copio más, porque juzgo ahora este sistema de polémica menos distinguido que

entonces, y mucho más eficaz de lo que parece. Va más allá del blanco. Pero agregaré en
mi descargo, si no en mi honor, que estos mismos sueltos, procaces si se quiere, eran

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modelo de discreción y agudeza, comparados con los que entonces solían leerse en la
prensa provinciana, de los que guardo algunos tan curiosos como aquel que discutía el
modo y forma del nacimiento de un personaje puntano... Ni insinuar se puede lo que decía.

Como es fácil de comprender, este deporte periodístico era para mí una diversión

incomparable, que me absorbía largas horas en la rebusca de insidias y gracejos. El resto de
mi tiempo estaba ocupadísimo, pues va había comenzado la agitación política con sus
asambleas de comités, sus almuerzos campestres, sus asados con cuero, sus manifestaciones
callejeras, sus mitines en el teatro o en las canchas de pelota, su serie interminable de
fiestas y reuniones, en que tuve que pronunciar casi tantos discursos como un candidato
yanqui a la presidencia. Pero con un arsenal de lugares comunes que me había formado
salía airoso, barajando, unas veces de una manera y otras de otra, los santos principios de
política, el sistema republicano de gobierno, la unidad y la integridad nacional, el partido
dirigente por excelencia, la hidra siempre amenazadora de la anarquía, la representación
genuina de las provincias, el Presidente de la República, garantía de paz, de prosperidad y
de progreso, la vil canalla de la oposición, la traílla de perros rabiosos de su prensa, la baba
venenosa de la calumnia, los altos intereses del Estado, que defendería hasta el sacrificio, la
era de las instituciones...

y mil otras frases más o menos huérfanas de pensamiento, que el público me escuchaba

con tamaña boca abierta y me aplaudía a rabiar, porque con esa intención o esa consigna
había acudido a oírme.

Pero tanto fue el tolle que armó la prensa local y la bonaerense sobre mi presencia

inmoral y tiránica al frente de la policía, siendo candidato, tanto se protestó contra este
escándalo electoral, que Correa estuvo a punto de ceder y quitarme el mejor escalón para
llegar al Congreso. ¡No en mis días! Las circunstancias me ayudaron otra vez.

Volvían a correr rumores de revolución. En nuestra tierra siempre han corrido rumores

de revolución, sobre todo entonces, y desde tiempo inmemorial. Podía aplicarse al país lo
de que «cuando no estaba preso lo andaban buscando», y la prensa europea glosaba
nuestras convulsiones internas como otros tantos cuadros de una opereta pasada de moda.
Las últimas, sin embargo, habían realizado la «unidad nacional», poniendo al unísono a
todos los gobiernos de provincia, que pertenecían exclusivamente a nuestro partido por
obra y gracia del ejecutivo de la nación, del ejército y de las intervenciones. Pero la
oposición, desalojada hasta de sus últimos baluartes, quería tomar el desquite y se armaba
para luchar en el terreno de la fuerza, declarando que el de la legalidad estaba clausurado
para ella. Mi provincia no constituyó excepción. Pero las oposiciones, cuando no son
enormemente fuertes, resultan muy desgraciadas en nuestro país, y nunca son así,
enormemente fuertes, sino en circunstancias especiales y siempre transitorias. La mayoría,
en realidad, prefiere ser martillo y no yunque.

No tardé, pues, en saber los preparativos que se hacían contra el gobierno local. Los

jefes de dos de las estaciones urbanas de ferrocarriles, que tenían también la dirección del
resto de sus líneas en la provincia, se permitían ser opositores con mayor o menor
franqueza. El tercero se declaraba situacionista, porque no era «forastero» como los otros,
venidos de Buenos Aires y Santa Fe. Este último acudió un día a mi despacho, muy
alarmado, para revelarme que se habían introducido algunos cajones de armas por su línea,
aunque fuera notoria su fidelidad al gobierno y su continua vigilancia.

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-Y si se han atrevido a servirse de mi compañía -agregó- estoy seguro de que se sirven

mucho más de las otras y de que en estos momentos ya hay centenares de fusiles en la
provincia.

-Gracias por la noticia, Sánchez. Ya había olfateado algo de eso.
Pero vaya sin cuidado, que no va a suceder nada... Eso sí, averigüe quiénes han

recibido las armas, pero sin alborotar a nadie, y hágamelo saber. Lo demás corre de mi
cuenta.

Al día siguiente hice citar a los dos jefes opositores, para que concurrieran a la misma

hora a mi despacho. En cuanto los tuve en mi presencia, agitando unos papeles, como si
fueran los documentos reveladores de sus manejos, exclamé:

-¡Sé todo lo que pasa!... Pero de hoy en adelante estoy dispuesto a no hacerme el

desentendido, y a perseguir cualquier malevolencia, cualquier traición... Así pues, desde
este mismo instante me darán ustedes cuenta exacta de todas las armas que se introduzcan
en la provincia por sus ferrocarriles y del nombre de sus destinatarios... Estoy cansado de
hacer practicar estas averiguaciones por mi personal, y es deber de ustedes facilitar la obra
del gobierno. Si no lo hacen y resulta en la ciudad mayor número de armas del que yo
conozco, los haré responsables de todo lo que ocurra y sus consecuencias. Lo mismo digo
respecto de los pueblos de la campaña por donde pasan sus líneas.

Varias veces habían tratado de interrumpirme, protestando de su inocencia y alegando

ignorancia, pero no lo permití. Al final, cuando renovaban sus protestas, les hice callar,
afirmando:

-Estaré siempre al corriente de lo que se hace por mis propios medios, pero ustedes

tienen que informarme con toda exactitud, si no quieren pasarlo mal... Por otra parte, no
tengan cuidado, porque sus informes quedarán completamente secretos...

-Esto tiene que venir de habladurías, de calumnias de Sánchez -insistió uno de ellos,

Smithson-; nadie sino él tiene interés en perjudicarnos.

-¿Qué clase de interés puede tener Sánchez que, por otra parte, no me ha dicho una

palabra?...

-¿Qué clase de interés? -saltó el otro, llamado Peacan-.
¡Congraciarse con el gobierno, para que no se haga la luz en los robos del depósito de

mercancías de su estación central!

-¡Bah! Ese asunto está en mis manos, y la pesquisa se sigue con toda actividad. El

culpable será descubierto, y más pronto de lo que ustedes creen.

Y mirando a Peacan, con sonrisa burlona, como si le insinuara involuntariamente que

Smithson y no otro era el soplón, agregué:

-¡Vaya, vaya! Ni se sueña usted quién me ha informado.
Al despedirme de él remaché el clavo diciéndole en voz baja:
-¿Me cree usted tan simple que no hubiera convocado a Sánchez, si éste fuese mi

informante? ¿Qué costaba llamarlo también, para desviar las sospechas?

En cuanto a Smithson, a quien retuve unos minutos más, también le sugerí la idea de

que el indiscreto era Peacan, y esperé el resultado de mi pequeña combinación. Cualquier
otro hubiera hablado a solas con cada uno de ellos, para tratar de sacarle la verdad, pero
hubiera fracasado inevitablemente; yo, hablando con los dos a un tiempo, suscitando sus
recíprocas sospechas, tenía que lograr mi objeto. Y, en efecto, días después, Smithson me
anunció que acababan de llegar dos cajones de remingtons, consignados a un bolichero de
las afueras, hombre de Zúñiga y Vinuesca, dos de los jefes de la oposición. En cuanto a

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Peacan, más leal o menos asustadizo, había pedido que no se siguiera enviando armas por
su línea, porque estaba descubierto.

Hice seguir los cajones, que quedaron sigilosamente custodiados, para que no me los

escamotearan. Todavía no era conveniente «descubrirlos». Un tercer cajón llegó a casa de
un opositor católico, el doctor Lasso; también lo dejé. Por último, Zúñiga cometió la
tontería de recibir dos en su propio domicilio. Era el momento de obrar. Hice allanar la casa
de Zúñiga y tomarle los fusiles, recogí los que había en las chacras, en el boliche, en poder
de algunos particulares, y escribí a Lasso un billetito diciendo que conocía su depósito de
armas pero que, como no quería molestarlo, porque ambos teníamos «las mismas
convicciones religiosas», él debía mandármelas ocultamente lo más pronto posible.

Correa se quedó boquiabierto al saber la noticia, porque si bien los rumores habían

llegado a sus oídos, nunca les atribuyó importancia, al ver que me encogía de hombros
cuando me interrogaba al respecto. Y honrándome como nunca lo había hecho, me fue a
visitar en la policía.

-¡Ah, muchacho! -exclamó-. ¡Si cuando yo decía que «sos» un tigre!...
¡Ahora lo que hay que hacer es enjuiciar a todos esos revoltosos de porra!
-¡No se precipite! Mire bien lo que va a hacer, don Casiano -le dije-. El pueblo está

demasiado alborotado para que nos metamos en «persecuciones». Lo mejor será practicar
una larga investigación, sin tomar preso a nadie por el momento. Siempre habrá tiempo de
hacerlo en el curso de la instrucción, si vuelven a alzar el gallo. Y ahora, para hacerle el
gusto, permítame que le presente mi renuncia...

-¡Cómo tu renuncia! ¿Has perdido el juicio? Por nada te dejaré que «renunciés» en

estos momentos, ¡no faltaba más!

-Sí, Gobernador. Así se salvan las apariencias. Y usted aceptará la renuncia, pero

copiando este borrador.

Y le presenté una minuta así concebida:
«Considerando: 1º que el benemérito jefe de policía de la provincia, don Mauricio

Gómez Herrera, tiene razones poderosas para renunciar el puesto que con tanto acierto y
patriotismo desempeña; 2º que las circunstancias anormales por que atraviesa la provincia,
teatro de una agitación subversiva, hacen imprescindibles sus servicios:

»El gobernador de la provincia, en acuerdo de ministros, decreta:

»Art. 1º Acéptase la renuncia indeclinable de don Mauricio Gómez Herrera;
»Art. 2º Encárguese al mismo don Mauricio Gómez Herrera del desempeño de las

funciones de jefe de policía de la provincia, mientras duren las presentes anormales
circunstancias.»

-¿Lo firmará? -pregunté.
-¡Pues, está claro!
¡Viva la República! ¡Cualquier día iba yo a dejar que mi elección se hiciera sin dirigirla

personalmente yo!




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- XIV -


Estas sencillas maniobras que no sé si llamar hábiles dieron lugar a un hecho

agradablemente inesperado. María me escribió un billetito, el primero, pidiéndome que
fuera a su casa. Hacía semanas enteras que no iba a visitarla, y recibí su invitación con
verdadero regocijo, como una señal evidente de mi triunfo próximo y definitivo. Corrí a
casa de Blanco sin perder un minuto, y entré en la sala con aire de conquistador, aunque
ligeramente conmovido. Saludé con efusión, pero quedé sorprendido al ver que María me
recibía con cierta gravedad.

-Mauricio -dijo, por fin, entrando en materia-. He creído de mi deber atreverme a

hacerle una advertencia. Usted comprenderá que, dadas nuestras relaciones... amistosas, me
preocupe de cuanto hace, y tenga, como si dijéramos, los ojos clavados en usted... Y,
perdóneme, su actitud me aflige.

-¡No he hecho el menor daño a nadie! -exclamé estupefacto-. Hasta he salvado a los

revolucionarios, negándome a tomarlos presos, como quería el Gobernador.

-No me considere «politiquera». No lo soy. Si me informo de la política, es porque

usted es político; me ocuparía también de usted en cualquier otro terreno en que actuara. La
mujer que quiere conocer su destino sabe adaptarse al medio de su... de los amigos que han
de influir decididamente en su vida.

Una luz me iluminó como un relámpago, y después de callar un momento, pregunté

con afectada tranquilidad:

-¿Hace mucho que no ve a Pedro Vázquez?
-¿Por qué me lo pregunta?
-Simple curiosidad.
-Vino ayer...
-¿Y hablaron ustedes de mí?
-No.
-Sí, María.
-¡No!... Por lo menos no se ha pronunciado su nombre. Hablamos...
hablamos del éxito.
-Y Pedro considera que el éxito es caprichoso, siempre o casi siempre injusto, que se

ofrece al más torpe o al más tonto, y que se niega al mérito, al esfuerzo, al sacrificio... ¡Qué
bien veo a Pedro en esto, y cómo sabe hacerse la mosca muerta para intrigar mejor y dar los
golpes más certeros!

-No. Vázquez considera, como yo, que el éxito suele ser el salario de los que se

doblegan a todas las influencias y se dejan llevar por todas las corrientes, tengan méritos o
no...

-¿Sabe, María, que usted piensa mucho? ¿Sabe que piensa demasiado para poder

sentir?

-¿Y eso significa?...
-Que quien tanto analiza, señal es que quiere poco.
-¿Deben aceptarse las cosas y los hombres sin examen?
-¡Bah! Bien admira a Pedrito...
-Analizando, como usted dice.
Yo rabiaba de celos y de despecho. ¡La Marisabidilla aquélla, que se arrogaba la

facultad de juzgarme, de criticarme y de aconsejarme! Porque si bien no me había dicho

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nada concreto aún, yo leía en sus ojos la amonestación preparada... ¿Con qué derecho?
¡Una mujer, que no debía ocuparse sino de sus trapos y sus cintas! ¿No es odiosa esta clase
de marimachos que se creen dueñas de todo el saber porque han leído cuatro librejos y han
creído meditar cinco minutos? ¡Ah! Todo hubiera concluido allí, si los celos o el amor
propio no me mordieran el corazón. ¡No estar Vázquez presente, para saltarle al
pescuezo!... Y con las manos trémulas de ira y la voz entrecortada dije:

-¡Me ha hecho muchos reproches sin formularlos, María! Usted condenaba mi

conducta, aunque ésta se ajuste estrictamente a lo que exige la vida real. ¡Bah! Usted es una
soñadora, una criatura angelical, convengo en ello, pero ajena al mundo, incapaz de
manejarse en el mundo...

Quizá por eso la quiero tanto... Pero que la quiera no significa que...
No, no tiene derecho a criticarme. Ya se dará cuenta de las cosas, y entonces

comprenderá. Cuando uno se propone llegar a un punto determinado, tiene forzosamente
que tomar el camino que conduce a él, sea una carretera, sea un atajo, sea un desfiladero
entre precipicios... Yo voy, adonde debo ir, por el único camino que tengo, sin mirar hacia
atrás ni hacia los lados, sin que me detengan tropiezos humanos o materiales, pero sin faltar
por ello a mis principios de hombre de honor, a mi...

Una risita entre dolorosa y sarcástica me interrumpió.
-¿Usted cree, entonces -dijo en voz clara-, que sus sueltos del diario, por ejemplo, no

pasan los límites de la gentileza y la corrección, por no decir más?

-¿Mis sueltos? Yo no escribo.
-¡Vamos! No agrave la falta, si es falta, como yo creo, con su negativa. Usted sabe que

esos juegos, que probablemente así los consideran muchos, abren todas las puertas a la
calumnia y al escándalo. El que hoy es objeto de burlas o difamaciones, para vengarse no se
detendrá mañana por consideración alguna, y hará a su vez que todo ruede al pantano, el
enemigo y cuanto lo rodee, sus efectos, su hogar... Las consecuencias de estos excesos
suelen ser terribles, y nadie sabe de antemano hasta dónde pueden llegar.

La miré de hito en hito, sin conseguir que bajara los ojos.
-¿Para eso me ha llamado usted? -balbucí, ardiendo en ira-. ¿Sólo para eso me ha

llamado? ¿No podía ni siquiera esperar?... ¡Pues bien! Yo también tengo algo que decirle:
¡Usted no me quiere, usted no me ha querido nunca, María!

Inclinó la frente con vaga sonrisa dolorosa, y murmuró, arrugando el vestido entre sus

dedos:

-Puede ser. Puede ser muy bien.
En su acento había nuevamente un poco de ternura y un poco de ironía.
Para un frío espectador, hubiera sido evidente que en su alma luchaba la imagen que de

mí se había forjado con la realidad que iba presentándole yo poco a poco. Romanticismo,
en fin. Cuando alzó los ojos, su mirada estaba completamente serena. No dijo una palabra.
Y durante un tiempo incalculable, quizá treinta segundos, quizá media hora, callé y medité.
¿Qué iba a ser de mí, si llegaba acompañado de aquella Aspasia criolla, de aquella Lucrecia
principista? Unirme a ella sería condenarme a una vida de amargos sinsabores, a una tiranía
perenne, a una censura continua e inflexible de todos mis actos. Tuve miedo. Tuve miedo y
al propio tiempo indomable deseo de subyugarla, de dominarla, de someterla a una
incondicional adoración de mi persona. Y obedeciendo a este impulso, traté de serenarme.
Cambié de tono y la dije con mimo que cuanto hacía, bueno o malo -sin saber que pudiera
ser malo-, era por ella, por conquistarla, por prepararle, también la más elevada de las

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posiciones, la riqueza, el poder, la felicidad, que ella merecía más que nadie. Yo no
ambicionaba nada para mí; para ella nada me parecía suficiente.

-Usted es una de las mujeres excepcionales que hacen a los grandes hombres. Con

usted a mi lado estoy seguro de llegar a donde me proponga y más lejos aún... Soy rico,
seré muy rico. Tengo algún poder, lo tendré cada vez mayor. En el país no habrá dentro de
poco quien pueda competir conmigo...

-Sí, Mauricio.
-¿Quién?
-El que piense mejor.
La sombra de Vázquez se condensó ante mi vista. El rival derrotado recuperaba poco a

poco sus antiguas posiciones. Y esta alucinación me desconcertó, porque no acertaba a
explicarme la mudanza de María, pese a los síntomas anteriores. Traté, sin embargo, de
ahondar más en el alma de la joven, y la pregunté:

-¿Sólo para eso me ha llamado?
-No. Quería, sobre todo, decirle una cosa... No hay quien no critique su presencia al

frente de la policía, mientras se prepara su propia elección. ¿Por qué no deja el puesto y
satisface así a amigos y enemigos?


-¡Porque serían capaces de dejarme a pie! -exclamé sonriendo-. Se necesita ser muy

ingenua, María, para preguntarme o para pedirme semejante cosa.

-Y sin embargo, yo creía... -murmuró, casi con las lágrimas en los ojos,

conmoviéndome a mí también con su tono de queja.

En esto, entró en la sala don Evaristo que, viendo nuestro enternecimiento, creyó dado

el gran paso y zanjadas las últimas dificultades.

-¿Se adelanta algo, muchacho? -me preguntó, sonriendo alegremente, en la esperanza

de una grata noticia.

-¡Ah, don Evaristo! Mucho me temo que la oposición se haga dueña del poder -

contesté.

Don Evaristo entendió la frase en su sentido más directo y me sometió a todo un

interrogatorio sobre la situación política de la provincia.

María escuchaba mis palabras, posiblemente sin oírlas, con los ojos muy abiertos, tan

abiertos como cuando uno mira a su interior.

Días más tarde volví. Dominábame el insensato deseo de reconquistarla, un arrebato

sólo semejante a la sed de venganza de un ultraje terrible, todo el feroz impulso del amor
propio desenfrenado. Ella mantenía a toda costa la conversación en el terreno de las
generalidades, muy correcta, fría, apenas amable, de cuando en cuando. Yo me ponía
alternativamente rojo y pálido. A veces sentía ganas de lanzarme sobre ella, de sacudirla, de
dominarla por la fuerza bruta, pero la presencia de don Evaristo, que nos acompañaba,
probablemente a indicación suya, impedía toda iniciativa, imposibilitaba toda nueva
explicación.

Las elecciones iban a practicarse el domingo, tres días después.
Blanco me habló de mi diputación, segura ya, de mi gran papel futuro en Buenos Aires.

Yo le repliqué, con fingida modestia:

-Se puede ser el primero en Los Sunchos, uno de los primeros aquí, y el último o poco

menos en la gran capital. ¡Cuántos que brillaron en sus pueblos naufragan y se pierden en

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Buenos Aires! Y puede que yo mismo llegue a ser uno de tantos, tantos, perdido entre la
multitud...

-Es posible -murmuró distraídamente María.
Una oleada de sangre me subió a la cabeza, y empecé:
-¡Y se imagina usted que yo!...
Pero me contuve, y salí trémulo de rabia, casi sin despedirme.
Las elecciones me dieron el triunfo. Al día siguiente de practicado el escrutinio, resigné

mi puesto en manos de mi sucesor, y comencé a preparar el viaje a Buenos Aires, teatro de
mis futuras hazañas, mientras en el cerebro me trotaba la maldita hipótesis, tan fácilmente
aceptada por María... ¿Iba yo, gallo de aldea, prohombre de provincia luego, a desmerecer
en la capital, a ocupar un rango inferior, a no abrirme paso hasta la primera fila? Y
recordaba invenciblemente el triste papel representado por tantos comprovincianos,
brillantes en el «pago» y después deslucidos, opacos y oscuros, en cuanto salieron de su
centro, indebidamente confundidos en la corriente de selección del país que aspira y
absorbe la capital.

¡Oh, María, María! ¡Cómo deseaba triunfar, conquistar Buenos Aires, para avasallarla

también a ella, de rechazo, en una hipótesis de mi amor propio!



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- I -


Aunque ya estuviese bastante acostumbrado a la vida intensa de la gran metrópoli,

Buenos Aires me mareó en un principio, y este fenómeno se explica: hasta entonces sólo
había ido allí por paseo, sin nada bien determinado que hacer, el tiempo completamente
mío, contando siempre con el refugio hospitalario de mi ciudad, como un baluarte que me
defendería en caso necesario, pudiendo elegir mis relaciones, retraerme o prodigarme,
según me conviniera; simple visitante, en fin, a quien hasta los enemigos reciben corteses,
como en un alto del combate; mientras que esta vez, iba a radicarme allí, con un plan de
conducta establecido en sus grandes líneas, y obligaciones políticas y sociales, deberes de
orden diverso, necesidades urgentes como la de ponerme al diapasón del gran centro, para
no hacer un papel ridículo, sin contar ya con tirios y troyanos, como que entraba
decididamente en la arena, ni poder pensar en el modesto abrigo de la provincia, pues
retirarme sería equivalente al más estruendoso fracaso.

Al mareo contribuía también la embriaguez de mi triunfo, la satisfacción arrebatadora

de verme con un pie en los últimos peldaños de la inmensa escala, pudiendo considerar que
todo me era accesible, que todo estaba al alcance de mi mano. Y otra cosa más: quise,
apenas llegado, reconstruir mis antiguos ensueños de cuando vagaba desocupado en la gran
ciudad, aquel vasto proyecto de aparecer, y deslumbrar, trabajando activa y brillantemente

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por la unión estrecha de Buenos Aires y las provincias, por la extinción total de los viejos
antagonismos; pero, apenas me puse a pensar en esta «misión» me pareció trivial, infantil,
ya realizada o en vías de realizarse, y temí dar pasos en falso, exponerme a las burlas de los
hombres experimentados y escépticos, hablar como una criatura...

No, si no es tan fácil la iniciación como parece.
-¡Bah! -me dije-. Lo que debo hacer es, por una parte, ocultar que estoy algo

«boleado», que me azoro como un advenedizo, y, por otra, no darme por ahora aires de
grande hombre, ni esforzarme por llegar a serlo, mientras no se me ofrezca una oportunidad
verdaderamente favorable...

Seamos modestos, Mauricio, hasta la hora de ser soberbios.
Gracias a un dominio de mí mismo que me permitía parecer tranquilo e indiferente en

las mayores pellejerías, conseguí que nadie advirtiera mi azoramiento. En cuanto al otro
autoconsejo, lo modifiqué, pensando que, sin aparentes pretensiones, podía y debía
presentarme y aun con atildada elegancia en cuanto a mi exterior se refería. Renové, pues,
mi guardarropa, abandonando los trajes que en provincia podían dar el tono, pero que en
Buenos Aires resultaban lugareños por no sé qué detalles de corte, de color, creo que hasta
de olor; comencé a frecuentar los grandes «restaurants» a la moda, los teatros, los clubs, los
círculos que ya conocía, con el rumbo discreto que siempre acostumbré, y esto me hizo
creer un instante que comenzaba a ser popular. Veíame siempre, en efecto, rodeado de un
círculo de amigos y conocidos que se ensanchaba cada día, y del que era o del que creía ser
eje principal, pues todos me demostraban no sólo deferencia, sino también hasta
admiración. Señuelo de este rebaño habían sido algunos camaradas, que en mis visitas
anteriores se sentaban a mi mesa y me iniciaban en el conocimiento de los más amables
rincones de la capital; pero antes no eran tan numerosos ni tan permanentes -no me
parecieron así, al menos gracias a lo transitorio de mi estada-, mientras que, en este nuevo
período, llegué a considerarlos innumerables y pesados en demasía, sobre todo cuando
saqué cuentas al cabo del segundo mes: me había gastado lo que creía suficiente para medio
año, por lo menos. Mis recursos, grandes en provincia, resultaban escasísimos en la capital,
llena de declives, cloacas y alcantarillas por donde se va el dinero como agua en día de
lluvia, sin que, para quedarse sin un céntimo, sea preciso caer en la exageración de prestar a
cuantos piden. Resolví, pues, substraerme un poco a la admiración de mis contemporáneos,
y recordé mis buenos propósitos de modestia, jurándome cumplirlos esta vez.

Con todo, y aunque hubiera podido descontar desde luego mis dietas de diputado, el

dinero no me alcanzaba, en medio de aquel «maelstrom» devorador, sobre todo, si quería
mantener íntegra mi pequeña fortuna, como era mi intención. Puede que se me considere
ávido y hasta mezquino por esto, pero era sólo previsor y sabía gastarme las rentas sin
pestañear. ¡Y qué hubiera sido de mí a no proceder de esta manera, cuando tantos más ricos
que yo, arrastrados por la corriente, fueron luego a rodar al abismo de la miseria, o poco
menos!

Era urgente, pues, arbitrar recursos, y para ello escribí a Correa, pidiéndole un auxilio,

en forma de comisión gubernativa, u otra cualquiera. Había observado que los funcionarios
y empleados mejor retribuidos eran generalmente ricos o de mediana posición, como si los
poderes públicos se empeñaran en conservar y aumentar las fortunas, y mantener un
patriciado seguramente necesario para la buena marcha del país. Esto es más lógico de lo
que parece. Los hombres, por muchos méritos que tengan, acostumbrados a vivir con poco,
no necesitan de grandes recursos, especialmente si trabajan de veras, y darles más que el

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bienestar en sus comienzos suele ser pervertirlos; mientras que los nacidos en la abundancia
deben ver protegida y conservada su posición, pues de otro modo fácil sería que hicieran
disparates, perdieran la riqueza y se hundieran, comprometiendo luego a buena parte de la
sociedad, en su insuficiencia para resurgir por propio esfuerzo. Esta acción conservadora de
los poderes y de la colectividad acomodada, es evidente y es plausible. ¿Quién no
encontrará bien que, en el caso de Faustino Estébanez, perdido por deudas de juego, todo el
mundo le ayudara pecuniariamente a salvarse, aunque fuera un inútil, mientras que a
Renato Pietranera, el físico, que buscaba la solución de no sé qué problema y se moría de
hambre, nadie le facilitó recursos y tuvo que desistir, buscándose la vida como dependiente
de comercio? En el primer caso, la vergüenza de Faustino recaía sobre todos los Estébanez,
emparentados con la alta sociedad, y no era posible dejarlo en el pantano, por lo cual,
después de pagadas sus deudas, se le envió con una misión al extranjero; en el segundo,
nadie, ni el mismo Pietranera quedaba comprometido, y si sus trabajos eran realmente de
valor, no se habían de evaporar por eso.

Hombres más grandes que lo que él pueda ser, han vivido en la miseria, pero la

humanidad no ha perdido sus obras. En suma, harta mezcolanza social hay en nuestro país,
para que nos ocupemos en aumentarla.

Don Casiano, buen gaucho, considerando, sin duda, que yo podía serle muy útil en

Buenos Aires, me procuró inmediatamente una prebenda, una representación innecesaria
pero bien pagada, ante diversas oficinas públicas que tenían asuntos con la provincia. Con
esto podía manejarme, pues ya he dicho que tenía prudencia, y no cometería locuras
irremediables, ni siquiera peligrosas, aunque fuera capaz de despilfarrar las entradas y
beneficios extraordinarios con la mayor impavidez, como lo hiciera hasta entonces. En las
luchas anteriores a mi elección, la prensa opositora me acusó más o menos injustamente de
malversaciones, de «coimas» exigidas a los proveedores de la policía, de sobresueldos
secretos recibidos del gobierno, de cientos de vigilantes «comidos», como se los comía don
Sandalio Suárez, el comisario de Los Sunchos; cierto es -no tengo reparo en confesarlo,
porque en aquella época todo el mundo hizo lo mismo-, cierto es que acepté cuanto se me
ofreció, pero también es verdad que no lo hice por aumentar mis capitales, sino con entero
desprendimiento, por darme mejor vida: todo aquello, como vino se fue, y a no ser por la
especulación de mi chacra y otras emprendidas con platita de los Bancos, mi fortuna sería
muy modesta. Amo el dinero, pero no por el dinero mismo, sino por la libertad que procura
y complementa -porque la libertad, sin medios de acción, no es libertad, ni es nada, tanto,
que se ha llegado a hablar de la «libertad de morirse de hambre»-.

Desgraciadamente, las gangas a que más arriba me refiero, habían cesado, y en Buenos

Aires no podía conquistarme otras nuevas mientras no estuviese en el ejercicio de mis
funciones. Ya me desquitaría más tarde, y, entretanto, el sueldito de Correa me venía como
anillo al dedo.

Para modificar mi vida, dejé, pues, el hotel suntuoso y caro en que me había hospedado

y alquilé una casita antigua en la calle central -tres o cuatro habitaciones y las
dependencias, no muy primitivas-, la hice empapelar, pintar, amueblar con cierto gusto -con
ese gusto innato de la familia, que permite a uno de mis tíos hacer viajes a Europa con el
beneficio de los muebles que compra allí y usa y revende aquí-, y me instalé como quien
está dispuesto a llevar una vida seria y arreglada.

Llamé a Marto Contreras para que fuese mi hombre de confianza, y completé el

servicio con un cocinero y un sirviente que salía de una casa aristocrática, y que halló modo

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de robarme como un pazguato. Y, ya en mi casa, en vez de correr cafés y restaurants y
«rotisseries», me limité a mis clubs y círculos, y frecuenté mis relaciones, previo estudio de
sus características, y fui espiritual y escéptico en unas partes, bonachón y creyente en otras,
austero aquí, liberal allá, tolerante acullá, sectario unas veces, despreocupado las más. Y así
logré que se me recibiera con gusto, pero sin entusiasmo, porque mi figura permanecía
indecisa y enigmática, e inspiraba, cuando mucho, una especie de tibia curiosidad.

En esto, pasóseme el tiempo y llegaron los primeros días de mayo, el mes de la apertura

del Congreso en que iba a estrenarme. Ahorro la crónica de las sesiones preliminares, de las
largas guardias en los salones y los pasillos de la vieja casa que parecía un reñidero de
gallos en el recinto, y una carnicería para gigantes desde afuera, y llego a la defensa de mi
diploma, que fue en un día desagradable, de humedad y viento norte, enervante y hosco, tal
como sólo se ve en Buenos Aires. Los días húmedos de la capital, cuando reina el norte
pegajoso y hasta mal oliente, me molestan de un modo indecible. Los ruidos me son más
discordantes, más ensordecedores, los movimientos más difíciles, como dolorosos, las ideas
más escasas, como ausentes, los olores más intensos e ingratos, hasta nauseabundos, la luz
falsa, engañosa, mareadora, las aceras son lodazales, las paredes chorrean agua, los vidrios
sudan, los hombres se muestran irritables, provocativos, impertinentes, las mujeres andan
como sonámbulas y todas parecen viejas; cualquier frase, insignificante en otros momentos,
se convierte en insulto; los nervios, exasperados, nos hacen momentáneos pero acérrimos
enemigos de seres y de cosas, y creo que en un momento así no nos sería muy difícil acabar
con el mundo, si ello dependiera de nuestra voluntad. En tales condiciones tuve que
mantener la validez de mi diploma.

Comencé vacilante, con la palabra floja y cansada, en medio de la indiferencia

ambiente; pero el mismo desgano de mi auditorio me excitó, me irritó poco a poco,
lanzándome en mi oratoria acostumbrada. Soy verboso y brillante. No importa que no sepa
lo que voy a decir: sustituyo fácilmente las ideas con figuras, con frases retumbantes y
efectistas, con imágenes a veces pintorescas, que subrayan muy bien mis actitudes y
ademanes de actor. Como no me detengo pese a las frecuentes interrupciones, ni doy
tiempo al examen, llego sin esfuerzo a cautivar a los oyentes y aun a arrancarles el aplauso.
Aquella tarde memorable, a las acusaciones de coacción, contesté entre otras cosas, cuando
ya estaba en vena:

«¡Se me acusa de la antítesis de mi acción! ¡Precisamente! He garantizado la libertad

del sufragio, me he desvivido por ella en las altas funciones que me incumbían; no he
movido un dedo para que se proclamara mi candidatura... Estaba demasiado ocupado en
mantener la paz y el orden en nuestra provincia: estaba demasiado ocupado en arrancar,
más por la persuasión que por la violencia, de manos de los agitadores, las armas con que
querían imponernos un estado anárquico... Y si mi candidatura surgió en el último instante,
una vez pacificada la provincia, gracias a mi humilde esfuerzo, cuando ya no era jefe
político, sino comisionado eventual para mantener el orden, fue porque la parte honesta, la
parte patriota, la parte bien pensante de la opinión -que es, afortunadamente, la mayoría en
mi provincia, y en el país entero-, quiso afirmar, exteriorizar, materializar sus nobles
aspiraciones, eligiendo por su representante al más modesto de los ciudadanos, al más
insignificante de todos, sólo porque había realizado desinteresados y generosos -¡sí,
generosos!- sacrificios en pro de la verdadera libertad, que no es la licencia ergotista, ni
menos la incendiaria anarquía... Al oleaje desbordado de las pasiones inconfesables y de las
ambiciones malvadas, se ha opuesto en mi persona sin relieve ni méritos, la playa de arena,

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mansa, que aplaca sus furores, siendo como es, apenas, un lazo de unión entre la ola
devastadora y la tranquila paz de los campos fecundos».

Ya con Pegaso desbocado agregué que a estas consideraciones de hecho se sumaban

otras simplemente morales, intelectuales y étnicas, que, haciéndome un prototipo de la
nacionalidad (gracias, Vázquez), demostraban hasta la evidencia la bondad de mi elección:

«El hombre que lleva en todo su ser el sello de la familia -de una familia que ha dado

héroes y mártires a la patria-, dondequiera que vaya es reconocido como miembro de esa
familia, como genuino, como su más genuino representante, y yo me encuentro aquí, en el
seno de mi verdadera familia patricia, como un hijo pródigo quizá, pero afectuoso y sin
mancha, que se enorgullece de reincorporarse a los suyos... ¡Sí, señor Presidente!

¡Sí, señores diputados! ¿Sabéis cómo me llama la gentil Buenos Aires?
¿Sabéis cómo se me indica en todos los centros políticos y sociales que tengo el honor

de frecuentar?... ¡El provinciano!... ¡El provinciano!,(5) adjetivo que me enorgullece,
porque demuestra la legitimidad de mi representación... Aunque sin merecerlo, puedo
afirmar que dondequiera que yo esté está mi provincia... ¿Y qué, si no esto, manda la
Constitución al estatuir que todas las regiones del país estén sintéticamente reunidas en este
recinto? ¿Y cuál de mis honorables colegas -no vacilo en llamarlos así, adelantándome a su
justa sanción- puede invalidar este doble reconocimiento de mis comprovincianos y del
resto de los argentinos reunidos en la capital, síntesis del país?»

Alguien replicó que todo esto era literatura y que yo sólo había demostrado mi carácter

de... provinciano; y como la barra había aplaudido, y como mi diploma estaba aprobado de
antemano, se votó y pasé a prestar juramento.

Grandes felicitaciones en antesalas, comentarios, lisonjas:
-¡Nos ha nacido un gran orador!
-No desmiente la casta.
-¡Está bien, amiguito; así me gusta!
Un opositor, echándoselas de inglés, murmuró el título de una comedia de Shakespeare:
-Much ado abouth nothing.
Y otro le replicó:
-Esperemos a que vengan las ideas.
Raza envidiosa, raza de víboras. ¡Como si ellos tuvieran tantas!


- II -


No sé si bien o mal inspirado, don Evaristo me convidó a comer antes de mi partida

para Buenos Aires. La reunión, muy íntima -estábamos únicamente los tres-, fue, sin
embargo, casi tan ceremoniosa como nuestros primeros encuentros con María en su casa.
Sólo Blanco demostraba o afectaba buen humor, y me invitó a que le escribiera dándole
noticia de mis primeros actos e impresiones, cosa que le prometí:

-Y usted, María, ¿me escribirá? -le pregunté.
-Yo no sé escribir, Mauricio, pero siempre acertaré a decirle si estamos buenos o no.

Cualquier cosa que añadiera podría hacerlo enojar.

Esta alusión al final de nuestra última entrevista me supo mal, pero sólo repliqué,

tratando de ser afectuoso.

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-Aunque sea una línea suya, me hará muy feliz. Me permitirá esperar con calma que se

cumpla el plazo.

-¡Ah!... ¡Falta tanto aún!... Ya pensará en otra cosa...
Ciego, no veía o no quería ver que la niña me estaba despidiendo, que desde mucho

antes había renunciado a su capricho de un minuto, que yo no significaba nada para ella, y
que todos mis esfuerzos, todo mi amor propio, toda mi pasión, se estrellarían contra su
indiferencia. Pero también, que mantendría su palabra, y que no se avenía a que se pisoteara
su orgullo con un desdén.

-Y usted ¿pensará en «otra cosa»? -pregunté.
-No, Mauricio, yo no tengo más que una palabra... Lo dicho, dicho está. Y escuche,

¿quiere? Deseo de veras, deseo con toda el alma que cuando el plazo se cumpla podamos
darnos la mano... para toda la vida.

-¡Ah! Esto me consuela de muchos malos ratos... ¿Es decir que me quiere un poquito,

María?

-Sí...
La despedida fue más tierna de lo que yo esperaba. Ambos nos conmovimos y

quedamos largo rato con las manos enlazadas. Llegué a creer que la había vencido,
conquistado para siempre, y sentí honda satisfacción. Pero esto duró poco. A un saludo que
la dirigí al llegar a Buenos Aires contestó con una fórmula corriente de cortesía, y con esto
quedó cortada casi radicalmente nuestra correspondencia. Así se explica que pensara poco
en mi cuasi-novia, en medio de las febriles disipaciones de la capital, que, aun sin tener que
concurrir a la Cámara, no me hubieran dejado en aquel tiempo ni un minuto para la
meditación. Bailes, tertulias, comidas, teatros, carreras, paseos, no me permitían ni siquiera
seguir mi vieja costumbre de leer algunas horas, por la noche, en cama, buscando la
tranquilidad de los nervios antes de dormirme. La noche me la consumían, después del
teatro, las partidas, las largas partidas en el círculo, con los prohombres de la situación.

No sé por qué se niega que el juego de naipes tenga otro interés que el del dinero y se

diga que los que «cambian cartas es porque no saben cambiar ideas». Yo le encuentro,
entretanto, mucho interés «moral» y hasta una grande importancia, no por sus
combinaciones y azares en sí, sino por lo que desarrolla la facultad de conocer a primera
vista el carácter de los hombres, y hasta adivinar sus pensamientos. Más que cualquier otro,
un jugador sabrá cuándo una persona le miente y hasta qué punto llega la mentira, y estoy
cierto de que Facundo Quiroga veía más esto por jugador que por gaucho. A mi juicio, todo
político debe ser jugador -con tal que no se dedique a juegos de simple azar ni de pura
destreza-, pues la práctica de los naipes le dará dominio sobre sí mismo, facilidad para
improvisar ardides y subterfugios, ojo clínico para descifrar caracteres, habilidad para
descubrir las tretas del adversario, y esa serenidad que permite perder hasta la camisa sin
que nadie se entere, serenidad que en el público versátil hace sobrevivir el prestigio a las
mayores derrotas, facilitando así el, de otro modo, imposible desquite.

¡Ay del político si el pueblo advierte que está totalmente arruinado!
Ése no volverá a brillar, porque no le ha quedado ni un albur, como un jugador sin plata

y sin crédito, que no puede apostar sobre palabra.

Por otra parte, aquellas largas partidas eran mucho más interesantes que las de mi club

provinciano, y no porque parecieran más animadas. Por el contrario eran correctas, casi
frías, sin las exclamaciones y los ternos que solían salpicar las nuestras; pero en los
intervalos se cambiaban algunas ideas útiles, algunos datos importantes, entre todos iba

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formándose una especie de solidaridad, de complicidad, y no faltaban, tampoco, las notas
amenas. Una noche, por ejemplo, extrañábamos la ausencia del secretario de policía, gran
punto que nos tenía locos por su apasionada manera de jugar, cuando lo vimos entrar como
una tromba y sentase en su sitio acostumbrado, exclamando:

-¡Llego tarde, porque vengo de sorprender a unos jugadores!...
Ni faltaba su poco de psicología, más o menos trasnochada. Uno de mis colegas de la

Cámara, sin darse o dándose cuenta de que escupía al cielo, me dijo cierta noche:

-Mire, Herrera; uno se siente caballero junto a un tapete verde; pero si permanece

mucho tiempo aquí, seguro que se levanta siendo un pillo...

-O un sonso -completé.
Sin embargo, los «griegos» eran escasos en nuestras reuniones, en las que no se hacían

«más trampas que las necesarias», como dicen los prestidigitadores espirituales según la
receta. Varios hubo... Pero esto es tan general en el mundo civilizado que no hay para qué
entrar en detalles.

Algunas veces, al dejar la partida y salir a la calle, la hora del alba sumergía el

empedrado, las aceras, las fachadas, en un baño de azul tan intenso, que yo me quedaba
absorto ante aquella maravilla monocroma, mucho más sorprendente al dejar la iluminación
anaranjada de los salones.

Pero sólo un espectáculo excesivo como éste podía llamarme la atención en el

enervamiento de la partida; las medias tintas, los matices me dejan indiferente.

Así también la vida de la ciudad, que sólo podía detenerme en sus grandes

manifestaciones, y cuyos matices me escapaban, en la preocupación de la importante
partida que estaba dispuesto a jugar, pero que no veía «armada» en ninguna parte: la partida
de mi porvenir.

La iniciación era muy dura. Muchas veces me eché a muerto, renunciando a abrirme

camino de las últimas a las primeras filas. ¡Era tanta la competencia en todos los terrenos
accesibles para mí! Aun en el del servilismo. Recuerdo el caso de aquellos dos personajes,
hombres de reconocido valer, que se precipitaron a abrir la portezuela del carruaje, para el
Presidente que salía del Congreso. El que quedó atrás, dijo al otro, irritado:

-¡Adulón!
Y su competidor triunfante, todavía doblado en una gran reverencia, replicó:
-¡Envidioso!
Mi incipiente reputación oratoria no me bastaba, faltándole las ocasiones de hablar sin

peligro y con brillo. Se debatían cuestiones demasiado complejas, demasiado técnicas para
que pudieran lucir las lindas y sonoras frases huecas de mi repertorio, y no me encontraba
con valor suficiente, por el momento, para emprender el estudio a fondo de un asunto
determinado, tanto más cuanto que, desde nuestras filas, los argumentos debían ser muy
especiosos y singularmente hábiles para que resultaran admisibles. Toda la elocuencia
parecía haberse vuelto del lado de la oposición...

Debatíame, pues, en la oscuridad, y más que entonces, mucho más que entonces lo

comprendo ahora cuando, como fondo a mi individualidad, trato de poner aquella
decoración de ciudad-emporio, y aquella época de delirio de las grandezas. Desaparezco,
no resulto yo, «pigmeizado», y lo peor es que tampoco acierto a dar la impresión de aquel
pandemonium, de aquel desenfreno de ambiciones y lujurias, sólo regido por el egoísmo
más feroz, y en el que la gente solía entredevorarse acariciándose. Así los «amigos» del
club, indiferentes en cuanto se levantaban de la mesa...

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Pugnaba yo por abrirme paso en la alta política, pero el destino, mi protector

incomprendido entonces, no lo permitió. Me guardaba para después, no quería que me
comprometiera. ¡Sabio destino! Él veía en el futuro que toda aquella grandeza iba a ser
derribada de un soplo, y que sólo subsistirían, no los árboles erguidos, sino el cepellón que
crece mejor cuando el bosque se aclara. Bien es cierto que, después, si yo he crecido,
muchos de aquellos árboles tronchados han vuelto a retoñar. No hay que quejarse. Sólo los
muertos no vuelven.

Perdóneseme esta digresión: es la última o una de las últimas, porque comprendo que,

después de tan larga caminata como hemos hecho juntos, el lector, viendo o creyendo ver
próxima la etapa final, me incita a no detenerme a coger flores y contemplar el paisaje, sino
a seguir andando «derecho viejo», hasta el apetecido descanso. Dejaré, pues, que los hechos
se expliquen por sí solos, tanto más cuanto que pienso en la posible excelencia de unas
memorias escritas de ese modo desde la primera página.

Resultarían admirables quizá, pero no serían «mis» memorias, pues tengo cierta

cavilosidad característica que me lleva a los análisis minuciosos.

Mas lo prometido es deuda. Vamos a los hechos descarnados.
Luis Ferrando, uno de mis camaradas del club, joven insignificante pero muy difundido

en los salones de la alta sociedad, me abordó cierta noche diciéndome:

-Usted, que es un verdadero orador, ¿no sería capaz de hablar en una velada de caridad

que organizan las Amigas de los Pobres, una sociedad formada por las señoras más
distinguidas?...

-Si ellas creen que puedo servirles...-contesté, pensando que aquello me era

conveniente.

-Me han encargado, justamente, que se lo pida.
-Entonces, no hay más que decir... Cuando esas damas quieran.
La fiesta resultó magnífica y en ella pronuncié el más florido de mis discursos, como

podrá verse por el siguiente párrafo, que no era, ni con mucho, el más deslumbrador:

«Como la cascada que, saltando desde la altura, deshecha en lluvia de colores, en

avalancha de piedras preciosas, fecunda todo el alto monte y toda la campiña, desde la
planta aromática de la cumbre hasta la flor de la falda, hasta la espiga del llano, hasta el
árbol corpulento y añoso que crece entre las grietas del peñasco, así el sentimiento
desbordante, así la irisada caridad de la mujer argentina baja desde la cima excelsa en que
es soberana, hasta la hondonada oscura en que hormiguea la humanidad doliente; y lo que
arriba se llama Gracia, abajo se llama Beneficencia.

¡Oh! ¡Dadme, dadme vuestra limosna admirable como único premio de mi vida!
¡Si soy un mendigo, tendré por vosotras dónde recuperar los alientos perdidos; si soy

un triunfador, encontraré en vuestras manos la corona de laurel; si soy un poeta, tendré en
vuestros ojos, cuando entone un sublime canto, la gota diamantina de rocío, la gema
incomparable que no puede pagarse con todos los tesoros de la tierra, de vuestros tiernos,
de vuestros abnegados, de vuestros preciosos sentimientos, emanación única de Dios!»

Esto parecerá rebuscado, enfático, y a los más exigentes hueco, ¡pero había que oírmelo

decir con mi voz sonora y musical, y mi ademán, al propio tiempo amplio, rítmico y
dominador! Un calofrío por toda la sala, como una ráfaga de viento en un trigal; las mujeres
lloraban, los hombres aplaudían a despellejar las manos. ¡Qué triunfo aquél!

Al salir del teatro, en medio de los agasajos, los apretones de manos, las felicitaciones

entusiastas que exteriorizaban mi triunfo, Ferrando se me acercó en el vestíbulo, donde las

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damas aguardaban sus carruajes mal cubriendo con los abrigos todavía innecesarios, dada
la estación, sus riquísimos trajes de soirée.

-Un caballero y una señorita muy distinguida acaban de pedirme que lo presente. Allí

están aguardando en el coche. ¿Quiere venir?

-¿Quiénes son?
-Don Estanislao Rozsahegy (pronunció Rozsahegui) y su hija Eulalia, una muchacha

preciosa...

Y mientras yo le decía «Vamos allá», él agregaba aún:
-La más rica heredera de Buenos Aires...


- III -


Soplaba el pampero, picante y vivaz, y bajo mi sobretodo sentíame como un hombre

nuevo, más alegre y más resuelto que de costumbre, para quien todas las empresas tenían
que resultar fáciles y gratas. Por el cielo azul cobalto, transparente como una vidriera de
colores, cruzaban rápidas nubes blancas y cenicientas, caprichosamente redondeadas,
mientras que el sol, velado por momentos, lanzaba en otros a la tierra sus rayos cálidos aún,
en una iluminación de apoteosis. Bajé a buen paso por las calles que el domingo dejaba
desiertas y vibrantes como una caja de resonancia, hasta la vieja y miserable Estación
Central, donde iba a tomar el tren para Los Olivos. Don Estanislao Rozsahegy me había
invitado a una «garden-party» -la última de la estación- en su magnífica quinta.

Durante el viaje recapitulé, sacudido por el traqueo del vagón, los preliminares de

nuestra naciente amistad. Después de la presentación en el vestíbulo de la Ópera, me había
abierto su casa, y suplicado a Ferrando que me llevara una noche, pues, de otro modo, yo
sería «capaz de no ir».

Los había visitado una o dos veces, y digo «los», porque quien me atraía era Eulalia,

que, indiscutiblemente, había quedado prendada del orador y del hombre, y que no trataba
de disimularlo. ¡Es tan grato verse querido!... Aunque sea por la hija de don Estanislao
Rozsahegy, advenedizo enriquecido en el comercio y la especulación, que comenzó su
carrera triunfal ejerciendo los oficios más bajos, a quien todo el mundo adulaba y de quien
todo el mundo hablaba mal en su ausencia. Nadie sabía, a ciencia cierta, cuál era el
verdadero punto de partida de su enorme fortuna, valorada en muchos millones: unos
decían que se había «sacado una grande» en la lotería; otros que Irma, su mujer -eslava o
teutona, zafia e ignorante, que quién sabe qué había hecho en su primera juventud-, le llevó
en dote unos cuantos miles de pesos; los menos afectaban sospechar una procedencia poco
honesta, si no criminal, a los fondos con que inició su brillante carrera de agiotista.
Hablillas sin fundamento quizá, y para cuya aclaración hubieran sido necesarias las
investigaciones más minuciosas, porque en un cuarto de siglo de triunfos, los testigos de los
comienzos habrían desaparecido u olvidado. Lo incontestable era su riqueza, su habilidad
de banquero, su adivinación de especulador, su acierto y su suerte de bolsista, que le
permitían aumentar sin tregua una fortuna ingente ya. En cuanto a su físico y sus maneras,
sólo diré que era rechoncho sin ser obeso, moreno y velludo, con la cabeza como una bola,
los ojos pequeños y maliciosos; negros como el grueso bigote teñido que dominaba una
nariz chata y ancha, de grandes fosas bien abiertas, como para olfatear mejor los negocios,

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brazos cortos y manos gordas, enormes, peludas, de dedos enanos y deformes -atractivos
todos estos complementados con ademanes bruscos e irregulares, voz rotunda de bajo,
franqueza afectada hasta la vulgaridad si no la grosería, y lenguaje incorrecto de hombre
que nunca aprendió gramática alguna, ni la de su país de origen ni la de aquél en que había
clavado definitivamente su tienda-. Irma, su mujer, debió ser hermosa cuando joven, pues
aún le quedaban algunos restos que la hacían parecer a la Isabel Bas de Rembrandt, pero sin
la extraordinaria nobleza de esta gran dama de la burguesía flamenca. Era, también, tosca y
familiar con todo el mundo, hasta extremos chocantes, y hablaba en un inverosímil dialecto
de su exclusiva composición.

En cambio, Eulalia era tan bonita como distinguida, y lo parecía más junto a sus padres,

por contraste, como si éstos fueran zafios y grotescos para que resaltara la delicadeza de su
fina persona, su frente clara y abovedada, sus ojos profundos rodeados de una aureola
oscura que les daba un encanto dulce y luminoso, la boca dibujaba como una caricia, la
nariz algo larga, recta, la barbilla como la de un niño. Y con esto unas manos de largos y
admirables dedos, una voz argentina, convincente y subyugadora, que subrayaba siempre su
linda, su graciosa sonrisa de buen humor, y un cutis terso, blanco, sin mancilla, ligeramente
matizado de rosa. Parecíame mucho más bonita que María Blanco, sobre todo mucho más
mujer y mucho más niña. La otra iba rodeada de una aureola de severidad, que la hacía
como lejana e intangible, y sus trajes modestos, casi austeros, poco o nada ceñidos a la
moda, añadían a la impresión de alejamiento que esto producía. Eulalia, en cambio, siempre
alegre, siempre riente, conversadora y bromista, vestía trajes elegantes, quizá demasiado
ricos y vistosos para su edad y su estado -pero, por otra parte, ya se había perdido en el país
la costumbre de hacer que las jóvenes se vistieran sencillamente y sin joyas hasta el día de
su casamiento...- Puestas ambas en parangón, y como mujeres, no como Egerias, no cabe
duda que el triunfo correspondería a Eulalia.

Me había encantado, pero no estaba enamorado de ella como podría creerse: otras

aventuras, muy recientes aún, y con todo el atractivo de la novedad, me absorbían entonces,
y mis relaciones con Laurentina de la Selva, la viuda treintona codiciada por tantos y tan
apetecible, no eran un secreto para la parte de la sociedad que frecuentábamos... ni para el
resto tampoco. Esta vinculación -sobre la que no insistiré porque es innecesario- bastaba
para distraerme y hacerme rehuir o postergar todo otro devaneo, pues, en cuanto a la parte
seria de la vida, no abandonaba por estas consideraciones, galanteos y flirts, mis proyectos
matrimoniales con la buena María.

Llegué, en fin, a Olivos y a la quinta de Rozsahegy, donde, pese al fresco intempestivo

del día, numerosas parejas paseaban por los jardines y se divertían animadamente en
diversos juegos, al son de una música discreta. Eulalia debía estar atisbando, pues apenas
llegué salió alegremente a mi encuentro.

-¡Bien venido! ¡Bien venido! -me decía con una voz que parecía un canto, un arrullo,

un mimo.

Casi podría tomarse aquello por una declaración, si el infantil regocijo que

caracterizaba a Eulalia no explicase sus arrebatos, de todas maneras inocentes.

Ella misma me tomó del brazo e hizo que la acompañara por el jardín, que recorría

como sus padres, cuidando de que no le faltara nada a los invitados, y entretanto parloteaba
como un pájaro, me miraba sonriente con sus ojos grandes e ingenuos, movía el cuerpo
flexible con gracia serpentina, agitaba las manos finas -sin anillos que deslucieran su
belleza en el errado supuesto de llamar la atención- con ademanes mesurados y curvilíneos

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que no eran seguramente fruto del estudio, sino don natural. Hablamos de arte, de música,
de pintura, de letras... Sin decir nada nuevo ni profundo, no decía tampoco disparates; era
educada, relativamente instruida, había pasado algunos años en un colegio de hermanas
francesas, y luego el roce social acabó de barnizarla. No criticaba a sus padres, pero se veía
que, en el fondo, hacía comparaciones, y que este mismo análisis contribuía a refinarla.

Pasé, en suma, una tarde deliciosa, sin ocuparme casi para nada del centenar de

personas más o menos elegantes, ricas o aristocráticas que pululaban en el jardín y en los
salones. Apenas si había cambiado cuatro palabras con Rozsahegy y con Irma. Pero esta
última iba a tratar de desquitarse. Y, en efecto, cuando un grupo numeroso pasó a tomar el
té en el comedor, la buena señora alzó de pronto la voz y, encarándose conmigo, que estaba
al otro extremo de la mesa:

-¡Herrera! ¿Por qué no nos repite el discurso?
Eulalia se puso roja, y apenas acertó a murmurar:
-¡Mamá, por Dios!
Yo, sonriendo, para no dar importancia al despropósito que ya provocaba disimuladas

pero irresistibles risas, repliqué:

-No es el momento, otra vez... Son ustedes de una amabilidad tan exquisita y esta

reunión es tan agradable, que no hay que turbarla sino con palabras de agradecimiento.
Brindemos, pues, por los dueños de casa.

Eulalia me agradeció con una sonrisa y una mirada en que se mezclaban la emoción y

la alegría. Creo que me consideró un héroe.

Ferrando, que volvió conmigo en el tren, me dijo en tono confidencial, probablemente

para quitarme las ganas:

-La muchacha es un coquito, pero lo que es el «gringo» no la larga a dos tirones... El

que la pretenda tiene que «hamacarse»... y ser muy rico.

¡Es natural!... Un millonario como Rozsahegy...
-Sin embargo, creo que usted no pierde la esperanza -observé, riendo.
-Sí, pero la chica «no las va» por ahora... y los viejos tampoco...
Veremos después... Lo único que me da ánimo es que el «gringo» se «pirra» por entrar

de veras en la buena sociedad, donde apenas si lo admiten de vez en cuando, como de
lástima, y eso sólo en las kermesses y en las fiestas de caridad, en que la entrada es libre
para todo el mundo... Con mi nombre y mi familia...

Y desarrolló largamente el tema de su nobleza, él, cuyo padre había sido mercero en la

calle Buen Orden, y cuyo abuelo fue remendón o sastre en la de Potosí, casi en el «barrio
del alto, donde llueve y no gotea»...

Pero el dato me llamó la atención y me hizo pensar: ¿Conque Rozsahegy y todos sus

millones ambicionaban emparentar con una familia patricia para que sus nietos y su misma
hija obtuvieran «patente limpia» y no sufrieran más tarde los desaires disimulados que él
debía olfatear necesariamente, pese a su tosquedad? No era malo saberlo, y quién sabe si...

Pero apenas bajamos del tren y nos fuimos a comer en el Café de París, entonces en

todo su apogeo, olvidé a Eulalia, a los Rozsahegy, y creo que aquella noche sólo conté dos
o tres veces la salida de pie de banco de Irma pidiéndome que repitiera mi discurso en su
«garden-party».

En casa me esperaba una cartita muy lacónica de María Blanco, diciéndome que todos

estaban buenos y pidiéndome noticias mías. «Hace un siglo que no escribe, y eso no está
bien». ¡Eh!, ya le escribiría cuando tuviera tiempo y algo que decirle, algo referente a mis

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primeras armas en Buenos Aires -no en sociedad, se entiende- y a mis primeros triunfos.
Me fastidió que no me dijera nada de mi éxito en la Ópera, aunque le hubiera mandado
varios diarios con sendos bombos y uno que publicaba íntegra mi «magnífica pieza
oratoria», como decía el encabezamiento.

Tenía muchos amigos en la prensa de todos los colores, pues desde el primer momento

traté de propiciarme el «cuarto poder del Estado». Pocos periodistas son venales entre
nosotros, pero ninguno, si no es un díscolo feroz, deja de mostrarse sensible a las
atenciones y las lisonjas; otros, los menos, suelen ser candorosamente parásitos, como los
escritores del Siglo de Oro, considerando su parasitismo como un derecho. Y yo me
esforzaba por estar bien con todos.

Los periodistas que me habían conquistado más completamente, o, mejor dicho, que yo

había conquistado con mis amabilidades e invitaciones, me demostraban a veces su afecto,
exigiéndome pretextos para hablar de mí y renovar mis dos triunfos anteriores.

-Es preciso hacer algo -repetían-. Si usted no hace nada, nada se puede decir. Usted es

demasiado hombre para quedar empantanado en las noticias sociales.

-Pero, ¿qué he de hacer? -preguntaba yo.
-Cualquier cosa. Escribir, hablar, dar conferencias.
-¿Como el padre Jordán? No. Por ahora no tengo nada que hacer, y me basta con

figurar en sociedad. Ya llegará el momento.

Pero no dejaba de comprender que para salir de la penumbra era necesario un esfuerzo,

y tanto es así que pensé en realizarlo. La época estaba completamente entregada a las
finanzas; nunca se ha estudiado ni discutido más -en ninguna parte del mundo- la economía
política, y nunca -en ninguna parte del mundo, tampoco- se han hecho más disparates
económicos. Juzgué, pues, que bien o mal, para mi estreno definitivo en la Cámara debía
hablar de hacienda pública, cosa que quizá facilitara mi progreso en la carrera política. Para
hacerlo, busqué algunos tratados especiales, sin detenerme mucho en ver si eran antiguos o
modernos, y leí a salto de mata algunos economistas, entre otros a Paul Leroy-Beaulieu, a
Juan Bautista Say, a Adam Smith. En este último encontré lo que buscaba, aunque fuera
librecambista rabioso. Sus opiniones sobre la fuerza del trabajo y de la industria me dieron
pie para demostrar que los argentinos debíamos ser proteccionistas a todo trance, porque la
industria es la base de la riqueza, pero ¿cómo tener industria si las cosas nos vienen hechas
del extranjero y los productos nacionales no pueden competir ni en calidad ni en precio?
Ahorro lo demás al lector, aunque con aquel discurso creyera, entonces, que la crematística
no tenía ya secretos para mí, opinión en que me confirmaron varios amigos a quienes leí
mis borradores, llenos de frases rotundas y deslumbradoras.

-¡Eres el orador más brillante del país!
-¡Todo un poeta! ¡Ni el mismo Guido te iguala en la euritmia de las frases!
-Sí, pero, ¿y el fondo? ¿Qué me dicen ustedes del fondo?
-De eso yo no puedo hablar, pero... me parece que está muy bien.
-¡Ni Rivadavia, hermano, «creme»!
Llegó el momento de dar a luz aquella pieza histórica. Tratábase de conceder entrada

libre, sin derechos de aduana, a la maquinaria y el alambre para una fábrica de clavos, así
como la excepción de todo impuesto nacional y municipal, y la concesión de pasajes
subsidiarios (gratuitos) a los obreros que debían venir de Europa a poner en movimiento
aquella «nueva industria argentina». Mis razones eran elocuentes... Se me escuchó con

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agrado; algunos pasajes produjeron efecto, hasta en la barra, que ya comenzaba a ser
decididamente opositora. El proyecto pasó como era lógico.

Varios colegas me felicitaron. Pero en antesalas sorprendí cuchicheos, en los que no

desdeñaban tomar parte algunos correligionarios de espíritu inquieto y burlón. Y por todas
partes me parecía oír como un estribillo, como un zumbido persistente y cargoso:

-¿Qué ha dicho?
-¿Qué ha dicho?
-¡Habla muy bien!
-¡Lástima que no diga nada!
-Decididamente -pensé-, aquí no estamos en la Legislatura de mi provincia... Es preciso

no volver a meterse en... economías.

Y luego, profundamente sorprendido, me pregunté:
-¿Pero de dónde salen sabiendo, todos estos burros?... ¿O basta con que sepan dos o

tres, para elevar el nivel científico de la Cámara?...

¡Eso ha de ser, pero es curioso!


- IV -


Esto me dio mucho que pensar, confirmándome en mis primitivos temores de ver mi

personalidad anulada en Buenos Aires. Y la naciente experiencia me planteaba este dilema
de hierro:

O eres un hombre de verdadero valor, tienes que conducirte como tal, y entonces verte

probablemente condenado al desdén si no a la persecución, pues renunciarías a tus amigos
actuales sin conquistarte antes otros que te defendieran, o eres un hombre mediano que
debe contentarse con la medianía y aprovechar las migajas sin provocar los grandes golpes
de fortuna, aguardándolos, por si llegan un día, y conservando, entretanto, todos sus puntos
de apoyo.

Tengo de lo uno y de lo otro, y caben en mi cabeza las grandes ideas, aunque no me dé

por los grandes sacrificios, y yo, como el héroe de Stendhal, capaz de disimular mi
superioridad en beneficio propio, opté por esto último.

Un gran orador, secundado por algunos opositores de pelo en pecho, comenzó por

aquel entonces una terrible campaña contra el gobierno, tratando de demostrar que éste
procedía ilegalmente en no quiero recordar qué combinaciones financieras importantes,
sobre todo para las provincias.

Al propio tiempo, como movimiento convergente, formábase un gran partido con todos

los elementos heterogéneos que no comulgaban con la política oficial. Vi el abismo abierto
a nuestros pies, cuando todo el mundo quería negarlo, pero me dije que el lado de los
dirigentes era y sería siempre...

el lado de los dirigentes. Los hombres de gobierno pueden verse alejados pero no

suprimidos de la escena -porque forman una verdadera casta, una institución-, y los
gobiernos se renuevan con hombres que han gobernado ya, nunca, sino en muy pequeña
dosis, con hombres nuevos, que no saben el mecanismo del poder. Comprendí, pues, que
para no caer definitivamente, sin remedio, debía caer con los míos, y me aferré a la defensa
del Presidente y su política. Grité contra aquel orador de cara de Nazareno, que hablaba con

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voz aflautada de mujer, armoniosa a veces, retumbante otras, y creo que, parodiando a
misia Gertrudis hasta insinué que era mulato y mal nacido... Esto no lo hacía en discursos -
voluntaria y radicalmente suprimidos-, sino en simples interrupciones. Los correligionarios
me estimulaban, me agasajaban para sacar las castañas del fuego con la mano del gato, pero
yo sentía el gran vacío de una posición falsa, y de pronto cesé hasta en mis invectivas,
buscando también el silencio y el olvido. Poco antes, algunos diarios me atacaban,
tomándome como pretexto para mesar las barbas del Presidente en persona, y
presentándome como su vocero, como su alma condenada. Esto me afligía y me torturaba,
aunque en las calles, en los clubs, en el Congreso y en el teatro me diera aires de
Matamoros, y... al buen callar llaman Sancho. El grande hombre de Los Sunchos, el árbitro
de la capital provinciana, era, cada vez más, uno de tantos en la capital de la República...

Coen, el banquero, cuya mujer me hacía ojitos en casa de Rozsahegy, y con quien había

hecho varias jugadas de Bolsa, me dijo un día:

-Yo le aconsejaría, don Mauricio, que realizara. Usted tiene algunos negocios, como el

de sus tierras, que pueden darle todavía magnífico resultado. Si espera un tiempo más es
muy posible que se vaya «al bombo».

Realice y compre oro para dentro de tres meses; pero compre oro efectivo, no se

contente con las diferencias, porque si no se embromará. Esté cierto de que va a quebrar
medio mundo el día menos pensado.

-¡No embrome! -le dije, sonriendo-. Ésos son cuentos para asustar a las viejas.
Sin embargo, fui a ver al Presidente y le hice comprender en forma velada lo que había

en la atmósfera.

-¡Bah! Ésos son excesos de la oposición -me dijo-. Y usted, ¿qué piensa hacer?
-¿Yo? No mover un dedo. Sabiendo lo vinculado que estoy a la situación, y por más

insignificante que sea, una maniobra temerosa mía podría acelerar un pánico que nuestros
adversarios se esfuerzan en producir. Yo soy muy amigo de mis amigos... y de mis
protectores -agregué, al ver que arrugaba el vanidoso entrecejo.

-Haga lo que se le antoje. Y no se crea que puede comprometer todavía la marcha del

país -dijo con sorna.

-La oposición sabe exagerar, cuando le conviene. Estoy seguro de que se fija en todo...

hasta en mí... Yo estoy a la baja...

-Sí, es lo mejor. Pero no se preocupe. Son «alharacas» de los opositores, nada más.
Pepe Serna, el secretario particular del Presidente, me dijo más tarde en el club, que mi

actitud había complacido mucho al Presidente.

-¡Poco me importa! -contesté-. Lo único que quiero es demostrar carácter. Podría

comprar oro, realizar ahora mi fortunita y ser muy rico; pero prefiero mirar al futuro y no
hacer pavadas que lo echen a perder. ¿Y «vos»?

-Yo -contestó Pepe- se lo debo todo al «doctor»; soy consecuente y tengo miedo de

dejar de serlo, porque entonces dejaría de estimarme a mí mismo. ¡Como que si me estimo
un poco todavía es sólo por eso!...

Nos fuimos a comer juntos sin hablar más de la cuestión, aunque ambos siguiéramos

pensando en ella. Alguien que comía en el mismo Café de París, con otros amigos, un
comprovinciano muy al corriente de todos los chismes de nuestra ciudad, me mandó con el
maître d'hotel un diario de mi provincia, al margen del cual había escrito con lápiz: «Hay
noticias interesantes para usted».

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Busqué la noticia interesante, y fuera de la habitual palabrería política no encontré

nada. Miré al comprovinciano, mostrándole el periódico y encogiéndome de hombros, para
indicarle que aquello me importaba un bledo. Él sonrió, me hizo con la mano señas de que
esperase y escribió en una tarjeta: «En la Crónica Social». La noticia era ésta:

«El doctor Pedro Vázquez ha pedido la mano de la distinguida señorita María Blanco,

hija de don Evaristo Blanco, uno de los hombres que en nuestra provincia, etc., etc...»

¿Me puse pálido? Creo que sí, aunque no puedo afirmarlo. Sé solamente que aquello,

tan previsto, sin embargo, me produjo una honda sacudida, un profundo desgarramiento de
mi amor propio. El plazo no había vencido, María no me había dicho nada, yo no había
retirado mi palabra, antes bien insistía aparentemente en mi solicitud...

-¿Qué tienes? -me preguntó Pepe Serna, advirtiendo mi turbación.
-¡Nada! Me acabo de acordar de que esta misma noche debo ir a casa de Rozsahegy, y

me fastidia pensar que he estado a punto de cometer una gran grosería. No puedo dejar de...

-¿De ver a Eulalita, no?
-¡Como lo dices! Precisamente, de ver a Eulalita.
Una vez más era juguete de las circunstancias que, en lugar de perjudicarme, han sido

siempre mis abnegadas servidoras. Algunos, a quienes suelo estorbar todavía, dicen que soy
un «oportunista». ¡Bah! Ése es un rótulo como cualquier otro. La verdad es que siempre he
sabido amoldarme a la vida, aunque en mi interior ardan todas las pasiones, convencido de
que la pasión sólo sirve para hacer disparates. Y siempre he sido el hombre de las
resoluciones rápidas.

-Pero algo te pasa -insistió Pepe-. El simple propósito de hacer una visita no puede

turbarte así...

-Mañana... o pasado lo sabrás... Tengo un proyecto que ha de influir en todo el resto de

mi vida...

-¿Ésas tenemos? -murmuró, adivinando.
-Sí.
Pagué la cuenta y salimos.
Eran las diez cuando entré en el palacio de Rozsahegy, la casa solariega de una vieja

familia de próceres, que el advenedizo había comprado a fuerza de dinero para darse cierto
barniz «ladrillesco» de aristocracia.

Había en el salón unas diez personas de clase muy mezclada: los dos jóvenes

«conocidos» -Ferrando y otro-, un político secundario, muy mercachifle, con ínfulas de
influyente; el banquero Coen, con su mujer, rubia, miope y tierna, figulina de Sajonia
medio resquebrajada ya pero siempre de colores chillones y como infantiles, que me hacía
una corte asidua e incondicional; una señorita extranjera, con aires de demoiselle de
compagnie en reemplazo de su señora; un sabio europeo venido a estudiar no sé qué
epizootia y a llevarse no sé cuántos pesos; el dueño de la casa, don Estanislao Rozsahegy,
su esposa Irma, con su idioma tan semejante al alemán como al castellano, y la linda
Eulalia, que reunía en torno suyo a los dos elegantes, la muñequita de porcelana barnizada
y la demoiselle de compagnie, mientras que el gran Rozsahegy acaparaba al político, al
banquero y a la germano-criolla, es decir, la parte más seria de la sociedad.

-¡Por fin sale usted del bosque! -exclamó Eulalia con la libertad de ideas de las niñas

«de sociedad», acudiendo presurosa a recibirme, con gran disgusto de los dos gomosos.

-¿Del bosque, Eulalia, en pleno Buenos Aires?

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-¿No dicen que los osos, insociables, viven en los bosques? Y usted es un poquito oso,

¿no es verdad? ¡Vaya! Deje a los viejos que hablan de negocios y especulaciones sin
ocuparse de los muchachos, y véngase con nosotros...

La alusión a la señora de la Selva había sido clara, pero ni me di por entendido, ni ella

insistió, por buen gusto innato, aunque criada en un medio que no era cultivador de
semejantes matices.

En el grupo juvenil, bullicioso, superficial, y entrometido, me encontré molesto, porque

no iba a mantener conversaciones generales: iba en busca de algo decisivo, y necesitaba
hablar aparte con Eulalia. Buscaba el medio de alejarla del grupo, cuando Rozsahegy me
hizo muy indirectamente el juego, llamándome.

-La situación sólida, ¿usted cree? -preguntó con aire de inocencia y de perplejidad,

aunque fuera un zorro viejo.

-Sí, don Estanislao. Todo va bien. No hay que hacer caso a la oposición. Su misma

fiebre lo demuestra. Son perros que ladran a la luna...

-Muchos perros... Ese mitin del Frontón.
-¿Ha viajado por el campo? En las estancias, en cuanto ladra un cuzco, todos los perros

desocupados se ponen a ladrar también, sin saber por qué, y no muerden, porque no tienen
qué morder...

-¡Oh! -dijo Coen, con aire misterioso-. La Bolsa está tranquila...
-¡Bah! Contra los que juegan al alza están los que juegan a la baja.
Es una partida reñida, pero jugarreta al fin.
-La apuesta es la fortuna del país, no unos cuantos pesos de los jugadores...
-El país es demasiado rico para que eso pueda comprometer su fortuna.
-¡Hum! Usted está muy confiado, muy confiado, lo mismo que el gobierno. ¿Qué hace

el gobierno?

-¡Pues, nada! ¡Provocar la baja! Y lo conseguirá. ¿Quién lucha, don Estanislao, contra

el poder y el dinero, el poder total, el dinero inagotable?...

-Sí, eso es muy importante -murmuró Rozsahegy, sin convicción.
-Papelitos impresos -murmuró Coen.
-¡Oro! ¡El oro caerá en la Bolsa como el maná en el desierto! El ministro lo ha

prometido. ¡Será el maná, y los israelitas no se morirán de hambre!...

-Eso no dudo -insistió Coen, burlón.
-Y... eso, ¿usted tiene confianza, entonces? -preguntó Rozsahegy con aire

extremadamente candoroso.

-¡Absoluta!
-Yo también -apoyó don Estanislao, entre sonrisas indescifrables-. Yo también... por

ahora.

Y llamó a Eulalia para decirla que hiciera servir el té, poniéndola así a mi alcance fuera

de oídos indiscretos.

Me acerqué a ella y entablé el coloquio proyectado.
-¿Conque soy un oso, no?
-«Silvestre», sí, según se dice.
-¡Vamos, Eulalia! Dejemos los árboles, y yo le demostraré que soy, por el contrario,

una fiera domesticada. ¿No me cree usted capaz de abandonar la arboricultura para
dedicarme al cultivo de las flores?

-¿De qué flores?

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-De las más hermosas, las más gallardas, las más perfumadas... Usted, por ejemplo.
-¡Oh! -y el rubor le invadió las mejillas, mientras que un ligero calofrío le corría de los

pies a la cabeza.

-Ni el momento ni el sitio parecen oportunos Eulalia; pero, sin embargo, son favorables

para quien no puede aguardar más. Hace mucho que tengo que decírselo: La quiero... Y
usted, ¿me quiere?

Le clavé los ojos; ella no desvió los suyos, humedecidos y vagos.
Buscó el botón de la campanilla, tras de su espalda, con la mano izquierda, como para

disimular su turbación, y no pudo menos que tenderme la derecha, que sentí trémula de
emoción en la mía, seca y febril.

-¿Está dicho?
-Sí.
Un lacayo apareció.
-El té -dijo Eulalia, con voz temblorosa-. El té en el comedor.
-¿Por qué en el comedor? -preguntó Rozsahegy-. Aquí estamos muy bien.
-En el comedor, papá... -insistió Eulalia, con ese acento profundamente persuasivo que

sólo saben encontrar las mujeres, y sobre todo las muy jóvenes, mezcla de orden y de
súplica.

Rozsahegy no insistió, ni hubiera insistido aun tratándose de cosas de mayor

importancia; en el trato social se dejaba guiar ciegamente por su hija, confiando en su
discreción y en su cultura, él que no tenía el menor roce, y que sólo sabía tratar con los
hombres de negocios, y sus empleados y peones.

Entretanto, los dos grupos, interesados por nuestro aparte, hacían converger sus

miradas hacia nosotros, lo que me demostró que nuestra actitud no había sido tan
disimulada como lo esperábamos. Supongo que Eulalia haría la misma observación, pero
siguió a mi lado sin dar importancia a la curiosidad que nos rodeaba.

-¿Es cierto, Herrera? ¿Es cierto... Mauricio?
-¡Sí, Eulalia!
-¡Oh! Si usted supiera cómo temía...
-¡Y yo, Eulalia! ¡Cuánto desearía que estuviéramos solos para decirle!... -Ahora...

cuando entren a tomar el té.

Mentira; no deseaba que estuviéramos solos. Me sonreía, por el contrario, aquella

declaración en plena sociedad; ésta justificaba la falta de arrebatos románticos y me
permitía no buscar frases y actitudes artificiales y dramáticas. Me gustaba Eulalia, me había
prendado desde el primer momento, pero me era imposible encontrar para ella frases
arrebatadoras, explosiones de pasión. Tras de la princesa de cuento de hadas veía los dos
ogros que entibiaban mi ardor, como una amenaza.

Cuando los invitados pasaron al comedor, nos quedamos un momento en la sala,

desierta y rutilante de luz. Muy ruborizada, con las manos caídas, torturando el abanico de
nácar, la niña esperó.

-¡Está usted deslumbradora esta noche!
-No quisiera...
-¿Por qué, mi Eulalia?
-Porque lo deslumbrante no se ve.
-¡Ah, coqueta! Y usted quiere ser vista...

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-Sí. Con todos mis defectos y todas mis fealdades... para que después no venga el

arrepentimiento.

-Usted no tiene defectos ni fealdades...
-Quizá sea que no se ven ahora...
-Para mí no existen... No existirán nunca, Eulalia.
-¿De veras? -murmuró, casi burlona.
-¡No se ría!... ¡La quiero con el alma!
Se puso seria, muy seria, de una gravedad insólita para decirme:
-Yo también a usted... Pero me aflige pensar... en la arboricultura y otras cosas.
-¿Y usted puede creer?... Habladurías, malevolencias.
Me miró sonriente esta vez, tranquila, vencedora, y preguntó con intención:
-No, pero... ¿Qué cree usted que pensaría la mujer de César?
-No colijo...
-Pues... que César no debería ser sospechado, él tampoco.
La miré como haciéndola un montón de promesas y juramentos, y, por fin, murmuré,

decisivo:

-Es preciso que me autorice...
-¿A qué, Mauricio?
-A pedirla a sus padres.
Fijó en mí los ojos, tan vagos, tan empañados que temí verla desmayarse.
-Sí, Mauricio -murmuró apenas.
Y el «Mauricio» sonaba en su boca como una caricia de sus labios, porque ese nombre,

mi nombre, debía haber sido besado mil veces al pasar por sus labios, aunque su estructura
parezca no prestarse al beso tanto como otros, Pepe, por ejemplo, que son dos besos
seguidos.

-¡Pues, esta misma noche! -dije-. Mañana... a más tardar...
El grupo de los jóvenes, viendo que la montaña no se acercaba a ellos, se acercó a la

montaña, saliendo del comedor. Fui buen príncipe, ayudando a formar la rueda y
reanudando la conversación general, de modo que Eulalia pudo recobrar su sangre fría. La
señora de Coen me lanzó una indirecta como un mazazo:

-¡No hay como la soledad para los idilios!
-Oh, señora, cuando yo tenga un idilio, le aseguro que estaré más y menos solo que

hoy.

-No entiendo...
-¡Eh! Así son los idilios... nadie los entiende, sino el que los hace o el que goza de

ellos... Los demás cuando mucho, aciertan a echarlos a perder, por indiscreción o por...
competencia.

Se mordió los labios, y oí que se juraba en silencio vengarse de mi impertinencia.
Al despedirme, pedí a Rozsahegy una entrevista para el día siguiente.

-Vaya a mi escritorio, a cualquier hora.
-No es cosa de negocios.
-Entonces, aquí, de nueve a diez de la noche. ¿Le conviene?


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- V -


A la noche siguiente, y no sin haber vacilado todo el día, me presenté en casa de

Rozsahegy para pedir la mano de Eulalia. Era un paso comprometedor, al que me
impulsaban el deseo de vengarme de María o más bien de demostrar que su indiferencia y
su traición eran, por lo menos, simultáneas con las mías, y al propio tiempo los atractivos
indiscutiblemente seductores de la niña. Pero me fastidiaba enajenar tan prematuramente la
libertad, y a no ser porque una gran fortuna facilitaría mi rápida ascensión, convirtiéndome
en un hombre de verdadera importancia, mis cavilaciones de aquel día me hubieran hecho
volverme atrás, y renunciar al casamiento, o dejar, por lo menos, las cosas pendientes.

Rozsahegy me recibió sonriente y curioso en el soberbio bufete lleno de libros vírgenes

que tenía en su palacio. Algo sospechaba de la naturaleza de la entrevista, pues no le podía
haber pasado inadvertida nuestra intimidad con Eulalia, pero no estaba seguro, porque ésta
no había querido hacerle confidencia alguna. Mostrose benévolo, casi servicial, como lo era
con todos los hombres de la situación que podía utilizar como instrumentos. Yo, por mi
parte, no me anduve por las ramas.

-Usted es todo un hombre -comencé-, y no le gustan los rodeos.
-Está claro. Al vino, vino. Es lo mejor.
-Y cuando yo resuelvo algo, necesito realizarlo inmediatamente.
-Yo también. Es lo mejor.
-Todos los hombres de acción somos así... Ahora, lo que me trae, don Estanislao, no

puede ser más sencillo: Quiero a Eulalia, ella me quiere, y vengo a pedirle su mano... Me
parece...

-¡Eh! -exclamó, interrumpiéndome.
Abrió enormemente los ojos; un deslumbramiento pasó por ellos... Lo había soñado, lo

había pensado, lo esperaba, pero aún le parecía imposible. Me echó las enormes y velludas
manos sobre los hombros, me atrajo hacia sí como si intentara besarme en la boca, y
tartamudeó, olvidado del castellano por la emoción:

-¡Donner! ¡Donner! ¡Qué bueno! Yo a mi mujier diciendo... ¡Irma!
¡Irma!... ¡Kommen Sie!
Se había asomado a la puerta que da al vestíbulo, y gritaba. La voz de la dama que

acudía corriendo, contestó desde el salón:

-Was ist los?
No había acabado de entrar en el bufete, cuando ya don Estanislao casi la alzaba en sus

cortos y forzudos brazos, gritando:

-¡Todo hecho! Herrera quiere casar con Eulalia.
-¿Y «echa» qui dice? -murmuró la pobre mujer, como alelada.
-Hay que preguntárselo, señora -dije, sonriendo, a pesar de la gravedad interna de la

situación.

Y nuevos gritos:
-¡Eulalia! ¡Eulalia! Schnell! Schnell! Apresúrate -como si se tratara de un sueño que

pudiera desvanecerse de un momento a otro.

Eulalia apareció, muy colorada, sabiendo lo que se le iba a preguntar. Pero no vaciló y

dio su respuesta en firme:

-¡Sí!

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Con un movimiento lleno de gracia tomó entonces con la izquierda dos dedos de la

mano de su padre, y me tendió la diestra a mí, mientras miraba mimosa y conmovida la
redonda cara plácida de Irma, a punto de llorar.

Después, desprendiéndose de ambos, corrió a colgarse del cuello de la madre, y le

cubrió las mejillas de besos, que en parte me dedicaba, sin duda.

¡Qué contraste! De aquellos rudos y espinosos troncos importados de qué sé yo

comarcas extranjeras, había brotado como por milagro aquella suave y delicada flor criolla,
como de los torturados espinillos brotan en primavera las aromas de oro, más sutiles, más
finas y más perfumadas que cualquier florescencia de invernáculo.

Irma, un instante después, me sometió, como a una prueba masónica, a un concienzudo

abrazo, y me besó en ambas mejillas con verdadero furor.

Mi solicitud había sido aceptada, pues, no sólo con benevolencia, sino con entusiasmo

y sin ninguna aparatosa formalidad. Eulalia y yo nos acercamos mientras «los viejos» se
hablaban aparte, y comenzamos una de esas gentiles conversaciones que pueden
compararse al arrullo, porque las palabras no dicen nada, mientras que la expresión lo dice
todo... y muchas otras cosas más.

Nos interrumpió Rozsahegy, para decirnos que, con Irma, habían resuelto dar una

comida a sus amigos más íntimos, para comunicarles a los postres nuestro próximo
casamiento. La comida se celebraría dos días después.

-Dentro de dos días, sin falta, don Estanislao -observé-. Tengo que ir a mi provincia lo

más pronto posible.

Dos días después, los salones de Rozsahegy se hallaban llenos de gente. A las ocho en

punto, un lacayo abrió de par en par las puertas del comedor, donde estaba la mesa tendida,
con gran lujo de flores, de cristales y de vajilla de plata. Entramos, dando el brazo a
nuestras parejas. La mía, en la circunstancia, era naturalmente, Irma. Sólo Rozsahegy se
quedó atrás, como haciéndonos la guardia, y fuimos desfilando ante sus ojos
relampagueantes de orgullo, que parecían decirnos:

Miren ustedes cómo se hacen las cosas, y digan después que soy un patán enriquecido...

Sí, yo, el antiguo peón, el «changador» miserable, soy ahora un gran señor con mucho
estilo, y esos muebles principescos, y ese mantel con encajes, y esa vajilla de plata -de plata
legítima y maciza-, y esas orquídeas maravillosas, y esos cristales tallados, que parecen
diamantes, y esas porcelanas que son como pétalos de flores, y esos frascos tallados en que
los licores y los vinos brillan como piedras preciosas, como una cascada de piedras
preciosas que se derrama sobre el mantel, tan deslumbradoramente blanco... todo eso y
mucho más es mío... Y mucho más; porque, si mi mano, un poco torpe aún, volcara sobre la
mesa el Oporto de cincuenta años, como antes el chacolí o el espeso vino negro griego en
las tabernas, llamaría a mis lacayos y haría cambiar en un momento la decoración, con más
encajes, y más plata, y más cristales, y más porcelanas, y flores más hermosas, y todavía
podría exclamar con mi gruesa voz alegre: -«¡Rompa, rompa, que está pago!»

¡Y ningún orgullo semejante a aquél!
Yo había dado, pues, el brazo a Irma, conduciéndola a su asiento en una de las

cabeceras de la mesa, y fui, menos Rozsahegy, el último en ocupar su sitio. No habían
puesto tarjetas indicando la colocación de los convidados, y Ferrando, no sé si distraído o
presuntuoso, quiso sentarse junto a Eulalia. Irma, que vio esto, corrió hacia él, le golpeó
amistosamente el hombro, y le dijo:

-Permite, permite...

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Y cuando el otro se apartó, desconcertado, me llamó a mí, indicándome la silla y

diciendo:

-Sienta... sienta aquí... Al lado novia.
Tal fue el parte oficial de nuestro compromiso que aguó el probable discursito de

Rozsahegy.

Eulalia se mordía de vergüenza... y yo también, porque jamás me he visto en una

situación más ridícula, situación que hubiera sido intolerable, sin el desconcierto del infeliz
Ferrando, que no sabía lo que le pasaba ni cómo debía tomar semejante salida. Lo miré, y
unas atroces ganas de reír me asaltaron de pronto, haciéndome olvidar mi propia
desventura. Ferrando, ciego, buscaba dónde sentarse, tropezaba con muebles y personas, sin
comprender que nadie le observaba sino yo y la señora de Coen, y pensaba evidentemente
en marcharse a la francesa, como gato escaldado, cuando esta última, compadecida o
resuelta a consolarse con él de mi indiferencia, lo llamó junto a su redonda persona, a sus
ojillos miopes y parpadeantes, a su traje de colores deslumbradores, a sus manos regordetas
anquilosadas por los anillos, a su descote en que los brillantes parecían agua de manantial
en la sima de un profundo barranco.


Y, a los postres, la voz de Rozsahegy retumbó como un trueno, haciendo retemblar

hasta aquellos mismos peñascos de carne:

-¡Traiga champaña! ¡Ahora tenemos que brindar por los novios: mi hica Eulalia y don

Mauricio Comes Herera!

¡Oh, manes de mis antepasados! ¡Qué satisfechos debisteis sentiros en aquel momento!

Y, al fin y al cabo, ¿por qué no? Si no entonces, lo habréis estado más tarde, al ver unida a
la fuerza del conquistador que ante nada se detiene, esa otra fuerza más pura y distinguida
que proviene de vosotros...

No hay que buscar tres pies al gato en nuestra plebeya aristocracia, donde, salvo

algunos, todos tenemos abuelos mercaderes o artesanos. Y nuestros antepasados más nobles
no se quejan. Ellos mismos lo han dicho en sus declaraciones doctrinarias: todos somos
iguales, un detalle de educación no es cosa que puede conmover sus huesos en la gloriosa
tumba...

Además, Eulalia hubiera podido ser en sus tiempos, como lo es hoy, una gran señora,

porque como vosotros, ¡oh, abuelos míos!, hijos de europeos también, nació en esta tierra
de belleza y de intuición...

En suma, cuando brindamos, eran ya las doce de la noche, porque el menú había sido

desbordante. Una taza de café o de té, enormes cigarros habanos, licores, más champaña
para los que lo deseaban -Coen, el político influyente, Ferrando, el otro highlife, varios
jovenzuelos-; bombones para las niñas; monadas de madama Coen, dirigidas ya
abiertamente a Ferrando, con abandono de mi humilde persona; una o dos frases
pseudoamables, pero bien perversas, de la demoiselle de compagnie, sobre la demoníaca
maldad de los hombres y lo inane de las riquezas; lagrimitas de mamá Irma; rubores y
balbuceos de Eulalia; risotadas jubilosas de Rozsahegy; cálculos tele-futuros de Coen -
vidente de lo que yo podría hacer con mi nombre y con «nuestra» fortuna al cabo de diez
años-, sonrisas entendidas de los mundanos, comentando el chisme sensacional que yo les
proporcionaba inesperadamente para el club y las tertulias medianochescas de Matilde y la
Calandraca, puntos de reunión de aquel tiempo de lo más granado de la sociedad oficial,
militares y paisanos; continuos paseos de los sirvientes de librea, ofreciendo vinos,

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refrescos, helados, sandwichs y bombones a los comensales de un patrón que fue quizá su
camarada; un poco de música, unas vueltas de vals...

Se marcharon, al fin, todos aparentemente contentos; excepto la demoiselle de

compagnie, más que nunca deseosa de ser actriz y no espectadora; los elegantes que hacían
el inventario de la fortuna de Rozsahegy; el político sin prestigio que hubiera dado
generosamente esta negación a cambio de los millones rozsaheguianos; la mujer de Coen,
que había debido cambiar el programa y postergar la data de sus deseados estudios
psicológicos; algunos otros... y nadie más, porque ya el resto era de la «familia», salvo
Coen, quien, al fin y al cabo, «sabía» que «sabía» sacar provecho de todas las
circunstancias.

El tête a tête con Eulalia, que siguió a la fiesta fue encantador, pero corto. Aquella

virgen de Andrea del Sarto me arrebataba, y hasta me hacía olvidar, en esos minutos, que al
pedir su mano sólo había obedecido a un rapto de despecho, a un impulso de orgullo
satánico. Estaba enamorada de mí, y nada embriaga tanto a un hombre como verse querido
incondicionalmente. Es como si tomara a grandes copas el más capitoso de los licores. ¡Ah,
si María!...

-¿Cuándo piensa usted casarse? -me preguntó Rozsahegy, acercándose.
-Lo más pronto posible, don Estanislao.
-También a mí me gusta. Eulalia es rica, más rica que usted (no lo digo por mal),

porque... Venga un poco aquí y le diré.

Me tomó aparte, y continuó.
-Porque usted tiene...
Y me dejó boquiabierto, presentándome de memoria un inventario de mi fortuna, que

yo mismo hubiera sido incapaz de hacer, ni aun tomándome dos meses de tiempo para
buscar los datos y ordenar los papeles. Total, realizando en aquel momento, mi capital
ascendería, por lo menos, a un millón seiscientos o setecientos mil nacionales. Ahora bien,
habría que rebajar la deuda a los Bancos (pero ésta no era de preocuparse), y considerar que
yo no tenía renta alguna, sino el simple aumento por la especulación. Pero eso no
importaba. Eulalia tenía rentas de sobra, y yo, con «dejar dormir», mis propiedades, me
despertaría una mañana poderoso.

-«¡Déquese estar! ¡Déquese estar!» -me repetía Rozsahegy, sonriendo con su ancha

cara rojiza y bigotuda de mozo de cordel-. En este país, para ganar plata, lo mejor es no
hacer nada, nada, nada sino esperar las gangas. Para hacerse rico «trabacando», hay que ser
muy vivo y no tener «sonseríos».

Divertido, y, al propio tiempo, vejado por esto, quise poner término a los desarrollos

económicos de mi futuro suegro, diciéndole:

-¡Pero don Estanislao! Si me caso con Eulalia es sencillamente porque la quiero, no por

otra cosa. Es la niña más bonita y más espiritual de Buenos Aires.

-Eulalia Cómez Herera -exclamó sentenciosamente el viejo-, es una cosa. Pero si

Eulalia Cómez Herera no tuviera más que lo que tiene el marido, sería otra cosa. Eulalia
Cómez Herera, hija de Rozsahegy, es una gran persona, y el marido también, y el padre
también.

-¡Oh, sí! -exclamó Irma, corriendo otra vez a abrazarme.
Eulalia se moría de vergüenza y de amor. Yo tenía unas ganas locas de echarme a reír.

Pero besé a Eulalia en la frente, abracé a la suegra, estreché la ancha y velluda pata
sudorosa de Rozsahegy y me despedí, diciendo:

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-Mañana salgo para mi provincia. Allí estaré dos o tres días, nada más. Entretanto,

comenzarán a hacerse todos los preparativos para el casamiento.

-¡Se va! -exclamó Eulalia, como si oscureciera de repente.
-Pero escribiré, querida -le dije al oído-. Si me voy, es precisamente para que seamos

felices más pronto...

Cuando me marché, pareciome que aquel palacio olía a grosera felicidad, como un

local dudoso, donde se hubiera desarrollado una fiesta rayana en orgía. Eulalia era allí
como una flor olvidada que se agostaba en la atmósfera caliginosa.




- VI -


¡Golpe por golpe! Las circunstancias me permitían vengarme sin sufrir, más que sin

sufrir, ganando en cambio. ¡María!... ¡Vázquez!... ¡La cara que iban a poner cuando
supieran que, conquistando una de las mujeres más hermosas de Buenos Aires,
conquistaba, también, una fortuna que ponía fuera de todo parangón: Mauricio Gómez
Herrera, gran familia, gran posición, gran talento, gran fortuna, ¡todo! ¡Oh, circunstancias,
amigas mías! ¡Oh, santo oportunismo, oh, propicia fatalidad, que llevas de la mano hacia
todos los triunfos y todas las cumbres a los elegidos de tu capricho!... ¡Y la venganza!...

Sin embargo, la mañana siguiente me trajo un rato de malhumor. Eran las once, cuando

mi valet de pied se atrevió a despertarme con una serie de discretos golpecitos a la puerta
de mi dormitorio.

-Una señora espera en la sala...
-¡Imbécil! ¿No te he mandado que me dejaras dormir?
-Son las once, señor, y don Marto me ha dicho que podía despertarlo.
-¡Ah, bueno! ¿Quién es?
-Una señora. No ha dicho su nombre.
¡Tantas señoras!... ¿Un sablazo matutino? ¡Bah! Noblesse oblige.
Sobre el pijama me puse la robe de chambre, y me dirigí serenamente a la sala, seguro

de que el sablazo más feroz no podría interesar sino la superficie de mi coraza, reforzada
por Rozsahegy.

¿Quién es? No la conozco. Porte distinguido, ojos negros y severos, traje

elegantemente cortado, sombrero de buena marca, ni una alhaja, nada que choque al gusto
más refinado.

-Señora... usted disculpará, pero, por no hacerla esperar... ¿A quién tengo el honor?...
Se había puesto de pie al verme entrar, con una actitud desconcertada, como si sólo

esperara mi presencia para marcharse, más que como demostración de respetuosa cortedad.

-He vacilado mucho antes de venir -murmuró-, y ahora veo que tenía razón en vacilar,

puesto que ni siquiera me conoce.

El ceceo me la reveló.
-¡Teresa! -exclamé, atolondrado, sin acertar a moverme ni a decir más.

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-Sí, Teresa Rivas... Era mi deber hablar una vez siquiera con usted, Mauricio, y por eso

vengo. Hay en mi casa una criatura que ya va a ser un hombre, mi hijo, que tiene derecho a
preguntarme quién es su padre... Se llama Mauricio Rivas, y es un muchacho inteligente y
bueno, trabajador, y más noble...

Yo callaba. Teresa se interrumpió para continuar en seguida, con un esfuerzo,

conmovida hasta las lágrimas.

-Ese niño, ese jovencito está al abrigo de la necesidad, ha recibido una excelente

educación, porque su madre no es ya una campesina tosca e ignorante, y puede emprender
cualquier carrera, aspirar a cualquier situación... con tal que la sociedad no le cierre sus
puertas... Ese niño no tiene padre.

Yo estaba en ascuas. La inesperada escena, descabelladamente romántica, me ponía

fuera de mí. Ganas me daban de tomar a aquella mujer por la cintura y ponerla sin
ceremonia en la puerta de la calle. ¡Caramba!

¡Y qué complemento a la comedia idiota de casa de Rozsahegy!
-Ese niño no tiene padre -continuaba diciendo Teresa, balbuciente-, y este defecto le

hará tropezar con gravísimas dificultades, aunque sea relativamente rico, porque, por más
que se diga, en nuestro país el dinero no es todavía el todo. Por eso, como usted, Mauricio,
es su... amigo más cercano, he venido a preguntarle -¡oh, sin segunda intención, sin
exigencia alguna!-: Mauricio, ¿qué puede usted hacer por esa infeliz criatura?

¿De qué modo resolver esta peripecia, como la llamaría un dramaturgo?
Miré a las paredes, a las puertas, invoqué al rayo, la presencia de cualquier persona,

amiga o enemiga, pensé hasta en el suicidio, todo me pareció preferible a aquella situación
tremenda por lo insólita e inconducente...

¡Oh, destino! ¡Oh, fatalidad! ¿Por qué las cosas de la vida se amontonan en un instante

dado, formando lo que los novelistas, poetas y comediógrafos llaman el nudo? ¡María,
Eulalia, ahora Teresa!

¡Todo de golpe! ¿O todo esto existía antes, y el nudo no es más que una visión más

aguda y sintética de lo que viene sucediendo y ha estado anudado siempre? ¡Por los clavos
de Cristo! ¿Cómo resolver esta maldita peripecia, sin rebajarla hasta lo innoble? Yo no sé lo
que imaginaría un novelista dado el problema psicológico. Lo único que puedo exponer es
lo que hice, dejándome inspirar, sencillamente, por mi instinto de conservación.

-Tenga usted confianza... Siéntese... Conversemos -dije.
Se sentó, automáticamente.
-Debe estar hecho todo un hombre... Y buen mozo, ¿eh?... ¿Cómo se llama?...
-Ya dije... Mauricio... Mauricio, como... como su padre.
-¡Ah!
Y luego, bajando cabeza y brazos hacia el suelo, como en el colmo de la desolación,

agregué:

-Puedes... puede estar usted segura, señora, de que ese niño tendrá siempre en mí el

más resuelto, el más abnegado de los protectores y de los amigos... Será para mí... como un
hijo adoptivo... ¡Oh, Teresa!... ¿Y puedes... y puede usted haberlo puesto en duda?

-No se trata de eso, Mauricio -dijo, dolorosa-. Lo único que el niño necesita es un

apellido legítimo y el honor de su madre... ¡Oh, no se espante! ¡Usted se equivoca mucho al
suponerse, ni por un momento, en una situación sin salida, o, por lo menos, difícil de
resolver!... ¡Nada más fácil, por el contrario! Aquella pobre Teresa Rivas de Los Sunchos,
tan ingenua, ha cedido su puesto a la mujer experimentada que Mauricio Gómez Herrera la

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invitó a ser para que fuera digna de él... Esta nueva encarnación no pide nada para ella,
vuelta ya de su engaño, pero tiene un hijo y viene a preguntarle: Mauricio, ¿qué va usted a
hacer por esa infeliz criatura?... ¿Nada?... ¿Nada?...

Me quedé silencioso, aterrado. Ella calló, también, medio minuto, impávida,

mirándome con sus olímpicos ojos de ternura.

-Esto no es una tentativa de chantage, Mauricio, ni un arrebato de sentimentalismo

malsano. Lo vengo pensando hace mucho, y creyéndolo mi estricto deber y recordando sus
promesas, he querido, por primera y última vez, ponerlo frente a frente a su deber, al suyo,
sin imponerle que lo cumpla. Puedo hacerlo ahora, mientras es todavía tiempo, mientras el
niño no entre de lleno en la vida... pero ni reclamo ni impongo nada...

-No sé cómo... -murmuré, dándome aires de irritación.
-¿Es cierto, entonces, el rumor que ha llegado a mis oídos? ¿Se casa usted con María

Blanco?

-¿Con María Blanco? ¡No!
-Importa poco... Será con ella, con otra, o no será... Lo que yo tenía que hacer está

hecho... No puedo suplicarle, no puedo llorar... Ya supondrá usted todas las súplicas que
formulé, todas las amargas lágrimas que he derramado en estos años tan largos...
inacabables... Pero comprendo que mi actitud lo sorprende y lo hiere... No me conteste por
el momento, no... Yo también he tenido que meditar mucho antes de dar este paso...

Aquí tiene usted mis señas... hable a su conciencia, ella le dirá... Y yo esperaré su

palabra, que vendrá, o no... Adiós, Mauricio...

Dejó su tarjeta sobre un velador, hizo un movimiento como para acercarse a mí, pero se

contuvo, y, muy digna, salió paso a paso del salón.

Juraría que nadie creerá lo que pensé mientras, petrificado, miraba alejarse para

siempre a la nueva Teresa. Y lo que pensaba era, sencillamente:

-¡Parece mentira que de aquello haya salido esto! Si me hubieran dicho que la cándida

y vulgar Teresa... ¡Decididamente, éste es un gran país!...

Pero, acto continuo, volví al sentimiento de la situación. Había sido ridículo y de una

pobreza inverosímil de recursos. ¡No encontrar nada, nada, nada que contestarle! ¡No
acertar con nada, sino con una irritación absurda, una cólera terrible, mortífera quizá, que
sólo había podido dominar lo que se llama «educación», que no es sino una
autodomesticación de la fiera!... ¡Y ella, que no me había dado ni el más mínimo pretexto
para el estallido, para el estallido salvador que hubiera convertido en trágica o siquiera
dramática aquella escena tan profundamente ridícula...

-¡Manuel! ¡Manuel! ¡Manuel!
Azorado, el gallego asomó su hocico a la puerta de la sala.
-¿Has hecho mis maletas?
-Todavía no, señorito... El almuerzo...
-¡Imbécil, torpe! ¿No te he dicho que hicieras mis valijas?
Desapareció a tiempo, pues mi puntapié hizo que la hoja de la puerta le golpeara las

espaldas. Y, enervado por aquel arrebato demente e inútil, me senté en un sofá,
mordiéndome los puños, me levanté, hice pedazos la tarjeta, sin leerla, corrí como un loco
alrededor de la sala, dando puñetazos a los muebles, y de repente me calmé, me eché a reír,
y fui a vestirme, completamente tranquilo, repitiendo un refrán que don Fernando Gómez
Herrera, mi señor padre, solía decir a menudo: «Lo que no tiene remedio, remediado está».

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- VII -


Dos horas después en el tren que me conducía a mi provincia, pensaba en aquella nueva

Teresa que era como el símbolo de toda la perfectibilidad de nuestra raza, y me repetía:

-¡Si uno pudiese saber a tiempo!
Pero ¡bah!, nunca se puede desandar lo andado ni desvivir lo vivido.
¿No obraban los demás, conmigo, con igual desparpajo? María, por ejemplo... ¡Vaya!

¡En la guerra, como en la guerra! No hay otro remedio que el de amoldarse a las
circunstancias, y entre varios males elegir el menor... cuando se puede elegir.

¡Extrañas antinomias! ¿Quién explicará jamás que en mi fatalismo, no hiciera yo aquel

viaje sino para representar ante María Blanco una escena análoga, si no igual a la que
Teresa Rivas acababa de representar ante mí?

¿No iba, únicamente, a echarle en cara su falta de palabra, y a afirmar mi superioridad

de varón declarándole que yo había faltado antes al comprometerme con Eulalia
Rozsahegy?

Hoy creo que nunca he hecho una serie más larga y disparatada de locuras, y tanto me

escuece su amplitud. Me había cegado el éxito de todas mis empresas, y mi orgullo crecía
tanto más cuanto que, en realidad, era más mediana mi situación intelectual, social y moral
en Buenos Aires.

Instintivamente sentía, pese a las adulaciones y los triunfos visibles, que me hacían

poco caso, quizá menos del que yo merecía en realidad, porque, al fin y al cabo, modestia
aparte, estoy bastante arriba del término medio de mis contemporáneos. Esto explica bien
naturalmente la exasperación de mi amor propio...

Caí como una bomba en casa de Blanco. Era por la tarde. En la vasta sala en que

parecían naufragar los viejos y pesados muebles provincianos, sentada junto a la ventana y
bordando un pañuelo, estaba María. Frente a ella, un hombre: Vázquez.

Sentí que toda la sangre se me subía a la cabeza, pero haciendo un titánico esfuerzo, me

dominé, y con risa sardónica acerqueme a la joven, haciendo como que no veía a Vázquez,
tranquilo y grave, y sin ver en realidad al viejo Blanco, que estaba en la sombra.

-¡Mauricio! -exclamó María con un tono de cándida satisfacción que me sorprendió.
-En persona -dije, inclinándome con exagerada reverencia-. Ardía en deseos de

saludarla, señorita.

Y girando rápidamente sobre mis talones, me volví a Vázquez y dije, provocativo:
-¡Y a ti también!
Entonces vi a don Evaristo que acababa de ponerse de pie y me tendía afectuosamente

la mano. Esto me desconcertó un poco, retardando la explosión de mi rabia.

-Señor Blanco...
Hubo un silencio, porque todos sentíamos que la situación era violenta y tempestuosa.

En este corto intervalo cobré bríos, y dije:

-He querido venir personalmente a anunciarles mi próximo enlace con Eulalia

Rozsahegy, una de las...

Tres exclamaciones, dos de sorpresa, una de angustia, me interrumpieron. Vi que María

se había puesto intensamente pálida y que estaba a punto de desmayarse. Los dos hombres,
mudos, la miraban y me miraban, inmóviles en su sitio.

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De pronto, María Blanco se levantó, de una pieza, como si fuese de acero, dio un paso

hacia mí, pálida, mortal, me miró a los ojos y dijo con esfuerzo: «Muchas felicidades», y
salió como una sonámbula.

Don Evaristo se lanzó hacia mí, pero Pedro lo detuvo, me asió del brazo y me sacó de

la sala, diciendo al viejo:

-Deje usted... Todo se arreglará... se arreglará...
Cuando estuvimos en la calle:
-¿Qué has hecho? -me preguntó.
-Mi deber. He leído la noticia.
-Es una infamia, un chisme de aldea, una calumnia para enfurecerte y hacer daño a

María. ¿No has recibido su carta?

-¡No! ¿Pretendes reírte de mí?
-¡Mauricio! ¡Esto es una desgracia! ¡Esto es un infortunio causado por una perfidia! Yo

te juro, te juro que hasta hoy no había vuelto a poner los pies en esta casa. Han jugado
conmigo, contigo, con María, ¡pobre María! ¡Si me has encontrado hoy allí, es porque he
venido de Los Sunchos, donde estaba, a buscar el modo de castigar esa infamia y evitar sus
desastrosos efectos! Créeme o no me creas; no te doy explicaciones; no hago sino decirte la
verdad. Es una canallada sin nombre, de las que sólo se ven en estas sociedades
inorgánicas, donde los espíritus maléficos encuentran terreno propicio para sus hazañas. Al
chisme se agrega ahora, gracias a los periodicuchos inmundos, la noticia, inocente en
apariencia, pero cargada de veneno. ¿Te callas? ¿No me dices nada?

-Ya es tarde -repliqué-. Te creo, pero ya es tarde.
-¡Cómo! ¿Lo de tu compromiso es cierto?
-De lo más cierto del mundo. Y no sé cómo puede componerse todo esto...
Calló largo rato, y, al cabo, meneando la cabeza, sin dolor, sin alegría, dijo, como

contestando a mi última frase:

-Yo sí.
-¡Yo también! -exclamé, riendo forzadamente, y encogiéndome de hombros.
Y, doblando una esquina, a que llegábamos, añadí con sorna:
-¡Muchas felicidades, como dice María!
Se quedó clavado, y yo me fui sin volver la cabeza.
Mis bodas, meses más tarde, fueron todo un acontecimiento social en la capital de la

República. La bendijo uno de los príncipes de la Iglesia, a quien fui a pedírselo por
indicación de mi suegro, que deseaba verme en buenas relaciones con el alto clero. Yo
asentí, naturalmente.

-La fe es una de las columnas más robustas de la sociedad -pensaba-, y cuando en Los

Sunchos y en la capital de mi provincia quise desviarme de ella, hasta ponérmele en contra,
no veía que atacaba mis propios intereses, mi propia personalidad. Después, cuando me
reconcilié con la Iglesia, no lo hice con toda la intensidad, con toda la exageración que
debía, y seguí siendo indiferente, salvo las apariencias. Ahora hay que reaccionar y rehacer
el camino. El pueblo necesitaba una disciplina: aquí la tenemos hecha. Ninguna más fácil y
eficaz que la religión. Yo, Alcalde, de acuerdo con el cura, haré de mi aldea lo que se me
antoje. Yo, Gobernador, haré con el diocesano lo que creamos preciso. Yo, Presidente, haré
con el arzobispo cuanto se nos ocurra... Éste es el único peligro: el «nos». Sólo Rivas supo
meterse al clero en el bolsillo; porque a Rivadavia lo «voltearon» ellos... ¡En fin!, no me ha

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llegado el caso, no estoy a tales alturas... Si llego, ya veremos... Entretanto, bueno es estar
de ese lado...

Y fui a visitar a Monseñor, para pedirle que nos echara la bendición nupcial. Me

sorprendí al verle. Era un hombre de tipo sensual y gastado, de cutis terroso y lleno de
precoces arrugas, labio inferior grueso y colgante en la ancha boca cortada como un tajo,
ojos pequeños, móviles y húmedos, narices chatas y muy abiertas -un mulatillo, hubiera
diagnosticado misia Gertrudis-. Su historia era vulgar. Siendo simple cura y redactor de un
diario católico de su provincia, hizo gran campaña en pro de un candidato a Gobernador
que, una vez triunfante, le pagó sus servicios con una protección decidida y halló medio de
enviarlo a Buenos Aires en las mejores condiciones de figurar. La ayuda oficial le facilitó
sus ascensos en la corte de Roma, al mismo tiempo que le daba grande influencia en la
sociedad bonaerense. Hombre de mundo, al par que político y religioso, dedicose
especialmente a conquistar las familias patricias, por medio de las mujeres, y alcanzó
brillantes resultados en esta empresa.

Se le veía en todas partes, en los salones, a la cabecera de los moribundos ilustres, en

las fiestas oficiales, y él era quien bendecía la unión de los favorecidos del nombre y de la
fortuna, él quien bautizaba a los futuros próceres.

-¿Quién es el padrino? -me preguntó.
-El Presidente de la República.
-¡Ah, ja! Eso está bien... ¿Y la madrina?
-Mi tía Mónica Vallmitjana, ya sabe, Monseñor, es de la ilustre familia catalana que...
-¡Ah! ¿Una señora perlática?
-La misma.
-¡Bien! ¡Vaya en paz, hijo! Tendré el mayor gusto en casarlos... Y diré unas palabritas

en la ceremonia.

El día de nuestra boda, la gran nave central de la Metropolitana se vio llena de lo más

granado de la sociedad, y el lujo que allí se desplegó hizo época, tanto como el célebre
baile de la Bolsa en que se robaron los sobretodos y los abrigos...

Mucho más modesto fue, varios meses después, en la iglesia matriz de aquella dormida

ciudad provinciana, el casamiento de Pedro Vázquez con María Blanco.

-¡Muchas felicidades! -como dijo María.


- VIII -


¡Qué bonita y amable ciudad es Montevideo, sobre todo cuando se llega a ella dando el

brazo a una mujer joven y hermosa, con quien se ha compartido un regio departamento a
bordo del vapor de la carrera! Cómo reposan aquellas accidentadas calles, de la chata
monotonía de Buenos Aires, y aquella alegre limpidez del cielo, y del agua, la del mar y la
del río, que se ve a un tiempo a un lado y otro, desde ciertos rincones, y las playas de baños,
y las plazas llenas de gente elegante, y las avenidas sombreadas de árboles, y los parques
antiguos, como la quinta de Bushental, llenos de poesía... ¡A un paso de la gran ciudad
argentina, y tan diversa de aspecto, de modo de vivir, hasta de calidad de ambiente!

¡Con cuánto gusto hubiéramos estudiado a fondo todo aquello, Eulalia y yo, si

hubiéramos ido allí en otras condiciones! Pero, ¡ya se ve! No teníamos un minuto para

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dedicar a las cosas exteriores, y, seguramente, me parece que en el caso, lo mismo hubiera
sido Montevideo que Martín García, Martín García que Santa Cruz o Ushuaia.

Porque yo estaba enamorado de mi mujer, ella de mí, y nuestra luna de miel se

prolongaba indefinidamente, tibia, clara y dulce, como una caricia de niño.

Descubrí en aquella muchacha méritos insospechados, fuera de sus atractivos físicos,

que eran avasalladores. ¿Cómo había nacido aquella flor del aire entre aquellas zarzas
groseras? ¿De dónde le venía toda aquella delicadeza angelical, aquella elegancia sin
esfuerzo, aquella pasión ardiente y pudorosa a la vez, aquella alta dignidad que se imponía
entre sonrisas y blandos ademanes acariciadores? ¡Cuánto y cuántas veces me felicité de
que una desinteligencia inexplicable, si no un acto instintivo, me hubiera obligado a romper
con María, la severa, la que a los treinta años sería inevitablemente un fiscal pensante y
actuante, un censor celoso del marido! Obligado a romper, digo, y de un modo inevitable:
¿No hubiera roto yo, de todos modos, considerando que aquel enlace no me convenía y que
se me ofrecían en Buenos Aires cien partidos mejores, aun sin contar a Eulalia?, y ¿no
hubiera roto ella, antes de finalizar el año del plazo, considerando que yo no era el
compañero soñado, el hombre capaz de los grandes actos y las grandes abnegaciones que
ella soñaba, sino el protegido del éxito y de la fortuna? Es el problema que no me atrevo a
resolver definitivamente, quizá porque cualquiera de las dos soluciones hubiera podido
imponerse. Unas veces pienso que María no me había querido, que no había tenido hacia
mí sino un capricho pasajero, semejante al de la niña inocente que se enamora de un viejo
actor al verlo en el papel de un héroe romántico, como lo probaría su casamiento con
Vázquez; otras me digo que me amaba de veras pero que mi conducta la aterraba, aunque
estuviera pronta aun a pasar por ella, si le demostraba yo, por lo menos, la perseverancia de
aguardar hasta el término del plazo establecido. Respecto a mí, ya se colige cómo hubiera
procedido, y no tengo una palabra que agregar.

En fin, la hija de Blanco, la mujer de Vázquez, se perdía o se había perdido ya en las

brumas de un pasado remoto, y Eulalia tenía para mí todos los atractivos de una amante
exquisita y de una amiga ideal.

Temblaba yo, antes de casarme y en los primeros días del viaje de novios, recordando

la zafia ostentación de los Rozsahegy, su falta de educación, su torpe orgullo de gañanes
enriquecidos, el lenguaje papagayesco de Irma, que no había podido aprender el castellano,
la irritante soberbia del marido, tan humilde con los grandes como dominador con los
pequeños:

imposible que, tarde o temprano, todo aquel color plebeyo no destiñera sobre Eulalia,

quitándole su brillantez de flor inmaculada. Pero me tranquilicé bien pronto, gracias a un
pequeño detalle.

Eulalia había llevado en sus baúles una docena de trajes de gran riqueza, que Irma se

empeñaba en que usara a toda hora, para demostrar su riqueza y su distinción. Mi mujer no
se puso ninguno, ni para los paseos matinales, ni en nuestras excursiones por las playas, y
aun de noche, cuando bajábamos al gran comedor del hotel, se vestía con una modestia que
hacía resaltar su buen gusto. Yo no estaba todavía en condiciones de raciocinar sobre esto,
pero me producía buena impresión, como la que se experimenta ante un cuadro bien
compuesto, en que nada choca. En ella era, también, instintivo, y fue desarrollándose con la
edad. Los grandes vestidos de nuestros Worms o nuestros Paquins bonaerenses, quedaron,
pues, para las noches de Ópera y las soirées extraordinarias.

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En nuestras charlas interminables, mientras paseábamos lentamente por la arena de

Ramírez y los Pocitos o a lo largo del puerto, viendo la ciudad tendida en anfiteatro, el
pequeño Cerro con su fortaleza que parece un juguete de cartón, la rada con sus vapores y
sus buques de vela, que cabeceaban mecidos por el oleaje, los botes de pasajeros que la
marejada sacudía, los barcos de pesca con su latina al sol, las bandadas de gaviotas
vocingleras, Eulalia solía mostrarse melancólica, y entonces me hablaba de mi madre con
ternura que sólo podía comprender como un reflejo de su afecto hacia mí.

-¿Me llevarás un día? ¡Deseo tanto conocerla!... Mientras no la conozca me parecerá

que no te conozco bien a ti tampoco... Debe de ser una de esas señoras antiguas, tan graves
y tan modestas, que se hacen respetar por todo el mundo sin necesidad de exigirlo, y que en
medio de una gravedad saben sonreír, y estar siempre de buen humor, con infinita
benevolencia, con inagotable bondad, ¿no es cierto?

No quise decirle que Mamita era taciturna, melancólica, mística, aunque muy buena y

muy tolerante. Por el contrario, apoyé sus conjeturas, viendo que mentalmente, sin querer
confesarlo quizá, hacía comparaciones entre su madre y la mía, y que esto me daba una
nueva e inesperada superioridad sobre ella.

-Sí, queridita: mi pobre vieja es tal y como te la imaginas. ¡Lástima que no haya podido

asistir a nuestro casamiento! De seguro que, apenas te viera, te querría a ti más que a mí, si
es posible.

-¡Oh! ¡Eso no! Pero iremos a verla, ¿quieres?
-En cuanto sea posible... El verano próximo. El viaje es largo y molesto.
-¡Eso no importa! ¡Hay que ir!
Mes y medio delicioso pasamos en aquella ciudad encantadora, en que apenas

conocíamos unas cuantas personas que nos dejaban discretamente la más amplia libertad.
Al cabo de este tiempo, comencé a encontrar algo monótono nuestro continuo tête a tête, y
a echar de menos el movimiento y la acción de Buenos Aires. Leí cartas, y me dije que el
momento era llegado de reanudar la vida activa, porque todas las noticias venían a
alarmarme. Eulalia intentó una ligera oposición:

-¡Estamos tan bien aquí! Tiempo tendrás de dedicarte a los otros.
Ahora te quiero todo mío, segura de que me descuidarás en cuanto estemos en Buenos

Aires.

Pero se convenció de que era preciso regresar en cuanto le describí la situación como

ya la veía. Los opositores agitaban el pueblo sin tregua ni descanso; el combate arreciaba en
toda línea; el Presidente de la República tenía necesidad hasta de sus amigos más
insignificantes en los puestos avanzados; el descontento cundía, a pesar de esfuerzos tan
extraordinarios como una gran reunión de los jóvenes, declarándose dispuestos a sostener al
Presidente sin condición alguna, hiciera lo que hiciera.

-No tengo el ánimo tan tranquilo como mis correligionarios. Todo me huele a tormenta,

y aunque yo poco he de perder, me gusta ver cómo van desarrollándose los sucesos para
que no me tomen de sorpresa.

Volvimos a Buenos Aires, y mi primera visita fue para el suegro, el mejor de los

informantes.

-La situación es aparentemente sólida -me dijo Rozsahegy, en su media lengua-. El

Presidente cuenta con todos los Gobernadores de provincia, con la inmensa mayoría de las
Cámaras, con todo el ejército y toda la escuadra, con una policía aguerrida y resuelta, con
diarios que defienden todos sus actos. ¡Muy bien, perfectamente! Este conjunto parece

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demostrar que está firme en el poder, pero hay vagas señales de que no es así. La Bolsa se
muestra recelosa. Muchos economistas y aun simples comerciantes encuentran que se abusa
del crédito. Los diarios de oposición exageran los ataques, sembrando una gran
desconfianza en el público. Todo esto parece nada, pero es mucho para el que sabe ver más
allá de sus narices. Si no fueras «mi hico» -agregó tuteándome, pues me trataba
indistintamente de tú o de usted-, no te lo diría, pero... ahí está... Es bueno que te des cuenta
de las cosas antes que los demás. ¡Para algo soy tu suegro, tu suegro Rozsahegy!...

Y después de una pausa, agregó:
-Hay que andar con mucho «oco». Un derrepente, ¡cataplum!
No dejaron de alarmarme estos informes, pero me alarmó mucho más todavía la

observación de que la política del Presidente no satisfacía al mismo partido que lo elevara
al poder, y de que algunos de sus miembros más conspicuos se retiraban a cuarteles de
invierno o se plegaban más o menos abiertamente a la oposición.

-¡Cuando las ratas se van, señal de que el barco hace agua! -me dije.
Pero no eran precisamente las ratas las que desembarcaban, sino los marineros, y hasta

los pilotos. A esta deserción, contribuía de un modo visible la guerra que desde un principio
se había hecho al mismo ex-jefe de nuestro partido, cuya voluntad creara aquella situación,
y que continuaba aún, tratando de suprimir hasta los últimos restos de su prestigio y de su
influencia. Siguiendo esta política inútil y equivocada, se llegó a extremos tontos. Uno de
los allegados al Presidente, el mismo que años más tarde iba a ocupar elevadísimas
posiciones, se ensanchó contra él en el diario oficioso, tratando de demostrar que era un
muñeco insignificante, un pobre individuo presuntuoso y ridículo, a quien sólo el azar de
las circunstancias había podido dar cierto relieve. Hasta entre los militares comenzaban a
notarse síntomas amenazadores. Entretanto, la única situación provincial que permanecía
fiel al viejo jefe, caía derrocada por una especie de revolución que organizara el mismo
gobierno nacional, con soldados del ejército disfrazados de particulares. Algunos
partidarios se retiraron, pues, y sin hacer abiertamente buenas migas con la oposición,
dejaron ver que, en caso de una revuelta, no se pondrían de parte del Presidente. Otros
entraron resueltamente en las filas enemigas.

Se pensará que ante este cuadro y con tales perspectivas me apresuré a decir «ahí queda

eso» y a abandonar al Presidente para no caer con él, si caía, como era ya muy probable.
Pero quien tal crea no me conoce. Hilo más delgado que todo eso. Sin que me preocuparan
mis deudas a los Bancos, que podrían apretarme el torniquete en caso de defección (hasta
cierto punto apenas, pues la mayor parte de mis letras no estaban firmadas por mí), sin que
me moviera ningún motivo sentimental, rechacé la idea de pasarme a las filas contrarias
desde el punto en que se presentó a mi imaginación. No era ése el papel que me convenía.
Si hubiese ocupado el puesto eminente con que soñé al venir a Buenos Aires, si fuese uno
de los hombres de alta significación de la época, no digo que no me hubiera convenido una
actitud de héroe salvador del país, tanto más cuanto que podría adoptarla sin arriesgar nada
o muy poco -los situacionistas que cambiaron de casaca no se cuidaron de devolver
previamente lo que habían comido-, pero, dada mi relativa insignificancia de hombre de
tercero o cuarto término, casi perdido entre la multitud, y que apenas conquistaría un
miserable ascenso en las filas contrarias, no había ventaja alguna para mí en la maniobra.
Lo útil, lo verdaderamente provechoso era pasar inadvertido, permaneciendo fiel a «la
causa»: con eso no tenía nada que temer, y sí mucho que esperar. Nuestro partido seguiría
gobernando -por lo menos en un período de muchos años-, y salvo los que se hubieran

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comprometido exageradamente en aquel tiempo, todos quedaríamos en disponibilidad y
con muchas mayores probabilidades de ocupar los altos puestos.

¡Sabia política de la que nunca me felicitaré bastante, porque mis vaticinios resultaron

plenamente confirmados: los opositores tradicionales no llegaron nunca al poder, los
transitorios se hicieron sospechosos y no obtuvieron más que migajas, y los amigos del
Presidente que se comprometieron demasiado tuvieron que vivir largos años metidos en un
rincón, esperando a que los olvidaran!

Como es de presumir, dados sus antecedentes, Vázquez fue, en nuestra provincia, uno

de los primeros que se plegaron a la oposición. Como yo le pidiera sus razones en uno de
sus viajes a Buenos Aires me las explicó candorosamente así:

-La política del Presidente es demasiado exclusivista y tiene el defecto capital de no

contentar a nadie sino a los pocos que lo rodean en la intimidad y que no son hombres de
grandes miras. Están matando la gallina de los huevos de oro. La locura de la especulación
que hoy embriaga a tantos, pasará necesariamente, porque se edifica sobre arena; y, al
primer desastre, todo el mundo se volverá contra el iluso que lo provoca, más por ceguera
que por maldad... Y esto no puede durar mucho...

-¡Vaya un sociólogo! -pensé-. ¡Más sabe mi suegro Rozsahegy que todos estos

doctorcitos juntos!

Y en voz alta repliqué a Vázquez:
-Puede que tengas razón, pero yo no la veo. Digan lo que digan, el país progresa

maravillosamente, y eso se debe al gobierno actual. ¿Que tropezamos con dificultades?
Siempre las hubo, y deberíamos trabajar por vencerlas, no por agravarlas complicándolas,
como hacen ustedes.

Pedro se encogió de hombros.
-¡Comprendería tu ceguera si tuvieses un puesto inamovible! -dijo con ironía.
¡Un puesto inamovible! ¡Qué rayo de luz! Eso era, precisamente, lo que me convendría

mientras pasaba la tormenta en ciernes. Pero ¿cuál? No podía ser juez, porque había
desdeñado hacerme dar, como tantos otros, un título de doctor en alguna caritativa Facultad
provinciana, y ya no era tiempo -dada mi relativa notoriedad- de volver sobre mis pasos.
Me quedaba la carrera diplomática... ¿Por qué no hacerme nombrar ministro en Europa o,
por lo menos, en uno de esos hospitalarios y divertidos países sudamericanos, donde se
lleva una vida patriarcal y caballeresca, ante paisajes admirables, bajo un clima espléndido,
en medio de las más sentimentales aventuras, sin nada que hacer, ni nadie que amenace la
estabilidad del puesto?

¡Oh! ¡Gracias por la idea, dulce Vázquez!


- IX -


Fui a visitar al Presidente, como lo hacía todas las semanas, y le hablé incidentalmente

de mis deseos, para tantear el terreno y guardándome la retirada. Me dijo que estaba loco,
que no podía habérseme ocurrido tontería mayor. En aquellos momentos, necesitaba de sus
verdaderos amigos; yo podía serle utilísimo presentando con elocuencia sus ideas en el
Congreso, y no era cosa de nombrarme, ni aun de permitir que me expatriara.

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-Preferiría hacerte ministro aquí -exclamó tuteándome como lo hacía en los grandes

momentos de expansión-. Y si la situación lo permitiera, lo haría sin vacilar, como lo haré
en cuanto se calmen los ánimos. No te apures: ¡tu porvenir está asegurado! Antes de dos
años serás ministro u otra cosa semejante, y con eso se consolidará definitivamente tu
situación.

Me marché perplejo, mientras una luz iba haciéndose cada vez más clara en mi cerebro.

Pensaba que había poco que esperar de aquel hombre que se empeñaba en una política por
lo menos enojosa para todos, y que sus promesas eran demasiado brillantes, demasiado
extemporáneas.

-Éste es -me decía- como el doctor Sangredo que, viendo al enfermo desfallecer a

fuerza de sangrías y agua caliente, le recetaba más sangrías y más agua caliente, y cuando
moría, declaraba que era porque no se le había sangrado lo bastante ni dado toda el agua
caliente necesaria.

En fin, lo mejor era vivir de la política haciéndola lo menos posible, permanecer mudo

como un sábalo, y divertirse en otras cosas.

Llegué a saber entonces, por intermedio de relaciones comunes, la vida de Teresa,

desde que saliera de Los Sunchos. Habíase dedicado completamente a su hijo y a estudiar,
con la buena fortuna de encontrar una institutriz alemana, mujer de alguna edad, que había
pasado largos años en París. Esta buena señora, que llegó en poco tiempo al rango de
amiga, si no de madre, limitose a enseñarla idiomas y música, y a aconsejarle lecturas,
dejándole el espíritu libre. La disciplina germánica estaba atemperada en ella por su
segunda educación latina, y como la discípula era ya una mujer hecha y derecha, no trató de
torcer -por enderezar- su carácter, sino de dar el mayor relieve posible a sus buenas
cualidades. En música, la enseñó a leerla y entenderla, sin esforzarse por darle la brillante
ejecución que ella tenía, y la felicitaba cuando Teresa interpretaba un trozo de Beethoven o
Bach, de una manera distinta a ella, porque «esto afirma su personalidad», le decía.

Con insensible gradación, logró que Teresa pasara de las lecturas objetivas, las

narraciones de acción, que estaban entonces de acuerdo con su temperamento, a las lecturas
algo más subjetivas de las novelas psicológicas, de éstas, luego, a los libros de simple
generalización, y, por fin, a los puramente especulativos. Para esta última etapa se valió de
la discusión, interesando a la joven en asuntos filosóficos, y dándole, después, elementos
para formar juicio. Y en medio de estas tareas metafísicas, con su espíritu práctico de
alemana, Fraulein Hildegard la enseñaba las tareas domésticas, el bordado, la costura, la
cocina, el arte de hacer conservas y de adornar la casa. De tal modo, que Teresa no tenía un
minuto desocupado y no sentía la necesidad de ser feliz, tanto más cuanto que Mauricio le
absorbía todos los pocos restos de su tiempo.

Cuando supe esto, que llegó hasta mí muy fragmentariamente, sentí una gran

curiosidad de verlo de cerca, y busqué toda clase de pretextos viables para acercarme a
Teresa. Pero nuestra última entrevista había sido tan ridícula para mí, ella permanecía
encerrada y mi casamiento era un obstáculo tan grande, que tuve que renunciar a mis
antojadizos propósitos.

Sin embargo, no fue sin un ensayo: la encontré un día en la calle, la hice un saludo

hasta el suelo, y me aproximé tendiendo la mano. Hizo como que no veía el gesto, y usando
la frase trivial de práctica, dijo «Servir a usted» y pasó de largo, sin exagerada modestia ni
excesiva altivez, dejándome plantado en medio de la acera.

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Yo, por las tardes, iba a la redacción del diario oficioso, verdadero fox-terrier lanzado a

las pantorrillas de la oposición. Pero no escribía.

Escribir es oficio de dupa. Profesionalmente, no da de comer a su amo, como decía

Sancho Panza, y en mi caso, dada la vidriosísima situación, no hubiera hecho otra cosa que
comprometerme, lo mismo que hablar en público.

Sin embargo, a veces pensaba que me gustaría tener tiempo y ganas de escribir una

novela: un simple antojo irrealizable de aficionado. A encontrarme con la constancia
necesaria para acometer el proyecto, lo iniciara como una novela del progreso de la
República Argentina, tomando por personaje principal una figura simbólica que no fuese
sino un vago mosaico cambiante, más espléndido y luminoso cada vez. Esa figura no sería
nadie y sería todo el mundo, y un «todo el mundo» de una fuerza genial. Obsérvese: todos
trabajan, todos han trabajado, el magnífico producto está a la vista, pero nadie puede
discernir lo que ha hecho cada cual, ni lo que ha ejecutado un grupo, ni un partido, ni una
raza, como en esos guisados de la gran cocina, en que se mezclan y confunden mil
ingredientes para producir una cosa única. En mi novela, el guisado sería el protagonista y
los condimentos el resto de los actores...

Pero bien pronto, renunciaba a estas tontas divagaciones peligrosas, y cuando mucho

escribía un sueltecito de crónica social, adulando a mi más reciente conquista. No tengo
carácter para víctima, ni me gusta el papel de «genio incomprendido». Allí en la imprenta,
estreché relación con algunos escritores y pichones de escritor, que a estas horas han
muerto de miseria o han cambiado de rumbo, dejando de escribir otra cosa que cuentas y
facturas. Pero, entonces, me hacían morir de risa con su petulancia. Se reunían entre ellos
para quemarse mutuamente incienso, miraban a los demás por encima del hombro, como si
perteneciesen a una raza subalterna, y luego se entredevoraban, despreciando a los
ausentes. ¡Pobres tontos! No veían ni han visto nunca que sólo ellos se hacen caso, y su
ceguera llega a tal punto que se esfuerzan por destruirse unos a otros, sin ver que todos
están destruidos por definición en un país como el nuestro, donde apenas si pueden hacer el
papel de víctimas cómicas. Y lo más curioso es que esos pobres parias, tomaban o fingían
tomar bajo su protección, a pintores, escultores, músicos, actores y hasta sabios a la violeta,
que -a su vez- les formaban círculo, creando en la vida porteña algo así como uno de esos
islotes del Paraná que nadie utiliza, porque se inundan, están llenos de sabandijas y no
tienen comunicación con la vida comercial.

Mi espíritu curioso me hacía no espantarlos ni alejarlos; para eso los trataba en serio,

fingía interesarme en lo que hacían, y hasta cuidé de aprender el título de alguna de sus
publicaciones. En cuanto citaba éste, el rostro de mi escritor se iluminaba y ya no tenía más
que dejarlo hablar, porque me repetía lo que había dicho, pidiéndome mi parecer, cosa fácil
de exponerle con un ¡ah!, o un ¡oh!, admirativo, o con una sonrisa entendida y un
movimiento de cabeza.

Como los diarios tienen que llenarse con algo, y ya en aquella época disminuían las

transcripciones y traducciones de los periódicos europeos, estos desgraciados plumíferos
alcanzaban de vez en cuando un sueldecito, y vivían muriendo, a la espera de un puesto
oficial o en la expectativa de un cambio de situación... No saben cuánto me he reído de
ellos, los directores y administradores de los diarios que redactaban, gente cuyo único
propósito era sacar las castañas del fuego con la mano del gato...

Lo digo, para que aprendan los ingenuos que quizá pretendan recoger la herencia de

esas pobres criaturas ridículas y pretenciosas, verdaderos parásitos de la sociedad,

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soñadores inútiles que llegan a creerse llenos de influencia y de poder. Idiotizados, viven
mirándose los unos a los otros, y como ellos son los que escriben en los diarios y a veces en
los libros, llegan a creer que todo el mundo está pendiente de ellos, cuando a nadie
importan un ardite. Chicos y grandes les han manifestado siempre su gran insuficiencia,
pero ellos -tieso que tieso-, lejos de convencerse, protestan contra una ignorancia y una
envidia que sólo existe en su cerebro. Y como, a fuerza de escribir cuartillas, al fin llega a
salirles algo bonito, puede que, cuando alguno de ellos muera, le pongan una chapa de
bronce en el sepulcro, o le hagan un bustito, o se cite su nombre en las antologías de
escritores regionales.

Ya se verá, después, con qué rima éste mi justo enojo contra los escritorzuelos

periodísticos de aquella época... y de otras, anteriores y posteriores.

Por el momento, en mis charlas con los redactores del órgano oficioso de la tarde y el

oficial de la mañana, traslucí una cosa que acabó de darme mala espina: Los diarios de
oposición se enriquecían, mientras que los nuestros vivían apenas de las subscripciones
gubernativas, y para circular un poco tenían que enviarse casi gratuitamente a
correligionarios y empleados públicos; esto tenía dos explicaciones: o estaban
administrados y dirigidos por gente demasiado ávida de dinero, a la que nada bastaba, o el
soberano público se mostraba para con ellos de un desdén desesperante. En la disyuntiva,
tomé sabiamente el término medio y me dije:

-El público los abandona un poco, y los empresarios aprovechan un mucho de la

situación. En suma, se hacen pagar dos veces... o una vez y media.

Esto, con los demás antecedentes, me hizo abrir del todo los ojos y preparar lo que

podría llamarse «mi coartada».

Aquellos pobres «escribidores» que a veces no tenían siquiera ropa que mudarse, eran

al fin y al cabo una fuerza, y más del lado de la oposición que de la del poder, porque
cuando escribían no eran «ellos», sino la entidad que estaba detrás. De esto no se han dado
cuenta nunca, y aun reclaman una individualidad refleja que jamás tuvieron realmente. Yo
no lo dije, entonces, y si lo digo ahora, es porque ya no puede perjudicarme mi franqueza.
Resolví, pues, servirme de aquella arma.

En el Congreso, en los teatros, en algún club, me encontraba con reporteros y

redactores de la oposición. Les hablé de lo que escribían cuidando de objetarlos sin
lastimarlos, y facilitándoles la réplica victoriosa. No me fue difícil conquistar su buena
voluntad, porque, aparte de adularlos, solía insinuarles alguna idea y darles algunos
informes. Uno o dos llegaron hasta aceptar mi invitación a comer, y convinieron conmigo
en que, si el Gobierno les nombraba alguna cosa, no haría más que rendirles justicia. Otros
se acercaron luego a casa, atraídos por mí y por sus colegas, y lo pasaron tanto mejor
cuando que Eulalia tenía el don de gentes, e ignorando mis propósitos y mi política, los
creía hombres de gran valer, literatos eximios, y los trataba con respetuosa deferencia.

He aquí por qué los diarios de la época no tienen una palabra contra mí -salvo una

dolorosa excepción, algo más tarde-, aunque en aquel entonces no quedara títere con
cabeza.

Éstos y otros me pedían mil cosas. Nunca dije no. Puse aparentemente mi influencia al

servicio de todos, sin ocuparme de nadie, y cuando alguno de mis «protegidos» obtenía por
otro conducto lo que deseaba, nunca dejé de encontrar quien le dijera que lo había
alcanzado gracias a mí.

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Entretanto, la situación se metía en agua. Una noche que me hallaba en la tertulia del

Presidente, alguien le habló aparte con decisión. Ambos gesticulaban, acalorados. Se
separaron con visible enojo. Yo estaba cerca del Presidente que, irritado todavía, me golpeó
el hombro, y me dijo, reconcentrando su rabia:

-El que venga después, hará lo mismo que yo, o el país volverá a la anarquía. La

oposición es heterogénea, y de ella no puede salir un partido de gobierno. ¿No te parece?

-¡Sí, Excelencia! -dije y pensé-: O este hombre ve mucho o no ve absolutamente nada y

se va a estrellar...



- X -


Pocos días después marchose a Europa uno de los hombres más importantes del país, el

último vástago de nuestra raza, como hubiera podido decir yo mismo en un discurso. Era un
militar, un sociólogo, un literato, un sabio, que había optado por ser un patriarca. El pueblo
bonaerense lo adoraba, el de las provincias lo respetaba, considerándolo, sin embargo,
enemigo, por fuerza de inercia, por espíritu tradicional. A mi juicio, era una especie de
Cincinato, ilustrado y romántico, un hombre que había tomado en serio los idealismos de
1830. Conservo viviente la impresión de nuestro único coloquio, en una visita de consulta
que le hice. El grande hombre me escuchaba impasible, dejando escapar, de vez en cuando,
una ligera exclamación afirmativa o negativa, mientras que la mirada de sus ojos muy
claros, como desteñidos, no me revelaba nada de su interior y me parecía el cristal de unos
gemelos asestados a mi alma. Con el gesto de su mano larga y descarnada, detenía de
pronto la palabra en mi labio, dominando inquebrantablemente mi petulancia juvenil, y
narraba o explicaba entonces, con acento al par sentencioso y blando, como un abuelo que
hablara a sus nietos y les dijera la indiscutible verdad bebida en la experiencia...

-Pero...
-Es como yo le digo -insistía tranquilo y perentorio, y su memoria sorprendente y su

juicio extraordinario evocaban cuadros admirables de pasado y de futuro. Era un prócer y
un poeta.

Se marchó a Europa en medio de una formidable manifestación de despedida, que fue

como un motín pacífico.

-¡Se da por vencido! -dijeron los que le veían como un espanta-pájaros, como una tácita

condenación de lo que estábamos haciendo-. A enemigo que huye, puente de plata...

-No comulga con la oposición -declararon los que husmeaban en el aire efluvios

revolucionarios.

Difícil me resulta la actitud del Presidente. ¿Quiso disimular ante el pueblo? ¿Quiso

comprometer al patricio, conquistándoselo con oropeles?

¿Realizó un acto de nobleza, sin segunda intención, como justiciero, ateniéndose a lo

que viniera después? Cualquiera de estos motivos es loable, por una razón o por otra, y en
su actitud no careció de belleza al devolver al gran ciudadano todos los honores que le
habían «suspendido», porque hasta entonces manifestara su «voluntad» de una manera
demasiado imperativa a veces.

Pero, admirando el tipo, aunque no fuera de mi credo ni de mis conveniencias, no

estaba dispuesto a dejarme engañar por su viaje y por su mansedumbre.

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-¡Sí! -me dije. Revolucionario recalcitrante se ha domesticado hoy, y no quiere

sancionar una cosa que, sin embargo, le parece inevitable.

Desearía ser el gran pacificador, después de tantas revueltas. ¡Está bien!
¡Está bien! Pero se va para permitir que la revolución estalle... ¡Es evidente! Y, como

es evidente, hay que andarse con cuidado, con más cuidado que nunca.

Y mientras los otros comentaban estos acontecimientos con un sentimentalismo

trasnochado, utilitario o lírico, yo juzgué conveniente saber lo que al respecto pensaba mi
suegro Rozsahegy, el más grande de los hombres de la época, porque era el más práctico.
Nunca, entre nosotros, se ha consultado bastante al extranjero, que será el más egoísta, pero
que es también el más capaz de imparcialidad. Como no se ha consultado al criollo que se
queda fuera de los negocios y la política, sin tener en cuenta el famoso dicho de los
jugadores de carambola: «Mirón y errarla»...

Con la más absoluta de las aprobaciones por mi parte, Rozsahegy no dotó a Eulalia,

aunque se comprometía a pasarla una mensualidad crecida «para alfileres», y aun cuando
tomó a su cargo todos los gastos de instalación de nuestra casa, cercana a la suya, que yo
organicé y Eulalia perfeccionó en los detalles, con su buen gusto innato. Yo no tenía, pues,
reparo en hablarle de asuntos de interés, «cuestiones financieras», porque estábamos,
respectivamente, en la independencia total.

-¿Qué piensa de la situación política... de la situación económica, don Estanislao?
-¡Eh! Pienso... Pienso que ya he tomado todas las precauciones necesarias, de acuerdo

con lo que opina don Ernesto...

Y después de este nombre, sagrado en las finanzas, hizo una pausa solemne. Luego,

descendiendo de la altura, se refirió a mis pequeños intereses:

-Usted no tiene que preocuparse por ahora... ¡Eh!... Pero no podrá ser rico por usted

mismo hasta que pase «esto» momento... La «questión» está en soltar toda la menos plata
que se puede... Y usted, Mauricio, «cuega», usted «cuega demasiado» en el Club y en el
Círculo y en el Jocquey, y en las «careras»... «Déquese» de historias, hombre... Guarde la
platita y verá después...

-¡Pero papá! --exclamé con mimo burlón-. ¿No ve que yo tengo que vivir como quién

soy, he sido y seré?...

-¡Está claro! Yo no digo nada... Pero el más «quien soy» tiene que pensar en lo que

puede suceder mañana... «Vos, Cómez, tenés» una cabeza de chorlito.

¿Cabeza de chorlito yo, Rozsahegy? ¡Qué error! Comparando tu espíritu práctico y el

mío, no sé cuál resultaría más completo. Sólo que hay formas, hay formas, hay formas... El
centavo tiene que venirme; yo nunca correré tras él, como has podido hacerlo tú...

Pero lo admiré, cuando me hizo el cuadro acabado de la situación.
-Con vos puedo hablar claro... sos «me hico»... «¡Comprá oro!»... Es una cosa segura y

te dará el cuatrocientos por ciento, si «sos» capaz de guardarlo...

Se interrumpió, objetándose a sí mismo:
-Pero ¿dónde está el efectivo? ¡Ésa es la «quistión»!... No importa... Hay otras maneras,

aunque no se compre oro... Hay el equivalente... el equivalente... y eso lo «tenés»...

-Mi querido suegro, usted se anda por las ramas... Lo que yo le he preguntado es lo que

piensa de la situación...

-Es una locura, un despilfarro, una borrachera...
Y me explicó: Todo el mundo había perdido el juicio. Fuera de los centenares de

millones que bailaban en plaza, acababan de abrirse una docena de Bancos con un capital

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de cincuenta y tantos millones, sin base sólida alguna, millones soñados, escritos en el
agua; se imprimía papel moneda como se imprime una novela popular, en rotativa; se
descontaba con el desprendimiento del calavera ebrio, que siembra su peculio en medio de
la calle; en la Bolsa se jugaba como en una timba, con el bluf y todo sobre palabra, casi
exclusivamente para cobrar y pagar diferencias; a la propiedad raíz se había dado un valor
ficticio, pues nunca produciría la renta que el capital representaba; el comercio nacional
quedaba deudor en un tercio por lo menos del comercio extranjero, porque nuestra
producción no estaba a la altura de nuestras ilusiones; todo el mundo robaba o estafaba al
país, con cuentas corrientes ilimitadas, préstamos hipotecarios hechos sobre propiedades
que no existían, descuentos concedidos a testaferros sin responsabilidad...

-Es como si en tu casa, incomodado ya por los acreedores, siguieras tomando «fiado»

donde te dejaran... ¡Vas a ver lo que pasa después!

-¿Usted cree, entonces, que esto no tiene remedio?
-Sí, tiene... Por lo menos para nosotros... Don Ernesto me ha dicho... Pero hay que tener

paciencia... Hay que estarse muy quietito...

Ya diré... Usted no tiene ningún apuro, ninguna necesidad... ¡Bueno!...
Hay que esperar... Éste es un país de esperar sin asustarse.
-Pero, quizá si yo pudiera liquidar en condiciones pasables...
-«Deque estar... Pueda ser» que parezca menos rico, pero será relativamente tan rico y

más... Cuando el nivel baja, baja para todos; y si no baja demasiado, el que está más arriba
queda más arriba... y viene a ser lo mismo.

-¡Don Estanislao, no se equivoque! El ministro de Hacienda va a sofocar la plaza con

una avalancha de oro, con cien millones que el gobierno tiene en caja...

-Y la Bolsa hará como el papel secante... ¿Qué es un peso, cuando se deben cinco?
-Se hace esperar.
-¡Eh! Sí. Cuando uno se queda con cincuenta centavos para comer...
Pero aquí no nos quedamos con nada...
-Usted cree entonces que la revolución...
- ¡Pshit!
Irma se precipitaba, más que acercaba, hacia mí, para increparme:
-La muchacha está triste, ¿qué tiene?
-Yo no sé, señora...
-¡Debe saber! Parece enferma, afligida...
-¿Eulalia?... ¡Bah! Monadas de muchacha mimosa.
-No. Está pálida y ojerosa, está intranquila...
-¿Le ha dicho algo?
-No.
-¿Y entonces?
Me levanté, tomé el sombrero, y encarándome con don Estanislao.
-Hablaremos otra vez -dije-. Hay mucho paño que cortar.
-Sí, «hiquito», sí. Yo no puedo hablar, pero... no hagas nada sin consultarme antes.

Sobre todo, no «vendás».

Y en voz más baja:
-No «pagués»... hay tiempo.
El ataque de Irma se explicaba en cierto modo, porque, desde que volvimos a Buenos

Aires, arrebatándome el torbellino de la vida, no fui ni podía ser para Eulalia el compañero

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amable, despreocupado y cariñoso de todas las horas. Un desencanto, también, la afligía y
marchitaba: yo no era siempre, en la intimidad, el orador elocuente y triunfal, ni el ameno y
espiritual convidado de las reuniones sociales, sino un ser común, como un actor que no
sólo ha abandonado la escena sino también los bastidores.

En cambio, a mí, hecho a todas las libertades del sensualismo, en los acercamientos

venales o caprichosos, la austera unión que ella consideraba única posible, me parecía
insulsa y timorata. Sin tenernos en menos, íbamos alejándonos poco a poco, pues; ella
sufría, yo... filosofaba.

Quizá ahondé esta separación cuando, al recibir días después la noticia de la muerte de

Mamita, y olvidando nuestras conversaciones de Montevideo, me opuse a que Eulalia fuese
conmigo, pretextando las molestias y fatigas del viaje hasta Los Sunchos, donde las
autoridades, con exquisita deferencia, me aguardaban para el sepelio y los funerales, que
habían preparado magníficos. Allí me hice contar los últimos momentos de mi viejita.

Se había ido apagando poco a poco. Ya no andaba, sino arrastrando los pies, como

quien patina, para llegar penosamente hasta el sepulcro de mi padre. No hablaba, pero
sonreía a todo, con esa sonrisa entre compasiva y alegre que suelen tener muchos ancianos,
y que algunos consideran atontada, casi idiota, aunque otros la crean excesiva
benevolencia, total perdón... Por fin, no pudo salir, y guardó cama, siempre sonriente y en
silencio, hasta que una tarde, echando las enjutas piernas fuera, y sentada en la orilla, dijo:

-Quiero vestirme. Voy al cementerio.
Pero, incapaz de sostenerse, cayó hacia un lado; murmuró: «Fernando», y se quedó

dormida para siempre.

«Fernando» dijo y no «Mauricio»; entre las dos indiferencias olvidaba mejor la del

esposo, que nunca parece tan total como la de los hijos, porque nunca se le ha dado tanto...
Pero ¿quién me asegura que no nos confundiera a ambos en un solo nombre, no
pronunciado para los demás sino para ella misma? ¡Pobre Mamita!; la lloré de veras, no
acertando, sin embargo, a darle determinados relieves, como si sólo fuera una sombra vaga
que hubiese fluctuado sin rumor en el fondo de mi vida. Y su recuerdo es, hoy mismo,
borroso y tierno, sin que provoque ni grandes alegrías ni grandes penas. ¡Pobre Mamita!...
Cuando la evoco, no tengo más que una sensación de penumbra y de silencio, de
renunciamiento a la vida. Mi padre, don Fernando Gómez Herrera la modeló así, y yo, su
hijo, no hice sino continuar su obra. ¡No había ni siquiera asistido a mi casamiento; yo no la
escribía desde años atrás, pero estoy seguro de que siempre estuvo ocupada de mí, y al
recordarla ahora, siento que he hecho un mal negocio, y que las caricias locas con que pudo
regalarme, no serán renovadas por nadie en el mundo!... Y tanto me conmovió la evocación
de su gran figura resignada, que pensé en edificar en Los Sunchos un sepulcro de familia,
donde yo dormiría también, llegada mi hora. «Esto consolará a la pobre viejita», me decía,
embriagado por el licor demencial de la muerte, del misterio... Casi un cuarto de siglo
después, todavía no he realizado el proyecto...

Pero no podía yo pasar por mi aldea, ni aun en momentos de luto, sin tener que

amoldarme a mi papel. Para distraerme, amigos y aduladores me mostraron el pueblo, que
crecía a ojos vistas y al que hubiera llegado meses después el ferrocarril... El villorrio iba
transformándose, materialmente, en pueblo con visos de ciudad, y Los Sunchos, teatro de
mis primeras correrías y mis primeros triunfos, perdía su carácter con las pretenciosas
imitaciones de las arquitecturas de las capitales. Iba a poseer aguas corrientes, cloacas, luz
eléctrica, tenía algunos empedrados, gas, teatro, y sus cabezas más fuertes pensaban en

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hacerla... capital de una nueva provincia, formada con parte pequeña de la nuestra y parte
de un territorio nacional contiguo.

-¿Y para qué provincia? -pregunté.
-¡Para que Los Sunchos tenga toda la importancia que merece! -me contestaron.
No era una respuesta. Aquellos buenos burgueses querían ser gobernadores, diputados,

senadores, etc.; fundar una pequeña aristocracia, en fin, y no ser el departamento más
alejado pero más influyente, el bourg pourri, sino una gran entidad. ¡Bah! ¡Si ellos supieran
dónde van a parar las grandezas de Los Sunchos, y pudieran leer en mi alma cómo calculo
yo mi posición en Buenos Aires!... Pero tienen razón. Yo en Los Sunchos, dominando
patanes, era más feliz que en la capital tratando de contemporizar con todo el mundo, y sin
más éxito que el obtenido con las mujeres, que no cuantifican el mérito y que magnifican
sus caprichos hasta la sublimidad. Sí; lo diré aunque parezca no venir a pelo: La mujer, en
nuestro país, como en todas partes, es el mejor vocero, el único propagador de la fama. No
se la tiene, muchas veces, en cuenta, pero en mi larga experiencia de la vida sé que quien la
ha descuidado, ha caído necesariamente en el olvido, y que quien la cultivó, por ínfimo que
fuese, ha llegado a las alturas, porque más tira un pelo de mujer que una yunta de bueyes -
como dicen que dijo Rosas-, y porque, como no envidian a los hombres, ni los desdeñan,
tienen para la mercancía de su agrado recomendaciones entusiastas que no pueden nunca
tener los hombres para sus rivales...

Cuando volví a Buenos Aires, cumplidas las fúnebres ceremonias, reanudé mi vida de

agitación.

Eulalia me hizo algunas observaciones: la descuidaba demasiado. Era cierto, pero no

me inquietó. Me consideraba fuera de todo peligro, gracias a mis méritos físicos e
intelectuales, pese a todos los ejemplos que en contrario me presentaban la historia, la
tradición y la crónica escandalosa de nuestra época... Eulalia, tan fina, tan discreta, podría y
debería ser una gran señora en el momento oportuno, que no había llegado todavía. ¿Cómo
exhibirla con sus toscos padres? ¿Cómo fundar o refundar una aristocracia con los
Rozsahegy a la rastra? Yo tenía fuerzas suficientes para imponer a Eulalia, pero no a Irma y
a don Estanislao.

Puede que pudiera; pero, en fin, ni yo mismo lo quería. Eulalia, a veces, parecía

comprenderlo; otras, su ambición rompía todo lazo: pero era una ambición hacia mí, no
hacia la sociedad, y esto me había desgraciado.


-María haría lo mismo, pero con todo derecho y toda probabilidad de triunfo -me decía

yo-. Teresa podría intentarlo con éxito, porque, al fin, es de una vieja y respetable familia
del país. Pero, justamente, Eulalia, que tiene la bondad de Teresa y la individualidad de
María, es la única que no puede exigirme que la imponga a esta sociedad, por mezclada que
esté, porque no he de llevarla a los «bailes de la Bolsa» u otros «peringundines», sino
precisamente a los salones tradicionales que hoy están semicerrados, y donde sería muy
posible que nos recibieran mal.

Mi tía Mónica, aquella excelente dama que había quedado soltera porque un médico,

allá en su juventud, le cortó un músculo del cuello y la dejó para siempre con la cabeza
bamboleante, como una perlática, mi madrina de casamiento, en fin, me ilustró el punto
casi con tanta crueldad inhábil como la del cirujano que la mutilara, agostando su juventud,
su gracia y su talento de mujer.

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-Tenemos, sí -me dijo-, la aristocracia del dinero; pero es superficial, mientras no

desaparecen los que lo han ganado directamente.

Recuerda, Mauricio, el dicho de aquel extranjero en el Colón, al ver cuajada de

diamantes nuestra más alta sociedad: «¡Muy hermoso, pero huele a bosta!» Todos somos
descendientes de negociantes o estancieros; eso lo sabemos muy bien. Pero todo el mundo
se esfuerza para hacerlo olvidar, y en tal caso, el que está más lejos de su abuelo pulpero,
tendero, zapatero o criador, es el más aristócrata. Tú, con tu casamiento, has perdido dos o
tres peldaños, porque el patán de tu suegro vive y se muestra demasiado...

Es un «carcamán», y eso no se te perdona.
Mauricio Gómez Herrera, sin el «carcamán», sería como algunos de sus primos o

sobrinos, que, sin dinero, y aunque puedan, por excepción, tener talento, no son sino pobres
aspirantes o infelices descontentos, socialistas, anarquistas o cosa por el estilo...

-¡Qué mi tía Mónica!


- XI -


El juego, las mujeres, los paseos y la controversia chismográfica -he aquí cómo

distribuyo mi vida desde que he dejado la política en segundo término, previendo lo que va
a suceder-. Ni a tiros me hacen hablar ni escribir... Mi suegro me ha contado la historia de
las anteriores crisis, sobre todo la que trajo la conversión al peso moneda corriente y el
derrumbamiento del Banco Nacional.

-Haga una cosa. Si debe algo al Banco Nacional, trasládelo pronto al Banco garantido

de su provincia; yo sé lo que le digo... Allí será más fácil arreglar...

Sin saber a qué podía corresponder aquel consejo, me apresuré a seguirlo, y al hacer

esta permuta, que mi posición política me facilitó, supe que, con mi nombre o el de otros,
debía nada menos que cerca de un millón de pesos nacionales. Aunque mis propiedades de
Los Sunchos y las de la capital de la provincia y campos vecinos representaran entonces
algo más de esa suma, me asusté, y fui a consultar a Rozsahegy, seguro de que se había
equivocado y me había hecho cometer un desatino.

-Creo -le dije-, que siendo yo rico, y Eulalia también, Eulalia debe ayudarme a

consolidar mi fortuna, tanto más cuanto que ella no pierde un centavo. En su nombre, pues,
vengo a pedirle que sanee mis propiedades, pagando mi deuda al Banco de la provincia.

-Usted es muy muchacho -me replicó-. Yo no pago deudas de nadie que puede

pagarlas. A Eulalia no le faltará nada, ni hoy ni nunca, y, por lo tanto, a usted, sobre todo si
no sigue haciendo sonseras y jugando hasta la camisa. Y deje estar, ya le he dicho: nadie se
ha de llevar sus tierras, mientras viva Rozsahegy.

-Debo cerca de un millón.
-Eso es una porquería. No hay un allegado al Presidente ni siquiera a un Gobernador de

provincia que no deba otro tanto. ¿Y vos crés que los van a matar? ¡Se acabaría el país!...
¡Eh, nadie se muere de deudas!...

Y, paternal, agregó:
-Eulalia tendrá cuanto necesite. Vos podés seguir haciendo negocios para tus «farras».

Yo no me meto en eso. Pero, en el momento oportuno, ya sabré cómo ayudarte. ¡Eso sí!, no
venda sus tierras, porque entonces ya no hay defensa.

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-El «gringo» sabe lo que se pesca -pensé-, y lo mejor es hacer negocitos.
Era todavía, en sus últimos boqueos, el tiempo llamado de las «coimas». Ganar algún

dinero no me costaba más trabajo que el de leer un memorándums presentado por algún
postulante de concesión, y repetirlo en otra forma en el recinto de la Cámara. Estos
memorándums solían estar bien hechos, lo que afirmaba mi reputación de orador
enciclopedista, sin comprometerme como político. Podía hacérseme, por el mismo
procedimiento, una competencia mortal, pero, pese a mi modestia, diré que yo presentaba
aquello con elocuencia y con éxito, sobre todo porque entre los colegas habíamos
establecido un convenio tácito, y nos dábamos mutua y alternativamente el voto.

Mis «bohemios» oficialistas y opositores no veían más que fuego, como dicen los

franceses, y los primeros, obedeciendo a mi consigna, no me ponían nunca muy de relieve,
mientras que los segundos, conquistados, cargaban la romana sobre otros, nunca sobre mí,
y estaban (unos y otros) tanto más conformes conmigo cuanto que no me daban notoriedad.
Los correligionarios hablaban de Mauricio con mesura y respeto; los opositores, dada mi
insignificancia, cuando me nombraban solían -rara vez, -pero solían- deslizar una palabra
amable junto a mi nombre. También es cierto que nunca me opuse a un sablazo, ni negué
una recomendación, ni dejé de aparentar que buscaba un puesto, ni hablé mal sino de los
caídos, ni hablé bien sino de los notorios y momentáneamente «indiscutibles». Y los
cuentos y comentarios me llegaban.

Yo no tenía talento, pero era, en cambio, bondadoso; no tenía ilustración, pero era

inteligente y receptivo; no tenía moralidad, pero era muy tolerante para los defectos ajenos;
no tenía carácter, pero era incapaz de hacer daño a una mosca; no era altruista, pero no
dejaría a nadie sin comer por hartarme yo.

Virtudes negativas, pero, al fin, virtudes.
Pero, pasemos. Tal era mi acción, la única que me interesaba para mantenerme en la

posición debida: frecuentando la sociedad, por lo que podía darme, gracias sobre todo a las
mujeres, haciendo pequeños «negocios» para poder vivir sin comprometer mi fortuna y con
ella mi libertad de acción; entregándome a veces al placer, en forma que la plebe dogmática
encuentra excesiva; presentándome como un elegante y un gran señor, sin exageración -
para no morirme de hastío en los momentos obligados de inercia-, aparecía yo como un
protector nato de las letras y las artes, que no me importan un pito, era el ídolo de los
salones, el pico de oro en la Cámara, el instrumento admirable y admirado del gobierno -a
quien no servía-, y el hombre, en suma, capaz de ponerse, si quisiera, frente a frente de otro
cualquiera, del más alto, del más popular, del más poderoso. Quédame esta fama, todavía; y
si me queda es, precisamente, porque hasta ahora he rehuido el combate. Seré capaz de una
acción decisiva, pero cuando la sienta de antemano decisiva, y todas las altiveces de la raza,
todas las protestas de mis antepasados emancipadores, se reducen a la conquista del éxito.
A los abuelos les obligaron a ser yunque, y yo quiero y siempre quise ser martillo,
aprovechando para ello nuestras mismas cualidades, diversamente encaminadas.

Eulalia se había resignado al papel de amiga. A pesar de su familia era, para mí, como

una decoración, gracias a su admirable don de gentes.

La llevaba al teatro, a alguno de esos «salones» curiosos que perduraban en Buenos

Aires como confuso rasgo de unión entre la antigua sociedad y la que iba a nacer más tarde,
muy libres, muy rastacueros, pero, en fin, lo único que entonces había. Era muy solicitada y
muy cortejada. A veces me pareció que las galanterías de algunos iban demasiado lejos, y
que ella, sin embargo, las tomaba como moneda corriente. Pero no cuadra a Mauricio

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Gómez Herrera preocuparse de estos detalles, cuando cien cosas de mayor cuantía para sí y
los suyos solicitan en todo instante su atención. Por otra parte, Eulalia era, ha sido y es
fundamentalmente honesta -o así me ha parecido, ¡y eso basta!...

Y cuando, en aquel entonces, planteaba en parte estos problemas psicológicos, siempre

se me evocaba la imagen de María Blanco, y siempre refería las acciones de Eulalia a las
que ella hubiera realizado. Y aunque Eulalia actuase como María Blanco hubiera podido
actuar, siempre encontraba una superioridad en María, quién sabe por qué atávica
preocupación, olvidando que mi mujer era toda una señora. Rozsahegy, Blanco: todo
estribaba aquí: cuestión de pronunciación.

María, entretanto, estaba en Buenos Aires, y no se preocupaba para nada de mí.

Llevaba, seguramente, una vida análoga a la de Teresa, y dedicaba a Vázquez o a su deber,
todo su tiempo y todo su pensamiento. No se la veía jamás en parte alguna. Vázquez
deseaba hacer un viaje a Europa.

Quería completar su educación y ver de cerca, en la realidad, lo que le habían mostrado

los libros, sintiéndose capaz de ser útil a su tierra, no porque fuera a aprender más en el
extranjero, sino por la mayor autoridad que una permanencia en el Viejo Mundo le daría.
Imitando burlescamente aquello de Calderón de que «porque no sepas que sé que sabes
flaquezas mías», observaba que, para ser eficaz, es preciso que los demás «sepan que uno
sabe», o lo supongan, que es lo mismo.

Una tarde, comentando la crónica del Congreso de los diarios de oposición, en la que se

me trataba muy bien, llegué a decirle que despreciaba resueltamente a todos los
escritorzuelos, y que, cuando mucho, los toleraba. El romántico de Vázquez me contestó,
animadamente:

-¿Los toleras? ¡Pero, tonto! ¿No ves que ellos son los únicos que hacen algo y que

tienen el derecho de «tolerar»? ¡El más insignificante tiene mayores probabilidades que tú y
que yo, de ser admirado y venerado por los que vienen!... Pobre consuelo, dirás. Pero es
que ellos cobran su paga mental por adelantado, y no la descuentan para poder
enorgullecerse aun más de sí mismos... Están bien convencidos de ser lo que son, mientras
que nosotros no sabemos lo que somos.

-¿Qué significa?
-Ellos pueden oponerse a las circunstancias, nosotros las estudiamos para seguirlas.
-Haces juegos de palabras, y nada más.
-Me alegro de que lo tomes así.
Yo creía y creo todavía en la existencia de lo que se llama «hombres superiores», y en

que son los que señalan rumbos a las sociedades y los pueblos. Y mientras escribo estas
líneas, leo un discurso de Roosevelt, pronunciado en Bruselas, panegirizando la medianía.
Es una adulación electoral, como las de nuestros discursos de provincia, en que alabamos a
los labradores y los ganaderos, como a las más altas y fuertes columnas de la sociedad y de
la inteligencia...

Otras cosas me distrajeron. El gobierno estaba cada vez más preocupado con la

situación, especialmente en su parte económica. Una especie de bancarrota amenazaba al
país, y los ministros de Hacienda se sucedían haciendo desatinos cada vez mayores. Para
detener el alza del oro, el gobierno vendió todo lo que tenía, que fue inmediatamente
absorbido por los banqueros, y emigró. Sin haber detenido la subida, lejos de eso, tuvo
necesidad de metálico en crecida cantidad para amortizar empréstitos y pagar intereses, y
debió comprarlo a precios inverosímiles.

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Corrió la voz de graves irregularidades en los Bancos, y en la capital se respiraba un

ambiente de desconcierto que olía a revolución. Lo que supo Rozsahegy meses antes lo
sabía todo el mundo ya. Mi suegro me llamó entonces, con urgencia.

-¿Has hecho lo que dije?
-No sé a qué se refiere.
-Hacer trasladar toda tu deuda al Banco garantido de tu provincia.
-Sí.
-¿A cuánto asciende?
-Con algunos intereses acumulados, ya le dije, a cerca de un millón de pesos.
-¿Con tu sola firma?
-La mayor parte. Hay unos doscientos cincuenta mil pesos, cuyas letras no he firmado

yo. Pero se sabe...

-Eso no importa. Déjese estar. No se apure. No haga caso de nada. Sobre todo, no

venda... Ahora viene el temporal y hay que tener mucha sangre fría, mucha...

-¿Usted también cree en la revolución? -dije, irónico.
Me miró con aire socarrón, sonriéndole los ojillos de cerdo.
-Yo más que nadie -contestó-. Esto no puede seguir así.
Comprendí que sabía más de lo que quería decir, y traté de sondearlo.
-Estoy seguro de que hasta ha dado dinero...
-¡Ésas son cuentas mías! -exclamó riendo más que antes-. La verdad es que cualquier

cosa, ¿entiende?, cualquier cosa es mejor que prolongar esta situación. Hay que liquidar.
Esto es un loquero sin nombre; ya no hay desatino que no se haga, y se ha tocado
demasiado a lo hondo del bolsillo de la gente.

-La revolución no triunfará. No hará más que consolidar el gobierno.
-Puede que no triunfe. Hasta es casi seguro, porque la harán gentes muy distintas. Pero

el gobierno no podrá consolidarse, sino en calidad de gobierno; es decir, quedando como
es, pero variando de hombres y de procederes.

-¡Qué curioso!
-Será lo que te parezca. Pero, ¿quieres un consejo, Mauricio, para completar los otros,

que son salvadores?

-Venga el consejo.
-«Andate» de Buenos Aires. Eulalia está delicada, el invierno amenaza ser crudo.

Llévatela a un rincón del Norte, o Río de Janeiro, si prefieres la ciudad al campo, y espera
los sucesos.

-No puedo. Tengo compromisos. Por mucho que justificara mi ausencia, sería una

deserción. Me quedaré aquí, a pie firme.

-¡Compromete su porvenir!
-No crea, viejito. Tengo uñas para salir del paso. Ya verá. ¡Y nadie podrá decir nunca

que Mauricio Gómez Herrera es un traidor ni un cobarde!





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- XII -


La revolución estalló, porque al pueblo no le quedaba un centavo ni crédito con qué

sustituirlo. Yo era ya, oportunamente, en aquel momento, una «persona formal» porque
había logrado que nadie se ocupara de mí. Y en la difícil emergencia, me dije:

-Hay que prepararse a echar piel nueva. Callemos como muertos y veamos venir. Yo no

hago nada malo. La política es una serie de accidentes en los que uno debe «poder ser útil o
utilizable», y demostrarlo, aunque sea de un modo pasivo. La sociedad dice: Sé rico, ten
influencia, y triunfarás. La religión actual dice lo mismo, exigiendo, como la sociedad, que
se le guarden las formas. Yo soy rico, o mejor dicho, tengo todas las probabilidades y todas
las apariencias de tal. Soy rico por mi mujer, y rico por mí mismo, si es cierto lo que dice
Rozsahegy. Tengo talento o, lo que quizá sea preferible, el don de saber vivir. La cuestión
es no destruirse a los treinta y cinco años. Este período ha sido un gran gastador de jóvenes.
Todavía puedo ser un hombre nuevo, y muchos de nuestros próceres no habían despuntado
aún a los cuarenta años. ¿Quién me dice?...

Pero quise cerrar con broche de oro este largo capítulo de mi vida, mostrándome fiel, si

no a mis principios, a mis amistades y vinculaciones, y en cuanto estalló la revolución fui
de los primeros en rodear al Presidente, mientras que los sublevados, contemporizadores, se
encerraban en la plaza del parque y formaban cantones en los alrededores dedicándose a
matar vigilantes para satisfacer una necesidad de venganza contra la autoridad o sus
símbolos.

-Es un motín militar -me dijo el Presidente, dándome un instante de atención, en medio

de la turba azorada de palaciegos que le rodeaba-. Pero el ejército fiel no tardará en reducir
a los revoltosos.

-Es mi convicción -dije-. Y si puedo ser útil en algo... Ya sabe usted que se debe contar

conmigo.

-¡Gracias! ¡Ya sé, ya sé!...
Otros lo rodeaban, acaparando su atención, y mareándolo por completo.
Él veía la montaña que se le venía encima, pero demostraba entereza y confianza. No

era el pusilánime que sus enemigos han querido presentar:

iluso, sí, como lo probaron más tarde las circunstancias, dando razón a mi suegro; pero

quizá no hubiera sido tan iluso, si aquellos que lo rodeaban hubiesen tenido un poco más de
sentido común y un poco menos de adulonería. En suma, los dados estaban tirados, y era
preciso mostrarse buen jugador, sin cobardías ni desplantes. Es lo que hizo, pues no habló
de ir a ponerse personalmente al frente de sus tropas, ni tampoco de huir como una rata de
una casa incendiada. Pensé que se amoldaba, como yo, a las circunstancias que lo habían
llevado tan alto, y que sabría esperar otras, en caso de derrota.

No era esta tranquilidad patrimonio de todos. Pepe Serna, por ejemplo, gritaba jurando

que había de poner a raya a los revoltosos y darles en seguida una fiera lección, sin suponer
por un momento, en su inconsciencia, que aquello se caía a pedazos. Otros, al contrario, se
agarraban la cabeza, como si el cataclismo que presenciaban fuera el anuncio del Juicio
Final. Recuerdo un juez que, tragando saliva para parecer completamente tranquilo,
preguntaba de grupo en grupo, después de una torpe entrada en materia, un «a propósito»
tirado por los cabellos:

-¿Cree usted que si la revolución triunfa habrá juicios políticos?
Nuestra historia revolucionaria los repugna, y, generalmente, la más amplia amnistía...

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No le hacían caso, como diciéndole «ve a hacerte ahorcar en otra parte», y, en efecto,

sólo años más tarde cayó como un vulgar pillastre, en un asunto de aprovechamiento de
ajenas falsificaciones...

El hombre que más me interesaba era el presunto candidato a Presidente de la

República. Pasó varias veces frente a mí, dueño de sí mismo, habiendo medido ya todas las
posibilidades que se le presentaban, porque tenía talento. Era el que jugaba más fuerte en la
partida, y hubiera pagado por saber el desarrollo de sus pensamientos íntimos, pero aunque
reinara entre nosotros cierta antigua y aparente intimidad, no era aquél el momento de
pedirle una confesión sincera.

-¿Qué me dice de todo esto, doctor? -le pregunté, sin embargo, estrechándole la mano.
-Que la revolución está vencida, nada más. Es una revolución inerte...
Pero sus ojos negros se perdían, mirando en lo futuro quién sabe qué ostracismos, y en

su cara pálida, de un tono amarillento, encuadrada por la barba castaño oscuro y el
abundante cabello lacio de músico, había una expresión ascética de angustia aceptada.
¿Veíase ya, en lo porvenir, chivo emisario de todos los pecados de aquel fugaz momento
histórico? Después de mí, aquél era el personaje que más simpatía me inspiraba; pero
dominé mi sentimentalismo, y dejé en mi interior toda manifestación comprometedora,
pensando: Si tú también ves las cosas tan mal paradas, hijito, ¿qué quieres que le haga yo?
No puedo ser más papista que el Papa...

Mi estudiada mesura en aquellas circunstancias me condujo adonde debía conducirme.

El Presidente estaba demasiado obcecado para ocuparse de mí sino como yo quería: bastaba
saber que yo no lo había abandonado, nada más. Los seguros de triunfar me encontraban
demasiado tibio para enredarme en sus ensueños... Los temerosos de la derrota me veían
demasiado partidario de la situación para invitarme a buscar otra cosa... Los sensatos
pensaban, probablemente, como yo... De modo que fui una entidad al propio tiempo
apreciable y desdeñable para todos: que era lo que se quería demostrar.

Volví todos los días a presentarme al Presidente, hasta que la revolución, viéndose

vencida, capituló. Entonces, me retiré a mi casa.

Sólo había sufrido una que otra pulla, sobre mi inactividad.
-Aquí no estamos en mi provincia -repliqué-, y esto es una cuestión militar. No quiero

hacer de mosca de fábula, y complicar la cosa so pretexto de simplificarla. Que el que
manda me mande, y yo obedeceré.

La revolución cayó y con ella, de rechazo, cuatro días después, el Presidente de la

República, contra quien se ensañaron el populacho, la juventud inconsciente y algunos de
los que le habían arrastrado a los peores extremos, para demostrar que no tenían
participación en la culpa. Y así se fue, entre el vocerío, un jefe que quizá no tuvo más culpa
que confiar demasiado en las fuerzas del país y en la lealtad de sus amigos -esto fuera de
los otros defectos que pudiera tener y de los otros errores que hubiera cometido-. A mí no
me toca acusarlo, y debo decir que no cargué la romana sobre él cuando lo vi caído,
porque... porque no me pareció un ademán elegante.

Eulalia, que no había encontrado mal mi aparente fidelidad, me dijo al fin:
-Creo que han hecho bien en derrocarlo.
-Me parece lo mismo.
-Pero lo ayudabas...
-Era mi deber.
-Me gusta eso que dices -y su mirada me perdonó muchas cosas.

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Yo pensé en María, y reproduje el diálogo que podríamos haber mantenido los dos en

las mismas circunstancias:

-¿Obedecías a tu deber o a tu interés?
Protesta violenta de mi parte.
-En fin, tú debías comprender que el gobierno no marchaba, como se ha dicho en el

mismo Congreso que tendría que cambiarse antes de aplaudir el «nuevo orden de cosas»,
que no existe. Ayudarlo era ayudar tu interés, no tus principios.

-¿Principios? ¡Tú lo has dicho! En estos pueblos adolescentes hay que mantener a todo

trance... «el principio de autoridad».

Y la discusión no hubiera podido terminar nunca, mientras que con Eulalia tuvo el más

grato de los desenlaces: sentirse amado y admirado por una mujer nada vulgar, es siempre
el mejor de los desenlaces, cuando éste se desarrolla e n una casa con todo el confort
moderno, y donde no falta ni lo superfluo siquiera.

Y en la nuestra no faltaba. Rozsahegy daba a Eulalia cuanto podía necesitar. Yo tenía

mi dieta, y como al despilfarro de los años anteriores había sucedido una modestia
franciscana, porque muchos lo habían perdido todo y otros trataban de ocultarlo todo,
aquello y la poca renta que me llegaba de Los Sunchos y de la provincia (el sueldecito de
marras), me bastaban y aun sobraban para vivir bien, frecuentar el club, jugar mi amena
partida de poker, y hacer nuevas deudas, no muy graves, dada la modestia de los tiempos.
Lo único que solía molestarme (¡oh, en idea solamente!), era mi compromiso con los
Bancos, o, más bien dicho, con el Banco Provincial.

Llegó la hora en que las autoridades se ocuparían de liquidar y de imponer la

liquidación.

Esta vez mi suegro no me llamó, sino que fue a verme.
-Has de darme un poder general para administrar tus bienes...
-¡Oh, don Estanislao! Bien puedo hacerlo yo, como hasta aquí.
-No, no es lo mismo. Usted es muy sonso. Y además se necesita dinero contante.
Le di el poder. Hizo maravillas. Descartó cuantas letras estaban firmadas por

testaferros, disminuyendo así notablemente mi deuda. Cedió a los Bancos, en pago, las
tierras y propiedades de dudoso porvenir, y adelantándome, en suma, unos ciento cincuenta
mil pesos, me hizo propietario de un millón por la parte baja.

-Estos ciento cincuenta mil pesos, que me han servido para pagar certificados de

depósito (la plata de los unos para los otros, ¡siempre así!, pero plata anónima), los va a
recuperar duplicando como ganancia lo que importaba la deuda. Dentro de pocos años
usted tendrá dos o tres millones.

El pobre Vázquez vendía, entretanto, todos sus bienes para pagar a sus acreedores,

porque no tenía un liquidador como Rozsahegy. La baja de los precios era tal, que, valiendo
una fortuna, mi suegro los adquirió por sesenta mil pesos, prometiéndome cederlos a
Eulalia por el mismo precio en cuanto yo quisiera, por medio de una escritura privada. Y
me dijo:

-Te «quecabas» que yo no daba dote a Eulalia. Aquí «tenés» tres millones, por lo

menos... Y no hay que apurarse. Si no «hacés» locuras, lo que «ganás» y lo que le doy a tu
mujer, bastará suficiente...

Ahora... cuando yo me «muero», es otra cosa.
Pero ni siquiera deseo que se muera mi suegro, pese a la herencia incalculable. La

fortuna de don Estanislao ha sido más fortuna para mí, precisamente porque nunca la he

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tenido al alcance de mi mano, cuando todo el mundo la cree «mía». El crédito es
inagotable...



- XIII -


Vázquez, como muchos otros, quedó completamente arruinado, y ahora me consta que

no pudo pagar a todos sus acreedores, sino algún tiempo más tarde, y eso, gracias a mí,
después de haber sufrido las consecuencias de su imprevisión o de no tener un suegro como
el mío, sino, apenas, como el ingenuo don Evaristo Blanco, hidalgo provincial, incapaz de
negocios.

Fue a verme, y recordándome el viejo préstamo me preguntó cómo andaba de dinero.
-Mal -le dije-. Con estas cosas, los pesos andan a caballo. Tenemos apenas lo

estrictamente necesario. Hay que capear el temporal.

-Naturalmente -replicó, pensativo-. Por disminuir una desgracia no hay que hacer

mayores dos desgracias. A mí eso no me empeora...

Y se fue.
En aquel momento yo no tenía veinte mil pesos disponibles, sino pidiéndoselos a

Rozsahegy; y no era cosa de abusar de mi suegro, que se había portado tan admirablemente
conmigo, sobre todo cuando sólo a él podía acudir para mis pequeñas necesidades de juego
y otras análogas. No era Vázquez una querida por quien pudiera yo hacer un disparate, ni
Vázquez tenía, tampoco, exigencias que me pusieran fuera de mí. Por el contrario, habló
tranquilamente y se fue, y aquí no ha pasado nada.

Entretanto, la situación política era la misma, o mejor para mí. Todo el mundo se había

reconciliado, y los mismos hombres gobernábamos, con sordina, pero gobernábamos. Mi
actitud antes, durante y después de la revolución se consideraba, no un milagro de
equilibrio, como lo era realmente, sino una prueba irrefutable de mis altas dotes de
estadista. En antesalas de la Cámara, en la Casa Rosada, en las redacciones de los diarios,
comenzó a hablarse en broma de mis probabilidades de ser ministro a la primera vacante.
Tomelo a broma, me hice tan modesto, tan pequeño, que las burlas fueron poco a poco
perdiendo su acritud y displicencia y llegaron a hacer ver como posible una cosa a la que,
desde luego, estaba acostumbrado ya el oído de la mayoría.

Mi carrera empezaba, o, mejor dicho, estaba terminada.
Se habló una vez, en serio, de «ministrarme», y hubo quien fuera a proponérmelo. Era

años más tarde de los sucesos que acabo de narrar, seguía yo, por fuerza de inercia, siendo
diputado de mi provincia, pero la situación me pareció harto ambigua, con un Presidente
honestísimo, pero inseguro y burgués, y no me resolví a apuntalarlo, y a hacer un pasaje de
ave migratoria por el Ministerio. Resentidos aún por la crisis financiera, los negocios no
habían tomado empuje, y yo, muy rico, no era rico todavía, aunque viviera como tal, y no
me era permitido meterme en las honduras de ministro sin repetición, es decir, de ministro
de dos meses, muerto para siempre como futuro ministro. Rechacé la oferta, diciendo que
mejor servía al gobierno desde abajo que desde arriba.

Lo que me sonreía era una legación, y volví a este viejo sueño, diciéndome: «En

Europa, no en América, como antes». Pero el competidor nato salió otra vez a mi

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encuentro. Vázquez pretendía, precisamente, la única legación de alguna importancia a que
entonces se podía aspirar.

Vázquez ha sido siempre mi bestia negra, pero no le envidio ninguno de sus triunfos,

aunque me alegre de algunas de sus derrotas... sin quererlo mal, por eso.

-Un ministerio nacional... Pues una legación es todavía más fácil de conseguir. Todo es

cosa de saber aprovechar la circunstancia para pedirla.

¡Y la aprovecharé, como hay Dios!
Acababa de pensar esto, cuando me anunciaron una visita, pasándome un pedazo de

cartón, ajado y sucio:


MIGUEL DE LA ESPADA
PERIODISTA

Lo hice entrar, y desde la puerta me dijo:
-No viene a verte de la Espada, sino del Sable. Hace dos meses que estoy muriéndome

de hambre en la capital, y he venido a verte cincuenta veces, por lo menos. ¡Así está mi
última tarjeta, Mauricio!

Y viendo que su entrada en materia no me hacía maldita la gracia, cambió

inmediatamente de tono, y añadió:

-Los años pasan trayendo para unos felicidades, para otros desdichas.
Yo no he sabido conducirme, y ahora, que envejezco, me encuentro más abajo que el

betún, precisamente, por falta de conducta. No acuso a nadie de ingratitud, sino a mí mismo
de insensatez. He servido a muchos, pero por la dádiva, como las mujerzuelas que no
recuerdan después a quiénes quisieron... Hoy me hallo en la derrota, como dijo tan
amargamente mi paisano Calderón en circunstancias no menos trágicas: «El traidor no es
menester, siendo la traición pasada».

Su cara me decía su historia de decepciones, pobre vocero de todas las pasiones y todos

los caprichos, juguete de los hombres, más que de las circunstancias, y sus ojos, de mirada
amistosa y humilde de perro pícaro, me recordaban la historia de Los Sunchos y de la
capital de provincia. Mi situación me obligaba a tratarlo de alto abajo; un resto de juventud
me hizo acercarme a él, golpearle el hombro y preguntarle:

-¡Vamos! ¿Qué quieres?
-¡Comer! -gritó con desesperación bufonesca-. ¡Comer todos los días o por lo menos,

tres veces por semana!

-Aquí come todo el mundo.
Con el índice sobre la nariz, dijo, sentenciosamente:
-¡Eso dicen todos los que comen!
-¿Qué haces?
-Desde hace dos meses soy secretario de una sociedad de socorros mutuos, fundada por

un pillastre que se socorre a sí mismo. No veo un cuarto. Con mi mujer y mis hijos vivimos
en un departamento de la calle Corrientes, que es una cueva de águilas, no ya de ratas. ¡Haz
algo por mí!

-Todo lo posible. Aquí tienes cincuenta pesos.
-No era eso. En fin. Después vendrá lo otro.
No paré mientes en lo que me decía, preocupado por una asociación de ideas:
-¿Vive don Claudio? -le pregunté.

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-Y doña Gertrudis, naturalmente. Es curioso: son los dos patriarcas de la ciudad, y a

nadie se respeta tanto. Hablan, los pobres viejos, maravillas de ti, pero terminan siempre
diciendo: «¡Dios lo traerá al buen camino!», lo que significa que todavía no has llegado a
su grado de perfección.

-¡Ah, canalla!
-¡Gracias, en nombre de don Claudio!
Se sentó. Calló un instante, mientras yo lo miraba sonriendo.
Después, reanudó la charla:
-Soy un fracasado, Mauricio, y me atengo a todas las consecuencias de esto. No tenía

dedos para organista, por ser gallego, ¡bueno, está bien!

Pero no soy tonto, y tengo algún talento, sin muchas pretensiones, tú ya lo sabes.

Cincuenta pesos son cincuenta pesos... suma respetable, sobre todo para mí, que hace cinco
minutos no tenía un centavo ni de dónde descolgarlo... Pero dentro de diez días o de dos
horas, me volveré a encontrar en la misma situación... Para salvarme, no hay más que esto:

tómame a tu servicio; yo seré tu secretario, tu comisionista, tu amanuense, tu perro...

En tu situación, necesitas quien te ayude en lo fundamental, porque tienes todo tu tiempo
ocupado en lo superfluo. Yo te buscaré los datos que necesites, redactaré tus informes,
escribiré tus cartas, compondré tus discursos, y...

Se interrumpió al ver mi mal gesto, y cambiando otra vez de tono, dijo, como un

Marcos de Obregón:

-No hay hombre sin hombre, don Mauricio Gómez Herrera. Yo no reclamo, yo no pido

nada. Yo suplico tan sólo mi derecho a vivir, aunque cigarra sin arte. Empiezo a ser viejo, y
un gran señor como don Mauricio debe comprender que estas palabras son decisivas,
aunque vengan de un pobre hombre como yo. Es triste que...

-Ven a verme mañana -contesté, divertido-. Hablaremos mañana.
Fue hasta la puerta, volvió, y, modestamente, dijo:
-Suprimiré toda familiaridad. «Yo también sé» cuánto molesta la familiaridad

intempestiva...

Y haciendo un grande y picaresco saludo, ya en la puerta, murmuró:
-Puesto que se me permite... hasta mañana.



- XIV -


Ridículos los escritos de de la Espada, buenos para un diario de provincia, pero

trasnochados en Buenos Aires. Le indiqué otros asuntos para que me buscara datos y me
extractara libros, y se desempeñó con un celo tal, que poco a poco fue convirtiéndose en mi
secretario. Un secretario modelo, ya sin ambición, pronto a ejecutar cuanto yo le mandaba,
sin hacer objeciones ni permitirse el atrevimiento de pensar.

-He aquí un hombre -me dije más de una vez- que obedece como yo a las

circunstancias. ¿Por qué a mí me va tan bien y a él tan mal?

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Y concluí que ocupábamos nuestras posiciones respectivas, bien equilibradas en la

relatividad de las cosas.

Me sirvió mucho, poniendo sobre todo en orden mi correspondencia harto descuidada,

y dándome algunos de esos consejos que uno no adopta, pero que siempre sirven de punto
de referencia para saber cómo piensan los demás. Es una calumnia la afirmación de que él
ha hecho casi la totalidad de mis trabajos de diez años a esta parte; pero, en cambio, es
verdad que me ayudó mucho siempre, y que entre los pocos escritos míos en que no tomó
participación, figuran precisamente éstos a modo de Memorias caprichosas.

En cuanto a sus consejos, dos tengo que agradecerle infinito, porque -aunque no los

siguiera exactamente- contribuyeron a resolver dos graves situaciones de mi vida, los dos
últimos episodios que por ahora he de contar, y rápidamente, porque ya la pluma se me cae
de las manos.

Vázquez y yo deseábamos la misma cosa desde hacía mucho, pero uno y otro

tropezábamos con la misma dificultad: la mala voluntad del gobierno, disfrazada bajo una
enorme cantidad de pretextos plausibles, como, por ejemplo, la de que no éramos
diplomáticos de carrera, y no cabía en lo posible postergar a los viejos ministros para
darnos un puesto superior (a él o a mí), como si esto no se hubiera hecho toda la vida y no
fuera a seguir haciéndose por los siglos de los siglos.

Pedro tenía dos elementos a su favor y en su contra al propio tiempo:
era empeñoso y necesitaba de ese puesto para salvarse de la miseria. Yo soy tenaz,

también, aunque tengo ahora, en la madurez, la virtud de no demostrarlo, pero, en cambio,
no necesito realmente de nada. Cualquier cosa que ambicione para mi brillo personal,
puedo pedirla «para servir al país», y aceptarla luego en condiciones inaceptables para los
demás, con la simple diferencia de que luego le he de sacar ventajas inesperadas, como
tantos que reciben «gratificaciones» por trabajos completamente desinteresados, al parecer,
en un principio...

Pero esta vez mis cálculos salieron errados o poco menos. Las probabilidades de

Vázquez subieron un día a términos tales que su nombramiento era inminente.

Por indiscreción, lamenté esto delante de de la Espada, que, mirándome de hito en hito,

murmuró:

-Yo lo mataría con cuchillo de palo.
-¿Dónde está ese cuchillo?
-¡En lo que debe!
-¡Bah!
-¡Un momento, un momento! -replicó-. ¿Cuánto daría usted por anularlo?
-¡Diez, veinte, cincuenta mil pesos! -exclamé-. ¡Es un punto de partida tan hermoso!...
-No se necesita tanto.
-¿Cómo así?
-Radnitz tiene, desde hace mucho, letras protestadas de Vázquez, por un valor de veinte

o veinticinco mil pesos, que no ejecuta, confiando en su porvenir inmediato. En cuanto vea
un negocio lo hace saltar.

-¿Qué hombre es ese Radnitz?
-Tiene un Banquito y hace comercio de obras de arte. En el Banquito presta

liberalmente al uno por ciento mensual, que resulta el cinco o el diez, porque hay que
comprar acciones...

-Estás muy enterado.

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-Te diré. Cuando vine a Buenos Aires todavía tenía relaciones y cierto aspecto.

Necesitando dinero, me presentaron a Radnitz, que me prestó quinientos pesos,
obligándome a tomar dos acciones de cien pesos de su Banco, y a firmar una letra de
setecientos.

-¿Sin garantía?
-¡Casi! Al mismo tiempo, como fianza, me constituí depositario de mis propios

muebles, valuados en setecientos pesos.

-¿Los tenías?
-No. Era para renovar la cárcel por deudas. Si no pagaba los setecientos pesos, yo

resultaría «depositario infiel» e iría a la cárcel por abuso de confianza...

-¿De modo que se puede contar con él?
-En absoluto. Dame cinco mil pesos y arreglo el negocio.
-No. ¡Eso me parece bajo! -exclamé.
Pero aquella misma tarde encontré a Radnitz en una de sus exposiciones de pinturas y

le dije que «había Bancos, etc.», que bastaría una denuncia para que este sistema usurario
se viniera abajo. Luego hablé de los cuadros, que él exponía, después de haberlos comprado
en Europa con ayuda de su mujer, diciendo que el gobierno debería comprar dos o tres. Y al
despedirme lamenté que Vázquez no fuera a ser nombrado ministro, «porque hay alguien
en el gobierno que se opone con todas sus fuerzas, y que aprovechará -con mucha razón-,
cualquier pretexto para desmonetizarlo».

Radnitz no dijo palabra, pero me estrechó la mano significativamente.
Al otro día le vi en los pasillos de la Cámara, muy correcto, muy elegante. Después de

algunas maniobras, se me acercó.

-He venido a ver a... Es un amigo del ministro de Instrucción y deseaba saber si

comprarán dos cuadros de la Exposición de la calle de Florida para el gobierno. Me han
dicho que se interesaba mucho, y como yo también los deseo, no quiero ponerme en pugna
con tal competidor como el gobierno...

-Y no lo haga, Radnitz, porque estoy convencido de que los comprarán.
Me lo han dicho hace un momento. Lo único que usted conseguiría es hacer que los

cuadros suban demasiado, si se venden en remate. En fin, allá usted...

Hizo como que se iba, y agregó en tono confidencial:
-He estado en la Bolsa. Lo del banquero y las garantías me parece una exageración. O

será uno de esos pequeños prestamistas de tres al cuarto...

-¡Sin duda!...
-¡A propósito! ¿Sabe el escándalo? A Pedro Vázquez acaban de demandarle ante el

juez del crimen por depositario infiel y abuso de confianza. Parece que, en circunstancias
difíciles, ha hecho cosas que...

que no estaban bien...
No hice que le compraran los cuadros y de ello me felicito, porque es un hombre

infecto. Creo, también, que el cuento del Banco bastaba y sobraba. Además, se le pagarían
sus créditos.

Llegué tarde a casa a la hora de comer. Cuando tomaba el café, con Eulalia, en el hall,

antes de irme al club, me anunciaron a Vázquez.

-Vienes a tiempo de tomar una taza de café, pero tengo que salir en seguida -le dije,

rehuyendo toda explicación delante de mi mujer.

Pero Pedro estaba demasiado agitado para callarse.

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-¿Tienes dinero disponible? -me dijo, tomando el café a grandes sorbos-. Me encuentro

en una circunstancia embarazosa.

-Algún dinero tengo. ¿Cuánto necesitas?
-Veinte mil pesos.
Di un salto en la silla. Después me tranquilicé.
-Tanto no -dije-. Apenas ochocientos o mil. Pero, dentro de ocho o quince días...
-Ahora mismo.
-Es una fatalidad.
-Recuerda que yo no te hice objeciones, y que tú me prometiste, cuando te presté igual

suma...

-Que todavía no te he pagado. ¿Me lo echas en cara? ¡No! Siempre están a tu

disposición. Sólo que en este momento...

Eulalia se levantó y nos dejó solos.
-¿De veras? ¿No podrías conseguir?... Se trata de un asunto de honor más grave que el

tuyo, una deuda descuidada, que unos viles usureros hacen revivir ahora. Lo peor es que lo
han llevado a los Tribunales, para echarme la cuerda al cuello, y que si la cosa trasciende
no me nombrarán ministro en Europa... ¡Si hubieran tardado quince días! ¡Es una
maldición!

-Veré a mis amigos en el club.
-¡Sí, Mauricio! Es tremendo lo que me pasa. Alguien ha ido a tratar de impedir que

salga la noticia en los diarios, pero si esta situación se prolonga, estoy reventado para toda
la siega...

Salimos juntos.
-Es fácil. Voy a buscar el dinero.
-¿Te veré esta noche? ¿Dónde?
-A las dos, en el Círculo. O, mejor, mañana, temprano, en casa...
Veinte mil... No te aflijas... No es una montaña.
Se fue consolado y no me acordé de él hasta la hora de levantarme, a la una del día

siguiente. Eulalia me aguardaba en el comedor.

-Vázquez ha venido ya tres veces -me dijo.
-Como si no hubiera venido.
-¿Por qué?
-Porque no he podido conseguirle el dinero.
-Pero yo sí.
-¿Cómo? ¿Los veinte mil?
-Aquí están. Papá me los ha prestado.
-Es decir que has ido...
-¡Te veía tan perplejo!...
¡Oh, admirable inocencia! Le di un beso en la frente, guardé los veinte mil, y ordené

que hicieran pasar a Vázquez a mi despacho, en cuanto volviera a presentarse.

Entró.
-¿Has conseguido?
-Sí, y no.
-¿Cómo?

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-Dentro de dos días los tendrás. Imposible andar más ligero ni aun tratándose de

Bancos. Ven a verme el jueves; no; el miércoles por la tarde: haré que las cosas anden lo
más rápidamente posible.

-Si no los tengo hoy, pueden perderme... Es un asunto de honor. Si llego a los

Tribunales o a la prensa, aunque mi nombre quede a salvo, mi porvenir se va al demonio...

-Tranquilízate. En nuestra tierra no se hila tan delgado. Muchos han salido triunfantes

de situaciones más difíciles y escabrosas.

-¡Ah, Mauricio! ¡Quiera Dios! ¡En fin! De todos mis amigos y de todos los que me

deben servicios, tú eres el único a quien no he acudido en vano...

Ya en el hall, y cuando comenzaba a bajar la escalera, le dije:
-Pues, para abreviar tu expectativa, yo mismo iré a buscarte el miércoles, llevándote

eso...

-¿Seguro?
-¡Y tan seguro!
De la Espada se puso al corriente de todo esto. Creo que corrió a los diarios que

malquerían a Vázquez. El hecho es que, veladamente, algunos dieron aquella misma tarde
la noticia de un grave escándalo en que estaba implicado un candidato a ministro
plenipotenciario, añadiendo datos inequívocos de que se trataba de Vázquez. Sentí un
movimiento de temor, de repugnancia o de arrepentimiento, recordando uno o dos dramas a
que asistiera en mi vida y que provocaron el suicidio de algunos ilusos, pero me tranquilicé
inmediatamente, porque no había hecho más que favorecer la lógica de los hechos,
separando de ellos la parte romántica y, por lo tanto, enfermiza. ¿Quién llamaba a Eulalia?
Yo no tenía dinero...

¿Por qué imponerme que cambiara el rumbo de las circunstancias? Y además, yo estaba

resuelto a pagar, y el honor de Vázquez siempre quedaba a salvo.

El honor sí; pero, ¿y el puesto? ¡Vamos! ¡Como si el puesto no me correspondiera!
El Presidente era meticuloso y bastó aquel boceto de escándalo para que hiciera

encarpetar la credencial de Vázquez, mezclado a un mal asunto de crédito de la época
todavía execrada y no bastante maldecida.

El miércoles me presenté en casa de Vázquez y le di los veinte mil pesos.
-¡Aun con esto estoy arruinado! -sollozó.
-No creas. Ve a ver a mi suegro. Yo he hablado con él. Rozsahegy está seguro de

recoger esas malhadadas letras con cinco o diez mil pesos cuando más. Es un chantage. No
tengas escrúpulos.

-No lo haré. Me importa poco. Me voy al campo a trabajar. Es lo que me aconseja

María.

¡María! Sentí de pronto el áspero deseo de verla, de hablar con ella, y prolongué la

conversación con la esperanza de conseguirlo.

-Irse al campo es inútil sin capital, sin una estancia. ¿Qué harás?
-Poco me importa.
-Mi mérito es nulo.
-¿Por qué?
-Porque no puedo amoldarme a las circunstancias, ni servir a nadie, ni ser mi propio

instrumento. Me sueño pintor, escultor, herrero, ebanista, y, en último caso, labrador o
pastor. ¡Ah, Mauricio, si todo el mundo fuera como tú!...

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¿Es amargo esto? No. La vida es la amarga. Uno tiene que ir abriéndose camino a costa

de los otros por la fuerza, por la astucia o por ambas cosas a la vez.

Pero María me preocupaba tanto en aquel momento, que acabé por preguntar:
-¿Y tu señora?
-Está indispuesta. Desde que se inició este drama en que tú vienes a ser mi salvador,

duda de todo el mundo, y ¡lo que son las mujeres!, ésta, tan inteligente, tan aguda, tan fina,
no quiere rendirse a la evidencia, y hasta sospecha de...

Se detuvo, como no queriendo decir la enormidad que adiviné, y que descubrí

preguntando afirmativamente:

-De mí, ¿eh?
Y sin esperar la respuesta, le tendí la mano, efusivo y conmovido, murmurando:
-¡Qué le haremos! ¡No hay dicha ni desgracia completas en este mundo!



- XV -
Escribo estas Memorias en Europa, lo que quiere decir que obtuve la plenipotencia

malamente ambicionada por Vázquez. Pero no fue sin sufrimientos. Apenas se comenzó a
hablar de mi candidatura, un periodicucho efímero, de esos que suelen publicar los
muchachos en los momentos de agitación, El Chispero, emprendió una feroz campaña
contra mí, como si yo fuese el representante de toda una época de corrupción. No le hice
caso hasta que habló malévolamente de la muerte de Camino, insinuando las peores
suposiciones. Y aun así, no di importancia a aquellos dicterios, teniendo como tenía mi
nombramiento en el bolsillo y mi paz perpetua asegurada, hasta el instante en que, al pie de
uno de esos artículos, vi esta firma desconcertante: «Mauricio Rivas».

-¡Mauricio Rivas! ¿Qué quiere decir esto?
Llamé a de la Espada.
-¿Quién es este Rivas, este Mauricio Rivas que escribe en El Chispero? -pregunté.
-Debe ser un jovencito que empieza. Yo nunca he oído hablar de él.
-Hay que averiguar -dije aparentando indiferencia.
Y luego:
-Hay que averiguar hoy mismo. Me interesa.
-Lo haré.
Me interesaba el artículo por dos razones: porque era una violenta diatriba contra mí,

para denigrarme como ministro diplomático ante una corte europea, y porque estaba
firmado con un nombre... con el nombre del hijo de Teresa.

El farsante, ese que, conociendo mi vida juvenil, me jugaba aquella pesada broma, iba a

pasarlo mal. No es Mauricio Gómez Herrera de los que se dejan tocar impunemente las
narices. Y, sobre todo, no me gustaba ese símbolo, traído de los cabellos, de la juventud
consciente y sabia que pasa por encima de las ideas de los padres, para ir a la conquista de
un porvenir románticamente soñado.

Busqué entre mis amigos y mis enemigos quién podía ser el autor de aquel artículo

garboso, y se lo atribuí a Vázquez. Pero Vázquez estaba en Los Sunchos, con su María,
como arrendatario de una estanzuela que había ido convirtiendo en granja, o si se quiere
chacra, y me escribía de vez en cuando cartas llenas de amistad, seguramente a escondidas
de su mujer.

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-No es Vázquez. ¡Pero qué canalla! -exclamé, volviendo a empezar el artículo para

darme cuenta exacta de sus detalles.

No. No podía ser un contemporáneo, porque sintetizaba demasiado. Uno de mis

camaradas hubiera entrado en mayores detalles, no hubiera visto las cosas a bulto, hubiera
cometido menos errores. Vean ustedes: aquí tengo el recorte, con su título y todo:


DIVERTIDAS AVENTURAS DEL NIETO DE JUAN MOREIRA

«Tan ignorante y tan dominador como el abuelo, nació en un rincón de provincia, y

creció en él sin aprender otra cosa que el amor de su persona y la adoración de sus propios
vicios.

»Nunca entendió ni aceptó cosa alguna de la ley, sino cuando le convino para sus

intereses y pasiones.

»Es la síntesis de la respetable generación que nos gobierna; y media sociedad, si se

viera en el espejo, se diría cuando pasa: 'Yo soy ése'.

»Tuvo de su abuelo el atavismo al revés, y así como aquél peleó contra la partida,

muchas veces sin razón, éste pelea siempre sin razón, con la partida, contra todo lo demás.
Suprime sin ruido, hasta gobernadores, como el otro 'compadremente' , facón en mano. Que
Camino lo diga... Está llamado por eso a todos los triunfos, y no morirá clavado a una tapia
por gentes de bien, sino clavando a las gentes de bien, moral o materialmente, en todas
partes...

»Pero basta el prólogo y pasemos a sus aventuras.
»Heredó de su padre el caudillaje, y vistiendo la ropa del civilizado, fue, desde criatura,

la esencia del gaucho y del compadrito, despojado con el chiripá y el poncho de todas las
que pudieran parecer virtudes, conservando sólo cierto valor personal y un desprendimiento
que no es sino la jactancia del ente que se cree superior, y se ensoberbece tanto más cuanto
más grandes son las personas a quienes pueda o trate de humillar.

'Así, por ejemplo...'
Y seguía una larga serie de anécdotas, casi todas falsas -entre ellas el 'envenenamiento'

de Camino-, pero tras de cuyas líneas se transparentaba claramente mi persona, para
terminar diciendo:

»El que esto escribe no quiere mal al nieto de Juan Moreira, ni a don Mauricio Gómez

Herrera, ni a... ¡tantos otros!; ¿para qué citar nombres?

Pero cree que es sonada la hora de acabar con el gauchismo y el compadraje, de no

rendir culto a esos fantasmas del pasado, de respetar la cultura en sus mejores formas, y de
preferir el mérito modesto al exitismo a todo trance. Quizá se le crea exagerado, pero por el
estudio que hará detenidamente de esta personalidad y de otras análogas, en sucesivos
artículos, se verá que tiene razón de reclamar en nombre de la juventud, contra estos
crímenes de lesa patria.

»¡Que el nieto de Juan Moreira nos represente en Europa! ¿Por qué no hacer, entonces,

que nos gobierne Facundo, que era lo mismo que él?»

Y firmaba «Mauricio Rivas».
Que el artículo era contra mí, resultaba evidente de la línea aquélla: «El autor no quiere

mal ni al nieto de Juan Moreira, ni a don Mauricio Gómez Herrera...»

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Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira

Roberto J. Payró

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178

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El asunto me preocupó hondamente todo el día, pero no quise interrogar a de la Espada,

aunque lo viera salir a la calle y volver varias veces, con la cara larga, y esquivándome los
ojos.

-¿Qué habrá? -me decía.
Por la tarde, cuando iba a retirarse, vaciló un rato, después se acercó a mí, y me llamó

aparte, pues estaba, como siempre, rodeado de amigos.

-Es una desgracia -tartamudeó.
-¿Qué?
-El autor del artículo...
-¡Ah!
-Sí; es un jovencito de dieciocho a veinte años, que me parece...
-¿El hijo de Teresa?
-Tu hijo, sí.
-¡Tenía que suceder!... -exclamé haciendo un esfuerzo para reírme-.
Pero esto no puede continuar así. ¿Dónde vive?
-No sé. Pero, tienes que hablarle...
-¿Dónde se le ve?
-Come todas las noches en una fonda de la calle Carabelas.
-¿En la cortada del Mercado del Plata?
-Eso es.
De todas las dificultades de mi vida, aquélla era la más nimia, porque de El Chispero

nadie hacía el menor caso, pero ninguna me molestó ni me irritó más, haciéndome llegar a
creer que de aquellas indiscreciones, de aquella diatriba, dependía todo mi porvenir... Tomé
el sombrero y salí, dejando, como de costumbre, que las visitas se quedaran o se fueran, a
su antojo, y comencé a pasearme por las calles más solitarias, pensando en lo que habría de
hacer.

De pronto, me encontré en la calle Carabelas. Entré en la fonda indicada. Pregunté,

después de pedir un café, que resultó infame decocción de porotos, si estaba allí don
Mauricio...

-¿Qué don Mauricio?
-Rivas. Un jovencito que viene a comer.
-¿Uno que escribe «sobre» los diarios?
-Ése.
-Todavía no vino.
Esperé, domando los nervios.
Por fin, vi acercarse un jovencito que debía parecerse a mí, cuando hacía mis primeras

armas en Los Sunchos. Llamé al mozo.

-¿Es ése?
-No. Ése es un amigo. Todos los que vienen se parecen...
A la media hora, él mismo me señaló un joven ojinegro, pelinegro, como Teresa,

tímido en el andar y la expresión, como Teresa, pero con algo en la mirada, especie de
resolución heroica y tierna a la vez.

-¿Es usted Mauricio Rivas?
-Servidor. ¿A quién tengo la honra?
-Habla usted con un hombre de quien acaba de decir que no lo quiere mal...
-No me doy cuenta -murmuró, sorprendido.

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Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira

Roberto J. Payró

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179

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-¿Tiene usted dos minutos que dedicar a un desconocido? En tal caso, hágame el favor

de sentarse...

Se sentó, tímido, contrastando con la violencia de su escrito.
-Impulsivo -pensé-. ¡Si yo soy el nieto, tú eres el biznieto de Juan Moreira!...
Él estaba cortado, esperando un acontecimiento que no sabía adivinar, ni siquiera

sospechar.

-Tome un poco de vermouth.
-Bien.
-Mis compañeros me esperan para comer -agregó-. Desearía saber qué me vale este

honor...

-He leído su artículo de El Chispero. Es notable, como vigor, pero me parece

exagerado. Usted hará camino en el periodismo, y tengo razones para darle un consejo...

-¿Ah? -murmuró bebiendo un sorbo de vermouth.
-Es preciso que usted conozca más a fondo a las personas que ataca, y que no se haga

un daño irreparable por impremeditación juvenil.

-Señor -me dijo, incorporándose, como para marcharse-, no pido, por el momento,

cursos de literatura ni de periodismo...

-¡Muy bien contestado -exclamé, tomándolo acariciadoramente de un brazo-. Muy bien

contestado, y si yo no fuera quien soy, no insistiría en aconsejarle.

-¿Y quién es usted? -preguntó con enojo.
-Yo soy Mauricio Gómez Herrera.
Se quedó boquiabierto. Yo continué, blandamente, con la serenidad que me daba mi

experiencia segura de triunfar de toda aquella candidez:

-Y si usted hubiera consultado ese artículo con su mamá, con doña Teresa, no lo

hubiera escrito nunca, o no lo hubiera publicado... Somos amigos... amigos íntimos con su
mamá... desde la infancia... y después.

-Eso no impide...
-Pregúntele a ella...
-La razón se sobrepone a los efectos, y las épocas tienen sus exigencias.
-El deber no cambia.
-¿Quiere decir? -gritó.
-¡Silencio!
Me levanté, y dije reposadamente, mientras pagaba al mozo:
-Habla con Teresa, Mauricio.
Un rayo no lo hubiera inmovilizado más.
Al día siguiente busqué El Chispero; no traía el artículo anunciado.
En cambio, por la tarde, recibí esta esquela, firmada T. R.:
«Tuvo usted razón, pero no sentimiento. La vida es suya. El pobre muchacho es otro,

desde que sabe. Pero vivir matando debe ser una desgracia».

Vi algo horrible, y salí de mi despacho, dejando la esquela tirada en el suelo. Cuando

me tranquilicé y volví, la quemé sin piedad, casi con rabia.

¡Vaya una tontería! ¡Suponer que, por vanas consideraciones sentimentales, uno ha de

renunciar a sus grandes proyectos o dejarse manosear por quien quiera!...



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