CAPITULO15


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-¡Por Dios, por cierto que no lo creo! -explotó furioso Do­minic, y ahora todos los signos de amable regocijo se habían esfu­mado. Con un resplandor irritado en los ojos grises, enderezó el cuerpo y con un solo y ágil movimiento saltó de la cama. Recogió su bata del piso, donde la había dejado, y miró hostil a Melissa.-¡Soportado! -rezongó, con su orgullo herido luchando con la firme inclinación a abrazarla y a aturdiría con sus besos. ¡Cómo se atrevía a reaccionar de ese modo! La había complacido, eso lo sabía muy bien, y ahora la descarada mujercita trataba de fingir que eso nada había significado para ella.

Permaneció de pie, mirándola fijamente durante un mo­mento, mientras contemplaba la posibilidad de regresar a la cama de Melissa y demostrarle que soportar no era precisamente lo que ella había hecho mientras se dedicaron al amor. Pero había una incómoda duda en el fondo de su cerebro, que cuestionaba el su­puesto de Dominic en el sentido de que a ella le había agradado lo que acababan de compartir... Quizá, pensó con un súbito senti­miento depresivo en el pecho, en efecto ella simplemente había soportado; de modo que, pese a las actitudes de Melissa, en reali­dad el contacto con Dominic a ella le parecía repulsivo, y así se había limitado a tolerar su presencia.

Para Dominic fue uno de los momentos más dolorosos de su vida, y si Melissa hubiera adivinado la ofensa que le infligía con su aire de indiferencia, jamás habría adoptado esa actitud. Pero en definitiva, ella lo miró impávida, e insistiendo en el papel que había elegido replicó, con un grado considerable de compostura, en vista del tumulto que dominaba su corazón: -¡Sí, soportado!

Con el mentón tenso, Dominic dijo con expresión agria:

-Muy bien, señora esposa, te has expresado con sobrada claridad. No te infligiré más tiempo mi compañía y ten la certeza de que si mi modo de hacer el amor te parece desagradable, ¡hay muchas mujeres que no opinan lo mismo! -La mirada de Dominic recorrió el cuerpo desnudo de Melissa.- ¡Y aunque tus encantos son deli­ciosos, estoy seguro de que encontraré otros que sean igualmente agradables! ¡Buenas noches, querida esposa!

Los ojos color topacio se agrandaron enormes en la cara pálida, y ella lo vio salir de la habitación, y el impulso de pedirle que regresara fue muy intenso, y el deseo de retirar todo lo que había dicho casi abrumador. En su intento de protegerse ella misma, ¿había cometido un error? ¿Había entrevisto una chispa de sufrimiento en la profundidad de esos ojos grises generalmente jo­viales?

Miró deprimida la puerta que Dominic había cerrado con fuerte golpe. Para agravar su sentimiento de culpa e infelicidad, el recuerdo de todas las cosas buenas que Dominic había hecho por ella desde la primera vez que lo había visto se reavivó bruscamen­te. ¡Oh, mi maldita, mi maldita lengua! Se sintió desolada, y deseó que hubiese un modo milagroso de borrar esos últimos minutos.

Por desgracia, el estado depresivo de Melissa no duró mu­cho. Aunque recordaba las cosas buenas que Dominic había he­cho por ella y Zachary, también recordó los comentarios iniciales de Josh acerca de Dominic, y las desagradables alusiones de la carta de Latimer. Al recordar que él habla declarado muy explíci­tamente que no deseaba casarse con ella y que lo había hecho sólo por un sentido del honor, sintió que se aliviaba parte de la culpa que experimentaba. Después de todo, murmuró lentamente, ella no había dicho nada cruel, y le había advertido que no deseaba consumar el matrimonio; por lo tanto, él no debía sentirse sor­prendido de las actitudes de Melissa. Y como era evidente que no experimentaba un sentimiento profundo por ella, no debía moles­tarse tanto que el acto de amor al parecer la dejase indiferente...

No se sentía precisamente muy cómoda con esa línea de pensamiento, pero le aportaba un poco de consuelo, y en todo ca­so atenuaba el terrible sentimiento de haber herido la sensibilidad de Dominic. Pero no explicaba su creciente inquietud ante el pen­samiento de que había cometido un terrible error de cálculo, y de que pagaría un elevado precio por todo lo que había sucedido du­rante la noche. Muy deprimida, recordó las últimas palabras de

Dominic acerca de la posibilidad de encontrar otras mujeres a quienes no pareciera desagradable su modo de hacer el amor.

Irritada consigo misma porque le importaba que él pudiera buscar los encantos de otras mujeres, Melissa se sentó en la cama, y recogiendo las piernas apoyó el mentón en las rodillas. Con los brazos alrededor de las piernas, miró inexpresiva la puerta por donde había salido tan bruscamente Dominic un rato antes. En realidad, poco importaba, se dijo quizá por décima vez. Ese era un matrimonio de conveniencia -¡ambos lo sabían! No había nada en­tre ellos. Probablemente cada uno viviría su vida, y cada uno se ocuparía de sus propios intereses. Melissa esbozó una mueca. A decir verdad, nunca había pensado que su matrimonio sería así; era precisamente para evitar una vida vacía como ésa, que ella se había negado al matrimonio desde el principio.

Rió amargamente. Era irónico que después de todas las maniobras que había realizado en el curso de los años para evitar que se la obligase a concertar un matrimonio sin amor, se encon­trase precisamente en esa situación. Consciente de la insistente punzada en la región del corazón, sintió que una lágrima des­cendía lentamente por la mejilla.

Deseaba saber qué estaba pensando Dominic; deseaba po­seer algún indicio de lo que ese hombre sentía por ella. Sabía que la deseaba, o que la habla deseado, y al pensarlo su boca se de­formó en un gesto de amargura, y comprendió que él se había mos­trado al mismo tiempo generoso e indulgente durante el breve lap­so en que ambos se habían conocido. Pero que él hubiese sido generoso e indulgente no significaba que Melissa fuese para él más que... ¡más que sus caballos! Era un hombre acaudalado, y podía darse el lujo de ser generoso, y con respecto a la indulgen­cia -¡a veces la indulgencia sencillamente disimulaba la indiferen­cia!

Los ojos dorados mostraron una expresión belicosa. ¡No es­taba dispuesta a lamentarse por lo que había sucedido esa noche! Sería muy cortés y muy educada con su esposo, ¡pero no permitiría que el espurio encanto de ese hombre la atrapara! ¿Acaso Lati­mer no había escrito en su carta que Dominic había estado viéndo­se con Deborah hasta pocos días antes de la boda? ¿Y el tío Josh no le había advertido en repetidas ocasiones que Dominic era un aventurero, un mujeriego de la peor especie? Oh, no, no permi­tiría que su tonto corazón se dejase atrapar por una criatura tan indigna.

Con un gesto desafiante de la cabeza de cabellos rubios, de­cidió que no se había equivocado al actuar de ese modo un rato antes. Su marido ya era demasiado arrogante, tenía excesiva con­fianza en su propia valía y su donosura, y era mejor, se dijo enérgicamente Melissa, que él moderase un poco tanto orgullo. Cierta mente, nunca le permitiría sospechar el tierno torbellino que él provocaba sin ningún esfuerzo en el pecho de Melissa, nada más que con una mirada, el contacto de una mano, la sonrisa...

Melissa respiró hondo. ¡No pensaría en eso! Concentró en cambio la atención en lo que había obtenido. El peor obstáculo había quedado atrás; había aclarado su propia posición, y era tiempo de que cesase de anhelar algo que no podía tener, y co­menzara a buscar un suelo más desembarazado que sirviera de ba­se a su matrimonio. Después de convencerse de la solidez de su ra­zonamiento, volvió a acostarse y se preparó para dormir.

Pero el sueño tardó en llegar, y el recuerdo del ardiente amor de Dominic le provocaba estremecimientos físicos, el ansia de que él la tocase; el recuerdo de la expresión de los ojos de Do­minic poco antes de que saliese de la habitación la inducía a dudar de la sensatez de la posición adoptada. No fue en absoluto sor­prendente que despertase deprimida y fatigada con las primeras luces del alba; pensó instantáneamente en su marido, y todas las incertidumbres que ella había supuesto resueltas en su propia conciencia acudieron de pronto al primer plano de su mente.

Por lo menos, Melissa había podido dormir, aunque fuera por poco rato; pero ése no había sido el caso de su novísimo y muy irritado marido. Dominic había pasado las horas, después de salir bruscamente del dormitorio de Melissa, maldiciéndola a ratos y ansiando por momentos regresar a la cama de Melissa, para sabo­rear de nuevo la embriagadora maravilla de hacer el amor a su es­posa.

En todo caso, fue una de las noches más inquietantes de su vida. Siempre había conseguido fácilmente todo lo que deseaba. Su encanto, su cara y su cuerpo bien formados, su familia que con­taba con poderosas relaciones y su fortuna, habían determinado que pocas cosas estuvieran fuera de su alcance; y ahora, descubrir que una mujer que le parecía tan seductora, aunque irritante, se mostraba por completo indiferente a él, era un golpe devastador.

Recordó constantemente los momentos que había pasado en el lecho de Melissa, y cada una de las reacciones que provoca­ba en ella, y trató desesperadamente de demostrarse él mismo que Melissa le había mentido, que ella no era inmune a sus caricias. Murmuraba furiosamente que ella debía estar mintiendo. Min­tiendo con esos dulces labios tan apetecibles. El problema de esa línea de pensamiento era que él no podía concebir ninguna razón, fuera de la mera perversidad, que explicase por qué Melissa se comportaba así. Y si bien no podía desechar ese motivo para ex­plicar los actos de la joven, en definitiva llegó a la sombría conclu­sión de que sin duda había dicho en serio todas las palabras que le había arrojado a la cara.

Pero no podía aceptar esta idea, y se decía y se repetía que las reacciones frente a él habían sido demasiado entusiastas, de­masiado naturales y desinhibidas para pensar que eran fruto del mero cálculo. Aunque trataba de convencerse él mismo de la vali­dez de su razonamiento, sus propias cavilaciones le aportaban es­casa conformidad.

Al salir de la habitación de Melissa había llevado consigo una camisa y un par de pantalones, y después de buscar un par de botas en su propio cuarto, se las calzó deprisa antes de salir de allí. En la planta baja y después afuera, en la galería espaciosa de la cabaña, se paseó ida y vuelta, indiferente al aire tibio y perfuma­do por las magnolias que formaba una suave brisa alrededor de su persona.

Pensó irritado: ¡Qué embrollo infernal! ¡Casado con una de las mujeres más irritantes y al mismo tiempo seductoras que había conocido en el curso de su vida; y ella se mostraba, o afirmaba que era por completo indiferente a él! Sentía herido su orgullo, y la fe en su propia capacidad física estaba comple­tamente quebrada. Con expresión sombría, continuó pa­seándose por la galería, tratando de encontrar sentido a lo que había ocurrido esa noche y de descubrir la causa -pues estaba seguro de que no amaba a esa mujer- por la cual el rechazo de Melissa le importaba tanto.

No era que sus avances nunca se hubiesen visto rechazados; era cierto que eso habla sucedido pocas veces, pero en su vida ciertamente algunas mujeres habían vuelto la espalda a los ardides que él utilizaba para atraer su atención. Eso jamás lo había turba­do en lo más mínimo -sencillamente, se había encogido de hom­bros y se había dedicado a buscar otras que también le interesa­ban. Excepto su breve y absurdo interés por Deborah, nunca había prestado mucha atención a otros fracasos, y ninguna mujer había afectado jamás sus sentimientos más profundos... ¡hasta el día en que conoció a la irritante, turbadora y totalmente seductora señorita Melissa Seymour!

Su paseo lo había llevado a un extremo de la galería, donde había unos pocos sillones y una mesita cuadrada. También en­contró allí una delgada caja con los cigarritos negros que a veces fumaba, y distraídamente eligió uno. Lo encendió, recomenzó su

inquieto paseo, y una nube de humo azul con el perfume del taba­co lo siguió por la galería.

Aunque Dominic estaba dispuesto a reconocer varias co­sas, por ejemplo su aparente incapacidad para tratar racionalmente a la bruja de ojos color ámbar y cabellos rubios que sin duda dormía pacíficamente en su cama del primer piso, no estaba dis­puesto a reconocer ante sí mismo o ante otros que había caído en la misma trampa que tenía apresado a su hermano Morgan. Con los dientes mordiendo tensamente el cigarro negro, se decía que él no se enamoraría de Melissa. No toleraría embobarse de tal mo­do con una mujer cuya vida girase alrededor de ella, al extremo de sentirse vacío si no la tenía consigo. Y por cierto no estaba enamo­rado de la irritante mujercita con quien se había casado precisa­mente esa tarde!

Después dé convencerse él mismo de que era absolutamen­te inmune al ingreso de Melissa en su vida hasta hace un momen­to bien ordenada, procedió a hallar razones perfectamente lógicas para los actos incomprensibles que había protagonizado los últi­mos meses. Estaba seguro de que su reacción física frente a ella respondía sencillamente al hecho de que habla estado demasiado tiempo sin mujer, y a que ella era deseable. Caramba, ¡seguramen­te él habría reaccionado así frente a cualquier joven hermosa! Y con respecto a la oferta de esa ridícula suma de dinero por la mi­tad de un caballo... bien, eso también podía explicarse fácilmente. Había sido nada más que un acto de bondad; los Seymour estaban en un aprieto desesperado, y él había hallado el modo de ayudar­les. Que la filantropía nunca había sido uno de sus placeres más importantes, era algo que él estaba decidido a ignorar; además, y al margen de la ayuda prestada, estaba también el perverso goce que extraía de la convicción bastante firme de que también estaba frustrando a Latimer. Pero en realidad poco importaba la razón de su actitud. En todo caso, el dinero era una suma sin importan­cia para él, y si deseaba malgastarlo, era cosa que sólo al propio Dominic interesaba. No era tan difícil comprender el matrimonio. Casarse con ella había sido la única actitud honorable, en vista de las circunstancias. Obstinadamente cerró su espíritu al conoci­miento certero de que si hubiese hallado en su habitación, esa no­che en la posada, a una mujer distinta de Melissa, él no se habría mostrado dispuesto a ofrecerse como víctima propiciatoria en el altar del honor.

Convencido de que había explicado el comportamiento aparentemente excéntrico de los últimos tiempos, Dominic se sin­tió en una disposición de ánimo mucho más agradable, y descansadamente llenó los pulmones con el humo de su cigarrito. Pero cuando sus pensamientos volvieron irresistiblemente al desastre de esa noche, la satisfacción obtenida con tanto esfuerzo se disipó, y un gesto ceñudo ensombreció su frente despejada.

En general, Dominic podía percibir el humor de la mayoría de las situaciones, pero ahora comprobaba que le era infernal­mente difícil ver nada divertido en esa situación en que su propia esposa lo consideraba un ser escasamente eficaz. No era un hom­bre en extremo vanidoso, aunque en efecto tenía elevada opinión de sí mismo, pero le parecía imposible creer que Melissa fuese tan indiferente como afirmaba. Había hecho el amor a muchas muje­res, y por lo tanto sabía cuándo alcanzaba a satisfacerlas; ¡y ahora descubría que lo ofendía profundamente la idea de que era un amante tan inepto que no podía complacer siquiera a su propia es­posa! Evocó repetidas veces los dulces y apasionados momentos que había compartido con ella, y con gran disgusto de su parte su propio cuerpo instantáneamente se endureció, y el deseo de bus­carla y de mostrar que ella había mentido fue casi abrumador.

Las primeras líneas rosadas del alba comenzaron a dibujar-se sobre el horizonte cuando Dominic llegó a varias conclusiones incómodas. Por la razón que fuere, la mujer que era su esposa des­de hacía pocas horas había caído en la idea de rechazar los inten­tos de Dominic en el sentido de hacer realidad el matrimonio y, lo que era aun peor, él tendría que demostrar mucho ingenio si abri­gaba la esperanza de compartir nuevamente el lecho conyugal. Podía imponerle sus atenciones y el derecho estaría de su lado, pe­ro esa idea le parecía desagradable -la violación nunca lo había atraído. Lo que era más importante, había recordado algo que nunca debía olvidar: Melissa lo había atraído al matrimonio, y las razones que la habían impulsado a unirse con Dominic nada tenían que ver con los sentimientos más elevados; ella había visto la oportunidad de atrapar a un marido rico, y no había vacilado en atacar. Dominic tenía parte de la culpa del éxito de Melissa -si él no se hubiese cegado tanto con la belleza de la joven y con los aci­cates más bajos de su propio cuerpo, no se habría visto en la situa­ción que ahora afrontaba.

Con una expresión reflexiva en su cara regular, Dominic en­cendió otro cigarrito y miró sin ver el roble teñido de oro por el al­ba y los árboles de magnolia que salpicaban el paisaje frente a él. Si había ciertas cosas, por ejemplo una esposa, que él sabía que no deseaba, una vez que se había comprometido con ese matrimonio, Dominic sabía otras cosas que tampoco deseaba, y una de ellas era la relación fría y vacía que había visto en varios conocidos que se habían casado en busca de dinero y posición. Melissa podía haberse casado con él precisamente por esos motivos, pero Dominic no veía razón para que él mismo cambiase de opinión.

No tenía mucha seguridad acerca de lo que deseaba exacta­mente en su matrimonio -después de rechazar fríamente el tipo de matrimonio de Morgan, y las dulces ataduras del amor pero si bien no estaba dispuesto a arriesgar toda su felicidad depo­sitándola en las manos de una sola mujer, era indudable que tam­poco deseaba el tipo de matrimonio que Melissa seguramente contemplaba. Es decir, una existencia frígida y desapasionada, en que cada uno vivía por separado su propia vida, unidos sólo por un nombre y una fortuna. O por un caballo, pensó de mala gana, con una sonrisa incontenible que pronto se dibujó en sus labios. Juró por lo bajo: ¡Por Dios! No estaba dispuesto a permitir que Melis­sa los condenase a un destino estéril, desprovisto de calidez y alegría... y de pasión. Había pasión entre ellos -aunque ella quisie­ra negarlo- y él no tenía la intención de permitir que ella afirmase que no existía, o lo que era peor, intentara destruirlo. No, pensó entrecerrando súbitamente los ojos, él no permitiría que Melissa lo excluyese de su vida, su habitación o su lecho. Quizá durante un tiempo, pero después...

Sin conocer las cavilaciones nocturnas de su marido, una Melissa un tanto apática permitió que Anna la vistiese esa mañana. A pesar de la justificación racional que había inventado para apuntalar su comportamiento la noche anterior, Melissa con­tinuaba aguijoneada por el sentimiento de culpa en vista de su propia conducta -tanto las reacciones frente a las caricias de Do­minic, como el modo en que lo había expulsado de su cama. Pero como no estaba en su carácter dedicar demasiado tiempo a lamen­tarse de su suerte, la joven cuadró los delgados hombros, elevó va­lerosamente el mentón, y desentendiéndose del temblor íntimo de su espíritu, abandonó el santuario de su dormitorio.

Todavía no estaba muy familiarizada con la casa, pero co­mo era pequeña, descendió por la escalera y pasó a un saloncito destinado a los desayunos, un lugar deliciosamente soleado, con una ventana de arco que daba a un rosedal muy cuidado. Las cor­tinas de tersa muselina blanca adornaban las ventanas y formaban un hermoso contraste con los colores pálidos de las paredes. A causa de sus reducidas proporciones, la habitación no tenía mu­chos muebles; un pequeño armario de roble y una mesa de finas patas de la misma madera con cuatro sillas de sencillo diseño eran los únicos adornos. Una alfombra de tela pintada con matices ro­jizos y verdes cubría el piso, y un espejo dorado oblongo colgaba sobre el armario y confería a la habitación una apariencia su­gestiva.

Pero Melissa apenas tenía conciencia del ambiente, y un débil sonrojo le tiñó las mejillas tan pronto su mirada encontró la del hombre sentado en una de las sillas, al parecer saboreando una taza de café. Deseosa de que su corazón no se agitase tan intensa­mente en el pecho nada más que de verlo, Melissa mantuvo una expresión neutra y dijo impávida: -Buenos días, señor Slade.

Una de las gruesas cejas negras de Dominic se elevó, y una sonrisa burlona jugueteó en las comisuras de sus labios, cuando murmuró: -¿Señor Slade? Qué formal, querida... ¿y después de anoche?

El débil sonrojo se convirtió en un rosado intenso, pero Me­lissa obstinadamente rehusó variar el curso que había elegido, y con gesto un tanto duro preguntó: -Entonces, ¿cómo debo llamar­lo?

Apenas las palabras salieron de su boca comprendió que había cometido un error, y el resplandor en los ojos de Dominic la llevó a pensar que hubiera sido mejor morderse la lengua.

Poniéndose de pie, Dominic se acercó al lugar donde ella se había detenido, a un paso de la puerta de la pequeña habitación. Pasando un dedo acariciador sobre la mejilla ardiente, él propu­so: -¿Amado? ¿Querido? ¿Mi dulce amigo? Querida, puedes ele­gir.

Era irresistible, y la expresión de picardía que bailoteaba en sus ojos grises provocaba a su vez el sentido del humor de Melis­sa, y durante un segundo estuvo a un paso de abandonar su acti­tud. Pero después recordó que él era un experto en seducir con sus encantos, de modo que apretó los labios y murmuró: -¡Usted no es mi amante!

-¿No? -replicó él con cierto aire indiferente-. Estoy segu­ro de que te equivocas. Me acuerdo claramente que anoche...

El humor se reflejaba en los ojos de Dominic, y Melissa es­tuvo a un paso de golpear el suelo profundamente irritada. ¿Cómo resistirse a ese hombre? Sobre todo con el aspecto que tenía esa mañana, la chaqueta gris claro que le caía perfectamente sobre los anchos hombros, y los pantalones azul oscuro que definían clara­mente la longitud de las piernas firmes y musculosas. Los cabellos negros estaban cepillados con cierto descuido y formaban ondas junto a las sienes; la corbata muy blanca formaba un nudo pulcro, Y contrastaba con el saludable bronceado de la piel del mentón re­cién afeitado. Pero lo que la turbaba más era la expresión burlona de esos ojos grises de largas pestañas, y entonces Melissa decidió, sintiéndose más animada, que si él podía hablar tan burlonamente de lo que había sucedido la noche anterior, también ella lo haría.

Bajando recatadamente los ojos para ocultar el súbito res­plandor de regocijo que partía de sus profundidades color ámbar, ella dijo jadeante: -Un... amante considerado... no me avergonzaría de ese modo.

La actitud de broma de Dominic desapareció, y mirando con atención los hermosos rasgos de Melissa, deliciosamente en­marcados por los abundantes cabellos rizados, él preguntó con voz ronca: -¿Eso es lo que deseas, Melissa? ¿Un amante conside­rado?

Este no era, ni mucho menos, el modo en que ella había es­perado que se desarrollara el primer encuentro. Con su sangre que le palpitaba tan ruidosamente en las venas que Melissa estaba segura de que él alcanzaba a oírla, dijo ahora: -Yo... yo... creo que éste no es el momento apropiado para discutir estas cosas.

En realidad, no sabía lo que estaba diciendo. La actitud burlona de Dominic, y su proximidad, lograban que ella se sintie­ra turbada y confundida.

Como no deseaba iniciar una discusión después de un co­mienzo tan prometedor, Dominic retrocedió, y dijo como al des­cuido, mientras la conducía a la mesa: -Es muy desconsiderado de mi parte presionarte cuando ni siquiera tuviste oportunidad de be­ber tu café... ¿O preferirías un poco de chocolate?

-Oh, no, el café estará bien -se apresuró a contestar Melis­sa, temiendo la forzosa intimidad de la pequeña habitación del de­sayuno. Aunque lo había conocido como amante, ella todavía se sentía tímida e insegura en presencia de Dominic, y aunque ahora estaban casados, desde el momento del compromiso habían pasa­do muy poco tiempo juntos. Cada uno era un extraño para el otro, extraños que se habían visto forzados a casarse por razones que nada tenían que ver con el amor; y Melissa tenía perfecta concien­cia de ese hecho.

En silencio, ella observó mientras Dominic le servía cortésmente una taza de humeante café negro de una alta jarra de plata, y mientras estaba en eso se preguntaba inquieta de qué podía hablar con él. Con un impulso casi súbito que la incitaba a reír por lo bajo, pensó: ¡Ciertamente, no acerca de lo que habla sucedido la noche anterior!

Dominic no hizo nada para aliviar la situación, pero por lo demás él estaba lidiando con sus propios y desordenados pensa­mientos, entre los cuales el principal era el ansia profunda de besar esa boca suave, dulce y tentadora de su esposa. Lo había des­concertado la emoción que sintió cuando levantó la mirada y la vio de pie en el umbral de la puerta. Dominic pensó que ella parecía realmente seductora con su nuevo vestido de talle corto y chaco­nada rosa. El encaje de color natural ribeteaba el modesto escote, y las mangas hasta el codo también estaban generosamente ador­nadas con el mismo encaje. Dominic se sintió complacido al ver que el vestido sentaba tan bien a Melissa como él había imaginado cuando lo eligió entre las muchas ilustraciones que le había mos­trado la modista de gran categoría que trabajaba para Sally Man­chester. La mirada de Dominic se clavó en el movimiento rítmico de ascenso y descenso del delicioso y pequeño busto de la joven, y entonces recordó la negligé de satén de gasa casi transparente que él había elegido en la misma ocasión, y sintió cierta tensión en el pecho al evocar el tenue material descansando en el lugar del cuerpo femenino en que ahora se posaban sus propios ojos.

Se hizo un silencio incómodo, ambos perdidos en sus pen­samientos, pero al mismo tiempo insoportablemente atentos cada uno al otro. Con cierto esfuerzo, Dominic apartó la atención de la fantasía erótica en que estaba complaciéndose, y aclarándose la garganta dijo como de pasada: -Como nuestra boda fue tan apre­surada, y en vista de que no es el momento del año muy apropiado para realizar viajes largos, me temo que no tracé planes para salir en una suerte de luna de miel. Si lo deseas, una vez que termine la estación de las fiebres, quizá podamos ir a Nueva Orleáns duran­te un mes o cosa así. Entretanto, podrás entretenerte arreglando nuestro nuevo hogar en Mil Robles. Eso ocupará tu tiempo.

Habría preferido llevarla a Londres, pero en vista de esa maldita guerra que se prolongaba, tal cosa era imposible. Pensó que un día la llevaría a Inglaterra... Una tenue sonrisa jugueteó en su rostro. Conociendo a su esposa, tenía la casi total certeza de que dedicaría más tiempo a visitar los distintos y excelentes haras que criaban caballos de pura sangre que los salones y las veladas que habrían atraído a una esposa más convencional. ¡Y eso, lo re­conoció sorprendido, a él le agradaba!

Como las circunstancias de la boda no habían sido románti­cas, ni cosa parecida, Melissa no había prestado mucha atención a su luna de miel pero había alimentado la débil esperanza de que irían juntos, aunque fuese por poco tiempo, a un lugar que les su­ministrara diferentes distracciones, y que por lo tanto les permi­tiera quebrar la intimidad forzosa que era propia de la condición conyugal.

El tiempo que pasaran juntos en la compañía cordial de terceros, los días dedicados a una serie de actividades agradables, mientras se iban familiarizando más uno con el otro, seguramente aliviarían la tensión entre ellos, y permitirían que cada uno cono­ciese mejor al otro. Ella misma no había advertido cuán profundo era su deseo de conocer mejor a este nuevo esposo en un ambien­te menos estrecho, hasta que Dominic desechó con tanta desa­prensión salir de allí. Melissa se preguntó durante unos instantes si era posible que él se sintiese avergonzado de ella, y que ahora que estaban casados y que el matrimonio se había consumado, su intención era sepultaría en los páramos de Luisiana por el resto de su vida. Con un gesto duro en su boca normalmente jovial, Melis­sa admitió en su fuero intimo que después de la última noche era probable que él deseara hacer exactamente eso con su esposa. ¡Eso, o estrangularía! Por razones que ella misma no atinaba a ex­plicarse, se sentía incluso más culpable acerca de sus actitudes de la víspera, y se confesaba que no podía criticar en lo más mínimo a Dominic si él la desterraba indefinidamente en la campiña... ¿Acaso podía hacer otra cosa con una esposa recalcitrante?

Cuando Dominic advirtió la expresión desconsolada de los labios de Melissa, una idea muy desagradable asaltó su mente. Por supuesto, murmuró cínicamente, ya debería estar preparado para eso -sin duda, ella esperaba una luna de miel complicada y cara. No puedo olvidar que en efecto se casó conmigo por el dinero, y ahora ya no estoy a la altura de sus expectativas. Con un matiz du­ro en la voz, dijo: -Querida, no te deprimas tanto. Estoy seguro de que si eres muy buena conmigo, y por supuesto si cambias de acti­tud en eso de soportar mis caricias, compensaré la decepción que sientes por la falta de un viaje de bodas extravagante.

Era desagradable decir eso, pero por lo demás Dominic es­taba de pésimo humor, y toda suerte de ideas decididamente in­gratas comenzaron a prevalecer en su mente. Dejando sobre la mesa la servilleta de hilo, se puso de pie.

-Iré a cabalgar -dijo-. Me parece que necesito un poco de aire puro.

Asombrada, Melissa lo miró mientras él salía con paso rápi­do de la habitación, y la bonita boca de la joven insinuó un gesto de sorpresa. Pero cuando comprendió el cabal sentido de las palabras de su esposo frunció el entrecejo. El se había mostrado insultante, pensó Melissa con un sentimiento cada vez más intenso de cólera; ahora, la sensación de culpa por lo que había sucedido antes se disipó en un instante, pero al mismo tiempo que cólera experimentó un profundo sentimiento de asombro. ¿No era posible que él creyese que...? Se dijo inquieta: ¡Oh, claro que no! Sin duda, no creía que lo único que interesaba a Melissa era lo que él podía darle. ¿O en efecto lo creía?

Melissa comprendió con nerviosismo cada vez más intenso que él había reaccionado como un hombre que está frente a una mujerzuela codiciosa, cuyos favores estaban al alcance del mejor postor El comportamiento que ella había tenido la víspera... Tragó saliva y se sintió muy incómoda.

Dolorida e insegura, Melissa miró sin ver la frágil taza de porcelana, y los pensamientos que cruzaron su mente fueron su­mamente ingratos. Josh había sugerido claramente que Dominic era un tanto aventurero cuando se trataba de las mujeres, y la car­ta de Latimer ciertamente había confirmado el hecho de que el nuevo esposo de Melissa era un notorio mujeriego, y no merecía confianza en las cosas del corazón. Y sin embargo, Melissa reco­nocía que Dominic siempre le había demostrado la mayor bon­dad... y además, lo confesaba sin rodeos, teniendo en cuenta todos los factores, también había exhibido ante ella un gran caudal de paciencia.

Ese hombre tenía muchas y excelentes cualidades, además del rostro bien formado y la personalidad encantadora; eso fue lo que Melissa pensó con un sentimiento de dolor. Se había mostra­do muy bueno con Zachary, y abrumadoramente generoso en re­lación con la compra de Locura -y había adoptado una actitud ho­norable y se había casado con Melissa en circunstancias que no proyectaban una luz muy favorable sobre el carácter de la intere­sada. Suspiró angustiada. ¿Era posible que Josh estuviese equivo­cado en sus juicios acerca de Dominic? ¿Y también Latimer? ¿Quizá las acusaciones de Latimer estaban motivadas exclusiva­mente por el despecho? ¿Ella había equivocado por completo el juicio acerca de Dominic? ¿Le había asignado el papel de un monstruo insensible cuando en realidad era un caballero suma­mente considerado?

Apremiada por la convicción cada vez más firme de que había errado el juicio acerca de todo lo que se refería a Dominic, Melissa se puso de pie bruscamente, guiada por el pensamiento de hallarlo e intentar alguna forma de reanudación de las relaciones que los unían. ¡Había sido estúpida! Ese fue el irritado calificati­vo que se aplicó a sí misma mientras salía como una exhalación por la puerta principal y corría hacia el pequeño cobertizo de los ca­rruajes, detrás del edificio principal. Tenía que verlo y tratar de explicarse, debía encontrar el modo de salvar el abismo cada vez más ancho que los separaba.

En estos pensamientos que se atropellaban en desorden unos a otros, no prestó atención al hecho de que no estaba vestida apropiadamente para salir a cabalgar, y sin hacer caso de la mira­da escandalizada del servidor, ordenó que se ensillara rápidamen­te un caballo. Cabalgando como un hombre, de un modo que sin duda originaría comentarios a todo lo largo del río, clavó las es­puelas en los flancos del caballo y se internó rápidamente en la di­rección que según le había indicado el criado había tomado Domi­nic varios minutos antes.

Aunque Melissa era impetuosa y obstinada, había recorrido menos de un kilómetro por el camino antes de advertir que expli­car sus actos sería un tanto embarazoso. ¿Cómo decir al marido que una lamentaba el modo en que se había comportado, pero que todo se explicaba porque pensaba que él era un corruptor de inocentes y un mujeriego inveterado?

Aminoró el paso del caballo, e insegura se mordió el labio. Podía disculparse por lo que había sucedido la víspera sin suminis­trar una explicación demasiado detallada acerca de la verdadera motivación de sus actos. Apretó los labios. Eso sería bastante fácil

-incluso ahora ella no podía explicar los sentimientos contradicto­rios que la habían dominado. Excluyendo de su espíritu las dificul­tades que se levantaban en su camino, finalmente decidió que sen­cillamente atribuiría todo su comportamiento rebelde y sin duda irritante al natural sentimiento de ansiedad de una recién casada; y por otra parte, ella lo admitía aunque de mala gana, esa fórmula encerraba una parte considerable de la verdad. Además, pensó sintiendo que eso la reanimaba mucho, aclararía los errores en que él podía haber incurrido al creer que Melissa lo había despo­sado por razones mercenarias.

Si él comprendía que Melissa era también una víctima de lo que había sucedido esa noche en la taberna del Cuerno Blanco, y que su dinero no interesaba a la joven, quizá con el tiempo cada uno aprendería a confiar en el otro... y tal vez incluso podían lle­gar a amarse. Una expresión más animosa se manifestó en los ojos de Melissa. ¡No creía que para ella fuese demasiado difícil enamo­rarse profundamente de Slade! En realidad, mucho temía que ella ya hubiese avanzado bastante por ese camino.

Pero ante todo, pensó con un sentimiento de aprensión, ella debía convencerlo de que su fortuna nada tenía que ver con ese matrimonio. Esperanzada y al mismo tiempo nerviosa ante la in­minente confrontación, espoleó a su caballo y lo lanzó al galope, ansiosa de concertar la paz entre ellos.



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