�NGELES MASTRETTA

MAL DE AMORES

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MAL DE AMORES

1996, �ngeles Mastretta De esta edici�n:

1996, Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. de C.V. Av. Universidad 767, Col. del Valle M�xico, 03100, D.F. Tel�fono 688 8966

Primera edici�n en M�xico: marzo de 1996 Primera edici�n en Vintage: julio de 1996 ISBN: 968-19-0284-X

Cubierta: Proyecto de Enric Satu�

Foto de cubierta: Lourdes Almeida

Impreso en M�xico

(�ngeles Mastretta (Puebla, 1949). Periodista, poeta y narradora, estudi� la Licenciatura en Comunicaci�n en la UNAM.

Fue directora de Difusi�n Cultural de la ENEP Acatl�n (UNAM) y del Museo del Chopo.

Ha colaborado en distintos medios de comunicaci�n.

Su novela Arr�ncame la vida le ha dado reconocimiento a nivel nacional (Premio Mazatl�n de Literatura 1985) e internacional, pues ha sido traducida al alem�n, ingl�s, italiano, franc�s, dan�s, turco, noruego, portugu�s, hebreo y holand�s.

Con Mal de amores �ngeles Mastretta confirma que es una de las figuras centrales de la narrativa latinoamericana contempor�nea.)

(Mal de amores es la historia de una pasi�n entretejida a la historia de un pa�s, de una guerra, de una familia, de varias vocaciones desmesuradas. Emilia Sauri, la protagonista de esta inquietante novela, nace en una familia liberal y tiene la fortuna de aprender el mundo de quienes lo viven con ingenio, avidez y entereza. Cobijada por la certidumbre de que el valor no es tal sin la paciencia, busca su destino enfrentando las limitaciones impuestas a su g�nero y los peligros de su amor a dos hombres: desde su infancia por Daniel Cuenca, inasible aventurero y revolucionario, y en su madurez por Antonio Zavalza, un m�dico cuya audacia primera est� en buscar la paz en mitad de la guerra civil. Regida por la mejor tradici�n de las novelas costumbristas, Mal de amores es una novela cuya prosa n�tida y r�pida consigue arrobarnos con su maestr�a, mientras nos regala los delirios de una invocaci�n amorosa cuya desmesura nos contagia de futuro y esperanza.)

Para H�ctor Aguilar Cam�n
por el orden implacable
de su cabeza y el generoso
desorden de su coraz�n

I

Diego Sauri naci� en una peque�a isla que a�n flota en el Caribe mexicano. Una isla audaz y solitaria cuyo aire es un desaf�o de colores profundos y afortunados. A la mitad del siglo XIX, toda la tierra firme o flotante que hubo en aquel regazo pertenec�a al estado de Yucat�n. Las islas hab�an sido abandonadas por temor a los continuos ataques de los piratas que navegaban la paz de aquel mar y sus veinte azules. S�lo hasta despu�s de 1847 volvieron los hombres a buscarlas.

La �ltima rebeli�n de los mayas contra los blancos del territorio fue larga y sangrienta como pocas se han conocido en M�xico. Unidos por el misterioso culto a una cruz que hablaba, usando machetes y rifles ingleses, los mayas se lanzaron contra todos los que habitaban la selva y las costas que hab�an se�oreado sus antepasados. Para huir de ese horror que se llam� la guerra de castas, varias familias navegaron hasta la costa blanca y el verde coraz�n de la Isla de Mujeres.

No bien desembarcaron, sus nuevos moradores, criollos y mestizos, gente que descend�a de viajeros encallados y de cruces azarosos, sin nada que defender aparte de sus vidas, acordaron que cada quien ser�a due�o de la tierra que fuese capaz de chapear. Y as�, arrancando la hierba y las espinas, fue como los padres de Diego Sauri se hicieron de un pedazo de playa transparente y de una larga franja de tierra, en mitad de la cual plantaron la palapa bajo la que nacer�an sus hijos.

El primer color que vieron los ojos de Diego Sauri fue el azul, porque todo alrededor de su casa era azul o transparente como la gloria misma. Diego creci� corriendo entre la selva y rodando sobre la invencible arena, acariciado por el agua de unas olas mansas, como un pez entre peces amarillos y violetas. Creci� brillante, pulido, cubierto de sol y heredero de un af�n sin explicaciones. Sus padres hab�an encontrado la paz en aquella isla, pero algo en �l ten�a una guerra pendiente fuera de ah�. Dec�a su abuela que sus antepasados hab�an llegado a la pen�nsula en su propio bergant�n, y varias veces �l oy� a su padre responderle entre orgulloso y burl�n: "Porque eran piratas".

Qui�n sabe de qu� pasado le vendr�a, pero el muchacho en que se convirti� Diego Sauri deseaba con todo el cuerpo un horizonte no cercado por el agua. Se le hab�a vuelto ya una pasi�n la habilidad curandera que su padre le descubri� cuando a�n era ni�o, vi�ndolo revivir los peces que hab�an tra�do medio vivos para la cena. A los trece a�os, hab�a ayudado en el trasiego del parto m�s dif�cil de su madre, y desde entonces mostr� una habilidad manual y una sangre fr�a tales, que empezaron a llamarlo otras mujeres en situaci�n de incertidumbre. No contaba con m�s ciencia que su instinto, pero ten�a la destreza y el aplomo de un sacerdote maya, y lo mismo le ped�a auxilio a la Virgen del Carmen que a la diosa Ixchel.

A los diecinueve a�os sab�a todo lo que en la isla pod�a saberse de yerbas y brebajes, hab�a le�do hasta el �ltimo libro de los que pudieron caer por aquel rumbo y era el m�s ardiente enemigo de un hombre que de tanto en tanto irrump�a en la isla cargando un dineral con olor a sangre y pesadillas. Ferm�n Mundaca y Marechaga traficaba con armas, se favorec�a con la interminable guerra de castas y descansaba de sus negocios pescando y fanfarroneando entre los pac�ficos moradores de la isla. Con eso hubiera bastado para que Diego lo considerara su enemigo, pero en su condici�n de joven curandero le sab�a otra historia.

Una noche alguien llev� hasta su puerta el rostro devastado de la mujer con quien se hab�a visto llegar a Mundaca. Ten�a golpes en todo el cuerpo y de su entra�a no sal�a sonido ni para quejarse. Diego la cur�. La tuvo en casa con sus padres hasta que ella pudo volver a caminar sin miedo y a mirarse la cara sin recordar. Entonces la puso en el primer velero que dej� la isla. Antes de subir a la peque�a embarcaci�n, ella escribi� sobre la diminuta y brillante arena la palabra AhXoc, que en maya quiere decir tibur�n. As� llamaban a Ferm�n Mundaca, el hombre que a los mayas les vend�a las armas, y al gobierno del pa�s los barcos con que los combat�a. Luego, aquella p�lida y temerosa mujer abri� la boca por primera y �ltima vez para decir: "Gracias".

Esa misma noche cinco hombres sorprendieron a Diego Sauri en la mitad del recorrido que hac�a por las casas de sus enfermos. Lo golpearon hasta dejarlo como un mont�n de trapos, lo ataron de pies y manos y le rompieron la boca con que alcanz� a insultarlos antes de cerrar los ojos que le guardar�an para siempre la imagen de una luna inmensa, burlona y amarilla, como la risa de un dios.

Cuando pudo volver a preguntarse qu� le estaba pasando, sinti� temblar el agua bajo la celda que lo encerraba. Iba en un barco, rumbo a qui�n sab�a d�nde y en vez de que lo inundara el miedo, lo estremeci� la curiosidad. Por mal que le fuera, iba camino al mundo.

Nunca supo cu�ntos d�as pas� en aquel encierro. Una oscuridad y otra y otras muchas le cruzaron por encima hasta que perdi� el sentido del tiempo. La embarcaci�n hab�a atracado m�s de cinco veces cuando el hombre que le llevaba todos los d�as unos mendrugos le abri� la puerta.

-So here we are - le dijo un gigante rojo mir�ndolo con toda la piedad de que pudo ser capaz, y lo dej� en libertad.

Here era un helado puerto en el norte de Europa.

Varios a�os y muchos aprendizajes despu�s, Diego Sauri volvi� a M�xico como quien vuelve a s� mismo y no se reconoce. Sab�a hablar cuatro idiomas, hab�a vivido en diez pa�ses, trabajado como asistente de m�dicos, investigadores y farmac�uticos, caminado las calles y los museos hasta memorizar los recovecos de Roma y las plazas de Venecia. Era un cosmopolita y un exc�ntrico, pero ambicionaba como nadie que su �ltima peripecia lo llevara de la mano a la misma sopa bajo el mismo techo por el tiempo que le restase de vida.

Apenas ten�a veintisiete a�os la tarde que desembarc� al tibio ardor de un aire que reconoci� como a su alma. El puerto de Veracruz era pariente de sus islas y lo bendijo aunque su tierra fuera oscura y sus aguas turbias. Con no mirar al suelo, pens�, bastar�a para sentirse de vuelta.

Caminando de prisa se meti� al puerto que hac�a un ruido desordenado y caliente. Fue hasta la plaza y entr� en un hostal bullicioso. Ol�a a caf� reci�n tostado y a pan nuevo, a tabaco y a perfume de an�s. Al fondo de aquel esc�ndalo tibio, entre la gente que hablaba muy r�pido y los meseros que iban y ven�an como empujados por un viento continuo, estaban, sin m�s, los ojos de Josefa Veytia.

Diego llevaba mucho tiempo de perseguir su destino como para no saber que lo estaba encontrando. Hab�a caminado todos esos a�os, por todo ese mundo, para que la vida le diera la vuelta y le devolviera su futuro en el mismo meridiano en que le arrebat� el pasado, as� que se acerc� a titubear hasta la mesa de aquella mujer.

Josefa Veytia hab�a ido a Veracruz desde Puebla, con su madre y su hermana Milagros, a esperar un barco procedente de Espa�a en el que deb�a llegar su t�o, Miguel Veytia, un hermano menor de su padre, con quien �ste hab�a tenido la bienafortunada idea de encargar a su familia, antes de traicionarla muri�ndose cuando Josefa ten�a doce a�os, Milagros diecisiete y la madre de ambas esa edad ambigua y eterna en que se instalaban las mujeres cuando quer�an dejar de serlo.

El t�o Miguel Veytia viv�a medio a�o en Barcelona y medio en Puebla. En cada uno de los dos lugares dedicaba buena parte de su tiempo a hablar de los negocios y complicaciones que ten�a en el otro. Su vida era pac�fica y placentera como un domingo permanente. El lunes estaba siempre al otro lado del mar.

Seg�n supieron las Veytia esa tarde, en Espa�a se hab�a proclamado la Rep�blica dos semanas antes y las emociones liberales del t�o lo hab�an obligado a quedarse hasta que la celebraci�n deviniera tedio.

-Qui�n sabe lo que va a pasar en Espa�a -les dijo Diego Sauri una vez que estuvo sentado entre ellas como si fuera un viejo conocido. Y sin m�s se puso a contarles la fiebre republicana de algunos espa�oles y a disertar sobre la vocaci�n mon�rquica de muchos otros.

-Yo no dudar�a que en un a�o est�n de nuevo queriendo un rey -profetiz� en el tono apasionado que la pol�tica le provoc� siempre, pero lidiando mientras hablaba con una pasi�n m�s tangible que sus profec�as.

Quince meses despu�s de aquella tarde, durante el diciembre de 1874, los espa�oles proclamaron rey a Alfonso XII y Diego Sauri se cas� con Josefa Veytia en la iglesia de Santo Domingo, que a�n dormita a dos cuadras de la plaza principal, en la muy noble ciudad de Puebla.

II

Presos en el esc�ndalo de la vida, los Sauri gozaron diez a�os de pausado y bien avenido matrimonio sin que el azar o la fortuna les dieran la sorpresa de un hijo. Al principio hab�an estado tan ocupados en s� mismos que no tuvieron tiempo de turbarse porque sus euf�ricos encuentros diarios no ten�an m�s consecuencia que la paz de sus cuerpos. Empezaron a preguntarse por una criatura s�lo cuando se conoc�an tan bien uno al otro que con los ojos cerrados �l pod�a evocar la forma y el tama�o preciso de cada una de las peque�as y limp�simas u�as en que terminaban los pies de su mujer, y ella pod�a decir con su memoria la exacta distancia entre la boca y la punta de la nariz de su marido, mientras trazaba con su dedo en el aire las curvas de su perfil. Josefa sab�a que la blanca hilera de dientes con que sonre�a Diego Sauri, por igual que pareciera, ten�a un matiz distinto en cada diente. Y �l sab�a que su mujer, adem�s de ser una especie de diosa regida por las leyes de una intensa armon�a, ten�a muy alto el paladar y las anginas invisibles.

Acaso les quedaron resquicios desconocidos, pero no muchos m�s de los que cada quien desconoce de s� mismo. As� que se dedicaron a buscar la llegada de un hijo que les contara lo que ni ellos imaginaban de sus deseos y sus alcurnias. Seguros de que hab�an hecho todo lo necesario para engendrar un ser humano sin conseguirlo, decidieron intentar lo que siempre les hab�a parecido innecesario: desde beber infusiones de una yerba llamada Damiana por Josefa Veytia y Turnera diffusa por los conocimientos bot�nicos de Diego Sauri, hasta contar las lunas para conocer los d�as f�rtiles de Josefa y enfatizar entonces la pasi�n de sus cuerpos que de tanto empe�o se hab�an puesto a�n m�s briosos y precipitados que de costumbre.

Todo esto, apoy�ndose en las consultas y siguiendo los consejos del doctor Octavio Cuenca, un m�dico con el que Diego hab�a intimado la primera tarde rojiza que pas� en la ciudad de Puebla, y al que con los a�os y los descubrimientos compartidos quer�a como a un hermano con jetatura.

Desde que la menstruaci�n sorprendi� la precoz adolescencia de Josefa Veytia, un fiero y venturoso mayo, hasta esas fechas, ella hab�a recibido la roja visita con la luna en cuarto menguante, as� que a los trece d�as de esa luna, Diego Sauri cerraba la botica y ni el peri�dico le�a durante los siguientes tres. S�lo descansaban de su intensa labor creadora para que Josefa diera unos tragos enormes del agua en que herv�a por dos horas el bulbo de unas flores parecidas a los lirios, que la yerbera del mercado llamaba Oceolox�chitl y su marido Tigridia Pavonia. �l hab�a encontrado su nombre cient�fico y la descripci�n de sus efectos curativos en el libro de un espa�ol que en el siglo XVI recorri� la Nueva Espa�a haciendo el recuento de las plantas usadas por los antiguos mexicanos. Su coraz�n hab�a latido m�s r�pido mientras le�a: “Algunos dizen que si las beuen las mugeres les ayuda a concebir". Entonces puso sus esperanzas en los conocimientos de los indios, porque empezaba a perderlas en los de los m�dicos y las sustancias que �l mismo preparaba en su botica. Hab�a tomado y hecho tomar a su se�ora cuanta p�ldora encontr� sobre la tierra, y empezaba a sentirse harto de vivir con las esperanzas como un hielo, paraliz�ndole hasta la placidez de los d�as que la ciudad les regalaba.

Vivieron varios a�os regidos por la desaz�n de que sus cuerpos, tan h�biles para encontrarse, no lo eran para salir de s� mismos, hasta que un d�a trece, Josefa se visti� de madrugada, y cuando su marido abri� los ojos al deber de hacerle un hijo, encontr� vac�o el lugar que ella entibiaba con su cuerpo en el lado izquierdo de la cama.

-Ya no juego -dijo al verlo entrar a la cocina, busc�ndola con el asombro todav�a en la cara-. Abre la botica.

Diego Sauri era uno de esos extra�os hombres que respetan sin preguntas los designios de la autoridad divina encarnada en su mujer. Le hab�a costado mucho tiempo de estudio su condici�n de agn�stico, hab�a incluso convencido a Josefa de que Dios era un deseo de los hombres, pero contaba con el Esp�ritu Santo que present�a entre las sienes de aquella dama. Por eso fue a vestirse y baj� a olvidar la pena entre los matraces, las balanzas y los olores de la botica que atend�a en el primer piso de su casa. No volvi� a pedirle nada hasta varios d�as despu�s. Un amanecer, cuando la luz empezaba a hundirse en la tiniebla de su rec�mara, se atrevi� a preguntarle si quer�a que lo hicieran porque s�. Josefa asinti�, recobr� la paz y no se volvi� a hablar del, hijo. Poco a poco, hasta creyeron que ser�a mejor de aquel modo.

En el a�o de 1892, Josefa Veytia era una mujer de treinta y tantos que se hab�a acostumbrado a caminar con la espalda orgullosa de una bailarina de flamenco, que despertaba siempre con un plan nuevo en la cabeza y se dorm�a siempre despu�s de haberlo llevado a cabo, que coincid�a con su marido en la hora de los deseos y jam�s le neg� el placer de saberse acompa�ado en el juego que tantos hombres juegan solos. Siempre ten�a entre los ojos hundidos y redondos una pregunta, y en el borde de sus labios la paz contagiosa de quien no urge las respuestas. Usaba el cabello levantado sobre la nuca altiva que a Diego le gustaba besar a media tarde, como un anticipo de la luz con que su cuerpo desnudo iluminar�a el anochecer. Por si fuera poco, Josefa ten�a el don que equilibra la necesidad de las palabras con la premura de los silencios. Las conversaciones entre ellos no se mor�an nunca. A veces hablaban hasta la medianoche como si apenas acabaran de conocerse y otras los despertaba el alba urgidos de contarse el �ltimo sue�o.

La noche en que descubri� que la luna hab�a crecido al doble del tama�o que ten�a siempre cuando la primera mancha roja sobre sus blanqu�simos calzones le anunciaba el tormento que eran sus menorragias, Josefa inici� el coloquio diciendo que sent�a miedo. Ella no conoc�a nada m�s puntual que su ag�nica menstruaci�n: faltaban tres cuartos para las once de la ma�ana cuando por primera vez la sinti� correr entre sus piernas, un s�bado cinco de mayo en que la ciudad toda temblaba de olor a p�lvora y orgullo, poco antes de iniciarse un simulacro de guerra con el que se festejaba el triunfo sobre el ej�rcito invasor franc�s, varios a�os atr�s. Cu�ndo la campana mayor de catedral son� ronca para anunciar que hab�a llegado la hora del combate, ella y su hermana Milagros estaban en el balc�n, saludando con pa�uelos a los grupos de tropa y pueblo armado que atravesaban las calles para cubrir las trincheras y las alturas de los templos. El mundo de entonces ten�a el h�bito de la guerra, y celebraba los grandes peligros como un v�rtigo de la costumbre. Como parte de ese mundo, Josefa sinti� correr la sangre por sus muslos y en lugar de aterrarse gir� en redondo gritando: "�Estoy herida, pero no me pienso rendir!"

Esa noche la luna brillaba en cuarto menguante. Desde entonces, siempre, durante doscientos quince meses, la sangre lleg� con la luna en cuarto menguante. De ah� que Josefa hubiera dicho "tengo miedo", al ver llegar la luna llena sin que una gota de sangre le hubiera negado el paso a su ambici�n procreadora.

Levantando la vista Diego Sauri perdi� los ojos en la contemplaci�n de su mujer, mientras se dejaba rega�ar por ella que salt� sin m�s de la luna a reprocharle su apego al mentidero de los peri�dicos. Porque s�lo era culpa de los peri�dicos, la iba oyendo decirle, a los que dedicaba una buena parte de su vida, que �l llevara tres d�as sin escucharla y con la cabeza mareada por la marcha contra la nueva reelecci�n del presidente de la rep�blica. El dictador ten�a siete a�os de mandar cuando Diego empez� a repetir que no pod�a quedarse ah� mucho tiempo m�s, y desde entonces otros nueve se hab�an amontonado sin que Josefa tuviera m�s aviso de su ca�da que la ilusi�n con que su marido se dedicaba a preverla.

Temiendo que los reproches no terminaran nunca si �l no se hac�a cargo del asunto relacionado con la luna, Diego acept� levantarse y salir del comedor a la tibia noche de junio. Una luna inmensa lo reg�a todo.

-Con raz�n la adoraban los antiguos -dijo mientras sent�a el cuerpo de su esposa ce��rsele c�lido y apacible.

-�Quieres que te lo haga? -pregunt�.

-Creo que ya me lo hiciste -dijo la se�ora Sauri. Y lo dijo con tal melancol�a que su marido le solt� la cintura para escudri�ar su cara y preguntarle qu� demonios le hab�a hecho.

-Un hijo -solt� Josefa con el aire que le quedaba entre los labios.

Guiado por la redondez absoluta del vientre que fue haciendo su mujer, Diego Sauri afirm� siempre que dentro guardaba los ambiciosos sue�os de una ni�a. Josefa le pidi� que no predijera lo que no pod�a saberse y �l respondi� que sab�a todo desde el quinto mes y que ella perd�a el tiempo tejiendo con estambre azul, porque la criatura ser�a ni�a y la llamar�an Emilia para honrar a Rousseau y hacerla una mujer inteligente.

-�Por qu� tendr�a que ser tonta llam�ndose Deifilia? -pregunt� Josefa acariciando el nombre de su bisabuela.

-Porque partir�a del error de creerse hija de Dios y no hija nuestra. Y esta ni�a es hija nuestra.

-Hasta que saque la cabeza -argument� Josefa, que hab�a pasado buena parte de su pre�ez temiendo que se le escapara el prodigio.

Como buen hombre del Caribe, Diego Sauri estaba acostumbrado a no discutir con los milagros y re�a siempre que su mujer expresaba sus temores, dudando de su habilidad para no equivocarse a la hora de hacer los vericuetos de una oreja o igualar el color de los ojos. Porque �c�mo pod�a saber lo que estaba haciendo, si su intervenci�n era igual a la que podr�a tener un �nfora?

-Un �nfora chiflada -dijo Diego Sauri levant�ndose a darle un beso.

Ten�a los hombros fuertes y los ojos claros iluminando la oscuridad de unas ojeras precoces, la altura mediana del padre que Josefa guardaba en su memoria, las palmas de sus manos marcando un acertijo, las yemas de los dedos h�biles y atinadas. Se mov�a a�n como el nadador que hab�a sido, acechaba los gui�os de su mujer con el deseo entre los labios.

-No empieces -se preocup� Josefa-. Has estado entrando y saliendo por el camino de la criatura sin ning�n respeto durante todo este tiempo. La podemos lastimar.

-No afirmes cosas de ignorante, Josefa. Pareces poblana -dijo �l volviendo a besarla.

-Soy poblana. Que t� vengas de una tierra de salvajes no es mi culpa.

-�Salvajes los mayas? -dijo Diego-. Por estas tierras no hab�a pasado un pie humano cuando Tul�m era un imperio de dioses terrenales.

-Los mayas desaparecieron hace siglos. Ahora todo eso es selva y ruinas -dijo ella jugando con la vanidad de su marido.

-Todo eso es un para�so. T� lo vas a ver -contest� Diego levant�ndola del sill�n de bejuco en que tej�a y empuj�ndola hacia su cama mientras le desabrochaba el camis�n.

Una hora m�s tarde Josefa abri� los ojos y acept�:

-Tienes raz�n, es un para�so.

-�Verdad? -dijo su marido mientras le acariciaba la redonda y palpitante barriga. Luego, volvi� como vuelven los hombres a la tierra y pregunt�: -�Tendr�s algo de comer?

Esperaba, recordando las palabras de su amigo el doctor Octavio Cuenca acerca de la relaci�n exacta entre el momento en que una embarazada entra en febril actividad y la cercan�a de su parto, cuando sinti� a Josefa volver de la cocina como un rel�mpago.

-Me est� saliendo agua -dijo.

Diego salt� de la cama como si estuviera vi�ndola caerse, pero Josefa adquiri� de golpe una calma propia de quien ha parido diez criaturas, y sin m�s tom� las riendas del asunto, neg�ndose a que Diego llamara a un doctor en su ayuda.

-T� me juraste que te har�as cargo solo -record� Josefa.

-�Cu�ndo? -pregunt� Diego.

-La noche del d�a en que nos casamos -le contest� Josefa para terminar la discusi�n y dedicarse de lleno al esc�ndalo que recorr�a su cuerpo.

Por mucho tiempo hab�a cre�do que aquel dolor ser�a como un lujo. Durante las horas que siguieron no lo dud� ni un minuto, pero hasta el �ltimo rinc�n de su cuerpo aprendi� entonces que algunos lujos cuestan lo que valen y que la �ntima org�a de parir es, m�s que un dolor, una batalla que por fortuna se olvida con la tregua.

Nueve horas despu�s, Diego le puso entre los brazos el cuerpo lustroso y c�lido de su criatura.

-Ya ves c�mo adivin� -dijo �l soltando unas l�grimas gordas que le corrieron por la cara hasta que se las chup� con la lengua antes de sonre�r.

-Y est� completa -contest� Josefa, revis�ndola como si en ella cupiera el firmamento.

-Eres m�s valiente que Ixchel -afirm� Diego extendi�ndole un algod�n con alcohol y soluci�n de marihuana. Despu�s le bes� la punta de la nariz y se llev� a la ni�a todav�a desnuda. Empezaba a salir el sol terco de los inviernos mexicanos. Eran las siete de la ma�ana del doce de febrero. Josefa cerr� los ojos y se durmi� con la paz de esp�ritu que hab�a perdido nueve meses antes.

Cerca del mediod�a despert� del primer sue�o incompleto de su vida.

-Diego, �qui�n es Ixchel? -pregunt� a�n prendida a las im�genes de su quimera.

Radiante como una abuela precoz, su hermana Milagros se acerc� a contestarle que Diego dorm�a y que Ixchel era la diosa maya de la luna, las aguas y los curanderos, encargada por eso de proteger el parto y los embarazos.

-�Ya la viste? -le pregunt� Josefa.

-Como bordada por los �ngeles -contest� Milagros con la contundencia que Josefa disfrutaba en su voz desde que eran ni�as. Cuatro a�os mayor que ella, Milagros le regal� el aplomo que no tuvo su madre y la quiso por todos los hermanos que le faltaron a su familia. Era un poco m�s alta y bastante m�s terca, ten�a como ella los p�mulos prominentes y la melena oscura, pod�a sonre�r como un �ngel y enceguecer de furia como todos los diablos. Josefa estaba orgullosa de pertenecer a su estirpe. Por m�s que la gente las encontrara tan distintas que parec�a dif�cil imaginarlas congeniando, hab�a entre ellas un pacto remoto que las hac�a comprenderse con los ojos. Milagros ten�a tambi�n los ojos hundidos y curiosos, s�lo que ella no estaba en paz sin las respuestas, le urg�a saberlas todas, conocer hasta el �ltimo lugar del mundo, hendir sus dudas siempre que le apretaban la garganta cruz�ndose por ella. Era por eso que no se hab�a casado con ninguno de los tantos que la desearon. No sab�an las respuestas, para qu� destinarles el destino. Ten�a su libertad como pasi�n primera y su arrojo como vicio mejor. Sol�a desbaratar un argumento con la luz ominosa de su mirada despreci�ndolo, y era lectora como pocas y erudita como ninguno. Le gustaba desafiar a los hombres con el acervo de sus conocimientos cient�ficos y se divert�a memorizando poemas y busc�ndose retos. Odiaba el bordado pero era una bruja para dise�ar sus vestidos o cambiar el ambiente de un cuarto con s�lo mover algunos cuadros. Era dr�stica en sus juicios y exigente con los ajenos, disimulada en sus afectos, desprendida en sus pertenencias, cautivadora con sus historias. Ten�a por su hermana Josefa una predilecci�n que nunca intent� disimular y era capaz frente a ella de deponer cualquiera de sus armas. Por el s�lo haberse enamorado de Josefa con mirarla, Milagros quer�a a Diego Sauri como a un hermano y hubiera dado por �l la misma vida que dar�a por su hermana. Adem�s compart�a con su cu�ado creencias y fantas�as pol�ticas y lo ayudaba a sobrellevar las cr�ticas y llamados a la cordura que de tanto en tanto hac�a Josefa esgrimiendo para el caso su afilada y pertinente lengua. Al contrario de Josefa, cuyo esp�ritu conciliador la ayudaba a pasar sin apuro entre los preceptos y prejuicios que reg�an el mundo en que viv�an, Milagros se llenaba de furia cada vez que un juicio ajeno le parec�a irrespetuoso y poco universal. Jam�s pasaba de largo frente a la posibilidad de una batalla ideol�gica acerca de Dios, las religiones, la fe, el absoluto y otros riesgos.

Desde la cama, Josefa la vio caminar hasta la cuna en que dorm�a su hija.

-Seg�n la hora y el d�a en que ha nacido, tu ni�a es Acuario con ascendente Virgo -dijo Milagros-. Un cruce de pasiones y dulzuras que le dar� tanta dicha como penas.

-Yo s�lo quiero que sea feliz -ambicion� Josefa.

-Lo ser� muchas veces -dijo Milagros-. Alumbrar� su vida la luna en cuarto creciente que a�n se ve�a en el cielo cuando naci�. Rigen este mes la Osa Mayor, la Cabellera de Berenice, Procyon, Canopo, Sirio, Aldebar�n, el Pez Austral de Eridano, el Tri�ngulo Boreal, Andr�meda, Perseo, Algol y Casiopea.

-�La luz de tantas estrellas le har� ser una mujer due�a de s� misma, con un cerebro sensato y un coraz�n devoto de la vida? -pregunt� Josefa.

-Eso y m�s -dijo Milagros detenida bajo el tul de la cuna.

Josefa le pidi� que repitiera para ella el conjuro que escuchaban desde siempre las mujeres de su familia cuando nac�an.

Milagros acept� rendirse a la tradici�n familiar para que nada le faltara al rito que la convertir�a en madrina. Puso la mano sobre la cabeza de su sobrina y recit�:

-Ni�a que duermes bajo la mirada de Dios, te deseo que no lo pierdas jam�s, que vayas por la vida con la paciencia como tu mejor aliada, que conozcas el placer de la generosidad y la paz de los que no esperan nada, que entiendas tus pesares y sepas acompa�ar los ajenos. Te deseo una mirada limpia, una boca prudente, una nariz comprensiva, unos o�dos incapaces de recordar la intriga, unas l�grimas precisas y atemperadas. Te deseo la fe en una vida eterna, y el sosiego que tal fe concede.

-Am�n -dijo Josefa desde su cama, poni�ndose a llorar.

-�Ahora puedo decir el m�o? -pregunt� Milagros.

Era m�s que una mujer hermosa que a veces se vest�a como un dibujo de Le Moniteur de la Mode y usaba los sombreros m�s finos que pod�a dise�ar madame Berthe Manceu, porque tambi�n ten�a en su guardarropa una colecci�n de los mejores huipiles que se hubieran bordado jam�s. Acostumbraba pon�rselos en las ocasiones solemnes y era capaz de caminar por la calle con el cabello en trenzas sobre la cabeza y aquella ropa de india como una bandera de colores cay�ndole por el cuerpo. As� estaba vestida esa ma�ana. Josefa la mir� admir�ndola y le pidi� que siguiera.

-Ni�a -dijo Milagros con la solemnidad de una sacerdotisa- yo te deseo la locura, el valor, los anhelos, la impaciencia. Te deseo la fortuna de los amores y el delirio de la soledad. Te deseo el gusto por los cometas, por el agua y los hombres. Te deseo la inteligencia y el ingenio. Te deseo una mirada curiosa, una nariz con memoria, una boca que sonr�a y maldiga con precisi�n divina, unas piernas que no envejezcan, un llanto que te devuelva la entereza. Te deseo el sentido del tiempo que tienen las estrellas, el temple de las hormigas, la duda de los templos. Te deseo la fe en los augurios, en la voz de los muertos, en la boca de los aventureros, en la paz de los hombres que olvidan su destino, en la fuerza de tus recuerdos y en el futuro como la promesa donde cabe todo lo que a�n no te sucede. Am�n.

-Am�n -repiti� Josefa bendiciendo la fe y la imaginaci�n de su hermana.

Cobijada por los deseos de su madrina, Emilia comi� y durmi� con una sensata placidez los primeros meses de su vida. A sus o�dos no llegaban las historias de horror que su padre le�a en los peri�dicos, pero lo escuchaba todas las ma�anas contarle lo que suced�a en el mundo, opinar sobre las cosas que lo perturbaban o entristec�an y describirle las sorpresas del d�a con la certidumbre absoluta de que la conmov�an tanto como a �l.

Josefa aseguraba que la ni�a era demasiado peque�a para interesarse en el surgimiento del partido laborista en Inglaterra, la anexi�n de Hawai a los Estados Unidos, la p�rdida de cosechas y la mortandad de ganado por todo el pa�s. Rega�aba a su marido por entristecerla habl�ndole de la prohibici�n de las corridas de toros, del desastre de que se reeligieran los gobernadores o se gastaran cien mil pesos mensuales en obras para el imposible desag�e del Valle de M�xico. Diego respond�a diciendo que ella hac�a peor habl�ndole de la Inglaterra de Charlotte Bront� y ley�ndole Shirley en voz alta.

-Eso lo hago para dormirla -dijo su madre.

-Los avatares de Juli�n Sorel o las penas de Ana de Ozores �qu� le interesan? -pregunt� Diego-. Yo por lo menos le cuento la realidad.

-S�, pero toda la realidad. Hasta lo del impuesto al tabaco ha de saber la pobre ni�a. Cuando cerraron El Dem�crata, le repetiste durante una semana los nombres de los redactores encarcelados.

-Sirvi� que se lo contara -dijo Diego Sauri. Y luego dirigi�ndose a la ni�a: -Por fin se le grab� a tu madre una arbitrariedad del gobierno.

-Las s� todas. Pero no te fomento la ira porque no quiero que te encierren tambi�n a ti.

-�A m� por qu�? -pregunt� Diego.

-�Quieres que te lo diga?

-No-. El se�or Sauri se pas� el dedo sobre el bigote rojizo que se hab�a dejado crecer para celebrar la llegada de su hija.

Ambos sab�an, aunque lo hablaban poco, que Josefa ten�a raz�n. Hac�a m�s de tres a�os que en la botica hab�an empezado a reunirse todos aquellos que por motivos justificados, viejos anhelos democr�ticos o pura vocaci�n conspirativa, ten�an algo en contra del gobierno. Primero los acerc� el azar, luego el acuerdo, despu�s la necesidad. Y para ese momento, un d�a s� y otro tambi�n, hab�a en la botica alg�n parroquiano dispuesto a insultar al gobernador delante de cuanto cliente la pisaba. As� las cosas, Diego no tardar�a en pasar de antirreleccionista a temerario, y como andaba el mundo, pasar de temerario a loco y de loco a preso ser�a asunto de un rato.

-Vamos a mudar la tertulia pol�tica a la casa del doctor Cuenca -dijo Diego.

-Bendito sea Dios -contest� Josefa tranquilizada con la noticia.

-�Cu�l de todos? -pregunt� el se�or Sauri. -Cualquiera que te haya inspirado esta vez -contest� su mujer.

III

En 1893 el doctor Cuenca ten�a adem�s de sus cincuenta y cuatro a�os de vida, un justo y bien consolidado prestigio profesional. A eso se apegaba sin reticencias desde la muerte de la mujer en la que hab�a engendrado dos hijos y a la que no se cansar�a de a�orar cada ma�ana, como si fuera la primera en que le negaba su presencia.

Hab�a vivido con ella y segu�a viviendo con su recuerdo y su prole en una casa cercana a los primeros maizales que rodeaban la ciudad y a siete cuadras del z�calo y la catedral. Una casa regida por dos ejes: la indeleble y m�tica compa��a de su jard�n y el gran sal�n dedicado a las reuniones de los domingos. El doctor Cuenca tocaba una flauta dulce y ambigua que contradec�a la rigidez militar con que iba por la vida a las horas de trabajo. Algunos de sus amigos cercanos eran m�sicos o escritores y los domingos lo visitaban para declamar sus �ltimas ocurrencias o hacer m�sica en grupo. A cambio, durante la semana, el hombre viv�a con un rigor profesional que incluso merec�a el respeto de sus enemigos, un sentido del deber y del orden que sus hijos temieron aun despu�s de haber cumplido los veinte a�os, y una austeridad verbal que en vida convirti� a su mujer en una de las m�s h�biles descifradoras del silencio que ha dado la larga historia de esa profesi�n entre las mujeres, y que despu�s de muerta, la hac�a volver de vez en cuando a rozarle la frente con sus pesta�as y a escuchar su silencio diciendo todo lo que le pesaba.

El doctor Octavio Cuenca naci� en tierra caliente, en el siempre h�medo pueblo de Atzalan. Su padre se llamaba Juan Cuenca y su madre fue conocida desde ni�a como Manuelita G�mez, la hija del se�or cura. Seg�n sab�an sus descendientes, el padre de Manuelita termin� usando sotana para cumplirle a la Virgen del Socorro la promesa que le hab�a hecho un atardecer durante la guerra de Independencia, cuando perseguido por tropas espa�olas como uno de los l�deres criollos que intentaban rebelarse contra la Corona cerca de Veracruz, hall� escondite en el planchador de una casa cuyas due�as ten�an la buena costumbre de usar muchas enaguas blancas y almidonadas bajo el vestido. Ellas lo escondieron tras el altero de ropa por planchar, entre los canastos en los que se amontonaban crinolinas enormes, faldas de tafeta y encaje, s�banas, toallas, fundas y cubrecamas.

Oy� entrar a los soldados maldiciendo su nombre y se encogi� tras la ropa que los sables picoteaban en busca de su cuerpo, tembloroso por primera vez. Era un viudo todav�a joven y necesitaba vivir hasta viejo. As� que en esa inolvidable tarde de martes, le prometi� a la Virgen que tomar�a los h�bitos si lo salvaba de aquel infortunio. Cuando los hombres abandonaron el, planchador y el alma le volvi� al cuerpo, �l tembl� otra vez recordando su descabellada promesa: tendr�a que hacerse cl�rigo y su hija Manuela ser�a la hija de un cura.

Quiz�s para vacunarse contra semejante promesa, Manuela se cas� con Juan Cuenca, un hacendado liberal, de piel morena y ojos brillantes, que al re�rse ense�aba unos dientes tan grandes que ni con la boca cerrada disimulaban su presencia. Juan Cuenca era due�o de tierras f�rtiles, r�os y ganado en cantidades tales que pod�a mantenerse a salvo sin la ayuda de Dios. As� que se daba el lujo de ser un incr�dulo confeso y una persona confiable a pesar de su prominente dentadura y sus largos silencios. Hizo con Manuelita un matrimonio sosegado y sin reproches, del que nacieron diez hijos. Octavio fue el tercero y quiso ser m�dico. Pero no pudo librarse de la guerra que durante casi todo el siglo XIX persigui� la vida de su pa�s, as� que estudi� medicina en la Universidad de Jalapa, s�lo para terminar convertido en m�dico del ej�rcito juarista.

Jacobo Esparza, su compa�ero de estudios, fue tambi�n su compa�ero de armas. La primera vez que Octavio Cuenca lo acompa�� a su casa, descubri� los labios brillantes y la implacable lengua de su hermana menor. Mar�a Esparza ten�a entonces dos a�os y se hab�a dado una de las muchas libertades dom�sticas que se dio en la vida: estaba en mitad del corredor, entre los helechos y los geranios, chupando una paleta roja, sentada en una bacinica. Casi dos d�cadas despu�s, tras muchos estudios y varias guerras, creyendo que sab�a todo del amor y sus trasiegos, Octavio Cuenca volvi� a encontrarse con ella entre las plantas de la casa inmutable:

-Ya c�sate conmigo doctor, te est�s haciendo viejo -le propuso.

-Tengo un hijo con otra mujer y te llevo veinte a�os -contest� el doctor Cuenca.

-Ya lo s� -dijo ella-, por eso te estoy apurando.

La casa del doctor Cuenca ten�a una gran puerta de madera tallada, presidida por un aldab�n de hierro que hac�a sonar sus golpes por el jard�n y el corredor hasta que llegaban a la cocina, donde alguien interrump�a su ajetreo para correr y abrirle a todo el que tocara. Era una casa que ten�a la puerta cerrada porque en Puebla las puertas siempre se han cerrado, como si un continuo temor al mundo de la calle cercara las moradas. Pero en la pr�ctica, la puerta de esa casa pod�a considerarse abierta, como est�n abiertas las puertas en los pueblos de la tierra caliente. Todo el que llamaba ten�a derecho a entrar y buscarse un sitio entre los �rboles del jard�n, una silla en la sala junto al piano o un lugar en el comedor frente a la sopa de arroz.

Era una casa por la que sol�an correr ni�os haciendo ruido y en la que los adultos ten�an su encuentro semanal sin inmutarse demasiado por los pleitos o las dichas escandalosas de las criaturas. As� que era ideal para las parejas con hijos en edad de romper cosas y almas en edad de conversaciones inteligentes. Por eso y por razones de simple afinidad, los Sauri pasaron ah� muchos de los m�s claros domingos de su vida.

La primera vez que los Sauri llevaron de visita a su hija Emilia, la ni�a ten�a tres meses y no hac�a m�s gracia que sonre�r y mover las piernas cuando la pose�a lo que su padre consideraba un desmesurado gusto por la vida. Josefa lleg� a la reuni�n de aquel domingo con el gesto de quien esconde algo excepcional entre los brazos. Su marido iba delante de ella cargando una canasta forrada de organd�, con la que entr� golpeando las piernas de la gente a la que saludaba. Los guiaba Salvador, el primer hijo de la pareja Cuenca Esparza, un muchachito de once a�os, conversador y vivaz, que compensaba la ausencia de su madre queriendo a su padre por partida doble. Los segu�a, empe�ado en indagar qu� cargaba Josefa con tanto cuidado, Daniel, el menor, un ni�o de ojos indecisos entre el caf� y el verde en cuya mirada burlona el doctor Cuenca evocaba a Mar�a Esparza. Lo hab�a llamado Daniel, como ella alcanz� a pedirle, y hab�a puesto su crianza en manos de Milagros Veytia, como ella le rog� que hiciera. Mar�a Esparza quiso a Milagros como se quiere a las amigas con las que se comparten varias predilecciones esenciales y una labia capaz de contar hasta el �ltimo secreto. Cuando vio acercarse la muerte, una sola obsesi�n le hab�a llenado la boca: dale el ni�o a Milagros.

El doctor Cuenca le jur� que as� ser�a y mientras su hijo fue un beb� permiti� que Milagros lo tuviera con ella, pero en cuanto supo que ya no la necesitaba para cambiarle los pa�ales o llevarle la cuchara a la boca, lo quiso de regreso para ense�arlo a ser hombre con los mismos rigores con que ense�aba a Salvador.

En secreto, Milagros llor� durante meses, dijo una maldici�n diaria y retard� la entrega cuanto pretexto pudo inventar. De tanto haber hablado con su amiga, conoc�a de m�s al doctor Cuenca, as� que supo desde el principio que poco le servir�a mostrar su enojo, y como era respetuosa de la paz de los muertos, se guard� de apelar a los designios de Mar�a, para no convocarla a un litigio tard�o con su marido. Devolvi� al ni�o tras su tercer cumplea�os y no acept� a cambio ni el discurso de agradecimiento que el doctor intent� darle.

-�Puedo quedar como su t�a? -pregunt� al desprenderse de su mano.

-Ser� un honor para nosotros -le dijo Cuenca, devolvi�ndole con aquello el derecho a intervenir en su destino.

En el uso de ese derecho y porque segu�a siendo el cobijo del ni�o, Milagros lo consent�a de m�s y lo correg�a de menos. Esa tarde, previendo los riesgos que pod�a acarrear su esp�ritu indagador, le pidi� que tuviera cuidado porque dentro de la cesta iba una ni�a. Por toda respuesta, Daniel jal� la punta del envoltorio que cargaba Josefa y le ofreci� a Milagros la sonrisa m�s seductora que hombre alguno podr�a brindarle.

Detenida en el umbral del sal�n, Josefa busc� a su marido con los ojos, hasta encontrarlo en el centro de la tertulia, con la canasta en los brazos y un discurso pol�tico en los labios. Lo llam� desde lejos. Sin moverse de su lugar, Diego Sauri le pidi� que entrara a la sala, pero ella permaneci� en la puerta, dilucidando si deb�a enfrentar el bullicio humeante de aquel sal�n. Mientras tanto, el ni�o Cuenca jal� otra vez de la cobija que escond�a a la chiquita y la sac� a relucir quisiera o no su aturdida madre.

El poeta Rivadeneira, un hombre de gesto desencantado y facciones de animal fino, a quien manten�a en vilo su pasi�n por Milagros Veytia, se acerc� a mirar el tesoro de los Sauri y encontr� que la ni�a se parec�a a la t�a. Hab�a acabado por entender las razones que Milagros le dio para no casarse con �l ni con nadie, pero si no hubiera sido as�, las habr�a aceptado de cualquier modo como algo fatal contra lo que no val�a la pena rebelarse, y de lo que nunca le ser�a posible escapar. Por eso ya no intent� el amor en otra parte.

Milagros quit� a la ni�a de los brazos en que la proteg�a su hermana y se encarg� de que recorriera el sal�n levantada por el aire. Todo en esa sala ol�a al mundo de los hombres. Las pocas mujeres que discurr�an entre ellos, era porque se hab�an hecho al �nimo de parec�rseles en el modo de razonar y equivocarse. No porque �se les resultara el mejor de los modos, sino porque ten�an claro que el mundo de los hombres s�lo se puede penetrar port�ndose como ellos. Lo dem�s genera desconfianza.

La misma Josefa Sauri, que tanto y tan bien hablaba a solas con su marido, se consideraba fuera del reino masculino que presid�a esas tertulias. Eso no le importaba gran cosa, porque se sab�a representada por los br�os de aquella hermana suya, inasible como una exhalaci�n, que prefiri� negarse al matrimonio antes que abandonar lo que juzgaba el privilegio de vivir como los hombres.

Tengo la fortuna de que �sta sea mi hermana, pens� Josefa aquel domingo mientras la ve�a pasear a su hija como si fuera una mu�eca con la que se puede juguetear.

En sus brazos la ni�a iba y ven�a entre se�ores, cada vez con menos cobijas y m�s ruido, cuando la sala con todo y su descalabrado candil tembl� completa. Jalando la falda de Milagros, despeinado y furioso, Daniel Cuenca hab�a gritado con tal fuerza para exigir su parte de ni�a, que los adultos enmudecieron por un segundo y el juguete de los Sauri se puso a llorar.

Avergonzado, el doctor Cuenca se acerc� a Daniel y con una de sus elocuentes miradas de reproche le exigi� que pidiera perd�n, usando un tono seco que implicaba su propia disculpa por tener un hijo as�.

-No tiene ni cinco a�os, doctor -aleg� Milagros Veytia revocando el reproche con el an�s de su aliento. Luego, con la mano que le quedaba libre tom� la del ni�o y huy� por la imprevista pero perfecta brecha que le abr�an todos aquellos hombres cargados de libros, cigarros, rap� franc�s y prejuicios cient�ficos.

-Miren a Milagros con un ni�o en cada brazo -pidi� el poeta Rivadeneira. Y recordando un juego que consist�a en dar con versos ajenos en los que poner los propios sentimientos, le pregunt� al verla pasar:

-�Qu� te parece, Lucero/la fuerza de mi desdicha?

-A no tener mi valor, pienso que el vuestro envidiara -le contest� Milagros siguiendo su camino.

En tres pasos lleg� a la puerta donde Josefa la esperaba meneando la cabeza. Nada m�s la tuvo cerca y le extendi� a su hija con el brazo en que la ni�a se manten�a dando de gritos. Luego, sin soltar a Daniel, camin� hacia una rec�mara en silencio. Ah� Josefa se acomod� en un sill�n y puso a Emilia a la altura de los ojos del ni�o que en cuanto la tuvo cerca, se inclin� hasta casi rozar su frente y le pidi� perd�n por haberla asustado.

-Lo �nico que nos faltaba, un seductor de cuatro a�os -dijo Milagros.

Al o�rla re�r, Daniel se enderez�, borr� de su gesto la placidez de la curiosidad satisfecha, dio la vuelta y sali� corriendo.

Josefa desabroch� hasta la cintura los botones de su blusa, mand� a su hermana de vuelta a la reuni�n y se dej� beber por la ni�a que a�n suspiraba contra su cuerpo.

Hab�a un goce reci�n conocido en aquella ceremonia. Josefa estaba hundida en �l, cuando sinti� una mano apoyarse-sobre su pecho desnudo. Abri� los ojos y encontr� a Daniel Cuenca con la cara encima de la ni�a que se prend�a a su pez�n. Apenas se sinti� visto, Daniel se alej� caminando hacia la puerta, sin darles la espalda. Josefa lo vio desaparecer y al poco rato aparecer en el jard�n frente a la ventana. Hab�a terminado de cerrarse la blusa y se levant� de la mecedora fingiendo no verlo.

-Los hombres son as� desde que nacen -le coment� a su hija Emilia mientras la acomodaba en su cesta-. Quieren todo, pero no lo saben pedir.

La ni�a se dej� envolver en las cobijas como si buscara dormirse para descifrar un enigma. Pero ni �se ni otros muchos dormitares consiguieron alejarla del embrujo que las reuniones de aquella casa provocar�an en su esp�ritu. Esa tarde conoci� el desasosiego de sus habitantes, y desde entonces la perturb� la efervescencia que reg�a la vida de sus domingos.

IV

Sauri ocupaba parte de una antigua mansi�n colonial que sobrevivi� con hero�smo a los once sitios padecidos por la ciudad de Puebla durante los primeros sesenta a�os del siglo XIX, y a la divisi�n de sus tres patios en los centros respectivos de tres casas distintas. Fue la �nica herencia de Josefa Veytia, y con ella le bast� para ser la m�s satisfecha de todas las mujeres que algo heredaron por esos tiempos. Ten�a una larga historia, pero Josefa la recibi� sin conocer m�s que la �ltima. Don Miguel Veytia, el hermano de su padre, aficionado a los toros y las peleas de gallos, cuya m�s entra�able propiedad era una tienda de libros sobre el portal de Iturbide, tuvo una encandilada tarde de abril el atrevimiento de apost�rsela al valor de un gallo pinto. Su amigo de jaleos y domin�, un espa�ol sin escudos que era el mayor comerciante de la ciudad por ah� de mil ochocientos ochenta y uno, se empe�aba en denostar la bravura de tal gallo.

-Ese animal se ve muy indio -hab�a dicho el espa�ol mordisqueando un cigarro.

-Por eso es m�s bravo -le contest� Veytia, que todas las noches jugaba a los dados con el comerciante y ten�a establecida con �l una eterna pol�mica empe�ada en dilucidar qu� sangre era m�s valiente, si la de los indios o la de los espa�oles.

-�Le apostar�as tu tienda con todo y libros? -pregunt� el espa�ol.

-�Qu� apuestas t�? -respondi� el t�o de Josefa.

-Mi parte de la Casa de la Estrella -dijo el espa�ol, sacando de su bolsa la vieja escritura de la casa fragmentada.

Miguel Veytia acept� el acuerdo d�ndole la mano a su amigo y disculp�ndose porque �l no acostumbraba cargar por todas partes las escrituras de su librer�a. La fortuna hizo que el gallo indio clavara el pico cuatro segundos despu�s que el colorado, y que el peninsular aquel estuviera tan lleno de alcohol como una bota de cuero. Nadie ha cumplido una apuesta con tanto rigor. Por m�s que don Miguel se empe�� en no aceptarlo, el t�tulo de propiedad de la Casa de la Estrella fue puesto en la bolsa de su saco una y otra vez por la contumacia de su amigo. Veytia termin� por aceptarlo, pensando en que al d�a siguiente podr�a devolv�rselo sin reparos al comerciante mesurado y sensato que era aquel asturiano cuando estaba en sus cabales. Por desgracia para tan leal apostador no hubo d�a siguiente. Antes de la madrugada discuti� con la navaja de alguien m�s borracho y mejor armado.

-D�ganle a Veytia que se quede con la casa -fueron sus �ltimas palabras.

Mientras lloraba la p�rdida de su bullicioso compa�ero de ferias, Miguel Veytia mantuvo las escrituras en un caj�n y se olvid� de ellas. Pero cuando Josefa su sobrina dio en enamorarse del reci�n llegado Diego Sauri, el honorable coleccionista de cajas y experto en libros antiguos no encontr� mejores due�os para la Casa de la Estrella que esos dos j�venes pose�dos por un fuego del que su memoria encanecida guardaba algunas cenizas. Gracias a ese regalo, la sociedad conyugal formada por Josefa Veytia y el boticario falto de pesos que era Diego Sauri, inici� sin mayores abismos econ�micos la indescifrable traves�a del matrimonio. No se sab�a bien a bien de qu� vivir�an, pero al menos ya tendr�an en d�nde vivir.

Los Veytia descend�an de un se�or Veytia que emigr� de Espa�a para ayudar a la fundaci�n de la ciudad en el a�o de 1531. Y desde que aquel primer Veytia se hab�a atrevido a cruzar el oc�ano del modo en que se cruzaba por esos a�os, todos los que heredaron su apellido, con la reciente excepci�n del t�o Miguel, heredaron con �l la certeza de que Puebla era el mejor lugar para vivir y morirse que ser humano alguno pudiera escoger. As� que ninguno tuvo jam�s entre sus ambiciones la de viajar y nadie, en trescientos cincuenta y dos a�os, hab�a tenido la ocurrencia de emprender una luna de miel que acarreara el peligro de perder de vista los volcanes. Sabi�ndolo, Josefa guard� en secreto los planes viajeros en que la involucraba Diego Sauri, guard�ndolos hasta que la Santa Madre Iglesia le hubiera impuesto la obligaci�n de obedecer a su marido antes que a nadie. Como no se les ocurri� ning�n lugar cercano al que partir el mismo d�a de la boda, Josefa pas� la primera semana de amores con Diego en la semivac�a y soleada Casa de la Estrella.

Toda la ciudad supo que en ocho d�as la pareja Sauri Veytia no sali� de la cama y que Josefa no fue ni para abrirle la puerta a su madre, cuando al cuarto d�a esa mujer que se consideraba un dechado de prudencia tuvo el arrojo de llamar para asegurarse de que viv�an. La reci�n casada se hab�a asomado al balc�n con la melena suelta y cubri�ndose s�lo con la camisa blanca que su marido llevaba puesta durante la boda, y hab�a dicho para que la oyeran hasta las nubes, que no pod�a bajar.

Despu�s de aquella escena, ya nadie consider� digno de preocupaci�n el aviso de un viaje de bodas sin destino preciso, dedicado a recorrer el pa�s juntando yerbas y p�cimas, durante varios meses. La familia m�s bien agradeci� que ese par de extravagantes la dejara respirar con libertad mientras se iba haciendo al �nimo de asumirlos como eran.

Cuando Diego y Josefa volvieron cargando una colecci�n de arcones que cuidaban como si en ellos viajara el tesoro de la corona inglesa, despu�s de andar por todas las sierras o valles transitables que encontraron en quinientos kil�metros a la redonda, la parentela los acogi� como a los pr�digos m�s queridos y a�orados desde aqu�l cuyo retorno cuenta la Biblia.

Con la paz de ese recibimiento, Josefa y Diego se instalaron en la Casa de la Estrella y dedicaron cuanto tiempo y dinero fueron teniendo libre a lo largo de los a�os, a convertirla en la taza de plata que seg�n ellos hab�a sido alguna vez.

En los bajos de la casa, Diego Sauri puso una botica con olor a madera y brillos de porcelana. Eran de cedro desde los estantes sobre los que descansaban los tarros hasta el mostrador y la mesa de trabajo en el laboratorio de la trastienda, y no le faltaba un remedio. Para cualquier dolencia ten�a Diego soluci�n entre sus frascos blancos y sus cientos de cajitas numeradas y olorosas. Tard� muy poco tiempo en convertir su local en algo mucho m�s refinado y completo que una droguer�a como cualquier otra. Ten�a en ella desde agua de Anhalt para la debilidad de los ancianos, hasta polvos de coca�na.

Durante el tiempo que vivi� en Europa, hab�a juntado en peque�as cajas los principales remedios de cada lugar. Hab�a aprendido las f�rmulas para obtener muchos de ellos y pod�a distinguir para qu� serv�a el polvo de cada una de sus cajitas, aunque cualquiera los hubiera confundido a todos con el mismo talco para despu�s del ba�o.

Para fines del siglo, el corredor del segundo piso era un espejo apretujado de plantas y flores, por el que entraba el sol de un modo casi violento. Emilia descubri� los encantos de aquel t�nel iluminado en cuanto fue capaz de gatear, y durante algunos meses llev� manchadas las rodillas y las palmas de sus manos con el polvo hasta entonces invisible del mosaico.

La primera vez que Emilia se puso de pie, Josefa Veytia la vio de lejos, asida al brocal de una maceta, levantando la cabeza como una bailarina, y bendijo la hora en que hab�a sembrado la hilera de plantas que acompa�aba como una selva la audacia de su hija. Emilia vio los ojos de su madre, la oy� llamarla bajo, con el temor de quienes miran a una equilibrista que anda sobre un hilo en las alturas, y fue solt�ndose de un tiesto para arriesgar dos pasos hasta la siguiente, mientras Josefa se inundaba en la sal de dos l�grimas enormes.

Ajeno al gran acontecimiento, Diego Sauri estaba en el laboratorio anexo a su tienda preparando los famosos polvos dent�fricos del general Quiroga: una mezcla de coral rojo, cremor t�rtaro, asta de ciervo calcinada, talco de Venecia, cochinilla y esencia de clavo, que se hab�a puesto de moda ese a�o y que �l vend�a siempre acompa�ada por la anticomercial especificaci�n de que el mejor dent�frico era uno mucho m�s sencillo, que se preparaba con la mezcla de dos partes de carb�n de corteza de pan y una parte de quina, todo finamente pulverizado.

Mientras hac�a sus mezclas, a Diego Sauri le gustaba cantar fragmentos de arias famosas. El j�bilo con que su mujer entr� al laboratorio lo sorprendi� a la mitad del Se quel guerrier io fossi.

-�Ya camina! -le anunci� Josefa agach�ndose y poniendo en el suelo a la ni�a que hab�a bajado en brazos hasta ah�. La ten�a sostenida de la cintura y le pidi� a su marido que se arrodillara para mandar a Emilia hasta sus brazos, pero �l se neg� con horror a tal experimento.

Burl�ndose de sus miedos Josefa la solt� y Diego no tuvo m�s remedio que agacharse. Mir� a Emilia parada en el centro de su laboratorio, vestida de azul p�lido, con las manos asidas al aire y los pies de una mu�eca temblando en botas nuevas. Sus ojos no alcanzaban el pretil de las mesas, pero reconoc�an ese lugar como el rinc�n del hombre que cuando usaba un largo delantal blanco, andaba por un mundo que parec�a el mejor. Muchas tardes la hab�a bajado con �l a verlo hacer mezclas y o�rlo cantar sentada en una silla alta, pero �sa fue la primera vez que ella pon�a los pies en el suelo de su padre.

El boticario ten�a los brazos abiertos y en cada mano un matraz con diferente tintura. Emilia perdi� los ojos en el morado intenso y camin� hasta su padre.

Gritando bravos, Diego dej� el matraz con la esencia de lirio florentino en las manos titubeantes de la ni�a a la que vio acercarse como un milagro y se dedic� a pronosticarle a su mujer una parte del luminoso futuro de su hija.

Tan bienaventurado discurso termin� cuando Josefa, practicando el deber femenino de la atenci�n diversificada, descubri� a Emilia te�ida de lila desde la punta del fleco hasta la punta de las botas blancas que apenas le hab�a entregado el zapatero esa ma�ana.

El anochecer los sorprendi� en el ba�o de la casa, con Emilia todav�a a medio despintar y ellos lamentando el primer pleito de su larga vida conyugal. Entre doce palanganas y un vertiginoso olor al perfume del jab�n que la Droguer�a Sauri encargaba a una importadora de productos ingleses, Josefa calific� a Diego de inconsciente y Diego se defendi� llamando a su mujer quisquillosa. Cuando para las nueve de la noche Emilia tuvo a bien dormirse, a�n medio pinta de manchas lilas, Josefa se sent� a llorar en el suelo del ba�o al que hab�a vuelto para recoger las botas. Era un ba�o nada com�n el de los Sauri. Adem�s de la tina con patas de leones y de las tres jarras de porcelana con su id�ntico aguamanil, Diego instal� una regadera que les brindara el extraordinario placer del agua limpia mojando sus cabezas sin necesidad de ocupar las manos en sostener la jofaina.

-�Por qu� han de ba�arse mejor las plantas que uno? -le dijo a Josefa al verla regar la vegetaci�n que reinaba en su corredor.

Tres d�as despu�s hab�a logrado convencer a un herrero de que gastara su tiempo copiando en grande un rociador de flores. El hombre acept� porque la buena labia de Sauri le asegur� que si le sal�a bien, en la botica �l vender�a decenas de tan �til artefacto recomendando su uso como la m�s avanzada medida de salud preventiva.

Con la clientela no tuvieron el �xito que �l esperaba, pero eso no le import� gran cosa. El hecho es que su regadera lo hac�a feliz imperando en el ba�o de su casa, bajo el emplomado azul por el que discurr�a una luz del mismo color que ten�a el aire de su ni�ez. Tambi�n hizo feliz a Josefa, que en las ma�anas cantaba valses bajo el agua, mir�ndose brillar el cuerpo con que lo embriagaba.

Cuando Diego entr� a disculparse aceptando que hab�a sido un error darle el matraz a su hija, el piso sobre el que se acomod� a llorar Josefa todav�a estaba mojado por el desorden que hab�a sido ba�ar a la ni�a.

-No tengo nada que perdonarte -dijo ella abriendo una sonrisa que �l se agach� a besar. Despu�s se fueron a dormir.

Josefa se apeg� a su marido como a un derecho natural, con la paz de quien recupera el alma mientras acaricia el raro tesoro que hay en un hombre capaz de pedir perd�n.

Hab�an tenido suerte, no volvieron a disgustarse sino hasta la noche en que Emilia entr� a su rec�mara llorando como no lo hac�a desde las pesadillas de los dos a�os.

Poco antes ellos hab�an despertado tocados por el mismo deseo y se buscaron en la oscuridad para exorcizarlo con el ensalmo de sus cuerpos juntos, libr�ndose del mismo precipicio.

Josefa bes� el hombro de su marido agradeciendo que la prisa no le hubiera dado tiempo de salirse completa del camis�n, y se visti� con la agilidad que habr�a invertido en terminar su guerra. Le pregunt� a su hija qu� hab�a so�ado y la dej� subirse a la cama para sosegarla abraz�ndola. Emilia respondi� que no se acordaba.

-Trata de acordarte -le dijo Diego en el tono �spero con que se habla a los enemigos.

Emilia le respondi� volviendo al llanto y Josefa tuvo a bien resolver las dudas de su marido diciendo que la ni�a ten�a miedo de cantar y bailar en casa de los Cuenca el domingo siguiente. Furioso de haber vuelto a la realidad de modo tan abrupto, Diego le pidi� a su mujer que no interpretara las emociones de su hija, y exigi� que la ni�a dijera cu�l hab�a sido su sue�o y volviera cuanto antes a su cama. Entonces Emilia se atrevi� a decir que hab�a so�ado con el diablo, y que aunque Diego le hab�a explicado mil veces que el diablo no exist�a, ella le hab�a visto la cara burlona de Daniel Cuenca dici�ndole "s� existo". Tras o�rla, Diego increp� a Josefa por permitir que la ni�a tratara con gente que le hablaba del diablo y Josefa se defendi� diciendo que era la cara del ni�o Cuenca y no el diablo lo que ten�a espantada a su hija. Diego la llam� burra y ella le dijo que era �l quien rebuznaba.

La luz del d�a siguiente los sorprendi� en distintas camas por primera vez en diecisiete a�os de vida juntos. Josefa se hab�a quedado dormida a un lado de Emilia, sin darse cuenta. Lo �ltimo que record� fue que hab�a estado un rato rasc�ndole la espalda y ri�ndose del diablo y de Daniel Cuenca. Qui�n sabe qu� so�ar�a, pero despert� con el peso de una plancha en el hueco del alma. Se levant� sin hacer ruido y camin� a su cuarto de labores en el otro lado de la casa. Ah� ten�a un sill�n de respaldo alto en el que se acomodaba a leer o a bordar, una mesa redonda de encino claro sobre la que siempre hab�a un desorden de papeles que, en los �ltimos tiempos, le hab�a servido para a ense�arle a Emilia el abecedario, un peque�o librero y un escritorio lleno de cajoncitos en el que guardaba desde las escrituras que la hac�an due�a de su casa, hasta las notas de la mercer�a y la tienda de ultramarinos. Busc� en una caja forrada de tela, sac� un papel claro y escribi�: Querido: Tienes raz�n, el diablo no existe, la ni�a no es t�mida. �Cesen las armas! Josefa.

Cuando volvi� del mercado hab�a sobre la mesa del comedor un ramo de flores p�lidas del que colgaba una notita que Diego escribi� en el papel de sus recetas. Dec�a: La ni�a s� es t�mida. Su pap� espera rendirte las armas en mejor ocasi�n. Diego.

Para antes de la comida el pacto se formaliz� sobre el terreno que lo hab�a roto la noche anterior. Diego volvi� de la botica chiflando, y entr� hasta la rec�mara sin detenerse. Josefa reconoci� el estilo de sus pasos y fue tras �l pregunt�ndose si se habr�a quitado los zapatos. Si Diego se quitaba los zapatos durante el d�a, era se�al de guerra santa, si no, pod�a pensarse que s�lo hab�a ido al cuarto por una siesta de perro que hac�a con los zapatos sobre la colcha, porque as� era la costumbre yucateca. Al menos eso cre�a Josefa, cuya �nica referencia de lo yucateco proven�a de su marido. Por eso, para ella, todo lo que Diego hac�a distinto de los poblanos era se�al de su origen. Llamarla lechuga en los momentos m�s arrobados era muestra inequ�voca de su ser yucateco. As� la llam� esa tarde antes de rendir sus armas. Al d�a siguiente Emilia fue a su primer ensayo en la casa de los Cuenca.

V

Fue un domingo memorable.

Josefa Veytia hab�a crecido sabiendo que la ropa de los domingos deb�a ser elegante y que desde los ni�os hasta los viejos estaban obligados a pasear sus mejores disfraces en ese d�a. S�lo entre aquel grupo de amigos estrafalarios que su marido y el doctor Cuenca hab�an ido pizcando, se usaba vestirse los domingos con atuendos m�s desvalijados que los de la semana.

-As� va a ser en el futuro -le dijo Diego sacando del ropero su chaquet�n m�s viejo-. Y a nosotros nos toca abrir el camino a esa libertad.

-�Tambi�n eso te toca? -le pregunt� Josefa-. Diego, por favor no te des tantos deberes. Un grupo de treinta locos no puede hacerse cargo de cambiarlo todo.

-Todo no. El modo en que fruncen el ce�o algunas mujeres cuando discuten, no hay para qu� cambiarlo -dijo Diego poni�ndose el saco que ten�a un codo zurcido y una rotura en el forro.

-Yo no creo que dentro de cien a�os haya alguien capaz de salir a la calle en tus fachas -asegur� Josefa saltando sobre el elogio.

-L�stima que no voy a vivir para demostr�rtelo.

-En eso estamos de acuerdo. La gente como t� no deber�a morirse, pero por lo pronto que la ni�a se vista hoy como es correcto -pidi� Josefa.

-�Por qu� lloras si te dejaron como mu�eca de porcelana? -le pregunt� Diego a su hija cuando la vio ataviada con un vestido lleno de olanes y adornado con una banda color de rosa en la cintura.

-Por eso -contest� Emilia, corriendo a meter la cara entre las cortinas de la sala, para que nadie la viera llorar.

Cuando la llamaron para salir hab�a recuperado el control y se puso junto a Diego con una sonrisa. Dej� que su madre la contemplara como a una obra maestra y sali� con los dos rumbo a casa de los Cuenca.

Milagros Veytia esperaba en la puerta cuando vio acercarse a los Sauri caminando como si el tiempo fuera todo suyo. Parado junto a ella, estaba Daniel Cuenca con sus diez a�os dentro de los primeros pantalones largos de su vida y una camisa de lino azul, heredada de su hermano.

-Disfrazaron a la ni�a de mu�eca, por eso tardaban -dijo Daniel.

-No la molestes -le orden� Milagros cuando los Sauri estuvieron a veinte pasos de la puerta. Despu�s se qued� callada viendo caminar a Emilia con la escasa libertad de su cuerpo entre tantos olanes. �Por qu� se empe�ar� Josefa en vestirla as�?, se pregunt� sintiendo cierta compasi�n por su ahijada. Sin embargo, cuando la tuvo cerca, no pudo sino rendirse ante la fuerza con que miraban sus ojos de almendra oscura. Hab�a tenido raz�n la ma�ana en que naci� aquella ni�a. Ese par de ojos era la muestra m�s n�tida de que su ahijada no conocer�a jam�s la delicia de ser inocente.

-T�menlo con calma -dijo con sorna cuando los Sauri pudieron o�rla al cabo que nadie los est� esperando desde hace dos horas.

Diego se acerc� a besarla y ella lo salud� pregunt�ndole si podr�a hacerse cargo de colgar el tel�n que se necesitaba para darle a la sala el aspecto de un teatro. Luego le pregunt� a Josefa si recordaba la m�sica con la que acompa�ar�a la canci�n a cargo de los ni�os y a Emilia si ya se hab�a aprendido la letra.

Emilia sinti� sobre ella los ojos burlones de Daniel y respondi� que la hab�a olvidado, pero como si no la hubiera o�do, Milagros le orden� que se la ense�ara a Daniel, porque �l no se sab�a ni una palabra. Luego tom� a Josefa del brazo y se alej� junto con ella.

-Ni don Porfirio ha de ser tan mand�n como t� cuando te vuelves empresaria de teatro -concluy� Josefa.

-No lo llames "don Porfirio". Es un viejo arbitrario, ruin, seco, malvado.

-�Ser� para tanto?

-Preg�ntale a tu marido.

-No necesito pregunt�rselo. Todo el d�a repite cosas as�.

-�Y t� te haces la sorda?

-Por supuesto. No quiero que lo maten por andar de hablador.

-Aqu� se van a morir hasta los mudos, Josefa. No vale la pena callarse.

-No digas esas cosas -pidi� Josefa.

-Como si no las supieras -le contest� Milagros.

Los ni�os se hab�an quedado junto a la fuente. Daniel ten�a en una mano la rama de un arbusto y la meneaba rascando el suelo sin dejar de recorrer a Emilia con la censura de su mirada.

-No me mires as� ---dijo ella.

-No te estoy mirando -le contest� Daniel ri�ndose con unos ojos distintos de los que la hab�an aterrado en su pesadilla.

-Ya s� que estoy horrible.

-No est�s horrible, pero no puedes correr -dijo Daniel.

-Te gano -contest� Emilia.

-G�name -ret� Daniel ech�ndose a correr.

Emilia corri� tras �l como si no la estorbara la rigidez de sus crinolinas, lo sigui� hasta el fondo del jard�n y lo vio encaramarse por una escalera de palos hasta la mitad de un fresno enorme. Supo que con aquel vestido no podr�a ir m�s all� del segundo escal�n. Se lo quit�. Abajo llevaba un fondo almidonado del que tambi�n se deshizo. Libre de trapos subi� por la escalera.

Daniel no le dijo una palabra, pero tampoco dej� de mirarla mientras ella, todav�a jadeante, se montaba sobre una rama y recargaba la espalda contra el tronco del �rbol. Mir� su cara sonrojada y brillante, mir� sus piernas columpi�ndose, sus medias blancas hasta las rodillas, sus zapatos de mo�o yendo y viniendo como el colgante que hace sonar una campana.

-�C�mo dice la canci�n? -pregunt�.

-El lim�n ha de ser verde/para que ti�a morado/el amor para que dure/ha de ser disimulado -cant� Emilia moviendo los pies como si bailara sentada en el aire.

Daniel sigui� el ir y venir de sus piernas, dej�ndose tocar por un encanto parecido al que le provocaba ver su cometa cortando el aire. Lo hac�a llegar muy alto y cuando estaba lejos, pero sujeto a �l por la cuerda que lo reconoc�a como su due�o, se pon�a a gritar de orgullo lo mismo que si tambi�n �l anduviera en el cielo.

Emilia le not� algo de aquel vuelo y dej� de cantar para dedicarle una de sus m�s satisfechas sonrisas. Entonces, Daniel brinc� a las escaleras y baj� del �rbol como un gato perseguido por una escoba.

-Ah� te quedas -dijo volteando hacia arriba cuando lleg� al suelo y recogi� el vestido sobre el que hab�an ca�do sus pies.

Al final de la huerta, el doctor Cuenca hab�a construido un estanque, poco antes de que su mujer muriera, en el que ella hab�a sembrado unas truchas. Hasta all� corri� Daniel con el vestido de Emilia. Salvador, su hermano mayor, estaba cerca acompa�ado de un amigo, fum�ndose el cigarro que le hab�an robado a un visitante, y lo vio llegar como a la caterva de siempre.

Daniel en cambio ni los vio. Se detuvo un momento junto a la orilla antes de dejar caer todos aquellos olanes al agua. No ser�a �sa la mejor manera de evitar que su padre lo mandara cuanto antes a un internado, pero no pudo negarse el placer de mirar aquel vestido suspendido en el estanque como un barco con muchas velas, as� que lo ech� al aire y lo vio revolotear hasta que sus alas y la reverencia con que Josefa las hab�a cosido se aposentaron sobre el agua. Un aire suave lo hizo girar sin hundirse, como si de verdad hubiera sido hecho para flotar igual que los barcos.

-Chamaco cabr�n, �de qui�n es? -dijo Salvador festej�ndolo.

-M�o -grit� Emilia empujando a Daniel por la espalda para que fuera a flotar junto al vestido.

Ni Salvador ni su amigo la hab�an visto acercarse. Pero nada pudo divertirlos tanto como aquella ni�a gritona que hab�a aparecido de pronto en pa�os menores, lo mismo que un conejo a medio pelar, para vengarse. Porque aunque Daniel hubiera ya sacado la cabeza para decir que estaba feliz dentro del agua, Salvador sab�a reconocer muy bien lo que era el orgullo vulnerado de su hermano.

�l y su amigo se re�an tanto mientras segu�an echando humo, que Emilia dej� de celebrar su triunfo y record� que no llevaba puesto el vestido. Sinti� que la quemaban con su risa los muchachos mayores y no encontr� mejor salida que saltar al estanque para esconder su confusi�n en el agua.

As� acab� el ensayo de aquella tarde.

Poco tiempo despu�s, el doctor Cuenca decidi� que Daniel deb�a dejar las sonrientes faldas de Milagros Veytia para obedecer de una vez por todas las normas de vida que le parec�an necesarias a su padre.

Todav�a pudo conseguir Milagros, tras el inteligente palique con que era capaz de alegar que su legitimidad como tutora le ven�a de las �ltimas palabras que Mar�a Esparza le hab�a puesto en el o�do, la anuencia del doctor para esperar. Lo convenci� pidi�ndole que lo dejara cerca al menos hasta concluir el siglo, y qui�n sabe qu� cosa tocar�a en su �nimo con tal s�plica, pero el hecho fue que Daniel permaneci� en la ciudad un a�o m�s, cerca de la voluntaria t�a postiza cuyo rescoldo se le hab�a vuelto imprescindible para salir bien librado de cuanta temeridad se le ocurr�a.

S�lo al empezar 1901 la cabeza alborotada y el acertijo que viv�a en la risa de Daniel Cuenca fueron enviados al colegio para j�venes que dirig�a don Camilo Aberamen, un italiano riguroso, experto en formar el car�cter de ni�os imposibles.

Para entonces Emilia y Daniel hab�an cambiado su litigio por complicidad. Pasaban las tardes del domingo trepando �rboles, intercambiando las piedras que coleccionaban durante la semana, pateando el agua del estanque mientras se turnaban para rascarse la espalda. Esto �ltimo en cumplimiento de un contrato que hab�a establecido Emilia para evitarse una desavenencia con su amigo.

Una tarde, mientras mojaban los pies con el �nimo de no curarse jam�s la tos que compart�an, Daniel le pidi� que le rascara la nuca.

-�Cu�nto tiempo?

-Hasta que yo te diga.

-No -dijo Emilia-. Te rasco toda la espalda, pero cuento hasta sesenta y luego t� me rascas a m�.

A Daniel le hab�a parecido justa la idea, y de aquella conversaci�n se deriv� un acuerdo.

El �ltimo domingo de aquel febrero, cada uno de los juegos tuvo el cuidado de un rito. El cambio de piedras dur� menos tiempo que otras veces, porque Emilia no tuvo que exhibir una por una todas las ganancias de su colecci�n para ver si con alguna convenc�a a Daniel de que le cambiara una piedra negra, brillante y tersa como la seda, a la que �l llamaba su amuleto y que llevaba consigo a todas partes. La pon�a bajo su almohada antes de dormirse y era lo primero que tocaba al despertar. La hab�an encontrado juntos una seca ma�ana de invierno en que Milagros los llev� a caminar junto a las aguas del r�o Atoyac. Emilia la hab�a visto brillar entre las otras y hab�a perdido el tiempo en se�alarla mientras Daniel segu�a su dedo con los ojos y se agachaba para gan�rsela.

-�Es m�a! -gritaron los dos al mismo tiempo, pero estaba en la mano de Daniel y ah� se qued� por varios meses de intercambios durante los cuales Emilia pas� de la condescendencia al chantaje sin lograr jam�s nada.

-Abre la mano -dijo Daniel al empezar el intercambio de aquel domingo.

Emilia extendi� su mano y sinti� caer la piedra en el cuenco de su palma. El amuleto de Daniel brill� un segundo bajo el sol que palidec�a.

-�Est�s seguro? -pregunt� Emilia como si apretara un brillante entre sus dedos.

-Vamos al estanque -le contest� Daniel, al que desde ni�o le costaba trabajo exhibir su generosidad.

Metieron los pies al agua helada. Empezaron a moverlos asustando a los peces de la orilla.

-�Te rasco la espalda? -pregunt� Emilia.

-Hasta sesenta -le contest� Daniel.

Emilia empez� a recorrerle la espalda con sus dedos delgados, mientras contaba despacio como ninguna otra vez. Iba en el veinte cuando Daniel cruz� su brazo con el de ella y se puso a peregrinarle la espalda sin contar. Emilia se detuvo en el veintitr�s y tampoco habl� m�s. Estuvieron as� un rato, sin aquietar los pies hasta que Emilia dej� caer su mano y se atrevi� a decir:

-No quiero que te vayas.

-�Y eso qu�?

-Te prometo cuidar tu piedra.

-Ya es tuya -le contest� Daniel. -�All� te vas a buscar otra?

-No. All� no hay piedras -dijo Daniel sacando los pies del agua.

-�Y ni�as?

-Tampoco -dijo Daniel.

Caminaron rumbo a la casa con los zapatos en la mano y la tos de febrero en la garganta. Milagros Veytia hab�a salido a encontrarlos y fingi� un disgusto.

-Par de escuincles locos: �qu� hac�an con los pies en el agua? -dijo al encontrarlos.

-Despedirnos -contest� Emilia, que aprendi� de su madre a contar sin recato las tribulaciones de su coraz�n.

Milagros los llev� a una rec�mara, les frot� los pies con alcohol, les prepar� una infusi�n de yerbas olorosas y les cont� uno de sus cuentos aventureros y heroicos. Cuando Josefa entr� al cuarto para recuperar a su hija, encontr� a Milagros presa de una extra�a sonrisa, sentada al borde de una cama en la que dorm�an dos ni�os exhaustos.

-Te ayudo a cargarla -le dijo Milagros al verla mover despacio el cuerpo de Emilia.

-Que despierte y camine.

-Hoy no -dijo Milagros como si no hubiera otra autoridad que la de su voz. Y como si as� fuera, Josefa la obedeci� sin protestas.

Cuando salieron al corredor, Diego Sauri las vio caminar unidas por el cuerpo abandonado de su hija y una vez m�s ratific� su certidumbre de que las mujeres eran lo mejor que hab�a en el mundo.

El lunes en la ma�ana el doctor Cuenca y su hijo menor emprendieron el viaje al internado en Chalchicomula. S�lo as�, se dec�a el doctor Cuenca, haci�ndolo vivir junto a su hermano, en un mundo planeado para educar hombres, se repondr�a Daniel del exceso de mimos que le hab�a procurado la generosa pero inmoderada amiga de su mujer.

Milagros Veytia estuvo en cama una semana pretextando la gripe m�s atroz de su vida. Josefa la visit� el martes para prepararle una sopa y hacerla tomar las p�ldoras de Drosera y el jarabe de Tol� que mandaba su marido.

-Es absurdo -le dijo Milagros-, los ni�os se mojan y una se enferma-. Luego tosi� dos veces y se puso a llorar su orfandad sobre las piernas de su hermana.

VI

Emilia empez� con un catarro tan escandaloso como el de Milagros y termin� con viruelas locas. Durante dos semanas, Josefa no pudo hacer m�s que, ba�arla con yerba mora varias veces al d�a y soportar las cr�ticas que casi todo el mundo tuvo contra el m�todo curativo inventado por Diego.

-�Estaremos haciendo bien? -le pregunt� a Diego una ma�ana en que el boticario le�a el peri�dico Regeneraci�n con la misma concentrada paciencia que hubiera puesto en estudiar la m�s novedosa receta m�dica.

-No. No creo que se logre.

-�Crees que le quedar�n muchas marcas?

-Ya est� marcado por sus infamias.

-Diego, hablo de Emilia. De momento no me importa el destino del gobernador de Sonora.

-Es gobernador de Nuevo Le�n.

-No me haces caso. Tendr� que pedir trabajo en un peri�dico para que me oigas. Al Imparcial voy a ofrecerle mis servicios.

-No menciones ese peri�dico de porquer�a.

-Emilia tiene un aspecto lastimoso y a ti no te importa -le reproch� Josefa, que de s�lo ver a su hija quer�a llorar. Su cuerpo era un territorio purulento. Le dol�a la garganta, le picaba la espalda, sus facciones se deformaron con un mont�n de granitos blanquecinos.

-No te aflijas -le dijo su marido-. Dentro de doce d�as tendr� la piel de siempre.

Josefa lo escuch� esc�ptica.

-Nadie ba�a a sus hijos -dijo.

-Porque la medicina es una racionalidad imperfecta -le contest� Diego Sauri sin abandonar su peri�dico-. Todo el mundo cree tener la raz�n hasta que alguien enmienda la receta. Y las recetas m�dicas se enmiendan de a poco. A�n existen grandes eminencias practicando sangr�as.

-Ahora los b�rbaros parecemos nosotros.

-No importa -sentenci� Diego-. Hacen m�s por la medicina quienes buscan que quienes concluyen.

-�Dudas cuando me dices qu� hacer con Emilia? -pregunt� Josefa.

-El que no duda se equivoca dos veces -dijo Diego.

-Con que no la dejes marcada.

-Marcada no se queda con ninguno de los dos m�todos. S�lo que el m�o es m�s limpio.

Josefa asinti� en el tono ir�nico que usaba cuando su marido conclu�a irrebatible algo que ella encontraba m�s bien incierto.

Una semana despu�s, Emilia dej� las �ltimas costras en la tina del ba�o azul y pudo volver a la escuela que tras varias discusiones y muchas dudas le hab�an escogido sus pap�s.

-Todo menos meter a la ni�a con las monjas -hab�a dicho el se�or Sauri cuando hubo que pensar en la instrucci�n de su hija-. Ah� lo �nico que le ense�ar�an son rezos y de lo que se trata es de formar una criatura que se entienda con las antinomias del mundo moderno.

-�A los siete a�os? -pregunt� Josefa y se enfrascaron en un litigio que termin� con Emilia inscrita en el colegio de una solterona severa y puntillosa que guardaba consigo una historia de amores prohibidos.

Ense�aban catecismo en su colegio, pero los Sauri contrarrestaban esa informaci�n dici�ndole a Emilia que era una teor�a como cualquier otra, tan importante aunque tal vez menos certera que la teor�a sobre los dioses m�ltiples que predicaba la cabeza de Milagros. Por eso Emilia creci� escuchando que la madre de Jes�s era una virgen que se multiplicaba en muchas v�rgenes con muchos nombres, y que Eva fue la primera mujer, salida del costado de un hombre, culpable de cuantos males aquejan a la humanidad, al mismo tiempo en que sab�a de la paciente diosa Ixchel, la feroz Coatlicue, la hermosa Venus, la brav�a Diana y Lilith, la otra primera mujer, rebelde y sin castigos.

En las tardes, Josefa le ense�aba piano y pasi�n por las novelas, mientras Diego le hablaba sin juicio ni tregua de pol�tica, viajes y medicina. A los once a�os, el doctor Cuenca empez� a ense�arle c�mo tocar el chelo. Era un maestro exigente y de poqu�simas palabras, pero la ni�a aprendi� a quererlo as�, porque �l la quer�a como a la hija, que nunca hab�a tenido.

Cuando lleg� a Puebla el kinetoscopio de Edison, costaba treinta centavos una funci�n que duraba medio minuto. Ah� se acerc� Emilia por primera vez a la ilusi�n de conocer el mundo, que su padre le alimentaba sin tregua. El norte de �frica, San Petersburgo, Pompeya, N�poles y Venecia, fueron algunos de los primeros lugares que sus ojos tocaron desde lejos, mientras o�a la voz de Diego Sauri, infantil y c�lida en mitad del silencio:

-Un d�a tienes que ir all�.

Al volver del jacal�n de madera al que llamaban sala de cine, Josefa sentenciaba a su marido:

-Vas a convertir a Emilia en una insatisfecha permanente. Si la sigues llenado de imposibles crecer� como una planta de selva en mitad de un patio. No quiero que vuelvas a decirle que viajar es una forma de destino.

-�Eso le digo?

-La inquietas de m�s. Yo tengo cuarenta a�os y no he salido del pa�s. �C�mo va a hacer ella para ir a la tercera parte de los sitios en que le aseguras que estar�?

-Ella vivir� toda su vida en otro siglo -contest� Diego acariciando con su voz el aire que imperaba en su casa.

Mientras Emilia iba creciendo cobijada por las libertades de ese aire, Daniel Cuenca aprend�a el mundo bajo la tutela de don Camilo Aberamen, un hombre de formaci�n anarquista que pon�a toda la fuerza de sus creencias en educar a un grupo de muchachos elegidos por �l entre los aspirantes a su remota escuela, justo por el temple que los recomendaba. Ten�a la certeza de que la inteligencia crec�a mejor en los ni�os de esp�ritu ind�mito. Y era su placer y su orgullo ense�arlos a tramar razones y a gobernar su emoci�n, sin perder la bravura. Con �l aprend�an lo mismo m�sica que lat�n y estudiaban tantas horas de matem�ticas como horas sub�an cerros y saltaban obst�culos entrenando sus cuerpos para batallar con la vida.

Sus alumnos sal�an de aquel colegio perdido en un pueblo polvoso en las faldas del volc�n Citlalt�petl, los meses de diciembre y enero. Entonces Daniel volv�a a la casa de su padre y a los juegos con Emilia.

Una de aquellas veces fueron juntos a conocer el mar.

Diego Sauri, Manuel Rivadeneira, las dos hermanas Veytia y Emilia tomaron el tren en la estaci�n de Puebla. Por �nica vez en su vida Milagros hab�a aceptado mostrar en p�blico que un trozo de su libertad lo ced�a a veces al poeta Rivadeneira: lo invit� al viaje en tren hasta la playa, despu�s de largas discusiones con Josefa.

-Si lo invito, vas a querer que me case con �l. Y no voy a correr ese peligro -dijo. Sin embargo, la ma�ana en que sal�a el tren, se present� en casa de los Sauri acompa�ada por Rivadeneira y su inagotable erudici�n.

Manuel Rivadeneira era un hombre rico, de placeres sencillos. Disfrut� siempre todo lo que la vida le fue dando, sin pedir nunca m�s de lo que le tocaba. Con esa resignaci�n hab�a aceptado la negativa de Milagros a casarse con �l, y con esa sabidur�a hab�a logrado quedarse junto a. ella sin m�s explicaciones.

Viv�a solo, pero ten�a instantes de luz que ning�n casado so�� jam�s. Se encontraba con Milagros cuando ella quer�a. As� que nunca vio una mala cara, ni sinti� la oscuridad del tedio cruzar por la sonrisa de la mujer que le llenaba la vida. Le�a sin horario y viv�a sin prisa. Su casa ten�a un silencio de iglesia.

El tren arranc� haciendo un ruido que a Emilia le entibi� la piel. Por primera vez emprend�an un viaje de los mil que a diario ambicionaba su padre para ella.

Tres estaciones y casi dos horas despu�s, llegaron a San Andr�s Chalchicomula. Cuando el vag�n en que viajaban cruz� despacio frente al and�n, Emilia vio por la ventana la figura larga y la cabeza alborotada de su amigo. Ten�a a sus pies la maleta de cuero con la que iba y volv�a cada fin de a�o y sobre la cara una larga mecha de cabello cobrizo con la punta levantada. Al verlos aparecer, Daniel sac� de su bolsillo una flauta y se puso a tocar algo de su propia invenci�n.

-A este ni�o se le nota la libertad en cuanto lo dejan suelto -dijo Milagros vi�ndolo desde la ventana con toda la complacencia de la madre que no era.

-Se nota que lo adoras -dijo Rivadeneira.

En cuanto se abrieron la puertas, Daniel irrumpi� en el vag�n haciendo m�s esc�ndalo que una feria. Emilia le dio la bienvenida a gritos. Se abrazaron ri�ndose hasta rodar por el suelo y s�lo cuando el movimiento volvi� a sacudir el tren, Josefa logr� acomodarlos en dos sillones contiguos d�ndoles unas barajas espa�olas y una bolsa con galletas para que se hicieran al �nimo de entrar en paz.

Jugaron brisca y discutieron hasta llegar a las cumbres de Maltrata. El tren sub�a una cuesta muy empinada y estaban rodeados de nubes. Ca�a una llovizna menuda sobre los cerros que perforaban la niebla. El valle por el que hab�an viajado un rato largo se convirti� en un acantilado por cuyas laderas a veces se suspend�an caba�as y a veces giraban arroyos. Todo era verde o agua a su alrededor.

Anduvieron por ese paisaje hasta quedarse dormidos uno contra otro. Empezaban a sentir fr�o cuando un largo silbar de la m�quina les anunci� que hab�an llegado a Boca del Monte. Las puertas del vag�n se abrieron de par en par y el tren qued� enfrente de una caba�a con la mesa servida y una gran lumbre de colores. Desde entonces, siempre que sent�a fr�o, Emilia a�oraba esa noche junto al fuego de la posada.

Al d�a siguiente, cuando llegaron a Veracruz para instalarse en el Hotel de M�xico, justo en la playa del muelle, frente al primer mar de sus ojos, Emilia conoci� el calor del tr�pico y el caf� en que sus padres se enamoraron de golpe y sin regreso.

Otras vacaciones, Milagros los hizo recorrer todo el estado de Puebla. Les ense�� el valle que seg�n sus conocimientos hab�an gobernado en otro tiempo los designios del dios X�lotl, y les habl� durante horas de los conocimientos astron�micos que cab�an en la reverencia a un dios cuyo nombre quiere decir Caminante Celeste. Tambi�n los llev� a Cholula, el centro religioso m�s importante del valle de An�huac, para que subieran la pir�mide erigida en honor de Quetzalc�atl, el dios del aire.

-Era el dios inteligente y bueno, hab�a ense�ado a los hombres el arte de trabajar los metales, y el arte, m�s dif�cil a�n, de gobernar a los pueblos. Cuando le hablaban de guerra se tapaba los o�dos -les dijo Milagros Veytia mientras se acercaban al templo en un tranv�a jalado por mulas.

Al llegar corrieron por la cuesta que sube a la punta de la pir�mide hasta la iglesia que los espa�oles del siglo XVI plantaron encima del gran templo, sin ning�n respeto por el dios con que los hab�an confundido los primeros habitantes de M�xico.

-Espa�oles arbitrarios -dijo Daniel contemplando el paisaje sobre el que reinaba el atrio de la iglesia construida para la Virgen de los Remedios.

-Su religi�n y su tiempo eran los arbitrarios. Adem�s, hijo, no conviene criticar a los antepasados -le dijo Milagros Veytia.

-Mis antepasados eran aztecas, no espa�oles -dijo Daniel.

-�Por eso tienes nalgas de torero? No es como uno quiere, sino como es -dijo la t�a.

-Y los aztecas tambi�n eran arbitrarios -afirm� Emilia. Ten�a las mejillas ardiendo y el fleco h�medo riz�ndose contra su frente:

-�Cu�ndo regresas al colegio? -pregunt�.

-El martes -dijo Daniel pas�ndole un brazo por el hombro mientras caminaban hacia una mujer que vend�a naranjas.

Ese domingo, por primera vez, Emilia encontr� urgente pedirles algo a dos dioses al mismo tiempo. Sin embargo, ni Quetzalc�atl ni la se�ora de los Remedios pudieron ayudarla a evitar que el doctor Cuenca llevara a su hijo de regreso a Chalchicomula.

-Ya entiendo por qu� ustedes no le rezan a ning�n dios -les dijo a sus padres al poco tiempo.

-�Ya? -le pregunt� Josefa levantando la cabeza, que hab�a perdido entre los hilos con los que bordaba una servilleta.

-De todos modos no conceden nada -dijo Emilia.

-La �nica que concede cosas es la vida -intervino Diego tras las hojas abiertas de su cuarto peri�dico del d�a-. Y es generosa. Muchas veces concede lo que no se le pide. Pero nunca nos basta.

-A m� me ha bastado -confes� Josefa.

-A ti porque naciste con luna llena -le dijo Diego.

-�Yo con qu� nac�? -pregunt� Emilia.

-T� naciste con luz el�ctrica -contest� su padre-. Qui�n sabe cu�ntas cosas vas a querer de la vida.

Los domingos extra�aba a Daniel m�s que los otros d�as. El jard�n de los Cuenca se le hac�a tan inmenso como era largo el tiempo.

A su amiga Sol Garc�a nunca la dejaban ir con ella a lo que en su familia llamaban tertulias de anarquistas. As� que mientras los adultos preve�an la democracia, Emilia recorr�a la casa como un gato aburrido o se quedaba quieta en una silla de mimbre escuch�ndolos hablar de m�sica y pol�tica. Se entreten�a mir�ndolos desde lejos mientras ellos imaginaban y discut�an el futuro como si dependiera de sus designios. Al hablar, Milagros mov�a las manos de un modo que a Emilia le resultaba elocuente de por s�. Verla desde el silencio era presenciar una danza memorable que s�lo a ella le pertenec�a y que se le qued� para siempre en el abismo donde uno acomoda sus mejores recuerdos.

Algunas veces, los Sauri llegaban tarde a las reuniones del doctor Cuenca, porque con la misma intensidad de sus pasiones republicanas, Diego cultivaba una irrebatible pasi�n por los toros que se propuso contagiarle a su hija. �sa era tal vez una de sus escasas diferencias con Milagros su cu�ada, quien no bajaba de carnicer�a lo que �l exalt� siempre como un arte mayor.

Durante todo el siglo XIX, el asunto de los toros fue motivo de discusiones no s�lo entre c�nyuges y familiares, sino hasta en el Congreso. En 1867 el presidente Ju�rez prohibi� lo que consideraba "una diversi�n b�rbara, salvaje y est�pida que s�lo pod�a agradarle a un gobierno desp�tico".

En ese punto Diego Sauri no estaba de acuerdo con aquel presidente al que llamaba en sus conversaciones "el implacable y buen se�or Ju�rez". As� que cuando las corridas de toros se aprobaron en la C�mara, �l fue uno de los primeros en celebrarlo.

Los Sauri hab�an conocido mucha gente inolvidable durante el largo itinerario en busca de yerbas medicinales al que llamaron su viaje de bodas. Su amistad con Ponciano D�az, el primer torero mexicano de la �poca, se inici� en aquel entonces, durante una pesada traves�a entre Quer�taro y Guadalajara. Cuando recibi� la alternativa en la plaza de Puebla, el torero vivi� y bebi� unos d�as en la casa de sus amigos poblanos. Al poco tiempo se hizo famoso.

Ponciano D�az era un hombre sencillo al que Emilia conoci� una tarde en que su padre la llev� a los toros, vestida de china poblana y cargando un ramo de claveles m�s grande que ella.

A mitad de la corrida Diego baj� al ruedo con su hija y ella le entreg� las flores a aquel hombre sudado y exhausto vestido de andaluz, a quien la autoridad de la plaza en Puebla hab�a condecorado con una banda verde, blanca y roja igual a la que usan los presidentes de la rep�blica.

Emilia le dio los claveles con una sonrisa m�s bien t�mida y Ponciano, que tras la ni�a descubri� a su amigo Diego Sauri, no tuvo mejor idea que cargarla y dar de vueltas con ella en brazos.

Le hab�an puesto una corona de laurel, ten�a manchado el traje oscuro y ol�a a sangre como si �l mismo fuera un toro lastimado.

Yo no quiero a Mazzantini

ni tampoco a Cuatro Dedos,

al que quiero es a Ponciano

que es el rey de los toreros

cantaba la gente para acompa�ar la danza de su torero preferido.

Cuando Ponciano la regres� al suelo despu�s de besarla mientras felicitaba a Diego Sauri por su "hermosa vaquilla", Emilia vio su falda bordada de lentejuelas, sucia de sangre y tierra, mir� a los tendidos en que la gente segu�a gritando su delirio patrio por el primer torero mexicano y se encaj� los dientes en la orilla de un labio para no ponerse a llorar. Desde entonces, la fiesta de los toros provoc� en ella una mezcla de horror y entusiasmo que le costaba esconder.

Trece meses y dos d�as despu�s, el famoso primer torero mexicano muri� de lo que llamaron una afecci�n hep�tica. Bien sab�a Diego cu�ntos fueron los tragos que se la causaron.

Una multitud de fan�ticos desfil� atribulada ante su f�retro. Emilia entr� al comedor cuando su padre le�a la cr�nica sobre el entierro en uno de los peri�dicos que ten�a extendidos sobre la mesa.

-C�mo es que no se muere mejor el otro D�az -le oy� decir mientras una l�grima grande ca�a sobre su taza de caf�.

Porfirio D�az llevaba entonces veinte a�os gobernando M�xico. Veinte a�os durante los cuales pas� sin reparos de h�roe republicano a dictador. Por eso mismo Diego Sauri lo hab�a convertido en su enemigo personal.

Empezaba a iluminarse la ma�ana. Emilia sinti� fr�o. Estaba descalza y medio desnuda.

-Me piqu� con algo -dijo extendiendo su dedo para que Diego pudiera verle sangrar la yema del �ndice.

Su padre revis� la peque�a herida, la chup� y luego le dio un beso.

-�Por qu� me lames?

-La saliva desinfecta. Te picaste con algo.

-�Con qu�? Si estaba durmiendo.

-Tu mam� va a saber-dijo Diego cuando su mujer entr� al comedor y tras besarlos estuvo de acuerdo en que la ni�a se hab�a picado con algo.

-�Con qu�? -volvi� a preguntar Emilia, a�n estremecida por la sorpresa que la hab�a despertado.

-Con alg�n alambre -le dijo su madre llev�ndosela a vestir.

-�No ser�a tu amigo Ponciano? -le pregunt� Emilia a Diego-. Dicen que los muertos regresan.

-Regresan, pero no as� -contest� Diego Sauri. Luego volvi� al fondo de los peri�dicos con todo y su alma.

A media ma�ana Josefa se present� en el colegio para llevarse a Emilia. El punz�n que le hab�a herido el dedo era el diente de una rata encontrada bajo su cama.

En su casa, congregados en tomo al animal que Diego logr� guardar en una jaula, estaban el doctor Cuenca, Milagros Veytia y hasta el poeta Rivadeneira. Todos miraban al animal con el horror de quienes ven tras �l a la peste bub�nica y a la rabia, pero al entrar Emilia disimularon el p�nico mientras ella saludaba ense�ando su mordida a cada uno de los presentes.

El doctor Cuenca consider� que no pod�a saberse nada de momento, y los Sauri decidieron conservar a la rata en la casa para observarla durante ocho d�as. Diego puso la jaula en el patio trasero del primer piso y ah� la dej� correr su tiempo. A los diez d�as de observarla viva y sana, qued� claro que Emilia estaba a salvo de cualquier da�o. Para entonces Diego y su hija hab�an trabado amistad con la rata y cada tarde pospon�an su ejecuci�n para el d�a siguiente. Como al mes no se habl� m�s de ejecutarla y la rata se volvi� una invitada habitual, a la que Diego le bajaba zanahorias cada ma�ana y Emilia pasaba a visitar al volver de la escuela.

-Es un encanto ese animal -dijo Diego Sauri durante la comida de un jueves-. Hasta voy a creer que algo tiene de Ponciano.

-La gente no reencarna en animales. Uno se muere y ya -declar� Josefa.

-Y ya �qu�? -pregunt� Emilia.

-Y ya qui�n sabe, hija -le contest� Josefa con una tristeza que puso a temblar a Emilia.

-Mi t�a Milagros dice que uno se convierte en �rbol, Sol Garc�a dice que uno se va al cielo, la se�orita Lagos dice que al infierno, en casa del doctor Cuenca creen que los esp�ritus se quedan en el aire y ustedes dicen que qui�n sabe.

-Eso decimos -acept� Josefa-. As� que te aseguro que la rata no es Ponciano. Pobre hombre, tanto bregar para que lo quieran ver en un animal de porquer�a. Ya que se muera, Diego, dale algo.

-Le voy a bajar una copita de oporto -dijo Diego sirvi�ndose un brandy-. �T� quieres una, Emilia?

-Tienen raz�n mis amigas -dijo Josefa-. La estamos haciendo una ni�a rara.

-Pobre criatura si la dejamos ser como las dem�s -dijo Diego.

-Soy como las dem�s. S�lo que ustedes son m�s raros que otros padres -opin� antes de levantarse con la copa de la rata en la mano-. Si se la toma fue torero, si no la envenenamos -dijo.

A la rata no le gust� el oporto, pero Diego se hab�a encari�ado tanto con ella que s�lo acept� sacarla de su casa quince meses despu�s y para otorgarle la libertad.

Subidos en uno de los primeros autos de motor que circulaban por la ciudad, los Sauri la dejaron atr�s muy temprano en busca del campo. La ceremonia de abandono cobr� tanta importancia que iban como invitadas Milagros Veytia y Sol Garc�a. El auto era un pr�stamo a Diego de su amigo el poeta Rivadeneira, quien adem�s de su pasi�n por Milagros Veytia ten�a en su haber una fortuna menos inasible que aquella mujer ingrata y luminosa.

Todos formaban un cortejo, en el que prevalec�a la tristeza, presidido por la contundente Josefa Veytia y Rugarc�a, como llamaba Diego a su mujer cuando ella se daba la obligaci�n de comportarse como el �nico miembro de la familia capaz de mantener la cabeza en su lugar.

Caminaban entre las flores lilas que pespuntean el campo en octubre. Diego llevaba la jaula con una mano y de la otra iba colgada Emilia, tarareando una cancioncita que su padre insist�a en silbar de madrugada: Agua quisiera yo ser a donde vas a ba�arte. Cruzaban un llano buscando el centro.

-Aqu� ya est� bien -decidi� Josefa al poco rato de andar.

Diego Sauri se detuvo a poner la jaula en el suelo.

-Yo le abro -dijo Emilia agach�ndose para levantar el pestillo que abr�a la puertecita. Ni un segundo tard� la rata en salir corriendo a estrenar el campo en que se perder�a.

-Adi�s Ponciano -murmur� Diego cuando la vio desaparecer entre unos matorrales.

-Ponciano era m�s educado. �sta ni las gracias dio -dijo Milagros.

-Tienes raz�n -acept� Diego melanc�lico-. Ustedes las Veytia siempre tienen raz�n.

-Hasta cuando les creemos a los yucatecos -solt� Josefa que hab�a sacado un mantel de la canasta y lo hac�a volar contra el viento empe�ada en colocarlo sobre el pasto sin una arruga. Cinco veces lo dej� caer y volvi� \a levantarlo porque no le gustaba c�mo hab�a quedado. La �ltima lo abandon� como estaba para evitarse las burlas de su hermana en torno a su esp�ritu perfeccionista.

Sentada en el suelo, Milagros la vio trajinar hasta que hubo acomodado sobre el mantel platos, vasos, vino, queso, ensalada, pan, mantequilla y hasta un florero al que le clav� unas flores que le llevaron Emilia y Sol. Milagros detestaba los trabajos que la costumbre les hab�a dado a las mujeres, le parec�an suertes menores en las que miles de talentos mayores dejaban el �mpetu que deb�a ponerse en cosas m�s �tiles.

Cada vez que la tomaba por ah�, su m�s ferviente interlocutor era nada menos que Diego. As� que ambos pasaron esa tarde previendo un futuro luminoso para Emilia y las otras mujeres del planeta, mientras Josefa re�a y las ni�as corr�an hasta perderse como dos puntos en el paisaje y regresaban a jugar damas chinas o darse el placer de irrumpir en la conversaci�n de los adultos.

-As� est� repartido el trabajo. �l pasa todo el d�a en la botica y no se queja -oy� Emilia decir a su madre mientras pon�a queso en un pan.

-De acuerdo, hermana. Lo que no me parece es que Emilia vea tu actitud como algo ineludible y natural. Porque ser� muy tu hija, pero es mi ahijada y ella puede tener otro futuro.

-Yo voy a trabajar en la botica -dijo Emilia pasando cerca del grupo.

-Ella vivir� en otro siglo -sentenci� Diego.

-Nosotros ya vivimos en otro siglo -dijo Milagros encontrando un asidero para empezar otro de sus discursos.

-Bendita seas cu�ada, alguien que se d� cuenta -dijo Diego. Luego dio un largo trago de vino tinto.

-Llevamos cinco a�os d�ndonos cuenta. �Y de qu� ha servido? -pregunt� Josefa.

-Entre otras cosas ha servido para que el gobernador se reelija por tercera vez en nuestras narices --dijo Milagros.

-�Eso qu� cambia? -pregunt� Josefa.

-Lo que no se ve hasta que se ve -dijo Diego.

-Tu marido puesto en fil�sofo -ri� Milagros.

-T� empezaste -acus� Josefa-. Con que no sigan con los Flores Mag�n y eso de ir a visitarlos a Canad�.

-No va a dar a tiempo. Ellos van a volver antes.

-Los van a encerrar en cuanto lleguen -opin� Josefa.

-Avisar�n su llegada con tiros, no con discursos -dijo Diego.

-No asustes a Josefa -pidi� Milagros.

-Ni t� me protejas, hermana. Eso de la insurrecci�n es una barbaridad. Va a fracasar. No entiendo por qu� no lo entienden ustedes -dijo Josefa volviendo al discurso que no se cansar�a de repetir: tener un Club Antirreleccionista era una cosa necesaria y correcta, pero convertirlo en un grupo de profesionistas con af�n de justicia metidos a disparar, ser�a una barbaridad.

Oscurec�a. Las ni�as volvieron de su �ltima expedici�n y entre todos guardaron los trastos en la canasta.

-�Te ca�ste? -le pregunt� Diego a Emilia.

-No -contest� la ni�a.

-Tienes sangre en la falda. �Ahora qu� te mordi�?

-Nada. �D�nde tengo la sangre?

-�D�nde la ha de tener? -pregunt� Milagros-. Tambi�n para eso pasan los a�os.

-No lo digas, no lo digas -pidi� Josefa mirando el tiempo en la falda de su hija, en la palidez de su cara infantil, en el asombro de sus ojos, en la prisa con que puso la mano entre sus piernas .

�Qu� tengo? -pregunt� Emilia que ve�a una respuesta en el gesto de los dem�s.

-La sangre de las mujeres -le dijo su amiga Sol que era un a�o mayor y hac�a tiempo se hab�a conformado con esa frase oscura y unos trapitos blancos para solucionar su pregunta de cada mes.

Diego Sauri se supo fuera de la conversaci�n. Ech� a andar hacia ese otro misterio que era el autom�vil de su amigo y las dej� hablando entre ellas, bajo un cielo al que empezaban a brotarle tres luceros.

Al rato, las mujeres dieron por resuelto su c�nclave. Empezaba a llover. Volvieron cantando. Milagros se hizo cargo de llevar la voz:

Santa B�rbara doncella/t� que fuiste estrella/ l�branos de un rayo y de una centella.

Josefa no hubiera podido decir una palabra m�s.

Durante la noche despert� varias veces a llorar el primer cambio de su privad�simo siglo XX.

-�No te gustan los cambios del siglo? -le pregunt� su marido.

-No -contest� ella con la cabeza escondida entre los brazos.

-�ste tampoco me gusta a m� -dijo Diego acarici�ndole la espalda.

VII

El siglo fue cambiando muchas cosas, no nada m�s en lugares que Emilia cre�a s�lo vivos en la imaginaci�n de su padre, como Panam�, donde se firm� un tratado con los Estados Unidos para hacer un canal que abriera en dos la cintura de Am�rica, o Inglaterra, donde tuvo a bien morir una reina cuya vida dur� una eternidad, o Jap�n y Rusia, que se mantuvieron en guerra durante cuatro a�os, sino en M�xico, el pa�s cuyas noticias sacud�an los desayunos de su casa, y en Puebla, la ciudad que aprendi� a querer junto a los pasos de su madre y bajo la lengua inclemente de su t�a.

Resguardadas por la costumbre de la paz, hab�an llegado al pa�s m�s novedades de las que Diego Sauri hubiera podido imaginar. Veinte mil kil�metros de v�as ferrocarrileras cruzaban frente a las minas y los campos sembrados de henequ�n, hortalizas y granos para la exportaci�n. Yacimientos de oro, plata, cobre y zinc creaban pueblos de la noche a la ma�ana. Compa��as inglesas y norteamericanas contend�an por la fertilidad endemoniada de los pozos petroleros. Se multiplicaron las plantas de textiles, las fundidoras, las f�bricas de papel, yute, glicerina, dinamita, cerveza, cemento, jab�n. Todo esto a una velocidad incontenible que iba convocando cat�strofes al tiempo en que florec�a.

Por ah� de 1904, las tertulias en la casa del doctor Cuenca cedieron los espacios de inocencia musical y literaria que tuvieron alguna vez, a la discusi�n sin tregua de los desperfectos acarreados por la bonanza modernizadora y el autoritarismo del r�gimen que la prohijaba: los salarios compraban cada vez menos, el pa�s se liaba sin remedio a los ires y venires de la econom�a estadounidense, el ferrocarril socorr�a el enriquecimiento de los m�s ricos, los mineros discriminaban la mano de obra de los mexicanos, el progreso de la rep�blica se daba en desorden y las reglas de la pol�tica estaban regidas por la improvisaci�n y el capricho.

Los domingos en la noche, el poeta Rivadeneira volv�a a la intimidad de sus diarios y reproduc�a, due�o de una memoria sin equ�vocos, cada una de las intervenciones que escuchaba. Sab�a como nadie qui�n de los asistentes era m�s l�cido, qui�n m�s h�bil, qui�n m�s bravuc�n, qui�n m�s valiente.

A mediados de 1907, registr� las muestras de rabia y desolaci�n provocadas por la noticia de una matanza de obreros en Cananea, una mina de cobre en el norte del pa�s. La informaci�n, llevada a la tertulia por un hombre delgado y medio calvo, de ojos ardientes y voz firme, hijo de una empobrecida familia de fabricantes zapateros, llamado Aquiles Serd�n, provoc� desde gritos de furia hasta silencios de piedra.

Ya en su casa, Rivadeneira resumi� lo sucedido, mientras esperaba que Milagros Veytia se metiera por fin en la cama que compart�an cuando las noches eran avaras con el resto de su destino. El doctor Octavio Cuenca hizo esa tarde el mejor an�lisis de cuantos pudieron hacerse:

"Esta sociedad -dijo apesadumbrado-, que hace cincuenta a�os so��bamos republicana, democr�tica, igualitaria, racional, se nos entrega ahora gobernada por minor�as, autoritaria, lenta, cerrada sobre s� misma, y cosida por sus peores tradiciones coloniales."

A fines de ese a�o, una comisi�n de poblanos obsequiosos tuvo la ocurrencia de hacerle un regalo al gobernador Mucio Mart�nez, el hombre que llevaba muchos a�os haciendo su voluntad sobre la gente y las tierras del estado.

Pensando en un regalo para quien parec�a tenerlo todo, estos se�ores dieron con la idea de un gran �lbum que agrupara el reconocimiento y las firmas de los hombres m�s importantes de la ciudad.

No faltaron ofrecidos dispuestos a buscar celebridades. Tampoco faltaron decenas de celebridades anuentes. �Qui�n que fuera due�o de algo, aunque s�lo fuera prestigio, no iba a ponerlo a los pies de quien proteg�a su derecho a poseerlo?

Firmaron todos. Los due�os de latifundios que ni por tren pod�an recorrerse en un solo d�a, los due�os de las f�bricas en las que los obreros trabajaban dieciocho horas diarias, los due�os de las tiendas y los honores. Todos los posibles firmantes, y hasta varios de los imposibles.

Al doctor Cuenca le llevaron el �lbum cuando ya estaba repleto de bendiciones y firmas notables. Nadie pod�a desconfiar de un hombre tan austero y generoso, de un hombre con un diagn�stico tan preciso, de un hombre tan fino que le daba verg�enza cobrar por su trabajo, de un hombre cuya �nica rareza consist�a en curar gratis a los pobres.

Diego Sauri lleg� de visita con Emilia bajo el brazo, la tarde en que el doctor Cuenca revisaba sonriente las genuflexiones verbales de sus compatriotas.

-�Qu� le parece, mi amigo? -le pregunt� el doctor Cuenca.

-Puras abyecciones -dijo Diego metiendo la nariz en el libro-. �Qu� piensa usted hacer?

-Ya hice -contest� sin alardes el doctor.

Diego tom� el libro y empez� a hojearlo hasta encontrar la firma de su amigo: Una sola herencia quiero dejarles a mis hijos: par�lisis en la espalda ante el tirano.

Diego sonri� pas�ndose la mano por la cara.

-Pero con su permiso voy a recortarlo. �No pensar� usted meterse en un l�o de este tama�o? Creo que no necesito recordarle qui�n es el gobernador.

-No -dijo el doctor Cuenca-. Pero vamos a dejar el mensaje. Hay placeres que uno no debe negarse. �Verdad hija? -le pregunt� a Emilia.

Tres d�as despu�s lleg� la orden de aprehensi�n: una semana de c�rcel por escandalizar borracho a las tres de la ma�ana.

-Usted no se ha emborrachado jam�s -enfureci� Diego Sauri.

-Pero no es mal argumento -dijo el doctor Cuenca-. La queja est� firmada por tres vecinos. Despreoc�pese, no me pasar� nada. Ya ve cu�ntas veces entra y sale Jos� Olmos y Contreras.

Olmos era director del diario La voz de la Verdad, y en efecto, Diego Sauri lo hab�a visto entrar y salir de la c�rcel como quien entra y sale de ejercicios espirituales: inmutable.

Igual que �l sali� el doctor Cuenca ocho d�as despu�s. En la puerta de la c�rcel, cerca de medianoche, lo esperaban sus amigos de cada domingo, lidereados por el boticario Sauri, las hermanas Veytia y Emilia muri�ndose de sue�o.

Desde entonces, el doctor y sus amigos quedaron registrados como peligrosos. Repentinamente, dos o tres amigos de amigos de amigos quisieron asistir a las tertulias, y como no hubiera sido posible negarles la entrada a personas que aparentaban tant�simo inter�s por el arte, la medicina y el trato con los esp�ritus de los que ah� se hablaba tanto, las reuniones de los domingos perdieron de una semana para la siguiente todo su contenido pol�tico y exageraron su vocaci�n por el teatro, la m�sica y otras artes. La primera y fundamental: el disimulo.

No se hablaba con frecuencia de los problemas sociales ni se hac�an cr�ticas al gobierno, todo parec�a cosa de canci�n y poemas, pero todos los que deb�an saber algo lo sab�an y cuanto secreto creci� en ese mundo de conspiradores se guard� entre ellos como se guardan los tesoros.

Daniel Cuenca, que al terminar el bachillerato quiso estudiar leyes, acud�a como su hermano Salvador a una universidad en el sur de los Estados Unidos. No hab�a cumplido veinte a�os cuando empez� a viajar por Chihuahua y Sonora para conocer a los grupos de liberales dispuestos a levantarse contra Porfirio D�az. Sin embargo, los domingos, de eso no se habl� nunca una palabra en voz alta y todo se resolv�a pregunt�ndole al doctor por la salud de sus muchachos y el �xito que consegu�an en sus estudios.

Entre semana, los tambores escondidos el domingo llamaban a guerra de boca en boca y de carta en carta.

Emilia los o�a a veces a sus espaldas y a veces en el centro mismo de su despabilada y hermosa cabeza adolescente. Su fiesta de quince a�os se aprovech� para hacer en casa de los Sauri la primera reuni�n de un club antirreleccionista. Tales agrupaciones, no s�lo no estaban prohibidas, sino que abundaban como una muestra poco peligrosa de la voluntad democratizadora del gobierno. El cumplea�os de Emilia termin� entre vivas a la patria y mueras al autoritarismo.

-�Alg�n d�a va a regresar ese est�pido? -le pregunt� a Milagros, por ah� de las tres de la ma�ana, ya medio ebria del oporto que su padre serv�a como aderezo del jolgorio democratizador.

Al siguiente domingo, Emilia lleg� a la casa de los Cuenca con sus padres y el chelo que hab�a prometido tocar en p�blico por primera vez.

Con los a�os, Milagros Veytia se hab�a especializado en montar escenarios y dirigir espect�culos. Aquella tarde no dej� que su sobrina entrara a la sala por donde entraron los dem�s, sino que la hizo ir al jard�n y brincar por una ventana escondida tras del tel�n.

-As� nadie te ver� antes de tiempo.

-Pero si ya me tienen muy vista -aleg� Emilia.

-No como vienes hoy -dijo la t�a.

A Milagros, su sobrina le pareci� siempre una criatura excepcional. Pero esa tarde la encontr� como reci�n tocada por una gracia extra�a y misteriosa. Hab�a crecido bien. Segu�a teniendo la perfecta nariz de su madre, aunque la varicela le hab�a dejado ah� una peque�a marca de su paso. Milagros aseguraba que ese toque de imperfecci�n la hac�a a�n m�s elocuente.

-Es tan perfecta que sugiere un equ�voco -le dijo a Josefa cuando ella se la ense�� preocupada.

Los ojos que su padre le llev� de la costa eran oscuros y grandes como un enigma. Milagros elogi� siempre los buenos huesos de su cara. Seg�n dec�a su hermana Josefa, porque le daba placer mirarse en ellos. Emilia ten�a, como Milagros, los p�mulos salidos, la frente amplia, las cejas altas y precisas.

Cuando era ni�a, se auguraba que Emilia no ser�a muy alta. Para esas predicciones Milagros ten�a un argumento irrefutable:

-Los perfumes nunca se han envasado en garrafas y los diamantes no alcanzan jam�s el tama�o de un ladrillo.

Como si debiera inutilizar aquellos alegatos, entre los once y los quince a�os Emilia creci� hasta ser un poco m�s alta que su t�a.

-Ya deja de crecer -le dijo Milagros la tarde del concierto-, pareces una planta tropical.

-Ay t�a -contest� Emilia encogiendo los hombros.

-Ay t�a. �Qu� respuesta es esa? Nunca des respuestas as�. Es mejor callarse cuando no sabe uno qu� decir.

Emilia empu�� el arco de su chelo y lo cruz� por las cuerdas. Un sonido corto y arisco le respondi� a Milagros, que se hab�a parado junto al tel�n y le hac�a se�as para que caminara hasta su silla en el centro del escenario.

-�sa es una respuesta mejor -le secrete� antes de apagar la luz y dejarla en penumbras buscando la silla.

Por primera vez Emilia llevaba una falda larga. Su madre le hab�a hecho un traje de seda clara, id�ntico al que ilustraba la pen�ltima portada de La Moda Elegante.

-Todav�a camina como ni�a -se dijo Milagros Veytia jalando los cordones con que mov�a su tel�n y encendiendo la luz para que comenzara el espect�culo.

Emilia no mir� a quienes aplaudieron para recibirla como si estuviera en el centro de un teatro de �pera. Cerr� los ojos y se puso a jugar con el Bach riguroso que le hab�a aprendido al doctor Cuenca durante dos tardes a la semana en los �ltimos tres a�os.

Su p�blico era un grupo de estrafalarios engarzado en el coraz�n de una ciudad que s�lo reconoc�a las artes del dinero, que hab�a olvidado entre guerras el af�n de armon�a que le dio origen, que murmuraba en la calle y le rezaba tras las puertas a un dios inmisericorde y analfabeta.

Su p�blico forjaba los domingos una quimera audaz: los �ngeles nunca bajaron del cielo a trazar las calles de la ciudad -la leyenda fue falsa, como siempre-; los �ngeles nac�an entre esas calles, s�lo era cosa de verlos y de irlos educando para su alada y misteriosa profesi�n.

Dentro de aquel sue�o lat�a sin remedio la solemnidad liberal del siglo XIX, pero tambi�n la convicci�n de todo buen poblano, por ilustrado y agn�stico que se dijera, de que no era posible regatearle a la ciudad el trato con aquellos que acompa�aron su nombre hasta el d�a en que Ignacio Zaragoza venci� al perfecto ej�rcito franc�s en la batalla de Loreto y Guadalupe, el ardiente 5 de mayo de 1862.

Puebla era la Puebla de los �ngeles. Si no los hubo nunca cruzando su cielo, era porque viv�an en esa tierra. Al menos eso cre�an los hombres y mujeres que ese domingo le aplaudieron a Emilia Sauri como si ya fuera un �ngel.

Emilia estaba acostumbrada a la calidez de aquel grupo, pero nunca supo escuchar sus aplausos sin algo de verg�enza. Apenas termin�, hizo una caravana y corri� a ocultarse tras la tela negra que Milagros Veytia hab�a considerado una perfecta bambalina.

En el peque�o espacio entre esa tela y la puerta que daba al jard�n, estaban escondidos y le aplaud�an sin juntar las manos para no hacer ruido, los int�rpretes de los siguientes n�meros: el poeta Rivadeneira, en su car�cter de maestro de ceremonias, un compositor con su guitarra y tres mujeres vestidas de tehuanas que bailar�an acompa�ando su nueva canci�n, una cantante de �pera que andaba de trabajo en la ciudad y se dej� invitar a comer mole con ajonjol� a cambio de tres arias italianas, una pareja disfrazada para bailar el D�o de los paraguas y una ni�a de ocho a�os que cantaba en n�huatl.

Entre ellos, atravesado justo en el camino de Emilia, estaba el gesto c�mplice de un ni�o crecido que no era y era el Daniel de su memoria. Ten�a la misma sonrisa, tra�a en sus ojos al mismo enredador, pero cuando la jal� hacia �l con un abrazo y varias palabras aventur�ndose en su o�do, el nuevo Daniel enhebr� en las emociones de Emilia Sauri el terror a un intruso. Ella nunca hab�a sentido el coraz�n lati�ndole tan abajo.

-Hija, despu�s saludas -susurr� Milagros Veytia como si gritara-. Ahora sal a dar las gracias.

Emilia volvi� al escenario y dio las gracias con unas caravanas largas y una sonrisa quieta.

-Tienes ojos de feria -le dijo Daniel cuando la tuvo cerca otra vez.

-�Cu�ndo llegaste? -pregunt� Emilia.

-No me hab�a ido -contest� Daniel y se pas� los dedos de una mano por la frente y la cabeza.

Hac�a tres a�os que no se ve�an y los dos hab�an cambiado, pero algo al mismo tiempo extra�o y viej�simo teji� una trenza entre ellos.

-Emilia, sal otra vez -pidi� la t�a Milagros.

-Ya no quiero -le contest� Emilia acuclill�ndose mientras le mandaba una sonrisa enorme y negaba moviendo las manos de un lado a otro por si ella no pod�a o�rla.

-Ni�a chirrisca -dijo Milagros en voz baja cerrando el tel�n y antes de dirigirse a un cantante para que tomara su lugar en el escenario.

Los claros sonidos de una m�sica triste empezaron a salir de la guitarra esgrimida por un hombre que la tocaba tan de prisa que a veces sonaba como arpa. Emilia y Daniel hab�an apoyado una frente contra la otra para poder escucharse, y hablaban quedo bajo la voz dolorida y filosa que iba cortando el aire del sal�n.

No recordar�an sus palabras, porque m�s que o�rse estaban perdidos cada cual en cada uno. Daniel ve�a a Emilia con la sorpresa de quien descubre que un juguete ha mutado en diosa. Ten�a los ojos vivos de la ni�a que �l conoci�, pero miraba con la destreza de una mujer y su boca se hab�a convertido en un milagro que ambicion� para s�. Emilia no pod�a creer que los ojos de animal desafiante que ten�a el Daniel de su infancia hubieran adquirido el lujo que los aclaraba. Le hab�an crecido las manos, ten�a los dedos largos y se notaban sus venas latiendo bajo la piel. Hab�a adelgazado, casi luc�a cuerpo de hambriento y su piel asoleada ten�a un aire de campo. De puro sentirlo cerca, Emilia se dej� llorar dos l�grimas t�picas de su condici�n Sauri que odi� con toda su condici�n Veytia.

Llorona de azul celeste -le dijo Daniel repitiendo la canci�n que acompa�aba su di�logo.

-Est�pido -le contest� Emilia mientras se levantaba de golpe.

Llorona y majadera -canturre� Daniel yendo tras ella.

Emilia salt� por la ventana hacia el jard�n. �l la sigui� como antes.

-�Ya no les tienes miedo a los fantasmas? -le pregunt� al dar con ella en la penumbra de la huerta.

-Menos del que ahora me sacas t� -contest� Emilia d�ndole la espalda, pero sin moverse de junto a �l.

-�Me tienes miedo? -le pregunt� apoyando los brazos sobre sus hombros.

-S� -dijo Emilia hurgando en la oscuridad y sin voltear a verlo, pero asida como algo muy aprendido a los brazos que descansaban en ella.

-Volv� para verte -se dej� decir Daniel.

Emilia segu�a teni�ndolo a sus espaldas. No quer�a mirarlo, pero tampoco pod�a impedirles a sus manos que lo apretaran, ni quiso correr de sus palabras. Se qued� quieta, escuch�ndolo como si oyera una ca�da de agua que iba d�ndole sosiego.

Qu� le dijo no import� gran cosa, no se recuerdan nunca las palabras cuya suma nos convence. Una por una no las hubi�ramos cre�do jam�s.

Emilia le abri� la palma de una mano y se la llev� a la boca, la prob� un rato con los labios y despu�s le encaj� una mordida con la que se trag� todo lo que no pudo contestarle a ese hablador que hab�a estado lejos tanto tiempo.

-�Habr� perdido las ma�as? -le pregunt� dej�ndose abrazar.

Milagros Veytia se hab�a echado a la oscuridad del jard�n desde que le abri� la cortina al pen�ltimo n�mero de su espect�culo, y buscaba a sus sobrinos como un tigre furioso.

Le gustaban las sombras y la humedad del jard�n, pero ni eso la soseg�. El �ltimo n�mero estar�a a cargo de Daniel y c�mo iba a salir ella con que andaba perdido.

Los vio desde lejos recargados contra un �rbol y pens� que de no estar furiosa les confesar�a que daba envidia verlos.

-�Me pueden explicar por qu� abandonan su deber? -les pregunt� de lejos para que la oyeran acercarse-. A ti Danielito �qu� r�pido se te olvid� la revoluci�n! Ayer ibas a incendiar el pa�s y mira d�nde has venido a poner toda tu lumbre. Y t� Emilia �c�mo vas a explicarle a tu madre d�nde encontraste el lodo que acarreas en el vestido? Vamos, mu�vanse de su atolondramiento que apenas alcanzamos a llegar a tiempo para el n�mero de este diablo -dijo palmeando a Daniel.

-�Qu� va a hacer? -pregunt� Emilia que no acertaba a imaginar si su amigo se hab�a vuelto cantante o poeta en el tiempo que ella lo hab�a perdido.

-Va a decir unas palabras -dijo la t�a.

-�Otras? -pregunt� Emilia en voz baja.

Daniel y su hermano Salvador estaban en Puebla para asistir a una reuni�n clandestina de varios clubes antirreleccionistas. Volv�an del norte llenos de informaci�n y cruzados por una rabia nueva. Dos semanas antes hab�an estado con Ricardo Flores Mag�n y otros mexicanos presos en California. Regresaron en tren. Cada tanto se deten�an para conversar con otros l�deres de inconformes. Un a�o antes, hab�a fracasado un intento de revuelta armada contra el gobierno, pero a pesar de la c�rcel y los muertos, no hab�a dejado de promoverse una segunda. Esto �ltimo se pod�a decir frente al p�blico heterog�neo de una velada como aquella, pero en el �nimo de despistar a los soplones y convencer a los indecisos informando vaguedades acerca de la democracia y sus urgencias, se crey� necesario un breve discurso a cargo de Daniel.

Emilia s�lo encontr� lugar en el suelo, junto a Milagros. Ah� se puso en cuclillas a mirar a Daniel m�s que a escucharlo. La encantaron sus piernas largas, su espalda delgada y sus hombros tensos. Le gustaba la voz que sal�a de su garganta y el hechizo que ten�a entre los ojos.

Pausado y ceremonioso, Daniel empez� con unas palabras sobre la necesidad de un cambio en la organizaci�n social que hiciera posible reponer con sangre nueva la de tantos honrosos restos del pasado. Pero poco a poco, la sonrisa y los ojos de encanto con que Emilia lo miraba, lo llevaron a describir un pa�s lastimado por la infamia y las acciones de los viejos chochos que lo ten�an bajo su gobierno. Daniel se hab�a hecho adulto bajo el influjo del anarcosindicalismo y las corrientes socialistas que ten�an tomadas algunas aulas y muchos sindicatos en los Estados Unidos. Estaba lleno de fe y fiebre. Hablaba con la pasi�n de un soldado que invoca la batalla. Oy�ndolo, Emilia se sinti� fuera de aquel territorio y de verdad sinti� el miedo que hab�a dicho tener.

Apenas unos a�os antes hab�an ido en tren hasta Veracruz, con sus padres y la t�a rega��ndolos cuando sacaban la cabeza por la ventana para oler el verde encendido de los ca�averales, apenas se hab�an correteado frente al primer mar que vieron sus ojos. Apenas hac�a poco Emilia cre�a conocerlo tan bien como a�n recordaba sus rodillas huesudas, sus manos empuj�ndola al agua. Sin embargo, hab�a pasado una eternidad.

�Por qu� los hombres crec�an para volverse extra�os, para que los tomara esa pasi�n por la pol�tica que a ella le daba tanto terror como a su madre? �Por qu� lo estaba oyendo contar una tragedia sobre otra y en vez de taparse los o�dos y correr a esconderse, segu�a quieta y en calma como si a�n lo escuchara junto al estanque contando sus haza�as de la semana?

Porque hab�a vuelto, y eso parec�a ser el �nico peso que reconoc�a su boca como una adivinanza haciendo crecer la euforia con que Daniel iba prediciendo un futuro justo, un pa�s que aprender�a de golpe y sin regreso el v�rtigo de la democracia.

A�n no hab�a informado nada que no estuviera en los peri�dicos, nada que Emilia no le hubiera o�do a su padre, pero todos le gritaban bravos, vivas, mueran, y s�lo hubo silencio cuando Aquiles Serd�n, el m�s radical de los l�deres antirreleccionistas, tom� la palabra para reconocer en los muchachos Cuenca a unos militantes imprescindibles para la causa de la libertad.

Nada m�s a Emilia le disgustaron tantos elogios.

-De seguro la causa queda en otro sitio -le coment� a Milagros Veytia.

A su alrededor todo era un festejo. Los hombres y mujeres de cada domingo estaban a�n m�s euf�ricos que de costumbre. Muchos de ellos se acercaron para abrazarla y bendecir su m�sica, para felicitar a sus padres por la hija que les hab�a crecido como de repente, para decirles lo bonita que era y el arrobo que provocaba.

Olvidada del chelo y sus encantos, Emilia no quer�a saber nada sino cu�nto tiempo iba a quedarse en la ciudad el mentiroso de Daniel.

-Dijo que hab�a vuelto para verme -les cont� a las hermanas Veytia.

-�No te dio gusto? -le pregunt� Josefa.

-Cre� que volv�a para quedarse.

-Imposible, hija. No se lo tomes a mal, ya tendr� tiempo para quedarse cuando cambien las cosas -le pidi� Milagros.

-�Y cu�ndo van a cambiar las cosas? -pregunt� Emilia.

-No me pidas que adivine. Ese juego es especialidad de tu padre -dijo Milagros.

-�Cu�ndo se va?

-Tendr� que ser r�pido, pero no s�. T� preg�ntaselo.

-No lo quiero ver. V�monos -le pidi� a Josefa en un tono que desentonaba con el j�bilo general.

Desde el centro mismo de la conversaci�n que bull�a en un grupo vecino al que hac�an las tres mujeres, la voz de Diego Sauri, que siempre andaba oyendo dos cosas a la vez, sali� para preguntarle a Emilia a d�nde quer�a irse. No recibi� respuesta. Su hija ten�a los labios apretados y una luz de ira en los ojos con que lo miraba.

Diego estaba envuelto en el humo de un cigarro y antes de abandonar a su grupo de escuchas termin� su cr�tica al viejo presidente de la rep�blica: otro esconder�a sus atrocidades, �ste las exhibe. Restablecer el orden llama a los cr�menes de sus rurales. Y como si nada se larga con cuatro trenes llenos de basura a inaugurar m�s v�as de tren. Y t� Emilia no inventes irte a ninguna parte, ven y d�jame que te abrace. Estoy orgulloso de ti. Las mujeres como t� van a cambiar este pa�s.

-�De qu� hablas, pap�? -le pregunt� Emilia cuyo humor no estaba para discursos.

-De ti -dijo acerc�ndose a darle un beso-. �Qu� te pasa? �No est�s contenta? Tocaste muy bien, vino tu amigo Daniel, �por qu� tienes cara de dolor de muelas?

-Daniel vino para volver a irse.

-�Eso te pasa? -pregunt� Diego olvidando a sus contertulios para dedicarse por completo a explicarle a su hija lo importante que estaba siendo el trabajo de Daniel en la frontera norte-. �No quieres tener un amigo que hace su deber?

-Quiero tener un amigo que no se vaya.

Diego escuch� lumbre en los labios de su hija. Nunca quiso enterarse de que iba creciendo y en ese momento, frente a la voz y los ojos que esgrim�a, tuvo que aceptarla distinta y distante como una desconocida. Un dolor no imaginado le cruz� el �nimo: no eran la misma cosa. Para asirla, aunque fuera un rato m�s, como hab�a sido, le pas� un brazo sobre los hombros y camin� con ella.

Fueron juntos hasta el estanque. Emilia no pod�a tener conversaciones largas en otro lugar de esa casa. Cuando su padre intent� hablarle despu�s de abrazarla, ella lo fue llevando hacia aquel silencio.

Diego y su hija no hab�an conocido un desacuerdo en toda su vida. A ella le gustaba tanto su padre que no necesit� desafiarlo jam�s. Siempre le parec�a que la raz�n y las mejores ideas estaban de su parte y si en algo lo cre�a equivocado fue tan insignificante que nunca consider� necesario contradecirlo. Lo mismo le suced�a a Diego: encontraba a Emilia tan perfecta y adorable como el futuro que tanto le gustaba predecir.

En cuanto estuvieron cerca del estanque, Emilia se sac� del pecho un mont�n de agravios contra quienes pretend�an que el futuro invocara un desorden y un cambio que ella no ve�a necesarios. Su voz hend�a el jard�n haciendo reclamos. Diego se hab�a sentado sobre un tronco cerca del estanque y la escuchaba con la cabeza entre las manos.

-T� y todos �stos quieren meterse a una guerra -dijo Emilia-. �Por qu� te gusta que Daniel se vaya a ver si alguien lo mata? �Para tener otro por el que lamentarse? Otro que les sirva de pretexto para insultar al gobierno. Odio todo esto, al idiota de Daniel ya hasta lo hicieron sentirse importante. �Para qu� lo van a mandar a Estados Unidos? �Para que lo encierren como a Flores Mag�n? Odio todo esto. Los odio a ustedes.

Josefa, que recorr�a el jard�n busc�ndolos, oy� la voz de su hija llegar desde el fondo. Camin� entre los �rboles y cuando estuvo cerca no pudo aguantarse las ganas de intervenir.

-Emilia �qu� te pasa? -dijo acerc�ndose como una aparici�n y due�a de una furia que no se conoc�a-. �De d�nde te sacas las estupideces que est�s diciendo?

-Del coraz�n -dijo Diego con la voz derrotada-. �No la est�s oyendo?

-�Muy mal, hija! -rega�� Josefa-. Parece que tu pap� habl� en balde todos estos a�os. Tienes que pensar en quienes sufren este pa�s.

-Y �qui�n piensa en m�? Ni a ustedes les importa lo que me pase -contest� Emilia.

-Est�s diciendo tonter�as -se aclar� Josefa-. Debe ser el cansancio. Ma�ana pensar�s otra cosa, pero hoy p�dele perd�n a tu pap� o no vas a tener ni derecho a cama.

-No la rega�es Josefa, est� triste y algo de raz�n puede que tenga. Ojal� y yo le pudiera guardar a Daniel en un ropero -dijo Diego levant�ndose del tronco. Movi� las manos frente a su cara para espantarse el des�nimo y camin� hacia su ni�a reci�n crecida.

-No me odies tontita. No ves que soy el �nico hombre en el mundo que te adorar� siempre sin pedirte nada a cambio -dijo sacando de la bolsa de su viej�simo saco el pa�uelo con su nombre que Emilia le hab�a bordado durante la clase de costura el quinto a�o de primaria.

Emilia se lo agradeci� encimando una media sonrisa a la tormenta que le corr�a por los ojos. Abraz� a su padre que empez� a cantarle despacio la canci�n de piratas con que lo arrullaba su abuela. No necesit� pedir perd�n. Oy�ndolo cantar, fue recuperando los pedazos de raz�n que le hab�an dado prestigio de prudente, fue llenando su cabeza y su coraz�n de cierto sosiego y aceptando lo que sab�a desde que el doctor Cuenca estuvo en la c�rcel: que el grupo de amigos al que pertenec�a su familia, era un grupo de ap�statas, al que el gobierno consideraba su enemigo, sin m�s salida ni mejor destino que participar en la conspiraci�n para derrocarlo.

Desde la casa lleg� la voz de Daniel llam�ndola.

-�D�nde andas? Ya me voy.

-Junto al estanque -le contest� Emilia sosegada como el mar cuando por fin acaban de atormentarlo los ciclones-. Ven.

-Al estanque no, porque t� empujas -le dijo Daniel caminando hasta ellos.

Llevaba puesto el abrigo y Diego lo not� ansioso.

-�Tienes que irte ahora mismo? -le pregunt�.

-Para ma�ana ya alguien habr� dicho que aqu� estamos y de d�nde dije que ven�amos. Habl� de m�s.

-Ten cuidado -le dijo Diego.

Antes de irse tras su marido, Josefa le pidi� un beso.

Daniel se hab�a puesto un abrigo grueso, como el que usaban los soldados del ej�rcito porfirista.

-Me lo consigui� la t�a Milagros -le dijo a Emilia cuando sinti� contra �l su melena oscura.

-No salves a nadie que no se lo merezca -pidi� Emilia hundiendo su cabeza bajo la solapa.

-�Perdiste mi piedra? -pregunt� Daniel.

-Est� bajo mi almohada -contest� Emilia pein�ndole con los dedos el mech�n que siempre le ca�a sobre la frente.

VIII

Acu�rdate de m� una vez al d�a, las dem�s esp�ntame -le pidi� Daniel mientras le recorr�a el perfil con el dedo, como si quisiera llev�rselo dibujado. Luego la solt� y se ech� a correr.

Entrando a la casa encontr� en su camino los ojos de Milagros Veytia. Le dio un abrazo.

-Me partes en dos, yo no tengo quince a�os -protest� Milagros.

-Convence a Emilia -dijo �l gui��ndole un ojo. Luego sali� a encontrarse con su hermano.

Salvador Cuenca era cuatro a�os mayor que Daniel. Llevaba tres estudiando leyes en la Universidad de Chicago cuando su hermano lleg� a inscribirse. Ambos compartieron desde entonces el arrebato por esa quimera que unos imaginaban como una gran revoluci�n y otros como el m�gico acceso a un nuevo r�gimen que les dar�a el derecho a elegir autoridades como en cualquier pa�s que se dijera moderno.

Se parec�an. Salvador tambi�n era desasido pero febril, de pocas palabras pero enf�tico, escurridizo y sonriente, de �mpetu fantasioso y educaci�n estricta.

Aquella noche, mientras Daniel daba con Emilia y sus recuerdos buscando la certeza de que ten�a un asidero que al mismo tiempo lo hac�a vulnerable, Salvador descubri� a Sol Garc�a. Vio su figura entre las sombras cuando ella se levant� a gritarle vivas tras su concierto. Luego, al prenderse la luz del escenario, la mir� unos segundos a medio alumbrar y sinti� que nadie le hab�a parecido m�s luminoso en toda su vida.

Tras el discurso de Daniel, el candil de la sala se la mostr� completa y quiso ir hacia ella como algo natural.

-Me llamo Salvador Cuenca -le dijo extendiendo la mano-. �Y usted?

-Soledad Garc�a y Garc�a -dijo Sol abriendo una sonrisa perfecta-. �T� eres hermano de Daniel?

-�l es hermano m�o -dijo Salvador.

-Yo soy como hermana de Emilia -explic�.

-�Y de d�nde les sale la hermandad? -pregunt� Salvador.

-De las ganas -dijo Sol.

-No creo que haya un lugar m�s leg�timo -contest� Salvador-. �T� d�nde vives? �En el cielo?

-Aqu� en Puebla -dijo Sol.

-�Por qu� nunca te hab�a visto?

-Vivo en otra Puebla -explic�.

-�En cu�l? -pregunt� Salvador extendiendo un brazo. para invitarla a sentarse en un sill�n cercano.

Atra�da, por el im�n que la hac�a colocarse siempre en medio de las situaciones dif�ciles, Milagros Veytia se acerc� a sugerirle a Sol que ella hiciera las preguntas.

-�D�nde vives t�? -pregunt� Sol contenta de no haber tenido que explicar el mundo en que viv�a.

-En Chicago. Ya lo inform� Daniel, que no se puede quedar con los secretos -dijo Salvador y se solt� a contar las dificultades por las que hab�an atravesado para volver, por cu�n poco tiempo podr�an quedarse, c�mo ve�a �l las cosas en el pa�s, cu�nta falta hac�a una organizaci�n que agrupara el trabajo de los inconformes con la dictadura y todo lo que ten�a entre ceja y ceja de una ma�ana a la siguiente.

Sol lo escuch� con tal avidez que Salvador quiso contarle todas las cosas que hac�a adem�s de estudiar. Termin� hablando hasta de lo que se le atoraba en la lengua frente a la mayor�a de la gente, hasta de s� mismo y sus ambiciones para despu�s, para cuando la dictadura hubiera desaparecido y las personas como �l pudieran vivir con la conciencia en paz y el futuro como algo menos incierto.

Cuando el doctor Cuenca le avis� que deb�an irse a la junta en casa de los Serd�n, Salvador no quer�a desprenderse de aquella escucha. Extendi� con tristeza una mano firme y recibi� a cambio la suave mano de Sol y el claro de sus ojos sin decir nada. Siempre fue t�mida, pero nunca se hab�a sentido tan incapaz de hablar.

-Me dicen Sol -dijo por fin-. Sol con un solo Garc�a.

-Muchas gracias Do�a Sol. No se haga de dos maridos -pidi� Salvador al despedirse esgrimiendo la sonrisa ladeada de los Cuenca.

Cuando Sol naci� sus padres discutieron tanto y con tantas personas c�mo llamarla que a la hora del bautizo todav�a no hab�an logrado ponerse de acuerdo, y para que no hubiera ni problemas entre ellos, ni resentimientos familiares, ni carencias, le dieron al cura parroquial una lista de nombres que el sacerdote derram� sobre su cabeza junto con el agua bendita de la pila y con la misma solemne irresponsabilidad de quien ten�a la costumbre de cometer barbaridades cada vez que trataba con ese sacramento.

Fue as� como aquella inocente acab� llam�ndose de golpe Mar�a de la Soledad Casilda de la Virgen de Guadalupe de los Sagrados Corazones de Jes�s y de Mar�a.

Con esa letan�a se le dio gusto a su padre, que consideraba Soledad un nombre sonoro y contundente digno de acompa�ar sin m�s el cuerpo de su hija, a su abuela materna empe�ada en ponerle a la ni�a el mismo nombre duro con el que ella viv�a, a su madre que como toda mexicana con riesgos en el presente y temblor ante el futuro acud�a para todo asunto a la dulce y muda presencia de la Virgen de Guadalupe, y a su abuela paterna que no era muy dada a tratar con los santos porque consideraba torpe meterse a pedirle algo a gente que por muchos m�ritos que tuviera no ten�a ni de chiste el poder de los iluminados corazones de Mar�a y Jes�s que, como cualquiera deb�a saber, eran importantes miembros del poder�o central. Porque no en balde Jes�s formaba parte de la Sant�sima Trinidad y Mar�a era su madre.

Total, de todo ese barullo result� que la ni�a creci� con dos nombres. El que le puso su padre y el que le dio su madre con aquella su vocaci�n de quedar bien con todo el mundo, incluidas las dos partes en que su cabeza siempre acababa dividiendo el mundo para no tener que elegir demasiado: Mar�a Jos� le dijo, desde que la tuvo entre sus brazos al volver de la ceremonia hasta que la ni�a cumpli� siete a�os y enfrent� su fe de bautismo, cuando la llevaron a inscribir al colegio. Entonces supo que su primer nombre era Soledad y que estaba sola frente a eso y la rigidez de las monjas que as� la llamaban.

Por ese tiempo, Evelia Garc�a de Garc�a, su madre, una mujer a quien la paciencia de Josefa manten�a como amiga m�s por serle fiel a la mutua infancia en que se quisieron, que por cualquier otro inter�s o afinidad, empez� a llevarla de visita a la casa de los Sauri. Emilia fue la primera en llamarla Sol.

No se le olvidar�a nunca. Estaba sentada junto a su madre en un sill�n acolchonado de los que Josefa Sauri ten�a en su sala contra todas las leyes de la elegancia tradicional y a favor de la paz y el descanso de quienes la frecuentaban, cuando lleg� del jard�n, chapeada y brillante, una ni�a dos a�os menor que desde el primer d�a se hizo cargo de ella como si fuera la mayor.

-�Invitas a Soledad a jugar contigo? -le hab�a pedido Josefa al verla entrar.

-Ven Sol. Te ense�o mis tesoros -dijo Emilia sin m�s tr�mite.

Se hicieron amigas esa tarde y hab�an crecido busc�ndose, adivinando que una ten�a lo que a otra le faltaba y que no hab�a mejor manera de sentirse completas que andar juntas. Con el tiempo aprendieron tanto una de la otra que a primera vista eran menos profundas sus diferencias. S�lo ellas sab�an que en momentos extremos, cada una era cada cual de la misma intensa y remota manera.

Por eso, cuando Salvador la dej� sin saber qu� decirse de aquella conversaci�n, y tras �l vio pasar a Daniel corriendo, Sol busc� a su amiga y supo sin haber estado nunca ah� que la encontrar�a en el jard�n.

Emilia segu�a sentada cerca del estanque. Empezaba a caer una lluvia de gotas peque�as.

-�Est�s llorando? -le pregunt� Sol agach�ndose para mirar de cerca su cara.

-Ya voy a terminar -dijo Emilia sacando de su bolso un pa�uelo delgado de los que llegaban de Holanda. Luego abraz� a su amiga un largo rato. Sol la recibi� sin hablar y estuvieron as� hasta que las dos empezaron a mecerse.

Emilia hab�a dejado de llorar y silbaba una cancioncita que iba marcando el ritmo con que bailaban abrazadas como dos osos.

-Conoc� a Salvador -dijo Sol.

-�Te gust�? -pregunt� Emilia interrumpiendo su m�sica.

-S� -le contest� Sol.

-Pobre de ti -dijo Emilia y retom� el silbido donde lo hab�a dejado pendiente.

Abrazadas y silbando las encontr� Josefa Sauri cuando sali� a buscarlas. Hab�a terminado de ayudar a su hermana para que la casa de los Cuenca no quedara hecha un caos.

-Est�n empapadas -les dijo.

-Lo de menos es lo de afuera t�a Josefa -le contest� Sol que estaba por completo al tanto de la discrepancia entre la madre y la hija y se propon�a suavizarla.

-Pobrecitas. Vengan, vamos a ver si podemos dormir.

-Nadie duerme cuerdo lleva a cuestas la fantas�a de la revoluci�n -dijo Milagros Veytia acerc�ndose.

-�Ya te dijo Sol que deslumbr� a Salvador? -le pregunt� a Emilia.

-Es incapaz -contest� Emilia.

-Pero si yo la vi.

-Incapaz de decirlo -explic� Emilia.

-�Y a ti qu� te pareci� �l? -quiso saber Josefa-. Tu mam� dir�a que es muy mal partido.

-Entonces �qu� crees que me pareci�?

-El hombre ideal -dijo Emilia.

-Casi -dijo Sol-. Por suerte, tardar� tanto en regresar que para entonces estar� casada.

-�Con qui�n? -pregunt� Emilia.

-Con alguno -contest� Sol en el tono que usaba para hablar de los inabordables designios de su madre.

-Eso si t� quieres -dijo Milagros Veytia.

-Voy a querer -le contest� Sol, como si adivinara el futuro.

-Por lo pronto v�monos o no vuelves a salir con nosotras -pidi� Josefa viendo el reloj de la Waterbury Company que mov�a su p�ndulo en la sala de los Cuenca.

La buena pero poco ingeniosa Evelia Garc�a, como la calificaba Milagros Veytia, y su intachable pero col�rico marido, como lo llamaba la propia Evelia, esperaban a su hija detenidos en la puerta de su casa frente a la Plazuela del Carmen.

Eran las diez y cuarto de la noche cuando las cuatro mujeres llegaron ah� en el auto que Rivadeneira les hab�a prestado.

En cuanto las tuvo cerca pero a�n con el coche andando, el se�or Garc�a empez� a gritar. Sin que mediara mayor tr�mite calific� de inmorales a las Veytia y a la gente con que ellas se reun�an los domingos y le reproch� a su hija lo que �l consideraba un acto de libertinaje que manchaba la honra de su apellido y pon�a en riesgo su condici�n de mujer decente.

-Pero si le traemos a su prenda m�s cuidada que nunca -gru�� Milagros cuando termin� de estacionarse.

-Mejor no hables Milagros -le pidi� Josefa al ver el gesto de los Garc�a. Y saltando del coche con una destreza inusitada se disculp� por la tardanza.

-A ustedes no hay nada que perdonarles, ya las conocemos -dijo el se�or Garc�a, que ten�a a su mujer paralizada de terror-. �A qu� horas vas a bajarte Soledad? -pregunt�.

-Cuando a usted se le haya aquietado el tono de voz -dijo Milagros Veytia.

-A m� no tiene por qu� baj�rseme ning�n tono, se�ora -dijo el se�or Garc�a-. Soledad es mi hija y yo mando en ella. Por fortuna no me toc� ser padre de ustedes.

-Dice usted bien, la vida nos salv� de esa desgracia -dijo Milagros.

-Deje bajar a mi hija si no quiere que le diga al gobierno a qu� dedican sus reuniones -contest� el se�or Garc�a.

Sol iba sentada justo atr�s de Milagros y en voz baja le pidi� que la dejara salir.

-Como ve usted, la ni�a quiere bajarse -le dijo Milagros al se�or Garc�a-. Lo mismo pas� en la reuni�n de la que venimos. Ella hubiera querido salir antes, pero no la dej�bamos. Nos parec�a necesario que usted se diera cuenta de que a cualquier hora est� a salvo si la protegemos nosotras -agreg�.

-�Acepta usted que hab�a peligros? -pregunt� el se�or Garc�a.

-S� -dijo Milagros-. Incluido el de la polic�a. Cualquier peligro de los que usted se imagina.

-Yo no imagino, se�ora.

-Perd�neme. Deb� suponer que un hombre como usted no tiene ese vicio -dijo Milagros abriendo la puerta y baj�ndose para dejar salir a Sol.

Se hab�a puesto para esa tarde uno de sus m�s vistosos huipiles, y se ve�a tan imponente con aquella ropa que apenas estuvo abajo suaviz� incluso al aire que la rodeaba. La elegancia de su cuerpo en medio de tantos bordados pareci� atemperar tambi�n al se�or Garc�a.

-Despu�s de todo no le pas� nada -dijo el hombre revisando a su hija mientras intentaba imaginar, quiz�s por primera vez, de qu� demonios estaba hecha Milagros Veytia. Cambi� de tono.

-En alguna otra parte habr� un hombre preocupado por ustedes. �Qu� me dices de tu marido, Josefa? -pregunt� tratando de que se olvidara su groser�a.

-Su marido es un hombre de criterio bien formado -dijo Milagros dando la vuelta para subirse al coche que arranc� haciendo un esc�ndalo de guerra.

Anselmo Garc�a hab�a pasado la ma�ana en su rancho viendo c�mo marcaban a las reses con la gran G de su apellido. Era tarde para sus horarios y la c�lera le hab�a quitado las energ�as que le quedaban. Por ventura para las mujeres de su familia, estaba exhausto, ten�a sue�o y entr� en la casa sin decir una palabra.

-Pobre de tu amiga -dijo Milagros Veytia rumbo a casa de su hermana-, debe ser agotador vivir con un hombre as�. Y mira que llamarlo "mi cielo". �Te puedes imaginar la idea que tiene del infierno? Con raz�n le teme tanto a condenarse.

-Le tiene miedo a todo. Te lo he dicho mil veces -contest� Josefa-. Y el miedo aturde. Yo creo que el miedo mata m�s gente que el valor.

-Pero se siente y �qu� hace uno? -pregunt� Emilia.

-No dejarse vencer. El que nunca siente miedo es un suicida, pero el que s�lo sabe sentir miedo es otro.

-Pues yo ahora s�lo tengo miedo -dijo Emilia.

-Est�s cansada. Ma�ana te sentir�s valiente -le prometi� su madre para consolarla-. Te quedas a dormir, �verdad Milagros?

-Si hago falta -contest� Milagros.

-Siempre haces falta -le asegur� Josefa. Diego no hab�a llegado todav�a de la junta clandestina y ella se propuso acordarse bien de sus opiniones sobre el miedo para poder dormir.

Dos horas despu�s lo escuch� subir las escaleras. Un esc�ndalo anunci� su llegada porque al entrar tropez� con el largo cilindro de tela relleno de arena que ella pon�a contra la puerta del pasillo, para que no se colara el aire hasta su cama.

-Ya estoy en la edad que resiente los chiflones -hab�a dicho Josefa al colocarlo ah� tres meses antes. Los mismos tres meses que Diego hab�a pasado protestando contra lo que llam� un rid�culo artefacto propio del altiplano.

Cuando lo escuch� caer, Josefa corri� hasta �l sin ponerse la bata ni pensar en los peligros de chifl�n alguno.

-�Sobreviviste? -le pregunt� al verlo en el suelo, guard�ndose una colecci�n de improperios con la cabeza bajo los brazos.

-�Qu� es lo que pasa? -pregunt� Milagros saliendo al pasillo para encontrarse a su hermana echada sobre el cuerpo de Diego y habl�ndole al o�do.

Tembl�. En un segundo le cupieron muchas preguntas: �lo ven�an persiguiendo? �Le hab�an disparado? �Estar�a muerto? Maldita fuera la santa idea de la revoluci�n. �Para qu� se habr�an metido ellos donde nadie los llamaba?

-Se tropez� con el rodapi�s que puse tras la puerta -explic� Josefa respondiendo a la pregunta que su hermana hab�a hecho en voz alta y de paso a todas las que hab�a recitado para sus adentros.

"Esto va a conducir a un pleito conyugal que no quiero presenciar", se dijo Milagros dando la vuelta tras hacerle a su hermana una se�a con las manos, para enviarle su complicidad.

-�Por qu� discuten? -le pregunt� Emilia somnolienta cuando la vio entrar de regreso a la rec�mara que compart�an algunas veces.

-Nada grave, se cay� tu pap� -le contest� Milagros. Pero a�n no lograba reponerse de la sensaci�n de cat�strofe que le hab�a provocado su imaginaci�n.

-�Qu�?

-Se tropez� al entrar, pero est� vivo -dijo Milagros-. Sabes, hija, yo tambi�n le tengo miedo a la revoluci�n.

Emilia estaba acostumbrada a que Milagros hablara dormida, pero no a que dijera incongruencias mientras deambulaba por la rec�mara con su larga bata clara haci�ndola parecer un fantasma. As� que en cuanto se crey� despierta del todo, se levant� y fue al pasillo a ver qu� suced�a.

Para entonces Diego Sauri se hab�a sentado en el suelo y Josefa hablaba de prisa pidi�ndole disculpas.

-�Qu� te pas� mi amor, mi coraz�n, mi luz, mi torero, mi tesoro? -dijo Emilia acerc�ndose a su padre.

-Ven�a pensando en ti y se me olvid� pensar en las trampas que me pone tu madre -le contest� Diego dej�ndose querer por su hija.

-�No ser� que te preocup� de m�s la junta esa? -pregunt� Josefa que de repente dej� de sentirse malhechora y decidi� echarle la culpa de todo a la reuni�n en casa de los Serd�n-. �Por qu� tienen que verse a media noche? Esos tipos son unos encaminadores. Como la junta es en su casa no corren el peligro de salir a estas horas a caminar por la ciudad como si fuera l�gico.

-En Madrid a estas horas la gente anda cantando por los callejones. Lo que pasa es que esta ciudad es recatada y tediosa como una iglesia -dijo Diego Sauri levant�ndose.

-No empieces, Diego, que vives aqu� porque quieres. En tu tierra ya te hubieran comido los piratas, los mayas o los federales -se defendi� Josefa, que consideraba los ataques a la ciudad como insultos a su estirpe.

-Los federales nos van a comer a todos en alguna parte -dijo Milagros volviendo a salir de la rec�mara.

-�Por qu�? -pregunt� Emilia.

-No le hagas caso a tu t�a, ya sabes c�mo exagera -pidi� Josefa.

-�Por qu� la enga�as? -indag� Milagros-. Si nos vamos a meter en esto, que lo sepa la ni�a que ya no es tan ni�a.

-�A qu� llamas "esto", Milagros? -pregunt� Josefa.

-A estar en contra de la dictadura, a tener amigos que trabajan para hacerle la guerra, a saber d�nde est�n escondidos los exiliados pol�ticos y cu�ntas armas consiguen sus partidarios -dijo Milagros.

Emilia los o�a con los ojos creci�ndole en la curiosidad. Ya le hab�a dicho Daniel algunas cosas. Hab�a presentido un peligro en que �l se fuera, pero no se le hab�a ocurrido pensar que la paz de su casa podr�a perturbarse.

-Tiene raz�n, Milagros -acept� Diego-. �C�mo andas de sue�o, Emilia? Te ves despierta como ardilla. Ven, vamos a platicar lejos del chifl�n que puede matar a tu mam�.

-Ves c�mo s� hay chifl�n -dijo su mujer ayud�ndolo a levantarse y caminando con �l hasta la estancia en el centro de la casa.

Despu�s fue a la cocina a preparar un agua de azahares que pusiera en orden el est�mago de toda la familia, y se instal� con �l como auxilio en la conversaci�n.

Eran m�s de las dos cuando Emilia regres� a su cama.

-Habr� que espantarse el miedo -le dijo a Milagros que a�n estaba de pie dando vueltas por el cuarto.

-Nada le va a pasar a tu Daniel -asegur� Milagros sent�ndose junto a ella.

-Que te pudiera o�r la diosa Ixchel -dijo Emilia.

-Ya me est� oyendo -le contest� Milagros meti�ndose por fin entre las s�banas.

La ma�ana del d�a siguiente sorprendi� tarde a Josefa que desde siempre ten�a la responsabilidad oficial de hacer las veces de un reloj. Eran casi las ocho cuando despert� con el ruido de protesta que hac�an los p�jaros del corredor, acostumbrados a la puntualidad cotidiana con que ella les quitaba las capas a sus jaulas. Como los p�jaros, Emilia y Diego amanecieron tambi�n protestando por lo tarde que los hab�a despabilado.

Emilia se fue a la escuela con una trenza a medio cepillar y la raya de la s�bana a�n marcada en una de sus mejillas. Diego abri� la botica sin haber preparado el jarabe de Ruibarbo y el vino de Peptona que ten�a como encargos desde el s�bado anterior. S�lo Milagros hab�a desaparecido con el alba. Porque as� era ella, ol�a la madrugada y se le abr�an los ojos y el camino de las obsesiones.

Sin embargo, pens� Josefa mientras alborotaba en el aire las s�banas de su cama, a pesar del desbarajuste con que empez� el d�a, todo estaba m�s claro despu�s de la conversaci�n de media noche, y no hab�a nada que temer aparte de lo imprevisto.

-Claro que en estos casos, lo imprevisto es justo lo que uno supone que debi� prever -le dijo Milagros cuando se encontr� con ella al regresar del mercado.

-Por eso te quiero, hermana -sonri� Josefa-, por la delicadeza con que me arruinas la vida.

-Te pongo en la realidad, Josefa, pero t� no vas a salir nunca de las novelas. Hago esfuerzos in�tiles, todo lo quieres ver color de rosa.

-Las novelas est�n llenas de cat�strofes -defendi� Josefa.

-Entonces no te quejes de la realidad -contest� Milagros.

IX

Durante los siguientes a�os, Josefa Veytia se volvi� tan asidua lectora de los peri�dicos como lo fue siempre su marido. Todos los d�as el recuento de lo que iba sucedi�ndole al pa�s la manten�a en vilo igual que una novela por entregas de aquellas que la hac�an despertar a media noche tratando de imaginarse lo que seguir�a.

Su pasi�n por los escritores y sus ocurrencias se redujo frente a las historias que la realidad le iba regalando cada ma�ana. Le�a tantos peri�dicos como Diego y les dedicaba a�n m�s tiempo. Se conoc�a como las tablas de multiplicar qui�n quer�a qu� y qui�n vaticinaba qu�, qui�n buscaba o qui�nes se opon�an a la octava reelecci�n del dictador que en sus recuerdos era el h�roe de muchas batallas importantes, y en su juicio hab�a estado siempre como el �nico hombre que logr� conseguir un largo periodo de tranquilidad desde que no s�lo ella sino sus padres nacieron en el aguerrido pa�s del siglo XIX.

Sin embargo, de tanto leer los elogios que a diario le hac�an en los peri�dicos los favorecidos con su r�gimen y enfrentarlos a las docenas de folletos clandestinos que informaban de las arbitrariedades que se permit�an en todo el pa�s, y en el caso de Puebla de la perversi�n del gobernador al que respaldaba desde hac�a varios lustros, Josefa dej� de llamarlo don Porfirio y se convirti� en otra militante de la causa antirreleccionista.

Hasta entonces se dio cuenta Diego de lo ben�ficas que hab�an sido siempre las treguas de sus conversaciones con Josefa: cuando las vio perdidas y ella empez� a parecer otro de sus compa�eros de causa. Su mujer s�lo quer�a hablar de las posibilidades electorales que ten�a el se�or Madero, del Club Central Antirreleccionista y de lo que le parec�a cada uno de los folletos y libros que fueron apareciendo.

-Ya no s� qu� cosa es peor -se lament� Diego Sauri un mi�rcoles durante la comida-, si el mutismo de antes o esta logorrea dominante. Desde que el viejo declar� que est� listo para la democracia, toda murmuraci�n se convierte en folleto y cualquier delirio se vuelve libro.

-�Qui�n te entiende, Diego? �No estabas siempre quej�ndote del silencio temeroso que dominaba al pa�s? -le pregunt� Josefa.

-S�, pero tambi�n la ingenuidad invita al tedio. �Qui�n puede creer que la candidatura de Madero y su sue�os espiritistas van a servir de algo?

-Yo -afirm� Josefa-. Yo que no quiero una guerra y que estoy tan harta como t� de esta paz.

-Antes te gustaba la paz -dijo Diego.

-Me sigue gustando. Por eso soy partidaria de Madero, porque tiene cara y actitud de paz.

-Pues ni t� ni �l van a llegar a ninguna parte.

-Ya est�s de pesimista, pap� -opin� Emilia que se hab�a vuelto una escucha implacable.

-Hija, lo que hago es ver, es lo que he hecho siempre con m�s gusto -dijo Diego.

-Me ofendo si vuelves a decir eso -coquete� Josefa levantando la cabeza de los peri�dicos que le�a en las tardes.

-Vanidosa -le contest� Diego mordiendo la punta de su gran cigarro.

-Vanidoso t� que caminas con la verdad y el desencanto por todas partes.

-Josefa, yo he reconocido siempre el talento con que puedes adivinar la trama de una novela, pero esto es distinto, no lo rige la l�gica de la literatura en que t� eres experta: Madero va a perder.

-Milagros opina lo contrario.

-Milagros cree, como yo, que si el viejo D�az no permiti� ni siquiera el tonto juego del general Reyes y sus seguidores, menos va a permitir una elecci�n que pac�ficamente gane el se�or Madero.

-�Qu� pas� con el general Reyes? -pregunt� Emilia.

-El general Reyes -dijo Diego- era gobernador de Nuevo Le�n. Se volvi� el candidato de unos gobiernistas ingenuos, que creyeron en eso del cambio de poderes, nada m�s porque D�az quiso impresionar a un periodista gringo dici�ndole cosas como que �l acoger�a como un signo del cielo el hecho de que en su pa�s surgiera un partido de oposici�n. Y qu� bonito, qu� bonito: hag�mosle caso al Se�or Presidente, busquemos quien releve al vejestorio.

�Y? -pregunt� Emilia interrumpiendo la carcajada con que su padre hab�a detenido su narraci�n.

-Les dur� poco el gusto -dijo Diego-. D�az llam� a Reyes, Reyes se desdijo y decepcion� de golpe a las logias mas�nicas, a los bur�cratas menores y al ej�rcito. Neg� su candidatura y ofreci� su apoyo a la reelecci�n de D�az. Como premio le quitaron el gobierno de Nuevo Le�n y lo mandaron a Europa a aprender nuevas t�cnicas de guerra. Es un zorro el famoso presidente D�az -dijo Diego-. Y tu mam� cree que lo puede combatir un hacendado coahuilense metido de golpe a predicador, que tiene el m�rito de ser valiente, de estar furioso y de haber escrito un libro lleno de disquisiciones hist�ricas que no conducen bien a bien a ninguna parte.

-Ah -dijo Emilia tratando de organizar toda esa informaci�n en su cabeza-. Daniel me cont� en una carta que es un buen hombre.

-Eso s� es, Diego, ac�ptalo -pidi� Josefa, a quien la bondad le parec�a una virtud superior a cualquier otra.

-Nada m�s le faltaba ese desorden al desorden que trae -dijo Diego.

-�Cu�l desorden? -pregunt� Josefa.

-�Te parece poco? S�lo en el estado de Puebla hay noventa clubes antirreleccionistas.

Eso ya lo s� -aclar� Josefa-. �Y qu� tiene de malo?

-Que est�n peleados todos contra todos. Son noventa y ninguno.

-No es cierto, mi amor.

-Josefa, no me digas que no es cierto lo que compruebo todos los d�as. Yo hablo con ellos, t� los lees.

-T� tambi�n los lees --dijo Emilia.

-Nada m�s para ver c�mo no cumplen con lo que predican -aclar� Diego cambiando el tono juguet�n por el de pesar. No le gustaba su casa convertida en campo de batalla verbal, tem�a m�s que la guerra, que la contingencia lastimara el refugio sedentario y paradis�aco de su armoniosa vida conyugal.

-Diego -sigui� Josefa-, Aquiles Serd�n estuvo dos meses en la c�rcel por cumplir con lo que predica.

-Estuvo en la c�rcel por bravuc�n. �A qui�n se le ocurre querer marchar con todo y su grupo antirreleccionista en el desfile anual del d�a de la Independencia? Y despu�s se dio el lujo de escribirle una carta al presidente para quejarse del maltrato que le hab�a dado su gobernador. Fig�rate t�: "Es muy conocida la frase de Usted: hay que tener fe en la justicia, y la verdad Se�or, que si esta vez queda todo impune, ni mis correligionarios ni yo volveremos a tenerla" -dijo Diego imitando la voz de un ni�o-. Se oye atrevido, pero es una tonter�a, Josefa. Como si D�az fuera autoridad con la cual quejarse. En eso, Serd�n se parece a Madero. Est�n pele�ndose con el gobierno, y con qu� gobierno, pero quieren que el gobierno los trate bien.

-Tienen raz�n -dijo Josefa.

-Pero aqu� todo est� regido por la sin raz�n. Tambi�n ten�an raz�n los trabajadores de las f�bricas en Orizaba y los de las minas en Sonora y ya vimos c�mo les contestaron a sus razones.

-Entonces �qu� sugieres Diego? �Que se quede todo igual?

-No me insultes Josefa, que eres una reci�n llegada -le contest� Diego-. Hace veinticinco a�os que te empec� a hablar de lo que ahora es la gran moda.

-En eso tienes la verdad completa -concedi� Josefa levant�ndose de su mecedora y soltando el peri�dico que no hab�a dejado de sujetar a lo largo de su desacuerdo-. Por eso te quiero, por terco.

-Haces bien -dijo Diego irguiendo los, hombros y contone�ndose como un ganso-. �Cenamos? -pregunt� tranquilizando su �nimo.

-Ahora que todav�a hay -intervino Milagros Veytia. Llevaba un rato parada en el quicio de la puerta oy�ndolos hablar.

-Qu� cosas dices, Milagros. Eres m�s pesimista que Diego.

-Soy menos optimista -dijo Milagros al mismo tiempo en que besaba a su sobrina. Luego le pregunt� por su amiga Sol, cambiando la conversaci�n para no cargar la cena con el aire tenso de las preocupaciones.

Como bien lo hab�a previsto Sol Garc�a unos a�os antes, su madre, casamentera obsesiva y eficaz, consigui� acercar el resplandor de su hija a los ojos de uno de los v�stagos de la familia m�s rica de la ciudad

y el pa�s. No result� dif�cil que tal v�stago perdiera por Sol hasta el hambre que siempre se caracteriz� como su pasi�n �nica, y buscara el modo de hacerla suya de una buena vez. Due�o junto con su familia de haciendas varias, ingenios azucareros, tierras de tabaco, casas y dineros dentro y fuera del pa�s, el muchacho conquist� a Sol m�s r�pido de lo que Emilia hubiera imaginado. Y cuando hizo falta, porque una luci�rnaga de duda cruz� el �nimo de la muchacha, su madre gest� la torpe pero eficaz met�fora de que su hija era una joya y de que las joyas necesitan guardarse en cofres de lujo. As� las cosas, se preparaba una boda digna de recordarse a lo largo de los tiempos.

-�Ya est� listo el ajuar de princesa? -pregunt� Milagros cuando estuvieron frente a la sopa.

Todav�a no acaba de llegar -avis� Emilia-. Encargaron a Par�s hasta los calzones y les faltan ba�les. Unos est�n en Veracruz y otros todav�a ni salen. Al paso que andan se va a casar con los fondos de encaje de Brujas que llegaron ayer.

-Esta ni�a hered� tus tijeras -le dijo a Milagros su hermana.

-Mejor para ella -dijo Milagros-. Y advi�rtele a tu amiga la casamentera que si su ni�a no se casa r�pido se va a casar con un hombre en la ruina -dijo Milagros.

-Pero si son due�os de medio estado de Puebla y de una parte de Veracruz. �Por qu� crees que la est� casando Evelia? -pregunt� Josefa.

-Porque nunca ha tenido talento previsor y est� contagiada del �nimo comerciante del marido -critic� Milagros.

-Que se contagia bien -dijo Emilia-. A Sol ya se le contagi�. Ayer me habl� durante una hora de todas las cosas que va a tener. De la casa en la Reforma, de los muebles ingleses, de la vajilla de Baviera y las copas de cristal sueco. Est� muy dif�cil tratarla, a veces me dan ganas de abandonarla a su suerte. Total, ella conf�a en que ser� buen�sima.

-No hay que desearle otra cosa -invoc� Josefa.

-A ti qui�n te entiende, Josefa -dijo Diego-. O est�s con unos o est�s con otros, pero no se puede estar con todo el mundo al mismo tiempo.

-�Por qu� lo dices? -pregunt� Josefa mientras olisqueaba el pescado-. Creo que se me pas� de chile -coment�.

-Lo que quiere decir Diego es que no puedes pretender que cambien las cosas, y que les vaya bien a los actuales due�os de las cosas -dijo Milagros-. Y s� te pasaste de chile, pero est� rico.

-No est� rico -corrigi� Josefa.

-Est� mejor que nunca -intervino Diego-. �No te gusta Emilia? �Por qu� no comes?

-El anillo de Sol le abarca medio dedo -contest� Emilia-. Hasta parece que se va a ir de lado.

-�Y por eso no pruebas tu comida? -pregunt� Josefa.

-No tengo mucha hambre.

-Come de todos modos -dijo Milagros-. Que se te guarde en una pierna para cuando no abunde.

-�Por qu� ahora est�s tan terca con eso? -le pregunt� su hermana.

-Porque he le�do muchos libros sobre guerras -dijo Milagros.

-No nos los cuentes -le pidi� Diego-. Y t�, Emilia, por si las dudas no desperdicies. �Quieres un anillo como el de Sol?

-�Para qu� lo ha de querer? -pregunt� Josefa-. Ella es una ni�a sensata.

-Para ser insensata -dijo Milagros-. Es l�gico que una ni�a de diecisiete a�os quiera ser insensata.

-No quiero un anillo como el de Sol -dijo Emilia probando su pescado.

-Pero s� quieres ser insensata. �Vamos al circo el viernes o ya te sientes muy grande para eso? -le pregunt� Milagros Veytia.

-Vamos al circo -dijo Emilia abandonando de nuevo su pescado-. �Cu�ndo es?

-Hay una funci�n ma�ana y otra el domingo. -�De cu�l circo hablas? -le pregunt� Josefa.

Milagros hablaba del Circo Metropolitano. Su due�o donar�a a la campa�a de Madero la mitad de sus ganancias en la ciudad de Puebla.

-Si lo dice, perder� la tercera parte de su p�blico -dijo Diego.

-Pero no lo har�. Yo lo s� porque me toc� convencerlo ayer en la noche.

-�C�mo lo convenciste? -le pregunt� Josefa.

-Con m�todos convencionales, hermana. No te apures, no puse en riesgo el decoro del apellido.

-Si alguno le queda -dijo Diego.

-La verdad es que desde el matrimonio de Josefa no nos hemos repuesto. Mira que casarse con un desconocido reci�n llegado del Caribe.

-Llegu� del Caribe, pero no era desconocido. Aqu� no sab�an de m� por ignorantes. Los poblanos siempre han pensado que no existe lo que para ellos es desconocido. Pero yo era famoso en mis rumbos -dijo Diego refugiando su boca tras el o�do de su mujer.

-V�monos Emilia que aqu� va a haber c�nclave. �Me acompa�as a visitar a tu suegro? -pregunt� Milagros refiri�ndose al doctor Cuenca.

-S� -contest� Emilia saltando de la silla.

-Milagros, no la encandiles. Un buen d�a se presenta Daniel casado con una gringa y a ver c�mo la curas del desconsuelo -advirti� Josefa.

-De los desconsuelos no cura nadie, pero lo que s� puede uno hacer es apacentar la esperanza. Nada m�s vemos si trajo carta el mensajero y regresamos -dijo Milagros que parec�a la adolescente-. Anda Emilia, dale un beso a tu madre para que no vaya a secarse con tu ausencia de media hora. Nos vemos en un rato cu�ado, a ver si logras tranquilizar a la nueva radical.

-No te burles Milagros -pidi� Josefa.

-Lo digo con entusiasmo, hermana. Adi�s -dijo Milagros jalando a Emilia, que se hab�a regresado a meter el dedo en el caramelo del flan.

Una hora despu�s estaban de regreso en la tibia estancia de los Sauri. No hab�a ruido, pero las luces a�n permanec�an encendidas.

-Tus pap�s gastan luz el�ctrica como si se las regalaran -dijo Milagros-. Mira que dejar todo iluminado. �Qu� te dice Daniel?

-Ya sabes, mentiras -contest� Emilia doblando su carta hasta convertirla en un cuadrito que se guard� bajo la blusa.

Milagros se dej� caer sobre un sill�n, como si acabara de bailar y estuviera rendida. Emilia se acomod� frente a ella subiendo los pies a una mecedora de mimbre y enroscando las piernas como si fueran las puntas de un pan dulce.

-Pareces v�bora en esa posici�n -le dijo Milagros.

-Soy una diosa maya -dijo Emilia.

-As� no se acomodaban las diosas.

-Mi pap� tiene una que as� es -dijo Emilia, desenrosc�ndose para ir en busca de una figura que Diego Sauri guardaba en un caj�n de su escritorio y que Emilia hab�a considerado siempre uno de los objetos m�s valiosos de su probable herencia.

Volvi� con la escultura y se la entreg� a Milagros que le dio vueltas entre sus manos.

-Vuelve a sentarte como ella -le pidi� a Emilia, dejando la figurita sobre la mesa para ella misma intentar imitarla.

-�Alg�n don obtendr�an con esta postura? -pregunt�.

-La paz -dijo Emilia-. Al menos eso cuenta mi pap�, pero ya sabes que imagina demasiado.

Al rato de o�rlas hablar Josefa sali� de su rec�mara en penumbra para unirse a la conversaci�n. Emilia empez� a contarle cosas y una hora m�s tarde sus lenguas hab�an calentado tanto el aire que despertaron a Diego.

-�Qu� no piensan dormir? -les pregunt� a voces desde la cama-. Ya son las doce.

Sin dejar su sill�n Josefa le pidi� que se les uniera:

-Estamos arreglando el mundo, nos pueden servir tus consejos.

-Mis consejos les sirven siempre para hacer justo lo contrario -dijo Diego sin quitar la cabeza de su almohada.

-Pero son referencia, mi vida -le asegur� Josefa-. Ven aqu� -volvi� a pedirle cuando lo vio aparecer en el pasillo, como una promesa de que la conversaci�n estar�a viva por lo menos dos horas m�s.

-Se est�n llevando a los presos pol�ticos para Quintana Roo -le avis� Milagros en cuanto estuvo sentado-. Hay muchos aterrados, ya no quieren ni salir al recibimiento de Madero.

-Ma�ana me presento en los clubes a informar c�mo es aquello. Les temen a las serpientes y al calor, pero se puede vivir.

-Es bonito, �verdad pap�? -le pregunt� Emilia que desde ni�a lo hab�a o�do hablar del olor a pi�a y flores que desped�an las solitarias islas del Caribe. No hab�a una luz como �sa en todo el mundo, no hab�a un perfume igual, ni p�jaros ni langostas como los que habitaban ah�.

-Vamos a ir para que lo compruebes, ver�s c�mo es verdad lo que te digo -empez� a decir Diego con el temblor de los recuerdos entre los ojos. No hablaba con frecuencia de su primera patria, pero cuando empezaba era cosa de o�rlo durante horas, sin interrumpir, sin dudar, crey�ndole como s�lo las hijas creen en las historias de sus padres.

-�T� de veras supones que el �nico camino son las armas? -le pregunt� Josefa interrumpiendo los juegos de su imaginaci�n.

-Yo estoy perdiendo las creencias y lo supongo todo -le contest� Diego, todav�a con el verde de su isla d�ndole vueltas-. Cada quien tiene una idea distinta y todo el mundo tiene ideas. Vamos a ver c�mo nos va con la visita de Madero. Por el momento no hay ni d�nde se quede.

-Se puede quedar aqu� -ofreci� Josefa.

-�Para que a los tres d�as de que se vaya te lleven a la c�rcel? -le dijo Milagros.

-�Ser� para tanto? -pregunt� Emilia.

-�Por qu� crees que no hay donde se quede? -le dijo su padre.

-Hace rato me dijeron que tal vez lo acepte Jos� Bracheti, el italiano due�o del Hotel del jard�n -dijo Milagros.

-Ojal� -dijo Diego-. De todos modos no hay permiso para usar ninguna plaza p�blica, ni para hacer reuniones en los teatros. Tal vez la manifestaci�n tendr� que hacerse en un bald�o del barrio de Santiago. A ver qui�nes se atreven a ir.

-No te preocupes desde ahora -le pidi� su mujer, que detestaba verlo deca�do. En momentos as� lo consolaba como si fuera su hijo.

-Ser� cosa de que nos traigas una manzanilla con an�s -le dijo Milagros, que hab�a descubierto la propensi�n de su hermana a poner hierbas a hervir en agua siempre que las cosas externas le parec�an inmanejables.

-Pondr� tila -acept� Josefa sin darse cuenta del tono ir�nico que hab�a en la voz de Milagros.

-No vayas a ning�n lado -le dijo Diego-. Ven a descansar. T�, Milagros, ya no vuelvas a tu casa, no son horas. Voy por una cobija -dijo acariciando a Emilia que dorm�a cuatrapeada en un sill�n con el pelo revuelto sobre la cara.

-Qui�n sabe c�mo ser� mejor tu marido, si triste o mand�n -le dijo Milagros a su hermana.

-Mand�n -supo Josefa-. Cuando se pone triste no s� c�mo tratarlo. Cuando se pone mand�n no le hago mucho caso.

-Yo no le har� ninguno. Tengo que irme -dijo Milagros ech�ndose un rebozo sobre los hombros.

-Cu�date -le pidi� Josefa-. Me muero si algo te pasa.

-�Qu� me ha de pasar? -le contest� Milagros desde la puerta, antes de escabullirse por la oscuridad de las escaleras. Un minuto despu�s son� el zagu�n grande cerr�ndose a sus espaldas.

-�Qui�n lleg�? -pregunt� Emilia despertando.

-Nadie, mi amor. Se fue tu t�a, ven a tu cama -le pidi� Josefa ayud�ndola a levantarse. Emilia se apoy� en ella y la sinti� temblar.

-�Por qu� la dejaste ir? -pregunt� Diego que apenas volv�a con la cobija.

-Porque no puede hacerse otra cosa con ella.

-�Se fue la t�a? -dijo Emilia despertando de un golpe-. Yo quer�a ir con la t�a.

-Ni se te ocurra pensarlo -le pidi� Josefa sirvi�ndose una taza de tila fr�a-. Ven a dormir -dijo pein�ndola con los dedos como si a�n fuera su ni�a de hac�a unos a�os-. Ven, te canto, te rasco la espalda -le pidi� llev�ndola hacia su rec�mara, hipnotiz�ndola con su voz como una droga, como un �ltimo perfume de infancia al que Emilia no pudo resistirse.

Al d�a siguiente, cuando Josefa sali� a caminar la ciudad como todas las ma�anas, la encontr� tapizada con los papeles amarillos que, avisando la llegada del candidato Madero, invitaban a la gente a recibirlo en la estaci�n de trenes.

De su casa a la de su hermana eran siete cuadras en l�nea recta y dos a la izquierda. Josefa las vol� en unos minutos. Siempre llevaba en su bolsa la gran llave que abr�a la puerta de Milagros. Era como saberse a salvo de cualquier cat�strofe. Entr� a la casa y cruz� corriendo el patio que en ese momento invad�a una luz dorada. Subi� las escaleras de dos en dos, cruz� a la sala tibia de aquella casa. El piano estaba abierto como siempre, porque Milagros dec�a que cerrarlo podr�a traerle infortunios. Todo lo dem�s ten�a tambi�n una raz�n de ser y un destino en aquel lugar. Todo estaba regido por una silenciosa pero deliberada armon�a.

Josefa no se detuvo, como hac�a siempre, a buscar qu� nueva antig�edad hab�a conseguido su hermana, fue directo a la rec�mara y empuj� la puerta haciendo un ruido de diablos. Las maderas para impedir el paso del sol y los ruidos de la calle estaban cerradas sobre el largo balc�n que daba a la Plazuela de las Pajaritas. Josefa cerr� los ojos intentando acostumbrarse a la oscuridad, pero al abrirlos sigui� sin ver m�s que una negrura que la estremec�a. Entonces camin� hasta el balc�n y tanteando busc� el modo de abrir las maderas.

Un gajo de luz entr� sin miedo por el cuarto y se detuvo en el cuerpo de Milagros que dorm�a inmutable como la Iztacc�huatl, todav�a vestida con la ropa del d�a anterior, sin haberse quitado siquiera los botines. En el suelo, junto al brazo que extend�a al aire como si apenas lo hubiera utilizado para desprenderse de ellos, quedaban algunos de los mil volantes que pintaban la ciudad de amarillo.

-�Hermana? -murmur� Josefa mientras le quitaba los zapatos.

-�Qu�? -dijo la voz de Milagros encaj�ndose en su almohada.

-Te quiero mucho.

-Ya lo s�.

-�Est�s muerta?-insisti� Josefa, segura de que nunca la hab�a visto tan cansada.

-S� -dijo Milagros hundida bajo las cobijas para librarse de la luz que entorpec�a sus delirios.

-Bendito sea Dios -suspir� Josefa cerrando la entrada de luz.

-�Cu�l dios? -pregunt� Milagros desde su letargo.

-El de la guerra -contest� Josefa.

X

Volvi� a la Casa de la Estrella caminando despacio mientras silbaba. Se le hab�a hecho tarde y pens� que su marido estar�a en la botica junto con Emilia, que en los �ltimos meses bajaba con �l desde temprano para quedarse el d�a entero entre los frascos y los olores del laboratorio. Le hab�a aprendido a Diego muchas de las recetas y algunas de sus ma�as, hab�a le�do la tercera parte de los libros de medicina que encontr� sobre las mesas y les hab�a dado un orden a los estantes que desde ni�a se acostumbr� a desempolvar, mientras su padre cantaba las tristes arias con que alegraba sus tardes.

Cuando termin� el arreglo, Diego le reclam�. Estaba seguro de que a partir de ese momento no sabr�a qu� hacer.

-Lo confundiste todo -dijo llev�ndose las manos a la cabeza mientras iba a sentarse en un banco alto para desde ah� pedirle cuentas-. Por eso nunca permit� que tu madre trajinara en este rumbo. �C�mo voy a saber d�nde encontrar las cosas?

-Est�n por orden alfab�tico -dijo Emilia-. Me he pasado la vida viendo c�mo revoloteas para encontrar algo. Yo me tardar�a a�os en entender lo que t� manejas con intuiciones y recuerdos. �No te has o�do? Por lo menos veinte veces al d�a te preguntas "�D�nde lo puse?". Ahora ser� muy f�cil.

Diego la escuch� pontificar pensando que a�n no se hac�a al �nimo de verla crecida.

-Vanidosa -dijo-. A ver, a que no encuentras la Ca�af�stula en conserva.

Emilia dio la vuelta sobre sus talones y se dirigi� al tercer estante.

-�Qu� quieres, flores o ca�utos?

-Flores -murmur� Diego.

Emilia tom� un frasco de cristal color �mbar, lleno hasta la mitad con un alm�bar en el que nadaban peque�as flores blancas. Lo destap� para olerlo antes de entreg�rselo a Diego, que no necesit� comprobar de cerca para saber que era el correcto.

-�De qu� sirve?-la desafi�.

-No s� -dijo Emilia sent�ndose en el banco de madera clara que desde siempre le perteneci�.

-Se usan como purga para personas delicadas.

-�Por qu� se hacen en miel? -pregunt� Emilia.

-Porque como lo dijo Nicol�s Monardes desde el a�o de 1565 en que public� su famoso libro, "con el cocimiento y el az�car qu�taseles la aspereza y la estepticidad".

-P�deme otra -quiso Emilia.

-Palo de Sasafr�s -dijo Diego.

-Lo encuentras en S porque hay palo y hay ra�z. Tampoco s� para qu� sirve. S�lo s� que mi mam� lo toma cuando anda confundida -dijo Emilia entreg�ndole una lata gigante llena de cortezas y palitos parecidos a la canela.

-Tiene mil usos -explic� Diego-. Hasta para enamorar dicen que sirve.

-Habr� que darle a Sol. No creo que haya una novia menos enamorada y m�s cerca del matrimonio que ella -dijo Emilia.

-Hoy en la tarde le preparamos un jarabe -dijo Diego-. �D�nde est�n las piedras bezoares? -pregunt� para seguir jugando.

-Quinto estante, muy a la mano. Es potent�sima su virtud contra todo veneno.

-�C�mo lo sabes? -pregunt� Diego.

-�No son �sas de las que habla la carta de un soldado espa�ol que guardas como reliquia junto a la diosa maya?

-�sas mismas -le contest� Diego-. �Te le� la carta?

-Nunca -respondi� Emilia pensando que ya estaba en edad de regalarle a su padre el gusto de contar otra vez una historia que le hab�a o�do veinte veces.

Al ver a su hija morderse los carrillos para no descubrir una sonrisa, Diego record� que tal lectura hab�a sido su regalo de trece a�os, pero Emilia se mantuvo en que no sab�a nada y lo urgi� a que le contara toda la historia sobre las piedras bezoares descrita en la carta de don Pedro de Osma y Xara y Zejo. De sobra sab�a ella lo que para su padre significaba el ejemplo del soldado espa�ol nacido en el siglo XVI que, abandonando las batallas de conquista, se dedic� a buscar y reconocer las virtudes y provechos de las plantas de Indias. Le gustaba o�r la vida de ese hombre que entre la guerra y la ciencia, escogi� la ciencia. Su padre la contaba con una pasi�n por tal destino, que ella se prometi� en voz alta no olvidarla nunca.

Al o�rla prometer como quien hace un juramento, Diego tuvo ganas de soltar una retah�la de esos elogios que los padres de aquellos tiempos consideraban poco formativos, as� que haci�ndose fuerte pregunt� por la Yerba de Juan Infante.

-Cura heridas y flechazos. Eso dice tu libro. Est� en la I de Infante.

-Mira bien �sta -dijo Diego-. Tiene hojas diminutas y vellosas. La encuentra uno f�cil en el campo, pero hay que saber distinguirla de otra que no sirve de nada. �sta cicatriza las peores heridas. �Y el �cido f�nico? -pregunt�.

-Aqu� lo tiene usted, maestro -dijo Emilia haciendo una reverencia.

Engolosinado con el juego, Diego le sigui� preguntando por los polvos de ars�nico, la Belladona y cuanto nombre acudi� a su cabeza. Sin buscar tregua, Emilia sigui� contest�ndole hasta que lleg� un cliente a interrumpir el coloquio.

Esa conversaci�n fue como el sello de un pacto cuyos cimientos estaban puestos desde hac�a tanto tiempo que era imposible recordarlo. Se volvieron una pareja laboriosa y divertida que hasta los domingos pasaba las ma�anas bajo la mezcla de olores que hac�a palpitar su laboratorio. Por eso Josefa busc� a su hija cerca del mostrador junto a Diego.

-�Quieres ver d�nde est� tu ni�a? -pregunt� Diego pidi�ndole con un gesto de la mano que se acercara sin hacer ruido.

Camin� hasta los estantes que hab�a a espaldas del mostrador y busc� el tarro de Cannabis Indica en la segunda repisa de la izquierda. Josefa estaba en el secreto: al quitarlo se pod�a mirar el laboratorio a trav�s de un cristal. Quedaba a la altura de los ojos: Diego lo puso ah� desde que inaugur� la botica, para poder trabajar en la parte de atr�s d�ndose cuenta cuando alguien lo buscaba en el mostrador.

Con unos dedos como de ladr�n, sac� el tarro, se lo pas� a su mujer, se asegur� de que Emilia a�n estaba del otro lado y dej� el camino abierto para que Josefa mirara. Ella meti� la cabeza entre los frascos, mir� durante unos tres segundos y se fue de espaldas hasta los brazos de su marido, que no bien la acost� en el piso, corri� por un algod�n con amoniaco.

-Ni me acerques ese horror -le orden� Josefa levant�ndose m�s r�pido de lo que hab�a tardado en desvanecerse. Se pas� las manos por la cara. �Hab�a visto a su hija?

En el laboratorio, parada de puntas, movi�ndose como si la rigiera una m�sica interior, Emilia besaba a otra mujer en la boca, mientras le acariciaba la cara, llorando y ri�ndose al mismo tiempo. Josefa no lo vio, pero bajo el rebozo que cubr�a la cabeza y las trenzas de esa mujer, las manos de Daniel ce��an la cintura de la Emilia m�s feliz que hab�a pisado esa botica.

Vestido a veces as�, a veces de se�orito encumbrado y a veces de campesino, Daniel cruz� la frontera y lleg� a Puebla despu�s de tanto tiempo de ausencia que la boca de Emilia le pareci� el primer toque de agua tras el denso desierto.

-Est�n bes�ndose -dijo la voz de Josefa descompuesta.

-L�gico -dijo Diego.

-�Eso tambi�n ser� normal en el siglo XX? -pregunt� Josefa-. Me voy a tener que morir, yo no tengo sitio en este siglo.

Buscando la cabeza de Daniel, Emilia le desprendi� el rebozo y la peluca sin dejar de besarlo. Despu�s �l se quit� la blusa de mangas largas abotonada hasta la barbilla y guareci� su pecho desnudo en el vestido claro bajo el que lat�an los pezones de Emilia.

-�D�nde estuviste? -pregunt� ella recorri�ndole la espalda con los dedos.

-Aqu� -dijo Daniel poni�ndole un dedo entre los dientes. Ella lo apret� como un sello de fuego contra su lengua y cerr� los ojos para que nada la distrajera de ese hallazgo.

Diego hab�a devuelto el tarro de mariguana a su lugar y m�s muerto de celos que de preocupaci�n por la moral sexual del siglo XX, se distrajo con la zozobra de Josefa. La llam� puritana, la abraz�, le sec� las l�grimas y se la fue llevando al segundo piso en busca de un desayuno.

Una clienta entr� a la botica. Como la encontr� desierta, dio sobre el mostrador los tres golpes con que Diego hab�a pedido a sus asiduos que lo llamaran y regres� a Emilia del mar abierto en el que navegaba. De un brinco se desprendi� de Daniel, solt� un �yendo! id�ntico al de su padre y alis�ndose los cabellos cruz� la puerta y apareci� tras el mostrador con una sonrisa tan blanca y precisa como la porcelana de los tarros a sus espaldas.

La mujer iba a recoger unas gotas de Pulsatilla, gracias a las cuales hab�a dejado de vivir mareada. Al encontrar a Emilia tan brillante como un trozo de sol cortando la ma�ana lluviosa, pens� que el mundo se hab�a vuelto mejor gracias a la bendita intervenci�n del boticario Sauri.

No bien la vio marcharse, Daniel sali� al encuentro de Emilia, vestido con un traje de casimir y una corbata de seda. Se hab�a mojado la cabeza y por un rato consigui� que su melena estuviera peinada hacia atr�s. Todo �l pod�a pasar por el hijo del gobernante m�s atildado, pero ni as�, su gesto intr�pido y sus ojos de fiera dejaban de ser un desaf�o.

Por �nica vez en lo que llevaba de vida, la botica cerr� sus puertas a media ma�ana. Emilia y Daniel subieron a desayunar junto a los Sauri que a�n estaban perdidos en las conveniencias y desastres del nuevo siglo. Diego hab�a tranquilizado a Josefa descubri�ndole que la mujer causante de sus espantos era Daniel disfrazado. Sin embargo, cuando ella lo vio entrar al sal�n con un brazo prendido a la cintura de su hija hubiera podido desmayarse otra vez.

-Est�s muy guapo -le dijo con la frescura que las mujeres usan s�lo para elogiar a los hombres que podr�an ser su hijos. Sin soltar la cintura de Emilia, Daniel la abraz�. Llevaba meses malcomiendo y pasando peligros, estaba urgido de cobijo y cari�os, de un retazo de infancia y un pan horneado en la cocina de quienes lo quer�an.

Desayunaron mientras Daniel les contaba la situaci�n del maderismo en otras ciudades del pa�s y se pon�a al tanto de la complicada divisi�n entre los antirreleccionistas poblanos.

-Madero no es lo mejor que nos puede pasar. Es lo �nico -dijo cuando llegaron al caf�.

Diego acept� que lo alegraba o�r a alguien cuerdo y ambos criticaron a Madero por querer todo al mismo tiempo, cuando, seg�n ellos sab�an, en pol�tica no se puede querer todo al mismo tiempo, sin fracasar en casi todo. Despu�s volvieron a la ciudad: exist�an noventa grupos de apoyo hechos un desbarajuste. Los principales clubes antirreleccionistas estaban divididos entre los moderados y los radicales, no hab�a acuerdos espec�ficos, ni proyectos coherentes, ni nada que no fuera desorden.

-Madero es un buen hombre -apur� Josefa.

-Y eso qu�? -le contest� Daniel.

-De algo le ha de servir -asegur� Josefa.

-La pol�tica es de malos -dijo Emilia con la contundencia de la juventud entre las cejas.

Daniel intervino para contradecir a Emilia y Diego para contradecir a Josefa. Discutieron si deb�a haber tantos clubes antirreleccionistas, si ten�an raz�n los moderados o los radicales, si Madero apoyaba o deb�a apoyar a unos o a otros, si hab�a riesgos de guerra y si la guerra cargaba siempre con los ingenuos, los so�adores, los j�venes y los pobres. Hasta que la conversaci�n se diluy� con Josefa como la �nica interlocutora de su marido.

Daniel y Emilia hab�an abierto un balc�n que daba a la calle y estaban recargados en el barandal viendo hacia el poniente. Los volcanes romp�an el cielo con el azul oscuro de sus cuerpos, y no parec�an inmutarse con nada.

-�Extra�as? -le pregunt� Emilia.

-Cuando puedo -dijo Daniel.

Sin acusar resentimiento, Emilia quiso saber qu� hac�a con su vida. De sobra sab�a que Daniel pod�a vivir sin ella y sin los volcanes, como hab�a sabido vivir sin su casa, su paisaje y sus juegos, desde muy ni�o. Lo escuch� un rato largo hablar de las elecciones. Eran su obsesi�n inmediata y Emilia hab�a aprendido temprano que a Daniel, como a cualquier hombre, hab�a que o�rle una larga lista de obsesiones inmediatas si uno quer�a que dijera lo esencial. Lo escuch� explicar por qu� estaba seguro de que los comicios ser�an un desastre y decir que bien podr�an ahorrarse todos el esfuerzo de esperar hasta julio para saberlo. Dijo que en eso ten�an raz�n los radicales, pero que �l estar�a con Madero hasta que su prudencia lo contradijera y que a ella la quer�a m�s que a la democracia aunque viviera al rev�s de lo que le dec�a. Luego, pas�ndole un brazo por la espalda como cuando eran chicos, la invit� a ir con �l al barrio de Santiago. Bajaron la escalera trotando mientras a gritos contaban los escalones al ritmo de una tonada vieja.

-Hacen m�s ruido que una revoluci�n -declar� Josefa que estaba regando las plantas del patio. Al pasar junto a ella, Daniel le dio un beso y le avis� que se ver�an a la hora de la comida. Josefa asinti� y dirigi�ndose a su hija le pregunt� a d�nde cre�a que iba, porque a Santiago, que era un barrio peligroso, con Daniel que no estaba para cuidar a nadie, ni so�arlo.

Emilia iba a rezongar, pero no fue necesario. Como siempre que era precisa, Milagros apareci� para ayudarla. Ven�a engre�da de recorrer las calles contemplando su trabajo de la noche y contradijo a Josefa diciendo que no hab�a tal peligro, que ya Diego hab�a dado permiso de que Emilia faltara a sus deberes, y que volver�an en un pesta�eo. Mientras hablaba empuj� a los muchachos hasta la puerta. Ah� se dej� alcanzar por la voz de su hermana que no hab�a tenido tiempo de responder a su palabrer�o.

-�Milagros! -dijo-. Ya he pesta�eado dos veces.

La ciudad, y en particular el barrio de Santiago, donde hablar�a Madero dos d�as despu�s, estaba sitiada por los polic�as de todo el estado que, aunque ten�an �rdenes de no llamar la atenci�n sino hasta que Madero se hubiera ido con todo y el grupo de periodistas que lo segu�a, no dejaban de trabajar ejerciendo la sospecha en torno de cuanta cosa les parec�a rara. Y eran raros Daniel, Emilia y Milagros, tres bien vestidos por el barrio de Santiago, un lugar que acunaba las viviendas de adobe y tierra, la desesperanza y el lodo de familias muy pobres.

Los notaron llegar a la placita que cercaba la iglesia porque una parvada de ni�os corri� a encontrarlos. Milagros era asidua visitante del lugar. Tanto que los ni�os todos la rodearon llam�ndola t�a, para sorpresa de Daniel y Emilia. Colgando de su enagua, un ni�o le pregunt� qu� hab�a tra�do. Milagros respondi� se�alando a sus sobrinos. Una ni�a vestida a medias, sucia por entero, quiso saber qu� m�s hab�a.

Emilia llevaba la bolsa de pan y Daniel una muy pesada de la que fueron saliendo toda clase de cosas. Milagros se acuclill� para quedar a la altura de sus interlocutores y les fue repartiendo desde caramelos y naranjas hasta medicinas y consejos. Su ahijada la observaba con una mezcla de admiraci�n y horror. Ella no se cre�a capaz de acercarse a gente tan pobre con la naturalidad con que lo hac�a su t�a. Quiso pegar de gritos cuando la toc� un ni�o con el cuerpo lleno de granos, y tuvo que hacer un esfuerzo para no alejarse de ah�, sitiada como estaba por un dolor y un miedo que no hab�a sentido jam�s. No era que no hubiese pobres por toda la ciudad, limosneando en los rincones o en los quicios de las iglesias, ni siquiera que Emilia no hubiera aprendido, como todos en su mundo, a convivir con la idea de su existencia sin resentirla, sino que por primera vez al verlos en su refugio, sin los edificios y las calles en los que se les trataba como intrusos, Emilia sinti� verg�enza y culpa. Dos sentimientos que nunca hab�a tenido la desdicha de padecer.

Quer�a salir corriendo de regreso a su casa en el centro luminoso de la ciudad, quer�a cerrar los ojos y que se le tapara la nariz, quer�a librarse de aquel paisaje empolvado y chaparro, de las voces, los ruegos y el olor hiriente de aquellos ni�os, pero Daniel y la t�a ni siquiera notaron su desconcierto: se hab�an puesto a repartir cosas y a conversar como si estuvieran en la sala de su casa, junto a la chimenea.

Sin saber c�mo, Emilia hab�a quedado encargada de un costal de pan en cuyo fondo parec�a agitarse un mont�n de volantes iguales a los que Milagros hab�a pegado en la noche por las calles del centro.

-A repartir, a repartir -les dec�a Daniel a los ni�os que sal�an corriendo con peque�os bultos de pan entre los brazos.

Hasta ah�, los polic�as que vigilaban desde la puerta de la pulquer�a El Gato Negro, se hab�an limitado a observar. Pero cuando se acab� el pan y s�lo qued� el costal del que sal�an como palomas los papeles que invitaban al mitin del lunes, los polic�as se olvidaron de la condescendencia con que hab�an contemplado lo que al principio les pareci� tan s�lo un jugueteo caritativo, y salieron de su escondite para ir sobre ellos.

-Deja todo y corre -le dijo Daniel a Emilia que por fin hab�a soltado el cuerpo y estaba platicando con un ni�o que acariciaba el lujo perfumado de su cabello.

Tendr�a unos diez a�os. Al o�r a Daniel salt� con la rapidez de una ardilla y le orden� a la muchacha que lo siguiera. Tras �l corrieron hasta una de las tantas casas que Emilia ve�a id�nticas entre s�. Pensaba que de perderse, no encontrar�a nunca la salida de aquel laberinto. Y eso lo pensaba antes de empezar a recorrer el camino que iba de una casa a otra por entre las ventanas o tras fingidas paredes de petate, sin salir nunca al aire.

Corr�an por una serie de madrigueras con peque�os fogones y muy pocos muebles. Los pisos eran siempre de tierra y de los techos a veces colgaban cunas o reatas. Tropezaban lo mismo con ni�os que con guajolotes, con viejos imp�vidos que con mujeres trajinando, pero no detuvieron la carrera guiada por el ni�o hasta que Emilia vio desaparecer a Milagros tras un bulto de le�a y sinti� que Daniel jalaba la punta de su manga para llevarla hacia la boca de un temazcal.

Entraron arrastr�ndose por el estrecho agujero que serv�a de acceso y el ni�o lo tap� con un petate para cerrar el cuarto redondo en el que no cab�an de pie. Emilia no hab�a estado nunca en ese tipo de cuartos de ba�o, aunque su padre le hab�a explicado que antes de la conquista, los poderosos se encerraban en esa oscuridad tibia para ensimismarse y descansar al mismo tiempo. Justo enfrente del agujero de la entrada hab�a un fog�n. Ah� encima ard�an las piedras sobre las que se arroja agua con yerbas olorosas para crear un vapor que invade el cuartito de paredes redondas.

-Qu�tate la ropa -le dijo Daniel, desaboton�ndose la camisa mientras murmuraba que si abr�an y los encontraban vestidos, lo diera por muerto.

Emilia perdi� la duda bajo el p�nico que le produjeron esas explicaciones. Se quit� todas las faldas y los fondos que pod�a usar una mujer en ese tiempo. Cuando a�n le quedaban sobre el cuerpo el corpi�o y los calzones de encaje, Daniel le pidi� que se apurara y levant� un balde de agua para mojar las piedras rojas de tan calientes. Un vapor tibio nubl� el aire. Emilia iba a decir algo, pero Daniel se puso el dedo en la boca para recomendarle silencio. Afuera se o�an los pasos de los polic�as, sus voces preguntando, el ni�o respondi�ndoles vaguedades.

Emilia se desat� la trenza que llevaba enredada en la cabeza y su melena de rizos oscuros le cubri� toda la espalda.

-Busca ah� -le orden� un hombre al otro.

-Se est� ba�ando mi hermana -dijo el ni�o. Pero un polic�a se empe�� en ordenar al otro que buscara dentro.

Con una se�a, Emilia le pidi� a Daniel que se pegara a la pared. Luego se revolvi� el pelo sobre la cara y se arrastr� hasta el petate que cubr�a el hoyo de la entrada. Lo empuj� con una mano y asom� la cabeza y medio cuerpo.

Los polic�as vieron media Emilia desnuda en el centro de la niebla que brotaba del hoyo: los cabellos h�medos y revueltos como una red sobre sus pechos.

Varios perros sarnosos con los dientes de fuera, empezaron a ladrar en las piernas de los polic�as, haci�ndolos huir. El ni�o cubri� el agujero de luz con el petate y Emilia se arrastr� de nuevo hacia el cobijo redondo en que Daniel la esperaba deslumbrado. Cien palabras como agua dej� caer sobre su o�do mientras se acostaba sobre su espalda. Emilia sinti� su cuerpo contra el del ella, h�medo y firme. Lo recorri� urgida de aprend�rselo, temblando, pero libre de temores, segura de que la m�s omnipotente de las diosas no merec�a su envidia.

Afuera, Milagros hab�a salido de su escondite convertida en una menesterosa con anteojos de ciega. Mientras la luz se iba y sus sobrinos volv�an en s�, ella busc� acomodo en el suelo y se qued� dormida. Dos horas despu�s interrumpi� el silencio tibio del temazcal.

Salieron de entre las casas cuando oscurec�a. Hab�a llovido como llueve en mayo, de un modo escandaloso que meti� a la gente en sus chozas y a los polic�as en la cantina donde a�n los entreten�a con un cubilete, el nevero pata de palo al que los ni�os llamaban Satuno Posale.

Caminaron por el lodo hasta salir del barrio. Cuando llegaron a un sembrad�o de ma�z tierno corrieron entre la milpa dando de gritos a un aire que sent�an el m�s libre de sus vidas. Un camino al lado de la v�a del tren los llev� a las afueras de la ciudad. Emilia lo mismo pod�a haber estado en Par�s en una fiesta.

-�Es inevitable que pongas cara de felicidad? -le pregunt� su t�a Milagros cuando estuvieron sentados en el carro de mulas que los acercar�a a -su casa.

Cerca de las siete entraron a la Casa de la Estrella, ri�ndose de los polic�as y de la vida. Josefa oy� su historia sin poder perdonarles el miedo que le hab�an provocado con su tardanza. Los llam� irresponsables y prepotentes, llor� de furia y amenaz� con encerrarlos a los tres hasta que pasara la fiebre de las elecciones.

-�Ya no te interesan las elecciones? -pregunt� Diego saboreando la dulzura de los tiempos en que s�lo las novelas conmov�an a su mujer.

-Las detesto. Voy a volver a Zol� y a la poes�a.

-�A Zol�?

-Para que si hay peligros, sean por escrito.

-�Y amores? -pregunt� Daniel mirando a Emilia con el deleite de la complicidad.

-Esos tambi�n por escrito -contest� Josefa.

XI

Daniel se despidi� para salir con Milagros, pero pasada la media noche volvi� a la Casa de la Estrella. Abri� el port�n con una llave que le prest� su t�a. Sin hacer ruido subi� las escaleras, cruz� la estancia y empuj� despacio la puerta del cuarto en que dorm�a Emilia.

-C�sate conmigo -le dijo desnud�ndose para entrar en su cama.

-�Cu�ntas veces? -le contest� Emilia sac�ndose el camis�n por la cabeza.

-Muchas -pidi� Daniel mientras ella lo guiaba hacia su cuerpo en la oscuridad.

No durmieron. Tampoco hablaron demasiado. Durante horas se buscaron jugando, presos uno del otro, aventurados y curiosos.

-Tienes una estrella en la frente -le dijo Daniel vencido contra su pecho.

Emilia le acarici� la cabeza y hundi� la frente en su regazo para llorar como si necesitara salir de una congoja.

Con el alba se quedaron dormidos. No destrenzaron el letargo de sus piernas hasta que el sol estuvo muy alto y el olor del caf� entr� a la rec�mara a turbar el aire y la memoria de su sue�o com�n.

Emilia oy� a Josefa cantar en la cocina y abri� los ojos. Mir� el cuerpo de Daniel respirando junto a ella. Desde los dedos de sus pies hasta la punta de sus cabellos desordenados le parecieron el mejor paisaje que hab�a cruzado por su mirada. Pens� que no s�lo su memoria, sino el aire, se quedar�an marcados por esa presencia tan ajena a la fuerza que desped�a y al yugo con que le ataba.

-�Qu� sue�as? -le pregunt� al verlo despertar.

-Mentiras -le contest� Daniel con la voz amodorrada y el gesto de �ngel que cruza a los afortunados en el amor. Despu�s volvi� a guardarse en ella dici�ndole que no ten�a en el mundo otro escondite.

No desayunaron. Antes de las diez corrieron escaleras abajo y atravesaron el patio con sigilo. Emilia abri� la puerta y Daniel la bes� antes de escapar. Luego ella entr� a la farmacia con el cielo entre las cejas. Diego no hizo ninguna pregunta, Emilia no dio ninguna explicaci�n. Ten�an mucho quehacer juntos antes de la comida.

A las dos volvieron a la casa sin haber hablado de Daniel, jugando adivinanzas. Ah�, frente a la sopa, hubo que enfrentar a Josefa, que ten�a un amor por las palabras claras, parecido al que Diego sent�a por las plantas medicinales.

-�Daniel durmi� aqu�? -pregunt�.

-S� -dijo Emilia.

-Sea por Dios -rez� Josefa-. Y no me pregunten cu�l Dios.

Al terminar la comida, Milagros lleg� a buscar a su sobrina para ir al circo.

-No me da ninguna confianza que te lleves a Emilia sin m�s resguardo que tu inconciencia -le asest� Josefa al verla.

-�Cu�ndo le ha pasado algo malo a Emilia yendo conmigo?

-Hasta que le pase. Pero qu� he de hacer, quererte siempre es un riesgo.

-Cualquiera dir�a que soy alpinista. V�monos Emilia que ya oigo la m�sica en el aire -dijo Milagros mirando el reloj.

El bullicio de la carpa le pareci� a Emilia el mejor sitio para estar y no estar que pudiera encontrarse. Hab�a all� dentro tanta gente que al mirarla con los ojos entrecerrados su ropa de colores parec�a un pu�o de confeti contra la cara. Ten�an un buen lugar, llegaron a tiempo para ver el desfile de los monos y los elefantes, los equilibristas, los domadores, los leones y los trapecistas. Emilia estaba tan feliz que pudo re�rse hasta con los payasos a los que tem�a cuando era ni�a.

-�Por qu� ser� que los circos dan tristeza? -le pregunt� a Milagros.

-Con lo que deje esta funci�n sacaremos algunos presos de la c�rcel -le contest� su t�a sin contestarle, porque odiaba no saber la respuesta y a ella los circos tambi�n le daban pena.

En un di�logo de sordas, sin enderezar la cabeza que ten�a echada hacia atr�s, Emilia dijo:

-Se va a caer.

Con los ojos prendidos a una trapecista que se hab�a soltado de un columpio y volaba hacia el otro pregunt�:

-�Cu�ntos hay en la c�rcel?

-Muchos -le contest� Milagros-. No se cay�.

-Esta vez no -dijo Emilia.

-Hablas como si hubieras estado all� arriba -ironiz� Milagros.

-�T� no? -pregunt� Emilia-. �Qui�n decide a qui�n sacan?

-Esta vez decido yo -dijo Milagros.

-�Y a qui�nes vas a sacar? -pregunt� Emilia aplaudi�ndole a la trapecista que levantaba los brazos para celebrar su triunfo.

-Hoy en la noche, a Daniel -dijo Milagros.

Emilia sostuvo el aire entre dos aplausos, pero no se dej� ganar por el terror. Sab�a que a Milagros no le gustaban los desmayos ni transig�a con las mujeres que palidecen y se atontan.

-�Cuando esto termine? -pregunt�.

-M�s vale. Si lo queremos vivo -dijo Milagros.

-�Qu� les hacen? -pregunt� Emilia abandonando el disimulo.

-Mejor no imaginamos -dijo Milagros.

Emilia perdi� la vista en una mu�eca viva que daba vueltas parada en un caballo. Parec�a que jugaba y a cada salto iba gan�ndole a la vida su derecho a tenerla. Se manten�a sonriente y erguida como si anduviera en el suelo, como si su andar fuera l�gico. Continu� con el mismo gesto y la misma aparente tranquilidad cuando seis caballos m�s entraron a la pista y se pusieron en hilera para que ella saltara de uno a otro siguiendo el comp�s que le marcaba una banda.

Con los dientes apretados y una sonrisa de mentiras, Emilia sent�a al mundo moverse bajo sus pies, como si tambi�n ella anduviera brincando de un caballo a otro. Cuando la miniatura de mujer vestida de blanco y dorado solt� el bast�n que bailaba en sus manos y se dej� caer sobre la crin de un caballo que la recibi� alzando el cuello mientras ella lo acariciaba habl�ndole al o�do, Milagros Veytia pas� un brazo por los hombros de su sobrina y le dijo:

-Nos lo van a dar completo.

-�Qu� hace Daniel para que lo persigan as�? -pregunt� Emilia.

-Nada hija, est� vivo y quiere ser libre -dijo Milagros levantando su figura metida en un huipil blanco sobre el que ca�an tres collares de plata con coral.

-Yo tambi�n quiero ser libre y nadie me persigue.

-No han de tardar -le dijo Milagros.

El poeta Rivadeneira las esperaba cerca de la puerta con su peque�o Oldsmobile del a�o 1904, un auto verde oscuro que en lugar de volante ten�a una direcci�n a la cual Rivadeneira llamaba correctamente manubrio de tillersteering, y un frente curvo que sub�a desde el suelo y a poca altura se doblaba como la punta de los trineos. Para 1910 esos autos ya no eran la �ltima palabra, exist�an autom�viles m�s caros y modernos, sin embargo aquel peque�o curved dash hac�a las delicias de Milagros Veytia, cada vez m�s especializada en manejarlo a velocidades tan imprudentes como los treinta kil�metros por hora.

Rivadeneira sab�a hasta d�nde estaba metida Milagros en el l�o antigobiernista. �l hab�a empezado ayud�ndola y hab�a acabado involucr�ndose en el asunto, s�lo que por ser hacendado y tener fama de juicioso, le tocaba trabajar en la retaguardia. Sin embargo, aquella noche Milagros pens� que ser�a conveniente pedirle que las acompa�ara a la c�rcel. Un hombre con su prestigio y su autom�vil pesar�a en el �nimo de los celadores a los que habr�a que comprar mientras estuviera oscuro.

Milagros hab�a recibido el informe de que a Daniel a�n no lo identificaban con el muchacho en�rgico que era el brazo y el pie derecho de un prominente colaborador de Madero. Cuando lo aprehendieron repartiendo propaganda, �l les habl� a los guardias en ingl�s, dijo no entender palabra de castellano y fingi� que adem�s de gringo era tonto. En eso hab�a quedado con Milagros y los miembros de su club antirreleccionista. Si hab�a que buscarlo en la c�rcel que lo llamaran Joe Aldredge, porque de tal nombre y tal personaje no saldr�a aunque le rompieran la cabeza o lo ahogaran.

La penitenciar�a ocupaba un lugar enorme rodeado de muros muy altos, con un torre�n altanero en cada esquina. Apareci� en el centro de la noche como un monstruo que hizo temblar a Emilia.

-�Ah� lo tienen? -pregunt�.

-Eso espero -dijo Milagros.

-Ah� debe estar -afirm� Rivadeneira con su voz apacible-. �Le avisaste a su pap�?

-Claro que no -dijo Milagros-. Pobre doctor, ya bastantes l�os tiene. Si oye que su hijo est� preso viene a buscarlo y en ese instante lo encierran tambi�n a �l.

-�Y nosotros c�mo vamos a sacarlo?

. Milagros explic� que algunos celadores aceptaban dinero a cambio de hacerse tontos y dejar libre un preso de poco nombre.

-Est�n hambreados. Lo s� por un muchacho que trabaja como m�dico ah� adentro. Hay cuatro que nos ayudan. Uno es jefe en el turno que vigila hoy en la noche. �se es el que va a entregamos al "gringo". �Qu� horas son, Rivadeneira? -pregunt� Milagros.

-Once y cinco, ya podemos ir tocando -dijo el poeta Rivadeneira. Se vest�a como franc�s fino, con unos trajes cortados en la capital del pa�s por un sastre muy exigente de la calle de Alcalcer�a. Sus camisas eran de L�vy y Mart�n, y todas ten�an bordadas sus iniciales sobre el pecho con unas letras peque�as y muy complicadas.

Milagros se burlaba de aquella ropa cada vez que la vida la pon�a en condici�n de permitirle algo m�s que unas caricias a ese hombre que jam�s tuvo en su existencia un sentimiento m�s intenso y desolado que el de su amor por ella. Esa noche, el poeta estrenaba un sombrero redondo reci�n adquirido en una tienda del Portal de Mercaderes, famosa desde 1860. Emilia pens� que luc�a digno de compasi�n con toda esa elegancia encima y apretado entre ella y Milagros, a quien nadie se hubiera atrevido a sugerirle que le permitiera hacerse cargo del manubrio. Sin embargo, al bajarse del auto, el atuendo del poeta volvi� a quedar sin arrugas y aristocr�tico. Milagros lo revis� con una sonrisa y no sin raz�n se dijo que aquella frivolidad ayudar�a much�simo en el trabajo de convencimiento que les esperaba.

Por fortuna, Emilia tambi�n estaba vestida como una mu�eca de magazine, porque el huipil blanco de Milagros resultaba discutible aunque la hiciera parecer un trozo de luz enrareciendo la noche.

El port�n de la c�rcel ten�a cortada una puertecita por la que entraron de uno en uno. Preguntaron por el guardia que seg�n sab�an era el jefe de aquel turno. Ya el m�dico hab�a hablado con �l, y estaba al tanto de lo que se trataba, incluso ya les hab�a puesto precio a sus servicios, pero los hizo esperar un rato para darse la importancia que cre�a merecer.

Cuando apareci� hizo un saludo remilgoso y recibi� el sobre que Rivadeneira le entreg�, con tal verg�enza y poco h�bito, que se puso colorado como la cabeza de un chile. Eligi� a Emilia para hacerla cruzar la reja inmensa que cortaba en dos el vest�bulo, e ir tras �l hasta el galer�n en donde se apretaban los encerrados de aquel d�a.

A�n no hab�an encontrado tiempo ni de tomarles los nombres. Los hab�an echado ah� a esperar la ma�ana siguiente. O la semana siguiente. Muchos pasaban meses dentro, antes de que su nombre se apuntara en la lista de llegada. Desaparec�an y ya. De nada serv�an sus mujeres todos los d�as pregunt�ndole por ellos al guardia del port�n. A�n no estaban registrados. Tal vez no los registrar�an nunca.

Milagros vio a Emilia perderse tras la reja y busc� una banca donde apoyar su cuerpo y sus temores. Si su hermana supiera lo que estaba permitiendo, dejar�a de quererla para siempre. Pero ella ten�a el alma partida en dos mitades exactas y crey� que si una pod�a salvar a la otra no ser�a su voz la que lo impidiera. Rivadeneira se acomod� cerca y la consol� d�ndole unas palmadas en la mano. S�lo ella pod�a saber lo que significaban, viniendo de aquel hombre.

Durante unos minutos, Emilia y el guardi�n caminaron por un pasillo iluminado a medias. Por fin dieron contra la reja que imped�a el paso a un cuarto en penumbra. Emilia peg� la cara a los barrotes para hurgar en busca de Daniel.

-�se es -dijo, se�al�ndolo. Su cabeza casta�a se distingu�a de las otra veinte, de ojos y piel oscura, que se apretaban en aquel cuarto.

-�D�nde agarraron a �ste? -pregunt� el jefe a los carceleros de turno.

-Pos sabe -contest� uno de ellos-. Ya estaba cuando nosotros llegamos.

-Pobre gringo -dijo Emilia, usando las habilidades histri�nicas que aprendi� en las tardeadas de los domingos-. Eso le pasa por andar haciendo turismo en las cantinas. No deber�a yo ni venir a buscarlo, pero tiene mejores ratos. Y si usted supiera lo importante que es en su pa�s, no dudar�a en soltarlo. Para ma�ana, el c�nsul americano va a estar quej�ndose.

-J�lenlo pa' ac� -pidi� el jefe a los celadores.

No fue necesario. Daniel hab�a descubierto a Emilia y ya se abr�a paso hasta la reja del galer�n. Emilia divis� a unos metros su gesto enfurecido. Se mord�a los labios y ten�a en los ojos la lumbre de ira que muy pocas veces lo prend�a.

-I am very sorry, you should not be here -dijo al acercarse a la mirada bendita de Emilia.

-I am just fine -le contest� ella sintiendo

las l�grimas subir desde su est�mago. Empezaba a costarle trabajo la farsa.

-As� que �ste es su gringo -dijo el carcelero jefe de turno, un hombre feo, como deben ser los carceleros, tosco y bruto como fue imaginado. Emilia asinti� con la cabeza porque hab�a perdido las palabras. Luego levant� la cara y las recuper� para preguntar, con el tono m�s dulce que jam�s sali� de su garganta, si ser�a posible que lo dejaran salir.

-�ndale cabr�n, s�cate al gringo -le orden� el jefe al hombre que cuidaba la reja.

Acostumbrado a escuchar instrucciones mezcladas de improperios, el guardia le dio vueltas al llavero regido por la invariable lentitud con que hac�a todo. En silencio, con los ojos puestos en la penumbra de aquel chiquero, Emilia esper� sin parpadear.

-�Tienes fr�o? -le pregunt� el carcelero pas�ndole un brazo por la cintura y jal�ndola hacia su barriga inflada y tiesa.

-Un poco -contest� Emilia.

Hizo un esfuerzo para no perder el aplomo. Luego se qued� muda otra vez porque el hombre le puso una mano en los pechos y se los tent� como si estuviera escogiendo fruta en el mercado.

-Ll�vatelo ahora, chula -le dijo-, porque ma�ana ya qui�n sabe.

-Muchas gracias -contest� Emilia sin alejarse, sin temblar, sin perder la sonrisa de gratitud que se hab�a puesto en la cara.

Despu�s se fue zafando de aquel abrazo sin hacer esc�ndalo, con la suavidad de una reina. Ya libre, se prendi� a la mano que Daniel le extendi� al cruzar la reja.

-No vayas a pegarle porque nos matan -le dijo usando el ingl�s que su padre la hab�a obligado a aprender cuando ella estaba segura de que jam�s le servir�a de nada. Mantuvo la sonrisa todo el camino de regreso entre las celdas. Ni siquiera cuando enfrent� la cara de Milagros, angustiada por primera vez desde que la conoc�a, se deshizo de aquella expresi�n beat�fica rigi�ndole la boca.

-Emilia est� bendita -dijo Daniel, mientras intentaban acomodarse en el peque�o Oldsmobile del poeta Rivadeneira. La llevaba sobre las piernas, la besaba y se re�a de su aplomo y sus habilidades teatrales-. Sin ella no me hubieran soltado nunca, t�a.

-Ya le hab�amos pagado -dijo Emilia, apret�ndose a �l sin reparar en el olor a pocilga que le hab�a quedado en el cuerpo.

-Si no me lo impide mato al tipo aunque me maten despu�s. �Pero sabes qu� hizo ella, t�a?

-No le digas -pidi� Emilia.

-Me lo imagino -dijo Milagros.

Guardando para ellos una parte de la historia, Daniel se empe�� en contar algo y dijo todav�a medio confuso:

-Me domin� con la mirada. Con una voz muy dulcecita, como si fuera una diplom�tica saludando a su embajador, us� el ingl�s para pedirme que yo no hiciera nada, pero en el espa�ol m�s claro que pueda existir me dio con los ojos una orden de militar. Es terrible, t�a. Le voy a tener miedo, no sabes la frialdad con que actu�. El guardia lleg� a pensar que la farsa con que estaba de acuerdo era la pura verdad.

-Me imagino -volvi� a decir Milagros sec�ndose una l�grima con la punta del pa�uelo que le extend�a Rivadeneira.

-No t�a -dijo Daniel-. No te la puedes imaginar. Es un monstruo -dijo Daniel apret�ndola contra �l. -S� me la puedo imaginar, pero no quiero.�Me oyes Daniel? No quiero y te lo digo en serio.

-Tampoco fue para tanto, t�a Milagros. As� tentamos siempre a las naranjas y nadie se aflige -dijo Emilia.

-T� no eres naranja, Emilia. Si te oye tu pap� se muere -dijo Milagros.

-S� -contest� Emilia-. Pero no me va a o�r. Ya no te aflijas. �A d�nde vamos?

-T� a tu casa -dijo Milagros-. Y este condenado a la m�a. Es un imprudente y de aqu� al martes lo voy a vigilar como su sombra.

-Yo tambi�n -dijo Emilia-. Porque tampoco vamos a estar gastando el dinero a lo tonto.

-�Y qui�n va a hacer mi trabajo? -pregunt� Daniel.

-Nadie es imprescindible -dijo la t�a-. Ya veremos qui�n, que sea menos conocido.

-Yo puedo hacer tu trabajo -se ofreci� Rivadeneira.

-Ay Rivadeneira, Rivadeneira. T� no te cansas de ser bueno, pero tampoco te cansas de ser iluso -le dijo Milagros-. Este muchacho se mueve como una mosca y as� lo alcanzaron.

-Bueno -dijo Rivadeneira con su habitual parsimonia-, pero no todo ser� correr.

-En algunas cosas puede suplirme. En otras con que me acompa�e -dijo Daniel.

-Ves, Milagros. Nunca me concedes habilidad para nada -dijo Rivadeneira.

-�C�mo de que no? Siempre he reconocido que eres un excelente poeta y que nadie sabe tanto de Sor Juana como t�, ni Amado Nervo, que se cree su descubridor.

-�Justicia, suelta el laurel! -dijo Rivadeneira-. Muchas gracias por concederme la gloria. T� siempre hab�as cre�do saber m�s.

-�Todo en fin se sacrifique a vuestras divinas aras! -le contest� Milagros para seguir conjugando en desorden a la venerad�sima Sor Juana-.�Que es doble el necio que sobre necio, quiere ostentar serlo!

-�C�mo debo entender esto �ltimo? -pregunt� Rivadeneira.

-Como un acto de humildad, de esos que tengo pocos, aprovecha.

-Amor, si t� eres cautelas, a mis cautelas ampara -dijo Rivadeneira, incapaz de ocultar el gozo.

Sin ninguna cautela y amparados en el olvido de quienes intercambiaban versos remotos, Emilia y Daniel se humedec�an con toda clase de baboseos y arrumacos bajo la tibia oscuridad callejera de aquel mayo.

Cuando Milagros detuvo el auto frente a la Casa de la Estrella, los dos bajaron de un brinco y sin hacer ruido se despidieron agitando la mano.

-No pretendas ejercer tu autoridad porque siempre es tard�a -le dijo Rivadeneira, temiendo que Milagros pretendiera llevarse a Daniel con ella.

-Tienes raz�n -le contest� la mujer recargando en �l su cabeza exhausta de tanto no darse tregua nunca. Adem�s, sus dos sobrinos ten�an un halo com�n y ella no estaba para perturbarlos-. Qui�reme -le pidi� a Rivadeneira que con los dedos de su mano derecha contaba las veces que le oy� tal ruego.

Emilia le tir� un beso a su t�a, Daniel le gui�� un ojo y le dijo te quiero moviendo los labios sin hacer ruido. Luego la sobrina sac� de su bolsa la gran llave de la puerta y se la ofreci� a Daniel que abri� como un experto la ma�osa cerradura de los Sauri.

Diego y Josefa esperaban adormilados en un sill�n de la sala, y escucharon los ruidos de romance subir por la escalera.

-�Qu� no se hab�a ido �ste? -pregunt� Josefa.

-Estaba en la c�rcel -dijo Diego descansando-, pero se ve que Milagros pudo sacarlo.

-�Desde cu�ndo lo sab�as? -le reproch� Josefa.

-Desde hace rato -contest� Diego.

-�Qui�n te lo dijo y a qu� horas? -pregunt� Josefa sonrojada y entristecida-. �Por qu� no me lo hab�as dicho?

-No quise afligirte en balde. Ya ves que ah� viene. Tiene suerte.

-Afl�geme, pero no me arrincones -pidi� Josefa.

-De ahora en adelante -contest� Diego levant�ndose para recibir a los muchachos y escapar de la furia que sent�a crecer en su se�ora.

-�C�mo pudiste ganarme en el ajedrez sabiendo tal horror? -le pregunt� Josefa sin moverse del sill�n.

-Porque soy un buen estratega y me preocupo menos por lo irremediable -dijo Diego abriendo la puerta que daba a la escalera para que entrara el par de embebidos.

Emilia entr� con la lengua desatada y el coraz�n en vilo. Habl� y habl� durante m�s de una hora, mezclando, en el desorden de su euforia, al carcelero con la trapecista y a su t�a con la necesidad de una revoluci�n, a Rivadeneira con el domador de leones y a Sor Juana con la muchachita que brincaba de un caballo al otro. Sin embargo, se cuid� de no contar lo que hab�a sucedido tras la reja que cruz� para seguir al carcelero en busca de Daniel. Pas� por esa parte como si todo hubiera sido costura y canto.

A veces Daniel la interrump�a para elogiarla. Estaba sentado en el suelo liando un cigarrillo con el papel y el tabaco que Diego le ofreci� en cuanto lo vio acuclillarse sobre el tapete, con un cansancio que le record� sus d�as de encierro en el barco de Ferm�n Mundaca, hac�a m�s de treinta a�os.

No lo pod�a evitar, le gustaba el hombre en que se hab�a convertido Daniel, y no ve�a tan dram�tico como su mujer el hecho de que Emilia lo quisiera tanto. Quiz�s hasta fuera mejor eso que cualquier otro delirio. Total, en el l�o antiporfirista estaban metidos tambi�n ellos. Y tal vez, todo eso no fuera ni tan peligroso ni tan desorbitado como parec�a. A la mejor hasta ten�a raz�n Josefa y Madero consegu�a la democracia y la paz en un resuello.

Le dio el tabaco y volvi� a sentarse junto a su mujer.

-Ya sabemos que ayer dormiste aqu� -le asest� Josefa a Daniel en cuanto Diego se acomod� cerca de ella.

-Ya s� que saben -le contest� Daniel pregunt�ndose c�mo era posible que no le hubiera temido al interrogatorio que padeci� en la c�rcel, y sintiera congoja frente al que Josefa amenazaba con iniciar.

-Yo lo invit�, mam� -dijo Emilia acerc�ndose a la camisa sucia de Daniel.

-�Por cu�nto tiempo? Acaba de llegar y se ir� el martes en la tarde tras el pr�cer de la libertad -dijo Josefa, que para efectos pr�cticos ya no quer�a ni o�r hablar de Madero.

-Josefa -le pidi� Diego al o�do-, �stos son otros tiempos. �Qu� m�s podemos pedir para nuestra hija? Le ha tocado el amor, qu� importa si no le tocan el orden y las ceremonias.

-Importa. �Por qu� no he de querer para ella lo que hemos tenido nosotros?

-Porque sabes que la historia no se repite -le dijo Diego.

-No hagas discursos, esposo. Esto ya es muy complicado, como para empeorarlo con discursos.

Diego estuvo de acuerdo. Se qued� un rato en silencio chupando su tabaco. Luego se acerc� a su mujer para tocarla como quien est� urgido de dar con la tierra.

-En algo que tenga yo el gusto de coincidir contigo. Porque �ltimamente no consigo dar con una -le dijo la cavilosa Josefa.

Hac�a rato que la discusi�n no ten�a testigos. Emilia y Daniel no quisieron gastar su tiempo en atestiguarla. Se hab�an metido al ba�o azul y cuando Diego y Josefa, dando vueltas en c�rculos, volvieron a enfrentar sus desacuerdos y estaban a punto de gritarse como no lo hab�an hecho nunca en la vida, los detuvo un esc�ndalo de risas que mezclado con el de la regadera sonaba a feria.

-�Qu� m�s quieres, Josefa?. -le pregunt� Diego al escuchar la m�sica que corr�a bajo el agua-, piensa que hay cientos, miles, millones de seres humanos que jam�s atisbar�n el milagro en que est� viviendo Emilia.

-Apenas tiene diecisiete a�os -le record� Josefa.

-Mejor. M�s tiempo tendr� para disfrutarlo.

-A saltos -lament� Josefa.

-Porque lo �nico durable es el tedio. Eso s� que permanece. Pero el amor -dijo Diego haciendo girar los anteojos que ten�a tomados de una pata- es a saltos. T� lo sabes.

-S� que lo s� -le contest� Josefa cabizbaja-. Hoy, por ejemplo, no te he querido para nada.

-No te hagas la que no entiende.

-Te entiendo, si eres muy obvio, pero las formas son las formas. Conc�deme el derecho a estar triste.

-Con que no est�s envidiosa -le dijo Diego sabiendo d�nde picaba.

-�Vas a dejarme por un amor de adolescente? -le pregunt� Josefa.

-No de momento -le dijo Diego.

-Entonces de momento no estoy envidiosa. Diego sonri�.

-No te pongas presumido. Bastante tengo yo con que seas liberal, como para que te eches encima otra vanidad.

-�Qu� vanidad hay en ser liberal? -pregunt� Diego.

-La vanidad de los que creen que lo saben todo.

-Culpa de eso a quienes dicen conocer hasta las intimidades de Dios.

-No voy Diego. Nada m�s me faltaba terminar hablando de Dios. Eres capaz de todo con tal de cambiarme el tema. La ni�a va a sufrir de m�s y nosotros tendremos la culpa.

-Nosotros no tenemos la culpa de que ella quiera un destino y se lo busque.

-Ella no sabe lo que quiere -asegur� Josefa.

-No menosprecies su buen juicio. Ella sabe

que quiere a Daniel.

-Pues se equivoca como una china -afirm� Josefa.

-�C�mo se equivocan las chinas? -pregunt� Diego.

-Se equivocan as� -le contest� Josefa tras un suspiro-, como se est� equivocando Emilia. Pero la culpa la tengo yo por haber dejado que la llevaras al ensayo en casa de los Cuenca.

-�A cu�l ensayo? -pregunt� Diego.

-A �se al que no quer�a ir, por algo so�� feo la noche anterior.

-Josefa, cre� que esa discusi�n se hab�a acabado hace once a�os.

-Nunca se acab�. �sta es la misma discusi�n de hace once a�os, y te lo vuelvo a decir, el ni�o de los Cuenca es un peligro.

-�Cu�l de los ni�os? -pregunt� Daniel que sal�a del ba�o con la mirada luminosa y la endiablada sonrisa de toda su vida. Ten�a el pelo mojado y sin peinar cay�ndole sobre la frente.

-T� -le asest� Josefa.

T�a Josefa -dijo Daniel acerc�ndose para acariciarle una mejilla-, ya s� que no soy lo mejor que le pudo pasar a Emilia, pero tampoco soy lo peor. Haz la cuenta: no soy borracho, no soy jugador, no soy mujeriego, no soy porfirista, no tengo gonorrea. S� tocar el piano, la flauta, el viol�n y la chirim�a. S� historia, s� ingl�s, soy buen lector, no creo en la supuesta inferioridad natural de las mujeres y tengo veneraci�n por �sta.

-Dios dir�a que es bueno, mam� -dijo Emilia que apareci� color de rosa y alegre con un cepillo en la mano y una toalla en la cabeza.

-No le preguntes cu�l dios -aconsej� Diego ri�ndose.

-Ustedes se creen que es juego. Como se han estado abrazando desde siempre. Pero, �est�s t� para tener hijos? -le pregunt� Josefa a Daniel que todav�a la ten�a tomada de la mano con la que le hab�a ayudado a contar sus cualidades.

-No creo que me salieran mal -contest� Daniel besando a la guerrera implacable que ten�a por suegra.

-�D�nde aprendiste a tocar la chirim�a? No puedo creer que eso te d� derecho a regar hijos -rega�� Josefa.

-Mam�, t� tardaste doce a�os en tener una hija -interrumpi� Emilia detenida frente a los ojos de su madre.

-�Y si sales a mi madre?

-Peligroso -dijo sent�ndose bajo la luz cerca de su padre-. Pero puedo salir a la t�a Milagros y no embarazarme nunca.

-Deja de decir tonter�as -le pidi� Josefa mir�ndola sin poder librarse de una sensaci�n de orgullo. El brebaje de amores que su hija hab�a bebido esos d�as le puso en los ojos un matiz de aplomo que no ten�an la semana anterior-. Voy a preparar un agua de canela y sea por Dios -dijo caminando con los hombros erguidos y el talle de bailarina que seg�n determin� Daniel, le hab�a heredado id�nticos a Emilia.

Diego la mir� pensando que hab�a raz�n en sus argumentos, pero se cuid� de aceptarlo cuando ella volte� la cabeza sin cambiar la direcci�n de sus pasos y le advirti� apunt�ndole con el dedo:

-Y t� no me vayas a preguntar cu�l dios.

-Tendr�a yo que estar loco -le contest� Diego levant�ndose del sill�n para ir tras ella hasta la cocina.

Sin m�s tr�mite, Daniel qued� instalado en la casa de los Sauri y durante los siguientes d�as lo puso todo de cabeza. Emilia no volvi� a trabajar en el laboratorio, Josefa dej� de leer y se puso a probar recetas de cocina con un fervor de reci�n casada, Floberto el perico enloqueci� tratando de habituarse al silencio de las ma�anas y el ruidero de las noches, Casiopea, la gata con que Josefa acompa�aba sus lecturas, fue corrida de la estancia en que Daniel y Emilia retozaban hasta mucho despu�s del desayuno, y Futuro, el perro negro con el que Emilia sal�a a caminar todas las tardes, tuvo que soportar el abandono y el encierro en que lo dej� su due�a.

La casa estaba suspendida en un alboroto constante. Las conversaciones nocturnas se prolongaban sin rigor ni concierto hasta la madrugada, la hora de la comida nunca era antes de las cinco y hab�a hasta cuatro turnos para el desayuno.

Los distintos clubes que se disputaban el liderazgo antirreleccionista en la ciudad ten�an, aparte de su vocaci�n maderista, otra �nica coincidencia: su respeto por la postura independiente y tenaz del grupo de amigos que desde hac�a veinte a�os se reun�a en la casa del doctor Cuenca. Tal vez por eso, adem�s de por su audacia y su habilidad conciliadora, fue que Madero eligi� a Daniel para trabajar en Puebla los d�as previos a su visita.

Visto que el muchacho corr�a peligro andando por las calles, Diego Sauri ofreci� su casa para que fueran ah� las reuniones y acuerdos entre los representantes de los distintos clubes partidarios de Madero. As� que desde las siete de la ma�ana y durante varios d�as hasta que la luz los alcanzaba dormitando sobre la mesa del comedor, la casa estuvo asediada por toda clase de visitas, iluminada con toda suerte de planes y bendecida por el lujo de cobijar una pasi�n sin recatos.

-Emilia, �es necesario que sobes a Daniel delante de Aquiles Serd�n? -le pregunt� una tarde Milagros Veytia a su sobrina llev�ndola a un rinc�n para no distraer a quienes discut�an si era posible tener los partidarios suficientes como para hacer una valla junto a la v�a del tren.

-Completamente necesario -le contest� Emilia.

-�Por qu�? -le pregunt� Milagros.

-Porque el hombre contagia una cosa rara.

Algo como triste -dijo Emilia-. Cuando quiero librarme de eso necesito tocar a Daniel.

-�Y cada cu�nto tiempo necesitas librarte de eso?

-Cada todo el tiempo, t�a -asegur� Emilia con una sonrisa alrevesada y fugaz.

XII

La tarde del martes siguiente, lleg� Madero. Una multitud lo esper� en la estaci�n del tren gritando vivas y contagi�ndose de fervor democr�tico, en lo que fue la m�s grande manifestaci�n de fuerza antirreleccionista que hubo jam�s en la ciudad.

En el remolino de tal marea, Emilia perdi� la mano de Daniel. No intent� retenerla. Lo bes� a media calle, largo y tendido, hasta quedarse con el sabor de su lengua entre los dientes. Luego, sin una palabra de reproche, lo dej� irse tras Madero. Vio c�mo la muchedumbre se cerraba tras su espalda y volte� a buscar un consuelo en la mirada y los brazos de Diego Sauri.

-�Quieres un caf�? -le pregunt� Diego tom�ndola de la cintura, sinti�ndose m�s in�til que nunca.

-Vamos al mitin -dijo Emilia esgrimiendo una sonrisa.

Como se crey� desde el principio, las autoridades no dieron permiso para manifestar en p�blico. As� que la persecuci�n de unos d�as antes, a causa de los trabajos en el barrio de Santiago, vali� la pena, porque pudo hacerse ah� el mitin clandestino en el que se reuni� tal gent�o que, al rato de iniciado, cualquiera hubiera podido decir que en nuestro castellano clandestinidad significaba jolgorio.

Hubo discursos varios, euforias m�ltiples, quejas y maldiciones a granel. En cuanto Madero dijo la �ltima palabra, Emilia y su padre volvieron a su casa caminando despacio y hablando poco. Diego no quiso enturbiar la tristeza de su hija con sus lamentos pol�ticos, y Emilia pens� que su padre no merec�a el espect�culo de su pesadumbre puesta en palabras. S�lo despu�s que cruzaron el umbral del sal�n y Diego se encontr� con los ojos de Josefa como la interrogante que le urg�a responder, dej� salir un parte de sus pesares.

-�Qu� horror! -dijo tir�ndose sobre un sill�n-. Este hombre nos va a meter en un l�o del que ni �l va a salir bien librado. No sabe lo que quiere. Todo se le va en buenas intenciones, vaguedades y sanos prop�sitos. Mientras encierran a la gente por s�lo pronunciar su nombre con euforia, el se�or anda queriendo quedar bien con la iglesia, con los pobres, con los ricos, con las putas y las damas de San Vicente. �Qu� discurso infame! Me quer�a yo meter debajo de una piedra.

-Est�s exagerando -asegur� Josefa, que hab�a preferido quedarse en la casa para no rasgu�ar a Daniel cuando se fuera-. �T� que dices hija?

-Lo mismo -contest� Emilia l�nguida y somnolienta.

-Pero ella lo dice porque est� celosa -dijo Diego Sauri-. Yo lo digo con toda objetividad.

-Qu� celosa ni qu� nada. Por m� Daniel puede quedarse acompa�ando al chaparrito a escuchar cuanta comisi�n, club o secta quiera escuchar -dijo Emilia dej�ndose caer cerca de su padre.

-Te vino a ver Sol -le avis� Josefa empe�ada en distraerla-. Est� radiante como un caramelo.

-Se va a librar de su madre -explic� Diego.

-Y de su padre -aument� Emilia jugando a morder la mejilla del suyo.

-�No la vas a buscar? -pregunt� Josefa-. Se casa la pr�xima semana y no la has acompa�ado.

-Yo me cas� la semana pasada y ella tampoco me acompa��. Casarse es cosa de dos, mam�.

-No siempre, hija -contest� Josefa.

-�Te hubiera gustado que me casara como Sol? -pregunt� Emilia levant�ndose de junto a su padre y caminando hasta Josefa.

-No s� -contest� Josefa mordiendo la hebra del hilo con que bordaba.

-S� te hubiera gustado. �Por qu� no usas las tijeras? -le pregunt� Emilia extendi�ndole unas peque�itas que Josefa ten�a sobre su regazo y en las que parec�a no haber reparado.

-Por idiota -le contest� Josefa.

-Idiota este se�or Madero que anda entre los esp�ritus mientras tiende la cama de un incendio -dijo Diego.

-�T� no vas a moverte del tema? Porque yo no quiero iniciar otra vez la defensa de la moderaci�n maderista. Me voy a dormir -amenaz� Josefa empezando a guardar los hilos.

-�De qu� quieres que hablemos? -le pregunt� Diego Sauri-. �El otro tema son las bodas? �Quieres que te diga que tienes raz�n, que no debimos permitirle a Emilia que quisiera a Daniel sin m�s tr�mite, porque el muchacho iba a irse de un d�a para otro? No te lo voy a decir, Josefa de mi alma. Este pa�s va a arder en una guerra y la virginidad de las ni�as no le preocupar� ni a Nuestra Se�ora de Guadalupe.

-Me voy a mi cama antes de que llegues a tu discurso sobre la democracia como un asunto civilizatorio -contest� Josefa levant�ndose.

Abandon� su poltrona y camin� por el centro del cuarto, pensativa y disgustada. Diego la mir� caminar, sin querer evitarse el viejo encanto que su mujer le provocaba en los momentos m�s inesperados.

-No se enoje usted -le pidi�-. �De qu� quiere platicar? �Qu� sue�o ambiciona? �Qu� estrella le bajo?

-No molestes, Diego -dijo la se�ora Sauri alej�ndose de los brazos que su marido le extend�a.

Emilia sonri� al verlos juguetear, y una especie de consuelo le pacific� la pena rara que era su amor adolescente, abandonado de buenas a primeras, con la misma contundencia con que os� llegar.

-Ma�ana voy a ver a Sol y la ayudo en todo lo que necesite. Te lo prometo -dijo abrazando a su madre como si fuera su hija.

Detenidas en mitad de la sala, una apoyada en la otra, le parecieron a Diego el centro del mundo.

-Est�n exhaustas como dos guerreras -opin� Diego contempl�ndolas con los ojos perdidos en su abrazo. Le pareci� que eran hermosas y firmes. Id�nticas y opuestas. �Qu� importar�a una guerra cerca de ellas?

Al d�a siguiente, hija y madre salieron temprano rumbo a la casa de Sol. Desde el port�n de la entrada se o�a el revuelo del segundo piso. Emilia y Josefa entraron en la rec�mara donde se amontonaban todas las prendas de ropa interior que una mujer pueda usar en su vida, junto con todas las toallas, s�banas y colchas que pueda necesitar una casa en veinte a�os, cuando la ni�a casadera estaba subida en una silla prob�ndose el vestido que apenas hab�a llegado a tiempo de Par�s, con el inconveniente de ser dos tallas m�s grande que su due�a.

Josefa pens� que hubiera sido mejor encarg�rselo a la modista m�s elegante de la ciudad, en vez de lidiar con un disgusto de �ltima hora, pero se ahorr� el comentario movida por su odio a la impertinencia. No conforme con eso, se ofreci� a conseguir que el traje le quedara pintado a Sol. Pidi� alfileres y empez� a prenderlos en el vestido, con una habilidad de modista. En media hora hab�a terminado de ajustar el traje al cuerpo de la muchacha. Hasta entonces, Sol baj� de la silla y Emilia le ayud� a desabrochar la hilera de peque�os botones forrados de organza que le corr�a por la espalda como un escalofr�o.

-Vas a estar preciosa -dijo y la bes� para disculpar su ausencia de tantos d�as.

Sol se hab�a quedado a medio vestir con su corpi�o de varillas y sus fondos de olanes.

-�Qu� te pas�? -le pregunt� a Emilia en voz baja y casi sobre el o�do.

-Me ca� a un r�o -dijo Emilia jugueteando con sus recuerdos.

Se hicieron hueco entre la corseter�a que salpicaba la cama, para acomodarse a cuchichear mientras Josefa y la madre de Sol iban a entretenerse en la sala de los regalos.

Hab�an montado repisas a todo lo largo y ancho de la gran habitaci�n y no quedaba ni un lugar vac�o.

-�D�nde pusiste el m�o? -pregunt� Milagros Veytia a manera de saludo al entrar al sal�n dispuesta a examinarlo todo con gesto de juez. Paseaba entre la plata, las porcelanas y el cristal cortado, con un desparpajo que pon�a en riesgo la estanter�a completa-. Hay vajillas para un ej�rcito -dijo.

-Van a tener dos haciendas, una casa en la capital, un atelier en Par�s y otros lugarcitos. Les har�n falta, no creas -dijo la madre de Sol, fingiendo ba�arse de sencillez cuando no cab�a en su piel. Luego volvi� a caminar entre regalos. Como iluminada, se detuvo frente a un reloj metido en madera con incrustaciones. Una joya de marqueter�a, a la que estaba prendida la tarjeta de Milagros Veytia. Cuando la ley�, la mujer se deshizo en elogios y agradecimientos.

Como respuesta al paneg�rico, Milagros se limit� a preguntar condescendiente para qu� pod�a ser �til en ese momento. Josefa le hab�a mandado un mensaje pidi�ndole que viniera y le explic� que los motivos de la urgencia estaban todos en las cien alforzas por desbaratar y volver a hacer en el vestido de Sol.

Milagros hab�a quedado exhausta tras la visita de Madero, pero en vez de poner un pretexto y salir corriendo del trabajo, se dijo que le vendr�an bien un tiempo de reflexi�n y silla con algo entre las manos. Los �ltimos d�as hab�a caminado kil�metros yendo de un lado al otro de la ciudad, as� que le gust� la idea de acomodarse en el costurero a conversar con su hermana.

-Esta mujer se ahoga en un charco -dijo en cuanto la madre de Sol tuvo que irse a solucionar uno de los veinte mil falsos problemas que la agobiaban.

-Y t� no tienes verg�enza. Te vi cambiar la tarjeta -le aclar� Josefa deteniendo el bordado para escudri�ar los impasibles ojos de Milagros.

-No me delatar�s, �verdad? -se asegur� Milagros-. Me parece necio gastar en un regalo para alguien que ha recibido env�os de todos los ricos de M�xico. Con lo que me hubiera costado ese reloj saco a veinte hombres de la c�rcel -explic� justific�ndose con la clara sonrisa de una santa.

Durante los d�as que siguieron, la vida gir� sin reparo hasta casi parecer la misma. En las ma�anas, las Veytia conversaban largo junto al vestido de Sol. Quien las hubiera visto de lejos, cosiendo sin aparente preocupaci�n el vestido de la muchacha que se casar�a con el hijo menor de una de las familias m�s ricas de la ciudad, el estado y el pa�s, no podr�a siquiera imaginar el aire que rondaba sus conversaciones. Josefa sab�a por Milagros que durante los d�as siguientes a la visita de Madero, hab�an desaparecido de la ciudad decenas de sus m�s entusiastas seguidores. Para aumentar sus pesares, Milagros le cont� que una noche hab�a salido un tren con ciento treinta prisioneros que ser�an llevados como castigo a Quintana Roo, aquel imaginario lugar lleno de prodigios por el que su marido sent�a nostalgia tantas tardes.

Por m�s que le daba vueltas, Josefa no pod�a creer que tal para�so fuera considerado un lugar de castigo.

-Los llevan a hacer trabajos forzados bajo un calor que mata -le dijo su hermana-. No van a pescar y a dormir junto al mar que revuelve los recuerdos de tu marido. Van a la selva cerrada, a dormir entre v�boras y mosquitos, a pelearse con el monte para abrir caminos, a comer lo que les avienten, a morirse.

-�Todo eso por querer elecciones limpias?

-Todo eso... -murmur� Milagros, en quien por primera vez Josefa percibi� el desaliento.

-Vente a vivir con nosotros -le pidi� Josefa al verla por un momento de sus vidas en condici�n de desamparo.

-No es para tanto. La soledad tiene sus placeres.

-C�sate con Rivadeneira -sugiri� Josefa cortando un hilo.

-�Para arruinarle la vida? -pregunt� Milagros.

-Ya se la tienes arruinada -dijo Josefa.

-�C�mo va Emilia? -pregunt� Milagros, que sinti� peligros en semejante conversaci�n.

-Va -le contest� Josefa sabi�ndola m�s desolada de lo que era posible notarle.

Desprendida de Daniel y su abrazo, Emilia quiso hundirse entre los frascos y fragancias de la botica. Su padre la recibi� cantando el Ritorna vincitore y no se volvi� a tocar el tema del dolor por ausencia.

Diego estaba seguro de que ninguna palabra pod�a darle a su hija mejor que el entretenimiento, as� que la entretuvo enfrent�ndola a uno de los problemas m�s abrumadores del ser humano: c�mo descubrir las causas de sus enfermedades para poder librarse de ellas.

Con la naturalidad de quien nunca ha quitado ese tema de su cabeza, Emilia volvi� a los libros de medicina que guardaba su padre.

-Mira lo que te tengo -dijo Diego una tarde, esgrimiendo un tomo amarillento y deshojado.

Se llamaba Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales y hab�a sido escrita por el m�dico sevillano Nicol�s Monardes y publicada en el a�o de 1574.

-Tu h�roe -dijo Emilia.

-Uno de ellos -contest� Diego dejando aquel libro sobre la mesa central del laboratorio.

Emilia jal� un banco alto y se puso a hojearlo.

-Ya conoc�an los usos del aceite de liquid�mbar -dijo levantando la cabeza en busca de su padre-. �Por qu� me hab�as dicho que �sa era una preparaci�n original de la botica Sauri?

-Es original nuestra porque ya nadie la usaba. Y el tiempo es el mejor amigo de la originalidad.

-Dice Monardes que calienta, conforta, resuelve y mitiga el dolor. Tal vez me sirva unt�rmelo.

-Todo sirve para el mal de amores, golondrina -le dijo Diego-. Mientras haya inteligencia en el enfermo, cualquier aceite cura, y t� eres una enferma muy inteligente. Tanto, que muchas veces nos enga�as. Hasta parece que ni te acuerdas de tu mal.

-De loca pongo cara de pena frente a Josefa Sauri. Si as� le sobran discursos, imag�nate si me nota la tristeza. No se le acaba el odio por Daniel en todo lo que le queda de vida -dijo Emilia.

-Tu mam� tiene debilidad por Daniel -invent� Diego, a quien lo aterraba la sola idea de una brecha entre su mujer y su hija.

-Eres fantasioso, pap�. Te pareces a Monardes -dijo Emilia gui��ndole un ojo-. �Ya viste para cu�ntas cosas dice que usaban el tabaco? Para cerrar heridas, para dolores de cabeza, reumas, males de pecho, dolor de est�mago, ah�to, lombrices, hinchazones, dolores ventosos y de muelas, carb�nculos, llagas... Con raz�n no hay cosa que mi t�a Milagros no resuelva liando un cigarrillo.

Pasaron la tarde leyendo y transcribiendo todo acerca del tabaco y sus utilidades. Cuando cerraron la botica para subir a cenar se llevaron el libro a la casa y abrumaron a Josefa con las m�s extra�as an�cdotas sobre el opio y los fantasmas e imaginaciones que provoca.

-�Sabes lo que escribi� Monardes? -le pregunt� Emilia a su madre sigui�ndose de largo a la cita-: "A los espa�oles cinco granos de opio nos matan cuando sesenta les dan a los indios salud y descanso".

-�De casualidad no dice cu�ntos trastornan a los mestizos? Porque yo a veces quisiera privarme de juicio y ver cosas y visiones que me den contentamiento -ri� Josefa parodiando las descripciones del libro.

-T� te mueres con los cinco granos de los espa�oles -le dijo su marido.

-�Ahora me vas a presumir de indio, diciendo que t� aguantas cincuenta? -pregunt� Josefa ir�nica y divertida.

-Te lo demuestro -le dijo Diego.

-No inventes desperdiciar -dijo Emilia-. Con ese tanto aliviamos a cinco moribundos, y a ti puede matarte.

-�Matarme? T� no sabes de qu� estoy hecho -presumi� Diego regode�ndose en la paz de su sill�n predilecto.

El poeta Rivadeneira irrumpi� en esa paz, entrando a la sala exhausto y p�lido como un cabo de vela.

-Se llevaron presa a Milagros -dijo. Y pareci� que fuera lo �ltimo que podr�a decir.

-Vamos por ella -respondi� Emilia, creyendo que ser�a cosa de repetir los trucos de unos d�as antes.

-Esta vez no va a ser f�cil -dijo Rivadeneira-. A ella la conocen bien en las c�rceles, no podemos inventar que es extranjera. Adem�s el gobernador la detesta desde la noche en que le pregunt� a su esposa de d�nde sacaba est�mago para vivir con un asesino. La detuvieron por orden suya, no de cualquier polic�a. Por supuesto, en ninguna c�rcel hay registro de su entrada -explic� Rivadeneira. Nunca se hab�a sentido mejor informado ni m�s in�til.

Diego Sauri abandon� su sill�n para ir a sentarse junto a Josefa quien, muda desde que entr� Rivadeneira, lloraba sin alardes, pero sin tregua. En su cabeza daban vueltas las mil veces en que le habl� a su hermana de los claros beneficios de una vida regida por el sosiego. Y temblaba recordando los labios de Milagros al repetirle siempre como un edicto implacable: "Para que t� me veas quieta, tendr�n que enterrarme."

Durante unos minutos, Rivadeneira camin� en silencio de un lado a otro de la sala, mirando a Josefa hacer el in�til esfuerzo de abandonar el llanto, a Diego hundir los dedos entre su despeinada cabeza para jalarse los pelos, a Emilia morder la u�a de su pulgar izquierdo, moviendo los labios en un silencioso repetir algo que �l descifr� como un insulto impronunciable. Despu�s empez� a hablar en desorden, como se habla en los sue�os, como si oy�ndose pudiera encontrar una respuesta. Los Sauri no entend�an su soliloquio, lo escuchaban como a un loco peinando sus locuras, pero lo escucharon un buen rato con esa paciencia que s�lo procura la angustia.

Ninguno de los tres se atrevi� a interrumpir aquel discurso tan incoherente y, sin embargo, no menos coherente que cualquiera de los que cada uno de ellos dejaba pasar por su cabeza. As� estuvieron durante un tiempo que pareci� brev�simo y eterno. Un tiempo regido por el anhelo com�n de ver a Milagros entrar en la estancia para solucionarlo todo con su presencia como un conjuro. Luego pas� el silencio entre ellos, largo como una legi�n de �ngeles ociosos.

S�lo entonces Rivadeneira detuvo su desorden, se puso el saco, camin� hacia el espejo que le ofrec�a un parag�ero alto, se acomod� el pelo y descolg� su sombrero.

-Lo que tengo que hacer es sacarla de donde est� y llev�rmela de una vez por todas a un mundo que la ensordezca menos que �ste -dijo poni�ndose el sombrero-. No se lo voy a preguntar. Estoy harto de condescender, harto de que me trate como si no existiera, de que me tome y me deje como si yo fuera la esposa de un general en campa�a -sentenci� mientras volv�a a ir y venir por la sala de los Sauri, enmudeci�ndolos con aquella beligerancia que le desconoc�an.

Josefa lo escudri�aba como si por primera vez pudiese atisbar la �ndole de aquella relaci�n casi secreta entre su hermana y el �nico hombre que le hab�a dado la medida a su ambici�n de libertad.

-Eso haz. Me parece una idea prodigiosa -dijo levant�ndose de un brinco y pas�ndose las manos por la cara como si as� pudiera cambiar el paisaje de sus sentimientos-. �C�mo vas a sacarla?

-Pidi�ndosela al infame que la tiene -contest� el poeta, due�o por completo de una firmeza que sin duda pose�a desde siempre, aunque no acostumbrara mostrarla-. Espero no tardar demasiado. Gracias por aclararme las cosas.

-�Qu� te aclaramos? -pregunt� Emilia.

-Todo -le contest� Rivadeneira yendo hacia la puerta seguido por Diego Sauri, que se propuso escoltarlo a donde quiera que se le ocurriese ir.

Eran las diez de la noche cuando se presentaron en la casa del gobernador, acompa�ados por un notario tembloroso, amigo de Rivadeneira. Dos guardias les impidieron la entrada y uno de ellos toc� un silbato. A su llamado acudieron, en menos de un minuto, treinta hombres armados como para repeler un asalto. Rivadeneira se ajust� el saco, esgrimi� su tono elegante y pidi� ver al gobernador.

Los guardias lo miraron de la frente a los zapatos como si fuera un loco. Dijeron que el gobernador no estaba y que �sas no eran horas para buscarlo. Como si no los hubiera escuchado, Rivadeneira sac� una tarjeta con su nombre y se la dio al que parec�a m�s importante. Al mismo tiempo, con el tono m�s afable que Diego le conoc�a a su noble trato, dijo que el asunto era urgente y que esperar�an el tiempo que fuera necesario.

Cinco minutos despu�s, un hombre de traje oscuro con chaleco debajo, se present� como el secretario privado del se�or gobernador, y tras consultar ceremonioso la hora exacta en su reloj de leontina, pregunt� si se les hab�a tratado bien y le particip� a Rivadeneira que para su jefe ser�a un honor recibirlo. Escoltado por Diego Sauri y el notario, un hombre bajito que parpadeaba nervioso como si en los ojos tuviera un par de colibr�s, Rivadeneira subi� las escaleras del palacio en que viv�a el repartidor de bienes y desgracias en el estado de Puebla.

Caminaron primero por largos corredores iluminados y desiertos. Luego entraron a un gran sal�n, de ah� a una estancia y de ah� a un cuarto m�s peque�o y a otro m�s peque�o. En ese �ltimo el secretario les pidi� que esperaran unos minutos, y desapareci� tras una puerta de cristales.

-�Qu� vamos a decirle a este demonio? -pregunt� Diego Sauri.

-Yo s� lo que hay que decirle -contest� Rivadeneira como si desde siempre hubiera previsto semejante encuentro.

El secretario volvi� con la engominada sonrisa que parec�a puesta en su boca desde el d�a de su nacimiento, y con un adem�n les pidi� que cruzaran la puerta. Una gran sala presidida por el retrato de Benito Ju�rez se abri� frente a sus ojos. Al fondo, tras un escritorio alrededor del cual podr�an comer doce personas, estaba sentado el gobernador.

-Mi estimado se�or Rivadeneira -dijo levant�ndose en cuanto los vio entrar-. Estoy para servirle.

-Deje libre a mi cu�ada -dijo Diego Sauri sin m�s tr�mite.

-Yo no encarcelo a nadie, �se�or...? -dijo el gobernador deteniendo sus ojos en Diego Sauri como quien trata de indagar con qu� piedra ha tropezado.

-Diego Sauri -dijo el boticario sin dar m�s explicaciones y sin extender la mano para buscar la de su poderoso interlocutor.

-Mi amigo Diego Sauri -dijo Rivadeneira, est� casado con la hermana de Milagros Veytia. Y Milagros Veytia deber�a estar casada conmigo.

-Para contarme eso viene usted a buscarme.

-Para pedirle que la deje libre, y garantizarle que me har� cargo de ella a partir del momento en que usted me la entregue. Estoy dispuesto a firm�rselo ante notario -dijo Rivadeneira con la solemnidad de un emperador.

-Tendr�a yo que ir contra la ley. Milagros Veytia est� presa porque es un peligro viviente.

-No me lo tiene usted que decir a m�. Lo s� de siempre. Pero es tambi�n un lujo y los lujos, usted y yo lo sabemos, cuestan caros -dijo Rivadeneira.

-�Qu� tan caros?

-Todas las tierras amparadas bajo el nombre de la Hacienda de San Miguel. Tres mil hect�reas cruzadas por un r�o.

-�Tanto vale esa leguleya? -pregunt� el gobernador, altanero y burl�n.

-No le tolero un agravio -dijo Rivadeneira-. �stos son los t�tulos de propiedad. Se los firmo en cuanto me entregue a la se�ora Veytia.

Sin decir una palabra, el gobernador revis� los papeles hoja por hoja, con el gesto glot�n de quien imagina, una por una, tres mil hect�reas siempre verdes. Luego ri� escandaloso al tiempo en que tocaba un timbre. El secretario apareci� en ese instante haciendo una caravana.

-�Ya trajeron a la se�ora Veytia? -pregunt� el gobernador-. Nuestro amigo Rivadeneira me ha ofrecido muy buenas y juiciosas razones a favor de su inocencia absoluta.

-Ya est� aqu�. �La hago pasar? -pregunt� el secretario.

-Espere -pidi� Rivadeneira-. Firmo antes -dijo amarrando el ansia de verla a su voluntad de ocultarle las razones de su libertad. Diego Sauri lo mir� firmar, pregunt�ndose a qu� Dios deb�a agradecerle la fortuna de tenerlo como amigo. Nadie firm� jam�s con tan clara certeza de que su nombre abr�a las puertas de un para�so.

-Debe usted estar loco -dijo el gobernador tomando los papeles y orden�ndole con los ojos al secretario que trajera a Milagros Veytia.

-Cr�ame que ha sido un placer -dijo Rivadeneira.

-Ser� mejor que la encontremos afuera -aconsej� Diego Sauri acerc�ndose a Rivadeneira. Pero para entonces Milagros hab�a cruzado la puerta, y estaba frente a ellos inmutable y altiva; como si no saliera del fondo de una c�rcel secreta.

-�Qu� te pidi� este pillo? -le pregunt� a Rivadeneira.

-Una descripci�n de tus cualidades -dijo Rivadeneira tom�ndola del brazo y caminando hacia la puerta, temiendo que el hombre aquel pudiera arrepentirse de su trato. �Ceder a Milagros? ��l? Ni aunque le escrituraran el pa�s con todo y sus mares.

Una semana despu�s, durante la boda religiosa de Sol, Milagros Veytia, que asist�a siempre a esas ceremonias para darse el gusto de conversar sin tregua mientras duraban, le prometi� al poeta Rivadeneira que tras las elecciones lo acompa�ar�a en un viaje dedicada s�lo a quererlo.

-Y entonces me vas a explicar c�mo hiciste para que me dejaran libre -le sentenci� al o�do hincada junto a �l a la hora del Sanctus.

-Entonces... -le contest� Rivadeneira como si rezara.

El poeta sonri� apretando su secreto mientras un coro de ni�os dec�a el Aleluya de Haendel y Sol tomaba el brazo de su marido para caminar con �l hacia la puerta de la iglesia.

Emilia, de pie entre su t�a Milagros y su madre, mir� a su amiga hecha una mu�eca nerviosa y trat� de concentrarse en la m�sica.

-�Qu� desastre estamos permitiendo! -le dijo Milagros al o�do.

-�Qu� pod�amos hacer? �Rescatarla de la dicha? -pregunt� Emilia- �C�mo se convence al cielo de que no es azul sino transparente?

-Hija, te est�s volviendo sabia demasiado pronto -le dijo Milagros bes�ndola a media iglesia.

-�Sabes que el tapete rojo sale desde su casa, cruza el parque, llega a la iglesia y contin�a por las banquetas hasta el jard�n donde ser� la comida? -pregunt� Emilia informando. Luego, como si una cosa se desprendiera de la otra, cuando Sol pasaba frente a ellas anhelante y blanca, dijo casi en voz alta-: Yo creo que Daniel est� perdiendo su tiempo en esto de la lucha por la igualdad y la democracia.

-Puede que tengas raz�n -le contest� Milagros tras sonre�rles a los novios condescendiente como un vaso con leche.

-Claro que tengo raz�n. �No est�s viendo? Si todo esto sale de perjudicar pobres, �por qu� alguien puede querer beneficiarlos?

-Porque no les va a quedar m�s remedio.

-�Por qu� no va a quedarles m�s remedio? T�a Milagros, son due�os de todo.

-Ya lo s�, mi vida. Hasta que dejen de serlo.

-Mi pap� no se cansa de repetir que para eso tendr�a que haber una guerra.

-Ojal� y no -dijo Milagros-. En todo caso hoy no vamos a resolver eso. �Te parece si caminamos por el tapete rojo hasta los novios y la fiesta?

-No me trates como a una tonta. No me distraigas la pena. T� eres la �nica que no se ha empe�ado en distraerme -dijo Emilia cuando ces� la m�sica y en un tono de voz destinado a superarla.

Como toda la gente, Diego y Josefa hab�an salido tras los novios. En la iglesia quedaban s�lo ellas, Rivadeneira, el olor estorboso de los nardos y, justo de espaldas a Emilia, un hombre que al o�rla volte� su cuerpo de animal fino metido en una levita impecable, y dijo con la voz redonda de un hallazgo:

-Soy Antonio Zavalza y me encantar�a seguir escuchando su conversaci�n.

XIII

Qui�n era Antonio Zavalza adem�s de un escuchador oficioso de las conversaciones ajenas, fue algo que la familia supo por completo en menos de una hora, porque el hombre no ten�a remordimientos en la lengua y estaba solo. Apenas llevaba cuatro tardes bajo los techos de la ciudad, dijo, pero hac�a varios a�os que fantaseaba con ella. Quer�a vivir ah�, caminarla de noche, aprenderse los escondites de sus calles. Quer�a que lo quisieran y ser todo sobre aquel suelo, menos un extra�o.

Sali� de la iglesia empe�ado en convencer a Emilia de que no era un esp�a sino un cautivo de su voz. Y cuando llegaron a la fiesta que sigui� al matrimonio religioso de Sol, cualquiera jurar�a que eran amigos desde la infancia. Antonio Zavalza era sobrino del arzobispo, aunque no compartiera con �l nada m�s que el apellido paterno y una herencia. Hab�a pasado cinco a�os estudiando medicina en Par�s, y lleg� a Puebla con el �nimo de establecer ah� su primer consultorio.

En cuanto la madre de Sol lo vio bailando con Emilia como si hubieran ensayado el vals con dos meses de anticipaci�n, se precipit� a la mesa que ocupaban los Sauri y se hizo cargo de completar la informaci�n sobre el reci�n llegado. Antonio Zavalza era adem�s de guapo, uno de los m�s importantes bisnietos de la Marquesa de Selva Nevada.

Su padre hab�a muerto un a�o atr�s, le hab�a dejado una peque�a fortuna, con la que el muchacho tuvo a bien crear una fundaci�n de auxilio a los viejos. Su amor propio lo ten�a empe�ado en vivir de su trabajo. Era m�dico, se hab�a graduado con honores en Par�s, no estaba de acuerdo con don Porfirio, le dec�a a quien quisiera o�rle que la iglesia era una instituci�n caduca, y rompi� el compromiso de matrimonio que el arzobispo hab�a hecho en su nombre con una hija de los De Hita.

-Te ha de parecer una ficha. �Por qu� lo invitaste? -le pregunt� Diego Sauri a la madre de Sol.

-Porque me lo pidi� su t�o, que est� empe�ado en relacionarlo con gente bien.

-Pues ya pic� en mal sitio -dijo Milagros. -Te encanta desprestigiar a tu familia. Mira que el muchacho se ve encantado con Emilia.

-Se acaban de conocer -argument� Josefa-. No empieces con tus fantas�as.

-Ya ves que prenden mis fantas�as. Sol est� feliz -dijo su madre.

-Est� ignorante -opin� Milagros-. �Hiciste el favor de explicarle c�mo son las cosas o se va a pegar la sorpresa de su vida?

-Por supuesto que le expliqu� c�mo debe portarse con su familia pol�tica. Sabe disponer como una reina, es elegante y discreta, no habla de m�s ni pregunta lo que no debe.

-Ni te importa que sea infeliz en la cama -dijo Milagros haciendo palidecer a su hermana.

-�se no es asunto suyo sino de Dios, querida -dijo la madre de Sol Ella entre menos tiempo piense en eso, mejor.

-Pobre criatura -opin� Milagros sacando el abanico como si con �l pudiera cortar la pesadez que hab�a en el aire.

Emilia y Antonio Zavalza se acercaron al grupo en ese momento.

-Sol quiere hablar contigo antes de irse -dijo la madre de Sol-. En lugar de tirar el ramo al aire quiere entreg�rtelo.

Emilia dej� a su padre conversando con el m�dico reci�n llegado y fue en busca de Sol, que otra vez se perd�a entre fondos y vestidos, detenida en medio de su rec�mara, lidiando con las agujetas de un corpi�o que le apretaba la cintura y le daba a su cuerpo la forma de un maniqu� erguido y tieso.

-Tiene raz�n tu t�a Milagros, estas prendas son infames -afirm� sonriendo al verla entrar-. Dice mi madre que el matrimonio no es ingrato, pero que hay momentos en que lo mejor es cerrar los ojos y rezar un Ave Mar�a. �T� entiendes eso? -pregunt� con la mirada llorosa.

-Chula, chula -murmur� Emilia abraz�ndola. Luego, sin alejarla de su cuerpo, le habl� quedo durante un rato largo mientras acariciaba su espalda.

Abajo, la m�sica de una orquesta tocaba un vals de Juventino Rosas y el aire, trastornado por el aroma de unos nardos, anunciaba el anochecer.

Emilia sac� un pa�uelo diminuto del centro de sus pechos y se lo ofreci� a su amiga. Fue a su bolsa por un poco de betabel para recomponer la palidez que sus explicaciones hab�an dejado en Sol. Luego, como si se tratara de su mu�eca, le ayud� a vestirse con el complicad�simo atuendo de viaje que le hab�a confeccionado la famosa Madame Giron de la calle Pensador Mexicano. Cuando termin� de prenderle el sombrero, la revis� de la cabeza a los pies como si fuera una obra de arte.

-No te has cambiado los zapatos -le dijo y fue al ropero por los botines de ante que se hab�an quedado, atestiguando la desolaci�n de aquel mueble completamente vac�o.

-Me siento tan hostil como se ve el ropero -dijo Sol.

-En el peor de los casos puedes ayudarte con la imaginaci�n -le dijo Emilia desde el suelo en que se hab�a hincado para abrocharle los botines.

-No hagas eso -le pidi� Sol jal�ndole un rizo hacia arriba.

-�Me est�s oyendo lo de la imaginaci�n? -pregunt� Emilia concentrada en los botones.

-S� -le contest� Sol.

-El p�jaro que la pone a volar est� aqu� abajo de tu sombrero -dijo Emilia levant�ndose a poner sus manos sobre las sienes de su amiga.

Una hora m�s tarde, en el momento de salir rumbo a la primera noche de su luna de miel, subida en el Panhard Levassor al que su marido dedicaba m�s atenciones que a ella, Sol busc� entre la gente los ojos de su amiga y, al encontrarlos, se puso las manos en las sienes y le hizo un gui�o.

-�Qu� te dice? -le pregunt� Antonio Zavalza.

-Que intentar� ser feliz -contest� Emilia agitando la mano para despedir a la novia.

El sol del d�a siguiente entr� temprano por la ventana de Emilia Sauri que hab�a olvidado cerrar los oscuros de madera, y le embarg� la dicha que se hab�a permitido el d�a anterior. Maldijo sin abrir los ojos. Busc� en silencio la raz�n por la cual la ten�an tomada unas ganas opresivas de ponerse a llorar. Se lo pregunt� en voz alta mientras recontaba con los ojos h�medos las vigas del techo. Luego meti� la cabeza bajo la almohada y llor� sin darse tregua ni abrir la puerta durante los siguientes dos d�as.

Sus padres, que le conoc�an desde la infancia encierros de un rato, pasaron la primera ma�ana sin preocuparse demasiado. Pero cuando dieron las ocho de la noche sin que Emilia saliera al menos en busca de comida, Josefa Veytia ya no pudo guardarse los "te lo dije" que le apretaban la garganta. Dej� caer su lengua como una espada sobre los o�dos de su marido hasta que el sue�o le gan� la pelea cerca de las tres de la madrugada.

No hab�a amanecido bien cuando volvi� a las armas. Para el mediod�a de aquel martes, hora en que Diego subi� por cuarta vez de la botica a preguntar si algo hab�a mejorado y por lo mismo �l pod�a tener derecho a una sopa caliente, la furia de su mujer se hab�a vuelto desolaci�n. Llevaba una hora y media tocando a la puerta de su hija sin obtener ni un sollozo como respuesta.

-�Este Daniel es un imb�cil! -dijo Diego para sorpresa de su mujer-. �Estoy de acuerdo contigo en que este Daniel es un muchacho imb�cil!

-Yo nunca he dicho que sea un imb�cil -aclar� Josefa-. Yo digo que es muy inteligente, pero muy ego�sta. Que todos esos que dan en redimir a otros no saben pensar sino en c�mo notarse. Al pobre lo mandaron a un colegio de interno, no tuvo cari�o suficiente y ahora es un descobijado en busca de notoriedad.

-Por eso: �es un imb�cil! -gritaba Diego entre frase y frase de su mujer. Pero nada pasaba. Emilia no se mov�a de su madriguera a pesar del esc�ndalo que hac�an sus padres. Lo mismo pod�a estar muerta. Al menos eso pensaron los Sauri.

Despu�s de un rato y otro en aquel silencio sin respuesta, el mismo Diego se puso a llorar con tal zozobra que Josefa pas� de rega�arlo a compadecerlo. Lo acariciaba habl�ndole al o�do cuando Milagros Veytia cruz� la estancia y se detuvo frente a ellos. Con s�lo ver la cara de su hermana supo que algo andaba mal con Emilia.

-�Est� encerrada? -pregunt� d�ndolo por un hecho.

-Y no encuentro las llaves de repuesto -explic� Josefa como si fuera una novedad que en su casa se perdieran las llaves.

-Esa puerta se puede abrir de una patada -dijo Milagros.

-Qu�tate Diego -pidi� Josefa sabiendo la distancia que hab�a entre una ocurrencia y una acci�n de su hermana.

Una tras otra, cinco patadas le puso Milagros a la puerta hasta que la firme chapa alemana encargada de custodiar el cuarto de su sobrina muri� cumpliendo con su deber.

La rec�mara de Emilia se dej� ver clara y armoniosa. El �ltimo sol de la tarde ca�a sobre la cama de lat�n y la colcha de piqu� blanco. Pero Emilia no estaba tirada ah� con la cara contra la almohada en medio de mocos y l�grimas. Emilia parec�a no estar en la rec�mara. Desbaratando el silencio que paralizaba a sus parientes, Milagros Veytia se pregunt� en voz alta si la ni�a no habr�a escapado por el balc�n. Camin� hacia el rect�ngulo que dejaba entrar la luz contra los visillos. Diego resinti� la pregunta porque viv�a como una ofensa el solo hecho de que alguien imaginara que su criatura tendr�a algo que esconderle.

Josefa Sauri caminaba adelante de su hermana y se detuvo de repente como si el piso se le acabara. A sus pies, metida en el camis�n color de rosa de su �ltima infancia, sorda a los gritos de sus padres y a las patadas de Milagros, yac�a Emilia inmutable como un encanto. Hab�a estado dormida desde qui�n sabe qu� horas. Y se ve�a exhausta.

Exhausta de crecer, pens� Josefa.

Diego Sauri se acerc� a besarle la frente para comprobar que no ten�a fiebre. Despu�s levant� los ojos hacia el rostro de su mujer. As� dorm�a ella cuando era joven, con la misma perdida conciencia de existir. Aunque claro, ella no hab�a tenido un padre y una t�a irresponsables. Porque tal vez ten�a raz�n Josefa cuando lamentaba las libertades con que Milagros y Diego cansaron a su hija.

Josefa pareci� descifrar su mirada.

-Hay algunos renovadores incapaces de entender lo esencial -le dijo.

-�Qu� es lo esencial? -pregunt� Milagros alzando la voz.

-Los hombres tienen pasiones, las mujeres tenemos hombres -le contest� Josefa-. Emilia no es un hombre. No la puedan tratar como si tuviera los sentimientos tan mal acomodados como ellos.

Diego terci� con razones favorables a su causa subi�ndose a la cama con todo y zapatos para tener m�s cerca la voz de su mujer. Pero ni al sentir cerca el olor a madera y tabaco que tanto la ataba a su marido Josefa dej� de culparlo.

-Rid�cula estaba yo protestando mientras ustedes les tend�an la cama a los muchachitos. Como si fuera un chiste que Daniel le quitara a Emilia la paz.

-La paz es para los viejos y los aburridos -dijo Milagros-. Ella quiere la dicha, que es m�s dif�cil y m�s breve, pero mejor.

-No hagas discursos, hermana -pidi� Josefa levant�ndose de la cama y caminando hacia la puerta-Hace rato que no puedo con los discursos.

-Tiemblo cuando se enoja contigo -le dijo Diego a Milagros tras ver salir a su mujer.

-No te aflijas. Ella sabe que tenemos raz�n. Lo que pasa es que le cuesta mucho trabajo aceptarlo.

-Yo no estoy tan seguro en este momento de que hayamos hecho bien no casando a Emilia como se casan las dem�s. Lo nuevo angustia.

-M�s angustia lo viejo. Y si quieres entrar en tema, m�s me angustia el viejo D�az. No s� qu� vamos a hacer. Si sigue tan terco como est� con quedarse, esto se va a volver un l�o de los mil demonios. La campa�a electoral es un sainete. Este hombre no quiere m�s elecci�n que la suya. Y entre m�s persiguen a la gente, m�s se radicaliza. Algunos ya quieren levantarse en armas.

-L�brenos el destino de los redentores -dijo Diego.

-Ma�ana llegan de M�xico unos enviados de Madero a intentar que Serd�n abandone su idea de la rebeli�n armada y se limite a combatir con la ley.

-No creo que logren nada -dijo Diego—. �Qui�n convence a ese mont�n de pasiones? Quiere ser h�roe. Y eso es muy peligroso. Los h�roes no traen con ellos sino dictaduras. Hay que ver en qu� se ha convertido ese gran h�roe de la Rep�blica que fue el general D�az. �Me crees si te digo que tengo miedo? Una cosa es querer vivir en una sociedad digna de llamarse as�, buscar justicia para otros como un modo de encontrarse con la propia justicia, y otra meterse en una guerra.

-Aseguran que ser�a una guerra corta -dijo Milagros.

-No hay guerras cortas. Empezar una guerra es como rasgar una almohada de plumas -opin� Josefa entrando con la charola del t�-. Por eso me gusta Madero, porque es un hombre de paz.

-Se pasa de ingenuo--dijo Diego.

-Es un buen hombre. Como t� -le dijo su mujer.

-Con la diferencia de que a m� no se me ocurre acaudillar a nadie.

-Los dejo tan de acuerdo en ese tema como han estado siempre, y me voy a ver en qu� va la manifestaci�n, porque ya se me hizo muy tarde -dijo Milagros.

-No vayas, Milagros. Por un d�a que faltes no pasa nada -le pidi� Josefa.

-Ya falt�. Voy s�lo a ver en qu� acaba.

-Quiero ir contigo -dijo Emilia levant�ndose del suelo, despierta como un gallo.

-Y t� de d�nde sales? -le pregunt� Josefa con una sonrisa.

Diego hab�a tomado una almohada de la cama, y le estaba quitando la funda para sentir las plumas. Se tocaban tan suaves, tan sumisas. Comparar a la guerra con una almohada rota. Eso s�lo pod�a ocurr�rsele a su mujer.

Milagros se despidi� y corri� a la escalera. Diez segundos despu�s, la oyeron azotar el port�n de la entrada.

-Cierra las puertas como si quisiera sellarlas para siempre -dijo su hermana.

-Como si quisiera tirarlas -dijo Diego.

Emilia pidi� una sopa y un pan con queso. Josefa le ofreci� alubias. Nada le hubiera podido parecer mejor. Las iba comiendo y la cara le cambiaba de a poco. Cuando termin� su segunda raci�n, era otra.

-�Hasta cu�ndo vas a confundir el hambre con la tristeza? -le pregunt� Diego-. Llevas dos d�as llorando y uno y medio has llorado de hambre.

-No te quites culpas, Diego -le advirti� Josefa.

-No las tengo. �T� crees Emilia que yo tengo la culpa de que adores a Daniel?

-�A qui�n se le ocurri� eso?

-A tu mam�.

-Qu� cosas se te ocurren -dijo Emilia-. �l s�lo tiene la cuarta parte de la culpa. Otra cuarta la tiene mi t�a Milagros por present�rmelo cuando nac�. Y de la mitad que queda, una parte es tuya porque me gust� que no te gustara y otra m�a porque soy necia.

-Esa repartici�n me gusta -dijo Diego-. Con la cuarta parte estoy dispuesto a cargar.

-Faltaba menos -murmur� Josefa sirvi�ndole caf� a su marido.

El agua de tila se parec�a esa tarde al t� de la India. Emilia le puso un poco de leche y lo sorbi�. Un �ngel cruz� la mesa y tras el silencio de su paso se oyeron golpes en la puerta de abajo. Diego diagnostic� que �sa no podr�a ser otra sino Milagros y sigui� a su mujer que fue a comprobarlo espiando desde el balc�n. Un desorden de cabezas se apretujaba contra el quicio de la puerta. Los Sauri no entendieron qu� pasaba, pero temblaron imagin�ndolo. Emilia baj� corriendo y abri� la puerta sin pensarlo dos veces. Entraron por ella dos hombres heridos que a�n pod�an tenerse en pie, un joven cargando a otro y su t�a Milagros como la pastora de aquella desgracia.

Las tropas hab�an marchado sobre la manifestaci�n cuando estaba a punto de terminar. Cada quien hab�a huido hacia donde le hab�a llevado el instinto. Ellos llegaron hasta ah� con su olor a p�lvora y su p�nico a cuestas, guiados por Milagros y su certeza de que no hab�a en el mundo un cobijo mejor que aquella familia.

Como si los hubiera presentido, sin la m�s m�nima muestra de sorpresa, Emilia los condujo al cuarto lleno de libros que Diego Sauri ten�a junto a su laboratorio en la planta baja de la casa. Se acerc� al muchacho malherido mientras Milagros se pon�a las manos en la cara, descompuesta por primera vez frente a su sobrina.

El muchacho se apretaba el vientre. Emilia le separ� los brazos para hurgar entre su ropa. Segura de que se necesitar�a morfina, se la pidi� a su padre que en ese momento entraba en el estudio. Diego la oy� pedir sin aprobar su demanda, pero la contundencia adulta con que su hija volvi� a urgirle que preparara la droga hizo al hombre dar vuelta y obedecerla sin m�s.

Emilia estaba apretando el pu�o del muchacho para contarle los latidos del coraz�n cuando �l volvi� con una jeringa, la droga y la seguridad de que su hija no sabr�a c�mo ponerla. Pero ella, que hab�a rasgado la orilla de su fondo para atarla en el brazo del muchacho, extendi� su mano hacia �l sin detenerse a verlo dudar. Encontr� la vena que necesitaba y le inyect� la morfina como lo hubiera hecho una profesional. Luego se qued� un rato hincada junto al desconocido, pas�ndole la mano por la frente y habl�ndole al o�do.

Josefa entr� con trapos y agua caliente, avis� que Milagros hab�a salido en busca del doctor Cuenca, y obtuvo de su hija una respuesta lac�nica que dudaba por completo de que algo pudiera hacerse por aquel muchacho.

Los j�venes que entraron con �l a cuestas no ten�an la menor idea de qui�n ser�a. Dijeron s�lo que lo hab�an visto correr junto a ellos y luego caerse. No sab�an ni c�mo alcanzaron a recogerlo. Hab�an o�do sus gritos sobre los tiros que les persegu�an el cuerpo y la voz de Milagros pidi�ndoles ayuda. A ese muchacho lo hab�an recogido porque gritaba, pero en el suelo hab�a otros y ah� los dejaron.

Diego quiso saber si hubo muertos, pero ellos le contestaron que no hab�an estado las cosas como para andar investigando el destino ajeno. Despu�s volvieron al mutismo p�lido que a�n los dominaba.

Milagros entr� con el doctor Cuenca. Los �ltimos a�os hab�an apresurado la pendiente de su vejez, pero sus manos a�n eran diestras. Se empe�� en buscar la bala en el cuerpo del muchacho.

-Se va a morir igual -le susurr� Emilia-. �Para qu� lo torturas?

-Eso nunca se dice -censur� el doctor Cuenca-. Ay�dame.

Emilia obedeci�. Sab�a con cu�nta obsesi�n Cuenca llevaba adelante la consigna m�dica de pelearse con la muerte hasta el �ltimo momento. Pero hab�a visto el cuerpo agujereado del muchacho y no imaginaba c�mo ser�a posible salvarlo.

Las hermanas Veytia coincid�an en su incapacidad para lidiar con la sangre y dejaron trabajar al doctor Cuenca ayudado por Diego y Emilia. Hicieron lo posible por dar cura a las heridas leves de los otros muchachos y conversarles hasta medio sosegarlos.

Dos horas despu�s, cuando estuvo claro que el doctor Cuenca hab�a tenido raz�n, Emilia acarici� los p�rpados del adolescente a�n dormido y le bes� la cara como a un bendito.

Ni una l�grima, ni un gesto de horror pudo atisbar Diego Sauri en su hija durante todo ese tiempo. A veces la vio parpadear de prisa como si con eso pudiera borrarse de los ojos el destripadero que ten�an bajo ellos. Otras, morderse los labios hasta lastimarse. Pero nunca tembl�, ni mostr� miedo. Parec�a una vieja acostumbrada a la pena y sus infamias. S�lo sus ojeras se hab�an acentuado hasta ser dos manchas intensas bajo los ojos.

El herido tendr�a que permanecer bajo su techo porque moverlo era imposible. Emilia lo sab�a y sab�a tambi�n que en su condici�n de enfermera depend�a del padre de Daniel. As� que le pregunt� si pod�a salir un momento y, cuando obtuvo su aprobaci�n, sali� corriendo del estudio como si la persiguiera un mal esp�ritu.

Subi� las escaleras a brincos, cruz� la estancia sin decirles una palabra a las hermanas Veytia y entr� al ba�o sin detenerse a cerrar la puerta. Un l�quido amargo le sub�a del est�mago y ya no pod�a guard�rselo m�s. Durante un rato largo, que a su madre le pareci� eterno, la oyeron vomitar entre maldiciones estridentes y jaculatorias tergiversadas.

El doctor Cuenca hab�a subido tras ella. Imp�vido y noble como el buen vino. No le gustaba notarse de m�s ni hacerle al h�roe, pero esa tarde hab�a ganado otra batalla y el �xito le permit�a concederse un derroche verbal y un j�bilo casi escandalosos en �l.

-�La ni�a est� vomitando? -pregunt� con una sonrisa deteni�ndose en el umbral de la puerta.

Josefa Veytia le contest� moviendo la cabeza hacia abajo y con dos l�grimas alarg�ndose por su cara sin que pudiera remediarlo. El doctor Cuenca se acerc� y se puso a encender un largo tabaco liado en La Habana.

-Hay que vomitar mucho para convertirse en m�dico -dijo-, pero la ni�a tiene talento y pasi�n. Con darle bien de comer, est� arreglada.

Despu�s le pidi� a Josefa una de las infusiones con las que ella lo curaba casi todo.

Diego Sauri aprovech� para buscarse un brandy y darle otro a su exhausta cu�ada que volv�a de investigar c�mo iban las cosas para Emilia en el ba�o.

-Ahora, de remate, quiere ser m�dico -dijo Milagros tomando su copa.

Lo que sigui� fue un desorden de increpaciones y preguntas. Sin inmutarse, el doctor Cuenca explic� que Emilia hab�a cambiado las clases de chelo por las de medicina. Se hab�an prometido guardar el secreto por el gusto de saberse libres de observaci�n y expectativas, pero Emilia hab�a resultado una buena estudiante. Sumando lo que conoc�a de f�rmacos con lo que hab�a aprendido de Cuenca, sab�a para entonces por lo menos la tercera parte de lo que podr�an ense�arle en la Escuela de Medicina.

-Me siento como un cornudo -dijo Diego, quej�ndose del secreto-. Se le va a hacer a usted el sue�o de tener una hija doctora.

-Ojal� y fuera mi hija. Yo no tuve sangre para dar mujeres -dijo Cuenca cerrando la conversaci�n en torno a Emilia para volver a su continua aflicci�n de los �ltimos tiempos: la guerra como un augurio y la prudencia como el �ltimo deber de un viejo cuya vida cruz� por el siglo m�s aguerrido y doloroso de la vida mexicana.

Tem�a lo irreversible, pero se empe�aba en moderar la precipitaci�n de quienes aseguraban que un levantamiento en Puebla har�a levantarse tras �l a todo el pa�s. No confiaba en quienes cre�an que ser�a f�cil tomar cuarteles, asaltar tiendas, empujar huelgas, dejarse comer por la prisa y los excesos antes que por la mesura y las ideas. Ambicionaba la pol�tica, el quehacer pol�tico como el m�s generoso de los quehaceres, la paciencia y la raz�n por encima de la ira. Como Diego, desconfiaba de los hombres puros, de quienes estaban dispuestos a morirse y matar con tal de romper de una vez con el h�bito de la paz que a �l le resultaba tan preciado. No cre�a como otros que en M�xico todo hab�a sido igual los �ltimos treinta a�os. Cre�a que el sue�o hab�a. sido traicionado, porque la vida siempre traiciona los sue�os. La rep�blica con que hab�a so�ado su generaci�n debi� ser democr�tica, igualitaria, racional, productiva, abierta a las novedades y al progreso. Pero �l hab�a envejecido vi�ndola convertirse en el reino de los grandes ricos, seguir siendo territorio de la desproporci�n y el autoritarismo. Era como cuando �l naci�, como cuando su abuelo luch� para librarla de la colonia espa�ola, una sociedad regida por el m�s necio catolicismo, guiada por fueros, privilegios y caciques.

Sin embargo, muchas cosas hab�an cambiado. El mundo era un mundo distinto al de treinta a�os antes. Muchas cosas no hab�an cambiado y muchas otras cambiaban tanto que no daba tiempo de contarlas. Hab�a por todas partes miseria y estancamiento y entretejiendo esa desgracia, hab�a riqueza y cambios. De remate, los viejos se empe�aban en gobernar un pa�s que era ya el pa�s de j�venes para los que no hab�a m�s mundo ni m�s pasi�n que el futuro.

Conversaron largo durante aquella noche de zozobras. Josefa le hab�a puesto triple llave al port�n asegur�ndose de que si alguien entre los seres por quienes ella respiraba quer�a rehacer el mundo durante las siguientes horas, lo har�a desde su casa y con las pac�ficas armas de la imaginaci�n y las palabras.

El doctor Cuenca intent� irse como a las once de la noche, pero como la se�ora Sauri se neg� a quitar la llave hasta que la luz del d�a siguiente hubiera corrido franca por las calles de la ciudad, �l devolvi� su sombrero a la percha de la estancia y acept� un primer brandy.

No hab�a raz�n para llevarse las penas a otra parte. Quienes ah� padec�an el mundo eran todo su mundo adem�s de sus hijos, y sus hijos hac�a tiempo que andaban recorriendo el mundo en busca de la pol�tica y la libertad que no encontraron cerca de su casa.

XIV

Emilia Sauri no estuvo en ese concilio. Hab�a salido del ba�o y cruz� el sal�n dejando un olor a flores y sahumerios.

-Voy a ver a mi enfermo -dijo y desapareci�.

Su enfermo dorm�a. Revis� su pulso, su temperatura, y jal� una silla para sentarse junto a �l a velarlo. Estuvo un rato mir�ndolo, bajo un silencio de espanto, hasta que tambi�n ella se qued� dormida.

No supo cu�nto tiempo hab�a pasado, cuando la despert� el ruido de la cerradura del port�n destrab�ndose poco a poco. Tembl� al imaginar la irrupci�n de aquella polic�a sobre cuya fuerza y barbaridades viv�a oyendo, pero tras su primer temor, record� que deb�a proteger al enfermo que ten�a encomendado y fue hasta la puerta. Vio abrirse una rendija, vio c�mo la oscuridad de la calle cortaba la tibia luz del farol sobre su patio, y se mantuvo erguida en espera de que una figura de uniforme entrara orden�ndole qui�n sab�a qu� horror. Entonces, la puerta se abri� a�n m�s y el cuerpo de Daniel, completo bajo la ropa de campesina enrebozada con que ya lo hab�a visto aparecer otra vez, la puso a temblar como se hab�a prometido no hacerlo frente a ning�n polic�a.

No quisieron hablarse, viv�an oyendo el eco de sus voces y o�rlas ya no era desahogo para el impaciente amor de a ratos que los ten�a en la vida. Emilia jugaba siempre a imaginarse desnud�ndolo y cuando lo hizo en la penumbra que los inundaba de s� mismos hab�a en sus dedos una vieja destreza y en el aire que cortaba su boca una flama que ella sab�a de siempre en vilo.

En la madrugada el doctor Cuenca baj� al estudio. Iba entrando a la habitaci�n a�n oscura cuando dio con el cuerpo y la voz de su hijo Daniel como un aparecido. Saliendo del amor sin resabios que los ten�a tocados por en medio, los encontr� a �l y a Emilia todav�a jadeantes y hermosos. A Emilia pod�an sent�rsele las mejillas ardiendo y a Daniel, que no hab�a terminado de abrocharse la camisa, el coraz�n le andaba como un loco.

-Quererse as� hace da�o -les dijo Cuenca con una sonrisa de las pocas que le hab�a regalado al mundo durante su frugal existencia.

Dos d�as antes, el gobierno hab�a detenido a Madero tras un discurso al que calific� de "conato de rebeli�n y ultrajes a la autoridad". Lo ten�an preso en San Luis Potos� y estaban dispuestos a seguir encarcelando a todos aquellos que parecieran peligrosos amigos suyos en cada lugar de la fulminada rep�blica. Sobre todo a los viejos, a los que hab�an sido amigos del general D�az en los tiempos de su republicana juventud. A �sos, por no entender, por pasarse de j�venes, por andar de traidores, les ir�a peor y m�s r�pido. De �sos era el doctor Cuenca, y sus hijos lo sab�an mejor que nadie. Se hab�an reunido en San Antonio aun antes de imaginarse que a Madero pudieran encarcelarlo y decidieron poner a salvo a su padre, porque dejarlo en manos del grupo con que se reun�a los domingos no parec�a lo m�s seguro que pudiera preverse. Daniel hab�a venido a Puebla para llevarlo a los Estados Unidos. Ya entre ellos, hab�a pensado que lo mejor ser�a llevarse tambi�n a Milagros Veytia y con ella a los Sauri y a Emilia.

Para su desgracia sus deseos no eran �rdenes y seg�n parec�a ninguno de aquellos por los que hab�a hecho el viaje querr�a irse con �l a ninguna parte. Ninguno salvo Emilia, que en dos horas olvid� sus deberes m�dicos y estaba lista para seguirlo a donde mejor lo decidiera su arbitraria cabeza.

-Cuando amanezca se habla -les dijo Cuenca para librarse al fin de la serie de razones que le daba el hijo y la serie de sinrazones que su alumna hac�a militar entre sus labios.

Se acerc� al muchacho herido y llam� a Emilia para que lo ayudara en la curaci�n. Daniel prendi� la bombilla de luz el�ctrica que Diego hab�a instalado en su despacho. Vio despu�s a su padre y a Emilia entregarse a la pasi�n que ambos compart�an. Pas� entonces de sentirse el centro en la vida de la Emilia con la que dio en la noche, a ser tan s�lo un testigo intruso en ese universo de signos y t�rminos que no s�lo desconoc�a sino que le provocaron las primeras convulsiones de un sentimiento seco y necio: los celos lo fueron enfureciendo mientras su padre y Emilia tej�an en sus narices la red de complicidades m�s perfecta que �l pod�a haber imaginado. Su padre y su mujer sab�an de s� mismos cosas que �l ignoraba, compart�an un lenguaje que no lo involucraba. Y verlos moverse y entender juntos algo que le era por completo ajeno, lo turb� hasta no saber a qui�n de los dos quer�a m�s o a cu�l de ambos detestaba menos.

Emilia descifraba el aliento de ese hombre seco que hab�a sido su padre y su padre hablaba con ella usando una suavidad con la que no hab�a privilegiado nunca a sus hijos. Los dos juntos parec�an estar bailando alrededor de aquel desconocido cuya vida cuidaban como no pens� que cuidar�an la suya. Emilia quer�a a otro Cuenca adem�s de a �l y su padre quer�a a Emilia como nunca demostr� quererlo a �l.

S�lo hasta que terminaron su trabajo ella volvi� la cara que le iluminaba un rayo de luz col�ndose por la ventana. Ten�a el pelo amarrado en una trenza r�pida y una aureola de cabellos reci�n nacidos se hab�a ido despeinando sonriente por encima de su cabeza. Lo mir� como quien mira al infinito, cerr� los ojos y los abri� despu�s muy r�pido, en un gui�o con el que le pidi� perd�n de golpe por la hora de infidelidad a la que se hab�a entregado, sin matices, en su presencia.

Daniel tambi�n la perdon� de un golpe. Y la quiso de nuevo con la misma necesidad que sinti� entre sus costillas mientras le daba vueltas a la llave con la que abrir�a la cerradura de su casa.

Despu�s del desayuno el doctor Cuenca acept� irse con su hijo al extranjero. Ya estaba demasiado viejo para andar corriendo riesgos con los que no hac�a sino arriesgar a otros. Eso dijo refiri�ndose a su completa certidumbre de que Milagros, Rivadeneira y los Sauri no s�lo viv�an pendientes de �l, sino que estaban tan asociados a su nombre que peligraban procur�ndolo.

Otra vez hab�a vuelto la vigilancia sobre su casa, no iba a ser f�cil ver a sus hijos durante los siguientes meses, qui�n sab�a si a�os, y como su trabajo con Emilia ya estaba descubierto, no ten�a ni siquiera que preocuparse demasiado por la continuidad de su educaci�n. Emilia estaba lista para seguir busc�ndose los conocimientos m�dicos que le hicieran falta, quiz�s si �l se adelantaba, pronto los Sauri permitir�an que su hija se inscribiera en una universidad norteamericana y si la suerte era buena y el cielo iluminaba el destartalado coraz�n del dictador, tal vez Madero ganar�a las elecciones y �l podr�a volver a su casa a esperar el nacimiento de un nieto con los ojos de su alumna Sauri.

Emilia hubiera preferido no despedirse de su maestro. Hab�a tenido suficiente con despedirse de Daniel una vez y otra, tantas que ya ni cuando lo ten�a cerca se permit�a la paz de saberlo suyo. Sent�a que al abrazarlo cuando apenas llegaba, lo estaba abrazando al mismo tiempo porque ya se iba. Por eso, porque lo buscaba en todas partes, hab�a recalado en su padre como en lo m�s pr�ximo. Perder tambi�n ese consuelo le parec�a una infamia doble. Pero no quiso llorar ni lamentarse frente a su maestro. Le deb�a tanto, hab�a aprendido tan bien de sus palabras y sus silencios que un buen m�dico no se deja aniquilar por la pena, que s�lo mientras lo abrazaba pudo llorar la �ltima l�grima infantil de su vida.

Se hab�an deshecho de su secreto mayor y sin embargo, tras dos a�os de saber a la medicina como una de las dos pasiones esenciales para aquella muchacha, mitad hija; mitad c�mplice. de su vejez ensimismada, el doctor Cuenca ten�a con ella muchos peque�os conjuros en com�n.

Le hab�a ense�ado a escuchar la respiraci�n de los enfermos, a o�r con fervor el sonido de su sangre bajo la piel, a buscarles en los ojos la causa del mal que los lastima, a hurgar bajo sus lenguas, sobre sus lenguas, dentro de lo que callan o dicen sus lenguas. Le hab�a ense�ado que nadie cura sin el deseo intenso y entero de hacerlo, que ning�n m�dico puede permitirse vivir lejos de tal deseo. Le hab�a ense�ado que la vida de los otros, el dolor de los otros, el alivio de los otros deb�a regir el aliento, las madrugadas, la valent�a y la paz de todo m�dico. Le hab�a dicho que los intestinos de la gente saben m�s de ella que su coraz�n y que la cabeza de la gente respira el aire que el coraz�n quiere mandarle. La hab�a convencido de que nadie sobrevive a su deseo de morirse y de que no existe enfermedad capaz de matar a quien ambiciona la vida.

Adem�s, le hab�a regalado, como la �nica propiedad que su profesi�n sin ahorros pod�a regalarle, los m�s de cien privad�simos descubrimientos de su larga entrega a la medicina y sus enigmas. Emilia sab�a d�nde quedaba cada tornillo de los que arman el cuerpo humano. Sab�a de qu� color era por dentro, c�mo corr�a la sangre y por qu� arterias, qu� sonidos internos explicaban qu� penas. Sab�a sacar a los ni�os de las panzas azules en que los guardan sus madres nueve meses, sab�a coser heridas, desinflamar chichones, detener diarreas. Sab�a ya que los caminos del dolor humano carecen de rumbo fijo y a veces no tienen fin. Pero sab�a tambi�n que pod�an detenerse, que desde el principio de los tiempos la humanidad hab�a encontrado formas para detenerlos, que no hab�a una sola verdad m�dica y que siempre podr�a encontrar algo nuevo en las b�squedas de otros.

-Los m�dicos no sabemos nada, m�s que lo vamos sabiendo -le dijo Cuenca separ�ndose de ella sin decirle adi�s.

Daniel lo tom� del brazo y volvi� a perder los ojos en Emilia.

-Ya t� sabes -le dijo.

-�Ir�s a la guerra? -pregunt� Emilia.

-No habr� guerra -dijo Daniel. Emilia quiso creerle cada palabra.

Las siguientes semanas fueron dif�ciles para todos. Despu�s de las elecciones, Milagros Veytia lleg� a estar tan exhausta y desesperada que durante varios d�as no fue capaz ni de peinarse. Se mud� a vivir de lleno en la casa de su hermana, porque la soledad que hab�a adorado empez� a pesarle como una sart�n golpe�ndole la cabeza. En los d�as previos, el poeta Rivadeneira se hab�a dolido tanto cuando ella no quiso irse de viaje con �l, que tuvo a bien emprender el viaje de cualquier modo, en un intento m�s de los muchos que hac�a a diario para vivir sin ella.

Desde antes de las elecciones ya estaba claro que ser�an un fraude. Ni Diego, ni Josefa, ni Milagros, aparecieron en las listas que por ley se publicaban en los peri�dicos ocho d�as antes de las votaciones primarias. Como ellos, muchos otros nunca recibieron las tarjetas que los autorizar�an a votar.

En las c�rceles hab�an desaparecido los guardianes "amigos". Desde su secuestro, Milagros no pod�a salir sola sin correr el riesgo de quedar otra vez detenida. Los tres Sauri la supl�an en el trabajo de comprar libertades para los maderistas. Pero ni Emilia, intentando los caminos cortos con los cuales hab�a salvado a Daniel, logr� conseguir m�s de una libertad.

Un d�a se llevaron preso al �nico hijo de la mujer que cada semana iba a la Casa de la Estrella por las camisas de Diego y cada semana las devolv�a planchadas y almidonadas como si fueran de az�car. Parec�a que el cielo le hubiera prestado todas sus aguas la tarde en que se present� llorando porque su hijo ya estaba en la estaci�n de trenes y eso s�lo significaba que lo enviar�an a morirse.

Como sus padres estaban ocupados escuchando una de las disertaciones de Milagros, Emilia tom� a la mujer de un brazo y se fue con ella a la estaci�n de trenes en busca de qui�n sab�a qui�n. Oscurec�a cuando entraron al and�n. Una hermosa m�quina empez� a rugir soltando al aire un humo denso. Emilia respir� el aire aquel, lo dej� vagar y repetirse en sus pulmones y sinti� volver el eco de un viaje sagrado. No le pesaron los pies ni la lengua ni la garganta para caminar de prisa en busca del hombre que ten�a a su cargo el vag�n lleno de presos. Subi� la escalerilla y golpe� la puerta ajetreando su boca con los gritos de una patrona exigente. Se puso el apellido con que adornaba su nombre el esposo de Sol y se acogi� sin dudarlo a la influencia de la familia que pose�a m�s de medio estado. Dijo que el muchacho de do�a Silvina la lavandera era pe�n de su casa y que no ve�a el motivo por el cual lo ten�an preso. Cuando le contestaron que porque hab�a participado liderando una huelga, ella actu� un gesto sorprendido. Mir� al encargado con los ojos de superioridad que le horrorizaban en las cu�adas de Sol y aleg� que eso era imposible: ella hab�a tenido al preso bajo su mirada noche y d�a durante los �ltimos cinco meses. Luego, ayudada por la autoridad que le conced�a haber convencido de su alcurnia al militar bajo cuyas �rdenes estaba el cuidado de la estaci�n de trenes, se llev� consigo al muchacho tras firmar con su nombre prestado unos papeles que la hac�an responsable de su vida y su fidelidad a la patria.

Do�a Silvina qued� tan agradecida que al d�a siguiente se present� en la casa de Emilia con una de sus nueve hijas. Como retribuci�n por el regreso de su �nico hombre, le parec�a justo entregar a una de sus mujeres. Era una criatura de trece a�os, mal comida y p�lida, que sonre�a con una mezcla de timidez y satisfacci�n mientras su madre explicaba las razones de su regalo. Emilia no supo qu� decir. Hab�a aprendido que era una gran ofensa no aceptar el regalo de un pobre. Pero de ah� a quedarse con la hija de aquella mujer como si fuera una gallina, deb�a haber un abismo.

Durante un rato perdi� la locuacidad que tan �til le hab�a sido el d�a anterior. Miraba a do�a Silvina corno si quisiera indagar de qu� estaba hecha, miraba a su hija busc�ndole la voz con una respuesta, y se clavaba las u�as en el interior del pu�o apretado. Hasta que la ni�a interrumpi� con su duda ronca la divagaci�n justiciera del dolor con el que Emilia ya no pod�a lidiar.

-�No me quiere usted? -la oy� preguntarle.

Emilia respondi� que no era eso y vio c�mo la sonrisa tensa de la ni�a se volv�a complacencia mientras le dec�a a su madre que se fuera ya. La mujer dio las gracias otra vez y se dispon�a a desaparecer sin m�s cuando Emilia la detuvo del mandil dici�ndole que no pod�a hacerle eso. Sac� un encaje de palabras con las que explicarle por qu� ella no pod�a quedarse con su hija. La mujer no entendi� sus razones, pero termin� acept�ndolas convencida m�s por sus ojos h�medos que por el palabrer�o dulz�n en que la ve�a perderse.

Cuando por fin se fueron, Emilia sali� corriendo en busca de Milagros que redactaba un manifiesto llamando al mitin en protesta por las trampas electorales. Escribir era ya lo �nico que la consolaba y escrib�a manifiestos todos los d�as y a todas horas, se publicaran o no, salieran o no de su confuso escritorio.

-Le hubieras hecho un bien qued�ndotela -dijo Milagros-. Ha de estar muerta de hambre.

Emilia record� a la ni�a, a su gesto de s�plica y coqueter�a y pens� que tal vez Milagros tuviera raz�n. Pero afirm� que de todos modos ella estaba m�s en paz con su negativa.

-Paz es lo que no hay por ninguna parte -dijo Milagros dej�ndose acariciar por el cepillo con que Emilia se propuso peinarla.

Trenz� primero su melena a la que se le hab�an multiplicado las canas y despu�s le prendi� la trenza en un chongo casi perfecto. Hab�a pasado el tiempo y su ardor sobre Milagros, pero la belleza de sus facciones segu�a siendo excepcional, arrogante y noble como en su desaforada juventud.

Dec�a Josefa que la inteligencia hab�a sido siempre el lienzo sobre el cual la vida pintaba el gesto de su hermana. Y mirando sus ojos aquella ma�ana, Emilia comprob� esa verdad por encima de cualquier otra que hablara de su t�a.

Pero la inteligencia descorazonada es peligrosa, y daba pena escuchar a Milagros prediciendo cat�strofes. Cruzaba por su voz el Apocalipsis y una desolaci�n de abismo que Emilia no estaba dispuesta a asumir como su �nico futuro. As� que se empe�� en corregir las predicciones que Milagros ve�a contundente en su privad�sima bola de cristal.

Dedic� el resto de la ma�ana a escucharla con una frescura con la que hac�a tiempo que nadie la escuchaba y le apost� los cincuenta y seis cent�metros de su estrepitosa melena oscura a que Madero ser�a presidente de M�xico aunque ni ella ni su padre ni al parecer Dios padre y la Coatlicue lo creyeran posible.

-Yo te apuesto la luz de mi ojo izquierdo a que eso no sucede -le dijo Milagros divertida con la oferta. Luego camin� hasta su escritorio y hurg� en una caja que hab�a pertenecido a su padre.

-Toma -dijo extendi�ndole un sobre sin abrir, dirigido a ella y cruzado por la letra de Daniel-. A ti ya qui�n te puede proteger de la vida.

La discusi�n con Milagros en que Emilia hab�a dejado a sus padres el d�a anterior, ten�a que ver con aquel sobre. Los tres sab�an de qu� tratar�a esa carta porque junto con ella hab�an recibido una del doctor Cuenca coment�ndola. Desde que intuyeron su contenido los Sauri decidieron escond�rsela a Emilia mientras fuera posible. En la conversaci�n de la noche anterior, Milagros hab�a intentado convencerlos de que no se puede tapar el sol con un dedo y mucho menos con un dedo tembloroso, pero Josefa hab�a terminado convenci�ndola de que lo mejor ser�a esperar.

Lo �nico que pudo conseguir Milagros de su hermana fue la concesi�n para que nadie sino ella guardara la carta, con lo cual le otorgaban el derecho a decidir el d�a en que ya no se pudiera esperar m�s.

En la carta, con la misma tranquilidad con que en los meses pasados le hab�a ido hablando del clima en Chicago, de la �ltima pel�cula de Chaplin o de la trama de las novelas que iba leyendo, con la misma ir�nica rapidez con que un d�a le cont� la historia del fundador del movimiento Scout y otro le describi� el tama�o del puente de Manhattan que se terminar�a ese a�o en Nueva York, la desordenada y alegre caligraf�a de Daniel le comunicaba a Emilia que por un tiempo no recibir�a noticias suyas. Madero hab�a roto el arraigo a que estaba condenado en San Luis Potos� y hab�a llegado a Texas. Desde ah�, �l y quienes estaban contra la reelecci�n de D�az hab�an lanzado un documento que declaraba nulas las elecciones y convocaba a la insurrecci�n para el veinte de noviembre a las seis de la tarde. Daniel iba a cruzar la frontera para unirse en Chihuahua a un grupo de arrieros y gente de las minas que formar�an parte del levantamiento destinado a despertar al pa�s de su letargo.

Despu�s del aviso, Daniel aprovechaba para recomendarle que leyera la tercera sinfon�a de un jud�o austriaco capaz de ordenar en una orquesta la presencia de veinte cornos y diecisiete trombones. "Si no fuera de Viena ser�a de Guam�chil." De ah� pasaba a despedirse con un beso en la boca de arriba y otro en la sonrisa de abajo.

Emilia termin� de leer despacio, dobl� la carta con una parsimonia que sorprendi� a su t�a y le pag� una sorpresa con otra:

-Viene a comer Rivadeneira a las tres -dijo abriendo una sonrisa de ni�a aplicada. Luego busc� en su rec�mara el chelo del que se hab�a olvidado y lo abraz� acarici�ndolo con el arco hasta arrancarle un sonido hermoso y l�gubre en el que fue quemando la pena que se hab�a prometido no convertir en palabras.

Era el final de octubre y Sol no hab�a vuelto a�n de su luna de miel. Rivadeneira la hab�a encontrado en Nueva York, amable, aburrida y preciosa. No quiso decirlo, pero fue la visi�n de esa pareja lo que lo hab�a hecho volver como un venado en busca de la imprevisible Milagros Veytia. Quer�a envejecer junto a ella y se lo pidi� con ceremonia, brindis y discurso al terminar la comida.

-Rivadeneira querido, lamento decirte que ya envejecimos -contest� Milagros.

Una semana despu�s se mud� a vivir con �l a la gran casa de la avenida Reforma que ol�a a papeles guardados y a hombre solo.

XV

La revoluci�n no empez� el veinte de noviembre a las seis de la tarde, pero empez�. Siempre a distintas horas y durante todos los d�as que siguieron a la ma�ana del d�a dieciocho en la ciudad de Puebla. Esa madrugada el gobierno mand� allanar las casas de algunos antirreleccionistas sobre los que desde siempre ten�a sospechas. Sabi�ndolo, Aquiles, M�ximo y Carmen Serd�n, conocidos como los m�s radicales l�deres de los rebeldes poblanos, esperaron la llegada de la polic�a dispuestos a iniciar la revuelta dos d�as antes.

Eran las ocho de la ma�ana cuando llamaron a la puerta. Como si les gustara la visita los Serd�n abrieron sin dudarlo. Un hombre con ojos de cuervo, reconocido por todos como el jefe de la polic�a, entr� al patio de la casa en la calle de Santa Clara con una pistola en la mano. Se detuvo al encontrarse con Aquiles empu�ando una carabina, y sin cruzar una palabra, hizo un disparo. La bala no toc� a nadie y Serd�n no esper� una segunda. Apret� su gatillo y mat� al polic�a. Algunos de los subordinados corrieron hacia el interior de la casa y otros salieron huyendo. Uno de los que entraron, empez� a subir las escaleras tras Aquiles. Entonces, su hermana Carmen, vestida de blanco y con el cabello atado a la nuca, se atraves� en su camino apunt�ndole al pecho. El hombre le pidi� que no disparara.

-Pues d�me su pistola -le respondi� Carmen sin dejar de apuntarle.

Obediente, el soldado baj� los pocos pelda�os que hab�a subido y solt� su arma. Su jefe qued� tirado en medio del patio, como un espanto, con los brazos abiertos y los ojos fuera de sus �rbitas.

Quienes estaban en la casa entendieron que en muy poco tiempo les llegar�a un ataque feroz. Diecis�is amigos de los Serd�n se parapetaron junto con ellos en las alturas de la finca, detr�s de los tinacos o cubri�ndose con las cornisas de las azoteas. Al poco rato, un n�mero abrumador de polic�as inici� los primeros disparos contra la casa.

Milagros Veytia estaba tomando caf� en la cocina de Josefa su hermana, cuando el tiroteo rompi� a lo lejos un silencio tenso. Llegaba desde la iglesia de Santa Clara, frente a casa de los Serd�n, no hab�a equ�voco posible. Al o�rlos, lo primero que se le ocurri� a Milagros fue correr a la calle y tratar de llegar hasta la casa de sus amigos. Pero la polic�a hab�a cercado los alrededores y se apostaba en los techos de las iglesias, impidiendo el paso de cualquier ayuda. Cuando el ruido de una batalla dispar y cerrada cerc� el aire como �nico informe de lo que pasaba, Milagros maldijo al poeta Rivadeneira por haberse negado a visitar a los Serd�n la noche anterior y se hundi� en una tristeza ingobernable.

Diego Sauri cerr� la botica y subi� a mesarse los cabellos en familia. No hab�a qu� decir que no se hubiera dicho, no hab�a qu� esperar que no fuera predecible y oscuro. Los Serd�n y quienes estaban en su casa no tendr�an c�mo defenderse por mucho tiempo.

Unos rurales subieron al techo de la iglesia de San Crist�bal, a un costado de la casa crepitante de furia. Tras media hora de disparar consiguieron hacerle da�o. Casi al mismo tiempo un batall�n del ej�rcito atacaba desde lo alto de un hotel en el otro costado de la casa, y otro escal� los muros del orfanatorio que quedaba a espaldas de las azoteas desde las que disparaban los rebeldes.

Milagros escuchaba el tiroteo sentada en el suelo, comi�ndose las u�as y abominando al mundo. Junto a ella, Emilia le acariciaba la cabeza, en un af�n in�til de sosegarla.

-Deber�amos estar ah�. Muri�ndonos con ellos -dijo Milagros como parte de una deshilvanada conversaci�n con su cu�ado.

El boticario Sauri se neg� a sentirse culpable de no tener un arma ni quererla.

-La prohibici�n absoluta de matar a un ser humano debe ser el principio de cualquier �tica coherente. Nadie tiene derecho a matar a nadie -dijo como hab�a dicho siempre que necesitaba un argumento para oponerse a la guerra.

-Hablas como si quedara otro remedio -le contest� Milagros.

-Ha de quedar alguno. Yo no quiero ser h�roe. El hero�smo es un culto al asesinato -sentenci�.

Durante m�s de dos horas el ruido de un combate encarnizado lastim� sus o�dos. Hasta que poco a poco, los disparos fueron d�ndose tregua y el silencio como un vaticinio tom� el aire de la ciudad.

M�ximo Serd�n y casi todos los defensores de las azoteas estaban muertos. Carmen se lo avis� a su hermano Aquiles. �l hizo una mueca que su hermana cargar�a en el recuerdo el resto de su vida y dej� de disparar. Un grupo de rurales se acerc� al zagu�n de la casa. Fuera de s� por la muerte de su hermano M�ximo, Carmen le dijo a Aquiles:

-Mira, acabaremos con todos esos.

Aquiles la mir� desconsolado.

-No hay ning�n jefe con ellos. Si yo supiera que con su muerte triunfar�amos los matar�a a todos, pero estamos perdidos de todas maneras. Me esconder� -dijo quit�ndose el abrigo.

Mientras Aquiles buscaba un refugio, Carmen sigui� disparando desde la ventana, hasta que Filomena, la esposa de Aquiles, la jal� por la falda y la oblig� a suspender el fuego. Habl�ndole suave, la fue llevando hasta el cuarto en el que hab�an estado durante todo el combate ella, que estaba embarazada, y la madre de los Serd�n.

Tras romper la puerta a tiros, los federales entraron a la casa. Buscando a Aquiles, uno de los jefes lleg� hasta el cuarto en que estaban las mujeres y las tom� presas.

Escondido en un s�tano fr�o y sudando tras el combate, Aquiles sufri� un enfriamiento que en pocas horas se volvi� pulmon�a. Pasada la media noche, no pudo contener la tos. Los hombres que estaban de guardia en el comedor, bajo cuyo piso quedaba el s�tano cubierto por una alfombra, lo escucharon. Un oficial de gendarmes se acerc�, levant� la tapa del s�tano, lo encontr� y dispar� a quemarropa. El resultado del levantamiento: veinte muertos, cuatro heridos, siete prisioneros y una derrota.

Doscientos soldados llegaron de M�xico en los siguientes d�as. M�s de trescientos milicianos bajaron a la ciudad tra�dos desde varios pueblos en la sierra, el jefe de la zona militar compr� todas las existencias de las armer�as para evitar que cayeran en manos de sus enemigos, el sueldo del Batall�n Zaragoza ascendi� a 37 centavos por d�a para los soldados rasos. El gobierno orden� a los jefes pol�ticos que entregaran dos reportes diarios detallando cualquier actividad extra�a que ocurriera en sus distritos.

Como si hiciera falta intimidar m�s, las autoridades exhibieron el cad�ver de Aquiles Serd�n. Milagros se empe�� en ir a verlo. Rivadeneira fue con ella como una sombra. Volvieron a su casa mirando las piedras de las banquetas, apoyados uno en el otro.

-Eligi� la mejor parte -dijo Milagros cuando cruzaban el umbral del mundo que los cobijar�a.

La revuelta en Puebla fue un fracaso, pero corri� como el fuego por el pa�s. Para el cumplea�os de Emilia, en febrero de 1911, los rebeldes de Chihuahua hab�an logrado echar de su territorio al ej�rcito federal y extend�an su movimiento a la regi�n de las minas en el oriente de Sonora. Hab�a levantados por todas partes. Muchos fracasaban, pero otros emprend�an la revuelta y muchos m�s celebraban en privado el �xito de sus victorias.

La primera carta de Daniel desde que se inici� la guerra, lleg� por correo normal, sucia y remota, a finales de abril. La hab�a puesto en la oficina de correos de un poblado en el norte de Zacatecas. Estaba firmada con un Yo en letra grande y era una lista de te quieros y te extra�os sin m�s detalles ni m�s destinatario que el coraz�n de la doctora Sauri.

-�Doctora, yo! Nada m�s esa mentira me faltaba en su lista -dijo Emilia. Llevaba meses maldiciendo contra la incertidumbre que le imped�a ir a la universidad a estudiar para convertirse en una doctora de verdad. Su padre viv�a repiti�ndole que los m�dicos no se hacen con diplomas y que si ella sab�a curar enfermos ser�a m�dico, lo quisieran o no las autoridades de la universidad. En cambio, �l pod�a dar fe, hab�a varios due�os de un t�tulo que no eran capaces de curar ni un rasp�n.

Para no discutir con su padre ni con los rigores de la vida en la rep�blica, Emilia hab�a vuelto a trabajar en la botica todas las ma�anas. Por las tardes, acud�a como el agua a su nuevo maestro. El reci�n llegado doctor Zavalza puso a sus peque�os pies su persona y sus conocimientos y le pidi� que lo acompa�ara durante las consultas.

A cambio del Daniel que centelleaba de vez en cuando, y que estaba perdido desde el a�o anterior, Emilia encontr� en esa presencia menos dr�stica pero m�s generosa, a un hombre inteligente y bueno de esos que, como dec�a Josefa, no abundan en el mundo.

Adem�s no hubiera podido dar con mejor maestro. Zavalza sab�a un mont�n de cosas y las compart�a sin ostentaci�n. Le gustaban las ense�anzas que Emilia tra�a del doctor Cuenca y se divert�a escuchando los argumentos �ticos que ella le aprendi� de memoria al viejo maestro. Entre enfermo y enfermo, Emilia regaba el consultorio de aforismos y Zavalza la o�a como quien oye una sonata de Bach. Su voz lo hab�a encantado desde la primera vez, tanto que en las noches, cuando su muda rec�mara de soltero no lo dejaba dormir en paz, �l cerraba los ojos y la o�a como al eco de un deseo. Ten�a voz de cristales y de ruina, canturreaba el final de las palabras como s�lo hace la gente que ha vivido cada hora de su vida entre campanarios. Para colmo, viv�a fascinada por la misma ciencia furiosa que hab�a llevado a Zavalza a olvidarse de las finanzas y el comercio, de los viajes y las tierras, el poder y la herencia que estaban para �l. Su padre le hab�a concedido el capricho de convertirse en m�dico, pero siempre crey� que al terminar la carrera su hijo preferir�a la comodidad de administrar una herencia al purgatorio de sobrevivir entre la podredumbre y el des�nimo que puede ser la vida de un m�dico. La verdadera fortuna de aquel padre fue morirse antes de que la batalla con la contundencia profesional de su hijo resultara necesaria. Dej� encargado de darla a su hermano el obispo de Puebla, cl�rigo al que Zavalza ni respetaba del todo, ni hubiera obedecido jam�s. Prefer�a dedicar su talento y sus horas a llevarle la contra y aprender todo lo que a�n no sab�a del vicio que era en �l la medicina. Adem�s, en los �ltimos meses pod�a disfrutar el tono en que Emilia le contaba cosas viejas con la fiebre de quien las descubre como la m�s preciada novedad.

Mirando a Zavalza, Emilia afianzaba las convicciones que hab�a obtenido de Cuenca. Descubr�a cada tarde que no hay un ser humano igual a otro y le daba sorpresas a su amigo aconsej�ndole remedios para curar lo que su ciencia no curaba. Era intuitiva y contundente, sencilla y alerta. Hablaba de Maim�nides, el antiguo m�dico que escribi� los libros venerados por su padre, como de un viejo conocido, y de las yerbas curativas que vend�a do�a Nastasia en el suelo del mercado, con el mismo fervor con que escuchaba de Zavalza los m�s recientes descubrimientos de m�dicos austriacos y norteamericanos.

Toda la medicina, acord� con Zavalza, incluso la que funda sus doctrinas en abstracciones y sus razonamientos en inferencias, tiene algo que ense�ar. Desde la metaf�sica hasta la observaci�n, cualquier camino les parec�a bueno. Emilia aprendi� a no despreciar nada. Menos que nada el lenguaje de los hechos, el que mira en cada peripecia algo �nico, aunque derive su conocimiento de doctrinas generales. Para curar -pensaba- desde las manos del m�dico sobre la cabeza del enfermo hasta las pastillas de Tol� o los chiquiadores de papa. Para curar, desde una larga conversaci�n hasta unas c�psulas de opio. Para curar, desde el agua y el jab�n hasta el �cido t�rtrico. Para curar, desde el polvo de ra�z de Altea hasta los trabajos y descubrimientos del doctor Liceaga, un amigo con quien Zavalza se carteaba cada semana, lo mismo desde la ciudad de M�xico que desde Saint Nazaire, a donde hizo un viaje con la intenci�n de estudiar todo lo que se sab�a entonces sobre el virus de la rabia. Para curar, desde las infusiones de Ombligo de Venus recomendadas por do�a Casilda la partera ind�gena que no hablaba castellano m�s que para decir insultos, hasta la imprescindible Pulsatilla de los home�patas. Desde el xtabent�n que Diego Sauri encargaba a sus islas cuando le aparec�a un parroquiano con piedras en el ri��n, hasta las peque�as dosis de ars�nico o los masajes chinos en los dedos de los pies.

A principios de mayo de 1911, Diego Sauri recibi� una carta del doctor Cuenca, que ley� mientras sent�a girar en torno suyo las paredes de la botica con todo y sus frascos de porcelana dibujada. Con su letra garigoleada y temblorosa, Cuenca le comunicaba su temor de que Daniel estuviera preso o muerto. Diego corri� a cont�rselo a Josefa y con ella acord� que de eso a Emilia no le dir�an ni una palabra. Pasaron varias noches en vela hasta la tarde en que Milagros y el poeta Rivadeneira volvieron de un complicado viaje a San Antonio cargando con ellos las disculpas de Cuenca por haberlos alarmado en falso. Daniel estaba sano y los rebeldes ganaban una ciudad tras otra.

Esa noche durmieron nueve horas seguidas, pero Diego amaneci� exhausto como si �l mismo hubiera tenido que asaltar Ciudad Ju�rez, de cuya toma Milagros hab�a dejado en sus o�dos una descripci�n que hizo correr por sus sue�os tanta sangre, como deb�a estar corriendo por el pa�s sin remedio y sin freno.

-Defenderse tambi�n es asesinar -dijo al amanecer en el o�do de Josefa-. Al monstruo le encantan las m�scaras.

Josefa gir� sobre s� misma y lo bes� despacio en la frente h�meda y en la boca reseca. A ella tambi�n le aterraba la guerra, esa almohada rasgada en la que se hab�an convertido sus anhelos democr�ticos.

Milagros y Rivadeneira volvieron de San Antonio due�os de un aplomo que hab�an perdido durante la represi�n de noviembre. Pasaban los d�as ocupados en la escritura de un peri�dico clandestino. Josefa intu�a que tambi�n trabajaban como mediadores entre los grupos revolucionarios y los atrevidos que les vend�an armas y monturas.

Se sab�a por rumores de los levantamientos en algunas f�bricas textiles, de las huelgas en los molinos de algod�n, de haciendas y pueblos cruzados por enfrentamientos y muertos. Emiliano Zapata, jefe de los insurrectos en Morelos, encontr� en Puebla seguidores apasionados que en bandas de varios cientos de hombres cada una, luchaban por el control de los pueblos y por la l�nea del Ferrocarril Interoce�nico. A diario el gobierno trataba de empeque�ecer los disturbios diciendo que se trataba de asesinos y ladrones comunes, no de alzados.

La iglesia se coloc� �ntegra al lado del gobierno y no hubo p�lpito desde el cual no se predicara contra la revuelta. Zavalza y su t�o el arzobispo tuvieron un altercado que los Sauri celebraron invitando al doctor a una cena. Bebieron la �ltima copa de oporto a las cuatro de la ma�ana, con Diego volviendo a sus discursos pacificadores, Josefa canturreando un corrido maderista y Emilia bailando con Zavalza, desmemoriada y feliz.

Una tarde a finales de mayo, Milagros entr� con la noticia revolote�ndole en la lengua. Porfirio D�az hab�a renunciado al gobierno. No se cansaba de repetirlo, como si repiti�ndolo quisiera hac�rselo cre�ble por fin.

Al d�a siguiente, el viejo dictador se embarc� en Veracruz rumbo a Europa.

-Han soltado un tigre -sentenci� en p�blico antes de subir al barco que lo llevar�a al exilio.

-S�lo va a faltar que yo acabe coincidiendo

con �l -se dijo Diego Sauri mientras trajinaba entre los frascos y los goteros de su trastienda.

Unas semanas despu�s, Emilia encontr� a su padre abrazado a los peri�dicos del desayuno con m�s fervor que de costumbre. Habr�a tregua. La revoluci�n hab�a triunfado y se firmar�an unos acuerdos de paz que preve�an la formaci�n de un gobierno provisional.

Emilia le pas� la mano por la cabeza y se acomod� cerca de �l a beber caf� y o�r sus pron�sticos. No hab�a nada como su padre a esas horas de la ma�ana, nada como el olor de su cuello reci�n enjabonado, como la luz entre sus ojos de presagio.

-Tendr�s que decidirte -le dijo Diego para concluir una larga disertaci�n sobre las posibilidades del gobierno que encabezar�a Madero. No tuvo que aclarar nada m�s.

Daban un �ltimo trago de caf� cuando Josefa irrumpi� con la noticia de que Madero entrar�a a la ciudad de M�xico el d�a siete de junio. Milagros y Rivadeneira ir�an a ver el espect�culo que ser�a la recepci�n y quer�an permiso para llevarse a Emilia con ellos.

-Esta ni�a ya se manda sola -respondi� Diego, con la certeza de que su hija ir�a lo mismo si ellos comet�an la imprudencia de negarse.

Salieron el d�a cinco en un tren perseguido por sobresaltos. Cuando no lo deten�an unos montados pretendiendo subirse con todo y caballos, lo deten�an los due�os de una hacienda pretendiendo subirse con todo y hacienda.

-Acu�rdate bien de este espect�culo porque no vas a volver a verlo en toda tu vida -le dijo Milagros a Emilia.

El poeta Rivadeneira estrenaba una m�quina para tomar fotograf�as y o�a las admoniciones de Milagros como la mejor m�sica para acompa�ar las im�genes que iba guardando tras el ojo de su c�mara.

Se alojaron en la peque�a casa que un ingl�s amigo del poeta dej� puesta en la colonia Roma antes de irse a Europa, el noviembre anterior, cuando hab�a visto venir lo que le esperaba al r�gimen con el que tan buenos negocios hab�a hecho. Al despedirse de Rivadeneira y Milagros, el ingl�s les prometi� que regresar�a en cuanto todo acabara y se fue de un d�a para otro como si se fuera de vacaciones.

Les dej� la casa para que la trataran como suya y como suya la cuidaban y viv�an de vez en cuando. Era una peque�a belleza afrancesada como gran parte de las casas en esa zona. Para aumentar sus excesos decorativos, en los �ltimos meses Milagros hab�a salpicado la sala de �dolos prehisp�nicos y artesan�as.

Amaneciendo ah�, los despert� un temblor de tierra que estremeci� a la ciudad a las cuatro de la ma�ana con veintis�is minutos del siete de junio.

Emilia dorm�a sola en una rec�mara cuyo candil de cristal color de rosa empez� a sonar como un diminuto campanario enloquecido. Milagros entr� a pedirle que no tuviera miedo y la encontr� a�n metida bajo las s�banas, presa del regodeo extra�o que era ver aquello columpi�ndose mientras su cama de lat�n se mec�a como una cuna. Desde ni�a la sedujeron los temblores. No les tem�a. Hab�a heredado su inconciencia de Milagros, quien durante los tres minutos que dur� el temblor, anduvo por la casa dej�ndose sentirlo y ri�ndose de la furia con que Rivadeneira la rega�aba por no bajar cuanto antes a la calle.

-�No entiendes que esta ciudad est� sobre el agua? Es una aberraci�n. Se puede caer de golpe y matarnos -le repiti� diez veces Rivadeneira cuando la tierra y �l dejaron de temblar. No volvieron a dormirse. La llegada de Madero estaba anunciada para las diez, pero salieron de la casa desde las siete. Compraron los peri�dicos y se instalaron a leerlos en un caf� de chinos cercano a la avenida Reforma. Frente a sus tazones de leche y una canasta con panes dulces, leyeron y platicaron m�s de dos horas. Luego trataron de acercarse a la estaci�n, pero unos hombres a caballo, mezcla de rebeldes recientes y peones eternos, les impidieron el paso. Fueron a la Alameda Central y caminaron por sus alrededores hasta que cerca de las once, les lleg� a la banca en que descansaban la noticia de que el tren del se�or Madero ya estaba cerca de los andenes. Total, por ah� de las doce y media lograron acomodarse sobre Reforma cerca de la estatua de Col�n.

La gente se hab�a encaramado a los monumentos y ya no se sab�a bien cu�l h�roe yac�a bajo los cuerpos amontonados sobre sus hombros o sus rodillas, colgados de sus brazos o pis�ndole los pies. Los vivas a Madero corr�an como un jolgorio y todo era un bullicio sin orden y sin tregua.

Dos horas despu�s de estar ah� bajo un sol de esc�ndalo, Rivadeneira tuvo la peregrina idea de que volvieran a la casa. En lugar de escucharlo Emilia trep� a la estatua de Col�n. La mano felina de un muchacho la levant� del suelo y ella escal� la estatua levant�ndose la falda con la boca para que no le estorbara y ense�ando las piernas en mitad de una rechifla.

Desde arriba, salud� a Milagros Veytia que se apoyaba con extra�a ceremonia en el brazo de Rivadeneira. Se concentr� luego en la cauda de sombreros y caballos que cruzaban bajo sus ojos. Polvosos y pardos daban la impresi�n de llevar un uniforme, por m�s que no hubiera uno vestido igual que el otro. Los sombreros de alas muy anchas y copas puntiagudas se intercalaban con las gorras de guerra o los cabellos alborotados y sudorosos contra el sol. De pronto, entre un hombre redondo con las cananas cruzadas sobre el pecho y uno alto vestido como por el mismo sastre del se�or Madero, Emilia vio galopar el �nico cuerpo que le interesaba entre todos aquellos. Ten�a la gracia sobre los hombros y un aire infantil reg�a el garbo de su figura.

-�Daniel! -le grit� ensordeciendo a los que con ella se api�aban sobre la estatua. Y con ese grito her�tico en mitad del alboroto general, bast� para que el esp�ritu veleidoso que iba sonriendo bajo un gran sombrero de paja igual a tantos otros, volteara en direcci�n de su voz y la viera agitando el brazo y regal�ndose como si pudiera alcanzarlo.

Con la sorpresa entre los labios Daniel detuvo su caballo, se quit� el sombrero y busc� a la due�a de la voz que lo llamaba. Emilia volvi� a prenderse la falda de la boca y baj� de la estatua como un p�jaro. A empujones, sintiendo que se ahogaba un momento y volaba el otro, lleg� hasta la orilla del gent�o y extendi� su brazo hasta Daniel, que al otro lado de la muralla de hombros y cabezas interpuesta entre sus cuerpos, le ofrec�a su mano para ayudarla a sortear la salida. Se abrazaron en medio de un griter�o. Bes�ndose en el centro del camino, eran la mejor parte del espect�culo que hab�a volcado a la ciudad sobre sus calles. Emilia hundi� su lengua en la boca de Daniel.

Para acercarse al perfume de su cuerpo, Daniel apoy� una mano en la nuca que ella mostraba como un cetro. �l ol�a a mugre de muchos d�as y tra�a tierra en las orejas que Emilia le bes� despacio. La marcha de hombres y caballos se abr�a al encontrarlos abraz�ndose. Con una mano, Emilia acarici� la espalda de Daniel, como si fuera due�a del tiempo. Luego busc� su pecho y del pecho baj� al camino hacia adentro que abr�a un pantal�n colgado al cuerpo enflaquecido de su due�o. Sinti� su grupa fuerte y su piel. S�lo un respiro. Llamado a gritos por unas voces que se alejaban, Daniel solt� su nuca, dej� sus labios, se libr� de la mano que hurgaba bajo su ropa.

-Me tengo que ir -murmur�.

-Siempre -dijo Emilia d�ndole la espalda.

Antes de subirse al caballo, Daniel prometi� que la buscar�a en la noche.

-Te odio -dijo Emilia.

-Mentirosa -contest� �l.

Sin quitar su cuerpo del camino por el que segu�an pasando caballos y hombres presos de otra pasi�n, Emilia lo vio unirse al desfile. Hab�a una mezcla de alivio y orgullo en el gesto del Daniel que se iba.

Desde lejos, Milagros presenci� toda la escena mientras intentaba abrirse paso hacia el borde de la acera. Oy�ndola decir su nombre como si la vitoreara, Emilia sali� de su pasmo y recuper� la realidad. Camin� hasta los brazos de Milagros con la letan�a de improperios que no alcanz� a soltar sobre Daniel, y estuvo maldiciendo el resto del desfile.

Porque siempre era lo mismo, siempre el atisbo y la huida, siempre la sorpresa y la desaparici�n, siempre la espera como �nica vuelta de su destino.

-Si el destino es lo que todav�a no te pasa -dijo Milagros abraz�ndola-. Nunca es lo mismo.

Madero cruz� el aire unos minutos. Despu�s, hasta Rivadeneira y su c�mara quedaron envueltos en la euforia de tanta gente celebrando una esperanza. Nada era cierto todav�a, m�s que el futuro. De ah� para adelante estaban s�lo los l�mites de un sue�o, y por entonces pocos imaginaban que nada es tan limitado como un sue�o que se cumple.

Volvieron a la casa pasadas las cinco de la tarde, exhaustos como si ellos tambi�n hubieran hecho la guerra de los hombres a los que vieron desfilar. Emilia hab�a tenido tiempo de poner en el o�do de Daniel la direcci�n en que dormir�a, pero cuando la oscuridad entr� por las ventanas y hubo que apretar los botones para encender la luz, dijo que ya no quer�a verlo. Ni esa noche ni ninguna otra. Recordaba como un agravio la vehemencia que lo arrebat� de su lado en la ma�ana. Le hab�a notado en el cuerpo un fuego que m�s que nunca sent�a rivalizar con ella y que nada ten�a que ver con ella.

La desalentaba sentirse celosa de algo tan et�reo y sin embargo tan implacable. Una parte del Daniel al que siempre crey� conocer de memoria y por completo, se le escapaba, se le iba a escapar siempre porque no lo entend�a, porque se hab�a hecho dentro de �l con las cosas y la guerra de otros, pero era intenso y le invad�a el cuerpo adue��ndose de los rincones que s�lo a ella le hab�an pertenecido.

Las primeras horas de la noche, esperaron a Daniel mientras Emilia hablaba de sus sentimientos encontrados y de sus clar�simas furias, orden�ndolos y describi�ndolos con una precisi�n casi cient�fica. Rivadeneira y Milagros la oyeron elucubrar sus sensaciones sin aceptar frente al �mpetu de su sobrina el que fuera posible que de todo eso que hablaba se hubiera dado cuenta en un abrazo de dos minutos, pero sin demasiada convicci�n en las palabras con que intentaron sosegarla antes de perderse en un sue�o remoto.

Emilia se qued� con la noche entera para esperar que Daniel llegara. De vez en cuando, Milagros o Rivadeneira despertaban para decir algo que entretuviera la vigilia de la sobrina, hasta que ella se compadeci� de su cansancio y como si fueran un par de ni�os, los gui� hasta las s�banas de su rec�mara. Les apag� la luz y volvi� al sal�n. No ten�a sue�o. El arrebato es enemigo del sue�o y Daniel no llegaba ni lleg�.

A solas, bajo la f�nebre mirada de un santo pintado durante la colonia, a�or� la paz de sus frascos y sus libros, la taciturna asiduidad de Antonio Zavalza, su boca como un b�lsamo que le curaba el af�n de tener a Daniel cerca.

Al despertarse con el sol del d�a siguiente, Milagros y Rivadeneira la encontraron todav�a vestida, ojerosa y esc�ptica. Para aumentar su desaliento decidieron pasearla por la ciudad, consentirla y regalarle todo lo que ni siquiera se le ocurr�a desear. Haciendo todo eso consiguieron darle, mejor que de ning�n otro modo, lo que necesita un coraz�n maltrecho para salir de su atolladero. As� que la noche alcanz� a Emilia llorando por fin toda su rabia en una sola sentada.

Tres ma�anas despu�s, sin haberle visto un pelo a Daniel, tomaron el tren de regreso a Puebla. Emilia iba vestida de nuevo hasta los calzones y llevaba puesta una sonrisa de lujo y altaner�a que s�lo proporciona el desencanto, mezclado al trato con la Ciudad de los Palacios. Cuando Josefa la vio caminar por el and�n para ir a su encuentro, le dijo al padre encandilado que era Diego:

-Dios libre a Zavalza de su nueva sonrisa.

XVI

Nada era tan cambiante como la rutina por esos tiempos. El mundo se hab�a desatado fuera de la botica y su inmutable combinaci�n de aromas y todo lo que se previ� entre sus frascos corr�a por el pa�s perturbando hasta el aire.

Un gobierno de transici�n preparaba nuevas elecciones para octubre de 1911. Cada ma�ana los peri�dicos reci�n despertados a su arbitrio insultaban a quien mejor les parec�a. Y cada tarde un grupo de inconformes con el resultado de su primera guerra, volv�a a levantarse contra la voluntad temerosa que invent� licenciar a las tropas insurgentes, sin haber conseguido nada para ellas.

En casa de los Sauri se discut�a el futuro de la patria como en otras se discuten los deberes del d�a siguiente, y la botica parec�a una cantina desordenada donde los parroquianos dirim�an sus apegos y ambiciones antes de subir a seguir discuti�ndolos tras el caldo de frijoles que Josefa ten�a para todo aquel que pasara por su comedor.

Cada quien hac�a su recuento de agravios y su adivinanza de infortunios, cada quien cre�a de lo que iban viendo todo lo que mejor le parec�a, y de lo que se ignoraba lo que prefer�a imaginar. Pero todos coincid�an en que Madero y los gobiernos instalados en espera de nuevas elecciones, intentaban en vano resguardarse de los zarpazos que lanzaba un tigre inconforme con los deseos de aplacarlo sin darle de comer.

La ciudad, adivinar si tambi�n el pa�s entero, se apretujaba en las manos de los mismos que hab�an peleado por ella durante los a�os anteriores, con el agravante de que ya no se sab�a qui�n era qui�n, qu� hab�a tras las palabras de un millonario porfirista convertido a la pasi�n por Madero y qu� tras la furia de un maderista incr�dulo, dispuesto a guardar una pistola buena, entregando como prueba de su confianza en el gobierno, una carabina mala.

Aprovechando el caos, los conservadores volvieron a la pol�tica tratando de que la nueva circunstancia les procurara un gobernador cercano a sus intereses. Para hacerles frente, los revolucionarios no tuvieron m�s ocurrencia que devastarse entre s�. En lugar de buscar un candidato �nico, cada bando se hizo de uno diferente hasta que Madero propuso al suyo y consigui� imponerlo.

Diego Sauri estaba desolado y enfebrecido. Durante el d�a iba recibiendo las noticias y las comentaba sin descanso con todo el que apareciera bajo sus ojos. En las noches se dorm�a rumi�ndolas como si pensara que de tanto darles vueltas, adelgazar�a la fuerza de su espanto.

Josefa, que cocinaba para una cantidad impredecible de visitantes diarios, le dej� a Milagros la responsabilidad de leer los peri�dicos, recoger las malas nuevas y tenerla al tanto de cuanto horror sucediera. Para su infortunio, Milagros cumpl�a con celo su comanda. Se consideraba en el deber de hacerlo, entre otras cosas porque ella y Rivadeneira com�an ah� todos los d�as. Milagros nunca aprendi� a litigar con la cocina y le parec�a rid�culo fingir que a su edad podr�a interesarse por algo que consideraba tan et�reo. Se presentaba muy temprano con el altero de peri�dicos y un l�piz y pasaba una hora antes del desayuno y dos despu�s, leyendo hasta los avisos de ocasi�n. En cuanto terminaba le hac�a a Josefa un resumen de los peores acontecimientos, una lista de los titulares m�s infames, y una descripci�n de las caricaturas m�s encarnizadas. Por ese tiempo ten�a menos trabajo pol�tico y m�s dudas que nunca. No sab�a en qu� bando ponerse y aunque no coincid�a con el modo en que maniobraba Madero, se resist�a a opon�rsele, deseando que sus buenas intenciones pudieran m�s que la perversidad de la inocencia ejercida desde el poder.

-Algo de la necia cordura de Rivadeneira se me ha de estar contagiando -le dijo a Josefa unos d�as antes del trece de julio, fecha en que Madero visitar�a la ciudad.

Hab�a sido necesaria su ayuda para organizar la nueva visita, pero no puso en ello ni la mitad del arrojo que la caracterizaba. Por supuesto acudir�an al and�n muchos maderistas espont�neos, unos cuantos partidarios apasionados, la mayor�a quejosos, gente que anhelaba contar las desventuras que a�n padec�a. Milagros y los Sauri no pensaban ni siquiera en asomarse. A pesar de la supuesta paz, hab�a en el aire sonidos de guerra y no estaba su desencanto como para salir a vitorear a nadie.

Josefa se limitaba a contar los disparos que alguna vez se o�an en la distancia. Sab�a con toda precisi�n cu�ndo ven�an del norte y cuando del sur, cu�ndo de por las f�bricas cercanas a Tlaxcala, cu�ndo de los campos camino a Cholula y cu�ndo, como la noche larga del d�a doce de julio, de un rumbo incluso tan cercano como la plaza de toros.

Muy temprano en la ma�ana del trece de julio, mientras Emilia cimbraba el aire con su chelo y Josefa mov�a constante un guiso, Milagros entr� con los muertos del d�a. Era para no creerlo, pero las tropas federales, las del gobierno provisional que hab�a impuesto la revoluci�n en espera de elecciones, hab�an matado m�s de cien maderistas.

Durante todo ese d�a no se habl� una palabra. Mientras la casa se llenaba de silencio, Madero visit� la ciudad.

Todos esperaban que el hombre condenara en p�blico al ej�rcito federal por asesinar a sus seguidores. Pero nunca sucedi� tal cosa.

-No se puede ser neutral cuando la gente se mata en tu nombre -dijo esa noche Diego con una raya profunda entre los ojos.

Ayer en la ma�ana no la ten�a, pens� Josefa cuando volvi� a mir�rsela, imborrable, al d�a siguiente.

Durante esos meses, Emilia oy� las opiniones m�s diversas sobre los hechos m�s extraordinarios que hab�a presenciado su vida. Mientras estaban en el comedor se ocupaba escribi�ndolos, y cuando alguien cambiaba de opini�n sin que nadie pareciera darse cuenta, ella sacaba su libreta y hac�a el registro de la nueva tesis sin darse tiempo para reprochar la incongruencia. Hubo amigos de su padre que en cuatro semanas cambiaron diez veces su apego a Madero por furia antimaderista, y de regreso.

Se hab�a dado esa tarea como un consuelo para sus propias dudas. Si la gente cambiaba de parecer pol�tico tantas veces, �por qu� ella no pod�a detestar el recuerdo de Daniel una ma�ana y ambicionar la humedad de su entrepierna la tarde siguiente?

Hac�a semanas que las mismas preguntas rondaban por su cuerpo sin que Emilia se atreviera a repetirlas sobre los o�dos de nadie. Todos estaban tan preocupados por las grandes razones. �A qui�n podr�a importarle si volver�a Daniel o en qu� estar�a convertido?

Una ma�ana, a mediados de agosto, baj� a la botica adormecida por estas preguntas, sola, porque su madre aleg� que ve�a en las ojeras de Diego el cansancio de los �ltimos meses y que lo obligar�a a quedarse en calma un rato m�s. Los dej� sentados a la mesa de un desayuno tard�o y disculp� a su padre de las primeras horas frente al mostrador.

Abri� la puerta que daba a la calle, prepar� unas recetas, acomod� contra los estantes la escalera corrediza. Estaba hecha de encino y brillaba siempre como si acabaran de barnizarla. Serv�a para alcanzar y sacudir los pomos de porcelana que blanqueaban de lujo todas las paredes. Subida en el pen�ltimo escal�n empez� a frotarlos de uno en uno con un trapo limpio. �Qu� iba a pasarle si Daniel no regresaba?

Lo ten�a grabado en las yemas de los dedos. Algunas ma�anas hasta cre�a estar recorriendo la piel de su espalda. Sin embargo, a veces fantaseaba con la idea de perderlo. Fantaseaba con su muerte cuando el entendimiento ya no le permit�a estar en paz. Entonces, en medio de un sosiego que muy de lejos ensombrec�a la culpa, elucubraba como un r�o: si me avisaran de pronto que est� muerto, si quien toc� la puerta trae un telegrama, si la pr�xima carta que voy a abrir est� acompa�ada de una nota de p�same que alg�n amigo env�a explicando los detalles de la refriega en que muri�, cont�ndome las �ltimas horas de su vida, tal vez diciendo que su �ltima palabra parec�a mi nombre.

Se lo figuraba muerto y al mismo tiempo m�s cerca que nunca, sin poder irse, asido a ella cada vez que su boca lo llamara, estremeciendo su cuerpo con la certeza de que sus brazos fantasmales la cobijar�an cuando los deseara.

Estaba columpi�ndose en esa fantas�a cuando un ni�o de ojos oscuros y cejas asustadas entr� a la botica llam�ndola a gritos. Su mam� ten�a la cara morada y en lugar de empujar para que a �l le apareciera otro hermano, lo que hac�a era pedir aire muy quedito y no moverse.

Emilia volvi� a la realidad y le pregunt� si hab�a buscado a do�a Casilda, la partera de medio mundo pobre. El otro medio era tan pobre que sus mujeres par�an solas, como solas hab�an nacido y solas se quedaban al rato de que un hombre les dejaba el recuerdo encajado entre las piernas. Sab�an parir hijos como ella fantasmas, sin m�s ayuda que su sangre, y solamente llamaban a la partera cuando algo equ�voco se les atravesaba.

El ni�o le inform� que Casilda estaba en su pueblo, como suplic�ndole que no le hiciera reandar el camino. Entonces Emilia le pidi� que buscara al doctor Zavalza. Pero de buscar a Zavalza y no encontrarlo ven�a el ni�o. Emilia baj� por fin de las nubes y los tarros junto a los que hab�a estado suspendida media ma�ana y, pregunt�ndose a d�nde habr�a ido Zavalza sin avisarle, sali� corriendo tras la figura del muchachito.

Se llamaba Ernesto y era el mayor de los hijos que hab�a parido una mujer de veinte a�os cuando ten�a trece. Emilia la conoc�a bien porque dos veces le hab�a regalado los remedios que el doctor Cuenca le recet� cuando hab�a ido a buscarla con un beb� a punto de morirse.

Unos meses m�s tarde, Emilia la vio pasar frente a la botica con su panza otra vez creciendo. Desde lejos la invit� a entrar y cuando la tuvo cerca convers� con ella y le hizo algunas preguntas.

La muchacha le cont� cosas que Emilia trat� de olvidar durante muchos desvelos. Cincuenta veces despert� sinti�ndose culpable de tener una cama, de tener desayuno y sopa y cena, de saber leer y ambicionar una profesi�n, de tener padre y madre y t�a, de tener a Zavalza y de ir teniendo el cielo entre atisbos que le daba su pasi�n por Daniel. Esa mujer ten�a s�lo dos a�os m�s que ella y no hab�a visto sino abandono y hambre, infamias y maltrato.

Quiz�s lo que m�s perturbaba a Emilia era recordarla haciendo el recuento de su vida. Tener veinte a�os, cinco partos, tres hijos muertos y dos vivos, ning�n c�nyuge fijo, ninguna casa adem�s del cuarto en que se amontonaba con unos parientes por el barrio de Xonaca, no parec�an entristecerla m�s de lo que no la entristec�a estar chimuela, medir lo que un ni�o a los once a�os y acarrear por el mundo el sexto embarazo de un hombre que no la conmovi� una sola noche. �Enamorarse? �Qu� invento era �se?

Recargada en el mostrador mientras beb�a el jugo de naranjas que Emilia le hab�a dado, hablaba de prisa esgrimiendo de vez en cuando una carcajada para burlarse de las preguntas que iba haci�ndole la boticaria. �De qu� se le murieron tres hijos? Pues de qu� hab�a de ser, no quiso Dios que se lograran, dec�a sin enturbiarse.

El mayor de los vivos corr�a guiando a Emilia por el otro lado del r�o San Francisco, por el otro lado del mundo suave y arom�tico en el cual hab�an crecido las pasiones y certezas que a Emilia le parec�an primordiales. Cruzaron frente a un grupo de ni�os que jugaban sobre un cerro de basura, frente a una mujer que volv�a de ir en busca de agua caminando con la espalda doblada, frente a una cantina que ol�a a v�mito y un borracho que dorm�a sus pesares acostado sobre un pedazo ennegrecido de crinolinas viejas, frente a dos hombres que echaban a otro de una tienda y lo alcanzaban para patearlo hasta hacerlo llorar y pedorrearse pidiendo clemencia.

Emilia se prendi� a la mano del ni�o y camin� a ciegas para evitarse el horror que la cercaba. Al cabo de la �ltima calle, cruzaron el umbral de un cuarto sin m�s luz que la de una ventana cubierta con trapos y sin m�s cobijo que el petate sobre el que vio tirada a la parturienta. A su alrededor daban consejos y opiniones contradictorias unas cinco mujeres de edad imprecisa. Todas parec�an coincidir en que la muchacha no hac�a el esfuerzo debido. M�s que ayudarla, la rega�aban, sin dejar de pasarle trapos mojados por la frente, las piernas, el cuello, la barriga.

El �nico hombre en la casa se le fue a golpes al ni�o reclamando su tardanza. Emilia intent� frenarlo y explicar la raz�n de su demora. El hombre no quiso ni o�rla, pero se detuvo intimidado por aquella extra�a. Cambi� los golpes por preguntas. El ni�o cont� que no hab�a podido encontrar a nadie m�s, mientras Emilia se un�a al c�rculo de opinantes que asediaba a la enferma.

Se mor�a cuando logr� quedar cerca de ella y o�r su coraz�n latiendo extenuado. No hubiera servido de nada pretender que la dejaran sola, as� que pidi� que le dieran un hueco cerca de sus piernas y meti� entre ellas la mano para buscar la entrada a su cuerpo. Qui�n sab�a cu�nto tiempo llevaba desangr�ndose. Qui�n sab�a qu� se le hab�a roto por dentro y c�mo.

El brazo entero de la aspirante a m�dico qued� empapado en sangre. Sinti� que se morir�a junto con la muchacha del susto y la compasi�n, pero supo disimular su horror con una retah�la de acciones in�tiles. Busc� el sedante en gotas que hab�a puesto en su bolso cuando a�n cre�a que un parto no necesitaba m�s y lo virti� completo en la boca terrosa de la muchacha. Acuclillada en el suelo, revis� el color en sus p�rpados s�lo para no estar inm�vil, con la sensaci�n de impotencia que la devastaba. La mujer ten�a medio cuerpo roto, deb�a estar sintiendo que le arrancaban en pedazos las entra�as, y no se quejaba.

-�C�mo te pas� esto? -le pregunt�.

-Yo me lo hice -contest� la muchacha.

Emilia la bes�, compadeci�ndola con todo su delirio adolescente y, otra vez, sinti� sobre ella la culpa como una golpiza. No pudo guardarse la turbaci�n. Llor� un rato largo junto a la joven moribunda que la miraba como al horizonte. Llor� por la amistad que no tuvieron, por la distancia de sus mundos, por el �ngel devastador en el borde de sus labios. Estuvo con ella hasta que la muchacha se perdi� en su palidez. Luego Emilia Sauri se levant� del suelo a confesar su impotencia.

El hombre insult� al ni�o que lloraba unas l�grimas mudas y sali� del cuarto echando maldiciones. Se fue sin ver hacia atr�s, como se dice que hacen los hombres cuando saben que no pueden regresar.

La due�a del cuarto cont� entonces que hab�a o�do a la muchacha quejarse cuando todav�a estaba negro el cielo, pero que hab�a cre�do que sus ruidos eran porque ten�a encima al hombre. Dijo que la hab�a aceptado ah� arrimada porque era la querida del hermano de su marido, ese borracho sin obligaciones que no ten�a ni d�nde dormir y que ped�a cobijo all� cuando se le atravesaba una mujer.

Mientras hablaba se�al� como el culpable al �nico hombre que Emilia hab�a visto ah�. Era, seg�n todas, un cabr�n que nada se merec�a. Le hab�an aceptado a la querida porque ella se re�a como si tuviera de qu� y porque su chiquillo era muy acomedido, pero si la muchacha se mor�a, ese cabr�n borracho, porque ellas lo juraban, no iba a poner un pie de regreso ah�.

Un cura con la luz entre los dientes entr� al cuarto como una gota de agua. Ten�a la sotana ra�da y abierto el bot�n que cierra sobre el cuello como un yugo. Emilia lo conoc�a. Era el �nico sacerdote amigo de su padre. El �nico cura que ni rezaba por obligaci�n ni hablaba de Dios cuando no era oportuno. El padre Castillo era yucateco como Diego, peque�o y prudente, incansable y buen conversador. Pasaba por la botica cada tercer d�a para tomarse un caf�. De �l hab�a escuchado Josefa aquello de la guerra como una almohada que se despluma.

Cuando Emilia lo vio entrar, sinti� el abrazo de sus ojos y casi pudo sonre�r. Se sent�a tan perdida de s� misma, tan incapaz. Dio unos pasos para decirle lo que pasaba. �l le devolvi� una palmada en el hombro y procedi� a buscarse algo en los bolsillos del pantal�n bajo la sotana arremangada. Despu�s de alg�n traj�n, encontr� en el fondo de alguno su estola deste�ida y pidi� que lo dejaran a solas con la enferma. Las mujeres salieron a perseguir una sombra bajo el �nico �rbol de aquel terregal.

Emilia conversaba con ellas, inmersa en un mundo que la espantaba, cuando el sacerdote sali�. La muchacha hab�a muerto.

-Ya descans� -dijo la due�a de la casa. Todas se precipitaron al cuarto para mirar a la muerta como si acabara de llegar. La rodearon de flores y cabos de cirio encajados en la tierra apisonada que era el piso del cuarto, le pidieron al cura que le rezara y la bendijera.

Castillo accedi� con la docilidad de quien cumple su deber sin protestar, ni presumir. Emilia notaba un freno en sus labios tan contundente como el que ella hab�a decidido poner entre los suyos. Nunca hab�a visto morirse a nadie, pero a esa mujer tampoco la hab�a visto nunca vivir m�s que al re�rse. El ni�o Ernesto se hab�a parado junto a ella y no lloraba m�s.

-�A d�nde se fue? -le pregunt� a Emilia como si fuera la mism�sima lengua que ella se mord�a. Ella quiso responderle que a ninguna parte, pero se le atoraron esas palabras que su raz�n siempre tuvo por ciertas.

-A donde viven los muertos -contest�.

Al d�a siguiente, despu�s de acompa�arlo a enterrar a su madre en el pante�n municipal, Emilia le extendi� la mano para despedirse de �l y abandonar por fin la pesadilla. Hab�a acordado con Castillo caminar de vuelta hasta la botica, recoger ah� a Diego y subir a intentar comerse algo bajo la protecci�n que siempre daba la mesa albeante de Josefa. Pero en cuanto el ni�o tuvo su mano entre las suyas, se aferr� a tan conveniente suavidad y le pidi� que se lo llevara con ella. Su hermana peque�a viv�a regalada con una se�ora y �l no sab�a ni d�nde buscarla. Tampoco supo nunca qui�n fue su padre, y esa noche no tendr�a lugar en qu� dormir si ella lo abandonaba.

-�En d�nde acaba esto? -murmur� Emilia Sauri en el o�do del padre Castillo.

-En la nada -dijo el cura tomando la otra mano del ni�o.

Antonio Zavalza y Diego Sauri conversaban tras el mostrador de la botica cuando lleg� hasta ah� el caviloso tr�o. Zavalza ten�a puestos los anteojos porque hab�a estado examinando uno de los libros antiguos con cuyas lecturas Diego satisfac�a su ambici�n de viajes. Haber recorrido medio mundo y llevar la mayor parte de su vida en el mismo sitio, atado a los mismo ojos y el mismo delirio por la misma mujer, a veces lo traspasaba de inquietud. Entonces, seguro de que intentar cualquier otra cosa hubiera sido rid�culo, Diego Sauri hund�a la nariz entre las estampas de sus libros y viajaba tardes enteras por la India y Marruecos, Pakist�n y China. Tras varios d�as perdido en la querella con sus deseos, regresaba completo a la estancia de su casa y al mostrador de su botica, renovado y exc�ntrico, seguro por todos lados de que no hab�a elegido mal qued�ndose tras la invisible muralla que cercaba la ciudad de Josefa Veytia.

A nadie le contaba de aquellas escapadas hasta que dio con Zavalza. Ambos conoc�an otros mundos y compart�an la pasi�n por las Veytia. A uno la madre y al otro la hija los hab�an vuelto locos por su mundo mentido de sencillez y lleno de recovecos, quieto y alrevesado, temerario y sonriente, tr�mulo y poderoso.

Zavalza lleg� esa tarde a la Casa de la Estrella con los deseos como nudos en la nuca, urgido de vestir en el entrepecho del boticario hasta la �ltima gota de sus incertidumbres. Durante las tres horas que tard� Emilia en el entierro tuvo tiempo para salir de todo y hasta para acompa�ar a Diego por Turqu�a y el Golfo P�rsico.

El boticario pensaba con la cabeza que no habr�a en el mundo mejor hombre para su hija que aquel m�dico, pero sab�a que las cosas no son como uno las prefiere sino como son y que su Emilia estaba dada sin remedio a otro poder�o. Sin embargo, hab�a aprendido de Josefa a decir las verdades tan a medias como era posible cuando resultaba preciso no decirlas completas. As� que no descorazon� a Zavalza, y le dej� la responsabilidad de prodigar el desencanto a quien le correspond�a. Emilia es una mujer del siglo XX, se dijo orgulloso, y ella sabr� qu� hacer.

Zavalza no se quit� los anteojos al ver llegar a la joven de sus martirios. Y por un segundo pens� que tal vez era a causa de la deformaci�n de los cristales que la ve�a acercarse de prisa, casi arrastrando al ni�o y al cura que llevaba de la mano.

Emilia le gui�� un ojo a su padre, dej� a Ernesto segura de que el sacerdote se har�a cargo de explicar esa historia y fue derecho a Zavalza. Le ofreci� la mano confes�ndole cu�nto le hab�a dolido su impotencia y c�mo lo hab�a necesitado junto a ella.

Todo en un murmullo que hizo al m�dico sentirse tocado por el �xtasis. Sin soltar su mano, Zavalza acarici� la mejilla de Emilia Sauri.

-Los m�dicos inmunes son p�simos m�dicos -le dijo como si elogiando su tristeza le dijera todo lo que �l imaginaba de promisorio y bello en los abismos de su coraz�n.

No fue necesario pedirle que aceptara al ni�o en su casa. �l mismo lo propuso, cuando logr� volver en s� del abrazo con el que Emilia premi� sus palabras y su consuelo. Lo hab�a abrazado largo rato, como quien descubre un tesoro. No recordaba una paz como �sa y no quer�a en la vida m�s que tenerla cerca.

-�Te quedar�as conmigo? -le pregunt� a Zavalza.

-�Crees que tengo otro remedio? -contest� �l.

Un mes m�s tarde, el obispo envi� a casa de los Sauri una carta en sobre lacrado anunciando su visita y pidiendo se le respondiera si tal visita ser�a propicia. Diego le respondi� en el acto que ser�a un placer recibirlo, siempre y cuando quisiera visitarlos en su calidad de t�o del doctor Antonio Zavalza y de ning�n modo en su calidad de obispo. No se ahorr� la-explicaci�n de que en su familia a los jerarcas de la iglesia no se les respetaba s�lo por el hecho de serlo.

El obispo recibi� tal respuesta como un agravio m�s de los muchos que ya le hac�a aquel boticario, con s�lo haber procreado a esa muchacha cuya voz ten�a de cabeza a su de por s� descabezado sobrino. De ese modo las pl�ticas oficiales destinadas a hacer llegar la solicitud matrimonial de Antonio Zavalza terminaron antes de iniciarse. Las no oficiales iban en cambio por muy buen camino. Tras el consentimiento de Emilia, Zavalza habl� del tema con Josefa, visit� a Milagros que fue tan amable como se lo permiti� su �nimo partidario de Daniel, le gan� a Diego un juego de ajedrez y empez� a pasar los domingos en compa��a de la familia. Para la sorpresa de los Sauri y el p�nico de Milagros Veytia, Emilia hab�a aceptado casarse con el doctor Zavalza con la misma facilidad y firmeza de car�cter con que hab�a escogido ropa nueva cuando estuvo en la capital. Sin mostrar ni un momento de vacilaci�n, sin cambios en la voz ni una gota de llanto, borr� a Daniel de sus conversaciones y en apariencia de sus esperanzas.

No era como si lo hubiesen matado, porque de los muertos se habla con m�s pasi�n y repetida dulzura que de los vivos. Era como si nunca hubiese vivido. Mil veces intentaron preguntarle por �l y las mismas mil veces evadi� las preguntas como si no las escuchara. Todo lo que siempre sigui� a la luz de su nombre, Emilia se hizo cargo de oscurecerlo con silencios y evasiones.

Decidi� casarse con Zavalza aunque a su familia le pareciera apresurado, aunque Milagros hubiera llorado por primera vez en su vida toda una tarde con su noche rog�ndole prudencia, aunque Josefa la ahogara en t�s y abrazos, aunque su padre jugara con el asunto fingiendo que no lo inquietaba. Se casar�a con Zavalza porque sent�a sosiego bajo sus ojos y confianza con sus manos, porque la que r�a por encima de cualquier otra causa y le hab�a sacado de encima la pena continua de querer a Daniel.

Todas estas cosas, cuya pura enumeraci�n cansaba hasta la clarividente cabeza de Josefa, que al rato de intentarla sent�a su corredor lleno de p�jaros habitarle completo entre las sienes, hab�an pasado en s�lo cinco meses. Era el fin de septiembre cuando Josefa encontr� en el buz�n una carta de Daniel. Al mirarla le brinc� el est�mago como le brincaba de joven con las emociones impredecibles, y su sobresalto fue doble porque hac�a tiempo que hab�a perdido la memoria de aquel brinco en el centro del cuerpo, como un conejo intentando salirse de su agujero.

-Vamos a ver si esto la deja tan firme como presume que anda -le dijo a Diego ense��ndole la carta igual que si le mostrara una daga.

Diego alz� los hombros y fue a esconderse entre las botellas de agua destilada, fingiendo buscar algo que le urg�a. Ni a Josefa quiso dejarla ver de qu� modo estaba trastocado con los amores y desamores de su ni�a. Ya ocultos los ojos tras el �mbar de las botellas, le apost� a su mujer que nada cambiar�a y la vio alejarse escaleras arriba llamando a gritos a su hija.

XVII

Emilia Sauri abri� la carta sin premura. Por primera vez no rompi� el sobre ni le temblaron las manos mientras sosten�a los seis pliegos en que Daniel le contaba sus haza�as de los �ltimos meses. Era un texto largo, escrito como diario, sonando a veces a que ser�a entregado en propia mano, s�lo para servir como gu�a de la voz con que el mismo Daniel pensaba ampliar cada historia. Ten�a al principio el tono juguet�n de sus mejores tiempos, pero despu�s la prosa se volv�a una voz enfebrecida y triste que Emilia desconoc�a.

Empezaba con una disculpa, contando las razones por las cuales no hab�a podido buscarla en la ciudad de M�xico. Todas razones pol�ticas y revolucionarias que a Emilia le tocaron justo el amor propio que hab�a prometido mantener a buen resguardo, para no dejarse lastimar otra vez por la banal pero inevitable sensaci�n de ser tratada como algo siempre menos importante que la patria. Ley� de prisa, como se leen de compromiso las lecciones que no cautivan el �nimo. Daniel le contaba con detalle cada una de las pesquisas y los l�os por los que hab�a transcurrido su guerrera existencia en los �ltimos meses. Hab�a un p�rrafo dedicado a describir con una morosidad fraterna, el gesto y los h�bitos de un obrero textil llamado Fortino Ayaquica. Otro sobre las costumbres sexuales de Francisco Mendoza, un ranchero de los alrededores de Chietla, y uno a�n m�s dilatado en torno a la sensibilidad de poeta que hab�a descubierto en el coraz�n de Chui Morales, cantinero de Ayutla. Morales, Mendoza y Ayaquica eran los jefes de las fuerzas zapatistas en Puebla. Cada uno de ellos hab�a jalado con unos trescientos rebeldes que divididos en bandas luchaban con furia pero como en un juego inexplicable, por el control de pueblos y rancher�as. Daniel lleg� a vivir entre ellos con la representaci�n de Madero. En poco tiempo hab�a aprendido a beber y conversar como uno de ah�, a sentir el mundo y descifrarlo con los ojos de aquellos hombres que no tard� en considerar guerreros ejemplares y que describ�a como seres humanos de excepci�n. Daniel explicaba que con ellos hab�a ido a la capital el d�a que entr� Madero, y que por lo necesario que era entre esos grupos, no hab�a podido a�n desprenderse de su lado.

Dec�a Daniel que su padre no estaba muy de acuerdo en que �l hubiera ido a dar a los lugares donde la guerra era m�s a pelo y necesitaba menos de abogados y gente preparada, pero el muchacho pensaba, y as� se lo explic� a Emilia, que todo el tiempo de vivir con esa gente le hab�a ense�ado cosas que jam�s hubiera entendido desde la distancia.

Luego teorizaba sobre los peligros que tal distancia hab�a generado en los liberales cultos y en el propio Madero. Una distancia que los condujo a pretender cosas como que esa gente aceptara licenciarse y dejar de pelear sin haber conseguido m�s que el puro cambio de nombres en el gobierno. Terminaba la carta lamentando que los muertos del d�a doce de julio no le hubieran permitido llegar a Puebla cuando la visit� Madero. Como estaban las cosas, �l deb�a quedarse del lado de quienes lo necesitaban y no del de quienes estaban burl�ndose de los pobres que les hab�an dado un privilegio de opini�n y mando que no se merec�an.

Entre cada una de aquellas disertaciones pol�ticas que Emilia le�a con la misma distancia con que escuchaba la pl�tica en el comedor de su casa, hab�a p�rrafos en los que Daniel se quejaba de lo arduo que era estar lejos de sus pechos o le amontonaba en desorden las mismas palabras como un torrente que vert�a en su o�do a la hora en que perdido de s�, derramaba en ella la bendici�n que obtiene todos los perdones y borra todas las desdichas.

S�lo al pasar por una de esas frases, puesta entre signos de interrogaci�n tras la pregunta �quieres o�r?, Emilia Sauri dej� ver un segundo la turbaci�n de su entra�a. Luego termin� de enterarse con detalle de qui�nes eran los muertos del d�a doce, de c�mo hab�a crecido la ira por los rumbos del sur la tarde en que no s�lo los hombres, sino los ni�os y las mujeres, regresaron a sus pueblos atravesados en el lomo de la mula que los hab�a llevado a Puebla vivos, entusiastas y cr�dulos como no volver�an a estar.

La descripci�n de ese retomo era algo tan opresivo y tenebroso que Emilia lo ley� mientras ambicionaba irlo borrando de su memoria. La p�gina terminaba con Daniel pregunt�ndole si ella sab�a qu� maderista quedar�a por esos rumbos. �l hab�a dejado de serlo. Despu�s, como si terminara porque ya no quer�a o�rse, se desped�a bes�ndola con toda la pena de que era capaz.

Emilia cerr� la carta con las l�grimas apretadas como piedras contra sus ojos, pero sin soltar una sola, le particip� a la mirada expectante de su madre que Daniel dec�a lo mismo de siempre, que los quer�a y los extra�aba mucho. Luego rompi� en pedazos los pliegos ya doblados en cuatro y se los entreg� diciendo que pod�a echarlos a la lumbre de su estufa.

Josefa quiso levantar un brazo y hacerle una caricia al rostro imp�vido como el sol de marzo que su hija le dejaba caer encima. Pero no se atrevi� a turbarlo a�n m�s, demostr�ndole una compasi�n que le sab�a insoportable. En eso y otras mil cosas, su hija era id�ntica a su hermana. Y nadie conoc�a como Josefa la calidad de las murallas con que esas dos mujeres sab�an sitiar sus emociones.

-Levantan muros de agua. Y hay que atravesarlos a nado -le hab�a comentado a Diego una vez.

Nada m�s sali� del cuarto en que dej� a su hija, Josefa cambi� la paz con que hab�a caminado hasta la puerta por una carrera de puntas hasta la mesa de su rec�mara. Le ech� llave a la cerradura y una hoja tras otra arm� el rompecabezas que le hab�a entregado Emilia. Para colmo de sus trabajos la carta estaba escrita por los dos lados, as� que le llev� toda la ma�ana leerla. Cada hoja hab�a que armarla dos veces para poder leerla de un lado y otro, pero Josefa era tan h�bil que, al cabo de tres horas, no s�lo consigui� leer toda la carta, sino que adquiri� la maestr�a necesaria para repetir el trabajo primero frente a Diego y despu�s en casa de Milagros, frente a ella y Rivadeneira, quien la mir� hacer y deshacer mientras pensaba que hab�a en esa destreza un arte sin nombre, tan arduo como la poes�a y, como si eso fuera posible, a�n menos valorado. Por la noche, una vez que todos supieron el contenido de la carta, Josefa llev� los pedazos a la rec�mara de su hija y los dej� sobre el tocador, junto al cepillo con el que Emilia cruzaba trescientas veces por noche su melena de rizos oscuros.

Como no s�lo los vicios se heredan, la muchacha supo armar la carta con la misma pericia que su madre, y estuvo ley�ndola una vez y otra hasta el amanecer. Luego guard� los pedazos en la caja de cedro que Diego le hab�a regalado, tras consumir los cuarenta habanos de lujo que tra�a dentro. Era una caja memorable porque se la llev� Rivadeneira de un viaje a Cuba y nunca pudo Diego encontrar en M�xico unos puros con el sabor que descubri� en aquellos. Emilia ten�a entonces diez a�os, y con ese regalo inici� sin darse cuenta su larga inclinaci�n a reverenciar las cajas.

Una vez encerrado entre aquellas paredes aromadas, el mensaje de Daniel dej� de entrometerse con su futuro. Lo mismo sucedi� con la curiosidad de sus parientes, nadie volvi� a preguntarle por Daniel, ni siquiera cuando por proclividades de la conversaci�n sal�a a relucir, el doctor Cuenca. El nombre de Daniel desapareci� de sus bocas y parec�a que hasta de sus recuerdos, siempre que Emilia estaba entre ellos. Eso hab�an acordado los cuatro tras leer la carta: si Emilia pod�a vivir en silencio, se dijeron, ellos no eran nadie para llevarle la contra.

Una semana antes de las elecciones de octubre, la Casa de la Estrella acept� formalmente la entrada de la sabidur�a y la paciencia con que iba por la vida el doctor Antonio Zavalza. Josefa prepar� una cena inolvidable, no s�lo por el asunto que la provocaba, sino por el aroma a duraznos iluminando el pollo que sirvi�. Como cualquier soltero, Zavalza ten�a devoci�n por el pollo casero, cosa que no pod�a decirse del est�mago de Diego Sauri, que como todo marido que se respete, vela al pollo con la displicencia con que miran la costumbre quienes han olvidado el horror de no tenerla. As� que Josefa se invent� lo de los duraznos para complacer de una vez la a�oranza que su probable yerno sent�a por lo dom�stico, y la ambici�n de aventura que Diego necesitaba saciar durante las comidas.

La pol�tica fue siempre una de las yerbas importantes de los guisos servidos en casa de los Sauri. Josefa sab�a que era su aliada desde hac�a mucho tiempo y para asegurarse de que nunca le faltar�a su ayuda, se le ocurri� alguna vez poner sobre la mesa, para que la representara junto a la sal y la pimienta, un pote lleno de piedritas que al agitarse hac�a ruido. Con ese talism�n enfrente, Josefa se sent�a segura del �xito siempre que alguna reuni�n la preocupaba. Al principio, el salero con piedras hab�a sido motivo de cuanta hilaridad les gust� encontrar a sus familiares, pero con los a�os se hab�a vuelto una costumbre para todos y hasta se hab�an olvidado de pensar en �l. Sin embargo segu�a estando en la charola en que se acomodaban la vinagreta, el chile, las sales y las especias en el centro de la mesa.

Esa noche todos parec�an haberse hecho la propuesta de postergar el tema de la pol�tica. Durante el consom� se habl� de viajes. A Zavalza le parec�a urgente que Emilia conociera Europa y Diego coincidi� con �l en que uno era distinto y mejor tras haber caminado Par�s hasta conocerlo como a la misma Puebla. Haciendo alarde de prudencia, Josefa no record� que ella era quien era sin haber cruzado el Atl�ntico en toda su vida, y desde el otro lado de la mesa le suplic� a su hermana con los ojos que le hiciera el favor de no mencionarlo. As� que llegaron al pollo sin que la paz de la banalidad se interrumpiera. Quiz�s todo hubiera seguido tan bien como iba, si Zavalza en su af�n por tomar la pimienta, no la confunde con el talism�n de piedritas que agit� sobre su pollo haciendo sonar un r�o. Todos rieron y gastaron unos minutos en juguetear con la creencia de Josefa en los poderes invocadores de la pol�tica que ten�a su talism�n. Unos segundos m�s tarde, se oy� subir desde la calle el sonido de una flauta que tembl� en los o�dos de Emilia antes que en ning�n otro y que la hizo levantarse de la mesa sin decir una palabra ni quitar de sus labios una sonrisa como un cetro en la mano. Su cara palideci� un segundo y se encendi� al siguiente. Nadie sino Daniel jugaba as� con una flauta. Emilia abri� el balc�n y se inclin� sobre el barandal. Al verla, Daniel cant� a gritos las dos �ltimas estrofas de la canci�n arisca y suplicante cuya melod�a cruzaba el aire como un estilete:

y el consuelo que me queda

que te has de acordar de m�.

Zavalza no hab�a o�do nunca esa flauta, pero de s�lo ver a Emilia entendi� tan bien como sus parientes que se ir�a tras ella. No intent� retenerla. Nadie lo hizo. Todos miraron a Zavalza como si le debieran una disculpa, a cambio encontraron en los ojos de ese hombre el sello de una estirpe que le da muy pocos hijos a cada siglo. Cortando con su voz el hielo que sitiaba el aire y sin perder el sosiego de sus palabras, el doctor Zavalza los tranquiliz� confesando cu�n bien sab�a �l que algo as� tendr�a que pasar tarde o temprano. Dijo que no quer�a mentirles haciendo alarde de comprensi�n, ni aceptar que lo prefer�a mejor de ese modo. Razon� su esperanza en que la p�rdida hubiera sucedido m�s tarde y hasta hizo una broma en torno al fracaso del: tan planeado viaje por Europa. Luego, con una suavidad de maneras que envidiar�a el pr�ncipe mejor educado, sigui� comiendo el pollo con duraznos de Josefa, compar� su aroma con las delicias de una estancia en Par�s y se hizo cargo de que la cena no perdiera el curso beat�fico que tuvo desde que fue planeada. Distrajo a sus anfitriones como si fuera �l quien les deb�a una disculpa. En honor a Diego, describi� el itinerario de su viaje a Marruecos y durante m�s de una hora, los tuvo a todos prendidos al perfume de hierbabuena que recorre sus calles, al misterio y las cinturas de sus mujeres, al idioma prodigioso en que cantan sus hombres, a la detallada enumeraci�n de los secretos �rabes que permearon la cultura espa�ola. Despu�s habl� de medicina y de poes�a. Cuando llegaron las infusiones de Josefa, hizo el recuento de los afanes curativos que hab�a en cada una de sus yerbas y despu�s se dio el lujo de pedirle que tocara el piano, para cantar con ella la canci�n de amor infortunado que llev� en su repertorio la �ltima compa��a de zarzuela que pas� por la ciudad. Cuando la luz del amanecer ilumin� el comedor, Zavalza se despidi� sintiendo que de cualquier modo las dos mujeres Veytia y los hombres que con ellas viv�an, lo hab�an dejado entrar a su familia y eran la familia toda que �l siempre ambicion�. En Emilia no quiso pensar esa madrugada, su cuerpo a�n la estaba sintiendo arranc�ndose de �l, a pesar de la inmensa voluntad que ella hab�a puesto en quererlo. La Emilia de raz�n lo hab�a querido querer m�s que a nada. Pero no todo es querer, y porque �l sab�a eso, no sent�a como un agravio el abandono.

La flauta que Daniel hab�a hecho sonar para llamarla estaba tirada en el suelo, junto a sus zapatos. Emilia Sauri abri� los ojos al sol de las diez inundando la rec�mara, y los puso en el pedazo de carrizo tras el que hab�a corrido la noche anterior. Sonri�. Necesitaba de la risa para perdonarse. �Qu� le iba a hacer? No ten�a remedio. Ni siquiera se hab�a detenido a pensar una disculpa, ni hablar hab�a querido. �Para qu�? �Qu� pod�a haber dicho que no supieran todos ah�? �Cu�l era la novedad de su yugo? Antonio Zavalza lo sab�a mejor que nadie. A �l no lo enga�� nunca. Aun cuando logr� que la renuente Josefa le creyera el olvido, no hab�a visto borrarse una �ltima duda del filo oscuro que hac�a a�n m�s negros los ojos de Zavalza. �l sab�a de qu� estaba hecho su mutismo de unos ratos, de qu� su esc�ndalo en otros. �Y ella? �Qu� pod�a decir de ella? Estaba feliz. Tanto, que no pudo seguir tortur�ndose por su falta de car�cter y sensatez m�s de los tres minutos que dedic� a contemplar la flauta de carrizo. Volver�a a seguirla todas las veces que sonara.

Hab�an dormido en la casa de soltera que Milagros no quit� al mudarse con Rivadeneira. Daniel ten�a consigo la llave y no la solt� ni en los momentos de guerra en que se pierde todo con tal de salvar la vida. La llevaba colgada del cuello y era su certidumbre de que ten�a un hogar, de que alguien lo esperaba siempre, de que por m�s l�os y muerte que tragara, ten�a la vida a la vuelta de la esquina y no necesitaba sino correr a buscarla. Emilia estaba guardada para �l. No hab�a tenido jam�s la m�nima duda en torno a eso. Conoc�a todos los escondites de ese cuerpo, viajaba con su recuerdo y su cabeza como una parte de �l, como consigo mismo. Para �l, Emilia estaba tambi�n en la guerra, esperando la paz para continuar con el acuerdo sin firmas de toda su vida.

Cuando Emilia le pregunt� por qu� hab�a vuelto, Daniel le dijo que extra�aba los lunares de su hombro izquierdo. No hablaron de Zavalza. Daniel sab�a que si le daba permiso a su lengua de correr por ese tema, terminar�a gritando insultos. Prefiri� tocarla de nuevo, indagar si le ten�a secretos, mientras allanaba hasta el �ltimo doblez que ella quiso guardarse en el cuerpo, reconocerla y sembrar en el centro mismo de todos sus deseos, el gozo extenuado que otra vez supo nada m�s suyo.

Emilia Sauri cerr� los ojos y vio el mar, vio una luna inmensa y exc�ntrica columpi�ndose contra el cielo, vio a Daniel esper�ndola frente a la estaci�n del internado a los doce a�os, vio el �rbol del jard�n, vio el estanque mojando sus piernas, la piedra negra sobre su mano, la tenue oscuridad del temazcal. Se imagin� por dentro: h�meda, belicosa, triunfante. Y por primera vez bendijo a su fortuna llam�ndola, por primera vez no quiso guardarse el ruido de monta�as brot�ndole del cuerpo. No estaban los dem�s. Los que la proteg�an, los que la cercaban comprendi�ndola, los que la hab�an hecho dudar de su fiebre porque a veces parec�a tambi�n de ellos. Su guerra y su armisticio con Daniel eran nada m�s suyos, s�lo frente a ella acreditaban su condici�n de a�os los instantes, y la fe de su queja rompi� el aire en pedazos que se fueron gritando por la plaza.

Esa ma�ana, Milagros lleg� temprano a casa de su hermana. Se instal� a beber caf� con leche y trat� de iniciar una conversaci�n.

-Las mujeres no vamos a cansarnos nunca de perder a los hombres perfectos -dijo.

Josefa levant� los hombros incapaz de saber qu� responderle, apenada pero segura de que las cosas eran mejor as�, y de que algo ten�a que ver su hermana con el �ltimo ir y venir de las cosas.

-Querr�s decir las mujeres de nuestra familia -sentenci� deteni�ndose a o�r c�mo silbaba la tetera, al tiempo en que todos los p�jaros del corredor encend�an un concierto inveros�mil de un sol tan alto.

XVIII

Iz�car era un pueblo caliente y arisco. Nadie lo hubiera considerado un buen lugar para su luna de miel, pero la luna era de miel sobre las cabezas de Emilia Sauri y Daniel Cuenca la noche que se tendieron en la yerba, al lado de los ca�averales, en la soledad oscura y tibia que los bordeaba. No hab�a duda ni pena que cupiera bajo el cielo que los cubri�. Durmieron como muy pocos han logrado dormir sobre la tierra.

Al d�a siguiente, entraron al pueblo caminando por unas calles terrosas, a las que reg�a el olor de la ca�a ferment�ndose. Eran calles con casas chaparras por las que andaban hombres vestidos de calz�n blanco y sombrero de petate, mujeres descalzas y pal�dicas, con los hijos colgando como frutas en sus brazos. En la puerta de un sal�n, un poco m�s alto que las casas, hab�a dos hombres esgrimiendo como armas dos vasos llenos de pulque. Uno de ellos sosten�a con su mano izquierda la jarra de barro, enorme y brillante, de la que hab�a servido su vaso y el de su amigo. Se miraban muy serios, como si estuvieran comprometiendo su destino con ese trago.

Hab�a cerca de ambos unos doce hombres haciendo con sus voces una conversaci�n densa, y en medio de ellos, tres ni�as con los vestidos chorreados de mugre y las caras pringadas con barro de varios d�as. Los ojos de la m�s peque�a brillaban entre las piernas de los hombres que hac�an brindis sobre su cabeza, ten�a en las manos una mu�eca de trapo y ve�a al frente tan seria como si tambi�n ella estuviera ah� para vislumbrar su vida.

-�Qu� hacen tres ni�as entre una bola de borrachos? -le pregunt� Emilia a Daniel.

-Atestiguan -dijo Daniel, pas�ndole el brazo sobre los hombros para guiarla al cruzar la calle ardiendo.

Cuando se acercaron al grupo, el perro que jugueteaba sobre las rodillas de un viejo se puso frente a ellos ladrando con un esc�ndalo de polic�a. Para asombro de Emilia, Daniel lo llam� por su nombre y lo calm� acariciando su lomo. El personaje con la jarra en la mano se acerc� a Daniel misterioso y c�lido. Era Chui Morales, cantinero y l�der local de los revolucionarios. Daniel present� a Emilia como su mujer y Emilia sinti� dos pinzas apret�ndose a su cintura. Morales busc� su mano y se puso a sus �rdenes con pocas palabras, luego le hizo saber que ah� casi todos la conoc�an de hac�a mucho.

La ni�a de la mu�eca se acerc� para explicarle a Emilia que el perro era suyo. Agach�ndose hasta tener su cara frente a la de la ni�a, Emilia le pregunt� c�mo se llamaban ella y las dem�s.

Un hombre reci�n llegado de Morelos levant� los ojos del fondo de su vaso, para decir que. ah� no se aceptaban mujeres, que si Morales dejaba entrar a �sa no habr�a junta ninguna, ni acuerdo de paz, ni madres.

-Mujeres no, pero ni�as �s�? -dijo Emilia.

-De estas mugrosas -dijo el hombre se�alando a las ni�as con un movimiento de la cabeza.

-Ella es de �stas -dijo Daniel-. Viene limpia porque fuimos a ver a su madrina, pero en un rato se enmugra.

-Ll�vatela -le dijo otro de los hombres. -A m� no me llevan y me traen -terci� Emilia levant�ndose de enfrente a la ni�a.

-Con usted no estoy hablando -le contest� el hombre toc�ndose el sombrero.

-Pero yo s� estoy hablando con usted.

-No te metas Emilia -le dijo Daniel-. Las cantinas no son para mujeres. Tienen raz�n los se�ores.

-Claro que me meto -dijo Emilia acerc�ndose a la puerta de la pulquer�a y cruz�ndola sin dar tiempo para que nadie la detuviera.

Despu�s del sol que iluminaba el d�a de afuera, la penumbra de aquel cuarto pestilente la violent�. Hab�a aserr�n en el piso sobre el que dormitaban dos hombres. Emilia no tuvo tiempo ni de acercarse a ver si estaban vivos, cuando de entre los barriles amontonados sali� tambale�ndose otro que se fue sobre ella como sobre una aparici�n. La llam� virgencita y le pidi� mil perdones por su borrachera, dici�ndole mientras la abrazaba cu�nta devoci�n le ten�a y c�mo nunca hab�a pensado que toc�ndola sintiera por fin el cobijo de la madre de Dios.

Emilia tard� unos segundos en reponerse del susto, pero cuando lo hizo empuj� al hombre con todas las fuerzas de su ira, y forceje� con �l hasta que se libr� de su hedor y sus babas roz�ndole la cara. El tipo era fuerte, pero tra�a una borrachera que, ayudada por el empuj�n, lo hizo caer sobre el aserr�n anegado. Entonces Emilia gir� en redondo y volvi� a enfrentar el sol de afuera.

-Cuando el cabr�n se reponga, caer� de nuevo con la pura memoria de que lo tir� una vieja -dijo Chui Morales sin soltar la jarra. Luego busc� un vaso para Emilia, por envalentonada, y entre risas convenci� a los hombres de que la dejaran tomarse un trago con ellos.

-Por ti que me mastiquen, �verdad idiota? -le grit� Emilia al Daniel imp�vido contra el que se fue a golpes.

Interviniendo en la pelea con una naturalidad que fren� la rabia con que la muchacha golpeaba a Daniel, la m�s grande de las ni�as le dio un vaso a Emilia, y Chui Morales se acerc� a llenarlo con el aguamanil de barro al que parec�a caberle un r�o de pulque. Luego tom� el vaso de Daniel y lo llen� tambi�n del l�quido viscoso que a Emilia le hab�a parecido siempre la bebida m�s repugnante inventada por sus compatriotas. Todos, incluyendo a las ni�as, extendieron sus vasos. Morales se los fue llenando, movi�ndose de un lado a otro, casi danzando con su jarra en alto, como si cumpliera un rito ancestral. Por �ltimo llen� su propio vaso y propuso un brindis por la reci�n llegada.

Emilia hab�a pasado un rato contemplando con asco el brebaje en su vaso. Agradeci� el brindis, pero aleg� que no ten�a sed.

-El pulque no se bebe por sed --dijo un hombre bajo, de gesto encantador, al que Daniel present� como Fortino Ayaquica. Emilia le ofreci� la mano y Fortino levant� su vaso para brindar con ella, mientras le daba toda clase de explicaciones sobre las bondades del pulque que sal�a de la jarra esgrimida por Morales.

-�ste no es del de all� adentro -le dijo Chui Morales bebi�ndose de un trago todo su vaso y sin soltar la jarra.

El de adentro, explicaron, ol�a mal porque era tlachique, lo dejaban enmugrarse, no lavaban los toneles antes de guardarlo. El de la jarra lo hab�a sacado Chui Morales de los magueyes de una hacienda tomada durante la rebeli�n. Estaba limpio como un manantial.

-Blanco como las nalgas de las ni�as de la casa grande -dijo Fortino soltando al aire una risa.

-Ande b�bale -pidi� Chui con una carcajada que hac�a bailar de arriba a abajo su bigote crespo.

Emilia acerc� la boca al vaso. Maldijo el momento en que hab�a querido salir tras Daniel y dio el primer trago pregunt�ndose por cu�ntas cosas ten�a que maldecir a Daniel, por cu�ntas ser�a que le provocaba la adicci�n que le ten�a, por cu�l cent�metro de su boca no estar�a dispuesta a morirse de verdad, no s�lo de asco. Cuando se dio cuenta, hab�a bebido el vaso entero.

-Qu� mujer -dijo Chui, palmeando la espalda de Daniel, antes de escupir un gargajo gigante y almidonado.

Daniel agradeci� la lisonja mientras Emilia, que se hab�a agachado a conversar con las ni�as, volvi� a llenar su vaso y lo bebi� con mucho m�s prisa que al primero.

-Tenemos que irnos -dijo Daniel pretextando que ya era tarde y que ten�a que llevarla a casa de una conocida para que la junta empezara alguna vez.

-Nom�s me va a faltar que t� digas cu�ndo nos vamos -le contest� Emilia sent�ndose en la tierra y pidiendo que le sirvieran la otra. En ese momento llegaba Francisco Mendoza, el tercero de los l�deres rebeldes con los que Daniel necesitaba hablar. Lo acompa�aba una mujer fuerte, de labios tiernos, ojos bruscos, lacia melena en trenzas oscuras, que repar� en Emilia como en una conocida y sin m�s se acomod� en el suelo junto a ella.

Atravesando el aire desde arriba, Chui Morales le sirvi� su primer vaso con una precisi�n maestra y volvi� a llenar el vaso de Emilia que, mareada sobre la tierra h�meda, empez� a sentir ganas de bailar y echar gritos. Por lo pronto abraz� a la mujer reci�n llegada y se puso a comadrear con ella. Se llamaba Dolores Cienfuegos y su vida le hac�a honor a su apellido.

-Te vas a emborrachar? -pregunt� la ni�a

de la mu�eca viendo a Emilia haci�ndole caricias al perro que se hab�a echado junto a ellas.

-Ya me estoy emborrachando -contest� Emilia con la vista perdida en los distintos verdes que se iban hasta el monte, cruzando el valle arom�tico y erizado que rodeaba el pueblo.

Las ni�as de la cantina eran hijas de Chui Morales y Carmela Milpa, una mujer paral�tica que a falta de fuerza en sus piernas ten�a una sedosa voz de �ngel, con la que cantaba las m�s desoladas canciones de amor y las m�s antiguas canciones de cuna. Ella con sus hijas, y Dolores Cienfuegos con su lumbre, viv�an en una casa con piso de ladrillos tibios, sobre la que se derramaba como sudario una enredadera de flores p�lidas que en las tardes ol�a a jazm�n y en las ma�anas a clavel. Ah� las dejaban Francisco Mendoza y Chui Morales cuando se iban a pelear. Ah� volv�an a verlas, adoloridos o triunfantes.

Entre esas paredes de adobe y esas mujeres de piel oscura con ojos de venado, Emilia Sauri aprendi� que el ir y venir de los hombres no era una pena que la privilegiara s�lo a ella. Aprendi� que las mujeres tejen la vida con recuerdos y crecen por dentro cada vez que los se�ores se marchan. Aprendi� a bastarse con su cuerpo, a callarse lo in�til, a canturrear entre dientes, a burlarse de la guerra y a lidiar con el destino como las plantas con el clima. Aprendi� el valor de un frijol, de un jarro de agua, de un trompo, de una tuerca, de un clavo, de un zapato, de un pedazo de reata, de un conejo, de un huevo, de un bot�n, de la sombra de un �rbol, de la luz de una vela. Y ense�� a curar fiebres, a hervir el agua, a enmendar los dolores de cabeza, a coser una herida, a hilvanar una falda, a pintar mariposas, a doblar un papel para hacer un barquito, a limpiarse los dientes con carb�n de tortilla, a matar con una infusi�n de pir� y flores de tabach�n, las lombrices que se com�an la panza de las ni�as, a conocer los cinco d�as de riesgo que tiene cada mes, a revolver epazote y yerba dulce con crema de cacao para untarla en la vagina y evitar un embarazo, a distinguir las plantas venenosas de las curativas, mediante la ciencia que hab�a aprendido de Casilda la yerbera. En dos semanas arregl� el desorden menstrual de Dolores, les quit� las manchas de ictericia a dos de las ni�as y las aftas de la boca a la m�s peque�a. Sobre todo, hizo dormir a la insomne Carmela con hojas de zapote blanco y unas aplicaciones de tintura de marihuana que ella misma prepar� en un molcajete, y que untadas a las piernas de Carmela por la noche, convocaban un descanso del que no hab�a sabido en los �ltimos tres a�os. Medio pueblo aprovech� para consultar con Emilia sus dolencias. Todas las ma�anas instalaba un consultorio improvisado junto a la puerta de la cantina y revisaba cuanto enfermo quer�a pon�rsele enfrente, cuanto ni�o con tos o diarrea le llevaban su madres, cuanta llaga, herida, vientre abultado, dolor en la espalda, infecci�n o moribundo quisieron acercarle. En las tardes recorr�a el pueblo visitando a los enfermos que no pod�an moverse y todo el d�a la desesperaban su ignorancia de tanto y su falta de todo medio curativo que no pudiera sacarse de una planta cercana. Por fortuna, la tierra era f�rtil y desaforada por esos rumbos, as� que en las madrugadas excursionaba con Dolores buscando por el monte las hojas que conoc�a, pero eran muchos los males y ella no sab�a qu� hacer frente a un ni�o convulsion�ndose, frente a una gonorrea o una s�filis. En ocasiones, ni siquiera sab�a c�mo llamar al mal que le llevaban. A pesar de su �xito en la cura de las enfermedades propias de la pobreza y la falta de higiene, como los par�sitos en el est�mago y las infecciones menores, se reconoci� incapaz muchas veces, y todas esas veces pens� en Zavalza y se ayud� invocando el consuelo que �l hab�a sabido darle tras su primer fracaso. Hab�a cien cosas con las que �l hubiera sabido qu� hacer y en las que ella no supo sino llevarse las manos a la cabeza y maldecir.

Mientras los hombres se iban, las mujeres trajinaban de sol a sol. No hab�a tregua para sus brazos ni espacio que desperdiciaran sus lenguas. Emilia descubri� ah� que era capaz de cansarse mucho despu�s de sentirse cansada, que tras cuatro horas de trabajo, con respirar profundo pod�a emprender otras cuatro. Descubri� el tama�o de su valor, salt� varias veces el precipicio de sus miedos y supo que el cari�o no se gasta aunque se ponga completo en cada gente.

Estuvo menos veces con Daniel de las que se ba�� en el r�o con Dolores, y retoz� m�s tiempo con las ni�as Morales del que pudo darse para tocar el cielo y contar cometas. Pero le bast� con lo que tuvo de cada cosa. Cuando al cabo de cinco semanas, Daniel le habl� de marcharse, lloraba como si el mundo se le estuviera partiendo en dos.

Las elecciones le hab�an dado a Madero un triunfo absoluto. Pero su presencia en el gobierno no hab�a mejorado en nada las cosas para los campesinos. Tras la persecuci�n que devast� sus pueblos y cosechas, los amigos de Daniel decidieron apoyar la toma de tierras y la rebeli�n contra el gobierno que no les cumpl�a lo que prometi� darles a cambio de su apoyo. No quer�an una paz de a mentiras, no pod�an salirle a su gente con que tras tanto muerto y tanto grito, los peones seguir�an siendo peones y las haciendas tendr�an los mismos due�os. No hab�a palabra, ni mensaje, ni orden con los que convencer a los campesinos de quedarse conformes y en las mismas. Avergonzado y harto de representar la tibieza maderista, Daniel hab�a decidido unirse a la revuelta. Para lo cual, lo primero que deb�a hacer era sacar a Emilia de Iz�car, donde su puro rostro y su modo de caminar la pondr�an en peligro al desatarse la guerra.

Emilia se resist�a a volver. Durante las varias noches que dedicaron a discutir las dificultades de su vida en esos rumbos, Emilia se neg� mil veces a regresar. Aleg� que prefer�a morirse ah� que perderlo de nuevo, grit� hasta que los �rboles temblaron bajo el cielo de cristal que los amparaba, llor�, dej� de comer, maldijo a Madero, a la revoluci�n, a la injusticia, a la noche de fiebre en que hab�a vuelto a encontrarse con aquel amor, y al temblar de su boca cuando lo ten�a cerca. Daniel la escuch� protestar de un modo y otro, pero se neg� a todo lo que no fuera llevarla de vuelta a casa de los Sauri.

-De aqu� no me sacan ni con todo su ej�rcito de levantados -dijo Emilia-. T� no est�s para decidir mi vida.

-Pero s� para decidir que no te mueras -le contest� Daniel.

Sab�a de sobra cu�ntas vidas depend�an de la luz con que ella miraba y no se sent�a en el derecho de ponerla en riesgo. Quer�a a Milagros y a los Sauri tanto como a su padre y lo mismo que a su causa. Y ni �l, ni su causa, ni nadie val�an el riesgo de que Emilia corriera un riesgo. Si ten�a que amarrarla, la amarrar�a, pero no iba a dejarla tan cerca del peligro como estar�a ese lugar en poco tiempo.

-Esta guerra no es tuya, Emilia -le dijo apret�ndose contra ella la �ltima noche que durmieron bajo el techo de los Morales.

-�Qu� es m�o? -le pregunt� Emilia.

-La Casa de la Estrella, la medicina, la botica, mis ojos -le dijo Daniel.

-Como no te los saque para guardarlos en alcohol -dijo Emilia, seca y furiosa con la verdad entre las manos-. Te estorbo, pero si t� te quedas en la guerra, esta guerra es m�a. Yo no voy a ning�n lugar al que no vayas t� para quedarte.

Harto de alegar sin resultado, Daniel dej� la cama y se ech� al campo.

-Hombres -dijo Dolores Cienfuegos acerc�ndose a Emilia-. Ni los matamos, ni nos matan.

Las dos se fueron caminando hasta el r�o y se sentaron en la orilla, bajo un sauce llor�n, con el rumor del agua corriendo sobre las piedras como la otra �nica presencia entre ellas. Dolores ten�a casi treinta a�os y no era una mujer t�mida, ni tampoco en extremo prudente, pero le cost� empezar la conversaci�n. Se hab�a encari�ado con Emilia y admiraba su voz bien educada, la sonora precisi�n de sus palabras, el tino con que las usaba. Se pens� m�s incapaz que nunca de expresar las cosas con la claridad y la emoci�n con que las pensaba. No porque le faltara inteligencia, sino porque la pobreza le hab�a negado el refinamiento a su lucidez. Y de eso ella no se hab�a dado cuenta sino hasta que lleg� Emilia, y midi� con ella sus emociones y la escuch� decir las cosas que sent�a con la misma habilidad y acierto que ella necesitaba siempre y no hab�a podido encontrar nunca bajo su paladar.

-No es como a uno se le antoja, es que ni modo -le dijo para empezar, mir�ndola sin compasi�n, pero sin envidia.

Luego, solt� de golpe todas las cosas que ten�a apret�ndole la frente:. Emilia en el pueblo acabar�a por estorbar, habr�a que protegerla, que cuidarla de m�s, que alimentarla. En cambio si se iba para Puebla y desde ah� los ayudaba, podr�a serles m�s �til que un campamento de hombres armados. Ella sab�a curar, hablar en ingl�s, descifrar el idioma que hablaban los del gobierno, preparar medicinas. Ella entend�a de leyes, de tr�mites, de libros, de cosas que ah� nadie entend�a. Ella, lejos estar�a cerca, estando segura les dar�a certidumbres, entendi�ndose con aquel mundo podr�a defender mejor el de ellos. Ella era necesaria y muy querida, pero su trabajo estaba en otra parte. Y eso nadie lo sab�a mejor que ella, por m�s que llevara cinco d�as de no querer aceptarlo. �Para qu� enturbiaba las horas que les quedaban juntos pensando en el futuro? No era tiempo de lujos, y el tiempo era un lujo que no pod�a tirarse a los rega�os. Ella deb�a entender, acatar su destino como ellos obedec�an el suyo.

Emilia escuch� todo lo que Dolores quiso decirle sin levantar la cabeza del regazo que ella le ofreci� cuando se acomodaron bajo el sauce. O�a su voz mezclada con el rumor del agua rodando sobre las piedras. Cre�a en las razones que le iba oyendo mientras la recordaba caminando de prisa, sigilosa y atrevida, tallando la ropa contra una de las lajas acomodadas en un remanso del r�o, probando en la palma de su mano c�mo estaban de sal los frijoles, limpiando una carabina con el pa�uelo de encaje que Emilia le hab�a regalado, palmeando las tortillas con la destreza de un escultor, atizando el carb�n bajo el brasero, jugando al escondite con las ni�as, gritando su pasi�n por Francisco Mendoza cuando en la punta de un cerro no las o�a nadie, y rega��ndolo como un militar embravecido dos horas despu�s.

-Oye cabr�n, qu�tame de aqu� estos miados -la hab�a o�do decir el primer amanecer que compartieron la pobreza de su cuarto con Emilia y Daniel. Toda su vida recordar�a el regocijo que le provoc� al hablar as�.

Desde las primeras frases entendi� que ella ten�a raz�n, el resto del tiempo la escuch� extra��ndola ya. La ma�ana de su regreso pasaron a la cantina por un pulque.

-Salud y cielo -le dijo Dolores entrecerrando los ojos para beber de prisa.

Llegaron a Puebla de madrugada. Hab�an pensado dormir un rato en el refugio de Milagros antes de presentarse a la Casa de la Estrella, pero el camino a uno pasaba por la otra y los caminos del coraz�n s�lo se reconocen and�ndolos. A�n no hab�a luz natural, un destello del farol callejero se marchitaba contra los balcones de su casa. Emilia Sauri imagin� a sus padres durmiendo tras los oscuros. Abrazados como los hab�a visto dormir desde ni�a, como segu�an durmiendo aunque les amaneciera torcidos. Imagin� la tersura del edred�n sobre su cama, la madera brillante de los pisos, la paz acurruc�ndose sobre los sillones de la estancia, el olor desatado del caf� en las ma�anas, el ruidero temprano de los p�jaros, las horas demor�ndose entre los frascos de la botica y los sue�os viajeros de su padre, el sosiego de anochecer mojando en leche un pan de su madre. Corri� a tocar a la puerta. No le importaron ni las razones en contra ni la prudencia que Daniel cre�a necesaria. Se fue sobre el aldab�n y lo golpe� como s�lo su t�a Milagros era capaz de hacerlo.

Josefa salt� de la cama con el primer sonido que roz� la condici�n alerta de sus o�dos, oy� a Diego protestar contra los modos y los horarios de Milagros, mientras ella buscaba en la oscuridad las mangas por las que entrar en la bata. Cruz� el corredor humedecido por la penumbra del amanecer y baj� las escaleras brincando.

-�Emilia? -pregunt� antes de abrir. Porque �qui�n sino Emilia podr�a haberle echado a rodar el coraz�n por el cuerpo?

XIX

Durante los meses de turbulencia y abismos que siguieron a la noche en que Emilia cruz� el umbral, llevada en vilo por un Daniel cobrizo y despeinado, Josefa dio en repetir un aforismo en torno al tiempo haciendo con las pasiones lo que el viento con el fuego: "Si son breves como la llama de una vela, las devasta. Si son grandes como un incendio, las alimenta."

Emilia dej� ir a Daniel sin un solo reproche y sin querer enterarse de a d�nde iba. Zavalza recibi� a Emilia sin preguntarle a d�nde hab�a ido y sin un solo reproche. Luego, el tiempo empez� a correr sobre el arrojo y el agravio de cada quien.

Los d�as se hicieron meses y la vida un intenso litigio con sus estragos y venturas. Zavalza y Emilia volvieron a trabajar juntos. Hablando siempre de los dem�s, de sus purulencias y sus padecimientos, de sus posibles curas o sus irreparables muertes, se hicieron una pareja incapaz de reposo. Aprendieron a estar cerca una jornada y otra como piezas de un mismo reloj. Cada d�a m�s gente llegaba al consultorio de Zavalza buscando cura, y la encontraba en ese par de necios, capaces de pelearle al destino hasta los infortunios f�sicos m�s inesperados.

Un mediod�a en septiembre de 1912, Zavalza se present� en la botica para pedirles a Emilia y a Diego que lo acompa�aran. Diego ten�a una idea del asunto que lo llevaba y pens� que Zavalza merec�a completo el placer de la intimidad al mostrarlo, as� que se disculp� alegando que no pod�a dejar sola su botica y vio a Emilia salir, inocente y �vida, tras la prisa de Antonio.

A principios de a�o, los due�os de una finca en las afueras de la ciudad la hab�an puesto a la venta en mucho menos de su valor, porque se iban del pa�s como de la peste. Zavalza oy� a Josefa comentar el asunto y corri� a comprar la ganga. Durante varios meses conserv� en secreto el destino que pensaba darle a ese lugar. Emilia lo ve�a desaparecer a media ma�ana o llegar un poco tarde a la consulta de las cinco, sin decir una palabra.

-Tiene una novia y quiere mantenerlo en secreto -le coment� Emilia a su madre.

-Imposible -asegur� Josefa-. Esos secretos son lo primero que se sabe.

Con el dinero que no se hab�a gastado en ir a Europa y casarse, Zavalza convirti� la finca en un peque�o hospital. Por fin hab�a quedado listo para ense��rselo a Emilia.

-Es casi todo lo que tengo y es mucho m�s de lo que pude ambicionar -dijo cuando estuvieron en la puerta.

Emilia Sauri recorri� el lugar con m�s entusiasmo del que hubiera puesto en todos los d�as de sorprenderse con las maravillas de Europa. Fue y vino de un cuarto a otro, se imagin� y dispuso c�mo acomodar los muebles, abri� y cerr� las ventanas, aprob� el exacto verde del pasto en el jard�n, y cuando cre�a que ya nada pod�a faltar, un Zavalza resplandeciente la condujo a la peque�a sala de operaciones, donde todos los instrumentos y aparatos eran modernos como un cine.

Zavalza hab�a dado con aquel equipo gracias a los buenos oficios del c�nsul norteamericano en la ciudad, un viejo sonrojado y sonriente a quien cur� de una dispepsia que �l cre�a cr�nica y que por lo mismo le ten�a al menos tanta ley como a su patria. El embajador de los Estados Unidos en M�xico ten�a un empe�o personal en devastar al r�gimen de Madero, y en su af�n por lograrlo le contaba a su gobierno toda suerte de historias sobre la inseguridad en las vidas y propiedades norteamericanas. Para apoyar su versi�n necesitaba tener siempre a mano el relato de un �ltimo desfalco, de un grupo de compatriotas perseguidos o en bancarrota, cualquier desventura. Los aparatos que brillaban en la sala de operaciones, los hab�a encargado �l mismo para tejer y apoyar la invaluable an�cdota de un infeliz e inexistente m�dico, que habiendo trasladado a M�xico un equipo car�simo, lo abandon� intimidado por la persecuci�n y el horror que lo cercaba, s�lo por ser extranjero en r�gimen maderista. Cuando el embajador termin� de probar su cuento, puso a la venta el equipo y por medio del risue�o c�nsul en Puebla, Zavalza lo compr� en la quinta parte de su precio.

Emilia escuch� a su amigo contar toda esa historia de intrigas que tanto lo hab�a beneficiado, mientras caminaba de un lado a otro de la sala, toc�ndolo todo. Por fin se detuvo en Zavalza y lo abraz�.

-Cre� que ten�as una novia -dijo.

-�Habr�as perdido la calma? -le pregunt� Zavalza acariciando la melena de rizos que Emilia hab�a puesto cerca de su nariz como un b�lsamo.

-No tengo derecho -dijo Emilia cobijada por los brazos y el temple de Zavalza. Ol�a a tabaco y colonia fina. Cerca de su cuerpo sinti� la d�cil emoci�n de la paz, y la encontr� tan nueva que se dej� salir de la boca una canci�n de amores a cuyo ritmo se puso a bailar.

Durante el a�o que estuvo ausente, las cartas de Daniel llegaban desde los sitios m�s inesperados. A veces eran juguetonas, escritas con prisa. A veces demoradas y tristes. El humor de Emilia cambiaba con ellas, sub�a y bajaba por las cuestas de la rebeli�n antigobiernista en que se hab�a metido Daniel, al no encontrar en Madero al gobernante justiciero que esperaban.

Daniel hab�a vuelto a Morelos y al sur de Puebla, hab�a sido nombrado correo y contacto entre los campesinos del sur y los rebeldes antimaderistas en el norte, hab�a viajado, escrito proclamas, ayudado en la redacci�n de planes, y pasado m�s hambres que nunca. Durante un tiempo los rebeldes en el norte hicieron temblar al pa�s, tomaron Chihuahua y parte de Sonora, antes que el gobierno pudiera darse bien cuenta de lo que pasaba. Daniel los hab�a acompa�ado como periodista escribiendo notas para un peri�dico en Chicago y otro en Texas. Los acompa�� tambi�n cuando empezaron a perder frente a una milicia fuerte, que reorganiz� un general heredado del porfiriato al que Madero hizo responsable de la campa�a contra el norte. Se llamaba Victoriano Huerta. Daniel no hizo sino trabajos de intelectual y abogado hasta que los rebeldes tuvieron que enfrentarse al nuevo ej�rcito en Rellano. Ese d�a hasta los ni�os dispararon contra los federales. Despu�s, todo fue ir perdiendo y escapando hasta que no hubo otro remedio que buscar refugio en Texas.

Cuando le abri� la puerta de su casa en la ciudad de San Antonio, el doctor Cuenca, erguido y altanero como en sus mejores d�as, pero casi ciego y con tantos males como pueden caber en un coraz�n exhausto, no pod�a creer que todos sus esfuerzos educativos hubieran terminado por conducir a su hijo a la condici�n de ruina en que llegaba.

-�De cu�l equ�voco sales? -le pregunt�.

Un n�ufrago hubiera tenido mejor aspecto que el costal de huesos en que lo hab�an convertido las desventuras. Daniel apestaba a una mezcla de p�lvora con infierno, ten�a costras en la cara, la camisa herida en el hombro derecho, el pantal�n inmenso con una pierna agujereada, los zapatos con las suelas desprendidas y un aire de pena en el gesto con que intentaba sonre�r.

Despu�s de comer y ba�arse, durmi� tres noches con sus d�as. Despert� un martes como a las seis de la tarde y encontr� sobre �l la mirada vigilante del doctor Cuenca. Conservaba en sus rasgos de anciano la concordia que rigi� siempre su vida. Daniel se frot� los ojos con las manos como si necesitara aprisionar bajo ellos una imagen de armon�a indiscutible.

-L�stima que no sal� a ti -le dijo.

La siguiente semana hablaron de sol a sol, comieron en desorden y a deshoras, durmieron ratos largos en horarios inusitados y llegaron a un acuerdo: Daniel hab�a estado perdiendo sus fuerzas y su valor en el intento por mermar el poder de un hombre que no lo ten�a, hab�a luchado junto a sus enemigos m�s d�biles, contra los que guerreaban en su nombre, pero contra su nombre se ir�an m�s temprano de lo cre�ble. Entonces, la libertad de prensa, parlamento y palabrer�o que nadie hab�a valorado en esos a�os, volver�a a enterrarse bajo los cad�veres de hombres inocentes. Los dem�s, los que nada ten�an que perder, se matar�an entre s� tras causas y nombres inevitables e imposibles, y la revoluci�n correr�a por el pa�s sin tregua ni destino, hasta qui�n sab�a cu�ndo.

No fue f�cil para Daniel aceptar los argumentos de su padre, pero de tanto o�rlos ajetreando su lengua, de tanto acomodarlos en su cabeza ardiendo, no le qued� m�s remedio que ver con la lucidez de un viejo desencantado lo que no hab�a entendido con la inteligencia febril de sus veinticuatro a�os. Su hermano Salvador, compa�ero asiduo de sus primeras luchas, perd�a el tiempo de un modo m�s seguro, pero no menos enfadoso. Hab�a vuelto a la ciudad de M�xico y hac�a pol�tica con los maderistas. El doctor Cuenca estaba arrepentido hasta los dientes de haber puesto en sus hijos el germen de pasi�n por la pol�tica que ahora los consum�a. Pero ya era muy tarde para pretender arrancarla, y lo que el hombre intentaba era buscar sin darse aliento las razones con que mantenerlos lejos del peligro.

A pesar de haber convencido a Daniel de la necesidad de abandonar una guerra sin destino, de la que cada vez entender�a menos, porque nada puede entenderse en el bullicio del odio desatado, en vano hab�a buscado trabajos estables y destinos que �l quisiera aceptar. Ten�a en San Antonio varios amigos, con uno de ellos encontr� un puesto en un despacho de abogados, pero Daniel no quer�a litigar en ingl�s, ni arreglar herencias y divorcios de infelices sin m�s causa que sus personas. No le interesaba hacer carrera como abogado y menos en un pa�s que no era el suyo, pero, por un tiempo, nada agradec�a m�s que la tranquilidad cerca de su padre. Lo sab�a m�s d�bil de lo que al hombre le gustaba aparentar y m�s enfermo de lo que aceptaba. Dejarlo solo en ese momento hubiera sido la peor de las tonter�as. Para entonces Daniel no ten�a m�s guerra ni sent�a mejor deber que el de hacerle compa��a. Se dedic� a trabajar en las ma�anas y a contemplarlo por las tardes. San Antonio era una ciudad apacible, cuyo ritmo lento mitigaba su vocaci�n de audacia y le produc�a una calma a veces equiparable a la felicidad. Sin embargo, el doctor Cuenca sab�a que su paz era falsa y que si no lo ayudaba pronto a encontrarse una pasi�n, �l la encontrar�a por su cuenta y de seguro en el regreso a la pol�tica.

-Cuenta tu pa�s, no lo combatas -dijo un d�a ilusionado con la posible salvaci�n de su v�stago.

Conoc�a la habilidad de su hijo para escribir en ingl�s y espa�ol, recordaba el castellano elocuente de sus cartas y el �xito de sus env�os al peri�dico de San Antonio en el que hab�a publicado muchas veces, le sugiri� que se volviera periodista de tiempo completo, que caminara el mundo, que buscara la corresponsal�a de varios diarios norteamericanos y que recuperara en cuadernos y cuartillas todo lo que pudiera guardar del M�xico que se desvanec�a y del que poco a poco ir�a naciendo.

Semejante sugerencia dej� a Daniel pensativo un rato largo. No estaba muy seguro de que seria posible ganarse la vida haciendo algo tan placentero, pero le pareci� que ser�a un buen modo de seguir practicando su ambici�n de imposibles. Al d�a siguiente fue a las oficinas del peri�dico al que durante un a�o le hab�a enviado notas desde Chihuahua y Sonora. Lo recibi� Howard Gardner, un hombre joven de actitud despistada, cuya conversaci�n nerviosa resultaba una mezcla feliz de juicios contundentes y sentencias esc�pticas. Era el jefe de redacci�n y en la pr�ctica el director del diario, porque el director nominal era el due�o y �se pasaba por ah� cada vez con menos frecuencia y m�s apremio, daba diez instrucciones, se acataban cuatro y la vida volv�a a correr transparente y sosegada como el r�o que pod�a verse desde las ventanas del edificio. Howard result� ser un apasionado de los art�culos escritos por Daniel, le cont� entre risas el modo en que hab�a llegado a necesitar la llegada de una de sus historias cuando el tedio quer�a comerse las tardes, le pregunt� m�s de siete veces c�mo estaban las cosas down there, lament� la guerra, abraz� a su corresponsal como si lo hubiera estado extra�ando y le hizo traer de la administraci�n la paga que ah� le ten�an.

-Yo siempre supe que no te hab�as muerto --dijo el editor con una tibieza en los ojos que ruboriz� a Daniel.

No esperaba encontrarse con alguien as�, hab�a previsto dar con un gringo de �nimo indiferente y otra vez tuvo que reconocer verdad en un dicho de Milagros: la vida est� hecha para desconcertarnos.

Acept� sin reticencia una amistad que le aparec�a cuando m�s la necesitaba y sali� del peri�dico conversando con Howard Gardner como si lo conociera de a�os. Tras cuatro horas y varias cervezas, cada cual sab�a la vida y vicisitudes de cada uno. Al salir del bar oscuro y ruidoso que hab�a albergado sus confesiones, caminaron dici�ndose un �ltimo secreto, con el brazo de uno sobre los hombros del otro, y la certeza de que hab�an dado con un c�mplice, not�ndose en la cadencia embriagada y cavilante de sus pasos. Un mill�n de estrellas agujereaban el cielo de la noche.

-Como para besar a una mujer -dijo Howard se�al�ndolas al despedirse.

Daniel entr� silbando a casa de su padre, y se acomod� junto al sill�n en que reposaba, a contarle la gloria y los presagios que hab�a descubierto. El doctor Cuenca lo escuch� record�ndose, con ese gusto que les brota a los padres cuando descubren en sus hijos la luz que los ilumin� alguna vez.

-Parece que diste con tu particular Diego Sauri -dijo invocando la amistad que lo un�a con el boticario. Y como si tal alusi�n le hubiera destrabado una duda que se le atoraba en el pecho desde que vio entrar a su hijo, se atrevi� por fin a preguntarle por Emilia.

-Emilia es un lujo -contest� Daniel cargando cada palabra. Luego se hundi� en un mar de l�grimas ebrias y delirantes, en un desconsuelo sin vuelta que no se hab�a permitido jam�s.

Al decidir refugiarse en San Antonio, le hab�a escrito a Emilia d�ndole cuenta exacta de su situaci�n por dentro y por fuera. En el sobre puso, adem�s de la carta, un mech�n de su pelo y una fotograf�a en cuyo borde escribi� un mensaje llam�ndola �nica raz�n de mi vida. Despu�s no hab�a sido capaz de volver a escribirle. Lo avergonzaba su alejamiento y no quer�a confesarle que a pesar de no tenerla cerca, estaba en paz y no era desgraciado. Todo eso lo llor� poniendo su cabeza infantil y borracha contra el regazo del padre ben�volo que jam�s encontr� en Cuenca mientras fue ni�o. Los viejos se permiten audacias de las que no eran capaces cuando el mundo los ten�a como ejemplo de intrepidez y reciedumbre.

Mientras Daniel iba soltando pesares, el doctor Cuenca lo peinaba con los dedos de su mano artr�tica y titubeante, sin decir una palabra, hasta que el sue�o se rob� la cabeza de su hijo con todo y sus desventuras. Era diciembre y estaban a dos noches de la Navidad. Eso fue todo lo que Daniel pudo pensar cuando abri� los ojos en la madrugada, sobre el aterido regazo de su padre. No pod�a decirse cu�nto tiempo hab�a pasado as�, no recordaba ning�n sue�o, su padre a�n apoyaba una mano en su cabeza.

El doctor Cuenca muri� el 23 de diciembre de 1912. Un aviso de Daniel lleg� a la Casa de la Estrella once d�as despu�s. La sensaci�n de miedo que hab�a padecido cuando lo mandaron al colegio y que s�lo super� a los trece a�os tras pasar una noche en el pante�n, volvi� a tomarlo por completo. Estaba solo y perdido como nunca desde entonces. Josefa fue al hospital con la noticia y Emilia qued� encargada de cont�rsela a Diego. Hac�a rato que su mujer se resist�a a enfrentarlo con nuevas cat�strofes, no sab�a de d�nde hab�a salido ella con esa debilidad, pero sab�a muy bien que ni de pol�tica ni de p�rdidas pod�a hablar con su marido sin sentirse culpable. Como si de ella dependieran la paz y la condici�n eterna de la vida humana, como si ella fuera la que se las negaba al ajetreado coraz�n con que su marido contend�a con la fatalidad.

Emilia se quit� la bata blanca, busc� a Zavalza y se lo dijo igual que si leyera un veredicto. �l apret� los labios y le puso una mano en la mejilla, ella cerr� los ojos y dio la vuelta.

Casi cuatro semanas despu�s, sin haber logrado consolar ni a sus padres ni a Milagros, Emilia lleg� a San Antonio. Cargaba una valija de gobelino, un malet�n lleno de frascos, una bolsa con dineros de toda la familia, el chelo que un d�a le regal� el doctor Cuenca y la certeza de que el m�dico hab�a muerto para obligarla a encontrarse con su hijo.

Salt� del vag�n al and�n invadido por un olor a galletas con mantequilla. Reci�n salida del caos que hab�a tomado su pa�s, y apenas hecho el recorrido por estaciones que cuando no ol�an a p�lvora apestaban a muerto, Emilia se dej� consentir por aquel aroma y extendi� el ansia de sus ojos en busca de Daniel. Lo descubri� en la distancia y esper�, sin llamarlo, a que �l se acercara. Quiso grabarse su figura busc�ndola entre la gente. Quiso sentir que a�n pod�a volver. Quiso darse un �ltimo respiro antes de aceptar que otra vez abandonaba el territorio de la cordura. Luego alz� una mano y la movi� de un lado a otro mientras llamaba a Daniel diciendo su nombre. En cuanto lo tuvo cerca, se aferr� al cuerpo de animal sitiado que le extend�a los brazos.

Lloraron juntos toda una tarde y parte de la noche. Por ellos y por todos, por el sue�o que acu�� el viejo Cuenca, por su mundo perdido y su mundo sin l�mites, por los asesinados y los asesinos, por la guerra que los separaba y la paz que no sab�an buscarse. Despu�s, la �ndole de sus cuerpos los hizo revivir. Amanecieron dormidos uno sobre el otro y estuvieron repitiendo esa ecuaci�n hasta entrado el mediod�a.

-No tengo remedio -dijo Emilia recorriendo con sus dedos el camino de huesos que abr�a en dos el pecho de Daniel.

El cielo de los siguientes d�as los mir� caminar en las ma�anas a lo largo del r�o hasta donde la ciudad terminaba y empezaban los campos bien sembrados y el sabor de la yerba creciendo sobre la tierra. Emilia conoci� a Howard Gardner y lo volvi� su c�mplice y el testigo m�s fiel de sus dichas y ambiciones. Aprendi� d�nde comprar la mejor mantequilla y las verduras m�s tiernas, perdi� el miedo a perderse y se acost� todas las noches bajo la oscuridad agujereada por luceros que cubr�a el desierto.

-Como para besar -dec�a Gardner levantando los ojos al despedirse de Daniel.

Emilia fue llenando la casa de plantas y convirti� las dos habitaciones de la peque�a vivienda cercana al r�o, en un rinc�n salpicado de cajas y cosas, dentro del que Daniel lleg� a reconocer hasta el olor que imperaba en la Casa de la Estrella. Volver ah� todas las tardes lo confund�a, desnudar a Emilia a cualquier hora era recuperarlo todo de golpe para perderlo en cuanto pon�a los pies en la calle. Muy pronto, el consuelo de haberla recobrado se convirti� en nostalgia de todo lo dem�s.

-Traes a cuestas tu mundo -le dijo una tarde al volver del peri�dico.

-En cambio t� lo andas dejando en todas partes -contest� Emilia sin levantar los ojos del libro en que los ten�a perdidos.

Daniel se inclin� para besarla y le quit� de las manos el tratado de anatom�a que ella se hab�a propuesto memorizar.

Cada tarde Daniel volv�a del peri�dico acompa�ado por Howard y una noticia de M�xico pic�ndole la lengua. Primero un mot�n en Tlaxcala, despu�s la erupci�n de un volc�n en Colima, luego el principal puerto de Yucat�n devastado por un incendio, y un anochecer fr�o, llevado por un tel�grafo tartamudo pero exacto, el estallido, dentro del ej�rcito, de una conspiraci�n contra Madero, presidida por los m�s asiduos representantes de la vieja dictadura.

Como un ventarr�n, levantando cosas para luego azotarlas contra el suelo, Daniel empez� a contar los detalles del cuartelazo contra Madero. Iba hablando de presos liberados por los militares rebeldes, de bombardeos contra civiles, de actos de p�nico y barbarie, mientras met�a ropa en una maleta y le participaba a Emilia que a la ma�ana siguiente volver�an a M�xico.

-No podemos quedarnos dichosos y quietos, cuando esto sucede -concluy�. Si �l hab�a acompa�ado a quienes se levantaron contra Madero por incipiente, luchar�a contra quienes lo traicionaban por reformador.

Con una mirada imp�vida, Emilia dej� que Daniel hablara y maldijera un buen rato, hiciera planes e imaginara guerras, acordara con Howard la cantidad de env�os semanales que le har�a, los lugares por los que ir�a en busca de historias, la gente a la que entrevistar�a y los varios peri�dicos a los cuales Howard se encargar�a de vender sus art�culos. Luego, con la misma indiferencia con que Daniel hab�a estado decidiendo sin pedirle su opini�n, le particip� que ella no cruzar�a la frontera. A�n no acababa de llegar, a�n le dol�a la memoria de su viaje en tren a trav�s de un pa�s en destrucci�n, a�n no ten�a valor para intentar recuperarlo. Adem�s, aleg�, qu� caso tendr�a que Daniel fuera a morirse en una guerra que ya no se sab�a ni para d�nde iba ni a qui�n defend�a. Dijo que su madre ten�a raz�n, que la pol�tica saca lo peor de los hombres y que las guerras vuelven poderosos a los peores hombres. Estaba segura de que Daniel se ir�a de todos modos, pero que no contara con arrastrarla de regreso. Le hab�a prometido subir con ella hasta Chicago para conocer al doctor Arnold Hogan, famoso boticario y m�dico, con quien Diego Sauri llevaba una meticulosa y larga amistad por correspondencia.

-Yo no voy a cambiar de planes. Estoy cansada de ir y venir seg�n el vaiv�n de tus antojos y los de la rep�blica -dijo.

Hablaba con la jarra del caf� en una mano y bajo los ojos de cachorro sonriente con que la escrutaba Howard Gardner, con un aplomo que a Daniel le record� a la ni�a columpiando sus piernas en la rama de un �rbol, y un ingl�s fluido y gracioso que le hubiera encantado a su padre y que usaba en honor y para regocijo del visitante. Cuando por fin cerr� la boca, Howard le quit� la taza que temblaba en su mano izquierda y la bes� en la mejilla sonrojada por el alegato.

Emilia le sirvi� caf� sin interrumpir el silencio, y Howard se acomod� en un sill�n de la sala dispuesto a seguir contemplando el espect�culo de aquel desacuerdo. Daniel hab�a apoyado los codos sobre una mesa y escond�a medio cuerpo entre ellos. Cerr� los ojos, maldijo en voz baja, y no pudo pensar en nada que no fuera su ambici�n de tenerla. Lo arruinaba cuando le hablaba como si fuera un chiquito necio, al que hab�a que explicarle la realidad poco a poco, pero con firmeza, para que la entendiera. Lo arruinaba cuando el viento de la indignaci�n confund�a sus mejillas y aclaraba sus juicios, cuando especulaba con la firmeza de un historiador y razonaba frente a sus arrebatos con la condescendencia de una vieja. Tanta vida entre adultos cavilosos hab�a marcado sus pensamientos y era imposible discutir con ella porque ten�a una perspicacia tan inflexible como la de Josefa, era temeraria como Diego y contumaz como Milagros. �l ten�a muy pocos argumentos con los que persuadirla y ninguno era para usarse en p�blico. As� que no se movi�, ni dijo una palabra durante un largo rato, hasta que la rigidez del aire se hizo tal, que Howard bebi� un �ltimo trago de caf� y tuvo a bien despedirse.

-Ego�sta -dijo Daniel en cuanto se quedaron solos.

-Soberbio -le contest� Emilia.

-Insensible -dijo Daniel.

-M�rtir -contest� Emilia.

Lo que sigui� fue una pelea de animales desesperados, en la que se insultaron y mordieron, mientras se promet�an olvido, distancia y odio eterno.

-Mu�rete -dijo Emilia libr�ndose de la trabaz�n y los empujones a que hab�an llegado. Ten�a un rasgu�o en la frente, encendidas las mejillas, abiertos los botones de la blusa.

-Sin ti -contest� Daniel deteni�ndose a mirarla por primera vez desde que se inici� la pelea. Por su padre que estaba m�s bonita que nunca-. Eres una salvaje -dijo agach�ndose para levantar su pantal�n en busca del dolor que le produc�a una patada en la espinilla.

-�Te duele? -pregunt� Emilia avergonzada.

-No -dijo Daniel caminando a buscarla. Bajo la blusa abierta le temblaban los pechos. Daniel meti� su mano en el hueco que se abr�a entre y uno otro. Clareaba cuando juntaron sus cuerpos en busca de una tregua. Uno encima de otro, jugando a quererse como si el futuro no existiera, olvidaron sus cuitas. Deshicieron los juramentos de odio y se firm� la reconciliaci�n. Sin embargo, ninguno se movi� de la raya que pisaba al empezar la noche, y aunque se juraron tolerancia, memoria sin fisuras, lealtad, amanecieron sin un acuerdo para la luz que inundaba el d�a.

-Tanto te gusta ir a buscarla que acabar�s encontr�ndola -le dijo Emilia.

-�A qui�n? -pregunt� Daniel.-No me hagas nombrarla -pidi� abraz�ndolo para espantarse el horror a la muerte con que se despidieron.

XX

Daniel regres� a M�xico como lo hab�a previsto desde el momento en que oy� la noticia del golpe militar. Emilia se hizo cargo de vender lo poco que hab�an acumulado, guardar en cajas todos los libros del doctor Cuenca, pagar la �ltima renta y entregar la llave de la casa. Despu�s emprendi� el viaje a Chicago, en busca de la universidad y de un futuro que no pensara en la guerra.

Eran las diez de una ma�ana oscura cuando lleg� a la ciudad aprisionada por su invierno. Nevaba y el aire corr�a desde el lago hasta los rostros de la gente. Emilia no hab�a imaginado jam�s que el fr�o pudiera lastimar as�. Mientras lidiaba con el aprieto de caminar sobre la nieve por primera vez, iba grit�ndole al cielo gris que se le ven�a encima. Y fij�ndose en todo, menos en d�nde pon�a los pies, tembl� sobre el hielo resbaladizo. Cargada con su equipaje y sus furias, intent� no caerse haciendo piruetas durante unos segundos, pero llevaba demasiados bultos y pensaba demasiadas cosas como para conservar el equilibrio. As� que sin meter ni las manos, dio con la cara en la nieve. Toda mojada, hel�ndose, pens� que se lo merec�a, por negarse a la evidencia, por huir de su destino, por pretenciosa. �Qu� hac�a ella, nacida para su bien en las tibiezas de un pa�s tropical, rendida sobre un charco de nieve sucia, harta, cansada y sola como nunca pens� que sabr�a estar? �Qu� buscaba si bajo las estrellas de su casa, ten�a el lugar m�s tibio y grato del mundo? �Ser m�dico?

Quiso llorar, pero la intimid� la idea de sus l�grimas congel�ndose. As� que mordi� una colecci�n de agravios y se levant�. No estaba ese sitio para entregarse a disquisiciones y nostalgias. Ten�a en su bolsa las se�as de una casa de hu�spedes, se propuso llegar ah� y no volver a salir hasta que las ventiscas se acallaran.

Dos meses despu�s segu�a nevando. Sin embargo, ella hab�a aprendido a caminar en el hielo, se hab�a inscrito como oyente en la Universidad de Northwestern y trabajaba en el laboratorio de Hogan, el amigo de su padre, con quien ella se hab�a entendido de maravilla desde el momento en que lo conoci�. Hogan ten�a un inter�s por las plantas medicinales s�lo comparable al de los Sauri, y acogi� a Emilia bajo los frascos de su refugio y el desamparo de su reciente viudez, con un cari�o mezcla de voluntad paterna y pasi�n juvenil. Le ahorr� todos los problemas legales que hubiera tenido, como extranjera con pasaporte de turista, para encontrar trabajo en cualquier otra parte. Era un hombre sencillo y sabio. Cerca de �l Emilia revolv�a dos sentimientos encontrados: extra�aba como nunca el entusiasmo y la m�sica de su padre, pero recuperaba, como en ning�n lugar, su fervor. Iba por las ma�anas a la universidad y pasaba las tardes ayudando a Hogan cerca de Hyde Park. Se daba trajines desde el amanecer hasta mucho despu�s de que la ciudad se hund�a en la oscuridad temprana de su largo invierno. Por dentro, el paisaje de Emilia se parec�a al de la ciudad. A ratos intentaba la luz, la certeza de que ten�a raz�n, la iron�a como un alivio para su nostalgia y su incertidumbre, pero la mayor parte del tiempo la ensombrec�an las noticias que iban llegando de M�xico. Cada cat�strofe recibida en la distancia tend�a a crecer por las noches. Llenaba de ruidos todo su d�a, despu�s de la cena entreten�a a la due�a de la casa y a los otros hu�spedes tocando el chelo con el frenes� de un violinista h�ngaro, pero cuando llegaba el tiempo de quedarse sola, al apagar la luz de su rec�mara, lo negro se le agolpaba como un tumor en todo el cuerpo. Extra�aba a los Sauri, a Milagros, a Zavalza y como si no le sobraran aflicciones, ten�a siempre en mitad del cuerpo la peor de sus preguntas: �Daniel estar�a vivo?

No lograba dormir sino en la madrugada, para despertar unas horas despu�s. Entonces, de un brinco sal�a de la cama aunque fuera domingo, y empezaba alg�n traj�n. Estudiaba de un modo que sorprend�a a sus maestros. No sab�an bien qu� hacer con una alumna sin papeles para comprobar su paso por la carrera de medicina, que entend�a y hablaba de algunas enfermedades y s�ntomas como si fuera una graduada. El doctor Hogan, que hubiera querido ponerle az�car en las heridas y consolarla por arte de magia de las penas que la ve�a rumiar, la invit� a las pr�cticas de hospital que ten�a con los alumnos del �ltimo grado. Ah�, el modo en que la vio moverse, tocar a los enfermos y, sobre todo, indagar sus emociones para relacionarlas con sus pesares, lo encant�.

Lo que m�s atra�a a Emilia de su nuevo maestro, era su teor�a de que los males f�sicos algo tienen que ver con los mentales, su entonces loca idea de que la locura pod�a curarse con mezclas medicinales, y la nostalgia preverse con remedios de botica. Emilia sab�a por su padre y su experiencia, que hab�a yerbas capaces de alegrar un esp�ritu desolado. Buscando, buscando, junto con Hogan y una colecci�n interminable de cartas a Diego Sauri, dio en preparar un brebaje que devolv�a la sonrisa a los melanc�licos y paliaba el dolor de un �nimo trastornado.

Hogan hab�a empezado a usar ese tipo de mezclas, primero s�lo en casos sin esperanza, cuando tras haberlo probado todo, el enfermo segu�a tan mal que corr�a el riesgo de morir. Pero despu�s tambi�n en casos leves, algunos de los cuales se resolv�an como por hechizo. Descubri� en Emilia una cualidad para curar la melancol�a que no s�lo se relacionaba con sus brebajes, sino con las horas que ella dedicaba a escuchar afligidos. No importaba si su palabrer�o era incoherente, reiterativo o necio, no importaba si segu�an hablando a la media noche, Emilia jam�s les mostraba hartazgo, y tras o�r y o�r la mara�a de un pensamiento desolado, consegu�a ayudar a los due�os de la madeja a encontrar una punta con la cual empezarse a tejer un alivio. Hogan la hizo su asistente para todos los casos que acusaban problemas mentales o des�rdenes del coraz�n. Lo dem�s: la distinta actividad de las neuronas, los ritmos cardiacos y sus desprop�sitos, qu� cient�fico estaba dando con cu�l antis�ptico, por qu� motivos el doctor Alexis Carrel hab�a ganado el Premio Nobel, qui�n descubri� c�mo detectar la difteria o por qu� raz�n conven�a que un buen m�dico fuera lector de Shakespeare y la mitolog�a griega, se lo ense�aba de a poco, mientras hablaba de un caso perdido, de una investigaci�n reciente, de una duda que parec�a incurable. A veces, en mitad de una lecci�n expresada con la contundencia sajona del buen Hogan, Emilia lo interrump�a para recordar un aforismo de su primer maestro.

-Dec�a Cuenca que no hay casos perdidos, sino m�dicos que no encuentran.

Hogan era un hombre alto, color de rosa y en�rgico, al que Emilia pod�a volver p�rpura de la risa, y blando como un panqu� de la ternura. Hubiera querido conocer a los Sauri, a Milagros, al poeta Rivadeneira, a Zavalza y por supuesto a Daniel Cuenca. En poco tiempo supo de ellos tantas cosas, que le habr�a parecido l�gico reconocerlos si los encontraba en mitad de una calle. Tan atractivas le parec�an algunas de sus costumbres, que instaur� en su casa unos domingos parecidos a esos que Emilia describ�a como el rumbo de su infancia. Hogan era un poeta malogrado, pero entre m�s se le acentuaba la nostalgia por su mujer, se volv�a m�s prol�fico. As� que se dio el encargo de inaugurar las tardes del domingo con la lectura de sus versos. Despu�s, Pauline Atkinson, una vieja amiga de Hogan, gran cocinera y descendiente de inmigrantes griegos, tocaba el piano con sus manos peque�as y precisas haciendo un dueto con Emilia y su chelo.

La pasi�n del doctor Hogan era contemplar las estrellas. Ten�a un telescopio fijo en las alturas de su casa y sab�a los nombres, el color y los movimientos de soles, cometas, aerolitos y lunas cuya luz se hab�a apagado hac�a siglos, pero a�n iluminaba el sue�o de los hombres. As� que por la noche hac�a subir a sus invitados a una torre construida en su patio, y los somet�a a un sinn�mero de mediciones y escrutinios, ya hechos antes por alguien en lugares m�s cient�ficos, pero no menos apasionados que los suyos. Siempre hab�a una colecci�n de visitantes que enriquec�an cada domingo con nuevas aficiones, espect�culos y pasatiempos. En los domingos de Hogan, Emilia conoci� desde a un fot�grafo, famoso no s�lo por su destreza sino por su colecci�n de reverenciales conocimientos sobre los inicios de la fotograf�a en los experimentos de un genio italiano del siglo XVI, hasta a Helen Shell, sobrina de un ilustre empresario y home�pata, amigo de Hogan, rubia y hechicera estudiante de filosof�a, reci�n liberada del yugo que hab�a sido su vida de rica neoyorkina, educada para no dar golpe. El fil�sofo William James era uno de sus afanes primeros, el otro era enamorarse dos veces por semana de un hombre distinto. Trab� con Emilia una amistad que alimentaban los domingos cont�ndose despacio todo lo que les pasaba durante la semana. En medio de la descripci�n minuciosa con que un cient�fico belga discern�a los misterios del �tomo, de la entonaci�n sublime con que un historiador se preguntaba por qu� los chinos no descubrieron Europa, de la humildad con que un matem�tico aclaraba que su ciencia no s�lo era un instrumento de exploraci�n, sino tambi�n un m�todo de autodisciplina, o de las disquisiciones de un economista sobre la existencia del papel moneda en oriente, tres siglos antes de que en 1640 los occidentales imprimieran los primeros billetes de que se tiene constancia, Emilia y Helen navegaban entre an�cdotas menores y fantas�as impostergables. Hogan, que las o�a cuchichear por lo bajo, mientras alg�n sabio documentaba sus dudas o disertaba sobre los muchos descubridores que duermen en el anonimato, no entend�a c�mo Emilia pod�a recordarlo todo para luego conversar con �l sobre las nociones del tiempo o admirarse de que la idea de ponerles un �ndice a los libros s�lo se hubiera generalizado hasta el siglo XVIII, cuando a su parecer ella no hab�a puesto su mente en nada de lo sucedido durante la tertulia.

Al preguntarle c�mo consegu�a hacerse de dos conversaciones al mismo tiempo, Emilia le contest� que tal pr�ctica estaba en la condici�n gen�tica de todas las mujeres de su familia. Y que algunas, como su t�a Milagros, eran capaces de captar hasta cuatro. Quiz�s se debiera al pa�s en que hab�an vivido, en M�xico pasaban tantas cosas al mismo tiempo que si uno no atend�a varias a la vez, terminaba por ir siempre atr�s de los hechos fundamentales. Ah� estaba como ejemplo la revoluci�n que segu�a cuatrape�ndolo todo. Despu�s de asesinar a Madero, Victoriano Huerta -a decir de Diego Sauri el traidor m�s gran de que hab�a dado la historia de M�xico- se qued� con la presidencia de la Rep�blica y antes de terminar 1913 hab�a cerrado el Congreso, acallado la prensa, puesto en la c�rcel a varios legisladores y asesinado al m�s prominente. Sin cr�ticos p�blicos de por medio, se regal� facultades extraordinarias y pospuso para nunca las elecciones. Lo que hab�a sucedido despu�s, nadie, por mucho que pudiera mirar y comprender al mismo tiempo, pod�a siquiera contarlo completo. En el sur segu�an levantados los zapatistas. En Sonora, Coahuila y Chihuahua estaban en armas desde un gobernador maderista hasta Pancho Villa, un antiguo forajido, educado en la sabidur�a vaquera de la sierra. Seg�n discern�a Diego Sauri, en una de esas largas cartas que Emilia le�a y rele�a: el pa�s que sepult� a Madero como gobernante, volvi� a reconstruirlo como s�mbolo de su esperanza. Las fuerzas de la contrarrevoluci�n hab�an sido suficientes para darle un golpe a la fr�gil democracia maderista, pero no para restablecer un acuerdo nacional. Por todo el pa�s, durante un cruento y largo a�o y medio, se levantaron en contra del usurpador, unidos por el odio que le ten�an, aunque no por un acuerdo com�n sobre qu� hab�a de hacerse al retomar el gobierno, los grupos y los intereses m�s distintos. Hasta que destruyeron al ej�rcito porfiriano que Madero no supo desbaratar en vida, y lograron que Huerta renunciara y se fuera al exilio como cualquier combatiente en derrota, pero libre y vivo como no dej� irse al presidente que hab�a derrocado. Los ej�rcitos rebeldes entraron a la ciudad de M�xico unidos por la victoria, pero divididos en sus causas y ambiciones. Unos representaban al norte laico y emprendedor, ilustrado y arribista, indiferente y ambicioso, otros se ergu�an en la defensa de la herencia ind�gena y colonial, buscaban la repartici�n de las tierras y una justicia que solucionara sus miserias y desdichas de toda la vida. La hora del triunfo -escribi� el boticario- se ha vuelto tambi�n la hora de la ruptura y el enfrentamiento.

Clausurado el pasado, los mexicanos empezaron a pelearse el futuro. Y volvi� la guerra. Daniel iba y ven�a de unos a otros, pero ten�a el coraz�n con los villistas y zapatistas, por m�s que su cabeza le dijera que la ignorancia y la ferocidad de esos caudillos no podr�a gobernar un pa�s tan complicado como el que hab�an conquistado a la fuerza. Sent�a por ellos una admiraci�n que no lo cegaba respecto de sus ineptitudes y excesos. Al menos eso derivaba Emilia de la lectura memoriosa de los art�culos que le publicaba el peri�dico dirigido por Howard Gardner.

Las cartas de los Sauri llegaban tarde y mal, tal vez m�s de la mitad de los pliegos que Josefa y Diego destinaron a contarle a su hija hasta el m�s m�nimo detalle de todo lo que pas� frente a sus ojos o su imaginaci�n en esos a�os, a�n ha de estar durmiendo en alg�n rinc�n de esos que esconden los deseos que alguna vez fueron imposibles. Tambi�n llegaban cartas de Milagros, que aunque a diario protestara preguntando qu� necedad podr�a haberse llevado a su sobrina, entend�a mejor que nadie la chifladura que la manten�a tan lejos. Como una novedad con olor a infancia, empezaron a llegar cartas de Sol, que hab�a pasado de su luna de miel a un embarazo seguido de otro. En sus mensajes rumiaba un tedio mezclado de temor que cre�a esconder, prudente y bien portada, como siempre. Las cartas m�s fieles y precisas eran las de Zavalza, y las que no llegaron nunca fueron las de Daniel. Emilia se acostumbr� a vivir con su silencio como un reproche, porque desde el principio hab�a decidido llorarlo como a esos muertos que se van cuando a�n no hemos colmado nuestro deber para con ellos. Daniel -se hab�a dicho- pod�a dividirse en dos: uno era el que se montaba con ella en un cuerno de la luna, el que le embeb�a todos los sue�os porque ning�n sue�o era mejor que la realidad cuando �l la colmaba. El otro era un traidor que se sub�a al caballo de la revoluci�n para irse a hacer la patria, como si pudiera haber patria en otro lugar que no fuera su cama en com�n.

-Al principio el mundo se descompon�a hasta oler feo cuando �l no estaba. Hoy ha perdido algo de su aroma, pero ya no lo necesito para respirar -le confes� un domingo de filosof�as a su amiga Helen Shell, haci�ndola sonre�r con indulgencia. Como si a pesar de su paz simple y juguetona, envidiara el perfume de aquella pasi�n que no lograba comprender, ni acudiendo a las luces de sus m�s admirados fil�sofos. Eso de pensar todo el tiempo en el mismo hombre, de tener los deseos puestos en �l desde la infancia, de extra�arlo como el primer d�a y de llevar dos a�os sin tratos sexuales con ning�n otro, le parec�a una costumbre escandalosa y una actitud m�s transgresora e inmoral que cualquiera de las que pudieran ocurr�rsele a la sucia mente del pastor protestante, bajo cuyos sermones recontando pecados, ella hab�a crecido.

Con Helen Shell y sus afanes aventureros, Emilia iba al teatro cuando sent�a que el mundo quer�a cercarla. Con Helen comparti� lecturas, pasi�n por las novelas nuevas, por los poemas raros, por las conversaciones hasta la madrugada. Con Helen viajaba a Nueva York de vez en cuando. Se dejaba deslumbrar por los puentes y las extravagancias de una ciudad que la conquist� de a poco y para siempre.

Una ma�ana, al mismo tiempo en que Helen entr� a recogerla para ir a la estaci�n, rumbo a un viaje con el que hab�an fantaseado durante meses, lleg� de M�xico un telegrama urgente. Emilia iba a abrirlo cuando Helen, que era una entusiasta del futuro planeado, le rog� que no lo arruinara abriendo noticias que pudieran turbarlo. Emilia dud� unos minutos, despu�s escuch� el ruego de su amiga segura de que nada bueno podr�a caber en un sobre enviado con urgencia desde un mundo en guerra. No se atrevi� siquiera a indagar el remitente, sab�a de qui�nes podr�a venir, no quiso saber de qui�n. Tampoco tuvo el valor para dejarlo cerrado sobre la mesa de su rec�mara. Lo puso en lo m�s hondo de su bolso y lo llev� con ella.

Durante el d�a, varias veces necesit� hurgar en su bolsa hasta encontrarlo y asegurarse de que a�n estaba ah�. En la noche, entr� al sal�n de baile de un hotel lujurioso en el este neoyorkino, en el que por primera vez se tocaba foxtrot y se dispuso a bailarlo con quien mejor se lo propusiera. Helen Shell hab�a encontrado en la universidad a un hombre que por esos d�as era la ilusi�n de sus tardes, por el que, a su decir, no hab�a perdido la cabeza porque ten�a los pies demasiado grandes. Sin embargo, la noche en que fueron a bailar foxtrot, pas� su prueba de fuego, porque a pesar de los enormes zapatos con los que forraba sus pies de payaso, atrap� entre sus brazos el cuerpo de Helen y la mantuvo cerca de su rostro, dando vueltas con un garbo que provoc� en la cintura con que ella lo segu�a, un fuego que ning�n otro gal�n hab�a podido encender.

Emilia los mir� surcar la gran pista de madera a media luz, sin m�s envidia que su a�oranza y con un deleite de hermana mayor. Helen le llevaba tres a�os, pero ella la ve�a con la indulgencia de quienes crecen antes de lo esperado. Vivir entre moribundos, tener en el centro de los recuerdos la primera algarab�a de una guerra y haber perdido ya un amor de toda la vida, la hac�an irremediablemente menos joven que su amiga.

Hab�an pasado poco m�s de dos a�os desde el amanecer en que se despidi� de Daniel. Sab�a por los dem�s y por los reportajes que iba enviando Gardner, al mismo tiempo en que los publicaba, que Daniel llevaba todo ese tiempo de viajar por el pa�s disfrazado de mujer, de gringo, de bandolero, de cura, de norte�o cuando cruzaba el norte, de manta cuando viv�a en el sur. Sab�a por Milagros que unas seis veces hab�a pasado por Puebla con la esperanza de que ella hubiera vuelto, y las mismas seis veces hab�a dejado la ciudad jurando que no regresar�a m�s. Esa noche, mientras Helen bailaba foxtrot, Emilia se empe�� en no cerrar los ojos, en mirarla re�r o en tararear el ritmo juguet�n que segu�an sus pasos sin dejarse siquiera parpadear, porque tem�a hundirse en el recuerdo de las batallas, persecuciones, horrores y perseverancias que llenaban los escritos de Daniel. Pero mientras la m�sica la hac�a sentir mansamente cobijada, le tomaron el cuerpo las palabras de Daniel en su env�o de una semana antes: "Como est�n las cosas, aqu� ya no importa qu� bando es m�s valiente, ni qui�n tiene la raz�n. Hace tiempo que todos la perdimos y que s�lo son cobardes quienes huyeron con su causa a otra parte."

Una mano frente a sus ojos interrumpi� el pesar de sus pensamientos y sigui�ndola se levant� a bailar foxtrot como quien hace la guerra, divertida con sus pies y su br�o, con el abrazo que la llevaba de un lado a otro, con la mezcla de castellano y escoc�s en que su pareja le preguntaba por su vida, con la sonrisa que iba acompa��ndola a o�rse hablar de s� misma como de otra mujer.

S�lo cuando la m�sica termin� y salieron del sal�n al cielo de la �ltima noche de febrero, Emilia, todav�a recargada en el brazo del rubio euf�rico con el que hab�a bailado, sinti� debilitarse por completo su compromiso de no abrir el sobre. Busc� con ansia en el fondo de su bolso y cuando lo tuvo en las manos, se detuvo a leerlo a media calle. Un momento tard� en leer la voz de su t�a Milagros, entrecortada y seca: Daniel estaba muerto. No sab�an d�nde, el �ltimo pueblo desde el que mand� noticias quedaba en el norte de M�xico.

-�Qu� pasa?-quiso saber Helen.

En el aire de la noche se dejaban sentir los meses de la cercana primavera, pero Emilia no se imagin� capaz de estar ah� cuando llegaran. Tomada de la cintura por su amigo de danzas, intent� una palabra, luego dio en llorar como si le hubieran encargado que inundara el mundo.

Al d�a siguiente empez� a preguntar cu�l ser�a la manera m�s r�pida de volver a M�xico. No quiso ir a Chicago. Le escribi� a Hogan una larga carta de agradecimiento y explicaciones, y tom� el barco que la llevar�a a un puerto cercano a la frontera mexicana. Helen la acompa�� hasta el muelle, estoica y bromista, sin una queja por el abandono que la entristec�a, y con una cantidad de regalos y cosas -entre los que se inclu�an un malet�n con instrumental m�dico, dos sombreros y varios potingues, a su entender imprescindibles para viajar- que triplicaron el equipaje con el que Emilia hab�a llegado a Nueva York. Antes de abrazarla se comprometi� a enviarle todas sus pertenencias a la casa de sus pap�s y le jur�, sobre la fotograf�a de su nuevo novio, que la visitar�a pronto.

XXI

Emilia Sauri entr� a M�xico por una aduana que no hab�a recibido viajeros en mucho tiempo. Mientras revisaba su pasaporte y vi�ndole la facha de mu�eca vestida en el extranjero, el guardia aduanal le pregunt� qu� se le hab�a perdido en un lado del mundo, tan perdido para la gente como ella.

-�Me creer�a que la vida? -le contest� Emilia sin descomponer su gesto de princesa.

-No -le dijo el guardia sell�ndole un papel de entrada impreso en las garigoleadas �pocas de la dictadura.

-�Aqu� qui�n manda ahora? -pregunt� Emilia.

-El que va pudiendo -dijo el guardia y se perdi� en una explicaci�n largu�sima sobre los diferentes militares insurrectos, para su gusto legales o ileg�timos gobernantes de la plaza en los �ltimos meses. Emilia se detuvo a o�rlo hablar el idioma que hac�a tiempo no sonaba en sus t�mpanos, y no supo qu� hacer con el gusto que le provocaba escucharlo, sino prometerse que no volver�a a vivir m�s de un mes en otro sitio del planeta.

Antes de bajar hasta la frontera, Emilia hab�a estado en San Antonio y ah� supo por Gardner el nombre del pueblo desde el cual escribi� Daniel su �ltimo art�culo. Claro que hac�a casi dos meses que no sab�a una palabra de su rumbo, pero Gardner la consol� recordando que esas desapariciones ya se hab�an dado otras veces.

-Es un gato -dijo Gardner cuando la vio llorar al mostrarle el telegrama en que Milagros lo daba por muerto y le ped�a que lo buscara-. Naci� con siete vidas, habr� perdido una -volvi� a decir al principio de la cena. Luego se bebi� nueve whiskys sin agua. Cuando lleg� el postre lloraba m�s que Emilia.

-Oye, ten mesura que la viuda soy yo -dijo Emilia rasgando una sonrisa como arcoiris en la tempestad de sus l�grimas.

Pas� la noche en el desordenado cuarto de soltero que Howard le ofreci� con el orgullo de quien presta un palacio, y en la ma�ana, despu�s de un desayuno para el que tuvo hambre por primera vez en muchos d�as, sali�, rumbo a la frontera, en busca de las seis vidas que deb�an quedarle a Daniel. Sus conversaciones con Howard le hab�an alimentado tanto la esperanza, que durante el viaje hasta se dijo varias veces que su t�a Milagros era una exagerada. Pero en cuanto el guardia cerr� su pasaporte, y la autoriz� a entrar en busca de lo que ten�a perdido, el desaliento volvi� a prenderla por entero. �Ad�nde iba ella con su persona y su tonta ilusi�n de encontrarse a Daniel en alguna parte? Estaba entrando a un pa�s, no a la sala de su casa, y a un pa�s cuya frontera con los Estados Unidos era inmensa y cuya extensi�n no le cabr�a en los ojos por m�s que la recorriera de arriba a abajo toda su vida. �De d�nde sacaba su t�a Milagros que ella podr�a dar con Daniel busc�ndolo por el norte de M�xico? Como si el norte de M�xico fuera a caberle en una mano en cuanto lo pisara, como si el norte de M�xico fuera un parque y no esa extensi�n negra y seca que recorri� durante d�as sin encontrar nada.

Era martes cuando entr� a un pueblo que la recibi� callado y silvestre. Igual que por otros, camin� buscando que las calles tuvieran nombres de h�roes y las banquetas piedras oscuras y bien organizadas. Pero el lugar no ten�a para recibirla sino un clima seco y unas casas chaparras con las que Emilia no sab�a c�mo tratar. No sab�a a qui�n preguntarle por qui�n, ni qu� demonios estaba haciendo ah� que no fuera penar como un perro vagabundo.

Su cuerpo se reflej� en la ventana de cristal de una tienda de clavos y herramientas. Se mir� flaca, despeinada, ojerosa, cargando cuatro bultos y una incertidumbre, con cara de ser extra�a hasta para s� misma. Y no tuvo mejor ocurrencia que sentarse a llorar otra vez. Desde ese pueblo hab�a escrito Daniel su �ltimo env�o al peri�dico de San Antonio, pero eso no quer�a decir que ah� estuviera. Conociendo su prisa, su incapacidad para estarse quieto, su ambici�n de absoluto, Emilia pens� que si algo mand� de ah�, habr�a sido al pasar siguiendo a qui�n sabe qu� rebelde, qu� noticia, qu� vanidad, qu� gloria, qu� desfalco. Se pregunt� con cu�l de los bandos estar�a Daniel y sin sombra de duda se contest� que estar�a con los que perdieran. �Y qui�nes ir�an a perder el litigio que se hab�a desatado por el pa�s? Qu� importaba, pens� Emilia sec�ndose los ojos con un pa�uelo en el que Josefa hab�a cosido su nombre diminuto y preciso. �Por qu� no habr�a salido ella como su madre? �Por qu� Daniel no ser�a un hombre estable y generoso como su padre? �Por qu� hab�a tenido ella la peregrina fortuna de enamorarse as�? Habiendo tantos hombres, existiendo Zavalza con su paz y hasta el boticario Hogan con su adoraci�n de viejo que todo lo ve�a perfecto. �Por qu� no pod�a ella librarse de la fuerza que la empujaba hacia un hombre que hasta muerto podr�a estar? Daniel: con sus ojos como preguntas, su pelo sobre la frente, su cabeza poblada de ocurrencias. Daniel poni�ndole las manos donde nadie, meti�ndose a su entra�a como a su propiedad, llam�ndola cuando �l quer�a y larg�ndose cuando se hartaba de mirarla. Daniel ech�ndole a latir el coraz�n entre las piernas, rog�ndole, maldici�ndola. Daniel pudri�ndose quiz� en mitad de una sierra encallecida y remota, Daniel que en dos a�os no le escribi� una letra. Si en secreto hab�a so�ado con su muerte, �por qu� sal�a corriendo a buscarlo en cuanto alguien tem�a que fuera verdad su quimera?

Llor� con la cabeza metida entre las piernas, bajo un sol de desierto que nadie desafiaba a esas horas, hasta que el olvido la tom� entre sus brazos y el instinto la empuj� a buscar una sombra. En la tarde se levant� de nuevo a caminar el pueblo chaparro y medio vac�o. Pero ni una calle, ni una voz, ni un pedazo del pantal�n caf� con que lo hab�a visto irse, ni de su cartera, su sombrero de paja o su cantimplora, encontr� por ah� tirados a un azar que no fuera su memoria. Oscureci�. Tanto y tan negro que Emilia tuvo un miedo de los que hab�a perdido vagando por el mundo con su altiva soledad a cuestas. Sinti� hambre, un hambre que se comer�a pel�n a un buey de esos que en Puebla se guisaban escondidos bajo salsas de colores y que ella a�n no se acostumbraba a mirar asados, con todos sus pellejos y su sangre chispeando como estrellas, cuando se parten en pedazos. Se detuvo frente a un lugar que ol�a justo a eso, a buey quem�ndose sobre las brasas, y empuj� la puerta de un t�nel que deb�a ser una fonda abierta al p�blico, aunque no tuviera letreros ni buscara m�s clientela que aquella que adentro hablaba dando unas voces exageradas. Busc� una mesa en torno a la cual depositar sus bultos y su persona, sus ojos hundidos, su cansancio, y sin m�s se acomod� indagando con la mirada si alguien podr�a acercarse a preguntarle qu� deseaba.

El lugar estaba lleno de hombres bebiendo, pero ella no se intimid� con eso que le parec�a un paisaje poco inquietante. Los hombres juntos tienen que beber porque si no tendr�an que hablar a secas, y a secas los hombres no pueden hablar m�s que de negocios. Del fondo del t�nel, acudi� una mujer alta y gorda, con las facciones m�s perfectas que Emilia hubiera visto jam�s se�oreando un rostro. Ten�a la voz ronca y las manos fuertes. Le pregunt� qu� deseaba, como se lo hubiera preguntado a una vieja amiga. Despu�s le llev� lo que hab�a, acomod�ndose cerca para verla cucharear mientras le preguntaba en hilera todo lo que quiso saber de ella. Desde a d�nde iba y de d�nde ven�a, hasta si no hab�a encontrado muy dura la carne de caballo y los motivos por los cuales ten�a los ojos hinchados como s�lo se hinchan los ojos de llorar por las necedades de un hombre.

Emilia le cont� todo lo que le cab�a entre la blusa y la espalda, desde su pasi�n por la medicina hasta su endemoniada necesidad del hombre cuya foto llevaba apretujada en un relicario junto a la de sus padres y Milagros.

-�Y �ste vale que lo llores tanto? No se le ve lo milagroso por ninguna parte -dijo la mujer tras revisar minuciosa el gesto del muchacho cuyo rostro sepia Emilia acariciaba con la punta de su �ndice. Sigui�, sin detenerse a esperar respuesta, diciendo que ni para qu� se lo preguntaba, que cada mujer tiene su necedad entre los pechos y que si �sa era la suya por algo deb�a ser, donde hasta hab�a dejado la paz y los pasteles gringos para correr en busca de su cad�ver. Emilia se deleit� escuchando su voz ingeniosa y ronca, hasta que la palabra cad�ver la devolvi� a la desaz�n que la reg�a desde que recibi� el mensaje de Milagros. Vi�ndola estremecerse, la hermosa gorda se levant� del banco sobre el que plegaba su cuerpo igual que un elefante, y la cobij� entre sus brazos acarici�ndola como a un beb�. Le ofreci� su casa para pasar la noche y volvi� a la cocina diciendo que antes de hacerla entrar iba a traerle un agua con canela.

La cocina empezaba tras el �ltimo punto iluminado en el fondo del t�nel. Desde donde estaba Emilia, no se ve�an sino una luz y un muro tras el que podr�a burbujear una cocina como la de su madre: con cada olla en un hueco para su tama�o, cada cazuela con un lazo de color, prendida a la pared en la que completaba un rompecabezas perfecto, y en el centro de todo, una ventana abierta al patio por la que se asomaban los jazmines como presagios. So�aba la cocina de Josefa con la mirada puesta en la pared blanca que le imped�a mirar la del hostal, cuando un hombre con la cabeza cubierta por un trapo sali� a la luz llevando un taz�n en la mano. Lo guiaba, a punta de cucharazos, la gorda hostelera, usaba un delantal cubri�ndole las piernas, cojeaba un poco y era delgado como un pez. Emilia ten�a los ojos tan cansados y el coraz�n tan confuso, que lo mismo podr�a estar viendo s�lo un fantasma, pero vio frente a ella, completo y sin remiendos, a Daniel Cuenca.

-�Esto es tu alma? -pregunt� la hostelera quit�ndole el trapo de la cabeza.

Emilia mir� a Daniel de arriba a abajo como si necesitara unir los pedazos de su cuerpo para reconocerlo.

-�Qu� te pas� en la pierna? -pregunt� empe�ada en controlar el temblor de su cuerpo.

-Me tropec� -contest� Daniel-. �Tienes fr�o?

-No s� -dijo Emilia acerc�ndose para tocar con su mano la barba de muchos d�as sobre las mejillas de Daniel-. �Est�s ah� abajo?

-Id�ntico -asegur� Daniel.

-�No te hab�as muerto? -pregunt� Emilia.

-Varias veces -contest�.

una se�a de la hostelera todos los hombres apretados en su cantina se pusieron de pie y una canci�n burlona corri� por el sal�n.

-�Eso es todo lo que tienen que decirse? -pregunt� la gorda.

-En p�blico s� -dijo Emilia.

No se necesit� m�s para que la hostelera pusiera a su disposici�n la cama que hab�a cobijado el escandaloso amor de sus progenitores, una espa�ola audaz y un tarahumara sin prejuicios. Do�a Baui del Perpetuo Socorro, que era el nombre con el que esa mujer ostentaba el cruce de su origen, no acept� a cambio el dinero que Emilia puso en su delantal como una flor en cuaresma, se lo devolvi� alegando que despu�s hablar�an de eso y la ayud� a desaparecer tras la puerta y Daniel. Al d�a siguiente, se levant� temprano a difundir que en el segundo piso de su casa dorm�a una doctora.

Daniel ten�a ese pueblo como su �ltimo centro de operaciones, y a �l regresaba tras sus viajes por la sierra, sus visitas a los centros petroleros, sus idas y vueltas en trenes que no ten�an m�s fin que ir y venir tomados por quien mejor los tomara. La zona hab�a sido incluso rica, pero desde que cinco a�os antes la cruzaban por su cuenta las sublevaciones, jam�s se ten�a segura la cena de cada noche. Daniel pagaba su comida y su estancia en el hostal lavando trastes y pisos, cosa que para su fortuna alguien todav�a necesitaba. Porque la gente hab�a ido deshaci�ndose de sus necesidades tanto y con tan buen empe�o, que nadie necesitaba ya ni de un panadero ni de una costurera, mucho menos de un abogado convertido en periodista. Tampoco se apetec�an buenas cocineras, porque para preparar la comida que pod�a encontrarse, bastaban fuego y un poco de voluntad. Las leyes eran algo que de momento estaba guardado en un caj�n, esperando a ser necesario en un futuro m�s bien remoto, y los abogados, si no sab�an lavar trastes o disparar una treinta treinta, eran completamente in�tiles. De entre todos los profesionistas, los �nicos respetados y necesarios por el rumbo eran los m�dicos. No importaba su grado de conocimiento ni mucho menos su especialidad, cualquier dentista sin t�tulo se buscaba como un trozo de oro. As� las cosas, Emilia y Daniel, que qui�n sabe cu�nto tiempo hubieran podido pasar encerrados, lami�ndose, pidiendo perd�n, cogidos de s� mismos, fueron bajados de su nube menos de cinco horas despu�s de haber ca�do uno sobre otro.

Para las siete de la ma�ana hab�an llegado al hostal m�s de quince enfermos. Baui los hab�a clasificado seg�n sus dolencias, esperando a que Emilia despertara alguna vez del sue�o de amores en que perd�a su tiempo. Pero como luego de un rato de espera no se o�a tras su puerta una palabra, la hostelera entr� sin m�s al antiguo cuarto de sus padres y como si los cuerpos entreverados que vio frente a ella estuvieran conversando en una mesa de su cantina, les pidi� que en cuanto acabaran su danza se vistieran, porque Emilia tendr�a que cambiar de actividad durante la ma�ana. El c�clope formado por Emilia y Daniel puestos en s� mismos, ni siquiera se turb� con la irrupci�n de la se�ora Baui: a ojos cerrados, sigui� ejecutando la diligencia en que se hab�a ocupado casi toda la noche. La hostelera acept� que no le contestaran, porque entendi� que le hab�an entendido, y antes de abandonar el cuarto sentenci� que les daba diez minutos: tres para repatriarse del mundo en que andan y siete para lavarse y bajar.

Antes de las ocho ya estaba Emilia enfrentando a una clientela heterog�nea y explosiva cuyas enfermedades iban del simple dolor de est�mago a las

heridas m�s horrendas que sus ojos hubieran visto: brazos a medio arrancar, manos sin dedos, troncos con las piernas pudri�ndose, cabezas desorejadas, tripas de fuera. En cualquier otra circunstancia el espect�culo que fue llamada a resolver la hubiera hecho llorar de impotencia, pero tocada como a�n estaba por los br�os con que el amor exorciza la derrota, se propuso ir de uno en uno, de lo imposible a lo sencillo, buscando la soluci�n para cada pena de las que se pon�an en sus manos. Daniel, due�o de una humildad que ella no le conoc�a, estuvo dispuesto a ser su ayudante desde ese momento, y mientras iba tras ella, apuntando los nombres y las condiciones de cada enfermo, se maldec�a por la impotencia que le impidi� ser m�dico. Desde siempre se hab�a sabido incapaz de contemplar el dolor sin inmovilizarse, y como aprendi� que esa debilidad no deb�a ser propia de su g�nero, prefiri� no exponerse a mostrarla. Por eso no quiso estudiar medicina, por eso hab�a existido entre �l y su padre un abismo que s�lo sortearon al final, por eso hu�a de Emilia y su facilidad para lidiar con las enfermedades y el dolor, sin turbar su �nimo. Varias veces, durante la ma�ana, quiso salir corriendo del ostentoso horror al que Emilia se enfrentaba, natural y comprensiva. �l quer�a desmayarse a cada tramo, aunque trataba de mirar lo menos posible, concentrado en el nombre del enfermo que escrib�a despacio junto a su edad y sus s�ntomas. Emilia pens� en salir primero de los heridos graves y de los ni�os, pero casi todos los enfermos eran ni�os y heridos de guerra. Una parturienta no hubiera tenido en esos rumbos la imprudente idea de quitarle su tiempo al m�dico. As� que los tom� a todos a la vez, en un esfuerzo que Daniel asegur� que s�lo conducir�a al caos, pero que con la ayuda de la gorda hostelera, de su voz de comandante y su capacidad organizadora, se convirti� con el paso de la ma�ana en una actividad no s�lo posible, sino casi bien ordenada. Vi�ndola transitar entre los enfermos, Daniel supo que Emilia era m�s fuerte que �l, m�s audaz que �l, menos ostentosa que �l, m�s necesaria en el mundo que �l con todas sus teor�as y todas sus batallas. �A qu� pod�a ella temerle si no la hab�a inmutado el cuerpo lleno de hoyos de un hombre que sobrevivi� a su fusilamiento?

El d�a hab�a sido generoso en desgracias con nombre, y �l, acostumbrado a caminar entre cad�veres an�nimos, hab�a sentido verdadero espanto frente a los vivos a medias, pero con nombre, cuya podredumbre Emilia hubiera lamido si bastara con eso para curarlos.

-��sta es la redentora guerra que persigues? -le pregunt� Emilia esa noche, tras beber de un trago media copa de aguardiente, y antes de probar el plato de frijoles que cuchare� junto con �l y la hostelera.

-As� son todas las guerras -aleg� Daniel. -Te lo dije -murmur� Emilia.

-Te crees perfecta -contest� �l para iniciar el pleito que le urg�a.

-Ella habla menos y hace m�s que otros -dijo la hostelera echando la le�a necesaria para que ese fuego creciera.

Tras los deseos satisfechos, siempre queda un mundo que discutir. Se trenzaron en un litigio acompa�ado de tragos que termin� en el extremo de una borrachera triste como ninguna hab�a conocido Emilia. Estaba rendida, y no necesit� demasiado aguardiente para incendiar su lengua y convertir su agravio de dos a�os en una colecci�n de frases hirientes con las que se defendi� bien de las iron�as que Daniel usaba para hablarle de su valor como una prepotencia disimulada y de su entereza como una falta de sensibilidad a secas. Emilia aguant� una hora de aquel precipicio y despu�s se dej� llorar como hab�a querido hacerlo desde la ma�ana. Se le hab�an muerto en los brazos dos ni�os cuyo mal primero fue s�lo falta de agua limpia, un soldado que hab�a dejado el brazo bajo el caballo de su general y una mujer con la purulencia de un mal desconocido entre las piernas. No hab�a tenido medicinas, le faltaba hilo limpio y ten�a s�lo dos agujas para suturar. Todas las curaciones que hab�a hecho fueron sin un analg�sico, y tuvo que mandar a morirse en su casa, por lo menos a seis personas que con diez d�as en un hospital como el de Chicago hubieran quedado libres de mal. Claro que esa guerra era una porquer�a, aunque as� fueran todas las guerras. Ella no hab�a querido enfrentarla, por eso hab�a huido a otro mundo cuando la vio llegar, pero esa noche sab�a de cierto que de esa guerra no podr�a irse nunca, aunque nunca la viera m�s que de lejos, aunque s�lo le tocara rehacer su debacle y sus ruinas como mejor pudiera.

-Todas las guerras son mierda -dijo la gran gorda mezcla de tarahumara y valenciana, que escuchaba aquel pleito como uno m�s de los muchos pleitos entre borrachos que le hab�a tocado avivar.

-Pero en todas hay h�roes -contest� Daniel dando un trago largo de aguardiente.

Emilia lo mir� como si hubiera dicho una verdad de nunca, y ambicion� para s� el alcohol que brillaba en sus labios, haci�ndolo atractivo y heroico como no era diez segundos antes. Quiso esa imagen para tenerla siempre entre las cosas que guardara su alma, le chup� el aguardiente de la boca, y se lo fue llevando hasta la cama de tregua que a los dos les urg�a.

XXII

No hab�an pasado m�s de tres noches durmiendo en el cuarto de cal y adobe que les rentaba la se�ora Baui, cuando Emilia Sauri ya le hab�a impreso car�cter de hogar. Sobre la destartalada c�moda instal� una foto del doctor Cuenca tocando la flauta, una de Josefa y Diego mir�ndose a los ojos y otra de Milagros Veytia sentada en el borde de una fuente. Despu�s de transplantar dos cactus a macetas, los intercal� entre las fotos, compr� un aguamanil de porcelana que vend�a en la plaza del pueblo un campesino dedicado a hacer pesquisas por las haciendas abandonadas, colg� un chal con bordados sobre la cabecera de la cama y convirti� la habitaci�n en un hueco festivo en cuyo ambiente se olvidaba la vida tosca y triste del pueblo todo.

Como el clima seco de aquellas tierras permit�a dormir sin m�s albergue que un cielo negro punteado de espejismos, la hostelera convirti� su patio en hospital. Un hospital igual a tantos de los que crecieron en esas �pocas, sostenido m�s en la abundancia de enfermos y el empe�o curativo de algunos so�adores, que en su capacidad real para aliviar el pedazo de vida que las balas iban dejando en los cuerpos de tanto mexicano aguerrido. Los esfuerzos de Baui y la contumacia de Emilia las hac�an empe�arse en la existencia del sanatorio, so�ando como tantos otros que muchas cosas buenas pueden salir de la pura voluntad, cuando no hay otro sitio de donde sacarlas.

Emilia ten�a trabajo desde muy temprano y hasta muy entrada la noche, pero volv�a al cuarto de la posada peinada y resplandeciente como si volviera de ba�arse en el r�o. Vi�ndola regresar una noche, Daniel la encontr� m�s bonita que nunca. Ten�a las mejillas encendidas de cansancio y algunas de las amapas lilas que llov�an de un �rbol crecido junto al pozo se hab�an quedado ensartadas a su pelo. Sin embargo Daniel la mir� a medias, la bes� sin ganas y sigui� leyendo el peri�dico amarillento que hab�a llegado al pueblo hac�a quince d�as.

-No sabemos ni qu� est� pasando en otras partes. Dar�a igual estar presos -dijo.

Emilia no le respondi�. Conoc�a bien esos s�ntomas y les ten�a m�s miedo que a la fiebre amarilla, por eso procuraba negarle a su buen juicio el derecho a darles importancia.

-�Por qu� ser�s tan rejego? Ven ac� que te rasco la espalda -dijo acerc�ndose a �l tras un rato de silencio.

Daniel dobl� el peri�dico y se tendi� en la cama. Emilia recorri� con sus dedos los huesos de su espalda.

-No te voy a dejar sino hasta que se te quite la facha de perro encanijado -dijo.

-No se me quitar� -contest� Daniel aflojando el cuerpo y las reticencias.

A ratos tem�a perder su condici�n de n�mada, su certidumbre de que ninguna libertad era m�s verdadera que la de aquel que un d�a amanece en una cama y otro en otra, que no duerme m�s de un mes bajo el mismo cielo y no come en la misma mesa sino hasta antes de que los platillos que en ella se sirven corran el riesgo de volverse costumbre para su paladar. Ten�a veneraci�n por la Emilia que cruzaba su vida como una luz que si fuera permanente terminar�a por cegarlo, por el amor que le guardaba entre sus brazos, indeleble y curioso como s�lo son los amores al principio, y nada le daba m�s p�nico que la idea de que ese cuerpo lo saciara alguna vez, hasta volverse indeseable. Cuando andaba solo por el mundo, cuando su cama era la tierra bajo un �rbol, al acostarse dibujaba en el aire el camino inolvidable de sus cejas y se dec�a despacio que toda ella era perfecta, armoniosa y bien trazada, como esas l�neas. Entonces la deseaba m�s que nunca, y el deseo lo hac�a invulnerable y dichoso. No quer�a acostumbrarse a saciar ese deseo, no quer�a que llegara la tarde en que de tanto verla dejara de estremecerlo su estampa.

Cuid�ndose del riesgo que sinti� llegar, Emilia empez� a dormir muchas veces entre los enfermos, pretextando urgencias o encontr�ndolas como el mejor remedio para posponer el d�a impredecible en que �l decidiera que ya no estaban bien en donde estaban, que la vida se hab�a vuelto igual y corr�a el albur de convertirse en rutina si algo impreciso y por lo mismo anhelable, no irrump�a a tiempo para salvarlos.

A fines de abril, un hombre que hu�a de la capital con todo y su familia lleg� al hostal cargado de historias recientes. Habl� con Daniel desde el mediod�a hasta la madrugada, llen�ndolo de noticias y ansiedad. Mientras com�an junto con Emilia y la hostelera, el tipo describi� la entrada de los ej�rcitos campesinos a la capital del pa�s, el momento en que Villa y Zapata contemplaron el desfile de sus tropas desde el balc�n del Palacio Nacional, se sentaron en la silla presidencial para que ver qu� se sent�a, conversaron largo y confuso en Xochimilco, acordaron seguir luchando uno en el norte y otro en el sur, y luego abandonaron el centro pol�tico del pa�s diciendo y dici�ndose que a ellos los mareaban las banquetas, que gobernar no les interesaba, que para eso hab�a licenciados y gente a la que pod�an dejar represent�ndolos, con la advertencia de que los vigilaba un machete que les caer�a encima si no se portaban bien con los campesinos.

Semejantes historias alarmaron a Daniel. Para cualquiera con un poco de informaci�n estaba claro que dejar la capital por el campo equival�a a perder el poder que alguien m�s ambicioso y tan arbitrario tomar�a para s� m�s pronto que tarde.

Fue a buscarse una botella de aguardiente. Cuando volvi�, Emilia lo bes� antes de irse al hospital. Embebido en la conversaci�n, Daniel apenas registr� su ausencia. Lo que el hombre contaba, era lo �nico que �l deseaba notar. La guerra segu�a por todas partes, la gente en la ciudad de M�xico pasaba hambre y terrores, viv�a a merced de los devaneos que cada bando le impusiera al tomarla para despu�s abandonarla. No se sab�a en qu� iba a acabar todo eso, ni siquiera parec�a verse que alguna vez fuera a acabar.

Un aguardiente tras otro, Daniel dio en repetir que lo importante era encontrar un poder que favoreciera a los m�s d�biles. Maldec�a la hora en que el pa�s se hab�a tragado la generosidad de la causa que lo alz� en armas y hab�a ido perdiendo su destino en manos de hombres insaciables y sanguinarios. Emilia intent� ponerle fin al abismo de tal conversaci�n cuando volvi� al comedor en la noche, pero Daniel estaba demasiado necesitado de hablar y de beber como para irse a la cama. Emilia lo dej� ah�. Estoy cansada, dijo para no decirle est�s insoportable.

Era de madrugada cuando Daniel lleg� al cuarto, tambale�ndose de borracho. Repitiendo cosas desordenadas sobre el horror in�til de una contienda y otra, pregunt�ndose qu� hab�a sido de los est�pidos ideales y con qu� derecho los caudillos tiraban a la basura la pureza de una causa por la que hab�an muerto los mejores hombres. Furioso contra s� mismo y de paso contra Emilia, la despert� para quejarse de la suerte que lo hab�a mantenido lejos de lo fundamental. Porque mientras pasaba tanta cosa grave, ellos hab�an estado ah� mir�ndose las caras, fingiendo un matrimonio, acurrucados en una paz que distaba mucho de ser la que reg�a al pa�s.

Todo el d�a siguiente anduvo pateando las paredes, furioso contra lo que llamaba su debilidad, su falta de profesionalismo, su desidia, su cualquier palabra que encubriera de golpe el hecho sencillo pero inexpugnable de que Emilia lo hab�a tomado entre sus manos y hab�a hecho que se olvidara de todo para ponerse a hacer su santa voluntad por demasiado tiempo. Mientras caminaba de un lado a otro con su rabieta a cuestas, iba soltando lamentos y reproches en los que la culpaba por haber llegado al pueblo unas horas antes de que �l lo abandonara, impidi�ndole seguir con su deber tras la guerra, logrando que se olvidara del trabajo period�stico que era al fin de cuentas lo �nico que le quedaba en la vida.

Apenas la ma�ana anterior Daniel le hab�a dicho diez veces al o�do que nada en el mundo lo alegraba como ella, que no conoc�a destino mejor que su cuerpo. Emilia iba a gritarle una colecci�n de insultos acu�ados por las perfectas iras de su t�a Milagros, cuando la prudencia de su madre le sopl� una manera m�s eficaz de apaciguarlo, sin desmedro de su honor y su garganta. Contuvo la furia con que iba a responderle y baj� a avisarle a Baui que se ir�an con el primer tren que pasara por el pueblo. Luego volvi� al cuarto en el que hab�a dejado a Daniel hablando solo y en cinco minutos descolg� su chal de la pared, guard� las fotos, dobl� la frazada que hab�a cargado desde Nueva York y llen� una valija con dos mudas para cada quien. Mientras hac�a todo esto, el discurso de Daniel empez� a palidecer hasta resumirse en una pregunta destinada a saber a d�nde pretend�a irse.

-A la guerra -contest� Emilia.

Daniel revis� su aspecto de viajera dispuesta y le pregunt� qu� pensaba hacer con su hospital. Entonces ella baj� la cabeza un segundo y la levant� tras morderse un labio hasta sacarle sangre. Ya estaba encargado y no hac�a falta una palabra m�s. Daniel la mir� sin saber c�mo enfrentar una actitud tan distinta de la que pretendi� conseguir con su berrinche. Supon�a que tras tanto grito Emilia lo dejar�a ir solo a la guerra y el desorden que ella tanto abominaba. En cambio, respond�a del modo opuesto a como hab�a respondido en San Antonio. Debi� preverlo, por herencia esa mujer era impredecible. Pas� en silencio un rato largo, mirando su imagen internarse poco a poco en la penumbra que llegaba con la noche.

-Eres una caja de sorpresas. A veces te detesto -le dijo al fin dando una �ltima patada contra la pared.

-Puedes sentirte bien correspondido -le contest� Emilia.

-Vamos pues a la guerra -dijo Daniel.

Pas� un tren cuatro d�as despu�s. Lo oyeron silbar a lo lejos, cuando casi hab�an abandonado la esperanza de o�rlo alguna vez. Baui perdi� el aire que guardaba en sus enormes pulmones y sinti� el terror de ir a quedarse convertida en m�dico de buenas a primeras. Subi� corriendo a rogarle a Emilia que no la abandonara con todo. Pero no obtuvo de ella sino un mont�n de besos y una ampliaci�n r�pida de las mil recomendaciones que le hab�a ido dando durante el tiempo en que trabajaron juntas. Mientras bajaban la escalera, Baui alegaba que nadie se vuelve m�dico con mes y medio de andar atisbando, pero como su palabrer�o no logr� conmover a Emilia, termin� solt�ndose a llorar. Nunca en sus cuarenta y siete a�os de vida en el desierto hab�a conocido esa mujer el llanto. Y el agua mojando sus redondas mejillas la sorprendi� de tal modo, que s�lo porque el tren se hab�a puesto en marcha tuvo que hacerse al �nimo de no consultar m�s m�dico que ella misma. Con la mano derecha Emilia iba colgada de un tubo en la puerta del vag�n, as� que agit� la izquierda, en la que sosten�a su maleta, para despedirse de la hermosa gorda que tanto le hab�a dado, que hasta un mont�n de l�grimas le regalaba como despedida.

-Si se han de morir, que no les duela -le grit� desde lejos.

Fue volvi�ndose un punto en el horizonte polvoso. Emilia se bebi� las dos gotas de sal que le corrieron por la cara desde los ojos oscuros y tr�mulos con que ve�a a su amiga perderse en el paisaje. Busc� a Daniel que ya se hab�a trepado al techo del vag�n y desde ah� la llamaba con la misma voz con que ella recordaba siempre sus llamados a lo imprevisto. Hab�a recuperado la luz con que miraba cuando la vida era un albur, y le extend�a una mano que ella no intent�, ni hubiera podido alcanzar. Lo dej� instalarse entre los miembros de una tropa cuya filiaci�n era m�s bien imprecisa y busc� un lugar para sentarse en el piso que se disputaban los ni�os, animales y braceros de una banda de mujeres que cantaban como si algo tuvieran que celebrar.

Lo supo desde la primera jornada: jam�s olvidar�a ese viaje. La experiencia del horror vuelto costumbre no se olvida jam�s. Y tanto horror vieron sus ojos esos d�as que mucho tiempo despu�s tem�a cerrarlos y encontrarse de nuevo con la guerra y sus designios. S�lo Daniel podr�a haberla metido en semejante pena y s�lo sigui�ndolo pudo ella tragarse la podredumbre y el dolor como algo inapelable. Cruzaba el tren frente a una hilera de colgados con las lenguas de fuera, y ella se abrazaba a Daniel para exorcizar el desfiguro de esas caras, la efigie de un ni�o tratando de alcanzar las botas en el aire de su padre, el cuerpo doblado sobre s� mismo de una mujer pegando de gritos, los �rboles inmutables uno tras otro, cada cual con su muerto como la �nica fruta en el paisaje. Se abrazaban incapaces de cerrar los ojos, con el asombro de la primera visi�n neg�ndoles el derecho a perderse las siguientes. Varias horas y pocos kil�metros despu�s, encontraban una procesi�n de harapientos huyendo de otra, un tiroteo de hombres a caballo contra los viejos inservibles, los ni�os viejos y las mujeres sorprendidas tras casas incendi�ndose de las que sal�a un olor que entraba hasta los huesos y poblaba la imaginaci�n de infamias. A veces, el tren se deten�a una jornada completa con la instrucci�n de esperar a que pasara un general a dejarle su carga de soldados purulentos y llevarse del suyo una nueva redada de inocentes ansiosos de jugar con las balas. Entonces Emilia temblaba pensando en que alguno pudiera llevarse a Daniel, como se llevaban a los hombres de soldaderas abandonadas en el vag�n dentro del cual se escuchaban sus voces apagarse, interrumpir el canto para llorar su desconcierto y empezarlo despu�s, como una murmuraci�n: nada me importa perder la vida, si es cosa de hombres morir, morir.

Qui�n sabe qu� era peor, si los d�as plagados de im�genes o las noches en movimiento oscuro, las noches de presagio, amontonados como bultos rodando entre bultos, al paso que marcaba el cansancio del tren desvencijado y polvoriento en que viajaban. No hab�a en los vagones de ese tren ninguna rudeza destinada a ordenar la convivencia, cada quien hac�a con el espacio que le tocaba, con su cuerpo y sus necesidades lo que le ven�a en gana. Hab�a quienes prend�an lumbre para echar tortillas dentro del vag�n, utilizando los restos del terciopelo roto que a�n quedaba en alguno de los escasos asientos, quienes orinaban en las esquinas o desde las ventanas, quienes dorm�an medio encuerados, maldec�an a sus parejas o se les iban encima sin interesarse en lo m�s m�nimo por la opini�n de los otros viajeros. Al principio, Emilia se hab�a empe�ado en mantener en alto las dotes civilizatorias que con tanto cuidado hab�an puesto en ella sus padres, pero con el tiempo aprendi� a guiarse como los otros pasajeros, seg�n sus necesidades se lo ped�an. Incluso se hizo al �nimo de esperar a la oscuridad de la media noche para levantar su falda y cobijar a Daniel bajo ella, en un juego que sobre la certeza de la muerte, revaluaba la vida en la trabaz�n de sus cuerpos.

Estaba en el aire que cada ma�ana pod�a ser la �ltima y que era milagroso alcanzar cada noche para quererse en las tinieblas movedizas del tren, o a mitad del campo perfumado por unas flores que crec�an diminutas sobre el zacate en que ellos se echaban, cuando la m�quina de vapor ten�a a bien descomponerse durante horas y horas de espera, que nada, sino el amor, entreten�a de buen modo. Muchas veces, mientras Daniel escrib�a de prisa o conversaba con los soldados, Emilia se preguntaba qu� hac�a ella contempl�ndolo, sin m�s utilidad en el mundo que saberse a su disposici�n, sin m�s posible tarea que revisar a un herido para el que no ten�a cura en sus manos, enfrent�ndose un d�a y otro al hecho de que la medicina no vale sin la ayuda que le dan las boticas. Saber que una mujer tendr�a cura con alguno de los brebajes que descansaban en los estantes de Diego Sauri y no tenerlo cerca, la enervaba tanto que dejaba de hablar, de re�rse, de comer y hasta de necesitar el cuerpo que Daniel le ofrec�a como consuelo. Aquel tren, visto por ella, ten�a m�s enfermos que sanos, m�s d�biles que recios, m�s gente necesitada de una cama y un t�nico que de una pistola y un general tras el que irse a dar con la revoluci�n. Pasaba horas pregunt�ndose a la falta de cu�l vitamina se deber�an las manchas blancas que abundaban en el rostro de los ni�os, con qu� antis�ptico podr�an remediarse las enfermedades ven�reas que iban de entre las piernas de los hombres hasta las soldaderas y el fondo de sus tibias vaginas.

A lo largo del tren corri� la noticia de las habilidades m�dicas que adornaban a la muchacha del vag�n amarillo, de que en su malet�n cargaba remedios y en sus manos habilidades para suturar y poner vendajes, y de lo largo del tren fueron llegando a consultarla toda clase de dolientes a los que Emilia no pod�a ofrecer mucho m�s consuelo que el de escucharlos y darles recomendaciones para el momento en que dejaran de rodar y pudieran conseguir la yerba tal, el polvo cual.

Una mujer de su vag�n llevaba cuatro d�as tirada en el piso con la cabeza entre las piernas, cuando a ella se le hab�an agotado los analg�sicos la primera ma�ana, y las palabras el tercer d�a de verla sufrir. Maldijo su estancia en Chicago dici�ndose que no hab�a sido la mejor manera de aprender una medicina para vivir entre pobres, y con todas sus fuerzas invoc� alg�n conocimiento con el que pudiera sacarse cura de la nada. Pero no encontr� m�s que lo que hab�a agotado ya, as� que se acuclill� junto a la mujer que se quejaba tan quedo como aprenden a hacerlo quienes saben de siempre que su deber es no dar molestias, para acompa�arla como �nica soluci�n. Ah� estaba, sinti�ndose m�s incapaz que nunca, cuando se les acerc� una vieja peque�a y medio encorvada, diciendo que ella podr�a hacer algo. Emilia la mir� segura de que tendr�a motivos para decirlo y se hizo a un lado con eso que en los �ltimos d�as hab�a dado en considerar su in�til sabidur�a de gabinete, para dejarle paso a la magia de la anciana. Con toda solemnidad, le dio su nombre y pregunt� si pod�a quedarse cerca, para mirar. La curandera asinti� con la cabeza como quien se espanta una mosca y quit�ndose el rebozo mostr� dos manos fuertes y j�venes que no parec�an tener relaci�n con la peque�ez y la aparente debilidad de su cuerpo envejecido. Con esas manos, con la nada que parec�an tener entre ellas, empez� a sobar la cabeza de la enferma, muy despacio, como si buscara lugares precisos en los que detener la suavidad de sus dedos. Luego baj� a la nuca, a los p�rpados, a un hueco entre el pulgar y el �ndice de la mano izquierda, a un punto exacto en las plantas de los pies en el que se detuvo m�s tiempo que en ninguna otra parte. Poco a poco la mujer dej� de quejarse y por fin consigui� el sue�o que no hab�a conocido en las �ltimas noches.

Acuclillada frente a la anciana con una devoci�n ostentosa, Emilia la miraba como si quisiera meterse dentro de ella.

-�Sabe usted acupuntura? -le pregunt� a la mujer que parec�a regresar de otro mundo.

-Yo me llamo Teodora, esto no s� c�mo se llame -contest� la vieja volviendo a cruzarse el rebozo sobre el pecho.

-�Me ense�a? -implor� Emilia.

-Lo que puedas aprender -respondi� la anciana.

Al poco tiempo hab�an hecho pareja. Emilia iba tras la vieja por el destartalado tren, con la misma fiebre que hab�a puesto al seguir a cualquiera de sus otros maestros, y no hab�a detalle que se le fuera, ni pregunta que se callara, ni duda que Teodora no supiera acallarle.

-Es cosa de irle sintiendo -dec�a cuando Emilia sacaba a relucir nombres que la vieja ignoraba o dudas para las que seg�n su saber no hab�a m�s respuesta que la voluntad imponi�ndose a la nada. A veces Emilia desesperaba, porque Teodora iba demasiado r�pido y daba por sabidas demasiadas cosas. En una de �sas la mujer le pregunt� cortante:

-�Te pregunto c�mo le haces para coser agujeros? Se mira y se aprende, no hay m�s.

Luego se dispuso a suturar la herida de un enfermo, cosa que hasta ese momento hab�a sido responsabilidad en todos los casos de la suave se�orita del vag�n amarillo.

Entreten�an los d�as aprendiendo una de la otra cuanta cosa pod�an ense�arse. Emilia dir�a siempre que en ese intercambio ella consigui� la mejor parte. Sin embargo, Teodora la trataba con la deferencia que se debe a quienes saben muchas cosas de algo que siempre se ha querido saber.

Adivinar cu�nto creer�a de todo eso que le oy� contar sobre los �ltimos descubrimientos cient�ficos, la posibilidad de que los seres humanos guardaran sus principales emociones en el cerebro y no en el coraz�n, la importancia de los antis�pticos y el agua limpia, las maravillas de la anestesia y otras modernidades, pero el caso es que tampoco ella se consideraba injustamente favorecida por el intercambio. Sent�a por la muchacha un respeto equiparable al que Emilia sinti� por ella tras verla trabajar la primera vez, y por eso le iba ense�ando sus tesoros, sin menosprecio de los de ella, pero segura de que le har�an falta para completar los delirios de su encendida vocaci�n curadora. Poco a poco logr� adiestrarla en su arte capaz de conjurar algunos males del cuerpo con la pura sabidur�a de los dedos, y le fue regalando un mont�n de peque�os y grandes conocimientos de esos que Maim�nides hubiera registrado ferviente de haberlos escuchado.

Al hablarlo con Daniel, Emilia llamaba curso de medicina itinerante a su venturoso encuentro con Teodora, y le agradec�a cuatro veces por noche que la hubiera hecho seguirlo en un viaje tan fruct�fero. Daniel la ve�a cada tarde m�s flaca y m�s desarrapada, pero m�s intr�pida que la anterior, cruzando frente a las desgracias que los primeros d�as la horrorizaban, con un respeto silencioso y una congoja austera que hab�a aprendido a no externar, la ve�a hacer a diario el intento de peinarse los cabellos mugrosos, de limpiarse la cara o sonre�r a ratos como si el mundo no estuviera desbarat�ndose, y entendi� que la iba queriendo para siempre, como no querr�a nunca a nadie m�s.

XXIII

La m�quina de vapor y sus vagones haciendo tras ella un esc�ndalo de gitanos, llegaron a las cercan�as de la ciudad de M�xico como a las tres de la madrugada de un mi�rcoles, a principios de junio. El aire a�n oscuro lat�a generoso y tibio en la cara que Emilia sac� por la ventanilla del vag�n para sentir el amanecer contra sus p�rpados, la brisa despein�ndola, el roc�o como una premonici�n del altiplano. Al fondo, dibujados en la oscuridad, estaban los volcanes, vigilando el desastre que corr�a por esa tierra. Emilia sigui� el contorno de sus figuras. Por grande que fuera un desastre, si ah� estaban ellos para contemplarlo, habr�a un remedio.

El periplo del tren fue tan accidentado que sus tripulantes hubieran merecido una bienvenida como romer�a. Pero s�lo los esperaba en la estaci�n su propio ruido y el cielo aclar�ndose poco a poco. Daniel, que a veces consegu�a dormir como quien se muere, no perdi� la modorra sino hasta que el tren dej� de arrullarlo con su estr�pito. Abri� los ojos y vio a Emilia cerca de la ventana, con los brazos apoyados sobre los hombros de la peque�a Teodora, hablando en secreto como si fuera posible que a�n les quedara algo por decirse.

Tras cuchichear un rato se abrazaron. Emilia bes� a Teodora en las mejillas y se solt� llorando con una naturalidad que siempre provocaba en Daniel la misma mezcla de impaciencia y sonrojo. Ella daba poco con el llanto, pero cuando se lo permit�a lloraba como quien se r�e, sin inmutarse ni por la opini�n ajena, ni por el tiempo que pudiera llevarle salir de su congoja. As� la hab�an ense�ado a llorar en su familia y si no hubiera sido por las quejas que Daniel soltaba cuando la ve�a hacerlo, jam�s se le hubiera ocurrido pensar que su conducta era censurable.

Al verla iniciar aquel homenaje de adi�s, Daniel abandon� el piso que le serv�a de cama, se pas� las manos por la cabeza despeinada, se aboton� la chamarra y carraspe� para ver si ella lograba tomarlo en cuenta de una buena vez. El tren se hab�a quedado vac�o y alrededor empezaban a amontonarse sus nuevos pasajeros. Era asunto de bajar al and�n y echarse a las calles de la ciudad sitiada, peligrosa y fandanguera en que se hab�a convertido la capital.

En la puerta de la estaci�n tomaron un coche tirado por dos caballos flacos y le pidieron al calesero que los llevara hasta el z�calo. El hombre quiso saber si el lugar en donde pensaban hospedarse quedaba cerca del Palacio Nacional o era s�lo por gusto que deseaban acudir a contemplarlo. De ser esta �ltima la circunstancia, �l recomendaba no acercarse por ese rumbo. En lo que iba del a�o, el palacio hab�a cambiado varias veces de moradores, hab�a estado en manos de un bando y otro, con el mismo ritmo que entraban y sal�an de la ciudad quienes se la peleaban. Esa misma ma�ana, el rumor era que los villistas y zapatistas, peleados entre s�, hab�an decidido cambiar al presidente. El z�calo ser�a una feria de confusiones. La ciudad toda no era el mejor sitio que una pareja pudiera visitar por gusto.

Emilia quiso ir directo a la casa de la colonia Roma. Sab�a por Milagros que sus rec�maras segu�an

abiertas para ellos. Daniel la llam� aparte y le pidi� que no escuchara los delirios del rumor p�blico recogidos por un cochero. Terminaron d�ndole la vuelta a un z�calo desierto. Una puerta de la catedral se abri� a medias para dejar cruzar dos beatas. Un pregonero hizo sonar el silbato del carro en que asaba camotes. Una ni�era atraves� cerca de ellos en busca de alg�n muerto con el que entretener al hijo de sus patrones.

Todos los d�as aparec�an cad�veres regados, sin m�s due�o que el aire, muertos en mitad de la noche por qu�tame de all� estas pajas. Al anochecer no les recomendaba que salieran, porque seg�n �l a esas horas los revolucionarios andaban a�n m�s sueltos que en el d�a y m�s borrachos que en la ma�ana.

Irritado por el palabrer�o del cochero, Daniel le pidi� que los dejara a las puertas de un caf� cercano. Emilia aleg� que su estado de mugre no estaba para andar rodando por los caf�s. Les urg�a un ba�o.

-Primero est� la paz interior y despu�s la limpieza. Lo que nos urge es comer -dijo Daniel argumentando que nadie los ver�a mal, el mundo ya era de los pobres y de los mugrosos, gobernaban el pa�s los soldados campesinos que hab�an viajado con ellos en el tren.

Bajaron del coche tras pagarle a su due�o una suma que les pareci� estratosf�rica cuando la oyeron en pesos y rid�cula cuando la trasladaron a d�lares.

-Por diez d�lares uno encuentra quien mate -dijo el conductor de la calesa-. Tengan cuidado de no ense�ar que los tienen -recomend� lanzando una �ltima queja contra los o�dos de Daniel.

Entraron al caf� seguros de que el cochero ment�a y de que un d�lar no estaba cambi�ndose por tant�simos pesos convencionistas. Emilia todav�a guardaba alg�n dinero del que hab�a ahorrado en los Estados Unidos, donde el doctor Hogan le pagaba honorarios de m�dico no s�lo por lo mucho que la quer�a, sino como parte de las ganancias que ingresaban mensualmente a la botica por la venta de los medicamentos inventados entre ellos y las cartas de Diego Sauri. A Daniel le quedaban d�lares de los que Gardner le hab�a mandado como pago de sus colaboraciones atrasadas, pero entre los dos no cre�an tener un capital que les permitiera gastar sin medida por demasiado tiempo. Los sorprendi� que la cuenta por dos huevos fritos y tres panes dulces acompa�ados por un caf� con leche y una taza de chocolate, fuera escandalosamente mayor que tres a�os antes.

-Casi como un banquete de bodas -dijo Emilia pregunt�ndose cu�ntos d�lares le pedir�an a cambio.

En tanto, Daniel se hab�a distra�do hablando con una mujer que cargaba un ni�o en el rebozo. Desmedrada y susurradora abri� un pu�o para mostrarle el brillante m�s original que �l hab�a visto en su vida. Lo ofreci� en s�lo seis veces lo que costar�a pagar la cuenta del desayuno. Antes de que Emilia, perdida en el esc�ndalo de que un plato de frijoles costara dos pesos, se diera cuenta de lo que suced�a, Daniel puso el dinero en la mano de la mujer y se guard� el anillo.

Mientras se preguntaban si alguien abrir�a la puerta de la casa de la colonia Roma, se detuvieron a contemplar su aspecto. Estaban sucios como un par de guerrilleros y parec�an lo que eran: dos sobrevivientes urgidos del para�so de camas blandas y tinas gemelas de las que Emilia hab�a hecho uso cuatro a�os antes, sin pensar que alguna vez estar�an entre sus anhelos m�s elementales. Despu�s de media hora de tocar la campana, una voz atemorizada y chillona pregunt� qui�n llamaba. Emilia reconoci� el tono de Consuelo, la solterona que se encargaba de la casa cuando ella la visit�, y vio abierta la gloria que guardaba esa puerta.

Entr� ofreciendo disculpas por su facha de n�ufragos terrestres, pero al cabo de unas frases cay� en la cuenta de que Consuelo hab�a perdido la capacidad de sorprenderse. La casa conservaba su car�cter elegante y solemne, pero algo hab�a en el tapiz de los muebles y el blando palpitar de las alfombras que la hac�a m�s acogedora, m�s como a su reformada cuidadora.

-Si supiera de d�nde estamos saliendo, no gastar�a sus fuerzas en disculparse por su aspecto -dijo Consuelo-. Al fin de cuentas usted, se vista como se vista, es una persona fina y merece cada una de las paredes con que nos complace albergarla.

Cont� despu�s que los meses anteriores, la casa hab�a estado tomada en pr�stamo por un general villista, cuyo estado mayor se hospedaba en la residencia vecina. El hombre, m�s malhablado que ruin, consider� necesaria cierta privac�a, y se instal� ah� todas las noches desde noviembre hasta hac�a un mes, fecha en que el general Villa hab�a hecho el favor de irse con su guerra a otra parte. Consuelo hab�a atendido al hombre y a las tantas mujeres con las que dio en dormir, en todos sus caprichos, con tal de que no agarraran la casa por su cuenta. Se hab�an comido toda la despensa y hasta los vinos de la cava, pero ni un libro de la biblioteca, ni un plato ni una copa se hab�a perdido.

Cuando termin� de contar su historia, segura de que nada peor podr�a haber tra�do esa revoluci�n, se persign� y rog� por el alma de su sobrino El�as, un muchacho de catorce a�os que se hab�a ido tras el general.

-�Le avisaron que muri�? -pregunt� Emilia.

-Para m� est� muerto desde el d�a en que abandon� la casa -aclar� Consuelo.

-Sus razones tendr�a el muchacho -dijo Daniel con la voz como un balde de agua fr�a.

-Su necia idea de que todos somos iguales -respondi� Consuelo-. �Les caliento el ba�o?

Daniel tuvo a bien posponer la discusi�n en torno a la igualdad. La posibilidad de un ba�o le result� en ese momento un ideal tan caro como cualquiera de las m�s puras aspiraciones revolucionarias.

Nada como el agua caliente, pens� Emilia hundi�ndose en la transparencia de la primera tina. Daniel se hundi� tras ella y se dispusieron a soltar en el agua su mugre de casi un mes. La tina ten�a las dimensiones necesarias como para permitir que ah� dentro pudieran moverse a gusto dos sentimentales. Se enjabonaron uno al otro, se abrazaron bajo el agua y jugaron hasta que las puntas de los dedos se les pusieron arrugadas y a Emilia le salieron unas chapas como dos brasas ilumin�ndole la cara. Entonces, hartos de sopearse en su mugre, decidieron cambiar sus cuerpos a la tina de junto para enjuagarse.

-Qu� animal magn�fico eres t� -le dijo Emilia a Daniel cuando lo vio de pie, sobre ella que a�n no se decid�a a salir del agua. Desde abajo, morosa, encontr� alegre la parte que ve�a de sus test�culos y le acarici� las piernas, le bes� una rodilla huesuda, se incorpor� para jugar a meter su cabeza bajo el arco que hac�an sus muslos-. Eres el techo de mi casa -le dijo.

Daniel se agach� a besarla y la jal� hacia arriba sac�ndola del agua.

-Qu� tonteras dices -dijo at�ndose una toalla a la cintura y alej�ndose en busca de qui�n sab�a qu�.

Emilia empez� a chapotear en el agua limpia, esperando a que Daniel se metiera por fin y dejara de ir y venir por el cuarto.

-�Qu� buscas que no encuentres aqu�? -pregunt� poni�ndose la mano encima del mech�n oscuro que tantas luces guardaba.

-No s� -dijo Daniel entrando por fin al agua tersa en que ella se adormilaba. Ten�a ganas de medirle la cintura con las dos manos, de meter la lengua a su ombligo, en el centro de su vientre plano. Pero antes le busc� la boca con la boca y dentro la lengua imaginativa y memoriosa que ella ten�a siempre en alianza con sus ojos.

-Hace mucho que no te regalo una piedra -dijo �l despu�s, separ�ndose de su boca.

Emilia sinti� un escalofr�o de oro roz�ndole los dientes, meti� la lengua en un c�rculo de aire y apret� los labios. Dos l�grimas como enigmas le corrieron por la cara limpia. Daniel le hab�a puesto en la boca el anillo que compr� en la ma�ana.

-No llores que me enervas -dijo-. �Te quieres casar conmigo?

Al otro d�a, planchados y perfumados, salieron a buscar por la ciudad indiferente una oficina de tel�grafos, una tienda en la que comprarse ropa, un restor�n para celebrar y alguien que tuviera tiempo y ganas de casarlos. Lo primero que encontraron fue la oficina de tel�grafos. Emilia envi� a los Sauri el telegrama m�s largo de que se tuviera noticia en tal oficina. Lo segundo fue un restor�n lujoso que parec�a no resentir los demonios de la carest�a. Ah� apartaron dos lugares para las tres de la tarde y salieron a caminar en busca de la ropa y un casamentero.

Casi todas las tiendas estaban cerradas, pero en el mercado encontraron un huipil blanco, bordado por las pacientes manos de una oaxaque�a.

-Qu� fortuna no tener enemigos -dijo Emilia mientras caminaban de nuevo, sin rumbo.

-�Por qu� lo dices? -le pregunt� Daniel.

-Porque s� -dijo Emilia.

Caminaban regidos s�lo por las ocurrencias del ocio. De pronto, sin pretenderlo, estaban en la puerta de un cementerio.

-Aqu� est� enterrado Ju�rez -dijo Emilia reconociendo el Pante�n de San Fernando. Lo hab�a visitado cuatro a�os antes con Milagros, en busca de tumbas gloriosas. Se dispuso a cruzar la puerta para volver a recorrerlo.

-�No pretender�s meterte a un cementerio? -le dijo Daniel.

Emilia le respondi� con una sonrisa que subi� hasta sus ojos oscuros. Daniel record� a Milagros Veytia diciendo que los gestos de Emilia estaban tocados por una gracia misteriosa. Tal vez su secreto principal fuera no ser perfecta, tener un huequito entre los dientes de en medio, una peque�a marca de varicela que matizaba la presunci�n de su nariz de diosa, un modo raro de fruncir el ce�o cuando una pregunta le parec�a in�til.

Entraron al pante�n. Emilia camin� adelante diciendo que ah� tambi�n hab�a estado enterrado Miram�n, el enemigo de Benito Ju�rez, hasta que Concha su mujer lo sac� para llev�rselo a otra parte cuando supo que Ju�rez descansaba cerca. Daniel ri� con la an�cdota y Emilia aprovech� para recordarle lo bueno que era no tener enemigos ni desperdiciar la vida en ri�as pol�ticas. Lo �nico justo que uno pod�a hacer en la vida era perdonar. La �nica manera de no ser responsable de un alud era no ser nunca uno de los granos de arena que lo forman. Daniel volvi� a re�r y la acus� de simple. Segura del trabajo que le hab�a costado llegar a tal simpleza, Emilia le pas� la mano por la cintura y camin� en silencio.

Como toda la ciudad, el camposanto estaba descuidado y ruinoso. A las doce del d�a ocupaban sus bancas mendigos completos y borrachos a medias. Entre ellos y unos setos que floreaban en desorden, Emilia y Daniel caminaron felices de serlo y divertidos con la idea de casarse.

Un hombre viejo como la vejez misma se acerc� a preguntarles la fecha. Ellos la recitaron con todo y la hora, el mes y el a�o. Luego, a cambio de tan pertinente informaci�n, le pidieron que los declarara marido y mujer.

-No puedo -contest� el viejo.

-�Por qu�? -pregunt� Emilia.

-Porque tengo mucha hambre -contest�-. Estoy aqu� esperando a que regrese mi hija que fue junto con otras mujeres a asaltar la panader�a de un espa�ol.

-C�senos mientras espera -le pidi� Emilia.

-No -dijo el hombre-. Yo no caso a dos que van a separarse.

-�C�mo sabe que nos vamos a separar? -pregunt� Daniel.

-Porque soy adivino -contest� el viejo yendo a sentarse a una banca. Emilia y Daniel lo siguieron hipnotizados.

-�Y seg�n sus profec�as, qui�n va a quedarse con el gobierno de la revoluci�n? -le pregunt� Daniel que desde en la ma�ana andaba queriendo preguntarle a quien fuera lo que supiera o adivinara de pol�tica.

-Los m�s malos -dijo el anciano.

-�Qui�nes son los m�s malos?

Eso ya le toca adivinarlo a ust� -dijo el viejo. Emilia se inclin� para asegurarle que ellos dos no pensaban separarse nunca.

-Eso no es cosa que se piense -dijo el adivino-. Se van a separar, porque lo derecho siempre est� chueco. Pero si tanto se quieren los caso. P�rense ah�.

Se�al� un fresno a medio metro de la banca. Luego, sin m�s autoridad que su gesto de viejo erudito en asuntos de sobrevivencia y sin m�s tr�mite que el de preguntarles sus nombres, don Refugio, como dijo llamarse, los declar� marido y mujer. Cort� luego tres hojas del fresno que cubr�a sus cabezas. Mordi� la punta de las tres y se las pas� a ellos para que cada quien buscara un sitio donde morderlas. Luego las revis� como si fueran pliegos llenos de compromisos, se qued� con una, y le dio una a cada uno de los nuevos esposos.

-Este �rbol se alimenta con la luz de los muertos. As� que no necesitamos m�s testigos -dijo el viejo. Luego les pregunt� si a cambio de la ceremonia estaban dispuestos a llevarlo a comer.

XXIV

El restor�n se llamaba Sylvain, ten�a un espacio abierto al p�blico que pudiera pagarlo y varios gabinetes reservados. Emilia y Daniel con su ins�lito invitado ocuparon una mesa peque�a cerca de la ventana. Don Refugio eligi� un pescado en salsa verde, un guiso de cerdo con alubias y una botella de vino tinto, mientras Emilia dudaba todav�a de que supiera leer. Daniel se divert�a viendo qui�n entraba al sitio. Durante el tiempo en que ellos ordenaban sus platillos, los gabinetes privados se iban llenado de generales con facha de pol�ticos y de pol�ticos con garbo de generales. Entraban haciendo esc�ndalo y salud�ndose a gritos de un lado a otro del lugar. Daniel los observaba con la avidez de quien ha sido arrancado de ese cogollo y no tard� ni cinco minutos en descubrir varios amigos con los que hab�a hecho la guerra contra Huerta en el norte.

-Por nosotros no te preocupes -le dijo Emilia, que lo ve�a estirar la cabeza, desesperado por ir al encuentro de las aventuras y pasiones que hab�a abandonado dos meses antes. Extendi� una sonrisa de princesa que otorga su conformidad para que alguien se suicide si as� lo desea, y lo palme� en la espalda sugiri�ndole que fuera en busca de sus antiguos amigos.

Don Refugio hubiera podido empezar a jactarse de la veracidad de su pron�stico sobre la pareja, pero pens� que lo prudente era callarse y esperar sin problemas su ambicionada sopa. Tom� un bolillo de la panera y critic� un servicio que no tra�a la mantequilla al tiempo en que ped�a la orden. Luego se puso a conversar con Emilia como si desde el principio hubieran estado solos, y le cont� su vida. Hab�a crecido en una hacienda del general Santa Anna, de donde lo recogi� un cura jesuita cuya primera pasi�n en la vida fueron las matem�ticas, las flores y los puntos de coincidencia entre religiones que el mundo consideraba opuestas. De �l aprendi� a leer y a escribir, a hacer cuentas, a cuidar jardines y a confundir la resurrecci�n con la reencarnaci�n. Cuando el jesuita muri�, ciego y mal visto por quienes nunca entendieron la necesidad de conciliar los extremos, ni en las matem�ticas, ni en la religi�n, ni en la pol�tica, Refugio ten�a treinta y dos a�os. Encontr� trabajo en la casa de un pintor de murales religiosos con el que vivi� hasta que Porfirio D�az alz� en armas al pa�s, dici�ndose liberal y protector de los pobres. Entonces estuvo dos a�os en el ej�rcito, suficientes para aprender a cabalidad que lo mejor que uno pod�a hacer en la existencia era vivir pobre o rico pero siempre a buen resguardo de un ej�rcito. La pobreza no se cur� con el triunfo de D�az y la vida volvi� a regirse por la negaci�n de un futuro promisorio para cualquiera que fuera un cualquiera. Refugio regres� a trabajar como jardinero en una hacienda de Morelos. Ah� se hizo al �nimo de casarse con una mujer de ojos bizcos y alma noble, que tras darle una hija muri� a los quince d�as del parto. Fue poco despu�s de semejante p�rdida cuando empez� a reconocer en su interior los poderes adivinatorios. Presinti� que su hija morir�a de tifo y desde entonces se hab�a dedicado a correr cada vez que sent�a cerca la enfermedad. Peregrin� de una ciudad a otra, trabajando con un fabricante de campanas en Quer�taro, con un notario en Veracruz, con unas putas en C�rdoba, con el inventor de una despencadora de maguey en Tlaxcala, con un liban�s que vend�a telas cerca de M�rida, con un m�dico que curaba los huesos nom�s toc�ndolos y con unas monjas milagreras encargadas de cuidar un santuario. En la ermita de las monjas, podando los rosales del atrio, hab�a conocido a una viuda de buen ver que lleg� desde Zacatecas a pedir los favores de la Virgen. Como lo que buscaba era un marido, a los tres d�as de no encontrarlo decidi� que Refugio era el enviado de la madre de Dios, y le pidi� matrimonio. S�lo para aceptar tal propuesta, Refugio resolvi� no hacer caso de sus premoniciones, seguro de que todas le llegaban por el lado de su primera mujer, misma que con el caso deb�a estar tan celosa que por eso le hac�a sentir peligros en los que no quiso pensar. De la viuda se enamor� a los cincuenta a�os como un chiquillo, a su amparo aprendi� a comer con tenedores y a vestirse como patr�n, a jugar ajedrez, a escuchar a Bellini y a dormir con ganas de que la noche le procurara sorpresas. Se vio en la obligaci�n de abandonar aquel prodigio de mujer, que no hab�a hecho sino cuidarlo como a un rub� desde el d�a en que tuvieron amores junto a la ermita, cuando so�� que los hijos de ella, que le odiaban y acusaron de braguetero desde el d�a en que lleg� a Zacatecas, hab�an resuelto matarlo. Huy� de su ventura y desde entonces andaba por el mundo extra�ando los brazos de la viuda y oyendo premoniciones, con la cabeza llena de futuro y mezcal, y el est�mago lleno de tormentos cuando el mezcal daba con �l como con un elegido en el que perpetrar sus maleficios. Viv�a con una nieta a la que llamaba hija, una muchacha de quince a�os, enferma y encinta, pero febril y dichosa como una cabra en su primera vida. Tambi�n Emilia le hab�a resumido su biograf�a sin evitar detalle importante. Empezando con su apego a una madre dos veces inteligente a quien recordaba como una sonrisa entre las flores de su corredor y su devoci�n por un padre que cantaba como quien reza entre los tarros de porcelana y los libros antiguos de su botica, y terminando con su viaje a Chicago y su regreso en pos del hombre por el que hab�a perdido el coraz�n a los cinco a�os y del que no pensaba separarse jam�s. Cuando dijo esto sinti� un aviso de temblor entre las pesta�as, pero se lo trag� con una elegancia que don Refugio atestigu� consider�ndola lo mejor que le hab�a pasado en muchos d�as, despu�s por supuesto de la generosa comida que puso fin a su ayuno de tanto tiempo.

-�Entonces t� eres doctora? -le pregunt� para ayudarla a esconder la emoci�n que la avergonzaba.

-S� -dijo Emilia aceptando por primera vez, en voz alta, que tambi�n esa pasi�n la hab�a tomado desde ni�a y que tampoco de esa quer�a separarse jam�s.

-No te amohines, hay cosas que no tienen remedio -dijo el viejo acariciando con su mano huesuda y temblorosa la mano curva y clara de la muchacha-. T� no lo sabes, pero le llevas muchas vidas a tu hombre -dijo y dedic� la siguiente media hora de su conversaci�n a informarle cu�ntas reencarnaciones parec�a llevar encima el esp�ritu que ella albergaba en su cuerpo.

Eran m�s de las seis de la tarde y un temblor de copas y juramentos ten�a en vilo al lugar entero, cuando Daniel regres� a la mesa cargado de historias. Una m�s fant�stica que la otra, las resumi� durante la siguiente hora y media. Para Emilia, lo que pusieron en claro era que de todo ese pleito entre villistas, zapatistas y carrancistas, lo �nico definitivo era que los verdaderos perdedores ser�an los liberales, los de en medio, los como ellos.

-De nada sirve lamentar los tiempos en que se vive -dijo Refugio que para ayudarse a o�r la cantidad de cr�menes indescifrables, traiciones completas y esperanzas a medias de las que habl� Daniel, hab�a empezado a beber an�s con brandy desde que lo vio llegar a la mesa.

-Refugio tiene una hija que est� enferma -dijo Emilia interrumpiendo la euforia con que Daniel contaba las idas y vueltas de la revoluci�n, como si fueran las an�cdotas de un libro de suspenso.

-Nunca te importa lo que importa -contest� Daniel. La bes� condescendiente y sugiri� que empleara el resto de la tarde en visitar a la hija de Refugio, mientras �l terminaba una conversaci�n.

Emilia fue con don Refugio hasta el corral�n en que viv�a por el pueblo de Mixcoac. Ah� conoci� a su nieta, fr�gil y risue�a, empe�ada en esconder la enfermedad que le hab�a tomado el cuerpo con una violencia cuyos s�ntomas escond�a. A solas, mientras Emilia la revisaba haci�ndole preguntas, la muchacha le pidi� guardar el secreto en tomo a la gravedad de todo lo que le suced�a, que dijera que as� la ten�a el hambre, total, hab�a tanta hambre y tanta gente con su aspecto que qui�n iba a imaginarse algo peor.

-Si uno se ha de morir -le dijo-, mejor dar la sorpresa que andar fastidiando desde antes.

Su mal no ten�a remedio. Emilia lo supo casi de mirarla. Pero descansar y comer bien la ayudar�a a vivir m�s tiempo del que vivir�a trabajando hasta que su cuerpo, como el de un animal derrotado, no pudiera moverse. Le pidi� que se dejara ayudar, que se estuviera quieta, que no madrugara para la orde�a, ni fuera con su marido a repartir la leche por la ciudad.

-No me pida que me muera desde hoy -le contest� la muchacha con un aplomo irrefutable.

Emilia prometi� volver al d�a siguiente y se dej� acompa�ar por don Refugio y su pena borracha hasta la puerta de su casa en la colonia Roma.

-Se va a morir mi Eulalia �verdad? -le pregunt� cuando iban de camino, sin detenerse a escuchar respuesta-. De remate, se van a ir estos cabrones que tanta hambre y tanto susto han tra�do, para que vengan unos todav�a m�s cabrones. Eso te lo profetizo desde ahora: van a ganar los otros. Y s�lo porque saben bien que eso quieren, ni siquiera porque sean m�s valientes o m�s vivos que �stos.

Emilia lo abraz� sin darle respuesta y entr� a la casa. No ten�a qu� decir. Hubiera querido llenar su silencio con un palabrer�o mentiroso que confundiera la certezas del viejo, pero no lo sinti� digno de esa treta. Eran casi las once. Subi� las escaleras segura de que Daniel ya estar�a de regreso, pero Consuelo no sab�a nada de �l y se dedic� a estorbar sus cavilaciones con un parloteo sobre lo imposible que hab�a sido conseguir en el mercado algo decente para ofrecerles de cenar. Todos los ultramarinos hab�an cerrado, no se sab�a qu� billetes val�an ni por cu�nto tiempo y a ella le urg�a salir de los impresos por el gobierno en boga porque si, como dec�a la gente, acababan ganando los carrancistas, al cabo de un a�o ella tendr�a dos ba�les de inservibles bilimbiques sobre los que llorar su dispendio.

Emilia la oy� como a un ruido m�s en mitad de la tormenta que sent�a acercarse sin otro aviso que la pasi�n con que hab�a visto a Daniel coquetear con la pol�tica en el restor�n. Sab�a de siempre que a �l no le bastaba la guerra de sus cuerpos juntos para vivir en paz, que no quer�a vivir en paz, y que por m�s intentos que su imaginaci�n hiciera para conservarlo, �l buscar�a siempre en otras partes un sost�n para su �ndole inquieta y su id�latra veneraci�n por la aventura. Tal vez de eso estuvieran hechos los temperamentos pol�ticos, de una incapacidad para detenerse demasiado en el mundo privado, pero ella estaba cans�ndose de lidiar con un hombre cuyo empe�o parec�a puesto en negarse la dicha de una intimidad bien arropada.

Un rato dio pasos de un lado a otro de la sala hasta que llam� su atenci�n la silla en que a�os antes hab�a pasado una noche de vigilia esperando a que el mismo Daniel, con su risa indisciplinada y su cuerpo enredador, llamara a la puerta. Ese solo recuerdo bast� para hacerle correr desde la frente hasta las piernas toda la rabia que le provocaban siempre sus in�tiles reflexiones. Y no quiso permitirse una m�s. Le dio las buenas noches a Consuelo y se puso un camis�n de seda francesa que el ingl�s guardaba en un ropero para solaz de sus pasajeras amantes.

Se meti� en la cama sintiendo la tersura de la tela contra su cuerpo de reci�n casada y neg�ndose a llorar ni una l�grima que lamentara su desierta noche de bodas.

Daniel volvi� en la madrugada. Entr� sigiloso a la rec�mara en que Emilia dorm�a imperturbable como una escultura entre las s�banas. La penumbra empezaba a romperse cuando meti� a la cama su cuerpo a�n embriagado por una mezcla de noticias, disquisiciones y tragos. Emilia lo sinti� acercarse y despert� abriendo enormes unos ojos de pregunta que en el acto volvi� a cerrar. Su melena en desorden cubr�a las dos almohadas, Daniel se acost� sobre la oscuridad an�rquica de esos rizos li�ndose en su olor como un buen ag�ero, luego rode� con un brazo la cintura ladeada y profunda que casi romp�a en dos el talle de Emilia y peg� su cuerpo desnudo al �nico sitio que presinti� despierto en el de ella.

El sol de las nueve los alcanz� volteados al rev�s, sobre s� mismos, ajenos a cualquiera de las pasiones que en otro momento pretend�an separarlos. Preso en el cuerpo de esa mujer de la que sal�an estrellas mientras iba gimiendo su nombre como si lo bendijera, Daniel volvi� a sentir que el mundo era un desperfecto por el que resultaba est�pido vagar. Se bebi� a Emilia como a una p�cima que apacigu� hasta la �ltima de sus inquietudes, durmi� un rato largo sin que un solo deseo le turbara los sue�os. Cuando despert� era mediod�a y el lugar que junto a su cuerpo deb�a ocupar Emilia hab�a perdido su tibieza desde horas atr�s.

Sali� de la rec�mara medio desnudo y llam�ndola a gritos como si la hubiera perdido en mitad de una batalla. Al verlo la se�ora Consuelo le dijo que Emilia se hab�a ido hac�a dos horas a visitar el hospital de la Cruz Roja. Daniel oy� esa informaci�n como un insulto y maldijo el momento en que a ella le hab�a dado por la medicina. Estando el pa�s como estaba, por qu� no se le hab�a ocurrido ser cantante o general, por qu� m�dico, por qu� esa profesi�n que ejerc�a, sin siquiera tener t�tulo, con el orgullo y la contundencia de una sabia, esa profesi�n que la hac�a inaccesible cuando era urgente, cuando �l la necesitaba como otros una cirug�a. Profesi�n de mierda, profesi�n incapaz de olvidar el horror, profesi�n que todo lo abandonaba para no abandonar a un enfermo, profesi�n de locos, de masoquistas, de engre�dos. Profesi�n para hombres feos, para viejas inmundas, para cuanto desencantado de la debilidad humana quisiera ser heroico, pero no profesi�n para la Emilia que acababa de abandonar su cuerpo, porque nada, mucho menos la mugre y el dolor, merec�a el trato con la mujer cuyas secretas delicias y tesoros le pertenec�an s�lo a �l y desde siempre.

Solt� al aire un juramento que hizo persignarse a Consuelo y se meti� a ba�ar en busca de olvido y alivio para su sensaci�n de traicionado.

Sali� de la casa quince minutos antes de que Emilia volviera busc�ndolo para hablarle de las condiciones de pobreza y abandono en que estaban los hospitales, para decirle que la gente se mor�a de tifo y que el tifo daba por hambre y que si �l y su guerra no sab�an c�mo arreglar tantos entuertos para qu� se hab�an metido a intentarlo. �De qu� demonios hab�a servido la revoluci�n?

No encontr� para recibir todas sus preguntas m�s que una nota breve sobre la mesa del comedor dici�ndole que estar�a en el Hotel Nacional a partir de las cuatro. Ni un beso le dejaba en el papelito con su firma. Lo imagin� furioso, se rega�� por haberlo dejado, luego se dio la raz�n, no pod�a convertirse en soldadera, ella tambi�n ten�a quehaceres y destino, hab�a hecho bien en ir a buscarlos. Comi� un plato de sopa y se maldijo de nuevo, despu�s subi� las escaleras y se dedic� a cepillarse la cabeza para ver si se le aclaraban las ideas. El rito, siempre asociado a los consejos de Josefa, hizo que la extra�ara como nunca. �Qu� estar�a haciendo a las dos de la tarde de ese viernes? �Comer�a frente a Diego hablando del pa�s y de su hija como de dos imposibles? Llevaba dos a�os sin verlos, pero los cargaba a todas partes, la segu�an en sus gestos, en sus furias, en su debilidad, en su esperanza. Los encontraba al verse en el espejo, al repetir el gesto de cansancio con que su padre se frotaba los ojos, al tararear la cancioncita que su madre chiflaba mientras se consum�a en busca de algo extraviado, al pronunciar una frase de asombro, al guardarse una de dolor, al ir viviendo. �Qu� tan canosa estar�a la t�a Milagros? �Qui�n ganar�a el torneo mensual de ajedrez? �Cu�ntos poemas nuevos tendr�a Rivadeneira? �Ser�a verdad lo que le contaba su padre, Antonio Zavalza los visitaba a diario? �Tendr�a que agradecerle eso tambi�n?

Admiti� que a�oraba su mundo: la sopa de su madre, la m�sica de su padre, los peque�os litigios de ambos, los cuentos de Milagros, los brazos de Zavalza, capaces de espantar el demonio de sus nostalgias. Nunca pens� que alguna vez le har�a falta ese abrazo a s�lo siete horas de haber dormido con Daniel. Un rubor le tom� la cara desprevenida, qu� inconsecuencia la suya: extra�ar a Zavalza. Como si el mundo no estuviera sobrado hasta el hartazgo de disparates. Dej� el cepillo. Coquete�ndole al espejo se at� el pelo a la nuca y dio un pellizco en cada una de sus mejillas. Luego, con la cabeza todav�a colmada de a�oranzas, sali� en busca de Daniel pregunt�ndose si tendr�a una remota idea del tama�o del universo al que hab�a abdicado para ir tras �l.

XXV

Dispuesta a esperar que Daniel apareciera, Emilia Sauri se acomod� frente a una mesa, le sonri� condescendiente al mozo que le llev� caf� y se aisl� de ese rinc�n perdi�ndose en otros.

A ella, que hab�a crecido en un ambiente poblado de conversaciones, el soliloquio se le hab�a hecho un h�bito placentero tras tanto viajar y vivir sola. Apenas consegu�a un rato sin quehacer, su cabeza se convert�a en una feria de recuerdos y fantasmas que jam�s se conocieron en vida, pero que ella tuvo la cortes�a de presentar y hasta volver amigos. No sab�a bien ni en qu� momento hab�a empezado a manifestarse aquel conjunto de presencias que conversaban entre s� frente a ella, pero hab�a parejas sin cuyas conversaciones y consejos no hubiera podido vivir. Una de �sas, la que hac�an el difunto doctor Cuenca y la se�orita Carmela, su maestra en la primaria. La memoria de tan nobles difuntos se empe�aba siempre en discutir dentro de su cabeza los defectos y cualidades de Daniel. El doctor Cuenca, que en vida defendi� poco a su hijo de los embates que Emilia quiso hacerle, de muerto lleg� a crear una inconmensurable lista de elogios para su muchacho. En cambio, la se�orita Carmela, que vio en Emilia a la hija que no pudo darle su irremediable solter�a, era la encargada de enlistar los defectos del muchacho siempre que Emilia ten�a tiempo y ganas de o�rla.

Empezaba a llover cuando la discusi�n lleg� a un grado tal de encono entre los contendientes que Emilia ya no quer�a seguir escuchando. Esa tarde, ante las acusaciones de ego�smo y frialdad que la se�orita Carmela utiliz� para criticar a Daniel, porque a veces hablaba con una voz met�lica que aunque no dijera nada hostil lo convert�a en el hombre m�s hostil del mundo, el doctor Cuenca hab�a sacado a relucir el virtuosismo con que el muchacho met�a sus dedos en la tibieza del pubis que dorm�a con Emilia y se lo acariciaba hasta despertarle completo el cuerpo y hacer que de su garganta brotaran como luces las m�s extraordinarias onomatopeyas.

Segura de que ambos ten�an raz�n, Emilia trat� de ahuyentarlos agitando la cabeza como si �sa fuera la �nica parte de su organismo que entonces le estorbara. Cuando volvi� en s� ten�a las piernas cruzadas bajo el vestido y una mano sobre la otra para detenerse la ira que empez� a provocarle estar de nuevo esperando, con el ansia de siempre, la llegada impuntual de aquel extravagante con quien iba por la vida. Entonces vio entrar al comedor a un hombre delgado de ojos oscuros y rizos morenos que jalaba con elegancia de una traba a la que iban atados cinco ba�les con ruedas. Lo vio de lejos acercarse y hablar con uno de los meseros. Vio c�mo la cara del mozo cambiaba poco a poco con las palabras de aquel hombre y luego vio salir al cocinero que sonre�a como en fiesta.

-El se�or va con su biblioteca hasta la despensa del patio -le dijo a voces a un muchacho destinado a ense�arle el camino y ayudarlo con su equipaje.

Emilia se pregunt� cu�l ser�a la encomienda que un hombre as� tendr�a que cumplir en el fondo de una cocina, cuando oy� a los meseros decir que por fin hab�a llegado al hotel alguien capaz de componer el refrigerador.

Frente a la mesa en que beb�a despacio un caf� fr�o, Emilia vio desfilar a una procesi�n rumbo a la cocina y la sigui�.

Llegando ah�, todos se colocaron alrededor del nuevo hu�sped, frente al gran refrigerador vac�o. El hombre abri� un malet�n peque�o en comparaci�n con sus ba�les, pero grande en comparaci�n con su figura que parec�a hecha para no cargar nada jam�s, y sac� un desarmador, unas pinzas, una llave inglesa, unos cables el�ctricos. Despu�s, abri� dos de los ba�les que llevaba parados sobre ruedas y exhibi� dentro cuatro libreros perfectos. El tiempo empez� a correr sobre la curiosidad general y la parsimonia con que el hombre se hund�a en los libros y hurgaba como un m�dico en las tripas del refrigerador, que no serv�a desde mil novecientos trece, a�o en que hasta el �ltimo experto en aparatos el�ctricos sali� del pa�s rumbo a Cuba. Una hora y varias consultas despu�s, el refrigerador empez� a zumbar como un avispero y todos los que lo conocieron en salud coincidieron en que hab�a recuperado su voz de siempre.

-�Usted de d�nde es experto en refrigeradores? -le pregunt� Emilia al se�or de los ba�les.

-Yo soy experto en libros -contest� �l-. Me llamo Ignacio Cardenal. Es un placer conocerla -dijo inclin�ndose hasta la mano de Emilia.

-Emilia Sauri, para servirle -dijo Emilia.

-�Para servirme? Tenga cuidado con lo que dice.

-Es un modo de hablar, como decir mucho gusto -explic� Emilia deslumbrada con las maneras de aquel se�or tan raro.

-Yo vengo de Espa�a -dijo el se�or Cardenal- y ah� no se entiende as�.

-Entonces me desdigo.

-En eso parece usted espa�ola.

-Soy mezcla -dijo Emilia.

-Buena mezcla -contest� Cardenal-. �As� les han quedado las dem�s?

-Ha habido de todo. Como en las enciclopedias -dijo Emilia.

-�Usted sabe de enciclopedias?

-Mi padre tiene una que adora y que me hered� en vida. Pero yo no la quiero tanto como usted a la suya: la dejo en mi casa cuando salgo de viaje.

Pues hace usted mal. Ya ve qu� �tiles resultan.

-�Lo ayudan a todo?

-Menos a venderlas.

-�Usted vende enciclopedias?

-Las hago, las empasto, las vendo.

-Las pasea.

-Vine a venderlas, pero me encontr� con que les ha dado por la revoluci�n. Ahora nadie compra nada para los d�as de ocio. Y el ministro ese que me dijo que viniera, pues se ha marchado.

El hombre, un espa�ol de habla educada y modales de intelectual, le cont� a Emilia que hab�a pasado por M�xico hac�a cuatro a�os, y que entonces le encargaron dos docenas de enciclopedias para las bibliotecas. Hab�a vuelto con ellas, pero ni quien lo reconociera, ni quien las quisiera. Iba a tener que cambiarlas por unos d�as de hotel y un pasaje de vuelta, si alguien se las cambiaba. Si no, tendr�a que dedicarse a componer refrigeradores hasta juntar para el regreso.

Un dejo en su modo de hablar y en sus ojos inteligent�simos lo hac�an tan atractivo y cercano como si fuera un conocido de siempre. Algo por el estilo debi� pensar �l de Emilia. Fueron a sentarse a una mesa y se pusieron a hablar como si les regalaran el tiempo. �sa era una cosa buena de la guerra: todo estaba como suspendido, esperando a que algo que depend�a de otros se resolviera en alg�n momento.

Mientras, el tiempo no iba a ninguna parte y la gente metida en �l tampoco ten�a que moverse demasiado. Esperar era la gran actividad de los que luchaban contra nadie. Y para esperar no hab�a mejor cosa que un buen rato de conversaci�n. As� que Ignacio Cardenal, el editor enga�ado, y Emilia Sauri, la m�dico sin hospital, pasaron el resto de la tarde platicando, como si se la debieran.

Bajo los rizos en desorden de su cabeza, Cardenal ten�a una mente noble y un coraz�n ingenioso. Le describi� a Emilia su vida y sus amores en Espa�a. Ten�a una esposa guap�sima a la que record� como la mujer m�s fiera y bien plantada de Bilbao, y tres hijas paridas a semejanza suya y con los mismos ojos con que �l hab�a conseguido enamorar a la madre. Habl� de su desproporcionado amor a los libros y de la bancarrota en que hab�a ido dejando a su familia por causa de tan in�til amor�o. Compar�ndose con el editor en quiebra, Emilia respondi� hablando de Daniel, de la medicina, de sus maestros, de sus viajes, de su destino sin destino, de sus dudas. Salieron del restor�n y caminaron por los alrededores del hotel como si la ciudad no estuviera llena de asaltantes y percances a la vuelta de cada esquina, como si el atardecer rebosara de luz y las chispas de lluvia que hab�a dejado el aguacero no mojaran su cabeza y sus hombros. Les pareci� hermosa la ciudad lastimada y oscura que recorrieron hablando sin tregua de sus vidas. Hubieran podido caminar toda la noche, pero un atisbo de sensatez y un hambre para la que no encontraron nada en su recorrido, los devolvieron al hotel cerca de las nueve, seguros de que en esa ciudad no hab�a comida sino en sitios privilegiados. Se conoc�an para entonces bastante mejor que algunos que se llaman amigos de toda la vida. Comparaban el tama�o de sus manos cuando Daniel entr� al comedor, impetuoso y sonriente, como si fueran las cuatro y cuarto.

-�Qui�n es �ste? -le pregunt� a Emilia se�alando al espa�ol como a un intruso.

-�ste es el se�or con el que he pasado la tarde conversando. �Qui�n eres t�? -le pregunt� Emilia.

-Mucho gusto se�or -dijo Daniel sin mirarlo, pero sin quitar sus manos de los hombros de Emilia.

-El gusto es m�o -dijo Ignacio sabiendo a la perfecci�n qui�n era Daniel y qui�nes sus antepasados-. Usted ser� el caballero que tuvo a esta se�ora esper�ndolo toda la tarde.

-Yo no pretendo ser un caballero. Y la se�ora es mi mujer.

-No me dijo que estuviese casada -aclar� Ignacio.

-M�s que casada -dijo Daniel mirando a Emilia.

-Peor que casada -dijo Emilia encar�ndolo-. Ignacio es mi amigo, le cont� todo y no entiende c�mo alguien con mi cabeza puede estar metida en algo as�.

-�Tu amigo? �Cu�ndo han podido ser amigos un hombre y una mujer? �Y cu�ndo se mete uno con la cabeza en algo as�? -sigui� preguntando Daniel.

-Yo no dije que alguien con su cabeza -corrigi� Cardenal-. Dije que alguien con la sabidur�a de sus emociones.

-�Y �ste qu� sabe de tus emociones y sus sabidur�as?

-Suficiente -dijo Emilia.

-�Me podr� decir entonces qu� demonios quieres de m�? -pregunt� Daniel.

-Te lo puedo decir yo -contest� Emilia-. Quiero que te est�s quieto.

Daniel solt� una carcajada de potro feliz, ech� hacia atr�s el pedazo de pelo que le ca�a sobre los ojos y pidi� un brandy para celebrar la demanda. Esa ma�ana, cuando �l despert�, �qui�n sino ella era la que hab�a entrado en movimiento? �Qui�n sino ella se hab�a ido a buscar l�os en la Cruz Roja, a meter su limp�simo co�o a ese lugar lleno de enfermos contagiosos?, pregunt�.

-Est�s borracho -dijo Emilia nerviosa y arrebatada.

-Todos estamos borrachos. Este l�o no es sino una borrachera. De poder. De sangre. De altruismo trasnochado. De alcohol en el mejor de los casos. Pero todos andamos borrachos todo el tiempo. T�, por ejemplo: �qu� tienes que andar buscando la muerte entre moribundos? �Qu� buscas meti�ndoles la mano en la boca a los enfermos de peste?

-�C�mo sabes que lo hice?

-Porque me voy, pero no te dejo -contest� Daniel-. Todo lo s� de ti. Desde c�mo te brilla la entrepierna hasta la estupidez con que haces filantrop�a.

Emilia dej� su asiento, se acerc� a �l, le pas� la mano por el cabello y lo bes� en la boca con sabor a brandy de toda la tarde.

Sin moverse de su silla, Ignacio Cardenal disfrut� el espect�culo. Si lo daban frente a �l con tant�sima frescura, no ten�a por qu� disimular su arrobo. El modo en que esa pareja hab�a pasado sin m�s del pleito al beso, le pareci� memorable.

-Os merec�is -opin�, ri�ndose.

-T� lo has dicho, cabr�n -dijo Daniel, abandonando los labios que hab�a sorbido como caramelos.

Durante la siguiente semana los tres fueron juntos al teatro en que una cupletista cantaba conjurando el desastre, a la zarzuela cuyas penas menores ayudaban a la gente a llorar sin verg�enza sus penas mayores, y tambi�n al circo, que Emilia no lograba separar del opresivo atardecer adolescente en que supo que Daniel estaba en la c�rcel.

El espect�culo parec�a repetirse id�ntico: dos payasos, una caballista infalible, un domador de leones escu�lidos, tres enanos en conflicto, un acr�bata exhausto, cinco bailarinas de edad imprecisa. Todo lo celebraron ellos como si no lo hubieran visto nunca, como si la faramalla del circo fuera la perfecta gemela del desvar�o en que viv�an. Cuando tras columpiarse un rato la trapecista salt� al instante de vac�o que se abr�a bajo ella, Emilia busc� el o�do de Daniel y le dijo: "De todos los riesgos que he corrido por usted, el �nico que no hubiera corrido nunca es el de no haberlos corrido".

No s�lo ellos viv�an en vilo, la ciudad toda parec�a suspendida entre un columpio y otro. Los combates en las afueras se o�an como si estuvieran dentro. En las noches, sus habitantes buscaban farra como si fueran soldados con licencia. Cada d�a era el �ltimo, cada d�a algo se iba perdiendo y algo llegaba a marcar las costumbres y el sol de otra manera.

Daniel trabajaba desde temprano. Escrib�a cr�nicas y art�culos para varios peri�dicos extranjeros. Pasaba el d�a entre revolucionarios de un bando y de otro. A unos los ve�a en sus oficinas y reuniones p�blicas, a otros a escondidas, por la noche, en sus casas o en las de quienes los albergaban corriendo toda clase de peligros. Los hab�a conocido a unos y a otros cuando formaban parte del mismo ej�rcito empe�ado en echar de la presidencia al que asesin� a Madero. No hab�a participado en las discusiones y litigios que los dividieron despu�s. Cre�a por eso que todos ten�an su parte de raz�n en el pleito y se negaba a darle a cualquiera de los bandos el derecho sobre su conciencia.

-Acaricias quimeras -le dijo Cardenal, hisp�nico y contundente-. Acabar�s acusado de traidor por los dos bandos.

-No ha hecho sino acariciar quimeras desde que lo conozco -dijo Emilia.

-No hables como si t� vivieras en la tierra -dijo Daniel-. Cada ma�ana te hundes sin m�s en el infierno. �Existe una quimera mayor que la de pelearse a diario con la muerte a retazos?

Emilia Sauri hab�a ofrecido sus servicios a la Cruz Roja. La aceptaron como a un vaso de agua en el desierto. Todo el que se ofreciera era necesario. Nadie le pidi� un t�tulo, cada jornada era un examen profesional y para aprobarlo bastaba con mostrar el valor necesario. De las ocho de la ma�ana a las seis de la tarde, Emilia iba y ven�a aprobando cuanto examen le era posible. Sobraban enfermos y faltaban camas, hab�a en el aire un olor a podrido y una queja repiti�ndose sobre otra como la m�s siniestra letan�a. Pero, como dec�a Daniel, �sa era la m�sica que a ella le daba alientos. Para vivir no le bastaba su puro amor por �l.

Cuando cualquiera de estos temas los alcanzaba por las noches, se abr�a un abismo que cerraban de golpe. El resto del tiempo viv�an en la gloria. Al menos fue eso lo que Emilia le escribi� a sus padres y lo que le confesaba su conciencia cuando ten�a tiempo de o�rla. Porque no era tiempo lo que le sobraba. En cuanto sal�a del hospital, Daniel la llevaba en vilo por la vor�gine de la ciudad, �vido de romper el encierro y conversar con cuanto personaje interesante pudiera existir. M�dicos y pol�ticos, embajadores y cantantes, pintores y toreros, todo lo extraordinario que esa ciudad quiso acercarles fue amistando con ellos, aunque su intimidad s�lo la permearon, en serio, Refugio con sus premoniciones y Cardenal con su empe�o en la raz�n como primer y �nico m�todo de an�lisis.

A principios de julio, el ej�rcito carrancista entr� a la capital tras vencer la resistencia de los convencionistas. Otra vez la capital cambi� de gobierno, de moneda y de gobernantes. M�s que nunca, Daniel crey� que podr�a convencer a unos de la necesidad de pactar con otros. Visit� al general que mandaba las tropas carrancistas, y habl� y bebi� con �l toda una noche. Refugio opin� que se arriesgaba en balde pidiendo comprensi�n para unos derrotados que todav�a no eran tales. Daniel ri� con la certeza de sus aseveraciones, pero no pas� una semana antes de que pidiera perd�n por sus dudas: los convencionistas recuperaron la ciudad con un golpe de suerte que sorprendi� a todos menos a la pl�cida previsi�n de Refugio.

-Ahora s� -le dijo a Consuelo-, a gastarse sus bilimbiques porque �sta ser� su �ltima estancia.

El dos de agosto los constitucionalistas volvieron para quedarse. Entonces, para su horror, Cardenal se encontr� cayendo en el �nimo premonitorio de don Refugio. Esa misma noche le dijo a Daniel durante la escasa cena que Consuelo logr� conseguirles:

-En cuanto haya un triunfador seguro te, van a perseguir. Nadie va a creer que eres amigo de unos y otros.

Tambi�n de semejante premonici�n se ri� Daniel. Pero Emilia tembl� hasta el fondo de sus huesos. El hospital la necesitaba m�s que nunca, las refriegas del �ltimo mes hab�an dejado heridos a los que ella cuidaba sin preguntarse a qu� bando pertenec�an. Sin embargo, entre ellos hab�a aprendido de qu� tama�o eran ya el odio y la fiebre que mov�an a los ej�rcitos y pod�a imaginarse sin dificultad lo que los sanos har�an con todo ese odio. No habr�a en ninguna de las partes comprensi�n y el que no estuviera con uno de los bandos, estar�a contra ellos, sin remedio. �se era el caso de Daniel, aunque se burlara soltando su risa como una apuesta a su favor, y era el viento que otra vez peinaba el mundo de Emilia, arrasando la casa de naipes que hab�a logrado construir para su breve vida conyugal.

La lluviosa madrugada de un domingo, lleg� a la ciudad Salvador Cuenca. Ven�a de Veracruz, el puerto donde hasta esos d�as resid�an el gobierno constitucionalista y su primer jefe, Venustiano Carranza. Lleg� junto con un grupo de enviados especiales a trabajar en el ministerio de Relaciones Exteriores y fue a desayunar con Emilia y Daniel, que lo recibieron euf�ricos tras varios a�os de no estar cerca. Salvador Cuenca se hab�a acercado a Carranza y ten�a su confianza y su apoyo. Estaba seguro de que los convencionistas acabar�an perdiendo la parte de pa�s que a�n conservaban y de que mejor ser�a para todos que esto sucediera cuanto antes. Daniel estaba tan contento de verlo y tan seguro de que siempre hab�an coincidido en pol�tica, que con la misma placidez con que lo escuch� se solt� a hablarle de la necesidad de buscar acuerdos, de no dividir la revoluci�n, de no perder a muchos de sus hombres �tiles por culpa de unos prejuicios y un odio que s�lo da�aban al pa�s e imped�an gobernarlo con generosidad y honradez. Salvador lo escuch� bebiendo a tragos lentos un caf� que encontr� ins�pido y triste. Luego le explic� a su hermano el peligro en que lo hab�an colocado esos consejos, vertidos sin malicia en el o�do de quienes los escuchaban con recelo y suspicacia. Ten�a enemigos por todas partes, entre los generales con los que hab�a conversado, y entre los enviados al extranjero que le�an en la buena fe de sus art�culos alabanzas a sus enemigos. Provocaba sospechas entre los villistas que lo cre�an obregonista y entre los carrancistas que lo aseguraban zapatista. No hab�a para su destino m�s remedio que el exilio. Ya se har�a cargo �l de arreglarle un regreso cuando las cosas se calmaran, pero en los meses siguientes, lo mejor ser�a que viviera en otra parte. Hab�a de momento demasiados asesinos desenfrenados, demasiadas furias sin cauce, como para que Daniel se quedara a desafiarlas con sus escritos y sus discursos sobre la civilidad y el buen gobierno.

-Nadie quiere ser sensato, ni ponderado, ni bueno -dijo Salvador-. Sin ofender a Emilia, debo decir que el amor es un mal amigo de quienes hablan con hombres en guerra.

Explic� que ten�a una oferta para Daniel y que esperaba que fuera tan cuerdo como para escucharla.

Al d�a siguiente saldr�a para Veracruz un grupo de curas extranjeros a los que expulsaba del pa�s el �mpetu anticlerical en boga. Como eran m�s importantes que otros, y Carranza no quer�a demasiados l�os con los jefes de la mitra, le hab�a encomendado a Salvador que los pusiera en un tren a Veracruz y ah� los subiera a un barco que los llevara sin esc�ndalo hasta Espa�a. Daniel podr�a y deb�a ir con ellos acompa�ado por Emilia, a la que ser�a f�cil hacer pasar por monja hasta el momento en que zarpara el barco.

La expectativa de tan ins�lita aventura, pali� la pena que a Daniel le provocaba la sola idea de abandonar la ciudad, justo cuando, a su parecer, las cosas estaban m�s cerca de volverse mejores, dado lo mal que se hab�an puesto en los �ltimos meses. Fantasioso y viajero por excelencia, se puso a pensar en lo completo que resultar�a un reportaje narrando todo lo que ir�an viendo en el camino. Adem�s, siempre podr�an regresar clandestinos desde Cuba, y andar por el pa�s sin identificarse, y sin que nadie supiera en d�nde perseguirlos.

Acept� la idea de Salvador a condici�n de que incluyera en la cuerda de presos a Ignacio Cardenal, cuya historia cont� en un suspiro. Salvador estaba tan contento con la reacci�n de su hermano que acept� la propuesta y hasta le prometi� que intentar�a vender las enciclopedias si el espa�ol quer�a dejarlas a su cargo por un tiempo. Total, para cuando Ignacio entr� a la casa con su delgada elegancia y el aplomo inteligente de su cabeza, Daniel ya ten�a puesta una sotana con la que ensayaba su destino de la ma�ana siguiente dando por hecho que nada mejor podr�a pasarle a �l y a Emilia que acompa�ar al enciclopedista al menos en parte de su regreso a la patria. Ignacio se alegr� hasta las l�grimas con la idea de volver a su pa�s y a su mujer, pero tras dar las gracias por tan generosa oportunidad, le pregunt� a Daniel si Emilia estaba de acuerdo en ir con ellos. Sorprendido por la pregunta, Daniel abandon� el espejo en que contemplaba los aspectos m�s c�micos de su disfraz. Emilia no hab�a dicho que ella ir�a, aunque estuvo de acuerdo en que Daniel deb�a quitarse cuanto antes de ah�. Hab�a besado a Salvador cuando acept� meter a Cardenal entre los exiliados, pero a buen tiempo se hab�a levantado de la mesa para salir corriendo al hospital. Daniel estaba seguro de que tendr�a todo arreglado para poder irse con ellos.

-�Qu� tan seguro est�s? -le pregunt� Ignacio-. A veces act�as como si no la conocieras.

-Ella no me puede traicionar as� -le contest� Daniel dej�ndose caer sobre un sill�n.

-�Qui�n traiciona a qui�n, entre dos como ustedes? -le pregunt� Cardenal antes de irse a recoger sus cosas.

Daniel se qued� solo con la duda como un clavel en el centro de su pecho. Emilia volvi� temprano. Lo encontr� en la rec�mara, jugando a elegir los libros que llevar�a consigo. Desde la puerta lo mir� un rato hacer que trajinaba, como si no la hubiera o�do subir los escalones, tan despacio. Luego, camin� a tocar su cuerpo, �nico amuleto que ella necesitaba para soportarse, y lo abraz� hasta la impredecible luz del d�a siguiente.

XXVI

Se lo puso en palabras hasta el amanecer, cuando ambos ya sab�an que estaba dicho. No ir�a con �l. Ni siquiera tuvo �nimos para vestirse y acompa�arlo.

-Traidora -dijo Daniel desde la puerta de la rec�mara.

Metida en un camis�n blanco, Emilia hundi� la cabeza bajo la almohada y se perdi� entre las s�banas. Oy� la voz de Salvador apurando a Daniel y se mordi� la mano en un pu�o para no rogarle que se quedara.

Una hora despu�s, caminaba en los andenes de la estaci�n de San L�zaro, junto con Ignacio Cardenal y doce curas p�lidos. Custodi�ndolos, Salvador cerraba la fila. Afuera llov�a y el agua golpeaba los techos haciendo ruido. Vestido con la sotana negra y el cuello blanco que se hab�a probado el d�a anterior, Daniel no ten�a que fingir para ser el m�s entristecido y solemne de los cl�rigos. Miraba al suelo y mov�a los labios como diciendo una oraci�n, cuando Emilia se cruz� en su camino para besarlo en la boca y prenderse con todas sus fuerzas a la sotana que le cubr�a el cuerpo. Estaba empapada y jadeante.

-Quiero quedarme -le dijo Daniel a Salvador.

-No pidas imposibles -respondi� Emilia otra vez sobre su boca. El tren empez� a moverse. Emilia empuj� a Daniel hasta el vag�n desde el cual Cardenal le extend�a la mano. Un viento helado acompa�� el temblor con que Emilia se empe�� en sonre�r, hasta que el ruido del hierro movi�ndose bajo la lluvia fue alej�ndose.

Se qued� unas semanas en el hospital, esperando a que los moribundos murieran y los curables recobraran la vida con que a diario se buscaban la muerte. La ciudad hab�a recuperado cierta calma, pero a Emilia su aspecto le parec�a desolador. Extra�aba a Daniel en cada esquina, en cada callej�n, en el centro de la indiferencia que reg�a el Paseo de la Reforma, frente a la puerta ca�da de una iglesia, sentada frente a la mesa de su primer caf�, hundida en la tina vac�a de la casa que la cercaba con su silencio, despierta a media noche con la boca lastimada de tanto morder el brillante de su boda. Llevaba el anillo en la boca todo el tiempo, como un recordatorio de la culpa que no quer�a perder. �Lo hab�a traicionado? �Pod�a llamarse traici�n a la simple voluntad de no volver al desorden, al litigio, a las ma�anas sin quehacer, a la renuncia del mundo cuerdo y f�rtil que era tambi�n su vocaci�n y su destino? Despertaba con esas preguntas como un pedazo de sol irrumpiendo en la oscuridad, y una noche tras otra se le tergiversaban los horarios. Acept� que el insomnio rigiera sus d�as y se dedic� a imaginar trucos para no dejarse vencer por la tristeza, cuando la oscuridad se le abr�a en dos. Volvi� a la m�sica con un chelo que Refugio le consigui� prestado de una iglesia, ley� tramos de Las mil y una noches, hizo guardias nocturnas y escribi� cartas como si se las dictaran. Adem�s, llevaba un diario escrupuloso describiendo para Daniel sus emociones y tristezas, sus esperanzas y arrepentimientos. Alguna vez, la vida ser�a tan generosa que ambos tendr�an tiempo para sentarse a leer lo que se le hab�a ido ocurriendo en esa �poca ciega que no se cansaba de abominar, pero que tampoco hubiera cambiado por otra. Antes que seguirlo sin m�s hasta convertirse en una sombra, hab�a elegido perderlo. Y tras elegir se sent�a sola, ruin, soberbia y cretina.

Volvi� a ser una escucha esencial. Oy� desde a los enfermos infecciosos hasta a las mujeres que velaban a sus heridos esperando que el destino se apiadara de ellas. Oy� desde a Refugio con sus temores hasta a Eulalia su hija, cada vez m�s enferma y m�s apta para disimularlo. Oy� sin tedio y sin tregua hasta que aprendi� a verse como una aguja m�s en el pajar lleno de agujas al que se acog�a.

Una ma�ana a finales de septiembre, Refugio lleg� a buscarla. Su nieta hab�a orde�ado como si nada las tres gotas de leche de las dos vacas flacas que dorm�an con ellos en el establo de Mixcoac. Se mov�a como si ning�n mal tuviera, pero Refugio hab�a visto cruzar la mitad de su �nima desde el amanecer y ten�a un miedo atroz a quedarse sin lo �nico que la vida le hab�a dejado.

Emilia fue tras �l y la encontr� en el establo, haci�ndose la dormida junto al �nico bote de orde�a. No hab�a nada que hacer sino esperar junto al gesto apacible de Refugio, a que la vida terminara de irse en lo que Eulalia se empe�aba en fingir como un sue�o. Era de noche cuando abri� los ojos, parec�a ya tenerlos en otra parte. Antes de entrar en un largo mon�logo con su abuelo alcanz� a decirle a Emilia:

-T� no hagas trampa. No se vale morirse antes de tiempo.

Le compraron una caja blanca y la llevaron al pante�n, llor�ndola como si fuera la �nica muerta entre los muchos muertos de esos d�as. Poco despu�s, los trenes volvieron a llevar civiles de un lado a otro. Entonces Emilia decidi� volver a Puebla. Alegando que necesitaba ver los volcanes del otro lado y que ya no era urgente su presencia en la Cruz Roja, se despidi� de Consuelo y acord� con Refugio una invitaci�n a ir tras ella en cuanto pudiera. Despu�s, subi� a un tren urgida de abrazarse una hilera de d�as al regazo inaplazable del mundo que la creci�.

No avis� cu�ndo llegar�a. Su experiencia en trenes le aconsejaba que era imposible preverlo. El viaje, sin embargo, fue menos demorado de lo que imagin�. Perdida en el campo a�n verde y h�medo de octubre, dej� pasar el tiempo sin medirlo, sin lamentar el traqueteo y las incomodidades de un vag�n cuyo pasado altanero hab�a desbaratado la guerra y sus afanes. Ya en la estaci�n, recorri� el and�n desierto bajo la luz de una tarde que le envolvi� los recuerdos, empuj�ndola hasta la Casa de la Estrella como el viento empuja los veleros a la playa que los aguarda.

La botica todav�a estaba abierta cuando ella salt� de un carro de alquiler y corri� hasta la entrada llamando a gritos a su padre. Recargado en el mostrador, frente a un legajo de escritos, Diego Sauri abri� los ojos hipnotizado por la imagen que ve�a acercarse y dijo el nombre de su hija, como si necesitara o�rlo saliendo de sus labios para creer que la ve�a. Emilia sinti� la voz de su padre como una mano sobre su cabeza. Sin darle la vuelta al mostrador, lo abraz� con el mueble de por medio, llorando y bendici�ndolo con un j�bilo tal que Josefa, desde su cocina, oy� el jolgorio como quien oye un campanario. Baj� corriendo, aunque ya no sol�a correr desde que el a�o anterior se hab�a rodado la escalera completa. Los encontr� abrazados todav�a, mir�ndose como si no pudieran creer que se miraban.

Sabiendo que se pondr�a a llorar hasta parecer loca si se dejaba, que se convertir�a en a�icos si corr�a llam�ndola, Josefa se detuvo en la puerta de la trastienda para tomar aire y secarse dos l�grimas con la manga del vestido. Luego silb� como acostumbraba hacerlo cuando su hija era ni�a y la recog�a en el port�n de la escuela. Al o�r a su mujer, Diego solt� a Emilia y la vio irse hasta Josefa, en vilo, como quien necesita dar con una oraci�n.

Inconforme y hermosa, haciendo m�s ruido que en sus mejores tiempos, Milagros apareci� en la noche junto con Rivadeneira que, a pesar de la guerra, no hab�a perdido un �pice de su elegancia. Cenaron juntos hablando de todo y nada, saltando de la ciudad de M�xico a Chicago, del exilio de Daniel a la guerra como una infamia contra la que ninguno sab�a ya qu� hacer. Hab�an puesto parte de sus vidas en la b�squeda del pa�s brioso que se adormec�a bajo la dictadura, hab�an querido un pa�s de leyes, en el que no se hicieran los deseos de un general. Pero de la guerra contra la dictadura no hab�a salido m�s que guerra, y la lucha contra los desmanes de un general no hab�a hecho sino multiplicar a los generales y a sus desmanes.

-En lugar de democracia conseguimos caos y en lugar de justicia, ajusticiadores -dijo Diego Sauri, ir�nico y entristecido.

-Daniel se empe�a en creer que de algo han de servir tantos muertos -dijo Emilia.

-Como no sea para llamar m�s vivos a matarse -opin� Milagros que sufr�a cada fracaso como una herida.

Hablaban de las cosas de Emilia como si junto a ellos le hubieran sucedido y de las suyas como si Emilia las hubiera presenciado todas y cada una. Emilia habl� de Baui, la norte�a cuya mezcla de esp�ritus brav�os mandaba en el pueblo convulso en que improvisaron un hospital, imit� su manera de rega�ar a Daniel por su in�til prisa, y el tono en el que le dec�a burlona: Aunque corras, te vas a morir a la misma hora. Fue de una espalda a otra ense�ando el masaje que hab�a aprendido en el tren con la vieja curandera. Describi� la ciudad de M�xico en mitad de las cat�strofes. Habl� de Refugio y su delgadez at�nita, llena de presagios, cas�ndola con Daniel el mismo d�a en que vaticin� su separaci�n. Cont� de Eulalia asaltando una panader�a para no quedarse sin el cocol de an�s con el que hab�a so�ado m�s de tres noches. Luego imit� la agraviada solemnidad clerical que hab�a tenido que fingir Daniel para entrar en la cuerda de curas exiliados, y el modo en que toda su actuaci�n se vino a tierra cuando ella se cruz� en su camino para besarlo.

-Al d�a siguiente, me dol�a el cuerpo como si me hubieran dado de palos -dijo antes de probar el postre de merengue que le supo a cielo. Despu�s, se puso a llorar sin tener otro por qu�.

Eran casi las once cuando son� la campana de la puerta y tras ella unos pasos atravesando el patio y subiendo la escalera. Emilia pregunt� qui�n tocaba teniendo llaves mientras se o�an los pasos entrando a la sala. Tan guapo como ella lo recordaba, con sus piernas largas, su amplia frente juiciosa, sus ojos de tregua y sus manos de �ngel terrestre, Antonio Zavalza apareci� en el comedor. Abriendo una sonrisa que despej� su cara todav�a entre l�grimas, Emilia se levant� de la silla en que se columpiaba como una ni�a, y sin preguntarse qu� se esperaba de ella, abraz� a Zavalza como lo que era, y lo llen� de besos que no quiso saber de d�nde le sal�an.

D�cil y generosa, la vida se dispuso a ofrecerse como un riesgo menos dr�stico pero m�s audaz. Emilia fue a la universidad y pidi� ex�menes en busca de una constancia formal. Volvi� a trabajar con Zavalza en el hospital nacido en los tiempos de calma y promesas anteriores a su �ltima partida. Como si nunca le hubieran dolido el desencanto y las furias que lo cercaron al perderla entonces, Zavalza la recibi� con la misma naturalidad con que se cede al encanto de la luna cruzando el medio d�a.

Emilia se limit� a hablar de su ausencia en el tono con que se habla de lo irremediable. Trabajaron como antes, compartiendo la intimidad que les daba ir y venir por los cuerpos ajenos como a�n no se atrev�an a andar por los suyos. Sal�an tarde, entraban con el alba, practicaban su profesi�n como quien se aferra a un asidero infalible. Emilia diagnosticaba y ejerc�a, entretenida y en calma como nunca se hab�a sentido, con un aplomo de alumna que se acerca al maestro para mostrarle lo que no supo aprender con �l, y al mismo tiempo con una sencillez de aprendiz.

Con la humildad de los que saben cu�nto saben, Zavalza conversaba con ella sobre los nuevos descubrimientos m�dicos y la escuchaba contar sus afanes, su curiosidad, sus desfalcos. Pasaban las veladas y los domingos imaginando operaciones del coraz�n humano como la que Alexis Carrel hab�a practicado con �xito en un perro. Trataban de aislar la vitamina A en el laboratorio de Diego, porque sab�an que hab�a conseguido hacerlo un qu�mico de la universidad de Yale, y se propon�an reproducir las pastillas contra la tristeza cuya f�rmula carg� Emilia desde Chicago. Indagaban cu�les ser�an las cualidades curativas de unas yerbas que, puestas a fermentar por Teodora, produc�an unos hongos blancos con los que Emilia hab�a visto desaparecer una gonorrea. Como si todo eso no les alborotara suficiente, el hospital y las consultas les dejaban dinero. A Zavalza no como para recuperar las riquezas que hab�a perdido con la guerra, pero lo necesario para mantenerse bien en medio del desorden que eran

las finanzas del pa�s. A Emilia un peculio escaso pero seguro, con el que ayudaba a sus padres, compraba los libros, le mandaba un cobijo a Refugio, consigui� un nuevo chelo y de vez en cuando hasta se hac�a de ropa nueva. As�, sin m�s lazo formal que el modo en que se hablaban y la pasi�n con que iban imaginando el futuro, pasaron juntos m�s de un a�o. Cada quien en su casa, y compartiendo casi todo lo dem�s.

Tras la Navidad de 1916, sin haber recibido de Daniel m�s que una carta desde Espa�a dirigida a toda la familia, Emilia se dej� entrar en una temporada de silencio que s�lo interrump�a para dirigirse a los enfermos o tratar con Zavalza asuntos del hospital. No pudieron contra ese silencio ni sus padres, ni Milagros, ni la suave temperancia de Sol, que hab�a sido la �nica sobre cuyo enfaldo Emilia se hab�a dejado llorar el hueco como un golpe que a veces era la p�rdida de Daniel.

-Envidio el modo en que lo extra�as -le dijo Zavalza una noche.

-No lo extra�o -dijo Emilia-. Me duele el reconcomio.

Hab�an caminado desde el hospital y hac�a fr�o. Zavalza no quiso entrar para la cena. Emilia no le rog� que se quedara.

Subi� despacio los escalones que llevaban al corredor de los helechos y se dej� caer entre dos macetas. Sentada en el suelo, bajo los cristales de la galer�a a medio iluminar por un mont�n de estrellas, estuvo un rato largo musitando resabios.

-�Vas a pasar ah� toda la noche? -pregunt� Josefa asom�ndose por la sala.

-Una parte -contest� Emilia, tajante.

-Har�s bien. Al cabo no tienes nadie que te quiera -dijo su madre, y�ndose en busca de Diego.

Emilia los escuch� trajinar y discutir a lo lejos. Luego contest� suave al hasta ma�ana que le dieron, antes de ir a meterse en la cama de sus reconciliaciones.

Pasaba de medianoche cuando Emilia Sauri toc� a la puerta de la casa en que Antonio Zavalza viv�a junto con dos perros y la soledad de su espera. Hab�a caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol y estaba helada. Abri� los brazos en cuanto Antonio apareci�, busc�ndole en los ojos la certeza de que ven�a por �l y no por un vicario.

Todo en el mundo de Zavalza se aven�a a la sencillez de quienes saben lo que quieren y no ambicionan para�sos perdidos sino espacios de luz en los que perderse. Era de los que andan por la vida seguros de que la felicidad se encuentra, no se busca, de que es algo que llega siempre, inevitable y puntual cuando menos se le espera. Emilia entr� a su casa, m�s que como si la conociera, segura de que ah� le conoc�an. Y todo, desde los perros hasta la oscuridad perfumada con el olor de su due�o, la recibi� como si muchas otras veces la hubiera visto irrumpir a medianoche. Despacio se quitaron la ropa, despacio recorrieron las aristas y anhelos de sus cuerpos, presos de un coloquio pendiente, sin desear otra cosa que tocarse, sin m�s queja que la celebraci�n de su potestad sobre un reino cuya bienaventuranza no se cansaron de explorar.

La luz contra sus p�rpados le avis� a Emilia Sauri que deb�an ser m�s de las siete. Los abri� porque el h�bito era mayor que su cansancio. Lo primero que encontr� en el horizonte de sus ojos, fue una bandeja con el desayuno y tras ella, las manos de Zavalza record�ndole todo lo que sab�an hacer. Sinti� un rubor en las mejillas y pens�, mir�ndolo ah�, como una contundencia contra la que nada quer�a hacer, que lo quer�a tanto como a Daniel y que no sabr�a c�mo lidiar con eso.

-No le pienses mucho -dijo Antonio acariciando su melena en desorden.

Emilia le regal� una sonrisa mezcla de luz y dudas y tom� las manos que le paseaba por la cabeza para guiarlas a otros rumbos.

Eran las diez de la ma�ana cuando entr� a su casa con la cara de una ni�a traviesa y un toque de aire en sus pasos. Reunidos en el comedor, los Rivadeneira y los Sauri la oyeron entrar y se miraron con la complicidad que el caso requer�a. Entre los cuatro hac�an una cabeza de presagios tan apta como la de Refugio. Hab�an desayunado juntos para asegurarse de que estaban de acuerdo, y no deb�an preocuparse por Emilia que de seguro dorm�a por fin entre los brazos de Zavalza. Cuando la oyeron entrar, se miraron en silencio y siguieron bebiendo su caf�. Emilia irrumpi� en ese silencio con el gesto de un p�jaro y los bes� a uno por uno. Fue a sentarse junto a su padre, se sirvi� caf�, tom� aire y les dijo con una sonrisa:

-Soy b�gama.

-El cari�o no se gasta -le contest� Milagros Veytia.

-Ya ir� viendo -dijo Emilia sin quitar de su boca la sonrisa de bienestar que le ten�a tomado el cuerpo.

-Par de sinverg�enzas -solt� Josefa-. No he visto tanta fortuna ni en las novelas. Un hombre como Rivadeneira no aparece jam�s. Pero dos, destinados a una misma familia, si lo ponemos por escrito no lo cree nadie.

-No son tan santos como t� crees -dijo Milagros-. Ellos tambi�n han de tener otros l�os. �Verdad Diego?

-No s� si les alcance el cuerpo para tanto -dijo Diego.

-Ojal� y s�. Me sentir�a yo menos culpable -ambicion� Josefa.

-�T� de qu� tienes que sentirte culpable?

-pregunt� Emilia.

-De transigir con ustedes -respondi� Josefa levant�ndose-. A ver cu�l dios las protege.

-El tuyo -dijo Milagros-. Con el tuyo nos basta.

XXVII

El siguiente a�o, 1917 seg�n todos los que a�n pod�an llevar la cuenta, entr� en vigor un decreto disponiendo que los impuestos federales se pagaran en plata. A Diego Sauri se le constip� un catarro de tanto lamentar que la revoluci�n y su locura hubieran servido para hacer presidente a un hombre que no por ser m�s joven que �l se ve�a menos viejo y no por ser antiporfirista, le impon�a al pa�s obligaciones distintas a las del porfiriato. Un congreso de representantes, formado por los vencedores de la guerra, aprob� la existencia de una nueva Constituci�n. Milagros Veytia sobrevivi� con Rivadeneira al terrible incendio que se desat� en la estaci�n de Buenavista cuando lleg� ah� el tren en que ellos viajaban: un carro parque hab�a estallado frente a sus ojos produciendo la m�s aterradora feria de luces y detonaciones, tras lo cual Milagros tuvo pretexto para dedicarse a correr toda suerte de riesgos alegando que ni la muerte verdadera la espantar�a tanto como ya se hab�a espantado esa vez. Josefa volvi� a rodarse la escalera por bajarla corriendo. Rivadeneira no dej� de darle vueltas al rompecabezas que hab�a puesto en su entresijo el general �lvaro Obreg�n al retirarse del gobierno carrancista para comprar un rancho en el que construir un emporio agr�cola, �l, cuya estrella militar ten�a deslumbrado a medio pa�s. Sol Garc�a pari� una hija tres meses despu�s de morir su marido y Emilia supo a plenitud que es posible conciliar la serenidad con el lujo de las pasiones desmesuradas.

Dorm�a en la casa de Antonio Zavalza, com�a con �l en la de sus padres, desayunaba camino al hospital, cenaba donde el hambre de la media noche encontrara su est�mago. Todo, hasta la pol�tica, que vista de lejos le parec�a un espect�culo muy atractivo, corri� por ese a�o como los �ngeles que cruzan los salones cuando se hace un silencio. Y de todo, Emilia guardaba un recuerdo minucioso que hac�a las delicias de Zavalza. O�rla recordar los acontecimientos de la semana, como si quedaran lejos y merecieran archivarse en el pa�s de la memoria, le gustaba tanto que una tarde, despu�s de comer, la llev� a caminar la ciudad en busca de un regalo. Bajo la tarde p�lida del s�bado, se llegaron hasta las calles estrechas en las que se alineaban las tiendas de muebles que fueron apareciendo durante los a�os de la revoluci�n, con el fin de vender en ellas las extravagancias que llegaban a diario desde las haciendas saqueadas o las casas que los ricos abandonaron intactas, para no correr el riesgo de morirse cuid�ndolas.

La mecedora estaba colgada de un gancho cerca del cielo raso. Era una de esas piezas de encino que llevan el respaldo y los barrotes labrados. En el cabezal ten�a la cara de un viejo sonriente, acorralado por sus barbas y sus bigotes. Zavalza pidi� que la bajaran. Cuando la tuvo enfrente le mostr� a Emilia la cara del viejo y quiso saber si ella pensaba que aquel grabado podr�a ser un buen oyente. Emilia prob� el asiento columpi�ndose con energ�a y le pregunt� a Zavalza si pensaba irse. Zavalza dijo que nunca se ir�a por propia voluntad, pero que necesitaba estar seguro de que aunque as� fuera, ella tendr�a siempre un escucha con el que recuperar el tejido de memorias que hilaba empe�osa y febril, como quien teje una obra de arte.

-A �l podr�s contarle todo -dijo Zavalza-. Hasta lo que no me puedes contar a m�.

Emilia lo llam� celoso y se levant� a besarlo para borrarle de la imaginaci�n todo lo que su ce�o fruncido conjeturaba. No hablaban nunca del tema Daniel, pero sabiendo de su inclinaci�n a recordar como quien borda, era l�gico que Zavalza tuviera como una piedra la certidumbre de que ninguno de sus encantos y aventuras hab�a ella olvidado en dos a�os.

Volvieron a la casa con la mecedora. En la puerta de la calle, Zavalza quiso que su mujer se acomodara en ella para cruzar el umbral carg�ndola con todo y silla. Emilia cedi� a sus deseos con una solemnidad poco usual. Acomod� los pliegues de su falda, alz� los pies del suelo, cerr� los ojos y avis� que estaba lista. Zavalza vio un temblor agitando sus pesta�as oscuras y antes de levantarla se acerc� a o�r la boca con la que ella murmuraba algo parecido a una jaculatoria. Al sentirlo cerca, Emilia le extendi� un beso como un cheque en blanco. Un minuto de cielo los toc� con su embriaguez y su audacia. Luego �l alz� la silla y entr� en la casa cargando aquel bot�n de penas y glorias que la vida hab�a tenido la generosidad de poner en sus brazos.

Aquel hab�a sido un d�a largo: en la madrugada una mujer tuvo a bien parir triates, m�s tarde un hombre lleg� con el brazo a medio arrancar por el machete de su compadre y, para culminar, madame Mor� irrumpi� como a la una dando gritos presa de una apendicitis que operaron sin quedar seguros de que sobrevivir�a. Madame Mor� era una vieja simp�tica y cari�osa cuya fama de puta europea hab�a tra�do a Puebla cuarenta a�os antes a hombres de todas las regiones del pa�s. Con el tiempo estaba convertida en una especie de abuela ex�tica dispuesta a pregonar por fin que su condici�n de europea le ven�a de un zuavo que tras dormir una noche sobre el petate de una zacapoaxtla, le dej� sembrada en la barriga una ni�a de ojos verdes y pelo rubio cuyo nacimiento avergonz� al pueblo entero. Horrorizada de haber prohijado semejante rareza, su madre hab�a hecho viaje a la ciudad para dejarla en manos de alguien que tuviera el desfalco de una piel tan clara como la suya. El �nico sitio de blancos al que la zacapoaxtla pudo colarse a las once de la ma�ana sin que nadie se lo impidiera, fue el honorable quilombo cercano a la estaci�n del ferrocarril. Ah�, dormida en mitad de un cuarto de blancas mujeres dormidas, dej� a la criatura con la tranquilidad de que entre ellas nadie encontrar�a extra�os su color y sus rasgos. Emilia y Antonio la hab�an adoptado sin m�s a pesar de la pestilente fama que la acompa�aba, desde la primera tarde en que se present� a consulta. Porque desde entonces, los entretuvo sentarse a escucharla soltar refranes o describir con minucia las intimidades de todos aquellos que alguna vez se refugiaron contra el poblado vello zacapoaxtla que cubr�a su blanqu�simo pubis bret�n.

Era media noche cuando a Emilia la despert� el fr�o sobre su cuerpo trenzado a la desnudez de Zavalza. Amodorrada y tiritando, Emilia record� en desorden todas estas cosas mientras jalaba sobre su cuerpo y el de Antonio el edred�n de plumas que siempre consider� un s�mbolo perfecto del cobijo que todo le prodigaba en torno a ese hombre. Se acurruc� contra su espalda dormida y lo escuch� decir entre sue�os palabras de esas que penetran la noche con su significado y se quedan para siempre en los t�mpanos de quien las escucha. Eso, pens�, deb�a ser lo que sus padres llamaron siempre felicidad.

Dos a�os despu�s, para marzo de 1919, el hospital ten�a veinte camas y siete m�dicos m�s. Sol Garc�a se

hab�a convertido por azares de la mala fortuna que la revoluci�n trajo a los bienes de familia de su marido, en su administradora, la m�s perfeccionista y racional del mundo. Zavalza dec�a que ni con lupa ni en Alemania podr�an haberse encontrado una maravilla como �sa y, al escucharlo, Emilia se llenaba de orgullo como si la misma sangre de Sol latiera en ella. Si les hubiera interesado saberlo, ambas se habr�an enterado de lo mal visto que estaba entre alguna gente ver trabajar a dos mujeres como ellas. Pero ninguna ten�a tiempo ni ganas de preguntarse por la opini�n ajena, as� que gozaban con su quehacer sin necesidad de que alguien, aparte de ellas y sus corazones, estuviera en paz con el asunto.

Esa primavera Emilia y Zavalza aceptaron la invitaci�n del doctor Hogan para presentar en el Geneve College of Medicine de Nueva York, una conferencia sobre los par�sitos intestinales, tema que hasta la fecha nadie conoce con m�s precisi�n que los m�dicos mexicanos. Aun en esas �pocas de epidemias y asesinatos, Sol hab�a contado que de cada diez enfermos, cuatro lo estaban de algo relacionado con un mal en sus est�magos.

Emilia ten�a particular devoci�n por el Geneve College porque en 1847, cuando ninguna universidad norteamericana permit�a la entrada de mujeres a la carrera de medicina, los alumnos de esa escuela, consultados por el decano sobre si aceptar�an a una mujer entre ellos, dieron por escrito un s� un�nime, pensando que la pregunta era una broma. Elizabeth Blackwell, como se llamaba la joven en cuesti�n, arm� con semejante asunto tal revuelo que convenci� a sus futuros compa�eros de que no hab�a motivo para retractarse de lo que decidieron jugando. Entonces, a pesar de que las autoridades hab�an predicho graves incidentes por la presencia de una mujer en las aulas, poco a poco apareci�, entre los estudiantes y su colega femenino, un aprecio genuino. Tanto que cuando uno de los maestros pidi� a la se�orita Blackwell que se ausentara durante las explicaciones anat�micas del aparato reproductor masculino, sus compa�eros secundaron su negativa a marcharse. Tras los dos a�os que por esas �pocas duraba la carrera de medicina, Elizabeth se licenci� con las m�s altas calificaciones de su grupo.

La doctora Blackwell hab�a sido maestra de Hogan, y el hombre sent�a por su historia y su vida una devoci�n que sembr� completa en la conciencia de Emilia. Como si la hubiera conocido, Emilia sab�a de las tribulaciones de esa mujer durante su visita a Londres, donde se le permiti� el acceso a las clases y los hospitales, pero fue rechazada por muchas de las mujeres a las que intent� atender. No hab�a encontrado menos penas en su paso por Francia, donde en su af�n por aprender acept� trabajar en la escuela de comadronas, �nica en la que se le permiti� practicar la obstetricia.

A encontrarse con Emilia y Zavalza fueron a Nueva York el doctor Hogan y la intr�pida Helen Shell, quienes se hab�an enamorado como si uno no fuera treinta y cinco a�os mayor que la otra, o por eso mismo. Helen segu�a siendo la impulsiva que encant� a Emilia cinco a�os antes y, tocado por la magia de la joven fil�sofa, Hogan se parec�a a las fotos de la �poca en que su primera mujer viv�a encendiendo sus treinta a�os.

Cuando volvieron a M�xico, Emilia dedic� las noches del siguiente mes a columpiarse en la mecedora. Ten�a la suposici�n de que todo lo que quisiera recordar cuando fuera vieja deb�a archivarlo ah� como en un sobre del que podr�a extraer enigmas y sue�os cuando la vida empezara a volverse s�lo un manojo de impulsos y formas inconstantes. De ese para�so, tejido con recuerdos, no habr�a nunca nadie que pudiera expulsarla.

Zavalza la ve�a columpiarse en la silla lo mismo para recontar sus yerros que para conversar sus ilusiones o quebrantos. Hab�a aprendido a conocerla por completo y sab�a, quiz�s tan bien como ella misma, qu� obsesiones la despertaban, qu� sobresaltos y por qu� abismos de nostalgia cruzaba algunas tardes de silencio, cu�nta az�car le pon�a al caf� de las ma�anas, de qu� modo hab�a dado en gustarle la sal, c�mo dorm�a doblada sobre su lado derecho y qu� caminos deb�a �l seguir para tocar sus sue�os.

Agradec�a de Emilia la ventura de saberse querido y la emoci�n diaria de verla ir por el mundo persiguiendo siempre una sorpresa. No sab�a darse por vencida, no usaba nunca la palabra incurable, no cre�a en Dios, pero de qu� manera en algo as� como la Divina Providencia. Cuando no le funcionaba un tratamiento intentaba otro. Le hab�a ense�ado a Zavalza que nadie se enfermaba igual de la misma cosa y que por lo mismo nadie ten�a por qu� curarse de lo mismo con lo mismo. Diagnosticaba los males de la gente con s�lo verle el color de la piel o la luz en los ojos, con s�lo detenerse en el tono de la voz o el modo de mover los pies. Zavalza la consideraba tan eficaz como un laboratorio ambulante. Nunca la escuch� hacer preguntas tan imprescindibles como el simple y directo �qu� le duele? Y cuando nadie se atrev�a a decir de d�nde ven�a un mal o todos lo encontraban desconocido y peligroso, ella sal�a con tres contundencias incre�bles y la mayor parte de las veces acababa teniendo raz�n. Gracias a su empe�o conciliador el hospital a veces parec�a m�s un consejo de locos que un centro cient�fico, pero en el fondo estaba de acuerdo con su eclecticismo y sus b�squedas.

Para cuando al pa�s entero lo tom� la epidemia de influenza espa�ola, adem�s de la planta de m�dicos con t�tulo universitario, Emilia hab�a ido llevando poco a poco a un tanto igual de curadores sin t�tulo, cuya presencia dio al hospital la fama de ser un sitio en el que todo era posible. Conviv�an ah� enriqueci�ndose con el intercambio indiscriminado de sus conocimientos, tres c�lebres m�dicos home�patas, dos autoridades ind�genas que se llamaban a s� mismos m�dicos tradicionales y una partera de oficio m�s apta para el trance de sacar hijos que el m�s famoso ginec�logo neoyorquino. Adem�s, enviado por Hogan, cada semestre los visitaba un m�dico extranjero, dispuesto como nadie al sorprendente intercambio de conocimientos.

Como llamada por la fuerza de un eco, la peque�a Teodora apareci� un mediod�a en la botica de los Sauri. Cuando Emilia y Zavalza llegaron a la Casa de la Estrella muertos de hambre, por ah� de las cuatro de la tarde, encontraron a Josefa acostada en el suelo, con Teodora subida sobre su espalda apret�ndole los sitios que desde su ca�da no encontraban alivio. Por Emilia, Zavalza sab�a de aquella vieja y sus manos de artista, as� que no lo sorprendi� o�r a su mujer nombrarla con la intacta devoci�n de una alumna y alegrarse, pero nunca sorprenderse con su llegada.

Total, para que aquel hospital fuera lo m�s parecido a un circo de tres pistas, un atardecer anaranjado apareci� Refugio con su colecci�n de enigmas bajo el brazo. Al verlo entrar en su despacho, guiado por Diego Sauri, Emilia sinti� el recuerdo de unos p�jaros en el centro de su est�mago y se pregunt� mientras lo abrazaba qu� ser�a del marido que le vaticin� como un imposible. Llevaba casi cuatro a�os sin verlo, y aunque viv�a en paz y su coraz�n estaba mejor cuidado que nunca, Emilia sab�a como quien sabe que tiene ojos, sin por eso vivir siempre pensando en ellos, que su cuerpo guardaba inamovible su devoci�n por el otro hombre de aquella vida. No pensaba de m�s en esa certidumbre, la guardaba para s� como todo el mundo guarda secretos bajo el alma con que sonr�e, pero a veces, se permit�a incluso alimentarla, y aunque no hiciera una sola pregunta cuando Milagros resum�a sus cartas en ausencia de Zavalza, sab�a todo lo que necesitaba saber de �l. Que estaba bien y vivo, que segu�a escribiendo para varios peri�dicos y que a�n la quer�a a pesar de la furia con que la hab�a odiado durante todo el primer a�o que sigui� a la separaci�n que �l llamaba sin m�s, su arbitrario abandono.

Milagros ten�a el don de olvidar las cartas de Daniel en el mismo caj�n del tocador, que segu�a siendo trajinero de Emilia en su rec�mara de la Casa de la Estrella. De ah� las tomaba Emilia cada dos o tres meses, y ah� las devolv�a bien le�das una tarde despu�s de encontrarlas, a la hora de la siesta. Hab�an vuelto a ser cartas muy largas, que empezaban con un breve querida t�a y que de ah� para adelante usaban siempre el plural ustedes: �C�mo est�n? Les gustar�a, les mando, les extra�o, les record�. No hablaban nunca de volver, poco de pol�tica, mucho de otros pa�ses, nada de otras mujeres. A veces, lograba que Emilia se sintiera culpable sin siquiera mencionarla, y a veces le hac�an correr hasta la mecedora a invocar el sortilegio de otros tiempos. Despu�s, las horas, la curiosidad y el amor de cerca, volv�an a impon�rsele como un filtro entre la vida real y la fantas�a de recordar al hombre de sus muchas guerras.

Refugio entr� al hospital con el cargo de conversador oficial. Al principio, s�lo Emilia confiaba en los poderes curativos de su lengua, pero la experiencia hizo que casi todos ah� lo consideraran de una utilidad pr�ctica sin igual. Refugio lo mismo serv�a para hablar con reci�n paridas que con moribundos, con ni�os lastimados que con hombres reacios a decir de s� mismos nada m�s all� que su nombre, y como ten�a m�s tiempo que nadie para escuchar, resultaba un espl�ndido compendiador de las fases por las que iba pasando cada enfermo.

En el transcurso de los �ltimos a�os, Emilia hab�a desarrollado una particular predilecci�n por los casos relacionados con el cerebro y la m�dula espinal, esos dos mis�ntropos, que encerrados en sus cajas de hueso lo controlan todo sin rendir m�s cuentas que las sugeridas por uno que otro destello, con el que muchas veces no se sabe qu� hacer. Iban a parar a sus manos todos los casos relacionados con cambios abruptos en el estado de �nimo, trastornos en la memoria o el lenguaje, par�lisis, convulsiones, visi�n rara, falta de arreglo en los movimientos o cualquier otra cosa inusitada. Ella se daba a la tarea de clasificar los s�ntomas y los signos que pod�an venir de eso que ya daba en llamarse el sistema nervioso central y que no era entonces mucho menos desconocido y arcano de lo que ser�a ochenta a�os despu�s. Refugio la ayudaba escuchando, recuperando con paciencia cada una de las sensaciones, im�genes, impulsos y desprop�sitos que aparec�an en un paciente cuando ella no estaba cerca.

El azaroso a�o de 1920 vio levantarse contra el gobierno a una mayor�a de generales inconformes con la calma restauradora del carrancismo, lidereados por �lvaro Obreg�n y la buena estrella militar que Josefa reconoci� siempre en su agricultor predilecto. Emilia vivi� ese a�o intrigada como nadie por los desolados paisajes interiores de una mujer que entristeci� sin m�s, los ins�litos sue�os de un hombre enfebrecido porque s�, los atisbos de m�sica angelical que o�a una muchacha antes de caer en convulsiones que su cura confesor consideraba la toma de su cuerpo por el demonio, las dificultades en el habla de un ni�o inteligent�simo para escribir, la contundencia con que un hombre maduro se empe�aba en afirmar que su mujer era un paraguas, el n�tido recuerdo del ayer y el preciso olvido del presente que confund�a la vida de algunos viejos, la luz tibia y morada con que ve�a las cosas un adolescente en los minutos previos a un desmayo del que volv�a cinco minutos m�s tarde extenuado como si regresara de escalar un monte. Nada le llenaba m�s la vida profesional que su trato con el desconsuelo, los placeres y encantos guardados en el misterioso parentesco entre lo que cada quien siente, piensa, imagina, y lo que su cuerpo alberga bajo el nombre de cerebro. Movida por semejante pasi�n, decidi� emprender un viaje a los Estados Unidos para tomar un curso al que Hogan la convoc� de un d�a para otro, en el tono suave pero conminatorio con que los maestros no dejan nunca de llamar a sus mejores alumnos. Zavalza no pod�a acompa�arla porque el viaje era demasiado largo y el hospital no se adaptaba a la falta de ambos por tanto tiempo. As� que Emilia busc� la compa��a de Milagros, siempre dispuesta al viaje, dado que a su edad, seg�n dec�a, era ya la �nica manera sensata de correr riesgos y sentirse como reci�n enamorada.

Era octubre y el d�a anterior la C�mara de Diputados hab�a declarado presidente constitucional de la Rep�blica al general �lvaro Obreg�n, cuando Zavalza las dej� en un barco que sal�a de Veracruz rumbo a Galveston y Nueva York. Emilia not� la cara de animal abandonado que Antonio pretend�a ocultar mirando al frente como si algo se le hubiera perdido en el infinito. Era un hombre generoso y sensato, se hubiera lastimado con cualquier cosa antes que disputarle a Emilia su derecho al viaje, pero a pesar del esfuerzo que hac�a para no demostrarle su desaz�n, todo en �l hab�a perdido el sosiego con que sol�a ayudarse. La l�gica se negaba a estar con �l para explicarle que no la estaba perdiendo para siempre, que las separaciones fortalecen, que antes hab�a podido vivir solo, que no se morir�a por m�s que se sintiera agonizando.

-Si quieres no voy -le dijo Emilia conmovida, pero tramposa.

Zavalza sonri�, agradeci�ndole el gui�o mientras se desprend�a de su abrazo. Luego le pidi� que no lo sacara de su cerebro y baj� del barco que avisaba de su partida lanzando al aire un grito ronco.

-Suena a promesas -dijo Milagros tras escuchar la sirena varias veces. Agit� entonces su brazo envejecido para acompa�ar la fiebre con que su sobrina mov�a el suyo en homenaje y bendici�n del Antonio Zavalza que palpitaba en la orilla.

XXVIII

Josefa Veytia dec�a siempre que no era necesario perseguir al destino, porque nada era menos previsible y nada sorprend�a tanto con su innata previsi�n, como el azar. Sabiendo el modo en que sus padres hab�an dado uno con otro, a Emilia los decires de Josefa sobre el acaso y sus eventualidades le resultaban un mero recuento de su privad�sima experiencia, misma que como todo el mundo sabe, nunca es la de los dem�s. Sin embargo, cuando al entrar al hotel en Nueva York dio con la euforia de Daniel como si fuera un espejismo, todos los discursos de Josefa se resumieron entre sus costillas igual que un remolino de sinrazones, al que sin remedio hab�a que darle la raz�n.

Daniel estaba sentado en el vest�bulo del hotel, platicando con un rubio que tend�a a albino y un negro que tend�a a morado. Lo primero que se le ocurri� a Emilia fue enfrentarse a Milagros que caminaba a sus espaldas conversando con el maletero. Pens� que nadie sino ella pod�a tener la culpa de semejante encuentro. Pero fue tal el gesto de sorpresa en su rostro incapaz de fingir un sentimiento, que bast� para exculparla.

Emilia sab�a de qu� manera se concentraba Daniel en una pl�tica, y c�mo su �nico fin era conseguir un suspiro para poner en orden sus emociones. Camin� hasta quedar frente al conserje, un hombre ojeroso acostumbrado a entenderse con gente cuyos h�bitos de prisa y nula cordialidad, no lo sorprend�an. Sin preguntarse las causas de que aquella mujer estuviera tan p�lida y actuara como si la persiguiera un elefante, le dio una bienvenida de cinco palabras y la llave de un cuarto en el s�ptimo piso de aquel palacio iluminado. Emilia se desliz� hasta el elevador donde la esperaba Milagros, cuya conversaci�n con el maletero parec�a no tener fin, y desapareci� del horizonte.

En cuanto cerraron la puerta del cuarto, se tir� de bruces sobre una de las camas, maldiciendo la curiosidad que la hab�a sacado del hueco de mundo en que tan bien estaba, y el mal momento en que acept� que el poeta Rivadeneira pagara su estancia en un hotel que �l mismo se encarg� de reservar. Mientras, le iba creciendo un dolor de cabeza que no sab�a si atribuir a los desmanes de su cerebro o a los de su coraz�n. Compadeci� de un golpe a todos los acorralados del mundo.

Horas despu�s de tropezar en la oscuridad con la respiraci�n de una Milagros silenciosa pero despierta, Emilia logr� perderse en un letargo y so�ar que dorm�a con Antonio Zavalza. Daniel entraba a su cuarto cargado de medallas y la despertaba para entreg�rselas como si fuera una ni�a ansiosa de tenerlas. Iba desnudo y se acostaba un rato a dormir junto a ellos. Despu�s sal�a de la habitaci�n sin hacer ruido, pero dejaba sus zapatos al pie de la cama. De ah�, ella los ve�a volar hasta posarse en el centro de su pecho y oprimirlo como si fueran de plomo. Sin poder librarse de aquel peso, record� en el sue�o de su sue�o, un letrero pintado en la parte de atr�s de una carreta desvencijada, sobre cuya carga de alfalfa hab�an viajado los dos una tarde camino al pueblo de San �ngel, en busca de un aire menos poblado de guerra que el de la ciudad de M�xico en aquel tiempo: "Alza tus piececitos, porque me est�s pisando el alma."

La despertaron unos golpes en la puerta. Se levant� a�n evocando el perfume de su risa contra el cielo que cubr�a el mercado del pueblo, y fue a abrir. En el umbral, toc�ndose el sombrero con una mano enguantada, id�ntico al recuerdo que le hab�a tergiversado la noche, apareci� Daniel nombr�ndola como un eco que no hab�a querido escuchar.

-�No sabes t� que el aire cambia de color cuando le das la espalda? �Vienes conmigo o me desnudo aqu� en la puerta? -pregunt� soltando el nudo de su corbata y quit�ndose el saco.

Emilia fue con �l. Segura de que hubiera necesitado mucho menos que un reto para seguirlo, iba en camis�n, con la melena suelta y los pies descalzos, caminando por el pasillo del hotel con un temblor de ladr�n inexperto, a robarle a la vida otro pedazo de aquel hombre cuya suerte hab�a jurado no volver a seguir, segura como nunca de que todos sus juramentos eran falsos.

Entraron a un cuarto alumbrado apenas por la luz de una l�mpara baja. Emilia camin� hasta la espalda desnuda de Daniel, le recorri� los huesos con el �ndice izquierdo:

-Siempre que te encuentro pareces perro hambreado- le dijo y se inclin� a tocarlo con la punta de la lengua, para saborear la sal y el lujo de su piel.

Pasaron dos d�as encerrados hasta que no hubo entre ellos sino el aire y el silencio de los que se han maldecido y bendecido sin tregua ni hartazgo. Cuando por fin salieron a comer con Milagros Veytia, en uno de los restoranes de mariscos acomodados a la orilla del mar, ella los encontr� luminosos y desesperantes, como cuando eran ni�os. Daniel jalaba con el tenedor un mech�n del pelo de Emilia, se lo llevaba a la boca para chup�rselo y encend�a en Emilia una sonrisa de fiera reci�n despertada, a la que la medicina y sus albures parec�an no importarle en lo m�s m�nimo.

-No voy a ir al congreso -decidi�.

-Esa fortuna tienen los hombres con encanto -contest� Milagros mientras intentaba despegar una almeja de su concha.

-Y esta condena las mujeres que dan con ellos -dijo Emilia.

Las semanas siguientes recorrieron la ciudad como una feria, como si fuera un tiovivo el rodar de tantos coches motorizados y una rueda de la fortuna subir la cuesta de sus edificios. Entraban a los teatros como a cajas de sorpresa, miraban como una oferta las embarcaciones que llegaban de otros mundos, com�an extravagancias hasta que les sal�a por las orejas el olor a mares remotos.

Una tarde que oscureci� temprano, como el primer aviso de que el invierno estaba encima, Rivadeneira lleg� en un barco espa�ol. Hab�a pasado casi un mes desde que Milagros y Emilia dejaron Veracruz y una semana desde que termin� el congreso, en el que Emilia s�lo se par� para rogar el silencio de su amigo el doctor Hogan, y obtener a cambio un rega�o y la d�diva de su complicidad.

-Te est�s perdiendo una colecci�n de descubrimientos -dijo Hogan.

-Pero estoy haci�ndome de otra -contest� Emilia, abriendo una sonrisa de �ngel.

-�Te hace promesas? -pregunt� Hogan deslumbrado con la luz de su cara.

-Es una promesa -contest� Emilia. -�De qu�? -pregunt� Hogan.

-De presente -dijo Emilia al besarlo para despedirse.

Tres noches despu�s, Daniel luci� hasta el �ltimo de sus encantos durante una cena en la que Hogan, en solidaridad con Zavalza, se propuso ser poco hospitalario y distante. Lo consigui� hasta el fin de la sopa, pero desde ah� hasta el postre no pudo sino rendirse ante la inteligencia y el encanto de ese hombre cuyo pacto con las aventuras le hab�a parecido siempre reprochable. Hogan le repiti� a Emilia la invitaci�n a pasar un tiempo en su casa de Chicago, que ella y Zavalza no hab�an podido atender cuando estuvieron en Estados Unidos. Daniel se entusiasm� con el ofrecimiento y prometi� que muy pronto Emilia y �l ir�an a amenizar uno de sus domingos y hasta podr�an quedarse una semana en la ciudad. Sell� su promesa con una despedida impetuosa, que puso a Hogan a sus pies.

En cuanto estuvieron solos, caminando sin rumbo por las calles fr�as de un noviembre ensimismado, Emilia Sauri quiso saber de d�nde sacaba Daniel su certeza de que ella podr�a ir a Chicago.

-De que puedo ir yo -le respondi� �l con la certidumbre de tener una verdad entre los labios.

-Daniel, �qu� voy a hacer contigo? -dijo Emilia pregunt�ndose m�s que pregunt�ndole, con el recuerdo de su vocaci�n y del hombre con quien la compart�a, como una repentina y larga herida para la que Daniel no s�lo no ten�a cura, sino que ni siquiera notaba.

-C�sate conmigo -le pidi� Daniel agach�ndose a mordisquear la punta de su oreja.

Emilia mene� la cabeza para esquivar el coqueteo.

-Ya me cas� contigo -dijo.

-Pero me enga�as con el m�dico -le reproch� Daniel.

-No entiendes nada -contest� Emilia.

-Con lo que entiendo, tengo.

-T� eres el que se va -dijo Emilia.

-Se va mi cuerpo. Mi cabeza est� siempre contigo -dijo Daniel con un tono que ella no le conoc�a.

-�Y eso de qu� me sirve? �En qu� me ayuda a vivir? �En cu�l l�o me acompa�a? �Qu� hijos me da? -le pregunt� Emilia.

Daniel no tuvo con qu� defenderse sino busc�ndole los deseos bajo la ropa. As� que caminaron de prisa hasta el cuarto del hotel donde s�lo imperaba la raz�n de sus cuerpos.

Al d�a siguiente volvieron a la feria, a festejar la ventura de tenerse, a recorrer el mundo desordenado y hospitalario de esa ciudad siempre dispuesta a ofrecer refugio a las pasiones irremisibles. Daniel ten�a trabajo en un peri�dico y viv�a en un departamento peque�o, cuyo desorden Emilia no intent� trastocar. Ah� se instalaron a dormir y besarse mientras el mundo trabajaba. Pospusieron sus desacuerdos. Ambos le ten�an pavor al sucio espacio de los reproches y las aclaraciones. Cada cual por motivos distintos, pero cada uno con la misma reticencia a indagar algo que no fuera su irrebatible capricho en boga. Estaban juntos, sin m�s futuro que el de la tarde inmediata. La vida era valiente y generosa, irrevocable y promisoria.

Fueron a Chicago. No una, sino dos semanas pasaron en la casa de Hogan, convirtiendo sus domingos en festejos y sus noches en tertulias. Caminaron y bebieron con Hogan y Helen como si los cuatro estuvieran dispuestos a morirse con tal de no perder un minuto del j�bilo que la vida en parranda les procuraba.

-Este hombre es m�s tu tipo -le dijo Helen un atardecer de confidencias, tras elogiar el modo en que a su amiga le brillaban la piel y las pupilas cuando lo ten�a cerca.

-No cuando necesito estar en paz -le dijo Emilia.

-�Para qu� quieres la paz, si tienes la dicha?

-Eso pienso ahora, pero no siempre es ahora -contest� Emilia evocando su vida con Antonio, como quien evoca un para�so perdido.

Volvieron a Nueva York a pasar la navidad con Milagros y Rivadeneira, cuya condici�n de alcahuetes los hab�a decidido a quedarse un tiempo m�s en esa ciudad a la que empezaban a temer despu�s de dos semanas. Emilia los encontr� envejecidos, como se encuentra que crecieron sin mesura los hijos tras un rato de no verlos. Pens� que algo as� estar�a pasando con sus padres. No hab�a escrito a Puebla m�s que notas breves. Ni siquiera hab�a intentado un pretexto para explicar su tardanza. Todo lo resum�a en mandar abrazos y decir que estaba bien y era feliz. Cartas id�nticas para destinatarios tan distintos como Zavalza, Sol y los Sauri. Sin embargo, s�lo en r�fagas le hab�a llegado un remordimiento que espantaba en cuanto iba a convertirse en algo parecido a un dolor. Ninguna raz�n, ninguna culpa, ning�n recuerdo se atrevi� a mortificar su presente.

Una tarde, dos d�as despu�s de la magn�fica y alegre cena de Navidad, Daniel le particip� la urgencia de salir cuanto antes rumbo a un lugar en donde se entrevistar�a con otros mexicanos y un agente del gobierno de Obreg�n. Estaba euf�rico, haciendo planes y recontando amigos, dispuesto una vez m�s a entregarse sin recato al teje y maneje de l�os y disputas. Mientras beb�an ron con az�car y limones, Emilia lo escuch� en silencio, cierta de que ser�a in�til contradecir su devoci�n, concentrada en su voz como quien arma un rompecabezas, sabiendo que su paisaje es una trama infinita de tiempo y paciencia. As� estuvieron un vaso de ron sobre otro, hasta que ya muy entrada la noche, �l se cans� de o�rse sin o�rla y empez� a interrumpir sus imaginer�as para besarla entre palabras, d�ndole a trozos la euforia que lo ten�a tomado.

Al d�a siguiente, el arrastre de un impulso relegado irrumpi� en el abandono con que Emilia dorm�a junto a Daniel y trastoc� el encanto. Despert� presa de un temor que reconoci� viejo: se sab�a incapaz de perdonarle otro abandono. Evoc� la fiebre que pul�a los ojos de Daniel cuando habl� de volver a la pol�tica. Era el momento de regresar a M�xico. De Daniel hab�a que huir cuando la lumbre estaba en alto, de otro modo, m�s temprano de lo previsto, �l se perder�a en la luz de una aventura menos dom�stica que la guerra de sus cuerpos.

Adivin� sus facciones en la penumbra, mir�ndolo con la tristeza de quien abandona un reino. No lo bes� para no despertarlo, para llevarse el conjuro de quien no se despide para no irse del todo. "El que se va es mi cuerpo, mi cabeza est� siempre contigo", escribi� con letras grandes sobre el programa de un concierto. Luego lo dej� en el lugar que hab�an ocupado sus quimeras junto a �l, sobre la almohada.

Un rato despu�s, todav�a aletargado, Daniel extendi� un brazo busc�ndola. Al no encontrarla cerca, la llam� con la voz modorra que a ella le gustaba o�r mientras beb�a caf� y revisaba el peri�dico junto a la ventana. Como no hubo respuesta abri� los ojos, vio la nota, maldijo, y con su ausencia como un abismo, corri� a buscarla al cuarto de hotel de una Milagros a�n medio dormida.

-�Qu� es lo que quiere esta mujer? -le pregunt� a su t�a bufando como un toro lastimado y perplejo.

-Todo -le contest� Milagros, falta por primera vez de algo que pudiera consolarlo.

Emilia volvi� a M�xico llena de br�o. No explic� el por qu� de su tardanza. Nadie quiso saberlo. Zavalza menos que nadie.

-�Quieres tener un hijo? -le pregunt� la noche de amores en que se recuperaron.

-Estuve con Daniel -contest� ella.

-Ya lo s� -dijo Zavalza. Y no se habl� m�s.

FIN

XXIX

Antonio Zavalza lo supo siempre. Con ese conocimiento estuvo hilado desde el principio el fino enlace de su complicidad con Emilia Sauri. Era un hombre extra�o entre los hombres, querible como ning�n otro, porque como ning�n otro fue capaz de comprender la riqueza de alguien que sin remedio y sin pausa tiene fuerzas para dos amores al mismo tiempo.

Termin� la guerra. Diego Sauri lo celebraba con el recelo de quien ya no espera que el mundo cambie para hacer el intento de vivir en paz. Josefa lo convenci� de que �se era el camino, sin m�s argumento que el de transitarlo un d�a tras otro como cantan los p�jaros despu�s de la tormenta.

-Vamos a ver tu mar -le pidi� una tarde.

Dos d�as despu�s emprendieron el viaje. Desde entonces no hubo para Josefa una idea de para�so que no estuviera te�ida por el azul del Caribe.

-Aqu� tendr�amos que quedamos a bien morir -dijo tocada por su incorregible romanticismo.

-Yo extra�ar�a el aire de los volcanes -contest� Diego.

Tuvieron tres nietos, vivieron para verlos crecer bajo las alas incansables de su hija.

Terca como la lluvia, Milagros los llev� a las pir�mides, al mar, a los panteones, al reino de los astros y al de lo imprevisto. Los domingos com�an frente al agua plateada de una presa, en la caba�a que Rivadeneira construy� para jugar ajedrez y tener un velero.

Nadie supo nunca cu�ntas veces volvi� Daniel. La casa que Milagros dej� para sus andanzas frente a la Plazuela de La Pajarita fue el albergue an�nimo en que �l y Emilia encontraron treguas para su interminable guerra. Ah� se ve�an a veces una tarde y a veces a media ma�ana, ah� aclaraban su tormenta, sus imposibles, su acuerdo, sus recuerdos.

Una vez, presos del azar se encontraron en el pante�n de San Fernando. Otra, Emilia fue a buscarlo embarazada y risue�a, con su eterno gesto de p�jaro en alerta.

-Pareces una matrioska -dijo Daniel. -�Ser� que si uno te abre, adentro encuentra otra y otra y otra?

�Cu�ntas Emilias iban por la vida vivi�ndola como si les urgiera devorarla? Daniel estaba seguro de que nunca las conocer�a a todas. Algunas, incluso, prefer�a no imaginarlas.

-�Este hijo es m�o? -pregunt�.

-Aqu� todos los hijos son del doctor Zavalza.

-�Cu�ntas Emilias? La Emilia que todos los d�as despertaba en la misma cama junto a un hombre m�s entendido que �l, la que se hund�a en los terrores de un hospital como quien bebe un vaso de leche, la que desde temprano se perd�a en elucubraciones sobre el cerebro y sus enigm�ticas respuestas, la Emilia que iluminaba la rutina de otros.

-�Octavio es hijo m�o?

-Ya te dije. Los hijos son de Zavalza.

-Pero a Octavio le gusta la m�sica.

-A los tres les gusta la m�sica.

Todas eran Emilias que le robaban a la suya. A la Emilia encendida s�lo para �l, a la que nunca se cans� de aventurarse en el universo inasible de su coraz�n.

-C�sate conmigo.

-Ya me cas� contigo.

-Pero me enga�as con el m�dico.

-No entiendes nada.

-Entiendo que me enga�as con el m�dico.

�Cu�ntas Emilias? La de Zavalza, la de sus hijos, la de la piedra bajo la almohada, la del �rbol, la del tren, la m�dica, la boticaria, la viajera, la suya.

�Cu�ntas Emilias? Mil y ninguna, mil y la suya.

En 1963 la llave de la casa de Milagros segu�a siendo la misma. Daniel hab�a vuelto a usarla colgando de su cuello. Se pon�a el sol contra los volcanes hospitalarios e impredecibles, cuando Emilia entr� a la sala con sus deseos intactos, pese al mont�n de a�os que llevaba carg�ndolos. Daniel hab�a abierto el balc�n y miraba hacia la calle.

-�Es mi nieta la ni�a que te trajo hasta la puerta?

-Ya sabes -contest� Emilia-. Aqu� todos los hijos y todos los nietos son del doctor Zavalza.

-Pero �sta se quita el pelo de la cara con un gesto m�o -dijo Daniel.

-�A qu� horas llegaste? -le pregunt� Emilia bes�ndolo como cuando todo era terso en sus bocas. Un hueco invariable lati� bajo su pecho.

-Nunca me voy -dijo Daniel acariciando su cabeza con olor a misterios.

FIN

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