Lee, Tanith Dias de Hierba

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Tanith Lee

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Tanith Lee

Título original: Days of grass
Traducción: Rafael Lassaletta
© 1985 By Tanith Lee
© 1990 Editorial EDAF S. A.
Jorge Juan 30 - Madrid.
I.S.B.N.: 84-7640-376-3
Edición digital: Elfowar
Revisión: Cymorilsol
R6 09/02

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Para empezar, hay que retroceder ciento treinta años. En ese tiempo la raza de los

hombres vivía Arriba, manifestándose no sólo en las ciudades, sino en toda la faz de la
Tierra. Quien haya encontrado este libro debe aceptar la idea de que Arriba es la Tierra,
en la Tierra hay una ciudad, ahora en ruinas, sobre la ciudad hay un arco de altura y color
que es el cielo, y más allá de este cielo una especie de vacío, tan negro como el cielo
durante la noche. Es importante aceptar esta idea porque el vacío negro, el espacio, es
esencial para la historia. Del vacío vino la razón de la vida que llevamos ahora, la prisión
en el Inferior. Del vacío llegó el invasor.

DEDICATORIA

A Betsy Wollheim, quien trajo a este libro la luz del día

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PARTE PRIMERA - EL SUBMUNDO (La dinastía)

CAPITULO 1

Como siempre, en la primavera el sol se elevó por detrás de la aguja negra de la torre.
La mayoría de los edificios intermedios había caído, por lo que la torre, elevándose

solitaria y puntiaguda, había asumido importancia como señal del paisaje. Se encontraba
a unas ocho o nueve millas de distancia, y más allá de ella, en algún lugar, estaba el río.

Esther nunca había ido tan lejos en esa dirección como para llegar hasta la torre. Al

menos no cuando viajaba Arriba. Y ahora la torre se había convertido para ella en algo
siniestro y significativo.

Los pájaros formaban remolinos en el aire brillante, como los sedimentos en el agua.

Su cacofonía de los momentos anteriores al alba se había convertido en ruidos informes y
aislados, como sucedía siempre que el sol se elevaba por encima del horizonte. Los
pájaros eran muy extraños, y en otro tiempo fascinaron a Esther. Vivían en los salientes
de la ciudad, pegados a ellos como sus propios excrementos. Pero a diferencia de los
hombres, cazaban, luchaban, se apareaban, tenían crías y morían bajo el cielo.

Pero también había otra vida. Cuando dos perros comenzaron a ladrar hacia el sur,

Esther llevó la mano hacia la pistola que tenía junto a la cadera; pero era un gesto ritual.
Dos años antes, Standish le había dado la pistola y le enseñó a utilizarla, pero nunca
había tenido necesidad de disparar a nada Arriba, ni siquiera a los perros salvajes.

El sol parecía encontrarse ahora en equilibrio en la punta de la torre.
Esther se dio la vuelta con resolución, salió del pórtico que le servía de abrigo y se

dirigió hacia la torre y hacia el río cubierto de musgo que había más allá.

Cuatro años antes, tras haber vivido quince años en la colonia subterránea, descubrió

un conducto abierto y maloliente y subió por él hasta la luz salobre del museo. A pesar de
estar filtrada por unos cristales ennegrecidos, la luz era allí mucho más descriptiva, y
menos analgésica, que la luminosidad ocre y constante del Inferior. Se dio cuenta
enseguida de que se encontraba en presencia de una novedad aterradora.

Tenía quince años, y lo que le había conducido hacia Arriba, hacia el exterior, le era

desconocido. Una urgencia repentina, sobrecogedora pero innegable. Ningún obstáculo
puedo hacerle regresar: ni siquiera la inmundicia del conducto, con sus giros y vueltas.
Nerviosa, cubierta de arañazos y de sudor, apareció en un lugar tan diferente del Inferior,
regimentado y predecible, que nunca, en aquellos años iniciales, trató de reconciliar
ambos sitios. Ni de encontrar una explicación para aquello.

En sus tres primeros viajes al mundo superior no había salido del museo. La confusión

y la intriga habían sido suficientes junto a las vidrieras rotas, los desechos
incomprensibles esparcidos sobre los suelos de mosaico y las galerías vacías. En la
cuarta visita quiso explorar más y llegó a un patio que tenía bancos y una fuente de
piedra. Una vez allí, miró hacia arriba y vio el cielo, y una parte de sí misma se estremeció
como un papel en el fuego. Era demasiado grande, elevado y brillante. Corrió a
esconderse entre las sombras del museo, pero no eran ya lo bastante profundas para
protegerla. Por eso se metió en la oscuridad del Inferior, y pasó medio año antes de que
volviera a salir.

Ese medio año que pasó en la oscuridad artificialmente iluminada fue una época de

rebelión frustrada y callada. La pubertad le llegó tarde, precisamente en ese tiempo. El
irritable doctor, vestido con una sucia bata blanca, parecía complacerse en decirle que
tenía que cargar ahora con su condición femenina. Esther sintió que su ilusoria libertad
escapaba de ella, como si fuera sangre de una herida.

En el uniforme mundo subterráneo no había ni amigos ni familia. Sus padres habían

muerto hacía tiempo, la madre en el parto, el padre dos meses antes. Había sido una niña

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distante, inteligente de una manera oblicua que a menudo era considerada,
equivocadamente, como estupidez. Los miembros de su propio sexo le disgustaban, pues
no congeniaba con sus estados de ánimo o aspiraciones. Los hombres desconfiaban de
ella. Incluso a esa edad tan temprana tenía un aura de resentimiento que no les atraía.
Además, había otras muchas chicas más hermosas, y ella, con su cabello largo, recto y
negro como el alquitrán, y unos ojos y una boca eternamente entrecerrados, se esforzaba
por mostrarse poco voluntariosa y apartada, sin que pareciera posible que fuera a
suavizarse. Por todo eso siguió con su existencia solitaria, realizó sus tareas, monótonas
como la abyecta pulsación del generador, y siguió prendida del miedo brillante de Arriba,
sin saberlo. Finalmente, regresó.

Había vivido el terror del cielo con tanta frecuencia en su mente, en los sueños, que al

final le fue fácil adaptarse a la realidad. Esta vez le había resultado más difícil pasar por
los conductos, había engordado un poco en las caderas y el pecho, y sintió pánico de no
ser capaz de regresar al aire superior. Desde entonces se despellejó la piel y se desgarró
las uñas. Cada viaje era más difícil y la meta se volvía más imperativa. Poco tiempo
después había visto el alba, y desde el frío pórtico del museo había hecho frente a la
llegada de la noche. Nunca había visto tal luz ni tal negrura. Descubrió también la ciudad.
Acudía allí tantas veces como podía, a veces diariamente, pero necesitó meses antes de
aventurarse por las calles de la ciudad.

Sin embargo, incluso desde el pórtico podía ver muchos cambios en el paisaje de

ladrillo, que se extendía por todos lados, y parecía tener como centro una torre negra y
puntiaguda.

Vio puestas de sol y cambios de tiempo. Y estaciones. Supo que la luna cambiaba de

forma. Los vientos lo azotaban y las lluvias, como llamas de plata, cayeron sobre el patio
adoquinado de la Casa de las Maravillas (el museo). Con una mezcla de horror y de
placer, se quedó sin aliento ante la nieve, que cuando visitó las ruinas estaba allí
imperturbable, en un cambio que parecía irreparable. Pero en la primavera vio que se
fundía, y que las zarzas y unas hierbas oscuras volvían a ocupar los muros. (En esa
primera primavera, un enorme bloque de cemento y cristal que había hacia el norte,
repentina y lentamente, se vino abajo ante sus ojos, probablemente por causa del frío
extremo y el deshielo, dejando en el aire tan sólo un momentáneo perfil de polvo.) Vio a
los pájaros.

Lo veía todo contorneado, como si fuera un libro de ilustraciones, incapaz de entrar en

él. Aunque sólo era cuestión de tiempo.

El verano antes de cumplir los diecisiete años caminó por la ciudad. Fue aquel un

verano voluptuoso y cálido.

Abajo, la vida continuaba como un lento río subterráneo. Una vida cortada en trozos

que se sucedía con los nombres de día y noche: u oscurecimiento, cuando el generador
disminuía automáticamente la iluminación. Y esos días y oscurecimientos se extendían a
lo largo de meses secos, sin estaciones. Esther cumplía su trabajo fregando, limpiando,
sirviendo la comida revitalizada de las cocinas. Arreglaba el refectorio y remendaba las
ropas. Enseñaba a unos niños poco dispuestos; las lecciones eran simples y
escasamente convincentes, pues cada generación aprendía menos que la anterior, y por
tanto transmitía menos a la siguiente. Y en la oscuridad se tumbaba boca arriba en el
dormitorio de mujeres solteras, escuchando sus ronquidos y murmullos, sus idas y
venidas hacia las letrinas o los amantes. Patty, una mujer de pelo amarillo que la odiaba
particularmente, y que salía exclusivamente con soldados, de vez en cuando se inclinaba
sobre Esther, en la oscuridad, y susurraba lo bastante alto como para que las que
estuvieran despiertas la oyeran:

-¿Te gusto, verdad? Te lo has pasado bien conmigo, ¿a que sí, Ess?

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Y se echaba a reír; los que eran diferentes no eran populares. Pero a Patty le hubiera

gustado más que Esther hubiera sido homosexual, pues así habría tenido una excusa
para castigarla.

Tenía el cuerpo perpetuamente marcado por las heridas que le provocaban sus viajes

por las tuberías. Pero nadie se daba cuenta. Pensaban que se metía por los laberintos
solitarios de túneles y alcantarillas, caminos que, aunque peligrosos, eran legales. A nadie
le importaba dónde iba, ni si se hería.

Pero ella, Arriba, caminaba por la ciudad. Durante los dos meses en que aumentó el

calor y se olía a ladrillo, cemento y aire libre.

CAPITULO 2

Entonces la descubrieron.
Fue algo simple y evidente lo que la delató.
Con el verano, se pegaba cada vez menos a los edificios, que por el calor despedían

un olor fétido. Caminaba por el asfalto, burbujeante bajo el sol y partido por las flores y
hierbajos que habían brotado. Durante una tarde entera abandonó las sombras y se
tumbó al lado de uno de los vehículos oxidados, dándose la vuelta como si estuviera
sobre una parrilla, quitándose la blusa y los zapatos, dejando que la atmósfera calurosa
enjuagara su cuerpo. Ese verano se encontraba totalmente a gusto en la ciudad, aunque
había encontrado en ella esqueletos humanos y otros indicios de la antigua violencia.
Esas cosas no le molestaban. La ciudad era su fantasía privada, pero no sentía
responsabilidad para con ella. Le parecía que había sido levantada y utilizada por una
raza que no tenía ninguna relación con la suya.

Al regresar al Inferior, se duchó en los lavabos femeninos, se puso la ropa y acudió al

refectorio para ayudar a repartir la escasa y última comida del día.

Enseguida se dio cuenta de que los demás le miraban. Uno de los soldados, que

estaba perezosamente sentado contra la pared, se levantó y fue hacia ella, la cogió por la
muñeca, bruscamente, haciendo que se le cayera el cucharón con el que estaba sacando
la patata machacada de color grisáceo.

-Acompáñame -dijo.
-¿Por qué? -dijo ella con firmeza-. ¿Para qué?
Esther odiaba a los soldados, su uniforme marrón, sus armas, su arrogancia permitida.
-¿Para qué? -repitió él con tono burlón, sonriendo y dirigiéndose a los que se

amontonaban en las mesas-. ¿Conque para qué? -volvió a repetir, produciendo esta vez
un murmullo de aprobación en las mesas.

-No he hecho nada.
-¿No? Ella no ha hecho nada. Venga conmigo, señorita.
-No iré, bastardo -exclamó Esther. Eso fue un error. Le retorció la muñeca como saben

hacerlo los soldados, casi rompiéndosela, y la sacó arrastras de la cocina, pasaron junto a
los congeladores y la sala en donde estaba el enorme corazón pulsátil del generador,
subieron por una rampa de hierro y recorrieron los corredores encalados, sucios e
iluminados, que olían a ratas y cieno.

La llevaba ante Standish.
Nunca había estado antes en esa sala de interrogatorio, aunque había oído hablar de

ella: paredes con repisas metálicas, una de ellas llena de libros, un sistema de
comunicación conectado con la mayor parte de la colonia, una mesa de despacho grande
y negra, tras la que había un sillón de cuero negro. Antes de entrar, el soldado habló por
un tubo de goma que había en la puerta. Después la puerta se abrió sola, y allí estaba
Standish, sentado en el sillón de cuero tras la mesa, mirándolos directamente.

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Esther no había visto muchas veces a Standish; cuando ella era una niña, él ya era un

anciano. De vez en cuando rompía su propia leyenda y aparecía ante ellos, presidiendo la
fiesta de un nacimiento, o la de una boda, o para pronunciar unas palabras sobre un
cadáver antes de que fuera higiénicamente quemado por los soldados. Esther suponía
que lo hacía así para demostrarles que seguía vivo. El era su «jete», aunque no se sabía
muy bien lo que aquello podía significar ahora, y descendía de otros jefes, que
posiblemente, en su época, habían tenido algo significativo por lo que luchar, o a lo que
enfrentarse. Era una figura de la autoridad, y ella suponía que era necesario. No tenía
hijos, ni había designado a nadie que le sucediera. Posiblemente era un rasgo de astucia.
De esa manera confiaban en él implícitamente, y no podían ver a ningún otro en su lugar.
Ciertamente, ser Standish tenía sus beneficios. Contaba con su propio dormitorio privado,
como los doctores, y un lavabo personal... aunque nadie los hubiera visto nunca. Y
mandaba a los soldados, o al menos, cuando les decía que hicieran algo, dejaban las
otras cosas y le obedecían. Además, si había un robo o un asesinato, el criminal era
conducido primero ante Standish, antes de que los soldados lo fusilaran. Aunque ninguna
de esas cosas había sucedido en vida de Esther.

¿La fusilarían a ella? Ir Arriba estaba prohibido. Siempre lo había sabido. Y ahora se

había dado también cuenta, por las oleadas de dolor que le subían por el brazo, de la
razón por la que el soldado la había detenido. Estaba tostada en diversos grados desde el
cuero cabelludo hasta el cuello, luego desde el cuello de la camisa hasta la cintura, y
también sus piernas desnudas. Era normal que se hubieran fijado en ella, pues los seres
que vivían Abajo tenían el color de la cal.

Miró a Standish, aunque no era capaz de hacerlo directamente a sus ojos,

manteniendo la cabeza ligeramente dirigida hacia un lado, apretando los labios por su
nerviosismo. Sí, era un hombre muy anciano, tan viejo que parecía momificado. Y al
contemplar sus ojos, que brillaban como joyas, o su boca saludable al hablar, en contraste
la piel exterior se parecía a una extraordinaria máscara hecha con papel amarillo
arrugado. Tanto que podía imaginarse que si corría hacia él y le desgarraba la máscara,
por debajo aparecería la carne lisa y el pelo negro de un hombre joven.

-Ya veo -observó Standish.
No estaba claro si se lo había dicho al soldado, a ella, o a sí mismo.
-Sí -añadió-. Puedes dejarla conmigo.
El soldado chocó los talones de las botas y se fue, cerrando la puerta. Débilmente, a

través del metal, Esther oyó que silbaba en el corredor exterior. Se frotó la muñeca.

-¿Adonde fue para tener ese bronceado tan bonito, jovencita? -le preguntó Standish.
Ella ya no sentía verdadero miedo y le miró con desafío. En esa habitación no había

ninguna atmósfera de crueldad.

-Arriba, ¿adonde si no?
Sus ojos, los ojos jóvenes que había tras la máscara, se ensancharon un poco, pero no

por la sorpresa. Fue un rasgo de humor.

-¿Cierto? Debe haber una ola de calor allí arriba.
Esther miró a su alrededor. Sus ojos se detuvieron en los libros, que como los demás

objetos tenían una presencia precisa. Había algunos libros en el refectorio, aunque a la
mayoría de ellos les faltaba la cubierta y algunas partes. Varios trataban de temas
mecánicos, como la construcción de tuberías y motores. Otros describían el amor
sentimental, o más bien el acto sexual, con laborioso detalle, salvo donde faltaban
páginas. Algunos hablaban de lugares y asuntos tan incomprensibles para el intelecto de
los de Inferior que nunca se leían, por lo que se pudrían en los rincones. Pero ninguno de
esos libros se parecía a los de la colección de Standish. Si es que los de Standish eran
realmente libros, pues resultaban desconcertantemente hermosos, encuadernados en
cuero brillante de muchos tonos y con los títulos escritos con letras doradas.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó de pronto el anciano.

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-Esther -contestó ella, mirándole de nuevo.
-Esther. La hija de Martineaus. El padre murió de tifus, la madre de hemorragia, tras el

parto.

Esther hizo una mueca. Los detalles de su pérdida más que dolerle le desagradaban.
-Tiene buena memoria. Para ser un anciano.
Quería saber lo que él iba a hacer. Quería forzarle en una u otra dirección. Pero él no

hizo nada, o al menos nada que pareciera estar relacionado con lo que ella había dicho.

-Esther, ¿sabías que está prohibido ir Arriba?
-Sí.
-¿Por qué desobedeciste entonces?
Por un momento se esforzó en darle una respuesta real, una respuesta auténtica.

Después se controló y dijo:

-Es una norma realmente tonta, ¿no le parece? Estoy yendo Arriba desde hace casi

dos años y no me ha sucedido nada malo.

El la estudió antentamente.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó-. Quizá hay alguna enfermedad Arriba, no evidente pero

fatal, que has introducido aquí.

-No puede ser. Ya lo sabríamos al cabo de dos años.
-Entonces, si no hay ninguna enfermedad, ¿por qué crees que a nadie se le permite ir

Arriba?

-Es sólo una norma tonta... para mantenernos agrupados, para asustarnos, para que

no pensemos por nosotros mismos. Para eso son todas las normas. Y los soldados están
ahí por si alguien despierta.

Esperaba alguna respuesta, pero, absurdamente para ella, Standish se limitó a decirle:
-Te has perdido la comida. Debes tener hambre.
Al levantarse, una de las paredes metálicas se abrió. Lo que había detrás era,

evidentemente, la habitación privada de Standish. Asombrada, Esther se quedó inmóvil.

-Por favor -dijo Standish cortésmente.
Se dirigió hacia la abertura con paso rígido pero elegante, y se quedó allí de pie,

esperando a que ella entrara primero.

¿Qué significaba esa invitación repentina? Tenía dieciséis años. Pensó que él sería, ya

demasiado viejo... luego recordó al anciano del hospital que palmeaba las nalgas de las
chicas cuando le ponían la cuña de cama.

Standish levantó una de sus cejas blancas.
-Jovencita -le dijo con sequedad, con tanta sequedad que ella no pudo dejar de percibir

el matiz-. Le aseguro que su virtud está totalmente a salvo conmigo.

Ella cruzó la habitación hacia él, pero vaciló de nuevo junto a la pared de la librería. En

parte para ver cómo reaccionaría ahora, levantó la mano y cogió uno de los volúmenes. El
no la recriminó, pero Esther tampoco consiguió coger el libro.

-Ficticios -le dijo entonces con suavidad-. Sólo un símbolo. Los libros de verdad están

aquí dentro.

Esther entró con paso inconscientemente precavido, como el de una gata, él entró tras

ella y la abertura se cerró.

Los rumores no podían haberla preparado para eso. Posteriormente se daría cuenta de

que sólo había cuatro habitaciones, pero al principio parecía haber una multiplicidad de
ellas, un laberinto. Eran blancas. De paredes cálidas y tan blancas como la nieve,
formadas por una especie de ladrillo plástico que no necesitaba encalado. Los muebles
eran funcionales, pero no carecían de elegancia. En la habitación, con la mesa de madera
blanca, había tres pinturas de barniz oscuro con marcos dorados, también oscurecido,
como de melaza, y arriba una galería con repisas de libros detrás. En el suelo había una
gruesa alfombra negra.

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Una vez en el laberinto empezó a odiarle. En parte por la opulencia; se daba cuenta en

la que había vivido ese anciano, mientras ella había tenido que revolverse durante diez
años fuera, con el resto del rebaño, como ratas, en agujeros de ratas oscuros e
incómodos. El debió sentir su odio, y debía estar preparado para él, pues era
absolutamente inevitable.

Tenía también un congelador y una cocina personales. El aroma de la comida le

produjo punzadas en los conductos de la boca. Cuando la sirvió, vio que era filete, judías
verdes y patatas fritas, con un pequeño cartón de moras como postre, y café negro con
crema. La forma en que él le puso la comida no era en ningún sentido servil. Le recordaba
a la manera en que ella, y otras mujeres, alimentaban a los niños en el refectorio, luego
empezó a comer compulsivamente. El se sentó en una silla giratoria, apartándose un
poco de ella, por tacto e indiferencia. Viejo bastardo, pensó Esther apiadándose de él.
Tiene todo esto y no puede disfrutarlo, ni siquiera puede comer. Es demasiado viejo.
Probablemente le duelen las muelas. Pero Esther ya había notado que los dientes de
Standish eran muy blancos, aunque lo que no podía saber es que eran realmente los
suyos.

Finalmente, Esther apartó el plato y la taza. Volvió a mirar la habitación y dijo:
-Hay pinturas Arriba, pero la mayoría de los lienzos están acuchillados.
El no respondió. Esther se dio cuenta de que estaba escribiendo en uno de los

manuales que utilizaban los soldados para sus listas. Aquello la puso enferma. ¿Estaba
escribiendo sobre ella? Con un impulso se levantó de la silla.

-Debe ser bueno ser un jefe -dijo-. Y difícil renunciar. ¿Por eso le asusta designar a

otro? ¿Le asusta que él descubra lo que le espera aquí y le mate para tenerlo más
rápidamente?

No esperaba una respuesta, pero sí alguna especie de despedida, pues en ese

momento todavía podía perdonársele que esperara tales cosas de Standish. Cuando él no
la despidióle dirigió rápidamente hacia la silla giratoria, colocándose delante de él.

-¿Por qué? -preguntó Esther.
-¿Por qué? -repitió él, pero sin mirarla.
-He roto las normas, Standish. ¿Por qué entonces me trae aquí, me deja ver cómo vive,

me deja comer unos alimentos que ninguno de nosotros ha conseguido nunca en la
cocina comunal?... si es un juego, no estoy jugando.

-No, desde luego que no -entonces la miró. Ella se había olvidado de cómo podía

mirarla-. ¿Cómo es Arriba ahora?

-Si quiere saberlo -respondió ella-, ¿por qué no sube a verlo?
El sonrió. De nuevo vio ella al otro hombre que la observaba con humor desde detrás

de la máscara de papel maché.

-¿No crees, Esther, que estoy ya algo viejo para escalar por tuberías?
Ella se apartó, manteniéndose bien erguida. Orgullosa de sí misma. De pronto había

dejado de odiarlo. Se dirigió hacia la escalera alfombrada que llevaba a la galería, subió
por ella, y se quedó de pie viendo la pared de libros. Súbitamente cogió uno de ellos. Esta
vez el libro era auténtico y se deslizó en su mano. Lo sostuvo, pasando las yemas de los
dedos por encima del cuero, sin ver el título ni abrirlo.

-Hay un edificio con libros como éste, pinturas, trajes viejos tras el cristal, aunque está

roto -dijo ella-. Fuera del edificio hay una ciudad.

-¿Y es verano en la ciudad? -preguntó él lentamente.
-Hace calor -respondió ella-, y las plantas crecen, como en la sala hidropónica que

tenemos aquí; pero son muchas más, y distintas.

-¿Distintas en qué?
-Las plantas que tenemos aquí están enfermas. Barclay las riega, pero mueren. Y las

hortalizas están podridas en sus tres cuartas partes. En cambio, allí arriba hay flores, y

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son enormes, lo bastante fuertes como para crecer rompiendo el pavimento. Y hay
árboles... hasta entonces sólo había visto la ilustración de un árbol en un libro.

-Esther -dijo él-. ¿Hay alguien vivo en la ciudad?
Ella percibió un cambio en su voz.
-Yo -contestó irrespetuosamente-. Zorros y animales. ¿Quién más podría haber?
-Hombres -contestó él-. O no-hombres.
-Encontré huesos -asombrada, se dio la vuelta entonces y se acercó hacia la silla-.

¿Que son los no-hombres?

-Siéntate -le dijo Standish como respuesta.
-Dígame primero lo que me va a suceder. El castigo.
Los ojos de Esther tenían el color de las hojas caídas y quemadas, y los había abierto

mucho, por lo que él pudo ver su color rojizo... casi rojo. Standish se preguntó qué pauta
genealógica oculta tendría que evolucionar para establecer unos ojos de ese color. Quizá
bastara simplemente con vivir bajo tierra... ¿y qué edad tendría ella? ¿Quince?
¿Dieciséis? Una niña. Pero una niña dura, nerviosa y peligrosa...

-No hay castigo, Esther. Siéntate, por favor.
Se sentó en una silla, y Standish se dio cuenta de que deliberadamente trató de

parecer relajada y cómoda; aunque pudo ver sobre el libro que seguía sosteniendo, aún
sin abrirlo, que sus nudillos estaban blancos.

-¿Sabes reconocer el tiempo? -le preguntó.
-Tenemos el reloj del refectorio. Funciona con el generador.
-Así es. ¿Sabes cuánto tiempo lleva ese reloj funcionando?
Esther percibió, aunque no conscientemente, que él empezaba a hablar de cosas

importantes.

-Ciento carenta y un años -se respondió a sí mismo-. Aproximadamente, nueve veces

tu vida. Parece mucho tiempo para ti. Y como todos los pertenecientes a la cuarta
generación de los habitantes del túnel, no sabes nada de los lugares en donde debieron
vivir antes tus antepasados. Tampoco la tercera generación sabe mucho. La segunda y la
primera generación han muerto, evidentemente. Y con la existencia que llevamos ha sido
fácil olvidar.

-Ciento...
-Cuarenta y un años. Bajo tierra.
Esther relajó sus manos sobre el libro.
-¿Y antes?
-La ciudad de Arriba, ¿dónde si no? Y otras ciudades similares.
Ella absorbió la idea como si estuviera compuesta de papel secante, completa y

rápidamente, percibiendo que la textura de su apariencia cambiaba. Siempre lo había
sabido, ¿no era cierto? Lo había sabido, y no lo había sabido.

-Si -empezó a decir-. Si nuestros... si ellos vivían Arriba, ¿qué les empujó aquí abajo?
-¿Sabes leer, Esther?
-Sí. Sé leer. ¿Qué importa?
-La pregunta era importante. Si sabes, podrás leer esto.
Entonces le entregó, cerrado, el manual en el que estaba escribiendo.

CAPITULO 3

Aquella noche la pasó leyendo en el apartamento de Standish. Al principio leyó con

tensión, en la escalera alfombrada, después, abajo, en una silla de cuero blanco. Cuando
el generador oscureció las habitaciones, Standish apretó un botón en la pared y a su lado
se encendió un globo blanco. El propio Standish se sentó a la mesa y se puso a jugar con
un tablero de cuadros negros y blancos y pequeñas figuras negras o blancas que

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complementaban tan exactamente con la habitación que ella pensó debieron construirse
especialmente para ese lugar. La operación era totalmente silenciosa (a diferencia de los
juegos de cartas de los soldados) salvo un pequeño ruidito que producía al levantar y
volver a dejar una de las figuras; siempre después de largos intervalos. Para ella, leer
tanto tiempo representaba una gran tensión, tanto mental como física. Se sentía
entumecida y le dolía al moverse; se frotó los ojos; además, no podía entender algunos
pasajes del manual, aunque todo estaba escrito con gran claridad. Sus lecturas siempre
habían estado limitadas. Muchas palabras no tenían sentido para ella. Y no quería pedirle
ayuda a Standish. De vez en cuando, los párrafos iban encabezados por cuatro cifras,
todas comprensibles salvo los dos últimos números; sólo más tarde se le ocurrió que eran
fechas.

El manual la asustó casi desde el principio. Pero era un miedo esquivo, con el que no

pudo asociarse inmediatamente.

«No estoy totalmente seguro de por qué he empezado esto ahora, en la undécima hora

de mi vida», eran las primeras palabras que había escrito, «aunque posiblemente esa
razón basta por sí sola. Quizá es sólo la expresión de un deseo vano de dejar alguna
memoria detrás de mí, aunque pequeña. O quizá es que pienso que hay que dar alguna
explicación del modo de vida que hemos aceptado aquí de manera tan profunda, pues es
mucho lo que se ha olvidado. Una generación más y todo puede haberse borrado; ¿y
entonces qué? También pienso, para ser sincero, que la muerte de Anna es en parte
responsable de lo que estoy haciendo. No estoy seguro del motivo. Quizá porque ahora
estoy por fin totalmente sólo conmigo mismo y con los años que me quedan, los cuales
me parecen bastante inútiles y vacíos tal como los espero, lo mismo que el pasado
careció de frutos, y lo he olvidado desde hace mucho tiempo.

Hay dos cosas que tengo en la mente. En primer lugar, que cualquiera que lea esto,

aparte de yo mismo, probablemente no sospechará la verdad, y no tendrá en su
experiencia directrices o situaciones paralelas que le ayuden, por lo que debo intentar ser
muy explícito. En segundo lugar, debo ser tan breve como me resulte posible. El lujo de
apoyar la pluma en el papel me inclina ya a perderme en rodeos, lo que podría ser una
molestia fatal para aquellos que cojan este libro en el futuro.

Me encuentro en desventaja. No presencié la mitad de las cosas a las que aludiré, y la

mayor parte de ellas las supe de segunda mano gracias a un hombre que entonces era
más viejo que yo ahora. Creo que la historia se leerá como un mito o fábula. Quizá es
justo que así sea.

Para empezar, hemos de retroceder ciento treinta y siete años. En aquellos tiempos, mi

abuelo, John Matthew Anderson, tenía veintiocho o veintinueve años, y mi padre y mi
madre no habían nacido ni podía pensarse que fueran a hacerlo. En aquel tiempo, la raza
de los hombres vivía Sobre el Suelo, manifestándose no sólo en las ciudades, sino sobre
toda la faz de la Tierra. En la sala escolar de Abajo a los niños se les sigue enseñando el
globo, pero tienen algunas dificultades para entender lo que representa. A mí también me
resulta más sencillo pensar en la Tierra como en una llanura plana, aunque recuerdo
vivamente la cólera de mi abuelo cuando esta creencia, lógicamente, empezó a
extenderse entre nosotros. De todos modos, quien haya aceptado este libro deberá
aceptar la idea de que Sobre el Suelo hay tierra, en la tierra una ciudad, ahora en ruinas,
sobre el cielo un arco de altura y color que es el cielo, y más allá de ese cielo una especie
de vacío, tan negro como parece el cielo por la noche. Es importante aceptar esta idea
porque el vacío negro, el espacio, es esencial para la historia. Del vacío llegó la razón de
la vida que llevamos ahora, el aprisionamiento Abajo. Del vacío llegó el invasor.

Jugar al ajedrez contra sí mismo le había producido siempre una sensación de

esquizofrenia, pensó Edward Standish. Además, no había sido nunca una actividad que le
gustara realmente, ni siquiera cuando Anna estaba viva para compartirla. El anciano
Anderson le había enseñado a jugar cuando él tenía nueve años, y se lo enseñó con esa

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disciplina rigurosa, carente de alegría, con que acompañaba todas sus enseñanzas. Para
Anderson, el soldado, había sido un juego militar, un ejercicio cerebral, ejecutado con la
misma precisión que ponía al limpiar un fusil o enseñar instrucción a sus hombres. Para el
chico, Edward, había sido una lección, nada más, pese a lo cual la costumbre de llenar la
soledad con el juego había persistido. Las piezas eran evidentemente exquisitas. Era un
juego de ajedrez de ónice que, junto con otros dos, había sido cogido de una colección de
una importante casa de la ciudad, aproximadamente al mismo tiempo que las pinturas,
libros y otros objetos de valor artístico que se llevaron Abajo. Se acordó que las partidas
con Anderson las jugaban con pequeñas figuras que carecían de rostro o de
características apropiadas.

Standish se dio cuenta de que su mente se había concentrado no en el tablero, sino en

la joven de pelo negro sentada tras él, Esther Martineau, leyendo un manual que tenía
dobladas las esquinas de las páginas y que él esperaba que nadie viera mientras él
viviera, posiblemente nunca. ¿Captaría el significado? No podía saberlo. Ella era de
mente rápida, pero carecía de educación para absorber los hechos; ¿cómo iba a tenerla?
Pero él había intentado poner las cosas en orden para que fueran entendidas por
hombres y mujeres menos preparados todavía que Esther, que había subido Arriba y
encontrado la ciudad. Lo había intentado, ¿pero lo había conseguido? Había demasiados
escollos, y además tenía que admitir que nunca fue capaz de imaginarse que estaba
escribiendo para otra persona, y quizá ni siquiera lo había intentado, ni había sido tan
claro como pretendió. Simplemente se había sentado para distraerse, después de
comprender que Anna no se levantaría de sus cenizas. Era muy extraño que, aun siendo
lógico, aunque racionalmente entiendes la realidad física de la muerte, ridiculamente
descubres que hay una parte de ti mismo que no la ha entendido, y sigue esperando,
mirando hacia el frente.

No podía decirse con exactitud que había amado a Anna. Pero se había convertido en

parte de su vida, de una manera tan natural y razonablemente presente como el aire.

Anna debería haberle sobrevivido. Ella había sido durante muchos años su júnior,

modelo que se había seguido siempre entre los hombres de su familia. Ella quiso tener un
hijo, y en una fase posterior de la relación se sometió a los análisis de Finch en el
hospital. Cuando revelaron su incapacidad, dijo tenazmente: «¿Quién sabe? A lo mejor el
muy tonto se ha equivocado». E inesperadamente se echó a reír. Luego, tres años más
tarde, aunque parecía extraordinario, parecía haber quedado embarazada. En aquel
tiempo él nunca entendió realmente por qué aquello la hacía tan feliz. «Soy demasiado
mayor para eso», decía ella, pero sonriendo. «Y sin embargo, siempre supe que
sucedería alguna vez». Luego Finch fue a ver a Standish y se lo dijo. Lo que estaba
creciendo en su interior no era un niño, sino un cáncer. Hicieron por ella todo lo que
pudieron, pero las técnicas se habían deteriorado, no resultaban suficientes. Murió con
gran tranquilidad, cogiéndole la mano. El no le había dicho nunca la verdad, ni ella lo
necesitaba, pues era evidente que lo sabía. Tenía catorce años menos que él, pero para
entonces ya había perdido más de treinta kilos y esa pérdida le hacía parecer mucho
mayor. El último recuerdo vivo que tenía de ella era el de esa mano, en la que podía sentir
todos los huesos, el rostro estropeado con sus ojos inquietos y muy abiertos, y el cabello,
que del color dorado del arce había pasado a tener el de lana envejecida.

Pasaron años antes de que esa sensación de espera se desvaneciera, antes de que

aceptara realmente, en esa ilógica esquina metafísica de sí mismo, que nunca vería a
Anna, que nunca la encontraría de nuevo. Y había necesitado ocho años para
comprender por fin la razón de que Anna hubiera deseado tanto darle un hijo. Ella había
creído, y Dios sabe que no por causa de él, que el sistema de liderazgo era esencial, que
la línea hereditaria (como una dinastía antigua) debía continuar. Después de eso, él
empezó a sentir irracionalmente que tenía una deuda ante el futuro, pues no había dejado

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atrás ningún hijo, como era el deber de un rey. Por eso se puso a escribir un relato de la
invasión y de lo que sucedió tras ella.

Miró a la joven.
Ahora se había pasado a la silla de cuero blanco, pero no había llegado muy lejos en

su lectura, ¿y quién podía culparla?

... Los invasores llegaron casi sin advertirlo. Sus naves aterrizaron, por lo que pude

entender a mi abuelo, en todas las esquinas del globo. Los grandes sistemas de radar
que se empleaban entonces los habían detectado rápidamente, y se reunió un ármamento
colosal para repelerlos si no eran amigables. Y no lo fueron. Sus armas, que utilizaron sin
límite, eran devastadoras. Anderson me explicó esas armas con gran exactitud, pero no
pude nunca entender su funcionamiento. En todos los casos, sembraron la destrucción
indiscriminadamente, siendo invulnerables a todo tipo de ataque humano. En otras zonas
(creo que Anderson se refería a un continente separado del que ocupa esta ciudad)
tuvieron lugar formidables bombardeos. No parecieron afectar a los alienígenas, pero sí
produjeron muchas y enormes pérdidas de vidas humanas. Para entonces, la
organización se estaba destruyendo rápidamente, lo mismo que las comunicaciones. La
ciudad, es decir la ciudad de Arriba, tuvo que ser finalmente evacuada. Anderson habló de
multitudes de personas frenéticas, que luchaban entre sí y gritaban aterrorizadas en las
calles, quemaban los edificios, y de los asesinatos que se produjeron sólo para conseguir
un vehículo. El cielo del este estaba ya ardiente por el fuego distante, y todos los informes
hablaban del avance alienígena. Anderson, un joven de veintiocho años, fue apostado en
el este con una unidad militar, una más de los cientos que trataban de controlar la
evacuación y defender la ciudad, aunque imaginaban que ambas tareas serían inútiles.
Hacia las dos de la mañana, cuando las calles estaban tan iluminadas como si fuera de
día, por los incendios de coches y almacenes, apareció el primer invasor, como Némesis,
en el cielo.

Anderson describió una forma blindada con metal, un ser de unos cuatro metros de

altura, sobre ocho patas, que podría parecerse a una enorme araña. El cuerpo era una
masa ovular brillante. No pudo ver órganos, ni ojos ni labios. A su alrededor, los hombres
estaban paralizados, echados en tierra ante sus armas impotentes, esperando la orden de
fuego, que no llegaba. Entonces la tierra tembló: un haz de luz incendiario surgió de los
intestinos del invasor, o al menos eso le pareció. Anderson me contó que dio en un grupo
de edificios situados a una milla de distancia, y que éstos se encendieron. El invasor se
dirigió entonces velozmente hacia la carretera, y pasó junto a ellos sin prestarles atención.
Los soldados, que no habían hecho un sólo disparo, se dieron cuenta entonces de que
sus oficiales habían desertado. Para entonces, la mayor parte del sector oriental de la
ciudad, hasta el río o más allá, había quedado reducido a ruinas. Yo mismo he visto las
cicatrices.

Recuerdo que en este punto de la historia, Anderson solía llevarme al laboratorio de

biología. Digo que solía, pues me contó la invasión numerosas veces. Era un hombre
increíblemente anciano... supongo que es ridículo que haga esa observación a mi edad,
pero él ya era centenario y yo apenas adolescente. Pero aun así estaba totalmente alerta,
controlando siempre sus facultades. Sus zapatos y su cabello estaban siempre
eternamente cepillados y peinados, los unos negros y los otros grises. Solía apoyarse en
un bastón mucho más viejo que él, que decía venía de un país llamado India, y también
en mi hombro, con una dureza bastante innecesaria, pensaba yo, como si tratara de
agarrarse a mi carne aunque mi mente deambulara. En el laboratorio me enseñaba los
ratones en sus grandes jaulas de cristal. Siempre estaban muy atareados, comiendo,
corriendo, transportando la paja de un lugar a otro. Cuando él golpeaba la jaula con el
bastón, iban de un lado para otro como la arena de un reloj, de un extremo de su mundo a
otro. No tenía necesidad de expresar la analogía. Aunque a veces lo hacía. La humanidad
contra el invasor. Ratones y hombres.

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En la partida de ajedrez, Edward Standish se dio jaque mate a sí mismo, lo que parecía

un mal presagio. Se apoyó en el respaldo de la silla y pensó en Anderson, su abuelo.
Aquel anciano terrible; para él había sido muy importante transmitirle esas cosas a su
nieto Edward. Anderson se había casado con Lydia Howles, cuando ella tenía veintitrés
años y él cincuenta y seis. La colonia llevaba ya Bajo el Suelo veintiocho años. No había
sido una unión feliz, pero sirvió para producir una descendencia legítima, y ése había sido
el objetivo de Anderson. Sin embargo, los dos hijos, Neil-John y Michael, murieron en la
adolescencia, ambos de enfermedades pulmonares. Anderson no perdonó nunca a Lydia
que les hubiera transmitido una supuesta debilidad hereditaria. Sólo le quedó una hija,
Caroline Elizabeth, que demostró ser tan resistente y voluntariosa como su padre. Desde
su niñez, hubo entre ambos un vínculo de furioso odio. A los dieciséis años, a la edad en
que la pobre Lydia estaba todavía cristalizada en su niñez, Caroline Elizabeth dijo estar
embarazada de David Standish, el hijo bastardo de un profesor de inglés. Anderson, como
líder, los casó, y durante toda la ceremonia estuvo allí de pie como una figura de hierro
lanzando rayos bíblicos por sus ojos. Aquello fue la culminación de la cólera entre su hija
y él mismo. Caroline Elizabeth, aunque pálida por el mareo bajo el pelo de color negro
azulado que la cubría, le miró con sonrisa triunfante. Para poner de relieve el vientre
abultado se había vestido con una falda ajustada.

Pero ese primer niño murió. Lo mismo que el segundo y el tercero, quizá la cólera de

Anderson había caído sobre ellos. Para entonces tenía ochenta años y también Lydia
había muerto. El cuarto hijo de Caroline Elizabeth, a los catorce años del matrimonio (y
cuando éste había demostrado su estabilidad), vivió, y se le puso el nombre de Edward.

Pero no por ello hubo amor entre David Standish y Anderson. Ambos eran totalmente

opuestos en el carácter, los objetivos y las perspectivas, como si contemplaran el mundo
devastado cada uno con unas gafas de color distinto, pues para uno todo era escarlata,
mientras que el otro afirmaba que todo era añil. Sin duda alguna, Caroline Elizabeth se
deleitó con esa separación. Pero ahora que por fin tenía un hijo vivo, Anderson pareció
ver en él al heredero que tanto había tardado. Durante doce años reconoció al niño con
una posesión orgullosa e inapelable, y luego abruptamente se vino abajo, y, echando una
última mirada a Edward desde el lecho de muerto, le llamó Neil, mientras Caroline estaba
de pie, en una esquina de la habitación, contemplando al anciano con odio mientras unas
lágimas inexplicables bajaban sin ser vistas por su rostro.

...Ya he mencionado la red de túneles subterráneos que recorrían por debajo las calles

de la ciudad. Anderson, que como ya dije se había convertido en un líder natural del
grupo, lo condujo para que se escondieran en las alcantarillas, que ahora ya no
funcionaban, y se habían limpiado con las lluvias del invierno. Al principio su principal
objetivo era la recuperación, tras el terrible año pasado en recorrer los barrios exteriores y
el campo circundante. Pero por sus conexiones militares, Anderson y sus hombres
conocían los grandes abrigos de guerra secretos, construidos todavía más abajo, como
refugio contra un ataque de misiles aéreos. No se sabía que los alienígenas se hubieran
aventurado nunca Bajo el Suelo y los grupos de exploradores habían visto cada vez
menos invasores en la ciudad. Durante ese año terrorífico les habían dado ya su
inevitable apodo: «arañas». Anderson raras veces utilizaba ese nombre. Para él eran el
enemigo.

Durante la tregua, los trescientos hombres y mujeres que formaban el grupo de

Anderson se pusieron a trabajar en los subterráneos. Llegaron a los abrigos y, utilizando
las herramientas y maquinarias que allí encontraron, abrieron nuevos túneles y áreas de
enlace, al tiempo que bloquearon la mayor parte de las entradas superiores para evitar
ser descubiertos. Pusieron en funcionamiento el colosal generador que había en el
complejo de abrigos y abrieron las grandes unidades de congelación de alimentos. Los
equipos y provisiones de alimentos eran apropiados, pero las pinturas y libros no se
bajaron en gran cantidad hasta que mi padre llevaba varios años al mando. Mi padre

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consideraba que esos elementos eran igual de importantes, y durante la mayor pane de
mi vida me he mostrado totalmente de acuerdo con él. Sólo en los últimos años he llegado
a cuestionar el valor de atesorar objetos bellos porque sí, cuando ya no pueden significar
nada para las generaciones de topos que se reproducen bajo la superficie. Los hombres
no tienen ya pautas con las que juzgar y apreciar un jarrón Ming o una biblia luterana. Y
seguramente, en los siglos posteriores, esas cosas irán significando cada vez menos.

La colonia que Anderson estableció Abajo no debía ser, en su opinión, la única, pero

evidentemente no había esperanza alguna de contacto con los demás en el caos que
siguió a la llegada de los arañas. Si existían otras colonias, serían dirigidas sin duda en
líneas similares, y estarían sometidas a las mismas desviaciones. El grupo de Anderson
tenía valores diversos pero predecibles. El que Anderson se hubiera convertido en el líder,
y hubiera seguido siéndolo, era también predecible. Tenía una cierta fuerza que así lo
exigía. Los débiles habían caído en la catástrofe: fue algo inevitable. Con segundad había
en el grupo intelectuales, profesores, doctores, uno o dos científicos, incluso un artista
que había escapado para salvar la vida al sótano de su casa de campo el día de la
invasión. Sin embargo, cuando el grupo tuvo unas raíces firmes en los abrigos, se volvió
esencialmente militar en términos de autoridad, con Anderson como su figura primordial, y
los soldados como su policía. También, por necesidad, debía perpetuarse a sí mismo. Lo
que significaba que un padre pasaría sus habilidades a su hijos. Por esa razón seguimos
poseyendo un hospital, un laboratorio, un sistema de hidropónica, aunque también por
esta razón nuestros doctores ya sólo entienden los rudimentos de la medicina, y los
vegetales y las hortalizas que comemos están en su mayor parte podridos. Ciertamente
no es una sociedad perfecta, pero hasta fechas recientes siempre la he considerado
operativa, y no hay otra alternativa. Como los arañas florecen Arriba, es absurdo
mantener falsas esperanzas. Yo mismo he visto a uno de ellos. Tenía quince años de
edad, y los hombres subíamos a la superficie ocasionalmente, generalmente para
conseguir carne fresca, pues en aquellos días todavía quedaban ciervos en los parques.
Estaba con cinco compañeros y me encontraba en el embarcadero, cerca del anochecer,
cuando miré hacia arriba y vi la enorme silueta contra el cielo. Era tan enorme que no
podía entenderla, pero el instinto me hizo esconderme con los demás, y se fue.
Sobrevivimos. Anderson me ha dicho que a veces los arañas se han llevado a hombres
con ellos, en lugar de aplastarlos o quemarlos hasta morir. Suponía que los invasores
debían utilizarlos como esclavos, quizá incluso como comida. Cuando el horror hubo
pasado, nos quedamos ocultos un largo rato, demasiado asustados para movernos.
Recuerdo que el río estaba cubierto por un musgo alienígena que había crecido en él y
flotaba en forma de lana morada. En opinión de Anderson, los alienígenas debieron
esparcir las esporas por malicia. Mi propia opinión es que las trajeron las naves. Anderson
no vio nunca ninguna de esas naves, y por tanto no puedo describirlas.

La prohibición absoluta de ir Arriba se decretó en tiempos de mi padre. No lo hizo por

ninguna razón particular, siempre había sido peligroso, pero aprendimos a ir con cuidado.
Sin embargo, la mayor parte de los ciervos habían enfermado y muerto en aquella época,
los edificios estaban arruinados y eran inseguros, y ya habían bajado la mayor parte de
los tesoros, almacenándolos en las bóvedas. Hubo otra epidemia de fiebres tifoideas. Mi
padre contrajo la enfermedad, y aunque sobrevivió quedó debilitado, incluso quejumbroso.
Además, tenía problemas con los soldados. No les gustaba el trabajo de mensajeros que
estaban haciendo en realidad, y él no tenía el talento de Anderson para conseguir que le
obedecieran. Por eso creo que se alegró de darles una orden nueva que ellos pudieran
aprobar y dedicarse a vigilar su cumplimiento. Murió un año más tarde, y el cargo de líder
cayó sobre mí. Nunca he quitado esa ley porque ir Arriba sin un propósito expreso parece
fútil mientras sobrevivan los arañas... y por lo que sé así sucede. La última vez que subí
Arriba fue hace veinte años, por el conducto principal que asciende desde estas
habitaciones. Lo hice por curiosidad. Era una aventura bastante arriesgada para un

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nombre de cincuenta y dos, acostumbrado a una vida razonablemente tranquila. Pero
debo decir que estoy orgulloso de ello. Arriba nada parece haberse alterado. Diversos
tipos de vegetación alienígena crecían en las calles, como liqúenes y hierbas. Los coches
rotos se habían oxidado un poco más, y otros dos edificios famosos habían caído. No
llegué hasta el río, pero no vi rastro de los arañas.

Sucedió algo un poco extraño. Lo escribo porque puede ilustrar el error de la esperanza

contra el que debemos defendernos. Estaba empezando una hermosa noche y me
retrasé. Sí, hay una auténtica belleza en el cielo. ¿Cómo puede explicarse, hipotético
lector, si nunca lo ha visto? Quizá debe imaginar una luz suave que se extiende por
encima y toca todo lo que nos rodea. Una luz que sube, y sube y sube... para siempre... y
sin embargo está lo bastante cerca como para tocarla. Del color de las rosas. Si es que ha
visto una rosa. Digamos entonces, para estar seguros, del color de una fresa, pero
transparente come el agua. Y luegos las estrellas comienzan a llegar. No, debe aceptar mi
palabra para las estrellas. Diamantes. Gotas de luz. Cada una el sol de algún mundo,
pero el que me está leyendo ni siquiera conoce el sol... entonces no. Sólo esto. De pie
bajo las bóvedas de algo que, créame, para mí era encantador y muy raro, era como si
una voz empezara a hablarme, a decir palabras como besos en mis oídos. Se han ido, me
decía. O murieron. O nunca sucedió. La invasión fue una pesadilla. El mundo es para el
hombre. Le ha sido devuelto. Tómalo.

Dios mío, imagino que el oxígeno me había embriagado aquel día, y el sol, y la puesta

de sol. Sentí la enorme estatura del hombre y me olvidé de la lección del ratón.

Entonces oscureció. Absorto, comencé a regresar hacia el museo, cuando escuché, en

el silencio absoluto, a una milla hacia el sur, algo que nunca antes había oído, pero que
seguramente conocía, el inequívoco grito metálico que lanzan los arañas para
comunicarse unos con otros, y del que Anderson tantas veces me había hablado. Mi
sangre se congeló. Allí había estado yo, preguntándome si la libertad podría regresar a
nosotros, si eso era posible, y lo que yo y todos los demás podríamos hacer con ella, si no
sería más terrible que el enterramiento que habíamos conocido antes, cuando sonaron las
trompetas del juicio final y me devolvieron al lugar del ratón, el que me correspondía, de
una vez y para siempre. Mis sueños no eran creíbles. No hubo premonición ni voz de
ningún ángel. Dios mío, qué romántica ociosidad en esa idea. El invasor es el poseedor.
El... ellos serán nuestros dueños hasta que el tiempo se detenga. Ya no tenemos un
mundo al que llamar nuestro.

Probablemente es un monumento al engaño humano el que ese conocimiento haya

tardado veinte años en germinar en mi cerebro. Ocho años después de la muerte de Anna
he acabado por entender la inutilidad de esta vida Abajo, para dirigirnos siempre cada vez
más ciegamente hacia la oscuridad, olvidando más y descubriendo menos, limitándose
nuestros horizontes un año tras otro como un nudo corredizo que nos fuera apretando la
garganta. ¿Para qué nos coservamos? No podemos reclamar lo que está Arriba. Lo
tienen para siempre ellos, el «enemigo» de Anderson. Lo único que nos queda es la falta
de conocimientos y el aislamiento. Quizá el generador deje de funcionar y nos ahorre a
todos el estrangulamiento lento de nuestra existencia actual.

No espero vivir mucho tiempo. No siento ningún incentivo para elegir a alguien que me

suceda. Me parece un ejercicio inútil. Anna y yo no tuvimos hijo, salvo el no-hijo que la
mató, y esto, oscuramente, lo considero como un símbolo. Soy responsable de otros dos
hijos de la colonia, pero no he experimentado ningún sentido de obligación hacia ellos, y
ningún deseo de reivindicarlos, y ahora el chico ha muerto. La chica es muy joven, tiene
doce años, creo, u once. Conscientemente sólo la he visto dos veces, en su infancia.
Quizá, dadas las circunstancias, debería ser más ansioso, pero nunca he estado seguro
de que fuera mía. Jane, su madre, nunca me sugirió que lo fuera, y hasta cinco años
después de su muerte no se me ocurrió que pudiera serlo.

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No creo que haya necesidad de escribir nada más en este libro. Realmente no logré lo

que me había propuesto. No he sido particularmente breve, y posiblemente ni siquiera
explícito. Pero lo he intentado, aunque sin optimismo, para cualquiera que pueda estar
ahí, esperando desconcertado, deseando reconocer la luz del motivo y la razón en la
oscuridad.»

Esther levantó la mirada y sintió que debía ser muy tarde. No estaba acostumbrada a la

lectura; los ojos le ardían y la luz blanca parecía temblar con fluorescencia delante de
ellos.

-Escribe como un anciano -dijo fríamente, pues el libro le había hecho perder su

equlibrio-. Desgraciado, sin esperanza -en realidad pensaba que la forma en que escribía
no se correspondía con la que debía ser su forma de ser.

-Todavía quedan tres páginas más -dijo él tranquilamente.
Ella suspiró.
-Dios mío, estoy cansada.
-Léelas, Esther, por favor.
Creí que había terminado de escribir este libro, y no pensaba convertirlo en ninguna

especie de diario. Sin embargo, voy a añadir esto. He oído algo en las tuberías; algo o a
alguien.

Al principio pensé que lo había imaginado; que era algo que débilmente arañaba y se

deslizaba. Luego oí un ruido claro, como el de un pie golpeando las armaduras de hierro
de la tubería. Cuando acerqué el oído a la pared de la cocina pude percibir el ruido de
serpiente que hace un cuerpo al arrastrarse hacia arriba. No sentí ninguna tentación de
abrir la escotilla de salida que conduce desde este apartamento a las tuberías. No estoy
seguro de que debiera sentirme muy intrigado por escuchar esos ruidos, y no quería ver
de quién se trataba. O quizá tuvo miedo.

Mucho más tarde, unas cuatro o cinco horas, el viajero regresó. El viaje se repitió dos

días después, y luego un día más tarde, y de nuevo a la semana siguente. En esta cuarta
ocasión el regreso fue mucho más rápido. Pude oír a través de la pared que respiraba
rápidamente y con dificultad. El sonido parecía provenir de alguien muy joven.

Desde la última excursión no ha habido movimientos en las tuberías durante diez días.

Quizá se había tratado de una aventura infantil, o de una travesura.

Ya ha pasado un mes desde que escuché a alguien en las tuberías.
Dos meses desde que escuché los ruidos en las tuberías. He llegado a la conclusión de

que no volveré a oírlos. Y estoy pensando en destruir esta página.

(Se incluían ahora dos páginas, una en blanco y la otra con algunas anotaciones

concernientes al juego del tablero blanco y negro.) Luego seguía:

Sorprendente. He escuchado de nuevo sonidos en las tuberías, similares a los que oí

hace medio año. Esta vez parecían más esforzados, por lo que concluyo que o se trata de
un aventurero distinto o el primero ha engordado. Hubo un intervalo de seis horas y
después el viaje de regreso, claramente anunciado. Pegué el oído a la pared y oí
claramente la voz de una joven que decía: «Esta condenada sangre». Por alguna razón
eso me divirtió, y por lo visto a ella también, pues oí su risa, algo enfadada, en las
tuberías. Parece de alguien muy joven, de unos catorce años. ¿Quién es ella? Por lo que
yo sé, nadie había estado Arriba, salvo yo mismo, en los últimos cuarenta y cinco años.
No puedo explicar la razón, pero irracionalmente ese merodeador irresponsable hace que
renazca mi esperanza.

Mi viajera es ahora persistente, aunque irregular. A veces la escucho cantando, o

maldiciendo, mientras se esfuerza en subir o bajar. Un día le hablaré a través de la pared.
Lo que más me impide hacerlo es que probablemente sería terrible para ella, pues
evidentemente cree estar a millas de distancia de los túneles habitados, y totalmente sola.
Es una experiencia realmente extraña. Aunque nunca la he visto, siento que hay entre
nosotros un raro compañerismo. Durante mucho tiempo me he relacionado muy poco con

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los habitantes de mi reino. No me he sentido solitario; más que solitario, aliviado.
Posiblemente, mi sentimiento hacia el viajero se debe a la falta de compañía.

¿Quién es ella? Tuve ocasión de salir; había que bautizar al cuarto hijo de Levins.

Según las normas impuestas por mi padre, hubo un sacerdote que enseñó a su hijo, pero
éste murió en una de las epidemias de fiebres tifoideas. Ahora me encargo yo de todas
las ceremonias y sin duda lo hago bastante mal. Tras mojar al mocoso chillón miré a mi
alrededor. Todos parecían idénticos. Carecían de rasgos. Había esperado que ella
estuviera allí, y que su locura, o culpa o cualquier otro rasgo, la delatara.

Qué vida tan extraña está viviendo esa joven, que sin darse cuenta ha compartido

conmigo su secreto más oculto. La mitad de la vida Arriba, en la ciudad, con el cielo, la
mitad de la vida Bajo el Suelo. Como Perséfone, alternando en el mito entre los campos
de trigo y el infierno.

(El resto de esa página estaba en blanco. Al darle la vuelta, Esther vio su propio

nombre, lo que para ella fue una experiencia extraña y atemorizadora, pues aunque sabía
cómo deletrearlo, nunca antes lo había visto escrito.)

Así que ahora sé quién eres, Esther Martmeau. Había olvidado la probabilidad de que

el sol te delatara. ¿Qué sucederá ahora?

CAPITULO 4

El acercamiento a la torre le resultó más difícil de lo que había esperado. A unas seis

millas al este del museo, la capa de piedra de macadán se había fundido, abriéndose
zanjas en el suelo. Los edificios se habían caído por todas partes. Más tarde la densa
vegetación había crecido encima de las ruinas, por lo que nada podía calibrarse ni
pasarse con facilidad. Nunca antes había ido por ese camino. Sus razones para ir allí por
fin tenían alguna relación con Standish, y con el viejo poema de la Torre Oscura, que una
vez encontró en la bóveda de los libros bajo su apartamento. La Torre Oscura era una
amenaza palpable pero no concreta, y esa era la sensación que había tenido desde el
anterior oscurecimiento. Y por eso, colérica, corrió hacia el dragón, para tragárselo o ser
tragada por él; en todo caso, para verlo tal como era, y no tal como podía ser.

El sol estaba alto, las sombras se reducían en el desecho pavimento. Podía ver la torre,

ahora a su derecha, cada vez más cerca. Se apoyó en una pared rota y bebió agua a
pequeños sorbos del pequeño frasco de plata destinado al whisky que había tenido en
otro tiempo John Matthew Anderson.

Al oír el ruido casi dejó caer el frasco. Pero lo apretó contra su cadera, mientras sacaba

la pistola de la vaina con la otra mano.

El ruido provenía de unos zarzales que había al otro lado de la pared. No le pareció el

ruido hecho por un animal, pues era más torpe y carente de intención. Esther introdujo el
frasco en el bolsillo, cogió una piedra y la lanzó contra las zarzas.

Inmediatamente, un enorme pájaro negro salió de los restos del jardín y ascendió en el

aire. Casi resultaba un rasgo conveniente del paisaje.

Frunciendo el ceño, Esther siguió adelante.

En los dos años que transcurrieron desde que leyó por primera vez el manual de

Standish, el alcance del mundo de Esther se ensanchó, se alteró su vida rutinaria y
cambió su estatus.

Nadie le preguntó nada referente a su entrevista con el líder; y ella no estaba lo

bastante interesada en la gente como para preguntarse el motivo de esa indiferencia. A
partir de entonces, aunque siguió con su existencia Abajo, como antes, tuvo libre acceso
al apartamento de Standish, aunque no estaba segura de cómo éste le había dado el
permiso; no se lo dijo con palabras.

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Al principio, sus idas y venidas eran furtivas, limitadas y poco frecuentes. Se sentía

nerviosa en presencia del anciano, quien, por su parte, apenas parecía consciente de ella.
Sin embargo, siempre se sentía impulsada a regresar. Además estaba el baño blanco que
tanto placer le daba y las horas que pasaba tumbada sumergida en agua caliente hasta la
barbilla. O los alimentos especiales del congelador de Standish, del que sacaba helados
de frambuesa, rodajas de tomate rojizo, o pollo congelado. Cuando cocinaban, Standish
rara vez se unía al festín. Como hizo la primera vez, ella lo achacaba a la vejez, y a la
falta senil de apetito. Pero finalmente también ella se cansó de fingir ser una gourmet y
una náyade, pues básicamente siempre había despreciado el alimento, considerándolo
combustible, y el agua, a la que consideraba simplemente como un medio de mantenerse
limpia. Pasada esa fase, fijó su atención en los libros de Standish, como por casualidad y
con algo de desconfianza, pues durante todo ese tiempo había tratado de no verlos. A
partir de entonces comenzó a establecerse un modelo que le hacía deslizarse hacia allí
en la oscuridad, como cualquier otra joven que iba a buscar diversión en los corredores.
Standish solía estar allí cuando ella llegaba, pues dormía muy poco, Esther supuso que
era otro síntoma de su vejez. Para ello sólo tenía que recordar las camas ocupadas por
personas con ojos de buho de la sección geriátrica del hospital. «Es el miedo», le había
dicho Finch al terminar su último servicio allí. Este, el más viejo de los dos doctores, era
un hombre feo y rechoncho, brutalmente eficaz y carente de la menor piedad o
amabilidad. Era de todos conocido que apuñalaba con sus agujas, y que prefería extraer
las muelas en lugar de curarlas. Ahora no bajó su voz.

-El miedo a la muerte, joven. Les mantiene despiertos, les hace temer dormise por si

acaso no regresan.

Sin embargo, Esther pensó que Standish no tenía miedo. Era insomne por otras

razones.

Le resultaba muy difícil leer, no tanto entender las palabras sino permanecer quieta y

olvidada de las otras cosas. Al principio sólo podía conseguir su objetivo paseando por las
habitaciones con el libro en las manos, pronunciando algunos pasajes en voz alta, y
pasando la mano que le quedaba libre una y otra vez por su largo cabello. Enseguida le
acosaban los pensamientos, como cuando Patty le había dicho «¿vas fuera otra vez?»,
desconociendo posiblemente su destino, pero intentando que de alguna manera sonara
perverso y merecedor de risas. (En realidad ninguna de las mujeres reía ya como antes.)

Standish no había hecho ningún comentario acerca del método de Esther con los

libros, y cuando hacia las cuatro de la mañana ella se iba dejándolos desordenados, él no
los tocaba, hasta que regresara ella para recogerlos. En aquellas semanas agradeció
mucho su evidente capacidad de ignorarla.

Algunos día él no estaba allí cuando llegaba (le había enseñado a abrir la puerta desde

el exterior). Algunas noches las pasaba tras el compartimento cerrado de su dormitorio.
Entonces Esther se daba cuenta de su ausencia, y por alguna razón caminaba con mayor
precaución, y no se quedaba nunca mucho tiempo.

Varias veces al mes subía a Arriba, utilizando el camino privado que conducía desde el

apartamento de Standish, a través de una escotilla oculta. Al regresar le contaba lo que
había visto, y a veces él le sugería que lo escribiera en el manual, que estaba vació en
sus tres cuartas partes. Sus primeros garabatees eran poco firmes y la ortografía mala,
pero de alguna manera extraña el acto de escribir le ayudaba a absorber la escritura de
los demás. Un día en el que el verano estaba desapareciendo, y los árboles de las calles
estaban rojizos, con las hojas como de cobre, vio dos perros luchando en un túnel y se lo
mencionó.

-Me había olvidado de los perros -dijo él.
Ese día comenzó a enseñarle a disparar. Utilizó las pistolas y silenciadores de la

colección de Anderson, y un blanco móvil de práctica similar al que había en los cuarteles
de los soldados. Cuando Esther supo hacerlo, le regaló la pistola ligera con la que

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Caroline Elizabeth, a los diez años, había apuntado a Anderson en medio de una
discusión familiar.

Por aquel entonces Esther comenzó a pensar que, a pesar de todos los conocimientos

que Standish le transmitía, nunca la veía tal como era.

Soy como un ratón en el laboratorio de Barclay, algo con lo que experimentar, pensó.

El hecho de que Standish pareciera ser capaz de ignorar su presencia había dejado de
resultarle un alivio. Tenía diecisiete años y era consciente de sí misma sólo
fragmentariamente, pero era consciente de Standish de mil maneras insidiosas e
interminables.

En aquel tiempo ya le había enseñado la bóveda llena con los tesoros de Davis

Standish, que estaba tras otra puerta oculta, tras una escalera de caracol descendente.
David Standish había llenado la colosal bóveda metálica con pinturas, objetos de arte y
libros; y desde entonces ella pasó allí muchas horas, tocando, mirando a través de
cristales, contemplando las etiquetas o leyendo apoyada en las repisas. Pues la lectura se
le había vuelto mucho más fácil.

Comenzó a llevarse libros, él no se lo había prohibido, para mirarlos en los períodos de

descanso en el dormitorio de mujeres. Los trataba con gran cuidado, y en las horas de
oscuridad acariciaba sus encuademaciones de cuero bajo las sábanas. Durante un mes
se mantuvo alejada de Standish. En la ciudad era invierno, por lo que pensó que hacía
demasiado frío para deambular y no subió a Arriba. Se hizo un vestido. La tela era pobre,
de color de harina de avena desigual, pero tenía la cualidad de un hito. Nunca antes se
había hecho un vestido que no fuera estrictamente funcional. Cuando después de un mes
sin ir regresó a las habitaciones de Standish, se puso el vestido. ¿Acaso se había
enamorado de Standish sin darse cuenta de ello? ¿O más bien del hombre de pelo negro
que pensaba ver a veces tras la máscara de papel?

Ese año leyó a menudo el manual, y llegó a comprenderlo mejor. Se detenía

especialmente en las descripciones de la ciudad milagrosa, tal como había sido antes de
la llegada de las arañas. Las descripciones eran en su origen de Anderson. Las anchas
calles y los altos edificios, las grandes caravanas de transportes en las carreteras y bajo
ellas, los pájaros de metal huecos y palpitantes que cruzaban una y otra vez el cielo. Más
allá de la ciudad estaba el campo abierto, el tablero de ajedrez formado por los campos
de cereales y los bosques oscuros, y finalmente las aguas del océano, que para Esther
acabaron por simbolizar los límites de la «Tierra».

La primavera volvió a la ciudad.
En las ruinas encontró una sarta de piedras, y cuando acudió al apartamento de su

mentor se la puso, junto con el vestido.

Para entonces ya sabía que Jane, a la que se refería Standish en el manual, había sido

su propia madre, y que era posible que ella fuera su hija. Pero ninguno de ellos estaba
seguro, ni podía estarlo.

A veces ella le recordaba a Caroline Elizabeth, aunque los tonos de los ojos y el cabello

de Esther se inclinaban más al rojo que al añil.

Un oscurecimiento, Esther regresaba al dormitorio desde el apartamento de Standish y

escuchó a tres soldados que venían hacia ella por el túnel. Los soldados no le gustaban.
En la pared había una especie de cueva, un almacén abierto lleno de equipos viejos
oxidados y latas de parafina. Se deslizó en él para esperar que pasaran.

Habían estado bebiendo, pues en la época de Anderson se había llevado Abajo una

cierta cantidad de alcohol, de la que los soldados recibían la ración de whisky semanal.
Ahora que esas provisiones se habían reducido, los soldados bebían con más libertad,
mientras que los civiles de la colonia sólo tenían vino para los bautizos, bodas y funerales,
y Finch, que era abstemio, guardaba la llave de la bodega.

Dos de los soldados, que iban un poco por delante del tercero, se detuvieron a orinar y

vieron a Esther.

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-Es muy tarde para estar fuera, señorita -dijo uno subiéndose la cremallera. Se llamaba

Fry-. ¿Buscando un poco de diversión?

-Siempre deseosa de complacer -dijo el otro. Esther creyó recordar que se llamaba

Steiner, y ambos guardaban una similaridad en sus uniformes, en los rostros bien
afeitados y olorosos a whisky y en el cabello muy corto y bien cepillado.

-Dejadme en paz.
No tenía miedo, pero ademas del vestido de color de avena y el collar de piedras

blancas hubiera deseado llevar la pistola en un bolsillo.

-Dejadme en paz -repitió Fry imitándola-. Vamos, ese no es modo de hablar con un

honesto soldado que cumple su deber. No deberías estar aquí fuera, no es seguro -siguió
diciéndole con tono de burla-. Aquí por la noche te puedes encontrar a unas ratas
bastardas y enormes que te den un bocado donde no lo esperas.

-Vamos -dijo el otro-. Todos sabemos lo que os gusta a las jovencitas.
-Estáis borrachos y apestáis a alcohol -dijo Esther.
Fry la cogió por los brazos.
-Veamos lo borracho que estoy, ¿quieres?
La empujó presionándole la espalda contra la pared, apartando varias latas que

cayeron sobre el suelo de piedra, y le subió la falda; ella se retorció y le golpeó en la ingle
con el puño cerrado. En ese momento se les unió el tercer soldado.

-Fuera, estúpidos -dijo-. Tenéis aquí a la amiga de Standish.
Los dos soldados y Esther le miraron con sorpresa.
Fry, doliéndose del golpe, exclamó con un gruñido:
-Creía que era la rubia.
-Es ésta. Y lo sé bien, yo les presenté.
Sonrió a Esther de forma amigable. Ella reconoció al hombre que casi le había roto la

muñeca, hacía más de un año, cuando se bronceó con el sol del verano. Se dio cuenta de
que Fry y Steiner se habían apartado y estaban más erguidos.

-Lo siento, señorita -dijo Fry-. Debería haber mencionado de dónde venía, o adonde

iba, señorita.

El tercer soldado seguía sonriendo.
-Vaya diablo de abuelo -dijo haciéndole una mueca-. Igual que John Matthew. Que tuvo

su última historia con ochenta y tres años, según me han dicho.

Esther sentía que le palpitaban los pómulos, pero le miró sin sacarle de su error.
-Quizá me dejéis seguir ahora -dijo con firmeza.
Y le obedecieron.
Resultaba extraño que esos indisciplinados soldados siguieran manteniendo al líder;

aunque quizá no fuera tan extraño, pues la leyenda del líder mantenía a su vez la
autoridad de los soldados, les daba un propósito una razón de su existencia. John
Matthew Anderson seguía siendo una figura capital entre ellos; descendían de sus
hombres, hijos de hijos, como todos los profesionales de la colonia de Abajo. Que
Standish, cercano a los ochenta años, pudiera tener una relación con una joven de
dieciocho, lo mismo que Anderson, les causaba un inmenso placer. Aumentaba el peculiar
respeto que le tenían y además, de una forma que para ella era extraña, vio que la
consideraban un objeto de su deseo.

Tras el incidente del túnel, comenzó a notar a su alrededor una cierta deferencia en la

forma en que la colonia le miraba o le hablaba. Una cierta indecisión, una especie de
pomposa deferencia. Se dio cuenta ahora de que ya sucedía desde hacía algún tiempo,
sin que ella fuera consciente. Recordó que nadie le había hecho ninguna pregunta tras la
primera entrevista. Se sintió divertida, lo que quizá era una tapadera de su estímulo. No
había analizado sus sentimientos hacia Standish. Pero la envidia que observó en el rostro
de algunas mujeres, al reconocerla por fin, fue una recompensa extrañamente

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satisfactoria de los tiempos anteriores. Era innegable que Patty estaba celosa; era tan
consciente de la jerarquía subterránea que nunca se acostaba con un civil.

Esther descubrió que la gente se apartaba para dejarla pasar en los corredores. Que

cuando hacía cola para conseguir la comida en el refectorio, de alguna manera le servían
antes que en el pasado, y que le daban las hortalizas más firmes y la carne más jugosa.

Una semana después de que los soldados la reconocieran se ausentó deliberadamente

del turno de limpieza y nadie le dijo nada.

Al principio no habló con Standish sobre esto. Pasaron los meses y llegó un día en el

que al despertar hecho en falta los lomos cuadrangulares de cuero suave de un libro bajo
la almohada. No era necesario buscarlo. Nada más salir de entre las sábanas vio a Patty,
casi analfabeta, sentada seis camastros más allá con su cabeza amarilla inclinada sobre
la cubierta de cuero, confusa ante el título. El dormitorio estaba casi vacío. Algunas
mujeres iban o venían al baño, o estaban arreglando las ropas de la cama. Patty sólo
llevaba el slip que se ponía para dormir. Esther, que dormía desnuda, se levantó así, sin
darse cuenta.

-Devuélvemelo -le gritó autoritariamente.
Un silencio llenó inmediatamente la habitación. Las mujeres se detuvieron expectantes.
Patty la miró y le sonrió con malicia.
-Quieres el libro, ¿no?
-Eso es.
-Pues bueno, tampoco es tuyo. Es el libro del líder. ¿Sabe que se lo robaste?
-Sabe que lo tengo, sí. Y no querrá que dejes la marca de tus sucios dedos, así que

dámelo.

-Ven a por él -respondió Patty con voz camarina.
Esther llegó hasta ella en un par de largas zancadas. Patty se puso de pie de un salto,

sujetando el libro por detrás, lanzó la mano derecha hacia adelante y arañó a Esther en el
pecho y el hombro izquierdos.

Tres o cuatro de las mujeres que estaban en la habitación alborotaron, y una salió al

comedor gritando. La propia Patty dio un pequeño grito de excitación y se subió de un
salto al camastro.

-¡A ver si les sigues gustando con las tetas despellejadas!
Lanzó desde allí una serie de golpes al rostro y el pecho de Esther.
Esther retrocedió, sin hacer ruido, y regresó dando un cabezazo directamente en el

abdomen de Patty, lanzándola fuera del camastro y haciéndola caer en el que había
detrás. Patty se quedó acostada, sujetándose el estómago y jadeando para poder
respirar.

Esther le apartó el pelo de los ojos. Se inclinó rápidamente y cogió el libro, que había

caído abierto al suelo, dejando caer una gota de sangre del pecho en el pliegue de las
páginas.

Esther sintió que tenía la boca seca. Dejó el libro con enorme cuidado y rodeó un

camastro para acercarse a aquel en el que estaba Patty jadeando.

-¡Imbécil! -le gritó Esther. La levantó y la golpeó tres veces, con su palma endurecida,

en los costados de la cabeza. Patty comenzó a gemir pidiendo piedad. Esther se levantó y
miró directamente a la puerta del dormitorio, a los ojos del soldado Steiner, quien llevaba
quince días saliendo con Patty.

En una rápida panorámica, la mirada de Steiner acabó posándose en Esther. Pensó

que estaba muy bien. Un cuerpo aerodinámico, muy estrecho por la cintura, para una
mujer extraordinariamente plana por el estómago y las nalgas, de larguísimas piernas, y
unos pechos redondeandos, a pesar de la sangre, con los pezones marrones erectos por
la cólera. Steiner apartó la mirada. Miró a Patty, que tenía las mejillas rojizas y la nariz
sangrante y dijo:

-¿Le ha causado algún problema, señorita?

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Patty se levantó, se limpió la nariz con ei dorso de la mano.
-Sí, esa perra me ha golpeado, ella...
-Cállate, dijo Steiner -Patty le miró con la boca abierta. El soldado dijo entonces

cortésmente a Esther-: ¿Quiere que haga algo, señorita?

Esther se volvió hacia él. Sus miradas se cruzaron de nuevo, porque él se había

concentrado cuidadosamente en su rostro.

-No, Steiner. Todo está bien. Gracias.
-Sí. Parece que se las ha arreglado muy bien, señorita.
Cuando se dio la vuelta para irse, su boca parecía sonreír.
Patty se dejó caer en el camastro, llorando de vergüenza y confusión.
Esther la cogió por el pelo y le levantó la cabeza. Patty lanzó un débil gemido.
-Que sea la última vez -dijo Esther, y la dejó.
Pasó una hora tratando de limpiar la sangre del libro. No le preocupaba su valor, ni que

su textura y aspecto se hubieran estropeado, aunque eso le atrajera. Sólo era un libro:
pero suyo, de Standish, de la biblioteca de su habitación. No pudo quitar la señal y no
pensó en escondérsela. Se sentía angustiada, y aquella noche acudió al apartamento con
la falda y la blusa menos atractivas.

-Lo cogió alguien -dijo enseñándoselo-. Hubo un poco de pelea y cayó sangre entre las

páginas.

-¿De quién? -preguntó él-. De ella o tuya.
-Eso no importa. Hay antisépticos. Pero lo siento.
El dio la vuelta al libro y miró el lomo.
-Los faraones -leyó en voz alta-. ¿Lo entiendes, Esther?
-Trata de la Tierra -dijo ella, y añadió-: no, no exactamente. Pero he captado la idea

general -añadió con vacilación-. Trata de los gobernantes y sus mujeres.

-No debe importarte que el libro se haya manchado.
-¿Quieres saber por qué ocurrió?
-Si quieres contármelo.
-Una chica lo cogió porque está celosa. Cuando terminó la pelea, entró un soldado. Era

su chica, y él se ofreció a detenerla por mí. ¿Y sabes por qué? Todos piensan que
duermes conmigo.

-¿Eso piensan? -preguntó sonriendo.
-¡Te das cuenta del poder que eso me da!
-¿Lo entiendes tú, Esther?- preguntó él a su vez.
-Empiezo a entenderlo. Imagino que si lo hicieras -dijo con voz dura-, si lo hicieras y me

dejaras embarazada, sería todavía más poderosa. Sería la madre del nuevo líder.

-Eso es posible, la hipótesis -añadió él-. Pero no me confundas con Anderson.
Es demasiado viejo. Ni siquiera puede desearme, pensó ella después.
¿Pero se trataba sólo de que él no se molestaría en desearla? Los sentimientos de

Esther estaban expuestos ahora, tratando de encontrar algo que los encubriera en los
amplios espacios desnudos de su mente. Trató de experimentar repulsión por la edad
física de Standish, pensando en la argamasa arrugada de la carne de él frotándose contra
la suya. Pero no conseguía imaginar ninguna unión con él en estos términos.

Pensó en Abishag (de la Biblia de Anderson), la virgen enviada para consolar al rey

David en sus últimos años. La joven Abishag peinándose el cabello negro ante la mirada
remota del rey David, que se asemejaba a dos zafiros engarzados en una corteza de
árbol. Pero el rey no la conoció.

De pronto había cumplido diecinueve años.
Ese verano había estado muchas veces en la ciudad de Arriba. Se había aprovechado

de su privilegio tácito, olvidándose de las tareas de la colonia de Abajo. Pero había
recurrido de nuevo a las tuberías del corredor como medio de salida, para evitar a

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Standish. Como al principio, había vuelto a sentirse mal en su presencia. Paseaba por
entre las ruinas, se tostaba, los soldados le hacían muecas y las mujeres se apartaban de
su camino, por lo que estaba sola.

Después, la estación cambió. Sintió que su propia vida era barrida por el viento con las

hojas cobrizas que cubrían las calles abandonadas. Le afectó un ansia... ¿pero de qué?
Abajo, incluso dormitando en su camastro, sentía una limitación, las paredes del túnel la
sofocaban.

Casi con un sentimiento de rencor, en una de las escasas visitas que hacía a las

habitaciones de Standish, escribió en el manual:

Los otros son suficientemente felices. Son ovejas. Pero yo me ahogo. Tengo

diecinueve años. ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué se supone que debo hacer con los
conocimientos de mi vida?

(Su ortografía había mejorado. Lo observó al volver a leer otras cosas que había

escrito, y rehízo las palabras mal deletreadas, con correcciones excesivamente marcadas
por la cólera que sentía.)

Dejó el manual abierto, allí donde él no dejara de ver lo que había escrito. No estaba

segura de lo que quería que él le dijera. En realidad, como era de esperar, no dijo nada.

Ese invierno falló el generador.
Esther estaba en el refectorio, ayudando a alimentar a los niños. Entre un segundo y el

siguente se produjo una negrura total. Parpadeó y al abrir los ojos estaban ciegos.

Las mujeres y los niños gritaron. Se produjo un aterrador alboroto y se derribaron

objetos, y de pronto una voz (desconocida) chilló:

-¡Esther! ¿Qué hacemos?
-¡Guardar silencio! -gritó ella-. Eso es lo que vais a hacer. Arreglarán la luz en un

minuto.

Y pensó: Supongamos que no pueden... supongamos que todos los sistemas fallan...

¿Cómo podré encontrar las tuberías en la oscuridad?... ¿Cómo podré salir?

Tenía un trapo en la mano y lo sujetó como si nunca fuera a soltarlo, mientras un niño

asustado se cogía a su vez a su falda. Sus ojos, por la ceguera, se habían abierto tanto
que parecía que iban a ocupar toda la cabeza.

Después las luces parpadearon y se encendieron. La habitación se llenó de débiles

risas y llantos. Esther separó al niño que tenía agarrado a las piernas y salió. Se sentó en
su dormitorio.

Debo irme. Irme Arriba. La próxima vez puede ser la última. No debo quedar atrapada

aquí abajo...

No le dijo a Standish lo que sentía, ni lo escribió en el manual. Pero desde ese

momento, un pánico constante comenzó a crecer en ella, el miedo a estar bajo tierra.
Para ella había dejado de ser natural. La mayor parte del tiempo esa fobia era débil, se
refugiaba en el fondo de sus pensamientos. Pero a veces, especialmente en los sueños,
salía a la superficie. Luchó contra ello lo mejor que pudo. Razonó que no había más
probabilidades de quedar atrapada Abajo por el hecho de tener miedo. Pero también
intentó aprender el camino por los túneles y corredores por medio del tacto, con los ojos
cerrados.

El invierno había abandonado la ciudad. Las ratas mordisqueaban los libros y vestidos

históricos de la Casa de las Maravillas, las gaviotas se extendían como trapos blancos
sobre los prados silvestres, y las palomas copulaban con entusiasmo y con grandes
aleteos plateados.

Hacía dos meses que no había visto a Standish. Iba raras veces al apartamento, y

siempre muy tarde, para sustituir los libros leídos y llevarse otros, evitándole.

Un oscurecimiento, hacia las cinco de la mañana, llegó a las habitaciones y lo encontró

sentado en la silla de cuero blanco, al lado del globo de luz blanca.

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Ella se había acostumbrado, o creía haberlo hecho, a que él pareciera leerle la mente.

Pero ahora se sintió sorprendida, cuando vio que él estaba esperándola, sabiendo cuál
sería el instante de su llegada.

-Hola, Standish -dijo-. Es muy tarde para que estés levantado.
-Imagino que también para ti.
-Sólo he venido para devolverte esto. Lo dejaré aquí y me iré.
-Espera un momento -dijo él.
Por alguna razón, sintió una agitación en su estómago. Sabía que él iba a decirle algo,

algo que inconscientemente ella había estado esperando todo el tiempo, y que no quería
escuchar. Sintió un impulso a salir y escapar. Pero se obligó a quedarse y dijo:

-¿Sí?
-Siéntate, Esther.
-Estoy bien así, gracias.
Quería mantener una distancia entre ellos, un instinto primitivo e informe le decía que la

huida sería más fácil si estaba de pie. Pero Standish se puso también de pie y fue junto a
ella, poniéndole las manos en los hombros. El globo blanco brillaba tras él; en los planos
irreales de sombra en los que había entrado su rostro, ella pudo ver claramente por una
vez a un hombre de la mitad de su edad.

-Esther -dijo él-. Eres muy joven.
-Estás diciendo algo evidente -dijo ella moviéndose bajo sus manos.
-Hace tres años, cuando entraste por primera vez aquí, me preguntaste si no había

dejado de elegir a un hombre para que asumiera la jefatura después de mí porque tenía
miedo a ser asesinado. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas lo que había escrito en el manual?

-No sentías ningún deseo de elegir a nadie. Te parecía un ejercicio inútil.
-Así es, Esther. Son unas palabras perfectas. En aquel momento eso era totalmente

cierto.

-¿Me estás diciendo que has encontrado a alguien ahora? -dijo dándose cuenta de que

le resultaba difícil hacer la pregunta. Se quedó mirándole fijamente.

-Sí, lo he encontrado.
-No -dijo ella-. No lo has encontrado. Porque no quiero hacerlo.
El no le soltó los hombros, y añadió:
-Examina las razones que tienes para negarte. Y después dímelas.
-Por una cosa -dijo despreciativamente-. Soy una mujer. ¿Crees que aceptarán a una

mujer?

-Sí. Con mi bendición oficial, y siempre que descienda de John Matthew Anderson.
-No sabes que yo sea hija bastarda tuya, Standish. Y nunca lo sabrás. Además,

piensan que me haces el amor, y el incesto es algo de trop aquí abajo. Ya ves que he
aprendido una o dos expresiones francesas para discutir contigo.

-Me he anticipado al problema del incesto -dijo Standish-. Tengo algunas dudas, y

ninguna prueba de que seas mi hija. Pero puedo inventarte una descendencia lógica de
una de las excursiones sexuales de Anderson. Por ejemplo, tu abuela materna. Anderson
pudo tener algo que ver con eso. El tenía entonces setenta años, y por lo que he oído se
encontraba muy bien. Entonces Jane, tu madre, tendría una cuarta parte de Anderson, y
tú una octava.

-Eso no es cierto.
-No, probablemente no lo es. Pero Jane ha muerto. Si tú afirmas tener sangre real y yo

te apoyo, nadie lo discutirá.

-¿Pero por qué iba a hacerlo? -dijo ella-. ¿Por qué iba a querer dirigir la colonia? No

hay una sola persona entre ellos que me importe. Las cualidades del liderazgo son la
amplia compasión, la unicidad en el propósito, el magnetismo personal: lo sé, lo he leído.
No me importaría que se cayera el techo y acabara con todos mientras yo pudiera salir.
Quiero librarme de esto. Carezco de altruismo, y no suscito apoyos.

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-Los apoyos vendrían por tu posición. Ya he visto todas las cosas que te permiten

simplemente porque suponen que eres mi amante. Se han acostumbrado a la idea de
hacer lo que les pides.

Esther hizo una violenta negativa con la cabeza.
-No quiero oír hablar más de eso. Nada más. ¿Por qué me elegiste?
-Los otros son los suficientemente felices. Son corderos -respondió él. Estaba citando

las palabras que ella había escrito en el manual, tal como le había citado a él-. Esther.
Esther, cuando tenían quince años, cuando la prohibición era una parte aceptada e
incuestionable de tu vida, fuiste Arriba. Fuiste Arriba.

-¿Y qué? ¿Y qué? -repitió-. Tenía miedo de quedar atrapada aquí abajo. Lo mismo que

ahora.

-Por eso, Esther, eres tan esencial para esta comunidad. Los hombres vivieron en otro

tiempo en la ciudad; ¿crees que van a seguir arrastrándose eternamente en el subsuelo?
¿Qué se van a quedar aquí abajo cómodos y complacidos? Alguna vez, Esther, se
producirán cambios, a pesar de los invasores, o por causa de ellos. Quizá nada cambie
en otros ciento cincuenta años. Quizá en mil. O quizá el generador falle para siempre
dentro de tres días. Suceda lo que suceda, sólo los hombres y mujeres cuyo instinto les
lleva Arriba y no Abajo podrán ganar y sobrevivir, y posiblemente persuadir u obligar a los
demás a sobrevivir con ellos. Aunque sólo sea por el ejemplo.

-No pensaste en eso. Escribiste en tu precioso manual que Abajo era lo único que nos

quedaba. No podíamos reclamar la tierra, tus arañas la tenían...

-Ciertamente. Escribí eso porque yo también me había vuelto demasiado complaciente.

La última vez que subí fue hace veinte años.

Esther se quedó con la cabeza alzada. Después, sin ver claramente la imagen más

joven que daba la lámpara de él, sintió el temblor repentino de las manos del anciano, que
se transmitió a sus hombros. De pronto una sola pregunta ocupó su cerebro, una
importante pregunta que eliminaba todas las demás. Le sujetó con firmeza por las solapas
de la chaqueta y se quedó mirando la silueta de su rostro.

-¿Por qué me dices esto ahora, Standish? ¿Por qué ahora?
Creyó que él le sonreía.
-No podemos vivir para siempre -respondió él con suavidad-. Dudo que pueda

acercarme al récord de Anderson.

Y ella supo que estaba muriendo. Incluso mientras estaba allí de pie, muriendo un poco

cada minuto. Mientras le sujetaba por la solapa, sintió que se le escapaba entre las
manos, como si fuera agua.

-¿Cómo lo sabes?
-Vi a Finch hace unos días.
-¿Y qué... qué te pasa?
-Vejez -respondió él-. Eso es todo.
Ella apoyó en él la cabeza y lloró, y él le acarició el pelo.

CAPITULO 5

La torre era desoladamente inocente; no había amenaza ni dragón. Ni siquiera era una

torre oscura, sino una torre de piedra gris iluminada por el sol.

La iglesia desmoronada, a la que había pertenecido la torre en otro tiempo, se había

convertido en un enorme jardín de rocas en el que abundaban los hierbajos. En la nave
había crecido una magnolia. Quizá cuando llegó el invasor la gente se amontonaba en la
iglesia, rezando y llorando para obtener ayuda.

Más allá de la iglesia, tras un bosque joven, estaba el dique del río. Más allá de la

piedra ornamental, un espacio profundo y ancho marcaba el curso de aguas poco

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profundas, hasta el otro lado, en donde se podía ver un perfil de ruinas. Cuando miraba el
río estaba pensando en el agua, pero vio un prado morado. Standish le había contado que
allí crecía un musgo alienígena, pero ahora el río estaba absolutamente cubierto de ese
musgo. Sobresalía el morro de una barca, que el musgo cubría lentamente, apropiándose
de él. En la superficie, suave como el terciopelo, nada se movía. Incluso bajo ella parecía
lo bastante sólido como para poder andar por encima, como si fuera un camino mágico.
Esther se dio cuenta de que se había quedado sin aliento, y se relajó. De pronto lo vio
todo con una mirada nueva, distorsionada y maravillada: el drama de las ruinas, la piedra
a la que las flores daban brillo, la alfombra regia que se extendía como una cinta violeta
en la distancia. Y de pronto todo le era aceptable, simplemente porque era hermoso.

Esther alzó la cabeza para luchar. Le pareció que aceptarlo porque era bello resultaba

idiota. Se dio la vuelta, en posición de desafío, y miró hacia el norte, al final del camino
morado.

Su desafío fue aceptado.
Finalmente vio al dragón.

En su vida había conocido todo tipo de miedo e inseguridad, pero nunca antes había

sentido ese terror absoluto. Parecía dejarle vacío el cuerpo, dispuesto para que una brisa
de aire lo rompiera o se lo llevara volando. Esa era la respuesta a una amenaza última.

El objeto estaba a media milla de distancia, río abajo, y aun así seguía siendo grande.

Se dio cuenta de que estaba contando las patas, como si puediera determinar lo que era
sólo por comparación. Ocho. Sí. Y en medio, descansando sobre ellas, el ovoide que
había descrito Anderson. La luz del sol daba sobre el objeto mientras éste giró
lentamente, primero en un sentido y luego en el otro, una y otra vez. Salvo eso, estaba
inmóvil, fijo sobre el musgo morado, como otra flor alienígena.

Pensó, en el fondo de su conciencia, que en realidad nunca había creído lo que decía

Anderson sobre los arañas, nunca lo había creído realmente, y por eso ahora estaba tan
sorprendida. Se aferró a la piedra, temblando violentamente, entrechocando incluso los
dientes, preguntándose si debía echar a correr o quedarse. Seguramente no la había
visto. Quizá sería mejor quedarse quieta. Y sin embargo, aquella cercanía hacía que la
médula se le saliera de los huesos, y todos los instintos que quedaban en ella se
prepararon para huir. Muy pronto tendría que escapar. No podía evitarlo. Ahora, ahora...

De pronto lanzó un grito.
El grito rebotó en la piedra que tenía abajo, traspasó sus órganos vitales y sus dientes,

como una vibración áspera que se dejó sentir mucho después de haber dejado de oírse.
Esther cerró con fuerza los ojos y soltó la piedra. Esta cayó al suelo y se quedó allí
produciendo un zumbido que murió en el pavimento.

Oía ruidos dentro de la cabeza, sudaba y se sentía mareada, pero se levantó y se

obligó a correr, manteniendo el cuerpo agachado, casi arrastrándose sobre el vientre.
Corno a través de los árboles, pasó junto a la iglesia y regresó a las ruinas.

Más tarde no recordó muchas cosas sobre su huida. Corrió sobre lugares podridos, a

través de las zarzas, cruzando inestables puentes de tablones y ladrillos desechos, muy
arriba, con la ciudad extendiéndose abajo, tambaleándose. Pero llegó a un abrigo, así se
lo pareció, a un grupo de edificios al borde de los desechos y los prados negros.

CAPITULO 6

La noche empezó a hacerse una hora después del mediodía, cuando grandes nubes

oscuras se aproximaron y la lluvia cayó a través del edificio con un sonido de arañazos.

Esther tenía frío. Hilos de sangre coagulada se pegaban a su piel. Ni siquiera sabía

dónde se había hecho los cortes y arañazos, pero había un lugar de la espalda que le

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dolía especialmente. Se acordó que había resbalado y se había golpeado contra un objeto
duro. Se enjuagó las manos sangrientas bajo la lluvia. Estaba muy oscuro y se alegró.
Eso le daba seguridad.

Cuando llevaba agachada allí, en el edificio, unas tres horas, su cerebro comenzó a

funcionar de nuevo, lentamente. Los pensamientos, como oxidados, empezaban a
moverse. Se hizo varias preguntas. ¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué no había escapado a
la Casa de las Maravillas, y había bajado por las tuberías hasta el santuario de Abajo?

Al principio aquello no tenía sentido para ella, el no haberlo hecho.
Algunos de los cortes tenían mal aspecto y podrían infectarse. Necesitaba que Finch le

mirara la espalda, y posiblemente también necesitaría mentirle. Y a Standish... a Standish
tendría que contarle lo que había visto.

Pero no se movió.
Levántate, estúpida. Levántate y vete. No te siguió, ni siquiera te vio. Y si le diera por

acercarse hasta aquí, no tendrías una sola oportunidad de llegar a las tuberías.

Se dirigió hasta la abertura del muro por la que había entrado. Pero se dio cuenta de

que no podía decidirse a salir, que no podía entrar en esa vasta confluencia de edificios
desmoronados.

De acuerdo, estúpida, pensó. Espera al anochecer, aunque no creo que pueda

oscurecer más. Entonces tendrás que hacerlo.

Volvió a sentarse, sintiendo el dolor. Irracionalmente, comprobó si tenía la pistola. Por

los perros. No tendría sentido utilizarla contra nada más.

Por el este no se oía nada. Aparte del repiqueteo de la lluvia, estaba muy tranquilo.

¿Dónde estaba? ¿Qué estaba haciendo? ¿Se había ido?

Se elevó la luna. Era muy brillante y hacía resaltar los bordes de la ruina como con una

radiación plateada, y se posaba sobre las grandes piedras blancas del pavimento en los
espacios abiertos por los que tendría que correr.

Esther se quedó de pie en la sombra, esperando a ser capaz de correr. Nunca había

atravesado la ciudad por la noche, sólo la había observado desde el museo. Era una
noche tranquila. Miró los perfiles que la rodeaban y luego hacia el este, hacia el río. El
cielo y la tierra parecían vacíos de cualquier objeto móvil. Ni siquiera un pájaro o un zorro.

Vamos... vamos...
Miró hacia afuera y repentinamente se descubrió a sí misma bajo la luz de la luna. El

pánico la sobrecogió, y entonces echó a correr.

El camino de regreso era largo, muy largo. A veces tenía que detenerse. Se metía en

los socavones y las cuevas de las ruinas para descansar. Bebía unos sorbos del frasco
para aliviar su garganta ardiente.

Todo estaba rayado o enrejado por las sombras y la luz, blanco sobre negro, negro

sobre blanco, blanco sobre negro sobre blanco. Al correr, el taconeo de sus pies
golpeando el suelo se mezclaba en su pecho, haciendo que pareciera que le latían dos
corazones. Después, cuando ya no pudo correr más, siguió pasando de una negrura a
otra, dando frenéticos bandazos de borracho.

Cerca de la medianoche, se levantó en la oscuridad, haciendo frente a la carretera

ancha, blanqueada, iluminada, que conducía a la Casa de las Maravillas.

Enseñó sus dientes.
Bien, lo hiciste.
No había sombras en la calle, pero esta vez no intentó correr. Sin pensarlo, le pareció

que había ganado la batalla al dragón de la Torre Oscura y a la luna.

Cuando había recorrido la mitad de la distancia, escuchó el sonido a su espalda.
os reflejos se apoderaron de su cuerpo. Rodó por el suelo y cogió la pistola en su

mano. Mientras estaba allí agachada, sobre el cemento blanco, surgió una figura de la
puerta de una casa, y fue andando hacia ella.

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Esther se puso en pie.
Era una figura humana. Un hombre. (Sí, al principio sus ojos habían subido hacia el

cielo, mirando el ovoide plateado y las patas de la araña.) Levantó la pistola para apuntar
al hombre.

-Quédate donde estás -dijo-. Aparta las manos de los costados. ¿Ves la pistola?
-La veo.
Obedientemente, él se había detenido en un margen entre la sombra y la luz. Esther no

podía verlo bien. ¿Qué estaba haciendo en la ciudad, Arriba? ¿Un saqueador? El manual
decía que los saqueadores habían vivido escondidos como si fueran espíritus durante
años en los almacenes en ruinas, comiendo los alimentos enlatados, amontonando
piedras preciosas robadas, relojes, pieles, hasta que por fin se les ocurrió que esas cosas
eran ya inútiles, puesto que el mundo había terminado. Chacales, había llamado
Anderson a esos hombres y mujeres, y sus grupos de exploración, cuando subían Arriba,
les disparaban indiscriminadamente nada más verlos.

-¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Esther. Su voz estaba crispada, pero sintió que

se había rehecho. Había arrinconado al otro.

-¿Que qué estoy haciendo aquí? -las manos del hombre se movieron con un gesto

espasmódico-. Dios mío... pasaba. Eso es lo que estaba haciendo. Cristo, el primer ser
humano vivo que veo en medio año y lo único que quiere saber es lo que estoy haciendo
aquí.

Su voz era ligera y no era muy alto, aunque por su delgadez podía dar la impresión de

mayor altura. Esther se había dado cuenta de que sus manos estaban bien formadas,
eran nerviosas y expresivas, y las utilizaba mucho. Se movió un poco a su alrededor,
manteniendo la pistola levantada, para llegar a un punto desde el que la luz le iluminara el
rostro. El no movió la cabeza y dejó que ella le mirara; sólo la siguió con los ojos. Su pelo
era largo y muy fino, de color castaño claro. Ella no podía estar segura de sus ojos, pero
parecían vidriosos y reflectantes. Una barba escasa crecía en su estrecha mandíbula. La
piel, incluso bajo el brillo fotográfico de la luna, tenía el aspecto vital de quien ha vivido
mucho al aire libre. Las ropas estaban descuidadas y sucias, como cabía esperar, y la
camisa estaba rasgada.

Más bajo que ella, no parecía mucho mayor, aunque unas líneas horizontales

profundas marcaban su frente. De pronto le sonrió. Sus dientes eran buenos y muy
largos, como los de un lobo.

-Bueno, bueno -dijo él-. Vaya una inspección. ¿Te decides a comprarme?
Esther retrocedió.
-¿Cuánto tiempo llevas aquí?
-¿Dónde exactamente?
Había algo peligroso en él, no podía negarlo. Podía olerlo, como si fuera un incendio.
-¿Tienes algo de agua? -preguntó él con cortesía.
-Responde a mis preguntas y luego yo lo haré a las tuyas. Todavía puedo dispararte.
-Eso sería muy imprudente. Haría mucho ruido, y ellos tienen un oído excelente. ¿No lo

sabías?

Esther sintió que se le erizaba el vello del cuello y los brazos.
-¿También lo has visto?
-Es difícil no verlos, ¿no crees?
-¿Dónde?
-En el río. En el mismo lugar que los viste tú, imagino. Llevan un par de días

patrullando por ahí. Pero todavía no se han acercado aquí. Probablemente no lo harán, a
menos que algún estúpido dispare una pistola o haga algo parecido.

Esther lo examinó cuidadosamente. El le devolvió la mirada. Ahora era casual, casi

urbana. Ella dio la vuelta a la pistola, sujetándola por la boquilla, y le hizo un movimiento
indicándole que le siguiera.

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-De acuerdo. Nos cubriremos. Allí dentro. Camina delante y no intentes nada.
El la obedeció, y dándole la espalda afirmó:
-No estoy armado, y, si piensas en ello, no tendría ningún sentido intentar nada. No

llevas ningún alimento que mereciera la pena robar. Por lo que sé, la pistola podría ser
falsa. O podría dispararse y herirme. Y en cuanto a ti, estoy seguro de que no piensas que
quiero violarte.

Subieron los escalones de la Casa de las Maravillas, entraron por las anchas puertas al

vestíbulo con sus columnas de mármol y suelo de mosaico. La oscuridad se reducía allí
por la luz de la luna que traspasaba los ventanales rotos. Sin embargo, no podía verle
muy bien. Se colocó delante de él y le indicó que se separara un par de metros.

-Si no querías nada -dijo-, ¿por qué me seguiste?
-Dios mío. Ya te lo dije. Eres el primer ser humano que he visto en medio año, la

primera mujer que he visto desde Dios sabe cuándo... no, no, no entiendas eso
erróneamente. Es sólo un cambio. ¿Me entiendes? La verdad es que nunca he pensado
unirme a una sangrienta amazona. Pero tú tienes bonitas piernas.

-Ese es tu problema.
-Apuesto a que sí.
-Entonces te diré algo por lo que sí puedes apostar. Si he de hacerlo, puedo meterte

una bala entre los ojos y estar a salvo antes de que algo pueda venir hasta aquí.

-¿Y cómo creer que lo harías? Una vez que miran, pueden verte con toda facilidad.
-No en el sitio adonde voy.
El levantó la cabeza y lanzó una maldición.
-¿Es que vas a ir... Abajo? Dios mío, había oído que existían grupos... pero pensé que

era mentira, ¿De verdad tienes un escondite bajo el suelo?

Esther guardó silencio un momento, sujetanto la pistola con tensión, y añadió:
-Puedo tenerlo o no tenerlo. Eso no te importa.
El avanzó y ella levantó la pistola, dejándola caer otra vez. La luz de la luna le dio en

los ojos y brillaron como si estuviera llorando.

-No vas a dispararme ni a dejarme aquí, ¿no es cierto? Con esas cosas por ahí...

escucha, chica. No sabes lo que es esto, cómo he estado viviendo... cómo he tenido que
vivir...

-No -dijo ella-. Cuéntamelo.
-¡Que te lo cuente! -exclamó elevando la voz-. Tendrías que haber estado aquí. Sobre

todo diques, diques que apestan, viejos graneros en el invierno, en otro tiempo éramos
cinco o seis. Y tanto frío. El lujo era un puñado de leña que quemar. Enfermas por el frío.
Toses tanto que se te salen las tripas y los dedos se te pudren... ay, lo he visto. A veces
una casa, compartiendo la basura con las ratas, y si tienes suerte comes ratas, y algunas
frutas caídas y negras como postre. Todo el tiempo esperándoles, y después corriendo,
ocultándote. Cavando agujeros en el suelo, tumbándote en la inmundicia, rezando. Alguna
vez encuentras a un amigo atrapado en la nieve con la pierna rota por tres lados, gritando,
y tienes que pegarle para que se calle, para que ellos no le oigan y vengan. Algunas
veces ves un hombre, o una mujer, aunque eso no importa, después de que ellos han
terminado. Imagino que ya sabrás eso, cómo chupan la sangre, dejando sólo la corteza
del cuerpo -exclamó con los ojos destelleantes-. Y luego, por un capricho del destino, te
das cuenta de que eres el único que queda. Y durante medio año, corres, te escondes,
rezas y te congelas... siempre sólo, y ya.no hay razón para seguir vivo, pero sigues. Y por
la noche te muerdes las manos de terror porque piensas que eres el último ser humano
vivo...

Esther movía ligeramente la cabeza, pero no por su monólogo. Se sentía remota e

imparcial.

-Entonces te has imaginado que vengo de una colonia de Abajo y quieres que te lleve

allí.

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-Sí. Puedes apostar a que sí. Sí.
-Una cosa que pareces haber aprendido es la importancia de toda la unidad y no la de

sus panes -dijo ella-. ¿Qué podrías aportar a esa hipotética colonia si te permitiera llegar a
ella?

Estoy hablando como un jefe, pensó Esther.
El se hecho a reír. Parecía borracho. De pronto se acercó hacia ella moviéndose con

oscilaciones, pero no mirando a la pistola, sino a su rostro. Tenía los ojos humedecidos,
pero estaba sonriendo.

-Dama de hierro, escucha. Haré cualquier cosa por ir... cualquier cosa. Sé leer, y

físicamente soy fuerte... puedes imaginarlo tú sola. He sobrevivido ahí fuera. No seré un
estorbo para vuestros recursos. Mira, tú llévame allí y déjame hablar con alguien.

-No me supliques -dijo ella. Aunque en realidad no pensaba que él estuviera

suplicando. A pesar de todo, parecía muy seguro de que podría ir con ella, adonde fuera
necesario-. ¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad?

-Tres días, o cuatro... ¿qué importancia tiene? -puso sus manos en los hombros de

ella, ignorando totalmente la pistola-. Escucha... ¿cómo te llamas?

-Esther.
-Escucha, Esther, llévame contigo. Por favor, Esther. Haz que dejen que me quede.
-Quieto -dijo ella liberándose de su manos-. La decisión no será mía.
En realidad lo será, ¿no es cierto?, pensó.
Líder. ¿Entonces eso es importante para mí?
Sí, de pronto era importante, porque era una parte de Standish. Y... su destino, todo lo

que podía suceder. Y además, había visto al dragón.

Quería encontrar a Standish rápidamente, contárselo.
El hombre la miraba. ¿Tenía miedo de ella? Parecía tenerlo, o quizá sólo era miedo a

que ella se fuera y le dejara atrás, en el exterior. Esther pensó en lo que él le había
dicho... en cómo chupaban la sangre de un cuerpo dejándolo seco... como vampiros...
Anderson había hablado a menudo de eso. Entonces la humanidad debe mantenerse
unida, ¿no es cierto? Contra un enemigo así.

-De acuerdo -dijo ella de pronto. El hombre levantó la cabeza, como antes-. Te llevaré

Abajo.

El siguió sonriendo, y se movió, como si se frotara contra ella, de la forma en que lo

hacían los perros en los tiempos en los que tenían dueño.

Esther abrió el frasco de plata de John Matthew y se lo entregó.
-Ahí tienes agua. ¿Cómo te llamas?
Su actitud se había alterado ligeramente. No parecía tener ya un interés particular por

ella.

-Cury -dijo-. Sólo Cury.
Algo en su nombre parecía divertirle o complacerle al pronuniarlo, y volvió a decirlo de

nuevo, alargando la «u»: Cuury.

-Bebe agua, Cury -dijo ella-. La necesitarás. El viaje hacia Abajo es difícil.
Nunca antes había recorrido las tuberías en compañía. La experiencia le resultó

desagradable. Se arrastraron, escarvaron y se deslizaron sobre el vientre, agarrándose
para no resbalar entre la corrosión y el barro. Los sonidos y movimientos de su cuerpo
tras ella, el olor a su sudor y esa sensación de su miedo, aumentaban la claustrofobia de
Esther. En la oscuridad, él se mostraba terriblemente asustado. En una o dos ocasiones
gimió un juramento.

-¿Está lejos todavía? -susurró él.
-Sí -le contestó ella con voz cortante-. No pienses en ello.
No estaba segura de que él fuera a resistirlo. Ella misma sentía las punzadas de dolor

en el cuerpo.

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Finalmente, extendió las manos y sus dedos encontraron la escotilla que conducía al

apartamento. Ya había decidido entrar por ahí. Quería que Standish viera lo que estaba
haciendo. Pero tendría que entrar primero y advertirle sobre ese hombre.

-Cury.
-¿Sí?
-Voy a entrar primero. Tendrás que esperar.
El emitió una risa nerviosa.
-¿Qué? ¿Quieres que me quede aquí?
-Te dejaré pasar en cuanto pueda.
-¿No lo olvidarás? De acuerdo. Tú eres el jefe, Esther.
Se deslizó los centímetros que le faltaban y abrió la puerta metálica. Al levantarse para

cruzar la puerta, notó que la magulladura de la espalda le dolía como si la tuviera
quemada. Debió lanzar un grito, pues enseguida Cury le respondió frenéticamente.

-Todo va bien -dijo Esther. Empujó hacia él la puerta de la escotilla y le dejó encerrado

en la oscuridad.

También estaba oscuro en las habitaciones, el oscurecimiento. Hacía mucho tiempo

que no entraba de este modo, y era muy tarde. ¿Estaría dormido Standish? No escuchó
ningún sonido. Se dirigió al área de la cocina, pasó por el baño de los azulejos blancos y
entró en el espacio claro en donde estaba la galería y se encontraban los libros y pinturas
en sus nudos sombríos de color dorado.

La lámpara del globo estaba encendida. Lo vio enseguida, sentado en el sillón de cuero

blanco.

-¿Standish?
A su lado había un libro, cerrado. Algo en el libro cerrado le preocupó. Se acercó a él y

vio que estaba dormido.

No pudo ver nada ahora tras la piel, en los ojos jóvenes, ni en la caverna saludable de

la boca, pues tenía ambos cerrados. La única luz daba un brillo muy fuerte. Parecía muy
viejo, desecado y blanqueado por la luz de una concha inanimada. De pronto supo que
estaba muerto.

-Standish -dijo de nuevo, pero se levantó y metódicamente buscó el pulso ausente, los

latidos ausentes, le levantó el párpado y lo sacudió. Y lo dejó tranquilo.

No tenía ningún sentimiento; todo el cuerpo parecía habérsele dormido. Se encontraba

vacía. Se había olvidado de quién era, o por qué estaba ahí. Se sentó a los pies de
Standish, se apoyó en el sillón y se quedó mirando ciegamente hacia adelante, hacia la
nada.

CAPITULO 7

Cuando Cury llevaba ya en el sucio conducto casi media hora, empezó a toquetear la

escotilla, tal como la chica había hecho.

Al principio no la movió. El sudor le caía por el rostro y el pánico le estrangulaba. El

viaje hasta Abajo casi había acabado con sus reservas, pero quedarse allí tumbado,
esperando, era lo peor. La estrechez oscura de la tubería, el hedor y la limitación
amenazaban con superarlo. Un grito ahogado de terror empezaba a deslizarse por él
como si fuera gas. No tenía ninguna idea nueva, ni se le ocurría nada que pudiera hacer.
¿Le había abandonado? Esa perra... ¿le había engañado? ¿Estaba la puerta cerrada?

Entonces se abrió la escotilla. La traspasó, cayó jadeante y cerró la puerta con

estrépito. Una vez cerrada, se dio cuenta de que no veía nada, a menos que supiera
exactamente dónde buscar. Pero él no lo sabía. Aquí también estaba oscuro, pero el aire
olía a limpio, a antiséptico. Le pareció estar en una cocina, con una pesada unidad para

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congelar y calentar los alimentos. En alguna parte, lejos, podía detectar el débil latido de
un generador.

Se limpió el sudor del rostro y comenzó a avanzar precavidamente. Le podían estar

esperando; ella podía haber buscado a algunos tipos. Cruzó un baño funcional que le
permitió salir del área de la cocina. Gradualmente, la oscuridad fue dando paso a una luz
blanca. Llegó hasta el umbral de un gran salón, amueblado cómodamente para un ser
humano e iluminado por una lámpara. Allí, bajo la lámpara, sentado en un sillón de cuero
blanco, había un anciano. A sus pies estaba la chica.

-Eh, Esther -le dijo con voz suave tratando de parecer amigable-. ¡Por Dios! No podía

soportarlo. Se estaba mal allí.

Ella no le respondió. Ni siquiera reaccionó ante su voz. El se dio cuenta entonces de lo

callados que estaban, los dos, como una pareja de figuras de cera en el museo.

Cury avanzó despacio, paso a paso. Ella no le miró. Se agachó junto a ella, extendió

una mano y le tocó la mejilla, ligeramente, con un dedo. Era una acción peculiar, como de
un perro, si los perros tuvieran manos o dedos.

No cambió la expresión de sus ojos pero dijo:
-No me toques.
-¿Qué sucede? ¿Esther? -pero ella no le contestó, y Cury miró a la máscara callada

que tenían encima-. ¿Está muerto el viejo?

Esther seguía sin decir nada, por lo que Cury se puso de pie y observó la máscara

meticulosamente.

-Sí, está muerto. ¿Era algo tuyo?
Esther... no dijo nada.
Cury se dio la vuelta y salió.
La joven seguía sentada, como antes, y tres cuartos de hora después él regresó a la

habitación blanca y negra, mojado, envuelto en una de las prendas de toalla que colgaban
en el baño, comiendo fresas de un cartón.

-Te va a dar un calambre -le dijo a Esther.
Lentamente los ojos de Esther volvieron a centrarse y se fijaron en él. Estaba recostado

sobre las escaleras de la galería, comiéndose las fresas una a una, saboreándolas, con el
cabello negro y ralo por el agua, con una bata de Standish que era demasiado grande
para él.

-La has convertido en tu casa -le dijo ella, pero sin ningún tono en la voz. Sus ojos

estaban secos y parecían muy negros.

-Bueno, estaba sucio y encontré el baño -dijo él con toda naturalidad-. También tenía

hambre. Tengo un filete cocinándose. ¿Quieres?

Ella se levantó rígidamente y siguió mirándolo. El retrocedió claramente.
Esther se acercó a Cury y señaló su bata blanca.
-Es suya.
-No creo que la necesite ya.
Cury estaba nervioso, inquieto, y le sonreía con sus dientes, que parecían los de un

lobo al gruñir.

-¿Dónde está tu ropa? -preguntó ella.
-En el baño.
-¿Pensaste que te daría unas nuevas?
-Algo así -respondió él con zalamería-. Bueno, si no quieres que me ponga esto, me lo

puedo quitar.

En la forma que tenía ahora de comportarse había unas ganas de agradar implícitas.

Sonprendiéndose a sí misma, Esther se echó a reír.

-Haz lo que quieras, tengo que pensar.
Fue junto a la mesa en la que había jugado al ajedrez con Standish y se sentó allí,

dando la espalda al muerto, y al extraño ser humano vivo que estaba en las escaleras.

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Pudo oler el filete que estaba cocinándose. Recordó el primer filete que había olido en
aquella habitación, la primera vez que había llegado allí. Empezó a repasarlo todo, los
tres años, la frustración la cólera. Los fracasos, éxitos y alegrías. De pronto se echó a
llorar, pero no por mucho tiempo. La presencia del otro la inhibía y le hacía tomar
conciencia de que Standish ya no podía ayudarle.

Se dio cuenta también de que Cury le estaba tocando el codo. ¿Por qué Cury le

recordaba tanto a un animal?

-El anciano -preguntó Cury-. ¿Qué era?
-El jefe de la colonia -se quedó mirando a la nada y eligió con cuidado esa romántica y

arcaica palabra-: mi amante.

-¿Cómo? ¿Ese viejo dormía contigo?
Esther notó repentinamente que su cerebro era claro como el cristal.
Se dio la vuelta y miró a Cury, diciendo con exactitud:
-A veces dormía conmigo, pero lo que quiero decir es que me hacía el amor.

Competentemente. Estoy embarazada de su hijo.

Finch despertó cuando el pequeño timbre colocado encima de su camastro empezó a

hacer un agujero en sus tímpanos.

-Condenado Standish -dijo.
Levantó las piernas colocándolas al borde del camastro, y tomó conciencia de la

agnedad de su boca y de los ataques de indigestión nocturna recurrente que se estaban
produciendo en su estómago. Cogió un par de tabletas blancas de la repisa y las masticó
despacio mientras se ponía los pantalones y la camisa. Condenado viejo, ¿qué querría en
medio de la noche que no pudiera esperar? ¿Por qué no había buscado a Philips?
Enseguida pensó que Standish no hubiera utilizado el timbre personal por mero capricho.
Se acordó de la última vez; en esa ocasión fue por Anna, hace unos quince años.
¿Cuántos tenía él? Treinta y dos o treinta y tres, y Standish había cumplido los sesenta,
pero todavía era un hombre delgado, potente y guapo. Finch se detuvo, dejando los
dedos sobre los botones de la camisa, y viendo la escena de nuevo. La cama con la
pequeña y arrugada anciana, lo único que quedaba de Anna, la encantadora Anna, la del
pelo dorado. Standish estaba de pie en la puerta, excusándose cortésmente por haberle
llamado. «No podía darle nada más, no sin matarla», había murmurado Finch, como si
fueran niños jugando junto a una tumba.

«De todas manera se muere, Finch. ¿Cuánto le queda? Unos cuantos días, y sufre

mucho». Finch cruzó la habitación, sacó la jeringa hipodérmica y sonrió
tranquilizadoramente al cráneo sin sangre del rostro de Anna, la cual, increíblemente, le
devolvió la sonrisa de tranquilidad. Y luego la espera, mientras los ligeros vestigios que le
quedaban de vida desaparecían de ella, con Standish cogiéndola de la mano, por más
tiempo del que era ya necesario. Finch apretó los dientes. ¿No había nada que él pudiera
haber hecho?

El timbre sonó de nuevo. Finch dio un salto y uno de los botones se partió por la mitad

entre sus dedos. Cogió la chaqueta blanca, permanentemente sucia, sus bolsas de trucos
y cruzó la puerta.

No solía haber nadie en el pasillo que llevaba al apartamento de Standish, pero en este

oscurecimiento había allí dos soldados jugando a las cartas. De servicio. No se pusieron
de pie. Uno de ellos dijo insolentemente.

-¿Qué prisa tiene, Doc?
-Lo siento, no tengo tiempo para charlar -contestó Finch andando a paso vivo.
-Vale, ¿pero qué va mal?
Había inquietud en sus rostros. Su instinto les avisaba. Esos hombres no le gustaban,

pero le dejarían pasar. Dijo:

-Imagino que nada. Pero una vez que entre lo sabré, ¿no os parece?

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Ante la puerta vaciló, con los soldados observándole. El viejo estaba enfermo, el último

chequeo había sido malo. Nada concreto, pero todo el sistema mostraba signos marcados
de desgaste. Podía ser cualquier cosa. Un virus. Una caída. ¿Y si era algo serio, podría
Standish abrir la puerta, y si no era así, podría conseguirlo él, Finch?

Evidentemente, había una manera de hacerlo desde el exterior, pero Finch no la

conocía. Tenía húmedas las palmas de las manos cuando descolgó el tubo de goma del
locutorio.

-Standish... estoy aquí. Ábreme.
Vio, con gran alivio, que la puerta se abrió enseguida. Sin más preámbulos, entró y la

puerta se cerró tras él.

Se dio cuenta entonces de que quien estaba en la silla negra detrás de la mesa de

despacho negra no era Standish. Era esa Martineau, que se suponía era el capricho del
viejo.

-¿Y bien, joven? ¿Me llamaste tú? ¿Dónde está?
-Allí.
Sin saber por qué, la frialdad de Esther, su dominio de los controles del despacho, le

irritaron. Standish nunca debería haberle dicho cómo utilizarlos. Entonces vio que las
paredes de metal se abrían.

-¿Está muy mal?
-Es mejor que lo veas por ti mismo.
Entró en el apartamento y ella le siguió. Allí sólo había oscurecimiento, pues la lámpara

estaba apagada. Encontró a Standish en el sillón y antes de tomarle el pulso supo que
estaba muerto. A pesar de ello, su examen fue completo y muy severo.

Finalmente, levantó su cara seria hacia la chica.
-¿Cuándo sucedió?
-No lo sé. Lo encontré hace unas dos horas. Usted esperaba esto, ¿no es cierto?
-Dos horas... ¿por qué no me llamaste antes?
-Era ya demasiado tarde.
Quedarse por ahí, robando las cosas de Standish, antes de dejar que nadie entrara...
-¿Estabas con él cuando murió?
-No.
Te creo, pequeña lagarta. Pero aun así podrías haber sido la causa. Sí, así se ven las

cosas desde la perspectiva médica. Pero cuando realmente te necesitó, no estabas aquí.
No, tú no. Y con voz áspera:

-Deberías haberme llamado antes.
Esther lo miró fijamente con sus ojos negros. Había algo en ella que le molestaba.

Finch quería enfadarse con ella, con cualquiera. Cierto que había anticipado la muerte de
Standish, y había previsto la de Anna, pero la anticipación no te prepara, sólo subraya tu
indefensión, tu inutilidad; te quedas ahí al lado observando el lento avance que lo barre
todo. Y esa chica, que había dejado que Standish luchara a solas para cruzar el último
umbral, esta parásita, que se aprovechaba de los privilegios del líder, esta fulana de un
anciano...

-Por favor, Finch, siéntate -le dijo ella.
Aquello también le desconcertó. Ella parecía Standish.
-Joven, voy a estar demasiado atareado para sentarme.
-Te he dicho que te sientes.
No había cambiado nada, salvo que llevaba una pistola en la mano.
-Aparta eso, estúpida.
A Finch se le ocurrió que quizá Esther se encontrara en estado de shock, pero la

pistola tenía un silenciador y su mano era firme. Comenzó a sudar más, fue hasta una
silla y se dejó caer en ella.

-Eso está mejor. Preferiría no dispararte.

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-Estás loca, necesitas un sedante.
-¿Tabletas o jeringa? ¿Llevas una hipodérmica?
Sorprendido, realmente asustado, se acordó sin embargo de Anna, y no pudo decir

nada. Asintió con la cabeza.

-Enséñamela -le dijo ella.
Finch recuperó el habla:
-En nombre de Dios...
Esther levantó la pistola y disparó deliberadamente por encima de su hombro derecho.

La bala se hundió en la pared con un golpe sordo y mortal.

Silencio.
-Muy bien -dijo Finch-. Dame una posibilidad.
Buscó en el bolso de la izquierda. Sacó la jeringa de la bolsa de plástico. Ella era

irracional y debía tener cuidado.

-Aquí está. ¿Y ahora qué?
-Échala en la alfombra, junto a mis pies.
Hizo lo que le pedía, y por primera vez en la oscuridad notó que sus piernas y sus pies,

todo el cuerpo, parecían cubiertos de sangre seca. No era una lucha. Algo había
sucedido. Arriba. Todos decían que subía Arriba. Era evidente que lo hacía, pues había
visto su bronceado de vez en cuando... la chica era una pesadilla. Era algo nuevo, único y
poco amistoso. La pistola sólo formaba una pequeña parte de esa sensación. Cuando ella
adelantó un pie y rompió la jeringa de cristal con el tacón, pareció algo casi natural.

-Escúchame -le dijo él con mucha suavidad-. ¿Te das cuenta de que te hallas en muy

mal estado? Déjame que te vea.

-Más tarde -dijo ella-. Primero tendrás que hacer otra cosa. Fuera hay soldados, ¿no es

cierto? Oí que hablabas con ellos.

-Sí.
-Entonces los traerás a la sala de interrogatorio. Les dirás que Standish acaba de morir,

y que antes de hacerlo habló contigo. Te dijo que yo voy a tomar su lugar como líder. Me
designó a mí. Dicho sea de paso, me llamo Esther, pues dudo que lo supieras. Mi
liderazgo es válido por la línea sanguínea: mi abuela era bastarda de Anderson y no creo
que supieras eso tampoco; pero también porque llevo un hijo de Standish. Y tú verificarás
eso, Finch, porque me examinaste hace tres días y determinaste que estaba embarazada
de seis semanas.

A pesar de su miedo, la cara de Finch se oscureció.
-¿Y mientras yo digo todo eso estarás apuntándome a la cabeza subrepticiamente?
-Oh no, Finch. Lo dirás tanto si estoy aquí como si no, y con gran convicción.
-Puedes olvidarte de ello.
-Entonces te diré lo que sucederá si no lo haces -replicó ella con calma-. Aquí hay una

salida que ninguno de vosotros conoce. Está bien oculta. Dudo mucho de que alguien
pudiera encontrarla sin ayuda. Cuando hables con los soldados de ahí fuera, estaré
esperando junto a esa salida, escuchando cada palabra... ¿sabes que hay un altavoz por
el que puedo oírlo? Si dices algo que no me gusta, me iré antes de que puedas abrir de
nuevo la puerta principal. La salida conduce a otro punto de la colonia. Iré corriendo hasta
encontrar a los primeros soldados y les diré que acabo de ir a verte y que no estás en el
camastro, y que eso me asusta, porque Standish había descubierto que eras una
amenaza. Los traeré aquí. Encontrarán a Standish muerto y los trozos de una jeringa rota
en la alfombra. Yo les llamaré la atención sobre este hecho. Les diré que debes haber
matado a Standish. Es algo que he leído, se hace inyectando aire en una vena.

-¿Y piensas que alguien va a creerse todo eso? -preguntó Finch-. ¿Piensas que no les

contaré a los soldados del corredor tu estúpido plan? Te estarán esperando.

-Estás sudando mucho -observó ella-. Eso te delatará. Sabes que lo que digo

funcionará. No le caes bien a nadie, eres un doctor, estás en una posición que puedes

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actuar con nosotros como si fueras Dios, y eres un dios cruel, ¿no es cierto? Nos haces
daño físicamente y te las das de amigo íntimo cuando estamos enfermos. A los soldados
les caes todavía peor. La autoridad de ellos encuentra competencia en la tuya. Y además
hay otro doctor para ocupar tu puesto. El amable y agradable Philips. No es tan listo como
tú, pero su manera de comportarse junto a la cama es mejor. No, no nos gustas, Finch, no
te echaremos de menos. En cuanto a mí, soy respetada, soy la compañera de cama del
líder. El símbolo de su virilidad. Los soldados también me aprueban. Lo mismo que con
John Matthew, dicen. Así que vuelves a estar aquí sólo con Standish muerto, la jeringa
aplastada que indica una lucha, la problemática puerta cerrada que ninguno de vosotros
podrá descubrir. Y luego estoy yo, la chica del líder en otra parte de la colonia, llorando en
los hombros de los valientes hombres armados del líder. ¿A quién piensas que creerán?
¿Eh, Finch? ¿A ti o a mí?

-De acuerdo, de acuerdo -exclamó él con voz áspera-. ¿Y qué motivo tendría yo para

matarlo?

-Standish descubrió que habías estado engañando a la colonia, utilizando tu posición

con la llave para abrir la bodega y rebajar las existencias. Un pequeño, feo y molesto
delito.

-¡No bebo! -gritó.
-No en público. Quizá no lo hagas en público. Pero a solas, lo necesitas. Y eres un

ladrón, y ellos pueden lincharte, aunque el líder no quiera que te fusilen. Así que vienes
aquí con una aguja llena de aire... él es sólo un anciano. Y tú quieres seguir teniendo
acceso a esas botellas.

Finch sintió el dolor de su estómago como si le estuvieran dando cuchilladas.
-Bastarda. Tienes una mente sucia. Y deseas mucho todo esto.
-No -contestó ella-. Era Standish el que quería que lo tuviera. Pensó que era

importante.

-Entonces estaba senil. ¿Crees que vas a ser capaz de mantener el liderazgo. ¿Una

mujer? ¿Y qué sucederá cuando no tengas ese niño que no existe?

-Cualquiera puede hacerme un hijo.
Finch se fijó en ella y vio que estaba llorando, silenciosa y fríamente, aunque la mano

de la pistola seguía tan firme como una roca. Una extraña punzada de piedad atravesó
sus órganos vitales, junto con el resto de los cuchillos. Así que ella también amaba a
Standish. También ella quería por encima de todo llevar un hijo suyo en el útero.

-Mira, Esther, estás hecha polvo, sangras, y en estado de shock. Olvídate de todas

estas tonterías y déjame que te examine.

-Más tarde -volvió a decir ella-. Primero todo lo demás.
-¿Y si no entro en el juego? ¿Y si estoy dispuesto a jugar también mis cartas?
A través de las lágrimas, Esther le miró despreciativamente. Realmente le despreciaba.

Sus ojos llorosos de mujer expresaban claramente: ¿Tú? ¿Por qué me haces perder el
tiempo con esas cosas absurdas? Pero lo que dijo fue:

-Entonces te mataré. Te cogeré en el acto. Es arriesgado. Pero a ti no te importará,

porque tendrás una bala en el pecho -dijo hablándole con la mano de la pistola alzada.
Entonces él se levantó-. Cuando haya visto a los soldados, no te vayas con ellos,
espérame aquí. Tendrás que hacer algunas cosas con respecto a Standish. O puedes
recoger los trozos de jeringa... ellos ya los habrán observado, y si no es así, estoy segura
de que te dejarás algunos si es que más tarde quieres cambiar de historia.

Finch se dirigió hacia la sala exterior. Hacer aquello no era tan difícil. Y además, como

todos los de fuera eran unos bastardos, ¿a quién le importaba?

Después de haber hablado con Finch, a Esther le pareció que había estado soñando.

La puerta de metal se cerró, dejándole aislado en la habitación exterior. El doctor tenía el
mismo aspecto pálido y enfermizo que Cury en la tubería oscura y húmeda cuando ella lo

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dejó así. (Esther había encerrado a Cury en la bóveda del tesoro de David. ¿Seguía
esperándole allí en silencio, como ella le había ordenado? ¿O había dejado de existir?)

En ese momento Finch abrió la puerta y los soldados entraron corriendo. Ella les

escuchó por el altavoz, y oyó a Finch que decía y hacía todo según se lo había ordenado.
¿Era cierto todo aquello? El podía haberla engañado, o haberle arrebatado la pistola...
pero no, no era ése su estilo.

Había llegado el momento en que tenía que dirigirse hacia la escotilla oculta, abrirla y

arrastrarse por las tuberías para llegar a los corredores de la colonia. Pero se movía
lentamente, y la apertura de la escotilla era difícil.

En la tubería los cortes de su cuerpo se abrieron y el dolor le aclaró las ideas. Llegó a

los túneles en oscurecimiento y se dirigió hacia el baño de mujeres sin encontrarse con
nadie.

Los soldados llegaron mientras estaba en la ducha. Vio sus sombras perfiladas en la

pared de cristal de la ducha. Uno de ellos se aclaró la garganta.

-¿Es usted Miss Martineau?
Ella casi se echó a reír. Has elegido cuidadosamente tu momento.
Le contestó que era Miss Martmeau.
-¿Quiere salir de la ducha, señorita, por favor? Será mejor. ¿Ha estado esta noche en

las habitaciones del líder?

-No. ¿Por qué? ¿Algo va mal?
Esther se sorprendió de estar diciendo eso con tanta frialdad y claridad.
-Es mejor que salga, señorita.
Se envolvió en una toalla gruesa y salió. Había un sargento y tres soldados en posición

militar, los hombros hacia atrás, las cabezas altas, la mirada vacía.

-El líder ha muerto, Miss Martineau -dijo el sargento.
No pudo llorar ante ellos. Pero probablemente fue mejor así. No debían considerarla

débil. Procuró que sus rasgos se mantuvieran firmes, como los de ellos.

Le hablaron entonces del doctor Finch, le contaron lo que él había dicho, que ella había

sido la amante del líder.

-¿Y que estoy embarazada?
Se produjo una débil vacilación.
-Sí, señorita.
Miró a los soldados a los ojos, uno a uno.
-Standish quería que siguiera yo de líder. Al menos hasta que su hijo fuera lo bastante

mayor para sustituirme. ¿Se lo dijo al doctor Finch?

Los ojos del sargento estaban cuidadosamente vidriados.
-Sí, señorita.
-¿Acepta esto?
La vacilación fue más larga.
-Sí, eso es lo que él quería -dijo finalmente el sargento.
-Debe estar absolutamente seguro de que era eso -dijo ella.
-Sí, señorita.
-Entonces, para empezar -dijo ella con una autoridad fría y carente de emoción- deja de

llamarme «señorita». No quiero esas cortesías que concedéis a todas las mujerzuelas que
os lleváis a los túneles con el oscurecimiento -ellos se sintieron molestos, pero nadie le
discutió nada-. Si estáis dispuestos a mantener el último deseo de Standish, y
considerarme como líder de la colonia, me mostraréis la cortesía con hechos, no con
palabras. Desde ahora llamadme Esther. Sólo Esther. Al igual que habéis llamado a los
líderes anteriores por su nombre.

Se produjo la pausa más larga.
-¿Y bien? -preguntó ella.
-Sí, Esther -respondió el sargento.

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-¿Y vosotros?
-Sí, Esther -contestaron todos discordantemente.
La escoltaron hasta el apartamento y ninguno de ellos mencionó, ni dio a entender con

risas disimuladas, que estaba desnuda bajo la bata de felpa.

Los dejó en el corredor montando una guardia funeraria. Cerró la puerta interior del

apartamento y con ello completó el círculo.

La habitación negra y blanca estaba en silencio, y había en ella dos personas

sentadas, una de las cuales se puso de pie.

Finch no le habló mientras le cuidaba los cortes y magulladuras, envolviéndola en

vendas de gasa como si fuera una momia. (Ella pensó en Standish, que no se había
puesto de pie, enterrado como un faraón en un ataúd esmaltado, con un paño de oro
sobre la carne, las visceras separadas en frascos de alabastro.)

-Le incinerarán por la mañana -dijo ella. No había pensado decirle eso a Finch.
-Conoces las normas. La enfermedad empieza rápidamente y se extiende con mayor

rapidez todavía.

Y tampoco había esperado que él le contestara.
Cuando el doctor terminó su trabajo, lo despidió y quizá ambos vieron el brillo del cristal

roto en la alfombra.

Se encontró entonces a solas con un palo seco y blanco, sentado en una silla, roído

por la luz.

-Hice lo que querías -le dijo ella en voz alta-. Me lo pusiste difícil, ¿no crees? Y creo

que lo hiciste a propósito. Sabías que te estaban llegando los últimos momentos y no
dejaste testamento. Sólo necesitabas unas frases escritas y tu firma, sólo eso, para
convertirme en líder sin trampa, ni violencia, ni simulación de embarazo. Pero quisiste que
luchara por ello, ¿no es verdad? Quisiste hacerme saber que tenía que ser la reina de la
jaula de los ratones. Y estuviste seguro de que encontraría un modo para lograrlo. Pero a
lo mejor no funciona, ¿no lo ves? -no sabía por qué razón se sentía obligada a hablar con
él ahora. Ya no podía oírla, ni preocuparse de lo que dijera. Pero es difícil prescindir de
los hábitos. Se había acostumbrado a hablar con un Standish vivo.- Y además ni siquiera
sé, al fin y al cabo, si algo de esto me importa.

En ese momento vio una sombra más allá de la lámpara y fue a cerciorarse. Se

encontró con Cury. El estaba todavía vestido, y ella con la bata. A Cury el pelo se le había
secado y era tan fino como la escarcha bajo la luz incolora. La sonrió tímidamente.

-¿Vienes a iluminar mi oscuridad?
-Te dejé encerrado, ¿cómo lograste salir? -preguntó ella.
-La cerradura era vieja. La abrí con una de las herramientas que encontré en la

bóveda. A veces oigo voces en mi cabeza -dijo haciendo un gesto elegante y extraño-. Me
dicen Cury, querido, haz esto o lo otro, y sucederá algo maravilloso. Y esas voces me
dijeron que me levantara e hiciera esto y lo otro con la cerradura y fuera a llevar alegría a
la mujer de la habitación del muerto.

-Así que tú también has leído la Biblia -dijo Esther-. ¿Cuánto tiempo estuviste fuera?

¿Te vio Finch?

-No. Y no te preocupes que te guardaré el pequeño secreto. Este pequeño bastardo no

ha acabado de morder tu manzana. Pensé que era excesiva. El tan viejo y tú tan...
prístina.

Oír todo eso debió resultarle extraño desde el interior del armario de la galería que da a

la puerta de la bóveda. Caminaba con gran ligereza. Como un perro. Como un perro que
oye voces como... ¿cómo qué? Como un santo. Y que abre cerraduras.

-Tus ropas ya están secas -dijo Esther-. Cógelas y póntelas.
-Me siento cómodo así.
Ella se le acercó, como antes, sin prisas, y de nuevo sintió que se encogía. Está

esperando un arrebato de cólera, provocándolo; ¿por qué? Y de pronto, como

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respondiendo a ese deseo, ella se encolerizó. Echó hacia atrás el brazo y le golpeó, un
golpe furioso pero premeditado en el lado de la cabeza, con fuerza. Cury dio un traspiés y
cayó, más bien para escapar de ella, o gozando con ello, pensó Esther, que por la fuerza
de la mano.

-Haz lo que te digo, Cury. Vístete. Luego vuelve y te diré lo que has de hacer.
-De acuerdo -replicó él.
Oyó cómo se vestía rápidamente en el baño. Cuando regresó con las prendas

húmedas estaban limpias. Pero no importaba, la tubería se encargaría de eso.

-Escúchame, Cury, si los miembros de la colonia saben que has estado aquí,

compartiendo conmigo estas habitaciones, te matarán. ¿Te das cuenta? Se pondrán muy
celosos. Así que lo que tienes que hacer es lo siguiente. Vuelve a meterte en la tubería y
sigue por ella hasta donde se abre a los túneles. Es algo muy simple, no hay giros ni
conductos laterales. Sólo tienes que ir recto y saldrás.

-No me hagas regresar ahí -exclamó él. En su rostro había un miedo real, distinto del

otro, un miedo a lo irracional oscuro y maloliente de la tubería, que no respondería a
ninguna adulación.

-Cállate. Harás lo que te he dicho, o te dispararé yo misma, o llamaré a los soldados

para que lo hagan. Eres un intruso y no será ningún problema. ¿Prefieres la tubería?
Estupendo. Cuando salgas, estarás sucio y agotado. Si tomas todos los giros hacia la
derecha, encontrarás a alguien; o te encontrarán a ti. Les dirás que diste con la entrada
por accidente, y la seguiste hasta abajo. Ya saben que existe porque la he estado
utilizando yo. Pero no me menciones a mí, ni vengas a mi encuentro, ni digas nada
inconveniente. Espero no tener que repetir contigo los mismos razonamientos que me
oíste dicirle a Finch. Si se acaba produciendo una prueba de fuerza entre tú y yo, ante
ellos, me respaldarán a mí, y tú serás el perdedor. Te darán una paliza o te matarán. ¿Te
das cuenta clara de ello? Entonces adelante.

Se adelantó y abrió la escotilla invisible. Cury la siguió y se quedó de pie, mirándola

con fijeza.

-Es como una boca esperando tragarme -exclamó él con una risa nerviosa-. No hay

otro camino, ¿verdad? No estoy habituado a esto. Me gusta el espacio abierto, allí
arriba...

-No pierdas tiempo. Cuanto antes empieces, antes saldrás.
Se inclinó hacia la abertura, y se dio la vuelta para mirarla, como si estuviera

petrificado.

-Recuerda que nunca me viste -le dijo Esther-. No sabes nada.
Cerró la puerta tras él con un golpetazo, pero se quedó junto a la pared hasta que

escuchó sus movimientos ascendentes, que fueron desapareciendo por el conducto.

Se lo imaginó como una serpiente humana blanca arrastrándose en el vientre de otra

serpiente hecha de metal negro, barro y noche, con la vista cegada y la boca abierta en
un grito congelado. El tiempo podía terminársele en la tubería. Podía quedarse allí
trabado, morir y pudrirse. Ella no tendría que haberlo dejado vivo. Sin embargo, no tenía
derecho a quitarle la vida.

Inspeccionó la bóveda de la biblioteca y no encontró ningún indicio de la presencia de

Cury. Ni siquiera la cerradura estaba dañada, y la herramienta que utilizó para salir la
había vuelto a poner en su sitio. Pero en el suelo de la galería encontró el manual de
Standish. ¿Habría leído mucho? Limpió la tapa con la bata. Luego cogió la que se había
puesto Cury y la llevó a la zona de la cocina, para quemarla en el incinerador. Quizá
moriría y se pudriría en la tubería.

Esther abrió la mampara que daba al dormitorio de Standish y encontró la cama,

mucho más grande que un camastro, cubierta con una manta de lana blanca. Nunca
antes la había visto, nunca había dormido allí. Se quitó la ropa, apartó la manta, se metió
en la cama de Standish y se acostó.

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He dormido aquí a menudo. Con Standish. Concebí su hijo en esta cama.
¿Qué será, un niño o una niña?, pensó.
Se echó a reír.
A los soldados les había dicho que esperaba un niño, pues eso convenía más al

espíritu de la historia, a la dinastía.

Se había olvidado de apagar la luz blanca de la otra habitación; en sus sueños, se

convirtió en una luna grande y blanca; ella llevaba la corona grande y roja, y la luz brillaba
sobre su cuerpo dorado, y sobre la caja dorada que había a sus pies. Ella era Hatshepsut-
Nefer-Cleopatra, reina de Egipto, y la habían enterrado viva en la pirámide con el faraón
muerto, y pensó que se alegraba. Entonces Anubis, un hombre pequeño y delgado con
cabeza de chacal, la aduló, lamiéndole los párpados con su lengua de perro, mirando
hacia los lados con sus ojos del color del cristal.

-Osiris es ahora el rey de los muertos -dijo Anubis.
-¿Por qué está la luna en la tumba? -le preguntó ella, recordando el diálogo fonético de

Alicia... murciélagos y gatos, lunas y tumbas.

-La luna es un satélite muerto -dijo Anubis-. He estado leyendo el manual. Si

estuviéramos en Grecia, en lugar de en Egipto, estarías comiendo semillas de granada. Si
estuviéramos en Roma sabrías ya que soy el mensajero de los dioses, y que por petición
de ellos he venido a sacarte del sub-mundo.

-Anderson te habría disparado nada más verte, chacal -dijo ella.
Pero Anubis se limitó a ladrarle.

CAPITULO 8

Cury logró salir de la tubería y vomitó todo lo que había comido. Después se arrastró,

gimiendo, por el ramal derecho del túnel, y luego por otro ramal que salía del anterior
hacia la derecha. En alguna parte de la tubería un metal oxidado le había raspado la
frente. La sangre le caía por los ojos. Se había olvidado de que podía ponerse en pie. En
ese momento se desmayó.

Poco después, la rubia Patty vino por el túnel en otra dirección, con Steiner,

besándose, y bebiendo de un pequeño recipiente de plástico lleno de whisky. Patty fue la
primera en ver a Cury.

-¡Mira! Hay un hombre tumbado ahí. ¡Está muerto!
-No saques conclusiones tan pronto, estúpida.
Steiner se dirigió hacia el hombre, se agachó junto a él y le dio la vuelta.
-¿Está muerto?
-No, sólo frío -Steiner arrastró a Cury, lo apoyó sentado contra la pared, y le llevó la

cabeza hacia adelante, dejándola entre las rodillas-. Así está bien. Pásame el whisky.

Patty se acercó y se agachó. Le impresionó la extraña sedosidad del largo cabello del

hombre inconsciente, que briliaba bajo el oscurecimiento. Nunca había visto un pelo así
en nadie, salvo quizá en un niño. De una manera extraña le atraía. Quiso tocarlo.

El hombre emitió un sonido gutural.
-Con calma, compañero. Toma. Bebe esto. Tenemos más.
-No es ninguno de nosotros -susurró de pronto Patty. En su voz había miedo y una

amenaza inexpresable.

-Ya me doy cuenta. Déjale que recupere el aliento. Luego nos dirá quién es y lo que

está haciendo aquí. ¿Puedes hacerlo, compañero? Cuidado, ya has bebido bastante.

Steiner le quitó el whisky a Cury de las manos.
-Lo siento -dijo Cury-. Dios sabe que lo necesitaba.
Se dio la vuelta y miró a Patty. Ahí hubo algo familiar, por fin, una pieza de

rompecabezas que podría ajustar en su sitio. Ella reaccionó enseguida, como él sabía que

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haría. Sus ojos y su nariz se ensancharon, como un conejo oliendo una serpiente, pero no
se movió. ¿Estaría eso bien? ¿Estaría permitido? Parecía que sí. Cury le sonrió,
utilizando sólo el lado derecho de la boca, que estaba apartado del soldado. Como si
fuera un espejo, ella le devolvió la sonrisa. En cambio, la chica del pelo negro no había
sonreído.

-Bueno -dijo el soldado-. ¿Nos aclaras el misterio ahora?
-¿Misterio? Ah, claro -dijo Cury cerrando los ojos. La herida de la frente empezaba a

coagularse. Le preocupaba. Podía estar infectada y necesitaría antisépticos, y otras cosas
que probablemente no tendrían aquí-. Hay una entrada arriba. La encontré. Bajé por una
especie de tubería.

-Quieres decir que vienes de Arriba -exclamó Steiner con una actitud de preocupación

en el rostro. Aunque posiblemente no existía otro lugar del que Cury pudiera venir, quizá
se había equivocado.

-Sí, de allí... de Arriba.
-¿Y por qué? -dijo Steiner-. ¿Por qué viniste Abajo?
-Había oído rumores. Hay otros como yo, allí, ocultos. Se habla de grupos que viven en

antiguos abrigos, en túneles del tren. Los suburbios están llenos de... alienígenas. Preferí
arriesgarme.

-No hablemos de eso -dijo Steiner.
Cury se sorprendió. Pensó que quizá los «alienígenas» fueran aquí un secreto militar.

Todo el mundo se escondía de algo, aunque ya no se preguntara de qué. Soltó una
palabrota y trató de mostrarle a Steiner que lo sentía.

-Vale -dijo Steiner-. Ahora vamos a ver a mi sargento. Y luego al líder, por la mañana.
-¿Por la mañana? -¿qué podría significar esa palabra aquí?
-Ponte de pie -dijo Steiner, ignorando la exclamación de Cury.
Este se levantó, tambaleándose un poco. La rubia le ayudó a mantenerse.
-Esther -dijo Patty de pronto-. Debe haber entrado por el mismo sitio que ella, la

escoria, ¿recuerdas?

-No pronuncies nombres -replicó Steiner sin ninguna inflexión en la voz y cogiendo el

rifle que llevaba en el hombro. Miró a Cury por encima del rifle-. No es nada personal, sólo
por si acaso.

-Si sólo porque duerme con Standish -dijo Patty.
-Puede hacerlo, creo yo -añadió Steiner-. Cierra el pico.
Patty guardó silencio.
Todos empezaron a caminar.
-¿Y cómo te llamas? -preguntó a Cury, cogiéndole del brazo.
Se lo dijo.
-¿Por qué lo pronunicas de esa manera?
-¿De qué manera?
-Lo dices... -se echó a reír-. Como una especie de broma.
-Bueno, soy una especie de broma, ¿no crees?
-Venga, vamos.
Steiner se había quedado un poco atrasado. Les observaba, la forma en que Patty

movía las caderas ligeramente, por lo que a veces tocaba la del extranjero. Estúpida.
Probablemente quería engancharle a él, a Steiner, con eso. Pues tenía mala suerte.
Había otras muchas. Si quería un cambio, por él estupendo. De todas manera estaba
pensando en la chica Martineau desde la última vez que la vio con Patty. Resultaba
divertido. Había pasado un año desde que la había visto. Desde que la había visto
desnuda. A lo mejor se había vuelto a acordar de ella al acostarse con Patty. No había
ninguna regla que impidiera que te pusieras a pensar en las tetas de la chica del líder.
Pobre Standish... pero no. Había que darle la fama que se merecía. Quizá en algún
momento futuro, ¿no? El viejo no podía vivir eternamente.

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Patty y el extranjero dieron la vuelta a una esquina y se detuvieron, y Steiner, que iba

detrás, casi chocó con ellos. Cuatro soldados y un cabo cerraban el camino.

-Steiner. Regresa al cuartel inmediatamente.
-Sí, señor. ¿Qué sucede?
-El líder ha muerto -dijo el cabo.
-Mierda -respondió Steiner-. Señor.

Esther despertó en las tersas y calidad sábanas de la cama horas después de que los

generadores inundaran las habitaciones con la luz «diurna». No había dormido
demasiado, pero se sentía recuperada, con la mente limpia y vacía por unos momentos:
inocente. Escuchó entonces una voz que procedía del altavoz de la sala exterior, y lo
recordó todo.

La luz blanca seguía ardiendo, y el muerto estaba sentado. Al entrar en la habitación lo

miró. Las huellas de la vejez en su rostro se habían calcificado. Parecía hecho de piedra.

-No -dijo ella en voz alta-. No quiero mirarte más.
Parpadeó. Al cabo de un segundo los ojos se abrieron, jóvenes, la piedra se agrietó y

se desmoronó, y él salió de la crisálida, de treinta y ocho o cuarenta años, liberado por fin
de su prisión.

Ella se volvió hacia él, hacia su fantasía, con disgusto.
La voz seguía llamándola desde el corredor.
Apagó la lámpara y fue a la habitación principal. Conectó el micrófono.
-Señorita Martineau -siguió diciendo un hombre-. Señorita Martineau.
-Sí -dijo ella.
-Ah, señorita Martineau -repitió la voz con el tono vivo, ahora de la autoridad militar-.

Quisiéramos hablar con usted.

-Venís a buscar a Standish -dijo ella con voz plana. El soldado se había dirigido a ella

con el título erróneo. O bien sus instrucciones no habían sido totalmente transmitidas, o
ese soldado había decidido ignorarlas.

-No, señorita. Es otra cosa. Déjenos entrar, por favor.
-Si queréis hablar conmigo, esperad. En media hora estaré disponible -añadió con voz

firme, cortando los interruptores del micrófono y el altavoz antes de que él pudiera
replicar.

Habían encontrado a Cury. ¿Era eso? Sabía que no. Estaba tan segura de que Finch

no se habría echado atrás. Sabía de qué se trataba. La pequeña fantasía de Standish
seguía en su traje, abrumándola, tratando de quedarse. Y había llegado el momento de
pedirle que se fuera.

La primera victoria no había servido.
Tomó una ducha fría y bebió zumo de naranja helado. Se quitó los vendajes de Finch.

Las magulladuras estaban ennegrecidas, pero curarían. Maldiciendo, se dio cuenta de
que no tenía ropa, que había llegado allí sólo con la bata. Estúpida. Siguiendo un impulso,
abrió el armario de Standish.

Allí estaban colgadas sus prendas inmaculadas. Esas pieles desolladas le molestaban

y las apartó precipitadamente a un lado.

¿Qué podía estar buscando? Nada que pudiera valerle. Pero en la parte trasera del

armario había colgado un vestido de mujer, del color del humo azulado. Abstraída, lo
sacó. Estaba bien hecho, con las mangas pulcramente terminadas en los codos, bolsillos
y dobladillo, y un esbelto cuello plano. Le llegaría hasta los tobillos. Nunca antes había
visto un vestido semejante.

Esther sintió la boca seca y se lamió los labios. ¿Qué estaba haciendo ahí con las

cosas de Standish, esperándola a ella, ese fantasma del pasado? Con seguridad no lo
habían hecho para ella, pues al probárselo por encima del cuerpo, para ver cómo le
quedaba, descubrió que era un poco grande. Desprendía un aroma delicado a perfume

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algo enmohecido. El contacto con la piel no le resultó agradable a Esther, pero se ató el
cinto y fue ante el espejo. No tenía tiempo para alucinaciones. El cinto recogía la flacidez
de la tela y ahora el vestido podría haber sido suyo. Se lo ajustó; se quedó con él puesto.
Se peinó y tomó la pistola del cajón de la mesa. Poco después, con la pared cerrada a su
espalda, estaba sentada en la silla negra de la mesa negra de despacho. Puso la pistola
ante ella, entre las manos, y pulsó el interruptor de intercomunicaciones.

Le respondieron inmediatamente, aunque con cierta confusión.
-Adelante -dijo, abriéndoles la puerta.

Eran tres sargentos, cada uno de ellos acompañado de un cabo, y seis soldados. Sus

rifles colgaban de la espalda como palos de regaliz pulidos, y los uniformes raídos eran
como un símbolo de alguna resolución apagada e incorruptible.

-Buenos días -dijo ella-. Siento haberos hecho esperar. ¿Qué queréis? -preguntó con

cortesía. Standish lo habría hecho así.

-Señorita -dijo el sargento que había a su derecha-, parece ser que la última noche

hubo una mala interpretación...

Se detuvo, dejándole a ella que llenara el vacío con su nerviosismo o cólera. Pero ella

no hizo nada, se quedó mirándolo fijamente. El sargento se aclaró la garganta y prosiguió:

-Alguien tuvo la idea de que Standish la había elegido como nuevo líder, señorita.
-Alguien tuvo la idea correcta -recalcó ella.
Se produjo un corto silencio. El sargento se quedó mirando a sus pies, sonriendo, y

luego levantó la cabeza para sonreírle a ella.

-Pero señorita, ¿cree que podrá aceptar una responsabilidad semejante, incluso

suponiendo que usted, o el doctor Finch, entendieran correctamente al líder? Todos
sabemos que el líder... estaba muy encariñado con usted, señorita... y procuraremos que
sea muy bien atendida, y también el niño, por supuesto.

-Standish y yo estábamos relacionados. Mi línea sanguínea procede directamente de

John Matthew Anderson -dijo Esther categóricamente.

-Ah, señorita, la mitad de mis soldados dicen lo mismo, y posiblemente sea cierto en la

mitad de la mitad de los casos.

-¿Entonces está proponiendo, sargento, que uno de sus soldados sea el nuevo líder?
Se dio cuenta de que lo había cogido. El sargento parecía estar pasando un mal rato.
-¿Qué ha dicho, señorita?
-He dicho que parece estar rechazando mi reivindicación, mi reivindicación legítima, de

la que es testigo el doctor Finch. Siendo así, me interesa descubrir por quién trata de
sustituirme -hubo otro silencio, pero nada parecido al primero-. ¿Acaso usted mismo,
sargento?

-Eso habría que decidirlo.
-Ya veo -contestó ella, sintiéndose de pronto alegre-. Sargento, ¿cuál supone que es el

propósito de un líder?

El rostro del sargento perdió esa rigidez dolorida. Ella le había sorprendido. El no

estaba aquí para responder preguntas, sino para hacerlas. Esther pensó en todos los
libros a los que Standish le había dado acceso, pensó en las revistas amarillentas y los
manuales de armamento que había en los cuarteles. El sargento abrió la boca, pero volvió
a cerrarla.

-Quizá piense que el liderazgo es sólo un cargo tradicional, sargento -dijo Esther

cortándole-. Un espacio para una figura decorativa que no importa demasiado. Por eso
esta colonia podría pasar sin líder mientras los militares discuten el asunto. Supongamos,
sargento, que durante ese tiempo hay una emergencia. ¿Quién decide, quién coordina, y
quién acepta la culpa si algo va mal? Antes habló de responsabilidad. Pero no creo que
sepa el significado de la palabra. Llevo con el líder casi cuatro años. ¿Imagina que no me
enseñó nada?

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Uno de los soldados soltó una risita nerviosa.
Ella se volvió hacia él y le sonrió.
-Sí, Standish me enseñó cosas excelentes en su cama. Pero también fue capaz de

formarme mentalmente, puesto que su cerebro no estaba localizado en la ingle. Mientras
que es evidente que usted tiene ahí el suyo, soldado.

Ante eso, otros dos soldados se rieron en voz alta.
Se dio cuenta de que uno de ellos era Fry. Debo aprender todos sus nombres. Y más

tarde tendré que aplacarlos, decirles cuánto los necesito. Pero todavía no.

Se puso en pie. Era dos centímetros más baja que el sargento. Evidentemente, eso no

iba a tener importancia.

-¿Por qué estamos aquí? -le preguntó.
-¿Qué por qué estamos...?
-Sí. ¿Lo sabe usted? ¿Lo sabe alguno? -preguntó mirándolos directamente a sus

rostros descompuestos-. Estamos aquí, caballeros, porque el enemigo ocupa el planeta
Arriba. ¿Y quién es el enemigo? Janet Simpson, pensó ella misma a modo de respuesta,
vociferando en la clase de la escuela.

Los ojos de Esther se detuvieron en Fry.
-Los a... -empezó a decir, pero se detuvo al mirar al sargento, después se encogió de

hombros y terminó la frase-: los arañas, señorita. Así es como les llaman.

-Fry, no me llaméis «señorita». Llamadme «Esther».
-Los arañas, Esther-repitió Fry. Sonrió. Le gustaba el repaso que le estaba dando al

sargento.

Esther miró hacia atrás, hacia el sargento que lo estaba sufriendo.
-¿Y quién trajo la colonia Abajo?
-John Matthew Anderson, en el 2001 -respondió él.
Automáticamente, al pronunciar ese nombre y esa fecha, echó hacia atrás los hombros.
-¿Y por qué? -preguntó ella de nuevo. Esta vez había tocado la gran barrera

psicológica que era evidente en todos ellos, salvo en ella misma y en Standish-. Anderson
trajo Abajo a los hombres y mujeres para escapar de los invasores de la Tierra. Lo hizo
así para que pudiéramos permanecer como seres humanos, mantener nuestra libertad, y
para que pudiéramos luchar. Combatir contra ellos, caballeros. Algo que no parece que
hayamos hecho mucho.

-Combatirlos. Eso es imposible -dijo uno de los cabos.
Esther se volvió hacia él.
-¿Ha estado alguna vez Arriba?
-No, señorita... es... no.
-¿Y alguno de ustedes? -volvió a preguntar.
-Hay una prohibición -comenzó a decir el sargento.
Pero ella le cortó.
-Al infierno con la prohibición. Si ninguno de ustedes ha estado Arriba, si ninguno ha

visto nunca un araña, ¿cómo se atreven a suponer que no pueden combatirlos? -era un
argumento de reducción al absurdo, pero funcionó-. Standish estuvo Arriba -añadió
Esther-. Pueden recordar que en la época de David lo hicieron grupos enteros. Y yo
también, como saben, he estado Arriba con frecuencia. Y los he visto, a uno de ellos, a
esos arañas de ocho patas metálicas que son tan altos como un edificio. Lo he visto como
lo vio John Matthew, mi abuelo. Y creo, como creía Standish, y Anderson, que no vinimos
Abajo para quedarnos aquí hasta que el último miembro de nuestra raza muera. Anderson
pensaba que deberíamos convertir esto en un santuario, pero siguiendo como cuando
estábamos Arriba. Para observar al enemigo, para aprender a superarlo, para calibrar sus
debilidades, para finalmente intentar destruirlo, aunque para ello necesitemos veinte
generaciones. Vivir aquí abajo con las ratas es una sustitución, no un objetivo. A partir de
ahora, pensará en esto como tal. Mírense a sí mismos, hombres hechos y derechos

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echados a perder, pero no seguirá así mucho tiempo. Recordarán que estamos en guerra.
La próxima semana dirigiré al primer grupo de hombres en una exploración Arriba.

-Señorita -comenzó a decir el sargento. Esther cogió la pistola. Quitó el seguro y le

apuntó con ella a la cabeza.

-Standish me enseñó también a utilizar una pistola. Soy la única mujer de la colonia

que sabe hacerlo. No voy a abrirle la cabeza sólo porque no me llama como yo quiero.
Eso es un asunto menor, pero lo importante es su actitud general, y como sabe, un
soldado que desobedece a su oficial en tiempo de guerra es juzgado por un tribunal militar
y fusilado. ¿Quién soy yo?

-Esther -dijo el sargento.
Bajó la pistola. En los rostros de los seis soldados rasos el placer era evidente.

Recordarán esto, pensó Esther, y el desafío. Los jóvenes están hartos de patearse los
túneles a media luz, cumpliendo las órdenes de unos títeres. Lo que cuenta es la masa de
hombres. El alto mando puede cambiarse. Quizá piensen que es una broma pesada el
que los dirija una mujer. Pero se acostumbrarán a ello. O quizá vuelvan una noche,
consigan abrir la puerta y me estrangulen cuando esté durmiendo.

-Y ahora, caballeros -dijo ella-, creo que por el momento es todo. En media hora más

avisaré al doctor Finch y al doctor Philips, y a la guardia de honor habitual, para escoltar a
Standish hasta el crematorio. Yo diré las oraciones. Espero que estén presentes todos los
miembros de la colonia. Después quiero hablar a los soldados en el cuartel. Y no quiero
más... incomprensiones. ¿Hay alguna cosa que alguien desee decir?

El más alto de los soldados dio un taconazo.
-Sí, Esther.
-¿Y bien?
-Se encontró a un hombre en los túneles el último oscurecimiento. Un extranjero que

afirma haber venido por una tubería.

-Hay una que lleva hasta aquí -dijo Esther-. Yo misma la he utilizado. Muy bien. Puede

ser útil cuando empecemos a subir Arriba. Vigiladle, pero no le hagáis nada. Tendremos
que acostumbrarnos a encontrarnos ocasionalmente con extraños.

Pero no estaba pensando en Cury, apenas se acordaba de él cuando los soldados se

fueron en fila.

Tras cerrarles la puerta, volvió a la suite y cogió el manual. Empezó a escribir en él.
Ahora sé quién soy. Standish debió ser mi padre. En mí está Anderson y también

Caroline Elizabeth. Creo que incluso he llevado su vestido.

Sé lo que he de hacer. Tengo las ideas más claras que cualquiera de ellos, y eso es lo

que Standish me decía, de una manera u otra.

Recuerdo ese objeto sobre el río morado, como dueño del mundo. Y quiero derribarlo,

aplastarlo, desgarrar el musgo, los hierbajos, la hierba de colores... sus colores... y
construir sobre las ruinas. Es un sueño fantástico, pero hasta un sueño es mejor que un
oscurecimiento. Son muchas cosas... pero ni siquiera tengo veinte años. Tengo Tiempo.

CAPITULO 9

Los soldados habían enseñado a Cury a jugar al poker, apostando con sus raciones de

whisky. Eran tolerantes con él, jactanciosos, lo convertían en el blanco de algunas
bromas, pero no les disgustaba. Pues parecía estar siempre alerta, a veces hacía algún
comentario rápido para que se dieran cuenta de ello, aunque las bromas les resbalaran.
Tuvieron la impresión clara de que él los admiraba, pero no les temía. Ninguna de esas
impresiones era correcta.

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El doctor Philips, más cortés que Finch, le cogió cariño a Cury. Este respondió a sus

atenciones como si pudiera conceder una inmunidad permanente frente a toda
enfermedad. Otro error.

Cury iba vestido ahora con ropas nuevas de los almacenes, y las llevaba como si

nunca hubiera tenido ropa tan delicada o cómoda en toda su vida. Tercer error. Pero Patty
le había llevado la ropa, y eso podía prestarle cierto brillo.

-Yo misma cosí esa camisa. En realidad la hice para Steiner, pero él tiene muchas -

evidentemente, la camisa era demasiado grande para Cury-. Estás delgado. Abrá que
meterla un poco. Y tú tendrás que engordar.

-Muy amable, Patty.
-No hay problema.
Standish fue enterrado una hora después de la comida del mediodía, algo más tarde de

lo pensado. Para entonces ya le había dicho a Cury que estaba en libertad para ir adonde
quisiera.

Esther pronunció unas palabras religiosas sobre el cuerpo del anciano. Patty miró a

Cury y vio que éste estaba mirando a Esther con ojos brillantes. En una ocasión respiraba
con tanta rapidez que parecía estar jadeando. Luego, los soldados cogieron a Standish, lo
pusieron sobre la camilla y se lo llevaron.

-No durará mucho esa Esther -dijo Patty-. Están locos. ¿Cómo puede ser el líder una

mujer? Me pone enferma. Es tan rencorosa como un gato. Una vez me atacó. Sí, lo hizo.
Pero Steiner la detuvo. Me estaba golpeando -miró a Cury para comprobar el efecto de su
revelación. Los ojos de éste eran brillantes y se hallaban remotos y se lamía la boca.

-¿Sí? -dijo él.
-Bueno, tengo que irme.
Cury volvió en sí, recordó que se trataba de la amable Patty, y deseó que se quedara

para ayudarle a encontrar su camino.

-Bueno... es sólo mi turno de lavado. A mis manos les vendrá bien un descanso. Claro

que tendré que hacer doble turno durante diez días, pero no importa.

Patty descubrió con sorpresa que Cury quería realmente conocer el trazado del

complejo subterráneo. Parecía estar intentando memorizarlo todo. A ella eso le habría
aburrido.

-Entiéndeme, estoy acostumbrado al aire libre. Estar aquí abajo me asusta un poco.
-Como un niño pequeño. Necesitas que te cuiden.
-¿Me cuidarás tú, Patty?
-Ya veremos. Depende de cómo te portes.
Tomaron juntos la comida de la noche, y Cury habló con los vecinos de todas las

mesas, llevándose bien con todo el mundo. Preguntaba por todas las cosas que se hacían
Abajo, interesado, ansioso por aprender. Era una persona esencialmente compatible.
Como un camaleón.

Los soldados hicieron nuevas bromas, porque decían que nunca habían visto a Patty ir

antes con un civil.

Esta noche le llevará por el camino más largo.
Pero las jóvenes del refectorio querían conocer cómo era la vida Arriba, la vida dura

que él había tenido que llevar para sobrevivir, y de la que ellas estaban a salvo.

-¿Mala? -preguntó Cury-. Claro que sí. Tendríais que estar allí para saberlo. Te

acuestas en los diques. En invierno en graneros viejos. No hay nada que te dé calor... con
el frío, coges una tos que no sueltas. Te puede matar. Lo he visto varias veces. Persuadir
a un puñado de estacas para que ardan es un lujo. A veces encuentras una casa, pero
tienes que compartirla con las ratas. Si tienes suerte, en la huerta encuentras hortalizas
podridas como toda comida. Y todo el tiempo corriendo, manteniéndote agachado... -
(omitió decir de qué escapaba, pues era el tema prohibido.)- perdí a todo mi grupo en la
nieve. Después de eso, no había muchos motivos para seguir vivo. Pero había que

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hacerlo. Y por la noche, y allí la noche es realmente oscura, te sientas y te preguntas si
eres el último ser humano vivo.

Una de las chicas empezó a mostrar mucha simpatía, pero Patty la miró y ella recordó

que tenía que irse.

-Ten cuidado con esa perra -le dijo Patty-. Algunos soldados dicen que es un poco

bruja.

Cury sonrió.
-Todo el tiempo oigo el generador. ¿Está cerca de aquí?
-Sí, detrás de las cocinas.
-Y dime, si tenéis electricidad, ¿por qué hay lámparas apagadas en las mesas?
-Para utilizarlas cuando recargamos el generador. Una vez hubo un apagón...
-Lámparas de aceite -dijo Cury-. Y parafina... ¿también tenéis eso?
-Tú quieres saber mucho. Sí, tenemos de todo aquí. Ahora hazme alguna preguna

personal.

-¿Cómo tienes unos ojos tan bonitos?
-Sigue. Te diré algo que no preguntaste. Sé dónde algunos soldados guardan su ración

de whisky. Vamos a echar un trago. No lo echarán de menos.

-Astuta Patty -dijo Cury.
Cuando Cury la miró, Patty experimentó una sensación muy peculiar. Cuanto más

tiempo pasaba con él, más intenso se hacía ese sentimiento.

Cuando él no la miraba, parecía un hombre totalmente ordinario, y Patty se preguntaba

lo que estaba haciendo con él. Pero entonces él se daba la vuelta, y sus ojos, de un
extraño color gris claro, se encontraban con los suyos, y el sentimiento empezaba a
crecer de nuevo. Imaginaba que lo que él le dijera que hiciera, o dijera o pensara, ella lo
haría, lo diría o lo pensaría, fuese lo que fuese. Nunca antes había tenido una sensación
semejante. Le asustaba, y el miedo la excitaba. Era como estar en la oscuridad de los
túneles, más allá de las últimas luces, cuando el hombre con el que estaba era demasiado
sombrío, y podía ser... cualquier cosa, allí en la oscuridad, y tú no podías estar segura.
Esas veces eran siempre las mejores.

Cogió a Cury por el brazo y movió las caderas. Los soldados que había apoyados en la

pared se dieron codazos.

Donde los pasillos se convertían en túneles, lo condujo hacia un almacén lateral, en

donde la luz era muy oscura y parpadeante, y había latas de parafina unas encima de
otras, y cuerdas enrolladas como serpientes dormidas. Había algo en todo eso que
parecía conmocionar a Cury. ¿Quizá el estar a solas con Patty?

-Aquí está -dijo Patty-. Detrás de esa vieja estufa. Mira cuánto whisky. Los soldados no

saben que conozco su secreto -añadió echando un poco de alcohol en una lata y
pasándoselo a Cury-. Salud.

Cury bebió.
-Está oscuro aquí -dijo. Y le pasó la lata a ella.
-¿Te molesta la oscuridad? ¿Después de todas esas noches oscuras de las que

hablas? A mí me gusta la oscuridad. Bebe.

-¿Esther también bebe? -preguntó Cury.
-No, ella no. Es un ser de sangre fría.
-Pensé que no lo haría.
-Vamos -murmuró Patty-, no quiero que pienses en ella. No es buena para ti.
El licor se le había subido a Patty a la cabeza casi enseguida al combinarse con los

gases que soltaba la parafina. Se acercó a Cury, le rodeó el cuerpo con sus manos y lo
besó.

-Vaya si eres tímido. ¿No sabes nada mejor que eso?
-Hace tanto tiempo... -dijo él. Esa era otra mentira.

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Empezó a explorar la boca de Patty con la lengua, lentamente, casi inquisitivamente.

Ella se movió con impaciencia, abrió los ojos y vio que los de Cury estaban también
abiertos, y que él estaba examinando su rostro, observando su reacción. Eso la excitó
extraordinariamente. Se desabrochó la blusa y llevó las manos de Cury sobre sus pechos,
y él empezó a acariciárselos de la misma manera cuidadosa, completa y analítica, como
si tratara de descubrir de qué estaba hecha ella. Ella se estrechó contra su ingle.

-Oh, no -le dijo él suavemente-. No, Patty, no es eso lo que quiero.
-¿Qué quieres entonces? -preguntó ella sin aliento.

El joven soldado llegó silbando por el túnel en el oscurecimiento y se desvió para entrar

en el almacén. El regusto agrio del funeral del viejo se había unido al agrio regusto físico
de la cena, y necesitaba un trago. La noche anterior había perdido su ración de whisky al
poker, pero se había enterado de que Gibbs y Naylor a veces dejaban sus raciones detrás
de la vieja estufa, para cuando iban allí con alguna mujer.

Cerca de los límites del complejo, la iluminación no era tan buena. Lo primero que le

llamó la atención fue un sonido, el sonido de una rata. Al soldado no le gustaban las ratas.
Sacó y encendió su linterna, y recorrió con ella el almacén. Se dio cuenta de que las latas
de parafina estaban en desorden, y entonces vio cinco grandes ratas que había en el
suelo, junto a sus pies. Dos de ellas miraron hacia arriba, con ojos centelleantes, y luego
regresaron a su actividad interrumpida. Las cinco estaban lamiendo, como los gatitos de
un libro de ilustraciones lamen de una jarra de leche derramada. Pero la leche era roja.

Al principio el soldado no se dio cuenta. Rodeó las ratas y fue a mirar tras las latas. La

linterna iluminó otros ojos, pero esta vez no eran de ratas. Pertenecían a una mujer de
pelo amarillo y pañuelo rojo brillante que caía sobre sus pechos desnudos formando una
trenza desecha.

-¿Patty? -preguntó el soldado-. Vamos, Patty...
Patty seguía mirándolo, sin parpadear.
El soldado salió corriendo al túnel. Sacó su rifle y rompió el silencio con dos disparos.

CAPITULO 10

Cuando hablé a los soldados, escribió Esther en el manual, comprendí exactamente en

qué situación estaba. De hecho, esa comprensión me sobrecogió. Porque estaba contra
la nada. Nada en absoluto. Había estado escribiendo todo el día, escribiendo todo lo que
podía recordar, fuera trivial o importante, todo lo que había sucedido alguna vez entre
Standish y yo. Me parecía la única forma de sacar sentido a algo, al pasado, al presente y
al futuro, y a la forma en que me sentía, a las demoras y desganas de antes, y ahora a
este deseo de hacer, de conseguir: ¿se trataba sólo de que antes no tenía medios ni
poder? Cuando estaba indefensa, ¿ni siquiera podía empezar a verlo?

Cuando regresó Finch, con Philips y los hombres, para llevarse a Standish, casi no

podía permitírselo. Creía estar más allá de todo eso. Pero constantemente nos
sorprendemos. Seguía pensando, Dios mío, Dios mío, es la última vez que voy a verlo, la
última vez que podré tocarlo o hablarle. Pero no era él en absoluto, sólo sus restos. Finch
estaba blanco. Ni siquiera me miró una vez. Comprobó el cuerpo con tanta tenacidad que
me di cuenta de que estaba conmovido. Pero es un bastardo. Philips estaba hablador y
me contó algunas cosas más sobre el extranjero, Cury. El buen estado en el que se
encontraba, a pesar del corte en la frente, me dijo que debía saber cuidarse muy bien
arriba. A Philips le gustaba porque Cury le prestaba atención y le hacía sentirse
encantador y genial. Cury me preocupa. He tenido un sueño sobre él que no puedo
recordar. Pero no soy Anderson, no puedo disparar a otro ser humano a sangre fría, por

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extraño que me parezca. Extraño. Imagino que ningún ser humano es nunca tal cosa.
Sólo ellos lo son.

Asistieron todos al «funeral» de Standish, las ovejas de la colonia, halándose unas a

otras. Nadie parecía entristecido, ni siquiera preocupado, nadie me puso en cuestión.
Luego pronuncié mi discurso a los soldados. A ellos no parecía importarles nada. Lo
aceptaron. Algo se ha atrofiado Abajo, aquí en la oscuridad. Pero claro, para qué
preocuparse por Standish si él no se preocupó nunca realmente por ellos. Excepto quizá
como una especie de ejercicio mental, como una partida de ajedrez. Y por eso él no había
previsto nada, ¿no es cierto? A mí no es sólo que no me acuciara, es que nunca trataba el
tema. También él había caído víctima de la enfermedad. Había perdido el sentido de
finalidad del que carecen todos, y que sin embargo yo, no sé por qué, he adquirido.

Los soldados del cuartel respondieron a la idea de luchar contra los invasores. La

misma reacción que había visto antes en los más jóvenes. En cuanto a que su líder sea
una mujer, parecen haber aceptado ya ese hecho. Al fin y al cabo, los líderes son sólo
escaparates, ¿no es así? Nunca interfieren realmente. Cuando se den cuenta de que
pienso interferir constantemente, sin darse cuenta me habrán aceptado. Quizá entonces,
tras un intervalo conveniente, tenga el aborto. O quizá deje que alguna otra persona entre
en el secreto, y les dé el heredero, si es que soy fértil.

Standish ahora sólo es ceniza, cenizas negras en el fondo de los tubos

incandescentes, Standish, mi padre, el que si hubiéramos vivido en el antiguo Egipto
podría haberse casado conmigo. El faraón muerto, conducido al submundo por Anubis el
Chacal, conductor de las almas. A quien Cury no deja de recordarme...

Sigo recordando de qué manera me pidió agua Arriba, en la calle, a pesar de que había

llovido toda la tarde. Llovido. Y era un fugitivo que había vivido durante meses al aire libre.
¿Por qué no buscó una charca para beber? ¿Por qué quiso el agua de una cantimplora?

Esther dejó la pluma y se levantó. Contempló la habitación blanca y negra, y sus ojos

quedaron prendados inevitablemente en la vaciedad del sillón blanco.

-No es más que una silla -dijo.
Fue hasta ella y se sentó, y escuchó enseguida un alboroto violento.
Parecía provenir de la pared que había más allá de la cocina, ser transmitido por el

metal, en donde estaba la tubería, pero posiblemente venía de algún otro lugar, de más
allá de los túneles.

Oyó un disparo.
Y luego otro.
Esther se levantó de la silla lentamente, con los ojos desenfocados, escuchando.

¿Había una pelea?

No escuchó más tiros.
Era muy tarde; Esther miró el reloj. Casi sin pensarlo, sacó la pistola del cajón y se la

puso en el bolsillo del vestido azul. Fue a la habitación exterior, cerrando la puerta de
dentro, y contactó con el corredor. A veces había allí soldados, no siempre...

-¿Sí, Esther? -le respondió una voz masculina.
-He escuchado disparos, Steiner. ¿Qué está sucediendo?
-Nosotros también los oímos, Esther. Royce y Parrish han ido a verlo. Parece que han

sido cerca del almacén de parafina. Allí siempre hay algo de whisky, y quizá sea el motivo
de la pelea.

-Infórmame cuando lo sepas, Steiner.
-Sí -dijo él-, Esther.
Al regresar al apartamento, tomó el manual y escribió:
Alguien ha disparado. En toda mi vida había sucedido tal cosa.

No estaba segura de por qué había hecho eso.

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Entonces esperó. Y mientras esperaba vio las frases que había escrito antes y pensó

en Cury.

Escuchó entonces un ruido en el exterior, confuso, y el sonido del timbre. Salió y abrió

la puerta enseguida.

Steiner entró y la saludó, lo cual era más de lo que ella había pedido. Parrish y Royce,

sin saludarla, entraron después. Fuera, alguien se quejaba, y otro dijo:

-Anímate. Ten calma.
-Esther, han matado a una chica en el almacén. A Patty.
Esther sintió una pequeña sacudida en el estómago. La estúpida, hermosa, viva y

maligna Patty. Muerta.

-¿Cómo ha sido?
-No lo sabemos, se... Esther -dijo Parrish-. Pensamos que puede haberlo hecho una

rata grande.

-O un perro -añadió Royce-. Que haya encontrado la entrada, como ese tipo.
-Algo le desgarró la garganta -aclaró Steiner.

Fry y su chica estaban en uno de los corredores más oscuros y estrechos que llevan al

refectorio, demasiado lejos, en la zona este del complejo para haber oído los disparos.

Fry no había estado nunca antes con esa chica. Era muy joven y nerviosa, y

probablemente era su primera vez. Pero no le iba demasiado mal con ella, hasta que,
abruptamente, su cuerpo flexible y estremecido se puso rígido bajo sus manos.

El se hizo atrás y la miró. Su rostro revelaba el miedo y miraba por encima del hombro

de Fry, con los ojos muy abiertos, como en la ilustración de la chica de una de las
cubiertas de Real Murder.

Fry sintió un desagradable cosquilleo en la columna. Muy lentamente se dio la vuelta y

miró. Primero tras él, y luego por el corredor, que estaba vacío.

-¿A qué estás jugando? -preguntó Fry.
La chica contestó algo ininteligible, y luego empezó a llorar.
-Vi algo. Estaba ahí.
-¿Viste algo? ¿O sólo pensaste que sería divertido asustarme?
-Algo... en la sombra, allí de pie, mirándonos. Sonriendo...
-¿Qué era?
-Un... hombre... una especie de hombre...
-O es un hombre, o no lo es. ¿Quieres que te enseñe la diferencia?
-No... escúchame... había sangre alrededor de su boca, y por la camisa... pensé que

estaba herido... pero sonreía, sonreía, y sus dientes estaban sangrientos...

Fry la miró fijamente al rostro.
-De acuerdo, has cambiado de opinión. Pues bien, yo no. Así que lo vas a tener por las

buenas o por las malas. Pero lo vamos a hacer. ¿Cómo lo prefieres?

-Si no me crees -le dijo la chica sollozando-, mira en la pared.
Fry volvió a darse la vuelta, maldiciendo. Y allí, en la superficie encalada de la pared,

descubrió la huella de cuatro dedos rojos.

La chica, liberada de la sujeción física y mental, lloró con mayor vigor.
-Cállate, estúpida -le susurró Fry. Cogió el fusil, que había dejado apoyado en la pared.
Cuando la chica guardó silencio, se abrazó a él aterrorizada, y no se oyó el menor

sonido, sólo la respiración de ambos y el latido vago del generador. Fry se dio la vuelta,
con los ojos bien abiertos.

-¿Puedes... puedes oler algo... algo que se está quemando? -preguntó Fry-. Dios mío...

nos quedaremos aquí... no, espera, iré a buscar a alguien, rápidamente...

Fry partió a la carrera por el sombrío túnel, dejando a la chica atrás con el rifle

preparado sujeto con ambas manos-. Cristo -seguía diciendo-. Cristo.

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Tomó una curva del corredor y se dirigió hacia la izquierda, al refectorio. El olor era

más fuerte ahora, un olor a cuerda quemada, y a dulces humos avinagrados de petróleo o
parafina. La luz también era más brillante, pero parpadeaba.

Fry llegó a la entrada del refectorio, irrumpió a través de la doble puerta y se detuvo.
Lo primero era lo primero. El fuego no estaba encerrado tras las barras de un

incinerador, una estufa o el cristal de una lámpara, sino que era un fuego natural, vivo,
retorcido, y que crecía rápidamente como las hogazas doradas de un horno. Era una
enorme fiesta de fuego que mordisqueaba la serpiente de cuerdas ahumadas puestas
sobre las mesas y entre las sillas, o colgadas del bajo techo, cadenas de fuego, con aves
de fuego posadas encima, moviendo sus alas. Y tras todo esto, el carnaval anaranjado de
las ardientes cocinas, castañeteando, rugiendo y agrietándose...

Fry tosió por el humo. Apuntó con el rifle inconscientemente, cegado por las lágrimas y

el humo. Interiormente deseaba dispar al fuego.

Entonces escuchó tras él una risa suave y camarina.
Se dio la vuelta inmediatamente.
-¡Bastardo! -gritó Fry con una voz amordazada por el odio-. ¿Dónde estás, bastardo?
Pero no podía ver nada. Las chispas giraban y las ropas le quemaban sin llegar a

arder. Fry se ahogó y el rifle le cayó de entre las manos.

Y entonces el mundo desapareció a su alrededor.

La primera explosión fue muy fuerte, fue un estallido agudo que hendió el aire.

Inmediatamente después, las luces del oscurecimiento parpadearon un momento, se
apagaron, dejando un gran agujero blanco. En la negrura, la segunda explosión se
produjo con más suavidad, apagadamente, en un lugar muy alejado de la primera.

Entonces comenzó el grito, en la distancia, como en un sueño. Como algo que, si se

ignora, dejará de existir.

Esther sacudió la cabeza, tratando irracionalmente de quitar de sus ojos la negrura que

los llenaba.

Luego recuperó el control de sí misma.
-Steiner -dijo con una voz que parecía dejar cuentas de hielo en la negrura-. Royce.

Parrish.

Le respondieron con voces petrificadas. Muy lejos estaba el grito, y aquí el núcleo de la

tranquilidad. ¿Pero por cuánto tiempo?

-El generador -dijo ella.
-Puede ser. Esa explosión. El generador.
-¿Hay lámparas? -preguntó ella.
-En el refectorio, pero también han desaparecido con el jaleo. Debe haber algunas en

los almacenes del oeste. ¿Pero cómo llegaremos allí?

Se acordó del invierno en que falló el generador, la oscuridad absoluta con todas esas

lámparas a su alrededor, que nadie encendió aunque sólo estaba a unos centímetros.
Después había intentado familiarizarse con el trazado del complejo, guiándose con los
ojos cerrados. Sólo había deseado conocer el camino hasta las tuberias, que ahora
estaban precisamente detrás de ellas. Lo único que tenía que hacer era abrir la puerta y
pasar (las habitaciones conocidas), subir por la escotilla... y estaría allí, simplemente
necesitaría arrastrarse e impulsarse, como haba hecho tantas veces antes, hacia la luz de
la luna y el aire libre.

-Tenemos que conseguir llegar al generador, valorar los daños -dijo Esther-. ¿Tiene

alguno una linterna?

-No, Esther-dijo Steiner; ella pensó que Steiner había sido el que respondió a todas sus

preguntas-. No hay suficientes para que las llevemos todos. Se suponen que están
destinadas sólo a las patrullas de los túneles.

-Eso significa que algunos hombres las tendrán.

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-Posiblemente. Si mantienen la cabeza y se acuerdan de utilizarlas.
-¿Y adonde irán esos hombres? ¿Volverán al cuartel?
-Al menos eso deberían hacer.
Dirigió la mano hacia los controles de la mesa y encontró la señal que la comunicaba

con el cuartel. Pero nadie respondio. ¿Quién iba a prestar atención a un timbre? Con la
otra mano acariciaba el conmutador que abriría la pared y le daría acceso al apartamento
en donde le estaba esperando la tubería.

-Steiner -dijo ella-. ¿Cómo se llega al cuartel desde aquí?
El iba a empezar a decírselo, pero se calló.
-No -le dijo ella-. No visualmente. ¿Cuántos giros a la izquierda y a la derecha?
-Primero a la izquierda, luego a la derecha, unos cuarenta pasos, a la izquierda...
-Derecha -le cortó Parnsh-. A la derecha estúpido, ¿quieres que nos perdamos?
-Es a la izquierda -replicó Steiner con firmeza. Luego lanzó un juramento-. No, no lo es.

No estoy seguro, Esther. Uno se ha acostumbrado a abrirse camino con la vista.

-Lo sé -dijo ella.
Royce comenzó a maldecir. Esther sintió en la oscuridad el pánico y la cólera

electrizantes de ese hombre. Podía sentirlos a todos, los colores rojizos y blancos de sus
pupilas ciegas; podía oír cada respiración que tenían, y su propio corazón, y los líquidos
que se deslizaban por sus venas y órganos. Los sentidos se compensan unos a otros,
pensó dogmáticamente. El botón que la conduciría al apartamento parecía a su mano.
Vamos, pensó, abre la mampara y corre. Llévate a estos tres contigo si quieres actuar
como salvadora, si quieres compañía allí arriba. Pero vete... sal... ¡sal!

-Escuchen -dijo Esther-. Creo que puedo encontrar el camino hasta el dormitorio de

mujeres, y allí hay una lámpara... sólo una. Pueden tenerla encendida, o quizá la han roto
al intentar buscarla. Pero es una posibilidad.

-Si esperamos, la luz puede volver -exclamó Parrish con voz áspera-. Sabemos dónde

estamos. Pero si salimos, si nos perdemos...

-La luz no se reparará esta vez -le contestó Esther-. Si fuera posible, los de emergencia

ya lo habrían hecho. El generador ha explotado. Y todos conocemos perfectamente
nuestro camino, si nos arriesgamos a ello.

No funcionará, pero suena bien, pensó. Vamos pues, levanta la mano del maldito

interruptor. Levantó la mano y el botón se quedó pegado a su dedo como si fuera de
caramelo. ¿Qué estoy haciendo? Se dirigió hacia la puerta, procurando no chocar con
ellos, guiándose por el calor corporal que emitía el miedo de los soldados. En voz alta les
dijo.

-Manteneos cerca de mí, los unos de los otros, y pegados a la pared de la derecha.
Salieron. La pared estaba húmeda y fría. Se mantuvieron cerca unos de otros. Era un

juego, seguir al jefe. La cuerda de ciegos. No puedo soportarlo. Deseaba apretarse los
ojos con las manos para quitar de ellos la negrura. Al avanzar, imaginarios fuegos
artificiales atacaban sus pupilas, que casi le hacían saltar hacia atrás para evitarlos.
Quería agitar la cabeza, gritar, golpear la pared con los puños y desgarrar la oscuridad
por el medio, como si fuera un paño, con toda su fuerza. Pero seguía moviéndose
tranquilamente y apartando esas imágenes de su mente.

Al cabo de un rato, alguien llegó tropezando hacia ellos, jadeando, gritando, dando

traspiés. Esther captó el olor a sudor femenino, y unos cabellos largos rozaron su rotro;
entonces Steiner cogió a la chica y ésta lanzó un grito terrible.

-Cállate, no pasa nada. Ven con nosotros...
Steiner soltó una maldición y luego la lucha terminó, consiguiendo escapar la chica

hacia la nada fantasmal que les rodeaba.

-Estúpida bastarda... me mordió. Estaba loca...

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Sí, el instinto debería haberle indicado que se quedara con ellos, compañeros en el

abismo. Pero allí abajo los instintos se habían deshecho. Para la fugitiva, cuando su
mundo se deshizo, ellos debieron convertirse en fantasmas aterradores.

Por aquí, a la izquierda.
Pensó que debían estar pasando junto al almacén en donde Patty... se había olvidado

de Patty.

A la izquieda de nuevo. A la derecha. Seguir sin parar, sin pensarlo. Sólo para darse a

sí mismo una oportunidad.

-Esther... ¿dónde demonios estamos?
Era la voz de Parrish, atemorizada, que sonaba tras ella.
Olió el aire y su nariz se llenó del aroma a alquitrán y lluvia estancada que ella

relacionaba con los túneles situados al este del apartamento de Standish.

-Vamos bien. Estamos en los túneles. ¿Royce? ¿Steiner?
-Sí, seguimos juntos -respondió Steiner. También él mostraba tranquilidad en su forma

de hablar. ¿Le costaría el mismo esfuerzo?-. Por aquí parece todo más tranquilo. ¿No
deberíamos estar acercándonos a todo ese ruido?

Esther se dio cuenta de que los gritos habían bajado de intensidad. ¿Iban en la

dirección equivocada? No, no, estaba segura. Lo que sucedía era que los giros de los
túneles, esas colas de serpiente a izquierda y a derecha, les apartaban del ruido.

-Podríamos disparar un tiro para indicar que estamos aquí -dijo Steiner.
-Sí, deberías hacerlo -respondió Esther. Gracias a Dios, él es como una roca. Le

escuchó levantar el rifle, sin demasiada torpeza. Steiner, la roca sobre la que se construye
mi iglesia; el tiro, aunque se había preparado, la sacudió, lanzando adrenalina por todo su
cuerpo.

Un momento después reiniciaban la marcha sin hablar.
Esther podía oler ahora la parafina. Los almacenes estaban probablemente a la

izquierda. No, alguien se habría llevado a Patty al hospital antes de la explosión... Esther
se detuvo, y regresaron todos los otros pensamientos, sensaciones, miedos y olores. El
nuevo aroma era acre, y de alguna forma tenía color. Gris azulado, el color del vestido...
humo.

-Esther -dijo Steiner tras ella.
-Sí -respondió ella-. Fue una tontería no pensar en ello. Algo está ardiendo.
Parrish, gimoteando, lanzó un juramento.
-Cállate -le dijo Steiner, y Parrish guardó silencio.
-Alguien lo estará controlando ya -comentó Esther-. Pero será mejor que nos demos

prisa.

Comenzó a correr y los demás la siguieron.
Las ovejas no apagan incendios, pensaba Esther. Estarán corriendo y tropezando entre

ellos, presas del pánico; quisiera correr en la otra dirección. Pero ahora estoy
programada, mecánicamente. Sigamos, sigamos; giro a la derecha. A la derecha de
nuevo.

Y allí comenzó un ruido, un ruido nuevo, una corriente de susurros y murmullos,

traspasados de vez en cuando por una nota más fuerte, un grito o un gemido. A eso se
había reducido el griterío, pero era igualmente inútil. No había detrás ninguna motivación.
Peor todavía, a diferencia de los gritos anteriores, en éstos había un indicio de
consentimiento. Desesperanza. Resignación.

-Condenados estúpidos -dijo ella en voz alta.
-Necesitan que les animemos -añadió Steiner casi jovialmente.
En algún lugar alejado se produjo una breve animación, un griterío y un disparo; podía

ser una señal, pero Esther sospechaba que no era nada semejante. Steiner no hizo
ningún comentario sobre el disparo, y no respondió con otro.

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-Ha sonado por el dormitorio -dijo Esther-. Vayamos con cuidado. Por aquí hay

personas aterradas, y estamos casi en medio de ellas.

El sonido producido por el miedo absurdo estuvo de pronto muy cerca de ellos cuando

giraron hacia la izquierda, muy cerca y muy intenso, y al mismo tiempo era suave y dócil.
También había ruidos nuevos. El de una ducha abierta, y el de una mujer que gritaba un
nombre, quizá el de un niño. Todo enterrado entre los pliegues interminables del
terciopelo negro.

-Hemos llegado, Steiner. La puerta está aquí... ¿aquí? Sí. Extiende una mano. ¿La

tienes? Ahora con cuidado.

-¡Sue! -gritó Parrish-. ¿Estás ahí, Sue?
Royce se lanzó hacia adelante, y sus movimientos pudieron oírse a pesar de la

oscuridad.

-¡Cállate!
-¡Sue! -seguía gritando Parrish.
Steiner se dio la vuelta. Esther pudo escuchar la violenta bofetada. Debió localizar su

objetivo al tacto.

De nuevo el silencio, salvo los gemidos del dormitorio. No hubo ninguna respuesta a

los gritos de Parrish.

Esther no quería seguir adelante, tropezando con los cuerpos. Le repelía la idea del

contacto con los que se habían rendido. Pero Parrish había pasado junto a ella, lo notó
por el calor, y pudo oír cómo andaba con dificultad, y los pequeños gemidos que
provocaba en esa ciudad de ratones revueltos cuando él les pisaba la cara con las botas,
y escuchó también cómo llamaba a su novia, Sue.

-Steiner-dijo Esther-. La lámpara. Creo...
Pero la lámpara era mágica, aunque letal, y al escuchar esas palabras se encendió.
En la negrura se abrió un gra abanico rojizo. Esther adelantó las manos y cayó hacia

adelante mientras la tierra daba vueltas. El borde de un camastro la golpeó en la sien.
Esther no sabía si el estruendo procedía del interior de su cráneo o del exterior.

De nuevo gritos por todas partes. Oleadas de calor, golpes e impactos, que no eran

sino cuerpos vivos y apresurados. Chocaron con ella, pasaron por encima. Un pie
descalzo la golpeó en el costado al pasar. Pero ella apenas lo sintió. En algún lugar cayó
un camastro. Escuchó entonces un crujido y un murmullo por encima. El techo se viene
abajo, ¿importa eso? Sí. Sintió que se deslizaba bajo el agua. No, pensó. Se apoyó en las
manos tratando de levantarse. Se recostó en un camastro, con la cabeza colgando, y
alguien chocó con ella, derribándola de nuevo al suelo. Había sido tan difícil levantarse; y
ahora tenía que intentarlo de nuevo. Se esforzó un poco y luego se arrastró. Estaba en la
tubería, y todos los ratones con ella, tratando de pasarse unos a otros y salir fuera.

Alguien le pisó la espalda, no muy fuerte, y se fue. Alguien le pisó la mano. Cuatro

punzadas de dolor surgieron de sus dedos y murieron allí, dejando sólo un
entumecimiento. La mano izquierda. No importa. La mano de la espada, la mano de la
pistola, estaba bien... Steiner, dijo, o pensó que lo decía. ¿Por qué no me ayudas?
Standish, Standish. Trozos de escayola y piedras sueltas cayeron con estrépido sobre el
suelo desde arriba.

De pronto, el espacio que la rodeaba se aclaró. Abrió los ojos.
La visión. Un fuego lejano y rojizo. Podía ver.
-Todo está ardiendo. Tengo que levantarme antes de que se caiga el techo.
Se puso primero de rodillas y después en pie. Apoyó la mano izquierda en la pared

para equilibrarse y gritó. Tenía dos dedos rotos, pero no estaba segura de cuáles, pues el
dolor cambiaba. Se dirigió hacia la puerta, procurando no apoyarse en la pared. En el
corredor había un río negro que gritaba y gemía. Detrás, el pasillo era de color rojizo.

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Se recostó sobre la nueva pared, cuidadosamente, y el río había desaparecido.

¿Adonde habrían ido? ¿A las tuberías? Ni siquiera una cuarta parte de ellos podría
escapar a la vez de ese modo. Salió al corredor. En el suelo encontró el calcetín de un
niño. Eso era todo, salvo las marcas irregulares de manos sangrientas en la pared.

No quedaba nadie. Ni Steiner. Ni Standish.
No hubieran tenido necesidad de quemar a Standish. Hubiera bastado con esperar un

poco.

Caminando lentamente, Esther se fue alejando del fuego. Su cabeza le retumbaba. Era

como si todo el lado izquierdo lo ocupara un animal, que le clavaba los dientes en los
dedos, las garras en las articulaciones, y con su cola le azotaba el pecho.

-Juana de Arco fue quemada... oh, sí, ella fue la única que oyó las voces. Y Fausto

ardió en el infierno.

Las piernas le fallaban. Se sentó apoyándose en la pared.
Un aire frío y negro le dio en el rostro, procedente del extremo derecho del pasillo. Era

refrescante. Muévete, cobarde, pensó. Pero no se movió.

Un perro le estaba lamiendo el rostro.
Lo golpeó y saltó hacia atrás.
-Esther -dijo alguien.
Esther miró hacia arriba y vio una sombra agachada frente a ella en el corredor.
-Vamos, Esther. Te ayudaré. ¿No he vuelto por ti cuando vi que no estabas con los

otros?

-Cury. Cuuury.
-Veo que tienes los dedos rotos. ¿Qué te pasó? Vamos a ver si alguien te los arregla.
Esther sonrió.
-¿Es que te asusta volver sólo a la tubería, Cury? No te preocupes, no tendrás que

hacerlo. La mayoría de nosotros tendremos que quedarnos y asarnos.

-No. El fuego está siendo apagado. Y no necesitamos la tubería. Ven y te lo enseñaré.
Había humo en el corredor, pero ahora procedía de la derecha, y ya no olía a fuego.

Apenas había luz alguna, y la escasa luz no era rojiza.

Cury la cogió por la mano sana. Trató de tirar de ella para que se pusiera de pie.
-Vete al infierno -dijo Esther.
-Ahí es donde estamos, ¿no te parece? -le preguntó sonriendo. Estaba excitado-. El

infierno, tal como tu Standish decía en el manual. El submundo. Y Perséfone, que ha
comido las semillas de la granada, no quiere irse.

Algo se movió en su cerebro. Dejó que Cury tirara de ella, ayudó un poco y se puso de

pie.

-¿Qué es esto? -preguntó.
-Aire fresco que te da en el rostro. ¿No lo notas? Más allá se ha caído una parte del

túnel, y hay una salida. Una salida hacia arriba.

Sujetándola por la mano derecha, Cury empezó a correr. Sin darse cuenta de lo que

hacía, Esther corrió junto a él.

Doblaron una esquina y bajaron por un túnel. Tras ellos escucharon un sonido suave a

polvo caído. La carrera le hizo sentirse mal, y cerró los ojos.

De pronto tuvo mucho frío. Las ventanas de la nariz se le ensancharon al oler a

escarcha y plantas, el viento, la piedra fría y la savia: los aromas de la ciudad en
primavera.

Cury le tocó los párpados suavemente.
-Esther, mira.
Y ella miró.
Una gran escalera, con escalones reales incrustados entre los cascajos, los hierros

retorcidos y los ladrillos desgastados. Arriba un círculo de cielo, grisáceo en los momentos
anteriores al amanecer.

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Contempló el círculo y lo vio perfecto. ¿Cómo podía ser tan perfecto?
Cury tiró de ella. Empezaron a subir. Con una sola mano era difícil. Pensó que se

caería. Guijarros y otros materiales rotos que iban apartando a su paso caían a su
alrededor con estrépito. Unos jirones de tela se agitaban, recordando que por allí había
ascendido la multitud. Había un hombre tendido, atrapado entre dos chapas metálicas que
eran como unos brazos que se extendían rígidos y afligidos.

-No puedo -dijo Esther. Se quedó tumbada con el rostro apoyado en un escalón.
-Tienes que hacerlo -le dijo Cury. Bajo la difusa luz del cielo, Esther se dio cuenta de

que él tenía sangre en la camisa y en las mejillas-. ¿Quieres que te rompa otro dedo?

Se levantó y volvió a ponerse en movimiento.
-Eso está mejor -dijo él.
-Cállate -le gritó ella enfurecida.
Con vacilación, el círculo de luz se iba haciendo más y más cercano. Pasó junto a dos

cuerpos más, y con sorpresa reconoció que uno de los cadáveres era el del doctor Philips.

Ahora podía ver la luna, una luna de primavera que parecía un cristal. Trató de utilizar

la otra mano para cogerse al borde del círculo. Cury le ayudó. La última parte del viaje la
realizó aturdida por el dolor, el desagrado y el silencio.

Estaba tumbada en el pavimento de la ciudad, y sintió que había otras muchas

personas cerca de ella, agitándose, sollozando, murmurando o respirando. Cury se
arrodilló a su lado y le acarició el pelo.

-Ya estamos fuera, Esther.
Se sentó y le golpeó el rotro, espontáneamente.
Encima de ella, en el cielo, escuchó un fuerte sonido agudo que se transmitió también

por el suelo. Ya lo había oído en otra ocasión.

Esther se puso en pie.
A su alrededor, entre las ruinas de los edificios caídos, había hombres y mujeres

tumbados o sentados, y niños que lloraban. Algunos soldados se encontraban sentados,
inmóviles, con las armas en el suelo. Al otro lado de una carretera, al borde de un parque,
había un grupo de cuerpos de uniformes, y alrededor de éstos el suelo estaba quemado
por una especie de lava negra, y los árboles retorcidos como si fueran de alambre. Debió
ser un tiro de rebote. Anderson había dicho que un disparo a quemarropa lo reducía todo
a cenizas, árboles, suelo y hombres. Pero en el viento de la mañana había un olor a carne
quemada.

Esther se dio cuenta de que era la única persona que se encontraba de pie, salvo los

tres centinelas que había allí en formación triangular, uno al sur, el otro al este y el otro al
oeste, frente a la luna descendente. Arañas.

No se movían, salvo uno, que giraban ligeramente la parte superior. Brillaban bajo la

luz de la luna. Eran reales.

Esther miró a Cury.
-Esfúmate -le dijo ella despreciativamente-. Perro. Traidor. Tú provocaste el incendio.
-Claro.
-¿Por qué? ¿Qué quieren de nosotros? ¿Y qué eres tú? Eres un ser humano como

nosotros.

-Físicamente, no en otras cosas. No soy como vosotros.
-Y ellos son...
-Dioses -respondió Cury-. Omnipotentes. Tengo el honor de servirles. No tengas miedo,

creo que puedo cuidar de ti. También te considerarán útil.

-No cuentes conmigo, bastardo. Soy un ser humano. Y ellos son el vómito del espacio

negro del cielo.

-Pueden oír todo lo que digas -comentó Cury-. Y lo entienden, por si te interesa.
-Pues bien, que me maten. Y que muestren así lo listos que son.
-No malgastarían su energía -comentó él con orgullo en su voz. Orgullo por poderes.

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-¿Y tú, chacal, perro adulador, se supone que eres Mercurio, el mensajero de los

dioses?

Cury echó hacia atrás la cabeza, y Esther pudo ver la luna en sus ojos.
Algo más allá de las ruinas otro araña lanzó un grito. Uno de los que formaban el

triángulo de plata le respondió.

-Será mejor que descanses -le dijo Cury-. Nos pondremos en camino al amanecer.
¿Y qué hago ahora? ¿Echo a correr o levanto la pistolas y les disparo, para que me

maten? ¿Me mato a mí misma o asesino al chacal?

Pero no tocó la pistola, se limitó a caminar unos metros, para separarse de la

desesperada multitud. Pudo oír sus propios pasos y se sentó sola sobre la antigua
carretera, de cara al frío amanecer.

PARTE SEGUNDA - LOS OLÍMPICOS (El cráneo del caballo)

CAPITULO 1

El nunca le hacía el amor. Enviaba para eso a un sustituto. A uno de su propia especie.

Este se hallaba ahora tendido a su lado, de constitución fuerte y muy varonil, y le
entregaba a su cuerpo el calor y su piel dorada por el bronceado. Como la comida cuando
ella tenía hambre.

-Sabes que siempre me gustaste, Ess. Desde siempre me encapriché contigo. De

verdad. Aquella noche que murió él, Standish, recuerdo que estaba pensando en ti, que a
lo mejor nos uníamos alguna vez, cuando él... cuando él se fuera. Y cuando oí que estaba
muerto, casi me mordí la lengua. Eres grande, Ess, ¿lo sabes? Me haces pensar en uno
de esos perros de carreras que había antes... tenía una ilustración, un galgo. Vamos,
bésame de nuevo, como tú lo sabes hacer. Me gusta. ¿Dónde lo aprendiste? ¿Con el
viejo? Apuesto a que fue así, aunque él nunca... bueno, ¿a quién le importa si lo hizo?
Mejor para mí, ¿no te parece?, toda tú entera, tan nueva y tan dulce. Tienes unos pechos
maravillosos. Vaya si los tienes. Sigue, Esther. Bésame de nuevo.

Ella le volvió a besar, y, cuando terminaron de nuevo, él se quedó temporalmente

indefenso apoyado en la almohada, con la carne de Esther, sus largas pestañas, sobre
sus mejillas, mientras una pena la llenaba como si fuera dolorosa. Por él.

El melodioso sonido de una flauta sonó en la pared cercana.
-Mierda -dijo él-, Tengo que irme.
Se levantó de la cama y cogió la ropa, distinta del uniforme que había llevado siempre

antes, y se la puso.

-Volveré a verte -le dijo desde la puerta-. Pronto. Manten esto en orden.
-Te veré pronto -dijo ella-. Muy pronto, Steiner.
Nunca le había llamado por el nombre de pila, ni siquiera lo conocía. ¿Estaba mal que

hiciera eso con él y ni siquiera conociera su nombre? Probablemente era el nombre de su
padre, o de su abuelo. Eso había sido muy habitual en la colonia. Esther notó que su
cuerpo todavía latía por el doble encuentro; a veces él conseguía poseerla tres veces
durante la tarde; y cuando ella se levantó la vida de su semen, puro y ardiente, le cayó por
la ingle. Hoy no había experimentado ningún climax. Eso era lo habitual. Pero siempre
sentía placer en realizar el acto con él, al percibir su necesidad, su simple proximidad. A
Esther le gustaba el tremendo impulso de la sexualidad de Steiner, en la que no había la
menor vacilación. Al principio, cuando desapreció la incomodidad de la virginidad, Esther
llegaba siempre al éxtasis. Pero eso desapareció. Y sabía lo suficiente como para no
simularlo. El fallo, si así podía llamársele, estaba en ella. Ella no quería realmente la
distracción de un orgasmo, lo que quería era la prueba de fuerza y deseo de vida que él
representaba. Aunque ambas cosas resultaban inútiles. Y por eso, durante las tardes, ella

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lo mantenía vivo. Lo mismo que Cury la había mantenido viva a ella, para sus propias
necesidades. Y Finch, el doctor, conservaba la vida por sus conocimientos médicos.
Probablemente él les sobreviviría a todos. Del antiguo orden, de los habitantes del
submundo, sólo tres de ellos podía decirse verdaderamente que habían sobrevivido, con
independencia de cuáles fueran las perspectivas.

Poco después, Esther se levantaba de la cama. No tenía que ordenar nada; aunque

todo estaba construido de una manera normal, los materiales eran alienígenas. Las
almohadas, por sí solas, se hinchaban y alisaban por alguna presión interior del aire, y
también el colchón y el somier, cuando un cuerpo humano los abandonaba, se estiraban y
perdían todas las arrugas. No había cobertores. Las habitaciones se mantenían siempre a
una temperatura uniforme, como la de principios de un verano. Por otra parte, los
fabricantes de la cama habían sido insensibles a la idea de ocultamiento inherente en una
sábana.

Esther cruzó las puertas de cristal que se abrieron al acercarse ella y se cerraron

después, y salió a la alta terraza desde la que se dominaba la ciudad. Esta ciudad.

Había una ligera neblina, tal como solía suceder a primera hora de la mañana o a

última hora de la tarde. Las formas de la ciudad se elevaban por entre la neblina. Había
formas cuadrangulares, espirales pálidas, óvalos y pirámides, algunas de ellas muy altas,
y carentes todas ellas de rasgos, lo mismo que las sábanas, sin arrugas, como si nunca
hubieran sido tocadas. No se veían ventanas en la ciudad, y las entradas y salidas sólo se
hacían visibles cuando se abrían para el diversos tráfico que entraba o salía. Eran como
unas bocas redondas que decían «O» y volvían a cerrarse. Había calles entre los
edificios, y una especie de puente aéreo que unía algunas de las fachadas. Todo era de
un material claro carente de textura. Literalmente no tenían textura, pues Esther había
caminado algunas veces por la ciudad: el pavimento, si así podía llamársele, era como de
papel de aluminio, sin poros. En cuanto a los vehículos que utilizaban las calles, los
puentes y, frecuentemente, espacios de cielo, aterrizando casi silenciosamente sobre los
altos tejados, tenía como los edificios una gran diversidad de formas. Tantas que la propia
novedad producía una especie de indiferencia. No sabía lo que significaba ese tráfico. Al
principio se lo preguntó a Cury, pero éste le sonrió y le dijo:

-Barcos de los dioses. No sé. Olvídate de ello. No lo entenderías ni aunque te lo

pudiera explicar.

En aquella época había luchado constantemente contra él, aunque en aquella época

había luchado constantemente contra todo, con un gran esfuerzo. Aparentemente inútil. Y
por eso, dejó de luchar.

Salvo los murmullos que producían los vehículos al bajar o subir, la ciudad era muy

tranquila. Muy de vez en cuando, ese sonido chirriaba en las calles, el que significaba el
grito de una araña. Ya había aprendido, por percepción y sentido común nacido de la
familiaridad, que los arañas no eran en realidad los alienígenas. Eran simplemente otro
tipo de transporte, pensados para aterrorizar por el hecho de parecer sensibles, y por su
semejanza con una forma de vida no humana. Por eso, posiblemente, se había
equivocado Anderson. Le habían engañado. Pero él nunca estuvo tan cerca de los
hechos, ni durante tanto tiempo, como ella.

A veces, en la quietud casi profunda de la ciudad, también era posible escuchar el mar,

que estaba a un kilómetro de distancia. Hacia el sur, la ciudad llegaba hasta el borde del
mar, y tendía desde allí tres largos brazos de papel de aluminio a través del agua, hacia el
horizonte, y quizá más allá.

En esa parte había también, como era de esperar, un vehículo marino. Cuando

oscurecía, llevaba su vista desde el agua hasta el aire, hacia los puente y las calles, y
trataba de recordar cómo debieron ser las ciudades humanas que contempló Anderson en
su juventud, iluminadas, y recorridas por unos vehículos peculiares y rápidos. Había visto
los restos de algunos de ellos, pero nunca a ninguno entero; por eso le resultaba

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imposible visualizarlos adecuadamente. En cambio, los objetos alienígenas que ella veía
constantemente eran ahora algo cotidiano en su vida.

Durante el día, el cielo que cubría la ciudad no era realmente azul. No quedaba nada

de tierra. Las plantas, árboles y trepadoras que medraban en las calles, y que
esporádicamente conseguían crecer en los propios edificios, encontrando lugares
invisibles en los que crecer, pertenecían todos a la gama de una paleta morada, como el
musgo del río, pasando del malva y el lila al magenta, y del espliego a un añil morado casi
negruzco. Todas esas plantas habían teñido la atmósfera con una exhalación curiosa que
a su vez alteraba el cielo. ¿Era venenosa? ¿Acabaría por matarlos a todos, a los seres de
la ciudad? Muy probablemente. Pues en este lugar de la Tierra no había ya ni siquiera
tierra. Había sido cambiada, como quizá al final lo sería toda la superficie de la Tierra,
convirtiéndose en ese otro mundo, el de ellos.

Bajo la terraza había un pequeño jardín vallado con un prado de hierba de terciopelo

morado. En tres de los muros crecían trepadoras. El cuarto, en el que no crecía nada, era
un panel. A veces se levantaba, y unas formas incomprensibles salían. Su función, que
evidentemente la tendría, Esther la desconocía. Y si Cury lo sabía, no se lo explicaba.

Estaba ahora en el patio, pues acababa de llegar de la ciudad. Se quedó de pie

mirándola y después caminó por la rampa hasta la terraza.

-¿Lo pasaste bien, Perséfone?
-Como siempre que tú no estás aquí -contestó Esther.
Se dio la vuelta y regresó a su habitación.
Esa edificación cuadrangular en la que vivía Esther, unas veces sola y otras con Cury,

se parecía a las demás, aunque estaba algo alejada de ella, en una avenida abierta que a
su vez conducía al complejo. La mayoría de los otros seres humanos vivían en el
complejo, por lo visto miles de ellos, aunque Esther no sabía cuántos. En el edificio no
había ventanas desde las que mirar a la plaza o la avenida. Sólo podían verse, y
parcialmente, desde la terraza.

Desde ella, en los últimos meses, Esther había vistos varias veces largas procesiones

de gente que llenaban la avenida hasta la plaza, dirigiéndose a la ciudad. Pero los había
visto desde lejos, desde una altura de unos veinte pisos, y era difícil contemplar los
detalles. Siempre había un transporte araña esperando, y por ser más grande resultaba
más fácil de ver. Pero jamás vio regresar a nadie.

-¿Es que no se portó bien esta tarde? –preguntó Cury-. ¿Tu soldadito? Pues

tendremos que librarnos de él. Busca a otro que pueda hacerlo.

-El puede hacerlo -respondió Esther-. Tú eres el que no puedes hacer nada.
-Mi querida Perséfone. Siempre tan graciosa. Yo puedo hacerlo todo, sólo que de una

manera diferente.

-Tú eres un desgraciado pervertido, un traidor, basura -le dijo ella, pero sin demasiada

fuerza, pues ya se lo había dicho muchas veces antes. Le pareció que la palabra traidor
estaba anticuada; no se adecuaba con exactitud a lo que era Cury. Necesitaba una
palabra nueva, más fuerte y no se le ocurría ninguna.

-Anderson me hubiera fusilado -le dijo Cury-. ¿Pero dónde está? ¿Y dónde está tu

maravilloso viejo, tu Standish?

-Cállate.
-Oblígame a ello.
Sus ojos eran brillantes y jadeaba ante ella.
Esther no tenía otra posibilidad. Había intentado rechazarlo, pero en vano. Las

negativas, como la lucha interior, eran energía desperdiciada. Ella era como el cachorro
de Cury, lo mismo que a ella se le permitía tener uno, Steiner. Cury era el animal en jefe,
el perro de caza de sus amos.

Golpeó a Cury en la cabeza, y enseguida él cayó bajo sus pies, Esther lo pateó y se

inclinó para golpearle.

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A veces él le mordía, para aumentar su rabia, o para hacerla enfurecer.
Al principio le había gustado golpearlo, pero como el placer sexual de él dependía de

los golpes, la satisfacción que Esther sentía disminuyó rápidamente en proporción con el
placer de Cury. Aborrecía esas sesiones. Por la razón exclusiva de que resultaban
fatigosas y además lo odiaba. Esther se preguntaba si sería lo bastante fuerte para
asesinarlo durante una de ellas. Pero luego pensó que no serviría de nada. Los dioses la
matarían, o la devolverían al rebaño. No estaba dispuesta a eso. Sólo golpeaba a Cury lo
suficiente, hasta que unos espasmos breves y violentos acababan con el procedimiento.
Por fortuna, se excitaba tanto que nunca tardaba demasiado.

-Te gusta -le dijo él al cabo de un momento-. Te gusta, ¿no es cierto? Hacérmelo.

Venga, admítelo. Confiesa. Te encanta. Mejor que con Steiner. Estás sorprendida.

-Y tú eres repulsivo.
-Haría cualquier cosa por ti -dijo Cury-. Eres mi favorita. ¿Sabes? No tienes que

preocuparte de nada mientras estés conmigo. Puedes conseguir cualquier cosa que
quieras.

Estuvo a punto de escupirle en el rostro, ¿pero para qué? Se lo ahorraría para la

próxima vez.

El tenía otra manera de obtener placer. Pero esa manera, que había puesto en práctica

con Patty en el subterráneo, y con otra mujer durante la marcha al mar, no era la que
practicaba con Esther, sino con los débiles del rebaño, con las sobras que le arrojaban
sus dioses como recompensa.

-Hermosa Perséfone -le dijo-. Creo que me has roto una costilla -y se echó a reír, allí

en aquel suelo alienígena limpio y carente de porosidades.

Esther calculó que la marcha forzada para llegar a la ciudad marina se había

prolongado durante unas dos semanas y media.

Cuando se levantó el sol aquella primera mañana, hubo una especie de asamblea, y un

rumor que parecía una orden para que se pusieran en marcha; con eso, los restos
sacudidos de la humanidad se pusieron de pie y comenzaron a caminar en la dirección
que les habían ordenado. Algunos lloraban y gemían, con verdadero crujir de dientes.
Pero todo lo hacían con un terror dócil, y con un amontonamiento físico sobre la tierra de
la que habían sido separados. Incluso los soldados, los que seguían vivos, no habían
hecho ninguna protesta que Esther pudiera recordar. Aunque tenía que reconocer que en
aquel momento sus percepciones estaban muy confusas. Le dolía el cuerpo, y aunque
parecía ser consciente de todo, posiblemente no era así. Miraba a sus compañeros
cautivos y no sentía ni simpatía ni compasión. Tanto el día como la oscuridad les
asustaba. Les asustaba la ciudad abandonada por los hombres, y lo mismo la ciudad del
invasor. En ese estado de pesadilla que había caído sobre ellos, el horror y el miedo a los
arañas eran sólo dos pequeños fragmentos.

Así, la columna de esclavos se extendió, con Esther en el centro (sin darse cuenta de

ello, había perdido su posición delantera). La tortura de los dedos rotos se convirtió en
una carga, que era innegablemente suya, pero que sin embargo parecía lejana. La
soportó y gradualmente perdió conciencia de todo lo demás, hasta que pronto sólo sentía
una bendita nada. Y después llegó esa nada. No se daba cuenta ni de que tocaba el
suelo, aunque un último grito de dolor recorrió su mano, brazo, pecho y costado, pero
para entonces sabía que ya no le importaba.

Finch le enyesó los dedos y le inyectó algo que llevaba con él, alguna medicina.

Posteriormente sólo recordó una emoción y dos escenas, recurrentes, como si hubieran
sucedido muchas veces, aunque quizá fuera porque en su delirio las revivía una y otra
vez. Lo peor de todo era que el dolor regresaba y volvía a ser de su responsabilidad, y era
culpa de Finch, que había insistido en arreglarle los dedos, y ella, a cambio, quiso hacerle
daño, pero lo único que hizo fue decirle con un pánico feroz:

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-No se lo digas, no se lo digas -para añadir, al darse cuenta de que estaba diciendo

cosas absurdas-: ¿qué es lo que dije yo? No dejes que les hable sobre el deber.

-¿Crees que ahora importa algo de eso? -le contestó Finch. O al menos ella pensó que

se lo había contestado.

La otra imagen era la de Cury, que le había dejado sufrir, sin atenderla, y caminaba al

lado de ella haciendo cabriolas (para entonces dos de los soldados la llevaban sobre una
camilla), mientras le decía:

-Ya está, Esther. Te pondrás bien, Esther.
Y les decía a los soldados que tuvieran cuidado con ella, o les sucedería algo malo.

Ella recordaba los bloques altos de una ciudad que bailaban tras sus hombros por el
movimiento de la camilla, pero finalmente no vio el momento en el que dejaron la ciudad
atrás.

Recuperó la lucidez en mitad de la noche, en campo abierto. Estaba tendida de

espaldas y las estrellas estaban en el cielo, sobre su cabeza, tan claras como la nueva
claridad que tenía en su cerebro. Los dedos rotos y enyesados le dolían, pero el dolor se
limitaba a su mano y el resto de ella estaba libre y ligero, de tal forma que le parecía que,
para sentirse cómoda, sólo tendría que desenroscarse la mano por la muñeca y tirarla.

Giró la cabeza y vio al soldado Steiner sentado a un metro de distancia, mirándola.
-Hola, Esther.
Ella trató de erguirse, y él esperó a ver si era capaz de conseguirlo, como así fue. Por

un momento sintió vértigo, pero enseguida le desapareció. Más allá de Steiner, bajo las
estrellas, había un par de hogueras en el campo (lo reconoció enseguida como «campo»
por los cereales erguidos que había visto en los libros, las áreas en las que ya no crecía
nada. La tierra olía como los parques de la ciudad y le sorprendió que le resultara tan
familiar). La gente yacía dormida por todas partes, anónimamente. Ella sabía que no
tenían ya ninguna relación con ella. Toda responsabilidad había desaparecido. Y allí,
frente al cielo, se elevó una araña, mucho más que los cereales, y su casco quedó
rodeado de estrellas por todas partes.

Al principio había tres, pero con uno bastaba.
-Me alegro que escaparas, Steiner -dijo Esther. Y luego sonrió, pues era una felicitación

estúpida. Eran prisioneros. Estaban perdidos.

Pero Steiner asintió. Seguía llevando el uniforme y una pistola en el cinto. Pudo haber

sido uno de los hombres que la transportaron. No había cambiado realmente, sólo se
había «adaptado», lo que era en realidad estúpido, aunque probablemente, según el
código militar de Anderson, sería correcto.

-¿Hay alguna posibilidad? -le dijo ella, pensó que simplemente para complacerle.
-Ni una sola esperanza -respondió él-. Somos vigilados. Un puñado de hombres trató

de escaparse el primer día. Los apresaron, y los trajeron de vuelta. Y los castigaron. Cury
se encarga de eso. Se encarga de todo, en nombre de ellos. Agunos hemos sido elegidos
para distribuir la comida y el agua. Cuando cogieron a los escapados, no nos permitieron
darles ninguna ración durante dos días. Estaban sangrando, pues al día siguiente
recibieron una paliza completa, pero nadie ha tratado de escapar desde entonces. -
¿Adonde nos llevan?

-A un lugar junto al mar. ¿Conoces el mar? Allí.
-¿Te lo dijo Cury?
-Cury se lo ha dicho a todo el mundo. Es un jefe verdaderamente importante.
-¿Por qué el mar? ¿Para qué?
-A mí que me registren. Podría ser para cualquier cosa, ¿no es cierto?
-Cury el informador no lo dijo.
-No.
Al fin y al cabo, resultaba fácil seguir con la falsa idea de que tenían un propósito.

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-Gracias, Steiner. Búscame algo de comida y de bebida -le dijo. ¿Todavía seguiría

siendo la líder? ¿Todavía la cuidaban?-. ¿Y dónde está Cury ahora?

-Aquí está Cury -respondió él mismo, y Esther se dio cuenta de que había estado

sentado detrás de ella todo ese tiempo, a sólo unos tres metros de distancia, y que
Steiner lo sabía, pero no veía que sirviera de nada advertirla, lo que en sí mismo era ya
indicativo del gran poder que Cury había adquirido.

-Vamos -le dijo Cury con amabilidad a Steiner-. Ve a buscarle a tu líder un poco de

comida, tal como te dijo. Steiner miró a Esther.

-Si es él el que te dice que lo hagas, olvídalo -comentó ésta.
-No importa, es para ti -dijo Steiner. Se levantó y se dirigió hacia una de las hogueras.

Visto frente al cielo estrellado parecía un hombre grande, musculoso y fuerte, pero junto al
brillo del araña que inmóvil hacía de centinela, parecía un palo de cerilla.

En ese momento, casi sin darse cuenta, buscó su pistola, la de Standish. Había

desaparecido, probablemente se la habían confiscado durante su prolongado
desvanecimiento.

-¿Cómo te encuentras, Esther? -le preguntó Cury-. ¿Estás algo mejor? ¿Ni siquiera me

vas a dar las gracias? Yo te salvé la vida. Te habrían enterrado o consumido de no haber
sido por mí. Ya ves, yo les ayudo, me han entrenado para eso. Les ayudé a sacaros a
todos de la colonia, ¿qué te parece? Y tú ni siquiera te diste cuenta. Reconoce que te
engañé. Incluso a ti.

Se produjo un vago brillo en el cielo y el caparazón del centinela se movió ligeramente.
Cury sonrió, enseñando sus dientes de lobo.
-Esos no son ellos. ¿No te has dado cuenta? Sólo es una máquina sorprendente, un

vehículo hecho por los dioses para viajar en él. Un araña. Una máquina.

-¿Entonces la cosa que está ahí arriba, dentro, lo dirige?
-Eso tiene sentido, ¿no te parece? La cosa. A veces subo ahí arriba, al caparazón, y

me siento a hablar con la cosa. Baja una escalera, o algo que se le parece, y me sube. A
tus compañeros trogloditas les resultará muy impresionante verlo.

Esther no quería pensar, y todo eso le obligaba a hacerlo. Al abrir los ojos percibió una

maravillosa claridad, como si necesitara no pensar nunca de nuevo. Pero entretanto se
dio plena cuenta de que, aunque creía lo que le había dicho Cury sobre la naturaleza del
araña, que era un artefacto, por su forma de moverse, y por el mito que había empezado
a extender Anderson, no podrá verlo como una simple máquina durante un tiempo.

Tumbada sobre el rastrojo de cereales, Esther cerró la mano que podía mover, como si

fuera a coger un cuchillo, pero no había nada.

-Vete, Cury, rata inmunda.
Steiner se había vuelto y les estaba mirando.
-Pero me necesitas, Perséfone. Yo te saqué del infierno, y nos dirigimos al Olimpo,

donde están los dioses. Antes o después me lo tendrás que agradecer.

Ella no hizo nada, Cury se inclinó sobre ella y le murmuró algo al oído, temblando. Ella

se lo quitó de encima y Steiner se presentó ante ellos.

El araña que era una máquina siguió de pie ante las estrellas, y no volvió a mover su

caparazón en toda la noche.

CAPITULO 2

El tiempo se había hecho cálido y el campo estaba muy verde, verde y amarillo,

recubierto de flores brillantes. De vez en cuando encontraban una extensión de
vegetación alienígena, de color morado, de la que ya había visto en la ciudad de los
hombres. Hierbajos y musgos alienígenas, y hierba alienígena. Resultaba hermoso, como
la cinta enjoyada del río, y evidentemente lo odiaba.

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Con un poco de guata, Finch le había vendado la mano con el puño cerrado, ese puño

cerrado lo decía todo. No necesitaba hacer otro gesto.

La columna de esclavos avanzó con esfuerzo por entre la hierba crecida del campo, a

través de los campos inútilmente madurados por el sol, sin cosechar y podridos,
conducidos siempre, como si fueran un rebaño, por aquella cosa que andaba, que parecía
estar viva pero no lo estaba. En una ocasión pasaron junto a unos pastos en los que otro
rebaño, de vacas abandonadas, pastaba con sus terneros, y junto a cinco o seis toros. El
pueblo del Submundo se agitó por ese miedo nuevo, y los toros, que Esther reconoció por
los libros, como parecía reconocer cada cosa nueva, arañaron el suelo de hierba con las
patas. Entonces, de la zona del cielo en donde estaba el araña surgió un rayo. Golpeó en
el suelo, dejándolo de color negro, y el rebaño de ganado se desbocó, mugiendo y
dejando caer heces que desprendían vapor, sacudiendo todo el paisaje con sus pezuñas
y produciendo un olor fuerte que llegó hasta ellos.

Cury caminaba siempre al lado de Esther. Ella no le había visto todavía conversar con

los alienígenas, pero él se mantenía pagado de sí mismo. Esther no le preguntó nunca
por la pistola. Los demás se apartaban de su camino y él los ignoraba, salvo algunas
ocasiones en las que por algún acto ligeramente malicioso, como un pellizco o una burla,
parecía el matón oficial de un grupo de niños. Pero Cury sí hablaba con ella. Le enseñaba
las cosas, los tipos de árboles, los distintos tipos de animales o aves. Le hablaba sobre la
ciudad alienígena, le decía lo impresionante que era. Le decía que siempre estaría bajo
su protección en la ciudad, y que como los dioses (generalmente sólo se refería a ellos
así) lo valoraban, ella estaría a salvo. El la alimentaría, y como sus raciones eran más
generosas que las que se daban en otras partes, ella tendría que aceptarlo. Los soldados,
que seguían inquebrantablemente su antiguo entrenamiento, se habían «adaptado»
rápidamente, mantenían el orden de la marcha, proporcionaban el agua y la comida, y a
veces dispararon a varios animales para obtener carne, que se asaba luego en la hoguera
de la noche.

Steiner permanecía también cerca de Esther.
A veces la miraba a los ojos y señalaba hacia Cury. Con su mirada, Steiner parecía

decir «lo siento, no es mucho lo que puedo hacer, pero si alguna vez puedo hacerle algo a
ese pequeño bastardo, te prometo que lo haré».

Cury había explicado ya que fue él quien le abrió la garganta a Patty. No explicó la

razón, pero teniendo en cuenta el hecho de que los alienígenas absorbían la sangre
humana -como alimento o por placer-, la conexión no resultaba difícil. A Cury le gustaba
imitar. Esa era la base de su éxito. Había abastecido a los alienígenas, se jactaba de ello,
y en cualquier caso resultaba evidente. Aunque era un hombre, no era verdaderamente
humano. Posiblemente en el día décimo, duodécimo o decimotercero de la forzada
marcha, la enfermedad empezó a aparecer. Una debilidad enfebrecida, algunos vómitos y
diarreas, manchas en la piel. Los que contrajeron la enfermedad se las arreglaron para
seguir adelante durante uno o dos días. Después cayeron y fueron transportados en
camillas hechas con tablas, ramas y telas atadas en medio, como la que había servido
para llevar a Esther.

Esther vio a Finch que iba y venía por la columna. Ya antes se había fijado en él, pero

en su furiosa indiferencia no trató de buscarlo, y sólo le habló cuando él le dijo que
volvería a verle los dedos en una semana, si es que seguían vivos para entonces. Ahora
se dirigió hacia él. Estaba inclinado sobre un niño enfermo, que se quejaba y agitaba
sobre las andas en las que lo transportaban, con cierta dificultad, dos mujeres. Finch
parecía agobiado, irritado por el niño, la enfermedad y las mujeres. Esther se preguntó si
Philips podría haberse enfrentado a todo esto manteniendo su encanto. Si hubiera
seguido siendo ligeramente incompetente. Pero Philips había quedado muerto en el túnel,
muchos kilómetros atrás, y sin duda ya se lo habrían comido las ratas.

-¿Fiebres tifoideas? -le preguntó Esther.

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-No. Y no es que eso importe mucho aquí. Si lo pillas, probablemente te matará.
Era el mismo de siempre. A pesar de la amenaza, no parecía haber cambiado en

absoluto, pues para él aquello no era sino una nueva prueba de la condenada futilidad de
todo.

Poco después de eso, cuando Cury se puso inevitablemente a su lado, aunque ella no

lo deseaba, Esther le preguntó:

-¿Qué van a hacer con respecto a esto?
-¿Con la enfermedad? Nada.
-Pueden perder todo el rebaño. Posiblemente no querrán eso.
-¿Y a quién le importa eso? Estas personas no son nada para ti. Deja ya de jugar a ser

el líder. Ellos son los líderes. Y tú eres simplemente mía.

Al oírle decir eso, Esther empezó a gritarle, furiosamente, durante mucho tiempo, y se

sorprendió a sí misma, e incluso algunos de los zombis apáticos que componían la
columna se quedaron mirándola con rostro estúpido y murmuraron. Sus gritos hacían
referencia a la injusticia, al desperdicio: le gritaba sobre todo y sobre nada. Posiblemente
aquel grito surgió de su propia culpa. Le hacía sentirse culpable el que él tuviera razón, el
que nunca se hubiera preocupado de los demás, que sólo hubiera querido el poder del
liderazgo que Standish le había endosado porque en realidad él nunca lo había querido.
Tuvo intenciones de hacer grandes cosas, ¿no es cierto? Pero esos alienígenas que no
se dejaban ver le habían quitado cualquier esperanza, liberándola de su nudo.

Cuando acamparon para pasar la noche, algunos de los enfermos habían muerto, y

otros cinco fallecieron en las horas de oscuridad. Cury explicó que debían dejar los
cadáveres, que no era necesario enterrarlos, que había que ser caritativo y alimentar a las
aves del cielo. Tres soldados que habían formado una escolta de entierro, rodeados por
mujeres sollozantes, siguieron cavando. Cury se puso de pie sobre la tierra recién
escavada y exclamó:

-¿No os lo he dicho? Debéis dejarlos.
-¿Ellos lo dicen? -preguntó uno de los soldados-. Bueno, pues que les den -exclamó

echando otro puñado de tierra (estaban excavando con las manos y ayudándose con
piedras del campo) sobre los pies de Cury, quien llevaba todavía los zapatos que le
habían dado en la colonia.

Cury dio un salto atrás. Se volvió hacia el gran objeto plateado brillante que había en el

cielo y elevó lentamente un brazo.

El soldado que había hablado seguía arañando la tierra, pero los otros dos se

detuvieron lentamente, se levantaron y permanecieron mirando al araña. Su caparazón
giró. En ese movimiento estaba encerrado todo, preludio, ultimátum, desinterés: podía
significar cualquier cosa.

-Déjalo -dijo uno de los soldados que estaba de pie al compañero que cavaba-. Vamos,

déjalo Tim. Vamonos.

Ninguno de los oficiales había sobrevivido a la lucha en la carretera. Nadie podía dar

una orden con propiedad. Pero fue Steiner quien apareció de pronto y obligó a ponerse de
pie al soldado que cavaba.

-Eso es, déjalo -y el soldado cedió, mientras las mujeres que había a su alrededor se

esparcieron-. Tenemos que cuidar de nosotros mismos -añadió Steiner, como si existiera
alguna posibilidad de supervivencia.

Era su limitación, y no una visión amplia, lo que le permitía pensar y hablar de ese

modo. Sin embargo, Ésther casi le admiraba, y con seguridad le envidiaba.

Ella hubiera querido llorar todo el día con sollozos como los de esas mujeres que

habían perdido a sus hijos o al esposo. Pero convirtió su depresión en furia, y luchó contra
Cury con duras palabras, consiguiendo por fin apartarlo de ella, satisfecho, intimidado o
aburrido.

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Durante la semana siguiente, la columna de esclavos, el rebaño o ganado, se redujo.

Algunos, que habían muerto, eran lanzados de las camillas por orden de Cury, y los que
deseaban quedarse con ellos eran obligados a volver a la línea.

Después la enfermedad se redujo y desapareció.

Ésther soñó con Standish. Estaba sentado, mirándola fijamente, en su sala de

interrogatorios, tras la mesa negra.

-¿Qué es lo que quieres que haga? -le preguntaba ella-. ¿Qué es lo que puedo hacer?
Seguía llevando puesto el vestido de Caroline Elizabeth, cuyo fondo, como en la vida

real, estaba desigualmente cortado a media pantorrilla, y que además estaba desgarrado
y manchado de barro, sangre y humo. Standish parecía mirar el vestido y reprocharle lo
mal que lo había tratado.

-Lo tienen todo bajo control -dijo ella-. Como el musgo en el río y la hierba morada que

crece entre las grietas del cemento y entre el maíz de los campos. No hay nada que
alguien pueda hacer, salvo intentar pasar desapercibidos. Pero ahora nos tienen cogidos
y ni siquiera podemos hacer eso.

Despertó hablando en voz alta. Dormía apartada del rebaño, desdeñándolo aunque

formara parte de él. Las hogueras de la noche se habían apagado. Cerró el puño de la
mano sana, que quedó como el de la otra. Se levantó y caminó a través de las altas
hierbas por la pendiente de la colina bajo la que habían acampado. La luna estaba alta e
iluminaba su camino.

En la colina había un trozo de vía férrea, que descendía hasta un valle que había a

medio kilómetro de distancia. Esther se sentó en la colina, mostrándole al centinela, por si
la observaba, que no era una escapada. Miró la vía férrea y trató de imaginarse un tren
moviéndose por ella, una máquina sin rostro o una de las que llevaban chimenea y
lanzaban vapor, como las de un museo. Pero el conjuro fantasmal no apareció en la vía.
No habría más trenes. No habría más de todo lo que había existido. Finalmente, dejaría
de haber hombres, a menos que fueran como Cury, perros.

Nunca se preguntó el aspecto que tendrían los alienígenas. Eran los arañas, y si no,

algo que sería más difícil de visualizar que un tren fantasma. Pero sus ojos seguían
volviendo una y otra vez al araña, que estaba ahí arriba, con la luna brillando sobre su
casco.

Escuchó un ruido en la hierba y apareció Steiner.
-Esta noche hemos sido verdaderamente honrados -le dijo Steiner-. Vino Cury y jugó al

poker con nosotros, junto al fuego. A Cury le gusta el poker. No sabía que supiéramos
jugar a las cartas. Dice que somos el primer grupo que ha encontrado que lo hace. El muy
puñetero dice que llegaremos allí mañana. Por lo visto conoce el país.

-Su ciudad -dijo Esther.
-Cierto -añadió Steiner. Se sentó junto a ella en silencio-. Todo esto le hace a uno

preguntarse cosas, ¿no te parece?

Permanecieron en silenco durante un rato. Ocasionalmente oían susurros y voces en la

hierba. Una vez, algo pequeño apareció sobre la colina, un conejo joven o una rata
grande.

Finalmente, Steiner se levantó y con toda tranquilidad le puso una mano en la rodilla a

Esther. Como ella no le quitó la mano ni protestó, comenzó a acariciarla, sin prisas, casi
como si estuviera ausente. Como si ambos pudiera simular que no estaba sucediendo
nada en absoluto.

Pero él había dicho que mañana llegarían allí, a la ciudad.
-Steiner -exclamó Esther, inmovilizando la mano-. Steiner, te mentí sobre Standish

cuando te dije que me había tenido. No estoy embarazada.

-¿Que él no? -preguntó Steiner muy despacio-. ¿Que tú no estás...?
-No -respondió ella.

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Le quitó la mano de la pierna y empezó a acariciarle el pelo, y luego el cuello y el

pecho. El cuerpo de Esther respondió con inquietud, con repentinas descargas de
sentimiento que con la misma prontitud desaparecían; pero cuando se inclinó sobre ella y
la besó, ella lo rodeó con los brazos y se entregó sin vacilación a su boca y a su cuerpo.
Parecía que no podían hacer otra cosa, puesto que mañana llegarían a la ciudad. Quizá la
fuerza de Steiner la tranquilizaba, o quizá ella sólo había respondido a un impulso
profundamente primitivo que le decía que la vida debía proseguir, y que, frente a tan
extrañas circunstancias, su útero quería cumplir su propósito. Steiner fue habilidoso y
completo. Ella le entregó su virginidad, una piel molesta nada significativa, de ningún valor
particular físico o espiritual. El la llenó, fue parte de ella brevemente, y acabó con
estremecimientos, ardiente, jadeante. Cuando él se quedó quieto y tumbado, ella se
alegró de que lo hubieran hecho. Y cuando él le dijo:

-Te gustará más la próxima vez -ella también se alegró, por haberle hecho pensar en

términos de la vida, en próximas veces, en seguir. Un aumento de su anterior bravata a
ciegas. Pero la próxima vez no tardó en producirse, y ciertamente a ella le gustó más,
pues pudo degustar una salvaje dulzura que todavía no era totalmente capaz de aceptar.
No le gustaba quedarse indefensa, dejarse ir, y su cuerpo no tenía todavía la experiencia.
Pero a Steiner le gustaba estar con ella. Se sentía casi feliz. Le ayudó a cruzar la colina,
sobre las ásperas hierbas, casi como en un juego.

-Estás muy bien -exclamó-. Pero que muy bien.
Bajo la luna de la tierra, sobre la hierba morada alienígena, resulta que estaba «pero

que muy bien».

Casi tropezaron con Cury.
Estaba bajo un árbol, en la pendiente que había sobre el campamento, y como Steiner

yacía sobre una mujer. Era una de las jóvenes que había enseñado en la escuela con
Esther, de pelo rubio y ralo; pero ahora estaba también muerta. Ocupado en el agujero
oscuro de su garganta, lamiéndolo, Cury no los oyó, o no se molestó por ellos. Mientras
bebía la sangre, se masturbaba, con jadeos y sacudidas.

Esther y Steiner se quedaron en pie, mirándole.
-Eso es lo que le hizo a Patty -murmuró Steiner.
Tenía la pistola en su cinto. La noche era amplia.
Cury jadeó, lamió y se sacudió.
En el cielo estaba la máquina, la luna se hundía por detrás, redonda y blanca.
Steiner y Esther se apartaron de Cury y lo dejaron allí, entregado a sus cosas, para

regresar andando al campamento.

CAPITULO 3

Cury habló con los dioses aquella mañana. La escalera metálica descendió por un lado

del araña, lo tocó y lo sustuvo; lo llevó hacia arriba y regresó a los veinte minutos, feliz y
radiante.

Pero en realidad había hablado con los dioses la noche anterior, o ellos hablaron con

él, sin necesidad de subir a su caparazón. En la base de su cráneo tenía incrustada una
pequeña cápsula. Cury la tuvo desde pocos días después de nacer. No le producía
ningún problema. En los momentos en que hacía alarde de buen humor, cuando
informaba a los seres humanos de los rebaños de la existencia de esa cápsula, la
comparaba a la correa que utiliza un amo con su perro. Sin embargo, como era un perro
listo, bien entrenado, leal y amoroso, la cuerda no era realmente necesaria. Los dioses
utilizaban sobre todo la cápsula para proporcionarle a Cury fragmentos de datos rápidos,
para seguirle la pista cuando estaba en un lugar alejado (como en el complejo
subterráneo) y para darle instrucciones sobre su proceder, tras haber recogido todas las

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evidencias relevantes de su cerebro de funcionamiento ordinario. La última noche,
observando sus necesidades, los dioses habían concedido a Cury un hueso. Le
mencionaron que podía elegir de entre el rebaño una mujer que le complaciera. En el
asunto de Esther, sin embargo, habían sido más ambivalentes. En su corazón no estaba
seguro de que fueran a permitirle conservar a Esther. ¿Qué sucedería si llegaran a tener
celos de que él pareciera haber encontrado a un animal terrestre que poseía las
cualidades de poder, incluso de crueldad intelectual que hasta entonces sólo había
descubierto en ellos?

Ese pensamiento hizo sonreír a Cury. (Se parecía más que nunca a un lobo y a un

perro que se acercaban a su casa.) Sabía que ellos también podían interpretar un
pensamiento. Por eso, mentalmente, movió todo lo que pudo la cola, para demostrarles
que él mismo reconocía lo absurdo del pensamiento.

La mayor parte de lo que le había dicho a Esther cuando consiguió convencerla para

que lo introdujera en las alcantarillas de Anderson era falso. Cury no había llevado nunca
una vida dura, sino todo lo contrario. No había conocido a su madre ni a su padre,
quienes le habían creado. No tenía el menor recuerdo de un pecho humano que le
hubiera proporcionado el sostenimiento inicial, aunque sí tenía un oscuro recuerdo de un
tubo de alimentación que sustituyó al pecho femenino.

El era miembro de un grupo. Eran selectos y se mantenían apartados de los rebaños.

Desde el principio de su conciencia, conciencia de sí mismos y de sus alrededores, Cury y
sus iguales sabían que habían sido elegidos y que eran únicos.

Veían a sus amos a menudo, y nunca les tenían miedo. La única razón para el miedo

habría estado en que ellos, los perros selectos de los dioses, hubieran tratado de
engañarles, o no hubieran conseguido complacerles. La primera premisa era ridicula. La
segunda, si es que sucedía alguna vez, era causa más de una pena profunda que de
alarma. En cuanto a Cury, era brillante, era el vivaz Mercurio, y rápido como el azogue.
Nunca había dejado plantados a sus amos.

Hoy llegarían a la ciudad. A Cury la ciudad le gustaba mucho. Era un emblema de lo

que ellos eran, y estaba invadida por su presencia. Brillante, limpia e inconmovible. A
diferencia de las ciudades humanas en decadencia, era un lugar perfecto. En eso se
resumía, sinceramente, la diferencia entre los dioses y los hombres. Una raza era perfecta
y la otra un fracaso.

La propia raza de Cury, inevitablemente fracasada, tenía sin embargo un pulido

especial por ser tutelada por el Omnisciente y valorada por él.

Por ser de mente tan viva, Cury se había educado y había leído mucho, aunque sólo

los libros de los hombres. (Los dioses coleccionaban esos memoriales.) Naturalmente, las
obras de los dioses estarían más allá de su alcance. Leyéndolos, Cury había ideado su
propio nombre. El mismo dio a la ciudad el nombre de Olimpo, y también puso nombres a
algunos de los dioses, según el panteón griego y romano, pues le pareció que a ellos les
resultaba divertido: Atenea, Diana, Deméter, Ares, Apolo y Zeus-Júpiter. Era un juego. Y a
Cury los juegos le gustaban.

Se agachó junto a Esther mientras ésta dormía. El soldado llamado Steiner estaba a

cierta distancia, también dormido.

¿Qué iba a ser de Esther? Dormida parecía muy joven, una mujer de cabello negro y

largo y vestido desgarrado.

-Esther, te cogeré algunas flores -le susurró Cury-. Flores rojas para cuando lleguemos

a la ciudad. Te gustará. Te sentirás cómoda. Y si quieres, puedes tener a Steiner. Tendrá
que trabajar, por supuesto, hacer las cosas como a ellos les gusta. Pero no necesitará
formar parte realmente del rebaño. Para eso sirven todos los demás. Pero Steiner estará
muy bien. Tú y Steiner. En la ciudad.

Tras decir eso, deseó que los dioses hubieran observado su buena fe.

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Ellos habían estado aquí, en la Tierra, durante casi un siglo y medio, a juzgar por los

datos del manual de Standish y la escala de tiempo que había dado a entender. Por tanto
habían tenido tiempo para hacer la ciudad. «Construir», en relación con la ciudad, no era
el verbo apropiado. No parecía haber existido construcción. Daba la impresión de que
siempre había estado allí. De que sólo la superioridad temporal de los hombres la había
oscurecido, como si fuera una película de gasa.

La situación resultaba excesiva para el nuevo rebaño. Esther supuso que siempre sería

excesiva para los rebaños, sobre todo los que habían habitado en los túneles. El aire y el
cielo, el sol, la noche y la luna, eran cosas devastadoras por su extrañeza, tan malas
como haber sido capturados por alienígenas. Luego serían sometidos a la ciudad
alienígena, y más allá estaba la extensión móvil que llamaban mar.

Trató de no sentirse fascinada por el mar, pues sentir fascinación por algo en esos

momentos le pareció idiota.

-¿Te gusta? -le preguntó Cury, tan contento como si él mismo lo hubiera inventado.
Fueron conducidos desde las tierras superiores hacia una llanura, y de allí llegaron a

una ancha carretera de material alienígena que conducía a la ciudad.

Se acercaron más y más bajo el caluroso cielo de la tarde, que por arriba ya estaba

cambiando de color, conviritiéndose en violeta, tono de pintura que Esther guardaba en su
memoria.

Los miembros de la dispersa cadena de esclavos caminaron ante el araña, todos

enrojecidos o tostados por el sol, como le había sucedido a Esther en otro tiempo.
Aproximadamente a dos kilómetros de los límites de la ciudad había una especie de túnel
construido, mejor sería decir hecho, que cruzaba la carretera. En el túnel había luces, y
paneles que parpadeaban. Le preguntó a Cury, que revoloteaba por todas partes pero
constantemente regresaba junto a ella, lo que esos paneles significaban o hacían, y le
respondió:

-Son sólo para los dioses -complacido con esa falta de precisión.
Más allá del túnel había una tierra desértica, en la que algo que los alienígenas habían

hecho o intentado hacer, chamuscó el terreno, aunque no la carretera, y allí no crecía
nada, ni siquiera la vegetación alienígena. A Esther le pareció que Cury miraba con
desconfianza ese lugar; aquello debió suceder cuando él estaba fuera de la ciudad, de
caza.

Cury pidió a los soldados que detuvieran el rebaño, pues quería decirles algo. Los

soldados le obedecieron con un desprecio nervioso pero precavido. Daba la impresión de
que a Cury le gustaba esa actitud. Cuando tenían que jugar al poker con él demostraba
un gran placer, y cuando perdía les daba unas pequeñas etiquetas, posiblemente de
plástico, que, les aseguraba, podrían cambiar por alcohol en el complejo.

De ese complejo querían hablarles ahora. De pie sobre un montículo, expuso a sus

oyentes su destino, o al menos las partes de él que era razonable que conocieran.

Se dirigían a un abrigo en donde estarían cómodos. Serían cuidados y les dirían lo que

tenían que hacer, tanto las máquinas como otras personas que estaban a cargo de la
situación. Era como un corral de animales, y como si percibieran su destino, algunos
seres humanos empezaron a llorar, o a gritar. Cury se limitó a esperar que ese alboroto
desapareciera. Después los despidió.

Se pusieron de nuevo en marcha y pasaron bajo un alto obelisco, carente de rasgos,

de papel metálico lechoso, tendría unos cientos de pies de altura, y luego vieron que los
edificios se extendían alrededor de ellos; contemplaron en el cielo a tres delgados aviones
que cayeron con un débil ruido sobre una pared en la que se abrió un círculo y los
succionó suavemente. Era como si se los hubiera tragado. Como ser absorbido por una
de las amebas que ella había visto ampliadas en el laboratorio de Barclay. (Barclay... no
lo había visto en la marcha. Debió morir en el subterráneo.)

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Cuando la procesión llegó a una amplia avenida, Cury cogió a Esther por un brazo y la

apartó.

-Tú no vas con ellos.
Los otros siguieron andando por la avenida, seguidos por el araña. Algunos miraron a

Esther, pero no parecieron sorprenderse. Nadie ponía ya objeciones a nada, ni dirigía
ningún ruego. Sólo Steiner siguió mirando hacia atrás; se le quedó sonriendo, con el ceño
fruncido, y la saludó con vivacidad.

Ella no quería decirle a Cury nada sobre Steiner, pero se dio cuenta, con gran

sorpresa, de que la despedida le producía una sensación adicional de miedo, la amenaza
de la agorafobia. La apartó de su pensamiento.

-¿Qué les va a suceder? -le preguntó a Cury-. ¿De qué me has excluido?
-De cosas agradables. Van a ser felices. Algunos de ellos vivirán varios años así. Y lo

organizarán todo como prefieran. Incluso tendrán ejercicios y acontecimientos deportivos,
y fiestas con alcohol cuando se lo permitan. En el complejo hay todo un torbellino social.

Aquello parecía estar por encima de la realidad y Esther apartó la cabeza. Al fin y al

cabo, los ganados y rebaños de hombres han pasado siempre sus días alegremente,
hasta que les llegaba la hora de la carnicería. De todas formas, no había esperanza. Deja
de luchar. De todos modos ya lo has dejado, ¿no es cierto?

Ambos se introdujeron en un edificio que se levantaba junto a la avenida. No había

escaleras, sino un ascensor mecánico. Cury pulsó los botones, le enseñó lo que tenía que
hacer para manejarlo eligiendo el piso deseado. Eso le hizo pensar a Esther que, aunque
sólo fuera de vez en cuando, estaría en libertad para utilizar el ascensor. Y así sería.

Cuando se detuvo, salieron a un anexo que tenía un símbolo en sus paredes vacías. El

símbolo era un número alienígena.

-Significa el diez. Este es el piso décimo.
-Sé contar -replicó Esther..
Cury se dirigió hacia una parte de la pared vacía de la izquierda. Se encendió una luz

en el suelo y la pared se abrió, no en forma de «O», sino como puerta deslizante. La
puerta volvió a cerrarse cuando hubieron entrado.

-La fijaré para que te conozca también a ti y te deje entrar -dijo Cury.
-Será mejor que la arregles para que entre también Steiner -dijo Esther para ver la

reacción de Cury.

-No -contestó éste-. Puedes abrir tú misma la pared desde el interior. Basta con que

toques ese botón.

La habitación era muy grande. El techo, las paredes y el suelo eran iguales. Como en

el anexo y el ascensor, de un material color claro y frío, sin textura, parecido al de la
edificación y la carretera. Junto a una pared había un mueble parecido a una cama. Tenía
almohadas y sábana inferior, y parecía en perfectas condiciones. No había sillas, ni
alfombras ni cortinas. En la pared adjunta a la cama había un panel. En otra pared había
algo que parecía una pequeña cocina, con un pequeño refrigerador, ambos demasiado
pequeños para contener o preparar nada.

Pero Esther no hizo ninguna pregunta.
-Hay un baño con una bañera grande y una ducha; hay un retrete muy civilizado que

hubiera hecho parpadear a Standish de haber podido utilizarlo a su edad. Cuando
oscurezca comprobarás que la luz aumenta. Cuando más oscuro está, más brillante.
Puedes utilizar un poco o puedes oscurecer la luz utilizando ese panel. Te enseñaré a
hacerlo. Es fácil. Y mira...

Corrió como un niño por la habitación, y se abrieron más puertas mostrando una

terraza con una vista de la ciudad en el aire: un ventana.

No había libros, ni ajedrez ni imágenes.
-Vives aquí -le dijo él.
-¿Y tú?

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-He venido aquí algunas veces. Pero ahora puede que venga más. Contigo. Te traeré

un espejo. ¿Te gusta? Un espejo y algunas ropas. Y todo lo que quieras. Libros -añadió
astutamente como si le estuviera leyendo la mente, aunque sólo le había leído los ojos.
Bailaba alrededor de Esther-.

Y algunas elegantes prendas femeninas con lazos y cintas, yum-yum.
-Estúpido bastardo -le respondió ella-. Dime cómo se cierra la puerta y vete.
Pero él se limitó a enseñarle un armario, que se abría como las puertas. Estaba vacío,

esperando; a pesar de lo que había dicho Cury, todo parecía sin usar. Le enseñó la
cocina. El refrigerador no se podía abrir, sólo había un dial de selección. Aquella miniatura
increíble fue para ella como un insulto, pues del aire sacó en cinco minutos unos
panqueques aromáticos y un café negro y fuerte; si es que esas cosas podían ser
realmente panqueques y cafe. En el baño de color claro le enseñó a utilizar los grifos, y
luego el funcionamiento del retrete, para lo que orinó en él.

Mientras Cury comía los panqueques y bebía el café, ella salió fuera y contempló la

ciudad flotante, carente de expresión, en su atmósfera de color violeta. Ahora que estaba
lejos de los gemidos y el ruido de pasos de los esclavos, por primera vez en su vida
escuchó el murmullo del mar.

Subiendo por la avenida del complejo, Finch masticó una tableta contra la indigestión.

Siempre le había desagradado su gusto, que relacionaba con esa enfermedad que, de
todas maneras, no aliviaban adecuadamente. Llevaba en la ciudad un mes, con todos los
demás, y había algo en la dieta preparada del complejo que luchaba enconadamente con
el sistema de Finch. Ya no sufría de indigestión. Cuando regresaba por la noche, o al
despertar, cuando el sonido de un diapasón se extendía por las cabanas y callejones,
buscaba esas piedras amargas del dolor. Pero sus intestinos estaban en paz, vacíos. En
cierta manera, la indigestión había sido su amiga, como un familiar. Ella había permitido
que sus frustraciones tuvieran un foco de concentración, y a menudo un nombre.
Descubrió por tanto que, física o psicológicamente, se había vuelto adicto a las tabletas.
Las masticaba y se sentía mejor, con su desagradable presencia en la boca y en el
estómago, aunque éste ya no estuviera perturbado. Pero ahora tenía que racionarlas,
pues empezaban a escasear.

No sucedía lo mismo con todo lo demás. En la primera semana, aunque no había

preguntado ni dicho nada, le dieron una cabana para él sólo, con un aseado cubículo en
el que dormir y una gran área exterior equipada como una consulta médica modélica. Tras
una partición había otra área que podría convertirse en sala de emergencia con muy poco
trabajo. (Ambos acomodos hacían que se avergonzara del hospital de la colonia.) Por
todas partes, dentro de higiénicos armarios, había cajas de suministros, libros,
herramientas quirúrgicas, antibióticos en frascos oscuros y anestésicos seguros metidos
en brillantes recipientes plásticos. Traído todo de las cuatro esquinas del mundo,
probablemente, pero todo con una magnífica presentación, y los cierres sin abrir.
Esperándole a él, como un suministro navideño de medicinas.

Entre los miles de personas que había allí, él era uno más de los médicos, todos los

cuales, posiblemente, estaban ahora tan bien equipados como él. Entre todos esos
milagros, se dio cuenta de cuál era su propósito. Lo que habría dado por eso en la
colonia. O por eso, cuando Anna se estaba muriendo. Había incluso un equipo que no
sabía cómo utilizar, aunque todo iba acompañado de un manual. Esperaba poder
aprender, o al menos podría consultar con los otros doctores. (Pero sabía que les huiría.)

Todo medicinas de la Tierra para los terrestres. Nada de la remota ciencia del invasor.

Animales destinados al cuidado de los animales, a mantenerlos en buen estado para el fin
que les reservaran los alienígenas. El plan podía ser comerlos, o torturarlos, o
simplemente vigilarlos. Pero mientras Finch consiguiera atenderlos y mantenerlos en buen
estado, él estaría exento, y a salvo. Eso no tenía que decírselo nadie. Ni siquiera ese tipo

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de ojos claros que estaba a cargo de los cien bloques en los que vivía, en el sector norte
del complejo. Los acomodos para vivir consistían en idénticas cabanas de un sólo piso,
sin ventanas y sin porosidades, de color crema y limpiadas a máquina, cada una con su
camastro y un lavabo perfecto, una pequeña cocina que podía suministrar a treinta o
cincuenta personas un menú establecido, compuesto siempre por comida abundante y
buena. Y totalmente digestiva. El tipo de ojos claros llevaba allí varios años, contaba, pero
no podía, o no quería, decir cuántos. En otro tiempo tuvo una esposa y una hija. Parecía
haberlas perdido misteriosamente, pero aquello no le importaba. Apenas las mencionaba;
y cuando lo hacía le parecía totalmente natural que aquellas personas que habían vivido
con él ya no estuvieran. Era tan monótono como el lugar del que procedía: algún otro
pueblo o ciudad, los restos de un abrigo en cualquier parte. Finch no había intentado
obtener información de ese hombre ni de ningún otro miembro del extenso campamento,
pero sabía que otros habían tratado de hacerlo, sobre todo los soldados de la colonia de
Anderson. Pero todos los miembros de campamento eran iguales. Totalmente evasivos.
El caso es que ahora los cuidaban. ¿Qué importaba lo demás, la vida anterior, los
parientes perdidos? Finch pensó que debía haber algo en la comida, y que todos
acabarían por morir. Pero no sentía cólera ni miedo. Sigamos adelante. Hagámonos pasar
todos por imbéciles. Sólo los más tontos tienen esperanza. ¿Qué otra cosa nos ha dado
alguna vez la vida?

Ahora paseaba por la avenida. Se dirigía al bloque en el que vivían apartados algunos

seres humanos, los favorecidos, como Cury, o los especiales, como Esther Martineau. A
Finch siempre le divertía pensar en Esther y en todo lo que había tenido que luchar para
ser considerada como un Standish femenino, y en cómo había terminado todo. Esa
diversión, dura y vil, le llenaba como en otro tiempo lo había hecho la indigestión. No le
gustaba Esther, desconfiaba de ella. La mano de ésta estaba curando bien, pero él
siempre se mostraba pesimista al respecto. Los dedos podían terminar adoptando una
posición de gancho. Era sólo cuestión de uno o dos años, hasta que le entrara la artritis.
Pero a ella no parecía importarle. Esther no era femenina, no le preocupaba el aspecto
que tendría, o lo que el futuro podría reservarle. Era como un chico... realmente, si se
pensaba en ello, como el puñetero viejo Anderson, o quizá como sería un hijo de éste si
hubiera logrado sobrevivir.

Además, el futuro era como un sueño. Nunca había sido algo seguro, pero aquí,

aunque él o ella fueran capaces de tener de momento una vida parcialmente llevadera, él
con sus agujas hipodérmicas, la instrucción y las nuevas marcas de pildoras, y ella con
las piernas abiertas bajo el enano mental de Cury, aun así el futuro parecía menos creíble
que nunca. Quizá fuera que nada resultaba creíble. Ese conjunto de edificios por los que
uno podía pasar sin comprobantes, porque un panel te había instruido para hacerlo, y en
donde unos ojos invisibles, que no eran ojos, veían todos los actos, tanto cuando
estudiabas libros como cuando te sentabas en la taza del retrete, y también veían las
reacciones químicas. Y allí arriba, delante, el brumoso alboroto de un mar malva, que era
una verdad menos creíble que todas las demás.

Llegó al edificio y entró en el ascensor. Salió de él en el décimo piso y se puso de pie

ante la señal luminosa parpadeante que había en el suelo, hasta que se abrió la puerta
del apartamento.

En un mes se habían producido muchos cambios.
No había muchas posibilidades en el complejo, pero algunas mujeres hacían todo lo

que podían. Ponían flores de los campos en las botellas de cristal que habían contenido
ginebra o cerveza. Cosían cojines y cobertores con los materiales entregados para ropa,
una gran cantidad de la cual estaba en los armarios situados entre los camastros. A veces
había pinturas hechas descuidadamente en las paredes, interiores y exteriores, sacando
los colores de los posos de café, zumos de frutas y plantas hervidas. En algunas de las
cabanas largas, habitualmente donde había niños, había muñecas de trapo y juguetes

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similares, e incluso algún animal doméstico, un conejo o un par de ratones pardos
apresados en las tierras del oeste, en donde trabajaban los grupos de agricultores,
labrando y cosechando los cultivos para el complejo. A veces también había actividades
agrícolas dentro del complejo, una especie de huerta de hortalizas y jardines junto a una
cabana, con tomates morados, unas cuantas coles, cebolletas... estas huertas las
cultivaban, o al menos lo intentaban, utilizando semillas robadas, especialmente aquellos
que no habían vivido nunca en la superficie del suelo, ni conocían sus potenciales. Los
alienígenas nunca pusieron pegas a esas actividades agrícolas. Parecía que no ponían
pegas a nada. (La fuga estaba más allá de toda esperanza, o de todo deseo.)

En la habitación grande en la que Esther Martineau pasaba la mayor parte del tiempo,

en el décimo piso, no había indicios de ninguna de esas ciegas aspiraciones. Y desde
luego tampoco había nada femenino, salvo algunos espejos de adorno. Al principio se
habían añadido dos sillones al mobiliario, sillones grandes cubiertos de un material
aterciopelado, uno azul y el otro verde oscuro. Había una mesa de madera que en otro
tiempo estuvo bien pulida, pero ahora se hallaba polvorienta, y sólo brillaba en las vetas.
Sobre la mesa había varias cosas. Siempre libros, de todo tipo: poesía, novelas, álgebra,
y algunos bloques de papel, y plumas, de las de cartucho, en un frasco azul con un dibujo.
Había un cráneo que debió pertenecer a un perro grande, quizá a un ciervo, y muchas
conchas marinas; de éstas había ahora más, por lo que Cury debió llevarla de nuevo a la
playa. Había también un cuenco cerámico lleno de frutas frescas, una cadena larga con
cuentas teñidas, una figurita de un hombre desnudo, recatadamente envuelto por la
cintura, un buho disecado en una vitrina de cristal, demasiado grande para la mesa, por lo
que estaba de pie a su lado. Cury le traía esas cosas para enseñárselas del almacén que
tenían los alienígenas sobre artefactos humanos curiosos. La mayoría de esos objetos los
traía y se los llevaba, aunque algunos eran constantes: el cráneo, las cuencas y conchas,
y el cuenco siempre con frutas, a lo que se añadía a veces vino en una botella abierta,
llena en sus dos terceras partes que se estaba avinagrando. Ella le ofrecía vino, pero él lo
rechazaba. Luego él le inspeccionaba la mano, procurando hacerle daño, para asegurarse
de que los nervios estuvieran curando, aunque ella ignoraba lo que él hacía.

Hoy le quitó el último vendaje. Faltaba el vino, por lo que no hubo burlas preliminares.

Finch le quitó el vendaje y le flexionó los dedos. El dedo índice tenía una parte encorvada,
pero ambos estaban enteros.

El le explicó cómo debía nutrirlos. Parecía aburrido; ella le miró. Nada más terminar se

dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

-No te vayas tan rápido -dijo ella.
-¿Qué más quieres? Si te asusta quedarte embarazada, creo que hay una medicina en

la comida que lo impide. Cuando se supone que las mujeres tienen que engendrar les dan
un antiinhibidor. Pero lo olvidé. Tú ya estás embarazada, ¿no es cierto?

-Sí, Finch -dijo ella-. Así es.
Casi había llegado ya a la puerta, pero se detuvo. ¿Por qué iba tener prisa para ir al

complejo? ¿Por qué iba a tenerla para ir a cualquier parte? ¿Y por qué quedarse?

-Finch -le dijo ella con voz tajante-. ¿Les has visto alguna vez?
-¿A quiénes?
-A los alienígenas. Ya sabes lo que quiero decir.
-Nadie los ve, salvo probablemente al final; sea cual sea ese final.
-Cury sí los ve.
-Entonces pregúntaselo a él.
-Si le pregunto algo, no me lo dice. Pretendo ser indiferente, para intentar que acabe

hablándome.

-Psicología de aficionado. Estupendo.
Las ropas de Esther eran funcionales, como las que había llevado en la colonia. Finch

no le había visto llevar nada espectacular aquí, aunque era de esperar que lo tuviera. Su

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pelo estaba limpio y cepillado, su piel parecía la de siempre, aunque bronceada por el aire
libre, iba con regularidad a pasear por la ciudad, hasta la playa. Incluso se había metido,
así lo decía, en el mar de color malva. (¿Por qué diablos decírselo a él?) En la marcha
que les condujo hasta la ciudad, cuando ella estaba enfebrecida, él le quitó la pistola de
Standish. Ahora la tenía en su cabaña, oculta en una caja de penicilina activa. Los
alienígenas sin duda lo sabían, debían saberlo todo, pero al menos esa posesión estaba a
salvo de los otros miembros del rebaño. Los soldados, por ejemplo, podían sentirse
envidiosos, pues les habían quitado las armas el primer día, en la puerta del complejo.
Los vigilantes las cogieron y las llevaron fuera del muro, dejándolas cerca del araña.
Resultaba divertido que esa pistola, simplemente guardada en la chaqueta de Finch, no
hubiera sido vista. Nunca le había hablado a Esther de ese robo. Le producía un absurdo
regocijo infantil pensar que ella no lo sabía. Aunque en realidad nada tuviera significado.
Ella no podía utilizar la pistola, y si quería otra como juguete su inmundo amante se la
habría traído, en la boca, como la fruta, el vino y el buho disecado.

-¿Cómo se está en el complejo? -preguntó ella.
¿Qué es lo que quería? ¿Seguir actuando como «líder»?
-Espléndidamente.
-¿No hay protestas? ¿Nadie escapa?
-¿Cómo y adonde? Usa la cabeza.
-Siempre fueron ovejas -exclamó Esther-. De ese modo teníamos que vivir. Obedece

las reglas, haz lo que se te diga, conténtate sin analizar nada y no preguntes nada. Por
eso no hay espíritu de lucha en ninguno de ellos. Sólo los inadaptados, los que odian,
como tú, y los que patean, como yo.

-¿Todavía pateando? -preguntó él.
-Tal como tú dijiste, ¿cuál, cómo y dónde está la alternativa?
-Haz con los dedos los ejercicios que te enseñé.
-Sí, doctor.
-O no los hagas, y se te quedarán rígidos. Luego no vengas a quejarte.
-¿Cuándo me has oído quejarme? ¿Y qué te hace pensar que seguiré aquí más tarde?
-Eres una superviviente. Aprietas los dientes y te mantienes.
-Hasta que con los dientes muerda las raíces.
Le abrió la puerta. Finch se quedó mirando el anexo, carente de vida.
De pronto, sintió un escrúpulo inmotivado. Por Standish, Anna y todo lo perdido. Pero

se lo quitó de la cabeza y se dirigó al ascensor, mientras ella cerraba la puerta.

Deliberadamente había tardado una hora en llegar hasta allí, y lo mismo tardaría al

regresar. La visita fue de diez minutos. La última visita, además, a menos que se rompiera
otro hueso o se envenenara. Ahora, sólo el soldado, pensó en Steiner, la visitaría.
Algunos militares de la colonia, que por su entrenamiento se encontraban en mejores
condiciones, formaban una parte importante de los destacamentos de trabajo en el
campo, los cuales vivían entre una especie de cuarteles de cabanas situados al oeste del
complejo, cerca del muro. Se contaba que uno o dos de los soldados (de la colonia, pero
también de otros asentamientos, varios de los cuales habían sido vigilados del mismo
modo antes de ser capturados), iban a visitar con regularidad a los seres humanos del
bloque de apartamentos separado. Entonces el pequeño perro no bastaba. No, no estaría
allí. Al pequeño perro le gustaban los juegos de los pequeños perros... enseguida Finch
tuvo la sensación de que todo se duplicaba interminablemente, los rebaños y los extraños,
los doctores odiosos y las inadaptadas que pateaban, y los fuertes soldados-gigolós, y los
curys que servían a los dioses.

Finch se hallaba en medio de la avenida, y, sin advertirlo previamente, sus ojos se

inundaron de lágrimas ardientes y dolorosas. Siguió andando, tambaleándose, con el
rostro entre las manos, llorando y maldiciéndose, mientras por encima de su cabeza los
rumorosos aviones alienígenas caían desde el cielo hasta la tierra.

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Al principio consiguió no ceder durante once días a las peticiones de castigo de Cury.

Había sido como una piedra, mientras él daba saltos a su alrededor gritando, y ella le
había enloquecido a él y él a ella. En eso consistía su lucha: en no hacer.

Luego cedió, pues no significaba nada. Una mañana, él le trajo incluso un látigo suave

y liso, y ella lo azotó brutalmente; y a él le encantó.

Ese fue el día en que la llevó a la playa y Esther chapoteó en el agua. El le dio

conchas, y ella no pudo evitar que le gustaran, pues estaba intensamente interesada en
ellas. Y así, en la playa, inadvertidamente, Cury y ella mantenían a veces una
conversación, como si fueran personas normales en un mundo normal.

El le llevaba a la habitación lo que describía como objetos atractivos, además de los

sillones y libros que ella había dicho que quería. Le trajo espejos enmarcados en hojas de
metal, joyas brillantes de tiendas desaparecidas hacía tiempo, y cosméticos de sótanos
en ruinas y torres barridas por el viento. Después le trajo a Steiner.

Cuando estuvo a solas con el joven soldado que había tomado su virginidad, se sintió

al principio reprimida y luego, momentáneamente, llorosa, como cualquier chica que
encuentra de nuevo a su novio; lo que era falso, y después le hizo sentirse molesta. Se
lanzaron entonces uno sobre otro con grandes deseos, y ella experimentó el orgasmo,
con lo que de nuevo hablaron sobre un mundo falso que ya no podía sostenerse, ¿pues
para qué demonios servía aquello, aunque fuera tan bueno?

En los intermedios, siempre breves, ella le preguntaba a Steiner cosas sobre el

complejo, los campos y el trabajo en ellos, como si tratara de encontrar una excusa para
esos encuentros, o darle algunas credenciales.

Aquella primera tarde se unieron cuatro veces en menos de dos horas. Cuando él la

dejó, agotada, aunque rápidamente volvió en sí por el sonido del panel de la pared, y
todavía ligeramente eréctil (bromeando mientras se ponía cuidadosamente los
pantalones), se tumbó y se quedó dormida, y despertó en la oscuridad de la noche,
momentos en que renunciaba a la conciencia, lo que sólo podía evitar si se sentaba en la
cama. Por eso se sentó, aumentó la luz, tomó un bloc de papel que había pedido y una
pluma, y escribió un párrafo sobre el mar, el complejo, la ciudad, sobre todas las cosas
que la rodeaban y que no le permitían ninguna elección. No mencionó a Steiner, pero se
refirió a Cury con el nombre de Perro.

CAPITULO 4

Cuando comencé a escribir de nuevo una especie de manual, un diario, lo hice

ilógicamente, simplemente porque necesitaba expresar sentimientos inexpresables. El
relato factual de Standish quedaba evidentemente atrás. Y sonaba a algo muy primitivo.
¿Cuánto terreno nuevo dice Steiner que se ha convertido en plantación, cómo se recogen
allí las manzanas, donde nunca he estado? Como si todo aquello representara una
autonomía humana, cuando no era así. Los alienígenas lo disponen todo, ¿no es así? En
ese estilo factual, hoy podría decir que Esther paseó por la ciudad y contó veintitrés
vehículos aéreos. O que hoy, «Perro» llevó a Esther a la orilla del mar, donde el líquido
espumoso se derrama sobre la arena grisácea y los guijarros brillantes. Allí el cielo es
más grande, como un gran pulmón que inspira y espira». Más descriptivo. Cinco estrellas.
Pero inútil de todos modos.

Pero hoy, algo va a sucerder.
Hoy...
-¿Estás preparada? -le preguntó Cury, llegando hasta la puerta.
Esther estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo de la terraza, y la presión

que ejercía así sobre el suelo mantenía abiertas las puertas, por lo que una puesta de sol

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cobriza lo inundaba todo, lo ahogaba todo, hasta la página en la que había estado
escribiendo.

-Sí, estoy lista -respondió. Puso a un lado la pluma y el papel-. ¿Esperabas

encontrarme en el baño vomitando por el miedo? '

-Oh, a ti no. Yo, en tus circunstancias, sí lo habría hecho. Pero no la maravillosa

Perséfone.

Se levantó. Llevaba las piernas, los brazos y la garganta desnudos y muy tostados. Su

rostro moreno, bordeabo por la oscuridad del pelo, y enmarcado en el cielo encendido,
resultaba espectacular, pero contenido. Llevaba puesto uno de los vestidos de verano que
él le había traído, pero no como algo planificado, pues lo había llevado puesto todo el día,
salvo durante la sesión de tres horas con su soldado.

-¿Por qué no te pones esas cuentas que te gustan? -le preguntó Cury con tono de

adulación.

-¿Y por qué no cierras la boca y te limitas a llevarme allí, tal como te ordenaron?
-Vamos, pues -dijo-. Vamos, pues -repitió.
Ella le siguió hasta el anexo y el ascensor. En todo el tiempo que había vivido allí,

saliendo y entrando con bastante libertad, no se había encontrado con nadie, ni de la
gente como ella ni de la gente como Cury. Ella pensó que él se reuniría con los suyos,
que tendrían reuniones viles en algún lugar de la ciudad, en ese lugar en donde estaba
cuando no iba con ella, cerca de sus amos.

Adonde irían ahora, quizá.
El ascensor bajó y salieron a la calle. El cielo, de un color rojo cobrizo, hacía que

Esther pareciera estar hecha del mismo metal. Cury la contempló, admirándola. El nunca
había estado seguro de que todo iría bien, pero ahora pensó que podría ser. Había oído
hablar de esto. ¿Les gustaba a ellos echar un vistazo más de cerca? ¿Quizá querían
emplear también a Esther? ¿Pero en ese caso serían capaces de obligarla o persuadirla?
¿Si ellos estaban intrigados por ese problema, sería un buen signo...? Pero ellos parecían
complacidos con él, que la había escogido, que había visto sus diferencias, y no sólo les
había llevado los ciervos, sino también el león.

Esther caminaba al lado de Cury como inconsciente. Iba muy recta, sin oscilaciones.

Sentía un miedo profundo, el estómago frío y la cabeza ligera. El colérico sol le hacía
daño en los ojos, quemaba la humedad de su boca... y sin embargo, deseaba hacerlo. A
pesar de todos sus pensamientos surgidos en la pereza de la derrota.

No van a matarme. Imagino que todavía no. No. ¿Pero por qué ahora? ¿Por qué esto?

¿Por qué esta caminata de media hora con el Perro cuando a nuestro lado pasan
docenas de vehículos por la calle? Pero claro, los perros y los esclavos no cabalgan como
los dioses?

¿Qué es lo que quieres? No, así no. ¿Qué es lo que quiero? Sí, verlos. Tengo que

hacerlo, por fin, en el nombre de Anderson, de Caroline, de Standish, de Esther. Sobre
todo por Esther.

El cielo llameante se unía con el mar y empezaba a desaparecer con un silbido

alucinatorio. El sol estaba ya muy abajo, tras las colinas.

Sobre la línea de la costa, de color espliego y ámbar rosada, había tres arañas

plateados, de brillo apagado, inmóviles, y más allá aislada una de las formas piramidales
de la ciudad, muy blanca durante el día, pero negra ahora: la torre oscura. Cury y ella
nunca antes se habían alejado tanto en esa dirección.

Había sido después de que él le dijera a Esther que le había roto las costillas, unos

cinco minutos después, cuando todavía desde el suelo comentó:

-Los dioses me envían. Voy a llevarte a que los conozcas. Cuando oscurezca.

¿Quieres ir?

Una náusea caliente la sofocó, pero logró decir con tono frío:
-¿Tengo alguna opción?

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-Ya sabes -le explicó él-. Ellos no están ahí, arriba en las máquinas, tus arañas. Son

sólo imágenes sobre pantallas. Todo es automático. Ya nunca abandonan la ciudad. Lo
hacen todo desde ahí.

Esther había contenido el aliento, temerosa de que si se echaba atrás, él se fuera.
-Estupendo -dijo Esther.
Más tarde aceptó que él debía saber que ella tenía miedo, y que ese engaño era

totalmente inútil. Cuando él se fue, ella se agachó sintiendo náuseas por el miedo.
Supuso que él sabría muchas cosas, y pensó que regresaría pronto a verla. Pero Cury no
regresó hasta que fue la hora.

Esther se cepilló los dientes, se duchó y se lavó el pelo y se puso el mismo vestido. Al

principio tuvo que ir constantemente al baño, pero cuando pudo escribir en el manual o
diario se había habituado a ese terror y lo estaba controlando.

Ahora se elevaba ante ella la pirámide de la más real de las torres oscuras, rodeada

por arañas, enmarcada por detrás por las líneas disolventes del mar y el cielo. Con todo
claridad pensó, ¡Standish! ¡Standish! Fue un grito estúpido y silencioso. Pero siguió
andando, incluso un paso por delante de Cury, ansiosamente, con los ojos muy abiertos.

CAPITULO 5

La pirámide se abrió ante ellos en esa sempiterna forma de «O». Había allí una bóveda

débilmente iluminada, otro ascensor, que les subió, un paseo que cruzaba por el aire. Y
finalmente, bajo un panel que emitía destellos blancos, una entrada cuyas puertas se
abrieron lateralmente.

Esther pudo ver ahora un suelo pulido y las filas pulidas de pantallas y aparatos

mecánicos que brillaban y titilaban, y a veces centelleaban deportivamente con pequeñas
luces. Se escuchaba un vago rumor provocado por esas máquinas y su actividad, como el
alma de una colmena. El aire era fresco y puro, de una frescura sintética que recordaba
los jardines de primavera de la antigua ciudad.

Cury se adelantó con viveza y ella caminó a su lado. Al otro lado había una mesa de

despacho y otra de control, y Esther barrió la habitación ordenadamente con la vista, y
encontró algo parecido a una silla. Estaba ocupada.

Ahí está, pensó.
Intentaba ver, y al mismo tiempo trataba de evitarlo. Bajó la cabeza y miró por el rabillo

del ojo, estrechando los labios y los ojos. Lo mismo se mostraba incrédula que empezaba
a considerar alternativas; pero de pronto una colosal conmoción la sacudió, se quedó casi
inmóvil y casi cayó al suelo. Fue algo que la avergonzó. Toda la náusea se condensó en
eso, pues era más terrible que cualquier cosa que pudiera haber visualizado. Era
inaceptable. Pero parecía ser cierto.

-Bien, Cury -dijo la voz. Cury se llenó de satisfacción-. Ahora puedes dejarla conmigo.
Haciéndole viles fiestas de perro, Cury se retiró. Para que recordara su presencia, al

pasar le pellizcó en un brazo, pero ella sólo se acordó de eso después. Cuando Cury se
hubo marchado se cerraron las puertas con un gemido.

Y se quedó a solas con el alienígena, el invasor, el enemigo.
-Estamos interesados en ti -le dijo-. Quizá lo mismo podría decirse de ti con respecto a

nosotros.

Le hablaba en la lengua que ella había conocido siempre, la lengua de los hombres. No

tenía acento. No había nada en su voz que le diera un sabor idiomático.

Esther no dijo nada. Recordó que, años atrás, se había plantado de esa forma

malhumorada ante Edward Standish. Además, la figura que tenía delante se parecía
bastante a Standish, pero no aquel que Esther podía ver, sino aquella imagen del propio
pasado de Standish que a veces ella conseguía extraer.

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-Bien, hazme tu pregunta.
-¿Cómo sabes que tengo una pregunta?
-No eres la primera. Generalmente hay una pregunta, o una afirmación.
-Entonces no necesito hacerla.
El sonrió. Era un gesto facial de la Tierra, que por lo visto también era común entre

ellos.

-Después de todo -dijo él-, si piensas en todo ello, en la gravedad, la atmósfera, incluso

la estética, ¿cómo íbamos a habitar tu mundo, existiendo en él con razonable éxito, si
físicamente no fuéramos bastante semejantes a vosotros?

-Como nosotros -repitió ella.
-Como vosotros, pero superiores. Evidentemente mejores. Vuestra raza es defectuosa,

primitiva e ignorante. Sufrís deformidades del cuerpo y la mente. Habéis nacido al azar, y
por tanto también vuestra condición física es azarosa. No vivís demasiado. Aunque
parece ser que lo suficiente para celebrar toda esa serie de accidentes. Debes entender
que para nosotros sois simplemente una especie de animal inferior inteligente.
Lógicamente, no os veis a vosotros mismos de igual forma. Pero tenéis que aceptar que
os hemos sometido. No tenemos ninguna razón para haceros daño ahora, siempre que no
nos molestéis.

Esther se le quedó mirando fijamente. Finalmente, se lanzó contra el único blanco que

él parecía haberle dejado.

-Si sólo soy un animal inferior inteligente, ¿por qué molestarte en explicármelo? Lo que

dices es un galimatías. Sacado de un formulario.

El quedó en silencio un momento, y enseguida añadió:
-Así es como tú lo percibes. Quizá nos guste jactarnos de nosotros mismos ante los

inferiores. Y que lo sois es un hecho. Por ejemplo, ¿qué edad piensas que tengo?

-Podrías tener entre treinta y cuarenta. Quizá sea así. Pero como has dicho que vivís

mucho más que nosotros, que alcanzáis una gran longevidad, me dirás que setenta u
ochenta.

La miraba intensamente. Parecía estar realmente interesado en sus reacciones.
-En realidad tengo más de cien años, según contáis vosotros el tiempo. Evidentemente,

nosotros no lo hacemos de la misma forma. Pero dentro de doscientos años apenas
tendré un aspecto diferente. Dicho sea de paso, nuestra longevidad y la inmunidad a la
mayoría de las enfermedades fueron dos de las causas principales que nos impulsaron a
viajar por las estrellas. Nuestro planeta estaba atestado. Era esencial buscar otros. Otros
mundo. Somos una raza prolífica, y codiciosa; en eso nos parecemos a vosotros.

La conversación le resultaba tan irreal. Esther visualizó las poderosas naves, como las

ballenas igualmente apócrifas, nadando a través de las mareas negras del espacio; y
pensaba en el espacio tal como Standish le había enseñado a verlo. Aunque
indudablemente era exacto, incluso verificable, no lo aceptó. Y pensó lo mismo que había
pensado al principio: El puede ser sólo otra forma de Cury. Un hombre principal, un oficial
superior de su guardia humana. Este no es un alienígena. Es un hombre inteligente y
educado. ¿Pero por qué iba a ser necesario este truco?

Se obligó a sí misma a mirarle fijamente unús momentos. El le devolvió la mirada, pero

sin agresión, evasivas ni comunicación. Así mira el hombre al perro hambriento al que no
teme. Al final, es el perro el que aparta la mirada. O el que se lanza a su garganta. Y el
hombre coge entonces un arma, un cuchillo o una pistola que el perro nunca aprenderá a
fabricar, y el perro cae muerto a sus pies. Siendo así, no apartaré la mirada ni atacaré.
Esperaré. Resistiré y esperaré. Y aunque no sirva para nada, no haré otra cosa. No soy
un perro. Y él no es un hombre.

Aunque en apariencia...

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(¡Qué trabajo tan conseguido es un hombre! ¡Qué noble en su razonamiento! Qué

infinito en sus facultades... qué admirable la forma en que se expresa... como un ángel...
¡como un dios! La belleza del mundo...)

Y cómo se parecía a Standish, el Standish que ella no había conocido nunca, el

Standish de Anna, el hijo de Caroline. Su piel era muy seca o estaba muy bronceada. No
había ninguna arruga ni señal en su piel, podría haber tenido veinte años, o dieciséis,
salvo que su rostro carecía de la suavidad de esos años, y era irrevocablemente maduro.
No era joven; podría tener cincuenta años, o cien, tal como él decía. Sus ojos eran azules,
como los de Standish; unos ojos limpios y claros; humanos. El pelo era negro y muy
abundante, peinado hacia atrás desde la frente ancha y baja, de una manera en la que
había visto peinarse a muchos hombres. Iba vestido con camisa y pantalón, nada nuevo;
o bien se habían vestido siempre igual que la humanidad, o habían adoptado esa
costumbre a su llegada. Allí donde fueres... sí, tenían que ser como los hombres, por
fuera y por dentó. Tal como él le dijo, la gravedad y el aire, la biología, el clima, el método
mismo de rotación de la Tierra, su distancia del Sol, la Luna por la noche, los mares, los
árboles, el rocío, los sueños de la Tierra... debían ser como los de su propio mundo. No
resultaba ilógico. ¿Por qué un mundo, o una raza, tenían que ser únicos? Como el mono y
el lémur son para el hombre, así los hombres son para ellos. Y para sus mujeres, pues
Cury había mencionado a veces a Atenea, Diana, Juno, junto con los miembros
masculinos del panteón.

¿Cuál de los dioses masculinos del Olimpo era éste?
-El me llama Zeus, o Júpiter -dijo el alienígena.
De esa forma le demostró que era también un alienígena, el invasor, el enemigo. Le

había leído la mente.

Se sintió demasiado atemorizada y demasiado disgustada para sentir nada.
En un gesto ritual, dio un paso hacia atrás. Y dijo:
-Entonces no hay esperanza.
-Ninguna.
-No es posible resistencia alguna.
-Ninguna.
-Y no hay... vida privada.
-No mucha. Aunque ninguno de vosotros es observado continuamente, hay otras cosas

que hacer.

-Somos vuestro hobby.
-¿Conoces esa palabra? Considerando el entorno en el que viviste antes, parece fuera

de lugar.

-Lo estaba. Y también en el vuestro.
-No sois un hobby. Un estudio sería una palabra mejor.
-¿Y por qué hablas conmigo? Puedes leerme.
-Pero tú no puedes leernos a nosotros. Por eso debo expresar verbalmente mis

comentarios.

-Es fatigoso para vosotros.
Se dio la vuelta (el perro apartó la mirada) y se alejó unos metros de él. Mentalmente

visualizó una de las procesiones de gente que había visto desde la terraza, dirigiéndose
hacia la ciudad, pero sin regresar. El lo vería también, en la mente de ella. ¿Habría una
respuesta?

-No es para comida-dijo él-. Cury, el hombre, interpreta mal el programa que

realizamos allí, y lo ha convertido en su obsesión, pero es la suya no la nuestra.
Realizamos análisis de sangre, tejidos, cosas así. Tenemos que aprender lo que podamos
de vuestra especie, para lo que podemos enfrentarnos aquí. Los ritmos vitales, los virus y
microbios del planeta, que ahora poseemos nosotros.

Dirigiéndose a la alta batería de luces parpadeantes ante la que estaba de pie, dijo:

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-Dijiste que os jactabais. ¿Pero para qué hacerlo ante un mono que está en una jaula?
-Para ver lo que hacéis -dijo él.
-Entonces será mejor que guardes silencio. Será mejor que no haga nada.
-Aun así, tendrás que aceptar que ya es hacer algo. La negatividad es también una

decisión.

De pronto Esther pensó: ¿Podían leernos cuando estábamos en la colonia? ¿O sólo

estaban jugando, durante ese siglo y medio, cuando nos dejaron allí en la oscuridad? ¿O
necesitan estar cerca para leernos? ¿Y la telepatía, como todo lo demás, dependerá de
su ciencia fabulosa? Bueno, ¿tengo razón?

-En cierta medida.
-Señor de la máquina -dijo ella-. Deus de machina.
Se sentó en el suelo pulimentado, con las piernas extendidas por delante y cruzadas

por los tobillos, las manos en el regazo encima de la bata de algodón que Cury le había
llevado. Cerró los ojos y pensó Vacío. Trató de mantener el vacío en la mente. Luchó para
mantenerlo, y cuando le llegaron visiones al azar, las cortó de raíz con unas tijeras
negras. No estaba segura de cuánto tiempo duró aquello. Tampoco se atrevió a tratar de
controlar el tiempo. Pero en un momento determinado, él le dijo:

-Vete, pues, Esther. Puedes hacerlo siguiendo al revés el camino de tu entrada, por el

pórtico y el ascensor. Las estrellas están sobre el mar.

Esther se puso en pie y dejó que desapareciera el vacío.
-Mis estrellas, no las tuyas -dijo.
Pero cuando miró hacia él con audacia, se había ido. Debió irse silenciosamente

mientras ella realizaba su protesta tenaz. La voz salió de un altavoz que había en la
mesa. El altavoz volvió a sonar.

-Puedes regresar cuando lo desees. Algunas veces me encontrarás aquí, y eso no

debe disuadirte.

-Standish... no. Standish nunca la había invitado claramente, con palabras.
Salió de la habitación. Sintió pinchazos en las piernas. Eso era excelente. Significaba

que había permanecido profundamente inmóvil, y por tanto vacía, durante un rato.

Aquella noche, aquella noche ferviente y calurosa, aunque dentro de la habitación

había la misma temperatura moderada de siempre, Esther despertó asustada sin saber la
razón; luego la recordó. Se tumbó en la cama, queriendo mantener las luces a distancia.
¿Puede leerme ahora? Sí. Si quiere hacerlo. Incluso sus sueños, incluso el sueño que
debe haberla despertado, que ella misma no puede recordar, él puede saberlo, o uno de
ellos, o todos ellos.

Zeus, Júpiter. El hijo de Cronos, el dios rey Titán que devoró a sus hijos. Pero Júpiter

engañó a su padre. En su lugar, entregó al anciano una piedra del rayo y se la tragó.
Después el héroe, decidido a que cayera el orden antiguo, alimentó a su padre con
eméticos, y los grandes dioses de Grecia y de Roma enfermaron en el vientre del Titán.
Júpiter, Amón-Ra para los egipcios, un carnero de mármol negro, con las patas delanteras
metidas debajo, un ser humano suplicante agachado junto a su pecho; los ojos azules, en
Egipto, eran una señal del mal, del diablo o los demonios.

¿Puedes oírme? Era superfluo objetar, luchar, incluso desesperarse. Ellos eran los

dioses, y los dioses siempre pueden escuchar.

Esther se dio la vuelta, quedándose boca abajo. Cerrando los ojos, se quedó mirando

fijamente un túnel largo, vacío y negro, y se durmió.

Pasaron días y noches y Cury no regresó al apartamento. A veces la había dejado sola

dos o tres días como mucho, nunca más. Pero ahora llevaba ya siete días y siete noches
sin Cury.

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¿Acaso ya no pertenecía a Cury? Pero tampoco venía Steiner. Ni Finch, por supuesto.

Y no había ningún movimiento en la ciudad, salvo el susurro de los aviones, y los
vehículos que corrían por las carreteras sin vida.

Eso le hizo empezar a pensar en ellos como preprogramados, y sin objetivos. Y

carentes de vida humana.

Era una libertad extrañamente inquieta. Esther caminaba por la ciudad, sola, sin que la

molestaran. Aquello podía parecerse a una época anterior, cuando era adolescente y
caminaba por la ciudad en ruinas de los hombres. Salvo que allí, aunque desolada y
muerta, la ciudad tenía una cualidad viva, pues las mismas ruinas le daban brillo y
personalidad. En cambio, la ciuda alienígena, sin poros ni fallos, carecía también de alma.

Paseaba junto al mar, la extensión de agua, en las soleadas tardes.
Las aguas parecían captar el fuego del sol. No es oro todo lo que reluce.

Cuidadosamente caminaba en dirección opuesta a la pirámide. Buscaba, y encontraba,
conchas, así como animales extraños en la arena húmeda y entre las rocas. Además,
buscaba su propia identidad en la colección de libros que Cury le había llevado. Aprendía
y olvidaba lo que había aprendido, con impaciencia. Esos pequeños seres que había bajo
las piedras eran Esther, y ella era Dios. Y también esa metafísica le producía impaciencia.

Tras el período de siete días pasaron otros dos. Caminaba por la avenida hacia el

complejo, o hacia donde pensaba que debía estar, y llegó hasta un enorme muro, tan alto
como el cielo, sin puerta visible ni medio de entrar. Más allá del muro no escuchaba
ningún sonido humano. Pero podía haberlos imaginado, la colonia, el pasado, sus
compañeros, todo. Pero no lo hizo.

Trató de encontrar un camino hacia los campos, pero el muro proseguía, paralelamente

a la ciudad. Podía vislumbrar las distantes tierras altas, a kilómetros de distancia. Eso era
todo. Finalmente, y con la sensación de cumplir un propósito, abandonó. Sabía que los
campos se abrían en alguna parte, y que el muro se acababa. Steiner se lo había dicho.
¿Acaso no había tenido suficientes deseos de encontrar ese lugar?

Al regresar al apartamento fue en el ascensor a todos los pisos, tratando de acceder a

otras puertas, pero ni siquiera se encendió un panel en el suelo. En una ocasión le
pareció captar un movimiento clandestino arriba, cuando el ascensor llegó al piso
decimocuarto. Fue allí corriendo pero no encontró a nadie. Seguía sin poder detectar
entrada alguna en las paredes, pero se quedó esperando mucho tiempo, y
ocasionalmente gritaba su nombre, su origen humano, y su deseo de conversar con otro
ser como ella. El deseo no era realmente exacto, y, como si los demás lo supieran, nadie
respondía. Finalmente, comenzó a elaborar una teoría: que ahora el edificio estaba
desierto, salvo por ella. Si alguna vez lo habían habitado seres humanos, ya se habían
ido. (En el piso decimocuarto hubo un fantasma, o su vista la engañó.)

Pero sí encontró una manera de salir al tejado del edificio, en el piso vigésimo séptimo.

Era plano, sin parapeto, y desde él podía tener una vista de la ciudad y el mar hasta su
horizonte. Allí podía sentarse, dejando que los pájaros se alimentaran de las últimas frutas
que Cury le había llevado, y que no se pudrían. Los pájaros no parecían desconfiar de
ella. Se habían olvidado totalmente de que la humanidad era un amigo poco seguro.
Quizá su propia especie acabaría por oívidar el mundo que existió antes de la llegada de
los alienígenas, y se sentiría confundida ante la idea de pasar sin ellos... sin la fruta
podrida.

El crepúsculo fue maravilloso, sin neblina, ultraterreno en ese aire teñido, y el cielo era

como un cuenco translúcido de cristal violáceo en el que las estrellas azules se encendían
como cerillas.

La Tierra era de ellos. Negarlo era estúpido. De ellos, que la gobernaban y la

cambiaban según les convenía. ¿Hombres? Eran la quintaesencia del hombre. Mejores,
superiores. La verdad.

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Con el maravilloso resplandor crepuscular, Esther se fue del tejado y se dirigió hacia la

costa, hacia la pirámide oscura y el hombre.

CAPITULO 6

En los tres meses que siguieron a su primer encuentro con el alienígena, llamado

Júpiter, se amplió el objetivo del mundo de Esther, se alteró su rutina cotidiana y cambió
su estatus.

Pero le parecía estar sola en la ciudad. En esos tres meses no encontró a ningún ser

antropoide vivo, ni animal-hombre, ni dios-hombre.

Vio a «Júpiter». Se vio a sí misma en los espejos. Y de vez en cuando vio a más

alienígenas, los iguales de Júpiter, en las pantallas que mostraban, suponía ella, las áreas
menos accesibles de la ciudad. Eran como él, en el sentido que eran como seres
humanos, pero mejores. Mejor hechos y más hermosos a la vista, y por tanto totalmente
diferentes, parecidos a estatuas maravillosas que hubieran despertado, estatuas dotadas
de sorprendentes cerebros cristalinos. Los hombres y mujeres de la raza de Júpiter,
algunos eran morenos, otros rubios, algunos de piel más clara o más oscura. Se
diferenciaban, de la misma manera que la humanidad se había diferenciado, pero no eran
la humanidad. Hacían cosas motivadas, pasaban viva y graciosamente de una cosa a
otra, o se mostraban intensos y estáticos sentados ante sus mesas de control. Les oyó
seguir una conversación sobre tubos y mecanismos con «Júpiter» en otra lengua.
Comprendió que podían estar hablando en francés, o ruso, o latín, en cualquiera de las
lenguas de las civilizaciones vencidas del hombre. ¿Cómo podía saberlo ella con
exactitud?

Cuando ese crepúsculo maravilloso regresó, él no estaba en la habitación de las

máquinas, sino en una cámara interior cuya puerta abrió enseguida para ella. Estaba
repleta de altas librerías, con cajas y plataformas; poco después descubrió que aquel
lugar era kilométrico, que subía y bajaba por la pirámide, a través de escaleras, escalas y
ascensores. Pero volvía a ser el almacén que David construyó Abajo. Los alienígenas,
naturalmente, habían hecho un trabajo mejor en su rescate de los objetos del hombre.
Casi inmediatamente, Esther le dijo:

-Esto no me interesa. Quiero ver a los otros miembros de mi colonia. Quiero saber

cómo está el doctor Finch y los soldados. Quiero saber de Janet Simpson. Margery, Ellen,
Sue.

Quiero saber del complejo.
-Si realmente quieres ver el complejo, te llevaré allí -respondió él-. Pero no es así. No,

no puedo leer tu mente si no estoy en la mesa de control, pero empiezo a registrar
algunas de tus costumbres. Tus obligaciones, tal como frecuentemente las llamabas, han
terminado.

-Steiner -dijo ella-. Aceptarás que lo he utilizado.
-Mantiene una buena salud -replicó Júpiter-. Trabaja en la tierra. Tenía antepasados,

de esto hace doscientos años, que ya trabajaban la tierra. Es bueno para él. Se siente
muy feliz.

-¿Pensando que en cualquier momento pueden ser asesinados para alimentaros?
-Gentes de tu propia raza les explicaron que eso era falso.
-¿Y creyeron la explicación?
-Probablemente, si al mismo tiempo se les aseguró que en lugar de ser animales que

proporcionan carne serán el sujeto de un experimento: animales de laboratorio. Sí, eso es
lo bastante malo como para que puedan creerlo.

-Sí, captaron parcialmente su función.

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No era razonable seguir discutiendo ante tales ideas. Pero ella discutió. Se oyó a sí

misma y pensó, cállate. Mientras le contestaba, él estaba de pie parcialmente oculto por la
sombra de las repisas de libros, junto a figuritas de leones y ángeles, y mirando como
Standish.

Sólo yo lo vería así. Es una fantasía mía.
Más tarde, la condujo a través del laberinto de los almacenes alienígenas: el Museo de

la Tierra, la Casa de las Maravillas: Omega. Sus kilómetros de subidas y bajadas
albergaban en cada centímetro algo de valor o importancia. De allí procedían los regalos
no comestibles de Cury, el cráneo de caballo, los volúmenes de fábricas y matemáticas
de lomos dorados, el buho y las cuentas.

Al cabo de dos horas estaba agotada. Quiso irse. El, «Júpiter», le dijo que odía

regresar cuando quisiera. Y regresó, lo mismo que regresó al mar, o a caminar por la
ciudad ciega y sin alma, y así, más tarde, regresó a él.

El la estudiaba, como hacían sus compañeros. Pero ella, por su parte, también podía

estudiarlo.

Pero no aprendía nada. Suave. Ciudad sin alma. Como su habitat. El dios de mármol.

La estatua de plástico. El decía siempre las mismas cosas, o cosas distintas del mismo
modo. Era una máquina.

Así pasó ese primer mes.
En el segundo, desde su terraza, creyó ver un pequeño grupo de personas en las

calles, abajo, a medio kilómetro de distancia; no estaba segura, pero dejó el apartamento
y bajó corriendo, y recorrió a toda prisa la ciuda, tratando de encontrarlos. No sabía
exactamente su motivo. Ni les dio alcance.

Para entonces «Júpiter» ya le había dicho que, aparte de los experimentos, muy poco

de los cuales eran ahora fatales o incluso ligeramente lesivos, el gueto humano era ante
todo un medio de reunir a la humanidad para su protección. Donde ésta habitaba
independientemente, lo hacía, como lo hizo el grupo de Anderson, con inseguridad y en
condiciones abismales, estancándose inevitablemente, y llegando en última instancia a
carecer de funciones. Por tanto no se trataba simplemente de un arresto, sino de un
rescate de la humanidad que se había realizado en los últimos cincuenta años. Esta
ciudad no era la única reserva de hombres, había otros complejos en otros lugares. Los
hombres se estaban volviendo útiles, bajo su guía, no sólo para los alienígenas, sino
también para ellos mismos. Ya no había peleas con ellos. El Vae Victis del conquistador
había sonado por última vez, y había terminado. El plan de rehabilitación avanzaba. No
era una excusa que él le daba. Era un contrato social.

¿Pero qué soy yo?
Esther empezó a desear ver de nuevo a Cury. Le haría preguntas, y esta vez obtendría

las respuestas. Pero Cury no aparecía. En la ciudad sólo había dos personas, aparte de
los fantasmas y espejismos. Con mucha frecuencia, Esther empezó a vislumbrar ahora,
en los otros pisos de su edificio, sombras que carecían de sustancia. Y en la oscuridad
escuchaba que golpeaban tras las puertas de cristal cerradas, o en la puerta del anexo, y
cuando llegaba allí corriendo se enfrentaba a la nada, y empezaba a sentirse nerviosa. El
bloque de apartamentos estaba habitado por las fantasías de su soledad.

Pasaba cada vez más tiempo en el almacén alienígena de objetos. Había incluso

música, y máquinas para transmitirla, que él le había enseñado a manejar. Las danzas y
las canciones, los conciertos, sinfonías y cantos triviales de hacía dos siglos, llenaban el
espacio, y producían una suave vibración en los bronces, mármoles y vidrios. También
sus oídos se llenaban con el agua del sonido. A veces escapaba y dejaba que la música
sonara sola. Era un estímulo, no siempre agradable. La acosaba la cólera, y penas
terribles, y felicidad y dolor inmotivados. Una noche se puso en pie encima del tejado del
piso vigésimo séptimo, miró hacia abajo y pensó: Sí. Pero no dio el salto mortal.

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A la mañana siguiente, cuando fue a la sala de máquinas, él estaba allí, aunque no lo

había visto en varios días. Un pequeño objeto metálico subía y bajaba entre las luces y
paneles, realizando una reparación o ajuste. «Júpiter», ella nunca le había preguntado por
su nombre auténtico, ni él se lo había dicho, se volvió hacia ella y le dijo:

-¿Crees que pensabas matarte? No era así, te lo aseguro. El impulso suicida es una

especie de reflejo. No significa nada.

-¿Estabas en la mesa de control? Eso es lo que pensé. Empiezo a sentir cuándo estás

en mi cabeza, observando. Y no diría que me gusta. ¿Podría bloquearte si realmente lo
intentara?

-Quizá durante un breve tiempo.
-Entonces he de intentarlo realmente, ¿no te parece?
-Podría ser un ejercicio interesante.
Pensó en Finch y flexionó los dedos curados. Estaban bastante rígidos, como Finch le

había predicho. Ejercicio, por tanto. De dedos y de cerebro.

-Hoy viajaremos al exterior, en uno de los vehículos que has visto -le dijo él.
-¿Sí?
-Incluso en uno de los vehículos aéreos. Desde luego son muy seguros y no tienes que

alarmarte.

-¿Y a quién le importa si me alarmo? No a ti. ¿Y por qué debería preocuparme? Mi vida

pende de un hilo. Por eso no salté del tejado. Decidí que sería mejor esperar a que uno
de vosotros decida castigarme.

-Nuestros métodos de finalización son más concisos. Pero no hay motivo para que

mueras, a menos, por ejemplo, que contraigas una enfermedad incurable.

(Como Anna.)
-Pero tú podrías curarme si quisieras.
-No, creo que no. Nuestra farmacopea sólo vale para nosotros. Por eso hemos salvado

para vosotros a vuestros médicos. Recuerda que te dije que todavía no hemos
encontrado ninguna enfermedad a la que no seamos resistentes por naturaleza. Ni
siquiera las enfermedades y gérmenes de vuestro planeta son enemigos nuestros. Sólo
vuestros.

-Así que incluso la Tierra nos odia y os ama.
La sacó del edificio, la condujo por una silenciosa carretera que había junto a la playa,

adonde llegó, con suave murmullo, uno de los transportes, y, siguiendo una instrucción
invisible que él le dio, abrió un lado. Entraron y dieron la vuelta a la ciudad.

El área de pasajeros del vehículo era una cápsula de color azul apagado, sin ningún

rasgo. Producía una ligera sensación de movimiento. Unas ventanas, invisibles desde el
exterior, permitían ver los edificios al pasar. A veces aparecía el mar, que parecía vivo y
chispeante. Todo lo demás era perfecto y estaba muerto.

Tú eres. ¿Puedes oírme? ¿No? ¿Quizá? La crueldad sin rasgos de la total

inhumanidad no humana.

No se veían en la cápsula controles, ni ningún medio de manejarla. Sólo las vistas y el

hombre.

El estaba sentado tan cerca de ella que hubiera podido tocarlo, pero nunca se tocaban,

y el viaje era tan suave sobre las carreteras de hierro que ninguna sacudida empujaba a
uno sobre otro, tal como había leído que sucedía a veces a los personajes de los libros
antiguos. Con Standish su sexualidad había estado constantemente alerta, confusamente.
Standish era viejo, pero ella deseaba al joven, a la esencia que había tras la corteza
nudosa de su vejez. Con ese hombre, que era directa y convincentemente joven, y
moderado como una estatua, de cabello negro, la piel como otro material desconocido de
ese mundo distinto... no sentía nada. Ni una sensación la conmovía, salvo ese tipo de
náusea ligera que sintió cuando veía el suelo desde el piso vigésimo séptimo.

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Nada. Y sin embargo, había pensado la comparación. Había tenido que decirse a sí

misma que él es como un hombre, un hombre más profundamente evidente que cualquier
otro hombre. Pero él es también como el largo y viscoso gusano gris que se arrastra a
través del barro, o el perro portador de enfermedades con los colmillos desnudos. ¿Podía
matarlo? ¿Es eso posible? Es inmune a todas las enfermedades... ¿pero podría hacerlo
una bala? Y toda esa armadura, arañas, coches aéreos, su forma de combatir tras un
escudo? Quizá entonces no es invulnerable. Pero Finch me robó la pistola. He podido
verlo a veces en sus ojos. De todos modos, si él no me está leyendo ahora, algún otro lo
hará en su... mesa de control.

Una hora después, el vehículo se detenía. Salieron y él la condujo hacia uno de los

bloques sin rasgos, subieron en el ascensor, y esperaron en una plataforma hasta que
llegó el vehículo aéreo. Entraron en él.

Estar en el cielo no resultaba alarmante. Parecía un engaño, sólo eso. Miró a las

nubes, y hacia abajo, a las partes de arriba de la ciudad, la masa de formas vagas que las
nubes interrumpían. En un momento, él dijo:

-Eso es el complejo.
Esther miró y vio un enorme dibujo geográfico, coloreado con diferentes tonos, una

especie de tarea escolar realizada por un niño particularmente atento. Pero, visto desde el
aire, el complejo no le convenció de su realidad. Ese avistamiento tampocale servía para
calibrar su perímetro.

Cuando el vehículo descendió, salieron de él. Se encontraban en otro de los altos

tejados. Abruptamente, el cielo se dio la vuelta y el tejado giró. Esther extendió un brazo,
se cogió a una columna de cielo y cayó de rodillas. Escuchaba un potente sonido y su
corazón latía con fuerza. De pronto vomitó.

Cuando el movimiento se detuvo, él se había arrodillado a su lado y le sostenía la

cabeza. Ella escupió. Sentía vergüenza y una furia ardiente. ¿Por qué no le había
ayudado? Se comportaba como un animal enfermo, como un caballo con una piedra en la
pezuña... y violentamente le apartó de ella.

Era la primera vez que había tenido un contacto físico con él, y no había en ello nada

inusual.

Se levantó, cruzó el tejado, volvió a arrodillarse en otro lugar y lloró. Las lágrimas eran

como el vómito, dolorosas, quemantes, necesarias e inevitables, y no advertían
previamente su llegada. Las dejó venir, no podía escapar de ellas, ni de su posición. Pero
la vergüenza le quemaba, y brillaba en ella. Imaginaba que él la estaba observando, que
todos ellos la observaban.

Tras ella, el coche aéreo se hundió en el edificio con un murmullo. Todo limpio y sin

manchas. Pero ella había vomitado. Como el sangriento y viejo titán, había vomitado, pero
no dioses, sólo bilis humana. Estaba más allá de la perfección de los dioses. Y las
lágrimas terminaron. Se echó a reír y se levantó, se limpió los labios y se dio la vuelta
para mirarle.

-Bien -dijo Esther-. Vae Victis. Dolor para el vencido. ¿Has disfrutado, gran señor de las

máquinas? Soy el símbolo de este planeta que habéis pisoteado. Arrugada y estremecida,
de rodillas, llorando ante el aire que no la escucha.

-¿Más jerga? -preguntó él con suavidad. Estaba de pie, muy cerca de ella, relajado, y

sin una expresión definida-. Aunque parece jerga superior. Esther podrías haber sido
poeta, quizá escritora o actriz, si tu sociedad se hubiera conservado.

-Cállate, Dios. Mátame o vete. No quiero hablar contigo. No te quiero en mi cerebro,

pero estás ahí, así que trata de mantenerte callado, porque me molesta. Como un insecto
clavado en una aguja, me retuerzo. ¿No basta con eso?

-No puedo sentir lástima de ti. Carezco de ese sentimiento. Ninguno de nosotros lo

tenemos. No nos apiadamos de nosotros mismos, no tenemos compasión por nada.

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-Lástima y compasión. ¿Quién las quiere? Vete a paseo, si es que puedes hacerlo.

¿No hay aberturas? ¿No hay sucios agujeros humanos? No sé cómo eres bajo tus ropas.
¿Tienes escamas? ¿Eres de metal? Y si sois dioses, ¿por qué necesitáis tantas
máquinas? ¿Por qué no tenéis alas para volar y ojos que puedan acabar con nosotros con
rayos de luz? Un hombre, un ser humano, en ese tejado de allí, apuntándote con un rifle a
la cabeza podría hacer estallar tu cerebro divino superior, o apuntar un poco más abajo y
extender todas tus visceras ahumanas por todo este bonito piso blanco. ¿No es así?

-Tu cólera es sólo un reflejo. Pero el dolor fue auténtico.
-¿Cómo lo sabes? No tenéis sentimientos. No hay emoción en los tuyos.
-No es eso lo que te dije.
-Y ya me has dicho demasiado. Maestro. Déjame en paz.
Pasó un minuto durante el cual permanecieron de pie, mirándose el uno al otro. Su

inexpresiva expresión no se alteró. La pasión de la de ella sí, disminuyendo, muriendo,
dejándola también casi sin expresión.

-Si lo prefieres, ahí está el complejo -dijo él finalmente-. No, no te estoy amenazando.

Tienes total libertad para ir y venir. Puedes residir con los de tu propia especie.

-Odio a los de mi especie -dijo ella lentamente, descubriéndolo en ese instante-. Se han

dejado barrer por vosotros.

-Entonces debes aceptarlo. No hay otro rumbo.
-¿Aceptar qué? ¿La derrota y la esclavitud? Por eso, el dolor, no es fútil... -la pasión

había vuelto a ella, y el dolor y la humillación que él vio lo observó en su mente,
manteniéndola en su vulnerable enfermedad. Pero luego la pasión desapareció otra vez-.
Lo acepto. Soy un animal del campo. Te fijaste en mí porque me encabrité, moví la
cabeza un poco, pateé el suelo, mientras los otros se quedan ahí, gruñendo y masticando
apáticamente. Serás amable conmigo. Comprenderás que tengo por delante una buena
vida de trabajo. Me acariciarás y recompensarás. Y cuando me vuelva vieja y desdentada,
o tenga cáncer, me concederás una rápida e higiénica muerte. ¿Acaso me engaño? Me
quieres para algún experimento especial, en el que no puedes utilizar anestesia, por lo
que necesito tener espíritu para sobrevivir suficiente tiempo... o para el corral de
reproducción. O para ir... ¿cómo se dice?... a un circo, y divertiros con mis biincos
inteligentes. Por Dios. Acabemos con ello.

-Lo siento -contestó él-. La forma de tu pensamiento, los caminos que tu pensamiento

toman es algo muy curioso, y erróneo. No hay nada que se haya pensado para ti de lo
que tú sugieres, y quizá temes. No hay plan. Ni destino. Pero eres interesante. Te lo
dijimos enseguida, Esther.

Ella parpadeó y añadió:
-Supongo que, como eres mi dueño, no necesitas revelarme tu propio nombre.
-No serías capaz de pronunciarlo. No tendría significado para ti.
-Como tu lenguaje superior.
-Así es.
-¿Y no hay ningún intento de enseñármelo? Las antiguas palabras de mando: busca.

Siéntate. Arriba.

-Un día, si lo quieres, podrás tratar de aprender el lenguaje. Pero no quieres

aprenderlo. O al menos, sólo para poseer algo que te haga equivalente a nosotros, o una
cana de triunfos que enseñarnos; ningún plan es factible. Abandona, Esther.

-¿Te molesta mucho mi resistencia?
-Tú eres la única que sufre por ello.
-Sería más feliz si estuviera domesticada.
-Este diálogo se convierte siempre en un círculo vicioso.
Esther se dirigió al borde del tejado y miró hacia abajo. Parecían ser unos treinta pisos.

Mejor aún.

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No se tiró, sino que se quedó en pie, examinando los hierbajos violetas que crecían por

la pared inferior, nunca desaparecían; y luego, parpadeando, miró hacia el mar brillante.

Sin embargo, siguió a «Júpiter» cuando la llamó. Salieron del edificio. En la calle, él

caminó hacia la pirámide que había junto al océano. Ella vaciló; se dio la vuelta en
dirección al bloque de apartamentos. Vaciló de nuevo. Luego lo maldijo y volvió a seguirle,
manteniéndose algo atrasada. Haciéndolo así, sentía una cierta quietud. Se sentía en
paz. Se preguntó cuánto tiempo duraría esa sensación.

Paseaba por el museo, escuchaba música, meditaba los libros, exploraba los largos

corredores llenos de cosas. Si llegaba a vivir cien años, quizá no lo vería todo. Las
secciones inferiores estaban excavadas en la tierra, y a veces daban al mar por debajo de
la playa. Accidentalmente encontró un pasillo que terminaba en una ventana submarina.
El agua era gris azulada, y estaba iluminada por las lámparas del exterior del
observatorio. Los peces se movían con sus delgadas aletas. Todo eso la absorbió una
tarde entera.

Empezó a dormir en el museo, en sus anchos bancos acolchados. Veía a Júpiter

raramente. Con regularidad se llevaba las libretas de papel y la pluma, y mantenía su
diario con regularidad, poniendo en él todas las cosas sin importancia que le sucedían.
Sólo volvía a su apartamento para ducharse o comer. (En el museo había lavabos y grifos
de agua potable. ¿Quién los habría utilizado antes que ella? ¿Otros humanos inadaptados
como ella?) Después se pasaba varios días en el apartamento, sin salir, ni mirar desde la
terraza. Era una prisionera.

La sensación de paz persistió, pero le resultaba detestable. Empezó a preguntarse si le

pondrían algo en la comida de su unidad. Dejó de comer, y sólo bebía agua, pero incluso
el agua podía estar adulterada.

-¿Puedes oírme? -gritó en voz alta a las paredes del apartamento- Quiero a Steiner.

Quiero un hombre. Quiero sexo. Soy un animal y debo ser servida.

Aquello era en su mayor parte mentira. En cualquier caso, Steiner no fue al

apartamento. Nadie la visitó. Ni siquiera Finch.

Su estómago rugía por el hambre; se debilitó. Empezó a comer de nuevo. (Había

ayunado dos días: todo un siglo; su cuerpo saludable, que quemaba energía rápidamente,
no lo podía soportar.) Después fue junto al mar y se pasó sentada todo el día viendo
cómo la marea iba y venía bajo el cielo.

Después de todo, no había nada en la comida, pues esa paz desapareció.
Se levantó al anochecer y empezó a correr gritando hacia arriba y abajo por el límite de

la arena. Entró en el océano, abrazando la espuma de color amatista, queriendo
ahogarse. Pero de nuevo su cuerpo, joven y vital, la sacó fuera, negándose a la muerte.
Llegó la noche. Caminó bajo las estrellas. Podría irme, sólo con seguir caminando. Si me
encontraran, lo harían por mí. Me matarían. ¿Pero por qué caminar, si el mundo ya no era
de ella? ¿A qué acuerdos podría llegar con él?

Standish, Standish, ¿qué me aconsejarías? Cínico y condenado viejo. Pero éste es

todavía más viejo. Tiene casi la edad de Anderson.

Se quedó dormida en la arena, y despertó al amanecer, hambrienta de nuevo. Le

llegaron a su mente las palabras traducidas de un poeta francés: «Mi espíritu está en
guerra con mi naturaleza interior». Condenadamente verdadero.

Estaba en la terraza comiendo bizcochos calientes con mermelada y bebiendo zumo de

naranja cuando un pequeño coche aéreo llegó y se posó como un pájaro a un metro de
distancia. Se abrió la puerta y una máquina le habló. Le pidió que le indicara lo que
deseara que le trajera del apartamento.

El miedo se agitó en su estómago, aunque no estaba segura de tenerlo.
-Así que me envían al complejo.
Al cabo de un momento surgió de la máquina la voz de Júpiter.

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-No, Esther. Vivirás aquí, junto al mar.
Ante eso no pudo encontrar ninguna respuesta, ninguna duda. Ningún pensamiento

que él pudiera leer.

Le enseñó el camino una máquina que llevaba también sus ropas, objetos de aseo y

otras cosas que había considerado necesarias. Lo demás volvería al museo, sin duda. No
pudo acordarse bien de lo que había elegido, salvo el cráneo. El cráneo significaba algo
para ella. No le había puesto nombre.

El ascensor de la pirámide subió más allá del punto habitual de detención. Luego, en

un pórtico desconocido, caminó a través de una puerta abierta. Había allí un espacio
ovalado sin amueblar, y otra puerta, que también se abrió.

Detrás de la puerta estaba el nuevo apartamento. Nunca antes, salvo en las cosas

antiguas, o las cosas naturales, las que no había ningún modo de utilizar, había visto la
belleza. Pero aquí estaba, por fin.

Había una serie de habitaciones, que daban una a otra sin esfuerzo, como si hubieran

evolucionado tal como lo hacen los paisajes y los ríos. Seguían una curva, en lugar de las
formas cuadradas del hombre, algo que ya había notado algunas veces en otras obras
arquitectónicas alienígenas. Había ángulos intermitentes en algunas de las paredes,
incluso alturas diferentes de los suelos y los techos, pero de nuevo todo ello con una
unión melódica. A primera vista, el conjunto se aceptaba como una sola unidad, un
compuesto; totalidad. El color era uniformemente azul, más claro o más oscuro, y de vez
en cuando un débil ámbar o un verde cristalino.

Descansando sobre todo había una luz parecida al florecimiento de las uvas. Llenaba

los espacios de las habitaciones por medio de ventanas, también un poco curvas, y daban
todas en una dirección: hacia fuera de la ciudad (haciéndote parpadear de asombro),
hacia el océano y el cielo. De esas ventanas podía decirse que los ojos de la belleza
miraban sólo hacia lo bello, la distorsionada y madura belleza de la tierra alienígena que
había comenzado a ser.

-No -dijo Esther al apartamento, cerrando los puños. Pero siguió a la máquina en el

interior de las habitaciones, y cuando ésta, tras depositar sus objetos se fue, ella se
quedó.

Desde aquí no puedes ver ni las plataformas que se extien den desde el extremo sur

hacia el agua. Todo lo hecho está sutil pero totalmente oculto. Resulta peculiar, ¿no es
cierto? ¿Por qué les molesta lo que ellos mismos han hecho? Evidentemente, con
seguridad, esta suite fue hecha para uno de ellos. O bien tienen apartamentos de sobra o
el alienígena que residía aquí se ha ido a otro lugar. El me dijo que la mayoría de ellos
están en otras panes de la ciudad, o en tierra adentro, no aquí. Habla con ellos a través
de esas pantallas; a saber lo que dirán, yo he intentado descifrar esos sonidos, pero es un
galimatías. Además, son ellos los que suelen hablar, él sólo desliza una palabra de vez en
cuando, y además hay una ligera interferencia que dificulta escucharle. No importa.

Qué palacio tan magnífico entre las torres cubiertas por las nubes.

Había una mesa baja parecida a un espejo negro (que no recogía polvo; nada lo hacía)

con un pequeño panel parecido a un topacio rojizo facetado. La voz melancólica que
generalmente le respondía cuando pedía información en voz alta la instruyó sobre el uso
del panel. Era muy simple. Lo tocabas y pedías cualquier forma de comida. Luego la
mesa se abría y servía esa comida. Tardaba entre cinco y ocho minutos; ella lo controló
contando los segundos. Los platos que salían de la mesa eran como una concha de
huevo muy azul, con un dibujo en claro oscuro formando remolinos bajo la superficie.
Después de beber el vino transparente de la delgada botella, trató de romper la copa, o un
plato, pero ambos eran irrompibles, lo que no le sorprendió.

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Por la noche, o si el sol era demasiado fuerte (apenas había neblina ahora, ni siquiera

en los atardeceres), tocaba las ventanas y se nublaban, como si se hubiera echado el
aliento sobre ellas. Sólo con el contacto se encendían las luces de la lámparas, que eran
como huevos de color ámbar, sujetos en las espirales del follaje tallado, o abstracciones.
Había cajas de metal perlado llenas de flores y heléchos azules que cerraban por la
noche sus ojos plateados, y abrían otros ojos de color dorado oscuro, y esas flores,
mediante alguna expansión y eyección del aire, según le contó la voz mecánica,
producían de vez en cuando suaves trinos, como los pájaros. Entre las ventanas crecía en
una maceta un delgado árbol verde de la tierra: por lo visto aceptaban algunos aspectos
terrestres. El árbol lanzaba su corona de hojas hasta la parte más alta del techo. Abajo, la
cama consistía en unos treinta centímetros de suelo acolchonado. Había muchas
almohadas. Aromatizadas como las plantas que según los libros se inclinaban sobre los
arroyos, y las cubiertas aparecían al tocar en otro sitio, entretejiéndose, en corrientes de
aire cálidas como el agua, para permitir un baño de sueño.

En el baño había una ducha, que caía en un recipiente profundo entre trepadoras

moradas y hiedras de verde oscuro de la tierra. Esther comprendió que podría nadar en el
baño para relajarse o hacer ejercicio. En el extremo menos profundo, junto a la ducha,
bastaba con tocar las paredes de mosaico para que aparecieran esponjas con las que
enjabonarse y lavarse. No había que hacer nada, bastaba con quedarse allí y ser
atendido. Después vendrían las unciones con aceites y polvos. Ante un abanico de
espejos del vestidor que conducía al baño podía utilizar cosméticos, bálsamos, alheñas y
lápiz de labios. Como estos maravillosos juegos del maquillaje parecían pertenecer a la
habitación, Esther supuso que el apartamento había sido creado para una mujer.
Evidentemente, en algunas sociedades los nombres también utilizaban cosméticos. Pero
el alienígena no parecía usarlos. Pero tampoco Esther no los había utilizado nunca, y tras
juguetear con ellos un rato no volvió a tocarlos.

Había un equipo que producía música. Era un instrumento musical formado por tubos y

bandas que giraban que, al tacto -siempre se hacía todo al tacto-, producían música de
otro tipo, del tipo alienígena, atemperada quizá para su oído, pues tenía un sonido que
afectaba a su sensibilidad, por lo que apagó el instrumento.

Había libros en cajas, alienígenas, y también una pantalla de libros, por la que podía

visionarse la literatura alienígena: sus jeroglíficos no sugerían nada humano, ni siquiera
los manuscritos de la India o Egipto, esas tierras perdidas. En el museo podía conseguir
lecturas humanas.

Está tan alto, por lo menos sesenta pisos, que por la noche las estrellas están tan cerca

que parece que las vas a tocar con un dedo. Puedo abrir las ventanas y ver gaviotas, de
vez en cuando, volando en círculos abajo. Por alguna razón, nunca vi gaviotas la primera
vez que llegué a la ciudad. Algo las debía haber asustado. Podrían estar en cualquier
parte. En alguna montaña.

Tengo en cuenta el hecho de que están vigilando mis reacciones, ligeramente

excitados. Tocar esto, tocar aquello, todo los juguetes... tocarlo todo sólo una vez, lo
confieso. ¿Pero por qué me ponen a mí, su lista yegua danzarina, en este lujoso establo?

En medio de toda esa belleza, Esther, cuidando su colocación, había puesto el cráneo

blanqueado del caballo. Tenía su propia magnificencia, pero no lo había hecho por eso.
Lo había puesto como recordatorio.

Memento morí. Si no soy un perro de caza o una mona, soy un caballo premiado, la

valiosa yegua. ¿Dónde tratarán de cabalgarme? ¿En qué cercas? ¿Qué carreras esperan
que gane?

Que no apuesten por mí.
Pero el apartamento azul, el árbol verde, la ducha en forma de fuente, la música, el

cielo, el mar y las gaviotas de abajo eran más fuertes que ella.

Nunca había visto nada semejante. Sólo llevo aquí dos días y dos noches.

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Me pregunto si el peno de Cury tiene una perrera tan buena como mi establo.

Habitó el apartamento azul y verde el resto de ese mes, el tercero, sin ver a nadie. Allí

desapareció la responsabilidad que le quedaba. Si no tenía que encontrarse con él, no se
sentía obligada a odiarlo. Jugaba en el apartamento y leía libros que cogía del museo,
pues pensaba que nunca se encontraría allí con él, ni en la sala de máquinas; y paseaba
junto al mar.

Ahora no había ningún indicio de neblina sobre la ciudad, ni por la mañana ni por la

noche. Le sorprendió que así fuera y anotó el hecho en su diario. También le pareció que
veía menos vehículos en las calles y en el aire. Y no había arañas. Odiaba a esos
gigantes de ocho patas, símbolo de la estúpida malinterpretación, y de su apresamiento.
Su instinto, aunque supiera que eran mecánicos, se sentía ultrajado por ellos. Se alegraba
de no verlos. Pensó, sin embargo, que los vehículos robotizados de los alienígenas
podían haberse ido a otra misión: a sacar de su abrigo a otra gran comunidad humana.
Esa campaña bélica explicaría también la desaparición de Cury. El Perro habría salido a
olisquear y a hacer fiestas tras otra puerta.

Sin embargo, un mediodía, mientras estaba sumergida hasta los muslos en la gran

piscina que había hecho en la playa la marea entrante, miró hacia arriba, desde las
anémonas, casi involuntariamente, para inspeccionar la ciudad: sin neblina, perfilada y
desolada, inmóvil y vacía. Fue como una premonición. Suponer que mucho después de
haber acabado con la humanidad, también los alienígenas desaparecerían de la Tierra,
dejando atrás sólo sus cascaras, como la vida marina muerta que quedaba en la orilla.

Pero entonces un avión solitario, en forma de abejorro, descendió descuidadamente

entre los edificios, deshaciendo la profecía. Esther volvió a ocuparse de las anémonas.

En el día segundo del cuarto mes, el panel de zafiro que había entre los heléchos le

habló con la voz de Júpiter. Sin ningún preliminar.

-¿Has descifrado el reloj del apartamento?
-Sí -respondió ella-. Se sintió sorprendida, a la defensiva. La voz de Júpiter le

recordaba que ella era la yegua valiosa, pues el cráneo del caballo no había sido
totalmente eficaz para recordárselo. En cuanto al reloj, había pensado en sus rayos y
campanilleos diarios, que no parecían corresponderse con ninguna noción de tiempo que
conocieran, era una especie de imagen de luz, de trabajo artístico. Luego, la recurrencia
de los temas le permitió conocer su funcionamiento.

-En el modo violeta, hacia las siete de la tarde, aunque imagino que eso ya lo sabrás,

llegaré a tu apartamento, que abrirás para dejarme entrar.

Esther no dijo nada. Todo su cuerpo lo decía por ella.
-Léeme -pensó, al tiempo que tiraba de un golpe el juego de mesa alienígena que

había estado tratando de descifrar, por lo que sus piezas frágiles, pero irrompibles, se
esparcieron por el suelo y rodaron tras los muebles.

-Quiero encontrarte cuando llegue -dijo él.
-Sería una tontería irme. Siempre me puedes encontrar. No sé cómo, pero puedes

hacerlo.

-Siempre puedo encontrarte.
-¿Qué me pondré para ti? ¿Quieres que la máquina me arregle el pelo? ¿Dónde debo

estar para recibirte?

Pero la voz había cesado.
¿Por qué pienso eso? Comenzó a pasear por las habitaciones. El amo no fornica con la

yegua. No. No. Pero los conquistadores, aburridos de sus propias mujeres, toman a las
nativas, inferiores a las que desprecian como animales, para ver cómo son, para
permitirse la perversión del bestialismo...

El ya había hecho todo lo demás. Curiosidad. Era el análisis culminante.

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La había situado en un escenario esplendoroso, en un ambiente que también resultaría

inspirado y relajante para él.

¿Por qué pensaba eso? A él pensar en ella le desagradaría, como a ella pensar en él.
Pienso todo esto sin que la máquina me contradiga. «¿Es esto el complejo?»,

pregunté. No, Esther. «¿Se trata de una violación experimental?», pregunto ahora. No hay
respuesta.

Pues me voy. Aunque él me pueda rastrear, ponérselo difícil, darle problemas. Y

cuando sea apresada, luchar. Si puedo herirlo, hacerlo. Y cuando ninguna otra cosa
pueda hacerse, ser una piedra, tendida y seca, sin un gemido.

Pero entonces, con un asombro que le causó temor: ¿Pero quiero que suceda? Estoy

deseándolo, ¿y él a mí? Digo sequedad y piedra, ¿pero significa calor y humedad? ¿Le
quiero? Standish me enseñó, abrió mi territorio virgen, que abierto por el pionero audaz,
está ya listo para el arado. Jesús. Entonces él no. No puede. Si hago eso con él, se ha
terminado, sí, se ha terminado realmente, como nunca antes se acabó.

Trató de mantener alejadas las imágenes poéticas y las analogías. Pero había

aprendido en los libros. Tuvo visiones de naves aterrizando, penetrando en la superfiecie
de la Tierra, el fuego que se derramaba, el estremecimiento. Esther, que era la Tierra,
invadida. Terminada. Por Dios, ¿quién puede saber si lo hacen de ese modo?

Aquello era irrelevante. Tenía que ser aproximadamente así, donde estuviera el

estímulo. Eran como humanos. Y amarían como tales.

Ella había habitado como un niño en un bosque envenenado. La habían incitado con el

veneno, y había comido... ¿qué es lo que había dicho Cury?... las semillas de la granada
de la muerte... demasiado tarde.

Cuando el sonido violeta sonó en el reloj alienígena, la puerta se abrió y entró él.
Ella estaba de pie en la primera habitación, junto a la puerta.
-¿Estoy correcta?
-Muy correcta.
-¿Por qué?
-Ya has pasado por todos los porqués. Y ahora conoces todas las respuestas.
-Las mías. ¿Pero y las tuyas?
-Me aburro con los míos -respondió él-. O no puedo disponer de ellos. El viejo mito

colonial de tu Tierra; y de todos los mundos.

-Unirse con las yeguas. Acostarse con los perros. Monos, lémures.
-Da la impresión de que prefieres verte a ti misma como algo profundamente distinto,

un verdadero animal, en lugar de admitir que, para los míos, la tuya es una raza similar,
aunque muy inferior en muchas cosas.

Ella se quitó la ropa, porque no quería parecer afectada por su humanidad y posible

diferencia. De todos modos él ya la había visto, a través de la mesa de controles. Esther
miró a sus ojos, y su carne.

Suponía que él la amaría. No parecía muy distinto a las otras ocasiones, ¿pero cómo

iba a estar segura? Para juzgar la situación, sólo podía contar con las experiencias de
Cury y Steiner. Tampoco parecía existir ninguna aberración física; aunque se esforzó por
no ver (aun sin apartar la vista) ni tocar. El cuerpo masculino, perfectamente
proporcionado, sin cicatrices, señales ni fallos, abrazó y acarició el suyo, lo penetró, y la
meció con el ritmo de ese viaje profano, de la misma manera que había sido abrazada,
acariciada, penetrada, mecida y cabalgada otras veces.

Le desagradaba todo aquello. Si cualquier contacto o recuerdo podía seducirla, no

pensaría más en ello, pero no iba a ser así. No había en él nada aborrecible, y eso lo
convertía en aborrecible. Ningún gusto, ni olor: era como el más limpio y sensible... polvo.
Enseguida, el acto se volvió infinitamente horrible para ella, y cuando le miró al rostro,
como cualquier hombre podría haber hecho, volvió la cabeza, deseando ver todo lo que

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había en la habitación, salvo el ser que, en todas las otras formas, había comprometido su
conciencia. Ahora estaba fuera de cuestión que no pudiera mirarle a los ojos.

Introducido todavía en ella, tal como habría hecho un hombre, y con la voz de un

hombre, pronunció el nombre de Esther.

-¿Qué pasa ahora? -preguntó ella.
-Tú eres la que desea esto. Tus pensamientos, que he leído. Tus sueños.
-Mentiroso. Lo que has visto es cómo lo deseo. Y quizá lo deseara de este modo en

otro tiempo. Pero no de ti.

-El hipotético hombre en el tejado que podía volarme la tapa de los sesos -le dijo él-.

Eso no es posible, Esther. Tengo la llave de la ciudad y por esa razón voy blindado en
todo momento. Una especie de escudo que quizá no entiendas, invisible y contra toda
destrucción. Una bala que golpeara el escudo explotaría sin dañarme. El dispositivo que
controla el escudo está localizado en mi columna vertebral. Es inaccesible. Para llegar a
él habría que romper el escudo: y una cosa imposibilita la otra. No puedes hacer nada al
respecto. Sólo yo puedo desconectar el blindaje, ¿y por qué iba a hacerlo?

-Demasiada charla. Sigamos con lo otro. Terminemos con ello.
-Creo que es suficiente -respondió él.
Se retiró de ella, con un tacto desconcertante en sus movimientos. De la misma

manera que había entrado.

Cuando Esther miró de nuevo, se estaba poniendo las prendas humanas ordinarias de

los alienígenas.

-Mañana, con el toque ámbar de tu reloj, harás algo obedientemente, Esther. Tocarás

la máquina de ropa del vestidor y te dará determinadas prendas y accesorios. Vístete y
baja a la playa. Estará paseando por ella el que tú llamas Perro, pues así se le ha dicho.
Nada de esto tiene sentido para ti, pero si no me equivoco lo tendrá.

Esther rodó por el suelo. No se había ido con ella a la cama. Sintió el principio de un

agrio regocijo, quizá falso.

-Ah, te lo he estropeado. Te he decepcionado. Eso te enseñará a no ir tras las yeguas.

Vuelve a acostarte con una mujer de tu raza. Tus mujeres superiores no sangrarán todos
los meses, ni sudarán ni tendrán poros en la piel.

Al vestirse no se había movido, como hacía Steiner o Cury. Su unicidad era

inexplicable, pero sólida.

Cuando se fue, Esther recordó las instrucciones del día siguiente. Ya podía sospechar

de qué se trataba. ¿Pero por qué no haberlo hecho para él? En cierta medida, casi se
alegraba ante la perspectiva de ver de nuevo a Cury. Este procedía del pasado, aunque
fuera reciente.

Se quedó de pie ante la ventana, disfrutando poco a poco de ese agrio regocijo. Estaba

mareada. Se sentía tranquilamente cepillada por el interior, tal como le sucedía con
Steiner. No había estado seca.

Pensó: Una victoria vacía.
Pensó: Pero gané.

Por la mañana se preguntó si había sucedido algo. Pero con el toque ámbar siguió las

instrucciones. Dejó que las máquinas la peinaran y le arreglaran el rostro y el cabello.

El vestido era el de cristal azul oscuro, y brillaba como tal. La mariposa que llevaba en

el cabello no era un insecto terrestre; parecía también de cristal azul, pero era más
preciosa. En el espejo vio otro rostro, otra mujer. Cenicienta vestida para el baile.

Con sus zapatos de cristal caminó por la playa, consciente. La superficie desigual, los

guijarros y los sedimentos no estorbaban si se iba calzado con zapatos alienígenas. Todo
lo de ellos, era demasiado bueno para ser cierto. En la distancia vio a Cury, acompañado
de otro hombre y otra mujer. Hacía tanto tiempo que no había visto a seres humanos...
pero evidentemente, no eran seres humanos, sino simples perros, de la raza de Cury.

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Iban razonablemente vestidos y correteaban, Esther pensó que tratando de pescar, en el
mar tranquilo y poco profundo.

Cury la vio. Dio un gran salto, que levantó la arena, y comenzó a correr hacia ella,

deteniéndose enseguida. Aquello resultaba indicativo y Esther lo captó enseguida: lo
había esperado. Ahora él parecía apesadumbrado. Blasfemia, sin duda. A Cury sus
cabellos adornados le caían por el rostro. Pronto perdería el pelo, era tan ralo, no era tan
fuerte como sus dientes de chacal. Sus ojos estaban tan vacíos como en el espejo en el
que ella ya se había visto. No hizo nada más, salvo quedarse mirándola, como los otros
dos. Pasó junto a ellos sin intercambiar una palabra, ni siquiera un grito.

Me conoce, y no me conoce. Pensó que era una Diana, una Afrodita. Entonces vio que

sólo era una Esther, pero con un modelo nuevo. No habrá más azotes, pequeño perro. El
señor Dios me ha elevado hasta la alta mesa. Me ha hecho como un ángel. A su propia
imagen, inferior pero cercana. Mi copa recorre los verdes pastos. Soy una alienígena. Lo
soy por poderes.

Uno de los enemigos, toda vestida de azul, alterada para ajustarse al fraude, al lado del

mar alterado.

CAPITULO 7

En el exterior de la larga cabana, con la espalda apoyada en el muro, Steiner se

encontraba sentado puliendo los botones y las hebillas del cinto de su viejo uniforme. Allí
arriba, las estrellas tenían más brillo que el que podía obtenerse del metal con el pulidor
de Anderson. Steiner se fijaba poco en las estrellas. Suponían que eran mundos, o el eje
de mundos, que había inaugurado todo el jaleo; sin embargo, no podría acostumbrarse a
verlas más que como chispas de brillo clavadas allí en una especie de alto lienzo que
colgaba sobre la Tierra. Tampoco había podido sintonizar nunca con los sonidos. El violín
de los grillos nocturnos en los campos, que era muy audible cerca del muro del complejo,
los gritos de los buhos que cruzaban el cielo rápidos como cometas. Más cerca había un
sonido humano que conocía mejor. Alguien estaba terminando con una de las chicas, un
par de cabanas más allá. Podía ser Parrish, que siempre armaba un alboroto con aquello.
Esther se hallaba casi silenciosa, lo que no significaba que no le gustara mucho. El viejo
se había perdido algo verdaderamente bueno.

Pensar en Esther era lo que le había impedido dormir. Generalmente, no tenía

problemas. Tras el trabajo del día, la cerveza y la comida sabrosa, a menos que se
dedicara a otros asuntos, se estiraba en el camastro y se dormía. Pero esa noche no.
Hacía un infierno de tiempo que no la veía. En el complejo mantenían una especie de
calendario, confuso, y no le había prestado mucha atención. ¿Cuánto tiempo hacía que
había estado con ella aquella tarde?... le pareció que más de tres meses. Quizá ella se
había cansado. Peor para ella si era una tonta... pero si era así, ¿quién habría ocupado su
lugar? Ninguno de los compañeros, eso lo sabía bien, tenía citas en el exterior; y si alguno
las tenía, era de conocimiento general de toda la humanidad. Incluso aunque hubiera
habido un nombre, algún tipo al que él no conocía... pero nadie salía ya. Se sabía que
muchos habían tenido chicas, o chicos, en la torre especial de la avenida en otro tiempo.
Pero no sucedía desde hacía años. El, Steiner, se había convertido en una celebridad
precisamente porque había... sólo Steiner, y ahora ni Steiner.

Aquello no le gustaba. Esa sensación le hormigueaba bajo la piel. Algo le tenía que

haber sucedido a Esther; algo que habían soñado aquellos alienígenas. Y Steiner quería
saber de qué se trataba.

Ella había librado una pelea, por supuesto. Dios, nunca la olvidaría en la colonia

cuando se apagaron las luces. Ella y él fueron los únicos que mantuvieron la cabeza.

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Esther... era hierro puro cuando tenía que serlo. Pero eso mismo podía haberla conducido
al abismo aquí.

Abrió el puño, soltó la hebilla y se puso en pie. El acto sexual había terminado, y

caminó hacia la cabana de donde procedían los ruidos, cruzó silenciosamente la puerta y
pasó a lo largo de los camastros hasta que encontró el que buscaba. Tocó a Parrish en el
hombro y éste pegó un brinco.

-Vale, tío, cálmate. Soy yo. Quiero comentarte algo. En el callejón.
-Eres un puñetero imbécil -le dijo Parrish, pero en menos de un minuto había salido tras

él, al espacio que había junto a las cabanas. Subiéndose la cremallera de los pantalones,
le preguntó-: ¿Qué sucede?

Compartieron un cigarrillo (la ración de éstos no era generosa), y a pesar del prólogo

no se hablaron durante un rato. Luego, Steiner le dijo:

-Quiero escaparme esta noche. Puede que regrese, o puede que no. Acuérdate que

quedé en decírtelo.

-Todavía no.
-Sí. Esta noche.
-¿Pero por qué? Vas a estropearlo todo.
-Esther.
-Eres un tío cachondo. ¿No puedes hacerlo aquí? Ahora hay tantas deseándolo que no

pueden entrar en el club.

Steiner le dio un empujón amistoso.
-Ella es más que eso. Olvidas rápido, ¿no te parece?
-Todo eso ha quedado atrás. Anderson y Standish. ¿Puedes creerlo?
-Puedes apostar tus pelotas a que lo hago. Como lo hiciste tú. Casi todos lo hicimos.

Pero ella lo demostró. En la escena de los túneles, con el apagón. Pero estabas tan
ocupado haciéndotelo en los pantalones que ni siquiera lo notaste.

-De acuerdo, bastardo.
-Ella es de la raza de Anderson, hasta los huesos. Eso significa algo. Por lo que a mí

concierne, sigue significando algo. ¿Quieres discutirlo conmigo?

-En otro momento. Estoy agotado. Esa Lyn es aceptable. Tendrías que probarla.
Steiner aceptó el hecho de la «garganta ofrecida» y se relajó momentáneamente.
-Quizá, si regreso. He pensado que le ha sucedido algo a Esther. Algo que es culpa de

ellos. Voy a ver qué es. Me voy esta noche. Te lo he dicho y eso es todo.

-De acuerdo, tío -contestó Parrish. Pero ambos mantenían baja la voz, se hallaban

incluso al borde de la agresión. Ahora el ascua del cigarrillo se apagó y los dejó en la
oscuridad, con las estrellas.

Durante prácticamente dos meses, su grupo había estado excavando un túnel de

salida, bajo el muro del complejo. Empezaba en uno de los lavabos de hombres,
exclusivos de los trabajadores del campo. Habían levantado el suelo con desesperanza,
con el equipo agrícola que tenían, pero luego siguieron haciéndolo excitadamente, pues el
suelo impenetrable no había resultado tan irrompible, y debajo estaba la tierra. Trabajaron
mucho y astutamente, en grupos de dos y de tres, día y noche, siempre que tuviera algún
otro ruido que les tapara, una de las fiestas permitidas o alguna reparación. Fingían
necesidades gástricas o el deseo de algún otro alivio. La supervisión alienígena se había
relajado para entonces, o no existía. Los arañas, que habían patrullado los campos en
gran número durante el primer mes, se habían reducido a uno o dos, y luego a uno sólo,
que a menudo estaba a kilómetros de distancia, sobre alguna colina, o cerca del mar,
hacia el norte. Algunos días ni siquiera lo veían. Obedientemente entraban y salían
siguiendo la señal de las máquinas del complejo, que les despertaban, anunciaban las
comidas, la hora del trabajo y la de apagar las luces. Eran como unos niños buenos.
Salvo en el asunto del túnel.

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Desde luego se había extendido por el complejo la leyenda según la cual los

alienígenas tenían medios para vigilarles en todo momento, pero los soldados del ejército
de Anderson se habían atrevido y ahora casi ninguno de ellos creía esa teoría. Si había
una vigilancia, tenía que ser limitada.

-Están tan seguros de tenernos cogidos que ya no se molestan en vigilarnos.
Un día antes, el túnel había llegado hasta seis metros por el exterior del muro

occidental, saliendo a un bosquecillo de árboles frondosos. Eso significaba que estaban
también bastante apartados de la ciudad. Ahora se dedicaban a asegurar los lados del
túnel, y a fijar el modo de operación. No todos los civiles serían capaces de lograrlo, ni lo
deseaban. De algunos de ellos podía pensarse que prosperaban aquí como pequeñas
flores. Por tanto tenía que realizarse una selección. Steiner era consciente de que al
escaparse antes de que los demás estuvieran dispuestos, ponía en peligro todo el trabajo.
Ni siquiera le había hablado a Esther de ello, en las fases iniciales, ni había pretendido
hacerlo en ningún momento. Pero no porque no confiara en ella. Todo lo contrario. Sabía
que resistiría si trataban de interrogarla, y si sabía algo... él no deseaba hacerle pasar por
eso.

Pero ahora las cosas habían cambiado. Aprovecharía su oportunidad. Iría bien

mientras no le cogieran.

-Escuha -le dijo a Parrish-. Si me cogen, diré que me escondí en el campo... que hoy

no regresé. La sirena tocó y todos formasteis cola gimoteando, como teníais que hacerlo.
Pero yo me quedé fuera. Soy un chico malo. No había ningún araña que lo viera, ¿no es
cierto?

-Pueden tener algo.
-¿Algo que vea también el túnel del lavabo?
-He estado pensando -le contestó Parrish, mordiéndose el labio pensativamente-. ¿No

es posible que lo sepan y sólo nos estén dando cuerda. Jugando al gato y al ratón. Nos
dejan hacerlo y luego nos convierten en fosfatina. ¿Eh? Quizá pueda ser eso.

-Y yo podría estar perdiendo el tiempo hablando contigo. Montaré algo que haga

parecer que he saltado el muro.

-Demasiado alto, es demasiado alto.
-De acuerdo, entones me escondí en el campo. Pero me voy. Sólo que primero... -

Steiner se volvió para mirar hacia la línea interminable de cabanas, los caminos que las
cruzaban, los espacios abiertos en donde habían empezado a crecer umbríos árboles,
para que aquello pudiera convertirse en su hogar. No vio nada de eso, o lo vio y lo
despreció. Alguien más. Quiero hacer una visita.

Dio un golpecito a Parrish en la mejilla.
-Entra y hazlo de nuevo. Quítatelo todo de la mente. Si Esther dice que está bien,

regresaré. Estaré en el camastro antes del amanecer. Nadie lo sabrá.

Parrish cogió a Steiner por el brazo, pero Steiner se fue, cruzó las cabanas en la

oscuridad iluminada por las estrellas, en dirección contraría al lavabo y al túnel.

Finch, estaba tumbado sobre el costado derecho, roncando sotto voche mientras

dormía, en su cómodo cubículo. En la habitación exterior, sobre la mesa de despacho,
había encendida una pequeña lámpara nocturna. Todo estaba limpio y ordenado, los
frascos, botes y jeringas metidos en sus cajas y armarios, los librosh erguidos y puestos
en fila. En la colonia no había sido un amo de su casa tan elegante, pero sin duda alguna
de las máquinas que hacían la limpieza del complejo entraba también allí.

Steiner se inclinó sobre Finch y le habló en voz baja pero con decisión.
-Doc. Despierta. Te necesito.
Finch se agitó. Abrió ligeramente los ojos.
-¿Es que no puedes dejarme...? ¿Qué sucede?

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-Nada importante, ni nada malo. Nada va a ir mal. Tú sólo ayúdame a salir y todo será

estupendo -le dio Steiner, apretando amistosamente el alterado cuerpo inerte del doctor.
De pronto, Finch se encontró con su brazo izquierdo levantado, con las articulaciones
forzadas. Dio un grito de dolor y Steiner le dijo-: Cállate. Un grito más y te lo rompo.

-¿Pero qué quieres en nombre de Dios?
-Su pistola -dijo Steiner.
-¿Qué pistola? ¿De qué estás...?
-La pistola de Esther, la que le dio Standish. Sé que la tienes tú. Pensé que te la habían

quitado, como hicieron con todas las nuestras. Pero no fue así. Y ahora la quiero. ¿Dónde
está?

Finch se relajó; incluso bajo la tortura de la llave de Steiner, se relajó y sonrió.
-La necesito, Steiner.
-No, tú no. Pero yo sí.
-¿Y por qué? Ni siquiera has vuelto a verla.
-Escucha, Finchy, no he venido aquí para responder tus preguntas. Sino todo lo

contrario. Y ahora dímelo o te rompo la articulación -añadió Steiner sacudiendo el brazo
de Finch, que gimió-. Será mejor que te portes bien.

-Está allí, con la penicilina. Bajo las virutas -contestó Finch, cerrando los ojos

cuidadosamente.

-Sin mentiras ahora, ¿de acuerdo Finchy?
Steiner dio un giro al brazo de Finch, que tuvo que sofocar un grito. Dejó al doctor

temblando, tocándose el brazo izquierdo con la mano derecha, y sacó de la caja
respetuosamente los frascos de penicilina, quitó las virutas de empaquetamiento y
encontró la pistola. La sacó y la comprobó. Estaba llena de balas. Impecable. Lista para la
acción. Si podía servir de algo contra un alienígena era discutible, pero si tenían que
escapar podrían encontrarse con hombres, y animales; durante algún tiempo les serviría
para conseguir comida. Y en cualquier caso, una pistola era una pistola. Que la tuviera
Finch era una especie de sacrilegio.

-Muchas gracias, doc.
Finch le respondió con una mueca, sin decir nada, sentado al borde de su camastro y

masajeándose el hombro lesionado. Sus pies se extendían en el suelo de una forma
extraña que les hacía parecer deformes.

-¿Vas a salir corriendo a decírselo a alguien? -preguntó Steiner-. ¿Sabes lo que estoy

planeando?

-¿Qué me importa a mí lo que hagas? Probablemente conseguirás que te maten, pero

eso no importa. ¿Una especie de fuga heroica tipo John Matthew? Te derribarán con ese
rayo luminoso. Te clavarán sobre un poste como un cuervo muerto, como una advertencia
a todos los demás, para que no seamos nunca tan cretinos.

-Puede ser -respondió Steiner, sin sentirse implicado por ello, mientras se retiraba

hacia la puerta.

-No conoces el mundo en el que estás viviendo. Ninguno de vosotros lo conoció nunca.

Y menos que nadie Anderson, ese maníaco monumental y sangriento, que no dejó que
terminaran las cosas cuando debían hacerlo. Hace cientos de años que deberíamos
haber terminado, haber sido olvidados, pero él quería seguir construyendo un imperio en
las alcantarillas, manteniendo viva la raza humana. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué
mantener viva a la raza humana? ¿Qué es lo que tiene de maravilloso?

-A algunos no les gustaría oír que hablas de esa manera de Anderson -le contestó

Steiner desde la puerta-. Pero pretenderé no haber oído nada. De momento. Ya que has
sido tan amable.

Cuando Steiner se fue, Finch siguió sentado, dándose masajes en el brazo, y mirando

hacia la puerta sin verla. Estaba viendo otras cosas. Muchas de ellas. En medio de todo

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estaba la chica Martineau presidiendo la cremación de Standish, llevando el largo vestido
azul que Anna había llevado en otro tiempo.

Ahora que la pistola había desaparecido, Finch comprendió la razón por la que la había

cogido y guardado, y por la que la había querido tanto. Pero eso significaba la cumbre de
la idiotez. ¿Por qué una pistola? ¿Un último rasgo ético sin extinguir? Por todas partes, a
su alrededor, tenía medios para hacerlo. Y de hecho el más seguro de todos los medios,
aquel con el que Esther le había amenazado junto al cuerpo de Standish, esperaba allí,
en la repisa, en su caja.

Mañana tendría que taladrar y rellenar dientes, poner alguna inyección contra el tétano,

quitar algunos puntos y sacar una o dos astillas. Pero cualquier otro de los médicos
antropoides domesticados, que desbordaban simpatía, podían hacerlo con mayor encanto
que él. El estaba enfermo y cansado de ponerles parches, reunir nuevamente sus trozos,
mientras a su alrededor el barco naufragado se hundía.

Basta con ponerte de pie dentro de un momento, cuando el hombro duela un poco

menos, tres pasos a la derecha, cruzar la puerta, sacar la jeringa esterilizada de su
envoltura, llena sólo de aire, y poner la inyección; luego te tumbas y visualizas las
pequeñas burbujas plateadas corriendo a cumplir su tarea. Embolia, amigo mío. También
podría tomar un sedante, para que todo suceda mientras duermo. Nunca había confiado
en la reacción eficaz ante la pistola. Estaba hecha para impartir la muerte, pero podía
producir lo contrario. En cambio, la aguja hipodérmica, hecha para dar la vida, lo mataría
con seguridad.

-¿Qué harás en el invierno, Esther, cuando haga frío?
-Construiré algún tipo de abrigo, Cury, o me congelaré.
-Dentro de un mes, de dos como máximo, el clima empieza a cambiar.
-Lo sé. ¿No te acuerdas de que solía subir mucho arriba?
-Podrías volver al viejo apartamento, el del bloque de la avenida.
-No.
-Eres la más extraña de las mujeres, Perséfone.
-No me llames así.
-Haz que me calle, Perséfone.
-No. Haz lo que quieras.
Tenía el mar delante, una enorme negrura brillante, y Cury se fue corriendo otra vez.

En las arenas altas, que no alcanzaban la marea, en el abrigo que le proporcionaban
algunas rocas escabrosas, la hoguera de Esther había ardido dos o tres noches. Sus
estados de ánimo ya no asombraban a Cury, sólo lo estimulaban. Pero sentía curiosidad y
resentimiento. Se la habían quitado, a pesar de que él la había descubierto.

Aparte de los de su propia raza, y de los seres humanos del complejo, había ahora

poca vida en la ciudad. Los dioses se habían ido, o se mantenían en secreto, todos salvo
Zeus-Júpiter y Cury echaba de menos su presencia, el ajetreo dorado de sus pies alados
y calzados con sandalias sobre el Olimpo.

Cuando vio a Esther esa mañana, vestida con ropas alienígenas, por un instante pensó

que era una de las diosa. Fue a saludarla como una diosa y se dio cuenta de que se
había equivocado. La dualidad de esa imagen le asustó y le ofendió.

No era concebible que pudiera ser una olímpica, ni siquiera durante cinco segundos.

Era humana: basura.

Al ver el fuego, fue enseguida a investigar; sólo ella podía ser la autora de ese fuego.

La espió un rato y cuando ella se lavó en el mar, tan desnuda como el fuego, él se
masturbó. Más tarde se presentó ante ella. Tenía comida que se había traído de la unidad
del otro apartamento, el que él no había visto, aunque conocía vagamente su existencia
en la pirámide alienígena. No compartió nada con él. Tenía la comida racionada, puesto
que no iba a regresar.

-Te traeré comida -dijo Cury, tratando de parecer atractivo.

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-Quizá a ellos no les guste. He rechazado su gloriosa hospitalidad.
-Tú no puedes ser uno de los dioses. Sería sensato que la aceptaras.
-Oh, lo seré -dijo ella-. Díselo.
No le gustó aquello, esa posibilidad de elección, de dormir al aire libre, y se fue,

regresando a las habitaciones comunitarias de los de su raza. También muchos de sus
compañeros estaban fuera. Ocurría de vez en cuando. Nadie preguntaba por las
ausencias, pues estaban a merced de la voluntad de sus amos. Pero Cury se sintió cada
vez más inquieto, y por la mañana regresó a la playa. Como era de esperar, ella seguía
allí, bajo las rocas, leyendo, manchando las páginas con la sal humedecida. Entre el
montón de libros, se fijó en uno que hablaba sobre la fabricación de cañas de pescar, y
otro sobre las algas comestibles. Eso le gustó a Cury, pues demostraba que sólo se
trataba de una exhibición. Esther no podía ir en serio.

Dio vueltas alrededor de su campamento, mostrándose evasivo, aproximándose a

veces, deseando que le llamara.

Observó sus otras posesiones, o lo que ella consideraba posesiones y se había traído.

No mucho. Aparte de la preocupación por los libros, no tenía nada que satisfaciera las
necesidades humanas. Pero no dejaba que el fuego se apagara. Se había traído el
cráneo del caballo. Estaba sobre una piedra como un tótem, y la sombra del fuego
parpadeaba en las cuencas vacías de los ojos.

Deseaba cogerla por su lado bueno. Quería que los dioses percibieran que ella salía

con él. Finalmente se quedó, y se acostó a dormir al lado del fuego, junto a ella. No le
pidió ningún favor. Después, a pesar de lo que Esther había dicho, le trajo comida y fruta
de los campos. Al atardecer sólo podía verse un araña, subido sobre una colina, tan
pequeño como su mano, con la que lo midió con aire ausente. La máquina parecía llevar
allí varios días, inmóvil. Algo agitó a Cury. La ciudad resonaba como una concha solitaria;
miró al cielo para ver si descendían aviones, pero sólo había murciélagos aleteando
encima de los prados, hacia el oeste.

Al llegar a la playa, habló del invierno. Preveía un manto helado en los edificios y en las

calles, y un silencio blanco que le espantaba. Trató de presionarla con el recuerdo del
interior. Tendría que volver adentro en invierno. Junto a él.

-No deberías juzgarme. No me conoces. Tengo cualidades. Soy erudito. Si te cuento

todo lo que sé te sorprenderé. Ay, mujer. Querida mía... -se paseaba arriba y abajo ante el
brillante fuego rojizo, pero ella miraba más allá de él, a la noche, hacia el mar.

De pronto Cury se dio la vuelta y vio que Júpiter estaba allí, alto, y más moreno todavía

sobre la negrura brillante del agua, contra el cielo estrellado. Cury se vino abajo, al mismo
tiempo alegre y triste de ser eclipsado por un dios.

-Puedes irte ahora-le dijo Júpiter mientras se acercaba por la playa.
Cury nunca se había rebelado a la voluntad de los dioses, y se fue. Ni siquiera se

quedó para escuchar indiscretamente, tal como habría hecho con un ser humano al que
tuviera miedo; aunque como desde hacía tiempo no había en su interior mensajes
relativos a él, pensó que no estaba siendo controlado. Aunque eso, en contra de lo
previsible, le irritaba.

Irritado, pero sin voluntad, Cury se fue lejos, por la orilia, y luego se dirigió hacia la

ciudad, tratando de inventarse la conversación que se había quedado atrás, sin terminar.
Pero se equivocó en su invención.

La ansiedad, que él desconocía, le afectó rápidamente. La quietud de la ciudad

nocturna le gustó muy poco. Nada se movía. Tampoco junto al mar, más al sur, se veía
luz alguna de vehículos acuáticos que siguieran sus rumbos computerizados. Hacía un
mes que no veía ninguna luz en el océano, ni siquiera cerca de donde empezaban los
muelles.

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Cury se detuvo. Se quedó de pie entre las altas torres fantasmales que habían sido su

primera idea de un hogar. Pero ahora eran distintas. No parecían tener sustancia.

En el cielo sólo estaban las estrellas. Ni el menor susurro. Tampoco se oían murmullos

en las carreteras, sólo el ritmo del mar, el ritmo de su propia sangre. Cury miró a su
alrededor. Le impresionó una nota apenas distinguida, traída por las corrientes de la
atmósfera. O quizá fuera una coincidencia. Al darse la vuelta vio algo que le llenó de
terror. Metida en una especie de cuadrado alto y delgado, aparecían estrellas donde no
las había habido. Miró con asombro horrorizado. Pero era cierto. Estrellas y más estrellas
descendían.

Un edificio de la ciudad de los dioses se vino abajo, a cuatro calles de distancia,

disolviéndose como un bizcocho en un líquido oscuro, metiéndose en la tierra, y
desapareciendo así para siempre.

Luego se produjo una suave resonancia, apenas audible. Preparándose para un terrible

accidente, con un trueno como un terremoto a través del pavimento, sintió una ligerísima
ondulación bajo sus pies, y una repentina y cálida brisa sopló fragantemente en su rostro,
parecida a lo que debería ser el estertor de la muerte. Ninguna otra cosa marcó esa
catástrofe. Sólo el vacío, en donde había estado el bloque de ochenta pisos, y las
estrellas, que antes no se habían visto tras el bloque.

El pánico de Cury no tenía nombre. Le acometió un deseo urgente de correr... a

cualquier lugar.

Corrió a toda velocidad a través de las sombras frías y transparentes, hasta que una

sombra caliente y sólida cayó sobre él y lo derribó.

Esa sombra era un hombre. Era Steiner, sucio y muy fuerte, con una pistola en el cinto.

CAPITULO 8

El hombre no llegó hasta el fuego. Se quedó a unos metros de distancia, donde las

llamas lo iluminaban y desaparecían, y volvían a iluminarlo.

Esther alimentó la hoguera con más madera. No estaba lo bastante seca y unas vetas

de azul y de verde aparercieron en el rojo de la llama. Como las noches estaban
perdiendo ya el calor, la hoguera era bien recibida, lo mismo que las almohadas, que
utilizaba como lecho, y con las que se montaba casi una barricada. Pero cuando llegara el
invierno tendría dificultades. ¿Se helaría el mar? ¿Y qué pasaría con la nieve, las
tormentas y tempestades?

-Vamos, Esther -se dijo a sí misma en voz alta-. Abandona, cede. Vete a vivir en el

maravilloso palacio. Pero tengo poros en la piel. Cicatrices y manchas. Envejeceré.
Rápidamente. Entonces ya no me querrás y tendré que irme al complejo, o al cubo de la
basura.

El hombre estaba sentado en la arena, de espaldas al mar, con el rostro hacia ella.
-Ahora escucha -dijo. Eso fue todo. Pero sus manos cayeron, dejó de pensar cosas que

decirle para mantenerle alejado, a él, su presencia y su intención, y al poder que tenía,
porque no le tenía ningún deseo, o si existía estaba lo bastante enterrado como para no
pensar en ello. La comida era combustible. Comida, sexo, belleza y libros. Combustible
para los motores de la carne y el pensamiento. Nada más. Y cuando en lugar de
alimentarla, la atiborraban, se ponía enferma y lo rechazaba. Era un ser nacido para un
mundo abandonado. Aunque el mundo fuera de ellos, y ella superflua, se había forjado en
ese molde y no lo cambiaría. Aquí, bajo las torres alienígenas, atendía su fuego de mujer
cavernícola entre las rocas, y se enfrentaba a la noche con dos rubíes ardientes en los
ojos.

Pero ahora él le dijo que escuchara, y habría un cambio, como la fluctuación de las

mareas del mar, que podía sentirse pero no era visible.

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-Sí. Has consolidado tu situación -le dijo él-. Standish te puso pruebas, ¿no es así? Una

tras otra, para saber que valías para su dinastía subterrestre. Yo no tengo las misma
razones que él, pero he hecho lo mismo. Y sin darte cuenta has pasado todas las
pruebas: las de él y las mías. Desgarras las trampas de papel. Si ese desafío es real, es
mejor que lo admitas como tal, enseguida. ¿O no? ¿No es algo auténtico?

Sintió miedo en el estómago, brevemente, sin saber por qué había despertado esa

sensación.

-Es tu planeta -le dijo Esther-. En él puedes hacer lo que quieras.
-Standish te dio un manual para que leyeras, la historia y la explicación. Yo sólo te lo

narraré.

-Otra lección.
-¿Cuántos de nosotros, cuántos alienígenas piensas que hay en la ciudad? -preguntó

él.

-Imagino se halla atestado.
-Así fue en otro tiempo.
-Entonces algunos se han ido. ¿De nuevo de caza? Me di cuenta que hoy no había

vehículos. Y sólo un araña, a kilómetros de distancia.

-En la primera semana que estuviste aquí viste que sobre la ciudad había una neblina

por la mañana y por la noche.

Ahora no la hay. No era un fenómeno natural, sino las efusiones de la electricidad y

pequeños deshechos, el resultado de muchos mecanismos elaborados que limpiaban los
circuitos y los cerraban. Ya no sucede porque la limpieza y cerrado se han terminado.
¿Por qué? Porque su servicio ya no es necesario. Sólo hay un alienígena en esta ciudad,
yo. Los otros que has visto en las pantallas son viejas grabaciones que yo ponía para ti, y
con las que simulaba comunicarme. Tú quedaste convencida. Hay quince ciudades
similares en tu Tierra. Fueron desactivadas hace mucho tiempo, y seguro que ya habrán
desaparecido totalmente. Cuando los sistemas de mantenimiento se desconectan, los
materiales de nuestro mundo se descomponen rápidamente. Un proceso de limpieza que
tu raza nunca descubrió, y posiblemente se habría burlado de él de haberlo conocido.

-Las matemáticas pueden ser evidentes para ti, o llegar a serlo. Este mundo, aparte de

mí mismo, no tiene ningún alienígena. Soy el último de tus enemigos. Sólo permanecen
alguna máquinas, que pronto dejarán de funcionar. Después desaparecerán. Entretanto,
los antiguos programas han continuado en una medida limitada, para facilitar mis propias
ambiciones. La caza ha procedido, con mayor lentitud pero totalmente, desenterrándote
(¿te parece bien el juego de palabras, captas lo que quiero decir?), sacándote a la luz
desde tus cenegales y madrigueras, conduciéndote al complejo, aquí, a otro lugar. Una
vez en este gueto, fuiste sutilmente estimulada a la revuelta, a la huida, o incluso para
conducirte hacia cualquier líder humano dominante en caso de haber existido. La
procesión de hombres y mujeres que viste a través de las calles, y que nunca regresaban,
iban a su libertad, tras haber sido convenientemente nutridos, y contando con asistencia
médica e incitación psicológica. Algunos, a pesar de eso, no quieren la libertad, y por
tanto los robots que tú llamas arañas tuvieron que escoltarlos.

La llama de la hoguera se redujo y se volvió más rojiza. Las joyas de los ojos de la

chica se hicieron también más sanguineas. Pero los ojos del hombre se volvieron negros.
Su voz llenaba la quietud existente entre el fuego y el mar.

-Aproximadamente al nacer tú, hace unos veinte años de tu pasado, empecé a recorrer

este mundo para exterminar a los míos. Según nuestras costumbres, yo era también un
líder elevado. El genocidio resultó sencillo, dada mi autoridad y conocimiento. Los detalles
son repetitivos, y me corresponden a mí. A ti no te interesan. Del pueblo de la comunidad
que había aquí, dispuso en su mayor parte hace un año. Poco después que los grupos de
caza salieran a cada una de las ciudades y ruinas una última vez. Maté al último miembro
de mi pueblo, una mujer que en otro tiempo significó algo para mí, siete meses antes de

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que vinieras a vivir en las habitaciones que ella y yo habíamos compartido. No hay
compasión en nosotros, ya te lo dije, no hay piedad. Pero tú tampoco conoces la piedad.
Cuando te explique que mi propia raza me despreciaba y aborrecía, me entenderás muy
bien. Soy un marginado, un inadaptado. Que ellos nunca me consideraran como uno de
los suyos se debió solamente a mis pintorescos disfraces, a mi mente entrenada y a su
imperdonable egoísmo. Lo que ellos han hecho, lo que hemos hecho, segando las
estrellas para celebrar una fiesta, despojando los mundos de la misma manera que un
niño destroza sus juguetes... esos son los hechos por los que los condené,
condenándome a mí mismo. Y por los que me elegí a mí mismo como juez y ejecutor: dos
conceptos que en el lenguaje de mi mundo carecen de palabras. Y ahora todo casi ha
terminado.

El mar se acercaba a la tierra y volvía a alejarse. El mar estaba marchándose,

perdiendo el terreno que tan duramente había ganado.

-El mundo madre -dijo él-, cuando no consigue mantener el contacto con alguna nueva

gota del macrocosmos que mi raza está construyendo, algún otro mundo que hayamos
colonizado, es como si se hubiera enfrentado a la nada. Esther, no tienen ningún interés
en el destino de sus colonos. Simplemente borran ese lugar del gran plan y se olvidan de
que existe. Pues la red es muy amplia, tenemos en ellas más tierras de las que tú podrías
imaginar. Una o dos pérdidas es como arrancarse un cabello. Y carecemos de
compasión. Entenderás con esto que, cuando todos hayamos desaparecido, nadie os
molestará. No caerá ninguna venganza de los cielos. La Tierra será vuestra. Te estoy
devolviendo vuestro planeta. Acéptalo. Te he puesto a prueba. Eso es todo lo que
quieres. Y si la humanidad no te gusta, la podrás controlar mejor. Eso será algo necesario
en el caos que se avecina. La sangre y los genes de Anderson, la visión estrecha y
horadadora, el látigo, el corazón de acero. Y el fuego vivo. Casi te envidio, Esther, por tu
vida breve y salvaje. Tu humanidad. Pero a cambio hay un servicio que te quiero pedir. Y
creo que desearás hacerlo.

Esther no decía nada. No podía hablar. Deseaba gritar para golpear el cielo con su voz.

No creía lo que estaba escuchando, y al mismo tiempo lo creía. Pero no quería nada de
eso.

-Steiner, el soldado, viene hacia aquí cruzando la ciudad -dijo él-. Han estado

preparando un túnel de fuga que él ha utilizado esta noche. Tiene la pistola de Standish.
En pocos minutos estará aquí. Determinadas señales externas le han guiado en la
dirección correcta, evidentemente las ha recibido inconscientemente. Cuando esté en el
camino, quiero que te reúnas con él y cojas la pistola. Te mencioné antes el blindaje que
llevo. Ahora no funciona, como le sucede al resto de los mecanismos. Pero también como
te dije en una ocasión, el impulso al suicidio degenera a veces en un reflejo. Va en contra
de lo que somos. Un día, tú también lo descubrirás, un día eso será mejor que cualquier
otra cosa. Entonces tú también tendrás que hacer lo que yo hago.

-Preferiría no volverte a ver cuando te vayas. Pero el fuego da buena luz. Y Standish se

aseguró de que fueras una buena tiradora. Desde allí quizá.

Esther no se movió. Se quedó mirando las llamas hasta que se oscurecieron y se

volvieron negras.

-Yo ya no sé... -dijo Esther por fin.
-Tú no sabes nada -respondió él-. Esa es tu ventaja. En el principio...
Eso estaba escrito en la Biblia antigua (la de Anderson), pesado como un enorme

tronco de árbol, sonoro como el pan con el olor de sus páginas amarillentas. Había sido
escrito entoces, quizá lo siguiera siendo, o al final, cuando el holocausto del generador lo
devoró: «Y la Tierra carecía de formas... Dios dijo, que haya luz... y Dios separó la luz de
la oscuridad. Y Dios llamó a la luz día...». Esther pensó: En cuanto al hombre, sus días
son como la hierba: como una flor del campo, así floreció, pues el viento pasó por encima
y ha desaparecido; y ese lugar ya no lo conoceremos... Esther levantó la cabeza y dijo:

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-Estás mintiendo. Es otra prueba...
En ese momento, el estruendo de un arma se escuchó en la ciudad.
Esther se puso de pie de un salto, las palabras de la Biblia de Anderson se

fragmentaban en su cerebro para siempre. Tenía un miedo salvaje, pero él, el alienígena,
le dijo:

-Ese es el soldado. Se encontró con Cury y le dijo: «Te lo debo, por Patty». Y Cury se

está muriendo allí, y Steiner le ha pateado, ha saltado sobre él y viene hacia aquí. Sabe
que fue una imprudencia disparar ese tiro, sin embargo siente también que ya no hay una
oposición real. Sí, Esther, puedo leer pensamientos a veces, sin la mesa de control. ¿Y
cuáles son tus pensamientos? Bajo la confusión me están diciendo que irás a encontrarte
con el soldado. Cogerás la pistola. Matarás al enemigo. Sí, Esther. Y lo que hagas
después con tu reino es cosa tuya.

Esther volvió a mirarle, con la cabeza inclinada todavía hacia la ciudad.
-Tienes muchas ganas de morir.
-¿Tú crees? Es la única conclusión que puede funcionar. Posiblemente he matado a

diez mil miembros de mi raza, aquí mismo, y a muchos de los tuyos también, al principio.
Es simple justicia.

Esther se llevó la mano a la boca, la retuvo allí para evitar un llanto sin palabras, y lo

consiguió. Después se dio la vuelta y corrió por la playa hacia la ciudad, abriendo la boca
para derrotar el silencio y poder decirle a Steiner al instante: La pistola, dámela.

El alienígena permanecía junto al fuego. No se movió, como no se movieron las llamas

ni el mar. A través del fuego, sólo el cráneo del caballo le miraba, simulando con los
parpadeos que provocaban las sombras que también tenía visión.

Los pensamientos del alienígena eran fluidos, el parpadeo de sus ojos, todavía

existentes, lo revelaba, aunque cada vez más lentamente. Al final, el espasmo óptico
terminó. Pero cuando el fuego decayó de nuevo, extendió la mano y cogió unas ramas
traídas por la marea. Las miró un momento, a las ramas y a los fragmentos que llevaban
adheridos, como para asegurarse de una cualidad desconocida, algo extraño, que arrojó a
las ascuas, alimentando el fuego para cuando ella regresara.

FIN


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