Bobby Fischer (IV) Qué le pasa a Fischer

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Bobby Fischer (IV): “¿Qué le pasa a
Fischer?”

Publicado por

E.J. Rodríguez

Imaginen a un precoz talento de 20 años establecido en la élite de un deporte. Lleva varias
temporadas entre los primeros clasificados del mundo y desde la adolescencia se le ha reconocido
como a un superdotado; desde luego, sus límites no se vislumbran todavía a tan temprana edad.
Lo normal sería que ese joven prodigio deseara participar lo más frecuentemente posible en la
alta competición. Que quisiera aprovechar cada mínima ocasión para medirse con los mejores,
para obtener experiencia… para intentar comerse el mundo, en definitiva. Pues bien: a mediados
de los años 60, el veinteañero Bobby Fischer hizo exactamente lo contrario. Apenas se dejaba
ver en la alta competición. Aparecía en dos o tres torneos al año; a veces ni eso. Incluso dejó
pasar algunas valiosísimas ocasiones de intentar pelear por la corona mundial. Nadie conseguía
entender al complejo e imprevisible Bobby. Parecía enfrascado en una competición paralela
donde no solamente los demás ajedrecistas eran sus rivales, sino en la que también tenía que
combatir a los organizadores de los torneos, a los periodistas… De todos modos, serían
precisamente esa actitud beligerante y su fuerte personalidad las que ayudarían a construir un
aura única en torno al joven genio de Brooklyn. Eso sí, a costa de desperdiciar algunas de las
mejores oportunidades de su carrera.

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Ocho torneos en cuatro años

Recordemos que Fischer tuvo una participación inesperadamente anodina en el Torneo de
Candidatos de 1962, celebrado en Curaçao, donde jugó de manera irregular sin conseguir hacer
frente al poderoso contingente soviético. Recordemos también que el propio torneo quedó
eclipsado por aquel artículo en el que acusaba a los rusos de amañar el camino hacia el
Campeonato Mundial, un artículo que forzó a la FIDE a cambiar el formato de la competición.
Pues bien, tras la tormenta de Curaçao llegó, literalmente, la calma: Bobby Fischer comenzó a
aparecer cada vez menos en torneos de primera magnitud. Por entonces nadie lo sospechaba, pero
aquello terminaría convirtiéndose en un periodo de cuasi retiro competitivo que se iba a
prolongar durante años. Una circunstancia que, sin embargo, no le impidió seguir añadiendo
espectaculares logros a su creciente currículum. Participaba en pocos eventos, sí, pero en algunos
de ellos obtuvo resultados extraordinarios, dignos de pasar a la historia.

Bobby Fischer y su amigo, el GM Larry Evans, jugando relajadamente al ajedrez acuático.

Durante 1963, Fischer no viajó al exterior para disputar grandes competiciones internacionales.
Es más: fiel a sus exagerados pero firmes principios, se negó a participar en la primera
Piatigorsky Cup, organizada por la gran mecenas del ajedrez estadounidense Jacqueline
Piatigorsky
. Bobby, como ya narramos en el anterior capítulo, había tenido un agrio
enfrentamiento con ella dos años atrás a causa del match frente a Samuel Reshevsky. Todavía
resentido y considerando —no sin razón— que había sido injustamente tratado, Fischer declinó la
invitación de madame Piatigorsky, despertando una oleada de habladurías en un mundillo poco
acostumbrado a semejantes muestras de rebeldía. Aunque la mayoría de los observadores
atribuyeron la actitud contestataria de Bobby a una comprensible fogosidad juvenil, otros ya
empezaban a imaginar que Fischer sencillamente era así y que resultaba probable que fuese a
cambiar más bien poco en un futuro. Por lo demás, aquel año únicamente participó en tres
torneos, los tres celebrados en su país y ninguno de ellos, aunque relativamente importantes, era
realmente de primera categoría internacional. Eso sí, demostró que su dominio en el ajedrez
norteamericano resultaba prácticamente total. Primero, en un torneo celebrado en Michigan,
obtuvo un aplastante resultado de 7-1-0: siete victorias y un único empate. Lo mismo sucedió en
otro evento similar donde terminó con un 7-0-0, ganando sus siete partidas sin ceder siquiera
unas tablas. Resultados muy poco frecuentes en el ajedrez y espectaculares sin duda, pero que

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venían a demostrar lo que ya se sabía: que el joven Fischer estaba al nivel de los más grandes
jugadores del mundo y que aquellos torneos de “segunda fila” se le habían quedado pequeños.

Lo que nadie esperaba, sin embargo, era que demostrase ese mismo tipo de superioridad en un
torneo de mayor magnitud como lo era el Campeonato Nacional, donde iba a vérselas con los
once mejores jugadores del país, incluidos nombres de prestigio internacional como Samuel
Reshevsky, Pal Benko, Larry Evans o Arthur Bisguier. Para asombro de todo el mundo del
ajedrez, el joven Fischer arrasó de una forma que jamás se había visto en ese campeonato (y que
no se ha vuelto a ver), logrando una puntuación perfecta: 11-0-0. Es decir, ¡ganó todas sus
partidas en una competición de élite! Aquello resultaba completamente inaudito, ya que entre
grandes ajedrecistas el resultado más común son las tablas, como bien sabemos. A sus 20 años,
Bobby Fischer acababa de dejar al resto de los Maestros estadounidenses prácticamente a la
altura de aficionados. Los propios participantes, con ese sarcasmo típico de los ajedrecistas,
felicitaron a Larry Evans —que había quedado en segundo lugar— por “haber ganado el torneo”,
ya que Bobby Fischer había “ganado la exhibición”. La broma de los vencidos no resultaba
exagerada: para hacernos una idea de la magnitud de la gesta, un rodillo semejante únicamente
había sucedido una decena de veces en dos siglos de competición en todo el mundo. Aquel
alucinante 11-0-0 a manos de un veinteañero era una hazaña casi sin precedentes y ocupó un
considerable espacio en la prensa, con lo que Fischer continuaba ascendiendo puestos en la
escalera de la popularidad: revistas como Sports Illustrated y Time se volcaron con el joven
prodigio, deshaciéndose en elogios y contribuyendo a agrandar el aura de la nueva estrella
estadounidense.

Sin embargo, aquel portentoso triunfo de tintes históricos no sirvió para que Bobby se animase a
regresar a la escena internacional, sino más bien al contrario. Durante el año siguiente, ¡Fischer
no participó en absolutamente ningún torneo! Así que pasó todo 1964 enfrascado en su rutina
habitual de exhibiciones ante los aficionados —las cuales le proporcionaban buena parte de sus
ingresos ya que se mostraba muy reacio a ejercer labores publicitarias— y el entrenamiento en
solitario. Por lo demás, seguía dando poca o ninguna muestra de interés hacia la alta competición.
Aquel mismo 1964 se celebraba un nuevo Torneo Interzonal en Amsterdam y mucha gente
esperaba la presencia de Bobby, aunque hubiese anunciado dos años antes que a causa de los
manejos antideportivos de los soviéticos no volvería a participar. Pero ahora que la FIDE había
hecho caso de sus acusaciones y había cambiando el formato del Candidatos para imposibilitar
chanchullos entre los ajedrecistas de la URSS, todo el mundo esperaba que Fischer cambiase de
idea y se presentase en Amsterdam. Las esperanzas se mantuvieron casi hasta última hora, ya que
Bobby no desmintió de antemano su participación. Sin embargo, un jarro de agua fría cayó sobre
aficionados y periodistas cuando finalmente no acudió al Interzonal. El mundo de las 64 casillas
tuvo que resignarse a la idea de que el ajedrecista más carismático del planeta y el mejor jugador
nacido fuera de la URSS se quedaría fuera de la carrera por el título. Haber renunciado al
Interzonal significaba que tendría que esperar tres años más para intentar asaltar la corona, pero
la verdad es que Fischer no pareció lamentarse por ello. Aunque se especuló considerablemente
sobre los motivos de su ausencia, al parecer todo se debió a cuestiones monetarias: así, mientras
la élite del ajedrez mundial se disputaba una plaza para el Torneo de Candidatos, Bobby Fischer
se quedó en su país realizando una gira de exhibiciones de simultáneas y conferencias ante un
público ávido por verlo de cerca y saber algo más de él. Bobby iba a ganar más dinero con
aquellas giras que viajando a Europa y embarcándose en un gasto que no podía afrontar. Como
Fischer era especialmente refractario a lo que él consideraba “caridad”, ni siquiera se planteaba la

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posibilidad de viajar a Holanda subvencionado por un patronazgo que, de haberlo querido, podría
haber obtenido con suma facilidad. Aquel contumaz apego a su independencia le impedía acudir
al Interzonal con “dinero prestado”, así que las ruedas del ajedrez mundial seguían girando sin él.

Exhibición de partidas simultáneas en 1964; aquellos shows eran una de sus mayores fuentes de
ingresos.

Fischer, pues, había jugado únicamente tres torneos en 1963 y ninguno en 1964. Al año
siguiente, 1965, se dignó reaparecer, pero fue solamente para participar en un par de eventos. En
mitad de una gran expectación, el esquivo Fischer retornó a la competición internacional jugando
el Memorial Capablanca de La Habana, aunque tuvo que hacerlo a distancia ya que existía un
bloqueo gubernamental sobre Cuba y el Gobierno de Washington no le permitió acudir a la isla.
Así que en la sede cubana del torneo un árbitro tenía que realizar los movimientos que el
norteamericano telegrafiaba desde Nueva York. Ese retorno a la arena internacional se producía
en extrañas circunstancias, pero pese a todo Bobby obtuvo un resultado aceptable: quedó en
cuarta plaza (a solamente 0’5 puntos del vencedor) y obtuvo un buen balance de 12-6-3, lo que
constituía un éxito teniendo en cuenta que no había competido a ese nivel en más de dos años y
que estaba jugando por teletipo. También en 1965 hizo su reaparición en el Campeonato de los
EE. UU., donde no repitió el asombroso 11-0-0 de dos años atrás (esta vez incluso llegó a perder
un par de partidas), aunque igualmente ganó el torneo con facilidad, con un marcador más
“humano” pero todavía aplastante de 8-1-2.

El año 1966 continuó en la misma tónica, aunque para entonces el mundo del ajedrez ya había
asumido que Fischer era prácticamente un ermitaño a efectos competitivos, por lo que cada una
de sus apariciones suponía todo un acontecimiento. Prensa y aficionados sentían una morbosa
ansia por comprobar en qué estado de forma se encontraba el semirretirado prodigio, que contaba
por entonces con 23 años de edad. La primera noticia sorprendente fue que Bobby accediese a
jugar en la segunda Piatigorsky Cup. Eso sí, para convencerlo, la señora Piatigorsky había tenido
que pagarle el dinero que Fischer consideraba se le debía desde 1961. Aquella Piatigorsky Cup

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terminó teniendo un cartel espectacular que incluía nombres como los soviéticos Tigran
Petrosian
—vigente campeón mundial— y Boris Spassky —vigente subcampeón—, el húngaro
Lajos Portisch, el polaco-argentino Miguel Najdorf, Samuel Reshevsky o el danés Bent Larsen
(que ya se había destapado como el nuevo gran valor del ajedrez occidental al ganar el Interzonal
de Amsterdam, el mismo a donde Fischer no había querido acudir). Aquello constituía un reparto
verdaderamente estelar y una dura prueba para un jugador joven que apenas se medía en grandes
torneos. Pero Bobby, pese a la poca competición que llevaba a sus espaldas, rayó a gran altura y
quedó en la segunda plaza con un registro de 7-8-3, un punto por debajo del vencedor Boris
Spassky. Fischer perdió una de sus partidas frente a Bent Larsen: el danés era de los pocos que
todavía podía plantarle cara. Y sobre todo perdió otra frente a Boris Spassky, quien seguía
resistiéndosele. Después de aquello, el contador personal entre ambos era de cuatro partidas: dos
victorias para Spassky, dos tablas, ninguna victoria para Fischer. Eso sí, aquel fue el último
torneo individual en la carrera profesional de Fischer donde no terminó en la primera posición
(también es cierto que no volvió a encontrarse con Spassky en dichos torneos individuales).

También en 1966, Fischer acudió a la Olimpiada de Ajedrez, el más importante torneo por
equipos. Naturalmente, Bobby era el primer tablero de la selección estadounidense y tuvo una
actuación descollante con 14 victorias, dos empates y una única derrota frente al rumano Florin
Gheorghiu
(aquella fue la única ocasión en toda su carrera en que Bobby Fischer perdió frente a
un jugador más joven que él). La fantástica actuación individual de Bobby en aquella Olimpiada
fue únicamente superada por la del campeón mundial, Petrosian. Gracias a ello, la selección de
EE. UU. quedó en segundo lugar por detrás de la hegemónica URSS, que desde la II Guerra
Mundial había ganado todas las ediciones y lo seguiría haciendo hasta bien entrados los años 70.
Por cierto: en aquella Olimpiada Fischer volvió a enfrentarse a Spassky y llegó a plantarle cara
con un juego singularmente enérgico, pero dejó escapar la victoria eligiendo una jugada
conservadora en un momento crucial de la partida. Finalmente tuvo que conformarse con firmar
unas tablas. Fischer seguía en clara desventaja en su score personal con Spassky: 0-3-2.
Finalmente, para redondear el año, volvió a barrer en el Campeonato de los EE. UU. (lo cual ya
era prácticamente una tradición) y esta vez sin perder ninguna partida: 8-3-0.

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“¿Qué le pasa a Fischer?”

Así pues llegaba el año 1967, el de un nuevo Interzonal, con un Bobby Fischer desempeñándose
a un nivel muy alto pese a su escaso bagaje de torneos. De camino a cumplir 25 años, pero
habiendo pasado ya toda una década instalado en la élite, su ajedrez parecía bastante más sólido y
competitivo que en sus tiempos de Gran Maestro adolescente. De hecho, era precisamente esa
progresión lo que constituía un aspecto sorprendente de Fischer. Era capaz de mejorar mucho sin
apenas competir, durante sus largas épocas de ostracismo. Sin ordenadores, sin una corte de
entrenadores y asesores, casi sin aparecer en el circuito ajedrecístico para medirse con la élite
internacional, Fischer iba mejorando año tras año con la única ayuda de sus libros y su
dedicación, estudiando a solas en su apartamento de Manhattan. Cuando reaparecía en un torneo
después de una de aquellas prolongadas ausencias, solía mostrarse algo “entumecido” durante las
primeras partidas, pero rápidamente entraba en calor y cogía el ritmo de competición. Por lo
general maravillaba a todos al demostrar que no solamente no había perdido condiciones durante
su retiro sino que se había convertido en un ajedrecista todavía mejor. El joven estadounidense
que entrenaba mascando chicle y bebiendo Coca-Cola se bastaba por sí solo para compensar la
ausencia de apoyo exterior; ese apoyo que la maquinaria soviética de fabricar campeones daba a
los suyos.

Aquel año, como de costumbre, únicamente entró en un par de torneos: Montecarlo (donde ya
comentábamos que sus exigencias sacaron de sus casillas a los organizadores y al príncipe

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Rainiero) y Skopje, en Yugoslavia. Ganó ambos, aunque también en ambos perdió sendas
partidas frente al soviético Efim Geller. Geller era por entonces el jugador con un historial más
favorable frente a Bobby, 4-2-2 (eso sí, su capacidad para torcerle el morro al estadounidense no
iba a durar siempre). Con todo, el gran acontecimiento del año iba a ser el Torneo Interzonal de
Sousse, en Túnez. A Fischer no se le veía en un Interzonal desde 1962, pero para alivio de todos
los aficionados esta vez sí decidió participar. La noticia disparó nuevamente la expectación:
¡Fischer iba a jugar el Interzonal! Los organizadores de la federación tunecina estaban encantados
y se frotaban las manos, porque la sola presencia de Bobby significaba que habría bastante más
interés mediático hacia un deporte que generalmente era de seguimiento minoritario (excepto,
claro está, en la URSS y algunos de sus satélites). Eso sí, los tunecinos se las prometieron
demasiado felices demasiado pronto. Al comenzar el evento no podían imaginar de qué manera
iba a volverla a liar la estrella estadounidense.

El danés Bent Larsen (izquierda) juega con Bobby ante la atenta mirada del matrimonio
Piatigorsky.

En un principio y de nuevo pese a otra larga ausencia de la vanguardia competitiva, Fischer
respondió a la expectación jugando sus primeras rondas de manera incontestable, situándose
provisionalmente en primera posición sin sumar ninguna derrota y dando toda la sensación de
que iba a ganar el torneo fácilmente. Pero pronto surgieron los problemas. Cada vez más
descontento por las condiciones de juego, Bobby empezó a protestar a causa de la iluminación
del recinto, del mobiliario, de la ubicación de los fotógrafos y los espectadores, etc. Incluso llegó
a hacer que le cambiasen la mesa de juego durante una partida. En realidad, aquellas quejas no
podían sorprender a nadie; era ya bien sabido que Fischer solía mostrarse extraordinariamente
exigente con el entorno en que jugaba, con el alojamiento, etc. Pero lo peor llegó cuando surgió
el asunto más peliagudo de todos: el calendario del torneo. El antaño ateo Bobby estaba ahora
adscrito a los adventistas del Séptimo Día. Su nueva filiación religiosa le había llevado a poner
una condición para participar en el Interzonal: no tener que jugar entre la puesta del sol del
viernes y la del sábado, cumpliendo con el precepto bíblico del descanso sabático. Aquella

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exigencia no era nueva en el mundo del ajedrez: Samuel Reshevsky, que era judío ortodoxo,
había recibido la misma deferencia en unos cuantos torneos. Así pues, ya antes de comenzar la
competición los organizadores tunecinos habían arreglado la agenda para que ambos
estadounidenses evitasen quebrantar el sabbath. Aquello implicaba que habría menos jornadas de
descanso (especialmente para ellos dos) pero la planificación del evento fue enviada con
anterioridad a todos los participantes y nadie se opuso al calendario. Incluso Fischer dio el visto
bueno, o al menos no protestó, que viene a ser lo mismo. Sin embargo, una vez comenzado el
torneo, la marcha de los acontecimientos complicó bastante la agenda. Cuando algunas de las
partidas de Fischer fueron aplazadas y se encontró con que tenía que finalizarlas en sus ya
escasas jornadas de descanso, exigió una prolongación del calendario a fin de recibir más días
libres. Aquella era una petición muy poco razonable, porque obligaría a jugadores, organizadores,
árbitros, corresponsales de prensa, etc., a prolongar innecesariamente su estancia en Sousse. Los
organizadores, con toda la razón, se negaron. Y claro, aquello abrió la caja de Pandora.

Bobby respondió a la negativa en su mejor estilo: en la siguiente ronda, cuando debía enfrentarse
al soviético Alvars Gipslis, Fischer sencillamente no apareció. Transcurrieron los primeros 60
minutos de su reloj sin que se sentase ante el tablero para jugar, así que se aplicó el reglamento y
perdió la partida por incomparecencia. En ese momento, en realidad, el estadounidense ya estaba
camino de la capital, Túnez, completamente dispuesto a subirse en un avión para marcharse a
casa. Los organizadores entraron en pánico: el abandono de Bobby haría que el Interzonal se
quedase sin su mayor atracción mediática. Un ajedrecista carismático que por sí mismo
garantizaba una amplia atención internacional era el mayor y más valioso activo del torneo, y
todos los implicados eran conscientes de ello. El profesor Belkadi, presidente de la federación
tunecina, fue hasta la capital para hablar con Fischer. Prometiéndole un día de descanso extra,
convenció a Bobby para que volviese y continuase jugando el torneo. Subieron en un coche y
emprendieron el retorno a Sousse a toda prisa, ya que la partida de la siguiente ronda estaba a
punto de comenzar.

Justo aquel día, Bobby debía enfrentarse a su compatriota Samuel Reshevsky. Pero cuando
Reshevsky se sentó ante el tablero al otro lado había una silla vacía. El reloj de Bobby, no
obstante, se puso en marcha tal y como mandaba el reglamento. Las agujas giraban esperando
inútilmente a que Fischer (que estaba regresando a toda prisa desde Túnez) se dignase aparecer.
Comenzaron a transcurrir los minutos: 10, 20, 30, 40… y no había ni rastro de Bobby. Y, como
según las reglas, una vez se hubieren consumido los primeros 60 minutos el jugador ausente
perdería por incomparecencia, Reshevsky se relajó pensando que su mercurial contrincante había
pegado definitivamente la espantada. Cuando habían pasado 54 minutos, Reshevsky debía de
estar ya mirándose las uñas confiado, pero de repente alzó los ojos y vio atónito a Bobby Fischer
saliendo de entre bastidores y dirigiéndose hacia su silla. Bobby se sentó e hizo su primer
movimiento… ¡con casi una hora menos de reloj para calcular sus jugadas!

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Samuel Reshevsky en calma, lo que significa que Bobby no debe de andar cerca.

Aquella desventaja de tiempo pudo haber sido aprovechada por Reshevsky, si hubiese planteado
una partida en la que Bobby hubiese tenido que emplear más minutos de la cuenta pensando. Pero
Reshevsky estaba tan sorprendido que no supo sacarle jugo; de hecho empezó la partida con una
apertura española, la cual —hecho bien sabido— era una de las mejor estudiadas por Fischer. Por
su parte, Bobby empezó a pensar sus jugadas incluso con más rapidez de lo habitual (y eso que ya
era conocido por su particularmente veloz manera de jugar) y básicamente hizo como que el
asunto del reloj no iba con él. Apabulló a un Reshevsky que a duras penas se hacía cargo de la
situación, hasta conseguir llevar la partida al punto de aplazamiento. Para cuando se aplazó el
juego, la posición de Fischer ya era prácticamente ganadora.

Samuel Reshevsky entró en cólera: se subió a una silla y empezó a reclamar a voces un traductor
de francés para poder dirigirse a la concurrencia, advirtiendo de que no se presentaría a la
reanudación de la partida: “¿Hay un traductor aquí? ¡No jugaré con Fischer! ¿Me oyen? ¡¡No
jugaré con Fischer!!”. Reshevsky estaba enfurecido por lo sucedido y efectivamente, al día
siguiente fue él quien no apareció. Pero su enfado —aunque humanamente comprensible— tenía
poco fundamento, al menos en esa ocasión. Fischer no había hecho nada antirreglamentario. Es
más, presentarse tan tarde era algo que lo perjudicaba a él, habiendo consumido inútilmente la
mitad del precioso tiempo de su reloj y jugando con semejante desventaja (fue impresionante ver
a Fischer vencer a su rival con semejante velocidad y seguridad en sí mismo). En todo caso,
aunque lo hubiese considerado una descortesía, Reshevsky expresó sus quejas después de jugar y
cuando ya tenía la partida visiblemente perdida, no antes.

La situación, pues, parecía salvada. Bobby seguía en el Interzonal. Ganó también su siguiente
partida. Todo iba bien… pero continuaba exigiendo que se le permitiera recuperar aquel punto
que había perdido por incomparecencia ante el soviético Glipsis. Fischer se empeñaba en que la

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partida se jugase. Aquella era una petición imposible de conceder: el punto estaba otorgado, todo
se había hecho según las reglas y Fischer no podía pedir al soviético que le concediese el
capricho de jugar extemporáneamente una partida extra. Es más, Fischer ni siquiera iba a
necesitar aquel punto perdido: para clasificarse al Candidatos solamente tenía que quedar entre
los seis primeros del Interzonal, algo que incluso con una derrota en su casillero podía conseguir
fácilmente. Viendo su nivel de juego estaba claro que iba a conseguirlo. Por entonces, con 24
años de edad, ya era visiblemente superior a la inmensa mayoría de Grandes Maestros del mundo
y únicamente unos pocos soviéticos privilegiados estaban considerados como rivales iguales o
superiores a él. ¿Por qué complicarse la vida y poner en peligro su plaza en el Candidatos
peleándose con la organización? ¿Por qué no obviar aquella única derrota por incomparecencia y
centrarse en conseguir su clasificación?

Pero no; en cuanto supo que no se le permitiría jugar contra Glipsis, volvió a marcharse de
Sousse con rumbo a Túnez. Así, sumó una segunda derrota por incomparecencia al no
presentarse en la partida contra el checoslovaco Vlastimil Hort. Su presencia en el Interzonal
volvía a pender de un hilo y lo hacía justo cuando tenía que enfrentarse a uno de los jugadores
más en forma del planeta, el danés Bent Larsen. Una partida en la cumbre que los espectadores
iban a perderse si Fischer se marchaba.

El profesor Belkadi —que, como vemos, fue un hombre más que ocupado durante aquel
Interzonal— tuvo que desplazarse de nuevo hacia la capital a toda prisa, en busca de un Fischer
que estaba nuevamente decidido a subirse a un avión y largarse. El tunecino debió de poner en
práctica un admirable ejercicio de persuasión, ya que —completamente in extremis— consiguió
que el estadounidense accediese a retornar al Interzonal de nuevo. Sin embargo, todavía se
encontraban en Túnez cuando la partida contra Larsen estaba a punto de comenzar, así que
Belkadi recurrió a las autoridades para intentar que Bobby llegase a tiempo: una escolta policial
despejó las carreteras para el vehículo en que viajaba el ajedrecista, que se dirigió a toda
velocidad hacia Sousse. Pero ni siquiera tan espectacular despliegue policial sirvió para llegar a
tiempo. Cuando Bobby apareció en el recinto ya habían transcurrido los primeros 60 minutos del
reloj. Reglamentariamente hablando, ya había perdido la partida. Aquello suponía la tercera
derrota por incomparecencia para un Fischer que, al comenzar el Interzonal, parecía disparado
hacia la primera plaza. Ahora tenía tres ceros en su casillero; los tres por no haberse presentado.
Eso sí, incluso de esa manera seguía teniendo opciones de clasificarse si seguía obteniendo
victorias… pero aquello fue demasiado para él. Volvió a abandonar el Interzonal y esta vez lo
hizo definitivamente. Ya no se le pudo convencer para que regresara.

Aquello significaba que Bobby Fischer perdía la ocasión de jugar un nuevo Torneo de
Candidatos. Nadie consiguió entender lo que había sucedido. Fischer parecía estar alcanzando la
plenitud de su juego y sin embargo se las acababa de arreglar para convertir el Interzonal en un
espectáculo de vodevil en donde el principal perjudicado… no había sido otro que él mismo.
Larsen narró lo sucedido en un artículo y concluía esto (extraído del libro Bobby Fischer, su vida
y partidas
, de Pablo Morán):

Un jugador de la fuerza de Fischer pertenece al Torneo de Candidatos, pero debe guardar las
mismas reglas que los demás. Yo no deseo psicoanalizar a Fischer, como han hecho varios
comentaristas, pero sus nervios deben de estar en muy malas condiciones. Demasiado extraña me
pareció su calma al abandonar el torneo.

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El New York Times resumió el asunto con mayor concisión, mediante un muy expresivo titular:
“¿Qué le pasa a Fischer?”.

Y Bobby Fischer respondió otra vez a su manera. Esto es, no volviendo a jugar en todo 1967. Ni
siquiera se presentó al Campeonato de los EE. UU. de aquel año.

Al borde de una nueva debacle

Como decía Larsen, mucha gente intentó (y sigue intentando) interpretar la conducta de Bobby
Fischer en el Interzonal de Sousse. No pocos jugadores y analistas se han sentido tentados de
ofrecer su propia lectura de los hechos, aunque surjan hipótesis contradictorias al respecto. Garry
Kasparov
, por ejemplo, ha popularizado la idea de que Fischer sentía miedo de Boris Spassky, a
quien tendría que encontrarse en el posterior Candidatos. Spassky estaba por entonces jugando a
un fantástico nivel, ciertamente, pero es mucho decir que Fischer forzó su salida de Sousse por
ese motivo. De hecho, la espantada de Bobby no necesitaba achacarse al miedo a ningún rival,
porque tal reacción resultaba bastante consistente con su habitual forma de conducirse. Como
bien sabemos, desplantes y conflictos semejantes —lo que podríamos llamar “fischeradas”— ya
se habían producido en otros torneos y competiciones. Aquello era algo que Bobby había hecho
antes (desde su infancia, de hecho) y que volvería a hacer después. Era algo muy propio de él y
seguiría siéndolo siempre.

Escuchando la radio: el joven Fischer era de costumbres sencillas.

Al año siguiente, 1968, viajó a Europa para jugar un par torneos que ganó con facilidad, sin
perder una sola partida. Después acudió con la selección estadounidense a la Olimpiada de
Ajedrez de Lugano, pero no tardó en volver a convertirse en protagonista de la polémica. Se
empeñó en que las cámaras no deberían filmarlo sin abonarle a cambio una cantidad en concepto

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de derechos de imagen. Dado que no se satisficieron sus demandas se marchó de la Olimpiada
antes de empezar, dejando a su selección en la estacada. Los EE. UU., que en la anterior edición
habían sido segundos con Fischer, no pasaron de la cuarta plaza sin él (con todo, aún era un
resultado mucho más que digno). En todo caso, aquella nueva espantada supuso el comienzo de
un nuevo y prolongado retiro. Durante todo el año 1969 permaneció completamente alejado de la
competición… una vez más. Lo más sangrante fue su ausencia en el Campeonato de los EE. UU.,
que en 1969 tenía categoría de Zonal. Es decir, los tres primeros clasificados del campeonato se
ganarían el derecho de acudir al siguiente Torneo Interzonal, que se celebraría en Palma de
Mallorca. Fischer había dominado el campeonato desde los 14 años y lógicamente nunca había
tenido ningún problema para obtener plaza. Pero ahora estaba enfrentado (¡también!) a los
organizadores del campeonato: había solicitado a la federación estadounidense un cambio en el
formato del torneo, alegando que debía jugarse a doble ronda, ya que era demasiado corto. Vio
cómo su petición era rechazada y en consecuencia, declinó volver a participar. Aquello traía
consigo graves consecuencias: la ausencia de Fischer le privaba de una plaza en el nuevo
Interzonal. Estaba claro que su enorme ambición deportiva chocaba frontalmente con un extraño
sentido de la justicia que nadie excepto él parecía comprender del todo.

Lo peor era pensar que semejante jugador pudiera dejar pasar otra ocasión de medirse con los
mejores. En aquel momento, si uno repasaba la carrera de Fischer, se daba cuenta de que había
estado desperdiciando sus mejores oportunidades de pelear por el título mundial:

• 1958/59: Fischer se clasifica para el Candidatos, pero con solamente 16 años está demasiado verde para

hacer frente a los soviéticos y aspirar al título.

• 1962: Con 19 años se clasifica de nuevo para el Candidatos, pero juega irregularmente, demostrando que

todavía es inexperto.

Hasta aquí, todo bien. Pero…

• 1964: Ni siquiera se presenta en el Interzonal de Amsterdam.

• 1967: Cuando va en primera posición, abandona el Interzonal de Sousse debido a disputas con la

organización del torneo.

• 1970: No podrá acudir al Interzonal por haber estado ausente del campeonato de los EE. UU. tras tener una

disputa con la organización.

En resumen… ¡un auténtico despropósito! Cuanto más iba mejorando su juego y más preparado
parecía estar para poder optar a la corona mundial, más obstáculos ponía en su propio camino. El
desaliento cundió en la federación estadounidense. La decepción se apoderó de los aficionados y
periodistas de su país (y de todo Occidente) ante el evidente desinterés del único individuo del
planeta que podía, por sí solo, intentar golpear un punto débil en el orgullo soviético. En Estados
Unidos no sabían qué hacer con Bobby. Corría el año 1969 pero, estando así las cosas, se daba la
penosa circunstancia de que Fischer ya no podría aspirar al título mundial… ¡hasta 1975! Y eso,
suponiendo que entonces no volviese a sorprender a todos con alguna de sus reacciones
imprevisibles (como, de todos modos, iba a terminar sucediendo).

Pero en la federación estadounidense no estaban dispuestos a rendirse tan pronto, así que
comenzaron a devanarse los sesos para encontrar una fórmula que permitiera a Fischer acudir al
Interzonal. Examinando la reglamentación vigente, descubrieron que si uno de los tres
clasificados en el Campeonato de los EE. UU. se ausentaba del Interzonal, la federación podría

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elegir un suplente a discreción… y, ¿qué mejor suplente que Bobby Fischer? Consultaron con la
FIDE y comprobaron que la jugada resultaba completamente legal. Eso sí, había que convencer a
alguno de los tres Maestros estadounidenses cualificados para que renunciase voluntariamente a
su plaza, y aquello no resultaba nada fácil. Era como pedir a un futbolista que cediese
voluntariamente su plaza en un Mundial, sólo que ¡bastante peor! Sin embargo, fue finalmente el
Maestro Pal Benko quien —a cambio de una cantidad de dinero— accedió a ceder su sitio a
Fischer. Como todos, Benko sabía que las escasas opciones americanas pasaban por Bobby, así
que sacrificó su plaza. Un gesto deportivo que salvó los papeles de la federación, del ajedrez
occidental y de la carrera del propio Fischer. Para alivio de todos, el díscolo Bobby estaría
presente en Palma de Mallorca… aunque con él, claro, nunca se podía estar completamente
seguro hasta última hora.

El año 1970 empezó con un gran torneo de exhibición por equipos, un match múltiple “URSS
contra el resto del mundo”, que sería muy seguido por la prensa internacional. Todos los
comentaristas daban por hecho que Fischer ocuparía el primer tablero de la selección “resto del
mundo”, siendo como era el mejor jugador no soviético. Pero el danés Bent Larsen —quien
tampoco andaba corto de ego precisamente— tenía sus propias ideas al respecto. Hizo notar que
él había ganado más torneos en tiempos recientes ya que el norteamericano había jugado muy
poco en 1968 y ni una sola vez en todo 1969. Así pues, estando a punto de empezar el match,
Larsen reclamó ser primer tablero del equipo “resto del mundo”. Lo cierto es que su pretensión
no resultaba disparatada: por más que unánimemente se considerase a Bobby como mejor jugador
que Larsen, el estadounidense volvía de un largo semirretiro mientras que el danés había estado
cosechando algunas importantísimas victorias en la escena ajedrecística internacional. Se merecía
también el primer tablero. Así pues, los organizadores de la exhibición atendieron la petición de
Larsen, aunque quedaba el mal trago de hacérselo saber al propio Bobby.

Un enviado de la organización se acercó temeroso a la habitación de hotel de Bobby para
sugerirle que cediese ese primer puesto. Bonita papeleta: estaba convencido de que Fischer
entraría en cólera al conocer las exigencias de Larsen y que abandonaría el match si no se le
permitía figurar como cabeza de cartel. Pero encontró a Fischer muy relajado, tendido en la cama
con las manos bajo la nuca y rodeado por algunos fans. El enviado le explicó que Bent Larsen
merecía ser cabeza del equipo debido a su reciente palmarés, así que él tendría que ocupar el
segundo tablero. Para sorpresa del mensajero, Fischer no se alteró lo más mínimo y únicamente
quiso saber si cobraría lo mismo. Cuando supo que recibiría la misma cantidad de dinero,
sencillamente dijo: “Bien”. Contra todo pronóstico Fischer había aceptado y se habían salvado
los muebles. Al final, el equipo soviético venció tal y como estaba previsto, aunque Larsen
defendió con dignidad el primer tablero (de hecho, estuvo igualado con Spassky) y Fischer, en el
segundo, fue bastante superior a su rival y reciente excampeón mundial, Tigran Petrosian.
Aunque, evidentemente, fue la “profundidad de banquillo” de la URSS la que resultaba imposible
de igualar y le garantizaba la victoria sobre el equipo rival.

Justo después se celebró el oficioso Campeonato Mundial de Ajedrez Relámpago, en el que los
mejores Maestros del planeta iban a disputar un torneo de partidas rápidas, jugadas con solamente
cinco minutos de reloj. El gran favorito para la victoria final era el soviético Mijail Tal, quien
tenía problemas para competir en ajedrez clásico debido a su mala salud, pero que todavía era un
jugador genial y temible en las partidas rápidas. Sin embargo, Bobby Fischer sorprendió
apabullando a todos los presentes, obteniendo 19 puntos de 22 posibles (¡frente a la plana mayor

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del ajedrez mundial!) e imponiéndose por una aplastante diferencia de 4’5 puntos sobre el
segundo clasificado (cómo no, Mijail Tal) y 5 puntos sobre el tercero (Victor Korchnoi, que fue
el único que pudo ganarle una partida a Bobby). Aquel despliegue provocó una admirada
reacción de Tal, pasmado ante la capacidad del americano para jugar impecablemente incluso en
una modalidad tan rápida: “En las partidas rápidas, los demás jugadores hemos cometido errores
que nos han hecho perder caballos y alfiles, pero Fischer ¡ni siquiera se ha dejado atrás un peón
en todo el campeonato!”. Podría decirse que aquella aplastante victoria en la modalidad
relámpago no tenía una gran importancia, al estar considerada como un mero divertimento. Pero
la exclamación de Tal —el más entusiasta defensor de Fischer dentro de la URSS— encerraba
una clara advertencia: la comprensión ajedrecística de Bobby y su capacidad para leer
rápidamente lo que sucedía sobre el tablero, así como para desarrollar su juego armónicamente,
podían estar alcanzando un nuevo nivel. Quizá no tuviese la flexibilidad táctica de un Boris
Spassky, pero ya había motivos para que los soviéticos —quienes, en general, tendían a
infravalorar las posibilidades del americano— empezasen a mirarlo con más precaución.

Por lo demás, y ya volviendo al ajedrez convencional, Fischer venció con autoridad y sin perder
ninguna partida en un torneo en Buenos Aires. También ganó otro torneo, todavía más fuerte, en
Zagreb, aunque allí sí perdió una partida. Después retornó a la selección estadounidense para
jugar la nueva Olimpiada de Ajedrez, en Siegen, Alemania. Esta vez no se marchó con cajas
destempladas antes de haber empezado y para alivio de todos, jugó hasta el final. Eso sí, una vez
más tuvo que vérselas tablero por medio con Boris Spassky: la partida entre ambos despertó una
enorme expectación, ya que enfrentaba al vigente campeón mundial (Spassky había destronado
recientemente al correoso Petrosian) contra el hombre que según casi todas las opiniones era el
mejor colocado para intentar disputarle el título. Quizá una única partida sea poco para juzgar el
estado de su rivalidad en aquel momento, pero lo cierto es que se seguía percibiendo una clara
superioridad de Spassky frente a Bobby. Llevando las negras, Fischer planteó la partida para
ganar, pero el ruso le respondió hábilmente y con firmeza. La superioridad posicional de Fischer
fue neutralizada por la mayor inventiva táctica de Spassky. Al final, el campeón mundial remató
la partida con una jugada ante la que Bobby tuvo que rendirse y que provocó una cerrada ovación
en el recinto. El score total entre ambos, sin bien breve porque se habían enfrentado pocas veces,
resultaba claramente desfavorable a Fischer: 0-2-3. Todo lo que había conseguido contra Spassky
eran dos empates. Aunque exteriormente no mostró su disgusto, Fischer se escaqueó a la hora de
firmar el tablero de la partida que le iba a ser entregado como recuerdo al embajador soviético en
la República Federal Alemana. Aquel inadvertido gesto dejaba entrever que la derrota frente a
Spassky, en realidad, le había dolido bastante.

Sea como fuere, la pericia táctica con la que Spassky había resuelto aquella partida y el hecho de
que precisamente su última victoria sobre Fischer fuese precisamente la más brillante, sirvieron
para que los soviéticos se reafirmasen en su opinión generalizada —que no unánime— de que
Fischer jugaba un ajedrez demasiado “simple” como para hacer frente con éxito al flexible e
imaginativo campeón mundial. En cierto modo, aquella victoria fue un espejismo al que tanto
Spassky como la propaganda soviética se agarraron para convencerse de que su superioridad
sobre Bobby Fischer resultaría inquebrantable. En 1969, Spassky seguiría siendo prácticamente
el único ajedrecista a quien Fischer todavía podía temer, pero… en la URSS no supieron leer
entre líneas. No se dieron cuenta de que el juego de Bobby estaba progresando a marchas
forzadas, incluso más de lo que había progresado en los años anteriores. Se estaba convirtiendo
en un nuevo tipo de jugador; un jugador dominante hasta límites difíciles de imaginar. Maestros

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de otras partes del mundo estaban deshaciéndose ya en elogios, advirtiendo que Fischer estaba
casi rozando el estado de gracia ajedrecístico. Los rusos (en su mayor parte, porque Tal ya
anticipaba que Bobby iba a ser el mejor) seguían sin creer que eso fuese completamente cierto.

Fischer y Spassky ya no volverían a enfrentarse hasta 1972, pero muchas cosas iban a cambiar
mientras tanto. En lo que restaba de 1970 y 1971, Bobby Fischer iba a demostrar que
efectivamente había alcanzado otro nivel. Si en 1969 la URSS todavía lo miraba con cierta
condescendencia, sus inminentes hazañas estaban a punto de causar el pánico en Moscú y un
inaudito estado de excitación en el ámbito occidental. Sus logros durante aquellos meses lo
convertirían en el símbolo de Occidente y en el inesperado protagonista de la Guerra Fría. El
periodo 1970-71 iba a ser un periodo de dominación breve, sí, pero absoluta. Una dominación
cuya intensidad no había sido vista nunca antes ni ha sido vista después. Ese periodo iba a
transformar al estadounidense en una de las mayores celebridades del planeta y haría que mucha
gente lo viese como el sucesor de Albert Einstein. Después de años de idas y venidas, de
conflictos y desplantes, iba a comenzar definitivamente la Era Fischer.


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