CRISTIANOS Y PAGANOS ANTE LA DECADENCIA Y CAIDA
DE ROMA
Desde mediados del siglo III, aproximadamente, la decadencia y final ruina del Imperio Romano se
nos revelan ya como inevitables. Y quizás no sería exagerado afirmar que este magno fenómeno
comienza unas décadas antes, en el ocaso de la segunda centuria, cuando la gravísima amenaza de
cuados y marcomanos durante el reinado del noble Marco Aurelio (161-180), conjurada finalmente
a costa de enormes esfuerzos y sacrificios que dejaron profunda quiebra en la máquina inmensa del
Imperio, nos pone de manifiesto que la creciente presión de los pueblos germanos sobre el limes
resultaría a la postre insoportable para una sociedad cada vez más envejecida y degradada.
Jacob Burckhardt, en la obra maestra de la exposición e interpretación históricas que es Del
paganismo al cristianismo, ejecuta una magnífica pintura de aquellos romanos decrépitos y
enfermos que, olvidados ya de esa conciencia cívica, de esa virtus republicana que hizo a Roma
grande sobre las demás naciones, corren ávidos tras novedades religiosas, o más bien tras
supersticiones que les prometan una salvación e inmortalidad individuales; llegando incluso el
ilustre suizo a observar en los rostros y cuerpos representados en el arte figurativo de la época que
estudia el estigma de la degeneración racial.
Con el asesinato de Alejandro Severo en el 236 por obra o instigación del odioso Maximino el
Tracio comenzaba un período de anarquía militar en que eran los soldados quienes a su capricho, y
siempre con la mira puesta en la inmediata y servil gratitud de su favorito, decidían quién había de
ser elevado al solio imperial. El principio de adopción de los Antoninos había mantenido al Senado
romano, en quien teóricamente residía el poder de nombrar al emperador, en una servidumbre suave
y hasta cierto punto voluntaria, por las altas dotes de aquéllos; durante la dinastía de los Severos su
esclavitud se hizo más visible, pero todavía con algún resto de disimulo; mas con la tiranía de los
soldados, la ya fatal y definitiva impotencia de la Curia no podía disimularse con velo ninguno. A
partir de entonces, el caos se apoderó del Imperio, que se desangraba en luchas intestinas mientras
los jóvenes, fuertes y numerosos pueblos del norte comenzaban a desbordarse como una inmensa
marea por los territorios del ya no invencible ni tan temido enemigo latino, y mientras en el este, el
viejo y tenaz rival persa se remozaba con la nueva dinastía de los Sasánidas. Solamente la pericia, el
valor y la determinación de una serie de emperadores nacidos en la semibárbara Iliria evitaron la
ruina total en la segunda mitad del siglo III. Uno de ellos, inteligente, constante y emprendedor,
Diocleciano, logró, siquiera por unos decenios, comunicar solidez al gobierno imperial, instaurando
de nuevo el principio de adopción y repartiendo la administración del Imperio mediante su famosa
Tetrarquía de dos Augustos y dos Césares. En tiempos de sencillas y frugales costumbres, de sanos
caracteres, de un Camilo, de un Régulo, de un Catón Censorino o de los Escipiones por ejemplo,
esta máquina podría haber durado, no en aquéllos. Aun antes de morir Diocleciano, el más digno,
por no decir el único que merecía el cetro imperial de entre sus colegas y sus inmediatos sucesores,
el edificio se derrumbaba, y aquella vorágine de crímenes y pasiones enfrentadas en que se
precipitaron los Galerios, Maximianos, Majencios, Maximinos Dazas, Licinios y Constantinos tuvo
como éxito que el despotismo de cuatro fuera sustituido por el despotismo de uno. El hijo de
Constancio Cloro, Constantino, de quien podemos decir que encarna a la perfección el tipo de
monarca oriental, supo mantener en solitario durante trece años un gobierno estable gracias a sus
innegables dotes de mando y a la relativa calma de las fronteras.
El siglo IV fue en su mayor parte pacífico comparado con la terrible centuria anterior, aunque
francos, alamanes, godos, persas y una muchedumbre de otros pueblos pusieron frecuentemente a
prueba el valor de las armas romanas; pero hacia el 378, tras la derrota y muerte del emperador
Valente a manos de los visigodos en la tracia Adrianópolis, y el posterior asedio de Constantinopla,
el primero de los muchos que esta ciudad había de sufrir, el Imperio Romano, como bien expresa
Luis A. García Moreno, nunca como entonces había sentido tan cerca su fin. Fue éste un duro
golpe que no era sino funesto preludio de lo que estaba por venir. De nada le valió al fanático
Teodosio repartir a su muerte en el 395 el Imperio (como ya habían hecho treinta años antes los
emperadores hermanos Valentiniano y Valente) entre sus hijos Arcadio y Honorio para organizar
mejor su defensa frente a los bárbaros y a la vez evitar disputas fratricidas, pues sólo diez años
después, en el 406, una pavorosa marabunta de vándalos, alanos, suevos y otros moradores de las
Germanias franquearon de común acuerdo el Rhin e iniciaron un período de devastaciones y
saqueos, de constantes derrotas y de transacciones vergonzosas que ya no se interrumpiría. La
ciudad de Roma, la otrora reina de las naciones, presa del godo Alarico en el 410 y de los vándalos
de Genserico dos décadas después, no era otra cosa que un fantasmal despojo cuando Odoacro
envió las insignias imperiales a Constantinopla en el 476.
Pues bien, ante estos luctuosos acontecimientos ¿qué posición tomaron esas dos fuerzas ideológicas
en pugna mortal, una destinada a desaparecer, la otra a cantar victoria sobre las ruinas de su rival,
paganismo y cristianismo? ¿Cómo reaccionaron, qué sintieron ante este cúmulo de catástrofes
paganos y cristianos, al menos los más representativos de entre ellos que han llegado hasta nosotros,
y cómo las interpretaron? A estas cuestiones, que hemos creído conveniente prologar con lo arriba
escrito, tratará de dar respuesta, en la pequeña medida de sus posibilidades, el autor de esta humilde
exposición.
A nuestro juicio, este problema, en gran medida, no es sino parte relevante de un problema mayor y
esencial: el enfrentamiento ideológico entre paganos y cristianos. Baste decir que unos y otros
solían culparse mutuamente de la ruina del Imperio, verbigracia, bien por haber renegado los
cristianos de los dioses patrios y provocado su cólera con esta y otras impiedades, según los
paganos; bien por la pertinacia de los idólatras y su empecinamiento en el pecado, según los
nazarenos. Por ello, en el curso de nuestro trabajo iremos describiendo los rasgos más notables de
ese enfrentamiento y su evolución, pero destacando en especial aquellos datos, informaciones y
testimonios a cuya luz se nos vaya revelando el asunto particular que nos ocupa, que nunca será
completamente dilucidado, no obstante, sin comprender la influencia capital que sobre la postrera
sociedad romana tuvieron el milenarismo y la escatología cristianos. Nuestra narración seguirá en lo
posible un orden cronológico, que creemos la hará más fluída, y al final expondremos, procurando
evitar toda enojosa prolijidad, nuestras conclusiones.
Roma siempre había permitido la existencia de cultos diferentes al suyo. Esta tolerancia religiosa no
era algo nuevo ni peregrino en la historia, pues ya había sido practicada antes de los romanos por
diversos pueblos y conquistadores, como la Persia Aqueménida o Alejandro Magno y los Diádocos.
Las conquistas romanas tuvieron como consecuencia que el panteón de los vencedores se ampliara
considerablemente con los muchos dioses de los pueblos vencidos. Todas las religiones que Roma
conoció, salvo la judía, eran politeístas y nacionales. El monoteísmo era excepción en el mundo
antiguo. Sin embargo, en época imperial, según se observa en las fuentes, y sobre todo desde el
siglo II, hubo una progresiva inclinación de los individuos hacia el monoteísmo, y más aún una
individualización del sentimiento religioso, al comienzo conciliable, desde luego, con el deber
cívico de adorar a los diversos dioses oficiales, especialmente la Tríada Capitolina de Júpiter, Juno
y Minerva; y de rendir culto al emperador. Al respecto, el griego Plutarco o el africano Apuleyo, de
quienes se puede decir que representan la religiosidad de gran parte de las clases cultas del Imperio
en el siglo II, son ejemplos ilustrativos: ambos interiorizan la religión y casan monoteísmo y
politeísmo, perteneciente aquél a la esfera privada, territorio inviolable de la conciencia cuyos
umbrales el Estado romano nunca pretendió traspasar; éste a la pública, donde el íntimo sentir
religioso ha de subordinarse al interés general. Ya en el siglo III, sobre todo durante los reinados de
Heliogábalo y Aureliano, era el propio Imperio el que derivaba hacia el monoteísmo, adoptando un
culto solar, dirigido al Sol Invicto, traído de Emesa y de Palmira.
Al lado de los cultos oficiales medraban los cultos mistéricos, algunos de los cuales ya durante la
República arraigaron en suelo romano, caso del de Isis o el de Dioniso. La historia del cristianismo
no se podría entender cabalmente ignorando estas religiones coetáneas, estos mitos de Cibeles y
Atis, Isis y Osiris, Mitra, etc. Estos cultos, de origen oriental, prometían, como el cristianismo, la
salvación personal y la inmortalidad, y por lo común, también como la religión cristiana, no hacían
distingos de procedencia, rango social y condición económica para admitir a los iniciados. Justino,
Tertuliano, Clemente de Alejandría Minucio Félix y otros escritores cristianos fueron conscientes
de la notable afinidad que se revelaba entre algunos cultos mistéricos y el cristianismo. No obstante,
también había notables diferencias, como, por ejemplo, que los dioses mistéricos, ninguno de los
cuales, a lo que sabemos, fue un personaje histórico, no morían por redimir al género humano según
un designio preestablecido, sino, por decirlo así, víctimas de la fatalidad; y que todos o casi todos
ellos eran, en su origen, de carácter agrario, y su pasión, muerte y resurrección simbolizaban
igualmente el ciclo vegetal.
En los inicios del cristianismo, los romanos, como se puede ver en Tácito, no distinguían a sus
prosélitos de los judíos, a quienes despreciaban, y para la masa pagana del siglo I, el cristianismo no
era sino una secta más de la superstición judaica. Pero la religión de los hebreos estaba reconocida
por el Estado romano y tenía su estatuto jurídico, y los cristianos bien pronto dejaron claro que ellos
pisaban otra senda, muy otra de las que habían sido holladas hasta entonces, radicalmente inusitada
y, por supuesto, no tolerable según los valores morales y cívicos vigentes de la época. Realmente,
los cristianos hicieron no poco para ganarse el desprecio e incluso el odio violento de las
autoridades y la masa de la población, pues su actitud ante el mundo era de frontal y absoluta
oposición contra todo lo respetado, venerado y establecido en el Imperio. Tal actitud hizo que el
sentimiento anticristiano brotara rápida y vigorosamente en todas las gentes. Los cristianos
consideraban a Roma, tal y como está escrito en el Apocalipsis de san Juan, la "gran ramera",
cuyos días estaban contados. Además, para los romanos era falta gravísima abandonar los ritos de
los antepasados y las costumbres de los mayores, como habían hecho los cristianos respecto al
judaísmo, así como negar a los dioses cuyo poder y majestad les habían llevado a gobernar el
universo. El historiador del siglo III d. C. Dión Casio lo testimonia diciendo:
"Venera la divinidad sobre todo, conforme a la costumbre patria, y obliga a los demás a hacer lo
mismo. Odia y castiga a los partidarios de dioses extranjeros, no sólo por respeto a tus propios
dioses, sino porque los que introducen dioses nuevos, propagan y difunden las costumbres
extranjeras, lo que acarrea conjuraciones, coaliciones, conciliábulos y disputas que ponen en
riesgo a la monarquía. No permitas a nadie hacer profesión de ateísmo o de magia."
Para los romanos, el dios cristiano, extranjero y de última hora, al ser además excluyente y
pretender aniquilar a los demás dioses, era un amenaza contra su mundo que había que conjurar por
cualquier medio. Para ellos, los cristianos eran convictos de odio al género humano.
El cristianismo se propagó lentamente al principio, con creciente celeridad después, sobre todo
durante las postrimerías del siglo II y durante el III, y extraordinariamente en el IV. Según
testimonio de Tácito, en la época de Nerón los cristianos eran numerosos en Roma. En tiempos de
Trajano, el cristianismo se había extendido anchamente por el Mediterráneo oriental, estando bien
asentado en la costa de Asia Menor, además de Roma y la costa del Mar Tirreno. Durante el siglo II
había cristianos en todas las provincias e incluso al otro lado de la frontera, y al final de la dinastía
de los Antoninos, formaban una sociedad ya peligrosa para el Estado, como se infiere de la lectura
de Celso. El durísimo y atroz siglo III contemplaba cómo las miserias y calamidades que se cebaban
en los hombres provocaban que éstos se refugiasen cada vez en mayor muchedumbre en una fe
consoladora que prometía una dicha ultraterrena. A comienzos del siglo IV, regiones enteras, como
Capadocia y el Ponto, eran mayoritariamente cristianas.
Aparte de Tácito, cuya opinión sobre los cristianos representa la de las clases cultas de la sociedad
romana, otros escritores latinos nos han transmitido su antipatía por esta secta. Por ejemplo,
Suetonio califica al cristianismo de "superstición nueva y maléfica", y Plinio el Joven, quien llegó a
ser gobernador de Bitinia en tiempos de Trajano, cuando dicha región ya debía de ser casi
totalmente cristiana, de "superstición perversa y desmedida". De otra parte, un ingenioso apologista
cristiano, el único que escribió en Roma y en latín, tal vez discípulo del famoso Tertuliano, y que
vivió entre los siglos II y III d.C., Minucio Félix, en un diálogo suyo conocido como Octavio, obra
elegante de inspiración formal ciceroniana en que late un conocimiento profundo de diversas obras
del ilustre vencedor de Catilina, como el De natura deorum, De divinatione o De Re publica, refleja
a través de uno de sus personajes, el pagano Cecilio, las aberraciones que por entonces se atribuían
a los seguidores del nazareno:
"(...) ¿Cómo -dice el mencionado personaje- no gemir (...) de que hombres de una facción
miserable, vedada por la ley, gavilla de desesperados, asalten como bandidos a nuestros dioses?
Gentes que forman una conjuración sacrílega de hombres ignorantes de la última hez de la plebe y
mujercillas crédulas, fáciles de enganñar por la misma fragilidad de su sexo, que se juntan en
nocturnos conciliábulos y se ligan entre sí por ayunos solemnes y comidas inhumanas, es decir,
antes por un sacrilegio que por un sacrificio; casta que ama los escondrijos y huye la luz, muda en
público y gárrula por los rincones. Desprecian, como sepulcros, nuestros templos, miran con
horror a nuestros dioses, se mofan de nuestro culto, se compadecen los miserables (si es lícito
decirlo) de nuestros sacerdotes; rechazan , desharrapados ellos, nuestros honores y púrpuras ¡Qué
maravillosa necedad e increíble audacia! Desprecian los tormentos presentes, mientras tienen
miedo de los inciertos y por venir; y temiendo morir después de la muerte, no temen morir de
presente. (...) Se conocen entre sí por ocultas marcas y señales y mutuamente se aman , casi antes
de conocerse. A cada paso se da entre ellos la extraña mezcolanza de religión y desenfreno, y
promiscuamente se dan el nombre de hermanos y hermanas, a fin de que la violación, que no es
infrecuente, se convierta, en virtud de ese nombre sagrado, en incesto. (...) Se dice que, por no sé
qué estúpida persuasión, adoran, elevada a categoría divina, la cabeza de un asno, bestia
torpísima: culto digno y como de tales costumbres nacido. (...) Pues sobre la iniciación de sus
neófitos corre un rumor tan detestable como sabido. Al que va a iniciarse en estos ritos, se le pone
delante un niño pequeño cubierto de harina, con lo que se engaña a los incautos, quienes, no
viendo en tal figura más que una masa enharinada, la cual se les anima a golpear, y creyendo por
tanto que sus golpes serán inofensivos, matan al infante con ciegas y ocultas heridas; y los demás
¡qué horror! lamen ávidamente la sangre de la víctima y se reparten a porfía sus desgarrados
miembros. Con esta atrocidad sellan entre sí su alianza; la conciencia de este crimen es prenda de
mutuo silencio. (...) En día señalado, se juntan a comer con todos sus hijos, hermanas y madres,
hombres de todo sexo y de toda edad. Allí, después de bien hartos, cuando los convidados entran
en calor y el hervor de la embriaguez enciende la pasión incestuosa, echan un pedazo de carne a
un perro que tienen allí atado a un candelero más allá del alcance de la cuerda, y así le provocan
a que salte impetuoso. De este modo derribado el candelero y apagada la luz, que pudiera ser
testigo, entre impúdicas tinieblas, se unen al azar de la suerte y con no decible torpeza. (...)" (Oct.
VIII, 3- IX, 6)
Como se ve, eran muchas y graves las acusaciones que se lanzaban contra los cristianos: que éstos
eran ignorantes y de ínfima condición, lo que nos recuerda que el cristianismo, al menos en sus
primeros tiempos, nutría su seno con los individuos pertenecientes a las capas más bajas de la
sociedad; el secreto y la sospechosa nocturnidad de sus reuniones; las prácticas incestuosas, tal vez
interpretando Cecilio erróneamente el amor entre "hermanos en la fe"; el canibalismo, que
probablemente sea una torcida interpretación de la Eucaristía; los banquetes que derivaban en el
más absoluto desenfreno orgiástico... Las dos especies más admitidas en la sociedad romana acerca
de los cristianos parecen haber sido el incesto y los banquetes, junto a la práctica de costumbres
extranjeras y la alta traición. Tertuliano da testimonio de otras, como que los cristianos adoraban la
cruz, al sol y los genitales de los sacerdotes (esta última también la menciona Minucio Félix).
También se les acusaba de magia, de que provocaban a su voluntad las tempestades y el hambre, y,
sobre todo durante la feroz crisis del siglo III, de todas las calamidades que azotaban el Imperio:
guerras, peste y hambre; terribles cargos que diferentes Padres de la Iglesia, como Tertuliano a
finales del siglo II, Cipriano a mediados del III, Arnobio y Lactancio a finales del III y comienzos
del IV, y san Agustín a comienzos del V, entre otros, tomaron a su cuenta desmentir. Otra
acusación, ésta parece que propagada por los judíos, quienes debieron de basarse en un pasaje del
Evangelio de san Juan, y recogida por Celso en su libro contra los cristianos, es la de ser Jesús fruto
de un adulterio. El Padre apologista Justino menciona también la acusación de ateísmo, al negarse
los cristianos a venerar los dioses de los antepasados. Para el pagano Cecilio de Minucio Félix, en
fin, eran una "raza huidiza que se esconde a la luz del día", imagen que recuerda la expresión
lucifugi viri con que dos siglos después Rutilio Namaciano designaría a los monjes que vió en la
isla Capraria.
En cuanto al baldón de rendir culto a un asno, esto mismo fue también atribuído a los judíos,
verbigracia por Tácito en sus Historias. En el monte Palatino, en Roma, se ha hallado un grafito que
representa a un hombre adorando a un crucificado con cabeza de asno, pero es probable que no se
trate sino de una alusión burlona a Cristo. La representación de Cristo en figura de asno está
atestiguada además por Tertuliano, quien cuenta que un judío de Cartago, apóstata de su religión,
trazó una caricatura de Cristo con orejas de asno, vestido con toga, con un libro en las manos y una
pata terminada en pezuña; y acompañada de la palabra Onocoetes (raza de asnos) (A los gentiles,
Lib. I, 14, 1-2)
Digna de ser aquí reflejada, por su dureza, elocuencia, representar también la opinión de la clase
más culta del Imperio, y provenir del brillante sofista y orador Elio Arístides, es esta diatriba contra
los adoradores de la cruz:
"Gentes que no valen nada se atreven a despreciar a Demóstenes, cuando en cada una de sus
palabras asoma un solecismo; desprecian al vecino, se glorían de una virtud que no poseen,
predican la abstinencia y rebosan de deseos. Robar es para ellos lo mismo que la comunidad de
bienes; a la envidia llaman filosofía y a la pobreza desprecio de la riqueza; en su avaricia se
despeñan por toda suerte de ruindades; al descaro llaman libertad, a la maledicencia franqueza, al
mendigar dones humanidad. Casan, como los impíos de Palestina, la impudicia con el servilismo;
se apartan de los griegos, y, para decirlo de una vez, de todo lo bueno; ineptos para colaborar en
cualquier acción útil, son maestros cuando se trata de excavar en los cimientos de una casa, o para
esparcir la discordia en el seno de una familia. Sus estériles palabras, pensamientos y acciones
jamás han dado fruto; no participan en las fiestas, ni honran a los dioses, ni se sientan en las
curias de las ciudades, ni consuelan a los afligidos, ni apaciguan a los que se pelean, ni hacen bien
alguno a la juventud ni a nadie, ni acuden a oír los discursos; se apartan a los rincones y desde allí
hablan como auténticos necios. A pesar de todo esto osan compararse con los mejores de entre los
griegos. Se denominan a sí mismos filósofos, como si la mudanza del nombre fuese algo sustancial
y tuviera virtud el cambiar un Tersites por un Jacinto o por un Narciso."
Como era natural, ya los primeros apologetas del cristianismo: Arístides, Justino, Taciano,
Atenágoras, Teófilo de Antioquía o Hermias, entre los de cultura griega; o Minucio Félix,
Tertuliano, Arnobio o Lactancio, de la latina, defendieron su religión de todas las acusaciones que
hemos expuesto, principalmente de que ella representara un peligro para el Estado. Al mismo
tiempo, se afanaron en describir el modo de vida sencillo de sus fieles, y en demostrar que la
existencia de éstos era en pro del Estado y del emperador. Ya san Pablo afirmaba que todo poder
proviene de Dios, y, como el Jesús de los Evangelios, predicaba la obediencia a los potentes.
También la epístola del Pseudo Clemente viene a decir lo mismo, y ruega a Dios para que los que
gobiernan cumplan con sus obligaciones; y otro apologista, Melitón de Sardes, trata de convencer a
Marco Aurelio de que la Iglesia cristiana es fuente de prosperidad para el Imperio.
Vemos, pues, cómo el ciceroniano Minucio Félix rebate al elocuente (tal vez más de lo que el autor
quisiera) Cecilio por boca del personaje cristiano que da título a su diálogo, Octavio, quien espeta
una catilinaria contra los mitos y misterios, para él repugnantes, del paganismo, y alaba la supuesta
vida virtuosa de los cristianos; o cómo Arnobio, en los sangrientos días de la gran persecución
desatada por Diocleciano, contrarresta ardientemente, en su Adversus Nationes, la especie de que
los cristianos son los causantes de todos los males que afligen a la humanidad. Al mismo tiempo,
varios libelistas se olvidaban de todo espíritu conciliador y arremetían con verdadera saña, no
menor que la anticristiana del más rústico y fanático pagano, contra Roma y todo lo que de romano
o griego tuviera nombre, siendo tal vez el Apocalipsis de san Juan, donde probablemente la Bestia
sea nada menos que el emperador romano, la mayor fuente de esta penosa inspiración. Entre ellos
destacaron Tertuliano y Taciano, quienes, entre otras cosas, tenían a honra despreciar la cultura
griega y merecen, por dudosos méritos propios, lugar aparte; aunque en esta actitud no hacían sino
profesar las enseñanzas de su maestro, piedra angular del cristianismo, san Pablo, quien en varios
lugares de sus epístolas afecta tener en nada la humana sabiduría, como en la Primera a los
corintios, 2, 6-8:
(...) enseñamos sabiduría entre los perfectos o verdaderos cristianos; mas una sabiduría no de este
siglo, ni de los príncipes de este siglo, los cuales son destruidos con la cruz, sino que predicamos la
sabiduría de Dios en el misterio de la encarnación, sabiduría recóndita, la cual predestinó Dios
antes de los siglos para gloria nuestra, sabiduría que ninguno de los príncipes de este siglo ha
entendido...
Y un poco más abajo:
Nadie se engañe a sí mismo: si alguno de vosotros se tiene por sabio según el mundo, hágase necio
a los ojos de los mundanos a fin de ser sabio a los de Dios. Porque la sabiduría de este mundo, es
necedad delante de Dios. Pues está escrito: Yo prenderé a los sabios en su propia astucia. Y en otra
parte: El Señor penetra las ideas de los sabios, y conoce la vanidad de ellas...
Pero debemos subrayar la mención de tres obras o autores, que son el Carmen Apologeticum de
Commodiano, los Oráculos Sibilinos y el Comentario a Daniel de Hipólito, porque expresan ideas
y sentimientos que tocan más estrechamente la cuestión que nos hemos propuesto en alguna medida
aclarar. En efecto, en ellas se declara inequívocamente el deseo y además el anuncio de la caída de
Roma. En los Oráculos Sibilinos, por ejemplo, un conjunto de catorce libros de poemas compuestos
en su mayor parte en el siglo II e inspirados en diversos escritos de carácter apocalíptico y
apologético producidos por los judíos de Alejandría, y que circulaban bajo el nombre de la Sibila, se
vaticina con no poca satisfacción la serie de espantosas calamidades que azotarán Roma, que será
arrasada hasta los cimientos, consumida por el fuego y que al cabo no servirá más que de guarida de
lobos, mientras los impotentes y ridículos dioses romanos nada podrán hacer para evitarlo. En el
Carmen Apologeticum, obra probablemente del siglo III, se predicen las catástrofes que anunciarán
la venida del Anticristo, y que Roma pagará todos juntos sus innumerables y gravísimos pecados,
instaurándose por fin, tras la segunda venida de Cristo, la Ciudad de Dios, la Jerusalén celestial. En
el Comentario a Daniel, primera exégesis de la Iglesia primitiva que debió de escribirse a poco de
caer la dinastía de los Severos en el 235, Hipólito tiene la ocurrencia de jurarnos que Roma reina
sobre los pueblos merced a Satanás y que este curioso y voluble personaje le prepara en breve su
ruina, como ya hizo con los imperios babilonio, persa y griego.
Hay un opúsculo anónimo, la denominada Carta a Diogneto, tal vez de comienzos del siglo III, uno
de cuyos pasajes, queriendo pintar con colores beatíficos el modo de vida de los cristianos, nos
revela inadvertidamente con una preciosa exactitud el carácter anómalo y extraño de la secta
cristiana en aquella sociedad:
"Los cristianos, así es, no se distinguen de los demás hombres por su origen, ni por su lengua, ni
por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades particulares, ni hablan una lengua peregrina, ni
adoptan un género de vida por completo diferente al de los demás. En verdad, su doctrina no la
han hallado merced al talento y reflexión de hombres sabios, ni profesan, como hacen otros, una
enseñanza humana; sino que, morando en ciudades griegas o bárbaras al azar de cada uno, y
adaptándose en el vestido, la comida y en todo lo demás a los usos y costumbres de cada país,
siguen un tenor de vida peculiar, admirable y, según todos confiesan, sorprendente. Viven en su
propia patria, pero como extranjeros; participan en todo como ciudadanos y a la vez lo soportan
todo como si extraños fueran; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria tierra extraña.
Como todos se casan y como todos engendran, pero no exponen a la vista de nadie a los que nacen.
Comparten mesa común, pero no lecho; son de carne, pero no viven según la carne. Transcurre su
vida en la tierra, pero tienen su verdadero hogar en el cielo; obedecen las leyes establecidas, pero
su vida se eleva por encima de las leyes. A todos aman, y de todos son perseguidos; se les
desconoce, y se les condena; se les mata, y con su muerte se les da la vida. Son pobres, y prodigan
tesoros; carecen de todo, y de todo abundan. Son deshonrados, y su misma deshonra les glorifica;
son malditos y se les declara justos; son vituperados, y ellos bendicen; son injuriados, y ellos
honran a quien los injuria; obran el bien, y se los castiga como a malhechores; condenados a
muerte, ellos se regocijan como si se les prometiera la vida. Los judíos les combaten como a
extranjeros; los griegos les persiguen; y, sin embargo, los mismos que les aborrecen no saben
explicarse el motivo de su odio.
Ma, para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo son los cristianos en el mundo.
Esparcida está el alma por todos los miembros del cuerpo, y esparcidos los cristianos por todas las
ciudades del mundo. Mora el alma en el cuerpo, pero no procede de él; del mismo modo, los
cristianos moran en el mundo, pero no pertenecen al mundo".
Huelga decir que las tres escuelas filosóficas paganas más influyentes del Imperio: platonismo,
estoicismo y epicureísmo, aborrecían a los cristianos. Por ejemplo, el emperador Marco Aurelio,
quizás el último de los grandes estoicos, considera a los cristianos un peligro para el Estado, y no
siente hacia los mártires ni piedad ni admiración. Otro emperador, éste neoplatónico, Juliano el
Apóstata, es, junto con Celso y Porfirio, también de la misma escuela (aunque de Celso no se puede
afirmar con seguridad), el gran antagonista del cristianismo. Como no podía ser de otra manera, los
libros contra cristianos de estos tres filósofos, una vez triunfante la religión impugnada, acabaron
siendo prohibidos y destruídos, y sólo se nos han transmitido indirectamente, y en forma muy
imperfecta y fragmentaria, merced a que diversos apologistas de esa fe consideraron urgente y
sagrada tarea refutarlos, para lo cual no hallaban a veces otro remedio que reproducir las palabras
de sus adversarios. Así, el Discurso verdadero (alethés lógos) de Celso, ha quedado reducido a lo
que Orígenes, a mediados del siglo III, tuvo a bien citar en su obra contra este filósofo, que por otra
parte no es poco; el Contra Galileos del emperador Juliano se conoce de la misma manera a través
de la refutación que Cirilo de Alejandría escribió hacia el 440 d. C.; y de los 15 libros de Porfirio
contra la doctrina cristiana no restan sino poco más de cien fragmentos, y algunos de dudosa
autenticidad, esparcidos por los escritos de numerosos Padres y defensores de la Iglesia, como
Eusebio de Cesarea, Metodio, Filostorgio, san Jerónimo o san Agustín, por citar algunos.
Celso, Porfirio y Juliano fueron hombres cultos y sabios de su tiempo, pero ésto no es mucho decir,
especialmente en el caso de los dos últimos, porque su tiempo era un hervidero de supersticiones y
la doctrina de Platón, por ejemplo, había degenerado en taumaturgia y charlatanería mística, a la
que sin embargo hay que conceder no poca sutileza metafísica. Por ello, no son pocos los puntos
comunes entre sus doctrinas y las cristianas, y en muchos casos no se hace sino enfrentar unas
supersticiones con otras, como Juliano, cuyos argumentos contra el cristianismo suelen mover más
a risa que a reflexión. Sin embargo, estos tres paganos son lo bastante honestos para detenerse
apenas en los rumores populares, o infundios y patrañas, algunos de los cuales hemos enumerado
arriba, que se dirigían contra los cristianos.
El más antiguo, Celso, quien escribió a finales del siglo II, tal vez sea el más sensato, si no famoso o
reputado, de los tres, si bien no se halla exento de supercherías, como cuando asegura que las aves
están en comunicación más íntima con los dioses que los hombres o que el Ave Fénix, modelo de
piedad filial, da sepultura a su padre en una bola de incienso. Se ha afirmado, acaso no
desatinadamente, que la gravísima invasión de cuados y marcomanos, que provocó la primera gran
crisis del Imperio, le empujó a escribir su polémica contra los cristianos. Sea como fuere, coincide
con Porfirio y Juliano en detestarles por su talante subversivo y su rebeldía impenitente contra los
dioses, el Estado, la Ley y las instituciones. Un botón de muestra es el fragmento siguiente:
Hay una raza nueva de hombres nacidos ayer, sin patria ni tradiciones, confabulados para destruir
todas las instituciones religiosas y civiles, perseguidos por la justicia, universalmente cubiertos de
infamia, pero gloriándose de ser objeto de la común execración: son los Cristianos.
Mientras las sociedades lícitas y las corporaciones tradicionales salen a plaza a la luz del día,
ellos se reúnen en conciliábulos secretos e ilícitos para enseñar y practicar sus doctrinas. Se unen
entre ellos mediante un compromiso aún más inviolable que un juramento, y de esta manera se
conjuran para conspirar más confiadamente contra las leyes, y para afrontar con mayor denuedo
los peligros y suplicios que continuamente les amenazan.
Discurso verdadero, Prefacio, 1
Porfirio expone aproximadamente las mismas ideas en estas palabras suyas:
(...) ¿Cómo no serán en todos los aspectos impíos y ateos quienes han renegado de los dioses
patrios, gracias a los cuales se aseguraba la unión de todo el pueblo y del Estado? ¿Qué se puede
esperar de aquellos que se han convertido en adversarios y enemigos de lo que es saludable, y que
rechazan a los bienhechores? (...) ¿Qué perdón merecen los que se han revuelto contra las
divinidades que desde siempre todos reconocen, griegos y bárbaros, en las ciudades y en los
campos, en toda clase de cultos, iniciaciones y misterios, por parte de reyes, legisladores o
filósofos; y, en cambio, de la herencia humana escogen lo que es ateo e impío? ¿A qué castigo no
sería injusto entregar a los que han desertado de las tradiciones de los antepasados para abrazar
leyendas extranjeras y judías universalmente desacreditadas? ¿Cómo no descubrir una
perversidad y una volubilidad extremas en el fácil abandono de instituciones patrias y en la
adopción, con una fe irracional y de ningún modo verificada, del partido de los impíos y de los
enemigos de todas las naciones, despreciando aun al mismo dios honrado por los judíos según su
costumbre, y abriéndose camino de esta manera por un territorio extraño y solitario que no respeta
tradiciones de judíos ni de griegos?
Frag. extraído de Eusebio de Cesarea, Preparación Evangélica I 2.1-5
Los mismos cristianos, desde comienzos del siglo II, se ufanaban en nombrarse como "la tercera
estirpe", en oposición a las otras dos, paganos y judíos. Mediado el siglo III ese nombre fue siendo
sustituido por el de "pueblo", conduciéndose la comunidad cristiana como un Estado dentro del
Estado. No costará mucho comprender, por tanto, que Roma adivinara en esta secta una amenaza
para su existencia, y que procediera a intentar extirparla de sus dominios. Los cristianos no
consideraban a Roma como su verdadera patria, ni empezaron a identificarse con los intereses del
Estado romano hasta que éste, a partir de Constantino, empezó a identificarse con ellos. Tal
desavenencia se evidenciaba, entre otras infinitas cuestiones, en la del obligado servicio militar. De
las manifestaciones más corrientes de la desobediencia civil cristiana, una era el negarse a cumplirlo
por motivos de conciencia. No todos los autores primitivos de la Iglesia se ponían de acuerdo en
este asunto. Así, Cipriano, Orígenes, Lactancio y el último Tertuliano condenaban el servicio
militar, mientras que Clemente de Alejandría, por ejemplo, no lo conceptuaba indigno de un
cristiano.
Celso, como ciudadano romano orgulloso de serlo, no sólo veía como impiedad intolerable el
abandono o menosprecio del mos maiorum, o costumbres de los antepasados, que la Roma pagana
nunca pudo perdonar a los cristianos, sino que, considerando las circunstancias presentes de éstos y
los judíos, estaba convencido de que suplantar los dioses del panteón romano por un dios de origen
judaico sería un acto inútil y pernicioso:
Supongo que no esperaréis que los romanos abandonen sus propias tradiciones civiles y religiosas
para abrazar vuestra fe e invocar al Altísimo, o como designéis a vuestro dios, a fin de que éste
combata por ellos desde el Cielo tan satisfactoriamente que les baste y sobre con tal auxilio.
Porque este mismo dios, según decís, había prometido en otro tiempo grandes bienes y aun los más
extraordinarios a sus fieles, y ahora véis cuáles servicios realmente haya prestado a los judíos y a
vosotros mismos: aquéllos, en vez del imperio del mundo, ni siquiera tienen hogar ni terruño
propio; y en cuanto a vosotros, allí donde haya cristianos errantes o escondidos, procuran
aplicarles la pena capital.
Discurso verdadero, Lib. IV, 6, 116
El concepto que de la divinidad tenía Celso era típicamente pagano. Cada nación tiene su dios o sus
dioses, que sólo a ella protegen y engrandecen, como el dios de Israel del Antiguo Testamento.
Celso ve absurdo cambiar los dioses del panteón romano, benefactores del pueblo más grande de la
tierra, del pueblo-rey, por el dios de una nación sometida y dispersa, y de una secta fuera de la ley y
perseguida. A esta estimación de la divinidad, propia de todas las épocas y países que la historia
registraba hasta entonces, se opuso, con una audacia que debió de causar estupor y extrañeza en
aquel tiempo, el universalismo del dios cristiano, sin duda uno de sus rasgos que más contribuyó a
la creciente admisión y final triunfo de la nueva fe. Celso estima que el carácter ecuménico en una
religión es un puro disparate que puede disolver la sociedad y amenazar su existencia, y vuelve a
exhortar a los cristianos a que se dejen de utopías y cumplan con sus obligaciones cívicas:
No es tolerable oíros decir: "Si los emperadores que hoy reinan, tras haberse dejado persuadir por
nosotros, corrieran hacia su propio desastre, seduciremos también a sus vencedores, y si éstos
cayeran igualmente, lo mismo haremos con quienes a su vez les hayan vencido, hasta que todos se
nos hayan entregado y sean exterminados por sus enemigos". Sin duda es lo que no dejaría de
suceder, a menos que un poder más esclarecido y más prudente os destruya a todos vosotros de
arriba a abajo antes de perecer por culpa vuestra. Si fuese posible que todos los pueblos que
habitan Europa, Asia y África, tanto griegos como bárbaros, hasta los confines del mundo,
estuvieran unidos por una misma fe, quizás un designio de ese jaez pudiera ejecutarse; pero es una
pura quimera, por la inmensa diversidad de naciones y costumbres, y quien lucubra semejantes
disparates bien a las claras muestra que está ciego. Apoyad al Emperador con todo vuestro celo,
sed como él guardianes del derecho, combatid por él si lo exigen las circunstancias, ayudadle en el
cuidado de sus ejércitos. Por lo tanto, cesad de hurtaros a los deberes civiles y de impugnar el
servicio militar; tomad vuestra parte en las funciones públicas, si fuere preciso, para la salvación
de las leyes y de la piedad.
Discurso verdadero, Lib. IV, 6, 117
Por otra parte, a los argumentos de Celso bien podía responder Tertuliano recordando el fenómeno
incuestionable de la caducidad de todas las construcciones políticas humanas:
Todos los pueblos, cada uno en su momento, han tenido su imperio: así los asirios, los medos, los
persas y los egipcios; todavía algunos lo conservan, y sin embargo quienes lo perdieron no vivían
sin religiones y sin culto a dioses propicios cuando su poderío cedió ante los romanos. La fortuna y
el tiempo que todo lo envejece destruyó su gloria. Indagad quién ha ordenado la sucesión de los
tiempos: Él es quien concede el Imperio, y ahora ha reunido este tesoro como formado de las
riquezas de muchos, en la única arca de los romanos. Cuáles sean sus designios, lo saben quienes
están cercanos a Él.
A los gentiles, Lib. II, 19
En el siguiente pasaje de Celso vemos reflejado uno de los puntos de discordia más sensibles entre
los cristianos y el Estado romano: el del culto al emperador, y la lealtad a él debida. Quizás en su
amonestación resuena el eco de los estragos causados por cuados y marcomanos:
Suponed que os ordenan jurar por el Emperador. No hay ningún mal en ello, porque a él fueron
confiadas las cosas de la tierra, y de él recibís los bienes de la existencia. Conviene atenerse a la
antigua sentencia: "Es necesario un solo rey, aquel a quien el hijo del artificioso Saturno confió el
cetro". Si procuráis disolver este principio, el príncipe os castigará, y con razón; pues si todos los
demás hiciesen como vosotros, nada podría impedir que el Emperador quedara solo y abandonado
ni que el orbe fuera presa de las naciones bárbaras más salvajes y groseras; desaparecería en
breve toda huella de vuestra hermosa religión, así como también fenecería la gloria de la
verdadera sabiduría humana.
Discurso verdadero, Lib. IV, 6, 115
El culto imperial era una prueba de buena fe hacia el Imperio, pero para los cristianos sólo había un
hombre-dios, Cristo. Teófilo de Antioquía aboga por la obediencia al emperador, y recomienda
hacer votos para que su gobierno sea certero, pero niega rotundamente, como todos los teóricos
cristianos, que haya que adorarle. Tertuliano, por el mismo tiempo o unos pocos años después que
Celso, escribía estas palabras:
Pero tenemos otro motivo mayor para orar por los emperadores e incluso por la estabilidad de
todo el imperio, y por los intereses romanos: sabemos que la catástrofe que se cierne sobre todo el
universo y el fin mismo de los tiempos, que amenaza con horribles calamidades, se retrasan por la
permanencia del Imperio Romano. Así es que no queremos pasar por esa experiencia, y, en tanto
rogamos que se dilate, propiciamos la continuidad de Roma.
Apologético 32,1
Asegura el apologeta africano que los de su fe "rezan por los emperadores, por los ministros, por
las autoridades, por el Estado, por la paz del mundo y por la demora de su final".
En esta última frase y en el anterior párrafo transcrito resuena el eco de la escatología cristiana, tan
deudora de la esenia. Durante los tiempos paganos, y a partir de la gran persecución de Nerón, la
escatología cristiana, que acompaña a la nueva fe desde sus comienzos y que suele identificarse con
los gnósticos, tuvo una clara orientación romanófoba, como ya hemos mostrado al hablar del
Carmen Apologeticum o los Oráculos Sibilinos. El monacato, cuyo origen se personifica en san
Antonio (250-356), y que sedujo con su sencillo mensaje evangélico a numerosos campesinos
depauperados de Frigia, Siria y Egipto, hizo propias desde un principio estas visiones apocalípticas,
que clamaban contra el Mundo y sus gobernantes, secuaces de Satán, al tiempo que exaltaban un
nuevo sistema de valores, en que la existencia giraba en torno al problema del pecado y de su
castigo, de la salvación del hombre en virtud de la Redención por Cristo, y del Juicio Final de la
humanidad. El surgimiento de la Apologética y, más aún la conversión de Constantino movió a los
voceros oficiales de la Iglesia a olvidarse un tanto del esperado y cercano cumplimiento de las
profecías milenaristas, o incluso a presentar al Imperio como una antesala del ya inminente Reino
del Cristo. Pero ni aun entonces se apagaron del todo estas teorías visionarias, aun las romanófobas,
refugiadas principalmente entre sectores heréticos más o menos rigoristas y contrarios al orden
social del Imperio, caso de los anacoretas como Antonio, Pacomio o Hilarión de Gaza. Por su parte,
el paganismo tomaría algunos elementos de la escatología cristiana para remodelar su concepción
decadentista y de la inevitable decrepitud del Mundo, cuyas causas serían ahora la reinante
impiedad y la ruptura de la vital Pax deorum. De todas maneras, el pagano Cecilio de Minucio Félix
no sería el único en hacerse las siguientes reflexiones:
(...) "Pues ¿qué decir del incendio con que amenazan al orbe todo de la tierra y aun al universo
mismo con sus astros, la ruina que le urden, como si fuera posible turbarse un orden eterno,
fundado en las leyes divinas de la naturaleza, (...)? Y no contentos con esa opinión de locos
furiosos, construyen toda una cadena de fábulas de viejas sobre que han de resucitar después de la
muerte, después que se redujeron a ceniza y pavesas (...) Mal bifronte y demencia doble:
proclamar una ruina al cielo y a los astros que así dejamos como encontramos, y prometerse una
eternidad para sí mismos una vez muertos y extintos, nosotros que cual nacemos perecemos (...)
Ilusionados con este error, a sí mismos, como a buenos, se prometen bienhadada y perpetua vida
después de muertos, y a los demás, como a injustos, castigo sempiterno. (...) ¿ No es así que los
romanos , sin necesidad de vuestro Dios, imperan y reinan, gozan del orbe todo y son señores
vuestros ? (...) Por eso, si aún os queda un resto de discreción o de vergüenza, terminad ya de
escudriñar las regiones del cielo y los destinos y secretos del universo; bastante es que miréis lo
que tenéis a vuestros pies, sobre todo gentes sin instrucción ni cultura, rudos y agrestes. A quienes
no les es dado entender los asuntos civiles, mucho más ha de serles negado discutir de lo divino."
Oct. VIII, 3- IX, 6
Este fingido y a la vez muy real Cecilio, que se muestra escéptico sobre que exista la Providencia
divina o cosa que se le parezca, y que, al igual que Celso, defiende la vieja religión más por razones
políticas y patrióticas que religiosas (entendiendo la experiencia religiosa a la manera cristiana, es
decir, como una experiencia íntima que debe ser ajena al "mundo" y a sus exigencias y
preocupaciones), llega a la conclusión de que "(...) lo mejor es aceptar la enseñanza de los
antepasados: honrar las creencias religiosas tradicionales, adorar humildemente a los dioses y,
sobre todo, antes de conocerlos, temerlos".
Sabido es por todos los que alguna noticia tienen del Imperio Romano cuán a pique estuvo de
perecer en el siglo III de nuestra era. Por fortuna, no todos los cristianos que en esa centuria querían
explicar y explicarse las catástrofes que padecía el Imperio caían en los delirios milenaristas, o eran
incapaces de desembarazarse de ellos de cuando en cuando. En su carta a Demetriano, uno de los
más brillantes Padres de la Iglesia, Cipriano de Cartago, participando a aquél su desolación por el
abismo de males que se abre ante sus ojos, excogita varias causas verosímiles y razonadas que lo
puedan desentrañar: la disminución de las cosechas y la esterilidad de la tierra, las mortales
embestidas de los pueblos bárbaros, o el abandono de los valores tradicionales, entre otras. Cipriano
extrae finalmente la conclusión de que el mundo ha llegado a su vejez, a su invernal y postrera
edad. Pero en el siglo III el cristianismo seguía siendo una religión iconoclasta, en el sentido amplio
del término, fuera de la ley y condenada, y, como suele ser común en tales circunstancias, los
cristianos se entregaban a extravagantes teorías justificatorias cuando prometían disipar las brumas
del pasado, del presente y del porvenir. La historiografía cristiana, que nació casi con aquella época,
adolece de estos vicios, si bien no faltan ni faltarán los especialistas en Historia Antigua, de
reconocido prestigio y autoridad en su profesión, que estimen dignos de crédito y aun irrefutables
muchos de los embustes y patrañas vertidos en esas obras. Éstas tomaron muchas veces la forma de
cronografías, las cuales, ofreciendo un esquema de la Historia Bíblica, pretendían demostrar la
antigüedad del cristianismo y cómo el devenir de los pueblos, gentiles incluidos, era el
cumplimiento inexorable del dogma judeo-cristiano de la creación y redención. En otras palabras,
Clemente de Alejandría, Julio Africano, Hipólito de Roma y otros autores no pestañean al
sugerirnos que la Providencia Divina rige la historia universal a la mayor gloria de judíos y
cristianos. Cumbre y, como si dijésemos, santo patrón de esta temprana y tendenciosa historiografía
es Eusebio de Cesarea (260-340), cuyas Crónica, Historia Eclesiástica y Vida de Constantino son
pilares fundacionales y continuo manantial de inspiración de buena parte de la historiografía
medieval cristiana. Este autor vivió lo suficiente para ser testigo y celebrar el triunfo de la Iglesia
bajo el amparo de ese redomado hipócrita que fue Constantino, y para comprender, desde ese
mismo instante, que el honrado y sagrado deber que se imponía a un hombre de su profesión e
influencia era exhibir oportunamente dicho acontecimiento como definitivo y eterno, y atar con
cadenas tan falaces como inquebrantables los intereses y destinos de Iglesia y Emperador. Eusebio
de Cesarea, pues, remató la obra de sus predecesores, pero tuvo la habilidad de omitir en su
Crónica los desvaríos milenaristas y apocalípticos, ahora molestos e inoportunos para el naciente
statu quo. Aún más original es la Historia Eclesiástica, primera de su género y, fuerza es
reconocerlo, obra muy erudita, donde usa a su antojo el pasado de la "nación" cristiana con el fin de
transformarlo en una lucha del bien contra el mal, representado éste en las persecuciones y las
herejías. Finalmente, de su Vida de Constantino, que tiene de hagiografía lo que le falta de veraz
retrato, se puede decir lo mismo que de sus otros libros: a vuelta de un cúmulo de mentiras se nos
revelan involuntariamente infinitas y preciosas informaciones.
Pero antes de la conversión de Constantino y del Edicto de Milán, antes de que los cristianos no
perdieran un solo segundo en aprovechar una engañosa libertad general de culto para pasar de ser
perseguidos a ser perseguidores, de víctimas a verdugos, la religión de Galilea tuvo que sobrevivir a
duras pruebas. Los romanos creían que la felicidad y estabilidad del Imperio dependían
estrechamente del favor divino, de la pax deorum, merecida mediante los prescritos sacrificios, la
veneración y la fidelidad hacia sus dioses tradicionales. Lo que latía en el fondo de las
persecuciones del siglo III, la de Decio o la de Valeriano, y de la feroz iniciada por Diocleciano en
el 303, era la convicción popular de que la grave crisis del Imperio se debía a la actitud de los
nazarenos hacia los dioses romanos. Aparte de esto, el pacifismo de los cristianos, o más bien su
obstinación en no cumplir con sus deberes militares, iba cundiendo en el ejército como una
enfermedad contagiosa que a la larga podía ser letal para el Estado; y es probable que fuera para
atajar este contagio por lo que Diocleciano, tal vez a instancias de intelectuales paganos y de
oficiales del ejército, y tal vez aún más instado por el rudo Galerio, desencadenó la comúnmente
denominada Gran Persecución, que se publicó mediante cuatro edictos consecutivos en los años 303
y 304, ordenando el último a los cristianos sacrificar a los dioses so pena de muerte. Semejante
situación no podía menos que infundir pánico a los galileos y convertir a muchos de ellos en
apóstatas de su fe, pero también los hubo numerosos que, con increíble porfía, más próxima a la
locura que a la santidad, creían ganar el Cielo despreciando la tortura y la muerte, o en realidad
aborreciendo la vida. Entre los vehementes cristianos de África, tierra que vió nacer a los
Tertuliano, Cipriano, Arnobio o Lactancio, todos ellos hombres de talento y sobradamente
apasionados, y que más tarde alumbraría a Agustín, la oposición a los edictos fue en extremo tenaz,
hasta el punto de que una facción de su iglesia, encabezada por el clérigo Donato, tuvo por traidores
y expulsó de su comunidad a cuantos hubieran transigido poco o mucho con las órdenes imperiales,
como aconteció a un tal Ceciliano, recién nombrado obispo de Cartago. Así se originó el cisma
donatista, que tantos quebraderos de cabeza iba a ocasionar en adelante a la ortodoxia cristiana.
A la postre, el terror y la sangre no lograron acabar con el cristianismo, que no solamente salió
victorioso, sino además con renovados bríos. Aquel elegante escritor que Pico de la Mirándola
apellidó Cicerón cristiano, Lactancio, junto con Eusebio de Cesarea el mayor representante de la
historiografía cristiana en aquellos decisivos años, se tomó el desquite en una pseudo-historia, o
mejor biliosa novela, que todavía hoy algunos quieren hacer pasar por documento integérrimo, De
mortibus persecutorum (Sobre las muertes de los perseguidores), donde se desperdician altas dotes
literarias en calumniar a los tetrarcas de la Persecución e inventar fábulas indignas de ser creídas
incluso por los niños. En esta obra, Dios, que traza el curso de la Historia, castiga con horribles
géneros de muerte a aquellos diabólicos emperadores, abortando sus funestos propósitos y
derribando todo dique que se oponga a la fe de su rebaño, cuya victoria está decretada por el
Supremo Hacedor; y al mismo tiempo emerge la lisonjeada figura de Constantino, dechado de
virtudes, santo defensor de la Iglesia y devoto cristiano. De muy diferente guisa que un Eusebio de
Cesarea o un Lactancio opinarían sobre este emperador Juliano el Apóstata, Eunapio de Sardes o
Zósimo, para quienes el hijo de santa Elena era lascivo, perezoso, amigo de bárbaros, avaro y
despótico, y había arruinado la obra política de Diocleciano, siendo agente principal de la
infelicidad posterior del Imperio. Sea como fuere, lo cierto es que Constantino encarna el comienzo
de una nueva época: a partir de él, la hostilidad entre Iglesia e Imperio se convierte en concordia, y
viceversa con el paganismo, que empieza a experimentar la intransigencia que otrora empleara con
los cristianos; gracias a él, la Iglesia unifica su credo en Nicea, volviéndose así más sólida y mejor
pertrechada para afrontar cualquier peligro que pudiera poner a riesgo su poder recién adquirido;
con él, la Iglesia ahora hace suyos los intereses del Imperio a cambio de entregarse el Imperio a la
ideología de la Iglesia.
Al contrario que la cristiana, la historiografía pagana contemporánea o posterior al triunfo de la
nueva religión dominante se afanaba, cada vez con mayor impotencia, en avivar el recuerdo del
pasado grandioso de Roma. Sobresale entre estos autores un brillante oficial antioqueno, Amiano
Marcelino (330-400), quien compuso la última gran historia de la Antigüedad en latín, y bueno,
como continuación de la obra de Tácito hasta el 378. Su hilo conductor es la decadencia imperial y
concentra su narración en los grandes personajes históricos, como su admirado Juliano el Apóstata,
pero, hijo de su tiempo, Amiano empaña su sincero afán de objetividad con una especie de teísmo
universal, y una fe ciega en el destino y la astrología. No está de más decir que Amiano, escritor
ameno y hombre tan noble como inteligente, no profesa la religión de Cristo y sin embargo
tampoco se ensaña con ella. Algo más beligerante frente al cristianismo y, sobre todo, frente a la
creciente autocracia imperial, es la Historia Augusta, conjunto de biografías imperiales, desde
Adriano a Numeriano, redactadas por diversos autores, de estilo desarreglado casi todos ellos y
frecuentemente no muy fiables. En verdad contundentes contra la religión cristiana debían de ser los
perdidos Annales del renuente pagano que, apoyando al usurpador Eugenio contra Teodosio,
prometió convertir las iglesias en establos y al cabo, derrotado su partido en la Ribera Frígida y
persuadido él de la definitiva postración del paganismo, optó por el suicidio: hablamos del senador
Nicómaco Flaviano (334-394), supuesta fuente de Amiano y de la Historia Augusta. También
paganizante debía de ser otra obra perdida, la Historia Universal de Eunapio de Sardes (345-420),
cuyas Vidas de los sofistas, libro torpe, cerril e infestado de disparates, consiguen que el lector no
lamente mucho la desaparición de aquel otro. Esta Historia Universal, continuada en el siglo V por
Olimpiodoro de Tebas, sirvió de base a la Historia Nueva de Zósimo, fechada a principios del siglo
VI, la cual, a raíz de su redescubrimiento y publicación en 1576 por el humanista alemán Johan
Löwenklau, es reputada como punto de partida de la polémica pagano-cristiana en la moderna
historiografía europea, que heredaba con esta poco conocida obra, junto a la tradicional
desconfianza y desprecio occidentales hacia Bizancio y la Iglesia griega (sentimientos que
alcanzaban a Constantino, considerado como el primer monarca del Imperio bizantino al fundar
Constantinopla), un inequívoco laicismo, una crítica sin tapujos al catolicismo romano y una
emotiva admiración por la Roma pagana.
Si el siglo III y las dos primeras décadas del IV, hasta que Constantino se hizo único dueño y señor
del Imperio, habían estado preñados de espantos y aflicciones, los años siguientes hasta el desastre
del 378 fueron en cierto modo como la calma que sigue a la tempestad. Señala Peter Brown que a
mediados del siglo IV la elite del Imperio era consciente de vivir en un mundo restaurado tras los
trastornos del siglo precedente. La leyenda reparatio saeculi ("la edad de la restauración") aparece
repetida una y otra vez en monedas e inscripciones honoríficas y conmemorativas. Igualmente
cierto es que en el siglo IV la Iglesia irá apoderándose de la sociedad y del Estado, en todos y cada
uno de cuyos poros irá infiltrando con suma eficacia sus ideas, nociones y doctrinas. Ahora los
cristianos hacían coro con los paganos al proclamar la eternidad de Roma (tal peán entonan, por
ejemplo, los magníficos versos del gran poeta hispano Prudencio) porque significaba también la
suya. En este contexto, el alma del credo niceno, el no muy heroico vencedor de Arrio en aquella
vesánica disputa sobre la consustancialidad del Padre y el Verbo, Atanasio de Alejandría, no podía
sino atinar en su pronóstico de que el reinado de Juliano el Apóstata sería como "una pequeña nube
que pasa rápidamente". Los teóricos cristianos del momento estaban plenamente persuadidos de
que su Dios y su Iglesia eran férreo amparo del Imperio y de la civilización. Además, el Occidente
romano, donde había arraigado menos una religión que era a fin de cuentas producto oriental,
conoció en las últimas tres décadas de la centuria una extraordinaria difusión del cristianismo. En lo
que se ha dado en llamar aristocracia senatorial teodosiana asoman vislumbres de una nueva
espiritualidad, que se concreta en un cierto abandono del mundo, en el retiro a sus villae rústicas,
transformadas en centros de oración y ascetismo; e incluso en la venta de sus bienes y la
peregrinación a los lugares de Tierra Santa, o la dotación de múltiples basílicas, centros de culto a
los mártires y comunidades monásticas anejas. Hasta entonces, esta desmedido fervor había sido
algo característico de sirios, judíos, egipcios, paflagonios u otros pueblos orientales, nunca de galos,
hispanos, itálicos, germanos, ni siquiera de los degenerados griegos del Bajo Imperio.
A la sombra, cada vez más alargada, de este cristianismo exultante se arrastraba penosamente un
paganismo al que los dramáticos acontecimientos del siglo III habían desfigurado, y que día a día
era más rencoroso y más emponzoñado por la ignorancia y la superstición, no exclusivas de su
antagonista en aquella triste edad. Estéril, agonizante, caduco, afectaba un orgullo que solía decaer
en ridícula presunción cuando remembraba sus días gloriosos, consuelo habitual de la inerte
senectud. Hay un dato lingüístico del cual da noticia el gran erudito Peter Brown y que nos ilumina
sobremanera acerca de la marginación en que se encontraba el paganismo a finales del siglo IV. Fue
por entonces cuando el término paganus, que en origen se dirigía a personajes secundarios o de
rango inferior, como un paisano respecto a un soldado regular o un suboficial respecto a un militar
de alta graduación, empezó a usarse para designar a los politeístas. A no mucho andar, el gallego
Orosio, en su Historia adversus paganos, redactada hacia el 416 por encargo de san Agustín, hacía
saber a los politeístas cultos, a los notables paganos de las ciudades e incluso a los senadores
romanos que la religión que se empeñaban en profesar era propia de las gentes del campo, de los
habitantes del pagus, de los paysans o paesanos. Tan solo cuatro años después, en el 420, un
sacerdote cristiano, Isidoro de Pelusio, estampaba gozoso el epitafio del paganismo con estas
palabras:
"La religión de los griegos, que ha señoreado durante años y años a costa de tantas penalidades,
de tantas riquezas como se derrocharon y de tantos hechos de armas, ha desaparecido de la faz de
la tierra."
La sentencia oficial de muerte del paganismo la dictó Teodosio I, primero en su famoso edicto de
Tesalónica del 380, que imponía como único credo ortodoxo y legítimo el niceno, tachaba de
infamia a los heréticos y consideraba punible la ignorancia o negligencia en la recta fe; después en
el 391, cuando se ordenó castigar con penas severas a cuantos hiciesen sacrificios, visitasen los
templos, o rindiesen culto a las estatuas de los dioses paganos; y por último en el 392, condenando
definitivamente el politeísmo, y prohibiendo con penas severísimas hasta los sacrificios y el culto
en privado. Por si todo esto no bastara a la escandalizada piedad del emperador, al poco tiempo
mandó prohibir también los juegos sagrados, los celebérrimos de Olimpia entre ellos. Para retratar a
este monarca cristianísimo de origen hispano, será suficiente decir que sus cualidades comenzaban
y terminaban en ser un buen soldado, y que su mente era tan estrecha y obtusa como amplio y
hondo era el predominio que sobre él ejercía ese incansable y astuto vocinglero de Cristo y déspota
moral, el obispo de Milán Ambrosio. La política religiosa de Teodosio I era la desembocadura
natural de la iniciada por Constantino, como natural había sido que los emperadores paganos no
escatimaran medios para destruir el Cristianismo: las fuerzas celestiales sólo dispensaban bienes a
los hombres, Emperador mediante, mientras éstos las reconocieran y veneraran; pero había estallado
una enconada revolución en las etéreas regiones, y ahora un nuevo y solo Señor era tirano en esas
soñadas moradas.
Los cristianos de aquellos tiempos estaban convencidos que la historia era de su parte. Volviendo la
vista atrás, hasta la conversión de Constantino, se regocijaban con su buena ventura, que atribuían al
poder y majestad sobrenaturales de su dios. En los primeros lustros del siglo V, gran parte de la
oratoria y casi todos los relatos cristianos quieren transmitirnos la sensación de que los tiempos
avanzan con rapidez inexorable hacia su consumación predestinada. Simultáneamente, una
verdadera epidemia de ascetismo estragaba las mentes y espíritus de los miembros de la clase
senatorial y terrateniente, es decir la que, salvo excepciones, proveía de altos funcionarios al Estado,
haciéndoles olvidar sus deberes públicos, su responsabilidad casi siempre heredada de padres y
abuelos para administrar tan vastos dominios. Un caso paradigmático es el de Paulino de Nola. Éste,
en una epístola a su amigo el gran poeta Ausonio de Burdeos, que con bastante sentido común
lamentaba su renuncia al mundo por no se sabe qué vaciedades, le declaraba: "De un modo
absoluto, con el derecho de quien es su amo, Cristo reclama nuestros corazones, nuestros labios,
nuestro tiempo". La tradicional pietas romana, o sea la virtud fundamental de la lealtad y sacrificios
por los seres queridos y la patria, había sido suplantada por el contemptus mundi cristiano, que no
reconocía más familia ni patria que los correligionarios, "esclavos de Dios e insurgentes frente al
mundo", y el monasterio. Hombres de indudable mérito se hicieron inútiles para la sociedad con
este modo de vida, como Sulpicio Severo, fuente principal para conocer el movimiento herético
encabezado por Prisciliano, y biógrafo del primer anacoreta de Occidente, san Martín de Tours; o
los conocidísimos san Agustín y san Jerónimo. No sólo Ausonio, también aquel epígono de la
civilización clásica romana, la cual cantó en un inspirado himno que constituye el pasaje más
famoso y extenso de su De reditu suo, último poema pagano de Roma y canto de cisne de su
literatura, el galo de Tolosa o de Narbona Claudio Rutilio Namaciano, quien mereció haber vivido
en mejor siglo, deplora que un amigo querido se entierre a sí mismo en vida en una de las ásperas
invectivas anticristianas que caracterizan, más aún que la descripción de su periplo por las costas
mediterráneas hacia la Galia, esta pulcra e interesante obra:
"Rehúyo el arrecife, recuerdo de una reciente desgracia: aquí se frustró sepultándose en vida un
conciudadano nuestro, pues nuestro era hasta hace poco ese joven de ilustres antepasados, en
nada inferior a ellos en hacienda o matrimonio, quien impelido por las Furias abandonó hombres y
tierras y vive en la superstición, desterrado en vil escondrijo. Cree, el infeliz, que las divinidades
celestiales se alimentan de su inmundicia y a sí mismo se tortura con mayor crueldad que lo harían
dioses ofendidos ¿Acaso no es peor, -pregunto yo- esta secta que los venenos de Circe? En tiempos
de ésta se transformaban los cuerpos, ahora las almas".
De reditu suo, I, 515-526
El concepto a que, para Namaciano, eran acreedores los monjes, no deja lugar a dudas tras leer estas
palabras que como saetas dispara derechamente contra los que se topó en la isla Capraria, tras haber
dejado Córcega:
(...) Siguiendo por mar, se alza enseguida Capraria, desolada isla llena de hombres que huyen de
la luz. Ellos se llaman a sí mismos con el apodo griego de "monjes" porque desean vivir solos sin
testigo alguno. Recelan de los dones de la fortuna, pues temen sus reveses ¿Quién es capaz de
hacerse voluntariamente desgraciado por no ser desgraciado? ¿Qué rabia es ésa tan necia y
propia de un cerebro extraviado, de no poder soportar lo bueno por miedo a lo malo? Puede que
como atajo de esclavos esté expiando sus fechorías o que sus sombrías entrañas se hallen
henchidas de negra hiel. Así, Homero atribuyó a una enfermiza demasía de bilis las angustias de
Belerofonte. Se dice, en efecto, que al caer herido este joven tras las acometidas de un dolor
brutal, sintió aversión por la raza humana.
De reditu suo, I, 438-452
Muy claramente tuvo que ver este romano de corazón dónde tenía su origen la plaga que ya en sus
días casi de cabo a cabo había hecho tabla rasa de una civilización y un alto ideal de vida por él
añorados:
(...) esta raza sucia que se recorta desvergonzadamente el prepucio, origen de insensatez, y que tan
dentro del corazón lleva esos fríos sábados, pero su corazón es aún más frío que su religión. Uno
de cada siete días se condena a un vergonzoso letargo como afeminado retrato de su dios cansado.
Los restantes disparates de esta cordada de esclavos mentirosos opino que ni un chiquillo puede
creérselos ¡Ojalá Judea no hubiera sido nunca sometida por las armas de Pompeyo y el mando
supremo de Tito, pues el contagio de esta peste, aunque se extirpe, se expande más y más, y, así,
una nación vencida atosiga a sus vencedores!
De reditu suo, I, 377-398
Namaciano unió su voz a la de inmortales romanos, a la de un Cicerón, un Horacio, un Persio, un
Séneca, un Marcial, un Quintiliano, un Tácito o un Juvenal, en su común repulsa por los judíos,
pero si en éstos, arrogantes ciudadanos de una Roma vigorosa en todo su esplendor, tal repulsa se
matiza frecuentemente en desdén y aun burla, en el galo, que contempla los crepusculares días de
un Imperio que ya lo es sólo de nombre, toma los colores de la más negra acrimonia.
Porque hay que señalar que el poema de Namaciano, tal vez compuesto durante su travesía, es
posterior a las nefastas fechas del 406, cuando una gigantesca horda de bárbaros deshace el limes
renano, y del 410, en que Alarico saquea Roma; así como a la quema de los Libros Sibilinos
(sacrilegio que tendría lugar entre el 402 y el 408) por el renombrado tutor del incapaz Honorio y
máximo general del Imperio de Occidente, Estilicón, quien con semejante acto hacía honor a sus
salvajes raíces, y culpable también, según el poeta, de criminal connivencia con el rey godo y de
aspirar a la tiranía. Más aún, es muy probable que el motivo por que Namaciano emprendió aquel
desacostumbrado viaje en período de mare clausum (11 de Noviembre a 10 de Marzo), que los
especialistas datan entre los años 415-418, fuera la urgencia de estar presente, como funcionario
imperial, en el reparto de tierras y bienes, incluso de su propio patrimonio, a los nuevos foederati
bárbaros; bien para hacerles cesar, siquiera por un breve tiempo, en sus devastaciones, bien para
poder encaminarles contra los bagaudas, auténtico pánico en figura humana para los terratenientes
del sur de la Galia. Testigos de tales y tan repetidos desastres, testigos de cómo todo un mundo con
más de mil años, y que antaño parecía destinado a la eternidad, estaba siendo deshecho, a los
hombres como Namaciano no convencerían mucho las esperanzas nazarenas en el Reinado de
Cristo, y menos exclamarían el hosanna por la inminencia del fin de los tiempos. Por el contrario,
su ánimo debió de recibir una herida mortal. Los paganos, por entonces, comenzaron a hablar de los
tempora christiana, y no precisamente con encomio, ni para loar el nuevo orden instaurado por
Constantino, sino para condensar en una fórmula, en un símbolo, en una idea, la descripción de una
época, la suya, en que la insoluble crisis de autoridad del Imperio era el mayor acicate para que los
bárbaros prolongasen sus rapiñas y matanzas. Mientras, para un gran número de cristianos, sobre
todo los marginados de la Iglesia oficial, las expectativas escatológicas, en plena efervescencia, por
fin estaban a punto de cumplirse. A la ortodoxia cristiana, por su parte, le era más grato y sobre todo
más conveniente hablar de iudicia Dei, y recurrir al expediente del pecado para curarse en salud, en
lo que ya apuntaba esa insuperable maestría que siempre la ha distinguido. Para un Salviano de
Marsella, por ejemplo, y en la segunda mitad del siglo V, cuando tras caer Valentiniano III se
esfuma la dinastía fundada por Teodosio I, nada más pertinente que resolver todas las dudas e
iluminar todos los espíritus, perplejos ante la avalancha de males que se precipitaba por doquier,
aduciendo que los romanos no eran cristianos más que en el nombre, y que entre esos bárbaros
invasores y victoriosos reinaban una justicia y unas costumbres más próximas a las del anhelado
Reino del Cristo. Ciertamente, la Iglesia se atrajo pronto la voluntad de los nuevos poderes
emergentes tanto o más con la taimada y oportuna adulación que mediante su vacío aparato y todas
sus artificiosas sutilezas morales, incomprensibles para aquellos rudísimos hombres que más bien
semejaban fieras.
Comoquiera, ya arguyeran la próxima monarquía milenaria del Cristo o los implacables juicios de
Dios para castigar los pecados de los hombres, muchos cristianos optaron por aislarse del torbellino
de adversidades que les rodeaba, sin tener voluntad alguna en hacerlas frente: proceder ajustado a
una doctrina que tiene en nada el mundo terreno, y que incluso considera pecado tenerlo en algo. Al
fin y al cabo, ¿qué importaba el colapso de una civilización ante la divina promesa de salvación
eterna? Entre ellos ocupa lugar destacadísimo uno de los hombres teóricos que más ascendiente ha
tenido en el alma de la cultura occidental, el que fuera obispo de la cartaginesa Hipona, Agustín de
Tagaste (354-430). Este africano, este viejo rétor que tanto bebió de los manantiales de la cultura
clásica para después renegar de ella con cristiana determinación, este calumniador de la vida que en
su temprana juventud se había revolcado en los más groseros placeres y en las más mundanas
ambiciones, y que abrazó primero las sandeces de Manes para acabar siendo bautizado por san
Ambrosio y mudarse en obseso perseguidor de herejías y demandante de una Iglesia universal,
transmitió con su pluma forma perdurable a la teoría de la Civitas Dei, expresivo título de su obra
más erudita, trabajada y pretenciosa. Empezó a escribir dicha obra en el 413, respondiendo a los
dardos del paganismo y a la desesperanza de muchos correligionarios tras tener noticia del saco de
Roma por Alarico. Tomando como símbolo y cifra del Cielo la Jerusalén bíblica, la que en el Salmo
87 es descrita como "la ciudad de nuestro Dios, de la que se cuentan maravillas", para Agustín sólo
puede haber salvación en el regazo de esa inefable república celestial, la única eterna, que está
dispuesta a acoger sin discriminación de origen como potenciales ciudadanos suyos a los mortales
que pueblan todo el orbe, quienes se hallan en grave riesgo de condenarse por un pecado común
independientemente de su raza, o rango social y cultural. Copiemos sus propias palabras:
"En el vasto mundo, que siempre ha sido habitado por multitud de pueblos distintos, cada uno y en
su época con unas costumbres tan diversas y con tal variedad de religiones, lenguas, milicias y
vestimentas, sólo han existido, empero, dos géneros de seres humanos (quienes están destinados a
entrar en la ciudad de Dios y quienes no), a los que llamamos "ciudades", según el uso especial que
del término hacen las Sagradas Escrituras."
La Ciudad de Dios, 14.1
Para Agustín, mientras el Imperio jornada a jornada se reducía a cenizas, sólo importaba que
hombres y mujeres se apresurasen a recibir el bautismo y a observar una edificante vida cristiana,
como en epístola explicaba a un cartaginés llamado Firmo:
"Pues ¿cuál es el objeto de este libro? No que los lectores disfruten de su estilo o aprendan cosas
que antes ignoraban, sino que se convenzan de lo que es la Ciudad de Dios y de que deben entrar
sin demora y perseverar en ella hasta el fin: primero mediante el renacimiento a través del
bautismo y después mediante el amor rectamente ordenado"
Por el año 418, el obispo de Salona (actual Solin, en la costa dálmata de Croacia) Hesiquio
preguntaba desasosegado a Agustín en una carta si ya se cernía sobre la humanidad el fin del
mundo. El de Cartago le sosegó diciéndole que el Imperio Romano había sobrevivido a trances
peores durante el siglo III, por ejemplo en tiempos del emperador Galieno (253-268), "cuando los
bárbaros de todos los rincones del mundo invadían las provincias romanas", y que los cristianos
que entonces creían llegada la catástrofe universal obviamente se habían equivocado. Pero añadía
Agustín con la mayor desenvoltura que, existiendo un mundo anchísimo allende las fronteras del
Imperio, Cristo no se dignaría visitarnos por segunda vez hasta que su Evangelio hubiera sido
predicado a las naciones paganas más apartadas: "El Señor no prometió (entregar a la Iglesia
católica) sólo a los romanos, sino a todas las gentes del mundo" (Cartas, CIC).
Con tales armaduras vestían los cristianos de raza como san Agustín a sus conciudadanos para
resistir las feroces acometidas de los pueblos del Septentrión y de la otra ribera del Danubio, de los
vándalos de Genserico, que redujo Roma a escombros, o de los bestiales hunos de Atila, el "azote
de Dios", quien, si damos crédito a una conseja tempestivamente pergeñada, se apartó de su inicial
propósito de capturar la ciudad eterna amedrentado por la intimidante majestad divina que emanaba
del santo Papa León I Magno. Con tal panoplia andaba guarnecido el obispo de Hipona cuando en
su postrer año de vida vió arder su patria Cartago por las antorchas vandálicas. No sorprende que
los bárbaros frecuentemente sintieran un profundo desprecio por estas gentes a las que avasallaban.
El mismo optimismo que san Agustín quiso transmitir a Hesiquio hallamos en su discípulo Orosio,
que escribió a instancias del hijo de Mónica su Historia adversus paganos. Este gallego, que
prefirió huir de su tierra antes que contemplar el luctuoso espectáculo de la guerra civil promovida
por el usurpador Constantino III y las invasiones del 409, quiso responder a las diatribas
anticristianas de Olimpiodoro de Tebas y otros politeístas trayendo a la memoria, como Agustín,
desastres del Imperio según él más graves que los presentes y las barbaridades que entendía
cometieron los romanos con los pueblos que conquistaron. Para Orosio, el porvenir se mostraba
risueño hacia el año 417, con los bárbaros exterminándose mutuamente o integrándose en el
Imperium Christianum, encarnado en aquel piadoso inútil llamado Honorio, que por designio divino
había triunfado de todos los usurpadores. Pero, en buena lógica tratándose de un hijo espiritual de
san Agustín, junto a estas consoladoras palabras prorrumpía la fantasía escatológica del
advenimiento de la Monarquía de Cristo y la final conversión de la Humanidad, precedida de
persecuciones y guerras sin cuartel. Tonos más sombríos que el pensamiento de Orosio tiene el del
también galaico Idacio. Si el esperanzado Orosio fue criatura de san Agustín, Idacio se aproximó
más a la aflicción de san Jerónimo, a quien había conocido cuando contaba tan solo diez años
estando con su madre en Jerusalén. Idacio comenzó a escribir su Crónica en el año 455, habiendo
sido durante dos décadas obispo de Chávez, en su Galicia natal, y no tenía tan nublada la mente que
no presintiera ya el fin del Imperio. Como él mismo decía, se hallaba enjaulado "en el interior de
Galicia, en el extremo más remoto del mundo (...) sin que por ello haya dejado de verme afectado
por todas las calamidades de esta época infortunada (...) y no haya tenido que oponerme a la
dominación de los herejes, agravada con los asolamientos de tribus hostiles." Incluso el extremo
occidental del ya espectral Imperio no podía servir de refugio contra las cotidianas carnicerías a que
continuamente estaban expuestos, como víctimas indefensas de un sacrificio, sus habitantes. El
obispo comenta cómo la vecina Braga ha sido saqueada por un ejército visigodo que buscaba un
botín fácil y rápido: afirma que "aunque no se produjo derramamiento de sangre, aquel
desvergonzado latrocinio sufrido por una ciudad romana ya es bastante lamentable"; y termina
viendo en el desafuero una "repetición parcial", en su triste país, de la trágica destrucción de la
antigua Jerusalén. Para Idacio los bárbaros eran un azote divino, sobre todo si eran arrianos como
los visigodos, y acabó por persuadirse de que sólo en la Iglesia cabía esperarse una continuidad
histórica, por lo que iría dedicándola cada vez mayor atención en su libro y enfrascándose con
creciente celo en asuntos de cismas y herejías brotadas en su Galicia natal, hasta que al cabo parece
no querer saber nada del siglo y menos del porvenir que depara. Al comenzar su crónica, llora la
edad lastimosa en que le ha tocado nacer, donde el Imperio es juguete menguante en manos de
salvajes, la libertad de los honestiores se ha vuelto servidumbre, gentes extrañas ejercen una inicua
tiranía, y la Iglesia ve tambalearse en su seno el orden y la disciplina; al terminarla, el obispo de
Chávez, melancólico espectador de cómo un desastre sucedía a otro sin interrupción y lo que
parecía impeorable la víspera era excedido en horror al día siguiente, tiene aún más ensombrecido
su ánimo, y no duda que las profecías del Apocalipsis están a punto de hacerse realidad. Notable
ejemplo de este pesimismo que recorre toda la obra es la truculenta pintura que realiza de las
invasiones del 409, con madres comiéndose a sus propios hijos, bestias y hombres disputándose un
trozo de carne humana, y los cuatro siniestros jinetes en mortífera cabalgada por suelo hispano.
Sumido en tal postración, presta asentimiento a diversos prodigios que él cree signos inequívocos
del fin de los tiempos, como la cifra de 365 inscrita con números griegos, hebraicos y latinos en los
cuerpos de cuatro peces de especie ignota capturados en el Miño. Ese guarismo representaba para la
Apocalipsis cristiana un ciclo celeste, y un tal ciclo había llegado a su meta en el año 398 al haber
iniciado su curso con la Crucifixión de Jesús. Sumándole seguidamente setenta años, en recuerdo
del cautiverio de Babilonia, resulta el guarismo y año de 468, donde el galaico decide cesar en su
Crónica creyendo ya tocar con las manos el fin de los tiempos. Realmente no era necesario que el
buen Idacio se entrampara en tan tediosas cábalas para dar fe del despeño universal que se
patentizaba a sus ojos.
A tan solo ocho años de la formal defunción del Imperio Romano detuvo Idacio su obra histórica,
ya medieval en su estilo y en su espíritu. Con él nos detenemos nosotros en esta pequeña y a todas
luces deficientísima pesquisa sobre la polémica pagano-cristiana en relación a la decadencia y caída
de Roma. Sólo nos resta, como prometimos al principio de este trabajo, exponer sucintamente
nuestras conclusiones.
En primer lugar, en la raíz del Cristianismo hay un desprecio y un profundo tedio por el "siglo", el
mundo, e incluso por la vida terrena en general. El mundo, los placeres con que seduce, los honores
con que tienta, los arcanos de la naturaleza con que estimula las investigaciones del sabio, todas las
bellezas externas con que está engalanado, los deberes cívicos que prescribe, las costumbres que
impone, las tradiciones que consagra..; todo esto es nada para una doctrina que no halla realidad,
verdadera vida y verdadero gozo fuera de la estancia eterna junto al único Dios en un mundo
ultraterreno. Además, el Hombre está manchado con la hez del pecado original, y aunque Dios
envió a su hijo para redimirle, habiendo sido hasta entonces criatura irremisiblemente condenada al
Infierno, estará obligado, si quiere salvarse, a reconocer y amar a su Criador y su ley divina sobre
todas las leyes humanas y todos los humanos intereses. El cristiano debe vivir en Dios y para Dios.
Mal podía avenirse, en consecuencia, esta doctrina con un mundo y un ideal de vida romanos que
en el momento de la aparición del Cristianismo se hallaba en todo su apogeo y máximo aprecio de
sí, que afirmaba y se complacía en la existencia terrenal, en los goces sensuales y en los honores; y
que añudaba con broncíneos lazos lo que se debe a los dioses y lo que se debe a los hombres y sus
leyes.
En segundo lugar, la antítesis absoluta entre el sentido romano y el sentido cristiano de la vida, el
proselitismo de los cristianos y el amor de los romanos a sus tradiciones, a su pasado y a su gloria,
llevaron inevitablemente a un enfrentamiento frontal de ambos. Para un cristiano, su mayor deber
era para su dios, y su dios le vedaba una buena parte de los deberes cívicos romanos, sobre todo los
relativos al culto de los diferentes dioses de su panteón, así como tampoco veía con buenos ojos que
su siervo se recreara con los variopintos espectáculos (circenses, teatrales, anfiteatrales, etc...) que
le brindaba la ciudad ni que participara en sus múltiples fiestas y solemnidades paganas. Para un
romano, no rendir culto a los dioses ni al emperador, y desentenderse de la vida pública y
ciudadana, era una actitud propia de criminales que había que castigar. El cristiano era para un
romano como un germen nocivo introducido en el cuerpo gigantesco de su Imperio que ponía en
riesgo su salud y su existencia.
En tercer lugar, los cristianos se conducían en el seno de aquella sociedad como un Estado aparte,
con sus leyes, creencias, tradiciones y costumbres particulares, no reconocidas por Roma. El
cristiano no tenía patria, y si alguna tenía, era el Cielo. A pesar del celo de algunos apologetas en
protestar de la inocuidad de la nueva fe, a pesar del evangélico "dad al César lo que es del César, y
a Dios lo que es de Dios", y de que san Pablo predicaba que todo poder tiene su origen en Dios e
instaba a obedecer a la autoridad, lo cierto es que el poder romano se sentía dañado, desacatado,
desautorizado y desobedecido por la secta nazarena, nutrida en gran parte con parias y rebeldes de
toda laya; y que en tiempos de crisis o de grave amenaza exterior recelaba de unos hombres y
mujeres a quienes parecía no dárseles nada de que el Imperio sucumbiera y cuyo desafecto social
amagaba con expandirse.
En cuarto lugar, las profecías milenaristas y escatológicas, las cuales el Cristianismo acogió desde
su origen, respiraban el anhelo de la segunda venida de Cristo, su reinado de mil años junto a los
mártires y a los que no habían adorado a la Bestia, su victoria final, tras crudelísimo conflicto, sobre
Satanás, y el fin de los tiempos, cuando por fin se cumplirían la salvación y la bienaventuranza
prometidas al género humano. Entretanto, los horrores y catástrofes que éste padeciera, comparados
con ese supremo y dichosísimo acontecimiento, no merecían ser tenidos en consideración, y sólo
importaba limpiar y purificar el alma para hacerla merecedora de ser salvada en el Día del Juicio.
Había sido común entre los cristianos del siglo III contemplar el torrente de espantos en que eran
arrastrados como un designio divino y una señal de que ya era próximo el fin de la historia.
También hemos visto que existía toda una literatura apocalíptica que, amén de recoger y dar
expresión a estas ideas, se placía anticipadamente con la futura caída de Roma, que dominaba
merced a Satanás, y del Emperador, su mayor ministro. Ante esta actitud pasiva, que no pocas veces
degeneraba en auténtico deseo de muerte, o claramente hostil, Roma, cuya supervivencia durante la
tercera centuria llegó a pender de un hilo, no podía menos que tener por locos peligrosos a muchos
cristianos y hacer lo que estuviera en su mano para ponerlos a buen recaudo.
En quinto lugar, el Cristianismo sólo hizo suyos los intereses del Imperio cuando, por decirlo en
pocas palabras, hizo suyo éste a partir de Constantino. Realmente, esta religión fue
"secularizándose", es decir, dejándose vencer por ambiciones mundanales (de las que, por otra
parte, nunca se había desprendido), en proporción directa al influjo que iba ejerciendo en la
sociedad, y sobre todo en las clases ricas y poderosas. Con Constantino, ese ascendiente se
encarama hasta el trono imperial. Hasta él, Roma era la "gran ramera", sentina de todos los vicios;
desde él, Roma representa en la tierra la majestad de Dios en el Cielo, y su única razón de ser e
ineludible misión consiste en proteger la Iglesia y servir de instrumento político para evangelizar a
todas las naciones. Si falta a esos deberes, Roma no merece existir.
En sexto lugar, aunque muchos expertos y estudiosos en la materia afirman sin ambages que la
adopción del Cristianismo como religión oficial dotó de estabilidad al Imperio, es cuando menos
discutible que una fe que atiende más a los asuntos del “Cielo” que a los de la tierra, que se escindía
continuamente en multitud de herejías, que derrochaba infinitas energías en disputar acerca del
dogma, que enzarzaba a los mismos emperadores en miserables contiendas cristológicas, que
aguijaba la vanidad de los más ruines arribistas, que infundía en los hombres el miedo y la
superstición, que estimaba como dechado de santidad al anacoreta y a todo aquel que renunciara al
mundo y que era absolutamente intolerante con cualquier doctrina o religión que no fuera la suya
pueda ser considerada como algo benigno para cualquier organismo político.
Finalmente, una ideología como la cristiana, esencialmente apolítica e incluso antipolítica (en
cuanto desprecia la vida terrena y sus exigencias, y todo lo fía en la salvación del alma para gozar
de una inmortal ventura en una vida de ultratumba), no era la más a propósito para infundir en los
habitantes del Imperio un vigor y una resolución bastantes a resistir las acometidas bárbaras. A ese
cristiano-tipo que vive sin vivir y para quien la vida es muerte y la muerte vida apostrofaba el
pagano Cecilio:
"Así, miserables, ni luego habéis de resucitar, ni entretanto vivís"