Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.
Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos
Artículo publicado en La Vanguardia (Barcelona), el día 15 de agosto de 1999.
Pinochet no necesita letrados defensores. Ni en Santiago, ni en Londres, ni en Madrid. De su defensa se encargan, con la máxima eficacia imaginable, los fiscales de nuestra Audiencia Nacional, con el sólido respaldo de la Fiscalía General del Estado. No cabe mejor defensa que la desarrollada por aquella institución -el Ministerio Fiscal- que debiera ocuparse de ejercer contra el general la firme acusación que le correspondería ineludiblemente por este doble factor: por la gravedad de los crímenes imputados y por la plena legitimidad de la jurisdicción española sobre tales crímenes, ratificada por decisión unánime de los once magistrados de la Sala de lo Penal de la propia Audiencia Nacional.
Sabemos -y cada día recibimos pruebas más flagrantes de ello- que la ley admite las más increíbles y extravagantes interpretaciones, hasta límites rayanos en lo grotesco. Sabemos también que, al amparo de tan múltiples y contrapuestas interpretaciones, siempre pueden buscarse los enfoques más favorables para el peor criminal. Sabemos y aceptamos que hasta el criminal más infame tiene derecho a su defensa en juicio, y nos parece justo y necesario que así sea. Pero también sabemos que profesionales de gran capacidad y conocimiento jurídico pueden dedicar toda su sabiduría a la búsqueda de todas las sutilezas, de todas las argucias, de todos los resquicios y lagunas legales, de todos los retorcimientos interpretativos -incluidos los más torticeros y miserables- encaminados a favorecer al peor de los asesinos, o al más notorio capo mafioso, o al más sanguinario dictador.
Pues bien; aun así, incluso sabiendo todo eso, sigue produciéndonos estupor y consternación la contumacia, la tenacidad, la beligerancia -digna de mejor causa- con que los citados fiscales se dedican a dificultar, y a ser posible a imposibilitar, la extradición, juicio y castigo del general Augusto Pinochet. En ese ansia obstruccionista se alcanzan extremos tan inauditos como los registrados en el reciente escrito del fiscal Pedro Rubira pidiendo la libertad del general.
Se lee y no se cree. En tal escrito, de fecha 29 de julio pasado, entre otras joyas jurídicas, se incluyen exquisiteces como la siguiente: "Los torturadores chilenos lo hacían con la finalidad no de investigar hechos, sino para originar terror en la ciudadanía chilena o para obtener informaciones de otras personas". Por tanto -según tal documento- tales actos no aparecen tipificados en España como delito de tortura, pues nuestro ordenamiento jurídico define como tales "sólo y exclusivamente las torturas con fin de obtener una confesión o un testimonio que afecta a la persona torturada."
En otras palabras: la aplicación de la picana eléctrica de alto voltaje en los órganos genitales masculinos y femeninos, la introducción de ratones por un tubo, introducido a su vez por el ano de la víctima, entre otras formas de tratamiento militar o policial practicadas por los torturadores pinochetistas -tratamiento que para las víctimas femeninas adquiría formas de especial degradación ("Para las mujeres la tortura era sexual y revestía múltiples y aberrantes formas", constata oficialmente el Informe Rettig)-, tales actividades, para el fiscal Rubira, no merecen ser calificadas como tortura, puesto que, según él, en el caso chileno fueron perpetradas "para originar terror" o "para obtener informaciones sobre otras personas".
Para ser consideradas en España como delito de torturas -afirma el citado fiscal- tales actos hubieran tenido que ser perpetrados para obtener una confesión o un testimonio sobre la propia víctima, y no sobre terceros. Sutilísimo refinamiento que nos arroja a la sima de la barbarie legal y de la vergüenza jurídica, hundiéndonos en ese género de perversiones leguleyas capaces de ahuyentar de la carrera de Derecho a numerosos jóvenes aspirantes a ella, que acuden a las aulas creyendo todavía que la Ley tiene el noble objetivo de aproximarnos lo más posible al ideal de la Justicia.
Nadie puede honestamente imaginar que el legislador español -aunque torpe en este punto, como en otros- pudiera ser tan canalla como para excluir deliberadamente de la tipificación de tortura a unas acciones tan viles como las recién mencionadas, liberándolas penalmente del castigo que les correspondería como tales torturas, aunque fueran destinadas "sólo" a originar terror sobre la ciudadanía o a obtener información sobre terceras personas, y no sobre la propia víctima. Más bien habrá que pensar que, al establecer esta grotesca distinción, el legislador sufrió un lamentable lapsus, basado en una aguda ignorancia sobre lo ocurrido en otros países, y en una patética falta de imaginación sobre lo que podría llegar a ocurrir en el nuestro y en cualquier otro lugar.
Por otra parte, siendo casi sesenta los casos de tortura posteriores al 8 de diciembre de 1988 documentados ante la Justicia británica por el juez Baltasar Garzón (tope cronológico establecido por el último fallo de los Lores), ¿de dónde saca el fiscal Rubira la certeza de que ninguna de tales víctimas, ni una sola de ellas, fue interrogada y torturada para obtener información sobre sus propias actividades? ¿Cómo puede dar por seguro que todas ellas, durante su tortura, fueron interrogadas solamente sobre terceras personas, o únicamente para "originar terror"? Más aun: incluso si así fuera, ¿acaso sería su tortura menos abominable? Realmente, el argumento utilizado por la Fiscalía resulta objetivamente insostenible, y sólo explicable en función de una desmedida obsesión -cuya lógica se nos escapa- por defender al ex dictador. El cual, según concluye el fiscal en su escrito, debe ser puesto en libertad sin más dilación. No cabe una defensa más rotunda. Ni el mejor defensor se hubiera mostrado más sutil en su planteamiento ni más contundente en su conclusión.
En cuanto a su alusión indirectamente comparativa con el Rey de España en materia de inmunidad, nos limitaremos a señalar un único factor: nuestra Constitución le atribuye, como Jefe del Estado, un estatus de persona no sujeta a responsabilidad y, como tal, absolutamente carente de toda función ejecutiva. Por el contrario, y en contraste máximo, Pinochet acaparó la máxima capacidad ejecutiva y todas las responsabilidades de su Estado, incluidas las más criminales. Incluso los más aparatosos atentados de la DINA (asesinato de Orlando Letelier y su colaboradora norteamericana en Washington, asesinato del general Carlos Prats y su esposa en Buenos Aires, asesinato del que fue presidente de la democracia cristiana chilena Roberto Leighton y su esposa en Roma) fueron chulesca pero inequívocamente reclamados por el general como responsabilidades propias –“La Dina soy yo”-, junto con tantas otras acciones delictivas perpetradas por tal organización dentro y fuera de su país. Huelga, pues, toda invocación a la inmunidad del general, y menos después del doble pronunciamiento de la justicia británica sobre este punto fundamental.
Se está abriendo un camino nuevo y difícil, pero esperanzador, necesario, imprescindible para poder juzgar a los grandes criminales que, con demasiada frecuencia, consiguen asegurarse la impunidad en su propio país. Lo cual, lamentablemente, equivale en casi todos los casos a una impunidad definitiva y de ámbito mundial. Esta es la injusticia que se pretende corregir; pero la jurisdicción universal, como todos los caminos nuevos y arriesgados, está erizado de dificultades, cubierto de obstáculos y no exento de fisuras e insuficiencias, aun no cubiertas por una sólida legislación nacional e internacional. En tales condiciones, resulta muy fácil dedicarse a buscar con lupa y a señalar las fisuras, reales o supuestas, que esa nueva vía puede todavía presentar, con el propósito de obstruirla y cegarla, dejando las cosas en su injusto estado anterior. Este parece ser el papel obstruccionista -bien triste, por cierto- que han asumido los fiscales de la Audiencia Nacional y de la Fiscalía General.
En esa línea, resultan penosos los retorcimientos de dichos fiscales en su sistemática defensa de Pinochet, contemplando como máximo bien jurídico a defender “el derecho a la libertad” del ex dictador, por encima del derecho a la libertad, a la vida y a la integridad física de sus miles de víctimas. Valores, éstos, que constituyen otro bien jurídico incalculablemente más alto, incomparablemente más extenso, más profundo y más digno de ser defendido, de la única forma ya posible: ejerciendo firmemente la acusación contra quien aniquiló –mediante la tortura y el asesinato- aquellos otros derechos de un nivel legal y moral muy superior en cantidad y calidad. Esa sería la obligación y la responsabilidad propia de unos fiscales dignos de la España democrática, y no de unos fiscales convertidos en los más eficaces defensores que el dictador hubiera podido soñar.
Fue motivo de orgullo, en aquel inolvidable 30 de octubre de 1998, ver a la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional situarse en cabeza de la honrosa línea -compleja y difícil- de la defensa de los derechos humanos en el mundo y de la lucha universal contra la impunidad. Y es, en cambio, motivo de vergüenza ver a los fiscales de la misma Audiencia oponerse con todas sus fuerzas a la materialización de aquel magnífico logro, interponiendo un obstáculo tras otro al proceso de extradición de Pinochet, encastillados en la vieja línea garantista de la impunidad doblemente asegurada: la ya conseguida por el ex dictador en su ámbito interno nacional, y la que ahora -con su inestimable ayuda- pretende también conseguir en el plano internacional.