EL HOMBRE QUE FUE JUEVES

(PESADILLA)

por G. K. CHESTERTON

Traducci�n y pr�logo de ALFONSO REYES

(QUINTA EDICI�N)

(Correcci�n Cx. norma 1234)

PR�LOGO DEL TRADUCTOR

Gilbert Keith Chesterton es un dibujante c�mico de singular�simas dotes: ha ilustrado libros de Monkhouse, de Clerihew, de Hilaire Belloc. Es un orador que aborda lo mismo el problema de las peque�as nacionalidades que el de la posibilidad del milagro y la poca fe que en �l tienen los sacerdotes de hoy en d�a. Es un pol�tico que ha adoptado el implacable procedimiento de vivir en una Edad Media convencional, para poder censurar todo lo que pasa en su siglo. Es un gastr�nomo famoso, seg�n creo haber le�do en alguna parte y me parece confirmarlo el ritmo sangu�neo, entre congestionado y zumb�n, de su pensamiento; antivegetariano y partidario de la buena cerveza; anti-sufragista y enemigo de que nadie se le meta en casa —ni el inspector de la luz el�ctrica—, y humano sin ser "humanitarista". Es un escritor capaz de hacerse tolerar y aun desear por un peri�dico cuyas ideas ataca invariablemente en sus art�culos (tal le aconteci� durante alg�n tiempo en The Daily News). Para muchos londinenses, las notas que publicaba Chesterton en The Ilustrated London News eran tan indispensables como el d�a de campo semanal; y sus pol�micas en The New Witness son una alegr�a para el contrincante, cuando �ste es un hombre de talento. Como autor teatral de una sola obra, Chesterton ha tenido un �xito inolvidable. En su juventud hizo cr�tica de arte, y sobre los pintores Watts y Blake ha publicado dos libros tan indispensables como in�tiles. Es poeta, verdadero poeta, de un modo valiente y personal. Lamento no poder traducir aqu� sus baladas sobre el agua y el vino, tema muy espa�ol y muy medieval, por lo mismo que es de todo tiempo y todo pa�s. La canci�n de No� tiene este seductor estribillo:

No me importa adonde vaya el agua, siempre que no vaya hacia el vino.

Su balada contra los vendedores de comestibles es de radiante actualidad. Ha escrito innumerables pr�logos y peque�os ensayos, cuya colecci�n completa no ha podido reunir a�n el Museo Brit�nico. Diserta con agrado sobre todo autor en quien encuentra una confirmaci�n de sus propias ideas, y aun sobre enemigos de talla gladiatoria, como Bernard Shaw, que lo obliguen a combatir con respeto. Ante los dem�s enemigos —dice Julius West— Chesterton adopta al instante una actitud insecticida. Es adem�s, fil�sofo y apologista cristiano. Es novelista. En sus novelas, las figuras de mujer son poco importantes. Sus personajes tienen, de preferencia, los cabellos rojos, azafranados. Es exuberante. Quiere a toda costa hacer milagros. Es, en todo, un escritor popular.

Siempre combativo, de una combatividad alegre y tremenda, tiene un buen humor y una gracia de hombre gordo, una risa madura de hombre de cuarenta y cinco a�os. Su cara redonda, sus cabellos enmara�ados de "rorro", inspiran una simpat�a instant�nea. A veces, entre el chisporroteo de sus frases, lo estamos viendo gesticular.

Para ser un escritor popular hay que conformarse con los ideales de la �poca. Pero —advierte sutilmente Sheila Kaye-Smith— hay dos maneras de conformarse con ellos: una consiste en defenderlos; otra, la mejor, en atacarlos, siempre que sea con los argumentos convencionales de la �poca. As� lo hace Chesterton. Se vuelve contra las teor�as "her�ticas" (como �l dice) en nombre de las conveniencias y el respeto a lo establecido; s�, pero con �mpetu de aventura, po�tica y no prosaicamente. Ataca las herej�as, s�, pero en nombre de la revoluci�n. De aqu� su �xito. Su procedimiento habitual, su mec�nica de las ideas, est� en procurar siempre un constraste: si hay que defender la seguridad p�blica, no lo hace poni�ndose al lado de la .polic�a, sino, en cierto modo, al lado del mot�n. Si, por ejemplo, hay que demostrar la conveniencia de publicar la segunda edici�n de un libro (v�ase el segundo pr�logo de The defendant), no alegar� la utilidad de la obra, sino el absoluto olvido en que ha ca�do la primera edici�n. Cuando escribe sobre Bernard Shaw, comienza con estas palabras reveladoras: "La mayor�a acostumbra decir que est� de acuerdo con Bernard Shaw, o que no lo entiende. Yo soy el �nico que lo entiende, y no estoy de acuerdo con �l". La Peque�a Historia de Inglaterra comienza diciendo, m�s o menos: "Yo no s� nada de historia. Pero s� que hasta hoy no se ha escrito la historia, desde el punto de vista del nombre de la calle, del pueblo, del lector. Y �se ser� mi punto de vista": Y concede, en el desarrollo de la vida inglesa, mucha m�s importancia a los gremios populares de la Edad Media que a las modernas organizaciones del poder colonial y del capitalismo brit�nico. Y la sociedad lectora de nuestro tiempo, en virtud de una �tica y una est�tica que no voy a analizar aqu�, aplaude este m�todo de sorpresas.

Adem�s, hay que darse cuenta de que las sorpresas de Chesterton son las sorpresas del buen sentido, y que Chesterton entra en juego cuando estaba haciendo mucha, much�sima falta, algo de buen sentido en las letras de su pa�s. En efecto: la literatura inglesa comenzaba a cansarse del grupo de exc�ntricos que, en los �ltimos a�os del siglo xix, hab�a sucedido a los grandes "Victorianos". Chesterton se asoma al mundo con una impresi�n de aburrimiento. Los paradojistas ya no sobresaltan a nadie. Chesterton se vuelve hacia las virtudes infantiles, hacia los atractivos evidentes y democr�ticos de la vida. He aqu� sus palabras:

"Los a�os que van de 1885 a 1898 fueron como las primeras horas de la tarde en una casa rica, llena de salones espaciosos; quiero decir, el momento anterior al t�. Entonces no se cre�a en nada, salvo en las buenas maneras. Y la esencia de las buenas maneras consiste en disimular el bostezo. Y el bostezo puede definirse como un aullido silencioso".

Aquella gente imposible se quejaba de que la primavera fuera verde y las rosas rojas. Chesterton los llam� blasfemos, reivindic� para s� el derecho de regocijarse ante las maravillas del mundo (un derecho que s�lo se debe ejercer cuando no se es bobo, un derecho peligros�simo), y se entreg� desde entonces, francamente, a las alegr�as sencillas de la calle y del aire libre. (Con malicia, naturalmente. Para encontrar divertido el mundo no basta propon�rselo).

En apariencia, Chesterton es un paradojista. Pero, a poco leerlo, descubrimos que disimula, bajo el brillo de la paradoja, toda una filosof�a sistem�tica. Sistem�tica, mon�tona: cien veces repetida con palabras y pasajes muy semejantes a trav�s de todos sus libros. No es en el fondo un paradojista. No niega ning�n valor aceptado por la gran tradici�n popular; no rechaza (al contrario) el honrado lugar com�n; no intenta realmente desconcertar al hombre sencillo. Gusta m�s bien de volver sobre las opiniones vulgares y las leyendas, para hacer ver lo que tienen de razonable. No es un paradojista. Bajo el aire de la paradoja, hace que los estragados lectores del siglo xx acepten, a lo mejor, un precepto del C�digo o una ense�anza del Catecismo. El contraste, el sistema de sorpresas, que es, como dije, su procedimiento mental, es tambi�n su procedimiento verbal. Posee una lengua ingeniosa, pintoresca, llena de retru�canos a su manera: sube, baja, salta, riza el rizo encaramado peligrosamente en una palabra, y a la postre resulta que ha estado defendiendo alguna noci�n eterna y humilde: la Fe, la Esperanza, la Caridad. En la boca de "Syme", personaje de esta novela, pone una sentencia que explica muy bien su situaci�n. La paradoja, dice Syme, tiene la ventaja de hacernos recordar alguna verdad olvidada. Y, en otra ocasi�n, Chesterton se ha definido a s� mismo como un ap�stol de las verdades a medias. Es decir, como un ap�stol de la exageraci�n. Y en verdad, Chesterton, m�s que un paradojista, es un exagerado. Hace once a�os, Arnold Bennett, en New Age se enfrent� con Chesterton, asumiendo una solemnidad algo asnal, y le dio unas dos o tres dentelladas. En resumen �de qu� lo acusaba? De exageraci�n: este pecadillo gracioso que, si no entra al Cielo, tampoco ha merecido el Infierno; este pecado menor que bien puede ser la atm�sfera del Limbo. Pero la exageraci�n es tambi�n un m�todo cr�tico, un m�todo del conocimiento. Sainte-Beuve recuerda que el fisi�logo, para mejor estudiar el curso de una vena, la inyecta, la hincha. No temblemos: la exageraci�n es el an�lisis, la exageraci�n es el microscopio, es la balanza de precisi�n, —sensible a lo inefable.

�Cu�l es el sistema de Chesterton? El que haya le�do su espl�ndido libro Ortodoxia conoce la evoluci�n de la filosof�a religiosa de Chesterton. A trav�s de todas las herej�as modernas, y creyendo descubrir una novedad, se encuentra un buen d�a convertido al catolicismo apost�lico y romano, como el que, creyendo descubrir una isla del Mar del Sur, toca un d�a la nativa playa, de la que se imaginaba tan lejos.

Y se da entonces el caso extraordinario de un expositor de la doctrina cat�lica que, en vez de valerse de los argumentos adustos, se vale de los argumentos alegres, como si su vino religioso se resintiera de los odres paganos. El juglar medieval adoraba, a su manera, a la Virgen, haciendo lo mejor que sab�a: sus juegos de saltimbanqui. As�, en Chesterton —este nuevo Padre de la Iglesia— la paradoja humor�stica sustituye a la par�bola cristiana. Habla de las verdades m�s antiguas de la Iglesia, pero con el mismo tono de voz del que describe los ritos misteriosos de la isla reci�n descubierta en el Mar del Sur. As� en Chesterton —este salteador de la propia bodega— aprendemos a gustar otra vez el vino de nuestros abuelos. �l confiesa alegremente haber descubierto el Mediterr�neo. Y lo mejor del caso: nos convence de que el Mediterr�neo estaba otra vez por descubrir. Es como uno de sus personajes, que ten�a aventuras amorosas... con su mujer leg�tima. Entiende la vida.

El paganismo, seg�n Chesterton, propone a todo conflicto una soluci�n de falso equilibrio: el justo medio de Arist�teles. El paganismo es conciliaci�n, o, mejor dicho, transacci�n. Cierra los ojos a las debilidades humanas, para evitar, al menos, que estallen en males irremediables; para ver si se componen solas con ese optimismo rutinario de la naturaleza. Pero el cristianismo es guerra declarada y franca, y dondequiera aparece como una espada que parte en dos. El cristianismo, dir�amos, es la filosof�a de la izquierda. El cristianismo resuelve los conflictos, haciendo luchar directamente las dos fuerzas extremas y antag�nicas, para que se salve lo que ha de salvarse; haciendo chocar el bien y el mal; haciendo arder —lado a lado y sin transici�n— el fuego blanco del Cielo y la llama roja del Infierno. Hay, pues, que combatir.

El paganismo pon�a el ideal humano en una pret�rita Edad de Oro. El cristianismo, en una futura salvaci�n. Para el cristianismo, el mal est� en el pasado, est� en el pecado original; y el bien, en el porvenir. Abandonarse es declinar hacia atr�s. Estamos corriendo diariamente un grave peligro: hay que esforzarse por vivir al paso de la vida, hay que revolucionar hasta para ser conservador, porque las cosas tienden, espont�neamente, a degenerar de su esencia.

Tal es, a grandes rasgos, el sistema cat�lico y revolucionario de Chesterton, graciosamente matizado con una necesidad imperiosa del milagro, con una sed fisiol�gica de cosas sobrenaturales. Pero, periodista al fin, procura traer siempre sus discusiones a la temperatura de la calle; y en vez de dar a las ideas filos�ficas el nombre con que las designa la Escuela, les da el nombre m�s familiar. No habla de tal tesis kantiana, sino de tal tesis defendida el otro d�a por el editorialista del Times. �Es esto un defecto?

En todo caso, cuando todos los valores dogm�ticos de la obra de Chesterton hayan sido discutidos —su ortodoxia, que acaba por admitir todas las heterodoxias cristianas en su seno; su antisocialismo especial, su democracia caprichosa, su pol�tica d�scola^*, sus teor�as hist�ricas y cr�ticas— Chesterton, el literato, quedar� ileso. Sus libros seguir�n siendo bellos libros, su vigorosa elocuencia seguir� cautivando. Sus rel�mpagos b�blicos, su alegr�a vital, su naturaleza abundante hacen de este periodista, por momentos, un inspirado.

(Un reparo a su estilo: Chesterton padece de abundancia calificativa, se llena de adjetivos y adverbios. Y como no desiste de convertir la vida cotidiana en una explosi�n continua de milagros, todo, para �l, resulta "imposible", "gigantesco", "absurdo", "salvaje", "extravagante". Pone en aprietos al traductor. Esto no quiere decir que Chesterton use las palabras al azar. Al contrario: cap�tulos enteros de su obra son discusiones sobre el verdadero sentido de tal o cual palabra: por ejemplo, sobre la diferencia entre "indefinible" y "vago", entre "m�stico" y "misterioso". Y construye toda una historia de las desdichas humanas sobre la ininteligencia de tal otra palabra; por ejemplo: "contemplaci�n").

En El hombre que fue Jueves encontramos, como en s�ntesis, todas las caracter�sticas de Chesterton: la facilidad period�stica para trasladar a la calle una discusi�n de filosof�a; la preocupaci�n de la idea cat�lica, simbolizada en una l�mpara eclesi�stica que el "Dr. Renard" descolgara de su puerta para ofrecerla a los fugitivos; el procedimiento de sorpresa y contraste empleado con regularidad y monoton�a en todos los momentos cr�ticos de la novela; como que la novela puede reducirse a siete contrastes sucesivos, a siete sorpresas que nos dan los siete personajes de primer plano. Tambi�n encontramos aqu� al cr�tico de arte o, por lo menos, al hombre para quien los colores de la tierra (sobre todo los que tienden al rojo) realmente existen: la novela, como en una alucinaci�n o verdadera pesadilla, se desarrolla sobre un fondo de crep�sculos encendidos, en un ambiente de matices y tonos que parecen engendrados por los cabellos radiantes de "Rosamunda", bajo aquel cielo de azafr�n, en el barrio de las casas rojas, en el jard�n iluminado por farolitos de colores. El polemista tampoco pod�a faltar: la novela misma es una pol�mica. "Syme", h�roe caballeresco, casi puede considerarse —con una paradoja que ser�a muy del gusto de Chesterton— como un matador de dragones, como una transformaci�n moderna de la leyenda de San Jorge. Y, en fin, para que nada falte, tambi�n encontramos aqu� una caricatura de la persona del autor. �A qui�n pertenecen, sino a Chesterton, esa cara enorme, esa complexi�n extraordinaria del "Domingo"? �Por qu� le da Chesterton cualidades sobrenaturales a su "Domingo"? Porque en �l incorpora su fiebre anhelosa de milagros. Cuando pinta a "Domingo" a lomos del gigantesco elefante, se siente que le tiene envidia: o mejor, que �l —Chesterton— goza al describir aquella escena como si hiciera recuerdos personales. �Recuerdos?

Sin duda: recuerdos de lo que nunca ha pasado, pero que est�, simplemente, en la prolongaci�n de la propia conducta. Si Chesterton se atreviera —no me cabe duda— andar�a paseando por Londres, por Albany Street, por Piccadilly, a lomos del elefante del Jard�n Zool�gico. Chesterton trata la persona f�sica de "Domingo" con un amor de autoretrato. La acaricia, la plasma, hasta que la deja redonda, redonda y el�stica, redonda y ligera, como un bal�n, como un globo. "Domingo", al igual de Chesterton, est� lleno de la alegr�a de rodar y de rebotar. Ya se ha advertido este amor (este "amor propio") de Chesterton por los gigantones que figuran en dos o tres de sus mejores novelas.

El hombre que fue Jueves es una novela polic�aca, pero una novela policiaco-metaf�sica —verdadera sublimaci�n del g�nero. Otro tanto pudiera decirse de todas las novelas de Chesterton, con excepci�n del peque�o ciclo del "Padre Brown". El perseguidor y el perseguido cobran una significaci�n inesperada, hasta convertirse en principios eternos del universo. Pero, por fortuna, nunca se pierde, por entre el laberinto de episodios m�s o menos simb�licos —simb�licos siempre— este sentimiento humor�stico que legitima la introducci�n de elementos inveros�miles en el relato, y que permite al autor saltar fant�sticamente del suceso humilde al comentario trascendental, sin perder el ritmo del buen humor.

El maestro de Ren�n conceb�a el mundo como un coloquio entre el Padre, el Hijo y el Esp�ritu Santo, de cuyas palabras va brotando el universo, evocado de las tinieblas. Otros entienden el mundo como un organismo divisible en partes y funciones: como un tratado divisible en cap�tulos. Otros lo entendemos como una melod�a infinita, impulso l�rico desarrollado en el tiempo. Chesterton lo concibe como una novela polic�aca, como una caza llena de peripecias, entre dos nociones elementales; con la posibilidad —claro es— de una inexplicable, de una temerosa conciliaci�n, que est� m�s all� de la inteligencia de los hombres, y acaso rebasa la de los �ngeles. En esta novela polic�aca del universo, no hay delincuente, no hay delito. Dos fuerzas inocentes, casi am�ndose, se combaten. A veces creemos que se transforman la una en la otra, y hay como un tornasol din�mico en que los �tomos de la raz�n giran, incendiados. De aqu� una honda inquietud po�tica; de aqu� esa �ntima necesidad de gritar o cantar que sorprendemos en el coraz�n de todas las cosas.

Pero no se ahuyente el poco aficionado a las discusiones abstractas. Los h�roes de la novela son tambi�n hombres de carne y hueso, y s�lo al final se diluyen en una alegor�a inmensa, tan inmensa que es ya invisible. Y si la novela es, por una parte, un ensayo caprichoso sobre el doble equilibrio (o desequilibrio en dos pies) del universo, sobre las dos tendencias esenciales de la conducta, casi sobre dos estados de �nimo o sobre dos palabras �nicas —SI: NO— tambi�n es, por otra parte, una divertid�sima historia de aventuras, enredo, intriga; de tanto car�cter pl�stico, que no entiendo c�mo los editores cinematogr�ficos de Inglaterra no han sacado de aqu� una preciosa cinta en jornadas.^*

Y por este aspecto, la novela recuerda a los cl�sicos del escalofr�o: a Poe, a Stevenson; y prolonga un g�nero t�pico de la lengua inglesa: la aventura enigm�tica; la aventura donde el sentimiento ha de vibrar, pero donde la raz�n ha de dar de s� continuos recursos; donde el hombre combate con el cuchillo, como los marineros de La isla del Tesoro, llenos de pavores b�blicos y de maldiciones; pero donde el hombre ha de combatir, tambi�n, con el silogismo y la sorites, como en el tratado de L�gica de John Stuart Mill.

Y por eso, por ser esta una obra amena, debo resistir la tentaci�n de hablar eternamente de Chesterton, (y debo poner fin a este pr�logo). No sea que, entre mis an�lisis, tenga que soltar aqu� y all� algunos secretos del enigma, que pongan sobra aviso al lector, y me pase as� —sin desearlo— lo que a esos hombres mal educados que andan a toda hora diciendo verdades inoportunas y ahuyentando todas las sorpresas gustosas de la vida.

ALFONSO REYES, 1919.

CAP�TULO PRIMERO

LOS DOS POETAS DE SAFRON PARK

El barrio de Saffron Park —Parque de Azafr�n— se extend�a al poniente de Londres, rojo y desgarrado como una nube del crep�sculo. Todo �l era de un ladrillo brillante; se destacaba sobre el cielo fant�sticamente, y aun su pavimento resultaba de lo m�s caprichoso: obra de un constructor especulativo y algo artista, que daba a aquella arquitectura unas veces el nombre de "estilo Isabel" y otras el de "estilo reina Ana", acaso por figurarse que ambas reinas eran una misma.

No sin raz�n se hablaba de este barrio como de una colonia art�stica, aunque no se sabe qu� tendr�a precisamente de art�stico. Pero si sus pretensiones de centro intelectual parec�an algo infundadas, sus pretensiones de lugar agradable eran justificad�simas. El extranjero que contemplaba por vez primera aquel curioso mont�n de casas, no pod�a menos de preguntarse qu� clase de gente viv�a all�. Y si ten�a la suerte de encontrarse con uno de los vecinos del barrio, su curiosidad no quedaba defraudada. El sitio no s�lo era agradable, sino perfecto, siempre que se le considerase como un sue�o, y no como una supercher�a. Y si sus moradores no eran "artistas", no por eso dejaba de ser art�stico el conjunto. Aquel joven —los cabellos largos y casta�os, la cara insolente— si no era un poeta, era ya un poema. Aquel anciano, aquel venerable charlat�n de la barba blanca y enmara�ada, del sombrero blanco y desgarbado, no ser�a un fil�sofo ciertamente, pero era todo un asunto de filosof�a. Aquel cient�fico sujeto —calva de cascar�n de huevo, y el pescuezo muy flaco y largo— claro es que no ten�a derecho a los muchos humos que gastaba: no hab�a logrado, por ejemplo, ning�n descubrimiento biol�gico; pero �qu� hallazgo biol�gico m�s singular que el de su interesante persona?

As� y s�lo as� hab�a que considerar aquel barrio: no taller de artistas, sino obra de arte, y obra delicada y perfecta. Entrar en aquel ambiente era como entrar en una comedia. Y sobre todo, al anochecer; cuando, acrecentado el encanto ideal, los techos extravagantes resaltaban sobre el crep�sculo, y el barrio quim�rico aparec�a aislado como un nube flotante. Y todav�a m�s en las frecuentes fiestas nocturnas del lugar —iluminados los jardines, y encendidos los farolillos venecianos, que colgaban, como frutos monstruosos, en las ramas de aquellas miniaturas de �rboles.

Pero nunca como cierta noche —lo recuerda todav�a uno que otro vecino— en que el poeta de los cabellos casta�os fue el h�roe de la fiesta. Y no porque fuera aqu�lla la �nica fiesta en que nuestro poeta hac�a de h�roe. �Cu�ntas noches, al pasar junto a su jardincillo, se dejaba o�r su voz, aguda y did�ctica, dictando la ley de la vida a los hombres y singularmente a las mujeres! Por cierto, la actitud que entonces asum�an las mujeres era una de las paradojas del barrio. La mayor�a formaban en las filas de las "emancipadas", y hac�an profesi�n de protestar contra el predominio del macho. Con todo, estas mujeres a la moderna pagaban a un hombre el tributo que ninguna mujer com�n y corriente est� dispuesta a pagarle nunca: el de o�rle hablar con la mayor atenci�n.

La verdad es que val�a la pena de o�r hablar a Mr. Lucian Gregory —el poeta de los cabellos rojos— aun cuando s�lo fuera para re�rse de �l. Disertaba el hombre sobre la patra�a de la anarqu�a del arte y el arte de la anarqu�a, con tan imp�dica jovialidad que —no siendo para mucho tiempo— ten�a su encanto. Ayud�bale, en cierto modo, la extravagancia de su aspecto, de que �l sacaba el mayor partido para subrayar sus palabras con el adem�n y el gesto. Sus cabellos rojo-oscuros —la raya en medio—, eran como de mujer, y se rizaban suavemente cual en una virgen pre-rafaelista. Pero en aquel �valo casi santo del rostro, su fisonom�a era tosca y brutal, y la barba se adelantaba en un gesto desde�oso de "cockney", de plebe londinense; combinaci�n atractiva y temerosa a la vez para un auditorio neurast�nico; preciosa blasfemia en dos pies, donde parec�an fundirse el �ngel y el mono.

Si por algo hay que recordar aquella velada memorable, es por el extra�o crep�sculo que la precedi�. �El fin del mundo! Todo el cielo se reviste de un plumaje vivo y casi palpable: dijerais que est� el cielo lleno de plumas, y que �stas bajan hasta cosquillearos la cara. En lo alto del domo celeste parecen grises, con tintes raros de violeta y de malva, o inveros�miles toques de rosa y verde p�lido; pero hacia la parte del Oeste �c�mo decir el gris transparente y apasionado, y los �ltimos plumones de llamas donde el sol se esconde como demasiado hermoso para dejarse contemplar? �Y el cielo tan cerca de la tierra cual en una confidencia atormentadora! �Y el cielo mismo hecho un secreto! Expresi�n de aquella espl�ndida peque�ez que hay siempre en el alma de los patriotismos locales, el cielo parec�a peque�o.

D�a memorable, para muchos, aunque sea por aquel crep�sculo turbador. D�a de recordaci�n para otros, porque entonces se present� por vez primera el segundo poeta de Saffron Park. Por mucho tiempo el peli-tahe�o revolucionario hab�a reinado sin rival; pero su no disputado imperio tuvo fin en la noche que sigui� a aquel crep�sculo.

El nuevo poeta, que dijo llamarse Gabriel Syme, ten�a un aire excelente y manso, una linda y puntiaguda barbita, unos amarillentos cabellos. Pero se notaba al instante que era menos manso de lo que parec�a. Dio la se�al de su presencia enfrent�ndose con el poeta establecido, con Gregory, en una disputa sobre la naturaleza de la poes�a. Syme declar� ser un poeta de la legalidad, un poeta del orden, y hasta un poeta de la respetabilidad. Y los vecinos de Saffron Park lo consideraban asombrados, pensando que aquel hombre acababa de caer de aquel cielo imposible.

Y en efecto, Mr. Luc�an Gregory, el poeta an�rquico, descubri� una relaci�n entre ambos fen�menos.

—Bien puede ser —exclam� en su tono l�rico habitual—, bien puede ser que, en esta noche de nubes fant�sticas y de colores terribles, la tierra haya dado de s� semejante monstruo: un poeta de las conveniencias. Usted asegura que es un poeta de la ley, y yo le replico que es usted una contradicci�n en los t�rminos. Y s�lo me choca que en noche como �sta no aparezcan cometas, ni sobrevengan terremotos para anunciarnos la llegada de usted.

El hombre de los dulces ojos azules, de la barbita descolorida, soport� el rayo con cierta solemnidad sumisa. Y el tercero en la discordia —Rosamunda, hermana de Gregory, que ten�a los mismos cabellos bermejos de su hermano, aunque una fisonom�a m�s amable —solt� aquella risa, mezcla de admiraci�n y reproche, con que sol�a considerar al or�culo de la familia.

Gregory prosigui� en su tono grandilocuente:

—El artista es uno con el anarquista; son t�rminos intercambiables. El anarquista es un artista. Artista es el que lanza una bomba, porque todo lo sacrifica a un supremo instante; para �l es m�s un rel�mpago deslumbrador, el estruendo de una detonaci�n perfecta, que los vulgares cuerpos de unos cuantos polic�as sin contorno definido. El artista niega todo gobierno, acaba con toda convenci�n. S�lo el desorden place al poeta. De otra suerte, la cosa m�s po�tica del mundo ser�a nuestro tranv�a subterr�neo.

—Y as� es, en efecto —replic� Mr. Syme.

—�Qu� absurdo! —exclam� Gregory, que era muy razonable cuando los dem�s arriesgaban una paradoja en su presencia—. Vamos a ver: �Por qu� tienen ese aspecto de tristeza y cansancio todos los empleados, todos los obreros que toman el subterr�neo? Pues porque saben que el tranv�a anda bien; que no puede menos de llevarlos al sitio para el que han comprado billete; que despu�s de Sloane Square tienen que llegar a la estaci�n de Victoria y no a otra. Pero �oh rapto indescriptible, ojos fulgurantes como estrellas, almas reintegradas en las alegr�as del Ed�n, si la pr�xima estaci�n resultara ser Baker Street!

—�Usted s� que es poco po�tico! —dijo a esto el poeta Syme—. Y si es verdad lo que usted nos cuenta de los viajeros del subterr�neo, ser�n tan prosaicos como usted y su poes�a. Lo raro y hermoso es tocar la meta; lo f�cil y vulgar es fallar. Nos parece cosa de epopeya que el flechero alcance desde lejos a una ave con su dardo salvaje, �y no hab�a de parec�rnoslo que el hombre le acierte desde lejos a una estaci�n con una m�quina salvaje? El caos es imb�cil, por lo mismo que all� el tren puede ir igualmente a Baker Street o a Bagdad. Pero el hombre es un verdadero mago, y toda su magia consiste en que dice el hombre: "�sea Victoria!", y hela que aparece. Gu�rdese usted sus libracos en verso y prosa, y a m� d�jeme llorar l�grimas de orgullo ante un horario del ferrocarril. Gu�rdese usted su Byron, que conmemora las derrotas del hombre, y d�me a m� en cambio el Bradshaw �entiende usted? El horario Bradshaw, que conmemora las victorias del hombre. �Venga el horario!

—�Va usted muy lejos? —pregunt� Gregory sarc�sticamente.

—Le aseguro a usted —continu� Syme con ardor— que cada vez que un tren llega a la estaci�n, siento como si se hubiera abierto paso por entre bater�as de asaltantes; siento que el hombre ha ganado una victoria m�s contra el caos. Dice usted desde�osamente que, despu�s de Sloane Square, tiene uno que llegar por fuerza a Victoria. Y yo le contesto que bien pudiera uno ir a parar a cualquier otra parte; y que cada vez que llego a Victoria, vuelvo en m� y lanzo un suspiro de satisfacci�n. El conductor grita: "�Victoria!", y yo siento que as� es verdad, y hasta me parece o�r la voz del heraldo que anuncia el triunfo. Porque aquello es una victoria: la victoria de Ad�n.

Gregory movi� la rojiza cabeza con una sonrisa amarga.

—Y en cambio —dijo— nosotros, los poetas, no cesamos de preguntarnos: "�Y qu� Victoria es �sa tan suspirada?" Usted se figura que Victoria es como la nueva Jerusal�n; y nosotros creemos que la nueva Jerusal�n ha de ser como Victoria. S�: el poeta tiene que andar descontento aun por las calles del cielo; el poeta es el sublevado sempiterno.

—�Otra! —dijo irritado Syme—. �Y qu� hay de po�tico en la sublevaci�n? Ya pod�a usted decir que es muy po�tico estar mareado. La enfermedad es una sublevaci�n. Enfermar o sublevarse puede ser la �nica salida en situaciones desesperadas; pero que me cuelguen si es cosa po�tica. En principio, la sublevaci�n verdaderamente subleva, y no es m�s que un v�mito.

Ante esta palabra, la muchacha torci� los labios, pero Syme estaba muy enardecido para hacer caso.

—Lo po�tico —dijo— es que las cosas salgan bien. Nuestra digesti�n, por ejemplo, que camina con una normalidad muda y sagrada: he ah� el fundamento de toda poes�a. No hay duda: lo m�s po�tico, m�s po�tico que las flores y m�s que las estrellas, es no enfermar.

—La verdad —dijo Gregory con altivez—, el ejemplo que usted escoge...

—Perdone usted —replic� Syme con acritud—. Se me olvidaba que hab�amos abolido las convenciones.

Por primera vez una nube de rubor apareci� en la frente de Gregory.

—No esperar� usted de m� —observ�— que transforme la sociedad desde este jard�n.

Syme le mir� directamente a los ojos y sonri� bondadosamente.

—No por cierto —dijo—. Pero creo que eso es lo que usted har�a si fuera una anarquista en serio.

Brillaron a esto los enormes ojos bovinos de Gregory, como los del le�n iracundo, y aun dij�rase que se le erizaba la roja melena.

—�De modo que usted se figura —dijo con descompuesta voz— que yo no soy un verdadero anarquista?

—�Dice usted...?

—�Que yo no soy un verdadero anarquista? —repiti� Gregory apretando los pu�os.

—�Vamos, hombre! —Y Syme dio algunos pasos para rehuir la disputa.

Con sorpresa, pero tambi�n con cierta complacencia, vio que Rosamunda le segu�a.

—Mr. Syme —dijo ella—. La gente que habla como hablan usted y mi hermano, �se da cuenta realmente de lo que dice? �Usted pensaba realmente en lo que estaba diciendo?

Y Syme, sonriendo:

—�Y usted?

—�Qu� quiere usted decir? —pregunt� la joven poni�ndose seria.

—Mi querida Miss Gregory, hay muchas maneras de sinceridad y de insinceridad. Cuando, por ejemplo, da usted las gracias al que le acerca el salero, �piensa usted en lo que dice? No. Cuando dice usted que el mundo es redondo �lo piensa usted? Tampoco. No es que deje de ser verdad, pero usted no lo est� pensando. A veces, sin embargo, los hombres, como su hermano hace un instante, dicen algo en que realmente est�n pensando, y entonces lo que dicen puede que sea una media, un tercio, un cuarto y hasta un d�cimo de verdad; pero el caso es que dicen m�s de lo que piensan, a fuerza de pensar realmente lo que dicen.

Ella lo miraba fijamente. En su cara seria y franca hab�a aparecido aquel sentimiento de vaga responsabilidad que anida hasta en el coraz�n de la mujer m�s fr�vola, aquel sentimiento maternal tan viejo como el mundo.

—Entonces —anhel�— �es un verdadero anarquista?...

—S�lo en ese limitado sentido, o si usted prefiere: s�lo en ese desatinado sentido que acabo de explicar. Ella frunci� el ce�o, y dijo bruscamente:

—Bueno; no llegar� hasta arrojar bombas, o cosas por el estilo �verdad?

A esto solt� Syme una risotada que parec�a excesiva para su fr�gil personita de dandy.

—�No por Dios! —exclam�—. Eso s�lo se hace bajo el disfraz del an�nimo.

En la boca de Rosamunda se dibuj� una sonrisa de satisfacci�n, al pensar que Gregory no era m�s que un loco y que, en todo caso, no hab�a temor de que se comprometiera nunca.

Syme la condujo a un banco en el rinc�n del jard�n, y sigui� exponiendo sus opiniones con facundia. Era un hombre sincero, y, a pesar de sus gracias y aires superficiales, en el fondo era muy humilde. Y ya se sabe: los humildes siempre hablan mucho; los orgullosos se vigilan siempre de muy cerca.

Syme defend�a el sentido de la respetabilidad con exageraci�n y violencia, y elogiaba apasionadamente la correcci�n, la sencillez.

En el ambiente, a su alrededor, flotaba el aroma de las lilas. Desde la calle, llegaba hasta �l la m�sica de un organillo lejano, y �l se figuraba inconsciente que sus heroicas palabras se desarrollaban a comp�s de un ritmo misterioso y extraterreno.

Hac�a, a su parecer, algunos minutos que hablaba as�, complaci�ndose en contemplar los cabellos rojos de Rosamunda, cuando se levant� del banco recordando que en sitio como aqu�l no era conveniente que las parejas se apartasen.

Con gran sorpresa suya se encontr� con que el jard�n estaba solo. Todos se hab�an ido ya. Se despidi� presurosamente pidiendo mil perdones, y se march�.

La cabeza le pesaba como si hubiera bebido champa�a, cosa que no pudo explicarse nunca. En los incre�bles acontecimientos que hab�an de suceder a este instante, la joven no tendr�a la menor participaci�n. Syme no volvi� a verla hasta el desenlace final. Y sin embargo, por entre sus locas aventuras, la imagen de ella hab�a de reaparecer de alguna manera indefinible, como un leit-motiv musical, y la gloria de su extra�a cabellera leonada hab�a de correr como un hilo rojo a trav�s de los tenebrosos y mal urdidos tapices de su noche. Porque es tan inveros�mil lo que desde entonces le sucedi�, que muy bien pudo ser un sue�o.

La calle, iluminada de estrellas, se extend�a solitaria. A poco, Syme se dio cuenta, con inexplicable percepci�n, de que aquel silencio era un silencio vivo, no muerto. Brillaba frente a la puerta un farol, y a su reflejo parec�an doradas las hojas de los �rboles que desbordaban la reja. Junto al farol hab�a una figura humana tan r�gida como el poste mismo del farol. Negro era el sombrero de copa, negra era la larga levita, y la cara resultaba negra en la sombra. Pero unos mechones rojizos que la luz hac�a brillar, y algo agresivo en la actitud de aquel hombre, denunciaban al poeta Gregory. Parec�a un bravo enmascarado que espera, sable en mano, la llegada de su enemigo.

Esboz� un saludo, y Syme lo contest� en toda forma.

—Estaba esper�ndole a usted —dijo Gregory—. �Podemos cambiar dos palabras?

—Con mil amores. �De qu� se trata? —pregunt� Syme algo inquieto.

Gregory dio con el bast�n en el poste del farolillo, y despu�s, se�alando el �rbol, dijo:

—De esto y de esto: del orden y de la anarqu�a. Aqu� tiene usted su dichoso orden, aqu� en esta miserable l�mpara de hierro, fea y est�ril; y mire usted en cambio la anarqu�a, rica, viviente, productiva, en aquel espl�ndido �rbol de oro.

—Sin embargo —replic� Syme pacientemente—, note usted que, gracias a la luz del farol, puede usted ver ahora mismo el �rbol. No estoy seguro de que pudiera usted ver el farol a la luz del �rbol.

Y tras una pausa:

—Pero, perm�tame usted que le pregunte: �ha estado usted esper�ndome aqu� con el �nico fin de que reanudemos la discusi�n?

—No —grit� Gregory, y su voz rod� por la calle—. No estoy aqu� para reanudar la discusi�n, sino para acabar de una vez con ella.

Silencio. Syme, aunque no entendi�, sospech� que la cosa iba en serio. Y Gregory comenz� a decir con una voz muy suave y una sonrisa poco tranquilizadora.

—Amigo Syme, esta noche ha logrado usted algo verdaderamente notable; ha logrado usted de m� algo que ning�n hijo de mujer ha logrado nunca.

—�Es posible?

—No; espere usted, ahora recuerdo —reflexion� Gregory—, otro lo hab�a logrado antes: si no me enga�o, el capit�n de una barca de Southend. En suma: ha logrado usted irritarme.

—Crea usted que lo lamento profundamente —contest� Syme con gravedad.

—Pero temo —a�adi� Gregory con mucha calma— que mi furia y el da�o que usted me ha hecho sean demasiado fuertes para deshacerlos con una simple excusa. Por otra parte, tampoco los borrar�a un duelo: ni mat�ndole yo a usted los podr�a borrar. S�lo queda un medio para hacer desaparecer la mancha de la injuria, y es el que escojo. A riesgo de sacrificar mi vida y mi honor, voy a probarle a usted que se ha equivocado en sus afirmaciones.

—�En mis afirmaciones?

—S�; usted ha dicho que yo no era un anarquista en serio.

—Mire usted que en esto de la seriedad hay grados —advirti� Syme—. Yo nunca he puesto en duda la perfecta sinceridad de usted, en cuanto a que usted haya dicho lo que a usted le parece que se debe decir; al hablar as�, sin duda exageradamente, consideraba usted que una paradoja puede despertar en los hombres la curiosidad por una verdad olvidada.

Gregory lo observaba fijamente, penosamente.

—Y en otro sentido �no me cree usted sincero? —pregunt�—. �Me toma usted por un vagabundo del pensamiento que deja caer una que otra verdad casual? Entonces no me cree usted serio en un sentido m�s profundo, m�s fatal...

Syme exclam�, pegando en el suelo con su bast�n:

—�Serio, Dios m�o! �Es seria esta calle? �Son serios los farolillos venecianos del jard�n, y toda esta faramalla? Viene uno aqu�, dice uno dos o tres majader�as y tal vez dos o tres aciertos... Pero, francamente, me merecer�a muy pobre opini�n un hombre que no tuviera, en el fondo de su ser, alguna cosa m�s seria que toda esta charlataner�a que dice uno: as� sea la preocupaci�n religiosa, o siquiera la afici�n al vino.

—�Muy bien dicho! —exclam� Gregory, y su rostro se ensombreci�—. Ahora va usted a ver algo m�s serio que el vino y que la religi�n. .

Syme esperaba, con su bondadoso aire habitual. Gregory despleg� los labios de nuevo.

—Acaba usted de hablar de religi�n. �Es usted religioso?

—�Hombre! —dijo Syme sonriendo—. En estos tiempos todos somos cat�licos.

—Bien. �Puedo pedirle a usted que jure por todos los dioses y todos los santos de su creencia, que no revelar� usted lo que ahora voy a comunicarle a, ning�n hijo de Ad�n, y, sobre todo, a ning�n polic�a? �Lo jura usted? Si acepta usted este solemne compromiso, si usted acepta cargar su alma con el peso de un juramento que m�s le valiera no pronunciar, y con el conocimiento de cosas en que usted no ha so�ado siquiera, entonces yo le prometo en cambio...

—�Qu� me promete usted? apret� Syme, viendo que el otro vacilaba.

—Le prometo a usted una noche muy divertida.

Syme se descubri� al instante, y dijo:

—Ofrecimiento excelente para que pudiera yo rehusarlo. Usted afirma que un poeta es necesariamente un anarquista, y yo difiero de su opini�n; pero conf�o al menos en que el poeta es siempre un hombre de mundo y gran compa��a para una noche. Aqu� mismo le juro a usted como cristiano, y ofrezco como buen camarada y compa�ero, que no contar� nada a la polic�a, sea lo que fuere. Y ahora, en nombre del manicomio de Colney Hatch, d�game usted de qu� se trata.

—Creo que lo mejor es tomar un coche —contest� Gregory con pl�cido disimulo.

Dio dos grandes silbidos y no tard� en aparecer un coche, sonando sobre el empedrado. Subieron. Gregory dio al cochero la direcci�n de una oscura taberna que hay junto al r�o, a la parte de Chiswick.

Parti� el coche, y en �l nuestros dos fant�sticos sujetos se alejaban de su fant�stico barrio.

CAP�TULO II

EL SECRETO DE GABRIEL SYME

Par� el coche frente a un bar de aspecto miserable, y Gregory invit� a entrar a su compa�ero. Sent�ronse en una especie de trastienda estrecha y oscura, ante una pobre mesa que ten�a una sola pata en el centro. El cuarto era tan peque�o, tan sombr�o, que apenas se pod�a distinguir al camarero, en la vaga sensaci�n de bulto barbado que produc�a su presencia.

—�Quiere usted que le sirvan algo? —pregunt� Gregory cort�smente—. El p�t� de foie-gras que dan aqu� no es bueno, pero le recomiendo la liebre.

Syme crey� que era una broma, y, acept�ndola con una naturalidad de buen gusto, contest�:

—Prefiero que me traigan una langosta a la mayonesa. Con gran asombro, oy� que el camarero le contestaba:

—Muy bien, se�or.

Y sinti� que se alejaba para cumplir sus �rdenes.

—�Qu� quiere usted beber? —a�adi� Gregory con el mismo tono—. Yo voy a pedir cr�me de menthe: he cenado ya. Me va usted a permitir que le obsequie con una media botella de Pommery: ya ver� usted.

—Gracias; es usted muy amable —dijo Syme impasible.

Pero sus intentos, algo torpes, para reanudar la conversaci�n, quedaron cortados como por un rayo, ante la llegada de la langosta. Prob�la Syme, la encontr� muy buena, y se puso a comer de prisa y con apetito.

—Perd�neme si no disimulo mi placer —le dec�a sonriendo a Gregory—. No todas las noches tiene uno sue�os tan agradables. Esto de que una pesadilla acabe en langosta es, para m�, de una novedad encantadora. Lo que muchas veces me ha sucedido es lo contrario.

—No est� usted so�ando, se lo aseguro. Antes est� usted pr�ximo al momento m�s real y conmovedor de su vida... Pero aqu� est� el champa�a, ver� usted. Confieso que hay alguna desproporci�n entre las interioridades de este excelente hotel y su aspecto exterior tan sencillo y humilde. Es que somos muy modestos... S�, nosotros somos los hombres m�s modestos que ha habido en el mundo.

—�Y qui�nes son nosotros? —pregunt� Syme apurando la copa de champa�a.

—�Casi nadie! —repuso Gregory—. Nosotros somos los anarquistas serios en que usted no cree.

—�Ah! —dijo Syme—. Tienen ustedes muy buenos vinos. Hubo una pausa. Y despu�s habl� Gregory:

—Si nota usted dentro de un momento que la mesa empieza a girar, no culpe usted a su champa�a, que ser�a una injusticia.

—La verdad es —dijo Syme con una calma perfecta— que, si no estoy ebrio, estoy loco; pero creo que en todo caso me conducir� como debo. �Se puede fumar?

—�S�, hombre! —Y, sacando su cigarrera—. Pruebe usted de los m�os.

Escogi� Syme un cigarro, sac� del chaleco un cortacigarros, cort� el cabo, llev� el cigarro a la boca, lo encendi� con toda lentitud, y despu�s ech� una bocanada de humo. Y no le abonaba poco el ser capaz de ejecutar todos estos ritos con tal compostura, porque, apenas hab�a comenzado, cuando ya la mesa estaba girando frente a ellos, al principio de modo casi imperceptible, y despu�s con rapidez, como en una sesi�n de espiritismo.

—No haga usted caso —explic� Gregory—. Es una especie de sacacorchos.

—Es verdad —dijo Syme pl�cidamente—, una especie de sacacorchos: �Qu� sencillo!

Y un instante despu�s, el humo del tabaco, que hasta entonces hab�a flotado dibujando serpentines en el aire de la estancia, subi� recto como por el tubo de una f�brica; y los dos, con su mesa y su silla, se hundieron como si se los tragara la tierra. Fueron descendiendo entre rechinidos a trav�s de una chimenea rugiente, con la rigidez de una ca�da. De pronto pararon de golpe. Y cuando Gregory abri� dos puertas, y lleg� hasta ellos una roja luz subterr�nea, vio que Syme continuaba fumando tranquilamente, cruzada la pierna, y ni siquiera un cabello trastornado.

Gregory lo condujo a trav�s de un t�nel bajo y abovedado, en cuyo t�rmino se ve�a la luz roja. Era una enorme linterna escarlata, grande como boca de horno, que colgaba de una puerta de hierro pesada y peque�a. En la puerta hab�a una mirilla enrejada. Gregory dio cinco golpes. Una voz robusta y de marcado acento extranjero le pregunt� qui�n era. La respuesta fue inesperada:

—Soy Mr. Joseph Chamberlain.

El nombre era tal vez un santo y se�a. Rechinaron los goznes y la puerta comenz� a abrirse.

Adentro, el t�nel resplandec�a como si estuviera blindado. Examin�ndolo mejor, Syme pudo advertir que el muro resplandeciente estaba formado de pistolas y fusiles ordenados y entrelazados en hileras inacabables.

—Perdone usted tantas formalidades —dijo Gregory—. Ya comprender� usted que aqu� necesitamos andar con mucho cuidado.

—No se disculpe usted —dijo Syme—. Ya conozco el amor que tienen ustedes al orden y a la ley.

Y se adelant� por el t�nel recubierto de armas de acero. Con sus largos cabellos rubios y su presuntuosa levita, su silueta fr�gil y fant�stica se deslizaba por la deslumbrante avenida de la muerte.

Pasaron varios galer�as semejantes, y al fin llegaron a una estancia, casi esf�rica, de muros de acero combado, a la que daban cierto aire d� anfiteatro cient�fico varias filas de bancos. Aqu� no hab�a fusiles ni pistolas, pero, a lo largo de los muros, colgaban unos objetos de aspecto todav�a m�s extra�o y temeroso: bulbos de plantas met�licas o huevos de p�jaros de hierro. �Eran bombas! Y el cuarto mismo parec�a una bomba vista por dentro.

Syme le quit� la ceniza al cigarro, dando en el muro, y entr�.

—Y ahora, querido Mr. Syme —dijo Gregory dej�ndose caer con expansi�n en el banco que estaba debajo de la bomba m�s grande—, ahora que estamos en sitio c�modo, hay que hablar claro. No hay palabras para descubrir el impulso que me ha hecho arrastrarle a usted hasta aqu�: fue una de esas emociones arbitrarias, como la que impele a saltar de una roca o a enamorarse. Baste decir que era usted, y hag�mosle la justicia de confesar que todav�a lo es usted, una persona de lo m�s irritante. Quebrantar�a yo veinte juramentos, con tal de darle a usted en la cabeza. Ese modo que tiene usted de encender el cigarro, por ejemplo, basta para hacer que un sacerdote quebrante el secreto de la confesi�n. Pero vamos al punto: usted dec�a que estaba seguro de que yo no era un anarquista en serio. �Le parece a usted serio el lugar en que estamos?

—Efectivamente —asinti� Syme— parece que esconde alguna moralidad seria bajo sus apariencias alegres. Pero quiero preguntarle a usted dos cosas; no vacile usted en contestarme: recuerde usted que me exhort� muy cautamente a prometerle que no dir�a nada a la polic�a, y que estoy dispuesto a mantener mi promesa. Mis preguntas s�lo obedecen a la curiosidad. En primer lugar �qu� significa todo esto? �qu� se proponen ustedes? �quieren ustedes abolir los gobiernos?

—�Queremos abolir a Dios! —declar� Gregory abriendo los ojos con fanatismo—. No nos basta aniquilar algunos d�spotas y uno que otro reglamento de polic�a. Hay una clase de anarquismo que s�lo eso pretende; pero no es m�s que una rama del no-conformismo. Nosotros minamos m�s hondo, y os haremos volar m�s alto. Queremos abolir esas distinciones arbitrarias entre el vicio y la virtud, el honor y el deshonor en que se fundan los simples rebeldes. Los est�pidos sentimentales de la Revoluci�n Francesa hablaban de los derechos del Hombre. Pero nosotros odiamos tanto los derechos como los tuertos, y a unos y a otros los abolimos.

—�Y el lado derecho y el lado izquierdo? —dijo Syme con sincera simplicidad—. Creo que tambi�n los abolir�n ustedes. Son mucho m�s molestos, para m� al menos.

—Me anunci� usted una segunda pregunta —cort� Gregory secamente.

—A ella voy con el mayor gusto. En todos sus actos y sus cosas advierto en ustedes un intento met�dico de rodearse de misterio. Yo tuve una t�a que viv�a sobre un almac�n, pero �sta es la primera vez que veo gente que prefiere vivir debajo de un establecimiento p�blico. Tienen ustedes unas pesad�simas puertas de hierro, por las cuales no se puede pasar sin someterse a la humillaci�n de llamarse Mr. Chamberlain. Se rodean ustedes de instrumentos de acero, que hacen de esta morada, para decirlo todo, algo m�s imponente "que hospitalario. Y yo pregunto ahora �por qu�, tras de tomarse tantos trabajos para esconderse en las entra�as de la tierra, anda usted esparciendo sus secretos y hablando de anarquismo a todos los marimachos de Saffron Park?

Gregory sonri� y dijo:

—Muy sencillo: yo le dije a usted que yo era un verdadero anarquista, y usted no lo crey�. Tampoco lo creen los dem�s. No lo creer�n mientras no los conduzca yo a esta c�mara infernal.

Syme fumaba, pensativo, y lo contemplaba con inter�s. Gregory prosigui�:

—�igame usted. Voy a contarle algo que le divertir�. Cuando me hice neo-anarquista, intent� todos los disfraces respetables: por ejemplo, me vest�a yo de obispo. Le� todo lo que dicen nuestras publicaciones anarquistas sobre los obispos, desde El Vampiro de la Superstici�n hasta Sacerdotes de Presa. De aqu� saqu� la noci�n de que los obispos son unos seres extra�os y terribles que ocultan a la humanidad unos crueles secretos. Pero yo me enga�aba. La primera vez que pis� un sal�n con mis botas episcopales y exclam� con voz de trueno: "�Hum�llate, hum�llate, oh presuntuosa raz�n humana!" todos adivinaron no s� c�mo, que yo no ten�a nada de obispo, y fui atrapado. Entonces me disfrac� de millonario, pero me puse a defender el capital con tanto talento, que todos se dieron cuenta de que yo era un pobre diablo. Intent� el disfraz de comandante. Yo soy humanitario, pero tengo bastante capacidad mental para entender la posici�n de los que, con Nietzsche, admiran la violencia, el orgullo, la guerra feroz de la naturaleza, y todo eso que usted ya sabe. Me convert�, pues, en comandante. Y todo el d�a desenvainaba la espada y gritaba: "�Sangre!" como quien pide vino. Repet�a yo frecuentemente: "�Perezcan los d�biles: es la Ley!" Pero parece que los comandantes no hacen nada de eso. Y, claro, me cogieron otra vez. Entonces, desesperado, acud� al presidente del Consejo Central Anarquista, que es el hombre m�s notable de Europa.

—�C�mo se llama? —dijo Syme.

—In�til; no lo conoce usted. En esto consiste su grandeza. C�sar y Napole�n agotaron su genio para que se hablara de ellos, y lo han logrado. Pero �ste aplica su genio a que no se hable de �l, y tambi�n lo ha conseguido. Pero no puede usted estar a su lado cinco minutos sin sentir que C�sar y Napole�n son unos ni�os comparados con �l.

Call� un instante. Estaba p�lido. Continu�:

—Sus consejos, con toda la sal de un epigrama, son a la vez tan pr�cticos como el Banco de Inglaterra. Le pregunt�: "�Qu� disfraz debo adoptar? �D�nde encontrar personajes m�s respetables que los obispos y los comandantes?" �l me mir� con su cara enorme, indescifrable. "�Quieres un disfraz seguro? �Un traje que te haga aparecer como inofensivo? �Un traje en el que nadie pueda adivinar que llevas escondida una bomba?" Asent�. Entonces, exaltando su voz de le�n: "�Pues disfr�zate de anarquista, torpe!", rugi� haciendo retemblar la estancia. "Y no habr� quien tenga miedo de ti". Y sin decirme nada, me volvi� la espalda corpulenta. Segu� su consejo, y nunca tuve que arrepentirme. Y he predicado d�a y noche sangre y matanzas a esas pobres mujeres, y bien sabe Dios que me confiar�an los cochecitos en que sacan a paseo a sus nenes.

Con sus grandes ojos azules, Syme lo consideraba ahora de un modo respetuoso.

—En verdad —dijo—, es una buena trampa. Ya ve usted que yo ca� en ella—. Y poco despu�s: �C�mo llaman ustedes a su tremebundo presidente?

—Le llamamos Domingo —contest� Gregory—. Vea usted: el Consejo Central Anarquista consta de siete miembros, y cada uno recibe el nombre de un d�a de la semana. Al jefe le llamamos Domingo, y algunos de sus admiradores le llaman tambi�n Domingo de Sangre, como quien dice "Domingo de Ramos". Y es curioso que me hable usted de eso, porque se da la coincidencia de que esta misma noche que usted, por decirlo as�, nos ha ca�do del cielo, la secci�n de Londres, que se re�ne en esta sala, debe elegir su diputado para llenar una vacante del Consejo. Ha muerto s�bitamente el que desempe��, por alg�n tiempo, con aplauso general, las funciones de Jueves, y hemos convocado un mitin para esta noche, con el fin de nombrarle sucesor.

Se levant� y se puso a pasear por la estancia con una sonrisa de inquietud; despu�s prosigui�, como al acaso:

—Syme: siento como si fuera usted mi madre. Siento que puedo confiarme a usted, puesto que usted me ha prometido callar. Quiero decirle a usted una cosa que no lo dir�a yo a los anarquistas que estar�n aqu� dentro de diez minutos. Ya sabe usted que vamos a hacer una elecci�n, en cuanto a la forma al menos; pero in�til a�adir que el resultado est� ya previsto.

Y bajando modestamente los ojos:

—Es casi seguro que yo voy a ser el Jueves.

—�Mi querido amigo! —exclam� Syme efusivamente—. �Mi enhorabuena m�s cordial! �Qu� brillante carrera!

Gregory declin� las cortes�as con una sonrisa. Atravesando a grandes pasos la estancia, dijo con precipitaci�n:

—Mire usted: todo est� preparado para m� en esta mesa, y la ceremonia ser� brev�sima.

Acerc�se Syme a la mesa, y vio una bast�n de verduguillo, un gran rev�lver Colt, una lata de sandwich y una formidable botella de Brandy. Sobre la silla pr�xima hab�a una capa.

—No tengo m�s que esperar el fin del escrutinio —continu� Gregory anim�ndose—, y entonces me cuelgo la capa, empu�o la estaca, me guardo todo lo dem�s en los bolsillos, y salgo de esta catacumba por una puerta que da sobre el r�o. All� estar� una lanchita de vapor esper�ndome, y despu�s... despu�s... �Oh loca alegr�a de sentirse Jueves!

Y palmeteaba de entusiasmo.

Syme, que se hab�a sentado, reasumiendo su insolente languidez habitual, se levant� con cierta inquietud.

—�Por qu� ser� —pregunt� despu�s con tono divagador—, por qu� ser�, Gregory; que me parece usted un excelente muchacho? �Por qu� sentir� tanta simpat�a por usted?

Una pausa, y luego, con ingenua curiosidad:

—�Ser� porque es usted un formidable asno?

Enmudeci�, pensativo. Y a poco:

—�Demonio! —exclam�—. En mi vida me he visto en una situaci�n m�s absurda, y no hay m�s remedio que afrontarla con recursos adecuados. Oiga usted, Gregory: yo le he hecho a usted una promesa antes de entrar aqu�, y estoy dispuesto a mantenerla aun bajo el tormento de las tenazas al rojo blanco. �Quiere usted, para mi propia seguridad, hacerme la misma promesa?

—�Una promesa? —pregunt� Gregory asombrado.

—S�, hombre, una promesa —dijo Syme muy serio—. Yo jur� por Dios no revelar sus secretos a la polic�a. �Quiere usted jurarme, en nombre de la Humanidad, o en nombre de cualquier necedad en que usted crea, que usted no revelar� mi secreto a los anarquistas?

—�El secreto de usted? —dijo Gregory cada vez m�s asombrado—. Pero �usted tiene un secreto?

—S�, tengo un secreto. �Quiere usted jurar, s� o no? Gregory lo contempl� gravemente, y luego exclam�:

—Yo creo que usted me ha embrujado. �Qu� manera irresistible de excitar mi curiosidad! Y bien, s�: juro a usted no decir a los anarquistas una palabra de lo que usted me conf�e. Pero �andando! Porque ellos estar�n aqu� antes de dos minutos.

Syme, que se hab�a vuelto a sentar, se levant� lentamente, hundi� sus largas manos blancas en los bolsillos del pantal�n. Al mismo tiempo, cinco golpes en la mirilla de la puerta anunciaron la llegada del primer conspirador.

—Bien —dijo Syme conservando su parsimonia—. Se lo dir� a usted todo en pocas palabras: sepa usted que su recurso de disfrazarse de poeta anarquista no es exclusivo de usted o de su Presidente. Tambi�n lo conocemos y practicamos desde hace alg�n tiempo en Scotland Yard, en el Palacio de la Polic�a.

Tres veces quiso saltar Gregory, y tres veces desfalleci�.

—�Qu� dice usted? —pregunt� con una voz que no era humana.

—Lo que usted ha o�do —repuso Syme—. Que soy un polic�a, un detective. Pero chit�n que sus compa�eros se acercan.

Por la galer�a llegaba un vago murmullo de "Mr. Joseph Chamberlain, Mr. Joseph Chamberlain", dos, tres, treinta veces repetido. A lo largo del corredor subterr�neo, se dejaban ya o�r los pasos, cada vez m�s pr�ximos —�oh solemne imagen!—, de aquella multitud de Joseph Chamberlains.

CAP�TULO III

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES

Antes de que penetrase en la estancia ninguno de los reci�n llegados, Gregory se hab�a repuesto de su sorpresa. De un salto, y con un rugido de fiera, se acerc� a la mesa, cogi� el rev�lver y apunt� a Syme.

Syme, sin conmoverse, levant� su mano p�lida y elegante.

—No sea usted rid�culo, Gregory —dijo con una dignidad afeminada de eclesi�stico—. �No ve usted que es in�til? �No ve usted que nos hemos embarcado juntos y juntos hemos de aguantar el mareo?

Nada pudo responderle Gregory, pero tampoco acert� a disparar; s�lo interrogaba con los ojos.

—�No ve usted que los dos estamos en jaque? —continu� Syme—. Yo no puedo decir a la polic�a que usted es anarquista, y usted no puede decir a los anarquistas que yo soy polic�a. Lo �nico que puedo hacer, ya conoci�ndolo, es vigilarlo. Y usted, conoci�ndome, tampoco puede hacer conmigo otra cosa. Aqu� se trata de un duelo intelectual y singular: mi cabeza contra la de usted. Yo soy un polic�a desprovisto del auxilio de la polic�a, y usted, pobre amigo m�o, un anarquista desprovisto de toda esa complicada organizaci�n tan esencial para la buena marcha de la anarqu�a. Aqu�, si alguno lleva ventaja, es usted: a usted no le rodea la mirada inquisitiva de los guardias, y yo voy a estar rodeado de la desconfiada muchedumbre anarquista. No puedo traicionarlo a usted, pero puedo traicionarme a m� mismo al menor descuido. Paciencia, pues: espere usted a ver c�mo me traiciono. Ya ver� usted qu� bien lo hago.

Gregory dej� la pistola, y miraba con asombrados ojos a Syme, como si fuera un monstruo marino.

—No creo en la inmortalidad —dijo al fin—. Pero si, despu�s de todo esto, falta usted a su palabra, creo que Dios har�a un infierno para usted solo, para hacerle aullar eternamente.

—�Oh! —dijo Syme, orgulloso— yo no falto nunca a mi palabra. Haga usted como yo. Aqu� est�n sus amigotes.

La multitud de anarquistas entr� en el cuarto pesadamente, con aire fatigoso. Un hombrecillo de gafas y barbilla negra, que llevaba unos papeles en la mano —un tipo parecido a Mr. Tim Healy— se desprendi� del grupo, y acerc�ndose, dijo:

—Camarada Gregory, supongo que este se�or es un delegado for�neo.

Cogido de repente, Gregory baj� los ojos y balbuce� el nombre de Syme, pero Syme, con un tono casi impertinente, respondi�:

—Me complazco en reconocer que esta puerta est� lo bastante bien custodiada, para que sea imposible a un extra�o entrar hasta aqu�, si no es delegado for�neo.

Pero el hombrecillo arrugaba el entrecejo con cierta desconfianza.

—�Qu� secci�n representa usted? —pregunt�—. �Qu� rama?

—�Hombre! Tanto como rama... —dijo Syme riendo—. M�s bien la llamar�a yo ra�z.

—�Qu� quiere usted decir con eso?

—Quiero decir —contest� Syme parsimoniosamente— que soy un sabatino, y qu� he sido enviado aqu� especialmente para ver si se guarda el debido respeto al Domingo.

El hombrecillo solt� uno de los papeles que tra�a. Un estremecimiento de espanto recorri� la asistencia. Por lo visto, el temible Presidente que respond�a al nombre de Domingo ten�a la costumbre de enviar a estas justas algunos embajadores irregulares.

—Muy bien camarada —dijo el de los papeles—. Creo que debemos darle a usted sitio en nuestra sesi�n.

—Si me lo pregunta usted como amigo —dijo Syme con severidad—, creo que eso es lo mejor.

Cuando vio terminado el peligros�simo di�logo con la inesperada salida de su rival, Gregory se puso a pasear la estancia, pensativo.

Presa de todas las agon�as diplom�ticas, se daba cuenta de que Syme saldr�a airoso de cualquier trance, gracias a su inteligencia y su audacia. Nada hab�a, pues, que esperar por este lado. �l, personalmente, tampoco pod�a traicionarlo, ante todo por el punto de honor; pero, adem�s, porque si Syme, traicionado, lograba escapar, quedar�a libre de su juramento y se encaminar�a al pr�ximo cuartel de gendarmes. Y despu�s de todo �qu� m�s daba que un solo polic�a presenciara una sola de sus reuniones nocturnas? A lo sumo, podr�a sorprender una parte peque��sima de sus planes. Despu�s de lo cual se largar�a, y asunto concluido.

Pas� por entre los grupos que estaban discutiendo acaloradamente en los bancos, y dijo:

—Creo que es tiempo de comenzar. La lancha estar� ya dispuesta en el r�o. Propongo que el camarada Buttons ocupe la presidencia.

Todos aprobaron alzando la mano, y el hombrecito de los papeles se hundi� en el sill�n presidencial. Con voz que parec�a un pistoletazo, comenz� a hablar:

—�Camaradas! Este mitin es de gran importancia, aunque conviene que no sea largo. A nuestra secci�n le ha correspondido siempre el honor de elegir Jueves para el Consejo Central Europeo. Hemos elegido ya muchos Jueves, famosos en nuestros fastos. Lamentamos todos la triste muerte del heroico obrero que ocup� este sitio hasta hace unos cuantos d�as. Ya sab�is cu�n importantes han sido sus servicios para la causa. Fue �l quien organiz� el gran golpe dinamitero de Brighton que, a haber ayudado las circunstancias habr�a hecho perecer a cuantos se encontraban en el muelle. Sab�is asimismo que su muerte fue tan altruista como su vida, pues muri� m�rtir de la fe que ten�a en una mezcla higi�nica de la cal y del agua, como sustitutivo de la leche, bebida que consideraba como propia de b�rbaros, por la crueldad que supone para con las vacas. La crueldad y cuanto de cerca o de lejos se le pareciera, lo pon�an fuera de s�... Pero no nos hemos reunido para hacer el elogio de sus virtudes, sino para m�s dif�cil tarea. Si dif�cil es elogiarlo como �l se merece, m�s dif�cil es reemplazarlo, A vosotros camaradas, toca el elegir esta noche, de entre el concurso de los presentes, el que ha de ser Jueves. Pondr� a voto las candidaturas que salgan. Si nadie propone candidatura, entonces no me quedar� m�s remedio que decir que aquel querido dinamitero se llev� consigo a la tumba todos los secretos de la virtud y de la inocencia. A esto sucedi� un movimiento de aprobaci�n, discreto y unos imperceptibles aplausos, como a veces se oyen en las iglesias. Despu�s, un anciano de larga y venerable barba, que tal vez era el �nico obrero positivo entre toda aquella gente, se levant� trabajosamente y dijo:

—Propongo para Jueves al camarada Gregory.

—�Hay quien secunde esta candidatura? —interrog� el presidente.

Otro, peque��n, barbado, de cazadora aterciopelada, se adhiri� al instante.

—Antes de abrir la votaci�n —dijo el presidente— invito al camarada Gregory a que exponga su profesi�n de fe a la asamblea.

Gregory se levant� entre una ola de aplausos. Mortalmente p�lido, sus cabellos, por contraste, parec�an de viva escarlata. Pero sonre�a y estaba seguro de s� mismo. Ya hab�a tomado su partido, y la l�nea que hab�a de seguir se extend�a ante sus ojos como una carretera blanca. Lo mejor era hacer un discurso suave y ambiguo, a fin de convencer al polic�a presente de que la fraternidad anarquista era, despu�s de todo, una bober�a sin peligro. Confiaba para esto en sus dotes literarias, su capacidad para sugerir finos matices y caer sobre las palabras insustituibles. D�ndose ma�a, y sin perder su fuerza ante el auditorio, podr�a provocar en la mente de su rival una representaci�n del anarquismo sutil y delicadamente falsa.

�No hab�a dicho Syme que los anarquistas, bajo su disfraz de matones, se pasaban la vida haciendo el tonto? �No ser�a f�cil, a la hora del peligro, hacerle volver otra vez a su primera noci�n?

—Camaradas —comenz�, pues, con voz moderada y penetrante—. In�til deciros cu�l es mi conducta, porque es asimismo la vuestra. Nuestro credo ha sido calumniado, desfigurado, muy confundido y tambi�n muy disimulado, pero nadie ha logrado por eso alterarlo en nada. Los que hablan del anarquismo y sus peligros, sacan sus informaciones de todas partes, menos de aqu�, menos de la fuente. En los novelones de a seis peniques aprenden todo lo que saben del anarquismo, o bien en los peri�dicos de los tenderos: en el Ally Sloper's Half-Holiday, en el Sporting Times. Nunca acuden a los anarquistas. Y as�, no tenemos nunca ocasi�n de destruir esa monta�a de calumnias que pesa sobre nuestras cabezas de uno a otro t�rmino de Europa. El que oye decir que somos una plaga viviente, no oye en cambio nuestra respuesta. Y esta misma noche, en que quisiera mi pasi�n que mi voz atravesara ese techo, tampoco nos dar�n o�dos. Porque s�lo en las profundidades y bajo la tierra pueden reunirse los perseguidos, como en las Catacumbas los antiguos cristianos. Pero si, por alg�n caso extraordinario, estuviera aqu� presente uno de esos hombres que nos desconocen a tal extremo, entonces yo le preguntar�a: �Qu� reputaci�n moral ten�an los cristianos de las Catacumbas? �Qu� atrocidades no se contaban sobre sus crueldades entre los romanos de las clases m�s educadas? �Pues figuraos ahora —le dir�a yo—, figuraos que estamos puntualmente repitiendo esa paradoja de la historia! �Se nos persigue como a los cristianos, porque somos tan inofensivos como ellos; y si como a ellos se nos toma por locos furiosos, es que somos, en el fondo, tan mansos como ellos!

Los aplausos que hab�an saludado el pre�mbulo fueron apag�ndose gradualmente, y pararon de s�bito al llegar a la �ltima frase. En aquel inc�modo silencio, el de la cazadora chill�:

—�Yo no soy manso!

—Nos asegura el camarada Witherspoon —prosigui� Gregory— que �l no es manso. �Ah, se�ores, y cuan dif�cil es conocerse! Verdad es que habla de un modo extravagante, que tiene un aspecto feroz y, para un gusto ordinario, poco atractivo. Pero el ojo experto de un amigo, como yo lo soy de �l, puede adivinar la profunda mansedumbre de su coraz�n, demasiado profunda hasta para que �l la perciba. Repito que somos los primeros cristianos, aunque hemos llegado muy tarde. Como ellos, somos simples: ved, si no, al camarada Witherspoon; como ellos, modestos: vedme a m�. Tambi�n somos misericordiosos ...

—�No! �No! —aull� Mr. Witherspoon desde su cazadora aterciopelada.

He dicho que somos misericordiosos —repiti� Gregory furibundo— como los cristianos lo fueron. Lo cual no impidi� que se les acusara de comer carne humana....

—�Oh verg�enza! —interrumpe Witherspoon—. �Y por qu� no hab�amos de comer carne humana?

—El camarada Witherspoon —dijo Gregory con sonrisa febril —se pregunta ansiosamente que por qu� no se lo como � �l nadie (risas). Por lo menos aqu�, en el seno de nuestra sociedad, que lo estima sinceramente, que est� fundada en el mutuo amor...

—�No! �No! —grit� Witherspoon—. �Abajo el amor!

—...Que est� fundada en el mutuo amor —hilvan� Gregory apretando los dientes— no puede haber disidencia respecto a los fines que se ha de proponer la corporaci�n, o que yo me he de proponer, si es que se me elige para representarla. Con un altivo desd�n para los calumniadores que nos quieren hacer pasar por asesinos y enemigos de la sociedad humana, persistiremos, con tranquilo valor moral, y vali�ndonos de la persuasi�n, en los ideales inconmovibles de la fraternidad y de la virtud!

Gregory volvi� a su asiento; se pas� las manos por la frente. Hab�a un silencio penos�simo. El presidente se levant� como un aut�mata, y dijo con voz descolorida:

—�No hay quien se oponga a la candidatura del camarada Gregory?

La asamblea estaba desconcertada, y el camarada Witherspoon se agitaba en su asiento y balbuceaba desde sus espesas barbicas. Sin embargo, la fuerza de la rutina hubiera hecho aprobar la candidatura. Pero, al tiempo en que el presidente iba a abrir la boca para declararla aprobada, Syme se puso de pie y dijo suavemente:

—S�, se�or Presidente, yo me opongo.

Un cambio inesperado de voz es de mucho efecto en la oratoria. Evidentemente Mr. Syme entend�a algo de oratoria. Habiendo pronunciado las anteriores palabras con suavidad y sencillez, hinch� ahora la voz de manera que la b�veda reson� como si hubieran descargado un fusil.

—�Camaradas! —grit�, y todos saltaron en los bancos—. �Y para o�r esto hemos venido aqu�? �Para eso tenemos que vivir debajo de la tierra como unos ratones? Para o�r eso bastar�a ir a las comidas de las escuelas dominicales.

"�Hemos revestido de armas estos muros, hemos puesto la muerte tras esa puerta para impedir que venga cualquiera a o�r que el camarada Gregory nos aconseje: Sed buenos y ser�is felices, la honradez es la mejor pol�tica, la virtud tiene en s� misma su recompensa? En el discurso del camarada Gregory no ha habido una sola palabra que no hubiera regocijado a un cura. (Muy bien, muy bien). Pero como yo no soy cura (risas), no me han hecho ni mucha ni poca gracia (risotadas), y un hombre capaz de ser un buen cura, no es capaz de ser un Jueves en�rgico, duro e implacable (�Muy bien, bravo!). El camarada Gregory nos ha dicho, como pidiendo indulgencia, que no somos enemigos de la sociedad. Pero yo os digo que somos enemigos de la sociedad, y tanto peor para la sociedad. Somos enemigos de la sociedad, porque la sociedad es la enemiga de la Humanidad: su m�s antigua y despiadada enemiga (�Bravo!). El camarada Gregory nos dice, como solicitando perd�n, que no somos aqu� asesinos. Concedido. No somos asesinos, sino ejecutores." (Alaridos.)

Desde que Syme se levant�, Gregory lo hab�a estado oyendo con un asombro que se reflejaba casi en una expresi�n de imbecilidad. Al fin, aprovechando una pausa, sus labios inm�viles se abrieron para dejar salir, con una precisi�n autom�tica, esta condenaci�n:

—�Hip�crita abominable!

Syme clav� su mirada azul en los temibles ojos de su adversario, y dijo con altivez:

—El camarada Gregory me llama hip�crita. Sabe �l tan bien como yo que estoy cumpliendo puntualmente mis juramentos y haciendo lo que debo. Yo no me ando con atenciones ni las quiero. He dicho que el camarada Gregory no ser�a un buen Jueves, a pesar de sus amables cualidades. Es inepto para ser Jueves, en raz�n de sus amables cualidades. No queremos que el Supremo Consejo de la Anarqu�a se contamine de conmiseraci�n lacrimosa. (�Muy bien!). Aqu� no hay tiempo que gastar en cortes�as ni en modestias. Presento yo mismo mi candidatura contra la del camarada Gregory, como me propondr�a yo mismo contra todos los Gobiernos de Europa. Porque el anarquista que ha dado su coraz�n a la anarqu�a, �se no se acuerda de la modestia, como tampoco se acuerda del orgullo (Gritos prolongados). Yo aqu� no soy un hombre: soy una causa. (�Bravooo!). Me propongo contra el camarada Gregory con la misma impersonalidad, con la misma naturalidad con que preferir�a, en ese muro, una pistola a otra pistola. Y digo, en suma, que antes de tener a Gregory y sus dulzoner�as en el Consejo Supremo, ofrezco mi candidatura, y...

El final qued� ahogado en una catarata de aplausos. Todos los rostros, que se hab�an ido enfureciendo de aprobaci�n a medida que las palabras de Syme eran m�s violentas, ahora se torc�an con gestos de esperanza o se abr�an con gritos de entusiasmo. Cuando Syme anunci� que estaba dispuesto a ser Jueves, un rugido de asentimiento le contest�, que no fue ya posible aplacar. Y aunque Gregory, de pie, mascando espuma, clamaba a plenos pulmones contra el clamor general, nadie le escuchaba.

—Deteneos, insensatos —gritaba—. �Deteneos! Pero por sobre sus gritos y sobre aquella tempestad de alaridos, se dej� todav�a o�r Syme, con voz de trueno:

—Yo no ir� al Consejo a refutar las calumnias de los que nos llaman asesinos: ir� a merecer yo mismo esas calumnias (largos y prolongados aplausos). Al sacerdote que dice: "estos son los enemigos de la religi�n", al juez que dice "he aqu� los enemigos de la ley", al obeso parlamentario que exclama: "ah� ten�is a los enemigos del orden p�blico y de la moral p�blica", a todos �sos yo les dir�: "Sois falsos reyes, pero sois profetas ver�dicos. Porque heme aqu� venido para destruiros y para cumplir vuestros augurios".

El inmenso clamor se fue lentamente apaciguando. Antes de que hubiera cesado del todo, Witherspoon se hab�a puesto de pie, el pelo y la barba erizados, y hab�a dicho:

—Propongo, como enmienda, que el camarada Syme sea designado para el puesto.

—�Alto! �Deteneos, repito! —gritaba Gregory fren�tico—. �Todo es una...! La fr�a voz del presidente vino a cortar sus protestas:

—�Hay quien secunde la enmienda propuesta?

Un sujeto alto, y flaco, de ojos melanc�licos y barba a la americana, hizo adem�n de levantarse entre los �ltimos bancos. Gregory, que hab�a estado aullando hasta entonces, habl� ahora con una voz m�s extra�a que sus aullidos.

—�Acabemos! —dijo, y su voz cay� como una piedra—. Este hombre no puede ser electo, porque es un...

—�S�? —dijo Syme imperturbable—. �Qu� es? Gregory gesticul� sin articular palabra. Un leve sonrojo sucedi� a su lividez anterior.

—Porque es un hombre —dijo— que carece casi por completo de la experiencia necesaria.

Y se dej� caer en el banco.

Pero ya el hombre alto y flaco de la barba americana estaba de pie, diciendo con un mon�tono acento americano:

—Me adhiero a la candidatura del camarada Syme.

—Seg�n la costumbre —dijo Mr. Buttons, el presidente, con mec�nica rapidez— ser� presentada al sufragio la enmienda Syme. Ahora hay que saber si el camarada Syme...

Gregory estaba otra vez de pie, jadeante:

—�Camaradas! —suplic�—. Yo no soy un loco...

—�Oh! �Oh! —protest� Witherspoon.

—Yo no soy un loco —insist�a Gregory con una sinceridad angustiosa que suspendi� la asamblea por un instante—. Os voy a dar un consejo, y llamadme loco si quer�is. No: tampoco es un consejo, porque no voy a daros ninguna raz�n para apoyarlo. Es una orden: si os empe��is, decid que es una locura, pero obedecedla. "Pega, pero escucha". Matadme, pero obedecedme. �No elij�is a ese hombre!

La verdad, aun encadenada, es tan terrible, que por un instante pareci� que la ef�mera victoria de Syme iba a doblarse como un junco bajo la tempestad. Pero quien hubiera visto los tranquilos ojos azules de Syme nada habr�a temido. Content�se con decir:

—El camarada Gregory ordena... Esto bast� para romper el encantamiento. Al punto grit� un anarquista:

—�Y qui�n es usted para mandar? Usted no es el Domingo.

Y otro, con un vozarr�n:

—Usted no es el Jueves.

—Camaradas —grit� Gregory con la voz del m�rtir que, en el �xtasis del dolor, acaba por sobreponerse al dolor—. Poco me importa que me detest�is como un tirano o .como un esclavo. Si no escuch�is mis �rdenes, recibid al menos mi humillaci�n. Me arrodillo ante vosotros, me echo a vuestros pies, os imploro: no elij�is a ese hombre.

—Camarada Gregory —observ� el presidente—, realmente la actitud de usted no me parece muy digna.

Por primera vez desde el principio de la discusi�n, hubo un corto silencio. Gregory se volvi� a sentar. No era un hombre, sino un p�lido despojo humano.

El presidente solt� la frase ritual como un reloj de repetici�n:

—Se trata de saber si el camarada Syme debe ser electo para desempe�ar el cargo de Jueves en el Consejo General.

Rumor semejante al del mar. Todas las manos se levantan formando un bosque de ramas. Tres minutos despu�s, Mr. Gabriel Syme, del servicio de la Polic�a Secreta, era elegido para desempe�ar el cargo de Jueves en el Consejo General del Anarquismo Europeo.

Toda la asamblea parec�a estar pensando en la lancha que esperaba en el r�o, en el bast�n de verduguillo y el rev�lver que estaban sobre la mesa. En cuanto la elecci�n se dio por irrevocablemente concluida y Syme recibi� sus credenciales, todos se pusieron de pie y se mezclaron en la estancia. Syme, sin saber c�mo, se encontr� de manos a boca con Gregory, que lo contemplaba con asombro y con odio. Ambos callaron. Al fin Gregory pudo articular:

—�Es usted un demonio!

—Y usted —contest� el otro— es todo un caballero.

—Usted —dec�a Gregory temblando—. Usted me ha metido en esto; usted fue el que...

—Sea usted razonable —dijo Syme—. Si a eso vamos, �qui�n me trajo a m� a este parlamento de demonios? Usted me hizo jurar, antes que yo a usted. Yo creo que los dos hemos hecho lo que cre�amos que estaba bien. Pero diferimos de tal modo en nuestro concepto del bien, que entre nosotros no puede haber la menor concesi�n. Entre nosotros no puede haber m�s que el honor y la muerte.

Despu�s se cubri� con la capa y se embols� la botella.

—El bote espera —dijo Mr. Buttons interponi�ndose—. Tenga usted la bondad de seguirme.

Con pasos de guarda nocturno de almac�n, Mr. Buttons condujo a Syme por un pasadizo estrecho y blindado. El agonizante Gregory les segu�a, pis�ndoles los talones.

Al cabo del pasadizo, Buttons abri� una puerta que dej� ver, bajo la luna, la plata y azul del r�o, como en un escenario de teatro. Muy cerca de la salida esperaba el bote de vapor, masa oscura y peque�a que parec�a un dragoncito con un ojo rojo encendido.

Ya a punto de subir, Gabriel Syme se volvi� al ensimismado Gregory.

—Ha cumplido usted su palabra —le dijo cort�smente, la cara escondida en la sombra—. Es usted un hombre de honor. Le quedo a usted muy agradecido. Y ha cumplido usted su palabra hasta en un sentido muy especial. Me prometi� usted una cosa al principio de todo esto, que tambi�n me ha cumplido usted.

—�Qu� cosa? —pregunt� Gregory, que ten�a un caos en el alma—. �Qu� cosa le promet� a usted?

—Una noche muy divertida —dijo Syme. Y subi� en el bote, que al instante se puso a andar. Syme hizo un saludo militar con el bast�n.

CAP�TULO IV

LA HISTORIA DE UN DETECTIVE

Gabriel Syme no era un detective que pretendiera pasar por poeta: era realmente un poeta que se hab�a hecho detective. Su odio a la anarqu�a no era fingido. Era Syme uno de esos hombres a quienes la aterradora locura de las revoluciones empuja, desde edad temprana, a un "conservatismo" excesivo. Este sentimiento no proven�a de ninguna tradici�n: su amor a la respetabilidad era espont�neo, y se hab�a manifestado de pronto, como una rebeli�n contra la rebeli�n.

Proced�a de una familia de extravagantes, cuyos m�s antiguos miembros hab�an participado siempre de las opiniones m�s nuevas. Uno de sus t�os acostumbraba salir a la calle sin sombrero, y el otro hab�a fracasado en el intento de no llevar m�s que un sombrero por �nico vestido. Su padre cultivaba las artes, y la realizaci�n de su propio Yo. Su madre estaba por la higiene y la vida simple. De modo que el ni�o, durante sus tiernos a�os, no conoci� otras bebidas m�s que los extremos del ajenjo y el cacao, por los cuales experimentaba la m�s saludable repugnancia. Cuanto se obstinaba su madre en predicar la abstinencia puritana, tanto se empe�aba su padre en entregarse a las licencias paganas; y cuando aqu�lla dio en el vegetarianismo, �ste estaba ya a punto de defender el canibalismo.

Rodeado, desde la infancia, por todas las formas de la revoluci�n, Gabriel no pod�a menos de revolucionar en nombre de algo, y tuvo que hacerlo en nombre de lo �nico que quedaba: la cordura. Pero no pod�a negar su sangre de fan�tico, en el exceso de convicci�n, bastante ostensible, con que defend�a el sentido com�n. Un accidente vino a exasperar su odio de la anarqu�a moderna. Sucedi�le, pues, pasar por cierta calle en el momento de un atentado dinamitero. Por unos segundos se qued� ciego y sordo, y al recobrarse pudo ver —disipado el humo—, vidrios rotos y caras ensangrentadas. Despu�s continu�, corno de costumbre, tranquilo en apariencia, cort�s, amable; pero ya hab�a una lesi�n oculta... en su mente. No ve�a en los anarquistas, como ve la mayor�a, un pu�ado de locos que combinan el intelectualismo con la ignorancia, sino que los consideraba como un inmenso peligro, como una especie de invasi�n china.

Continuamente vert�a en los peri�dicos y en los cestos de las redacciones verdaderos torrentes de cuentos, versos, violentos art�culos, poniendo a los hombres en guardia contra este torrente de barbarie y de negaci�n. Pero no por eso lograba herir seriamente al enemigo, ni, lo que es peor, lograba un seguro medio de vida. Paseaba por las orillas del T�mesis, mordiendo con amargura su mal tabaco y meditando en los progresos del anarquismo, y no hab�a anarquista dinamitero de aire m�s salvaje ni m�s solitario que �l. "El Gobierno, se dec�a, lucha solo, y en situaci�n desesperada". De otro modo, como �l era muy quijote, nunca se hubiera puesto del lado del Gobierno.

Una tarde —el crep�sculo parec�a de sangre— Syme paseaba, como de costumbre, por la orilla del r�o. Rojo estaba el r�o donde el cielo rojo se reflejaba, y ambos remedaban su c�lera. El cielo estaba tan cargado y el r�o tan luminoso, que la llamarada del agua parec�a m�s encendida que la del crep�sculo: verdadera fuente de fuego que se precipitara en las cavernas de una ciudad subterr�nea.

Syme andaba por aquellos d�as hecho un desarrapado. Llevaba una chistera anticuada y un gab�n negro todav�a m�s anticuado y ra�do, todo lo cual le daba el aspecto de los personajes sospechosos de Dickens y de Bulwer Lytton. Su barba y sus cabellos amarillentos estaban m�s descuidados y leoninos que en los d�as de aseo y de cosm�tico del Saffron Park. Entre sus contra�dos dientes, llevaba un cigarro negro, largo, delgado, comprado en el Soho por dos peniques. Cualquiera lo hubiera tomado por un ejemplar de aquel anarquismo al que hab�a declarado una guerra santa. Probablemente por eso se le acerc� un polic�a del muelle y le dio, como al descuido, las buenas noches.

Syme, en plena crisis de temor por la suerte de la humanidad, se enardeci� ante aquel saludo autom�tico del guardia que, en el crep�sculo, se destacaba como un bulto de sombra azul.

—Conque buenas noches, �eh? —dijo con un tono insolente—. Hay quien le llame buena a la noche en que ha de sobrevenir el fin del mundo. Mire usted ese sol sangriento, mire usted ese r�o sangriento. Si todo eso fuera sangre humana derramada y humeante, ah� seguir�a usted tan fresco, s�lo preocupado de hacer circular a tal o cual vagabundo inofensivo. Ustedes, los polic�as, son crueles con el pobre, pero hasta eso les perdonar�a yo si no fuera por su cachaza.

—Si somos calmosos —contest� el otro— es porque tenemos la calma de la resistencia organizada.

—�Dice usted? —pregunt� Syme, interesado.

—El soldado debe permanecer tranquilo entre el tumulto de la batalla. La serenidad de los ej�rcitos est� hecha con la furia de las naciones.

—�Por Dios! —exclam� Syme—. �Teor�as de la escuela! �Y eso es lo que llaman educaci�n laica?

—No —dijo el polic�a con tristeza—, yo no he disfrutado nunca de esas ventajas. Las "Board Schools" son posteriores a mi �poca. La educaci�n que a m� me dieron fue muy tosca, y aun temo que muy anticuada.

—�Pues d�nde recibi� usted su educaci�n? —pregunt� Syme intrigado.

—Yo, en Harrow —dijo el guardia.

Las simpat�as de clase que, por falsas que sean, son, para algunos, lo m�s sincero, estallaron en el coraz�n de Syme, sin que �ste pudiera contenerlas.

—�Pero hombre de Dios! �Usted no deber�a estar en la polic�a!

Y el guardia, suspirando y moviendo la cabeza.

—Lo s� —exclam� solemnemente—. Demasiado s� que soy indigno.

—Pero �por qu� entr� usted en la polic�a? —pregunt� Syme indiscretamente.

—M�s o menos por la misma raz�n que usted tiene para calumniar a la polic�a —replic� el otro—. Porque comprend� que, en este servicio, hay ciertas oportunidades para aquellos cuyo inter�s por la humanidad afecta m�s bien a las aberraciones del intelecto cient�fico, que no al estado anormal —y, aunque excesivo, excusable—, de la voluntad humana. Creo que hablo claro.

—Si quiere usted decir que habla para s� mismo —dijo Syme—, es posible. Pero si quiere decir usted que se explica, no hay tal, no se�or. �Qu� filosof�as son �stas en un hombre que lleva el casco azul, aqu�, en los muelles del T�mesis?

—Ya se ve que no ha o�do usted hablar de los �ltimos desarrollos de nuestro sistema polic�aco —le contest� el otro—. Y no me extra�a: como que procuramos ocultarlos a las clases cultas, que es donde tenemos m�s enemigos. Pero me parece que a usted no le faltan disposiciones. Yo creo que usted podr�a ser de los nuestros.

—�En qu� sentido? —interrog� Syme.

—Se lo dir� a usted —comenz� el polic�a con lentitud—. He aqu� la cuesti�n: el jefe de una de nuestras secciones, uno de los m�s celebrados detectives de Europa, sostiene, de tiempo atr�s, la tesis de que nuestra civilizaci�n est� amenazada por una conspiraci�n de orden puramente intelectual. Est� convencido de que el mundo cient�fico y el mundo art�stico traman, sordamente, una cruzada contra la Familia y el Estado. En consecuencia, ha organizado un cuerpo especial de polic�as, que son, al mismo tiempo, fil�sofos. La misi�n de �stos es observar el fermento naciente de la conspiraci�n, para combatirla, no s�lo en el sentido penal, sino en el terreno de la controversia. Yo, que soy dem�crata, s� bien lo que vale el hombre ordinario en materia de valor o virtud ordinarios; pero reconozco que ser�a inconveniente emplear polic�as ordinarios para una investigaci�n que es como una caza a la herej�a.

Los ojos de Syme brillaban de entusiasmo y curiosidad.

—Y entonces —dijo—, �usted qu� es?

—�Qu�? Desempe�o el oficio de polic�a fil�sofo —dijo el del uniforme azul—. El oficio es a la vez m�s atrevido y m�s sutil que el de un detective vulgar. �ste tiene que ir a las tabernas sospechosas para arrestar ladrones. Nosotros vamos a los t�s art�sticos para descubrir pesimistas. El detective vulgar, hojeando un libro mayor o un diario, adivina un crimen pasado. Nosotros, hojeando un libro de sonetos, adivinamos un crimen futuro. A nosotros nos toca remontar hasta el origen de esos temerosos pensamientos que conducen a los hombres al fanatismo intelectual y al crimen intelectual. Si llegamos a tiempo para evitar el asesinato de Hartlepool, se debe a que uno de los nuestros —un tal Wilks, un muchacho muy listo— logr� comprender plenamente el sentido de un tresillo musical.

—�Cree usted realmente —pregunt� Syme— que haya una relaci�n tan estrecha entre el crimen y el intelecto moderno?

—Usted no es un dem�crata muy convencido —contest� el polic�a—, pero ten�a usted raz�n hace un rato al decir que sol�amos tratar a los criminales pobres con la mayor brutalidad. Le confieso a usted que algunas veces me canso de este oficio, considerando que, las m�s de las veces, se reduce a hacer la guerra a los ignorantes o a los desesperados. Por fortuna el nuevo rumbo que ha tomado la polic�a es cosa muy distinta. Nosotros negamos esa afirmaci�n de los snobs ingleses, seg�n la cual los iletrados son los criminales m�s peligrosos. Recordamos el caso de los emperadores romanos. Recordamos a los grandes pr�ncipes envenenadores del Renacimiento. Afirmamos que el criminal peligroso es el criminal culto; que hoy por hoy, el m�s peligroso de los criminales es el fil�sofo moderno que ha roto con todas las leyes. En comparaci�n con �l, los ladrones y los, b�gamos casi resultan de una perfecta moralidad, y mi coraz�n est� con ellos. Por lo menos, aceptan el ideal humano fundamental, si bien lo procuran por caminos equivocados! Los ladrones creen en la propiedad, y si procuran apropi�rsela s�lo es por el excesivo amor que les inspira. Pero, al fil�sofo, la idea misma de la propiedad le disgusta, y quisiera destruir hasta la idea de posesi�n personal. Los b�gamos creen en el matrimonio: de otro modo, no se someter�an a la formalidad solemne y ritual de la bigamia. Pero el fil�sofo desprecia el matrimonio. Los asesinos respetan la vida humana, sino que desean alcanzar una plenitud de vida propia, a expensas de las vidas que consideran inferiores a la suya. Pero el fil�sofo odia la vida, ya en s� mismo o en sus semejantes.

Syme dio una palmada de entusiasmo.

—�Cu�n cierto es eso! —exclam�—. Desde mi infancia he sentido as�, pero nunca hab�a logrado formularlo en una ant�tesis verbal. El criminal com�n es un mal hombre, pero, en todo caso, puede asegurarse que es un hombre bueno condicional. Con s�lo destruir un obst�culo, por ejemplo un t�o rico, est� dispuesto a aceptar el universo y a dar gracias a Dios. Es un reformador: no un anarquista. Pretende limpiar el edificio: no derrumbarlo. Pero el fil�sofo perverso no trata de alterar las cosas, sino de aniquilarlos. S�, es verdad: la sociedad moderna s�lo ha conservado las partes m�s opresivas e ignominiosas de la funci�n polic�aca: saquea al pobre, y vigila cautelosamente al infortunado. En cambio, ha abandonado lo m�s noble de la funci�n: el castigo de los traidores poderosos, en el Estado; y, en la Iglesia, el de los herejes poderosos. Los modernos dicen que no se debe castigar al hereje. Y yo me pregunto si tendremos derecho para castigar, fuera de los casos de herej�a.

—�Pero esto es absurdo! —exclam� el polic�a, dando a su vez una palmada, con una excitaci�n poco com�n en personas de su oficio y su corpulencia—. �Pero esto es intolerable! Yo no s� a qu� se dedicar� usted, pero s� s� decirle que est� usted desperdiciando su vida. Usted debe unirse, usted va a unirse a nuestro ej�rcito contra la anarqu�a. Los ej�rcitos de la anarqu�a est�n a las puertas. No tardar�n en intentar un golpe. Un instante m�s, y habr� usted perdido la gloria de trabajar con nosotros, y tal vez la gloria de morir al lado de los �ltimos h�roes.

—En efecto —asinti� Syme—, no es cosa de desperdiciar semejante ocasi�n. Pero creo que aun no he entendido bien. Yo me doy cuenta, como cualquiera, de que el mundo moderno est� lleno de peque�os engendros de la anarqu�a y de multitud de peque�as tendencias extraviadas. Pero, por repugnantes que sean, tienen generalmente el m�rito de estar en desacuerdo entre s�. �Qu� quiere usted decir al hablar de sus ej�rcitos y del golpe que preparan? �Qu� anarqu�a puede ser �sa?

—No la confunda usted —dijo el guardia— con esas casuales explosiones de dinamita que acaecen en Rusia o en Irlanda, y que son siempre actos de gente oprimida, aunque equivocada. Yo me refiero a un vasto movimiento filos�fico, en el que hay un c�rculo externo y un c�rculo interno. El c�rculo externo podemos decir que es el elemento laico; y el interno, el elemento sacerdotal. Pero prefiero llamar, al c�rculo externo, la secci�n inocente; y al interno, la secci�n criminal. El c�rculo externo —el m�s numeroso— est� constituido por simples anarquistas; es decir, hombres que creen que las reglas y las f�rmulas han acabado con la humana felicidad. As�, est�n convencidos de que los siniestros efectos del crimen son el resultado natural del sistema que le ha dado el nombre de crimen. No creen que el crimen engendra el castigo, sino que el castigo engendra el crimen. El hombre que ha seducido a siete mujeres les parece, en s� mismo, tan irreprochable como las flores de la primavera. El cortador de bolsas les resulta, en s� mismo, un hombre de exquisita bondad. A �stos, pues, llamo yo, la secci�n de los inocentes.

—�Oh! —murmur� Syme.

—Esta gente, naturalmente, est� siempre anunciando una futura era de bienaventuranza, un para�so por venir, la liberaci�n de las cadenas de la virtud y el vicio, y otras cosas por el estilo. Y tambi�n hablan as� los del c�rculo interno, los del sacerdocio sagrado. Tambi�n hablan, ante las arrebatadas multitudes, de la felicidad futura y la liberaci�n de los hombres. S�lo que en boca de �stos, esas halag�e�as palabras tienen un sentido espantoso. Porque �stos no se hacen ilusiones; son demasiado intelectuales para creer que el hombre se ver� alguna vez libre, en este mundo, del pecado original y de la necesidad de la lucha. Cuando hablan as�, se refieren a la muerte. Cuando auguran la liberaci�n final de la humanidad, quieren significar con eso el suicidio futuro de la humanidad. Cuando hablan de un para�so sin bien ni mal, hablan de la tumba. S�lo dos fines se proponen: primero, destruir a la humanidad, y despu�s, destruirse a s� mismos. Por eso lanzan bombas en vez de disparar pistolas. La secci�n o fila de los inocentes queda contrariada al ver que la bomba no mata al rey; pero el alto sacerdocio se regocija porque, en todo caso, la bomba ha matado a alguien...

—�Qu� debo hacer para unirme a ustedes? —pregunt� de pronto Syme, como en un arrebato.

—S� a punto fijo que hay actualmente una vacante —le contest� el polic�a—, pues tengo la honra de merecer hasta cierto punto la confianza del jefe de quien le he hablado a usted. Deber�a usted venir a verlo ahora mismo. Aunque digo mal, porque como verlo, nadie lo ve; pero si usted quiere, puede hablar con �l.

—�Por tel�fono? —pregunt� Syme con inter�s.

—No —dijo pl�cidamente el otro—. Sino que le gusta estar siempre en un cuarto oscuro. Dice que esto aclara sus pensamientos. Venga usted, venga usted conmigo.

Intrigado y deslumbrado a la vez, Syme se dej� conducir hasta una puerta lateral del edificio de Scotland Yard. Antes de darse cuenta, ya hab�a pasado por las manos de cuatro oficiales intermediarios, y fue de pronto introducido en una cuarto cuya absoluta oscuridad le impresion� casi como un rel�mpago. No era oscuridad ordinaria, que siempre permite adivinar vagamente las formas, sino una oscuridad como la de una ceguera s�bita.

—�Es usted el nuevo recluta? —pregunt� una voz penetrante.

Y, de cierto modo inexplicable, aunque en el cuarto no se distingu�a nada, Syme comprendi� dos cosas: la primera, que aquella voz sal�a de un cuerpo voluminoso; la segunda: que aquel hombre estaba de espaldas.

—�Es usted el nuevo recluta? —dijo el invisible jefe, que parec�a estar al tanto de la reciente conversaci�n de Syme—. Est� bien. Queda usted aceptado.

Syme sinti� que se le doblaban las piernas, y, a duras penas, trat� de defenderse de aquel compromiso irrevocable.

—S�lo que yo, realmente, no tengo experiencia... —comenz� a decir.

—Nadie tiene experiencia de la Batalla de Armaged�n —dijo el otro.

—Es que no me creo capaz...

—Tiene usted voluntad, y eso basta —dijo el desconocido.

—Pero —observ� Syme— yo no conozco oficio alguno para el cual baste la buena voluntad.

—Yo s� —le contest� la voz—. El de m�rtir. Yo no hago m�s que condenarlo a usted a muerte. Adi�s.

Y as� fue como Gabriel Syme sali� de nuevo a la luz del d�a, con su pobre sombrero negro y su pobre capa anticuada, convertido en miembro del nuevo cuerpo de polic�a que hab�a de combatir la gran conspiraci�n social. Siguiendo los consejos de su amigo el guardia, que era profesionalmente inclinado al aseo, se hizo arreglar pelo y barba, compr� un sombrero decente, un elegante traje de verano azul-gris, p�lido, se puso una flor amarilla en la solapa y, en suma, se transform� en ese sujeto impecable y casi insoportable que Gregory hab�a encontrado por vez primera en el jardincillo del Saffron Park. Antes de abandonar los cuarteles de polic�a, su amigo le proporcion� una tarjetita azul con un n�mero, en la cual se le�a: "La �ltima Cruzada"—, signo de su autoridad oficial. Se la guard� cuidadosamente en un bolsillo del chaleco, encendi� un cigarrillo, y se lanz� a buscar y a combatir al enemigo en todos los salones de Londres. Adonde le condujeron finalmente sus aventuras, ya lo hemos visto. Hacia la una y media de la ma�ana de un d�a de febrero, se encontr� desliz�ndose sobre el silencioso T�mesis, en un remolcador, armado con un bast�n de verduguillo y un rev�lver, y electo solemnemente para el puesto de Jueves en el Consejo Central de Anarquistas.

Al embarcar en el remolcador, Syme tuvo la sensaci�n singular�sima de encontrarse en un nuevo ambiente: no s�lo en una nueva tierra, sino en un nuevo planeta. Esto se deb�a sin duda, en mucho, a la imprudente aunque irrevocable decisi�n de aquella noche, pero tambi�n se deb�a un poco a un cambio "del tiempo y del cielo, cambio sobrevenido durante las dos horas transcurridas desde que penetr� en la equ�voca taberna. Los fant�sticos plumones del brumoso crep�sculo hab�an desaparecido por completo, y ahora la radiante luna flotaba en un cielo desnudo. La luna brillaba tanto y estaba tan llena que, por una paradoja que habr�is observado muchas veces, parec�a un sol palidecido. No daba la impresi�n de una fulgurante noche de luna, sino de algo como un d�a de luz mortecina.

Sobre el paisaje flotaba una palidez luminosa e irreal, como ese crep�sculo de desastre que, dice Milton, produce el eclipse de sol. Syme se confirmaba en la idea de que hab�a ca�do en alg�n planeta m�s vac�o que el nuestro, que gravitara en torno de una estrella m�s triste. Pero a medida que esta desolaci�n rutilante la embargaba el �nimo, su propia locura caballeresca parec�a arder m�s en la noche como inmensa hoguera. Aun los objetos vulgares que llevaba consigo —las provisiones, el Brandy, la pistola cargada—, adquir�an ese car�cter po�tico, concreto y material, que les da el ni�o cuando lleva un fusil a paseo o se va a la cama con un bollo. El bast�n con alma de acero y el frasco de Brandy, aunque por s� mismos no eran m�s que utensilios de la perversa conspiraci�n, vinieron a ser como la expresi�n de su generosa aventura. El bast�n de verduguillo se convirti� en la espada del caballero, y el Brandy en el trago de estribo. Porque las fantas�as modernas, aun las m�s "deshumanizadas", se refieren siempre a alg�n s�mbolo m�s antiguo y m�s simple. La aventura podr� ser loca, pero el aventurero debe ser cuerdo. El drag�n, sin San Jorge, no ser�a ni siquiera grotesco. As�, aquel escenario inhumano s�lo era fant�stico por la presencia de un ser humano. Para la mente exaltada de Syme, las casas, blanquecinas y fr�as, y las terrazas de la margen del T�mesis, parec�an tan deshabitadas como las monta�as de la luna; pero la misma luna s�lo es po�tica por el "hombre" que hay en la luna. Dos hombres manejaban la embarcaci�n; a pesar de sus muchos esfuerzos, la embarcaci�n iba con cierta lentitud. El claro de luna que hab�a brillado sobre Chiswick se hab�a extinguido ya al pasar por Battersea, y al llegar a la enorme mole de Westminster el d�a comenzaba a romper. Y rompi� al fin como en un estallido de rayos de plomo que descubren vivos de plata. Y �stos estaban ya al rojo blanco, cuando el barco, torciendo el rumbo, vir� hacia una ancha escalinata de desembarque que est� m�s all� de Charing Cross. Las grandes piedras del muelle aparecieron a los ojos de Syme oscuras y gigantescas. Negras y enormes, se destacaban sobre el grandioso albor del cielo. Syme sinti� como si desembarcara sobre la grader�a colosal de un palacio egipcio. La idea no era inoportuna. �No iba Syme a atacar los s�lidos tronos de unos herejes y abominables monarcas? Salt� del bote a una grada resbalosa, y permaneci� un instante inm�vil, sombra oscura y delgada entre aquel vasto amontonamiento de piedras. Los dos bateleros se alejaron con el bote, y volvieron contra la corriente. No hab�an pronunciado una sola palabra.

CAPITULO V

EL FEST�N DEL MIEDO

A primera vista, la vasta grader�a de piedra pareci� a Syme tan desierta como una pir�mide; pero aun no llegaba arriba, cuando se dio cuenta de que hab�a un hombre reclinado sobre el parapeto del muelle que miraba fijamente al r�o. Era una figura enteramente convencional; llevaba un sombrero de seda y una levita a la �ltima moda; en su solapa se ve�a una flor roja. Syme sigui� trepando grada a grada, y el hombre continu� imp�vido; y Syme logr� acercarse lo bastante para darse cuenta, a la p�lida y nebulosa luz de la ma�ana, de que aquel sujeto ten�a una cara larga, descolorida, inteligente, completamente afeitada, salvo en la punta de la barba, donde remataba en una borlilla triangular y oscura. Estos pelillos parec�an m�s bien efecto de un descuido, en el afeite total del resto de la cara; cara angulosa, asc�tica, y noble a su manera. Syme se acercaba cada vez m�s, observando al desconocido. �ste no pesta�eaba.

El instinto le dec�a a Syme que aquel hombre estaba all� para recibirle. Viendo que permanec�a inm�vil, pens� que se hab�a equivocado. Pero un instante despu�s se sinti� seguro de que el desconocido ten�a algo que ver con su descabellada aventura: el hombre, en efecto, afectaba mayor indiferencia de la que hubiera sido natural ante la aproximaci�n de un extra�o. Estaba tan inm�vil como un mu�eco de cera y, como tal, atacaba los nervios. Syme miraba una y otra vez aquella cara p�lida, noble y delicada, pero aquella cara parec�a absorta en la contemplaci�n del r�o. Entonces sac� del bolsillo el documento de Buttons que acreditaba su elecci�n, y lo puso frente a aquel hermoso y triste rostro. El hombre sonri�. Su sonrisa fue un choque el�ctrico: era una sonrisa oblicua, que levantaba la mejilla derecha y hac�a caer la izquierda.

Racionalmente hablando, esto no era para espantar a nadie. Mucha gente tiene este h�bito nervioso de torcer la sonrisa, y, en muchos, hasta es un atractivo. Pero en las circunstancias de Syme, bajo la influencia de aquel amanecer, bajo el peso de su mortal embajada, bajo la emoci�n de aquella soledad entre las inmensas piedras chorreantes, aquella sonrisa le produjo un terrible efecto. El r�o silencioso, el hombre silencioso con aquella fisonom�a casi cl�sica y, como �ltimo episodio de aquella extra�a pesadilla, una sonrisa tan absurda...!

El espasmo de aquella sonrisa fue instant�neo, y la cara del hombre recobr� al instante su armoniosa melancol�a. Y el desconocido se puso a hablar sin entrar en explicaciones previas, como entre antiguos camaradas:

—Vamos directamente a Leicester Square, y llegaremos a tiempo para el desayuno. �Ha dormido usted?

—No —dijo Syme.

—Tampoco yo —sigui� el otro con toda naturalidad—. Pienso meterme en cama despu�s de desayunar.

Hablaba con mucha cortes�a, pero con una voz tan muerta que contrastaba con la expresi�n fan�tica de su rostro; se dir�a que las palabras amistosas eran para �l meros convencionalismos vac�os, y que su �nica vida era el odio. Tras breve pausa, continu� as�:

—Supongo que el secretario de la secci�n lo habr� informado a usted de todo lo que puede saberse. Pero lo que nunca puede saberse es cu�l ser� la �ltima idea del Presidente, porque sus ideas se multiplican como una vegetaci�n tropical. As�, por si usted lo ignora, le dir� a usted que ahora ha tenido la idea de que nos ocultemos mediante el procedimiento de no ocultarnos para nada. Al principio, claro est�, nos reun�amos en una c�mara subterr�nea como la secci�n de usted. Despu�s, Domingo nos traslad� al reservado de un restaurante. Porque, dijo, mientras menos nos ocultemos, menos nos perseguir�n. Es un hombre como no hay otro; pero a veces me temo que su vigoroso cerebro comience, con los a�os, a perder el equilibrio. Porque ahora se empe�a en que nos expongamos al p�blico; ahora almorzamos en un balc�n, fig�rese usted: �en un balc�n que cae sobre Leicester Square!

—Y la gente �qu� dice? —pregunt� Syme.

—Muy sencillo: dice que somos una alegre tertulia de caballeros que pretenden ser anarquistas.

—Me parece una idea muy ingeniosa —observ� Syme.

—�Ingeniosa? �Dios nos tenga de su mano! Conque ingeniosa �eh? —grit� el otro con una voz s�bita y chillona, tan chocante y torcida como su sonrisa—. Cuando haya usted contemplado al Domingo, siquiera un mil�simo de segundo, no le llamar� usted ingenioso.

Con esto llegaron a la extremidad de una angosta calle, de donde se ve�a ya Leicester Square ba�ada en el sol matinal. Nunca se sabr� a ciencia cierta por qu� esta plaza tiene un aspecto tan extra�o y, en cierto modo, tan continental. Nunca se pondr� en claro si es su aspecto extranjero lo que atrae a los forasteros, o la afluencia de �stos lo que le comunica semejante aspecto. Aquella ma�ana, este aspecto parec�a singularmente acentuado y brillante. La plaza abierta, las frondas iluminadas, la estatua, el contorno sarraceno de la Alhambra, todo hac�a del lugar una como copia de alguna plaza p�blica de Francia o de Espa�a. Y esto acreci� en Syme la extra�a impresi�n, que ya varias circunstancias de la aventura le hab�an producido tambi�n, de haber sido transportado a un nuevo mundo. La verdad es que la plaza le era conocida porque, de ni�o, sol�a venir por all� a comprar mal tabaco; pero, al volver una esquina y ver los �rboles y las c�pulas moriscas, hubiera jurado que estaba en alguna desconocida "Place de cualquier cosa", situada en cualquier ciudad extranjera.

En un �ngulo de la plaza, aparec�a un hotel rico pero no muy frecuentado, cuya fachada principal ca�a sobre otra calle. Una entrada espaciosa daba sin duda acceso al caf�; y arriba, materialmente suspendido sobre la calle en unos estribos formidables, sal�a un balc�n lo bastante amplio para instalar en �l una gran mesa. Y en torno a esta mesa, muy visible, a pleno sol, ostentado a la calle, hab�a un grupo de hombres parlachines y ruidosos, todos vestidos con la mayor insolencia de la moda, con chalecos blancos y floridas solapas. De tiempo en tiempo, se les o�a re�r desde el otro lado de la plaza. El grave secretario dej� ver su absurda sonrisita, y Syme comprendi� que aquella escandalosa tertulia era el c�nclave secreto de los dinamiteros de Europa.

Syme, que los contemplaba atentamente, repar� de pronto en algo extra�o, en algo que hasta entonces no hab�a visto, sin duda porque era demasiado vasto para ser visto. A este lado del balc�n, obstruyendo una parte apreciable de la perspectiva, se alzaba la espalda de una inmensa monta�a humana. Al advertirla Syme pens� que iba a caerse el balc�n. La enormidad de aquel hombre no s�lo proven�a de su estatura anormal y su incre�ble .gordura, sino que sus proporciones todas eran gigantescas, como las de una estatua colosal. Su cabeza, ya entre gris, vista de espaldas, parec�a mayor del tama�o natural. Las orejas, que sobresal�an, eran excesivas. Aquel hombre estaba construido conforme a una escala m�xima; y tal era la impresi�n de sus dimensiones que, a su lado, todos los dem�s le parecieron a Syme empeque�ecerse y transformarse en verdaderos enanos. Aunque aquel hombre continuaba en la misma actitud de antes, con su levita y su flor en el ojal, a Syme, alterado el sentido de la escala, se le figur� ver un gigant�n que estaba ofreciendo el t� a cinco chiquillos.

Cuando Syme y su gu�a se acercaron a la puerta lateral del hotel, un criado les sali� al encuentro sonriendo con la mayor placidez.

—Ya est�n arriba los se�ores —dijo—. Hablan y r�en de lo lindo. �Fig�rese usted que dicen que van a arrojarle bombas al rey!

Y el camarero se alej� r�pidamente, la servilleta bajo el brazo, encantado de la singular frivolidad de aquellos se�ores.

Los dos hombres subieron la escalera en silencio.

A Syme no se le hab�a ocurrido preguntar si aquel hombre tan monstruoso, que casi llenaba el balc�n y lo derrumbaba con su peso, era el temido Presidente. Pero, con inexplicable y s�bita lucidez, lo adivin� al verlo. Syme efectivamente era uno de esos esp�ritus abiertos a las influencias psicol�gicas m�s extra�as, en un grado que no deja de ser peligroso para la salud mental. Exento en absoluto de miedo ante los peligros f�sicos., era excesivamente sensible al olor del mal. Ya durante aquella noche, dos veces por lo menos, las cosas m�s insignificantes le hab�an preocupado, d�ndole la sensaci�n de que andaba cerca de los cuarteles generales del infierno. Al aproximarse al gran Presidente, este sentimiento se hizo irresistible, pueril y detestable a la vez.

Al atravesar la sala que daba al balc�n, la amplia cara de Domingo pareci� ensancharse todav�a; y se apoder� de Syme el temor de que, al acercarse m�s, aquella cara crecer�a demasiado para ser ya una cara posible, y temi� no poder reprimir un grito. Record�, entonces, que cuando era ni�o, no pod�a mirar en el Museo Brit�nico la m�scara de Memn�n, primero por ser una cara y segundo por ser tan ancha.

Con un esfuerzo m�s heroico que el que hace falta para arrojarse al abismo, se acerc� a la mesa y ocup� un asiento. Los otros lo recibieron entre burlas y buen humor, como si hubieran sido amigos de toda la vida. �l se tranquiliz� un poco al notar que todos estaban vestidos convenientemente, y que la cafetera era s�lida y brillante; entonces se atrevi� a echar una mirada al Domingo; realmente, ten�a una cara muy ancha, pero era, con todo, una cara humanamente posible.

Junto al Presidente, todos los dem�s resultaban vulgares; nada en ellos llamaba la atenci�n a primera vista, salvo el que, por un antojo del Presidente, todos estaban vestidos de fiesta, lo cual daba a la escena el aire de una boda. Uno, sin embargo, se distingu�a entre los dem�s. Ten�a el tipo del dinamitero com�n. Cierto que llevaba cuello blanco y corbata de seda, cosas que, en ocasi�n, hac�an las veces de uniforme; pero de aquel cuello sal�a una cabeza indisciplinable e inconfundible: una espantosa maleza de cabellos y barbas negras, donde casi se ahogaban unos ojillos de "terrier". S�lo que los ojos parec�an estar en otro plano: eran los tristes ojos del ciervo ruso. Esta fisonom�a no era terrible como la del Presidente, pero ten�a ese diabolismo propio de lo extremadamente grotesco. No hubiera sido m�s absurdo el contraste, si de aquel cuello y aquella apretada corbata se viera salir una cabeza de gato o de perro.

Parece que �ste se llamaba Gogol, era polaco y en aquel ciclo de los d�as, hac�a de Martes. Era incurablemente tr�gico de alma y de palabras; no lograba adaptarse al papel frivolo y alegre que le exig�a el Presidente Domingo. Y en efecto, a la llegada de Syme, el Presidente, con ese audaz desd�n de las sospechas p�blicas que era toda su pol�tica, estaba burl�ndose de Gogol por su incapacidad para adoptar las gracias mundanas.

—Nuestro amigo Martes —dec�a el Presidente con una voz profunda llena de tranquilidad y de volumen—, nuestro amigo Martes creo que no ha entendido bien mi prop�sito. Se viste a lo caballero, pero siempre deja ver que tiene un alma demasiado grande para poder conducirse a lo caballero. Insiste en portarse como el conspirador de melodrama. Ahora bien: tras un caballero que pasea por Londres con chistera y levita, no es f�cil sospechar que se esconda un anarquista. Pero si, aun con chistera y levita, se le ocurre andar a cuatro patas, entonces claro es que llamar� la atenci�n. Y algo semejante hace nuestro hermano Gogol. Se ha puesto a andar a cuatro patas con tan acabada diplomacia, que ahora le cuesta trabajo andar derecho.

—Yo no sirvo para disfrazarme —dijo Gogol, con aire hura�o y profundo acento extranjero—. No tenco por qu� aferconzarme de ello.

—S�, si tiene usted por qu� —contest� el Presidente con buen humor—. �Si usted se disfraza como los dem�s! S�lo que lo hace usted muy mal, por lo asno que es usted. Pretende combinar dos m�todos inconciliables. Cuando alguien se encuentra un hombre debajo de su cama, es muy probable que le llame la atenci�n; pero si este hombre lleva una elegante chistera, entonces, querido Martes, convendr� usted conmigo en que es muy dif�cil que el caso se le olvide en toda su vida. Cuando le encontraron a usted debajo de la cama del almirante Biffin...

—Yo no s� enca�ar —dijo Martes tristemente y sonroj�ndose un poco.

—�Admirable, amigo m�o, admirable! —Le interrumpi� el Presidente, zumb�n y pesado—. Entonces no sabe usted hacer nada.

Mientras la conversaci�n segu�a su curso, Syme se dedic� a observar mejor a sus compa�eros. Y poco a poco sinti� que lo embargaba otra vez el sentimiento de horror hacia aquellas excentricidades ps�quicas.

Hab�ale parecido al principio que todos los comensales, con excepci�n del peludo Gogol, eran personas comunes y corrientes por el aspecto y el traje. Pero al observarlos mejor, comenz� a descubrir en todos y cada uno de ellos lo mismo que hab�a advertido en el que le esper� junto al T�mesis: alg�n rasgo demon�aco. Aquella risa descentrada que desfiguraba de cuando en cuando la hermosa cara del que hab�a sido su gu�a, era "t�pica" de todos aquellos "tipos". Todos ten�an algo, perceptible tal vez a la d�cima o a la vig�sima inspecci�n; algo que no era del todo normal y que apenas parec�a humano. Idea que trat� de formularse, dici�ndose que todos ten�an aspecto y presencia de personas bien educadas, pero con una ligera torsi�n, como la que produce la falla de un espejo. Esta excentricidad semioculta, s�lo podr� definirse describiendo uno a uno todos los tipos. El cicerone de Syme llevaba el t�tulo de Lunes; era el secretario del Consejo, y nada era m�s terrible que su tuerta sonrisa, a excepci�n de la espantosa y satisfecha risotada del Presidente. Pero ahora que Syme lo observaba m�s de cerca, advert�a en el secretario otras singularidades. Su noble rostro estaba tan extenuado, que Syme lleg� a figurarse que lo trabajaba alguna profunda enfermedad; pero, en cierto modo, el mismo dolor de su mirada negaba esta suposici�n. No: aquel hombre no era v�ctima de una dolencia f�sica. Sus ojos brillaban con una tortura intelectual, como si el solo pensar fuese su dolencia. Esto era com�n a toda la tribu; todos ten�an alguna anomal�a sutil y distinta. Junto al secretario estaba el Martes, el peludo Gogol, cuya locura era m�s notoria. Despu�s ven�a el Mi�rcoles: un tal Marqu�s de San Eustaquio, figura harto caracter�stica. A primera vista, nada extra�o se notaba en �l, salvo que era el �nico a quien el traje elegante le sentaba como cosa propia. Llevaba una barbilla negra y cuadrada, a la francesa, y una levita negra y todav�a m�s cuadrada, a la inglesa. Syme, muy sensible a tales encantos, pronto percibi� que, en torno a este hombre, flotaba una atm�sfera rica, tan rica que era sofocante, y que recordaba, qui�n sabe c�mo, los olores sopor�feros y las l�mparas moribundas de los m�s t�tricos poemas de Byron y de Poe. Al mismo tiempo, parec�a que estuviera vestido con materiales no m�s ligeros, sino m�s suaves que los dem�s; el negro de su traje se dijera m�s denso y c�lido que el de las sombras negras que le rodeaban, como si fuera el resultado de alg�n color vivo intensificado hasta el negro. Su levita negra semejaba negra a fuerza de ser p�rpura intensa. Su barba negra negreaba a fuerza de ser azul. Y entre la espesura nebulosa de aquella barba, su boca rojo-oscura era desde�osa y sensual. De seguro no era franc�s: acaso jud�o; tal vez procediera de mayores profundidades, en el profundo coraz�n del Oriente. En los abigarrados cuadros y mosaicos de Persia, que representan cacer�as de tiranos, se ven esos ojos de almendra, esas azulosas barbas, esos crueles labios escarlata.

Syme ocupaba el otro asiento, y despu�s de �l ven�a un hombre muy viejo, el profesor de Worms, que aunque todav�a ocupaba el lugar de Viernes, a diario tem�an que lo dejara vacante por defunci�n. Estaba en la m�s completa decadencia senil, a no ser por la inteligencia. Su rostro era tan gris como su larga barba gris; su frente se arrugaba en un surco de amable desesperaci�n. En ninguno, ni siquiera en Gogol, el brillo del traje nupcial produc�a m�s penoso efecto de contraste. La flor roja de al solapa exageraba a�n m�s la absoluta palidez plomiza de aquella cara, y el efecto era tan horrible como el de un cad�ver vestido por unos dandies borrachos. Cuando se levantaba o se sentaba, lo cual lograba hacer con mucho trabajo y peligro, hab�a en �l algo peor que debilidad, algo inefablemente concertado con el horror de aquella escena: no era s�lo decrepitud, era corrupci�n. Una idea abominable cruz� por la excitada mente de Syme: al menor movimiento, aquel mu�eco iba a soltar una pierna o un brazo.

En el extremo de la mesa estaba el llamado S�bado: la figura m�s sencilla y desconcertante. Hombre peque�o, robusto, con una cara llena, oscura, afeitada: un m�dico llamado Bull. Ten�a esa mezcla de desenvoltura y familiaridad cort�s que no es raro encontrar en los m�dicos j�venes. Llevaba el traje elegante con m�s confianza que seguridad, y una sonrisa congelada en la cara. Nada hab�a en �l notable, sino unos lentes negros y opacos. Tal vez la excitaci�n nerviosa hab�a ido en crescendo, pero ello es que a Syme le dieron miedo aquellos discos negros; le recordaron feas historias, semiolvidadas ya, sobre cierto cad�ver en cuyos ojos hab�an incrustado unos peniques. No pod�a apartar la mirada de los vidrios negros de aquella m�scara ciega. Al moribundo profesor, al p�lido secretario, les hubieran sentado mejor. Pero en la cara de aquel hombre gordo y torpe eran un enigma, ocultaban de hecho la clave de la fisonom�a. Ya no era posible saber lo que significaban aquella sonrisa y aquella gravedad. En parte por esto, y en parte porque su complexi�n revelaba una espesa virilidad de que carec�an los otros, a Syme le pareci� que aqu�l era el m�s perverso de la pandilla. Hasta se le figur� que se tapaba los ojos para encubrir su irresistible horror.

CAP�TULO VI

EL ESP�A DESCUBIERTO

Tales eran los seis sujetos que hab�an jurado la desaparici�n del mundo. Syme tuvo que esforzarse varias veces para no perder en su presencia el sentido com�n. A veces, se dec�a que su inquietud era subjetiva, que estaba entre hombres ordinarios: uno viejo, otro nerviosillo, el de m�s all� algo miope; pero siempre volv�a a apoderarse de �l ese sentimiento de simbolismo sobrenatural. Todas las figuras le parec�an estar en el l�mite de las cosas, as� como sus teor�as anarquistas le parec�an el �ltimo l�mite del pensamiento. �l sab�a, en efecto, que todos aquellos hombres se encontraban, por decirlo as�, en el punto extremo de alg�n razonamiento an�malo. Y pensaba, como en cierta vieja f�bula, que un hombre que caminara siempre hacia Occidente hasta el fin del mundo, se encontrar�a con alg�n objeto —un �rbol por ejemplo—, que fuera algo m�s o algo menos que un simple �rbol: un �rbol habitado por un esp�ritu; y, si caminara siempre hacia el Oriente hasta el fin del mundo, se encontrar�a algo que no fuera enteramente id�ntico a s� mismo: por ejemplo, una torre cuya sola arquitectura fuera un pecado. Igualmente sus compa�eros parec�an destacarse, violentos e incomprensibles, sobre un horizonte �ltimo: visiones marginales de la vida, donde se tocan los t�rminos del mundo.

La conversaci�n hab�a seguido su curso sin interrumpirse por su llegada; y no era el menor contraste, en aquel desconcertante almuerzo, el de la apariencia f�cil y ligera de la conversaci�n, y su terrible contenido real.

Estaban metidos nada menos que en la discusi�n del pr�ximo complot. El camarero hab�a dicho la verdad. Hablaban de bombas y monarcas. Dentro de tres d�as, dec�an, el Zar iba a encontrarse en Par�s con el Presidente de la Rep�blica Francesa. Y estos intachables caballeros, all�, desde su asoleado balc�n, entre el jam�n y los huevos, hab�an decidido matar a los dos poderosos. Hasta el instrumento estaba ya escogido: lanzar�a la bomba el Marqu�s de las negras barbas.

En circunstancias normales, la proximidad de este crimen, positivo y objetivo, habr�a calmado a Syme, cur�ndolo de todos sus m�sticos temores. No hubiera pensado m�s que en salvar a dos cuerpos humanos del hierro y de los gases rugientes que amenazaban destrozarlos. Pero la verdad es que Syme hab�a comenzado a sentir algo como una sed de miedo, m�s penetrante y eficaz que todas sus repulsiones morales y responsabilidades sociales. Sencillamente, no tem�a por el Presidente o por el Zar: tem�a por s� mismo. Sus compa�eros apenas se cuidaban de �l, y discut�an acercando las caras con cierta expresi�n de gravedad. Por la cara del secretario cruzaba, a veces, aquella sonrisa singular, como rel�mpago por el cielo. Pero Syme advirti� algo que comenz� por turbarlo y acab� por aterrorizarlo: el Presidente no le quitaba la vista, y estaba examin�ndolo con extra�o inter�s. El enorme hombre estaba inm�vil, pero los ojos se le sal�an de la cara, y aquellos ojos estaban fijos en Syme.

Syme se sinti� tentado de saltar del balc�n a la calle. Cada vez que el Presidente le clavaba los ojos, �l se sent�a m�s transparente que el vidrio, y no ten�a la menor duda de que Domingo, de alguna manera silenciosa y extraordinaria, hab�a descubierto al esp�a. Ech� una mirada por la balaustrada del balc�n y vio, precisamente debajo, a un guardia que consideraba, distra�do, las rejas brillantes y los �rboles llenos de sol de la plaza.

Y entonces se apoder� de �l una gran tentaci�n que hab�a de atormentarlo por muchos d�as. En presencia de aquellos hombres poderosos y repulsivos, verdaderos pr�ncipes de la anarqu�a, casi hab�a olvidado la elegante y fant�stica figura del poeta Gregory, que era solamente el est�tico de la anarqu�a. Al recordarlo, brotaba en �l un impulso de cari�o a�ejo, como si �l y Gregory hubieran jugado juntos de ni�os. Pero record� adem�s que estaba ligado a Gregory por una sagrada promesa: la promesa de no hacer lo que precisamente estaba a punto de hacer: hab�a prometido no saltar del balc�n para llamar a la polic�a... Y retir� su helada mano de la fr�a balaustrada de piedra. Rod� su alma en el v�rtigo de la indecisi�n moral. No ten�a m�s que romper la palabra temeraria que le compromet�a con una sociedad de bandidos, y toda su vida quedar�a tan amplia y asoleada como la plaza que estaba en frente. Por otra parte, si se manten�a fiel a las anticuadas leyes del honor, se ver�a poco a poco entregado a aquel gran enemigo de la humanidad, cuya misma fuerza intelectual lo convert�a en una c�mara de tortura. Cada vez que ve�a la plaza, le parec�a ver en la polic�a una columna del sentido com�n, del orden com�n. Cada vez que ve�a la mesa del almuerzo, tropezaba de nuevo con el Presidente, siempre estudi�ndolo quietamente con sus grandes e irresistibles ojos.

Y en el torrente de sus pensamientos, nunca se le ocurrieron dos cosas: primero, nunca puso en duda que el Presidente y su Consejo podr�an aplastarlo si se manten�a solo contra ellos. En una plaza p�blica, parec�a imposible que se atrevieran contra �l. Pero el Domingo no era hombre para aventurarse as�, sin tener preparada, qui�n sabe d�nde, y c�mo, su trampa. Por el an�nimo veneno, por un accidente callejero, por hipnotismo o mediante el fuego del infierno, el Domingo pod�a sin duda aniquilarlo. Si desafiaba a aquel enemigo, era hombre muerto, ya por muerte s�bita en el mismo sitio en que se encontraba, o ya alg�n tiempo despu�s como por efecto de alguna inocente dolencia. Si llamaba a la polic�a, los hac�a arrestar, lo dec�a todo y mov�a contra ellos toda la fuerza de Inglaterra, es posible que lograra escapar. De otro modo, imposible. De suerte que en aquel balc�n donde hab�a unos caballeros mirando una plaza llena de gente, no se sent�a m�s seguro que si se encontrara en un bote de piratas ante un mar desierto.

En segundo lugar, nunca se le ocurri� otra cosa: el ser ganado por el enemigo. Muchos hombres de ahora, habituados a admirar con toda su miseria la inteligencia y la fuerza, habr�an vacilado en su lealtad, bajo el imperio de una personalidad tan poderosa. Habr�an declarado que Domingo era el superhombre. Si tal criatura es concebible, nadie se le parec�a m�s que el Domingo, en aquella su abstracci�n de terremoto, en aquel vago aire de estatua que se echa a andar. Merec�a, en efecto, un nombre sobrehumano: los planos de su cuerpo eran vastos, demasiado obvios para ser perceptibles, y aquellas amplias facciones, demasiado francas para ser comprendidas. Pero Syme, ni en aquel extremo de abatimiento pod�a caer en esta debilidad moderna. Como cualquiera, pod�a tener miedo ante la fuerza, pero no tanto que la admirara.

Los anarquistas hablaban y com�an. Y hasta en esto eran singulares. El Dr. Bull y el Marqu�s probaban de tiempo en tiempo, y convencionalmente, los mejores bocados: fais�n fr�o, pastel de Estrasburgo. Pero el secretario era vegetariano, y hablaba con mucho calor del proyectado asesinato, entre una tajada de tomate y tres cuartos de vaso de agua tibia. El viejo profesor tomaba las sopas que conven�an a su estado de segunda infancia. Y tambi�n aqu� el Presidente Domingo conservaba su curiosa superioridad cuantitativa, porque com�a como veinte, de un modo incre�ble, con tremenda virginidad de apetito, de un modo que hac�a pensar en las f�bricas de salchichas. Y tras de haber engullido una docena de bollos o apurado un cuarto de gal�n de caf�, se le ve�a otra vez con la cabezota inclinada, observando a Syme...

—Me estoy preguntando —dijo el Marqu�s, despachando una rebanada de pan con mantequilla— si no me vendr�a mejor usar del cuchillo. Muchos buenos golpes se han dado con cuchillo. Y ser�a una nueva emoci�n el meterle un cuchillo a un presidente franc�s, y revolver despu�s el hierro en la herida.

—Se equivoca usted —dijo el secretario frunciendo las cejas—. El cuchillo es el arma de la antigua disputa personal con el tirano personal. La dinamita se esparce, y s�lo mata porque se ensancha; asimismo el pensamiento que s�lo destruye porque se difunde y ensancha. �El cerebro de un hombre es una bomba! —exclam� entreg�ndose a su pasi�n y peg�ndose con violencia en el cr�neo—. �Yo siento que mi cerebro es una bomba, a toda hora del d�a y de la noche! �Quiere estallar, quiere estallar! �El cerebro del hombre necesita estallar, aun cuando destruya el universo!

—No quisiera yo que el universo estallara ahora mismo —observ� el Marqu�s subrayando las palabras—. Yo necesito hacer algunas atrocidades antes de morir. Ayer, nada menos, estando en cama, se me ocurri� una...

—No: el �nico fin de las cosas es la nada —dijo el Doctor Bull con su sonrisa de esfinge—. No vale la pena de hacer nada.

El viejo profesor, a todo esto, contemplaba, absorto, el cielo raso.

—Todos sabemos que, en el fondo, no vale la pena de hacer nada —dijo.

Y hubo un silencio singular, que el secretario cort� abruptamente.

—Nos alejamos de la cuesti�n. Se trata de saber c�mo ha de dar el golpe el Mi�rcoles. Supongo que todos estamos de acuerdo en el punto original de la bomba. En cuanto a lo dem�s, yo propongo que ma�ana por la ma�ana Mi�rcoles se dirija a...

El discurso fue interrumpido por una sombra que envolvi� a todos. Era el Presidente que acababa de levantarse y parec�a cubrir el cielo.

—Antes de discutir eso —dijo con un tono de voz suave y tranquilo— pasemos a un cuarto reservado. Tengo que hacer una comunicaci�n importante.

Syme fue el primero en ponerse de pie. En el momento de decidirse: la pistola estaba sobre su sien; en la calle oy� al guardia que daba fuertes pisadas para entrar en calor, porque la ma�ana, aunque luminosa, era fr�a.

Un organillo se solt� tocando una tonada jovial. Syme se irgui� como si oyera el clar�n de la batalla. Se sent�a lleno de valor sobrenatural, qui�n sabe por qu�. En aquella alegre m�sica, parec�an flotar la vivacidad, la vulgaridad, el valor irracional de los pobres que, en las sucias calles de Londres, viven de la caridad y de las virtudes cristianas. Syme se hab�a olvidado de la juvenil travesura que hizo al meterse en la polic�a: no pensaba ya en ser el representante de una asociaci�n de "gentlemen" que jugaban a ser guardias, ni se acordaba del viejo exc�ntrico que viv�a encerrado en su cuarto oscuro. Sino que se sent�a como embajador de toda esa gente de la calle, que todos los d�as marcha al combate al son del organillo; y el alto orgullo de ser humano lo levantaba a una inmensa altura, sobre aquellos seres monstruosos que le rodeaban. Por un instante, contempl� desde�osamente su absurdas singularidades, desde el pin�culo sideral del lugar com�n. Sinti� que ten�a sobre ellos la superioridad inconsciente y elemental que experimenta el hombre valeroso ante el poder de las bestias, o el sabio ante el poder del error. Harto sab�a �l que no contaba con la energ�a f�sica e intelectual del Presidente Domingo; pero en este momento su inferioridad le pareci� cosa tan natural como el no tener los m�sculos del tigre o un cuerno en la nariz a la manera del rinoceronte. Todo desaparec�a ante la certeza definitiva de que el Presidente estaba equivocado, y el organillo ten�a raz�n. Y son� en su mente aquella verdad irrefutable y terrible del canto de Rolando:

Pa�ens ont tort et Chr�tiens ont droit,

que en el antiguo franc�s nasal resuena como un ruido de armas. Esta liberaci�n de su esp�ritu, al arrojar el peso de su debilidad, suscit� en �l una franca resoluci�n de afrontar la muerte. Como la gente vulgar del organillo, �l tambi�n sab�a cumplir sus obligaciones. Y el orgullo de mantener su palabra era mayor, por lo mismo que hab�a empe�ado su palabra a los descre�dos. Su triunfo definitivo sobre aquellos fan�ticos estar�a en penetrar al cuarto privado, y morir por una causa que ellos ni siquiera entend�an. Y el organillo entonaba la marcha con la energ�a y los ruidos mezclados de una orquesta; y Syme cre�a escuchar, bajo el ta�ido del cobre que canta el orgullo de la vida, el redoble profundo de los tambores que dicen la gloria de la muerte.

Ya los conspiradores se alejaban, pasando por la puertaventana a los cuartos pr�ximos. Syme pas� el �ltimo, extraordinariamente sereno, pero su sangre y sus sienes lat�an con un ritmo rom�ntico. El Presidente los condujo por una escalerilla lateral que parec�a destinada al servicio, hasta una sala penumbrosa, fr�a y solitaria, donde hab�a una mesa y unos bancos, y que ten�a traza de comedor abandonado. Una vez todos adentro, el Presidente ech� la llave.

Gogol habl� el primero, hombre irreconciliable que parec�a hervir en furores irreconciliables.

—�Anta! �Anta! —exclam� con un extraordinario ardor, que hac�a casi incomprensible su marcado acento polaco—. �Y ticen que no se esconden! Ticen que se tejen fer. No es fertat. Para las cosas importantes, encerratos en un cuarto oscuro.

El Presidente acogi� la incoherente s�tira del extranjero con muy buen humor.

—Todav�a no puede usted entenderlo, Gogol —dijo con tono paternal—. Una vez que la gente nos ha o�do decir tonter�as en el balc�n, ya no se cuida de saber d�nde estamos. Si hubi�ramos comenzado por venir aqu�, toda la servidumbre hubiera venido a escuchar por el agujero de la llave. Parece que no conociera usted a los hombres.

—�Me muero por ellos! —grit� el polon�s—. �Mato a sus opresores! Pero no me custan las escontitillas. Yo quiero matar al tirano en la plaza p�plica.

—Ya lo entiendo, ya —dijo el presidente asintiendo bondadosamente, al tiempo de sentarse en la cabecera de la mesa—. Usted comienza por morirse por la humanidad, y despu�s va usted y mata a sus opresores. Perfectamente. Y ahora perm�tame usted que le pida morigerar sus hermosos sentimientos, y sentarse a la mesa en compa��a de estos caballeros. Por primera vez en esta ma�ana van ustedes a o�r algunas palabras sensatas.

Syme, con la presteza anormal que ven�a mostrando desde el principio, se sent� al instante. El �ltimo en sentarse fue Gogol, siempre gru�endo entre sus barbas y hablando mal de "antarse con gombromisos". Nadie, con excepci�n de Syme, parec�a sospechar lo que iba a suceder. En cuanto a �ste, se sent�a en el �nimo del hombre que sube al cadalso dispuesto a decir un buen discurso.

—Camaradas —dijo el Presidente levant�ndose—. Mucho ha durado ya la farsa. Os he tra�do aqu� para deciros algo a la vez tan sencillo y tan extra�o, que hasta los criados del caf�, tan acostumbrados como est�n a nuestras salidas, habr�an advertido en mi voz un nuevo matiz de gravedad. Camaradas, hemos estado discutiendo planes y nombrando lugares. Propongo, antes de pasar adelante, que estos planes y lugares no sean votados aqu�, sino que queden bajo la decisi�n de un miembro del consejo que merezca la confianza de todos. Propongo al camarada S�bado: al Dr. Bull.

Las miradas se dirigieron a �ste. Despu�s, todos saltaron en sus asientos, porque las siguientes palabras del Domingo, aunque no las pronunci� en voz alta, ten�an un �nfasis vivo y sensacional. El Domingo dio un pu�etazo en la mesa.

—Que en esta reuni�n no se diga una palabra m�s sobre planes y lugares. Ni el m�s insignificante detalle sobre lo que vamos a hacer debe traslucirse ya entre nosotros.

Aunque el Domingo se hab�a pasado la vida asombrando a sus compa�eros, se dijera que nunca hasta hoy lo hab�a logrado de veras. Con excepci�n de Syme, todos se agitaban febrilmente en sus bancos. �ste se manten�a inm�vil, la mano en el bolsillo, y empu�ando su rev�lver cargado. Estaba dispuesto a vender cara su vida, llegado el caso. Al fin sabr�a si el Presidente era o no mortal.

El Domingo continu� con la misma voz:

—Ya comprender�is que s�lo hay un motivo para prohibir la libertad de hablar en este festival de la libertad. No importa que los extra�os nos oigan. Para ellos somos unos guasones. Pero lo que tiene una importancia enorme es que entre nosotros s� encuentra uno que no es de los nuestros, que conoce nuestros graves prop�sitos, pero .que no comparte nuestras convicciones; uno que...

El secretario lanz� un grito como de mujer.

—�Imposible! —exclam� incorpor�ndose— �no puede ser!

El Presidente dio sobre la mesa con su manaza, semejante a la aleta de un enorme pescado.

—S� —dijo lentamente—. En este cuarto hay un esp�a; en esta mesa hay un traidor. No he de gastar palabras. Su nombre...

Syme medio se levant� del asiento, con el dedo sobre el llamador del rev�lver.

—Su nombre es Gogol —dijo el Presidente—. Ese peludo charlat�n que pretende hacerse pasar por polaco. Gogol salt� sobre sus pies con una pistola en cada mano. Al mismo tiempo, tres hombres le saltaron al cuello. Hasta el profesor hizo un esfuerzo para incorporarse. Pero Syme apenas vio todo esto, porque una oscuridad ben�fica lo hab�a cegado, y se dej� caer en su asiento estremeci�ndose, en un paroxismo de alivio.

CAP�TULO VII

LA INEXPLICABLE CONDUCTA DEL PROFESOR DE WORMS

— �Sentarse! —grit� Domingo con una voz que pocas veces dejaba o�r, una voz que hac�a caer de las manos las espadas.

Los tres que se hab�an levantado soltaron a Gogol, y el equ�voco personaje reasumi� su asiento.

—Bien, se�or m�o —dijo con presteza el Presidente, como si se dirigiera a un desconocido—. �Quiere usted hacerme el favor de ense�arme lo que lleva en el bolsillo del chaleco?

El pretendido polaco estaba algo p�lido, bajo la mara�a negra de sus cabellos; pero afectando tranquilidad, meti� dos dedos en el bolsillo indicado, y sac� una tarjetita azul. Al verla sobre la mesa, Syme recobr� el sentido del mundo exterior. Porque, aunque la tarjeta estaba en el otro extremo de la mesa y no pod�a leer su inscripci�n, era id�ntica a la que �l mismo llevaba, a la que le hab�an dado cuando ingres� en la cuadrilla antianarquista.

—Pat�tico eslavo —dijo el Presidente—, tr�gico hijo de Polonia �se atrever�a usted, ante esta tarjeta, a negar que est� usted, por decirlo as�, de sobra en nuestra tertulia?

—No se�or —dijo el antes Gogol. Y todos se sorprendieron de o�r salir, por entre aquel bosque de extranjero pelamen, una voz clara, comercial y hasta "cockney", de bajo pueblo londinense. Era tan absurdo como o�r a un chino hablar de pronto en ingl�s con el acento de Escocia.

—Comprendo que usted se da cuenta de su situaci�n —dijo el Domingo.

—Usted lo ha dicho —replic� el falso polaco—; ya veo que es un poco desairada. Y s�lo mantengo que ning�n polaco es capaz de imitar mi acento como yo he imitado el suyo.

—Concedido —dijo el Domingo—. Creo en efecto que el acento de usted es inimitable, y aun confieso que en vano he tratado de remedarlo a la hora de mi ba�o. �Tendr�a usted inconveniente en dejarme sus barbas con su tarjeta?

—Ninguno —contest� Gogol; y con un dedo se arranc� toda su envoltura peluda, descubriendo unos ralos cabellos rubios en una cara p�lida y descocada—. Esto es sofocante —a�adi�.

—Le hago a usted la justicia de confesar —observ� Domingo con cierta brutal admiraci�n— que usted, sin embargo, ha sabido conservar su sangre fr�a debajo de esa envoltura. Y ahora, �igame usted: me gusta usted. Esto quiere decir que si supiera yo que ha muerto usted en el tormento, me sentir�a molesto por espacio de dos minutos y medio. Pues bien: si usted descubre alg�n d�a a la polic�a o a cualquiera persona la menor cosa que nos incumba, tendr� esos dos minutos y medio de molestia. Y de la molestia que usted tendr� no hay para qu� hablar. Pase usted muy buenos d�as. Y cuidado con la escalera.

El blondo detective que se escond�a bajo la m�scara de Gogol, se levant� y sali� del cuarto con un aire de completa indiferencia. Sin embargo, el asombrado Syme comprendi� que esta indiferencia era afectada, porque un tropez�n al salvar la puerta dio clara se�al de que el detective no pensaba en la escalera.

—�C�mo pasa el tiempo! —dijo alegremente Domingo echando un vistazo a su reloj, que como todas sus cosas parec�a de tama�o m�s que natural—. Tengo que irme; tengo que presidir una reuni�n humanitaria.

El secretario se volvi� hacia �l con ce�o adusto:

—�Y no ser�a mejor —dijo con cierta sequedad— discutir los detalles de nuestro proyecto, ahora que estamos sin el esp�a?

—Creo que no —dijo el Presidente con un bostezo que parec�a un terremoto. Dej�moslo en tal estado. Que lo arregle el S�bado. Yo tengo que irme. Almorzaremos aqu� el domingo pr�ximo.

Pero la dram�tica escena hab�a fustigado los nervios casi desnudos del secretario. Era uno de esos hombres concienzudos hasta en el crimen.

—Me veo obligado a protestar, Presidente, esto es una irregularidad —dijo—. Es una regla fundamental de la Sociedad el discutir todos los planes en pleno consejo. Cuando estaba aqu� el traidor, comprendo que usted dijera...

—Secretario —interrumpi� el Presidente con gravedad—. Si usted hubiera hecho hervir su cabeza en casa como un nabo, puede que sirviera para algo. No estoy seguro, pero pudiera ser...

El secretario retrocedi� con furor equino.

—Verdaderamente —empez� a decir muy ofendido— no comprendo...

—Eso es, eso es —le interrumpi� el Presidente moviendo la cabeza—; usted no comprende, usted no comprende nunca. Diga usted, asno entre los asnos —grit� poni�ndose de pie—, usted no quiere que le oigan los esp�as �no es verdad? �Y qui�n le asegura a usted que ahora mismo no le est�n oyendo?

Y con esta palabras, se encogi� de hombros desde�osamente y sali� del cuarto.

Los otros cuatro se quedaron vi�ndolo boquiabiertos, sin entenderle. S�lo Syme sab�a a qu� atenerse, y un fr�o le corri� por los huesos. Si algo quer�a dar a entender el Presidente, es que hab�a sospechado de Syme, que no pod�a denunciarlo como a Gogol, pero que tampoco se fiaba de �l.

Los otros se levantaron gru�endo, para tomar el lunch en cualquier parte, porque ya empezaba a hacerse tarde. El Profesor se levant� muy despacio y con mucho trabajo. Syme se qued� un rato solo, meditando en su extra�a situaci�n; se hab�a escapado del rayo, pero a�n no se disipaba la nube. Al fin se decidi� a salir a la plaza de Leicester.

El d�a luminoso se hab�a ido enfriando m�s cada vez, y cuando Syme sali� a la calle le sorprendieron los copos de nieve. Llevaba consigo el bast�n de alma de acero, y el resto del equipaje de Gregory; pero qui�n sabe d�nde se hab�a dejado la capa, tal vez en el barco o en el balc�n. Esperando que pasara la racha, se refugi� un momento en la puerta de una modesta peluquer�a, en cuyo escaparate no se ve�a m�s que una enfermiza mu�eca de cera con traje descotado.

La nieve arreciaba. Syme, a quien el aspecto de la mu�eca causaba una impresi�n deprimente, dirigi� la mirada hacia la calle blanca y desierta. Con gran asombro, vio que un hombre contemplaba atentamente el escaparate. Su chistera estaba blanca de nieve como la de San Nicol�s, y la nieve se hab�a amontonado sobre sus botas hasta los tobillos; pero �l no hac�a caso, absorto en la contemplaci�n de la descolorida y triste mu�eca. Semejante contemplaci�n, y con un tiempo como aqu�l, justificaba el asombro de Syme; pero el vago asombro se transform� en sorpresa personal, al descubrir que aquel hombre era nada menos que el anciano y paral�tico Profesor de Worms. �Parec�a imposible, a sus a�os y con sus achaques!...

A Syme no le extra�aba, en aquella cofrad�a inhumana, encontrar las peores perversiones; con todo, se resist�a a admitir que el Profesor se hubiera enamorado de aquella mu�eca de cera. M�s bien empez� a figurarse que su enfermedad —fuese la que fuese— le causaba raptos moment�neos de �xtasis o de rigidez, a pesar de lo cual no pudo sentir compasi�n. Al contrario, se felicit� de que la catalepsia y el andar dificultoso del Profesor le permitieran escapar de �l y dejarlo varias millas atr�s. Porque Syme ten�a una verdadera sed de librarse ya de aquella atm�sfera ponzo�osa, aunque s�lo fuera una hora. Lo necesitaba para reflexionar, trazarse su pol�tica, y decidir finalmente si hab�a de mantener o no la palabra empe�ada a Gregory.

Arroj�se, pues, entre los danzarines copos de nieve, dobl� la esquina dos o tres veces para all� y otras tantas para ac�, y entr� en una fondita de Soho con �nimo de tomar el lunch. Siempre reflexionando, comi� unos cuatro platos ligeros, apur� media botella de tinto, y acab� con el caf� y el cigarro, sin dejar su aire meditabundo. Se encontraba en la sala alta de la fonda, llena del tintineo de los cubiertos y el rumor de la charla en lengua extranjera. Record� que en otro tiempo, se le figuraba que todos esos extranjeros, amables e inofensivos, eran anarquistas. Y se estremeci� recordando a los anarquistas verdaderos. Pero en aquel estremecimiento hab�a la placentera emoci�n de la escapatoria. El vino, el alimento com�n y corriente, el sitio familiar, los rostros de hombres naturales y "conversables", todo le hac�a pensar en el consejo de los Siete D�as como en un sue�o fugitivo. Harto sab�a que aquello era una realidad; pero, al menos, estaba lejos. Alt�simas casas y populosas calles lo divid�an del �ltimo de aquellos seres abominables: sent�ase libre en la libre Londres, bebiendo su vino entre los libres. Con desparpajo requiri� el sombrero y bast�n, y baj� por la escalerilla a la sala inferior.

Al entrar en esta sala, sinti� que los pies se le pegaban al suelo. All�, en una mesita arrinconada justo a la opaca ventana que daba sobre la calle cubierta de nieve, estaba instalado el viejo Profesor anarquista, frente a un vaso de leche, con su cara l�vida y sus p�rpados entrecerrados. Syme se qued� tan tieso como su bast�n. Y despu�s, fingiendo mucha prisa, pas� rozando al Profesor, empuj� la puerta y la cerr� con estr�pito, y se meti� en la nieve. —�Ser� posible que me ande siguiendo este cad�ver? —se dijo mordi�ndose con rabia el bigote—. Sin duda me he entretenido aqu� tanto tiempo que hasta este cojirrengo logr� darme alcance. Por fortuna con s�lo apresurarme un poco puedo ponerme tan lejos de �l como de aqu� a Tombuct�. �Estar� viendo visiones? A lo mejor el pobre hombre no viene sigui�ndome, El Domingo no hab�a de ser tan torpe que me hiciera seguir por un lisiado.

Moriger� su marcha, jug� el bast�n entre los dedos, y tom� rumbo al Covent Garden. Al atravesar el inmenso mercado, nevaba furiosamente, y el d�a se hab�a oscurecido como si empezara a anochecer. Los copos de nieve lo atormentaban como un enjambre de abejas de plata. Se le met�an por la barba, le pinchaban los ojos, a�adiendo su incomodidad a la sobreexcitaci�n de sus nervios. Cuando, con paso vacilante, alcanz� la entrada de Fleet Street, ya hab�a perdido la paciencia: encontr� abierto un restaurante de t� dominical, y se refugi� all�. Pidi�, para justificar su presencia, una taza de caf� solo. Pero apenas acababa de pedirlo, cuando el Profesor de Worms entr� cojeando penosamente, se sent� con mucho trabajo y pidi� un vaso de leche.

A Syme se le cay� el bast�n, produciendo un ruido met�lico que acusaba la presencia del verduguillo. Pero el Profesor no levant� la vista. Syme, que de ordinario era hombre tranquilo, se le qued� mirando con el asombro con que el r�stico ve una suerte de magia. Estaba seguro de que no le hab�a seguido ning�n coche; ning�n ruido de ruedas se hab�a o�do a la puerta del restaurante; seg�n toda apariencia, aquel hombre hab�a venido a pie. �Pero si aquel hombre no andaba m�s que un caracol, y Syme hab�a volado m�s que el viento! Se levant� a recoger su bast�n enloquecido por aquella contradicci�n aritm�tica, y sali� empujando las puertas de resorte sin probar el caf�. En este instante pasaba un �mnibus hacia el Banco a toda rapidez; tuvo que correr para alcanzarlo, pero logr� saltar al estribo. All� se detuvo un instante para tomar resuello, despu�s trep� a la imperial. Har�a medio minuto que estaba sentado, cuando le pareci� o�r detr�s una respiraci�n pesada y asm�tica.

Volvi�se r�pidamente, y vio aparecer, poco a poco, por la escalerilla del �mnibus, un sombrero lleno de nieve y, a la sombra del ala, la cara miope y los hombros vacilantes del Profesor Worms. Ocup� un asiento con gran cuidado, y se arrebuj� en su capa hasta la barba.

Todos los movimientos de aquel cuerpo tambaleante y aquellas manos temblorosas, los ademanes inciertos y las pausas p�nicas, hac�an indudable que aquel hombre estaba perdido, sumido en la mayor imbecilidad f�sica. Se mov�a por pulgadas, se tumbaba en el asiento con infinitas precauciones. Y sin embargo, a no ser un mito las entidades filos�ficas llamadas tiempo y espacio, era indudable que aquel hombre hab�a corrido para alcanzar el �mnibus.

Syme se levant�, y tras de echar una mirada implorante al cielo de invierno, que se oscurec�a por momentos, baj� la escalerilla. Trabajo le cost� gobernar su cuerpo que quer�a arrojarse desde lo alto del coche.

Sin darse cuenta de lo que hac�a, sin volver la vista, lanz�se por una de las callejuelas que desembocan en Fleet Street como liebre en la madriguera. Pensaba vagamente que si este incomprensible y valetudinario Juan de las Vi�as se hab�a propuesto perseguirlo, pronto le perder�a de vista en aquel laberinto de callecitas, y estuvo entrando y saliendo por aquel enredijo que m�s que de v�as p�blicas parec�a de hendiduras y rendijas; y cuando hab�a completado veinte �ngulos alternantes y dibujado un inconcebible pol�gono, se detuvo a escuchar. Nadie le segu�a, no se o�a ruido alguno. Verdad es que el espesor de la nieve apagaba el ruido de las pisadas. Al pasar por Red Lion Court, advirti� un sitio donde alg�n en�rgico transe�nte hab�a aplastado la nieve, dejando al descubierto las piedras h�medas y lucientes por un espacio de veinte metros. No le llam� la atenci�n y se meti� por otra calleja del laberinto. Pero habi�ndose detenido a escuchar de nuevo unos cien pasos m�s all�, sinti� que tambi�n su coraz�n se paraba, porque del sitio donde hab�an quedado las piedras desnudadas le lleg� claramente el ruido de la muleta met�lica y los pies del cojo infernal. El cielo obscurecido de nubes sumerg�a a Londres en una oscuridad y una opresi�n excesivas para la hora que era. A uno y otro lado de Syme, corr�an unos muros lisos, sin fisonom�a; no hab�a ventanas ni agujeros; sinti� un nuevo impulso de escapar de aquella colmena de casas y salir otra vez a las avenidas iluminadas. Pero, antes de ganar la arteria principal, todav�a anduvo un rato de aqu� para all�. El resultado es que sali� a la calle abierta mucho m�s lejos de lo que se figuraba, por la desierta anchura de Ludgate Circus, de donde se ve�a la catedral de San Pablo como asentada en los cielos.

Admir�se de encontrar el sitio tan desierto, como si la peste hubiera barrido la poblaci�n. Pronto cay� en la cuenta de que aquella soledad era explicable, primero porque la nevada era todav�a intens�sima, y adem�s porque era domingo. Cuando la palabra "domingo" cruz� su mente, se mordi� los labios. Ya para �l aquella palabra era un retru�cano infernal.

Bajo la nebulosidad de la nieve que se perd�a en los cielos, la ciudad parec�a sumergida en un reflejo verdoso y como submarino. El crep�sculo escondido y hosco se adivinaba tras la c�pula de San Pablo, entre colores ahumados y siniestros: verde enfermizo, rojo moribundo, bronce desfalleciente, lo bastante vivo sin embargo para acentuar la blancura inmensa de la nieve. Y sobre esos temerosos colores, se destacaba el bulto sombr�o de la catedral, en cuyo v�rtice brillaba una mancha de nieve, colgando como de un pico alpestre. Al escurrir, la nieve hab�a revestido el domo de arriba abajo, argentando completamente el globo y la cruz. Al ver esto, Syme sinti� que recobraba el valor, e hizo, involuntariamente, un saludo militar con el bast�n.

Sab�a que el maldito viejo, convertido en sombra, lo segu�a cojeando m�s o menos de prisa, pero ya no hizo caso. Mientras se oscurec�an los cielos, aquel punto eminente de la tierra parec�a dar luz —verdadero s�mbolo de fe. Si los demonios se hab�an apoderado del cielo, a�n no capturaban la cruz. Y Syme sinti� impulsos de arrancar su secreto a aquel perseguidor paral�tico, danzar�n y salt�n a un tiempo. A la entrada de la plaza, donde �sta se abre sobre el Circo, se detuvo, bast�n en mano, dispuesto a afrontar al enemigo.

El Profesor de Worms dobl� lentamente la esquina de la calle irregular que hab�a venido siguiendo, y su estampa grotesca, revelada a la luz de un solitario farolillo de gas, hizo recordar involuntariamente aquellos versos que cantan a los nenes:

The crooked man who went a crooked mile ^*

Y en verdad, parec�a que estaba torcido por efecto de las tortuosas calles que recorr�a. Acerc�base con lentitud, y la luz se reflejaba en sus espejuelos e iluminaba su cara paciente. Syme lo esperaba como San Jorge al Drag�n, como quien aguarda una explicaci�n final o la muerte. Y el viejo Profesor vino hacia �l, y junto a �l pas� como si no lo reconociera, sin un pesta�eo.

Esta silenciosa y afectada inocencia exasper� a Syme. La cara descolorida, el aire de aquel hombre, eran para convencer de que aquella persecuci�n hab�a sido una coincidencia desgraciada. Syme se qued� como galvanizado por una fuerza mezcla de rabia y burla pueril. Hizo el adem�n de tumbarle el sombrero al viejo, y gritando algo como "alc�nzame si puedes", ech� a correr a trav�s del Circo blanco y espacioso. Ya no era posible ocultarse. Volvi� la vista, y vio la silueta negra del viejo, que le persegu�a con largas zancadas como si tratara de jugar carreras. No obstante esto, la cara se manten�a p�lida, grave, profesional, como una cara de conferenciante injerta en un cuerpo de Arlequ�n.

Esta rid�cula cacer�a dur� a trav�s del Circo de Ludgate, y continu� por la Colina de Ludgate, en torno a la Catedral de San Pablo, a lo largo de Cheapside; y Syme, entretanto, cre�a recordar todas las pesadillas que hab�a tenido en su vida.

Al fin sali� hacia el muelle, y se detuvo junto a los Docks. Cerca ve�anse los cristales amarillos de un caf� iluminado; Syme entr� y pidi� un vaso de cerveza. El sitio result� ser una confusa taberna, atestada de marineros extranjeros, donde bien pod�a haber fumadero de opio y ocasi�n de desnudar las navajas.

Un instante despu�s, el Profesor de Worms entraba tambi�n, se sentaba cuidadosamente y ped�a un vasito de leche.

CAP�TULO VIII

EL PROFESOR SE EXPLICA

Cuando Gabriel Syme se encontr� instalado en su silla y vio frente a �l al Profesor de las espesas cejas y los p�rpados ca�dos, otra vez sinti� miedo. Era, pues, seguro que este sujeto incomprensible lo persegu�a desde el momento de dejar el Consejo. El contraste entre su estado paral�tico y su aptitud para seguir una pista lo hac�a m�s interesante pero no m�s tranquilizador. Poco consolador ser�a que Syme no lograra sorprender el misterio de aquel hombre, mientras que aqu�l le arrancaba el suyo. Syme acab� con su jarro de cerveza antes de que el Profesor probase la leche.

Quedaba una probabilidad de esperanza, pero tambi�n era desesperada. Todav�a pudiera ser que aquella persecuci�n no significara sospecha alguna; que fuese un rito o signo convencional; tal vez aquella loca carrera era una advertencia amistosa que �l no sab�a entender; algo convencional en suma. Quiz� era de reglamento cazar al Jueves a lo largo de Cheapside, como de costumbre escoltar por all� al Lord Mayor reci�n nombrado. Y se dispon�a a averiguarlo con ma�a, cuando el viejo Profesor lo abord� inesperadamente y con sencillez. Antes de que Syme hubiera propuesto su primer pregunta diplom�tica, ya el viejo anarquista, sin andarse con rodeos, hab�a disparado la siguiente:

—�Es usted polic�a?

Todo lo esperaba Syme, menos un ataque tan brutal y directo. A pesar de toda su presencia de �nimo, apenas pudo contestar afectando una locuacidad risue�a.

—�Polic�a? —y trat� de re�r—. �Y qu� me encuentra a m� de polic�a?

—Muy sencillo —dijo el Profesor tranquilamente— me pareci� que era usted polic�a, y me lo sigue pareciendo.

—�Me habr� puesto un casco de polic�a por descuido, al salir del caf�? —pregunt� Syme esforz�ndose por sonre�r—. �Llevo por casualidad alg�n n�mero en el traje? �Tienen aire polic�aco mis botas? �Qu� tengo de polic�a? �No le parezco a usted m�s bien un empleado de correos?

El Profesor sacudi� la cabeza con aire convencido; pero Syme continu� con iron�a febril:

—Tal vez yo no alcanzo la sutileza de su filosof�a germ�nica. Tal vez "polic�a" sea en labios de usted un t�rmino relativo. En un sentido evolucionista, puede decirse que el mono se transforma en polic�a por una gradaci�n tan inefable que bien pudiera escap�rseme el matiz. El mono es, as�, un polic�a potencial. Y la vieja solterona de Chaplam Common es un polic�a que pudo haber sido. Pues bien: en este sentido, es posible que sea un polic�a fracasado; posible es que sea cualquier cosa para la filosof�a alemana.

—�Est� usted al servicio de la polic�a, —dijo el anciano, sin hacer caso de las burlas tan improvisadas como desesperadas de Syme—. �Es usted detective?

A Syme se le paraliz� el coraz�n, pero su fisonom�a sigui� inalterable.

—La suposici�n de usted es rid�cula —empez�—. �C�mo diablos...

El viejo descarg� tal pu�etazo en la raqu�tica mesa que estuvo a punto de romperla.

—Creo que me ha o�do usted preguntar claro, monigote de esp�a —aull� con voz alocada—. �Es usted, si o no, detective, al servicio de la polic�a?

—�No! —contest� Syme, como el que est� a punto de ser colgado.

—�J�relo, j�relo! �Acepta usted condenarse si jura en vano? Si jura usted en vano, �quiere usted que el diablo baile en sus funerales? �que la sombra envuelva su sepulcro? �Quiere usted decir la verdad? �Usted anarquista! �Usted dinamitero! �No es usted, en ning�n sentido de la palabra agente de polic�a? �No est� afiliado a la polic�a brit�nica?

Y diciendo esto, se ech� hacia adelante sobre la mesa, y apoy�ndose en el codo, hizo de la mano una bocina y la aplic� al o�do.

—No pertenezco a la polic�a brit�nica —dijo Syme con f�nebre calma.

El Profesor de Worms se dej� caer en el banco con un curios�simo gesto de cort�s desesperaci�n:

—�Pues es una l�stima! —exclam�—. Porque yo s� pertenezco a la polic�a.

Syme se puso en pie de un salto, derribando cuidadosamente el banco en que estaba sentado.

—�Porque usted pertenece a qu�? —dijo con espesa voz—. �Pertenece a qu�?

—Que soy de la polic�a —insisti� el Profesor sonriendo por primera vez, mientras que sus ojos centelleaban detr�s de los espejuelos—. Pero como usted opina que la palabra "polic�a" es un t�rmino relativo, no quiero nada con usted. Yo pertenezco al servicio de la polic�a inglesa, pero como usted me dice que no es �se su caso, a m� s�lo me toca hacer notar que me lo he encontrado a usted en un club de dinamiteros. Creo que estoy en el deber de arrestarlo.

Y, dicho esto, puso sobre la mesa, ante los ojos de Syme, un exacto facs�mil de la tarjeta azul que Syme llevaba en el bolsillo del chaleco—, s�mbolo de su poder polic�aco.

Syme tuvo por un instante la impresi�n de que el cosmos se hab�a vuelto del rev�s, de que los �rboles estaban creciendo para abajo, y bajo sus pies luc�an las estrellas. Paulatinamente, a esta impresi�n sucedi� otra diametralmente opuesta: en efecto, durante las �ltimas veinticuatro horas, el universo hab�a estado del rev�s, y apenas en este momento parec�a enderezarse. �De suerte que aquel dominio de quien hab�a venido huyendo, y que ahora se burlaba de �l, desde el asiento de enfrente, no era m�s que un hermano mayor de su familia? No pregunt� nada; se conform� con la alegr�a incre�ble de saber que aquella sombra que le hab�a venido acosando, con la intolerable opresi�n del peligro, era simplemente la sombra de un amigo empe�ado en identificarlo. A un mismo tiempo se sinti� libre y se confes� que era un necio, porque siempre hay un sentimiento de admiraci�n en estas emociones de alivio. En estas circunstancias s�lo hay lugar a tres cosas: primero, al orgullo sat�nico; segundo, a las l�grimas, y tercero, a la risa.

El ego�smo de Syme se entreg� al primer sentimiento unos cuantos segundos, y despu�s dio un salto al tercero. Sacando entonces del bolsillo del chaleco su tarjeta de polic�a, la arroj� sobre la mesa y, echando hacia atr�s la cabeza, de modo que su barba rubia casi apuntaba al techo, dispar� una carcajada brutal.

Aun en aquel oscuro rinc�n, siempre poblado por el estr�pito de los cuchillos, platos, latas de conservas, voces clamorosas, rumores de lucha y de fuga, la alegr�a de Syme reson� de un modo tan hom�rico que se le quedaron mirando los parroquianos medio borrachos.

—�De qu� se r�e usted, caballero? —pregunt� asombrado un cargador del muelle.

—De m� mismo —contest� Syme, entreg�ndose de nuevo al �xtasis ag�nico de su reacci�n.

—Dom�nese usted —advirti� el Profesor— o se va usted a poner hist�rico. Pida m�s cerveza, yo le acompa�ar�.

—A�n no se ha bebido usted su leche —observ� Syme.

—�Mi leche! —repuso el otro con impenetrable y desmayado desd�n— �mi leche! �Se figura usted que me dedico yo a estos menjurjes cuando no me ven los sanguinarios anarquistas? En esta sala todos somos cristianos ... —y echando una mirada a los ebrios que les rodeaban— aunque tal vez no muy estrictos. �Conque acabarme mi leche? �Qu� diablo, s�! Ya ver� como voy a acabar con ella.

Y, rompiendo el vaso sobre la mesa, hizo correr un charco de l�quida plata.

Syme lo miraba sorprendido y encantado.

—Ahora lo entiendo —exclam�—, usted no es viejo.

—Aqu� no puedo cambiar de cara —repuso el Profesor de Worms—. Es algo complicado el disfraz. Si soy viejo, no ser� yo quien lo diga: tengo treinta y ocho cumplidos.

—Bien est� —dijo Syme con impaciencia—, pero quiero decir que no est� usted enfermo de nada.

—S� —dijo el otro con flema—, soy propenso a coger uno que otro catarro.

La risa de Syme ten�a toda la emoci�n de un desahogo. Se re�a de pensar que el paral�tico profesor no era m�s que un actor joven disfrazado como para salir a escena. Y sent�a, a la vez, que su risa era la misma risa que puede provocar un tarro de mostaza volcado sobre la mesa.

El falso profesor apur� la cerveza y, acariciando sus falsas barbas, interrog�:

—�Sab�a usted que Gogol era de los nuestros?

—�Yo? No por cierto —dijo Syme sorprendido—. �Acaso lo sab�a usted?

—�Qu� hab�a yo de saber! —replic� el llamado Worms— �Si yo cre�a que el Presidente se refer�a a m�, y estaba temblando de pies a cabeza!

—�Y yo cre�a que a m�! —complet� Syme, mientras segu�a derrochando su risa—. Y no apartaba la mano del rev�lver.

—Lo mismo yo —dijo el Profesor agitado—. Y yo creo que Gogol hac�a lo mismo. Syme lanz� una exclamaci�n, dio un golpe en la mesa:

—�Y pensar que �ramos tres! Tres de donde hay siete es buen n�mero de combate. �Si hubi�ramos sabido que �ramos tres!...

El Profesor de Worms, contest�, sombr�o, sin alzar la vista:

—Tres �ramos; y trescientos que hubi�ramos sido daba igual.

—�Igual, de haber sido trescientos contra cuatro? — pregunt� Syme con jactancia.

—Igual —repuso sombr�amente el Profesor—. Ni trescientos valen contra el Domingo.

Esta sola palabra puso a Syme serio y desanimado. Antes de morir en sus labios, la risa se le muri� en el coraz�n. La inolvidable cara del Presidente se le represent� al instante como en una fotograf�a en colores; y advirti� que, entre el Domingo y sus sat�lites, hab�a una diferencia esencial: mientras que las caras de �stos, por feroces o siniestras que fuesen, parec�an irse desvaneciendo en el recuerdo como las de todos los hombres, la del Domingo parec�a fijarse m�s con la ausencia, a modo de un retrato que fuera transform�ndose en un ser vivo. Permanecieron silenciosos unos instantes, despu�s de los cuales Syme lanz� estas palabras como un espumarajo de Champa�a:

—�Profesor, es intolerable! �Le tiene usted miedo a ese hombre?

El Profesor levant� sus pesados p�rpados y, dirigiendo a Syme una mirada franca, azul, llena de una honradez casi et�rea, contest� con dulzura:

—S�, le tengo miedo. Y usted tambi�n.

Syme permaneci� mudo un instante. Y levant�ndose despu�s cuan largo era, como hombre injuriado, arroj� el asiento y dijo con voz indescriptible:

—S�, tiene usted raz�n, le tengo miedo. No obstante esto, juro a Dios que he de buscar a ese hombre a quien temo hasta no dar con �l y romperle la boca. Si el cielo mismo fuera su trono y la tierra su escabel, juro que he de arrancarlo de all�.

Y el Profesor, asombrado:

—�Y c�mo? �Para qu�?

—Porque le tengo miedo. Y el hombre no debe consentir que en el Universo subsista lo que le causa temor.

De Worms contemplaba absorto. Quiso hablar, pero Syme le interrumpi� con sorda y exaltada voz:

—�Qui�n hab�a de permitirse atacar al ser que no le asusta? �C�mo rebajarse al papel del simple bravuc�n, como cualquier luchador alquilado? �Ni qui�n ha de pretender ignorar el miedo, como un �rbol inconsciente? Hay que combatir contra lo que nos infunde temor. Acu�rdese usted del cuento de aquel cl�rigo ingl�s qu� prestaba los �ltimos auxilios a un bandido siciliano. �ste en su lecho de muerte, le dijo: "Yo no tengo dinero con que pagarle; pero puedo darle un buen consejo para toda la vida: el pulgar en la hoja, y herir para arriba". Yo tambi�n le digo a usted: herir para arriba, y a las estrellas si es preciso.

El otro, en uno de los movimientos habituales de su disfraz, se hab�a puesto a mirar al techo.

—El Domingo —contest�— es una estrella fija.

—Ya lo ver� usted caer como una estrella errante —le dijo Syme poni�ndose el sombrero.

Este movimiento hizo que el Profesor, inconscientemente, se levantara.

Con una incertidumbre ben�vola, pregunt�:

—�Sabe usted siquiera a d�nde se dirige ahora?

—S� —dijo Syme lac�nico—. A Par�s, a impedir que arrojen la bomba.

—�Ha pensado usted en el medio de impedirlo?

—No —confes� Syme sin perder su aplomo.

—Sin duda recordar� usted —arguy� el otro acarici�ndose las barbas y mirando por la vidriera— que, al separarnos apresuradamente, se convino en que todo quedaba en manos del Marqu�s y del Dr. Bull. A estas horas, seguramente, el Marqu�s est� cruzando el Canal; pero lo que va a hacer y c�mo, es probable que ni el Presidente lo sepa; nosotros desde luego lo ignoramos: el �nico que lo sabe es el Dr. Bull.

— �Dios lo confunda! �Y no saber d�nde est�!

—S� —dijo de Worms con su abstracci�n habitual—. Yo s�, yo s� d�nde est�.

—�Quiere usted dec�rmelo? —pregunt� Syme con mirada ardiente.

—Lo llevar� a usted —dijo el Profesor descolgando su sombrero de una percha.

Syme se le qued� mirando con nerviosa rigidez e interrog� bruscamente.

—�Qu� quiere usted decir? �Me acompa�a usted? �Se arriesga usted?

—Joven —dijo el Profesor con una sonrisa—. Advierto con curiosidad que usted me toma por cobarde. A esto le dir� a usted una cosa, completamente conforme con su filosof�a ret�rica: usted se figura que es posible derrotar al Presidente. Yo, en cambio, estoy seguro de que es imposible, y sin embargo me atrevo a intentarlo.

Y abriendo la puerta de la taberna, por donde se col� una r�faga cruda, se perdieron juntos en la oscuridad de los muelles.

La nieve hab�a comenzado a fundirse en charcos de lodo; aqu� y all�, entre las tinieblas, brillaban los �ltimos manchones m�s grises que blancos. Los callejones estaban encharcados y resbaladizos; en el suelo se reflejaban irregularmente las luces de los faroles, como fragmentos de otro mundo despedazado. Por entre esta confusi�n de luces y sombras, Syme se adelantaba como un son�mbulo; pero su compa�ero caminaba activamente hacia el extremo de la calle, donde un trozo iluminado del r�o fing�a como un muro de llamas.

—�A d�nde va usted? —pregunt� Syme.

—A asomarme por la calle, para ver si el Dr. Bull se ha recogido ya. Tiene costumbres higi�nicas: se acuesta temprano.

—�Y vive por aqu� el Dr. Bull?

—No; queda todav�a algo lejos, al otro lado del r�o. Pero desde aqu� podemos ver si se ha recogido. —Y volviendo la calle, se�al� con su bast�n a la otra orilla del r�o, donde los reflejos bailaban entre sombras. All�, al otro lado del T�mesis, en Surrey, se alza amenazante un hacinamiento de altos edificios, bultos negros salpicados de ventanillas iluminadas, que parecen por su desconsiderada altura chimeneas de f�brica; uno de aquellos edificios, por su aspecto y disposici�n, parec�a una torre de Babel con cien ojos. A Syme, que nunca hab�a visto los rascacielos americanos, aquello le pareci� cosa de sue�o.

De pronto, la lucecita m�s alta de aquella torre de mil luces se extingui�: el negro Argos le hac�a se�as, gui��ndole uno de sus ojos innumerables.

El Profesor de Worms gir� sobre sus talones, y exclam� d�ndose con su bast�n un golpecito en las botas:

—Llegamos tarde. El higi�nico Doctor acaba de meterse en la cama.

—�C�mo? �Vive all� arriba?

—S� —afirm� de Worms—. Detr�s de aquella ventana que ya no puede usted ver. Venga usted. Vamos a cenar. Ma�ana por la ma�ana volveremos.

Y, sin m�s, lo condujo por el d�dalo de calles hasta desembocar en la iluminada y clamorosa East India Dock Road. El Profesor, por lo visto, conoc�a bien el barrio. Se dirigi� a un sitio donde la iluminaci�n de las casas de comercio se interrump�a en una abrupta masa de silencio y quietud. All�, a unos veinte pasos de la avenida, hab�a una fonda blanca y destartalada. El Profesor explic�:

—Quedan todav�a algunas buenas fondas inglesas, de casualidad, como verdaderos f�siles. Yo me encontr� un d�a una excelente en West End.

—Y supongo —sonri� Syme— que �sta ser� la correspondiente a este otro extremo de la ciudad.

—Precisamente —asinti� el Profesor con reverencia.

Entraron. Cenaron, y all� mismo pasaron la noche con un sue�o reparador. Las jud�as y el jam�n que tan bien sab�a guisar aquella curios�sima gente, la inexplicable aparici�n del Borgo�a que sus bodegas ocultaban, produjeron en Syme una efusi�n de cordialidad y bienestar. Su mayor tormento en todas aquellas aventuras hab�a sido el sentirse solo. Entre aquella soledad y su situaci�n actual en compa��a de un aliado, hab�a un abismo. Digan en buena hora las matem�ticas que cuatro es igual a dos por dos; pero no pretendan que dos es igual a dos por uno: dos es igual a uno multiplicado por dos mil. Por eso, no obstante sus muchas desventajas, las sociedades van a parar siempre en la monogamia.

Al fin pudo Syme desahogarse contando su absurda historia, desde el momento en que Gregory lo condujo a la taberna de la ribera. Y lo hizo prolijamente, en lujoso estilo monologal, como hombre que hablara entre antiguos camaradas. Por su parte, el hombre que desempe�aba el papel de Worms no se mostr� menos comunicativo. Su caso era casi tan incre�ble como el de Syme.

—El disfraz de usted es excelente —dijo Syme vaciando un vaso de Macon—. Mucho mejor que el del viejo Gogol. Desde el primer momento me pareci� Gogol demasiado peludo.

—La diferencia est� en la teor�a art�stica que se adopte —observ� el Profesor, pensativo—: Gogol era idealista. S� aderez� como anarquista abstracto, seg�n el ideal plat�nico. Pero yo soy realista; y, desde luego, soy retratista. Aunque digo mal: yo mismo soy un retrato.

—No lo entiendo —dijo Syme.

—Soy —replic� el Profesor— un retrato del c�lebre profesor de Worms que vive, creo, en N�poles.

—�Quiere usted decir que su disfraz imita la cara de Worms? —inquiri� Syme—. Pero d�game �no sabe �l que est� usted abusando de sus narices?

—Lo sabe perfectamente —contest� alegremente su amigo.

—�Y por qu� no lo denuncia a usted?

—Porque soy yo quien lo ha denunciado a �l.

—Expl�quese usted, hombre de Dios.

—Con mucho gusto, si no le molesta a usted escuchar mi historia —consinti� el eminente profesor extranjero.

"Soy actor de profesi�n. Me llamo Wilks. Cuando trabajaba en el teatro, frecuentaba a toda clase de picaros y bohemios. Ya me codeaba con la canalla del hip�dromo, ya con la gentuza del arte; y ocasionalmente, un d�a, en cierta guarida de so�adores desterrados, me presentaron al Profesor de Worms, c�lebre fil�sofo nihilista alem�n. Nada extraordinario advert� en �l. Le estudi� cuidadosamente. Me dijeron que aquel hombre hab�a demostrado que Dios es el principio destructor del universo. De aqu� infer�a �l la necesidad de una energ�a furiosa e incesante encaminada a aniquilarlo todo. La energ�a era para �l el todo. El pobre hombre estaba lisiado, miope, semiparal�tico. Yo ten�a un humor ligero; el tipo me desagrad�: me puse a imitarlo por burla. De haber sido dibujante, hubiera sacado su caricatura; como yo era actor, me puse a representar su caricatura. En mi disfraz procur� exagerar los rasgos repulsivos del personaje. Al entrar en la sala donde acostumbraban reunirse sus admiradores, yo esperaba ser recibido o entre carcajadas o, si el �nimo general no estaba para ello, con manifestaciones de indignaci�n e insultos. Pero �cu�l ser�a mi sorpresa cuando voy viendo que me acogen con un respetuoso silencio, seguido, en cuanto abr� los labios, por un murmullo de admiraci�n! De puro sutil, me hab�a quebrado; resultaba yo m�s verdadero de lo que me figuraba.

"En suma, que me tomaron por el leg�timo y c�lebre profesor nihilista. Yo era entonces un muchacho de esp�ritu equilibrado, y aquello fue para m� un golpe terrible. Antes que hubiera podido recobrarme, dos o tres de "mis" admiradores se me acercaron llenos de indignaci�n, y me dijeron que en el cuarto de al lado era yo v�ctima de un insulto p�blico. Pregunt� qu� pasaba. Me dijeron que un impertinente se hab�a atrevido a vestirse como yo, e intentaba parodiarme rid�culamente. Por desgracia yo hab�a bebido m�s champa�a de lo que me hubiera convenido y, en un rapto de locura, decid� afrontar la situaci�n. El verdadero Profesor, al entrar, fue recibido por la mirada furiosa de la compa��a y mi adusto ce�o glacial.

"In�til decir que hubo un choque. En vano los atribulados pesimistas se preguntaban cu�l de los dos profesores parec�a realmente m�s viejo. Yo gan� al fin. Un pobre viejo valetudinario como mi rival no pod�a dar una impresi�n de caducidad tan completa como un actor joven en la primavera de la vida. Ya comprende usted: �l era realmente paral�tico y, llevando esta ventaja, no pod�a representar la par�lisis tan bien como yo. Entonces intent� derrotarme intelectualmente. Pero yo le opuse una t�ctica muy sencilla: cada vez que �l dec�a algo que s�lo �l pod�a entender, yo contestaba algo que ni yo mismo entend�a. �l dec�a, por ejemplo:

"—No creo que usted trate de aplicar el principio de que la evoluci�n s�lo es negaci�n, puesto que ello implica ciertas lagunas que son esenciales de diferenciaci�n.

"A lo cual replicaba yo desde�osamente:

"—Eso lo ha le�do usted en Pinckwerts; la noci�n de la involuci�n como funci�n eugen�tica la expuso hace ya mucho tiempo Glumpe.

"Huelga decir que los tales Pinckwerts y Glumpe no existen. Pero, con gran sorpresa m�a, el auditorio parec�a recordarlos perfectamente. Y el Profesor, viendo que el m�todo culto y misterioso no le serv�a de nada ante un enemigo poco escrupuloso, se dedic� a atacarme con ingeniosidades de g�nero m�s popular.

"—Ya veo —dijo con sorna— que usted ha triunfado nomo el falso cerdo de Esopo.

"—Y usted —contest� sonriendo— pierde como el erizo de Montaigne.

"Ignoro si habr� tal erizo en Montaigne.

"—Ya va usted perdiendo recursos —dijo �l— y lo mismo perder� las barbas.

"A esto que, adem�s de ser verdadero, era ingenioso, no encontr� respuesta inteligente. Solt� la risa y dije al azar: "—S�, como las botas del pante�sta.

"Y di media vuelta afectando un aire de triunfo. El verdadero Profesor fue expulsado, aunque sin violencia, salvo que uno de los presentes insist�a en pellizcarle las narices a toda conciencia. A estas horas en toda Europa lo reciben como a un delicioso impostor. Y su ira y sus protestas de sinceridad lo hacen, como usted comprende, m�s rid�culo todav�a."

"—Bien —dijo Syme—. Comprendo que usted se haya puesto esas sucias barbas para la bromita de aquella noche, pero no comprendo que se las haya usted dejado para siempre.

"—�se es el siguiente cap�tulo de mi historia —aclar� el disfrazado—. Cuando sal� de la sala entre respetuosos saludos, me fui cojeando por la oscuridad de la calle, deseoso de alejarme lo bastante para recobrar mi paso habitual. �Oh asombro! Al doblar la esquina siento un golpecito en un hombro: me vuelvo, y me encuentro ba�ado en la sombra de un guardia gigantesco. Me dijo que por ah� estaba yo haciendo falta.

"—S� —contest� adoptando una actitud paral�tica y un marcado acento germ�nico— les estoy haciendo falta a los oprimidos. Usted viene a detenerme porque soy el gran anarquista, el Profesor de Worms.

"Y el guardia, consultando tranquilamente un papel:

"No se�or —dijo cort�smente—. Al menos, no es esa la causa. Yo, caballero, lo arresto a usted porque no es el conocido anarquista Profesor de Worms.

"Este cargo, si es que era tal cargo, era en todo caso el m�s leve de los dos. Segu� al guardia, aunque perplejo, no muy asustado. Me hizo atravesar varios cuartos, y al fin me condujo a presencia de un polic�a. Explic�me �ste que hab�a comenzado una seria campa�a contra los centros de anarquismo, y que el �xito de mi disfraz resultaba muy �til para la seguridad p�blica, y me ofreci� un buen salario y la consabida tarjetita azul, aunque hablamos poco, aquel hombre me dio la impresi�n de tener un gran sentido com�n, una robusta naturaleza; pero poco puedo decirle a usted de su aspecto f�sico, porque..."

—Ya —interrumpi� Syme soltando el cuchillo y el tenedor— porque habl� usted con �l en un cuarto oscuro.

El profesor de Worms asinti� con la cabeza y llev� el vaso a sus labios.

CAPITULO IX

EL HOMBRE DE LAS GAFAS

—Buena cosa es el Borgo�a —exclam� el Profesor descansando el vaso.

—Pues no parece gustarle a usted mucho. Lo toma usted como una medicina.

—Tiene usted que disculparme —dijo el Porfesor con tristeza—, mi caso es singular�simo. Por dentro, estoy lleno de alegr�a infantil; pero tanto y tan bien he hecho de profesor paral�tico, que ya no puedo dejarlo: cuando estoy entre amigos, donde no necesito usar disfraz, no puedo menos de hablar despacio balanceando la cabeza y arrugando la frente, como si en realidad fuera mi frente. Puedo ser enteramente feliz, pero siempre a la manera del paral�tico. Saltan de mi cerebro las exclamaciones m�s ardientes, pero al salir de mi boca se han transformado. Si usted me oyera decir: "��nimo muchacho!" se le saldr�an las l�grimas.

—Puede ser —dijo Syme—. Pero se me figura, con todo, que est� usted algo preocupado. El Profesor se le qued� mirando:

—Es usted muy inteligente —dijo al fin—. Da gusto trabajar con usted. En efecto, tengo como una nube en la cabeza. Vamos a afrontar un problema tan arduo...

Y se llev� ambas manos a las sienes enrarecidas.

—�Toca usted el piano? —pregunt� despu�s.

—S� —dijo Syme con no fingida sorpresa—; y dicen que no lo hago del todo mal.

Y como el otro segu�a callado, a�adi�:

—Espero que se disipar� esa nube �eh? Tras larga pausa el Profesor dej� salir, por el hueco que formaban sus manos, estas palabras:

—Hubiera sido lo mismo que supiese usted escribir a m�quina.

—�Hombre, muchas gracias por el elogio!

—Esc�cheme usted —continu� el otro— y acu�rdese del hombre con quien tendremos que hab�rnoslas ma�ana. Ma�ana usted y yo vamos a intentar algo m�s dif�cil que sacar de la torre de Londres los diamantes de la Corona; vamos a extraerle su secreto a un hombre muy burdo, muy fuerte, muy ladino. Creo que, despu�s del Presidente, ninguno hay m�s asombroso y formidable que ese tipo de las sonrisillas y las gafas. Quiz� no tenga ese entusiasmo al rojo vivo, ese entusiasmo hasta la muerte que caracteriza al Secretario, y que en �l llegar�a al martirio por la anarqu�a. Pero ese mismo entusiasmo, como pasi�n humana que es, constituye un motivo de redenci�n. En cambio el doctorcito este goza de una salud, de una cordura brutal, m�s repulsiva que el desequilibrio del Secretario. Ya habr� usted notado su vigor, su vitalidad detestable. Ese hombre rebota como un bal�n de goma. Por eso creo que no se dorm�a el Presidente (y me pregunto si realmente dormir� alguna vez) al encerrar todos los planes del atentado en la negra y redonda cabezota del doctor Bull.

—�Y se le ha ocurrido a usted ablandar a ese monstruo tocando el piano? —interrog� Syme.

—No diga usted tonter�as —salt� el que ya era su mentor—. Habl� de piano, porque el piano da agilidad e independencia a los dedos. Syme, si hemos de arriesgarnos en esta empresa y salir de ella sanos y salvos, tenemos que concertar antes cierto c�digo de se�ales que ese bruto no pueda sorprender. Yo tengo ciertas cifras alfab�ticas correspondientes a los cinco dedos de la mano. Vea usted c�mo.

Y redobl� con los dedos sobre la mesa.

—B. A. D., bad = "malo"; palabra que hemos de usar con frecuencia.

Syme apur� otro vaso de vino y se puso a estudiar el m�todo. Ten�a una facilidad anormal para los acertijos y los juegos de manos, y no tard� mucho en aprender a formular mensajes elementales con lo que no parec�a ser m�s que un jugueteo ocioso sobre la mesa o la rodilla. Pero el vino y la compa��a siempre le dejaban en un estado de �nimo juguet�n y travieso, y pronto el Profesor tuvo que hacer esfuerzos para dominar la energ�a que el cerebro ardiente de Syme comunicaba al nuevo lenguaje.

—Conviene —dijo Syme afectando mucha seriedad—, conviene que establezcamos algunos signos para palabras enteras, palabras que se nos puedan ofrecer con frecuencia finos matices de significaci�n. Por ejemplo, mi palabra favorita es "coet�neo". �Cu�l es la de usted?

—D�jese usted de burlas —implor� el Profesor—; no se da usted cuenta de lo serio que es esto.

—Tambi�n hace falta la palabra "lusch" —continu� Syme con aire sagaz—. S�, necesitamos la palabra "lusch" que quiere decir "jugoso, lozano, f�cil de arar", y que, como usted sabe, se aplica al pasto.

—�Pero se est� usted figurando que vamos a hablar de pastos al Dr. Bull? ^* —grit� el otro furioso.

—Mire usted: hay muchas maneras de abordar la cuesti�n —dijo Syme, reflexionando—. Y muchas maneras de introducir una palabra sin que parezca forzada. Por ejemplo: "Dr. Bull, usted, como buen revolucionario, recordar� que hubo un tirano que nos aconsej� comer pasto. Y en verdad, muchos de nosotros, al contemplar los lozanos pastos primaverales..."

—�Pero se da usted cuenta de que esto es tragedia y no sa�nete? —le interrumpi� el otro.

—S�, se�or. Y en una tragedia hay que ser c�mico. De otro modo �qu� diablos va uno a hacer? Me gustar�a que este lenguaje convencional ganara un poco de amplitud. �No podr�amos extenderlo de los dedos de las manos a los de los pies? Esto implicar�a el tener que quitarse durante la conversaci�n las botas y los calcetines: lo cual, hecho con disimulo...

—�Syme! —exclam� su amigo con en�rgica sencillez—. �A la cama!

Pero Syme, sentado en la cama, se estuvo ensayando un rato en el nuevo c�digo. Cuando despert�, al siguiente d�a, todav�a el Oriente estaba sumergido en la sombra. Junto a su cama, como un duende, le esperaba ya su aliado, el de las canosas barbas.

Syme se incorpor� parpadeando, recobr� poco a poco la conciencia de su situaci�n, y arrojando al fin los cobertores salt� de la cama. Y le pareci�, por singular caso, que con la ropa de la cama hab�a apartado de s� toda la alegre seguridad, toda la sociabilidad de la noche anterior, y que se quedaba como en mitad del aire, fr�o y desamparado, expuesto al peligro. Con todo, su fe, su lealtad para con el compa�ero no hab�an disminuido un punto; pero era como una confianza entre dos hermanos de pat�bulo.

—�Bueno! —dijo con fingido buen humor mientras se pon�a los pantalones—. �Sabe que so�� con su alfabeto? �Le cost� a usted mucho tiempo y trabajo?

El Profesor, sin contestar, se le qued� mirando con unos ojos absortos color de mar de invierno. Syme repiti�:

—Le pregunto a usted cu�nto tiempo le llev� la invenci�n de su alfabeto. Porque yo, que creo ser bueno para estas cosas, he tenido que rumiarlo una hora larga. �Y aprendi� usted a usarlo al instante?

El Profesor segu�a mudo, absortos los ojos, absorta y cuajada la sonrisa en el rostro.

—��Que cu�nto tiempo le cost� a usted!! Y el Profesor, inm�vil.

—�Demonio de hombre! �Quiere usted contestarme? —grit� Syme con una furia que mal encubr�a un vago terror.

El Profesor podr�a o no contestarle; ello es que no le contest�.

Syme se qued� contemplando, extra�ado, aquella cara p�lida y apergaminada, aquellos ojos azules y opacos. Lo primero que se le ocurri� fue que el Profesor se hab�a vuelto loco. Pero despu�s pens� algo todav�a peor: despu�s de todo �qu� sab�a �l de aquella extra�a criatura, cuya amistad hab�a aceptado sin reflexionarlo siquiera? �Qu� sab�a de cierto sobre aquel hombre, fuera de que hab�a asistido al almuerzo de los anarquistas y le hab�a contado unas historias absurdas? �Era tan improbable encontrarse con otro nuevo Gogol, con otro amigo, en la pandilla anarquista!... �Acaso el silencio de aqu�l hombre era una silenciosa declaraci�n de guerra? La expectaci�n adamantina de aquellos ojos �no era como la siniestra sonrisa de un triple traidor, al dar el cambiazo definitivo? Y aguz� sus o�dos, ext�tico, en medio de aquel silencio terrible. Hasta se figur� que se deslizaban por el corredor los cautelosos dinamiteros congregados para prenderle.

Despu�s baj� la vista, y de pronto se ech� a re�r. Aunque el Profesor estaba hecho una estatua, sus cinco dedos danzaban activamente sobre el tablero de la mesa. Syme, reparando en los movimientos, descifr� este mensaje:

—Acostumbrarse a hablar s�lo as�.

Y formul�, con impaciente desahogo, la respuesta:

—Bien. Almorcemos.

Tomaron sombreros y bastones sin decir palabra: pero Syme no pudo menos de crispar la mano al empu�ar su bast�n-verduguillo.

Se detuvieron unos minutos a tomar un poco de cafe y sandwiches en un puestecillo, y despu�s pasaron el r�o desolado como el Aqueronte bajo el fulgor todav�a indeciso del alba. Llegaron al edificio que hab�an visto la noche anterior desde la otra orilla, y fueron subiendo los escalones de piedra sin decir palabra y deteni�ndose a cambiar una que otra se�al sobre el pasamano de la baranda; a cada nuevo tramo, conforme ascend�an, pasaban otra ventana, y cada ventana dejaba ver la luz blanca y tr�gica de la aurora que amanec�a laboriosamente sobre Londres. Desde cada ventana, los innumerables techos de pizarra aparec�an como las ondas grises de mar despu�s de la lluvia. Syme se daba cuenta de que la aventura iba tomando un car�cter sobrio y fr�o m�s terrible a�n que el romanticismo de la aventura pasada. La noche anterior, aquellos edificios le parec�an torres del pa�s de los sue�os. Ahora, al subir por aquella inacabable y fatigosa escalera, lo que m�s le impresionaba era la serie infinita de escalones. Aquello no era el horror c�lido del sue�o, de la exageraci�n, de la ilusi�n. Aquello era el infinito vac�o de la aritm�tica, tan inconcebible como necesario.

Aquello recordaba las conclusiones vertiginosas de la astronom�a sobre la distancia de las estrellas fijas. Le parec�a estar subiendo por la casa de la raz�n, cosa m�s horrible a�n que el absurdo.

Cuando llegaron al rellano del �ltimo piso, la �ltima ventana les permiti� ver una aurora acre, blanca, con orlas �speras de un rojo que m�s parec�a rojo de arcilla que rojo de nube. Y al entrar en la desnuda bohardilla del Dr. Bull, la encontraron llena de luz.

En el esp�ritu de Syme se revolv�a un confuso recuerdo de algo parecido a aquellos pisos desnudos y a aquel austero amanecer. Al ver al Dr. Bull, sentado a su mesa y escribiendo, el recuerdo se formul�: la Revoluci�n francesa. Contra aquel rojo �spero y aquella albura de amanecer, muy bien pudiera destacarse la silueta negra de la guillotina. El Dr. Bull estaba en mangas de camisa y llevaba pantal�n negro. Su cabeza negra y rapada evocaba la peluca ausente; aquel hombre pod�a ser Marat, o un Robespierre algo m�s dom�stico.

Sin embargo, bien mirado, aquello no ten�a aire revolucionario. Los jacobinos eran idealistas, y este hombre ten�a un materialismo asesino. Adem�s, su posici�n le comunicaba una apariencia muy singular. La en�rgica luz de la ma�ana, entrando lateralmente y proyectando sombras intesas, le hac�a m�s p�lido y anguloso que en la escena del almuerzo en la terraza. Las gafas negras, como incrustadas en los ojos, parec�an las cuencas huecas del cr�neo. Aquel hombre pod�a ser la Muerte, puesta a escribir junto a una mesa.

Al verlos entrar, sonri� alegremente, y se puso en pie con aquella agilidad de que el Profesor hab�a hablado.

Acerc� un par de sillas y, dirigi�ndose a la percha escondida tras de la puerta, procedi� a ponerse un chaleco y una americana de burdo pa�o oscuro. Se aboton� cuidadosamente y se volvi� a sentar a la mesa.

Su buen humor y tranquilidad dej� a sus contrincantes confusos. No sin dificultad el Profesor se atrevi� a romper el silencio:

—Camarada, siento molestarle tan de manera —empez� reasumiendo cuidadosamente las maneras trabajosas del anciano de Worms—. Supongo que ya tendr� usted arreglado el negocio ese de Par�s—. Y luego con infinita lentitud—: Tenemos informes seg�n los cuales la menor tardanza ser�a funesta.

El Dr. Bull sonri� otra vez, pero continu� mir�ndoles sin decir palabra. El Profesor, haciendo una pausa despu�s de cada palabra, continu�:

—Le ruego a usted que no se extra�e de esta intromisi�n tan intempestiva. Me permito aconsejarle a usted o bien que altere sus planes, o si ya es demasiado tarde, que mande en auxilio de su gente todos los elementos que pueda. El camarda Syme y yo hemos tenido una experiencia que ser�a muy larga contarle a usted, sobre todo si hemos de obrar de acuerdo con lo que ella aconseja... Sin embargo, voy a cont�rsela en todos sus detalles, aun a riesgo de perder mucho tiempo, si es que usted lo juzga indispensable para el entendimiento de la cuesti�n que nos proponemos discutir.

Trataba de alargar sus frases, procurando que tardara de un modo intolerable, a fin de desesperar al pr�ctico doctorcete y obligarlo a estallar de alguna manera para ver si soltaba prenda. Pero el doctorcete continuaba sonriendo, y el mon�logo era, para el otro, una verdadera cuesta arriba. Syme comenz� a sentirse enfermo. La sonrisa y el mutismo del Doctor no se parec�an al silencio catal�ptico que, media hora antes, se hab�a apoderado del falso Profesor. En las ridiculeces y patra�as de �ste, hab�a siempre un elemento grotesco y pueril. Syme recordaba los miedos que con �l hab�a pasado el d�a anterior, como se recuerda haber tenido miedo al coco en la infancia. Pero ahora estaban a pleno d�a, ante un hombre sano y robusto, que nada ten�a de extraordinario fuera de aquellas odiosas gafas, y que, en vez de mirarlos con furia o con sorna, los consideraba con una sonrisa inalterable, sin decir palabra. Realidad tan sobria era, a fuerza de serlo, insoportable. A la luz creciente de la ma�ana los matices de la tez del Doctor, de la tela de su traje, parec�an tambi�n crecer de un modo incre�ble, adquiriendo esa desmedida importancia que tienen en las novelas realistas. Pero su sonrisa segu�a tenue; la inclinaci�n de su cabeza, cort�s. S�lo era inquietante su silencio.

—Como acabo, pues, de decirle —continu� el Profesor con esfuerzo semejante al del que tiene que abrirse camino por entre la arena pesada— el incidente que nos ha ocurrido, determin�ndonos a inquirir la suerte del Marqu�s, es de tal naturaleza que sin duda preferir�a usted conocerlo; pero como m�s bien que a m� le aconteci� al camarada Syme...

Sus palabras se arrastraban como las palabras de una ant�fona; pero Syme, que estaba en acecho, vio que los largos dedos de su amigo redoblaban nerviosamente sobre el borde de aquella mesa desvencijada, y ley� en ellos este mensaje:

—"Ay�deme, que se me acaba".

Y Syme salt� a la brecha, con aquel arrojo de improvisaci�n que se apoderaba de �l en los momentos de alarma.

—En efecto —declar� apresurado—, la cosa me sucedi� a m� m�s bien. Tuve la suerte de entrar en conversaci�n con un detective que, gracias al sombrero, me tom� sin duda por persona respetable. Deseoso de conservar mi reputaci�n, me lo llev� conmigo al Savoy, donde logr� ponerlo en completo estado de embriaguez. Se manifest� muy efusivo, y me cont�, con abundantes palabras, que esperaban detener en Francia al Marqu�s dentro de dos o tres d�as. De modo que, como no le sigamos la pista usted o yo...

Pero el Doctor segu�a sonriendo amistosamente, y sus ojos tan impenetrables y ocultos. El Profesor le indic� por se�as a Syme que �l mismo se encargar�a de seguir contando la historia, y en efecto continu� as�, con la calma de antes.

—Syme me cont� esto hace un instante, y juntos decidimos venir a ver a usted, a fin de que aprovechara nuestras informaciones. A m� me parece incuestionable que...

A todo esto, Syme hab�a estado observando al Doctor con una atenci�n semejante a la que �ste pon�a en observar al Profesor, aunque sin su peculiar sonrisa. Bajo la energ�a de aquella afabilidad inm�vil, los nervios de los dos compa�eros de armas estaban a punto de estallar. De pronto, Syme se inclina ligeramente y manipula sobre la mesa este mensaje:

—"�Tengo una idea!"

Y casi sin interrumpir su mon�logo, su aliado contest� por los mismos signos:

—"Pues a ello".

—"Es una idea extraordinaria" —telegrafi� Syme. Y el otro.

—"Ser� un disparate extraordinario".

—Y Syme:

—"No, que soy poeta". Y le retruc� su amigo:

—"Hombre muerto s� que es usted".

Syme se hab�a sonrojado hasta la ra�z de sus rubicundos cabellos, y los ojos le brillaban febrilmente. En efecto, hab�a tenido una intuici�n que pronto se hab�a convertido en viva corteza. Volviendo a la manipulaci�n, le indic� a su amigo:

—"Ver� usted qu� idea m�s po�tica. No se la espera usted. Tiene el encanto sorprendente de la primavera".

Y descifr�, en los dedos de su amigo, la siguiente respuesta:

—"Vayase al diablo". —Y el Profesor continu� endilg�ndole al Doctor su mon�logo de meras palabras vac�as.

—"M�s bien puedo decirle —manipul� Syme— que se parece a ese s�bito olor marino que exhalan a veces los bosques lozanos y empapados".

No se dign� el otro contestarle.

—"O m�s bien —continuaron los dedos de Syme— es conmovedora mi idea como los cabellos rojizos de una hermosa mujer".

El Profesor continuaba su mon�logo, cuando Syme se decidi� a intervenir. Inclin�ndose sobre la mesa, dijo con una voz que reclamaba la atenci�n:

—�Dr. Bull!

La risue�a y suave cara del Doctor permaneci� impasible, pero se hubiera jurado que, bajo sus gafas negras, sus ojos dardeaban hacia Syme.

—Dr. Bull —repiti� Syme con un tono singularmente preciso, aunque cort�s—. �Quiere usted hacerme un favor insignificante? �Quiere usted tener la amabilidad de quitarse las gafas?

El profesor se revolvi� en la silla, y ech� sobre Syme una mirada llena de extra�eza y furor. Syme, como el que ha arrojado sobre la mesa toda su fortuna, esperaba, encendido el rostro, y el busto inclinado. El Doctor no se movi�.

Hubo un silencio de unos segundos, durante el cual pudo.haberse o�do la ca�da de una aguja, silencio cortado a lo lejos por el silbido lejano de un steamer, sobre el T�mesis. El Dr. Bull se levant� lentamente, siempre risue�o, y se quit� las gafas.

Syme se irgui� de un salto y retrocedi� un poco, como el profesor de qu�mica ante la explosi�n inesperada. Sus ojos eran dos estrellas, y por un instante no pudo hacer m�s que se�alar con el dedo sin decir palabra.

Tambi�n el Profesor hab�a saltado sobre sus pies olvir�ndose de su fingida par�lisis. Apoyado ahora sobre el respaldo de la silla, contemplaba con dudosos ojos al Doctor, cual si �ste se le hubiera metamorfoseado en un sapo. Y en verdad la metamorfosis hab�a sido notable.

Los dos detectives se encontraron ante un joven de aspecto infantil, de ojos avellanados, expresi�n franca y dulce, de fisonom�a despejada, vestido vulgarmente como un empleadillo, con aire decidido de excelente persona y naturaleza m�s bien com�n. La imborrable sonrisa parec�a ahora la primera sonrisa de un beb�.

—�Cuando yo dec�a que era poeta! —grit� Syme transportado—. �Cuando yo dec�a que mi intuici�n era tan infalible como el Papa! �Si todo eso lo hac�an las gafas, s�lo las gafas! Con esos endiablados ojos negros y su complexi�n, su salud, su buena cara, ya por lo menos parec�a un diablo vivo, extraviado entre diablos muertos.

—En efecto —asinti� el Profesor vacilante— la diferencia es notable. Pero, para volver al proyecto del Dr. Bull...

—�Al diablo con el proyecto! —rugi� Syme fuera de s�—. M�relo: f�jese usted en su cara, vea usted ese cuello, vea usted esas honrad�simas botas. �C�mo va usted a creer que eso es un anarquista?

—�Syme! —grit� el otro agonizante de miedo.

—�Por Dios! —dijo Symbe—. Yo corro con el riesgo. Dr. Bull: yo soy un agente de polic�a. He aqu� mi tarjeta.

Y arroj� la cartulina azul sobre la mesa. El Profesor, aunque seguro de que todo estaba perdido, fue leal. Sac� su tarjeta y la puso al lado de la otra. �Qu� hizo entonces el tercer personaje? Soltar una enorme risotada. Y, por primera vez durante aquella matinal entrevista, dej� oir su voz.

—Chichos, estoy verdaderamente encantado de esta visita matinal —dijo con un desembarazo de escolar—, porque as� podremos embarcar juntos para Francia. S�, yo tambi�n estoy en el servicio.

Y diciendo esto, como por cumplir con la forma, les mostr� su tarjeta.

Tom� un sombrero hongo, se cal� de nuevo las gafas diab�licas, y se adelant� con tal rapidez hacia la puerta que los otros le siguieron instintivamente. Syme parec�a algo azorado; al cruzar la puerta dio con el bast�n en las piedras del corredor haci�ndolo sonar.

—�Dios poderoso! —exclam�—. �De modo que hab�a m�s condenados detectives que condenados dinamiteros en aquel condenado consejo!

—Hubi�ramos podido librar batalla —dijo Bull—. �ramos cuatro contra tres.

El Profesor bajaba delante de ellos; su voz lleg� a ellos desde abajo.

—No—dijo la voz— no �ramos cuatro contra tres; no ten�amos esa suerte. �ramos cuatro contra Uno. �Siguieron bajando en silencio.

El joven Bull, con la sencilla cortes�a que le caracterizaba, insist�a en ceder el paso a los otros. Pero, ya en la calle, su robusto paso lo arrastr� inconscientemente, e iba delante de los dem�s, rumbo a una oficina del ferrocarril, habl�ndoles por encima del hombro.

—Da gusto encontrarse con amigos de la profesi�n. Estaba yo medio muerto de miedo al sentirme solo. Estuve a punto de darle un abrazo a Gogol, lo cual no hubiera sido muy prudente. Supongo que no se reir�n ustedes de mis temores...

—�Como que el miedo que yo ten�a parec�an atizarlo todos los diablos del infierno! —dijo Syme—. Pero el peor de todos era usted con sus infernales anteojos.

El joven, riendo de muy buena gana, le contest�:

—�Verdad que era un acierto? una cosa tan sencilla... la idea no fue m�a; yo no hubiera sido capaz. Vean ustedes: yo quer�a entrar en el servicio, especialmente como antidinamitero. Pero para eso hac�a falta disfrazarse de dinamitero: y todos juraban que yo no lograr�a nunca. Aseguraban que hasta mi paso era respetable y que, visto de espaldas, me parec�a a la constituci�n inglesa. Que ten�a yo un aspecto muy saludable y optimista, muy confiado y ben�volo; me pon�an, en Scotland Yard, mil apodos. Me dec�an que, si hubiera yo sido criminal habr�a hecho mi fortuna, con s�lo mi aspecto de persona nonrada; pero que, dada mi desgracia de ser hombre honrado, no hab�a la menor esperanza de que pudiera yo servirles de algo disfrazado de criminal. Al fin me llevaron un d�a con un jefe que ha de ser persona importante, digo yo; hombre de cabeza superior. Le contaron mi caso desesperado: uno propuso ocultar la jovialidad de mi sonrisa con unas barbas; otro asegur� que pintado de negro parecer�a un negro anarquista. Pero el se�or aquel sali� de repente con una ocurrencia extraordinaria: "Unas gafas ahumadas lo har�n bueno, dijo; ya veis que ahora parece un chico de oficina, de car�cter angelical; ponedle un par de anteojos negros, y ser� el terror de los ni�os". Y as� fue, por San Jorge. Una vez ocultos los ojos, todo lo dem�s, sonrisa, lomos fornidos, cabellos cortos, todo contribuy� a darme un aspecto infernal. Tan sencillo como un milagro, pero eso no fue lo m�s milagroso. Hay algo m�s asombroso todav�a. Cuando lo pienso me da vueltas la cabeza.

—�Y qu� es? —pregunt�.

—Voy a dec�rselo a usted —contest� el de las gafas—. Este personaje de la polic�a que a tal punto comprendi� los rasgos de mi persona y adivin� c�mo sentar�an las gafas con mis cabellos rapados y hasta con mis calcetines, ese hombre —�Dios poderoso!— ese hombre ni siquiera me vio.

Los ojos de Syme relampaguearon.

—�Y c�mo puede ser? �No dice usted que habl� con �l?

—As� fue, en efecto —dijo Bull con vivacidad—. Pero hablamos en un cuarto m�s oscuro que un s�tano. No se lo figuraba usted �verdad?

—Verdaderamente, es inconcebible —dijo Syme con gravedad.

—S�, la idea no deja de ser nueva —observ� el Profesor.

El nuevo aliado era un hurac�n en materia de cosas pr�cticas. En la oficina de informaciones pregunt� con brevedad de hombre de negocios, las horas de salida de trenes para Dover. Obtenidos los informes, hizo entrar a todos en un coche y, antes de que hubieran podido percatarse, ya los hab�a instalado en el asiento del ferrocarril. Y antes de poder charlar a sus anchas, ya estaban a bordo del bote para Calais.

—Ya ten�a yo decidido almorzar en Francia; me alegro de almorzar ahora en buena compa��a. Comprender�n ustedes que no puedo menos de mandar por ah� al Marqu�s con su bomba, porque el Presidente no aparta los ojos de m�, aunque Dios sabe c�mo. Alg�n d�a les contar� algo de esto. Es de lo m�s extravagante. Cada vez que me duermo un poco, me encuentro de manos a boca con el Presidente, que ya me sonr�e desde el mirador de un club, ya me saluda con el sombrero desde la imperial de un �mnibus. Les dir�: ustedes pensar�n lo que gusten, pero ese hombre est� vendido al diablo: puede estar presente en seis partes diferentes a un tiempo.

—De modo —pregunt� el Profesor— que ya envi� usted por delante al Marqu�s, si no he o�do mal. �Hace mucho tiempo? �Podremos todav�a darle alcance?

—S� —contest� el gu�a—. Todo est� calculado. Cuando lleguemos, todav�a estar� en Calais.

—Pero, una vez que le demos caza en Calais —dijo el Profesor— �qu� hacemos?

A esta pregunta, el Dr. Bull perdi� aplomo por primera vez. Reflexion� un poco, y dijo:

—En principio, supongo que debemos llamar a la polic�a.

—No opino yo as� —opuso Syme—. En principio, prefiero echarme al agua. Yo le he dado mi palabra de honor de no decir nada a la polic�a a un pobre sujeto que es un tipo de pesimista moderno. Y, aunque no entiendo mucho de casu�stica, no me decido a quebrantar la palabra dada a un pesimista moderno. Ser�a como quebrantar la palabra empe�ada a un ni�o.

—Yo estoy embarcado en el mismo barco —dijo el Profesor—. Ya he pensado en acudir a la polic�a, pero cierto est�pido compromiso me lo impide. Cuando yo era actor, en todo acostumbraba meterme. El �nico crimen que no he cometido es la traici�n, el perjurio. Si en �ste hubiera yo incurrido, habr�a perdido la �ltima noci�n del bien y del mal.

—Tambi�n yo he pasado por eso —dijo el Dr. Bull— y he tomado mi decisi�n. Le he dado mi palabra al Secretario: ya sabe usted, el de la risa torcida. Amigos m�os: ese hombre es el m�s desdichado de los hombres. Ser� su digesti�n, o su conciencia, o sus nervios, o su filosof�a o lo que fuere: pero ese hombre est� condenado; la vida es para �l un infierno. A un hombre como �ste yo no puedo traicionarlo ni dedicarme a perseguirlo: ser�a como azotar a una liebre. Puede que sea una locura m�a, pero, con toda sinceridad, yo as� lo pienso.

—No me parece locura —dijo Syme—; ya sab�a yo que usted pensar�a as� desde el momento en que...

—�Qu�?

—Desde el momento en que se quit� usted las gafas.

El Dr. Bull sonri� y se dirigi� al puente para contemplar el juego del sol en el agua. Despu�s volvi� a sus compa�eros, dando grandes taconazos, y entre todos se produjo un amistoso silencio.

—�Bueno! —dijo Syme—. Parece que todos tenemos la misma moralidad o la misma inmoralidad. Veamos, pues, de sacar las consecuencias pr�cticas de nuestra situaci�n.

—�S�! —afirm� el Profesor—. Tiene usted mucha rad�n. Y hay que apresurarse, porque ya veo desde aqu� asomar las narizotas al cabo de Gris-Nez.

—La principal consecuencia —continu� Syme— es que estamos solos en este planeta, Gogol se ha ido. Dios sabe d�nde; tal vez el Presidente lo haya aplastado como a una mosca. En el Consejo quedamos tres contra tres, como los romanos que defend�an el puente. Pero estamos peor que los contrarios, porque, en primer lugar, ellos pueden apelar a su organizaci�n y nosotros no. Y en segundo lugar...

—Porque uno de esos tres contrarios —dijo el Profesor— no es un hombre.

Syme asinti� y call� por breves instantes. Despu�s dijo:

—He aqu� lo que se me ocurre. Hagamos lo posible para retener el Marqu�s en Calais hasta ma�ana a medio d�a. Ya he examinado para m� m�s de veinte planes distintos. No podemos denunciarlo como dinamitero, esto queda entendido. Tampoco hacerlo prender por cualquier cargo insignificante, porque tendr�amos que aparecer en el pleito. �l nos conoce, y se oler�a algo. Tampoco podemos inmovilizarlo bajo pretexto de trabajos anarquistas; por muchas tragaderas que tenga, no se tragar�a lo de quedarse en Calais mientras que el Zar pasea sano y salvo en Par�s. Podr�amos intentar secuestrarlo y encerrarlo nosotros mismos, pero es aqu� muy conocido; cuenta con una verdadera guardia de corps entre sus amigos, es hombre fuerte y valeroso y el �xito no ser�a seguro. No veo m�s que aprovechar las mismas circunstancias que favorecen al Marqu�s. Quiero aprovecharme, del hecho de que tiene muchos amigos y frecuenta la mejor sociedad...

—�Qu� diablos est� usted diciendo? —exclam� el Profesor.

—La familia de los Symes —continu� Syme— aparece mencionada por primera vez en el siglo XIV; seg�n cierta tradici�n, uno de ellos fue a Bannockburn en el s�quito de Bruce. A partir de 1350, nuestro �rbol geneal�gico est� ya bien establecido.

—Se ha vuelto loco —dijo el Doctorcete sorprendido.

—Nuestras armas —continu� Syme imperturbable— son: cheurr�n de gules en campo de plata, con tres cruces flordeliseadas. La divisa es variable.

El Profesor cogi� brutalmente a Syme por la solapa.

—Ya estamos para desembarcar —le dijo—. �Est� usted mareado o haciendo chistes inoportunos? Syme contest� sin desconcertarse:

—Mis observaciones tienen un sentido pr�ctico casi doloroso: la casa de San Eustaquio tambi�n es muy antigua. El Marqu�s no puede negar que yo sea un gentleman. Y para poner fuera de discusi�n este asunto, me propongo, a la primera oportunidad, arrancarle el sombrero de la cabeza. Pero hemos llegado al puerto.

Desembarcaron deslumbrados por el resplandor del sol. Syme hac�a ahora de gu�a, como Bull lo hab�a hecho en Londres. Llev� a sus amigos a lo largo de una avenida que recorre la playa hasta unos caf�s que, escondidos entre la verdura, dominan la marina. Syme caminaba adelante con aire fanfarr�n y blandiendo el bast�n como si fuera una espada. Se propon�a llegar hasta el �ltimo caf�, pero se detuvo s�bitamente. Impuso silencio con un gesto. Su dedo enguantado se�al� a una mesa donde, bajo la espesura del follaje, estaba sentado el Marqu�s de San Eustaquio. Sus dientes blancos brillaban entre la barba espesa y negra. Su cara morena y audaz, matizada por un ligero sombrero de paja, resaltaba sobre la mar violeta.

CAP�TULO X

EL DUELO

Syme y sus compa�eros se sentaron a una mesa. Los ojos azules de Syme parec�an brillar como el mar. Pidi�, con alegre impaciencia, una botella de Saumur. Se encontraba en un singular estado de hilaridad. Su �nimo, ya excitable de suyo, se excit� m�s con el Saumur, y a la media hora su charla era un torrente de disparates. Ahora pretend�a estar trazando el plan de la conversaci�n que iba a tener con el fatal Marqu�s. Hizo unos apuntes con l�piz: una especie de catecismo con preguntas y respuestas, que iba recitando con extraordinaria fluidez.

—Me acercar�. Antes de quitarle el sombrero, me quitar� el m�o. Dir�: "�El Marqu�s de San Eustaquio, si no me equivoco?". �l dir�: "�El c�lebre Mr. Syme, supongo?". Y a�adir� en excelente franc�s: "Comment allez-vous?". A lo cual yo contestar�: "�Oh, siempre el mismo Syme!" ^*.

—Basta —dijo el de las gafas—. Mod�rese usted y tire ese papel. �Qu� se propone usted hacer realmente? Syme, pat�ticamente:

—�Pero no es encantador mi catecismo? Perm�tanme ustedes que lo lea. S�lo tiene cuarenta y tres preguntas y respuestas, y algunas respuestas del Marqu�s son ingenios�simas: hay que hacer justicia al enemigo.

—Pero �a qu� conduce todo eso? —pregunt� el Dr. Bull, impaciente.

—A mi desaf�o. �No se da usted cuenta? —dijo Syme, radiante—. Cuando el Marqu�s ha dado la respuesta n�mero treinta y nueve, que a la letra dice...

—�Y no le ha pasado a usted por la cabeza —dijo el Profesor con una sencillez admirable— que bien pudiera el Marqu�s no repetir todas las cuarenta y tres respuestas que usted ha previsto para �l? Porque, en tal caso, los epigramas que usted le dirija tendr�n que resultar un tanto forzados.

Syme dio un pu�etazo en la mesa, deslumbrado.

—�Pues es verdad! Y a m� que no se me hab�a ocurrido! Caballero, tiene usted una inteligencia no com�n, usted llegar�...

—Est� usted m�s ebrio que una lechuza —dijo el Doctor.

—No hay m�s remedio —continu� Syme, sin hacer hacer caso— que adoptar otro m�todo para romper el hielo, si se me permite expresarme as�, entre mi persona y ese hombre a quien quiero matar. Y puesto que las peripecias de un di�logo no pueden ser previstas por una sola de las partes (como usted con tan rec�ndita sutileza, ha tenido a bien observarlo) a esta parte no le queda m�s, me parece, que desempe�ar por s� misma, hasta donde sea posible, todo el di�logo. �Y as� ha de ser, voto a San Jorge!

Y se levant�. La brisa marina hac�a vibrar sus amarillos cabellos.

Escondida entre los �rboles, estaba tocando una banda en el pr�ximo caf� cantante. Una mujer hab�a comenzado una canci�n. En el cerebro excitado de Syme, el resoplido de los cobres produjo el mismo efecto de aquel organillo de Leicester Square, a cuyos compases se hab�a encaminado el otro d�a hacia la muerte. Contempl� la mesita donde estaba el Marqu�s. Hab�a ya con �l dos compa�eros, solemnes franceses de levita y sombrero de copa; uno de ellos llevaba la roseta de la Legi�n de Honor. Eran, sin duda alguna, gente de s�lida posici�n social. Junto a estas figuras negras y cil�ndricas, el Marqu�s, con su sombrero de paja y traje primaveral, parec�a bohemio y hasta b�rbaro. Syme examin� al Marqu�s; verdaderamente, aquel hombre parec�a un rey, con su elegancia animal, sus ojos altivos, su cabeza orgullosa destacada sobre el mar purpurino. Pero no un rey cristiano en manera alguna; sino m�s bien un d�spota trigue�o, semigriego y medio asi�tico que, en los d�as en que la esclavitud era cosa natural, contemplara, sobre el Mediterr�neo, sus galeras atestadas de quejumbrosos esclavos.

—�Va usted a dirigirse a ese mitin? —dijo el Profesor con sorna, viendo que Syme permanec�a de pie, inm�vil, como quien reflexiona antes de empezar un discurso.

Syme apur� el �ltimo vaso de espumoso.

—S� —contest� se�alando al Marqu�s y a sus compa�eros—, a ese mitin. Ese mitin me disgusta: voy a pellizcarle a ese mitin las feas y flojas narices de caoba que gasta.

Y avanz� con paso decidido, aunque no muy en l�nea recta. El Marqu�s, al verlo, arque� las cejas negras y asirias, pero en su sorpresa hubo una sonrisa de cortes�a.

—Usted es Mr. Syme, si no me equivoco, interrog�. Syme se inclin� correctamente.

—Y usted el Marqu�s de San Eustaquio —dijo con suave gracia—. Perm�tame usted que le pellizque las narices.

Y, en efecto, se acerc� a hacerlo. Pero el Marqu�s se ech� atr�s, derribando la silla, y los dos caballeros de sombrero de copa cogieron a Syme por los hombros.

—�Ese hombre me ha insultado! —dijo Syme como dando explicaciones.

—�Insultado? —grit� el caballero del bot�n rojo— �Cu�ndo?

—Ahora mismo —contest� Syme con atolondramiento—. Ha insultado a mi madre.

—�Insultado a su madre? —dijo con asombro el caballero condecorado.

—Bueno —dijo Syme concediendo el punto—. A mi se�ora t�a, por lo menos.

—Pero �c�mo es posible que el Marqu�s haya insultado ahora mismo a la se�ora t�a de usted? —dijo el otro caballero con leg�timo asombro—. �Si no se ha movido de aqu�!

—El insulto estuvo en sus palabras —dijo Syme con acento sombr�o.

—�Si yo no he dicho nada! —explic� el Marqu�s—, salvo no s� qu� observaci�n sobre la orquesta: que me hubiera gustado que trataran mejor a Wagner, o algo as�.

—Pues fue una alusi�n a mi familia —dijo Syme con firmeza—. Porque mi t�a tocaba Wagner muy mal. Siempre ha sido eso una causa de disgustos: siempre nos han insultado por eso.

—�Pero esto es extraordinario! —dijo el caballero condecorado, mirando con asombro al Marqu�s.

—�Oh, se lo aseguro a usted! —dijo Syme con aire sincero—. Toda la conversaci�n de ustedes estaba llena de siniestras alusiones a la debilidad de mi t�a.

—�Disparate! —dijo el otro compa�ero del Marqu�s—. Yo, durante media hora, apenas habr� despegado los labios para decir que me gusta como canta esa chica de cabellos negros.

—�Pues ya lo ve usted! —dijo Syme indignado— �mi t�a era rubia!

—Se me figura —observ� el otro— que usted busca un pretexto para insultar al Marqu�s.

—�Voto a San Jorge! —dijo Syme enfrent�ndose con su interlocutor—. �Es usted un hombre de talento! El Marqu�s le ech� una mirada de tigre.

—�Buscarme a m� camorra? —exclam�—. �Batirse conmigo? Juro a Dios que el que me busca me encuentra. Creo que estos caballeros aceptar�n mi representaci�n. De aqu� a la noche faltan cuatro horas. Podemos batirnos esta misma tarde.

Syme se inclin� con cortes�a exquisita.

—Marqu�s —dijo— su acci�n es digna de su fama y su sangre. Perm�tame usted consultar con los que han de ser mis testigos.

De tres zancadas se reuni� a los suyos. ��stos, que hab�an presenciado su ataque, inspirado por la champa�a, y o�do sus absurdas explicaciones, lo vieron acercarse llenos de perplejidad. En efecto, Syme estaba ahora en pleno uso de raz�n, algo p�lido, y hablaba con la precisi�n y mesura del hombre pr�ctico.

—Ya est� hecho —dijo con voz ronca—. Ya est� provocada la bestia. Ahora, atenci�n, �iganme ustedes bien. No hay que perder tiempo en palabras. Ustedes son mis testigos, y les toca arreglarlo todo. Hay que insistir, de un modo absoluto, en que el duelo sea ma�ana despu�s de las siete, para impedirle que tome el tren de Par�s a las siete y cuarenta y cinco. Si pierde este tren, pierde la ocasi�n del crimen. �l no puede rehusarse a aceptar el sitio y hora que se se�ale, pero seguramente intentar� que se elija para el caso alg�n sitio cercano a la estaci�n, a fin de dar alcance al tren. Maneja muy bien la espada, y puede confiar en que podr� darme muerte a tiempo. Pero yo tambi�n entiendo algo de eso, y espero poder entretenerlo a lo menos hasta que pierda el tren. Despu�s, para consolarse, probablemente me matar�. �Entendido? Perfectamente. Pues perm�tanme ustedes presentarlos con aquellos distinguidos caballeros.

Se acercaron al grupo del Marqu�s, y Syme los present� d�ndoles unos nombres aristocr�ticos que ellos no hab�an o�do en su vida. Syme ten�a de tiempo en tiempo unos raptos singulares de sentido com�n, cosa que m�s bien le faltaba de ordinario. Estos raptos, eran como �l mismo dijo cuando la ocurrencia de las gafas, intuiciones po�ticas, y a veces verdaderas profec�as.

Hab�a previsto bien las pretensiones de su adversario. Cuando el Marqu�s fue informado por sus testigos de que Syme s�lo pod�a batirse a la ma�ana siguiente, vio aparecer un obst�culo para su misi�n dinamitera en Par�s. Pero no pudiendo explicarlo a sus amigos, obr� como Syme lo esperaba. Indujo a sus testigos a que se�alaran para el duelo un pradito que hab�a cerca del ferrocarril, confi�ndolo todo a la fatalidad del primer encuentro.

Al verlo llegar impasible al campo de honor, nadie hubiera dicho que le inquietaba sobre todo la idea de perder el tren. Las manos en los bolsillos, el sombrero de paja echado hacia atr�s, el sol daba sobre su hermosa cara bronceada. Pero —cosa extra�a para el que ignorase su situaci�n—, no s�lo le acompa�aban sus dos testigos con las armas, sino dos criados con una maleta y una cesta de comestibles.

Era muy temprano, pero el sol calentaba ya; Syme se admiraba de ver tantas flores de oro y plata entre aquella yerba que casi les llegaba hasta las rodillas. Con excepci�n del Marqu�s, todos llevaban el traje solemne, y unos sombreros negros como tubos de chimeneas. El Doctorcete, con la adici�n de sus famosas gafas negras, parec�a un empresario de pompas f�nebres. Syme no pudo menos de advertir el contraste c�mico de aquella procesi�n funeraria en aquel prado tan gozoso, brillante y florido. Sin duda el contraste c�mico entre los capullos amarillos y los sombreros negros no era m�s que un s�mbolo de contraste tr�gico entre los capullos amarillos y la negrura moral de aquella escena. A la derecha se ve�a una mancha de bosque, y lejos, a la izquierda, brillaba la curva del ferrocarril, que Syme, por decirlo as�, ten�a que defender del Marqu�s, para quien aquella l�nea era la meta y el punto de escape. Al frente, detr�s de los adversarios, Syme pod�a ver, semejante a una nube, un peque�o almendro florecido, sobre la vaga cinta del mar.

El miembro de la Legi�n de Honor, cuyo nombre era seg�n parece el Coronel Ducroix, se acerc� cort�smente al Profesor y al Dr. Bull, y propuso que el duelo fuera a primera sangre.

Pero el Dr. Bull, bien aleccionado por Syme sobre este punto estrat�gico, insisti� con mucha dignidad y en un franc�s muy malo, sobre la necesidad de continuar hasta que uno de los contrincantes quedara in�til. Syme contaba con poder abstenerse de inutilizar al Marqu�s e impedir que �ste lo inutilizara a �l, por espacio m�nimo de veinte minutos: tiempo bastante para que su contrincante perdiera el tren de Par�s.

—Para un hombre de tanta presteza y valor como el se�or de San Eustaquio —dijo el Profesor solemnemente—, sin duda es indiferente el m�todo que se adopte, y nuestro apadrinado tiene buenas razones para pedir que el encuentro sea largo, razones cuya delicadeza me impide el ser m�s expl�cito, pero de cuya naturaleza justa y honorable yo puedo...

—�Peste! —interrumpi� el Marqu�s, a su espalda, poniendo una cara sombr�a—. Dej�monos de hablar, y empecemos.

Y decapit� una florecilla con el bast�n.

Syme, que comprend�a, mir� de reojo instintivamente, por si el tren estaba a la vista: ni el humo se ve�a...

El Coronel Ducroix se arrodill� entonces, abri� la caja de espadas y escogi� un par. Al sol, las espadas lanzaron dos vivos resplandores.

Ofreci� una al Marqu�s, que se apoder� de ella sin ceremonia, y otra a Syme, que la tom�, la dobl�, la pes�, y todo con tanta lentitud como lo consent�a la decencia. Despu�s, el Coronel sac� otras dos hojas, tom� una, ofreci� al Dr. Bull la otra, y procedi� a partir el campo.

Ambos combatientes se hab�an quedado en mangas de camisa y empu�aban ya las espadas. Los padrinos se manten�an a uno y otro lado del campo, con sus espadas tambi�n desnudas, pero conservando sus trajes y sombreros negros. Los combatientes se saludaron. El Coronel dijo:

—�Engagez!

Y las dos hojas chocaron.

Al contacto del hierro, Syme sinti� disiparse todos los fant�sticos temores de antes, como se disipan los sue�os al abrir los ojos. Los recordaba uno a uno, y le parec�an meras alucinaciones nerviosas: el temor que el Profesor le infundiera, hab�a sido como la opresi�n de una pesadilla; el miedo que le inspirara el Doctor, como el del vac�o cient�fico. En el primer caso, era el miedo tradicional ante la perenne posibilidad del milagro; en el segundo, el miedo mucho m�s moderno ante la absoluta imposibilidad del milagro. Pero en uno y otro caso, se trataba de temores imaginarios, comparados con el actual temor de la muerte, lleno de sentido com�n, despiadado y cruel. Syme se sent�a como el que sue�a toda la noche que rueda por un precipicio y, al despertar, recuerda que va a ser ahorcado. En cuanto vio brillar el reflejo del sol en la hoja del adversario, en cuanto sinti� que se tocaban las dos lenguas de acero, vibrantes y vivas, comprendi� que ten�a que hab�rselas con un enemigo poderoso. Tal vez hab�a llegado su �ltima hora.

Toda la tierra cobraba, a sus ojos, un extra�o valor. La yerba, bajo sus plantas, parec�a vivir. El amor de la vida lo invad�a todo. Hasta se figur� que o�a crecer la yerba. Hasta se figur� que, en aquel momento, estaban brotando nuevas flores: flores rojas, flores amarillas y azules: toda la gama de la primavera. Y cuando sus ojos se encontraban con los ojos fr�os, fijos, hipn�ticos del Marqu�s, ve�a detr�s de �ste el almendro florido, contrastando sobre el azul del cielo. Se dec�a que, si por casualidad sal�a con vida de aquel lance, no desear�a ya m�s en la vida que poder sentarse a contemplar el almendro.

Pero, mientras que una parte de su alma se entregaba a contemplar la tierra, el cielo y todas las cosas, consider�ndolas como otras tantas bellezas perdidas, la otra era como claro espejo de la realidad inmediata. Y, as� Syme paraba los ataques de su enemigo con una exactitud del reloj, de que no se hab�a cre�do capaz. Una vez la punta del arma enemiga corri� por su mu�eca, trazando una l�nea de sangre; pero nadie lo advirti� o todos afectaron ignorarlo. De tiempo en tiempo contestaba, y una o dos veces le pareci� que hab�a tocado, pero como no hab�a sangre en la camisa del contrario ni en la propia espada, supuso que se hab�a equivocado.

Hubo un descanso y cambio de terreno. Despu�s, continuaron.

A riesgo de perderlo todo, el Marqu�s, desviando los ojos, ech� una mirada hacia la v�a f�rrea. Despu�s volvi� hacia Syme una cara de demonio, y comenz� a multiplicar su ataques como si tuviera veinte espadas. Los ataques eran tan furiosos y continuos, que aquella espada parec�a un chubasco de dardos. Syme no tuvo tiempo de echar un vistazo a los rieles; pero tampoco le hac�a falta. Aquel frenes� que se hab�a apoderado del Marqu�s indicaba a las claras que el tren de Par�s estaba a la vista.

La energ�a desesperada del Marqu�s era superior a sus medios. Dos veces, Syme, al parar, lanz� fuera de la l�nea la punta del adversario; y la tercera, su respuesta fue tan r�pida que no hubo duda: la espada de Syme se hab�a doblado contra el cuerpo del Marqu�s, penetr�ndole. Syme estaba tan seguro de ello, como puede estar el jardinero de haber clavado en la tierra su azad�n. Pero el Marqu�s hab�a saltado atr�s sin desconcertarse, y Syme, perplejo, examinaba la punta de su espada, buscando en vano una mancha de sangre.

Hubo un silencio r�gido, y, a su vez, Syme cay� furiosamente sobre su contrario, lleno ahora de curiosidad. Probablemente el Marqu�s le era superior, como lo advirti� al principio del combate, pero en este momento el Marqu�s parec�a vacilar y perder ventajas. Luchaba de un modo irregular y hasta d�bil, y estaba mirando continuamente la l�nea del ferrocarril, como si temiera m�s al tren que a la espada de su adversario. Por su parte, Syme aunque ferozmente se bat�a con c�lculo y cuidado, intrigad�simo por el enigma de que no apareciera sangre en su hoja. Entonces empez� a apuntar menos al cuerpo que al cuello y a la cabeza. Minuto y medio m�s tarde, vio claramente que su punta entraba en el cuello del Marqu�s, debajo de la quijada. Pero la hoja volvi� a salir limpia. Medio loco, atac� de nuevo, dando de tal modo sobre las mejillas del Marqu�s que debi� haber hecho una carnicer�a. Con todo, no hubo ni un rasgu�o. Por un instante, el cielo de Syme se nubl� con terrores sobrenaturales. Aquel hombre estaba embrujado. Este terror espiritual era m�s terrible que el simple enigma espiritual simbolizado en el paral�tico que lo persegu�a. El Profesor le hab�a parecido un duende; pero este hombre era un diablo �tal vez era el Diablo! En todo caso, era seguro que tres veces le hab�a penetrado la espada sin dejar huella. A este pensamiento, Syme se enardeci�. Todo lo que en �l hab�a de bueno cant� en el aire como en los �rboles las alas del viento. Record� todas las circunstancias de su aventura: los farolillos venecianos del Saffron Park, los cabellos rojos de la muchacha del jard�n, los honrados marineros que beb�an cerveza junto a los muelles, la lealtad de los compa�eros que presenciaban su combate. Tal vez �l hab�a sido se�alado como campe�n de todas las cosas buenas y nobles para cruzar los aceros con el enemigo de la creaci�n. "Despu�s de todo —se dijo— yo soy m�s que un diablo, soy un hombre: yo puedo hacer algo que le es imposible a Satan�s: morir". Y al articular mentalmente esta palabra, oy� como un silbido lejano: era el tren de Par�s.

Y volvi� a la carga con agilidad sobrenatural. Como mahometano que quiere ganarse el Para�so. A medida que se aproximaba el tren, Syme cre�a ver al pueblo de Par�s ocupado en adornar los arcos triunfales; se sent�a unido al rumor y gloria de la gran Rep�blica, cuyas puertas estaba defendiendo contra los poderes infernales. Y sus pensamientos se expand�an al crecer el zumbido del tren, que acab� en un largo y penetrante silbido de orgullo. Par� el tren.

De pronto, con gran asombro de todos, el Marqu�s salt� fuera del alcance del enemigo, arrojando al suelo su espada. El salto fue prodigioso, y m�s todav�a si se considera que Syme acababa de meterle la espada en el muslo.

—�Alto! —dijo el Marqu�s con voz que no admit�a r�plica— tengo que decir una cosa.

—�Qu� pasa? —pregunt� el coronel Ducroix—. �Ha habido alguna irregularidad?

—Alguna ha habido —dijo el Dr. Bull algo p�lido— nuestro amigo ha herido al Marqu�s cuatro veces por lo menos, sin que �ste parezca sentirlo.

El Marqu�s levant� la mano con aire de espantoso dolor:

—Por favor d�jenme hablar, que es importante. —Y, enfrent�ndose con su adversario—. Mr. Syme: estamos bati�ndonos, si mal no recuerdo, porque usted manifest� el deseo, muy irracional a mi entender, de pellizcarme las narices. Le ruego a usted que tenga la bondad de pellizc�rmelas lo m�s pronto posible. Tengo que alcanzar el tren.

—Protesto contra semejante irregularidad —dijo el Dr. Bull indignado.

—En efecto, es algo opuesto a los precedentes —dijo el coronel Ducroix mirando con severidad a su amigo—. Creo que solamente hay un caso (el del capit�n Belle-garde y el Bar�n Zumpt) en que, a petici�n de uno de los adversarios, las armas fueron cambiadas en mitad del duelo. Pero me parece un poco forzado asimilar una nariz a una espada.

—�Quiere usted hacerme el favor de pellizcarme las narices? —insisti� desesperado el Marqu�s—. �Ande usted, Mr. Syme! �Pues no quer�a usted hacerlo, no sabe usted lo que me importa? No sea usted tan ego�sta: le suplico a usted que me pellizque las narices.

Y al decir esto, inclinaba la cara con una sonrisa de Ioco. El tren de Par�s, jadeando y gru�endo, hab�a llegado a una parada junto a una colina pr�xima.

Syme sinti� entonces lo que varias veces hab�a ya sentido en el curso de sus aventuras: una ola sublime y enorme pareci� subir hasta el cielo y derrumbarse con �l.

Y entonces, caminando sobre un suelo que ya le parec�a fant�stico, dio unos pasos adelante y pellizc� la nariz romana de aquel c�lebre arist�crata. Tir� fuerte: �y la nariz se le qued� entre los dedos!

Permaneci� unos segundos hundido en solemne perplejidad, contemplando aquel rid�culo ap�ndice de cart�n. El sol, las nubes, las colinas .boscosas parec�an contemplar tambi�n aquella escena disparatada.

El Marqu�s rompi� el silencio con voz clara y casi jovial:

—Si mi ceja del lado izquierdo puede serle �til a alguno, se la cedo. Coronel Ducroix, acepte usted mi ceja izquierda. Son cosas que pueden ser �tiles alg�n d�a.

Y se arranc� gravemente una de aquellas admirables cejas asir�as, tray�ndose con ella casi la mitad de su gran frente morena. Despu�s la ofreci� cort�smente al Coronel, que permanec�a mudo y encarnado de rabia.

—�Si yo hubiera sabido —solt� al fin— que estaba apadrinando a un cobarde que se enmascara y se forra para batirse!...

—Ya lo s�, ya lo s� —dijo el Marqu�s, que a la saz�n regaba por el campo a derecha e izquierda diversas partes de s� mismo—. Usted se equivoca al juzgarme. Pero ahora no tengo tiempo de dar explicaciones. El tren est� en la estaci�n.

—S� —dijo con ferocidad el Dr. Bull— y el tren se ir� de la estaci�n. Y se ir� sin usted. De sobra sabemos la obra infernal que...

El misterioso Marqu�s levant� los brazos desesperado. Aquel hombre, en mitad del campo, expuesto al sol, gesticulando bajo la m�scara, parec�a un extra�o espantajo.

—�Quieren ustedes volverme loco? —grit�—. El tren...

—No alcanzar� usted el tren —dijo Syme con energ�a, blandiendo la espada.

El espantajo se volvi� hacia Syme, y pareci� reconcentrarse en un esfuerzo sublime antes de hablar:

—�Cerdo, condenado, ciego, insensato, excomulgado, maldito de Dios, est�pido, loco abominable! —dijo sin tomar resuello—. �Grand�simo imb�cil, cabeza de chorlito, cabeza a p�jaros!...

—No tomar� usted el tren —repiti� Syme.

—�Y para qu� demonios quiero yo tomar el tren? —rugi� el otro.

—Harto lo sabemos —dijo el Profesor con energ�a—. Para arrojar una bomba en Par�s.

—�Bombas y rayos y centellas sobre Par�s y sobre Jeric�! —grit� el otro arranc�ndose la cabellera—. �Est�n ustedes reblandecidos del cerebro, que no entienden lo que soy? �Pero est�n ustedes creyendo que quiero alcanzar ese tren? Por m� ya pueden marcharse a Par�s veinte trenes. �Condenados trenes de Par�s!

—Pues entonces �qu� es lo que a usted le preocupa? —pregunt� el Profesor.

—�Qu� me preocupa? No ciertamente alcanzar ese tren, sino evitar que me alcanzara; y ahora �santos cielos! ya me ha alcanzado.

—Siento decirle —observ� Syme reprimi�ndose— que sus explicaciones me resultan inintelegibles. Tal vez si se quita usted ese fragmento de frente postiza y un poco de lo que antes fue su barba le entenderemos mejor. La lucidez mental camina por muchos caminos. �Qu� quiere usted decir con eso de que el tren le ha alcanzado? Puede que sea efecto de mi imaginaci�n literaria, pero me parece que con eso quiere usted decir algo.

—Quiero decir todo y m�s que todo —grit� el otro—. Quiero decir que hemos ca�do en manos del Domingo.

—�Hemos? —repiti� el Profesor estupefacto—. Y �qui�nes hemos ca�do?

—Los de la polic�a, nosotros, naturalmente! —dijo el Marqu�s, arranc�ndose el cuero cabelludo y la otra media cara.

Y decubri� una cabeza rubia, bien peinada, lisa —la cabeza t�pica del alguacil ingl�s— y una cara sumamente p�lida.

—Soy el inspector Ratcliffe —dijo con una precipitaci�n que ya era dureza—. Mi nombre es harto conocido en la polic�a; ya comprendo de sobra que ustedes tambi�n pertenecen al servicio. Pero, por si hay dudas... —y sac� la cl�sica tarjetita azul del chaleco. El Profesor hizo un gesto de cansancio:

—Por Dios —dijo—, no nos la muestre usted que ya tenemos bastantes para un juego de naipes.

El joven Bull tuvo, como suelen tener muchos hombres que parecen estar llenos de vivacidad vulgar, un rasgo de verdadero buen gusto. Fue �l quien salv� la situaci�n. En mitad de esta escena de transformismo, se adelant� algunos pasos con toda la gravedad de un padrino duelista, y se dirigi� en estos t�rminos a los dos padrinos del Marqu�s.

—Caballeros: les debemos a ustedes una satisfacci�n muy clara. Pero ante todo he de asegurar a ustedes que no han sido v�ctimas de una bajeza, como podr�an suponerlo, ni de nada que pueda afectar el honor de un hombre. No han perdido ustedes su tiempo. Han ayudado a una obra de salvaci�n. No somos bufones, sino pobres hombres que luchamos contra una inmensa conspiraci�n. Una sociedad secreta de anarquistas nos anda dando caza como a unas liebres. No se trata de esos desdichados locos que, atiborrados de filosof�a alemana, se atreven de cuando en cuando a lanzar una bomba, no, sino de toda una iglesia rica, poderosa, fan�tica. Una iglesia del pesimismo oriental, que est� empe�ada en aniquilar a los hombres como si fueran una plaga. Del encarnizamiento con que nos persiguen , ya pueden ustedes juzgar por el hecho de que nos obligan a usar estos disfraces, de que pido a ustedes perd�n, y a cometer estas locuras de que les ha tocado a ustedes ser v�ctimas.

El segundo padrino del Marqu�s, un joven de peque�a estatura y bigotes negros, se inclin� cort�smente, y dijo:

—Acepto desde luego las excusas que usted tan amablemente nos ofrece; pero, a mi vez, pido a ustedes que me dispensen de seguirles m�s adelante en sus dif�ciles trabajos, y me permitan desearles aqu� mismo muy buena suerte. El espect�culo de ver por el aire los fragmentos de un conciudadano conocido y particularmente eminente, como �ste, es muy desusado para m� y, en suma, es mucho para un solo d�a. Coronel Ducroix: no quiero influir en sus decisiones, pero si usted opina, como yo, que nos encontramos en un ambiente algo anormal, le advierto que regreso ahora mismo a la ciudad.

El Coronel Ducroix se volvi� mec�nicamente: pero de pronto atus� sus bigotes canos y exclam�:

—�No, por San Jorge! �No quiero! Si realmente estos caballeros est�n en lucha con esa pandilla de bribones que dicen, quiero acompa�arlos hasta el fin. Yo he combatido ya por Francia; no s� qu� pueda impedirme combatir por la civilizaci�n.

El Dr. Bull se descubri� y agit� el sombrero, gritando como en un mitin.

—No haga usted mucho ruido —dijo el inspector Ratcliffe—. El Domingo puede o�rle.

—�Domingo? —exclam� Bull dejando caer el sombrero.

—Si —replic� Ratcliffe—. Puede venir con los otros.

—�Con qui�nes? —pregunt� Syme.

—Con los que bajen de ese tren —dijo el otro.

—Es desconcertante lo que usted dice —confes� Syme—. Pero vamos a los hechos... —Y de pronto, como el que presencia de lejos una explosi�n—: Pero �Dios m�o! �De modo que todo el Consejo Anarquista estaba contra la anarqu�a? Todos �ramos detectives menos el Presidente y su Secretario personal. �Qu� significa esto?

—�Qu� significa? —dijo el descubierto polic�a con incre�ble violencia—. Significa que somos hombres muertos. �Acaso no conoce usted al Domingo? �No sabe usted que sus golpes son siempre tan sencillos y enormes que nunca se los espera? �Hay nada m�s conforme a la t�ctica de Domingo que el poner a sus enemigos m�s poderosos en el Supremo Consejo, y despu�s cuidarse de que este consejo no pueda ser supremo? Les aseguro a ustedes que ha comprado todas las confianzas, ha cortado todos los cables, tiene en su mano todas las l�neas del ferrocarril, y �sta especialmente.

Y se�alaba con tembloroso �ndice a la peque�a estaci�n.

—Todo el movimiento est� regido por �l. Medio mundo est� dispuesto a levantarse en su nombre. Pero quedaban cinco desdichados que pod�an hab�rsele resistido... Y el demonio del viejo los meti� en su Consejo Supremo para que se pasaran el tiempo acech�ndose mutuamente. �Somos unos imb�ciles, y nuestra imbecilidad se conduce de acuerdo con las previsiones de ese hombre! Domingo comprend�a que al Profesor se le hab�a de ocurrir perseguir a Syme en Londres, y a Syme batirse conmigo en Francia. Y en tanto que �l combinaba grandes masas de capitales y se apoderaba de las l�neas telegr�ficas, nosotros, como buenos idiotas, and�bamos uno tras otro como los nenes jugando al escondite.

—�Y bien? —dijo Syme con cierta calma.

—Y bien, nada —dijo el otro tranquiliz�ndose como por encanto—. Que ahora el Domingo nos encuentra jugando al escondite en un campo lleno de belleza r�stica y de extremada soledad. Tal vez es due�o ya del mundo: s�lo le falta apoderarse de este campo y de los locos que quedan en �l. Y para que ustedes sepan cu�l era mi temor respecto a la llegada del tren, helo aqu�: a estas horas, Domingo o su Secretario acaban de bajar de ese tren.

Syme lanz� un grito involuntario, y todos volvieron la vista a la estaci�n. Parec�a que estaba bajando mucha gente, y que comenzaba a moverse en direcci�n a ellos. Pero no era f�cil darse cuenta: estaban todav�a muy lejos.

El difunto Marqu�s de San Eustaquio —dijo el Inspector sacando un estuche de cuero— ten�a la costumbre de llevar siempre consigo unos gemelos de teatro. A la cabeza de esa muchedumbre, es seguro que viene el Presidente o el Secretario. En buen sitio nos cogen: aqu� no hay riesgo de que caigamos en tentaci�n de romper nuestras promesas llamando a la polic�a. Dr. Bull: se me figura que ver� usted mejor con estos gemelos que con esas decorativas gafas negras.

Y le alarg� los gemelos. El Doctor, quit�ndose las gafas, aplic� a sus ojos los gemelos.

—No, no hemos de tener tan mala suerte —dijo el Profesor, no muy seguro de lo que hablaba—. Parece que baja mucha gente, pero bien pueden ser turistas.

—Pero —pregunt� Bull sin dejar de ver con los gemelos— �acaso los turistas acostumbran a usar antifaces negros?

Syme le arranc� los gemelos y se puso a mirar. La mayor�a de ellos reci�n venidos no ten�a nada de extraordinario; pero dos o tres de los que parec�an conducirlos llevaban unos antifaces negros casi hasta la boca. El disfraz, a esa distancia sobre todo, era completo. Syme no pudo identificar aquellas mand�bulas, aquellas barbas afeitadas. Los disfrazados hablaban entre s� y sonre�an. Uno de ellos, s�lo sonre�a con media cara.

CAP�TULO XI

LOS MALHECHORES DANDO CAZA A LA POLIC�A

Syme apart� de sus ojos los gemelos con una emoci�n de alivio.

—No —dijo enjug�ndose la frente—; no viene el Presidente con ellos.

—Pero est�n todav�a muy lejos —dijo el asombrado Coronel entrecerrando los ojos, y no completamente recobrado a�n de la sorpresa que le causaran las explicaciones tan corteses como r�pidas de Bull—. �Es posible que reconozca usted a su Presidente entre esa multitud?

—�C�mo no hab�a yo de reconocer a un elefante blanco! —dijo Syme como irritado.— Dice usted muy bien: est�n muy lejos; pero si �l viniera con ellos... Cr�ame usted, se estremecer�a la tierra.

Tras una pausa, el llamado Ratcliffe dijo con decisi�n:

—No: el Presidente no est� con ellos. Yo hubiera deseado lo contrario. Quiere decir que a estas horas est� entrando en triunfo en Par�s o se sienta sobre las ruinas de la catedral de San Pablo.

—Eso es absurdo —dijo Syme—. Algo habr� hecho en nuestra ausencia, pero no es posible que haya arrasado al mundo en un instante—. Y despu�s, considerando los llanos vecinos a la estaci�n, continu�—: Es casi seguro, es seguro que una multitud se dirige hacia ac�; pero no el ej�rcito que usted dice.

Y el detective contest� con desd�n:

—�Esos? No, no son por s� mismos una fuerza formidable; pero advierta usted que est� su fuerza calculada exactamente para dominarnos: nosotros no somos muchos, amigo m�o, dentro de este universo sometido al Domingo. �l se ha apoderado ya previamente de todos los cables de tel�grafos. Matar al Consejo Supremo es para �l una cosa insignificante, como echar al correo una tarjeta postal; por eso la conf�a al Secretario.

Y escupi� en la yerba. Despu�s, volvi�ndose a los otros habl� as� con austeridad:

—Mucho bien puede decirse de la muerte; pero al que tenga alguna preferencia por el otro extremo, le aconsejo que me siga.

Y dicho esto se ech� a andar presurosamente hacia el bosque. Los otros advirtieron que la nube humana se desprend�a de la estaci�n y entraba en el campo con misteriosa disciplina. Ya se pod�an distinguir a simple vista las manchas negras de los antifaces de los jefes. Entonces todos se apresuraron a seguir al Inspector que ya alcanzaba los linderos del bosque y desaparec�a entre los follajes agitados.

El sol ca�a, seco y c�lido, sobre la yerba. Al entrar en el bosque, sintieron el fresco de la sombra como el ba�ista que se arroja a la sombr�a alberca. El interior del bosque vibraba de rayos de sol y haces de sombra, que formaban un tembloroso velo como en la vertiginosa luz del cinemat�grafo. Syme apenas pod�a distinguir las formas s�lidas de sus compa�eros, en aquellas danzas de luz y sombra. Ya se iluminaba una cabeza, dejando en la oscuridad el resto del cuerpo, con una s�bita claridad rembrandtesca. Ya se ve�an unas manos blancas junto a una cabeza negra. El ex-Marqu�s se hab�a echado sobre las cejas el sombrero de paja, y la sombra negra de la falda cortaba en dos su rostro de tal modo que parec�a llevar un antifaz como sus perseguidores. Syme se puso a divagar �Llevar�a Ratcliffe antifaz? �Lo llevar�a realmente alguien? �Existir�a realmente alguien? Aquel bosque de encantamiento, donde los rostros se pon�an alternativamente blancos y negros, ya entrando en la luz, ya desvaneci�ndose en la nada, aquel caos de claroscuro (despu�s de la franca luminosidad de los campos) era a la mente de Syme un s�mbolo perfecto del mundo en que se encontraba metido desde hac�a tres d�as; aquel mundo en que los hombres se quitaban las barbas, las gafas, las narices, y se metamorfoseaban en otros. Aquella tr�gica confianza en s� mismo, de que se sinti� pose�do cuando se figur� que el Marqu�s era el mismo Diablo, hab�a desaparecido del todo, ahora que el Marqu�s se le hab�a convertido en un aliado. En tal desaz�n, casi se preguntaba qu� es un amigo y qu� es un enemigo. Las cosas, aparte de su apariencia, �tendr�an alguna realidad? El Marqu�s se arrancaba las narices y se transformaba en detective. �No podr�a igualmente quitarse la cabeza y quedar hecho un espectro? Despu�s de todo, �no era todo a la imagen y semejanza de aquel bosque brujo, de aquel incansable bailoteo de luz y sombra? Todo pod�a ser un resplandor fugaz, un destello siempre imprevisto y pronto olvidado. Porque en el interior de aquel bosque salpicado de sol, Gabriel Syme encontraba lo que muchos pintores modernos han encontrado: lo que hoy llaman "impresionismo", que s�lo es un nuevo nombre del antiguo escepticismo, incapaz de encontrarle fondo al universo.

Como el que, entre los horrores de la pesadilla, se esfuerza por despertarse y gritar, Syme hac�a lo imposible por librarse de esta �ltima y m�s abominable de todas sus alucinaciones. En dos trancos alcanz� al hombre que llevaba el sombrero de paja del Marqu�s, el hombre a quien ahora hab�a de llamar por el nombre de Ratcliffe. Y con exagerados gritos rompi� as� aquel horrendo e inacabable silencio:

—�A d�nde vamos, si se puede saber?

Y tan sincero hab�a sido su sobresalto, que se sinti� lleno de alegr�a al o�r la voz humana, com�n y sonriente de su compa�ero:

—Hay que ir al mar por Lancy. Espero que Lancy no estar� por ellos.

—�Qu� quiere usted decir? —pregunt� Syme— No es posible que dominen la tierra hasta ese punto. Hay muchos obreros que no son anarquistas y, cuando todos lo fueran, las multitudes desorganizadas no pueden hacer frente a los modernos ej�rcitos de la polic�a.

—�Multitudes desorganizadas! —repiti� el nuevo aliado—. Habla usted de multitudes y de la clase obrera como si de eso se tratara. Participa usted por lo visto de esa est�pida teor�a que pone en las clases pobres el origen del anarquismo. �Por qu� ha de ser as�? Los pobres han sido rebeldes, pero nunca anarquistas. Est�n m�s que nadie interesados en mantener un gobierno honrado. El pobre tiene profundas ra�ces en su tierra. El rico no: puede un buen d�a tomar el yate y marcharse hacia la nueva Guinea. El pobre ha protestado a veces contra el mal gobierno; pero el rico ha protestado contra todo gobierno. Los arist�cratas fueron siempre anarquistas: vea usted el caso de las guerras feudales.

—S�, no est� mal como conferencia la historia patria para los ni�os —dijo Syme—; pero a�n no veo la aplicaci�n.

—La aplicaci�n es —dijo el otro— que la mayor�a de los auxiliares del Domingo son millonarios sudafricanos y americanos. Por eso se ha apoderado de todas las comunicaciones. Por eso los �ltimos cuatro campeones de la polic�a antianarquista andan huyendo como conejos, por el bosque.

—Entiendo lo de los millonarios, que siempre han sido unos locos —dijo Syme, reflexivo—. Pero una cosa es apoderarse de unos cuantos viejos mani�ticos y depravados, y otra es apoderarse de las grandes naciones cristianas. Yo apuesto mis narices (perdone usted la alusi�n), a que Domingo no tiene poder alguno para convertir a cualquier persona cuerda y normal.

—Todo depende de la persona.

—�sa, por ejemplo —contest� Syme se�alando frente a s�.

Hab�an llegado a un espacio claro lleno de sol: aquello era, para Syme, la vuelta al buen sentido. En medio de aquel claro, hab�a un hombre que bien pod�a considerarse como representante del buen sentido. Tostado por el sol, empapado en sudor, pose�do de la gravedad habitual del que se ocupa en neceseres modestos, un pesado campesino franc�s estaba cortando le�a con un hacha. A algunos pasos de all� se encontraba su carro a medio llenar; y el caballo que pac�a la yerba era, como su amo, valeroso sin extremos, y pr�spero aunque triste. Era un normando, de talla m�s alta que la habitual entre los franceses, y de facciones muy angulosas. Su silueta destacaba sobre un cuadro de luz, como una alegor�a del trabajo, como un fresco sobre un fondo de oro.

—Syme afirma —dijo Ratcliffe dirigi�ndose al Coronel— que este hombre no podr�a ser nunca un anarquista.

—Y Mr. Syme tiene raz�n _:—dijo riendo el Coronel—, como que ese hombre tiene una propiedad que defender. Pero me olvidaba de que en el pa�s de ustedes los campesinos no suelen ser ricos.

—�ste parece ser pobre —observ� el Dr. Bull.

—Exactamente —asinti� el Coronel—, y por eso es rico.

—Se me ocurre una idea —dijo de pronto el Doctor Bull—. �Cu�nto pedir�a por llevarnos en su carro? Esos perros vienen a pie, pronto los dejar�amos atr�s.

—Prop�ngale usted lo que quiera —dijo Syme—. Llevo bastante dinero.

—No —advirti� el Coronel—, si no regateamos no nos tomar� en serio.

—Es que si regatea... —dijo Bull con impaciencia.

—Es que regatear�, porque es hombre libre. No entienden ustedes. La generosidad le resultar�a inexplicable. No es hombre para recibir propinas.

Y aunque ya casi escuchaban las pisadas de sus perseguidores, tuvieron que detenerse un rato, mientras que el Coronel franc�s y el le�ador franc�s charlaban con la charlataner�a usual en todo mercado. A los pocos minutos vieron que ten�a raz�n el Coronel. El le�ador acept� el trato, no con el servilismo del criado bien pagado, sino con la seriedad de un procurador que ha arreglado los honorarios justos. Seg�n la opini�n del Coronel, lo mejor era dirigirse a un albergue que hab�a en la colinas de Lancy, cuyo posadero, un veterano convertido en devoto en sus �ltimos a�os, no dejar�a de simpatizar con ello, y aun pudiera ser que se prestare a ayudarles.

Se arreglaron todos en el carro, acomod�ndose como pudieron sobre los haces de le�a, y empezaron a rodar por el otro lado del bosque, que era lo m�s pendiente. Aunque el veh�culo era pesado e inc�modo, corr�a bastante, y pronto tuvieron la agradable impresi�n de que iban dejando atr�s a sus extra�os perseguidores. Porque todav�a era un enigma el que los anarquistas hubieran reclutado tantos secuaces para aquella persecuci�n. Por lo dem�s, la presencia de un solo hombre hubiera bastado: al reconocer la monstruosa sonrisa del Secretario, se hab�an puesto todos en fuga. Syme miraba de tiempo en tiempo hacia atr�s, por si descubr�a al ej�rcito enemigo.

A medida que el bosque se empeque�ec�a con la distancia, fueron siendo visibles las colinillas doradas de uno y otro lado; y por all� se ve�a moverse aquel cuadro negro, como un gigantesco escarabajo. A plena luz, . con sus ojos, que eran casi telesc�picos, Syme distingu�a muy bien aquella masa humana. Hasta percib�a las figuras separadas; pero notaba tambi�n con extra�eza que todos se mov�an como un solo hombre. Parec�an llevar traje oscuro y sombrero ordinario; pero no se dispersaban ni adelantaban en desorden como lo hubiera hecho una muchedumbre vulgar. Su uniformidad era temerosa y mec�nica. Aquello parec�a un ej�rcito de aut�matas.

Syme lo hizo notar a Ratcliffe.

—S� —dijo el Inspector—, eso es disciplina. Se ve la mano del Domingo. Tal vez est� a cien millas de aqu�, pero su temor los gobierna a todos, como el dedo de Dios. Vea usted con qu� regularidad marchan, y podr�a usted apostarse sus botas a que hablan y piensan con la misma regularidad. Lo que a nosotros nos importa es que van desapareciendo con la misma regularidad.

Syme aprob� con la cabeza. Era verdad: la mancha negra de los perseguidores iba disminuyendo a cada azote que el campesino descargaba sobre su caballo.

El nivel del terreno, aunque generalmente uniforme, se escalonaba al otro lado del bosque y en direcci�n al mar en ondas escarpadas que recordaban las dunas de Sussex. S�lo en Sussex el camino sol�a ser quebrado y anguloso, como un arroyo, mientras que este blanco camino franc�s ca�a ante ellos como una catarata. El carro rechinaba por la abrupta pendiente, y a poco andar, donde la pendiente era mayor, pudieron ya divisar el puertecito de Lancy y el inmenso arco azul del mar. La nube viajera de sus enemigos hab�a desaparecido en el horizonte.

El caballo y el carro viraron junto a unos olmos del camino, y el caballo casi dio de hocicos sobre la cara de un anciano que estaba sentado en la banca exterior de un modesto cafet�n: Le Soleil d'Or. El campesino murmur� una excusa y salt� del asiento. Los otros descendieron uno por uno, y saludaron al anciano con una cortes�a abreviada. Sus maneras hospitalarias les hicieron comprender que era el due�o de la taberna.

Era un viejo de cabellos blancos y cara como una manzana, ojos so�adores, bigote gris. Quieto, sedentario, inofensivo, era un tipo muy com�n en Francia y m�s todav�a en la Alemania Cat�lica. Todo en �l, su pipa, su jarro de cerveza, sus flores, su colmena, daba idea de una paz inmemorial; pero cuando sus visitantes entraron en la sala, pudieron ver la espada que colgaba del muro.

El Coronel, que hab�a saludado al posadero como a un viejo amigo, entr� a la sala y pidi� los obligados refrescos. La decisi�n militar del Coronel le hab�a interesado a Syme. Se sent� junto a �l y, en cuanto el anciano posadero los dej� solos, quiso satisfacer su curiosidad.

—Coronel —dijo en voz baja—. �Quiere usted decirme por qu� hemos venido aqu�?

Y el coronel Ducroix, sonriendo desde sus hirsutos bigotes, le contest�:

—Por dos razones, caballero. Sea la primera la m�s utilitaria ya que no la m�s importante. Hemos venido aqu�, porque en veinte millas a la redonda, s�lo aqu� se encuentran caballos.

—�Caballos! —exclam� Syme clavando en �l sus ojos.

—S�. Para dejar atr�s a los enemigos, como no lleven ustedes en los bolsillos bicicletas o autom�viles, hacen falta caballos.

—�Y d�nde debemos dirigirnos? —pregunt� Syme.

—Al puesto de polic�a que est� al otro lado de la ciudad, y a toda prisa. Este mi amigo, a quien he apadrinado en tan penosas circunstancias, me parece que exagera mucho las posibilidades de un levantamiento general. Pero supongo que no se atrever� a negar que entre los gendarmes se encontrar�n ustedes seguros. Syme asinti� gravemente. Despu�s pregunt�:

—�Y la otra raz�n para venir aqu�?

—La otra raz�n para venir aqu� —dijo lac�nicamente Ducroix— es que nunca est� por dem�s encontrarse con uno o dos hombres honrados cuando se est� en peligro de muerte.

Syme, al alzar los ojos, vio en la pared un cuadro religioso, pat�tico y crudamente pintado.

—Tiene usted raz�n —y a�adi� despu�s—. �Han ido ya a buscar los caballos?

—S� —contest� Ducroix—. Ya comprender� usted que di �rdenes en llegando. Aunque los enemigos no parec�an apresurarse, realmente andaban muy de prisa, como un ej�rcito disciplinado. No ten�a yo idea de que los anarquistas fueran disciplinados. No deben ustedes perder un instante.

A esto se present� el viejo posadero de los ojos azules y los cabellos blancos, anunciando que afuera esperaban seis caballos ensillados.

Por consejo de Ducroix, los otros cinco se abastecieron de vino y provisiones de boca, y arm�ndose con las espadas del duelo, �nicas armas de que dispon�an, galoparon por el camino blanco y escarpado. Los dos criados que hab�an tra�do el equipaje del antiguo Marqu�s se quedaron bebiendo en el caf�, con gran deleite suyo, por consentimiento com�n de los amos.

El sol de la tarde comenzaba a descender a occidente. A su fulgor, Syme vio disminuir poco a poco la esbelta figura del posadero que los contemplaba en silencio. En la plata de sus cabellos brillaba el sol. Syme recordaba las palabras del Coronel; pensaba supersticiosamente que quiz�s aquel era el �ltimo hombre honrado con quien se hab�a encontrado en este mundo.

A�n contemplaba aquella figura evanescente, que ya parec�a una mancha gris coronada por un toque de plata sobre el verde muro de la ladera, cuando, sobre la colina y detr�s del posadero, vio aparecer un ej�rcito de hombres vestidos de negro. Parec�an suspendidos sobre la cabeza de aquel hombre honrado y sobre su casa como una nube negra de langostas. �A tiempo hab�an ensillado los caballos!

CAP�TULO XII

LA TIERRA EN ANARQU�A

Poniendo al galope los caballos, sin reparar en la pendiente, pronto los jinetes recobraron la ventaja perdida; pronto las primeras casas de Lancy los ocultaron de sus perseguidores. La cabalgata hab�a sido larga. Al llegar al pueblo, el occidente empezaba a encenderse con los colores del crep�sculo. El Coronel sugiri� la idea de que, antes de dirigirse a la estaci�n de polic�a, procuraran una alianza que podr�a serles de mucha utilidad.

—De los cinco ricos que hay en el pueblo —dijo cuatro son unos tramposos vulgares. La proporci�n es id�ntica en todo el mundo. El quinto, amigo m�o, es un excelente sujeto. Y, lo que ahora nos importa m�s, tiene un autom�vil.

—Me temo —dijo el Profesor con su habitual jovialidad, contemplando el camino por donde la mancha negra y rampante pod�a aparecer de un momento a otro—, me temo que no tengamos tiempo para visitas vespertinas.

Y el Coronel:

—La casa del Dr. Renard est� a tres minutos de aqu�.

—Nuestro da�o —dijo el Dr. Bull— est� a menos de dos minutos.

—S� —dijo Syme—; pero cabalgando un poco volveremos a dejarlos atr�s, porque est�n a pie.

—Consideren ustedes que mi amigo tiene un autom�vil— replic� el Coronel.

—No nos lo dar� —dijo Bull.

—S�, es de los nuestros.

—Pero puede no estar en casa.

—Silencio —dijo Syme de pronto—; �qu� ruido es ese?

Por unos segundos se quedaron inm�viles como estatuas ecuestres. Y por uno, dos, tres, cuatro segundos, cielo y tierra parecieron suspenderse tambi�n.

Despu�s, con agonizante atenci�n, oyeron llegar desde el camino ese rumor palpitante e indescriptible que anuncia a las caballer�as.

Hubo un cambio instant�neo en la fisonom�a del Coronel, como si le hubiera ca�do un rayo dej�ndolo ileso.

—Nos han cogido —dijo con breve iron�a militar— �Cuadro contra caballer�a!

—�De d�nde sacaron los caballos? —pregunt� Syme, poniendo maquinalmente su montura al galope.

Call� un instante el Coronel. Despu�s dijo con turbado acento:

—He dicho una verdad estricta al asegurar que s�lo en el Soleil d'Or hay caballos en veinte millas a la redonda.

—�No! —grit� Syme— Ese hombre no puede haberlo hecho. �Con aquellos cabellos blancos!...

—Bien pueden haberlo obligado —dijo con suavidad el Coronel—. Pueden ser hasta un ciento. Raz�n por la cual vamos ahora mismo a casa de mi amigo Renard, que tiene autom�vil.

Con estas palabras dobl� la esquina a toda rienda, tan de prisa que los otros, aunque tambi�n al galope, apenas pod�an seguir la cola voladora de su caballo.

El Dr. Renard habitaba una casa alta y confortable al lado de una calle pendiente. Cuando los jinetes desmontaron a su puerta, pudieron ver desde la calle las ondulantes colinas y el camino blanco sobre los techos de la ciudad. Se detuvieron para comprobar que aun no hab�a bultos por el camino y luego sonaron la campanilla.

Era el Dr. Renard un hombre radiante, barbas negras, buen ejemplo de esa clase profesional, silenciosa y saturada, que en Francia se ha preservado mucho mejor que en Inglaterra. Cuando le explicaron el asunto, comenz� por re�rse del p�nico del ex Marqu�s. Con s�lido escepticismo galo, declar� que un levantamiento anarquista general era inconcebible.

—�Anarqu�a! —dijo encogi�ndose de hombros— �Disparate!

—Et �a? —exclam� el coronel se�al�ndole un punto que quedaba a su espalda—. Eso tambi�n es disparate, �verdad?

Todos miraron hacia all�. Una curva de caballer�a negra sal�a, galopando, por la cima de la colina, con el �mpetu de las hordas de Atila. Aunque caminaban de prisa, manten�an las filas unidas, y la primera fila de faldas de sombreros guardaba un nivel uniforme y militar. El cuadro principal era el mismo de antes, pero la pendiente de la colina permiti� apreciar una diferencia. Frente a la masa de jinetes, cabalgaba uno, fustigando su caballo con pies y manos. M�s parec�a perseguido que perseguidor. Aunque distante, hab�a en su porte y actitud algo tan fan�tico, tan inconfundible, que reconociera en �l al Secretario.

—Lamento tener que cortar esta interesante discusi�n —dijo el Coronel— �Puede usted prestarnos su motor ahora mismo?

—Me est� pareciendo que todos ustedes se han vuelto locos —dijo el Dr. Renard, con una amable sonrisa—. Pero Dios no quiera que la locura sea un obst�culo a la amistad: vamos al garage.

El Dr. Renard era un hombre bondadoso y riqu�simo. Su casa era un museo de Cluny. Pose�a tres autom�viles. Parec�a usarlos con mucha mesura: ten�a los gustos sencillos de la clase media francesa. Cuando sus impacientes amigos se acercaron a examinarlos, hubo que gastar un rato en convencerse de que uno de los tres autom�viles por lo menos estaba a disponibilidad. Con alguna dificultad lo arrastraron a la calle, frente a la puerta del doctor. Al salir del sombr�o garage, vieron con sorpresa que el crep�sculo adelantaba con la rapidez de la noche en los tr�picos. O hab�an permanecido en aquel sitio m�s tiempo del que se figuraron, o hab�a ca�do sobre el pueblo alg�n nubarr�n inesperado, como un dosel. A lo largo de la calle, les pareci� que empezaba al alzarse la niebla marina.

—Ahora o nunca —dijo el Dr. Bull— oigo caballos.

—No, —corrigi� el Profesor— se oye un caballo.

Escucharon. Evidentemente, aquel ruido no era el de una cabalgata, sino del jinete que se hab�a adelantado a los otros: era el fren�tico Secretario.

La familia de Syme, como la mayor parte de los que acaban en la "vida sencilla", hab�a tenido autom�vil en otro tiempo, y Syme sab�a guiar con mucha destreza. Salt� al asiento del chauffeur y empez�, congestionado y forcejeante, a estrujar y remover la abandonada m�quina. Concentr� toda su energ�a sobre una palanca, y luego declar� tranquilamente:

—Me parece que no anda.

Apenas hubo dicho esto, cuando apareci� por la esquina un hombre r�gido sobre su volador corcel, como es r�gida y veloz una flecha. Una sonrisa pareci� dislocar su barba. Se acerc� al coche estacionario, donde los otros estaban amontonados, y puso su mano sobre la testera. Era el Secretario: la solemnidad del triunfo casi puso recta su boca.

Syme continuaba forcejeando sobre el volante. No se o�a m�s ruido que el de los dem�s perseguidores que ya entraban, cabalgando, por la ciudad. De pronto, con un chirrido de hierros enmohecidos, el auto salt�. El Secretario fue arrancado de la montura como cuchillo que sale de la vaina; y, arrastrado por el movimiento del auto por espacio de veinte pasos, entre terribles sacudidas, qued� al fin tendido en mitad de la carretera, lejos del espantado caballo. Cuando, con espl�ndida curva, el auto dobl� la esquina, se vio salir por el otro extremo la fuerza anarquista, que en un instante llen� la calle y acudi� en socorro de su jefe.

—No me explico como ha oscurecido tanto —dijo al fin el Profesor en voz baja.

—Probablemente va a caer un chubasco —contest� el Dr. Bull—. Es l�stima que no traigamos linterna en el auto para alumbrar el camino.

—S�, traemos una —dijo el Coronel, y sac� de bajo los asientos una linterna pesada, anticuada, de hierro forjado. Era una verdadera antig�edad. Se ve�a que hab�a servido para alg�n objeto religioso; en una de sus caras ten�a una tosca cruz.

—�De d�nde ha sacado usted eso? —pregunt� el Profesor.

—De donde he sacado el auto —contest� el Coronel sonriendo—, de la casa de mi mejor amigo. Mientras que nuestro amigo Syme estaba luchando con el volante, corr� a la puerta de la casa, donde, como usted recordar�, Renard nos ve�a partir. "�No habr� tiempo de conseguir una linterna?", le pregunt�. �l, siempre amable, alz� los ojos hacia el hermoso arco del vest�bulo. All� suspendida de una rica cadena de hierro, estaba esta linterna, que es uno de los muchos tesoros de la casa Renard. Me la dio, y yo la met� en el auto. �Ten�a yo raz�n al asegurar a ustedes que val�a la pena acercarse al Dr. Renard?

—Ten�a usted raz�n —dijo Syme, y colg� la linterna en la testera. El moderno autom�vil, guiado por la luz de la linterna eclesi�stica, era, a la vez que un contraste, toda una alegor�a.

A esto pasaban por la parte m�s quieta de la ciudad. Apenas encontrar�an uno o dos transe�ntes, que no podr�an darles idea cabal del aire favorable u hostil de la poblaci�n. Pero ya las ventanas empezaban a iluminarse, lo cual daba una impresi�n de tierra habitada y humanitaria. El Dr. Bull, volvi�ndose hacia el Inspector, que hab�a sido el gu�a durante la fuga, se permiti� una de sus sonrisas tan amables y naturales.

—Estas luces alegran.

El Inspector Ratcliffe frunci� el ce�o.

—S�lo una luz puede alegrarme —dijo—, y es la del puesto de polic�a que creo distinguir al otro extremo de la ciudad. Dios quiera que lleguemos all� antes de diez minutos.

El buen sentido, el optimismo de Bull, se sublevaron.

—Todo eso es locura —exclam�—; si usted se figura que todas esas casas est�n llenas de anarquistas, est� usted m�s loco que un anarquista. Si hici�ramos frente a esos sujetos toda la poblaci�n combatir�a al lado nuestro.

—No —dijo el otro con desconcertante sencillez—. Toda la ciudad combatir�a al lado de ellos. Lo va usted a ver.

Mientras esto hablaban, el Profesor, inclinado, escuchaba con gran inquietud.

—�Qu� ruido es �se? —pregunt�.

—Supongo que es la caballer�a —dijo el Coronel—. Cre� que ya la hab�amos dejado muy atr�s.

Apenas hab�a dicho esto, cuando por la bocacalle de enfrente, vieron pasar a todo correr dos objetos brillantes que hac�an un ruido pesado. Aunque pasaron muy de prisa, todos se dieron cuenta de que eran dos autos. El Profesor, p�lido, jur� que eran los otros dos autos del garage del Dr. Renard.

—Aseguro a ustedes que son los mismos —insisti� con asombrados ojos—. Y est�n llenos de enmascarados.

—Eso es absurdo —dijo el Coronel con disgusto—. El Dr. Renard nunca hubiera consentido...

—Bien pueden haberle obligado —le interrumpi� Ratcliffe con intenci�n—. Todo el pueblo est� con ellos.

—Pero �es posible que crea usted eso? —pregunt� el Coronel.

—Y usted lo creer� tambi�n dentro de poco, —dijo el otro con la tranquilidad de la desesperaci�n. Hubo un silencio, y el Coronel dijo al fin:

—No, no puedo creerlo. Es muy absurdo. �Todo el pueblo de una pac�fica ciudad de Francia!...

Pero le interrumpi� una detonaci�n y un fulgor que pareci� estallar en sus ojos. En su vertiginosa carrera, el auto dej� tras de s� una mota de humo en el aire. Syme hab�a o�do silbar una bala.

—�Dios m�o! —dijo el Coronel—. Han disparado sobre nosotros.

—Pero no por eso se interrumpa usted —dijo Ratcliffe, como con encono—. Contin�e usted, Coronel. Hablaba, creo, del honrado pueblo de una pac�fica ciudad de Francia.

El asombrado Coronel no estaba para reparar en burlas. Recorr�a la calle con la mirada, diciendo:

— �Es extraordinario, es de lo m�s extraordinario!

—Y hasta de lo m�s desagradable, para decirlo con toda exactitud —observ� Syme—. Pero me imagino que esas luces que se ven al t�rmino de la calle son las luces del puesto de polic�a. Ya vamos a llegar.

—No —dijo el Inspector Ratcliffe—, nunca llegaremos.

Se hab�a incorporado y escrutaba el horizonte. Despu�s se sent�, alis�ndose los tersos cabellos con un adem�n de cansancio.

—�Qu� quiere usted decir? —le pregunt� Bull con aspereza.

—Quiero decir que nunca llegaremos al puesto —repiti� el pesimista con cierto matiz de placidez—. Ya por todo el camino han formado dos filas armadas. Se les puede ver desde aqu�. La ciudad se levanta en armas como yo lo ven�a diciendo. No me queda m�s que sumergirme c�modamente en la agradable emoci�n que me causa el �xito de mis previsiones.

Y Ratcliffe se arrellan� c�modamente en el asiento y encendi� un cigarrillo, mientras que los otros se incorporaban espantados, para explorar a su vez la carretera. Syme hab�a comenzado a morigerar la carrera al ver que los planes eran dudosos. Acab� por parar el auto en la esquina de una calle que bajaba en r�pida cuesta hacia el mar.

Aunque la ciudad estaba envuelta en sombras, el sol aun no se ocultaba del todo. Donde aun tocaban sus �ltimos reflejos, se ve�an como unas llamas doradas. En lo alto de la calle lateral, la �ltima luz brillaba en una franja viva y estrecha como la proyecci�n de luz artificial en los teatros, y daba de lleno sobre el auto que parec�a arder. Pero en el resto de la calle, y especialmente en los extremos, hab�a una penumbra tan cargada, que por un momento los cinco fugitivos no pudieron ver cosa alguna. Syme, que era el de mejor vista, lanz� un siseo amargo y dijo:

—Es verdad. Hay una multitud, o un ej�rcito, o algo parecido, al extremo de la calle.

—En ese caso —dijo Bull con impaciencia—, ser� por alguna otra causa: alg�n simulacro, el aniversario del alcalde o cosa semejante. Yo no quiero ni pudo admitir que la honrada gente de Dios, y en un lugar como �ste, ande por las calles con los bolsillos atestados de dinamita. Avancemos un poco, Syme, y examinemos eso de cerca.

El auto se arrastr� unos veinte pasos, y entonces el Dr. Bull solt� una carcajada estrepitosa:

—�Oh, hatajo de imb�ciles! —exclam�—. �Qu� dec�a yo? Esa multitud est� m�s dentro de la ley que un manso cordero. Y aun cuando as� no fuera, est�n de nuestra parte.

—�C�mo lo sabe usted? —pregunt� el Profesor.

—Pero �est� usted m�s ciego que un murci�lago? —contest� Bull— �No est� usted viendo qui�n los conduce?

Todos aguzaron la vista. Y el Coronel, con voz turbada, exclam�:

—�C�mo? �Es Renard!

En efecto: unas sombras corr�an al extremo de la calle; apenas se las pod�a distinguir. Lejos, lo bastante ya para entrar en la zona de luz, se ve�a al inconfundible Dr. Renard yendo de aqu� para all�. Llevaba un sombrero blanco que contrastaba con sus barbas negras, y en la mano izquierda un rev�lver.

—�Qu� loco he sido! —exclam� el Coronel—. Claro, el excelente amigo ha corrido en nuestro auxilio.

El Dr. Bull se ahogaba de risa, y bland�a la espada con descuido, como quien juega con un bast�n. Salt� del auto y corri� calle arriba, gritando:

—�Dr. Renard! �Dr. Renard!

Un instante despu�s, Syme pens� que hasta los ojos se le hab�an vuelto locos. �Qu� hab�a visto? El filantr�pico Dr. Renard, apuntando deliberadamente sobre Bull, hab�a hecho dos disparos. La doble detonaci�n reson� por la calle.

Casi al mismo tiempo que el humo blanco de aquella incre�ble explosi�n, el c�nico Ratcliffe sacaba de su cigarrilo otra nube blanca. Estaba, como los dem�s, algo p�lido, pero sonre�a. El Dr. Bull, a quien casi las balas le hab�an rozado la cabeza, se qued� inm�vil en mitad de la calle sin dar se�ales de miedo. Despu�s se. volvi� lentamente y trep� al auto. Volv�a con dos agujeros en el sombrero.

—Y bien —dijo lentamente el fumador—. �Qu� opina usted ahora?

—Que me parece —dijo el Dr. Bull con precisi�n—, que estoy en mi cama, en el N� 217 de Peabody Buildings, y que de un momento a otro voy a despertar sobresaltado. Y si no, que estoy metido en una celdita acolchada de Hanwell, y que el m�dico me considera como caso desesperado. Pero si quiere usted saber lo que me parece, voy a dec�rselo: no me parece posible lo que a usted le parece posible. Yo no puedo admitir, ni admitir� nunca, que la masa humana sea un conglomerado de abominables pensadores modernos. No, se�or m�o, yo soy dem�crata; no puedo admitir que el Domingo sea capaz de convertir a sus doctrinas a un pobre pe�n o bracero. No: yo podr� estar loco, pero la humanidad no est� loca.

Syme volvi� hacia Bull sus ojos azules con una vivacidad de emoci�n que era rara en �l:

—Es usted, un hombre excelente —le dijo—. Es usted capaz de creer en la cordura de los dem�s, como cosa distinta de la propia cordura. Juzga usted bien a la Humanidad, cuando se refiere a los campesinos, a la gente humilde como aquel hermoso anciano de la posada. Pero no tiene usted raz�n en el caso de Renard. Yo desconfi� de �l desde el primer instante. Es un nacionalista: y lo que es peor es un rico. S�lo los ricos se atrever�n a destruir el deber y la religi�n.

—Y aqu�, la verdad, podemos darlos por destruidos —dijo el impertinente fumador, y se puso de pie con las manos en los bolsillos—. He aqu� que los demonios se acercan.

Todos miraron ansiosamente en direcci�n a la so�adora mirada de Ratcliffe: el regimiento comenzaba a avanzar desde el extremo de la calle. A su cabeza marchaba decidido el Dr. Renard, la barba agitada por el viento.

El Coronel salt� del auto con una exclamaci�n:

—Caballeros —dijo—, esto es incre�ble. Parece una broma. �Si conocieran a Renard como yo le conozco!... Esto es como ver a la Reina Victoria convertida en dinamitera. �Si ustedes tuvieran en la cabeza la menor idea del car�cter de ese hombre!...

—El Dr. Bull —dijo Syme, sard�nico—, la tiene por lo menos en el sombrero.

—Les digo a ustedes que es imposible —exclamaba el Coronel pateando de rabia—. Renard tendr� que explicarse, tendr� que explicarme lo que pasa—. Y avanz� r�pidamente hacia el enemigo.

—No se moleste usted —murmur� el del cigarrillo—. �Si ya va a venir �l a explic�rnoslo!

Pero ya el impaciente Coronel no pudo o�rle, y sigui� avanzando. Y he aqu� que el Dr. Renard, ardoroso, apunta otra vez con la pistola. Pero, advirtiendo que se trata del Coronel, vacila, y en tanto el Coronel se le acerca, haciendo ademanes fren�ticos de protesta.

—Es in�til —dijo Syme— nada obtendr� de ese viejo can�bal. Propongo que nos arrojemos sobre ellos con el auto, tan r�pidos como las balas que le agujerearon el sombrero a Bull. Nos matar�n a todos, pero mataremos buen n�mero.

—No —dijo el Dr. Bull, cuyo acento vulgar parec�a acentuarse con la sinceridad de su virtud—, no; esa pobre gente padece un error. Demos tiempo a que el Coronel se explique.

—�Debemos retroceder entonces? —pregunt� el Profesor.

—No —dijo Ratcliffe fr�amente—, el otro extremo de la calle est� tomado tambi�n. Y si no me enga�o, Syme, all� me parece ver a otro amigo de usted.

Syme hizo girar el auto con mucha destreza, dando ahora frente al camino recorrido. En la penumbra, se ve�a avanzar al galope a un cuerpo irregular de caballer�a. El jinete que ven�a a la cabeza, tra�a una espada en la mano, a juzgar por el reflejo de plata. Cuando se hubo acercado m�s, se vio tambi�n el reflejo de plata de sus cabellos. Entonces con terrible violencia, Syme volvi� otra vez el auto y lo lanz� cuesta abajo hacia el mar, como hombre que s�lo quiere la muerte.

—Pero �qu� demonios le pasa a usted? —grit� el Profesor colgado a su brazo.

—�Que se ha ca�do la estrella de la ma�ana! —dijo Syme, mientras el auto rodaba hacia abajo, como otra estrella.

Los otros, no lo entendieron. Pero, volviendo la vista, vieron venir por la cuesta la caballer�a enemiga. A su cabeza, cabalgaba el buen posadero, envuelto en los inocentes resplandores del d�a moribundo.

—�El mundo se ha vuelto loco! —gimi� el Profesor ocultando el rostro entre las manos.

—No —dijo el Dr. Bull con adamantina humildad— soy yo quien se ha vuelto loco.

—�Qu� haremos? —pregunt� el Profesor.

—En este momento —contest� Syme con cient�fico desinter�s— lo que vamos a hacer es estrellarnos contra un poste de luz el�ctrica.

Y en efecto, un instante despu�s, el auto chocaba con catastr�fico esc�ndalo contra un objeto de hierro. Otro instante m�s, y los cuatro hombres sal�an de entre los escombros de un caos met�lico, y el poste que los hab�a detenido al borde de la avenida yac�a torcido como el tronco de un �rbol roto.

—�Vaya, algo hemos destrozado —dijo el Profesor con leve sonrisa—. Siempre es un consuelo.

—Tambi�n usted se est� volviendo anarquista —dijo Syme limpi�ndose la ropa por un impulso habitual de asco.

—Todo el mundo lo es ya —dijo Ratcliffe.

Entre tanto, el posadero de los cabellos blancos y su ej�rcito ca�an como un trueno por la calle, mientras que, a lo largo del mar, un cord�n de siluetas negras acud�a gritando. Syme asi� una espada con los dientes, cogi� otras dos bajo el brazo, otra con la izquierda y la linterna en la derecha, y salt� de la avenida a la playa baja.

Los otros saltaron tras �l, con t�cita aceptaci�n, dejando a sus espaldas los restos del auto y el confuso gent�o.

—Nos queda una probabilidad favorable —dijo Syme quit�ndose de la boca el acero—. Sea lo que fuere este pandem�nium, la polic�a nos ayudar�. Aqu� no podemos quedarnos, porque nos han cortado los caminos; pero en aquel rompeolas que entra en el mar podremos defendernos mejor, como Horacio Cocles en el puente. All� nos mantendremos hasta que la polic�a nos socorra. S�ganme ustedes.

Le siguieron descendiendo la playa, y pronto sintieron bajo sus plantas, en vez de la arena marina, unas piedras de pavimento. Adelantaron por el malec�n bajo, largu�simo, que se met�a en la mar hirviente a modo de brazo. Cuando alcanzaron el extremo, comprendieron que hab�an llegado al fin de sus trabajos. Se volvieron a contemplar la ciudad.

La ciudad estaba transformada, toda revuelta. A lo largo de la avenida de donde hab�an saltado a la playa, se ve�a correr gente rumorosa que gesticulaba, agitaba los brazos y los miraba con ferocidad.

En la masa oscura aparec�an manchones de luz, antorchas, linternas. Pero aunque la luz no iluminaba los rostros enardecidos, hasta en la silueta m�s distante, hasta en el menor adem�n, se adivinaba un odio organizado. Era evidente que la maldici�n de todos, hab�a ca�do sobre los perseguidos, sin que �stos comprendieran por qu�.

Dos o tres hombres, peque�os y negros como unos monos, saltaron de la avenida del muelle a la playa, y se metieron por la arena gritando horriblemente e intentando ganar el rompeolas por el lado del mar. El ejemplo fue seguido por otros, y toda la masa negra empez� a derramarse del parapeto abajo como una negra mermelada.

Entre los primeros Syme pudo distinguir al campesino del carro. Hab�a entrado en la resaca montado en un gran caballo de tiro, y bland�a el hacha amenaz�ndolos.

—�El campesino! —exclam� Syme—. �Los campesinos que no se hab�an sublevado desde la Edad Media!...

—Aun cuando la polic�a acudiera —dijo el Profesor—, no podr�a contra esta turba.

—�Locura! —dijo Bull desesperado—; necesariamente queda en la ciudad alg�n ser humano.

—No —dije el pesimista Inspector—. Somos los �ltimos representantes de la humanidad.

—Puede ser —dijo el Profesor con aire vago; despu�s, con voz so�adora, a�adi�—: �C�mo dice el fin de la Dunciada?:

Ya ni el fuego p�blico ni el privado se miran brillar. Ya ni humana luz ni resplandores divinos. �Mirad! Tu negro imperio, oh Caos, es restaurado. Muere toda luz ante tu verbo aniquilador. Tu mando, grande Anarca, deja caer la cortina. �Y todo lo envuelve la noche universal!

—�Silencio! —grit� Bull de pronto—. He all� a la polic�a.

Las ventanas iluminadas del piso bajo, en la estaci�n de polic�a, se ve�an obstruidas al paso apresurado de los hombres. En medio de la oscuridad se oy� el repiqueteo y rumor de la caballer�a disciplinada.

—�Est�n cargando sobre la multitud —dijo Bull casi en �xtasis.

—No —observ� Syme—, est�n form�ndose a lo largo del malec�n.

—�Y se echan la carabina a la cara! —grit� Bull danzando de alegr�a.

—S� —a�adi� Ratcliffe—, y van a disparar sobre nosotros.

Apenas dicho esto, se oy� una prolongada descarga, y las balas cayeron como granizo sobre las piedras del dique.

—�Los gendarmes est�n con ellos! —grit� el Profesor golpe�ndose la frente.

—Soy yo el que est� en la celda acolchada, no me cabe duda, —dijo Bull con convicci�n.

Hubo un largo silencio.

Ratcliffe, considerando el turgente mar gris y p�rpura dijo:

—�Y qu� importa averiguar qui�n es el cuerdo y qui�n el loco? Pronto estaremos muertos todos.

—�De modo que ha perdido usted toda esperanza? Mr. Ratcliffe permaneci� mudo como una estatua. Al fin dijo tranquilamente:

—No, por muy extra�o que parezca, no he perdido toda esperanza. Me queda una vaga, imposible esperanza que no puede abandonarme. Parece que todas las fuerzas del planeta se han conjurado contra nosotros. Y me pregunto c�mo es posible que a�n me quede esa vaga luz de esperanza.

—�Y en qu� o en qui�nes funda usted su esperanza? —pregunt� Syme con curiosidad.

—En un hombre a quien nunca he visto —contest� el otro contemplando el plomizo mar.

—Ya se a quien se refiere usted —dijo Syme con voz grave. Al hombre del cuarto oscuro. Pero a estas horas es posible que haya perecido en manos del Domingo.

—Tal vez —dijo el otro—. En todo caso, es al �nico que le habr� costado trabajo matar.

—Ya oigo lo que hablan ustedes —intervino el Profesor vuelto de espaldas—. Yo tambi�n tengo confianza en ese hombre a quien nunca he visto.

De pronto, Syme, que parec�a sumido en reflexiones, dijo, volvi�ndose como el que despierta de un sue�o.

—�D�nde est� el Coronel? Cre�a yo que estaba con nosotros.

—�El Coronel! �Es verdad! —dijo Bull—. �D�nde est� el Coronel?

—Fue a hablar con Renard —dijo el Profesor.

—No podemos abandonarlo entre esos brutos —dijo Syme—. Muramos como caballeros, si...

—No compadezcamos al Coronel —a�adi� Ratcliffe con mordacidad—. Est� muy a gusto a estas horas. Est�...

—�No, no, no! —grit� Syme fren�tico—. �El Coronel, no! �De �se no puedo creerlo!

—Entonces �dar� usted cr�dito a sus propios ojos? — dijo el otro se�al�ndole un punto de la plaza.

Muchos se hab�an metido al agua y los amenazaban con los pu�os. Pero la resaca estaba fuerte y no pod�an llegar al dique. Sin embargo, dos o tres avanzaban con precauciones por los escalones de piedra. La luz de la linterna dio por casualidad sobre la cara de los dos que ven�an al frente. Uno de ellos llevaba antifaz negro, y torc�a la boca en gesto nervioso, de modo que la mota de la barba iba de aqu� para all� con inquietud viviente. En el otro, reconocieron la cara encendida y el bigote blanco del Coronel Ducroix. Ambos conferenciaban acaloradamente.

—Si, tambi�n �l se nos fue —dijo el Profesor dej�ndose caer sentado sobre una piedra—. Todos nos traicionan. Yo tambi�n me traiciono. Ya no gobierno la m�quina de mi cuerpo. Temo que mi propia mano me de un cachete.

—Cuando la m�a se mueva —dijo Syme— ser� para pegarle a otro.

Y se adelant� hacia el Coronel con el sable en una mano y la linterna en la otra.

Como para destruir la �ltima esperanza o sospecha, el Coronel, al verlo venir, le apunt� con el rev�lver y dispar�. El tiro no hizo blanco en Syme, pero s� en la espada, rompi�ndola cerca del pu�o. Syme se lanz�, blandiendo la linterna sobre su cabeza.

——�Oh Judas y Herodes! —grit�.

Y derrib� al Coronel sobre las piedras del dique. Volvi�se despu�s al Secretario, cuya horrible boca estaba ahora echando espuma, y levant� la linterna con tal adem�n que el otro se qued� inm�vil y escuch�.

—�Ves esta linterna. —grit� Syme con voz terrible— �Ves esta cruz grabada, ves la luz interior? No la grabasteis, no la encendisteis vosotros, sino hombres mejores que vosotros. Hombres capaces de creer y de obedecer, son los que torcieron las entra�as de hierro y preservaron la leyenda del fuego. Las calles por donde pas�is, los trajes con que os vest�s, todo fue hecho como esta linterna, por un acto de negaci�n contra vuestra filosof�a de suciedades y ratones. Destruir�is a la humanidad, destruir�is el mundo. Contentaos con eso. Pero esta antigua linterna cristiana no la destruir�is. Ir� a dar a un sitio en que vuestro imperio de monos ser� incapaz de rescatarla.

Y descarg� la linterna sobre el Secretario de modo que la hizo bambolear: despu�s, d�ndole dos vueltas sobre su cabeza, la arroj� al mar. La linterna lanz� su �ltimo destello, como un cohete, y desapareci�.

—�Espadas! —aull� Syme, volviendo el inflamado rostro a sus compa�eros— Carguemos sobre estos perros. Ha llegado la hora de morir.

Sus tres compa�eros acudieron a �l, espada en mano. La espada de Syme estaba rota pero, derribando a un pescador, le arrebat� una porra. Y en un instante hubieran quedado muertos al arrojarse sobre la enfurecido turba, cuando sobrevino algo inesperado. El Secretario, al o�r el discurso de Syme se hab�a quedado como aturdido, con las manos en la cabeza. S�bitamente se arranc� el antifaz. Su p�lida cara, expuesta a la luz de los reverderos, m�s que rabia expresaba asombro. Levant� las manos con ansioso gesto autoritario:

—Aqu� hay un error. Mr. Syme —dijo—. Me parece que no se da usted cuenta de su situaci�n: yo le arresto a usted en nombre de la ley.

—�De la ley? —exclam� Syme dejando caer su clava.

—�Naturalmente! —dijo el Secretario— Soy detective de Scotland Yard. Y sac� del bolsillo una tarjetita azul.

—�Pues qu� cree usted que somos nosotros? —pregunt� el Profesor levantando los brazos al cielo.

—�Ustedes? —dijo el Secretario con tono glacial—. Ustedes son, seg�n me consta por los hechos, miembros del supremo Consejo Anarquista. Yo, disfrazado como uno de ustedes...

El Dr. Bull arroj� al mar su espada.

—Nunca ha habido Consejo Supremo Anarquista —dijo—. Todos �ramos un hatajo de imb�ciles polic�as acech�ndose mutuamente. Y toda esta honrada gente que nos ha venido acribillando a tiros, nos ten�a por dinamiteros. Ya sab�a yo que no pod�a equivocarme al juzgar a las multitudes humanas —a�adi� lanzando una mirada radiante sobre el gent�o que se agolpaba a uno y otro lado de la playa—. La gente vulgar nunca es loca: �si lo sabr� yo que soy uno de esos! Y, ahora, a tierra: pago de beber a todo el mundo.

CAP�TULO XIII

EN PERSECUCI�N DEL PRESIDENTE

A la ma�ana siguiente, cinco camaradas tan alegres como fatigados tomaban el barbo rumbo a Dover. Al pobre Coronel le sobraban razones para quejarse, primero por haber tenido que pelear por dos bandos ficticios, y luego por el linternazo que recibi�. Pero era un caballero magn�nimo y, content�simo de saber que ninguna de las dos partes ten�a relaciones con la dinamita, sali� a despedirlos hasta el dique con mucha gentileza.

Los cinco reconciliados detectives ten�an mil explicaciones mutuas que darse; el Secretario le explicaba a Syme c�mo se hab�an enmascarado para que los anarquistas los tomaran por gente de su bando. Syme explicaba por qu� �l y sus amigos, aunque en pa�s civilizado, hab�an optado por la fuga. Pero sobre toda esta monta�a de menudencias explicables, se levantaba la cuesti�n central, inexplicable. �Qu� significaba todo aquello? Si todos ellos eran unos inofensivos agentes �qu� cosa era el Domingo? Si �ste no se hab�a apoderado del mundo —aunque parec�a capaz— �qu� era lo que hac�a? Sobre este punto, el inspector Ratcliffe persist�a en sus temores.

—Como ustedes —dec�a—, tampoco yo entiendo el juego del Domingo. Pero sea �ste lo que fuere, yo aseguro que no es un ciudadano sin tacha. �Qu� diablo! Basta recordar aquella cara.

—Confieso —contest� Syme— que a m�...

—Bueno —dijo el Secretario—, pronto lo volveremos a ver y sabremos a qu� atenernos, porque ma�ana es la pr�xima junta general. Y ustedes me perdonar�n —dijo con sus fan�tica sonrisa— que est� al corriente de mis deberes de Secretario.

—S� —reflexion� el Profesor—, creo que tiene usted raz�n; creo que s�lo de �l mismo podremos recibir la revelaci�n de este misterio. Pero confieso que, por mi parte, me espanto ante la sola idea de preguntarle al Domingo qu� casta de p�jaro es �l.

—�Por qu�? —pregunt� el Secretario—. �Por miedo a las bombas?

—No —dijo el Profesor—, Por medio a que nos diga qui�n es.

—Es hora de beber un poco, se�ores —dijo el Dr. Bull despu�s de un silencio.

Durante todo su viaje en el barco y el tren, mantuvieron una jovialidad comunicativa; pero, instintivamente, procuraban no separarse.

El Dr. Bull, que era siempre el optimista de la partida, trat� de persuadir a los otros, al llegar a Victoria, de que ir�an c�modos en un cochecillo de dos ruedas, pero no prevaleci� su opini�n. Decidieron tomar un coche de cuatro ruedas. El Dr. Bull iba en el pescante, cantando.

Acabaron la jornada en un hotel de Picadilly Circus, con objeto de estar cerca de Leicester Square para el almuerzo del d�a siguiente.

Pero a�n no hab�an terminado las aventuras de aquel d�a. El Dr. Bull no contento con la proposici�n de meterse en cama, hab�a salido del Hotel cerca de las once, a fin de admirar y gustar las bellezas londinenses. A los veinte minutos volvi�, armando un esc�ndalo en el vest�bulo. Syme, que procuraba calmarlo, se vio obligado a escuchar los grandes cosas que el otro se empe�aba en contarle.

—�Lo he visto! �Le digo a usted que lo he visto! —dec�a el Dr. Bull con �nfasis.

—�A qui�n? —le pregunt� Syme— �no ser� al Presidente?

—No, no tengo tan mala suerte —dijo el Dr. Bull con inoportuna hilaridad—. Y aqu� lo traigo conmigo.

—Pero �a qui�n trae usted? —respondi� Syme con inter�s.

—�Al hombre peludo! —respondi� el otro—. Es decir al que era peludo y ya no lo es, a Gogol. Aqu� est�.

Y Bull hizo entrar, casi a empellones, al joven que cinco d�as antes hab�a salido del Consejo metamorfoseado en un hombre de cabellos rubios y cara p�lida: e! primero de los falsos anarquistas que hab�a sido desenmascarado.

—�Para qu� me molestan? —exclam�—. �No me han desterrado ya de su c�rculo, por esp�a?

—�Si todos somos esp�as! —cuchice� Syme a su o�do.

—�Si todos somos esp�as! —grit� el Dr. Bull—. Venga usted a echar un trago con nosotros.

A la ma�ana siguiente, el batall�n de los seis aliados se encamina impasible hacia el hotel de Leicester Square.

—Esto ya va mejor —dijo el Dr. Bull—, Somos seis para pedirle a uno que confiese claramente sus verdaderos prop�sitos.

—No lo veo tan f�cil —dijo Syme—, somos seis para pedirle a uno que nos explique lo que realmente nos proponemos nosotros.

Entraron en silencio en la plaza de Leicester, y aunque el Hotel quedaba en la esquina opuesta, pudieron distinguir el balc�n-terraza, y en �l un bulto de hombre excesivo para las dimensiones del hotel. Aquel hombre estaba solo, sentado junto a una mesa, leyendo su peri�dico, con la cabeza ligeramente inclinada, al descuido. Pero sus consejeros, congregados para derrocarlo, cruzaron la plaza como si los estuviera acechando con un centenar de ojos.

Hab�an estado discutiendo mucho la l�nea de conducta que hab�an de seguir: si convendr�a dejar fuera al desenmascarado Gogol y comenzar diplom�ticamente, o si lo traer�an consigo, acercando de una vez la p�lvora al fuego. Esta �ltima t�ctica, mantenida por Syme y Bull, fue la que prevaleci� al fin, aunque el Secretario estuvo alegando hasta el �ltimo instante que no hab�a por qu� atacar al Domingo con tanta temeridad.

—Mis razones son muy sencillas —hab�a dicho Syme—. Lo ataco con tanta temeridad, por lo mismo que le temo tanto.

Todos siguieron silenciosamente a Syme por la oscura escalera, y todos irrumpieron a un tiempo a la luz del sol matinal y a la luz de la sonrisa del Domingo.

—�Encantado! —exclam� �ste—. �Encantado de ver a todos reunidos! Qu� d�a m�s espl�ndido, �verdad? Y qu� �ha muerto el Zar?

El Secretario, que hab�a quedado frente a �l, concret� su esp�ritu para responder con dignidad:

—No, se�or —dijo en�rgicamente—. No ha habido efusi�n de sangre. No le traigo a usted noticias de tan desagradables espect�culos.

—�Tan desagradables espect�culos? —pregunt� el Presidente con brillante e inquisitiva sonrisa— �Se refiere usted a las gafas^* del Dr. Bull?

El Secretario se qued� un instante desconcertado, y en tanto el Presidente dijo con tono conciliador:

—S�, todos tenemos nuestras opiniones y nuestra manera de ver las cosas; pero, francamente, llamarles desagradables delante del interesado...

El Dr. Bull se quit� las gafas, y rompi�ndolas sobre la mesa, exclam�:

—Mis gafas ser�n todo lo abominables que se quiera, pero yo no: m�reme usted a la cara.

—S�, tiene usted la cara que la naturaleza le da a uno: la que la naturaleza le ha dado a usted. No he de ser yo quien discuta los frutos silvestres del �rbol de la Vida. Tambi�n a m� se me puede poner as� un d�a la cara...

—No podemos perder tiempo en bufonadas —dijo el Secretario impacient�ndose—. Hemos venido a preguntarle a usted qu� significa todo esto. �Qui�n es usted? �Qu� es usted? �Por qu� nos ha reunido usted aqu�? �Sabe usted qui�nes somos y qu� somos nosotros? �Es usted un gracioso que se divierte en hacer de conspirador, o un hombre de talento que se hace el loco? Cont�steme usted, se lo exijo.

—Los candidatos —repuso el Domingo— s�lo est�n obligados a responder ocho de las diecisiete preguntas del cuestionario. Seg�n creo haber entendido, ustedes desean que les diga yo qu� soy y qu� son ustedes, y qu� es esta mesa, y qu� este Consejo, y qu� es este mundo en general. Pues bien: consiento por lo menos en descubrir el velo de uno de estos misterios. Si ustedes quieren saber lo que son, tengan por sabido que son una colecci�n de asnos j�venes, animados de las mejores intenciones.

—Y usted —interrog� Syme acerc�ndosele— �qu� cosa es usted?

—�Yo? �Qu� soy yo? —rugi� el Presidente, levant�ndose poco a poco a una incre�ble altura, como una ola que amenazara envolverlos—. Quieren saber qu� soy �no es verdad? Bull, usted es un hombre de ciencia: escarbe las ra�ces de esos �rboles y p�dales su secreto. Syme, usted es un poeta: contemple usted esas nubes de la ma�ana y d�game o d�ganos la verdad que encierran. Oigan ustedes lo que les digo: antes descubrir�n el secreto del �ltimo �rbol y de la nube m�s remota, que mi secreto. Antes entender�n ustedes el mar: yo seguir� siendo un enigma. Averiguar�n ustedes lo que son las estrellas: no averiguar�n lo que soy yo. Desde el principio del mundo todos los hombres me han perseguido como a un lobo, los reyes y los sabios, los poetas como los legisladores, todas las iglesias y todas las filosof�as. Pero nadie ha logrado cazarme. Los cielos se desplomar�n antes que yo me vea reducido a los �ltimos aullidos. A todos los he hecho correr m�s de la cuenta. Y lo voy a seguir haciendo.

Y sin dar tiempo a que los otros lo impidiesen, el monstruo, como un gigantesco orangut�n, se decolg� por la balaustrada del balc�n. Pero, antes de dejarse caer, se iz� como en los ejercicios de barra fija, y sacando la mand�bula inferior a la altura de la balaustrada, dijo solemnemente:

—Una cosa puedo deciros, sin embargo: yo soy el hombre del cuarto oscuro que os ha hecho a todos polic�as. Y se descolg� definitivamente, rebotando sobre el pavimento como una pelota. A grandes saltos alcanz� la esquina de la Alhambra, hizo se�as a un coche, trep� en �l y desapareci�.

Los seis detectives, al o�r las �ltimas palabras, se hab�an quedado fulminados y l�vidos. Cuando el coche desapareci�, Syme recobr� su sentido pr�ctico, y saltando desde el balc�n a riesgo de romperse las piernas, hizo parar otro coche.

�l y Bull subieron juntos al coche, el Profesor y el Inspector se acomodaron en otro, y el Secretario y el antes llamado Gogol en un tercer coche, a tiempo apenas para seguir al volador Syme, que iba, a su vez, en seguimiento del alado Presidente...

El Domingo los arrastr� en loca carrera hacia el noroeste. Su cochero, sin duda bajo la influencia de alicientes extraordinarios, hac�a correr desesperadamente al caballo. Pero Syme, que no estaba para andarse con miramientos, se puso de pie en el coche y empez� a gritar:

—�Al ladr�n!

Empez� a acudir gent�o, y la polic�a a intervenir e interrogar. Esto produjo su efecto en el cochero del Presidente, que comenz� a vacilar y a morigerar la carrera. Abri� el postigo para explicarse con su cliente y, al hacerlo as�, abandon� un instante el l�tigo. El Domingo se levanta, se apodera del l�tigo, y fustiga al caballo y lo arrea con gritos estent�reos. Y el coche rueda por esas calles como un hurac�n. Y calle tras calle y plaza tras plaza volaba el estrepitoso veh�culo, el cliente azuzando el caballo y el cochero tratando de sofrenarlo. Los otros tres coche iban detr�s como unos sabuesos jadeantes, disparados por entre calles y tiendas, verdaderas flechas silbadoras.

En el punto m�s vertiginoso de la carrera, el Domingo se volvi� y sacando fuera del coche su inmensa cara gesticulante, mientras el viento desordenaba sus canas, hizo a sus perseguidores una mueca horrible como de pilluelo gigantesco. Despu�s, alzando r�pidamente la mano, lanz� a la cara de Syme una bola de papel, y desapareci� dentro del coche. Syme, para evitar el objeto, lo atrap� instintivamente con las manos: eran dos hojas comprimidas. Una dirigida a �l, y la otra al Dr. Bull, con un ir�nico chorro inacabable de letras a continuaci�n de su nombre. La direcci�n del mensaje al Dr. Bull era mucho mayor que el mensaje, pues �ste s�lo constaba de las palabras siguientes:

"�Qu� hay ahora de Mart�n Tupper?"

—�Qu� quiere decir este viejo mani�tico? —pregunt� Bull muy intrigado— y a usted Syme, �qu� le dice?

El mensaje de Syme era menos lac�nico:

"Nadie lamenta m�s que yo todo lo que huela a intervenci�n del Archidi�cono. Creo que las cosas no llegar�n a ese extremo. Pero, por �ltima vez �d�nde est�n sus chanclos? La cosa es muy grave, sobre todo despu�s de lo que ha dicho el t�o"

El cochero del Presidente parec�a haber recobrado el gobierno de su caballo, y los perseguidores pudieron ganar alg�n terreno al llegar a Edgware Road. Y aqu� aconteci� algo providencial para los aliados. El tr�fico estaba interrumpido, y algunos veh�culos se echaban a un lado apresuradamente, pues del fondo de la calle llegaba el ta�ido inconfundible de la bomba de incendios, que pocos segundos despu�s se vio pasar envuelta en un trueno de bronce. Pero he aqu� que el Domingo salta del coche, alcanza la bomba a todo correr, y se mete entre los asombrados bomberos. Se le vio perderse en la atronada lejan�a, haciendo ademanes de justificaci�n.

—�Tras �l! —grit� Syme—; ya no puede escapar. No es posible perder de vista una bomba de incendios.

Los tres cocheros, inm�viles un instante, fustigaron sus caballos, y pronto lograron disminuir la distancia que los separaba de su presa. El Presidente, al verlos cerca, se plant� en la parte posterior del coche, inclin�ndose repetidas veces y fingiendo que les besaba la mano. Finalmente, lanz� un papelito muy bien doblado sobre el pecho del Inspector Ratcliffe. Lo abri� �ste con impaciencia, y he aqu� lo que ley�:

"Huya usted al instante: el secreto de sus tirantes de resorte ha sido descubierto. —Un amigo".

La bomba de incendios caminaba rumbo al norte, entr�ndose por una regi�n desconocida. Al pasar a lo largo de una alta reja sombreada de �rboles, con gran sorpresa y con alg�n alivio por parte de los seis aliados, se vio al Presidente saltar fuera del veh�culo. Pero no pudieron comprender si esto obedec�a a un nuevo arrebato caprichoso, o si al fin se daba por vencido. Pero no: antes de que los tres coches llegasen al sitio, ya el Presidente hab�a saltado a la reja como un enorme gato gris. La escal� �gilmente, y desapareci� entre los tupidos follajes.

Syme mand� para su coche con un gesto de furia. Descendi�. Trep� a su vez a la reja. Ya hab�a pasado una pierna al otro lado, y los otros se dispon�an a seguirlo, cuando volvi� hacia ellos el rostro p�lida y descompuesto:

—�Qu� sitio es este? �Ser� la casa del maldito viejo? He o�do decir que ten�a una casa en el norte de Londres.

—Tanto mejor —dijo el amargo Secretario poniendo el pie en una barra—, lo cogeremos en su casa.

—No, no es eso —dijo Syme frunciendo el entrecejo—. Es que oigo un ruido horrible, como si se rieran todos los diablos y estornudaran y se sonaran las endiabladas narices.

—Ser�n sus perros que gru�en —dijo el Secretario.

—�Y por qu� no dice usted que son sus escarabajos que gru�en? —dijo Syme furioso— �O sus caracoles que gru�en? �O sus geranios que gru�en? �Ha o�do usted alguna vez que los perros gru�an de este modo?

Levant� la mano para imponer silencio, y de la espesura sali� un largo rugido que parec�a meterse bajo la epidermis y congelar la carne: un rugido siniestro que produc�a una palpitaci�n en el aire.

—Los perros del Domingo no son perros ordinarios —dijo Gogol estremecido.

Syme ya hab�a saltado adentro, pero a�n escuchaba con inquietud .

—Oigan ustedes. �Puede ser esto un perro?

Cundi� por el aire un grito de protesta, luego un doloroso clamor; y despu�s, lejos como un eco, algo como una trompeta nasal.

—Bien: esta casa parece ser un infierno —dijo el Secretario—. Aunque sea el mismo infierno yo he de entrar.

Y salt� la alta reja casi de un impulso. Los otros le siguieron. Cayeron en una mara�a de plantas y arbustos, y despu�s salieron a un andador.

No se ve�a nada extraordinario. De pronto el Dr. Bull grit�:

—�Qu� estupidos somos! �Si estamos en el Jard�n Zool�gico!

En tanto que miraban a todas partes buscando un rastro de su presa, un guardia pas� corriendo por la avenida, acompa�ado de un paisano.

—�Ha pasado por aqu�? —pregunt�.

—�Qui�n? —le dijo Syme.

—El elefante —contest� el guardia—. Un elefante que se ha puesto rabioso y ha escapado.

—Y ha escapado llevando en el lomo a un anciano —dijo el otro que apenas pod�a resollar—. �Un pobre se�or de cabellos blancos!

—�Qu� clase de anciano? —pregunt� Syme intrigado.

—Un anciano muy corpulento y muy gordo, que llevaba un traje gris —explic� el guardia.

—�Ah! —dijo Syme—. Si es �se, si est� usted seguro de que es un anciano gordo y corpulento vestido de gris, puede usted creer que el elefante no ha escapado con �l. Es �l quien ha escapado con el elefante. Dios no ha hecho todav�a un elefante que pueda arrastrar a ese hombre contra su voluntad... �Rayos y truenos! Helo all�.

No cab�a duda. En el prado, a unos doscientos pasos, seguido por una multitud que gritaba y gesticulaba, corr�a un enorme elefante gris con grandes zancadas, las trompa m�s r�gida que el baupr�s de un barco, y trompeteando como la trompeta del Juicio. Sobre los lomos del rugiente y presuroso animal, el Presidente Domingo iba sentado con toda placidez de un sult�n, azuzando furiosamente a la bestia con alg�n objeto agudo que llevaba en la mano.

—�Detenedlo, que se sale del jard�n! —gritaba la gente.

—�Qui�n va a detener un derrumbamiento —contest� el guardia—. Es in�til: �ya est� fuera del jard�n!

Y, en efecto, un tremendo rechinido y un vasto alarido de terror anunciaron que el elefante gris acababa de romper la puerta del Jard�n Zool�gico. Y despu�s se ech� por la calle Albany como un �mnibus nunca visto.

—�Dios poderoso! —grit� Bull—. Nunca cre� que un elefante corriera tanto, A los coches otra vez, s� queremos no perderlo de vista.

Corrieron hacia el punto por donde se hab�a escapado el elefante. Syme descubri� al paso todo un panorama de animales enjaulados. M�s tarde se sorprendi� de haberlos distinguido tan bien. Y recordaba, sobre todo, los pel�canos con su inmenso buche colgante, pregunt�ndose por qu� los pel�canos ser�an el s�mbolo de la caridad, a no ser por la caridad que se necesita para admirar a un pel�cano. Tambi�n recordaba un enorme c�lao que parec�a un gigantesco pico amarillo, pegado a un cuerpo insignificante de p�jaro. El conjunto le impresion� vivamente, haci�ndole pensar en la asiduidad con que la naturaleza se dedica a hacer caprichosos juegos. El Domingo les hab�a dicho que descubrir�an su secreto cuanto hubieran descubierto el secreto de todas las estrellas del cielo. Pero a Syme le parec�a que el secreto del c�lao, ni los arc�ngeles pod�an entenderlo.

Los seis desdichados polic�as distribuidos en los coches, se pusieron a seguir al elefante, compartiendo el terror que �ste iba sembrando por las calles. Esta vez Domingo no volvi� la cara, y ofreci� a sus perseguidores la s�lida extensi�n de sus espaldas, cosa m�s molesta a�n que las burlas de antes. Al llegar a la calle Baker, sin embargo, se vio que arrojaba algo con adem�n del chico que arroja la pelota al aire para volverla a atrapar. Pero dada la velocidad de la carrera, el objeto arrojado vino a caer junto al coche de Gogol. Y, con esperanza de hallar en �l la soluci�n del enigma, o por un impulso instintivo, Gogol hizo parar el coche para recogerlo. Era un paquete voluminoso dirigido a Gogol. Pero, examinado, result� ser un amasijo de treinta y tres hojas de papel. Dentro de la �ltima, que era ya una cinta diminuta, hab�a esta inscripci�n: "Creo que la palabra adecuada es: rosa". El antes llamado Gogol no dijo nada, pero movi� manos y pies como el jinete que arrea el caballo.

Calle tras calle, barrio tras barrio, iba pasando el prodigioso elefante volador. La gente sal�a a las ventanas, el tr�fico se desbandaba a uno y otro lado. Y como los tres coches iban a la zaga del elefante, al fin los tomaron por una procesi�n, tal vez por un anuncio de circo. Iban tan de prisa, que toda distancia se abreviaba considerablemente, y Syme vio aparecer el Albert Hall de Kensington cuando esperaba encontrarse todav�a en Paddington. Por las calles algo solitarias y aristocr�ticas del sur de Kensington, el elefante pudo correr con m�s libertad, y finalmente se encamin� hacia aquella parte del horizonte donde se ve�a la enorme rueda de Earl's Court. La rueda fue creciendo al aproximarse, hasta que llen� todo el cielo como si fuera la misma rueda de los astros.

El elefante hab�a dejado muy atr�s a los coches. Ya �stos lo hab�an perdido de vista en muchas esquinas. Cuando llegaron a la puerta de la Exposici�n de Earl's Court, se encontraron como bloqueados. Enorme multitud se agolpaba frente a ellos, en torno al enorme elefante que se estremec�a y sacud�a como suelen hacerlo. Pero el Presidente hab�a desaparecido.

—�D�nde se ha metido? —pregunt� Syme bajando del coche.

—Entr� corriendo a la Exposici�n, caballero —le dijo un guardia asombrado. Y despu�s a�adi� como hombre muy ofendido—. �Qu� se�or m�s loco! Me dijo que le guardara el caballo y me dio esto.

Y, con aire disgustado, le mostr� un papel dirigido "Al Secretario del Consejo Central Anarquista".

El Secretario, furioso, lo abri� y ley� lo siguiente:

"Cuando el arenque corre una milla, bien est� que el Secretario sonr�a. Cuando el arenque se lanza y vuela, bien est� que el secretario muera.

Proverbio r�stico".

—�Por qu� diablos ha dejado usted entrar a ese hombre —exclam� el Secretario—. �Acaso es frecuente venir aqu� montado en un elefante rabioso? �Acaso?...

—�Atenci�n! —grit� Syme—. Vean ustedes aquello.

—�Qu� cosa? —pregunt� el Secretario.

—�El globo cautivo! —dijo Syme se�al�ndolo con un adem�n fren�tico.

—�Qu� me importa el globo cautivo? —pregunt� el Secretario—. �Qu� le pasa al globo cautivo?

—Nada, sino que no est� cautivo.

Todos alzaron los ojos. El globo se balanceaba sobre ellos, prendido a su hilo como el globito de los ni�os. Un segundo despu�s el hilo qued� cortado en dos, debajo de la canastilla, y, suelto ya, el globo ascendi� como una pompa de jab�n.

—�Con diez mil demonios! —chirri� el Secretario—. �Escap� en el globo! —Y levantaba los pu�os al cielo.

El globo, empujado por un viento propicio, vino a colocarse exactamente encima de los detectives, y �stos pudieron ver la cabezota blanca del Presidente, que se inclinaba en la canastilla y los contemplaba con un aire ben�volo.

—Jurar�a yo —dijo el Profesor con aquel tono de decrepitud que no pod�a separar de sus barbas canosas y de su cara apergaminada—, jurar�a yo que algo me ha ca�do en el sombrero.

Y, con temblorosa mano, se decubri� y encontr� en el sombrero un papelito muy bien doblado. Lo desdobl�: hab�a un lacito de enamorado, y estas palabras:

"Vuestra belleza no me ha dejado indiferente. —De parte de Copito de nieve".

Corto silencio. Syme, mordi�ndose la barbilla, dice al fin:

—A�n no estoy vencido. El condenado globo tiene que caer en alguna parte. �Sig�mosle!

CAP�TULO XIV

LOS SEIS FIL�SOFOS

Hollando los prados, maltratando los floridos setos, los seis miserables detectives rodaban, a unas cinco millas de Londres. El optimista de la partida propon�a perseguir al globo en coche por el sur de Inglaterra. Pero al fin se convenci� de que el globo se resist�a a seguir los caminos, y que los coches se resist�an todav�a m�s a seguir al globo. En consecuencia, los incansables aunque desesperados viajeros se metieron por la espesura, pisaron los campos sembrados, y poco a poco se fueron quedando en tales trazas que se les pudiera tomar por vagabundos.

Las verdes colinas de Surrey vieron la tragedia y final cat�strofe de aquel admirable traje gris con que Syme hab�a salido del Parque Saffron. Su sombrero de seda qued� desgarrado por el latigazo de una rama flexible. El pa�o de la levita, destrozado hasta los hombros por las espinas. La arcilla del lodo ingl�s manch� su cuello. Pero todav�a segu�a avanzando, erguida la barbilla rubia, con muda y furiosa determinaci�n. Sus ojos segu�an fijos en aquella flotante bola de gas que, al sol de la tarde, fulguraba como una nube crepuscular.

—Despu�s de todo —dec�a contemplando el globo—, �Qu� hermoso es!

—S�, bueno est� —dijo el Profesor—. �As� se incendiara!

—No lo deseo yo —dijo el Dr. Bull—. Piense usted en lo que le pasar�a al pobre viejo.

—�Lo que le pasar�a! —dijo el Profesor—. �Lo que le pasar�a! No seria tan grave lo que le pasar�a si yo lo cogiera. Conque "Copito de nieve" �eh?

—A pesar de todo, yo no deseo que. se haga da�o —dijo el Dr. Bull.

—�C�mo? —grit� el iracundo Secretario—. �Usted se ha cre�do esa historia de que �l es el hombre del cuarto oscuro? El Domingo es capaz de hacerse pasar por cualquiera cosa.

—Ni lo creo ni dejo de creerlo —dijo el Dr. Bull—. No me refiero a eso. Yo no quiero que reviente el globo con el viejo porque...

—�Por qu�? —repiti� Syme impaciente.

—�Qu� se yo! Tal vez porque �l tambi�n parece un globo. Yo no entiendo una palabra de toda esa historia que trat� de endilgarnos, ni s� si es �l realmente quien un d�a nos proporcion� la dichosa tarjetita azul. Todo eso es absurdo. Pero, no tengo por qu� ocultarlo: aunque el viejo Domingo sea un brib�n, siempre me ha sido sumamente simp�tico. Me gusta como me gustar�a un beb� gordinfl�n. �C�mo me explicar�a yo? Es una simpat�a compatible con mi deseo de combatirlo hasta la muerte. No s� si est� claro: me gusta por lo gordo que es.

—No est� claro —dijo el Secretario.

—Ya se por qu� me gusta —reflexion� Bull—; porque es gordo y ligero: lo mismo que un globo. Se imagina uno que la gente como �l es pesada; pero lo cierto es que este hombre salta m�s que un silfo. Ahora he formulado bien mi sentimiento. Una energ�a limitada se traduce en violencia. La energ�a suprema se demuestra en la levedad. Estas cosas hacen pensar en las especulaciones de otra �poca:, "�Qu� pasar�a si un elefante pudiera saltar hasta el cielo como un saltamontes?"

—Nuestro elefante —dijo Syme mirando hacia arriba— s� que ha dado un salto de saltamontes.

—Pues por eso —concluy� Bull—, por eso en cierto modo me gusta el viejo Domingo. No es que me cause la est�pida admiraci�n de la fuerza. Sino que tiene cierta alegr�a, como la del que trae siempre buenas noticias. �No han sentido ustedes eso un d�a de primavera? Siente uno que la naturaleza gasta bromas, pero que son bromas de buen g�nero. Yo nunca he le�do la Biblia, pero ese pasaje de que tanto se r�en es una verdad literal: "�Por qu� no salt�is as�, altas colinas?" Porque las colinas saltan: al menos, tratan de saltar... �Por qu� me gusta el Domingo? �C�mo decirlo? Pues me gusta por saltar�n, �ea!

Hubo un silencio, y despu�s el Secretario dijo con voz atormentada:

—No conoce usted al Domingo. Tal vez porque es usted mejor que yo y no conoce el infierno. Yo he sido, desde que nac�, un hombre de humor sombr�o y enfermizo. El hombre del cuarto oscuro que a todos nos escogi� para estos trabajos, se fij� en m� porque tengo el aire de un conspirador, porque tengo una sonrisa epil�ptica, por mis ojos tr�gicos, hasta en la alegr�a. Pero algo ha de haber en m�, adem�s, que responde a la disposici�n nerviosa del anarquista. La primera vez que vi al Domingo, no me caus� esta impresi�n de a�rea vitalidad que usted dice, sino de ese algo grosero y triste que hay en la naturaleza �ntima de las cosas. Estaba fumando en un cuarto lleno de penumbra, en un cuarto con las persianas corridas, mucho m�s deprimente que la genial oscuridad en que nuestro jefe se envolv�a. Estaba sentado en un banco, inmenso bulto de hombre inmenso y monstruoso. Me oy�, sin interrumpirme, sin pesta�ear. Yo le dirig�a palabras apasionadas, interrogaciones elocuentes. Tras largo silencio, el bulto comenz� a moverse, como trabajado por una enfermedad. Se mov�a como una masa gelatinosa, viva, repugnante. Me hac�a recordar todas mis lecturas sobre los seres que est�n en la base de la vida: protoplasmas, babas marinas. Aquello parec�a la forma �ltima de la materia, la m�s deshecha y vergonzosa. No pude menos de pensar a guisa de consuelo, que aquel monstruo era desgraciado. Pero he aqu� que aquella monta�a bestial se estaba sacudiendo en una risa ego�sta, y la causa de la risa era yo. �Creen ustedes que yo puedo perdonarle eso? Sentir que se r�e de nosotros algo al mismo tiempo inferior y m�s fuerte que uno, es espantoso.

—Son ustedes muy exagerados —cort� el Inspector Ratcliffe—. El Presidente Domingo es cosa excesiva para la inteligencia; pero f�sicamente no es ese monstruo de Barnum, que ustedes dicen. A m� me recibi� en un despacho ordinario, con un traje gris ajedrezado, y a plena luz. Me habl� de cosas triviales. Y lo �nico que me llam� la atenci�n, fue esto: su cuarto es claro, su traje es claro, todo est� en orden: pero �l parec�a estar en el otro mundo. A veces aquellos ojazos brillantes parec�an ciegos. Pasa horas enteras sin acordarse de la presencia de uno. Tanta distracci�n, en un malvado, es horrible. Del malvado tenemos la idea contraria; nos lo imaginamos siempre alerta. Pero no p�denos imaginarnos a un malvado que se entrega honradamente a so�ar, porque no podemos imaginarnos a un malvado tan a solas consigo mismo. Hombre distra�do es hombre bien intencionado; hombre que, al darse cuenta de la presencia de usted, le pide mil perdones. Pero �qu� decir de un distra�do que, al percatarse de la presencia de usted, lo primero que se le ocurre es matarle? La abstracci�n combinada con la obstrucci�n crispa los nervios. El hombre que camina en mitad de un bosque solitario ha podido sentir esta emoci�n, y decirse que los animales son a la vez inocentes y despiadados. O ignoran, o matan. Pero �c�mo va uno a resistir diez horas mortales en la compa��a de un hombre distra�do?

—Y usted, Gogol —dijo Syme— �qu� piensa del Domingo?

—Yo, en principio —dijo Gogol con sencillez—, nada pienso del Domingo, como nada pienso del sol de mediod�a.

—S� —dijo Syme pensativo—, es un punto de vista. �Y usted, Profesor?

El Profesor caminaba con la barba hundida y arrastrando el bast�n. No contest�.

—�Despierte usted, Profesor! —dijo Syme—. D�ganos lo que piensa del Domingo. Y el Profesor comenz� a decir muy lentamente:

—Pienso algo que no acierto a formular claramente. O m�s bien, tampoco lo pienso claramente. Algo como esto: la primera parte de mi vida, como usted sabe, fue muy incoherente y dispersa. Pues bien: cuando veo la cara del Domingo pienso, como todo el mundo, que es muy vasta y dispersa, y tambi�n que es muy incoherente, como mi juventud. Es tan enorme, que no hay manera de enfocarla y verla como una cara. Los ojos quedan tan lejos de las narices, que ya no son ojos. La boca tiene de por s� tanta importancia, que hay que pensar en ella como en una cosa autom�tica. Me es muy dif�cil explicarme. Y tras una pausa, siempre arrastrando el bast�n:

—Voy a ver si puedo explicarme. Una noche, por la calle, vi que un farol, una ventana y una nube formaban clar�simamente una cara. Pues bien: cuando veo la cara del Domingo, pienso que hay una cara que se parece a esa cara. Ver�n ustedes: camin� un poco m�s, y me encontr� con que no hab�a tal cara; que la ventana estaba a diez metros, el farol a ciento, la nube muy lejos de la tierra. Del mismo modo se me deshace la cara del Domingo, se me va para un lado y otro como esas mistificaciones de la vista. Su cara me ha hecho sospechar que no hay caras. Ya no s�, Bull, si lo de usted es una cara o un arreglo de perspectivas. Tal vez uno de los discos de esas abominables gafas que usted ha roto estaba aqu�, y el otro estaba a cincuenta millas. �Ay, las dudas del materialista son cosas de risa! �El Domingo me ha ense�ado, ay, las dudas del espiritualista! Yo creo ser budista. Y el budismo no es un credo, sino una duda. �Ay, querido Bull! �No estoy seguro de que tenga usted cara! �No tengo bastante fe para creer en la materia!

Los ojos de Syme segu�an fijos en el globo errante que, envejecido por la luz de la tarde, parec�a un mundo m�s sonrosado e inocente que el nuestro.

—�Han notado ustedes que, en todas las descripciones que han hecho, hay un elemento singular de semejanza? Cada uno de ustedes ve el Domingo de un modo diferente, pero todos coinciden en que s�lo pueden compararlo con el mismo universo. Bull lo compara con la tierra en primavera. Gogol con el sol a mediod�a. Al Secretario le recuerda el informe protoplasma, y al Inspector el desamparo de las selvas v�rgenes. El Profesor dice que es como un cambiante paisaje. Es raro todo esto; pero todav�a es m�s raro que yo tambi�n tenga del Presidente una idea extravagante, y a m� tambi�n me parezca comparable con el mundo.

—Vamos m�s de prisa, Syme —dijo Bull—, no siga usted contemplando el globo.

—Cuando vi por primera vez al Domingo —continu� Syme— s�lo le vi la espalda; y cuando le vi la espalda, comprend� que era el hombre m�s malo del mundo. Su cuello, sus hombros, eran brutales como los de un dios simiesco. Su cabeza ten�a cierta inclinaci�n, propia, m�s que de hombre, de buey. Y al instante se me ocurri� que aquello no era un hombre, sino una bestia vestida de hombre.

—De prisa —dijo el Dr. Bull.

—Y aqu� viene lo m�s curioso —continu� Syme—. Yo hab�a visto su espalda desde la calle, estando �l sentado en el balc�n. Entr� al hotel, y cogiendo al Presidente por el otro lado, le vi la cara a plena luz. Su cara me asust� como asusta a todos. Pero no por brutal, no por perversa. Me asust�, al contrario, por su hermosura, por su bondad.

—Pero Syme, �se ha vuelto usted loco? —exclam� el Secretario.

—Era como la cara de un antiguo arc�ngel que distribuyera la justicia despu�s de un heroico combate. En sus ojos hab�a risa; en su boca, honor y tristeza. Eran los mismos cabellos blancos, el mismo torso robusto que acababa yo de ver desde la calle enfundado en el traje gris. Pero si por detr�s me pareci� un animal, por delante me pareci� un dios.

—Pan —dijo el Profesor reflexivo— era un dios y era un animal.

—Desde entonces —continu� Syme como monologando— �se es tambi�n el misterio del mundo. Al ver las horribles espaldas me parece que la noble cara es una m�scara. Al ver, aunque sea un instante, la cara, la espalda me parece una simple burla. El mal es tan malo, que, junto a �l, el bien parece un mero accidente; el bien es tan bueno, que, junto a �l, hasta el mal resulta explicable. Esta impresi�n lleg� a una crisis suprema ayer, cuando corr� en pos del Domingo para tomar un coche y, al correr, le miraba siempre la espalda.

—�Y ten�a usted tiempo para pensar? —pregunt� Ratcliffe.

—A lo menos, para formular un horrible pensamiento. De pronto se me figur� que aquella cabeza vista de espaldas, ciega y sin fisonom�a, era su verdadera cara: horrible cara que me contemplaba sin ojos. Y que aquella figura que hu�a de m�, era la de un hombre que corre de espaldas, danzando al correr.

—�Horrible! —dijo el Dr. Bull estremecido.

—Horrible, no es la palabra —dijo Syme—. Aquel fue el instante peor de mi vida. Pero diez minutos despu�s, cuando sac� la cabeza del coche, gesticulando como una g�rgola, comprend� que aquel hombre era un padre que juega al escondite con sus chicos.

—Para juego ya dura mucho —observ� el Secretario, contemplando con afligida cara sus botas destrozadas.

—�iganme ustedes —exclam� Syme con �nfasis desusado—. �Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto est� en que s�lo vemos las espaldas del mundo. S�lo lo vemos por detr�s, por eso parece brutal. Eso no es un �rbol, sino las espaldas de un �rbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. �No ven ustedes que todo est� como volvi�ndose a otra parte y escondiendo la cara? �Si pudi�ramos salirle al mundo por enfrente!...

—�Vean ustedes! —grit� Bull a voz en cuello—. �El globo comienza a descender!

No hab�a por qu� dec�rselo a Syme, que no apartaba los ojos del globo. Lo vio, grande y luminoso, detenerse de pronto en el cielo, despu�s bajar poco a poco detr�s de los �rboles como un sol poniente.

El llamado Gogol, que apenas hab�a abierto la boca durante la fatigosa caminata, alz� de pronto las manos como un alma en pena, gritando:

—�Ha muerto! �Y ahora comprendo que era mi amigo, mi amigo en las tinieblas!

—�Muerto? —buf� el Secretario—. No es f�cil que muera. Si ha ca�do de la canastilla, probable es que lo encontremos revolc�ndose en el campo como un potro y pataleando para mayor regocijo.

—Y haciendo sonar sus pezu�as —dijo el Profesor— como los potros y como Pan.

—�Otra vez Pan! —dijo el Dr. Bull irritado—. Usted ve a Pan en todas partes.

—Claro est� —dijo el Profesor—. "Pan", en griego significa "todo".

—Y no olvidarse —a�adi� el Secretario bajando los ojos— que tambi�n significa "p�nico".

Syme, que no hab�a prestado atenci�n a estas �ltimas palabras, dijo simplemente:

—Ha ca�do all�, sig�mosle. Y despu�s a�adi� con desesperaci�n—. �Oh, si nos hubiera burlado definitivamente mori�ndose! Ser�a la peor de sus bromas.

Y ech� a correr hacia los �rboles lejanos con renovada energ�a, flotando al viento los girones del traje. Los otros le siguieron, aunque no tan resueltos. Y casi al mismo instante, los seis se dieron cuenta de que no estaban solos.

Por entre el c�sped se adelantaba hacia ellos un hombre alto, apoyado en un bast�n largo como un cetro. Estaba vestido con elegancia, pero a la vieja moda, con calz�n corto El color del traje era un matiz entre el azul, el violeta y el gris, como el de las sombras del bosque. Sus cabellos eran de un gris blanquecino, y a primera vista, y sobre todo al ver su calz�n corto, se dir�a que los tra�a empolvados. Se adelantaba tranquilamente. A no ser por la nieve argentada de su cabeza, se le hubiera tomado por una sombra del bosque.

—Caballeros —dijo—. Un coche de mi amo espera a ustedes en el camino.

—�Qui�n es su amo? —pregunt� Syme, petrificado.

—Me hab�an dicho que los se�ores ya sab�an su nombre —contest� el otro respetuosamente. Tras un momento de silencio, el Secretario dijo:

—�D�nde est� el coche?

—Est� en el camino desde hace un instante. Mi amo acaba de llegar a casa.

Syme mir� a uno y otro lado la verde extensi�n en que se encontraba. Aquellos setos, aquellos �rboles parec�an objetos ordinarios. Con todo, se sent�a metido en una tierra maravillosa.

Contempl� de arriba abajo al misterioso embajador. Nada ten�a de extra�o, salvo el color de su traje, que era el de las sombras viol�ceas, y el de su cara, que era el del cielo rojo, oscuro y dorado.

—Mu�strenos el camino —dijo con sencillez.

Y el hombre del vestido violeta, sin decir una palabra, se dirigi� a un lugar donde, por una brecha del follaje, se ve�a brillar el camino blanco.

Cuando los seis viajeros llegaron, vieron en el camino una larga fila de carruajes, como los que se ven frente a las casas de Park Lane. En fila, tambi�n junto a los carruajes, estaban los lacayos espl�ndidamente vestidos con uniforme azul-gris, y cierto aire solemne y fiero que, m�s que de lacayos, es propio de oficiales y embajadores de un gran rey. Hab�a seis carruajes. Uno para cada uno de los tristes y desgarrados viajeros. Los criados, como en traje de corte, llevaban espada al cinto. Cuando cada uno entr� en su coche, los criados desenvainaron la espada y saludaron, lanzando un rel�mpago de acero.

—�Qu� quiere decir esto? —le hab�a preguntado Bull a Syme al tiempo de separarse—. �Otra guasa del Domingo?

—No lo s� —hab�a contestado Syme, dej�ndose caer fatigado sobre los almohadones del asiento—. Pero si es una guasa, ten�a usted raz�n: es una guasa de hombre bueno.

Muchas aventuras hab�an sufrido nuestros seis aventureros, pero ninguna les hab�a asombrado tanto como esta aventura confortable. Se hab�an habituado a las cosas �speras, y esta s�bita suavidad les desconcertaba. No ten�an la menor idea de lo que pod�an ser aquellos carruajes. Les bastaba saber que eran carruajes y que ten�an almohadones. Tampoco imaginaban qui�n pod�a ser el que los hab�a conducido hasta los carruajes; les bastaba saber que aquel hombre extra�o los hab�a conducido hasta los carruajes.

Syme se sent�a arrastrar con el mayor abandono por entre las sombras de los �rboles. Le pasaba algo muy caracter�stico de su temperamento: mientras �l hab�a sido el gu�a, su barbilla se ergu�a fieramente: ahora que el asunto pasaba a otras manos, Syme se dejaba caer con desmayo sobre los cojines.

Poco a poco se dio cuenta de la hermosura del camino. Vio que pasaban la reja de lo que parec�a ser un parque, y que sub�an una colinilla, que, aunque poblada de �rboles a ambos lados, parec�a m�s regular que un bosque. Y poco a poco le fue invadiendo, como al que despierta de un sue�o saludable, una sensaci�n de placer general. Sinti� que los setos eran los que deben ser: muros vivientes. Que un seto vivo es como un ej�rcito humano, disciplinado, pero todav�a m�s vital. Tras los setos sobresalieron unos �lamos, y pens� en la dicha de los ni�os a quienes fuera dable columpiarse en sus ramas. Despu�s volvieron un recodo del camino, y Syme vio de pronto, a modo de una nube crepuscular, baja y alargada, una casa larga y baja, suave bajo la suave luz del poniente.

Los seis amigos, al comparar m�s tarde sus impresiones, discutieron mucho, pero todos convinieron en que aquella casa les hab�a hecho recordar su infancia. Ya era la copa de aquel olmo, ya aquel sendero en zig-zag, ya aquel rinc�n del huerto, o el contorno de la ventana; pero ello es que todos recordaban aquel lugar mejor que los rasgos de su madre.

Los coches se acercaron a una puerta amplia, baja, abovedada. Otro hombre con uniforme, que llevaba una estrella de plata en el pecho, sobre el traje gris, vino a su encuentro. Este imponente personaje dijo al asombrado Syme:

—En su cuarto le esperan al se�or los refrescos.

Syme, siempre bajo la influencia de aquella modorra o sue�o magn�tico, se dej� guiar por el criado y subi� una ancha escalera de encino. Recorri� despu�s una espl�ndida galer�a de cuartos que parec�an destinados a �l. Se acerc� a un espejo de cuerpo entero, con el instinto habitual de los hombres de su clase, para componerse el nudo de la corbata o alisar sus cabellos. Y vio aparecer en el espejo una horrible imagen: las ramas le hab�an rasgu�ado la cara, que estaba rayada de sangre; sus cabellos estaban hirsutos como manojos de yerba espesa y amarilla; su traje estaba convertido en harapos.

Y al verse as�, rebrot� en su esp�ritu una interrogaci�n:

�C�mo hab�a venido a dar all�? �C�mo iba a salir de all�?

En aquel momento, un criado vestido de azul —su camarero—, se acerc� a decirle:

—La ropa del se�or est� preparada.

—�Mi ropa? —pregunt� Syme ir�nicamente—. No tengo m�s ropa que la que traigo encima. Y cogiendo dos tiras de la desgarrada levita que parec�an dos cintajos fant�sticos, hizo el adem�n de la bailarina.

—Mi amo me ha encargado que anuncie al se�or —dijo el camarero— que esta noche hay un baile de fantas�a, y que �l desear�a que usted aceptara el traje que acabo de sacar. Entre tanto, aqu� hay una botella de Borgo�a y un poco de fais�n fr�o. Mi amo espera que el se�or tenga la bondad de aceptarlos, porque a�n faltan algunas horas para la cena.

—Buena cosa es el fais�n —dijo Syme reflexivo— y el Borgo�a, cosa extraordinariamente buena. Pero la verdad es que no tengo tanto deseo de probarlos como de saber qu� diablos significa todo esto, y qu� traje es �se que usted prepara. �D�nde est�?

El criado le mostr� entonces, sobre una especie de otomana, una larga tela azul que parec�a un domin�. En la parte delantera se ve�a brillar un gran sol de oro y, aqu� y all�, unas estrellas relucientes.

—El se�or se vestir� de Jueves —dijo el camarero con afabilidad.

—�Vestirme de Jueves! —dijo Syme meditabundo—. No creo que sea un traje muy caliente.

—�Oh, s� se�or! —dijo el otro con convicci�n—. El traje de Jueves es muy caliente. Sube hasta la barba.

—Bueno, yo no entiendo una palabra —dijo Syme suspirando—. Estoy tan acostumbrado a las aventuras inc�modas, que las aventuras agradables me confunden. Pero perm�tame que le pregunte por qu� envuelto en una tela azul y verde con soles y lunas voy a estar vestido particularmente de Jueves y no de cualquier otra cosa. Supongo yo que el sol y la luna no s�lo salen el jueves. Yo me acuerdo de haber visto la luna en martes.

—Disp�nseme el se�or —dijo el camarero— La Biblia satisfar� al se�or.

Y, con dedo r�gido y respetuoso, le se�al� el primer cap�tulo del G�nesis. Syme le ley� sorprendido. Era el cap�tulo en que se explica que el sol y la luna fueron creados el cuarto d�a de la creaci�n. Respir�: en esta misteriosa casa, fuese lo que fuese, al menos, contaban la semana a partir de un "Domingo" cristiano.

—Esto se pone cada vez m�s divertido —dijo Syme sent�ndose en una silla—. �Qu� gente es esta que le obsequia a uno un fais�n fr�o y Borgo�a, trajes tornasolados y ejemplares de la Biblia? �Le dar�n a uno aqu� todo lo que pida?

—S� se�or, todo —dijo gravemente el camarero—. �Le ayudo al se�or a vestirse?

—�Pse! S�: �cheme eso encima —dijo Syme impaciente.

Pero, aunque fing�a el mayor desd�n por la mascarada, sent�a a medida que se iba metiendo en el traje azul y oro, una libertad, una naturalidad mayores en sus movimientos. Y cuando vio que el traje implicaba tambi�n una espada, sinti� renacer el eterno sue�o infantil: �llevar una espada al cinto! Al salir del cuarto, se ech� el embozo sobre el hombro. La espada sobresal�a formando un �ngulo. Syme ten�a toda la arrogancia del trovador. Y es que aquel disfraz no lo disfrazaba: lo revelaba.

CAPITULO XV

EL ACUSADOR

Al pasar por el corredor, Syme vio al Secretario en lo alto de una gran escalera. Nunca lo hab�a encontrado tan noble. Estaba vestido de noche negra y sin estrellas, y por el centro ca�a una banda o ancha zona de un blanco pur�simo, como un solo rayo de luz. El conjunto ten�a aire de traje eclesi�stico muy severo. Syme no tuvo que esforzarse para recordar que, en la Biblia, el primer d�a de la creaci�n la luz fue extra�da de la sombra. El traje bastaba para sugerir el s�mbolo; y Syme sinti� tambi�n que aquel contraste de negro y blanco expresaban el alma p�lida y austera del Secretario, llena de cruel veracidad y extra�o frenes�, cosas ambas que le permit�an tan f�cilmente combatir a los anarquistas como confundirse con ellos. No le llam� la atenci�n a Syme que, en medio de aquella hospitalidad y confort, los ojos del Secretario conservaran su severidad. Ni el olor de la cerveza ni el perfume de los jardines pod�an impedir que el Secretario propusiera al mundo sus interrogaciones razonables.

Si Syme hubiera podido verse a s� mismo, hubiera apreciado hasta qu� punto �l tambi�n parec�a existir por primera vez plenamente. Si el Secretario era el fil�sofo de la luz uniforme, de la luz primera, Syme era el poeta que busca la luz modelada en formas, en sol y en estrellas. El fil�sofo ama, a veces, lo infinito; el poeta ama siempre lo finito. Para �ste el gran d�a del universo no lo es tanto el de la creaci�n de la luz, como el de la creaci�n del sol y la luna.

Bajaron juntos la escalera. Se encontraron con Ratcliffe, vestido de verde primaveral, como cazador: sus armas consist�an en un grupo de �rboles enlazados. Era el tercer d�a: el de la creaci�n de la tierra y las cosas verdes. Su cara franca y sensible, con su expresi�n de amable cinismo, casaba muy bien con el traje.

Pasando por una puerta baja y ancha, los condujeron a un vasto y antiguo jard�n ingl�s lleno de antorchas y fogatas. A su tr�mula luz, vestida con trajes abigarrados, bailaba la turba carnavalesca. Syme descubri� en los trajes de fantas�a una imitaci�n de todas las formas de la naturaleza. Hab�a un hombre vestido de elefante, otro vestido de globo. Estos dos �ltimos, juntos, parec�an continuar el hilo de las aventuras anteriores. Tambi�n vio Syme con horror a un danzante disfrazado de enorme c�lao, con un pico dos veces mayor que su cuerpo: el p�jaro cuyo recuerdo le acosaba como una interrogaci�n desde el episodio del jard�n zool�gico. Hab�a mil objetos m�s: un farol danzante, un �rbol danzante, un barco danzante. Se dijera que la m�sica irresistible de alg�n m�sico loco obligaba a danzar a todos los objetos del campo y de la calle en una perenne zarabanda. A�os m�s tarde, cuando Syme lleg� a la edad madura, no pod�a ver faroles, �rboles o molinos de viento, sin pensar que eran unos trasnochadores que volv�an de la mascarada.

Junto al prado donde se desarrollaba la danza, hab�a una extensi�n verde, una de esas terrazas que se ven en los antiguos jardines.

All�, en forma de creciente luna, hab�a siete sillones: los tronos de los siete d�as. Ya Gogol y el Dr. Bull estaban en su sitio. El Profesor se acercaba. Gogol, el Martes, llevaba un traje simb�lico en su sencillez, que representaba la divisi�n de las aguas; un traje que se abr�a en la frente y ca�a hasta sus pies, argentado y gris como una ca�da de agua. El Profesor, a quien tocaba el d�a en que fueron creados p�jaros y peces, formas las m�s elementales de la vida, llevaba un traje p�rpura oscuro, sobre el cual se ve�an los pescados de ojos saltones y los caprichosos p�jaros tropicales, mezcla de insondable fantas�a y de duda. El Dr. Bull, �ltimo d�a de la creaci�n, estaba cubierto de animales her�ldicos en rojo y oro, y en lo alto de su cabeza, como cresta, aparec�a un hombre rampante. Se dej� caer en su sill�n con una sonrisa sin mancha; imagen del optimismo que era su elemento.

Uno por uno los peregrinos subieron a la verde terraza y ocuparon sus tronos. A cada uno que se sentaba, la carnavalesca multitud lanzaba un clamor como el del pueblo, que saluda a su rey. Chocaban las copas, agitaban las antorchas, lanzaban al aire los sombreros emplumados. Los hombres, a quienes aquellos tronos estaban destinados, llevaban una corona de laurel. Pero el sill�n central estaba vac�o.

Syme quedaba a la izquierda del sill�n central, el Secretario a la derecha. �ste, dirigi�ndose a Syme, dijo con apretados labios:

—A�n no averiguamos si habr� quedado muerto en el campo.

Acababa de o�r Syme estas palabras, cuando vio en las caras de los hombres que lo rodeaban una alteraci�n sublime y temerosa a la vez, como si el cielo se abriera sobre su cabeza. El Domingo hab�a pasado silencioso como una sombra y se hab�a sentado en el trono central. Llevaba un traje sencillo, de terrible y absoluta blancura, y sobre su frente, los cabellos eran una llamarada de plata.

Por mucho tiempo, tal vez durante varias horas, aquella gran mascarada que parec�a representar a la humanidad estuvo desfilando y danzando frente a ellos al son de una m�sica arrebatadora y gozosa. Cada pareja parec�a una novela aparte; a veces aparec�a un hada bailando con un buf�n, y a veces una campesina trabada con la luna; pero siempre alguna cosa tan absurda, como la historia de Alicia en el Pa�s de las Maravillas, y siempre tan grave y emocionante como una historia de amor.

Poco a poco la multitud se fue dispersando. Las parejas se perdieron por las avenidas del jard�n o se encaminaron hacia el fondo del edificio, donde se ve�an humear, en cubas enormes como peceras, unas mezclas hirvientes y perfumadas de cerveza vieja y vino a�ejo.

Arriba, en un armaz�n negro que hab�a sobre el techo, una gran fogata rug�a presa en su taza de hierro, iluminando una distancia de varias millas. Alargaba sus reflejos de hogar dom�stico hasta los inmensos bosques grises y oscuros, y parec�an llenar de calor las soledades de la alta noche. Pero tambi�n este fuego se fue apagando poco a poco. Los grupos rodeaban las inmensas calderas, o se perd�an riendo y charlando por los interiores de la mansi�n. Poco a poco fueron quedando diez, cuatro. Finalmente, el �ltimo danzante extraviado corri� hacia la casa, gritando a sus compa�eros que lo esperaran. El fuego se apagaba. Las estrellas iban saliendo, lentas y claras. Los siete personajes se quedaron solos como siete estatuas de piedra en sus sitiales de piedra. Ninguno hab�a hablado una palabra. Tampoco necesitaban hablar. Se escuchaba el zumbido de los insectos y el trino lejano de un p�jaro.

Al fin el Domingo empez� a hablar. Pero era su voz tan somnolienta que, m�s que empezar una conversaci�n, se dir�a que la continuaba con cansancio.

—Ya comeremos y beberemos m�s tarde —dijo—. Permanezcamos juntos un rato, ya que nos hemos amado tan dolorosamente y tanto nos hemos combatido. Creo recordar los siglos de la guerra heroica en que fuisteis h�roes todos vosotros; epopeya tras epopeya, iliada tras iliada, fuisteis siempre compa�eros de armas. Ora sea recientemente, ora sea el principio de los d�as (porque el tiempo no es nada) recuerdo que os envi� a la guerra. Yo me sent� en las tinieblas, donde no hay cosa creada, y fui para vosotros como una voz que ordena tener valor y exige sobrenaturales virtudes. Y o�steis la voz de las tinieblas, y nunca la volvisteis a o�r. El sol la negaba en el firmamento, la tierra y el cielo la negaban, toda humana sabidur�a tambi�n la negaba. Y al encontrarme con vosotros a la luz del d�a, yo mismo la negu�.

Syme se estremec�a en su sitial. Pero todo permaneci� callado; y el incomprensible continu�:

—Pero erais hombres. Guard�steis el secreto de vuestro honor, aun cuando el cosmos entero se convirti� en m�quina de tortura para arranc�roslo. S� que anduvisteis muy cerca del infierno. S� que t�, Jueves, cruzaste tu acero con el Rey Satan�s y que t�, Mi�rcoles, me nombraste a la hora de la desesperaci�n.

Hubo un completo silencio en el jard�n iluminado por las estrellas radiantes. Despu�s el cejinegro Secretario, implacable, volvi�se hacia el Domingo, y dijo desde su sitial con voz ronca:

—�Qui�n eres? �Qu� eres?

—Yo soy el Sabbath: yo soy la paz de Dios. El Secretario se puso de pie y, estrujando su precioso traje con las manos.

—Te entiendo —exclam�—, por eso no puedo perdonarte. Eres el contento, el optimismo, la reconciliaci�n final. Y yo no estoy reconciliado. Si eres el hombre del cuarto oscuro �por qu� tambi�n eres el Domingo, ofensa de la luz del d�a? Si comenzaste por ser nuestro amigo y nuestro padre �por qu�, despu�s nuestro mayor enemigo? Tuvimos que llorar, tuvimos que huir aterrorizados. El hierro penetr� en nuestras almas: �Y t� eres la paz de Dios! �Oh, yo puedo perdonarle a Dios Su ira, aunque destruya las naciones: pero no puedo perdonarle Su paz!

Nada contest� el Domingo, y s�lo volvi� con lentitud su cara hacia Syme, como interrog�ndolo.

—No —dijo Syme—; yo no estoy tan indignado. Yo te agradezco, no s�lo el vino y la hospitalidad que me has dado, sino mis hermosas aventuras y radiosos combates. Pero te quisiera conocer. Mi alma y mi coraz�n se sienten tan dichosos y quietos como este dorado jard�n, pero mi raz�n est� llorando: yo quisiera conocer, yo quiero conocer...

El Domingo volvi� la mirada hacia Ratcliffe, que dijo as� con clara voz:

—�Me parece tan insensato que hayas estado en los dos bandos y te hayas combatido a ti mismo! Y dijo Bull:

—Ye no entiendo nada, pero soy feliz y siento que el sue�o empieza a dominarme.

—Yo no soy feliz —dijo el Profesor hundiendo la frente en las manos— porque no comprendo. Me has obligado a acercarme demasiado al infierno.

Y Gogol con la sencillez de un ni�o exclam�:

—Yo quisiera saber por qu� me han maltratado tanto.

Nada contest� a esto el Domingo. Apoy� la poderosa barba en la mano y se qued� contemplando la lejan�a. Al fin habl� as�:

—He o�do vuestras quejas por su orden. He aqu� que se acerca otro a quejarse; es justo, que tambi�n lo escuchemos. El fuego moribundo del gran crisol lanz� en ese instante su �ltimo reflejo, fingiendo una vara de oro fundido que atravesara las tinieblas. A esta luz, se dibuj� en negro la silueta de un hombre que se acercaba a grandes pasos. Parec�a vestido con un hermoso traje y calz�n corto como los criados de la casa. Pero su traje no era azul, sino completamente negro. Tambi�n llevaba al cinto una espada. Cuando se acerc� al semic�rculo y alz� la cara para ver a los otros. Syme, con n�tida claridad de rayo, descubri� que aquella era la cara tosca, casi simiesca, de su antiguo amigo Gregory, con sus hirsutos cabellos rojos y su ofensiva sonrisa.

—�Gregory! —jade� Syme incorpor�ndose en el sitial—. He aqu�, pues, al verdadero anarquista.

—S� —dijo Gregory amenazador y concentrado—. Yo soy el verdadero anarquista.

—Y lleg� el d�a —murmur� Bull que parec�a estar ya dormido— en que los hijos de Dios vinieron ante el se�or, y tambi�n Sat�n compareci� entre ellos.

—Es verdad —dijo Gregory mirando en torno—, soy un destructor. Yo, si pudiera, destruir�a el mundo.

Un sentimiento pat�tico pareci� estremecer a Syme, comunic�ndosele desde el fondo de la tierra, y dijo as� incoherente y conmovido:

—�Oh, t� el m�s desdichado de los hombres! �Intentas ser feliz! Tienes los cabellos rojos como tu hermana.

—Mis cabellos rojos, como rojas llamas, han de incendiar al mundo —contest� Gregory—. Yo cre�a odiar todas las cosas m�s de lo que cualquier hombre puede odiar una sola cosa; y ahora descubro que nada me es m�s odioso que t�.

—Yo nunca te he odiado —dijo Syme con amargura. Y entonces aquella ininteligible criatura lanz� sus �ltimos clamores:

—�T�! �T� nunca has odiado porque t� nunca has vivido! Os conozco a todos, desde el primero hasta el �ltimo: sois los poderosos, sois la polic�a; los hombres gordos y risue�os vestidos de azul con botones dorados. Sois la Ley, y nunca hab�is sido derrotados. Pero �hay acaso un alma viviente que no anhele quebrantaros, aunque s�lo sea porqu� nunca fuisteis quebrantados? Nosotros, los sublevados, disparatamos frecuentemente sobre este y el otro crimen del gobierno. �Gran disparate! El �nico y magno crimen del gobierno est� en el hecho de que gobierne. El pecado imperdonable del poder supremo est� en que es supremo. No maldigo vuestra crueldad. No maldigo (aunque bien pudiera) vuestra bondad. Maldigo vuestra seguridad. Est�is en vuestro sitial de piedra instalados de una vez para siempre. Sois los siete �ngeles del cielo que no sufren nunca. �Ay! Yo podr�a perdonaros todo, oh gobernantes de la especie humana, si supiera que una sola vez, una sola hora hab�is padecido la agon�a en que yo me consumo...

Syme salt� aqu� de su sitial, temblando de pies a cabeza.

—Lo veo todo —grit�—. Ya entiendo todo lo que pasa. �Por qu� han de pelear entre s� todas las cosas de la tierra? �Por qu� cada cosa insignificante se ha de sublevar contra el mundo? �Por qu� quiere combatir la mosca al universo? �Por qu� la florcita dorada ha de combatir al universo? Por la misma raz�n que me oblig� a estar solo en el temeroso Consejo de los D�as. Para que todo lo que obedece a una ley merezca la gloria y el aislamiento del anarquista. Para que todo el que lucha por el orden sea tan bravo, sea tan honrado como el dinamitero. Para que la mentira de Satan�s caiga sobre la cara de este blasfemo, y a trav�s de la tortura y las l�grimas, ganemos el derecho de contestarle a este hombre: �mientes! Todas las agon�as son pocas para adquirir el derecho de decirle al acusado: �nosotros tambi�n hemos sufrido!

"No es cierto que nunca nos hayan quebrantado, al contrario: hasta nos han descoyuntado en la rueda del tormento. No es cierto que nunca hayamos bajado de estos tronos: hemos descendido a los infiernos. Cuando este insolente compareci� para acusarnos por ser felices, est�bamos lament�ndonos de dolores inolvidables. Rechazo la calumnia: no hemos sido felices. Puedo responder por todos y cada uno de los Grandes Guardianes de la Ley a quienes �ste acusa. Al menos...

Y, al llegar aqu�, volvi� los ojos al Domingo en cuya ancha cara se dibujaba una extra�a sonrisa.

—�Y t�? —grit� Syme con voz espantosa— �Has sufrido t� alguna vez?

Y, a sus ojos, aquella cara pareci� dilatarse de un modo incre�ble; agigantarse m�s que la m�scara colosal de Memn�n que, de ni�o, hab�a hecho llorar de miedo a Syme. Aquella cara se hinch� por instantes, hasta llenar todo el cielo; despu�s, todo se oscureci�. Y en medio de la oscuridad, antes de que la oscuridad aniquilara su esp�ritu, Syme crey� o�r una voz distante que repet�a aquel lugar com�n que alguna otra vez hab�a o�do, qui�n sabe d�nde:

"�Podr�is beber en la copa en que yo bebo?"

Cuando, en las novelas, los hombres despiertan d� un sue�o, vuelven a encontrarse generalmente en el sitio en que se hab�an quedado dormidos; bostezan en su sill�n, o, si es en el campo, se levantan con todo el cuerpo molido. El caso de Syme fue mucho m�s extra�o psicol�gicamente, concediendo que, en el sentido habitual de la palabra, no hubiera nada de real en las cosas que le hab�an sucedido. En efecto; m�s tarde pudo recordar claramente que hab�a perdido el conocimiento ante la metamorfosis de la cara del Domingo, pero nunca pudo recordar c�mo ni cu�ndo volvi� en s�. Apenas logr� darse cuenta, y esto poco a poco, de que andaba paseando por una calleja de barrio con un compa�ero de agradable conversaci�n. Este compa�ero formaba parte de su drama reciente: era Gregory, el poeta de los cabellos rojos. Caminaban como viejos amigos, y estaban hablando de cualquier bagatela. Pero Syme sent�a en sus miembros un vigor sobrenatural, y en su mente una nitidez cristalina que parec�an superiores a lo que en aquel instante hablaba o hac�a. Sent�a como si fuera portador de alguna buena noticia casi incre�ble, junto a la cual todas las dem�s cosas resultaban meras trivialidades, aunque encantadoras trivialidades.

El alba comenzaba a romper en claros y t�midos colores; la naturaleza arriesgaba un primer intento de luz amarilla, y manteniendo a la vez su �ltimo intento de luz rosa. Soplaba una brisa limpia y suave, que no parec�a venir del cielo, sino de alguna ventana abierta en el cielo. Y Syme se sorprendi� un poco cuando, a uno y otro lado de la calle, reconoci� los edificios rojos e irregulares de Saffron Park. No se figuraba estar tan cerca de Londres. Instintivamente, se intern� por una calle blanca donde los p�jaros madrugadores trinaban y saltaban, y se encontr� frente a la reja de un jard�n. All� vio a la hermana de Gregory, la muchacha de la cabellera roja y dorada, que se entreten�a en cortar lilas, mientras llegaba la hora del almuerzo, con esa inconsciente gravedad que suelen tener las muchachas.

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