Pinochet, las lores y la justiciaÞl futuro

Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en La Vanguardia (Barcelona), el día 23 de noviembre de 1998.

En fechas inmediatas sabremos cuál de las dos decisiones se abre paso: ratificación de la inmunidad del general Pinochet por la Cámara de los Lores, o revocación de dicha prerrogativa. Tratemos de resumir el significado de ambas decisiones y sus repercusiones de cara al futuro, a corto y largo plazo.

De los argumentos posibles -aunque pocos, y todos inconsistentes- para atribuir inmunidad al general, el High Court optó el pasado 28 de octubre por el más insostenible de todos ellos: la llamada inmunidad soberana, arcaico engendro del siglo XVI, privilegio otorgado al general porque cometió sus crímenes cuando ejercía como jefe de Estado. Y ello totalmente al margen de la legitimidad o ilegitimidad de tal jefatura, e incluso despreciando el dato cronológico –ahora enérgicamente subrayado por la Fiscalía británica- de que buena parte de sus tropelías fueron perpetradas antes de asumir oficialmente dicha condición.

Si los cinco Law Lords o "Lores de Justicia", ahora llamados a pronunciarse en última instancia, optasen, de forma unánime o mayoritaria, por mantener la inmunidad, ello significaría lo siguiente: incumplimiento por el Reino Unido del espíritu y la letra de los conceptos básicos afianzados por el Derecho Internacional en las últimas décadas, que proclama el carácter imprescriptible de los delitos de lesa humanidad, incluido el genocidio, y la inaplicabilidad para ellos de cualquier tipo de inmunidad. Liberación del general y regreso a Santiago, donde sus seguidores  –numerosos, no lo olvidemos, aunque no mayoritarios- le tributarían un escandaloso recibimiento triunfal. Todo lo ocurrido sería minimizado y presentado –ya lo está siendo- como un grosero intento, injustificado y fracasado, de injerencia en los asuntos internos chilenos por un poder lejano, entrometido y anacrónico, que se resiste a perder su viejo carácter colonial.

En muy poco tiempo, y rodeado nuevamente de su cohorte de aduladores, el general volvería rápidamente a creerse su papel de salvador de la patria y acreedor, como tal, de eterna gratitud. Y, lo peor de todo: los militares chilenos verían ratificada y fuertemente afianzada su convicción de que un buen golpe de Estado, cuando la autoridad civil no actúa a su plena satisfacción en una determinada crisis, constituye la salida óptima, la más patriótica, la más gloriosa, y la que garantiza al general golpista un mayor grado de impunidad nacional e internacional. Incluso si ello requiere la eliminación física de toda la oposición, medida drástica pero a veces necesaria, que un general realmente patriota debe estar dispuesto a consumar en caso de necesidad.

Si, por el contrario, la decisión judicial de los Lores fuera la retirada de la inmunidad, asistiríamos probablemente a la siguiente secuencia: aceptación por el Gobierno Británico de la solicitud de extradición presentada por el Gobierno Español a instancia de la autoridad judicial, entrega del general a las autoridades españolas y juicio celebrado en nuestro país. Presumible condena ejemplar, agotamiento de los recursos hasta la sentencia firme –presumiblemente dura-, seguida de la inmediata liberación y regreso a su país del condenado, como consecuencia lógica y legal de su edad y estado de salud.

Las consecuencias serían de dos categorías, a corto y a largo plazo. A corto, tensión bilateral, dificultades momentáneas para algunos grupos empresariales españoles actuantes en Chile, pérdida de algunos contratos, manifestaciones agresivas contra nuestra Embajada, y tal vez, en el peor de los casos –ojalá no suceda- ruptura de relaciones diplomáticas. Todo ello negativo, desagradable y ciertamente no deseado, pero pasajero, muy pasajero en términos históricos. Otros incidentes diplomáticos de mucha mayor gravedad  -incluso de trágico recuerdo- se han zanjado con total ruptura de relaciones, reanudadas algún tiempo después.  Se producirían, eso sí –y se está produciendo ya-, algunos desajustes y tensiones adicionales en la transición chilena, pero también de carácter circunstancial, derivados del hecho de que aquella sociedad no ha superado aún el "factor Pinochet", con su nocivo efecto polarizador.

Frente a los mencionados inconvenientes a corto plazo,  las ventajas a largo plazo resultan de mucho mayor peso y de alcance histórico muy superior. Nos limitaremos aquí a señalar solamente un doble factor, nacional e internacional. El nacional se derivaría de la definitiva salida de Pinochet –y de su gran peso residual- del escenario político chileno, lo cual consolidaría aquella democracia más que cualquier otro factor. Y el de ámbito internacional, y de gran repercusión futura, sería el afianzamiento de este concepto fundamental: aquellos represores que incurren en masivas violaciones de derechos humanos, aunque después consigan una plena impunidad en su propio país -fruto, casi siempre, del desmesurado peso que el Ejército conserva en tales países frente a la sociedad civil-, no podrán, en el futuro, considerarse a salvo en ningún otro lugar. Porque ese estatus de impunidad, impuesto internamente a una determinada sociedad, no tiene por qué ser aceptado pasivamente por el resto de la humanidad.

Si los delitos cometidos son de un determinado carácter y gravedad, incluido el genocidio, la humanidad en su conjunto –léase la comunidad internacional- tiene mucho que decir al respecto, mucho más allá y muy por encima de esa simple impunidad local.  De ahí surge la perentoria necesidad del tantas veces invocado Tribunal Penal Internacional. Pero mientras tal tribunal no exista o no funcione en términos efectivos, habrán de ser los tribunales nacionales –de aquellos países donde se formulen las denuncias y se acumulen las evidencias probatorias- los que actúen en virtud de esa necesaria jurisdicción universal. El hecho de que ya sean tres (España, Francia y Suiza) los países cuya Justicia ha reclamado en los últimos días la extradición de Pinochet para juzgarle por graves delitos, mientras otros preparan idéntica solicitud, constituye la mejor prueba fáctica de que este concepto va abriéndose paso con insospechada rapidez. Los futuros dictadores y torturadores vocacionales, privados de la garantía de impunidad que tuvieron en el pasado, se verían ampliamente desmotivados por el factor ejemplarizante de una justa condena –no sólo moral sino judicial- a un hombre como Pinochet y al modelo golpista y represor que representa. Y ése sí sería, a largo plazo, un factor de proyección futura de primera magnitud.

Tras la histórica resolución de la Audiencia Nacional española el pasado 30 de octubre –por decisión unánime de los once magistrados de su Sala de lo Penal- de que los delitos imputados al general Pinochet se incluyen por su naturaleza en las figuras de genocidio –exterminio de un grupo social-, terrorismo y tortura, y que, en consecuencia, la Justicia española resulta competente al amparo de su ya legalmente prevista jurisdicción universal, corresponde ahora a la Justicia británica, en su más alta instancia judicial, asumir otra decisión histórica: hacer posible la aplicación de esa jurisdicción universal, revocando la inmunidad otorgada en primera instancia por el Alto Tribunal.

Hasta los abogados defensores de Pinochet han reconocido, en su declaración ante los Law Lords, que el general ordenaba y era pleno responsable de los hechos criminales que le son imputados, incluidos aquellos cometidos por la DINA dentro y fuera de sus fronteras. El argumento de la defensa no radica, pues, en negar su responsabilidad, sino en que aquellos actos eran propios de su función presidencial, en su calidad de jefe del Estado; argumento que el New York Times ha calificado de "repugnante", pues implica la proclamación de que el crimen forma parte de la función presidencial. Con ello la defensa del general aspira a mantener la llamada "inmunidad soberana" de su defendido. Sin duda, Maquiavelo y el derecho del siglo XVI respaldan su argumentación. Pero el derecho internacional de la segunda mitad del siglo XX la rechaza rotundamente, y el derecho del siglo XXI, que ya está naciendo, escupe desde su cuna sobre un concepto jurídico tan moralmente nauseabundo y tan contrario a la actual conciencia universal.

Dios salve a los Law Lords si se pronuncian por la Justicia del futuro, y que les demande su raquitismo histórico si todavía sustentan el privilegio de aquella vetusta sovereignty, que situaba al soberano por encima de la ley. Archívese de una vez ese concepto en el museo de los horrores jurídicos, y la humanidad, que tantas veces ha sufrido sus efectos, agradecerá tan sabia decisión.


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