Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.
Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos
Artículo publicado en El País, el día 15 de diciembre de 2006.
La impunidad del general Pinochet queda establecida para siempre en términos históricos. El fallecimiento del imputado en una causa penal produce su sobreseimiento automático y definitivo (Artículo 93 del Código Penal de Chile). La urna que contiene sus cenizas es, por tanto, plenamente merecedora de llevar la siguiente inscripción: “Augusto Pinochet Ugarte: Impune por defunción.”
Al no haberse producido ni una sola condena en ninguna de sus numerosas causas penales, sus partidarios presentes y futuros se ocuparán de explotar al máximo esta joya que les regala la patética justicia de su país. Este tipo de dirigentes –pese a sus crímenes- siempre consiguen fervorosos partidarios en todas las áreas sociales, no sólo en los ámbitos militares, financieros, oligárquicos y de amplios sectores de las clases medias, sino también en los ámbitos académicos. No faltarán, sino que sobrarán, profesores, historiadores y tratadistas que dejarán constancia, negro sobre blanco, de que “el general Pinochet fue un estadista intachable, ya que jamás pudo ser condenado por la justicia, a pesar de las insidiosas calumnias de sus enemigos.”
Recordemos, entre otras atrocidades, que en algunos de los antros de tortura pinochetistas, según revelan los testimonios prestados ante las dos comisiones oficiales de investigación (Rettig y Valech), se utilizaron feroces perros amaestrados para atacar y violar a las mujeres interrogadas como supuestas subversivas. Recordemos que, según acredita el informe oficial, de la comisión presidida por monseñor Valech, 28.000 personas fueron torturadas y salvajemente humilladas, entre ellas varias decenas de ciudadanos españoles. Recordemos que, ante el tribunal británico que sentenció la entrega a España en extradición del ex dictador (después frustrada por la decisión política), el fiscal proclamó en la vista oral que “aquellos casos allí presentados eran los más atroces jamás vistos ante un tribunal inglés.”
Recordemos también que el padre de la actual presidenta de Chile, entonces general de la Fuerza Aérea, fue torturado por sus propios subordinados y murió a consecuencia de los destrozos físicos sufridos. Recordemos que incluso la hoy presidenta Bachelet y su madre también fueron conducidos a las siniestras instalaciones de Villa Grimaldi, donde fueron en su momento torturadas y humilladas.
Recordemos igualmente que aquel individuo supuestamente enfermo –devuelto a su país por razones humanitarias, invocando su deteriorada salud-, nada más llegar al aeropuerto de Santiago abandonó la silla de ruedas (Y Pinochet ‘se levantuvo y andó’, decíamos en estas mismas páginas comentando el chusco episodio), gesto que culminaba aquella tomadura de pelo de dimensiones transnacionales, consumada ante los ojos y la carcajada general de la opinión pública mundial.
Recordemos frases tan indignas como éstas: “Esas violaciones de derechos humanos que se me imputan fueron obra de mis subordinados, actuando fuera de mi conocimiento y de mi control.” Infame argumento en boca de quien, en la cúspide de su poder y de su soberbia decía aquello de que “en Chile no se mueve una hoja sin que yo lo sepa.” Y aquel iracundo “La DINA soy yo”, rotunda frase con la que, ante las reticencias de algún general, apoyó las actuaciones de la criminal organización en el extranjero, incluidos los asesinatos de su antecesor el general Carlos Prats y su esposa (Buenos Aires, 1974), el del dirigente democristiano Bernardo Leighton y la suya (Roma, 1975), y el del ex ministro de Allende, Orlando Letelier, con su secretaria (Washington, 1976).
“Sabíamos que mandó matar, pero creíamos en su honradez”, decían algunos de sus antiguos seguidores. Inocente o interesada creencia, que se desvaneció ante las evidencias del caso Riggs, cuando todo el mundo supo que no sólo mandó matar sino que también mandó robar astutamente, mediante diversas manipulaciones financieras, ordenando a sus hábiles administradores evadir capitales, defraudar impuestos, falsificar documentos, cobrar cuantiosas comisiones ilegales, y poner sus millones de dólares a buen recaudo, en la misma banca utilizada por otros ilustres estadistas y mafiosos de similar catadura moral.
La justicia chilena cargará para siempre con la inmensa vergüenza de haber sido incapaz de juzgar a un desalmado criminal, habiendo dispuesto, para hacerlo, de seis años y nueve meses, desde el regreso de Inglaterra del ex dictador. Tiempo sobrado para desaforarle y procesarle –como se hizo repetidamente- por muy diversos casos de secuestros, torturas, asesinatos, y robos millonarios de guante blanco. Pero también tiempo sobrado para juzgarle y condenarle.
Hubiera bastado una única condena por uno solo de sus crímenes –sin necesidad de pisar la cárcel-, para que Pinochet hubiera adquirido la condición oficial de delincuente, dato de considerable importancia para la posteridad. Pero, al no haber recibido condena alguna, se ha salvado incluso el funeral militar. Penoso espectáculo, el de unos honores militares para quien ordenó una represión que incluyó matar, secuestrar, torturar a miles de sus conciudadanos civiles, llenar clandestinamente numerosas fosas comunes y arrojar cadáveres al mar, según consta en miles de folios judiciales. Honores castrenses para un jefe indigno que arrojó sobre sus subordinados, que le obedecían ciegamente, la responsabilidad de las decisiones criminales que él mismo tomó y cuya ejecución siempre controló.
Por añadidura, el general, como si se tratara de su última y más sarcástica burla, ha ido a morir en una fecha emblemática: el 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos, conmemoración de su Declaración Universal. Enhorabuena, general.