Los calaveras. Artículo primero
Es cosa que daría que hacer a los etimologistas y a los anatómicos de lenguas el averiguar el origen de la voz calavera en su acepción figurada, puesto que la propia no puede tener otro sentido que la designación del cráneo de un muerto, ya vacío y descarnado. Yo no recuerdo haber visto empleada esta voz, como sustantivo masculino, en ninguno de nuestros autores antiguos, y esto prueba que esta acepción picaresca es de uso moderno. La especie, sin embargo, de seres a que se aplica ha sido de todos los tiempos. El famoso Alcibíades era el calavera más perfecto de Atenas; el célebre filósofo que arrojó sus tesoros al mar, no hizo en eso más que una calaverada, a mi entender, de muy mal gusto; César, marido de todas las mujeres de Roma, hubiera pasado en el día por un excelente calavera; Marco Antonio echando a Cleopatra por contrapeso en la balanza del destino del Imperio, no podía ser más que un calavera; en una palabra, la suerte de más de un pueblo se ha decidido a veces por una simple calaverada. Si la historia, en vez de escribirse como un índice de los crímenes de los reyes y una crónica de unas cuantas familias, se escribiera con esta especie de filosofía, como un cuadro de costumbres privadas, se vería probada aquella verdad; y muchos de los importantes trastornos que han cambiado la faz del mundo, a los cuales han solido achacar grandes causas los políticos, encontrarían una clave de muy verosímil y sencilla explicación en las calaveradas.
Dejando aparte la antigüedad (por más mérito que les añada, puesto que hay muchas gentes que no tienen otro), y volviendo a la etimología de la voz, confieso que no encuentro qué relación puede existir entre un calavera y una calavera. ¡Cuánto exceso de vida no supone el primero! ¡Cuánta ausencia de ella no supone la segunda! Si se quiere decir que hay un punto de similitud entre el vacío del uno y de la otra, no tardaremos en demostrar que es un error. Aun concediendo que las cabezas se dividan en vacías y en llenas, y que la ausencia del talento y del juicio se refiera a la primera clase, espero que por mi artículo se convencerá cualquiera de que para pocas cosas se necesita más talento y buen juicio que para ser calavera.
Por tanto, el haber querido dar un aire de apodo y de vilipendio a los calaveras es una injusticia de la lengua y de los hombres que acertaron a darle los primeros ese giro malicioso: yo por mí rehúso esa voz; confieso que quisiera darle una nobleza, un sentido favorable, un carácter de dignidad que desgraciadamente no tiene, y así sólo la usaré porque no teniendo otra a mano, y encontrando ésa establecida, aquellos mismos cuya causa defiendo se harán cargo de lo difícil que me sería darme a entender valiéndome para designarlos de una palabra nueva; ellos mismos no se reconocerían, y no reconociéndolos seguramente el público tampoco, vendría a ser inútil la descripción que de ellos voy a hacer.
Todos tenemos algo de calaveras más o menos. ¿Quién no hace locuras y disparates alguna vez en su vida?¿Quién no ha hecho versos, quién no ha creído en alguna mujer, quién no se ha dado malos ratos algún día por ella, quién no ha prestado dinero, quién no lo ha debido, quién no ha abandonado alguna cosa que le importase por otra que le gustase? ¿Quién no se casa, en fin?... Todos lo somos; pero así corno no se llama locos sino a aquellos cuya locura no está en armonía con la de los más, así sólo se llama calaveras a aquellos cuya serie de acciones continuadas son diferentes de las que los otros tuvieran en iguales casos.
El calavera se divide y subdivide hasta lo infinito, y es difícil encontrar en la naturaleza una especie que presente al observador mayor número de castas distintas; tienen todas, empero, un tipo común de donde parten, y en rigor sólo dos son las calidades esenciales que determinan su ser, y que las reúnen en una sola especie; en ellas se reconoce al calavera, de cualquier casta que sea.
1.º El calavera debe tener por base de su ser lo que se llama talento natural por unos; despejo por otros; viveza por los más; entiéndase esto bien: talento natural, es decir, no cultivado. Esto se explica: toda clase de estudio profundo, o de extensa instrucción, sería lastre demasiado pesado que se opondría a esa ligereza, que es una de sus más amables cualidades.
2.º El calavera debe tener lo que se llama en el mundo poca aprensión. No se interprete esto tampoco en mal sentido. Todo lo contrario. Esta poca aprensión es aquella indiferencia filosófica con que considera el qué dirán el que no hace más que cosas naturales, el que no hace cosas vergonzosas. Se reduce a arrostrar en todas nuestras acciones la publicidad, a vivir ante los otros, más para ellos que para uno mismo. El calavera es un hombre público cuyos actos todos pasan por el tamiz de la opinión, saliendo de él más depurados. Es un espectáculo cuyo telón está siempre descorrido; quítenselo los espectadores, y adiós teatro. Sabido es que con mucha aprensión no hay teatro.
El talento natural, pues, y la poca aprensión son las dos cualidades distintivas de la especie: sin ellas no se da calavera. Un tonto, un timorato del qué dirán, no lo serán jamás. Sería tiempo perdido.
El calavera se divide en silvestre y doméstico.
El calavera silvestre es hombre de la plebe, sin educación ninguna y sin modales; es el capataz del barrio, tiene honores de jaque, habla andaluz; su conversación va salpicada de chistes; enciende un cigarro en otro, escupe por el colmillo; convida siempre y nadie paga donde está él; es chulo nato; dos cosas son indispensables a su existencia: la querida, que es manola, condición sine qua non, y la navaja, que es grande; por un quítame allá esas pajas le da honrosa sepultura en un cuerpo humano. Sus manos siempre están ocupadas: o empaqueta el cigarro, o saca la navaja, o tercia la capa, o se cala el chapeo, o se aprieta la faja, o vibra el garrote: siempre está haciendo algo. Se le conoce a larga distancia, y es bueno dejarle pasar como al jabalí. ¡Ay del que mire a su Dulcinea! ¡Hay del que la tropiece! Si es hombre de levita, sobre todo, si es señorito delicado, más le valiera no haber nacido. Con esa especie está a matar, y la mayor parte de sus calaveradas recaen sobre ella; se perece por asustar a uno, por desplumar a otro. El calavera silvestre es el gato del lechuguino, así es que éste le ve con terror; de quimera en quimera, de qué se me da a mí en qué se me da a mí, para en la cárcel; a veces en presidio; pero esto último es raro; se diferencia esencialmente del ladrón en su condición generosa: da y no recibe; puede ser homicida, nunca asesino. Este calavera es esencialmente español.
El calavera doméstico admite diferentes grados de civilización, y su cuna, su edad, su profesión, su dinero le subdividen después en diversas castas. Las principales son las siguientes:
El calavera-lampiño tiene catorce o quince años, lo más diez y ocho. Sus padres no pudieron nunca hacer carrera con él: le metieron en el colegio para quitársele de encima y hubieron de sacarle porque no dejaba allí cosa con cosa. Mientras que sus compañeros más laboriosos devoraban los libros para entenderlos, él los despedazaba para hacer bolitas de papel, las cuales arrojaba disimuladamente y con singular tino a las narices del maestro. A pesar de eso, el día de examen, el talento profundo y tímido se cortaba, y nuestro audaz muchacho repetía con osadía las cuatro voces tercas que había recogido aquí y allí y se llevaba el premio. Su carácter resuelto ejercía predominio sobre la multitud, y capitaneaba por lo regular las pandillas y los partidos. Despreciador de los bienes mundanos, su sombrero, que le servía de blanco o de pelota, se distinguía de los demás sombreros como él de los demás jóvenes.
En carnaval era el que ponía las mazas a todo el mundo, y aun las manos encima si tenían la torpeza de enfadarse; sí era descubierto hacía pasar a otro por el culpable, o sufría en el último caso la pena con valor y riéndose todavía del feliz éxito de su travesura. Es decir, que el calavera, como todo el que ha de ser algo en el mundo, comienza a descubrir desde su más tierna edad el germen que encierra. El número de sus hazañas era infinito. Un maestro había perdido unos anteojos, que se habían encontrado en su faltriquera; el rapé de otro había pasado al chocolate de sus compañeros, o a las narices de los gatos, que recorrían bufando los corredores con gran risa de los más juiciosos; la peluca del maestro de matemáticas había quedado un día enganchada en un sillón, al levantarse el pobre Euclides, con notable perturbación de un problema que estaba por resolver. Aquel día no se despejó más incógnita que la calva del buen señor.
Fuera ya del colegio, se trató de sujetarle en casa y se le puso bajo llave, pero a la mañana siguiente se encontraron colgadas las sábanas de la ventana; el pájaro había volado, y como sus padres se convencieron de que no había forma de contenerle, convinieron en que era preciso dejarle. De aquí fecha la libertad del lampiño. Es el más pesado, el más incómodo; careciendo todavía de barba y de reputación, necesita hacer dobles esfuerzos para llamar la pública atención; privado él de los medios, le es forzoso afectarlos. Es risa oírle hablar de las mujeres como un hombre ya maduro; sacar el reloj corno si tuviera que hacer; contar todas sus acciones del día como si pudieran importarle a alguien, pero con despejo, con soltura, con aire cansado y corrido.
Por la mañana madrugó porque tenía una cita; a las diez se vino a encargar el billete para la ópera, porque hoy daría cien onzas por un billete; no puede faltar. ¡Estas mujeres le hacen a uno hacer tantos disparates! A media mañana se fue al billar; aunque hijo de familia no come nunca en casa; entra en el café metiendo mucho ruido, su duro es el que más suena; sus bienes se reducen a algunas monedas que debe de vez en cuando a la generosidad de su mamá o de su hermana, pero las luce sobremanera. El billar es su elemento; los intervalos que le deja libres el juego suéleselos ocupar cierta clase de mujeres, únicas que pueden hacerle cara todavía, y en cuyo trato toma sus peregrinos conocimientos acerca del corazón femenino. A veces el calavera-lampiño se finge malo para darse importancia; y si puede estarlo de veras, mejor; entonces está de enhorabuena. Empieza asimismo a fumar, es más cigarro que hombre, jura y perjura y habla detestablemente; su boca es una sentina, si bien tal vez con chiste. Va por la calle deseando que alguien le tropiece, y cuando no lo hace nadie, tropieza él a alguno; su honor entonces está comprometido, y hay de fijo un desafío; si éste acaba mal, y si mete ruido, en aquel mismo punto empieza a tomar importancia, y entrando en otra casta, como la oruga que se torna mariposa, deja de ser calavera-lampiño. Sus padres, que ven por fin decididamente que no hay forma de hacerle abogado, le hacen meritorio; pero como no asiste a la oficina, como bosqueja en ella las caricaturas de los jefes, porque tiene el instinto del dibujo, se muda de bisiesto y se trata de hacerlo militar; en cuanto está declarado irremisiblemente mala cabeza se le busca una charretera, y si se encuentra, ya es un hombre hecho.
Aquí empieza el calavera-temerón, que es el gran calavera. Pero nuestro artículo ha crecido debajo de la pluma más de lo que hubiéramos querido, y de aquello que para un periódico convendría ¡tan fecunda es la materia! Por tanto nuestros lectores nos concederán algún ligero descanso, y remitirán al número siguiente su curiosidad, si alguna tienen.
Revista Mensajero, 2 de junio de 1835.
Los calaveras. Artículo segundo y conclusión
Quedábamos al fin de nuestro artículo anterior en el calavera-temerón. Éste se divide en paisano y militar; si el influjo no fue bastante para lograr su charretera (porque alguna vez ocurre que las charreteras se dan por influjo), entonces es paisano, pero no existe entre uno y otro más que la diferencia del uniforme. Verdad es que es muy esencial, y más importante de lo que parece. Es decir, que el paisano necesita hacer dobles esfuerzos para darse a conocer; es una casa pública sin muestra; es preciso saber que existe para entrar en ella. Pero por un contraste singular el calavera-temerón, una vez militar, afecta no llevar el uniforme, viste de paisano, salvo el bigote; sin embargo, si se examina el modo suelto que tiene de llevar el frac o la levita, se puede decir que hasta este traje es uniforme en él. Falta la plata y el oro, pero queda el despejo y la marcialidad, y eso se trasluce siempre; no hay paño bastante negro ni tupido que le ahogue.
El calavera-temerón tiene indispensablemente, o ha tenido alguna temporada, una cerbatana, en la cual adquiere singular tino. Colocado en alguna tienda de la calle de la Montera, se parapeta detrás de dos o tres amigos, que fingen discurrir seriamente.
-Aquel viejo que viene allí. ¡Mírale que serio viene!
-Sí; al de la casaca verde, ¡va bueno!
-Dejad, dejad. ¡Pum! en el sombrero. Seguid hablando y no miréis.
Efectivamente, el sombrero del buen hombre produjo un sonido seco; el acometido se para, se quita el sombrero, lo examina.
-¡Ahora! -dice la turba.
-¡Pum! otra en la calva.
El viejo da un salto y echa una mano a la calva; mira a todas partes... nada.
-¡Está bueno! -dice por fin, poniéndose el sombrero-. Algún pillastre... bien podía irse a divertir...
-¡Pobre señor! -dice entonces el calavera, acercándosele-. ¿Le han dado a usted? Es una desvergüenza... pero ¿le han hecho a usted mal?...
-No, señor, felizmente.
-¿Quiere usted algo?
-Tantas gracias.
Después de haber dado gracias, el hombre se va alejando, volviendo poco a poco la cabeza a ver si descubría...pero entonces el calavera le asesta su último tiro, que acierta a darle en medio de las narices, y el hombre derrotado aprieta el paso, sin tratar ya de averiguar de dónde procede el fuego; ya no piensa más que en alejarse. Suéltase entonces la carcajada en el corrillo, y empiezan los comentarios sobre el viejo, sobre el sombrero, sobre la calva, sobre el frac verde. Nada causa más risa que la extrañeza y el enfado del pobre; sin embargo, nada más natural.
El calavera-temerón escoge a veces para su centro de operaciones la parte interior de una persiana; este medio permite más abandono en la risa de los amigos, y es el más oculto; el calavera fino le desdeña por poco expuesto.
A veces se dispara la cerbatana en guerrilla; entonces se escoge por blanco el farolillo de un escarolero, el fanal de un confitero, las botellas de una tienda; objetos todos en que produce el barro cocido un sonido sonoro y argentino.¡Pim! las ansias mortales, las agonías y los votos del gallego y del fabricante de merengues son el alimento del calavera.
Otras veces el calavera se coloca en el con fin de la acera y fingiendo buscar el número de una casa, ve venir a uno, y andando con la cabeza alta, arriba, abajo, a un lado, a otro, sortea todos los movimientos del transeúnte, cerrándole por todas partes el paso a su camino. Cuando quiere poner término a la escena, finge tropezar con él y le da un pisotón; el otro entonces le dice: perdone usted; y el calavera se incorpora con su gente.
A los pocos pasos se va con los brazos abiertos a un hombre muy formal, y ahogándole entre ellos:
-Pepe -exclama-, ¿cuándo has vuelto? ¡Sí, tú eres!. -Y lo mira.
-El hombre, todo aturdido, duda si es un conocimiento antiguo... y tartamudea... Fingiendo entonces la mayor sorpresa:
- ¡Ah! usted perdone -dice retirándose el calavera-, creí que era usted amigo mío...
-No hay de qué.
-Usted perdone. ¡Qué diantre! No he visto cosa más parecida.
Si se retira a la una o las dos de su tertulia, y pasa por una botica, llama; el mancebo, medio dormido, se asoma a la ventanilla.
-¿Quién es?
-Dígame usted -pregunta el calavera-, ¿tendría usted espolines?
Cualquiera puede figurarse la respuesta; feliz el mancebo, si en vez de hacerle esa sencilla pregunta, no le ocurre al calavera asirle de las narices al través de la rejilla, diciéndole:
-Retírese usted; la. noche está muy fresca y puede usted atrapar un constipado.
Otra noche llama a deshoras a una puerta.
-¿Quién? -pregunta de allí a un rato un hombre que sale al balcón medio desnudo.
-Nada -contesta-; soy yo, a quien no conoce; no quería irme a mi casa sin darle a usted las buenas noches.
-¡Bribón! ¡Insolente! Si bajo...
-A ver cómo baja usted; baje usted: usted perdería más; figúrese usted dónde estaré yo cuando usted llegue a la calle. Conque buenas noches; sosiéguese usted, y que usted descanse.
Claro está que el calavera necesita espectadores para todas estas escenas; los placeres sólo lo son en cuanto pueden comunicarse; por tanto el calavera cría a su alrededor constantemente una pequeña corte de aprendices, o de meros curiosos, que no teniendo valor o gracia bastante para serlo ellos mismos, se contentan con el papel de cómplices y partícipes; éstos le miran con envidia, y son las trompetas de su fama.
El calavera-langosta se forma del anterior, y tiene el aire más decidido, el sombrero más ladeado, la corbata más negligé; sus hazañas son más serias; éste es aquel que se reúne en pandillas; semejante a la langosta, de que toma nombre, tala el campo donde cae; pero, como ella, no es de todos los años, tiene temporadas, y como en el día no es de lo más en boga, pasaremos muy rápidamente sobre él. Concurre a los bailes llamados de candil, donde entra sin que nadie le presente, y donde su sola presencia difunde el terror; arma camorra, apaga las luces, y se escurre antes de la llegada de la policía, y después de haber dado unos cuantos palos a derecha e izquierda; en las máscaras suele mover también su zipizape; en viendo una figura antipática, dice: aquel hombre me carga; se va para él, y le aplica un bofetón; de diez hombres que reciban bofetón, los nueve se quedan tranquilamente con él, pero si alguno quiere devolverle, hay desafío; la suerte decide entonces, porque el calavera es valiente; éste es el difícil de mirar; tiene un duelo hoy con uno que le miró de frente, mañana con uno que le miró de soslayo, y al día siguiente lo tendrá con otro que no le mire; éste es el que suele ir a las casas públicas con ánimo de no pagar; éste es el que talla y apunta con furor; es jugador, griego nato, y gran billarista además. En una palabra, éste es el venenoso, el calavera-plaga; los demás divierten; éste mata.
Dos líneas más allá de éste está otra casta que nosotros rehusaremos desde luego; el calavera-tramposo, o trapalón, el que hace deudas, el parásito, el que comete a veces picardías, el que empresta para no devolver, el que vive a costa de todo el mundo, etc., etcétera; pero éstos no son verdaderamente calaveras; son indignos de este nombre; ésos son los que desacreditan el oficio, y por ellos pierden los demás. No los reconocemos.
Sólo tres clases hemos conocido más detestables que ésta; la primera es común en el día, y como al describirla habríamos de rozarnos con materias muy delicadas, y para nosotros respetables, no haremos más que indicarla. Queremos hablar del calavera-cura. Vuelvo a pedir perdón; pero ¿quién no conoce en el día algún sacerdote de esos que queriendo pasar por hombres despreocupados, y limpiarse de la fama de carlistas, dan en el extremo opuesto; de esos que para exagerar su liberalismo y su ilustración empiezan por llorar su ministerio; a quienes se ve siempre alrededor del tapete y de las bellas en bailes y en teatros, y en todo paraje profano, vestidos siempre y hablando mundanamente; que hacen alarde de...? Pero nuestros lectores nos comprenden. Este calavera es detestable, porque el cura liberal y despreocupado debe ser el más timorato de Dios, y el mejor morigerado. No creer en Dios y decirse su ministro, o creer en él y faltarle descaradamente, son la hipocresía o el crimen más hediondos. Vale más ser cura carlista de buena fe.
La segunda de esas aborrecibles castas es el viejo calavera, planta como la caña, hueca y árida con hojas verdes. No necesitamos describirla, ni dar las razones de nuestro fallo. Recuerde el lector esos viejos que conocerá, un decrépito que persigue a las bellas, y se roza entre ellas como se arrastra un caracol entre las flores, llenándolas de baba; un viejo sin orden, sin casa, sin método... el joven, al fin, tiene delante de sí tiempo para la enmienda y disculpa en la sangre ardiente que corre por sus venas; el viejo calavera es la torre antigua y cuarteada que amenaza sepultar en su ruina la planta inocente que nace a sus pies; sin embargo, éste es el único a quien cuadraría el nombre de calavera.
La tercera, en fin, es la mujer-calavera. La mujer con poca aprensión, y que prescinde del primer mérito de su sexo, de ese miedo a todo, que tanto la hermosea, cesa de ser mujer para ser hombre; es la confusión de los sexos, el único hermafrodita de la naturaleza; ¿qué deja para nosotros? La mujer, reprimiendo sus pasiones, puede ser desgraciada, pero no le es lícito ser calavera. Cuanto es interesante la primera, tanto es despreciable la segunda.
Después del calavera-temerón hablaremos del seudo calavera. Éste es aquel que sin gracia, sin ingenio, sin viveza y sin valor verdadero, se esfuerza para pasar por calavera; es género bastardo, y pudiérasele llamar por lo pesado y lo enfadoso el calavera mosca. Rien n'est beau que le vrai, ha dicho Boileau, y en esta sentencia se encierra toda la crítica de esa apócrifa casta.
Dejando por fin a un lado otras varias, cuyas diferencias estriban principalmente en matices y en medias tintas, pero que en realidad se refieren a las castas madres de que hemos hablado, concluiremos nuestro cuadro en un ligero bosquejo de la más delicada y exquisita, es decir, del calavera de buen tono.
Él calavera de buen tono es el tipo de la civilización, el emblema del siglo XIX. Perteneciendo a la primera clase de la sociedad, o debiendo a su mérito y a su carácter la introducción en ella, ha recibido una educación esmerada; dibuja con primor y toca un instrumento; filarmónico nato, dirige el aplauso en la ópera, y le dirige siempre a la más graciosa o a la más sentimental; más de una mala cantatriz le es deudora de su boga; se ríe de los actores españoles y acaudilla las silbas contra el verso; sus carcajadas se oyen en el teatro a larga distancia; por el sonido se le encuentra; reside en la luneta al principio del espectáculo, donde entra tarde en el paso más crítico y del cual se va temprano; reconoce los palcos, donde habla muy alto, y rara noche se olvida de aparecer un momento por la tertulia a asestar su doble anteojo a la banda opuesta. Maneja bien las armas y se bate a menudo, semejante en eso al temerón, pero siempre con fortuna y a primera sangre; sus duelos rematan en almuerzo, y son siempre por poca cosa. Monta a caballo y atropella con gracia a la gente de a pie; habla el francés, el inglés y el italiano; saluda en una lengua, contesta en otra, cita en las tres; sabe casi de memoria a Paul de Kock, ha leído a Walter Scott, a D'Arlincourt, a Cooper, no ignora a Voltaire, cita a Pigault-Lebrun, mienta a Ariosto y habla con desenfado de los poetas y del teatro. Baila bien y baila siempre. Cuenta anécdotas picantes, le suceden cosas raras, habla de prisa y tiene salidas. Todo el mundo sabe lo que es tener salidas. Las suyas se cuentan por todas partes; siempre son originales; en los casos en que él se ha visto, sólo él hubiera hecho, hubiera respondido aquello. Cuando ha dicho una gracia tiene el singular tino de marcharse inmediatamente; esto prueba gran conocimiento; la última impresión es la mejor de esta suerte, y todos pueden quedar riendo y diciendo además ,de él: ¡Qué cabeza! ¡Es mucho Fulano!
No tiene formalidad, ni vuelve visitas, ni cumple palabras; pero de él es de quien se dice: ¡Cosas de Fulano! y el hombre que llega a tener cosas es libre, es independiente. Niéguesenos, pues, ahora que se necesita talento y buen juicio para ser calavera. Cuando otro falta a una mujer, cuando otro es insolente, él es sólo atrevido, amable; las bellas que se enfadarían con otro, se contentan con decirle a él:¡No sea usted loco! ¡Qué calavera! ¿Cuándo ha de sentar usted la cabeza?
Cuando se concede que un hombre está loco, ¿cómo es posible enfadarse con él? Sería preciso ser más loca todavía.
Dichoso aquel a quien llaman las mujeres calavera, porque el bello sexo gusta sobremanera de toda especie de fama; es preciso conocerle, fijarle, probar a sentarle, es una obra de caridad. El calavera de buen tono es, pues, el adorno primero del siglo, el que anima un círculo, el cupido de las damas, l'enfant gâté de la sociedad y de las hermosas.
Es el único que ve el mundo y sus cosas en su verdadero punto de vista; desprecia el dinero, le juega, le pierde, le debe, pero siempre noblemente y en gran cantidad; trata, frecuenta, quiere a alguna bailarina o a alguna operista; pero amores volanderos. Mariposa ligera, vuela de flor en flor. Tiene algún amor sentimental y no está nunca sin intrigas, pero intrigas de peligro y consecuencias; es el terror de los padres y de los maridos. Sabe que, semejante a la moneda, sólo toma su valor de su curso y circulación, y por consiguiente no se adhiere a una mujer sino el tiempo necesario para que se sepa. Una vez satisfecha la vanidad, ¿qué podría hacer de ella? El estancarse sería perecer; se creería falta de recursos o de mérito su constancia. Cuando su boga decae, la reanima con algún escándalo ligero; un escándalo es para la fama y la fortuna del calavera un leño seco en la lumbre; una hermosa ligeramente comprometida, un marido batido en duelo son sus despachos y su pasaporte; todas le obsequian, le pretenden, se le disputan. Una mujer arruinada por él es un mérito contraído para con las demás. El hombre no calavera, el hombre de talento y juicio se enamora, y por consiguiente es víctima de las mujeres; por el contrario las mujeres son las víctimas del calavera. Dígasenos ahora si el hombre de talento y juicio no es un necio a su lado.
El fin de éste es la edad misma; una posición social nueva, un empleo distinguido, una boda ventajosa, ponen término honroso a sus inocentes travesuras. Semejante entonces al sol en su ocaso, se retira majestuosamente, dejando, si se casa, su puesto a otros, que vengan en él a la sociedad ofendida, y cobran en el nuevo marido, a veces con crecidos intereses, las letras que él contra sus antecesores girara.
Sólo una observación general haremos antes de concluir nuestro artículo acerca de lo que se llama en el mundo vulgarmente calaveradas. Nos parece que éstas se juzgan siempre por los resultados; por consiguiente a veces una línea imperceptible divide únicamente al calavera del genio, y la suerte caprichosa los separa o los confunde en una para siempre. Supóngase que Cristóbal Colón perece víctima del furor de su gente antes de encontrar el nuevo mundo, y que Napoleón es fusilado de vuelta de Egipto, como acaso merecía; la intentona de aquél y la insubordinación de éste hubieran pasado por dos calaveradas, y ellos no hubieran sido más que dos calaveras. Por el contrario, en el día están sentados en el gran libro como dos grandes hombres, dos genios.
Tal es el modo de juzgar de los hombres; sin embargo, eso se aprecia, eso sirve muchas veces de regla. ¿Y porqué?... Porque tal es la opinión pública.
Revista Mensajero, 30 mayo 1835.
© Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
El castellano viejo
11 de diciembre de 1832
Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo menos ridícula afectación de delicadeza.
Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada ( a lo que por entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante.
[Una de esas interjecciones que una repetina sacudida suele, sin consultar el decoro, arrancar espontáneamente de una boca castellana, se atravesó entre mis dientes, y hubiérale echado redondo a haber estado esto en mis costumbres, y a no haber reflexionado que semejantes maneras de anunciarse, en sí algo exageradas, suelen ser las inocentes muestras de afecto o franqueza de este país de exabruptos.]
No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el día, traté sólo de volverme por conocer quien fuese tan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echóme las manos a los ojos y sujetándome por detrás: -¿Quién soy?-, gritaba, alborozado con el buen éxito de su delicada travesura. -¿Quién soy?- -Un animal [irracional]-, iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podría ser, y sustituyendo cantidades iguales: -Braulio eres-, le dije.
Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a entrambos en escena. -¡Bien, mi amigo!. ¿Pues en qué me has conocido? -¿Quién pudiera sino tú? -¿Has venido ya de tu Vizcaya? -No, Braulio, no he venido. -Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres? es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días? -Te los deseo muy felices. -Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado. -¿A qué? -A comer conmigo. -No es posible. -No hay remedio. -No puedo -insisto ya temblando. -¿No puedes? -Gracias. -¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no soy el duque de F..., ni el conde de P... ¿Quién se resiste a una [alevosa] sorpresa de esta especie? ¿Quién quiere parecer vano? -No es eso, sino que... -Pues si no es eso -me interrumpe-, te espero a las dos; en casa se come a la española; temprano. Tengo mucha gente; tendremos al famoso X. que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará alguna cosilla.
Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder; un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo, para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios. -No faltarás, si no quieres que riñamos. -No faltaré -dije con voz exánime y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger. -Pues hasta mañana. [mi Bachiller]-: y me dio un torniscón por despedida.
Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, y quedéme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.
Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono; pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta, que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorpendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsibilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien puede tener razón, defiende que no hay educacón como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres; es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omoplatos.
No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas retiencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. El se muere por plantarle una fresca al lucero del alba, como suele decir, y cuando tiene un resentimiento, se le espeta a uno cara a cara. Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir cumplo y miento; llama a la urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la finura es para él poco más que griego; cree que toda la crianza está reducida a decir Dios guarde a ustedes al entrar en una sala, y añadir con permiso de usted cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su cabeza, y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.
Llegaron las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado: no quise, sin embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días [y] en semejantes casas; vestíme sobre todo lo más despacio que me fue posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más cometidos que contar para ganar tiempo; era citado a las dos y entré en la sala a las dos y media.
No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus perritos; déjome en blanco los necios cumplimientos que se dijeron al señor de los días; no hablo del immenso círculo con que guarnecía la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el senor de X., que debía divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había tenido la habilidad de ponerse malo aquella manana; el famoso T. se hallaba oportunamente compremetido para otro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas! -Suspuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa, querida mía. -Espera un momento -le contestó su esposa casi al oído-, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de allá dentro y... -Bien, pero mira que son las cuatro. -Al instante comeremos. Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa. -Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches. -¿Qué tengo de manchar? -le respondí, mordiéndome los labios. -No importa, te daré una chaqueta mía; siento que no haya para todos. -No hay necesidad. ¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá. -Pero, Braulio... -No hay remedio, no te andes con etiquetas. Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. Dile las gracias: al fin el hombre creía hacerme un obsequio!
Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo escusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; así que, se había creído capaz de contener catorce personas que éramos una mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme, por mucha distinción, entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba sentado, dígamoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadas por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas. -Ustedes harán penitencia, señores - exclamó el anfitrión una vez sentado-; pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys; frase que creyó preciso decir. Necia afectación es ésta, si es mentira, dije yo para mí; y si verdad, gran torpeza convidar a los amigos a hacer penitencia.
Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que había en aquella expresión más verdad de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros. -Sírvase usted. -Hágame usted el favor. -De ninguna manera. -No lo recibiré. -Páselo usted a la señora. -Está bien ahí. -Perdone usted. -Gracias. -Sin etiqueta, señores -exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.
Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino; por izquierda los embuchados de Extremadura. Siguióle un plato de ternera mechada, que Dios maldiga, y a éste otro y otros y otros; mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en semejantes ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar en nada. -Este plato hay que disimularle -decía ésta de unos pichones-; están un poco quemados. -Pero, mujer... -Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo que son las criadas. -¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego! Se puso algo tarde. -¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado? -¿Qué quieres? Una no puede estar en todo. -¡Oh, está excelente! -exclamábamos todos dejándonoslo en el plato-. ¡Excelente! -Este pescado está pasado. -Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar. ¡El criado es tan bruto! -¿De dónde se ha traído este vino? -En eso no tienes razón, porque es... -Es malísimo.
Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para advertirle continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a entender [a todos] entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en semejantes casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían tan a menudo, servían tan poco ya las miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la señora, que a duras penas había podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su esposo, tenía la faz encendida y los ojos llorosos. -Señora, no se incomode usted por eso- le dijo el que a su lado tenía. -¡Ah! les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que es esto; otra vez, Braulio, iremos a la fonda y no tendrás... -Usted, señora mía, hará lo que... -¡Braulio! ¡Braulio!
Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los convidados a porfía probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza, para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que dirigió de nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llamaba él a estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales; que para obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por que habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?
A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o seo gallo, que esto nunca se supo; fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas. -Este capón no tiene coyunturas, -exclamaba el infeliz sudandoy forcejeando, más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un gallinero.
El susto fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa: levántase rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepenas sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, una eminencia se levanta sobre el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al volverse tropieza con el criado que traía una docena de platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo y confusión. "Por San Pedro!" exclama dando una voz Braulio, difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su esposa. "Pero sigamos, señores, no ha sido nada", añade volviendo en sí.
¡Oh honradas casas donde un modesto cocido y un principo final constituyen la felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de día de días! Sólo la costumbre de comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.
¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! Sí, las hay para mí, ¡infeliz! Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las desgracias!, crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces, piden versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro. -Es preciso. -Tiene usted que decir algo -claman todos. -Désele pie forzado; que diga una copla a cada uno. -Yo le daré el pie: A don Braulio en este día. -Señores, ¡por Dios! -No hay remedio. -En mi vida he improvisado. -No se haga usted el chiquito. -Me marcharé. -Cerrar la puerta. -No se sale de aquí sin decir algo. Y digo versos por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.
A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. Por fin ya respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.
¡Santo Dios, yo te doy [las] gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de días de días; líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento, en que sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Perigueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa espuma del Champagne.
Concluída mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de ni camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y vuelo a olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.
Los barateros o el desafío y la pena de muerte
Debiendo sufrir en este día... la pena de muerte en garrote vil... Ignacio Argumañes, por la muerte violenta dada el 7 de marzo último a Gregorio Cané...
(Diario de Madrid, del 15 de abril de 1836.)
El Español, 19 de abril de 1836.
La sociedad se ve forzada a defenderse, ni más ni menos que el individuo, cuando se ve acometida; en esta verdad se funda la definición del delito y del crimen; en ella también el derecho que se adjudica a la sociedad de declararlos tales y de aplicarles una pena. Pero la sociedad, al reconocer en una acción el delito o el crimen, y al sentirse por ella ofendida, no trata de vengarse, sino de prevenirse; no es tanto su objeto castigar simplemente como escarmentar; no se propone por fin destruir al criminal, sino el crimen; hacer desaparecer al agresor, sino hacer desaparecer la posibilidad de nuevas agresiones; su objeto no es diezmar la sociedad, sino mejorarla. Y al ejecutar su defensa ¿qué derecho usa? El derecho del más fuerte. Apoderada del sospechado agresor, les es fuerza, antes de aplicarle la pena, verificar su agresión, convencerse a sí misma y convencerle a él. Para esto comienza por atentar a la libertad del sospechado, mal grave, pero inevitable; la detención previa es una contribución corporal que todo ciudadano debe pagar, cuando por su desgracia le toque; la sociedad, en cambio, tiene la obligación de aligerarla, de reducirla a las términos de indispensabilidad, porque pasados éstos comienza la detención a ser un castigo, y, lo que es peor, un castigo injusto y arbitrario, supuesto que no es resultado de un juicio y de una condenación; en el intervalo que transcurre desde la acusación o sospecha hasta la aseveración del delito, la sociedad tiene, no derecho, pero necesidad de detener al acusado; y supuesto que impone esta contribución corporal por su bien, ella es la que está obligada a hacer de modo que la cárcel no sea una pena ya para el acusado, inocente o culpable; la cárcel no debe acarrear sufrimiento alguno, ni privación que no sea indispensable, ni mucho menos influir moralmente en la opinión del detenido.
De aquí la sagrada obligación que tiene la sociedad de mantener buenas casas de detención, bien montadas y bien cuidadas, y la más sagrada todavía de no estancar en ellas al acusado.
Cualquiera de nuestros lectores que haya estado en la cárcel, cosa que le habrá sucedido por poco liberal que haya sido, se habrá convencido de que en este punto la sociedad a que pertenecemos conoce estas verdades y su importancia, y en nada las contradice. Nuestras cárceles son un modelo.
Era uno de los días del mes de marzo; multitud de acusados llenaban los calabozos; los patios de la cárcel se devolvían las estrepitosas carcajadas, desquite de la desgracia, o máscara violenta de la conciencia; las soeces maldiciones y blasfemias, desahogo de la impotencia, y los sarcásticos estribillos de torpes cantares, regocijo del crimen y del impudor. El juego, alimento de corazones ociosos y ávidos de acción, devoraba la existencia de los corrillos; el juego, nutrición terrible de las pasiones vehementes, cuyo desenlace fatídico y misterioso se presenta halagüeño, más que en ninguna parte, en la cárcel, donde tanta influencia tiene lo que se llama vulgarmente destino en la suerte de los detenidos; el juego, símbolo de la solución misteriosa y de la verdad incierta que el hombre busca incesantemente desde que ve la luz hasta que es devuelto a la nada.
En aquellos días existían en esa cárcel dos hombres: Ignacio Argumañes y Gregorio Cané. Los hombres no pueden vivir sino en sociedad, y desde el momento en que aquella a que pertenecen parece segregarlos de sí, ellos se forman otra fácilmente, con sus leyes, no escritas, pero frecuentemente notificadas por la mano del más fuerte sobre la frente del más débil. He aquí lo que sucede en la cárcel. Y tienen derecho a hacerlo. Desde el momento en que la sociedad retira sus beneficios a sus asociados; desde el momento en que, olvidando la protección que les debe, los deja al arbitrio de un cómitre despótico; desde el momento en que el preso, al sentar el pie en el patio de la cárcel, se ve insultado, acometido, robado por los seres que van a ser sus compañeros, sin que sus quejas puedan salir de aquel recinto, el detenido exclama: «Estoy fuera de la sociedad; desde hoy [y para mientras esté aquí], mi ley es mi fuerza, o la que yo me forje aquí». He aquí el resultado del desorden de las cárceles. ¿Con qué derecho la sociedad exige nada de los encarcelados, a quienes retira su protección? ¿Con qué derecho se sigue erigiendo en juez suyo, siendo los delitos cometidos dentro de aquel Argel efecto de su mismo abandono?
Pero dos hombres existían allí: dos barateros; dos seres que se creían con derechos a imponer leyes a los demás y a retirar del juego de sus compañeros un fondo piratesco; dos hombres que cobraban el barato. Cruzáronse estos hombres de palabras, y uno de ellos fue metido en un calabozo por el alcaide, dey de aquella colonia. A su salida, el castigado encuentra injusto que su compañero haya cobrado él solo el barato durante su ausencia, y reclama una parte en el tráfico. El baratero advenedizo quiere quitar del puesto al baratero en posesión; éste defiende su derecho, y sacando de la faltriquera dos navajas: ¿Quieres parte? le dice, pues gánala. He aquí al hombre fuera de la sociedad, al hombre primitivo que confía su derecho a su brazo.
El día va a expirar, y los detenidos acaban de pasar al patio inmediato, donde entonan diariamente una Salve a la Madre del Redentor, Salve sublime desde fuera, impudente y burlesca sobre el labio del que la entona, y que por bajo la parodia. Al son del religioso cántico los dos hombres defienden su derecho, y en leal pelea se acometen y se estrechan. Uno de ellos no debía oír acabar la Salve: un segundo transcurre apenas, y con el último acento del cántico, llega a los pies del Altísimo el alma de un baratero.
La sociedad entonces acude, y dice al baratero vivo: Yo te lancé de mi seno, baratero vivo:
-Yo te lancé de mi seno, yo te retiré mi amparo, yo te castigo antes de juzgarte con esa cárcel inmunda que te doy; ahí tolero tu juego y tu barato, porque tu juego y tu barato no molestan mi sueño; pero de resultas de ese juego y ese barato, tienes una disputa que yo no puedo ni quiero dirimir, y me vienen a despertar con el ruido de un cuerpo que has derribado al suelo; me avisan de que ese cuerpo, de que en vida yo no hice más caso que de ti, puede contagiarme con su putrefacción; y por ende mando que el cuerpo se entierre, y el tuyo con él, porque infringiste mis leyes, matando a otro hombre, aun entonces que mis leyes no te protegían. Porque mis leyes, baratero, alcanzan con la pena hasta a aquellos a quienes no alcanzan con la protección. Ellas renuncian a amparar, pero no a vengar; lo bueno de ellas, baratero, es para mí, lo malo para ti; porque yo tengo jueces para ti, y tú no los tienes para mí; yo tengo alguaciles para ti, y tú no los tienes para mí; yo tengo, en fin, cárceles, y tengo un verdugo para ti, y tú no los tienes para mí. Por eso yo castigo tu homicidio, y tú no puedes castigar mi negligencia y mi falta de amparo, que solos fueron de él ocasión.
Y el baratero:
-¿Hasta qué punto, sociedad, tienes derecho sobre mí? Ignoro si mi vida es mía; han dicho hombres entendidos que mi vida no es mía, y por la religión no puedo disponer de ella; pero si no es mía siquiera, ¿cómo será tuya? Y si es más mía que tuya, ¿en qué pude ofender a la sociedad disponiendo de ella, como otro hombre de la suya, de común acuerdo los dos, sin perjuicio de tercero, y sin llamar a nadie en nuestra común cuestión?
Y la sociedad:
-Algún día, baratero, tendrás razón; pero por el pronto te ahorcaré, porque no es llegado ese día en que tendrás razón y en que queden el suicidio y el duelo fuera de mi jurisdicción; en el día la sociedad a que perteneces no puede regirse sino por la ley vigente; ¿por qué no has aguardado para batirte en duelo a que la ley estuviese derogada? Por ahora, muere, baratero, porque tengo establecida una pragmática que así lo dispone. Una luna no ha transcurrido todavía que ha visto sofocado por mi mano a otro hombre por haber vengado un honor que la ley no alcanzaba a vengar...
Y el baratero:
-¿Y cuántas lunas transcurren, sociedad, que ven paseando en el Prado a otros hombres que incurrieron. en igual error que ese que me citas, y yo?...
Y la sociedad:
-Esto te enseñará que ya que no pudieses aguardar para batirte a que yo derogase mi ley, cesando de intervenir en las disidencias individuales que no atacan a la corporación, debiste aguardar a lo menos a ser opulento o siquiera caballero... o aprender en tanto a eludir mi ley.
Y el baratero:
-¿Y la igualdad ante la ley, sociedad?...
Y la sociedad:
-Hombre del pueblo, la igualdad ante la ley existirá cuando tú y tus semejantes la conquistéis; cuando yo sea la verdadera sociedad y entre en mi composición el elemento popular; llámanme ahora sociedad y cuerpo, pero soy un cuerpo truncado: [¿y no ves que no tengo sino cabeza, que es la nobleza, y brazos, que es la curia, y una espada ceñida, que es mi fuerza militar? Pero] ¿no ves que me falta [la base del cuerpo, que es] el pueblo? ¿No ves que ando sobre él, en vez de andar con él? ¿No ves que me falta el alma, que es la inteligencia del ser, y que sólo puede resultar del completo y armonía de lo que tengo, y de lo que me falta, cuando lo llegue a reunir todo? ¿No ves que no soy la sociedad, sino un monstruo de sociedad? ¿Y de qué te quejas, pueblo? ¿No renuncias a tus derechos en el acto de no reclamarlos? ¿No lo autorizas todo sufriéndolo todo? [Si tú eres mis pies, ¿por qué no te colocas debajo de mí y me haces andar a tu placer, y no que das lugar a que ande malamente, con muletas?]
Y el baratero:
-Porque no sé todavía que hago parte de ti, oh sociedad; [porque no sé que mis atribuciones son andar y hacerte andar]; porque no comprendo...
Y la sociedad:
-Pues date prisa a comprender, y a saber quién eres y lo que puedes, y entretanto date prisa a dejarte ahogar, y en garrote vil, porque eres pueblo y porque no comprendes.
Y el baratero:
-Mi día llegará, oh falsa sociedad, oh sociedad incompleta y usurpadora, y llegará más pronto por tu culpa; porque mi cadáver será un libro, y un libro ese garrote vil, donde los míos, que ahora le miran estúpidamente sin comprenderle, aprenderán a leer. ¡Hágase, en el ínterin, la voluntad de la fuerza: ahorca a los plebeyos que se baten en duelo, colma de honores a los señores que se baten en duelo, y, en tanto que el pueblo cobra su barato, cobra tú el tuyo, y date prisa!!!
Y el baratero debía morir, porque la ley es terminante, y con el baratero cuantos barateros se baten en duelo, porque la ley es vigente, y quien infringe la ley, merece la pena; ¡y quien tal hizo que tal pague!
Y el baratero murió, y en cuanto a él, satisfizo la vindicta pública. Pero el pueblo no ve, el pueblo no sabe ver; el pueblo no comprende, el pueblo no sabe comprender, y como su día no es llegado, el silencio del pueblo acató con respeto a la justicia de la que se llama su sociedad, y la sociedad siguió, y siguieron con ella los duelos, y siguió vigente la ley, y barateros la burlarán, porque no serán barateros de la cárcel, ni barateros del pueblo, aunque cobren el barato del pueblo.
© Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
El casarse pronto y mal
(Artículo del bachiller)
[Habrá observado el lector, si es que nos ha leído, que ni seguimos método, ni observamos orden, ni hacemos sino saltar de una materia en otra, como aquel que no entiende ninguna, cuándo en mala prosa, cuándo en versos duros, ya denunciando a la pública indignación necios y viciosos, ya afectando conocimientos del mundo en aplicaciones generales frías e insípidas. Efectivamente, tal es nuestro plan, en parte hijo de nuestro conocimiento del público, en parte hijo de nuestra nulidad.
-No tienen más defecto esos cuadernos -nos decía días pasados un hombre pacato- que esa audacia incomprensible, ese atrevimiento cínico con que usted descarga su maza sobre las cosas más sagradas. Yo soy un hombre moderado, y no me gusta que se ofenda a nadie. Las sátiras han de ser generales, y esa malignidad no puede ser hija sino de una alma más negra que la tinta con que escribe.
-Déme usted un abrazo -exclamaba otro de esos que por no haberse purificado lo ven todo con ojos de indignación-; así me gusta: esa energía nos sacará de nuestro letargo; duro en ellos. ¡Bribones!... Sólo una cosa me ha disgustado en sus números de usted; ese quinto número, en que ya empieza usted a adular.
-¿Yo adular? ¿Es adular decir la verdad?
-Cuando la verdad no es amarga, es una adulación manifiesta; corríjase usted de ese defecto, y nada de alabar, aunque sea una cosa buena, que ése no es el camino del bolsillo del público.
-Economice usted los versos -me dice otro-; pasó el siglo de la poesía y de las ilusiones: el público de las Batuecas no está ahora para versos. Prosa, prosa mordaz y nada más.
- ¡Qué buena idea -me dice otro- esa de las satirillas en tercetos! ¿Y seguirán? Es preciso resucitar el gusto a la poesía: al fin, siempre gustan más las cosas mientras mejor dichas están.
-¡Política -clama otro-; nada de ciencias ni artes! ¡En un país tan instruido como éste, es llevar agua al mar!
-¡Literatura -grita aquél-; renazca nuestro Siglo de Oro! Abogue usted siempre por el teatro, que ése es asunto de la mayor importancia.
-Déjese usted de artículos de teatros -nos responde un comerciante-. ¿Qué nos importa a los batuecos que anden rotos los poetas, y que se traduzca o no? ¡Cambios, y bolsa, y vales y créditos, y bienes N.... y empréstitos!
-¡Dios mío! Dé usted gusto a toda esta gente, y escriba usted para todos. Escriba usted un artículo jovial y lleno de gracia y mordacidad contra los que mandan, en el mismo día en que sólo agradecimiento les puede uno profesar. Escriba usted un artículo misantrópico cuando acaban de darle un empleo. ¿Hay cosa entonces que vaya mal? ¿Hay mandón que le parezca a uno injusto, ni cosa que no esté en su lugar, ni nación mejor gobernada que aquella en que tiene uno un empleo? Escriba usted un artículo gratulatorio para agradecer a los vencedores el día en que se paró el carro de sus esperanzas, y en que echaron su memorial debajo de la mesa. ¿Hay anarquía como la de aquel país en que está uno cesante? Apelamos a la conciencia de los que en tales casos se hayan hallado. Que den diez mil duros de sueldo a aquel frenético que me decía ayer que todas las cosas iban al revés, y que mi patriotismo me ponía en la precisión de hablar claro: verémosle clamar que ya se pusieron las cosas al derecho, y que ya da todo más esperanzas. ¿Se mudó el corazón humano? ¿Se mudaron las cosas? ¿Ya no serán los hombres malos? ¿Ya será el mundo feliz? ¡Ilusiones! No, señor; ni se mudarán las cosas, ni dejarán los hombres de ser tontos, ni el mundo será feliz. Pero se mudó su sueldo, y nada hay más justo que el que se mude su opinión.
Nosotros, que creemos que el interés del hombre suele tener, por desgracia, alguna influencia en su modo de ver las cosas; nosotros, en fin, que no creemos en hipocresías de patriotismo, le excusamos en alguna manera, y juzgamos que opinión es, moralmente, sinónimo de situación. Así que, respetando, como respetamos, a los que no participan de nuestro modo de pensar, daremos, para agradar a todos, en la carrera que hemos emprendido, artículos de todas clases, sin otra sujeción que la de ponernos siempre de parte de lo que nos parezca verdad y razón, en prosa y verso, fútiles o importantes, humildes o audaces, alegres y aun a veces tristes, según la influencia del momento en que escribamos; y basta de exordio: vamos al artículo de hoy, que será de costumbres, por más que confesemos también no tener para este género el buen talento del Curioso Parlante, ni la chispa de Jouy, ni el profundo conocimiento de Addisson.
Así como tengo aquel sobrino de quien he hablado en mi artículo de empeños y desempeños, tenía otro [también] no hace mucho tiempo, que en esto suele venir a parar el tener hermanos. Éste era hijo de una mi hermana, la cual había recibido aquella educación que se daba en España no hace ningún siglo: es decir, que en casa se rezaba diariamente el rosario, se leía la vida del santo, se oía misa todos los días, se trabajaba los de labor, se paseaba [solo] las tardes de los de guardar, se velaba hasta las diez, se estrenaba vestido el domingo de Ramos [se cuidaba de que no anduviesen las niñas balconeando], y andaba siempre señor padre, que entonces no se llamaba papá, con la mano más besada que reliquia vieja, y registrando los rincones de la casa, temeroso de que las muchachas, ayudadas de su cuyo, hubiesen a las manos algún libro de los prohibidos, ni menos aquellas novelas que, como solía decir, a pretexto de inclinar a la virtud, enseñan desnudo el vicio. No diremos que esta educación fuese mejor ni peor que la del día, sólo sabemos que vinieron los franceses, y como aquella buena o mala educación no estribaba en mi hermana en principios ciertos, sino en la rutina y en la opresión doméstica de aquellos terribles padres del siglo pasado, no fue necesaria mucha comunicación con algunos oficiales de la guardia imperial para echar de ver que si aquel modo de vivir era sencillo y arreglado, no era sin embargo el más divertido. ¿Qué motivo habrá, efectivamente, que nos persuada que debemos en esta corta vida pasarlo mal, pudiendo pasarlo mejor? Aficionóse mi hermana de las costumbres francesas, y ya no fue el pan pan, ni el vino vino: casóse, y siguiendo en la famosa jornada de Vitoria la suerte del tuerto Pepe Botellas, que tenía dos ojos muy hermosos y nunca bebía vino, emigró a Francia.
Excusado es decir que adoptó mi hermana las ideas del siglo; pero como esta segunda educación tenía tan malos cimientos como la primera, y como quiera que esta débil humanidad nunca supo detenerse en el justo medio, pasó del Año Cristiano a Pigault Lebrun, y se dejó de misas y devociones, sin saber más ahora porque las dejaba que antes porque las tenía. Dijo que el muchacho se había de educar como convenía; que podría leer sin orden ni método cuanto libro le viniese a las manos, y qué sé yo qué más cosas decía de la ignorancia y del fanatismo, de las luces y de la ilustración, añadiendo que la religión era un convenio social en que sólo los tontos entraban de buena fe, y del cual el muchacho no necesitaba para mantenerse bueno; que padre y madre eran cosa de brutos, y que a papá y mamá se les debía tratar de tú, porque no hay amistad que iguale a la que une a los padres con los hijos (salvo algunos secretos que guardarán siempre los segundos de los primeros, y algunos soplamocos que dará siempre los primeros a los segundos): verdades todas que respeto tanto o más que las del siglo pasado, porque cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene su cara.
No es necesario decir que el muchacho, que se llamaba Augusto, porque ya han caducado los nombres de nuestro calendario, salió despreocupado, puesto que la despreocupación es la primera preocupación de este siglo. Leyó, hacinó, confundió; fue superficial, vano, presumido, orgulloso, terco, y no dejó de tomarse más rienda de la que se le había dado. Murió, no sé a qué propósito, mi cuñado, y Augusto regresó a España con mi hermana, toda aturdida de ver lo brutos que estamos por acá todavía los que no hemos tenido como ella la dicha de emigrar; y trayéndonos entre otras cosas noticias ciertas de cómo no había Dios, porque eso se sabe en Francia de muy buena tinta. Por supuesto que no tenía el muchacho quince años y ya galleaba en las sociedades, y citaba, y se metía en cuestiones, y era hablador y raciocinador como todo muchacho bien educado; y fue el caso que oía hablar todos los días de aventuras escandalosas, y de los amores de Fulanito con la Menganita, y le pareció en resumidas cuentas cosa precisa para hombrear, enamorarse.
Por su desgracia acertó a gustar a una joven, personita muy bien educada también, la cual es verdad que no sabía gobernar una casa, pero se embaulaba en el cuerpo en sus ratos perdidos, que eran para ella todos los días, una novela sentimental, con la más desatinada afición que en el mundo jamás se ha visto; tocaba su poco de piano y cantaba su poco de aria de vez en cuando, porque tenía una bonita voz de contralto. Hubo guiños y apretones desesperados de pies y manos, y varias epístolas recíprocamente copiadas de la Nueva Eloísa; y no hay más que decir sino que a los cuatro días se veían los dos inocentes por la ventanilla de la puerta y escurrían su correspondencia por las rendijas, sobornaban con el mejor fin del mundo a los criados, y por último, un su amigo, que debía de quererle muy mal, presentó al señorito en la casa. Para colmo de desgracia, él y ella, que habían dado principio a sus amores porque no se dijese que vivían sin su trapillo, se llegaron a imaginar primero, y a creer después a pies juntillas, como se suele muy mal decir, que estaban verdadera y terriblemente enamorados. ¡Fatal credulidad! Los parientes, que previeron en qué podía venir a parar aquella inocente afición ya conocida, pusieron de su parte todos los esfuerzos para cortar el mal, pero ya era tarde. Mi hermana, en medio de su despreocupación y de sus luces, nunca había podido desprenderse del todo de cierta afición a sus ejecutorias y blasones, porque hay que advertir dos cosas: Primera, que hay despreocupados por este estilo; y segunda, que somos nobles, lo que equivale a decir que desde la más remota antigüedad nuestros abuelos no han trabajado para comer. Conservaba mi hermana este apego a la nobleza, aunque no conservaba bienes; y esta es una de las razones porque estaba mi sobrinito destinado a morirse de hambre si no se le hacía meter la cabeza en alguna parte, porque eso de que hubiera aprendido un oficio, ¡oh!, ¿qué hubieran dicho los parientes y la nación entera? Averiguóse, pues, que no tenía la niña un origen tan preclaro, ni más dote que su instrucción novelesca y sus duettos, fincas que no bastan para sostener el boato de unas personas de su clase. Averiguó también la parte contraria que el niño no tenía empleo, y dándosele un bledo de su nobleza, hubo aquello de decirle:
-Caballerito, ¿con qué objeto entra usted en mi casa?
-Quiero a Elenita -respondió mi sobrino.
-¿Y con qué fin, caballerito?
-Para casarme con ella.
-Pero no tiene usted empleo ni carrera...
-Eso es cuenta mía.. .
-Sus padres de usted no consentirán...
-Sí, señor; usted no conoce a mis papás.
-Perfectamente; mi hija será de usted en cuanto me traiga una prueba de que puede mantenerla, y el permiso de sus padres; pero en el ínterin, si usted la quiere tanto, excuse por su mismo decoro sus visitas...
-Entiendo.
-Me alegro, caballerito.
Y quedó nuestro Orlando hecho una estatua, pero bien decidido a romper por todos los inconvenientes.
Bien quisiéramos que nuestra pluma, mejor cortada, se atreviese a trasladar al papel la escena de la niña con la mamá; pero diremos, en suma, que hubo prohibición de salir y de asomarse al balcón, y de corresponder al mancebo; a todo lo cual la malva respondió con cuatro desvergüenzas acerca del libre albedrío y de la libertad de la hija para, escoger marido, y no fueron bastantes a disuadirla las reflexiones acerca de la ninguna fortuna de su elegido: todo era para ella tiranía y envidia que los papás tenían de sus amores y de su felicidad; concluyendo que en los matrimonios era lo primero el amor, que en cuanto a comer ni eso hacía falta a los enamorados, porque en ninguna novela se dice que coman las Amandas y los Mortimers, ni nunca les habían de faltar unas sopas de ajo.
Poco más o menos fue la escena de Augusto con mi hermana, porque aunque no sea legítima consecuencia, también concluía de que los Padres no deben tiranizar a los hijos, que los hijos no deben obedecer a los padres: insistía en que era independiente; que en cuanto a haberle criado y educado, nada le debía, pues lo había hecho por una obligación imprescindible; y a lo del ser que le había dado, menos, pues no se lo había dado por él, sino por las razones que dice nuestro Cadalso, entre otras lindezas sutilísimas de este jaez.
Pero insistieron también los padres, y después de haber intentado infructuosamente varios medios de seducción y rapto, no dudó nuestro paladín, vista la obstinación de las familias, en recurrir al medio en boga de sacar a la niña por el vicario. Púsose el plan en ejecución, y a los quince días mi sobrino había reñido ya decididamente con su madre; había sido arrojado de su casa, privado de sus cortos alimentos, y Elena depositada en poder de una potencia neutral; pero se entiende, de esta especie de neutralidad que se usa en el día; de suerte que nuestra Angélica y Medoro se veían más cada día, y se amaban más cada noche. Por fin amaneció el día feliz; otorgóse la demanda; un amigo prestó a mi sobrino algún dinero, uniéronse con el lazo conyugal, «estableciéronse en su casa, y nunca hubo felicidad igual a la que aquellos buenos hijos disfrutaron mientras duraron los pesos duros del amigo. Pero ¡oh dolor! , pasó un mes y la niña no sabía más que acariciar a Medoro, cantarle una aria, ir al teatro y bailar una mazurca; y Medoro no sabía más que disputar. Ello sin embargo, el amor no alimenta y era indispensable buscar recursos.
Mi sobrino salía de mañana a buscar dinero, cosa más difícil de encontrar de lo que parece, y la vergüenza de no poder llevar a su casa con qué dar de comer a su mujer, le detenía hasta la noche. Pasemos un velo sobre las escenas horribles de tan amarga posición. Mientras que Augusto pasa el día lejos de ella en sufrir humillaciones, la infeliz consorte gime luchando entre los celos y la rabia. Todavía se quieren; pero en casa donde no hay harina todo es mohína; las más inocentes expresiones se interpretan en la lengua del mal humor como ofensas mortales; el amor propio ofendido es el más seguro antídoto del amor, y las injurias acaban de apagar un resto de la antigua llama que amortiguada en ambos corazones ardía; se suceden unos, a otros los reproches; y el infeliz Augusto insulta a la mujer que le ha sacrificado su familia y su suerte, echándole en cara aquella desobediencia a la cual no ha mucho tiempo él mismo la inducía; a los continuos reproches se sigue en fin el odio.
¡Oh, si hubiera quedado aquí el mal! Pero un resto de honor mal entendido que bulle en el pecho de mi sobrino, y que le impide prestarse para sustentar a su familia a ocupaciones groseras, no le impide precipitarse en el juego, y en todos los vicios y bajezas, en todos los peligros que son su consecuencia. Corramos de nuevo, corramos un velo sobre el cuadro a que dio la locura la primera pincelada, y apresurémonos a dar nosotros la última.
En este miserable estado pasan tres años, y ya tres hijos más rollizos que sus padres alborotan la casa con sus juegos infantiles. Ya el himeneo y las privaciones han roto la venda que ofuscaba la vista de los infelices: aquella amabilidad de Elena es coquetería a los ojos de su esposo; su noble orgullo, insufrible altanería; su garrulidad divertida y graciosa, locuacidad insolente y cáustica; sus ojos brillantes se han marchitado, sus encantos están ajados, su talle perdió sus esbeltas formas, y ahora conoce que sus pies son grandes y sus manos feas; ninguna amabilidad, pues, para ella, ninguna consideración. Augusto no es a los ojos de su esposa aquel hombre amable y seductor, flexible y condescendiente; es un holgazán, un hombre sin ninguna habilidad, sin talento alguno, celoso y soberbio, déspota y no marido... en fin, ¡cuánto más vale el amigo generoso de su esposo, que les presta dinero y les promete aún protección! ¡Qué movimiento en él! ¡Qué actividad! ¡Qué heroísmo! ¡Qué amabilidad! ¡Qué adivinar los pensamientos y prevenir los deseos! ¡Qué no permitir que ella trabaje en labores groseras! ¡Qué asiduidad y qué delicadeza en acompañarla los días enteros que Augusto la deja sola! ¡Qué interés, en fin, el que se toma cuando le descubre, por su bien, que su marido se distrae con otra... !
¡Oh poder de la calumnia y de la miseria! Aquella mujer que, si hubiera escogido un compañero que la hubiera podido sostener, hubiera sido acaso una Lucrecia, sucumbe por fin a la seducción y a la falaz esperanza de mejor suerte.
Una noche vuelve mi sobrino a su casa; sus hijos están solos.
-¿Y mi mujer? ¿Y sus ropas?
Corre a casa de su amigo. ¿No está en Madrid? ¡Cielos! ¡Qué rayo de luz! ¿Será posible? Vuela a la policía, se informa. Una joven de tales y tales señas con un supuesto hermano han salido en la diligencia para Cádiz. Reúne mi sobrino sus pocos muebles, los vende, toma un asiento en el primer carruaje y hétele persiguiendo a los fugitivos. Pero le llevan mucha ventaja y no es posible alcanzarlos hasta el mismo Cádiz. Llega; son las diez de la noche; corre a la fonda que le indican, pregunta, sube precipitadamente la escalera, le señalan un cuarto cerrado por dentro; llama; la voz que le responde le es harto conocida y resuena en su corazón; redobla los golpes; una persona desnuda levanta el pestillo. Augusto ya no es un hombre, es un rayo que cae en la habitación; un chillido agudo le convence de que le han conocido; asesta una pistola, de dos que trae, al seno de su amigo, y el seductor cae revolcándose en su sangre; persigue a su miserable esposa, pero una ventana inmediata se abre y la adúltera, poseída del terror y de la culpa, se arroja, sin reflexionar, de una altura de más de sesenta varas. El grito de la agonía le anuncia su última desgracia y la venganza más completa; sale precipitado del teatro del crimen, y encerrándose, antes de que le sorprendan, en su habitación, coge aceleradamente la pluma y apenas tiene tiempo para dictar a su madre la carta siguiente:
Madre mía: Dentro de media hora no existiré; cuidad de mis hijos, y si queréis hacerlos verdaderamente despreocupados, empezad por instruirlos... Que aprendan en el ejemplo de su padre a respetar lo que es peligroso despreciar sin tener antes más sabiduría. Si no les podéis dar otra cosa mejor, no les quitéis una religión consoladora. Que aprendan a domar sus pasiones y a respetar a aquellos a quienes lo deben todo. Perdonadme mis faltas: harto castigado estoy con mi deshonra y mi crimen; harto cara pago mi falsa preocupación. Perdonadme las lágrimas que os hago derramar. Adiós para siempre.
Acabada esta carta, se oyó otra detonación que resonó en toda la fonda, y la catástrofe que le sucedió me privó para siempre de un sobrino, que, con el más bello corazón, se ha hecho desgraciado a sí y a cuantos le rodean.
No hace dos horas que mi desgraciada hermana, después de haber leído aquella carta, y llamándome para mostrármela, postrada en su lecho, y entregada al más funesto delirio, ha sido desahuciada por los médicos.
Hijo... despreocupación... boda... religión... infeliz... «son las palabras que vagan errantes sobre sus labios moribundos. Y esta funesta impresión, que domina en mis sentidos tristemente, me ha impedido dar hoy a mis lectores otros artículos más joviales que para mejor ocasión les tengo reservados.
[Réstanos ahora saber si este artículo conviene a este país, y si el vulgo de lectores está en el caso de aprovecharse de esta triste anécdota. ¿Serán más bien las ideas contrarias a las funestas consecuencias que de este fatal acontecimiento se deducen las que deben propalarse? No lo sabemos. Sólo sabemos que muchos creen por desgracia que basta una ilustración superficial, cuatro chanzas de sociedad y una educación falsamente despreocupada para hacer feliz a una nación. Nosotros declaramos positivamente que nuestra intención al pintar los funestos efectos de la poca solidez de la instrucción de los jóvenes del día ha sido persuadir a todos los españoles que debemos tomar del extranjero lo bueno, y no lo malo, lo que está al alcance de nuestras fuerzas y costumbres, y no lo que todavía. Religión verdadera, bien entendida, virtudes, energía, amor al orden, aplicación a lo útil, y menos desprecio de muchas cualidades buenas que nos distinguen aun de otras naciones, son en el día las cosas que más nos pueden aprovechar. Hasta ahora, una masa que no es ciertamente la más numerosa, quiere marchar a la par de las más adelantadas de los países civilizados; pero esta masa que marcha de esta manera no ha seguido los mismos pasos que sus maestros; sin robustez, sin aliento suficiente para poder seguir la marcha rápida de los países civilizados, se detiene jadeando, y se atrasa continuamente; da de cuando en cuando una carrera para igualarse de nuevo, caminando a brincos como haría quien saltase con los pies trabados, y semejante a un mal taquígrafo, que no pudiendo seguir la viva voz, deja en el papel inmensas lagunas, y no alcanza ni escribe nunca más que la última palabra. Esta masa, que se llama despreocupada en nuestro país, no es, pues, más que el eco, la última palabra de Francia no más, Para esta clase hemos escrito nuestro artículo; hemos pintado los resultados de esta despreocupación superficial de querer tomar simplemente los efectos sin acordarse de que es preciso empezar por las causas; de intentar, en fin, subir la escalera a tramos; subámosla tranquilos, escalón por escalón, si queremos llegar arriba.
-¡Qué otros van a llegar antes! -nos gritarán.
-¿Qué mucho -les responderemos-, si, también echaron a andar antes? Dejadlos que lleguen; nosotros llegaremos después, pero llegaremos. Mas si nos rompemos en el salto la cabeza, ¿qué recurso nos quedará?
Deje, pues, esta masa la loca pretensión de ir a la par con quien tantas ventajas le lleva; empiécese por el principio: educación, instrucción. Sobre estas grandes y sólidas bases se ha de levantar el edificio. Marche esa otra masa, esa inmensa mayoría que se sentó hace tres siglos; deténgase para dirigirla la arrogante minoría, a quien engaña su corazón y sus grandes deseos, y entonces habrá alguna remota vislumbre de esperanza.
Entretanto, nuestra misión es bien peligrosa: los que pretenden marchar adelante, y la echan de ilustrados, nos llamarán acaso del orden del apagador, a que nos gloriamos de no pertenecer, y los contrarios no estarán tampoco muy satisfechos de nosotros. Éstos son los inconvenientes que tiene que arrostrar quien piensa marchar igualmente distante de los dos extremos: allí está la razón; allí la verdad; pero allí el peligro. En fin, algún día haremos nuestra profesión de fe: en el entretanto quisiéramos que nos hubieran entendido. ¿Lo conseguiremos? Dios sea con nosotros; y si no lo lográsemos, prometemos escribir otro día para todos.]
El Pobrecito Hablador, 30 de noviembre de 1832.
© Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
El Duende Satírico del día, 31 de mayo de 1828.
Corridas de toros
Vous connaissez l'horreur des spectacles affreux
Dont les romains faisaient le plus doux de leurs jeux.
Ce peuple qui donnait, par un mépris bizarre,
A tout peuple étranger le titre de barbare,
Ne repaissait ses yeux que des pleurs des mortels
Et de sang arrosait ses théâtres cruels,
Aux tigres, aux lions livrant des misérables
Il se divertissait de leurs cris lamentables;
Il exposait aux ours des esclaves tremblants
Pour en voir disperser tous les membres sanglants,
Le grave sénateur courait à ces supplices,
Et la jeune vestale en faisait ses délices.
(M. RACINE, FILS: Epître à madame la duchesse de Noailles sur l'âme des bêtes.)
Ejercite sus fuerzas el mancebo
En frente de escuadrones: no en la frente
Del útil bruto l'asta del acebo.
............................................................
Gineta y cañas son contagio moro;
Restitúyanse justas y torneos,
y hagan paces las capas con el toro.
(Quevedo. Epíst. satír. y censor.)
Estas funciones deben su origen a los moros, y en particular, según dice don Nicolás Fernández de Moratín, a los de Toledo, Córdoba y Sevilla. Éstos fueron los primeros que lidiaron toros en público. Los principales moros hacían ostentación de su valor y se ejercitaban en estas lides, mezclando su ferocidad natural con las ideas caballerescas, que comenzaban a inundar la Europa. El anhelo de distinguirse en bizarría delante de sus queridas, y de recibir su corazón en premio de su arrojo, les hizo, poner las corridas de toros al nivel de sus juegos de cañas y de sortijas.
Los españoles sucesores de Pelayo, vencedores de una gran parte de los reyezuelos moros que habían poseído media España, ya reconquistada, tomaron de sus conquistadores en un principio, compatriotas, amigos o parientes en seguida, enemigos casi siempre, y aliados muchas veces, estas fiestas, cuya atrocidad era entonces disculpable, pues que entretenía el valor ardiente de los guerreros en sus suspensiones de armas para la guerra, la emulación entre los nobles que se ocupaban en ellas, haciéndolos verdaderamente superiores a la plebe, y acostumbraba al que había de pelear a mirar con desprecio a un semejante suyo, cuando le era preciso combatir con él, si acababa de aterrar a una fiera más temible.
El primer español que alanceó a caballo un toro fue nuestro héroe, nunca vencido, el famoso Rui o Rodrigo Díaz de Vivar, dicho el Cid, que venció batallas aún después de su muerte. Hasta éste, sólo en las baterías de caza habían peleado los españoles con estos hermosos animales; y cuando el Cid alanceó el primer toro delante de los que le acompañaban, éstos quedaron admirados de su fuerza y de su destreza.
Sin duda, con este motivo supuso don Nicolás Fernández de Moratín las fiestas de toros en Madrid, que entonces era un pequeño lugar con castillo moro, dependiente de los de Toledo, a las que hizo las hermosas quintillas que se hallan en sus obras póstumas, impresas en Barcelona, las cuales pueden dar una idea de las costumbres de aquellos tiempos.
Hasta entonces, las fiestas de los españoles se reducían a las que tomaron de los moros; y en el mismo tiempo del Cid, Alfonso VI tuvo unas fiestas públicas, reducidas a soltar en una plaza dos cerdos. Dos ciegos, o, por mejor decir, dos hombres vendados salían, armados de palos, y divertían al pueblo con los muchos que se pegaban naturalmente uno a otro. Diversión sencilla, pero malsana a los lidiadores, los cuales se quedaban con el animal si acertaban a darle.
A pesar de esto, en el resumen historial de España del licenciado Francisco de Cepeda hablando del año de 1100, dice que en él, según memorias antiguas, se corrieron en fiestas públicas toros, y añade, ya refiriéndose a entonces, «espectáculo sólo de España». Y por nuestras crónicas se ve que en 1124, en que casó Alfonso VII en Saldaña con doña Berenguela la Chica, hija del conde de Barcelona, entre otras funciones hubo fiestas de toros. Y en la ciudad de León, cuando el rey don Alfonso VIII casó a su hija doña Urraca con el Rey don García de Navarra, en cuya ocasión también se verificó la de los cerdos.
En el siglo XIII, y hacia sus mediados, después de hechas las paces con los moros, cuando a éstos no les había quedado más que la Bética, fue cuando nuestra nobleza, que parecía quedar ociosa, se entregó a esta clase de diversiones, haciendo de ellas una función nacional, con preferencia a las cañas, sortijas, etcétera, de los moros, y a los torneos y aventuras quijotescas, que tomaron de allende los Pirineos. Movidos los nobles de la fama de algunos hábiles y valientes moros, quisieron competir con Muza, con Gazul, con Malique-Alabez y otros granadinos que se distinguían en la lid con los toros, a cuyo objeto se proporcionaron los mejores que se hallaron en la sierra de Ronda.
La admiración pública, la novedad, y, sobre todo, el espíritu algún tanto feroz de aquellos tiempos de guerra y de incivilización, contribuyeron no poco a poner en boga esta diversión, y después dos causas principales las acabaron de establecer: la galantería, que comenzó a mezclarse en todas las acciones de los hombres, y el no haberse desdeñado los reyes mismos algunas veces de dejar el cetro para empuñar el rejoncillo. La influencia del ejemplo de éstos, como ha sucedido siempre, arrastró la opinión general, y no hubo noble que no quisiese imitar al monarca en el disputar los premios que la hermosura adjudicaba por su mano al valor, o tal vez a las fuerzas de flaqueza que sabía sacar el amor propio aun del corazón de los más tímidos que querían aspirar al de las bellezas de aquellos tiempos.
Como los toros era una fiesta privativa de los nobles, le era prohibido a la plebe el entrometerse en ella hasta el toque de desjarrete, el que sonaba después que los caballeros habían alanceado completamente al toro. Entonces, la multitud se arrojaba a la plaza, no de otro modo que en nuestras insoportables y brutales novilladas, armada de palos, chuzos y venablos, y corría atropelladamente a matar al toro como podía; pero éste, que no siempre era del parecer de la plebe, sino que solía dar en llevar la contraria, era causa de que en estas ocasiones ocurrían no pocas desgracias. Y entonces, el infeliz inexperto e imprudente que tenía la desgracia de ver la función desde las astas del animal no debía esperar auxilio alguno de parte de la nobleza, que tenía por vil y degradante salvar la vida de un plebeyo. Esta nobleza, bien distinta de la que aplaudía a Terencio cuando resonaba el teatro romano con aquel dicho del poeta: «Homo sum, nihil humani a me alienum puto», no podía dejar la silla a no ser que perdiese el rejón, la lanza, el guante o el sombrero, en cuyo caso no podía volver a montar sin haber dado antes muerte a la fiera y recobrado la prenda perdida. Cada noble solía llevar en derredor de su caballo dos o tres chulos de a pie para distraer al toro en un riesgo, como en el día nuestros capeadores.
El desorden que reinaba en este modo de matar al toro fue causa de que en Roma, adonde habían adoptado los toros, pero no la destreza de España, sucediesen muchas desgracias, contándose en particular haber perecido en el año 1332 al furor de los toros 19 caballeros romanos y muchos plebeyos, con no pocos estropeados, lo que fue motivo de que se prohibiesen en Italia este año, en el pontificado de Juan XXII, al mismo tiempo que conservándose sólo en España, caminaban rápidamente a su perfección, hasta el reinado de don Juan el II de Castilla, en que hubo muchas y grandes fiestas de toros en Medina del Campo en el año 1418, con motivo de su casamiento con doña María de Aragón, celebrado en 20 de octubre.
Poco después ya se trató de construir algunas plazas al propósito, y se mataban los toros con la media luna o a garrochazos, dando esta comisión a los esclavos moros, y más adelante a los negros y mulatos.
Florián hace alusión a las fiestas de toros en su Gonzalo de Córdoba, y supone como un episodio de su romance que la Reina Católica da una función al ejército acampado delante de Granada, lo que prueba lo generalizadas que estaban ya entonces estas fiestas; pero la verdad histórica es que esta misma Reina trató de exterminarlas, y juzgó imposible el conseguirlo, como lo aseguró a su confesor en una carta que le escribió desde Aragón, y que se halla inserta en el libro que Gonzalo de Oviedo escribió de los oficios de la Casa de Castilla.
En Madrid, a pesar de no ser todavía la corte de los Reyes, ya se trató de construir una plaza, y se cree que la primera estuvo situada enfrente de la casa de Medinaceli; después se trasladó a la plazuela de Antón Martín; otra hubo en el Soto Luzón, y últimamente, la que existe en el día fuera de la Puerta de Alcalá, revocada en almazarrón, cuya magnífica construcción hace honor a la España y a la arquitectura y parece querer rivalizar con los circos romanos. Una trabazón sin fin de tablas sin cepillar, de una solidez nada propia para desafiar a los siglos, hace temer que este inculto maderamen retrograde a hacer parte de la tierra de que se separó, volviendo a tomar raíces los leños y troncos casi enteros que le componen, y que existen cubiertos con un disimulo nada común, o, por lo menos, que los aficionados se vuelvan un lunes a su casa con el anfiteatro en las espaldas. Verdadera imagen de la fragilidad de las cosas humanas.
Pero siguiendo la historia de los toros, es sabido que el señor Carlos I les tuvo la mayor afición, y dicen sus contemporáneos que picaba y rejoneaba los toros con gran destreza, y en celebridad del nacimiento de su hijo el rey don Felipe II mató un toro de una lanzada en la plaza de Valladolid.
No menos habilidad tenían, según don Gregorio de Tapia y Salcedo, el rey don Sebastián de Portugal, Pizarro, el conquistador del Perú; don Diego Ramírez de Haro, etc.; y en lo sucesivo se distinguieron en diversas épocas en esta habilidad y tuvieron gran fama, Cea, Velada, el duque de Maqueda, Cantillana, Oceta, Zárate, Sástago, Riaño, el conde de Villamediana, don Gregorio Gallo, caballero de la Orden de Santiago, quien inventó la espinillera para defensa de la pierna, llamada por él gregoriana y en el día mona por nuestros picadores. Picaron también con primor de vara corta, Pueyo, Suazo, el marqués de Mondéjar y otros muchos que hasta el reinado de Felipe V sobresalieron y que se hallan citados en los diversos autores que han escrito de arte de torear.
El hijo y sucesor de Carlos I, Felipe II, que no pudo heredar de su padre el valor, tampoco heredó el gusto a las fiestas de toros. Él fue el primero que las prohibió por una Real cédula. Reinando este Soberano en el año 1565, se juntó por su influjo un Concilio en Toledo para el remedio de los abusos del reino, al cual asistieron los obispos de Sigüenza, Segovia, Palencia, Cuenca, Osma, el abad de Alcalá y otros distinguidos varones. Le presidió el ilustrísimo señor don Cristóbal Rojas de Sandoval, obispo de Córdoba, el más antiguo de los seis que concurrieron. En este Concilio se declaró que las funciones de toros son muy desagradables a Dios, y que si algún cristiano hiciese voto de correr o lidiar toros no estaba obligado a cumplirlo. Prohíbe, bajo pena de excomunión, hacer tales votos, y manda que no se tengan estos espectáculos en días de fiesta. Lo mismo previenen las leyes, tan celebradas, de los Teodosios, de León y Antenio, sobre el particular, y ésta es la razón por que se hacen en días de trabajo, para lo que se han destinado en Madrid los lunes. Dice además expresamente que si algún eclesiástico, contra el decoro de su estado, concurriese a los toros, sea castigado como corresponde por el ordinario.
Este mismo canon se renovó con las mismas penas en el año 1682 en el Sínodo de Toledo, que celebró su ilustrísimo arzobispo el excelentísimo señor don Manuel Portocarrero, cardenal de la Santa Iglesia, con el título de Santa Sabina.
El Papa San Pío V, en su bula De salute gregis, expedida en 1 de noviembre de 1567, prohibió y vedó, bajo las penas de excomunión y anatema ipso facto incurrendas, a todo príncipe el permitirlas, así como a los eclesiásticos el asistir, privando de sepultura sagrada a los toreros que muriesen en ellas.
Pero después, en el reinado del mismo Felipe II, hacia los años de 1580, y en el de Felipe III, hacia los de 1600, lograron persuadir a los Papas Gregorio XIII y Clemente VIII que los españoles que toreaban eran muy diestros, y que el gran peligro estaba de parte de los toros, y levantaron aquella excomunión, quedando sólo en actividad para los eclesiásticos regulares y los seculares de derecho común canónico, incurriendo en pena de irregularidad con su asistencia.
Hay infinitos decretos sinodales y muchos cánones que prohíben estas fiestas, y en uno de éstos se da al arte de torear el nombre de malvadísima, y se compara este modo de vivir con el de las rameras.
Felipe III gustó también de toros, pues que se sabe que renovó y perfeccionó la plaza de Madrid en el año 1619.
De su sucesor, Felipe IV, se dice que además de alancear y matar los toros, quitó la vida a más de 400 jabalíes con estoque, lanzón y horquilla.
En tiempo de Carlos II se sostuvo este entusiasmo entre la nobleza; pero a fines de su reinado, y mucho más cuando después de su muerte, ocurrida en 1700, vino a reinar Felipe V, habiendo empezado las guerras de Sucesión, tanto las divisiones y ocupaciones más serias que sobrevinieron, como el poco gusto que aquel Monarca manifestó hacia los toros, pues fue el segundo que los prohibió por Real cédula, distrajeron completamente a la nobleza, cesando su afición por el mismo resorte que la había fomentado; pudiéndose aplicar a esta influencia de los gustos de los Reyes sobre sus pueblos en España, casi como en todas partes, aquel dicho de Federico el Grande: Quand Auguste avait bu, la Pologne étoit ivre.
Los hombres pasan extrañamente de unos extremos de locura a otros. No había mucho que la nobleza, celosa del alto honor de morir en las astas de un animal, no permitía que plebeyo alguno le disputase la menor parte, e inmediatamente se desdeña de lidiar con las fieras, hasta el punto de declarar infame al que va a sucederle en tan arriesgada diversión. Efectivamente, desde entonces, unos cuantos hombres infamados pueden enriquecerse con el precio de su vida, tan vilmente alquilada a la pública diversión, a no tener las costumbres de su calidad.
Los sucesores de Felipe V, Fernando VI y Carlos III, a imitación de aquél y del segundo del mismo nombre, prohibieron los toros, a menos que no se invirtiese su producto en obras pías. Bajo este concepto, el señor rey don Carlos IV y nuestro actual Soberano (que Dios guarde) han concedido en dos temporadas del año cierto número de corridas con el piadoso objeto de socorrer a aquellos vasallos desvalidos que la desgracia ha reducido a un hospital.
Pero si bien los toros han perdido su primitiva nobleza; si bien antes eran una prueba del valor español, y ahora sólo lo son de la barbarie y ferocidad, también han enriquecido considerablemente estas fiestas una porción de medios que se han añadido para hacer sufrir más al animal y a los espectadores racionales: el uso de perros, que no tienen más crimen para morir que el ser más débiles que el toro y que su bárbaro dueño; el de los caballos, que no tienen más culpa que el ser fieles hasta expirar, guardando al jinete aunque lleven las entrañas entre las herraduras; el uso de banderillas sencillas y de fuego, y aun la saludable costumbre de arrojar el bien intencionado pueblo a la arena los desechos de sus meriendas, acaban de hacer de los toros la diversión más inocente y más amena que puede haber tenido jamás pueblo alguno civilizado.
Así es que amanece el lunes, y parece que los habitantes de Madrid no han vivido los siete días de la semana sino para el día en que deben precipitarse tumultuosamente en coches, caballos, calesas y calesines, fuera de las puertas, y en que creen que todo el tiempo es corto para llegar al circo, adonde van a ver a un animal tan bueno como hostigado, que lidia con dos docenas de fieras disfrazadas de hombres, unas a pie y otras a caballo, que se van a disputar el honor de ver volar sus tripas por el viento a la faz de un pueblo que tan bien sabe apreciar este heroísmo mercenario. Allí parece que todos acuden orgullosos de manifestar que no tienen entrañas, y que su recreo es pasear sus ojos en sangre, y ríen y aplauden al ver los destrozos de la corrida.
Hasta la sencilla virgen, que se asusta si ve la sangre que hizo brotar ayer la aguja de su dedo delicado; que se desmaya si oye las estrepitosas voces de una pendencia; que empalidece al ver correr a un insignificante ratón, tan tímido como ella, o al mirar una inocente araña, que en su tela laboriosa de nada se acuerda menos que de hacerla daño; la tierna casada, que en todo ve sensibilidad, se esmeran en buscar los medios de asistir al circo, donde no sólo no se alteran ni de oír aquel lenguaje tan ofensivo, que debieran ignorar eternamente, y que escuchan con tan poco rubor como los hombres que le emplean, ni se desmayan al ver vaciarse las tripas de un cuadrúpedo noble, que se las pisa y desgarra, sino que salen disgustadas si diez o doce caballos no han hecho patente a sus ojos la maravillosa estructura interior del animal, y si algún temerario no ha vengado con su sangre, derramada por la arena, la razón y la humanidad ofendidas.
El artesano irremisiblemente asiste y se divierte, tal vez a buena cuenta de lo que piensa trabajar en la semana, pues el resto de la anterior pagó su tributo acostumbrado la noche del domingo en el despacho de vino de que es parroquiano, y donde acabó de perder la poca cabeza que le quedó por la tarde de la cuajada y baile con que celebró el paso por el Avapiés de su pacientísimo Criador, según costumbre religiosa. Estos parcos españoles se contentan con ser dichosos el domingo y el lunes, y reservan para los demás días, en que ya no hay harina en casa, el trabajar la obra y las bien cuidadas costillas de su mujer, como si quisiera indemnizarse en su pellejo del dinero mal gastado. Bien que hay alguna que no sabría vivir sin este desahogo, porque cree que éstas son las pruebas de cariño más marcadas que puede dar un marido español y cariñoso; todo es a lo que el cuerpo se acostumbra. Una clase de entes no va a estas funciones: esa bandada de sentimentales que han pasado el Bidasoa, que en sus aguas, corno pudieran en las del Leteo, se despojaron de todo lo español que llevaban, y volvieron a los dos meses, haciendo ascos de su antiguo puchero, buscando la calle en que vivieron, y no sabiendo cómo llamar a su padre; éstos están fuera de combate, y tienen sobrada dicha con que no les obliguen a gastar paño de Tarrasa en sus vestidos, con que los dejen desafiarse todos los días a primera sangre, tropezar, pisar, enderezar el lente, pegar con el látigo, insultar y hacer reír a todo el mundo en el Prado, en el teatro, en las concurrencias; disputar mucho sobre las óperas sin entender una nota de música, y hablar una jerigonza de francés, italiano, inglés y español, etc. Para éstos son insípidos los toros, y repiten con énfasis: Función bárbara.
En estas fiestas, donde se ejercita la ternura, ¿qué fruto no puede sacar el filólogo? ¡Qué extrañeza de voces, que no están escritas en ninguna parte, y que forman un nuevo idioma, no conocido si no del que frecuenta las Maravillas, las Vistillas, el Avapiés y el Barquillo! Un idioma cuya riqueza y caudal no se extiende más allá de una docena de palabras expresivas y enérgicas, y que, bien fraseadas, hacen depender su inteligencia de sola su diversa modulación. ¡Oh, pueblo lacónico y de una penetración singular! Una sola palabra te significa admiración, enojo, rabia, celos, engaño, placer, novedad, venganza, etc.; ella es el requiebro que dices a tus amadas y el insulto que profieres contra tus enemigos, etc. Y entre tanto, existe en el globo una nación en que emplea el hombre toda su vida en acumular voces para hacerse entender de sus semejantes, y tal vez muere anciano sin conseguir saber su lengua. Venga a los toros el chino, y aprenderá a decir mucho en pocas palabras de la perspicacia de los españoles; venga todo el mundo a unas fiestas en que, como dice Jovellanos, el crudo majo hace alarde de la insolencia; donde el sucio chispero profiere palabras más indecentes que él mismo; donde la desgarrada manola hace gala de la impudencia; donde la continua gritería aturde la cabeza más bien organizada; donde la apretura, los empujones, el calor, el polvo y el asiento incomodan hasta sofocar, y donde se esparcen por el infestado viento los suaves aromas del tabaco, el vino y los orines.
Concluiré este artículo con las dos composiciones poéticas siguientes, que por hacer relación a los toros no disgustarán a los apasionados.
A PEDRO ROMERO, TORERO INSIGNE
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EL TOREADOR NUEVO
(Cuento de don Pedro Calderón de la Barca.)
Un toricantano un día
entró a dar una lanzada,
de un su amigo apadrinado.
Airoso terció la capa,
galán requirió el sombrero,
y osado tomó la lanza
veinte pasos del toril.
Salió un toro y cara a cara
hacia el caballo se vino,
aunque pareció anca a anca;
porque el caballo y el toro
murmurando a las espaldas
se echaron dos melecinas
con el cuerpo y con el asta.
Cayó el caballero encima
del toro; sacó la espada
el tal padrino, y por dar
al toro una cuchillada,
al ahijado se la dio.
Y siendo de buena marca,
levantóse el caballero
preguntando en voces altas:
-¿Saben ustedes a quién
este hidalgo apadrinaba?
¿A mí o al toro? -Y ninguno
le supo decir palabra.
El día de difuntos de 1836
Fígaro en el cementerio
2 de noviembre de 1836
En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.
En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía, un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un Rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquélla que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.
Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos Gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.
-¡Día de difuntos!- exclamé.
Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios! que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!
La melancolía llegó entones a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurrióme de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...
-¡Fuera, exclamé, fuera! - como si estuviera viendo representar a un actor español-: ¡fuera!-, como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojéme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores:
¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.
-¡Necios!- decía a los transeuntes-. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura. ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados, ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí los puso, y ésa la obedecen.
-¿Qué monumento es éste?- exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio-. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? ¡Palacio! Por un lado mira a Madrid, es decir a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo:
Y ni los v... ni los diablos veo.
En el frontispicio decía: "Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado." En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. La Legitimidad, figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda? La armería. Leamos:
Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos. R.I.P.
Los Ministerios: Aquí yace media España; murió de la otra media.
Doña María de Aragón: aquí yacen los tres años.
Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:
El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar.
Y otra añadía, más moderna sin duda: Y resucitó al tercero día.
Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez. Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: Gobernación. ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la libertad del pensamiento. ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí, involuntariamente:
Aquí el pensamiento reposa,
En su vida hizo otra cosa.
Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.
La calle de Postas, la calle de la Montera. Estos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!
Correos. ¡Aquí yace la subordinación militar!
Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.
Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La Bolsa. Aquí yace el crédito español. Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¡es posible que se haya eregido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña!
La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, este es el sepulcro de la verdad. Unica tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.
La Victoria. Esa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: ¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!
¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros. Aquí reposan los ingenios españoles. ¡Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.
El Salón de Cortes. Fue casa del Espúritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.
Aquí yace el Estatuto.
Vivió y murió en un minuto.
Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.
El Estamento de Próceres. Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia provisora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.
El sabio en su retiro y villano en su rincón.
Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro; una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había aquí yace todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.
¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.
Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quiéen ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!
¡Silencio, silencio!
La diligencia
16 de abril de 1835
Cuando nos quejamos de que esto no marcha, y de que la España no progresa, no hacemos más que enunciar una idea relativa; generalizada la proposición de esa suerte, es evidentemente falsa; reducida a sus límites verdaderos, hay un gran fondo de verdad en ella.
Así como no notamos el movimiento de la tierra, porque todos vamos envueltos en él, así no echamos de ver tampoco nuestros progresos. Sin embargo, ciñéndonos al objeto de este artículo, recordaremos a nuestros lectores que no hace tantos años carecíamos de multitud de ventajas que han ido naciendo por sí solas y colocándose en su respectivo lugar; hijas de la época, secuelas indispensables del adelanto general del mundo. Entre ellas, es acaso la más importante la facilitación de las comunicaciones entre los pueblos apartados; los tiranos, generalmente cortos de vista, no han considerado en las diligencias más que un medio de transportar paquetes y personas de un pueblo a otro; seguros de alcanzar con su brazo de hierro a todas partes se han sonreído imbécilmente al ver mudar de sitio a sus esclavos; no han considerado que las ideas se agarran como el polvo a los paquetes y viajan también en diligencia. Sin diligencias, sin navíos, la libertad estaría todavía probablemente encerrada en los Estados Unidos. La navegación la trajo a Europa; las diligencias han coronado la obra; la rapidez de las comunicaciones ha sido el vínculo que ha reunido a los hombres de todos los países; verdad es que ese lazo de los liberales lo es también de sus contrarios; pero, ¿qué importa? La lucha es así general y simultánea; sólo así puede ser decisiva.
Hace pocos años, si le occuría a usted hacer un viaje, empresa que se acometía entonces sólo por motivos muy poderosos, era forzoso recorrer todo Madrid, preguntando de posada en posada por medios de transporte. Estos se dividían entonces en coches de colleras, en galeras, en carromatos, tal cual tartana y acémilas. En la celeridad no había diferencia ninguna; no se concebía como podía un hombre apartarse de un punto en un sólo día más de seis o siete leguas; aun así era preciso contar con el tiempo y con la colocación de las ventas; esto, más que viajar, era irse asomando al país, como quien teme que se le acabe el mundo al dar un paso más de lo absolutamente indispensable. En los coches viajaban sólo los poderosos; las galeras eran el carruaje de la clase acomodada; viajaban en ellas los empleados que iban a tomar posesión de su destino, los corregidores que mudaban de vara; los carromatos y las acémilas estaban reservadas a las mujeres de militares, a los estudiantes, a los predicadores cuyo convento no les proporcionaba mula propia. Las demás gentes no viajaban; y semejantes los hombres a los troncos, allí donde nacían, allí morían. Cada cual sabía que había otros pueblos que el suyo en el mundo, a fuerza de fe; pero viajar por instrucción y por curiosidad, ir a París sobre todo, eso ya suponía un hombre superior, extraordinario, osado, capaz de todo; la marcha era una hazaña, la vuelta una solemnidad; y el viajero, al divisar la venta del Espíritu Santo, exclamaba estupefacto: "¡Qué grande es el mundo!" Al llegar a París después de dos meses de medir la tierra con los pies, hubiera podido exclamar con más razon: "¡Qué corto es el año!"
A su vuelta, ¡qué de gentes le esperaban, y se apiñaban a su alrededor para cerciorarse de si había efectivamente París, de si se iba y se venía, de si era, en fin, aquel mismo el que había ido, y no su anima que volvía sola! Se miraba con admiración el sombrero, los anteojos, el baúl, los guantes, la cosa más diminuta que venía de París. Se tocaba, se manoseaba y todavía parecía imposible ¡Ha ido a París! ¡¡Ha vuelto de Paris!! ¡¡¡Jesus!!!
Los tiempos han cambiado extraordinarimente; dos emigraciones numerosas han enseñado a todo el mundo el camino de París y Londres. Como quien hace lo más hace lo menos, ya el viajar por el interior es una pura bagatela, y hemos dado en el extremo opuesto; en el día se mira con asombro al que no ha estado en París; es un punto menos que ridículo. ¿Quién será él,se dice, cuando no ha estado en ninguna parte? Y efectivamente, por poco liberal que uno sea, o está uno en el emigración, o de vuelta de ella, o disponiéndose para otra, el liberal es el símbolo del movimiento perpetuo, es el mar con su eterno flujo y reflujo. Yo no sé como se lo componen los absolutistas; pero para ellos no se han establecido las diligencias; ellos esperan siempre a pie firme la vuelta de su Mesías; en una palabra, siempre son de casa; este partido no tiene más movimiento que él del caracol; toda la diferencia está en tener la cabeza fuera o dentro de la concha. A propósito, ¿la tiene ahora dentro o fuera?
Volviendo empero a nuestras diligencias, no entraré en la explicación minuciosa y poco importante para el público de las causas que me hicieron estar no hace muchos días en el patio de la casa de postas, donde se efectúa la salida de las diligencías llamadas reales, sin duda por lo que tienen de efectivas. No sé qué tienen las diligencias de común con Su Majesdad; una empresa particular las dirige, el público las llena y las sostiene. La misma duda tengo con respecto a los billares; pero como si hubiera yo de extender ahora en el papel todas mis dudas no haría gran diligencia en el artículo de hoy, prescindiré de digresiones, y diré en último resultado, que ora fuese a despedir a un amigo, ora fuese a recibirle, ora, en fin, con cualquier otro objecto, yo me hallaba en el patio de las diligencias.
No es fácil imaginar qué multitud de ideas sugiere el patio de las diligencias; yo por mi parte me he convencido que es uno de los teatros más vastros que puede presentar la sociedad moderna al escritor de costumbres.
Todo es allí materiales, pero hechos ya y elaborados; no hay sino ver y coger. A la entrada le llama a usted ya la atención un pequeño aviso que advierte, pegado en un poste, que nadie puede entrar en el establecimiento público sino los viajeros, los mozos que traen sus fardos, los dependientes y las personas que vienen a despedir o recibir a los viajeros; es decir, que allí sólo puede entrar todo el mundo. Al lado numerosas y largas tarifas indican las líneas, los itinerarios, los precios; aconsejaremos sin embargo a cualquiera, que reproduzca, al ver las listas impresas, la pregunta de aquel palurdo que iba a entrar años pasados en el Botánico con chaqueta y palo, y a quien un dependiente decía:
-No se puede pasar en ese traje; no ve el cartel puesto de ayer?
-Sí señor -contestó el palurdo- pero... ¿eso rige todavía?
Lea, pues, el curioso las tarifas y pregunte luego: verá como no hay carruajes para muchas de las líneas indicades; pero no se desconsuele, le dirán la razon.
-¡Como los facciosos están por ahí, y por allí, y por más alla!
Esto siempre satisface; verá además como los precios no son los mismos que cita el aviso; en una palabra, si el curioso quiere proceder por orden, pregunte y lea después, y si quiere atajar, pregunte y no lea. La mejor tarifa es un dependiente; podrá suceder que no haya quien dé razón; pero en ese caso puede volver a otra hora, o no volver si no quiere.
El patio comienza a llenarse de viajeros y de sus familias y amigos; los unos se distinguen fácilmente de los otros. Los viajeros entran despacio; como muy enterados de la hora están ya como en su casa; los que vienen a despedirles, si no han venido con ellos, entran de prisa y preguntando:
-¿Ha marchado ya la diligencia? Ah no; aquí está todavía!
Los primeros tienen capa o capote, aunque haga calor; echarpe al cuello y gorro griego o gorra si son hombres; si son mujeres, gorro o papalina, y un enorme ridículo; allí va el pañuelo, el abanico, el dinero, el pasaporte, el vaso de camino, las llaves, ¡qué más sé yo!
Los acompañantes, portadores de menos aparato se presentan vestidos de ciudad, a la ligera.
A la derecha del patio se divisa una pequeña habitación; agrupados allí los viajeros al lado de sus equipajes, piensan el último momento de su estancia en la poblacón; media hora falta sólo; una niña - ¡qué joven, qué interesante!- apoyada la mejilla en la mano, parece exhalar la vida por los ojos cuajados en lágrimas; a su lado el objecto de sus miradas procura consolarla, oprimiendo acaso por última vez su lindo pie, su trémula mano.
-Vamos, niña- dice la madre robusta e impávida matrona, a quien nadie oprime nada, y cuya despedida no es la primera ni la última - ¿a qué vienen esos llantos? No parece sino que nos vamos del mundo.
Un militar que va solo examina curiosamente las compañeras de viaje; en su aire determinado se conoce que ha viajado y conoce a fondo todas las ventajas de la presión de una diligencia. Sabe que en diligencia el amor sobre todo hace mucho camino en pocas horas. La naturaleza, en los viajes, desnuda de las consideraciones de la sociedad, y muchas veces del pudor, hijo del conocimiento de las personas, queda sola y triunfa por lo regular. ¿Cómo no adherirse a la persona a quien nunca se ha visto, a quien nunca se volverá acaso a ver, que no le conoce a uno, que no vive en su círculo, que no puede hablar ni desacreditar, y con quien se va encerrado dentro de un cajón dos, tres días con sus noches? Luego parece que la sociedad no está allí; una diligencia viene a ser para los dos sexos una isla desierta; y en las islas desiertas no sería precisamente donde tendríamos que sufrir más desaires de la belleza. Por otra parte, ¡qué franqueza tan natural no tiene que establecerse entre los viajeros! ¡Qué multidud de ocasiones de prestarse mutuos servicios! ¡Cuántas veces al día se pierde un guante, se cae un pañuelo, se deja olvidado algo en el coche o en la posada! ¡Cuántas veces hay que dar la mano para bajar o subir! Hasta el rápido movimiento de la diligencia parece un aviso secreto de lo rápida que pasa la vida, de lo precioso que es el tiempo; todo debe ir de prisa en diligencia. Una salida de un pueblo deja siempre cierta tristeza que no es natural al hombre; sabido es que nunca está el corazón más dispuesto a recibir impresiones que cuando esta triste: los amigos, los parientes que quedan atrás dejan un vacío immenso. ¡Ah! ¡La naturaleza es enemiga del vacio!
Nuestro militar sabe todo esto; pero sabe también que toda regla tiene excepciones, y que la edad de quince años es la edad de las excepciones; pasa, pues, rápidamente al lado de la niña con una sonrisa, mitad burlesca, mitad compasiva.
-Pobre niña!- dice entre dientes-; ¡lo que es la poca edad! ¡Si pensará que no se aprecian las caras bonitas más que en Madrid! El tiempo le enseñará que es moneda corriente en todos países.
Una bella parece despedirse de un hombre de unos cuarenta años; el militar fija el lente; ella es la que parte; hay lágrimas, sí; pero ¿cuándo no lloran las mujeres? Las lágrimas por sí solas no quieren decir nada; luego hay cierta diferencia entre éstas y las de la niña; una sonrisa de satisfacción se dibuja en los labios del militar. Entre las ternezas de despedida se deslizan algunas frases, que no son reñir entramente, pero poco menos: hay cierta frialdad, cierto dominio en el hombre. ¡Ah, es su marido!
-Se puede querer mucho a su marido -dice el militar para sí- y hacer un viaje divertido.
-¡Voto va! ya ha marchado- entra gritando un original cuyos bolsillos vienen llenos de salchichón para el camino, de frasquetes ensogados, de petacas, de gorros de dormir, de pañuelos, de chismes de encender... ¡Ah! ¡ah! este es un verdadero viajero; su mujer le acosa a preguntas:
-¿Se ha olvidado el pastel?
-No, aquí le traigo
-¿Tabaco?
-No, aquí está
-¿El gorro? -En este bolsillo
-¿El pasaporte?
-En este otro.
Su exclamación al entrar no carece de fundamento; faltan sólo minutos, y no se divisa disposición alguna de viaje. La calma de los mayorales y zagales contrasta singularmente con la prisa y la impaciencia que se nota en las menores acciones de los viajeros; pero es de advertir que éstos, al ponerse en camino, alteran el orden de su vida para hacer una cosa extraordinaria; el mayoral y el zagal por el contrario hacen lo de todos los días.
Por fin se adelanta la diligencia, se aplica la escalera a sus costados y la baca recibe en su seno los paquetes; en menos de un minuto está dispuesta la carga y salen los caballos lentamente a colocarse en su puesto. Es de ver la impasibilidad del conductor a las repetidas solicitudes de los viajeros.
-A ver esa maleta; que vaya donde se pueda sacar.
-Que no se moje ese baúl.
-Encima ese saco de noche.
-Cuidado con la sombrerera.
-Ese paquete, que es cosa delicada
Todo lo oye, lo toma, lo encajona, a nadie responde; es un tirano en sus dominios.
-La hoja, señores, ¿tienen ustedes todos sus pasaportes? ¿Están todos? Al coche, al coche.
El patio de las diligencias es a un cementerio lo que el sueño a la muerte, no hay más diferencia que la ausencia y el sueño pueden no ser para siempre; no les comprende el terrible 'voi ch' intrate lasciate ogni speranza de Dante.
Se suceden los últimos abrazos, se renuevan los últimos apretones de manos; los hombres tienen vergüenza de llorar y se reprimen, y las mujeres lloran sin vergüenza.
-Vamos señores- repite el conductor; y todo el mundo se coloca.
La niña, anegada en lágrimas, cae entre su madre y un viejo achacoso que va a tomar las aguas; la bella casada entre una actriz que va a las provincias, y que lleva sobre las rodillas una gran caja de cartón con sus preciosidades de reina y princesa, y una vieja monstruosa que lleva encima un perro faldero que ladra y muerde por el pronto como si viese al aguador y que hará probablemente algunas otras gracias por el camino. El militar se arroja de mal humor en el cabriolé, entre un francés que le pregunta: "¿Tendremos ladrones?" y un fraile corpulento, que con arreglo a su voto de humilidad y de penitencia, va a viajar en estos carruajes tan incómodos. La rotonda va ocupada por el hombre de las provisiones; una robusta señora que lleva un niño de pecho y un bambino de cuatro años, que salta sobre sus piernas para asomarse de continuo a la ventanilla; una vieja verde, llena de anos y de lazos, que arregla entre las piernas del suculento viajero una caja de un loro, e hinca el codo, para colocarse, en el costado de un abogado, el cual hace un gesto, y vista la mala compañía en que va, trata de acomodarse para dormir, como si fuera ya juez. Empaquetado todo el mundo se confunden en el aire los ladridos del perrito, la tos del fraile, el llanto de la criatura; las preguntas del francés, los chillidos del bambino, que arrea los caballos desde la ventanilla, los sollozos de la niña, los juramentos del militar, las palabras enseñadas del loro, y multitud de frases de despedida
-Adiós.
-Hasta la vuelta.
-Tantas cosas a Pepe.
-Envíame el papel que se ha olvidado.
-Que escribas en llegando.
-Bien viaje.
Por fin suena el agudo rechinido del látigo, la mole inmensa se conmueve, y estremeciendo el empedrado, se emprende el viaje, semejante en la calle a una casa que se desprendiese de las demás con todos sus trastos e inquilinos a buscar otra ciudad en donde empotrarse de nuevo.
Donde las dan las toman
Pues que amarga la verdad,
Quiero echarla de la boca.
(Quevedo. Letr. Sat.)
No he de callar por más que con el dedo,
Ya tocando la boca o ya la frente,
Silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
(ID. Epíst. Cens.)
Amphora coepit
institui; currente rota, cur urceus exit?
(Horat. Epíst. ad Pis.)
Si hacer una tinaja era tu intento,
¿Por qué dando a la rueda movimiento
Te ha de salir al fin un pucherillo?
(Trad. de Iriarte.)
Donde las dan las toman
El Duende. - Don Ramón Arriala
D. R.- Señor Duende, ¿qué es eso? ¿Qué turbión de finezas ha reunido sobre la cabeza de usted para confundirle, el Correo Literario? ¿Qué hace usted que no corta su pluma, la moja en hiel?...
DUENDE.- Amigo, ¿qué quiere usted? Así me han dicho; estoy aterrado... Es verdad que no hay motivo para estarlo..., pero...
D. R.- Es decir, que de esta hecha Asmodeo se volverá a sepultar en el fondo de su botella; el Duende feneció; es decir, que nos podemos hacer los lutos sus deudos y apasionados.
DUENDE.- Sin duda. Es preciso decirlo de una vez: el Duende está conjurado y no volverá a sacar la cabeza.
D. R.- ¿Es posible que se deje dominar de un rato de mal humor?... ¿Qué razón dará usted cuando los que confiaban en sus fuerzas?...
DUENDE.- Amigo mío, me pondré colorado, diré que no puedo escribir más, que me encomienden a Dios..., porque, en fin, ¿qué bienes me resultan a mí de seguir alabando al Correo, como lo he hecho en mi cuarto cuaderno? He probado su mérito, su habilidad. Parece que el público no cree estas dos calidades, que los redactores no me agradecen. ¿No vale más hacer una retirada honrosa que querer tener más razón que un hombre que ha estado en la calle de Richelieu, que sabe dónde está el teatro Francés?... Ya ve usted que esto no es obra de ningún español ni se consigue a dos tirones.
D. R.- Por Dios, señor Duende, que usted también ha estado en la calle de Richelieu. Si yo dijera eso, que estoy condenado a no tener razón en ninguna disputa habida ni por haber, porque no sé si esa calle de París será hecha de casas como las que usamos por acá en España...
DUENDE.- Es verdad...
D. R.-Eso, señor Duende, no es falta de ánimo, sino de razones; y esto quiere decir que tendrá que confesar que el Correo es bueno. En una palabra, ¿usted responde, o no? Convénzame usted de las razones que tiene para proceder con esa sangre fría, y manifiésteme sus armas; de lo contrario, yo haré correr la voz del vencimiento más vergonzoso...
DUENDE.- Paso, señor de Arriala; no le entiendo a usted una palabra de eso que dice de vencimientos... Explíquese usted.
D. R.- Usted se chancea. Será que cuando todo el mundo no habla de otra cosa en Madrid sino del Duende, él solo esté ignorante...
DUENDE.- A la verdad que no he leído...
D. R.- ¿No ha leído usted la respuesta que le dan? ¡Hay cachaza singular!
DUENDE.- Como no la tenía no la esperaba; además he creído que valiese tan poco la pena...
D. R.- Es usted singular, pues felizmente, aunque por imitar a todo el mundo, no he comprado los números, la indignación me ha hecho copiar lo que más me ha chocado, y yo le diré a usted.
DUENDE.- Hombre, si he de decir verdad, no tengo mucha curiosidad de saber lo que dice el Correo, y tengo cosas de más importancia a que destinar el tiempo..., pero ya que usted se empeña, veamos. Al fin, de un periódico tan respetable sólo se pueden esperar muchas sales, objeciones bonitas, fundadas, ironía bien manejada, razones... y todo esto no podrá menos de gustarme, como habrá gustado ya, sin duda, al público.
D. R.- Vaya, el Duende delira. Todo lo contrario: insultos, sandeces, pocas razones, pero malas; desvergüenzas, y lo que es peor, personalidades calumniosas, inmorales, frescas y chorreando sangre.
DUENDE.- Paso segunda vez, señor don Ramón. No le permito a usted ir adelante; una cosa es que tenga ojeriza al Correo, y otra cosa es que me quiera pintar... ¡Vaya! ¿Cómo es posible... un papel de esa clase y responsabilidad había de propasarse hasta el punto de perder el respeto al público...? Señor don Ramón, ¿no se hace usted cargo que aunque los señores redactores, aunque el principal de ellos, que no conozco sino para reírme de él, pero que ya conoce el público, aunque el caballero José María Carnerero, que es incapaz de esas indecencias, se hubiese vuelto loco, el editor, interesado en el honor, es decir, en el lucro del periódico, no se lo hubiera permitido? No ve vuesamerced que eso sería escupir al cielo, poco menos que vender rábanos, darme a mí armas..., hacer personas que peinan canas lo que no haría un niño.
D. R.- Señor Duende, diga usted lo que quiera: ello no estará bien hecho, pero es demasiado cierto. Es verdad que es cosa de niños, que patean, rabian, lloran, pegan a su madre, se desgarran los vestidos y se arañan y maltratan a sí mismos cuando les quitan un gusto; pero, amigo, pintiparado eso mismo hace el Correo. El Duende ha sido un sinapismo que ha levantado ampollas que todavía escuecen, y no sólo no han podido disimularlo despreciándole, sino que después de emplear diez o doce columnas acerca del Duende, todavía intentan estar empezando y...
DUENDE.- Repito, señor don Ramón, que si usted no se modera concluiremos nuestra conversación; no quiero oír hablar mal del tal periódico; he probado sus ventajas, ha hecho un favor notable a mi salud, volviéndome el sueño, y, sobre todo, no creo cuanto usted dice. ¿Cómo creer que un periódico que en el prospecto prometía «notar con urbanidad y decoro los defectos» ¡haya olvidado tan pronto las leyes que él mismo se ha impuesto y «las cualidades que deben tener las buenas críticas, y que, en su concepto, son las de imparciales, instructivas y urbanas?» (número l). ¿Cómo ha de portarse de ese modo un periódico que asegura que es muy raro que el vituperio y el elogio sean justos cuando son exclusivos (ídem), y que añade:»La crítica debe ser urbana; no nos parece que esto necesita demostración. Todo lo que sale de la esfera de las discusiones literarias no es del caso, y aun por eso el crítico juicioso nunca hablará más que de los escritos, y no infamará su pluma en bajas personalidades ni con alusiones pérfidas y ajenas de su asunto. Los escritores que sólo saben divertir con el auxilio de tan mezquinos recursos ignoran, sin duda, que se necesita muy poco arte y muy poca habilidad cuando sólo se trata de entretener la malignidad pública; y nosotros, desde luego, declaramos que no es nuestro intento aspirar a triunfos de esta especie».
D. R.- Ésta es la mía, señor Duende, y por más que usted defienda al Correo, vamos a ver si cumple con todas esas buenas palabras; téngalas usted presentes, y déjeme hablar siempre hasta que haya concluido. En primer lugar, no me parece inútil advertir que en el examen crítico del Duende se sigue otro rumbo muy distinto; no se le puede aplicar aquello de «es muy raro que el elogio y el vituperio sean justos cuando son exclusivos», puesto que manifiesta ser imparcial en el hecho de alabar lo que le parece bueno (véase págs. 16 y 17, sobre óperas; ídem 9, sobre las noticias de turcos y rusos, y 39, sobre el número 20); y el deseo que a continuación expresa prueba que su intento no es el de echar abajo al Correo, sino el de corregirle; es imparcial, puesto que a los mismos sujetos que en un paraje deprime, en otro alaba, según cree merecerlo; por ejemplo, el señor Anfriso, de quien dice: «Si sus poesías son buenas, corno tengo motivos para creerlo»; a quien defiende después contra el Aprendiz, que desmedidamente le ataca; lo mismo sucede con el señor Vega, etc.
Es verdad que el Duende dice a veces gracias demasiado picantes; pero éstas recaen sobre los yerros puramente literarios, y aunque se llame necio al que repara en el modo de leer un periódico, y al que dicta una característica insolente, es por la oportunidad de esta falta y por el resentimiento que resulta de verse llamado necio por no ser suscriptor; insulto en que ya empieza el Correo a hacer de las suyas, tanto más cuanto es un motivo suficiente la rabia de tener pocos suscriptores para insolentarse con los que no lo son. Aun esto de llamar necio al autor incógnito de un artículo, nunca pudiera ser personalidad, puesto que no recae sobre la persona, que no hay conocida, sino sobre su artículo.
Véase, por lo demás, si en el Duende se halla una alusión personal de las que sacan la cabeza por todos los renglones del Correo. Cuando alaba, nombra; cuando deprime, no descubre el apellido del autor; esto indica una buena fe a prueba de Correo.
DUENDE.- Basta, señor de Arriala; eso fastidia, porque el caso es que el Duende no tenga razón...
D. R.- Vamos ahora a ver si le gusta a usted el Correo... Lo primero que hace es poner el nombre al chiquillo y bautizarle de papelejo...
DUENDE.- No es malo el nombre; papelejo quiere decir papel pequeño, de pocas hojas; verdad es que no tiene una vara de largo desde los seis cuartos hasta la imprenta; y en atención a esto bauticemos al Correo de papelón, y no se enfade usted, que es cuestión de nombre, o llámelo h.
D. R.- Sea así, ya que es usted tan acomodado. Dice que la ocurrencia de darle sueño al Correo no es nueva.
DUENDE.- Tiene razón; verdad es que no es nuevo el que esas obras medicinales den sueño; pero ese defecto no está sino en la virtud del periódico.
D. R.- Que procura decirlo de un modo nuevo.
DUENDE.- Eso es un mérito en este tiempo en que, como decía Boileau, ya en el suyo nacemos tarde; todo está dicho, sólo nos toca decir: «Non nova, sed nove».
D. R.- Y dilatándose tanto, que cuando escribía se conoce que lo hacía entre sueños.
DUENDE.- Eso es volver la pelota; se conoce que no le ha gustado la gracia, cuando le ha parado tan poco en el cuerpo, y nos la devuelve casi entera.
D. R.- Dice que con razón tiene prólogo el Correo, porque otros periódicos le tienen; a eso digo yo: el que la Revista Enciclopédica se vuelva toda prólogos no quiere decir que el Correo debe tenerle, pues es un periódico de otra especie que dice algo; todo prólogo, no siendo más que una preparación que hace el autor para hablar, como la etimología de su título lo indica [prólogos] de la preposición [pro] antes, delante y de [lógos], palabra, discurso; según otros, del verbo [prolégo], predigo, digo antes, de [légo], - [-xo], - [-cha], digo), le viene encajada a cualquiera obra como al Correo una crítica, cuando en el discurso de la obra se cumple con el objeto de hablar; pero cuando después de un prólogo tan completo salen unos harapos de periódico y unos artículos tan huecos, da gana de decirle el
Inceptis gravibus, plerumque et magna professis,
y aquello de
Nec sic incipies, ut scriptor cyclicus olim,
Fortunam Priami cantabo, et nobile bellum,
Quid dignum tanto feret hic promissor hiatu?
Parturient montes, nascetur ridiculus mus.
Y, sobre todo, da ganas de explicarles todo esto por medio de una fabulilla, que bien sé yo que les había de gustar.
EL ESCARABAJO Y LA ARAÑA
Miren que muy seria
la fábula va;
y atiéndanme todos,
que es cosa formal.
Un escarabajo,
profundo animal,
la araña ingeniosa
hubo de encontrar.
¿Qué hace pensativo,
señor, el de allá?
¿Qué cosa esos sesos
revolviendo están?
Pienso, amiga araña,
diz con seriedad,
poner una fábrica
que habrá de admirar.
Brazos sólo faltan
a hacerme el telar;
y así me prestaseis
vuestra habilidad.
La araña industriosa
¡hola!, dice, ¿hay tal?,
y hubo en un camino
gran casa de alzar.
Mas la socarrona,
su capacidad dudando,
certera se quiso esperar.
Aquello era verle
con activo afán,
qué de materiales,
alegre, hacinar.
Y después de tanto
sudoso activar,
señores, ¿qué haría?
¿A que no acertáis?
Una pelotilla;
no pudo hacer más:
¡os miro, burlones,
la risa soltar!
Bien, dijo la araña,
hice en desconfiar;
que a fe nunca el olmo
dar peras sabrá.
¡Oh! Cuántos suelen en grande fachada
así alucinar,
y es pelotilla, si al fin esperamos,
el fruto que dan.
D. R.- Quiere defender el artículo del año pasado. Dice que no es pesado, y lo vuelve a explicar; conque es bueno que se le critica el explicar demasiado, y todavía vuelve a explicarlo. Que pedía repeticiones, yo mismo lo decía; pero que no merece rompernos la cabeza, yo mismo lo digo. O tiene muy mala idea formada de su explicación, o del entendimiento del público.
DUENDE.- Eso me gusta en el señor J. P., que no nos deje a media miel; antes bien,»de la hiel del Correo apure el vaso»y yo creería muy oportuno el que repitiese, si no fuera por tres casualidades que ocurren: una, que a la primera lo entendimos todos muy de sobra, y aún más de lo que él hubiera querido, pues además de entender lo que quería decir, entendimos que lo decía muy mal, que lo escribía peor, etcétera; dos...
D. R.- Basta, pues, señor Duende; ¿para qué las otras dos? Pues aún barrunto yo que no ha quedado muy satisfecho el señor J. P.; por fortuna se ha cortado, que él llevaba camino de hacernos pasar por un rosario de quince dieces. Bien le podrán ganar a conciso, ¡pero a llenar papel, etc.! Bien haya su pluma, o, por mejor decir, su martillo y el brazo que le descarga.
¡Ay, señor Duende, prepárese; aquí hay un varapalo con tres versos como tres conjuros, y son de Argensola, aunque no lo dice el Correo! Pero... vaya, figúrese usted si será varapalo que se pueda bizmar con la flema de usted, cuando no sólo está en letra de molde, sino en letra bastardilla.
«El señor Larra, comisionado por el Duende en los versos que hizo a la Exposición pública, en los cuales, por no entender las materias de que hablaba, ha dicho cosas muy raras»
Vea usted por dónde retoña el arbolito. ¿Ha visto usted cómo toma el atajo y le mete un aguijón?...
Parece que el señor J. P.; a todo lo que es poesía lo llama versos, como los ignorantes; y no lo será, sino que tendrá gusto en parecerlo.
DUENDE.- Si esto es así, es usted el demonio; y tiene usted razón, porque no siendo los versos sino una de las partes de la poesía, es lo mismo llamar versos a una oda, que decir que el señor redactor tiene un paño, en vez de decir que tiene unos pantalones.
D. R.- ¡Hola! Pues debe usted estarle muy agradecido, que es mucho que no la llamó»décimas», así como llamará también santos a todas las estampas, aunque sean las del Quijote. Bien podía haber dicho oda, que así se llama esta clase de composiciones, en opinión de los Duendes y de los que no son periodistas del Correo, y este nombre viene de , , [Odé, -ês, he], por crasis en vez de [aoidé], canto, del verbo [aeído], y de aquí llamaban los atenienses odeon una especie de academia de música; de donde tomaron los latinos odeum, i, como a cada paso se encuentra en Vitruvio, pequeño teatro donde se celebraban certámenes de música.
D. R.- Y de ahí han tomado los parisienses su Odeón, segundo teatro de París para la música, el cual está en el Faubourg Saint-Germain, junto al Jardín de Luxemburgo, ya que es preciso haber estado en París para tener razón con esta especie de redactores.
Pues amigo, eso no es nada; ¿y allá cuando dice el hijo de Apolo, el señor de Carnenero, que ha tenido usted el gusto de hacerse conocer por una malísima oda a la Exposición? ¿Y qué dice usted ahora?
DUENDE.- Si eso es cierto, ya empiezo a creer que es buena; ya no debe dudarlo, cuando al señor de Carnerero le parece mala, y baste por este voto; pero con respecto al señor J. P., no puedo creer que hable mal de ella. ¿Usted cree que antes de aventurar el señor J. P. si dije cosas raras en los versos por no entender las materias, no hubiera llegado a pescar, como es su frase favorita, al señor director de la Junta de la Exposición, que es persona a quien se debe venerar, porque es un sabio de los que andan más escasos que Correos, y no se hubiera informado de él? ¿No hubiera visto a los señores vocales de la Junta, quienes le hubieran dicho no sólo la opinión que tenían formada de la oda con respecto a los objetos de la industria, sino también al mérito o demérito literario y poético de la composición? ¿No hubiera consultado el señor J. P. a don Juan Peñalver, su secretario, a quien no cambio por el redactor J. P., porque no es ninguna chinita, no es ningún redactor de un Correo, sino un buen matemático, físico, químico, economopolítico, etc.? Bien seguro es que el tal señor secretario don Juan Peñalver, a quien respeto y respetaré toda mi vida mientras sepa más que yo, en caso de haber hallado defectos en la oda, como sin duda los tendrá, no hubiera aconsejado al señor J. P. que los bautizase de cosas raras, que en lengua de sabios es lo mismo que no decir nada, o no tener nada que decir.
D. R.- Pero, señor Duende, esa diferencia que hay entre don Juan Peñalver y don J. P. no quiere decir que la oda sea buena; ello es preciso defenderla de este malandrín que la pone de malísima. La Junta pensará lo que quiera, pero al público no le consta: es preciso razones.
DUENDE.- Yo sospecho que el señor Carnerero no había leído de la oda sino mi apellido cuando aseguró ser mala; es decir esto, que está bien determinado a encontrarla mala cuando la lea; y efectivamente no se hace usted cargo; «una oda hecha por un señor que ha criticado al Correo», ¿cómo ha de ser buena? ¿No ve usted la incongruencia que habría en alabar un redactor al señor Larra? Eso se palpa. Mala, malísima, a los ojos del señor Carnerero; y Dios nos libre de que algún día les llegue a gustar a los Carnereros la oda líbreme de verla alabada por ellos, por aquella regla de Iriartea:
Si el sabio no aprueba, malo.
Si el necio aplaude, peor.
D. R.- Pero ¿usted la defiende?
DUENDE.- ¿De qué? ¿Cómo?
D. R.- Dando razones.
DUENDE.- Ninguna dan en contrario. Los inteligentes que han leído la oda ya han juzgado. A aquellos mulos de reata que a falta de criterio propio o sin haberla leído la juzguen malísima por el dicho de otro, a ésos les aconsejo que no la lean, y ese tiempo se encontrarán para cosas que ellos llamarán más útiles; si el día de mañana apareciesen razones contrarias de algún peso, me contentaría con leerles un oficio de la Junta, cuyo voto, prescindiendo de lo mucho que vale, por poco que valiera, había de ser una autoridad infinitamente más respetable que la del señor Carnerero, y la de un enemigo del autor del Duende, tanto por ser una corporación (en que no tengo el honor de conocer a ningún individuo), la cual no se doblega por interés alguno a la alabanza injusta, como por componerla sujetos de un mérito conocido en diversos ramos, y algunos en la literatura; el cual ahí le tiene usted.
D. R.- «La Junta de Exposición pública ha visto con particular aprecio la oda sobre la Exposición pública de la industria española que usted le presentó, y que tanto honra al mérito literario como a los sentimientos patrióticos de su autor. El señor Larra, en opinión de la Junta, debe ocupar un lugar distinguido en el Parnaso español y continuar dando nuevas pruebas de su precoz talento en el dificilísimo ramo de la literatura, que cultiva con tan buen éxito; todo lo cual, por acuerdo de la Junta, hago saber a usted para su noticia y satisfacción. Dios guarde a usted muchos años. Madrid, a 1 de septiembre de 1828.- Juan López Pedalfer de la Torre, secretario. Sr. D. Mariano José de Larra.»
Esto vale algo más que los chasquidos y látigos de un Correo, aunque mete menos bulla.
DUENDE.- Efectivamente, yo creía que era algo; pero ya veo, amigo, que la oda maldita en tan poco tiempo se nos ha echado a perder; no podré decir que no pasan días por ella; si se repuntaran las odas como el vino y si se pasaran como el pescado... Ya se ve, estos calores, el tiempo tan desigual..., los periodistas tan periodistas...
D. R.- Sigamos, pues, que la oda está tan segura, que así me las den todas a mí, como nadie la ha de tocar al pelo de la ropa, y vamos a otra. Dice:
«No es poca satisfacción la de tratar de tontos y necios a unos periodistas, lo cual no está prohibido por las leyes; y en cuanto si repugna algo a la urbanidad, toca esto a la conciencia política de cada uno. En rigor no debe faltarse a ella en ningún caso; y si alguna vez, por descuido o por efecto de la debilidad humana, lo hiciésemos, etc.»
Pero, ¡ah, señores Redactores! Vamos a ver si saco una consecuencia en buena lógica, ya que quieren lógica. Según los Redactores, «la opinión de un periodista nunca pasa de ser la opinión de un hombre», y esto es tan verdad, que no necesita más prueba, y por eso me refiero a lo que dice, es decir, que el mismo respeto merece en cuanto a opinión literaria un periodista como uno que no lo es: de suerte que del mismo modo se deberá tratar a uno que a otro. Es así que llamar necio, tonto, etc., a uno que no es periodista, v. g. el Duende, no es falta de urbanidad; porque ustedes lo han hecho, y no querrán faltar a sus leyes. Luego no es falta de urbanidad llamar necio y tonto a un periodista, puesto que es lo mismo que uno que no lo es. Hasta aquí va bien.
Todo esto se infiere en el caso de que sea un buen periodista; pero si un buen periodista, cuando lo merece, puede ser llamado necio y tonto, cuando este periodista no sea bueno, ¿qué merecerá? En ese caso, bien se deja conocer que no sólo no será el aplicarle aquellos nombres falta de urbanidad, sino que será justo y necesario.
Es así que los redactores del Correo, como se prueba en todo este cuaderno y el anterior, no son buenos...
Luego a los redactores del Correo no sólo no será falta de urbanidad llamarlos necios, tontos, etc., sino que será justo y necesario. Señor Carnerero, venga usted por más lógica.
D. R.- ¡Señor Duende! Duende sin urbanidad, ¿será posible que usted haya cometido la grosería, la falta de crianza de ver las faltas del Correo? ¿Y las leyes no lo prohíben? Vea usted: un crimen de leso periodista que se les ha quedado por allá. ¿Dónde están los Alonso, los Núñez, los Latín-Rasuras? ¿Qué hacen sus manes que no reviven a castigar a tanto hombre mal criado como hay en España, que comete la impolítica de no gustar del Correo? Y esta debilidad humana de que adolece todo un público... ¡Qué falta nos está haciendo en la Novísima Recopilación una ley que mande a todos los españoles de entrambos mundos gustar del Correo! Esta maldita fragilidad humana; pero a bien que la conocen los Redactores; lo peor es que el pecado de hallar malo el Correo va a ser como el pecado original, que tiene que pasar a nuestros hijos; y permítaseme decirlo, aunque sea descortesía.
Y sigue poco más allá.»Cuando nos ocurrió dar un salto a la pág. 23 y no tuvimos reparo en hacerlo, fundados en que los Correos y los poetas tienen facultad para dar saltos, que así se traduce el quidlibet audendi.»
Señor de Larra, mi amigo: ¿En qué tierra de cristianos, donde se coma pan de trigo, donde haya un mal dómine, se traduce así el quidlibet audendi? Y vaya un chinarro.
DUENDE.- Alto, y veamos. ¿Quién sabe si eso no será traducción así como quiera, sino traducción libre, o si estará imitado y arreglado al público español, que ahora imitaciones y arreglos llamarnos a las que antes eran traducciones literales? (Véanse los anuncios de Gustavo y Poleska, Oros son triunfos, etc.)
Aquí tengo comentadores y traductores de Horacio franceses, ingleses, italianos, españoles...; iremos por el orden que ellos quieran salir.
Torrencio, Cruquio, Lambino..., Acron..., Porfirio..., Turnebo..., Mureto..., Erasmo..., Bond..., Minelio..., Rodelio..., Desprez..., Dacier..., el jesuita Sanadon..., Escalígero..., Ricardo Bentley..., Cuningham..., Heynsio..., Batteux..., nuestro jesuita Morell, el doctor Villén de Biedma..., Espinel..., Iriartea..., Burgos, etc. ¡Por vida mía que no hallo interpretado ni traducido ese pasaje de ese modo!; sólo por boca de todos viene a decir Horacio que a los pintores y a los poetas les son permitidas ciertas licencias; pero que no traspasen por eso los límites de su arte respectivo:
Pictoribus atque poetis
Quidlibet audendi semper fuit aequa potestas.
Scimus, et hanc veniam petimusque damusque vicissim:
Sed non ut placidis coeant immitia, non ut
Serpentes avibus geminentur tigribus agni.
Y vaya por todas la traducción del señor Burgos:
Sé que a poetas y a pintores siempre
Fue permitido usar de cierta audacia,
Y alternativamente esta indulgencia
Para mí pido y debo autorizarla;
Pero no de manera que se junten
mansos bichos y fieras alimañas,
Aves con sierpes, tigres con corderos.
D. R.- Pues de todo esto se deduce: en primer lugar, que no hablando Horacio con los Correos, sino con los pintores, es mala la aplicación del texto, a no ser que creamos que las profesiones de Correo y pintor se dan la mano; en segundo lugar, que hablando con los poetas y hallándose tan distante de serlo el señor J. P. como yo de ser Redactor, está doblemente mal aplicado, y en tercer lugar, que otra vez que tenga el señor J. P. gana de saltar, salte el buen redactor en hora buena cuanto le viniere en voluntad, y hasta sudar la tarantela que le ha picado, y pues que nadie le ha de impedir este inocente desahogo, no le quiera suponer a Horacio ideas que no tuvo el buen latino; que aunque es antiguo y no le han de dejar volver a desmentirle como él quisiera, no es este un motivo suficiente para levantarle falsos testimonios.
DUENDE.- ¡Qué reparón es usted, señor don Ramón! Vaya que eso es no dar cuartel; por María Santísima que somos cristianos, y una cosa es dar razones y otra no dejar respirar. Hágase usted cargo que pues a aquella especie de pasaporte que da Horacio a pintores y poetas para caminar por el país de la imaginación y salirse a veces de camino trillado la han hecho extensiva para que los Correos puedan explayarse en brincos lícitos, bien pudiera servir también a todos los que se toman licencias, y aplicarse a los traductores que quieren truncar el sentido del texto.
D. R.- ¡Bravo, señor Duende: haga, pues, todo el mundo lo que se le antojare, que así se traduce el quidlibet audendi!
Pero vamos adelante; agáchese usted, que vamos entrando en la espesura; deme usted la mano, y usted, que no sabe lógica, venga a aprenderla del Correo.
Parece que el señor Dominguito Cautela.... pero ¡cómo se lo había usted de figurar!... el tal Dominguito, pues, es el mismo J. P. Redactor, y lo callaría, aunque, a fuer de Duende, lo sé muy bien, si él mismo no se descubriera saliendo a su defensa tan marcadamente.
DUENDE.- ¿Cómo es eso? ¿Quién diablos le había de reconocer con la cara tan embadurnada, el pobrecillo tan asustado de todo lo que ve, metido en la correspondencia?... Si no me engaño, dice el Correo, núm. 2, en una nota:»En el artículo que lleve este título (Correspondencia) se insertarán todos aquellos que, no siendo de los Redactores, nos sean comunicados y parezcan dignos de publicarse». Y lo digo porque creo que el artículo de Dominguito venía en correspondencia.
D. R.- Sí, señor; y éste es un golpe de Correo.
DUENDE.- Pero eso es engañar, es no cumplir.
D. R.- Señor Duende, no andemos a caza de inconsecuencias, que eso sería nunca acabar: de esta clase hay algunas, y estos golpes siempre los negarán..., pero, amigo, ello ha de haber Correo y correspondencia; cartas no vienen, de algún modo ha de hacer... A mí lo que me divierte es ver cómo el señor J. P. juega al escondite por entre el follaje del papelico, cómo corretea por la valija y se zambulle en la primera columna del pliego, y saca luego la cabeza dos varas más allá por entre la correspondencia, etc., y ahora, ¿quién es más Duende?
Pero partiendo de este principio, vamos buscando nuestra lógica, que buena falta nos hace...
Dice el señor J. P. o Cautela, núm. 12:
«Ha habido gentes que han querido suponer que este mal (la escasez de agua) existía, y aunque todo ello no ha sido más que una patraña...»Y en el número 34, el mismo J. P....:»Había agua..., había y hay agua, etc.». Y en el mismo:»El hecho es que en el verano se gasta más agua que en invierno..., sin que por eso se pueda decir que en diciembre trajesen los viajes más agua que traían en julio». ¡Qué tal, y qué torrente de lógica! En verano se gasta más agua que en invierno; en invierno no viene más agua que en verano; pero no hay escasez. No hay escasez; pero dice más abajo que sería bueno, útil y necesario traer a Madrid las aguas del Jarama, aunque costasen trescientos millones; ni que fueran artículos del Correo... ¡Trescientos millones! ¿Sabe usted que hay con trescientos millones para traer a Madrid, no digo yo el Jarama, sino a todo el Ganges y al mismo río Leteo? ¿Y para qué? Si hay agua no es preciso, ni bueno, ni útil, ni necesario; y si es bueno, útil y necesario, es señal de que no hay agua. Cargue usted, señor Duende, de raciocinio, llénese bien los bolsillos de lógica, que aquí está llovida con profusión, como el maná lo estuvo en otro tiempo sobre el pueblo de Dios; ¡bendigamos la mano benéfica que nos la envía y no indaguemos de dónde la saca!
DUENDE.- Sí..., pero también es verdad, como dice que es muy útil, disipar el temor de escasez de agua, aunque no lo sea tanto para la opinión del señor Redactor el raciocinar así y faltar a la verdad. ¡Dios me perdone tanta falta de urbanidad!
D. R.- Eso sería en dos casos: cuando la gente a quien conviene engañar leyese el Correo o le creyese; pero ¡si se palpa la falta de agua, a no ser que las cachetinas, los motines y, sobre todo, el no satisfacerse el pedido que hacen los usos de la vida fuesen humoradas que los aguadores, por el quidlibet audendi, se tomasen la libertad de gastar todos los veranos con el vecindario! Empeñarse en hacerme creer que tengo la tinaja llena de agua el día que me muero de sed, es pensar que he de ver negro lo blanco y tratarme de loco o borracho.
DUENDE.- A la verdad, que no le sucedió a un visionario, y le contaré a usted el lance.
Un filósofo creía que cuanto en la vida acaece no pasa realmente, sino que es una ilusión de nuestros sentidos, que nos lo hacen creer así, y llevaba su opinión tan al extremo, que quería hacer creer que en realidad no existimos, sino que se nos figura existir. Consolaba un día a un afligido que acababa de perder su fortuna al volver de un dado, con sus alambicadas reflexiones, y decíale:
-Convénzase usted de que no ha perdido su dinero, sino que es una ilusión de sus sentidos; convénzase usted de que nada se siente en esta vida sino que se cree sentir...
A esto no pudo sufrir más el malhumorado, que le pareció burla quererle probar que estaba viendo visiones; y enderezando un bastón que traía en la mano, conforme le había de dar una razón, a estilo de Correo, diole un palo, y tras éste otro, y tras éste cuantos pudo; y como se quejase el filósofo con gritos descompasados rogándole no le pegara más, le repetía a cada golpe:
-Se equivoca usted, señor filósofo, que yo no le pego; es una ilusión de sus sentidos -y dábale otro y le añadía-: Es mentira; a usted no le duele, sino que se le figura.
Con lo cual le probó hasta la evidencia que es difícil ser filósofo a costa de la razón, y se cree que no volvió nuestro loco a asegurar a nadie que no existía.
D. R.- Bien dice el redactor que se dejan sentir los duendes, y por este artículo concluyamos remitiéndonos a la página 11, en respuesta a lo que dice el redactor de que el Duende trata de desacreditar al Correo para bien suyo y del público.
DUENDE.- Por cierto, el Duende no quiere desacreditar al Correo ni trata de disputar este privilegio, que tan bien se han abrogado sus redactores; al fin es su propiedad. Sit jus, liceatque perire poetis. (HOR. Epíst. ad Pison.)
[D. R.].- Número 35. Interlocutores en él: a ratos, el señor Carnerero; por lo regular, su cólera.
¡Ah, señor Duende; esto ya es otra canción; aquí hay menos razones, pero más desvergüenzas!
DUENDE.- Vengan, pues, que, como dice Iriartea, para los insultos infundados tengo yo los bolsillos llenos de»qué-se-me-da- a-mí».
[D. R.].- Epígrafe: Le ton fait la chanson. Traducción libre:»Al son que me tocan, bailo».
DUENDE.- ¡Vítor!, y vanse. Inde toro pater Eneas sic orsus ab alto.(VIRG. AE. II. V. II.) Traducía un examinando que en lo de libre se iba allá con el señor Carnerero:
-De donde el toro padre Eneas...
-¿Qué dice usted de toro padre?-le interrumpió el examinador.
-Señor, en esto de traducir hay opiniones, y yo sigo ésta.
-Pues, hijo, en estotro de aprobar examinando -le repuso el padre- no deja de haberlas, y yo sigo la de darle a usted calabazas.
D. R.- Y dice muy bien el Duende, que le vienen al señor Carnerero que no parece sino que es su comidilla; a mi entender, se debe traducir, si es literalmente:
Le ton fact. la chanson.
El tono hace la canción.
Y la verdadera traducción libre sería un proverbio español equivalente a aquel francés.
DUENDE.- Por ejemplo:»No siento que me llames Martín, sino el retintín».
D. R.- ¡Ah, ah,, señor Duende! Eso es herir la dificultad; éste sí que es un golpe de ignorancia; acuérdese usted de los interlocutores; aquí habla todo el señor Carnerero. Vea usted cómo no hubiera tenido que ir a Francia por epígrafe, que a fe está lejos para andarse yendo y viniendo a cada triquitraque, si no es por las cosas más precisas; lo que sí parece es que están los redactores combalachados, se han dado de ojo para traducir; a la verdad, no se llevan el canto de un real de a ocho; y vaya esta chinita por aquel quidlibet audendi, de que todavía se está quejando Horacio; apostaría cualquier cosa a que le duele más que el triste papel que le están haciendo hacer en la otra vida, porque es de advertir que era un paganazo como una loma, según suelen decir; es verdad que estas muestrecillas del traductor (por antonomasia) son resabios que, por ser de París, no hay más que pedirles, sino echarles humo de incienso y mirra, que lo piden a toda prisa. ¡Ay cómo trasciende su autor a la calle de Richelieu, aquella maldita donde viene a estar el teatro Francés, y al Palacio Real, y al Ambigú (y habrá quien piense que esto es cosa de comer); todo lo cual bien se deja conocer a primera vista, que es lo que hace más al caso para confundir a un Duende; por fortuna, también usted ha visto estas y otras frioleras; pero si no, con qué cara se había de poner a andarse en dimes y diretes con un periodista que ha estado en todos aquellos parajes, y de resultas se da tal maña a traducir textos franceses.
DUENDE.- Basta, señor don Ramón; eso no es del asunto. Adelante, que es tarde; falta mucho que andar; no nos entretengamos por las ramas y nos escasee el tiempo para las razones, que estoy reventando por dar otras cuentas.
D. R.- Sea, pues, y veamos quién se cansa antes, el Correo de decir insultos o usted de dar pruebas.
«El señor Carnerero, habiéndole caído en las manos la ridícula producción del pobre autor criticuelo, se permite contra el tonto papelucho que quiere escaladar su edificio toda clase de picias para constatar las observacioncillas de estudiantillo que los enemiguillos del Correo alaban en el Duendecillo pigmeo.»
DUENDE.- ¡Oh, y qué cosa tan desdeñosa! ¡Qué estilo tan diminuto; eso se pierde de vista, ahí ya no habla el señor Carnerero, ahí habla su cólera!
D. R.- Amigo, no dice esto al pie de la letra; pero es un extracto del estilo de su artículo, que no nos costaría mucho trabajo llamar articulillo, haciéndole nadar entre media docena de galicismos y dándole un viso de ternura con añadir aquello de necio, tonto, bárbaro, bruto, bestia, y... y... y... cuantos adornos usa la oratoria del Correo; esto nos cuesta trabajo.
DUENDE.- Señor de Arriala, nos olvidamos de que no soy redactor del Correo... ¡Decencia, razones!
D. R.- El señor Carnerero defiende al Correo, y la primera razón que da en su apoyo es el mudar de imprentas del Duende.
DUENDE.- ¡Por Dios, señor don Ramón! No se hable siquiera de, eso, que a mi parecer soy dueño de mudar de imprentas, como usted de mudar de vestidos y de zapaterías; a fe que no tuviera más que decir si hubiera mudado de carácter o de opiniones.
D. R.- A la verdad, que eso no quiere decir nada: a buen seguro que a la de ésta no ha andado El Duende haciendo pinitos de cárcel en cárcel, que eso es lo que denigra a un hombre; y aun en este caso no le competía al señor Carnerero dar a luz lo que cada uno hace en su vida particular, así como el señor Larra nunca se meterá en indagar la suya, y mucho menos en darla al público. Ataca, para defender al Correo, el segundo cuaderno del Duende: esto es echar por el atajo, cual su colaborador, y como ve su casa abrasada y reducida a cenizas, ya que no llega a tiempo el agua, se consuela con pegar fuego a la del vecino.
DUENDE.- Amigo, esto se va haciendo cuestión de tú eres más, y a este paso no le va a faltar al Correo sino venderse en la plaza de San Miguel.
Si yo recordase al señor Carnerero que en su vida ha hecho ninguna obra literaria completa y original, sino es cuatro loas y cancioncillas de circunstancias; si yo le dijese que tiene el prurito de llamar arreglos e imitaciones a sus traducciones literales; que con mudar el nombre a los productos literarios de otros toma posesión de ellos, de modo que para él es la literatura como para otros la Inclusa: en viendo un hijo que no tiene padre conocido, le adopta (y dirán que no es caritativo); que hasta para escoger estos hijos escoge los peores, como Gustavo y Poleska, que no ha caído por la gran misericordia del Señor; si yo le recordase las oleadas del segundo acto; si yo le trajese a la memoria su Luis IX, tan generalmente silbado hace unos años; si yo le hiciese ver que un hombre que desde pequeñito tuvo siempre que hacer con el señor García Suelto no puede ser un literato; si yo dijese todo esto en la presente cuestión, ¿no tendría razón el señor Carnerero para gritar:»Todo eso es muy cierto, señor Duende, pero no viene al caso»? La tendría, y Dios me libre a mí de semejante tentación, que sería parecernos al Correo.
A pesar de esto, yo quisiera satisfacer a usted en dos palabras a cuanto dice. El segundo cuaderno se hizo para criticar el monstruo dramático El jugador; la burla que se hizo de él a las cosas de París no se refirió a que el teatro francés fuese malo, sino al lenguaje exigente que tenían entonces y tienen aún los señores que anuncian esas piezas que vienen como un torrente a inundar nuestra escena; el público estaba engañado, porque a cada paso se veía en los anuncios:»El jugador, Los dos sargentos franceses, Los ladrones de Marsella, La huérfana de Bruselas, El testigo en el bosque, etc., pieza que se representó últimamente en los primeros teatros de París y que tanto mereció la aceptación del ilustrado público de aquella capital». Esto contribuye a pervertir el gusto, porque hay muchas gentes en Madrid que, como no pueden distinguir de teatros franceses, en habiendo leído esas mentiras y en viendo impreso París no encuentran palabras con que ponderar aquellas composiciones; y como el objeto principal de un buen español debe ser, aun con medios algo fuertes, desarraigar estas preocupaciones humillantes y falsas y encender cada vez más el orgullo nacional, que el señor Larra y todos los que se jactan de pertenecer a una patria tienen y quieren comunicar a sus compatriotas, y que jamás pudieron poseer los que prefieren el vil precio de una traducción cualquiera al honor de la literatura española, ni los que, despedazando a su madre patria, no se contentan con traernos las costumbres, los vicios de afuera, sino que aún pretenden introducir a docenas las palabras inútiles extranjeras en su habla, para no dejar a su patria, según una bonita expresión de un autor de nuestros días, ni lengua con que se queje de ellos.
De aquí resulta que convenía probar que en París hacen también los franceses cosas malas; y así como el señor Boileau, porque algunos españoles hicieron comedias malas nacionalizó la cuestión y dijo que los españoles eran africanos, así pude yo decir que había mal gusto en París, puesto que el público es el que ve y sufre y aun gusta de esas piezas, y el público francés es el que llena los teatros secundarios franceses donde se representan; y si el público todo tuviera el gusto tan delicado como aquella parte suya que llena el»teatro francés de la calle de Richelieu», no se echarían esas piezas, porque no iría a verlas o las silbaría; luego he dicho bien.
De aquí resulta que aunque no se pueda decir que el teatro español (que así se llama la reunión de piezas que pertenecen a una nación) esté perdido y que no hay un español de buen gusto, porque se eche El mágico de Astracán, sí se puede decir, por lo menos, sin miedo de errar, que el público que va al Mágico con gusto no es el mismo que el que aplaude al Pelayo; y por consiguiente, que si todo el público en general tuviera el gusto tan delicado como aquella parte que conoce y aprecia las bellezas del Pelayo, no se echaría el Mágico, porque nadie iría, o iría para silbar; de donde se infiere que el público en general, el mayor número, todo no está de acuerdo en tener el gusto delicado.
El Duende no dice que se represente El jugador en el teatro francés de la calle de Richelieu, sino en los teatros franceses de París, de Lyón, de Marsella; que éste es el verdadero teatro francés, y no el que se llama peculiarmente así, y que pudiera muy bien llamarse de otro cualquier modo; por cierto que si dijéramos que el Pelayo se representa en el teatro español, todo el mundo entendería en todos los teatros españoles, no en el de Madrid, que así como le llamamos del Príncipe, pudiéramos llamarle Español por antonomasia.
Y si dijésemos que el teatro inglés gusta de horrores, de cosas indecorosas, de maravillas, porque Shakespeare y otros las han usado en sus piezas, todo el mundo entendería»la reunión de composiciones dramáticas que se representan en los teatros de Inglaterra», y no las tablas donde representó Shakespeare.
En fin, concluyamos de una vez: ¿no saben los señores redactores que ahí está puesto teatro francés por teatros franceses, como cuando decimos:»el español es grave», en vez de decir»los españoles son graves»? Lo mismo es entender aquí de este modo teatro francés que si viniese a quejarse amargamente a mí uno que se llamase de apellido Ladrón de Guevara, porque yo hubiese dicho que todo ladrón debe ser castigado.
Bien sabe el señor Carnerero lo que decía el Duende; pero le tenía más cuenta entenderlo así, y del mismo modo convenía decir que pegó una embestida a nuestra ópera; porque aunque mi cuaderno habla bien claro y se refiere a la ópera francesa, de la cual repito que no tiene punto de comparación con la italiana, sin embargo, ¿por qué se había de desperdiciar esta ocasioncilla de calumniar al Duende? No era justo; al cabo, hay pocas de éstas; el caso es lograr el fin, que los medios poco importan. ¿Y qué razón tendrá el que pelea con estas armas?
D. R.- Gracias al Correo, ya le veo a usted enfadado; ya conoce usted que el señor Carnerero dice tanta verdad como lógica tiene; yo le asociaría con el papel útil Zurrador Guindilla, que, si mal no me acuerdo, en esto de leer a derechas no le da una raya, y diríjanse unidos al profesor Miralles, que en veinte leccioncitas, según expresión de los redactores (número 23), enseña a leer a cualquier zote.
Y pues quieres titirambos, toma titirambos; es decir, que pues el señor Carnerero exige los mismos grados de lógica y en los mismos términos de una pieza dramática, de una sátira, de un periódico, de una obra de Teología, de un folleto ligero, démosle lógica, y conozcamos que de su artículo número 35 se infiere que discurre de este modo para defender al Correo y acriminar al Duende.
El segundo cuaderno del Duende tiene defectos; luego el Correo es bueno.
El señor Carnerero ha visto el teatro francés; luego el señor Larra no ha estado en París.
El señor Larra critica al Correo; luego es malísima su oda a la Exposición.
El Duende (pigmeo) es bajo de estatura; luego es ignorante y estudiantillo.
El Duende muda de imprenta; luego no tiene razón en criticar al Correo.
¿Qué tal, señor Carnerero? ¿Qué le parece a usted de tanta lógica como le vamos encontrando? Ya sabemos cómo debemos raciocinar, verbigracia:
El señor Carnerero es un desvergonzado; luego yo no he visto la calle de Richelieu.
El señor Carnerero, como tiene mal pleito, lo vocea; luego convence.
Ya se ve, si ésta es la lógica que busca el señor Carnerero en toda clase de obras, ¡qué mucho que no la encuentre, si él solo la tiene toda?
En este artículo se nota que el Correo ha tomado al Duende una idea: al enemigo, robarle. La gracia de las palmetas se hallará en el cuarto cuaderno, página 21. Amigo Duende, en la guerra éste es el botín. Lo mismo sucede con algunas citas que El Duende aplicaba a otros asuntos, y ahora se las aplica al Duende, verbigracia: On sera ridicule: Guerra declaro. Núm. 36. (Sobre la voz Genio.)
DUENDE.- ¿También el número 36?
D. R.- Amigo, ¡qué poca paciencia tiene usted! Y el 37, y el 38, y el 39, y el 40, y hasta el fin de los números, de los Correos y de los siglos...¡Ay, ay, ay! Ya veo yo que usted no sabe las ampollas horrorosas que ha levantado el señor Correo; más le valiera haber ido a París y venido en setenta horas; no se curan tan pronto, y mientras estén chorreando sangre tendrán para mojar los redactores su pluma dentada. Conozca usted que sus banderillas iban mojadas con la sangre del centauro Quirón, o en la de la Hidra, y producen, por lo menos, como las de Hércules, a Filoctetes, largos padecimientos, terribles llagas, que sólo se borran con los restos y polvo del arma que hirió, semejantes a las que hacía la lanza de Aquiles.
DUENDE.- Veamos, pues, qué dice el Correo.
D. R.- Aquí hay mucho que decir, a mi ver: en primer lugar fijemos la cuestión. Esta de la voz genio no es la primordial; después iremos a ella.
En el artículo sobre la lengua de las artes, número 9, según se copió exactamente en el cuarto cuaderno, decía, que «la obra más admirable de poesía, de escultura y de pintura, o los sistemas más bien acabados de Física, de Metafísica y de Moral, no suponen ni tanta inteligencia, ni tanta sagacidad, ni tanto genio como los telares de hacer medias, de tejer paños, o las máquinas de hilar estambre. La demostración de matemáticas más complicada, como, por ejemplo, la de uno de los porismos de Euclides, no lo es tanto como el mecanismo de algunos relojes y de las diferentes operaciones interesantes y variadas de diversas artes». El Duende combatió esto, y una de sus razones fue ¿cómo podrá ser cosa más fácil ser un relojero que un matemático? ¿Cómo se necesitará menos genio (expresión del Correo), inteligencia y sagacidad para ser un maquinista que para ser un físico? ¿No es verdad que ningún relojero hubiera hecho nunca un reloj si no se hubiese valido de un matemático que le hubiese dado los datos que le eran indispensables? Sin las matemáticas, sin la Física, que se apoya toda en ellas, ¿hubiera podido dar un paso solo un maquinista? Claro es que no. Luego ¿quién es más? ¿Quién necesita más genio, inteligencia y sagacidad? ¿El físico y matemático que inventan las bases, sin cuyo apoyo nadie podría dar un paso, o el maquinista y relojero, que caminan sobre estos datos, sin los cuales no pueden hacer nada? Esto quedó probado; los señores redactores no han creído conveniente confesarse vencidos; esto es muy natural, y se han contentado con decir»bárbaro Duende, estudiantillo, ignaro; no prueba nada», como quien dice, ¿quién será él cuando tiene razón?
DUENDE.- ¿Y se le olvida a usted decir algo sobre esto de comparar al poeta, metafísico, moralista, etc., con el relojero?
D. R.- No deja de haber un punto de contacto para compararlos: el mismo que hay entre el Correo y un buen periódico. ¿Cómo se puede comparar al poeta más despreciable con el maquinista de más ingenio, y viceversa? Esto sería preguntar: ¿Quién es más, Rossini o Newton, Molière o Napoleón, Lope de Vega o Luis XIV, etc.? ¿0 el Correo o un zapatero? (Esta comparación de lo literario con lo zapateril es enteramente tomada del Correo, número 38. No podrán decir que no los tomamos por modelos.)
Tampoco estas razones valen; los redactores han callado, y en vez de sostener esta disputa primitiva se han echado sobre el modo de defender la cuestión, se han agarrado a las voces, como los gatos a las paredes, y a la distinción que con este motivo hace el Duende de las palabras genio, ya admitida en español en el sentido en cuestión, e ingenio.
Entremos, pues, ahora en esta cuestión. En primer lugar, el Duende ha creído hacer esta distinción, porque creía ya adoptada la voz genio (como que la disputa recae sobre si se debe usar esta voz en el sentido de don de inventar, siempre se entenderá bajo esta acepción) y creía que estando adoptada, debía ocupar un rango un poco más elevado que la de ingenio, lo que deducía del modo de usarla que han tenido (como los llama el mismo Capmany) los literatos que la han sancionado.
Creía que su adversario el Correo también la había adoptado, pues en él la había leído; pero esto fue un error, porque el Correo, sin duda, tanto en el caso que acabamos de citar como en los siguientes, querría decir el genio de las caballerías.
Número 9.»Este genio sublime, que señaló el rumbo que debían seguir las ciencias y las artes, y que profetizó los progresos futuros de la inteligencia humana, fue el inmortal Bacon.»
Número 36. Arte militar.-«Napoleón, en la obrita que se anuncia, aparece como militar, y digámoslo así, como genio guerrero, etc. La obra que se anuncia... muestra el carácter, el genio y aun la causa de los errores de un hombre, etc.» No querrá decir aquí el humor, pues acaba de decir carácter.
Número 38. Música.-«Nueva ópera de Rossini... Todas sus piezas son modelos de genio y de gracia...»¿Si tendrá Rossini genio de caballería, señor Correo? ¿Para qué más ejemplos, aunque más hay? ¿Y ahora salimos con que el Correo también llama genio a la facultad de inventar, y aplica este nombre a los señores Bacon, Napoleón, Rossini, como el Duende al señor Newton? Así son todas las cosas del Correo. Señor Correo, ubinam gentium sumus? ¿Nos burlamos del público, o qué es esto? ¿Quiere usted suponer que cierra los ojos a estas contradicciones, y sufre este descaro? ¿Y consiente que un periódico insulte a su sentido común con esta insolencia? ¿Ha pensado el Correo que sólo él tiene el privilegio de usar de la voz genio en el sentido en cuestión, sin merecer lo que dice el señor Capmany? ¿Y en el mismo pliego de papel, donde lo usa a cada paso, se atreve a llamar bárbaro, animal, bestia al Duende?... Esto no será burlarse del público, ni del lector; será despreciarle, llamarle tonto.
Y ahora, señores redactores, ¿son éstas razones? ¿Son pruebas o son muchachadas? Aquí, amigos, no hay más respuesta que un sofisma, desfigurar el texto, un golpe de mala fe, un insulto; a bien que tienen los redactores estas armas aún más a mano que las mujeres sus lágrimas.
Supuesto, pues, que el señor Correo es de mi opinión en usar la voz genio como don de invención, ya la disputa no va con él, sino que es preciso solventarla en general con don X. B., esa incógnita que el Duende tiene despejada; y con respecto a lo que dice el señor Capmany, voto más respetable que el de don X. B. o de la incógnita.
«Si la voz genio es española en este sentido de don de invención; es decir, si los que vivimos a la presente la podemos usar sin exponernos a una justa censura.
Las palabras sirven, representando las ideas, para entenderse los que las usan; estas palabras, reunidas en cada país, en que los hombres usan unas mismas, forman lo que se llama la lengua de aquel país; de aquí se deduce que los hombres no reconocen en sus lenguas respectivas más legislador que su convención tácita de entenderse, y que cuando usan de una voz y se entienden por medio de ella, esta voz queda reconocida una de las de su lengua. De donde se infiere que el uso es el único legislador de las lenguas. Pero como en todos los países los hombres forman varias clases, y que la multitud generalmente sólo está ocupada en sus labores para su manutención, porque todo el tiempo es corto para los trabajos que se la proporcionan, no tiene espacio para ocuparse en recoger aquellas voces mejor sonantes, más agradables, y en fijar su elección; además, esta multitud, de resultas de no tener tiempo, no forma su gusto, no es uniforme en su habla, porque sus situaciones, constantemente bajas o desagradables, la ponen muchas veces en el caso de estropear los términos mismos que los demás emplean; por consiguiente, esta multitud cede al resto la ocupación de trabajar y elegir el mejor modo de explicarse; de donde resulta que el uso legislador de la lengua es aquel que hacen las clases de la sociedad distinguidas, o las personas que se llaman sensatas, las que se rigen entre sí por el dictamen supremo de aquéllos en menos número todavía, a quienes espontáneamente delegan sus facultades, y que llamamos sabios, en relación a nosotros, que sabemos menos que ellos.
Ya sabemos, pues, que el uso es el legislador de las lenguas, y que este uso es de los sabios.
Esto confirma Horacio cuando dice:
Multa renascentur quae jam cecidere, cadentque |
Quae nunc sunt in honore vocabula, si volet usus |
Quem penes arbitrium est, et jus et norma loquendi. |
Vamos a ver ahora de dónde toma el uso las palabras que adopta. Al corto parecer del Duende, las palabras que componen la lengua castellana (como sucede en todas las modernas) son de tres clases. Palabras que traen su origen de las lenguas muertas: el griego, el latín; las que se llaman fuentes, y que conservan en sí señales de su etimología, como arquitecto, monarca, canción, verso, etc. Palabras absolutamente inventadas por el pueblo que las usa, o por lo menos en las cuales se ha perdido enteramente el rastro que podía conducir a su origen, porque el uso las ha desfigurado, como trasto, palo, riqueza, etc. Y palabras que se toman por el roce y trato continuo de un vecino, de un conquistador, y que el uso llega a reconocer, como petimetre, que hemos tomado a nuestros vecinos; alcabala, mezquino, tambor, alajú,» etc., que nos han dejado nuestros conquistadores un tiempo, los árabes.
De modo que cuando la reunión de los sabios o el uso juzga útil o necesario tomar de su legítima fuente, inventar o admitir un término nuevo que sirva, o a representar una idea que no tenía antes imagen, o a distinguir una imagen o palabra que antes confundía en sí sola dos ideas distintas, esta palabra es adoptada y llega a ser moneda corriente.
Esto sucede, pues, con la voz genio (facultad de inventar). ¿Es nueva para los españoles? Aunque esto no es del todo cierto, si el uso manda, como lo probaremos, ¿qué importa? Pensar que se puede fijar la lengua, hacerla invariable, es pensar una cosa que la práctica, por desgracia, nos ha probado imposible, y transcurriendo cierto número de siglos, si se levantan en todos los países nuestros padres, se verán precisados a renunciar al placer de entenderse con sus descendientes. Y esto, ¿por qué? Porque las palabras son como las monedas: se desgastan y es preciso renovarlas con otras; es verdad que son iguales, hacen su mismo oficio, pero son otras; esto apoya Horacio cuando dice:
Ita verborum vetus interit aetas
Et juvenum ritu florent modo nata vigentque.
Que las voces tienen su juventud y su vejez.
Y que siempre fue lícito y lo será usar de voces selladas con el cuño del día, como si dijéramos de la moda:
Licuit semperque licebit
Signatum praesente nota producere nomen.
En. un tiempo decíamos sólo ingenio. En un tiempo también decíamos maguer, abastanza, etc. ¿Por qué ya no lo decimos? Porque el uso lo excluye.
Antiguamente, coqueta no significaba más que palmeta, pieza no era más que una porción de una cosa, retazo, etc., y hoy aquella voz significa una mujer variable; ésta, una composición dramática; a fe que tampoco están autorizadas por el Diccionario de la Academia, pero ¿quién duda que llegarán a estarlo, así como petimetre, que en otro tiempo no lo estuvo? Y en el ínterin, el rigorista periódico, ¿por qué las emplea? ¿Las ha hallado en Mariana, Solís, Cervantes, como dice? Dirá que el uso... Pues el uso es quien protege la voz genio, con la diferencia que, como voy a probar, al paso que aquéllas apenas hay ocasión de hallarlas en los escritos de los literatos, ésta ya está sancionada por los sabios.
«Es galicismo; se ha tomado de los franceses.» Poco a poco; la voz genio, o don de inventar, no es galicismo, es helenismo, es decir, tomada del griego; y si el Correo viene diciendo que los latinos no la usaban en esta acepción, se le puede responder que trae su origen de los griegos, de la madre de las lenguas; y esta fuente es más pura que la latina, pues es el manantial de donde la tomaron los mismos latinos en el sentido que la usaban. Genio viene del verbo activo [gennáo], crío, engendro, produzco, paro, cuyo pasivo es µ [gígnomai], nazco, soy hecho, de donde viene , -, [génnesis, -eos, he], natividad, creación, nacimiento, por lo que se llamó Génesis el primero de los Cinco libros o Pentateuco de Moisés, porque trata de la creación. Es, pues, helenismo y no galicismo, y en este supuesto oigamos a Horacio:
Et nova fictaque nuper habebunt verba fidem, si
Graeco fonte cadant, parce detorta.
Presto adquirirán crédito las palabras nuevas si vienen de fuente griega, sin apartarse mucho.
La etimología, pues, verdadera de la voz genio prueba que o no debe admitirse en ninguna acepción, o debe ser en ésta; prueba que la que hasta ahora la hemos dado de carácter bueno o malo personal, es vicioso y degenerado, y, por consiguiente, es un abuso todavía más vicioso el haberle aplicado a la inclinación de las bestias; degeneración que parece venir de no haber tomado la voz genio del manantial, sino de los latinos, que en el sentido de genio bueno o malo que presidía entre ellos a las acciones de cada uno, ya la habían adulterado, traduciendo con ella el daemon griego.
No nos resta más que probar que el uso la ha introducido; para esto, óigase a todo el mundo, léase cuanto se escribe; siempre es genio donde invención, y prueba de ello, que el mismo Correo, como hemos manifestado, no ha podido resistir al torrente.
Probemos ahora que está sancionada por los sabios; esto se prueba con ejemplos.
Meléndez Valdés:
¿No es, Jovino, verdad? ¿No se engrandece Tu genio, a cima tan gloriosa alzado?
(Discurso sobre el orden del Universo).
Si de ti protegido
Sigue el genio español; si el lauro honroso,
En su afán generoso,
Galardón fuere que al artista anime, etc.
(A la gloria de las artes.)
Tu genio, tus avisos celestiales,
Tu ejemplo los formó.
(Epíst. a D. Eugenio de Llaguno.)
Cienfuegos:
Árbitros de la fama, hijos de Apolo,
......................................................
Al punto, al punto suene
Vuestra lira felice,
Y al heroísmo el genio inmortalice.
(A Bonaparte.)
«¡Quién fuera uno de aquellos hijos predilectos del genio que dictan la inmortalidad en los caracteres indelebles de su dichosa pluma!» Dedic. del Ídem.
Quintana:
Todo a humillar la Humanidad conspira:
Faltó su fuerza a la sagrada lira,
Su privilegio al canto
Y al genio su poder.
(A Juan P.)
¿Quién de tu genio mensurar podría
La extensión y el ardor?
(A Luisa Todi.)
Sombras sublimes, cuya hermosa idea
Inventar y animar el genio pudo.
(A la misma.)
Asombrado
Te nombrará el artista, y confundido.
Por más osado que su genio sea,
Tú el término serás de su esperanza.
(ídem.)
Los altos monumentos
De la estudiosa antigüedad medita,
Y a sus genios se hermana, ecos grandiosos
Por do la serie de la ciencia humana
Se dilata a los siglos.
(A D. Gaspar Jovellanos.)
Mas lanzado
Veloz el genio de Newton tras ellos,
Los sigue, los alcanza,
Y a regular se atreve
El grande impulso que sus orbes mueve.
(A la invención de la imprenta.)
Lista:
No muere el genio, no. Pudo la tumba
Encerrar las cenizas
Del inmortal Batilo; mas el fuego
Que su divino espíritu animaba,
Sobre los siglos vuela
Y a la sublime eternidad anhela.
(A la muerte de Meléndez.)
Natura, oye mi voz. El genio sea:
Que su gracia sublime
Restituya a la Musa castellana:
Nazca ya el padre de la lira hispana
Dijo, y Meléndez fue.
(En loor del mismo.)
¿Quién el fuego os dará que genios cría?
(Ídem.)
Cantó, y la verde cumbre de Helicona
Al destino aplaudió del Genio ibero.
(ídem.)
DUENDE.- Y aunque ya está suficientemente probado, sin acumular muchos más textos que hay, sólo diré de uno de nuestros mejores prosistas.
Dice don Gaspar de Jovellanos, en elogio del arquitecto don Ventura Rodríguez:
¿Qué imaginación no desmayaría a vista de tan insuperables obstáculos?
Mas la de Rodríguez no desmaya, antes su genio, empeñado de una parte por los estorbos, y de otra más y más aguijado por el deseo de gloria, se muestra superior a sí mismo, etc.»
«La envidia... contrariaba a todas horas y en todas partes los designios que este gran genio formaba para inmortalizarse, etc.»
En la oración pronunciada en la Academia de San Fernando en la junta de distribución de premios de 14 de julio de 1781, a cada paso se encuentra genio.
Sí hay gradación entre genio e ingenio.
Y para que veamos cómo parece que el uso mismo demarca la diferencia de genio y de ingenio, leamos del mismo en el informe sobre los espectáculos y diversiones públicas:
«Tener un halcón y doctrinarle a lanzarse sobre las tímidas aves y traerlas a la mano, no requería más que ingenio y paciencia, y era dado al más infeliz solariego.»
¿Y es justo que en una lengua tan rica como la española se emplee la misma voz para decir el ingenio de Newton y el ingenio que puede tener el más infeliz solariego? ¿Dos ideas tan apartadas y distintas? Esto está indicando la gradación natural de las voces genio e ingenio; la que confirman los derivados de esta última, ingenioso, ingeniarse, ingeniero, en las que seguramente no se entiende el espíritu de creación, sino una cosa muy secundaria.
D. R.- A eso dirán que existe la palabra numen, equivalente al genius latino y al µ[daímon] de los griegos, cuando decían: «El demonio de Sócrates»; y por consiguiente, que no necesitábamos de genio.
DUENDE.- Y a eso responderé que es verdad; pero ¿tengo yo la culpa de que el uso de los sabios no se haya parado en eso y quiera tener dos palabras (numen, genio) para una sola idea, en vez de tener una sola palabra (ingenio) para dos ideas? ¿La tengo yo de que todos no piensen como el señor Capmany? ¿Puedo yo arreglarlo de otro modo? ¿No me debo contentar con seguir las huellas de los sabios? Y en este caso, ¿a quién deberé adherirme, a Capmany o a la reunión de los que he citado, que apoya el torrente del uso?
De todo esto, pues, resulta que la voz genio es española, que significa más que ingenio, y que El Duende y cuantos la usan tienen razón. El señor Capmany respeta a los que ya en su tiempo la usan, pues los llama literatos, y no bárbaros, caballerías, faltos de lógica, etc. Bien es verdad que el señor Capmany no era ningún redactor del Correo, ni sus principios le hubieran permitido serlo, que es como si dijéramos desvergonzado, ni ningún corresponsal suyo J. B., que es como si dijéramos poco más.
D. R.- Número 38. Aquí hay una nota en que quieren sostener que se debe decir engina y no angina; «S. A. el infante quedó complacida».
DUENDE.- Déselo usted de barato, señor de Arriala; que eso vale poco y sería ridículo repetir cómo se debe decir, cuando todos lo saben, menos el Correo.
D. R.- Número 40. Esto sí que es escribir y poner la pluma. ¡Ay, y cómo sabe el señor Carnerero a la hora que se ha de comer la merienda! La política va en aumento y está derramada con una prodigalidad admirable, y es tal el almíbar que van destilando las palabritas resbaladizas del señor Carnerero por donde pasan, que siempre va tropezando y cayendo; y yo le daría las gracias.
DUENDE.- Gracias, pues, sean dadas al señor Carnerero, que es hombre que lo entiende.
D. R.- Dice que en esta disputa el público es testigo de que él siempre ha probado con raciocinios, que siempre tiene razón y que no ha dicho desvergüenzas.
DUENDE.- Diga usted que sí, para que se acabe la disputa; además que..., en verdad, ¿se halla alguna desvergüenza en todo lo que dice el señor Carnerero? ¿Se puede tratar a nadie con más blandura y ceremonia que trata al Duende? ¿Acaso le ha dicho nunca más que ignorante, necio, bestia, borrico, cloaca, etc.? Y esto ¿qué es para lo que sabe decir el señor Carnerero?
Démosle la razón, siquiera para que la tenga alguna vez, que nosotros nos cansamos de tenerla.
D. R.- Desafía al Duende a sostener la voz genio, y dice que si lo hace se le admitirá en discusión verdaderamente literaria. ¿Lo ve usted? ¿Y este honor se paga con dinero? A trabajar, pues, y a merecer la honra de disputar con el señor Carnerero.
DUENDE.- A esa fineza debo corresponderle con otra igual, y así, doy desde ahora licencia al señor Carnerero para que pueda siempre que quiera disputar conmigo, y no se la doy para rebuznar, porque ésa ya la tiene de Dios.
D. R.- ¡Bravo, señor Duende; ya no se deben ustedes nada!
Se empeña en sostener que el Correo es literario y mercantil.
El Correo ni es literario ni mercantil como debe serlo. Yo les probaría aquí esta proposición:
No me negará el señor Carnerero que literario se llama un periódico que habla con tino, gusto y discreción de literatura.
Hasta ahora ¿qué ha hablado digno de leerse perteneciente a la literatura? Muy poco, y malo. ¿Han examinado cómo prometían todas las obras que se van publicando? ¿Han reprobado las malas traducciones que a cada paso ven la luz pública? ¿Han tirado a exterminarlas? ¿Qué discursos se han hecho, como prometían en el prospecto, relativos a la perfección del buen gusto? ¿No ha habido ocasión de hablar en tantos números de nuestra jurisprudencia, de la historia de la legislación patria? (Prospecto.) ¿A cuándo aguardamos? ¿Qué discusiones hemos visto sobre la elocuencia del foro? (ídem.)
Si han hablado algo de la colección de piezas escogidas de nuestro teatro que se está publicando, ¿ha sido por los señores redactores? Gracias a un corresponsal caritativo, que lo ha puesto como ellos no eran capaces de ponerlo. Este benéfico periódico por todas partes respira caridad: para limosnas y de limosnas se hace. En vez de tanto artículo insignificante de los juicios de las comedias de los mismos redactores, alabadas con el mayor descaro, ¿no debería ocupar un espacio el hacer renacer nuestra literatura, que sucumbe bajo la segur de los traductores? ¿Qué nos han dicho de pintura con motivo de la Exposición de cuadros anual de la Academia, de estas ferias? Poco o nada.
Pero en cambio nos han dado artículos de luengas tierras, que no puede nadie desmentir, en que a nadie puede ofender la verdad o la mentira: las barbas de Abbas Mirza, que nunca veremos probablemente por acá; el humo y las cigüeñas de la corte; la conversación de un marido con su mujer; la disección de la cabeza de un petimetre y el corazón de una coqueta; el perrito Cupido; los paraguas; artículos del doctor Berenjena, etc., etc., etc. ¡Qué cúmulo de literatura! Un artículo para resolver un punto de medicina tan importante como el de la purga, de uno que no es médico, como el señor Terán, sea quien fuere, y para rebatir las razones de un médico. A la verdad, ¿para qué se quiere saber medicina para hablar de ella? Cualquiera que haya avanzado en la literatura hasta el catón cristiano conoce que no es preciso, sino que basta haberle sentado bien una medicina, y porque el señor corresponsal se haya puesto gordo y bueno, o nos lo quiera hacer creer, con su purgante, cosa de que nos alegramos y le damos mil enhorabuenas, ya queda probada la cuestión de que es generalmente bueno el purgante. ¿Se puede deducir de que un remedio siente bien a un hombre o a diez hombres, que este remedio conviene a todas las enfermedades, como nos quiere hacer creer el articulista con su purga? Entonces es decir que en sentando bien a media docena de sujetos el sacarse una muela cuando les duele, debemos deducir que para todas las dolencias humanas no hay cosa como sacarse las muelas, y cuando tengamos sabañones, cuando nos aqueje un cólico, cuando nos acometa una hidropesía, saquémonos las muelas; y el que sepa más, que lo diga. Porque esto debemos inferir si dice el señor Terán que el purgante es el remedio que pone bueno a todo el mundo de sus dolencias, porque a él le sentó bien el purgante y a cuatro conocidos suyos; esto sólo quiere decir que así como al que le duelen las muelas le sienta bien el sacárselas, porque éste es el remedio de esta incomodidad, así al señor Terán le convino el purgante, porque éste era el remedio que requería su enfermedad. A fe que si su dolencia no hubiera necesitado purga, tal vez le hubiera hecho daño; y por esto no debe decir que el purgante es el remedio universal, porque a él le sentó bien. En verdad que es un buen modo literario y lógico de determinar, como si en estando bueno el señor Terán todos debiésemos perder el miedo a la muerte; a la verdad que es preciso tener ideas muy atravesadas para querer hablar de medicina uno que confiesa que nunca las ha visto más gordas; pero es preciso ser muy poco literario un periódico para consentirlo.
¿No pudiera haber hablado El Correo, en lugar de sus fruslerías insípidas, de la educación literaria española, tan descuidada, en que no se observa generalmente ningún método, sino muchos errores, como son enseñar las lenguas muertas y extranjeras antes que la propia, no enseñar ésta nunca, lo que vemos muy a menudo; aprenderlo todo en latín, cosa muy útil para no aprender nada, perder doble tiempo y estropear el latín, descuidando el castellano, etc.; de los libros que debieran escogerse, para la enseñanza de la juventud, con preferencia a los demás; de cien mil cosas que pertenecen a este ramo, como son establecimientos públicos, seminarios, colegios, etc.?
Con respecto a la literatura dramática se pudiera haber hablado del abandono de la declamación en España, que siempre han ejercido cuatro histriones (hasta el día, que esto se va corrigiendo con la introducción de algunos actores que han seguido una escuela) sin más estudio que el que les ha sugerido su buen o mal gusto, creyendo que este arte no necesita reglas ni escuelas. ¿Se ha hablado de la aplicación de esta declamación a la oratoria y de la diferencia de esta declamación cuando es dramática, cuando forense y cuando sagrada?
¿Se ha hecho un análisis de la obra, buena o mala, del señor Parra sobre teatro?
¿Se ha empezado a hacer ninguna de estas cosas, propias de un periódico literario, y que como tales en el prospecto y reflexiones preliminares prometía?
¿Puede ser literario un papel que habla un lenguaje mixto de romance y francés, salpicado de galicismos, como en varias partes he probado, lleno de defectos gramaticales; en una palabra, un papel compuesto por... quien no sabe su lengua?
No puede ser literario, y, efectivamente, si algunas pruebas va dando ya de literario, ¡son tan malas y tan pocas!... Si siquiera fuera mercantil; pero cómo ha de ser; tampoco lo es hasta el punto que debiera.
En lugar de hablar de las fruslerías que se han citado las varias veces que se ha hablado de la Exposición, ¿por qué el Correo no ha aprovechado la ocasión de hablar de los productos que se han reunido en ella? Lo que se quiere en la parte mercantil es comercio: cuáles son las causas que influyen en su decadencia y prosperidad, cuál es el estado de nuestra industria en todos los ramos, cuáles son los obstáculos para su prosperidad y los medios para removerlos, en qué estriba este comercio actual, exánime y moribundo; cómo podía dársele nueva vida, etc.; esto es por lo que hace al comercio en general. Tocante al particular, el estado de cada artículo, el de cada manufactura, cuáles son las más célebres entre nosotros, por qué causas han prosperado, a qué se debe la industria acabada en algunos artículos del extranjero, para poder seguir sus huellas y elevarnos a la misma altura; etc.
¿Por qué no se ha hablado del estado de deterioro en que se ven nuestras lanas en cuyo ramo estamos casi lo mismo que hace muchos años, al paso que los extranjeros adelantan y afinan cada vez más las suyas, mejorando sus castas y poniéndose en el caso de no necesitar las nuestras, de donde resulta menor exportación y precisamente su degeneración; de la mejora que han obtenido nuestros paños y cómo lograrían competir y aventajar a los que no son indígenos; de la cochinilla aclimatada y prosperante en algunos puntos de la Península; de las cañas de azúcar, de lino, de cáñamo, de algodones, de los medios de fomentar el insecto fabricador de la seda; de los tintes, de su permanencia y de los mejores materiales químicos que en ellos deben emplearse; de si conviene a una nación el uso inmoderado de máquinas que ahorren brazos, y si un Gobierno paternal puede, como el de Inglaterra, sacrificar el bien general a la riqueza de un corto número de individuos; si ésta es la causa de la pobreza individual de la nación inglesa; de si el comercio depende de la circulación de la moneda, y si debe activarse este paso rápido de una mano a otra del representante de los cambios; del crédito en el comercio; del ramo de minas, que el Gobierno comienza a fomentar de nuevo; de los medios de su explotación, de los frutos que pueden dar y en qué tiempo, etc.; de la utilidad de acarrear a Madrid las aguas del Jarama, y un cálculo más prudente que el del señor J. P., que nos dijo podría costar trescientos millones; etc., etc., etc. El haber empezado algunas de estas cuestiones sería ser mercantil.
Dice el Correo lo importante que es hablar de los precios de los granos, y cita lo mucho que se ha escrito de estos precios. ¿Acaso se ha escrito ni una sola palabra de los precios diarios de los granos? Por comercio de granos sabe El Duende, que también ha estudiado en el particular, que se entiende la importación y exportación; si conviene a una nación agrícola o puramente fabril (como Ginebra) surtirse de granos extranjeros; si la ley de la baratura debe ser el barómetro de las disposiciones del Gobierno; cuál debe ser en los países rurales el precio del grano para que se permita o la exportación del excedente o la importación del que se necesite.
Si alguna vez en este concepto se ha hablado del precio de los granos económicamente, ha sido para buscar una medida, la menos variable posible, del valor de las cosas, siendo el grano el producto que en épocas lejanas entre sí está sujeto a menos oscilaciones, caminando la población a la par de sus medios de subsistencia o de sus géneros alimenticios; lo demás es ignorar absolutamente los rudimentos de la ciencia económica y desconocer los grados de influencia que tiene la economía sobre el comercio.
Los temporales y cuanto destruye o anima las producciones del suelo interesarán al labrador; pero al comerciante... ni lo que el Correo al público, a no considerarle como consumidor: si hay granos de sobra, los exporta, y gana; si hay miseria, los importa, y gana; porque el comercio tiene su beneficio introduciendo y sacando, siendo su esencia comprar y vender, a no ser que los redactores la quieran echar de astrónomos con el tiempo; aunque allá cuando hablaron del cometa, pudiendo haber desengañado al público del error de los alemanes con una noticia de estos astros, no dieron muestras sino de ser buenos copistas.
Si el temporal es comercio, señor Correo, todo astrónomo es comerciante y nada hay más mercantil que el Calendario.
Si decimos que interesa el temporal al comercio porque del temporal depende todo producto agrícola, y todo producto agrícola da que hacer al comercio, entonces diremos que el hombre es el principal asunto de comercio, porque del hombre dependen en gran parte los productos agrícolas, y porque sin el hombre no habría comercio; y en este caso, cuando hablen ustedes de una peste que mata al hombre y disminuye los brazos que hacen falta a los productos agrícolas, que dan entonces menos que hacer al comercio, digan ustedes que hablan de comercio.
Discurriendo así, como que todas las ciencias y artes tienen puntos de contacto e influyen unas en otras, nunca podremos fijar los límites precisos y verdaderos de cada una.
Si porque el temporal, a la larga, influye en el comercio, lo hemos de poner, a pesar de ser astronomía, en el artículo comercio, pongamos al arte del curtidor en el artículo zapatería; porque si los curtidores no curtieran, los zapatos no calzaran.
Y por esta lógica de que toda cosa que influye en otra es del ramo de aquella que recibe su influjo, diremos aquí, lógico señor Carnerero, usted, que lo entiende y que ha estudiado tanta lógica como economía y comercio, y, y, etc., que es literaria y pertenece a la literatura la tinta, porque con ella se escribe; sin lo cual, apurada había de andar la literatura, y cuidado no vengamos a parar en decir que el trigo es literatura, porque el trigo da harina; de la harina se hace engrudo; con el engrudo se encuadernan los libros, y los libros contribuyen a la literatura como los temporales al comercio, y llamaremos literato al fabricante de papel, al encuadernador, al impresor, porque contribuyen tanto a la literatura como el tiempo al comercio.
D. R.- Vea usted: y por esa regla ya podemos probar que es literario y mercantil el Correo, porque en cuanto se imprime va a envolver especias (por aquí ya es mercantil), en cuanto acaba de envolver especias va a los basureros, de éstos a los traperos; de éstos, a la fábrica, donde hace el mismo papel que en su principio, es decir, de estraza; de la fábrica, al encuadernador, que hace cartón y pasta y envuelve con ello los libros; y ya se ve que de este modo contribuye a la literatura, aunque un poco a la larga y haciendo eses.
Queda, pues, probado que le falta mucho para ser literario y mercantil, y que se le puede aplicar el cur urceus exit. Señor Carnerero, ¿por qué salió un pucherillo?
DUENDE.- Pero, ¿qué, usted no cuenta por nada las funciones de toros? ¿Pues qué, eso no se está cayendo a pedazos? ¿Pues usted sabe lo que influye en la literatura y comercio el que el toro sea blando, el que reciba uno o mil puyazos, el que le maten a vola-pie recibiéndole, o dejándose recibir?
Pues y las óperas, ¿dónde nos las dejamos? ¿Usted sabe el trastorno que ocasionaría en la balanza de comercio, y cómo andaríamos todos aturdidos para buscar por esos mundos de Dios nuestras manufacturas y ciencias, si por una inesperada casualidad, a que todo está sujeto en la vida, le viniese en voluntad al señor Gallé, por el quidlibet audendi, de dar un punto más alto que otro en el aria de la Semíramis la noche que menos estuviésemos preparados para este golpe horroroso? ¡Huf! Da miedo pensarlo. Eso se siente, pero no se puede explicar.
Y ¿qué le parece a usted que el Consulado no se vería precisado a tomar las más antifilarmónicas medidas si las fioriture, la bravura, la esbeltez, le truppe, los crescendos y los pasticios, y todo lo que usted quiera ir diciendo por este estilo, no ocupase por lo regular las tres cuartas partes del Correo? ¿Vmd. sabe el batacazo que vendrían a dar las ciencias y las artes?
Pues y ¿qué diré de las misceláneas críticas, aquellas ollas podridas, y aquel jumillo que está soltando siempre Madrid, que se pierde de vista, y del atronar los oídos el canto de las cigüeñas, que es cosa de no entenderse, y parece el tal Madrid una liorna, que no hay quien pare en él cuando el Correo nos envía estos animalitos desde cierto punto del Retiro, que viene a ser el observatorio del periódico, desde donde se ven gratis una porción de cosas que no hay.
Y así como se pone un plato de miel para libertar a una habitación de las moscas, que todas se van a él, se puede poner el Correo en Madrid, para que las tales cigüeñas se distraigan un poco; mucho es que no se han echado ya sobre la Redacción a la hermosa presa que les presenta el Correo con sus sapos y culebras. Y vaya esto por lo de la cloaca, que es más limpio.
Pues venga usted conmigo, y vamos entrando por aquellos tres numeritos deslumbrantes que no saben hablar más que de iluminaciones, y de candilejas, y de colgadura, ¿y todavía sostendrán que el Correo no es literario y mercantil desde la cruz a la fecha? ¿No está esto pidiendo venganza al cielo?
¿Y no es literario emplear diez o doce números en decir dulzuras al Duende, que no parece sino que le quieren pedir algo, según le bailan el agua, y le camelan, y le ponen de humo de incienso que le ahogan?... ¿Y esto no es ser mercantil?
D. R.- Sí, señor, y mercantil es el truncar los textos, desfigurar las frases, personalizarse, y a cada paso echar en cara al Duende su poca edad, como si no dijera Iriartea, fab. XLVI:
Quien se meta en contienda,
Verbigracia de asunto literario,
A los años no atienda,
Sino a la habilidad de su adversario.
Del mismo:
Cuando en las obras...
No encuentra defectos,
Contra la persona cargos
Suele hacer el necio.
D. R.- Acerca de la poca edad ya le contaría yo una fábula al señor Carnerero que le había de encajar mejor que su sombrero, y le sentaría más bien que el ser periodista:
EL RUISEÑOR Y EL BURRO
Un burro, por los años trabajado,
Con grave desentono rebuznaba,
Y al vulgo de animales, admirado,
Con antiguos rebuznos sojuzgaba.
Un tierno ruiseñor que desde el nido
Al aire se ensayaba a dar las alas,
Oía a nuestro viejo presumido,
Y comenzó a reír de sus escalas.
Oyó el burro la risa burloncilla,
Y al ruiseñor volviéndose orgulloso,
¡Qué! ¿Se ríe la irónica avecilla
Con aire sabidillo y jactancioso?
Del cascarón hace horas que el tontuelo
Al mundo se nos vino, y con desprecio:
¿Pensará saber más que un burro abuelo?
¿Qué puede ser un joven sino un necio?
Cierto es que joven soy; mas ¿qué vale eso,
Responde el ruiseñor con ligereza,
Si el juicio, los talentos y el buen seso
Más los da que la edad Naturaleza?
Nací ayer, es verdad, señor jumento;
Mas ya hoy, con acentos armoniosos,
Cuando ensayo mi músico talento,
Los ecos me responden amorosos.
Y usted, que rebuznaba el primer año,
¿Qué más que rebuznar se le oye ahora?
Y al fin entonces no era tan extraño,
Que el niño, a veces, con razón ignora.
Y pues en mí se excusa la jactancia,
Debe el viejo, si es sabio, respetarse;
Y cuanto más añeja la ignorancia
Más debe por los sabios despreciarse.
Y literario es aquel descaro con que se alaban uno a otro, en lo cual hacen bien, pues si no se exponían a no ser alabados nunca.
¿Sabéis por qué motivo el uno al otro
Tanto se alaban? Porque son paisanos.
En efecto, ambos eran berberiscos;
Y no fue juicio, no, tan temerario
El de la zorra, que no pueda hacerse
Tal vez igual de algunos literatos.
(Iriarte.)
Y otras, muchas cosas.
DUENDE.- Ya basta, don Ramón.
D. R.- Sí, señor; pero es preciso que usted responda a todo cuanto le dicen, ya que tiene razones para sostener su causa; ya le perdonan a usted como si...
DUENDE.- A eso del perdón, contaría yo el cuento del portugués que en un combate naval en que había perdido su partido contra los españoles, habiendo caído en el agua vencido, estaba a punto de ahogarse, cuando llegó a pasar cerca de él un bote lleno de españoles, y alzando la voz:
-Castellanos -gritó como pudo-, si me salváis de la muerte os perdono la vida.
De contestar me guardaré yo, tanto más cuanto que para responderme a mí han dado siempre en la herradura, y nunca en el clavo, de modo que el Duende está en pie, y a este propósito dejémosle ya, y conténtese usted con oír una fabulilla, que en caso de decir algo sería mi única respuesta:
Una mosca muy pesada
A cierta cabalgadura
Entre sus piernas segura,
Llevaba mortificada.
Toda es coces la cuitada;
Pero ella, cuando se enfosca,
Más pica si más se amosca.
¡Oh, cuántas bestias atroces
al aire sacuden coces
sin sacudirse la mosca!
El Duende Satírico del Día, 31 de diciembre de 1828.
© Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
La fonda nueva
Preciso es confesar que no es nuestra patria el país donde viven los hombres para comer: gracias, por el contrario, si se come para vivir: verdad es que no es éste el único punto en que manifestamos lo mal que nos queremos: no hay género de diversión que no nos falte; no hay especie de comodidad de que no carezcamos.
-¿Qué país es éste?- me decía no nace un mes un extranjero que vino a estudiar nuestras costumbres.
Es de advertir, en obsequio de la verdad, que era francés el extranjero, y que el francés es el hombre del mundo que menos concibe el monótono y sepulcral silencio de nuestra existencia española.
-Grandes carreras de caballos habrá aquí- me decía desde el amanecer-: no faltaremos.
-Perdone usted -le respondía yo-; aquí no hay carreras.
-¿No gustan de correr los jóvenes de las primeras casas? ¿No corren aquí siquiera los caballos?...
-Ni siquiera los caballos.
-Iremos a caza.
-Aquí no se caza: no hay dónde, ni qué.
-Iremos al paseo de coches.
-No hay coches.
-Bien, a una casa de campo a pasar el día.
-No hay casas de campo; no se pasa el día.
-Pero habrá juegos de mil suertes diferentes, como en toda Europa... Habrá jardines públicos donde se baile; más en pequeño, pero habrá sus Tívolis, sus Ranelagh sus Campos Elíseos... habrá algún juego para el público.
-No hay nada para el público: el público no juega. Es de ver la cara de los extranjeros cuando se les dice francamente que el público español, o no siente la necesidad interior de divertirse, o se divierte como los sabios (que en eso todos lo parecen), con sus propios pensamientos. Creía mi extranjero que yo quería abusar de su credulidad, y con rostro entre desconfiado y resignado:
-Paciencia -me decía por fin-: nos contentaremos con ir a los bailes que den las casas de buen tono y las suarés...
-Paso, señor mío -le interrumpí yo-: ¿con que es bueno que le dije que no había gallinas y se me viene pidiendo...? En Madrid no hay bailes, no hay suarés. Cada uno habla o reza, o hace lo que quiere en su casa con cuatro amigos muy de confianza, y basta.
Nada más cierto, sin embargo, que este tristísimo cuadro de nuestras costumbres. Un día solo en la semana, y eso no todo el año, se divierten mis compatriotas: el lunes, y no necesito decir en qué: los demás días examinemos cuál es el público recreo. Para el pueblo bajo, el día más alegre del año redúcese su diversión a calzarse las castañuelas (digo calzarse porque en ciertas gentes las manos parecen pies), y agitarse violentamente en medio de la calle, en corro, al desapacible son de la agria voz y del desigual pandero. Para los elegantes todas las corridas de caballos, las partidas de caza, las casas de campo, todo se encierra en dos o tres tiendas de la calle de la Montera. Allí se pasa alegremente la mañana en contar las horas que faltan para irse a comer, si no hay sobre todo gordas noticias de Lisboa, o si no dan en pasar muchos lindos talles de quien murmurar, y cuya opinión se pueda comprometer, en cuyos casos varía mucho la cuestión y nunca falta quehacer.
¿Qué se hace por la tarde en Madrid? Dormir la siesta. ¿Y el que no duerme, qué hace? Estar despierto; nada más. Por la noche, es la verdad, hay un poco de teatro, y tiene un elegante el desahogo inocente de venir a silbar un rato la mala voz del bufo caricato, o a aplaudir la linda cara de la altra prima donna; pero ni se proporciona tampoco todos los días, ni se divierte en esto sino un muy reducido número de personas, las cuales, entre paréntesis, son siempre las mismas, y forman un pueblo chico de costumbres extranjeras, embutido dentro de otro grande de costumbres patrias, como un cucurucho menor metido en un cucurucho mayor.
En cuanto a la pobre clase media, cuyos límites van perdiéndose y desvaneciéndose cada vez más, por arriba en la alta sociedad, en que hay de ella no pocos intrusos, y por abajo en la capa inferior del pueblo, que va conquistando sus usos, esa sólo de una manera se divierte. ¿Llegó un día de días? ¿Hubo boda? ¿Nació un niño? ¿Diéronle un empleo al amo de la casa, que en España ese es el grande alegrón que hay que recibir? Sólo de un modo se solemniza. Gran coche de alquiler, decentemente regateado; pero más gran familia: seis personas coge el coche a lo más. Pues entra papá, entra mamá, las dos hijas, dos amigos íntimos convidados, una prima que se apareció allí casualmente, el cuñado, la doncella, un niño de dos años y el abuelo; la abuela no entra porque murió el mes anterior. Ciérrase la portezuela entonces con la misma dificultad que la tapa de un cofre apretado para un largo viaje, y a la fonda. La esperanza de la gran comida, a que se va aproximando el coche mal que bien, aquello de andar en alto, el rubor de las jóvenes que van sentadas sobre los convidados, y la ausencia sobre todo del diurno puchero, alborotan a nuestra gente en tal disposición, que desde media legua se conoce el coche que lleva a la fonda a una familia de enhorabuena.
Tres años seguidos he tenido la desgracia de comer de fonda en Madrid, y en el día sólo el deseo de observar las variaciones que en nuestras costumbres se verifican con más rapidez de lo que algunos piensan, o el deseo de pasar un rato con amigos, pueden obligarme a semejante despropósito. No hace mucho, sin embargo, que un conocido mío me quiso arrastrar fuera de mi casa a la hora de comer.
-Vamos a comer a la fonda.
-Gracias; mejor quiero no comer.
-Comeremos bien; iremos a Genieys: es la mejor fonda.
-Linda fonda: es preciso comer de seis o siete duros para no comer mal. ¿Qué aliciente hay allí para ese precio? Las salas son bien feas; el adorno ninguno: ni una alfombra, ni un mueble elegante, ni un criado decente, ni un servicio de lujo, ni un espejo, ni una chimenea, ni una estufa en invierno, ni agua de nieve en verano, ni... ni Burdeos, ni Champagne... Porque no es Burdeos el Valdepeñas, por más raíz de lirio que se le eche.
-Iremos a Los Dos Amigos.
-Tendremos que salirnos a la calle a comer, o a la escalera, o llevar una cerilla en el bolsillo para vernos las caras en la sala larga.
-A cualquiera otra parte. Crea usted que hoy nos van a dar bien de comer.
-¿Quiere usted que le diga yo lo que nos darán en cualquier fonda adonde vayamos? Mire usted: nos darán en primer lugar mantel y servilletas puercas, vasos puercos, platos puercos y mozos puercos: sacarán las cucharas del bolsillo, donde están con las puntas de los cigarros; nos darán luego una sopa que llaman de yerbas, y que no podría acertar a tener nombre más alusivo; estofado de vaca a la italiana, que es cosa nueva; ternera mechada, que es cosa de todos los días; vino de la fuente; aceitunas magulladas; frito de sesos y manos de carnero, hechos aquéllos y éstos a fuerza de pan: una polla que se dejaron otros ayer, y unos postres que nos dejaremos nosotros para mañana.
-Y también nos llevarán poco dinero, que aquí se come barato.
-Pero mucha paciencia, amigo mío, que aquí se aguanta mucho.
No hubo, sin embargo, remedio: mi amigo no daba cuartel, y estaba visto que tenía [el] capricho de comer mal un día. Fue preciso, pues, acompañarle, e íbamos a entrar en Los Dos Amigos, cuando llamó nuestra atención un gran letrero nuevo que en la misma calle de Alcalá y sobre las ruinas del antiguo figón de Perona, dice Fonda del Comercio.
-¿Fonda nueva? Vamos a ver.
En cuanto al local, no les da el naipe a los fondistas para escoger local; en cuanto al adorno, nos cogen acostumbrados a no pagarnos de apariencias; nosotros decimos: ¡como haya que comer, aunque sea en el suelo! Por consiguiente, nada nuevo en este punto en la fonda nueva.
Chocónos, sin embargo, la diferencia de las caras de ahora, y que hace medio año se veían en aquella casa. Vimos elegantes, y dionos esto excelente idea. Realmente hubimos de confesar que la fonda nueva es la mejor; pero es preciso acordarnos de que la Fontana era también la mejor cuando se instaló: ésta será, pues, otra Fontana dentro de un par de meses. La variedad que hoy en [los] platos se encuentra cederá a la fuerza de las circunstancias; lo que nunca podrá perder será el servicio: la fonda nueva no reducirá nunca el número de sus mozos, porque es difícil reducir lo poco: se ha adoptado en ella el principio admitido en todas; un mozo para cada sala, y una sala para cada veinte mesas.
Por lo demás no deja de ofrecer un cuadro divertido para el observador oscuro el aspecto de una fonda. Si a su entrada hay ya una familia en los postres, ¿qué efecto le hace al que entra frío y sereno el ruido y la algazara de aquella gente toda alborotada porque ha comido? ¡Qué miserable es el hombre! ¿De qué se ríen tanto? ¿Han dicho alguna gracia? No, señor; se ríen de que han comido, y la parte física del hombre triunfa de la moral, de la sublime, que no debiera estar tan alegre sólo por haber comido. Allí está la familia que trajo el coche... ¡Apartemos la vista y tapemos los oídos por no ver, por no oír!
Aquel joven que entra venía a comer [por el modesto precio] de medio duro; pero se encontró con veinte conocidos en una mesa inmediata: dejóse coger también por la negra honrilla, y sólo por los testigos pide de a duro. Si como son sólo conocidos fuera una mujer a quien quisiera conquistar la que en otra mesa comiera, hubiera pedido de a doblón: a pocos amigos que encuentre, el infeliz se arruina. ¡Necio rubor de no ser rico! ¡Mal entendida vergüenza de no ser calavera!
¿Y aquel otro? Aquel recorre todos los días a una misma hora varias fondas: aparenta buscar a alguien; en efecto, algo busca; ya lo encontró: allí hay conocidos suyos; a ellos derecho; primera frase suya:
-¡Hombre! ¿Ustedes por aquí?
-Coma usted con nosotros- le responden todos. Excúsase al principio; pero si había de comer solo... Un amigo a quien esperaba no viene...
-Vaya, comeré con ustedes -dice por fin, y se sienta. ¡Cuán ajenos estaban sus convidadores de creer que habían de comer con él! Él, sin embargo, sabía desde la víspera que había de comer con ellos: les oyó convenir en la hora, y es hombre que come los más días de oídas, y algunos por haber oído.
¿Qué pareja es la que sin mirar a un lado ni a otro pide un cuarto al mozo, y...? Pero es preciso marcharnos: mi amigo y yo hemos concluido de comer; cierta curiosidad nos lleva a pasar por delante de la puerta entornada donde ha entrado a comer sin testigos aquel oscuro matrimonio..., sin duda... Una pequeña parada que hacemos alarma a los que no quieren ser oídos, y un portazo dado con todo el mal humor propio de un misántropo, nos advierte nuestra indiscreción y nuestra impertinencia.
-Paciencia -salgo diciendo-: todo no se puede observar en este mundo; algo ha de quedar oscuro en un cuadro; sea esto lo que quede en negro en este artículo de costumbres de la Revista Española.
La Revista Española, 23 de agosto de 1833.
© Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
La vida de Madrid
Muchas cosas me admiran en este mundo: esto prueba que mi alma debe pertenecer a la clase vulgar, al justo medio de las almas; sólo a las muy superiores, o a las muy estúpidas les es dado no admirarse de nada. Para aquéllas no hay cosa que valga algo; para éstas, no hay cosa que valga nada. Colocada la mía a igual distancia de las unas y de las otras, confieso que vivo todo de admiración, y estoy tanto más distante de ellas -cuanto menos concibo que se pueda vivir sin admirar. Cuando en un día de esos, en que un insomnio prolongado, o un contratiempo de la víspera preparan al hombre a la meditación, me paro a considerar el destino del mundo; cuando me veo rodando dentro de él con mis semejantes por los espacios imaginarios, sin que sepa nadie para qué, ni adónde; cuando veo nacer a todos para morir, y morir sólo por haber nacido; cuando veo la verdad igualmente distante de todos los puntos del orbe donde se la anda buscando, y la felicidad siempre en casa del vecino a juicio de cada uno; cuando reflexiono que no se le ve el fin a este cuadro halagüeño, que según todas las probabilidades tampoco tuvo principio; cuando pregunto a todos y me responde cada cual quejándose de su suerte; cuando contemplo que la vida es un amasijo de contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y de arrepentimientos, me admiro de varias cosas. Primera, del gran poder del Ser Supremo, que haciendo marchar el mundo de un modo dado, ha podido hacer que todos tengan deseos diferentes y encontrados, que no suceda más que una sola cosa a la vez, y que todos queden descontentos. Segunda, de su gran sabiduría en hacer corta la vida. Y tercera, en fin, y de ésta me asombro más que de las otras todavía, de ese apego que todos tienen, sin embargo, a esta vida tan mala. Esto último bastaría a confundir a un ateo, si un ateo, al serlo, no diese ya claras muestras de no tener su cerebro organizado para el convencimiento; porque sólo un Dios y un Dios Todopoderoso podía hacer amar una cosa como la vida.
Esto, considerada la vida en general, dondequiera que la tomemos por tipo; en las naciones civilizadas, en los países incultos, en todas partes, en fin. Porque en este punto, me inclino-a creer que el hombre variará de necesidades, y se colocará en una escala más alta o más baja; pero en cuanto a su felicidad nada habrá adelantado. Toda la diferencia entre el hombre ilustrado y el salvaje estará en los términos de su conversación. Lord Wellington hablará de los whigs, el indio nómade hablará de las panteras; pero iguales penas le acarreará a aquél el concluir con los primeros, que a éste el dar caza a las segundas. La civilización le hará variar al hombre de ocupaciones y de palabras; de suerte, es imposible. Nació víctima, y su verdugo le persigue enseñándole el dogal, así debajo del dorado artesón, como debajo de la rústica techumbre de ramas. Pero si se considera luego la vida de Madrid, es preciso cerrar el entendimiento a toda reflexión para desearla.
El joven que voy a tomar por tipo general, es un muchacho de regular entendimiento, pero que posee, sin embargo, más doblones que ideas, lo cual no parecerá inverosímil si se atiende al modo que tiene la sabia naturaleza de distribuir sus dones. En una palabra, es rico sin ser enteramente tonto. Paseábame días pasados con él, no precisamente porque nos estreche una gran amistad, sino porque no hay más que dos modos de pasear, o solo o acompañado. La conversación de los jóvenes más suele pecar de indiscreta que de reservada: así fue, que a pocas preguntas y respuestas nos hallamos a la altura de lo que se llama en el mundo franqueza, sinónimo casi siempre de imprudencia. Preguntóme qué especie de vida hacía yo, y si estaba contento con ella. Por mi parte pronto hube despachado: a lo primero le contesté: «Soy periodista; paso la mayor parte del tiempo, como todo escritor público, en escribir lo que no pienso y en hacer creer a los demás lo que no creo. ¡Como sólo se puede escribir alabando! Esto es, que mi vida está reducida a querer decir lo que otros no quieren oír!». A lo segundo, de si estaba contento con esta vida, le contesté que estaba por lo menos tan resignado como lo está con irse a la gloria el que se muere.
-¿Y usted? -le dije-. ¿Cuál es su vida en Madrid?
-Yo -me repuso- soy muchacho de muy regular fortuna; por consiguiente, no escribo. Es decir..., escribo... ; ayer escribí una esquela a Borrel para que me enviase cuanto antes un pantalón de patincour que me tiene hace meses por allá. Siempre escribe uno algo. Por lo demás, le contaré a usted.
«Yo no soy amigo de levantarme tarde; a veces hasta madrugo; días hay que a las diez ya estoy en pie. Tomo té, y alguna vez chocolate; es preciso vivir con el país. Si a esas horas ha parecido ya algún periódico, me lo entra mi criado, después de haberle hojeado él: tiendo la vista por encima; leo los partes, que se me figura siempre haberlos leído ya; todos me suenan a lo mismo; entra otro, lo cojo, y es la segunda edición del primero. Los periódicos son como los jóvenes de Madrid, no se diferencian sino en el nombre. Cansado estoy ya de que me digan todas las mañanas en artículos muy graves todo lo felices que seríamos si fuésemos libres, y lo que es preciso hacer para serlo. Tanto valdría decirle a un ciego que no hay cosa como ver.
«Como a aquellas horas no tengo ganas de volverme a dormir, dejo los periódicos; me rodeo al cuello un echarpe, me introduzco en un surtú y a la calle. Doy una vuelta a la carrera de San Jerónimo, a la calle de Carretas, del Príncipe, y de la Montera, encuentro en un palmo de terreno a todos mis amigos que hacen otro tanto, me paro con todos ellos, compro cigarros en un café, saludo a alguna asomada, y me vuelvo a casa a vestir.
«¿Está malo el día? El capote de barragán: a casa de la marquesa hasta las dos; a casa de la condesa hasta las tres; a tal otra casa hasta las cuatro; en todas partes voy dejando la misma conversación; en donde entro oigo hablar mal de la casa de donde vengo, y de la otra adonde voy: ésta es toda la conversación de Madrid.
«¿Está el día regular? A la calle de la Montera. A ver a La Gallarda o a Tomás. Dos horas, tres horas, según. Mina, los facciosos, la que pasa, el sufrimiento y las esperanzas.
«¿Está muy bueno el día? A caballo. De la puerta de Atocha a la de Recoletos, de la de Recoletos a la de Atocha. Andado y desandado este camino muchas veces, una vuelta a pie. A comer a Genieys, o al Comercio: alguna vez en mi casa; las más, fuera de ella.
«¿Acabé de comer? A Sólito. Allí dos horas, dos cigarros, y dos amigos. Se hace una segunda edición de la conversación de la calle de la Montera. ¡Oh! Y felizmente esta semana no ha faltado materia. Un poco se ha ponderado, otro poco se ha... Pero en fin, en un país donde no se hace nada, sea lícito al menos hablar.
«-¿Qué se da en el teatro? -dice uno.
«-Aquí: 1.º Sinfonía; 2.º Pieza del célebre Scribe; 3.º Sinfonía; 4.º Pieza nueva del fecundo Scribe; 5.º Sinfonía; 6.º Baile nacional; 7.º La comedia nueva en dos actos, traducida también del ingenioso Scribe; 8.º Sinfonía; 9.º...
«-Basta, basta; ¡santo Dios!
«-Pero, chico, ¿qué lees ahí? Si ése es el Diario de ayer.
«-Hombre, parece el de todos los días.
«-Sí, aquí es Guillermo hoy.
«-¿Guillermo? ¡Oh, si fuera ayer! ¿Y allá?
«-Allá es el teatro de la Cruz. Cualquier cosa.
«-A mí me toca el turno aquí. ¿Sabe usted lo que es tocar el turno?
-Sí, sí -respondo a mi compañero de paseo-; a mí también me suele tocar el turno.
-Pues bien, subo al palco un rato. Acabado el teatro, si no es noche de sociedad, al café otra vez a disputar un poco de tiempo al dueño. Luego a ninguna parte. Si es noche de sociedad, a vestirme; gran tualeta. A casa de E... Bonita sociedad; muy bonita. Ello sí, las mismas de la sociedad de la víspera, y del lunes, y de... y las mismas de las visitas de la mañana, del Prado, y del teatro, y... pero lo bueno, nunca se cansa uno de verlo.
-¿Y qué hace usted en la sociedad?
-Nada; entro en la sala; paso al gabinete; vuelvo a la sala; entro al ecarté; vuelvo a entrar en la sala; vuelvo a salir al gabinete; vuelvo a entrar en el ecarté...
-¿Y luego?
-Luego a casa, y ¡buenas noches!
Ésta es la vida que de sí me contó mi amigo. Después de leerla y de releerla, figurándome que no he ofendido a nadie, y que a nadie retrato en ella, e inclinándome casi a creer que por ésta no tendré ningún desafío, aunque necios conozco yo para todo, trasládola a la consideración de los que tienen apego a la vida.
El Observador, 12 de diciembre de 1834.
© Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Vuelva usted mañana
artículo del bachiller
14 de enero de 1833
Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de éstos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haber las profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.
Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en Paris de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industriel o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.
Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fue preciso explicarme más claro.
-Mirad- le dije-, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
-Ciertamente- me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.
Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.
-Permitidme, monsieur Sans-délai- le dije entre socarrón y formal-, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.
-¿Cómo?
-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
-¿Os burláis?
-No por cierto.
-¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!
-Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
-Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
-Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
-Todos os comunicarán su inercia.
Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.
-Vuelva usted mañana- nos respondió la criada-, porque el señor no se ha levantado todavía.
-Vuelva usted mañana- nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba de salir.
-Vuelva usted mañana- nos respondió el otro-, porque el amo está durmiendo la siesta.
-Vuelva usted mañana- nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy ha ido a los toros.
-¿Qué día, a qué hora se ve a un español?
Vímosle por fin, y "Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio".
A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.
Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!
-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai?- le dije al llegar a estas pruebas.
-Me parece que son hombres singulares...
-Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.
Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.
-Vuelva usted mañana- nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha venido hoy.
-Grande causa le habrá detenido- dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.
Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero: -Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.
-Grandes negocios habrán cargado sobre él- dije yo.
Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar.
-Es imposible verle hoy- le dije a mi compañero- su señoría está en efecto ocupadísimo.
Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.
Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasóse al ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos, caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.
-De aquí se remitió con fecha de tantos- decían en uno.
-Aquí no ha llegado nada- decían en otro.
-¡Voto va!- dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa población?
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!
-Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas vayan por sus trámites regulares.
Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.
Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decia:
«A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado».
-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste es nuestro negocio.
Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos. -¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este dichoso mañana llega en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¡Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.
-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta; es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
-Ese hombre se va a perder- me decía un personaje muy grave y muy patriótico.
-Esa no es una razón- le repuse-: si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.
-¿Cómo ha de salir con su intención?
-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?
-Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere.
-¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
-Si, pero lo han hecho.
-Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Con que, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.
-Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.
-Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.
-En fin, señor Fígaro, es un extranjero.
-Y por qué no lo hacen los naturales del país?
-Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.
-Señor mío- exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas. Un extranjero- seguí- que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted- concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen: «Hágase el milagro, y hágalo el diablo.» Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que les pese a los batuecos.]
Concluida esta filipica, fuíme en busca de mi Sans-délai.
-Me marcho, señor Figaro- me dijo-. En este país no hay tiempo para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.
-¡Ay! mi amigo- le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.
-¿Es posible?
-¿Nunca me habéis de creer? Acordáos de los quince días...
Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.
-Vuelva usted mañana- nos decían en todas partes-, porque hoy no se ve.
-Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.
Era cosa de ver la cara de mi amigo al oir lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentóse con decir:
-Soy extranjero-. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!
Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver,] las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa: abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones.- ¡Eh! mañana le escribiré. Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!
[NOTA.-Con el mayor dolor anunciamos al público de nuestros lectores que estamos ya a punto de concluir el plan reducido que en la publicación de estos cuadernos nos habíamos creado. Pero no está en nuestra mano evitarlo. Síntomas alarmantes nos anuncian que el hablador padece de la lengua: fórmasele un frenillo que le hace hablar más pausada y menos enérgicamente que en su juventud. ¡Pobre Bachiller! Nos figuramos que morirá por su propia voluntad, y recomendamos por esto a nuestros apasionados y a sus preces este pobre enfermo de aprensión, cansado ya de hablar.]
Yo quiero ser cómico
Anch'io son pittore.
No fuera yo Fígaro, ni tuviera esa travesura y maliciosa índole que malas lenguas me atribuyen, si no sacara a la luz pública cierta visita que no ha muchos días tuve en mi propia casa.
Columpiábame en mi mullido sillón, de estos que dan vueltas sobre su eje, los cuales son especialmente de mi gusto por asemejarse en cierto modo a muchas gentes que conozco, y me hallaba en la mayor perplejidad sin saber cuál de mis numerosas apuntaciones elegiría para un artículo que no me correspondía injerir aquel día en la Revista. Quería yo que fuese interesante sin ser mordaz, y conocía toda la dificultad de mi empeño, y sobre todo que fuese serio, porque no está siempre un hombre de buen humor, o de buen talante, para comunicar el suyo a los demás. No dejaba de atormentarme la idea de que fuese histórico, y por consiguiente verídico, porque mientras yo no haga más que cumplir con las obligaciones de fiel cronista de los usos y costumbres de mi siglo, no se me podrá culpar de mal intencionado, ni de amigo de buscar pendencias por una sátira más o menos.
Hallábame, como he dicho, sin saber cuál de mis notas escogería por más inocente, y no encontraba por cierto mucho que escoger, cuando me deparó felizmente la casualidad materia sobrada para un artículo, al anunciarme mi criado a un joven que me quería hablar indispensablemente.
Pasó adelante el joven haciéndome una cortesía bastante zurda, como de hombre que necesita y estudia en la fisonomía del que le ha de favorecer sus gustos e inclinaciones, o su humor del momento, para conformarse prudentemente con él; y dando tormento a los tirantes y rudos músculos de su fisonomía para adoptar una especie de careta que desplegase a mi vista sentimientos mezclados de afecto y de deferencia, me dijo con voz forzadamente sumisa y cariñosa:
-¿Es usted el redactor llamado Fígaro?
-¿Qué tiene usted que mandarme?
-Vengo a pedirle un favor... ¡Cómo me gustan sus artículos de usted!
-Es claro... Si usted me necesita...
-Un favor de que depende mi vida acaso... ¡Soy un apasionado, un amigo de usted!
-Por supuesto... siendo el favor de tanto interés para usted...
-Yo soy un joven...
-Lo presumo.
-Que quiero ser cómico, y dedicarme al teatro.
-¿Al teatro?
-Sí, señor... como el teatro está cerrado ahora...
-Es la mejor ocasión.
-Como estamos en cuaresma, y es la época de ajustar para la próxima temporada cómica, desearía que usted me recomendase...
-¡Bravo empeño! ¿A quién?
-Al Ayuntamiento.
-¡Hola! ¿Ajusta el Ayuntamiento?
-Es decir, a la empresa.
-¡Ah! ¿Ajusta la empresa?
-Le diré a usted... según algunos, esto no se sabe... pero... para cuando se sepa.
-En ese caso, no tiene usted prisa, porque nadie la tiene...
-Sin embargo, como yo quiero ser cómico...
-Cierto. ¿Y qué sabe usted? ¿Qué ha estudiado usted?
-¿Cómo? ¿Se necesita saber algo?
-No; para ser actor, ciertamente, no necesita usted saber cosa mayor...
-Por eso; yo no quisiera singularizarme; siempre es malo entrar con ese pie en una corporación.
-Ya le entiendo a usted; usted quisiera ser cómico aquí, y así será preciso examinarle por la pauta del país. ¿Sabe usted castellano?
-Lo que usted ve..., para hablar; las gentes me entienden...
-Pero la gramática, y la propiedad, y...
-No, señor, no.
-Bien, ¡eso es muy bueno! Pero sabrá usted desgraciadamente el latín, y habrá estudiado humanidades, bellas letras...
-Perdone usted.
-Sabrá de memoria los poetas clásicos, y los comprenderá, y podrá verter sus ideas en las tablas.
-Perdone usted, señor. Nada, nada. ¿Tan poco favor me hace usted? Que me caiga muerto aquí si he leído una sola línea de eso, ni he oído hablar tampoco... mire usted...
-No jure usted. ¿Sabe usted pronunciar con afectación todas las letras de una palabra, y decir unas voces por otras, actitud por aptitud, y aptitud por actitud, diferiencia por diferencia, háyamos por hayamos, dracmático por dramático, y otras semejantes?
-Sí, señor, sí, todo eso digo yo.
-Perfectamente; me parece que sirve usted para el caso. ¿Aprendió usted historia?
-No, señor; no sé lo que es.
-Por consiguiente, no sabrá usted lo que son trajes, ni épocas, ni caracteres históricos...
-Nada, nada, no señor.
-Perfectamente.
-Le diré a usted...; en cuanto a trajes, ya sé que en siendo muy antiguo, siempre a la romana.
-Esto es: aunque sea griego el asunto.
-Sí señor: si no es tan antiguo, a la antigua francesa o a la antigua española; según... ropilla, trusas, capacete, acuchillados, etc. Si es más moderno o del día, levita a la Utrilla en los calaveras, y polvos, casacón y media en los padres.
-¡Ah! ¡Ah! Muy bien.
-Además, eso en el ensayo general se le pregunta al galán o a la dama, según el sexo de cada uno que lo pregunta, y conforme a lo que ellos tienen en sus arcas, así...
-¡Bravo!
-Porque ellos suelen saberlo.
-¿Y cómo presentará usted un carácter histórico?
-Mire usted; el papel lo dirá, y luego, como el muerto no se ha de tomar el trabajo de resucitar sólo para desmentirle a uno... Además, que gran parte del público suele estar tan enterada como nosotros...
-¡Ah! ya... Usted sirve para el ejercicio. La figura es la que no...
-No es gran cosa; pero eso no es esencial.
-Y de educación, de modales y usos de sociedad, ¿a qué altura se halla usted?
-Mal; porque si va a decir verdad, yo soy un pobrecillo: yo era escribiente en una mala administración; me echaron por holgazán, y me quiero meter a cómico porque se me figura a mí que es oficio en que no hay nada que hacer...
-Y tiene usted razón.
-Todo lo hace el apunte, y... por consiguiente, no conozco esos señores usos de sociedad que usted dice, ni nunca traté a ninguno de ellos.
-Ni conocerá usted el mundo, ni el corazón humano.
-Escasamente.
-¿Y cómo representará usted tantos caracteres distintos?
-Le diré a usted: si hago de rey, de príncipe o de magnate, ahuecaré la voz, miraré por encima del hombro a mis compañeros, mandaré con mucho imperio...
-Sin embargo, en el mundo esos personajes suelen ser muy afables y corteses, y como están acostumbrados, desde que nacen, a ser obedecidos a la menor indicación, mandan poco y sin dar gritos...
-Sí, pero ¡ya ve usted!, en el teatro es otra cosa.
-Ya me hago cargo.
-Por ejemplo, si hago un papel de juez, aunque esté delante de señoras o en casa ajena, no me quitaré el sombrero, porque en el teatro la justicia está dispensada de tener crianza; daré fuertes golpes en el tablero con mi bastón de borlas, y pondré cara de caballo, como si los jueces no tuviesen entrañas...
-No se puede hacer más.
-Si hago de delincuente me haré el perseguido, porque en el teatro todos los reos son inocentes...
-Muy bien.
-Si hago un papel de pícaro, que ahora están en boga, cejas arqueadas, cara pálida, voz ronca, ojos atravesados, aire misterioso, apartes melodramáticos... Si hago un calavera, muchos brincos y zapatetas, carreritas de pies y lengua, vueltas rápidas y habla ligera... Si hago un barba, andaré a compás, como un juego de escarpias, me temblarán siempre las manos como perlático o descoyuntado; y aunque el papel no apunte más de cincuenta años, haré del tarado y decrépito, y apoyaré mucho la voz con intención marcada en la moraleja, como quien dice a los espectadores: «Allá va esto para ustedes».
-¿Tiene usted grandes calvas para las barbas?
-¡Oh! disformes; tengo una que me coge desde las narices hasta el colodrillo; bien que ésta la reservo para las grandes solemnidades. Pero aun para [el] diario tengo otras, tales que no se me ve la cara con ellas.
-¿Y los graciosos?
-Esto es lo más fácil: estiraré mucho la pata, daré grandes voces, haré con la cara y el cuerpo todos los raros visajes y estupendas contorsiones que alcance, y saldré [siempre] vestido de arlequín...
-Usted hará furor.
-¡Vaya si haré! Se morirá el público de risa, y se hundirá la casa a aplausos. Y especialmente, en toda clase de papeles, diré directamente al público todos los apartes, monólogos, gracias y parlamentos de intención o lucimiento que en mi parte se presenten.
-¿Y memoria?
-No es cosa la que tengo; y aun esa no la aprovecho, porque no me gusta el estudio. Además, que eso es cuenta del apuntador. Si se descuida, se le lanza de vez en cuando un par de miradas terribles, como diciendo al público: ¡Ven ustedes qué hombre!
-Esto es; de modo que el apuntador vaya tirando del papel como de una carreta, y sacándole a usted la relación del cuerpo como una cinta. De esa manera, y hablando él altito, tiene el público el placer de oír a un mismo tiempo dos ejemplares de un mismo papel.
-Sí, señor; y, en fin, cuando uno no sabe su relación, se dice cualquier tontería, y el público se la ríe. ¡Es tan guapo el público! ¡Si usted viera!
-Ya sé, ¡ya!
-Vez hay que en una comedia en verso añade uno un párrafo en prosa: pues ni se enfada, ni menos lo nota. Así es que no hay nada más común que añadir...
-¡Ya se ve, que hacen muy bien! Pues, señor, usted es cómico, y bueno. ¿Usted ha representado anteriormente?
-¡Vaya! En comedias caseras. He alborotado con el García y el Delincuente honrado.
-No más, no más; le digo a usted que usted será cómico. Dígame usted, ¿sabrá usted hablar mal de los poetas y despreciarlos, aunque no los entienda; alabar las comedias por el lenguaje, aunque no sepa lo que es, o por el verso mas que no entienda siquiera lo que es prosa?
-¿Pues no tengo de saber, señor? Eso lo hace cualquiera.
-¿Sabrá usted quejarse amargamente, y entablar una querella criminal contra el primero que se atreva a decir en letras de molde que usted no lo hace todas las noches sobresalientemente? ¿Sabrá usted decir de los periodistas que quién son ellos para?...
-Vaya si sabré; precisamente ese es el tema nuestro de todos los días. Mande usted otra cosa.
Al llegar aquí no pude ya contener mi gozo por más tiempo, y arrojándome en los brazos de mi recomendado:
-¡Venga usted acá, mancebo generoso -exclamé todo alborozado-; venga usted acá, flor y nata de la andante comiquería: usted ha nacido en este siglo de hierro de nuestra gloria dramática para renovar aquel siglo de oro, en que sólo comían los hombres bellotas y pacían a su libertad por los bosques, sin la distinción del tuyo y del mío! ¡Usted será cómico, en fin, o se han de olvidar las reglas que hoy rigen en el ejercicio!
Diciendo estas y otras razones, despedí a mi candidato, prometiéndole las más eficaces recomendaciones.
La Revista Española, 1 de marzo de 1833.
© Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Un reo de muerte
30 de marzo de 1835
Cuando una incomprensible comezón de escribir me puso por primera vez la pluma en la mano para hilvanar en forma de discurso mis ideas, el teatro se ofreció primer blanco a los tiros de esta que han calificado muchos de mordaz maledicencia. Yo no sé si la humanidad bien considerada tiene derecho a quejarse de ninguna especie de murmuración, ni si se puede decir de ella todo el mal que se merece; pero como hay millares de personas seudofilantrópicas, que al defender la humanidad parece que quieren en cierto modo indemnizarla de la desgracia de tenerlos por individuos, no insistiré en este pensamiento. Del llamado teatro, sin duda por antonomasia, dejéme suavemente deslizar al verdadero teatro: a esa muchedumbre en continuo movimiento, a esa sociedad donde sin ensayo ni previo anuncio de carteles, y donde a veces hasta de balde y en balde se representan tantos y tan distintos papeles.
Descendí a ella, y puedo asegurar que al cotejar este teatro con el primero, no pudo menos de ocurrirme la idea de que era más consolador éste que aquél; porque, al fin, seamos francos, triste cosa es contemplar en la escena la coqueta, el avaro, el ambicioso, la celosa, la vitud caída y vilipendiada, las intrigas incesantes, en crimen entronizado a veces y triunfante; pero al salir de una tragedia para entrar en la sociedad puede uno exclamar al menos: "Aquello es falso; es pura invención; es un cuento forjado para divertirnos"; y en el mundo es todo lo contrario; la imaginación más acalorada no llegará nunca a abarcar la fea realidad. Un rey de la escena depone para irse a acostar el cetro y la corona, y en el mundo el que la tiene duerme con ella, y sueñan con ella infinitos que no la tienen. En las tablas se puede silbar al tirano; en el mundo hay que sufrirle; allí se le va a ver como una cosa rara, como una fiera que se enseña por dinero; en la sociedad cada preocupación es un rey; cada hombre un tirano; y de su cadena no hay librarse; cada individuo se constituye en eslabón de ella; los hombres son la cadena unos de otros.
De estos dos teatros, sin embargo, peor el uno que el otro, vino a desalojarme una farsa que lo ocupó todo: la política. ¿Quién hubiera leído un ligero bosquejo de nuestras costumbres, torpe y débilmente trazado acaso, cuando se estaban dibujando en el gran telón de la política, escenas, si no mejores, de un interés ciertamente más próximo y positivo? Sonó el primer arcabuz de la facción, y todos volvimos la cara a mirar de dónde partía el tiro; en esta nueva representación, semejante a la fantasmagórica de Mantilla, donde empieza por verse una bruja, de la cual nace otra y otras, hasta multiplicarse al infinito, vimos un faccioso primero, y luego vimos un faccioso más, y en pos de él poblarse de facciosos el telón. Lanzado en mi nuevo terreno esgrimí la pluma contra las balas, y revolviéndome a una parte y otra, di la cara a dos enemigos: al faccioso de fuera, y al justo medio, a la parsimonia de dentro. ¡Débiles esfuerzos! El monstruo de la política estuvo encinta y dio a luz lo que había mal engendrado; pero tras éste debían venir hermanos menores, y uno de ellos, nuevo Júpiter, debía destronar a su padre. Nació la censura, y heme aquí poco menos que desalojado de mi última posición. Confieso francamente que no estoy en armonía con el reglamento: respétole y le obedezco; he aquí cuanto se puede exigir de un ciudadano: a saber, que no altere el orden; es bueno tener entendido que en política se llama orden a lo que exite, y que se llama desorden este mismo orden cuando le sucede otro orden distinto; por consiguiente, es perturbador el que se presenta a luchar contra el orden existente con menos fuerzas que él; el que se presenta con más, pasa a restaurador, cuando no se le quiere honrar con el pomposo título de libertador. Yo nunca alteraré el orden probablemente, porque nunca tendré la locura de creerme por mí solo más fuerte que él; en este convencimiento, infinidad de artículos tengo solamente rotulados, cuyo desempeño conservo para más adelante; porque la esperanza es precisamente lo único que nunca me abandona. Pero al paso que no los escribiré, porque estoy persuadido de que me los habían de prohibir (lo cual no es decir que me los han prohibido, sino todo lo contrario, puesto que yo no los escribo), tengo placer en hacer de paso esta advertencia, al refugiarme, de cuando en cuando, en el único terreno que deja libre a mis correrías el temor de ser rechazado en posiciones más avanzadas. Ahora bien: espero que después de esta previa inteligencia no habrá lector que me pida lo que no puedo darle: digo esto porque estoy convencido de que ese pretendido acierto de un escritor depende más veces de su asunto y de la predisposición feliz de sus lectores que de su propia habilidad. Abandonado a ésta sola, considérome débil, y escribo todavía con más miedo que poco mérito, y no es ponderarlo poco, sin que esto tenga visos de afectada modestia.
Habiendo de parapetarme en las costumbres, la primera idea que me ocurre es que el hábito de vivir en ellas, y la repetición diaria de las escenas de nuestra sociedad, nos impide muchas veces pararnos solamente a considerarlas, y casi siempre nos hace mirar como naturales cosas que en mi sentir no debieran parecérnoslo tanto. Las tres cuartas partes de los hombres viven de tal o cual manera porque de tal o cual manera nacieron y crecieron; no es una gran razón; pero ésta es la dificultad que hay para hacer reformas. He aquí por qué las leyes difícilmente pueden ser otra cosa que el índice reglamentario y obligatorio de las costumbres; he aquí por qué caducan multitud de leyes que no se derogan; he aquí la clave de lo mucho que cuesta hacer libre por las leyes a un pueblo esclavo por sus costumbres.
Pero nos apartamos demasiado de nuestro objeto: volvamos a él; este hábito de la pena de muerte, reglamentada y judicialmente llevada a cabo en los pueblos modernos con un abuso inexplicable, supuesto que la sociedad al aplicarla no hace más que suprimir de su mismo cuerpo uno de sus miembros, es causa de que se oiga con la mayor indiferencia el fatídico grito que desde el amanecer resuena por las calles del gran pueblo, y que uno de nuestros amigos acaba de poner atinadísimamente por estribillo a un trozo de poesía romántica:
Para hacer bien por el alma
Del que van a ajusticiar.
Ese grito, precedido por la lúgubre campanilla, tan inmediata y constantemente como sigue la llama al humo, y el alma al cuerpo; este grito que implora la piedad religiosa en favor de una parte del ser que va a morir, se confunde en los aires con las voces de los que venden y revenden por las calles los géneros de alimento y de vida para los que han de vivir aquel día. No sabemos si algún reo de muerte habrá hecho esta singular observación, pero debe ser horrible a sus oídos el último grito que ha de oír de la coliflorera que pasa atronando las calles a su lado.
Leída y notificada al reo la sentencia, y la última venganza que toma de él la sociedad entera, en lucha por cierto desigual, el desgraciado es trasladado a la capilla, en donde la religión se apodera de él como de una presa ya segura; la justicia divina espera allí a recibirle de manos de la humana. Horas mortales transcurren allí para él; gran consuelo debe de ser el creer en un Dios, cuando es preciso prescindir de los hombres, o, por mejor decir, cuando ellos prescinden de uno. La vanidad, sin embargo, se abre paso al través del corazón en tan terrible momento, y es raro el reo que, pasada la primera impresión, en que una palidez mortal manifiesta que la sangre quiere huir y refugiarse al centro de la vida, no trata de afectar una serenidad pocas veces posible. Esta tiránica sociedad exige algo del hombre hasta en el momento en que se niega entera a él; injusticia por cierto incomprensible; pero reirá de la debilidad de su víctima. Parece que la sociedad, al exigir valor y serenidad en el reo de muerte, con sus constantes preocupaciones, se hace justicia a sí misma, y extraña que no se desprecie lo poco que ella vale y sus fallos insignificantes.
En tan críticos instantes, sin embargo, rara vez desmiente cada cual su vida entera y su educación; cada cual obedece a sus preocupaciones hasta en el momento de ir a desnudarse de ellas para siempre. El hombre abyecto, sin educación, sin principios, que ha sucumbido siempre ciegamente a su instinto, a su necesidad, que robó y mató maquinalmente, muere maquinalmente. Oyó un eco sordo de religión en sus primeros años y este eco sordo, que no comprende, resuena en la capilla, en sus oídos, y pasa maquinalmente a sus labios. Falto de lo que se llama en el mundo honor, no hace esfuerzo para disimular su temor, y muere muerto. El hombre verdaderamente religioso vuelve sinceramente su corazón a Dios, y éste es todo lo menos infeliz que puede el que lo es por última vez. El hombre educado a medias, que ensordeció a la voz del deber y de la religión, pero en quien estos gérmenes existen, vuelve de la continua afectación de despreocupado en que vivió, y duda entonces y tiembla. Los que el mundo llama impíos y ateos, los que se han formado una religión acomodaticia, o las han desechado todas para siempre, no deben ver nada al dejar el mundo. Por último, el entusiasmo político hace veces casi siempre de valor; y en esos reos, en quienes una opinión es la preocupación dominante, se han visto las muertes más serenas.
Llegada la hora fatal entonan todos los presos de la cárcel, compañeros de destino del sentenciado, y sus sucesores acaso, una salve en un compás monótono, y que contrasta singularmente con las jácaras y coplas populares, inmorales e irreligiosas, que momentos antes componían, juntamente con las preces de la religión, el ruido de los patios y calabozos del espantoso edificio. El que hoy canta esa salve se la oirá cantar mañana.
En seguida, la cofradía vulgarmente dicha de la Paz y Caridad recibe al reo, que, vestido de una túnica y un bonete amarillos, es trasladado atado de pies y manos sobre un animal, que sin duda por ser el más útil y paciente, es el más despreciado, y la marcha fúnebre comienza.
Un pueblo entero obstruye ya las calles del tránsito. Las ventanas y balcones están coronados de espectadores sin fin, que se pisan, se apiñan, y se agrupan para devorar con la vista el último dolor del hombre.
-¿Qué espera esa multitud?- diría un extranjero que desconociese las costumbres-. ¿Es un rey el que va a pasar; ese ser coronado, que es todo un espectáculo para un pueblo? ¿Es un día solemne? ¿Es una pública festividad? ¿Qué hacen ociosos esos artesanos? ¿Qué curiosea esta nación?
-Nada de eso. Ese pueblo de hombres va a ver morir a un hombre.
-¿Dónde va?
-¿Quién es?
-¡Pobrecillo!
-Merecido lo tiene.
-¡Ay!, si va muerto ya.
-¿Va sereno?
-¡Qué entero va!
He aquí las preguntas y expresiones que se oyen resonar en derredor. Numerosos piquetes de infantería y caballería esperan en torno del patíbulo. He notado que en semejante acto siempre hay alguna corrida; el terror que la situación del momento imprime en los ánimos causa la mitad del desorden; la otra mitad es obra de la tropa que va a poner orden. ¡Siempre bayonetas en todas partes! ¿Cuándo veremos una sociedad sin bayonetas? ¡No se puede vivir sin instrumentos de muerte! Esto no hace por cierto el elogio de la sociedad ni del hombre.
No sé por qué al llegar siempre a la plazuela de la Cebada mis ideas toman una tintura singular de melancolía, de indignación y de desprecio. No quiero entrar en la cuestión tan debatida del derecho que puede tener la sociedad de mutilarse a sí propia; siempre resultaría ser el derecho de la fuerza, y mientras no haya otro mejor en el mundo, ¿qué loco se atrevería a rebatir ése? Pienso sólo en la sangre inocente que ha manchado la plazuela; en la que la manchará todavía. ¡Un ser que como el hombre no puede vivir sin matar, tiene la osadía, la incomprensible vanidad de presumirse perfecto!
Un tablado se levanta en un lado de la plazuela: la tablazón desnuda manifiesta que el reo no es noble. ¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué quiere decir garrote vil? Quiere decir indudablemente que no hay idea positiva ni sublime que el hombre no impregne de ridiculeces.
Mientras estas reflexiones han vagado por mi imaginación, el reo ha llegado al patíbulo; en el día no son ya tres palos de que pende la vida del hombre; es un palo sólo; esta diferencia esencial de la horca al garrote me recordaba la fábula de los Carneros de Casti, a quienes su amo proponía, no si debían morir, sino si debían morir cocidos o asados. Sonreíame todavía de este pequeño recuerdo, cuando las cabezas de todos, vueltas al lugar de la escena, me pusieron delante que había llegado el momento de la catástrofe; el que sólo había robado acaso a la sociedad, iba a ser muerto por ella; la sociedad también da ciento por uno: si había hecho mal matando a otro, la sociedad iba a hacer bien matándole a él. Un mal se iba a remediar con dos. El reo se sentó por fin. ¡Horrible asiento! Miré al reloj: las doce y diez minutos; el hombre vivía aún... De allí a un momento una lúgubre campanada de San Millán, semejante el estruendo de las puertas de la eternidad que se abrían, resonó por la plazuela; el hombre no existía ya; todavía no eran las doce y once minutos. "La sociedad, exclamé, estará ya satisfecha: ya ha muerto un hombre."