Marco historico del Nuevo Testamento


El mundo del Nuevo Testamento

El pasaje de la carta a los Hebreos 1,1-2 se­ñala que la revelación de Dios al pueblo de Israel durante el Antiguo Testamento había quedado abierta a una manifestación más ple­na y definitiva, que culminó en Jesús, el Hijo de Dios. En Jesús, Dios nos reveló su rostro de Padre y su proyecto de amor para la humanidad; su vida y sus enseñanzas señalan la lle­gada de los últimos días, el tiempo de la pleni­tud que hace nuevas todas las cosas (Ap 21,5).

Esta manifestación del Hijo tuvo lugar en un tiempo, espacio y cultura delimitados, le­janos para nosotros, por lo que el Concilio Vaticano II nos invita a «tener muy en cuen­ta los modos de pensar, de expresarse y de contar las cosas que se utilizaban en tiem­pos del escritor». Esta introducción tiene como fin situar el Nuevo Testamento en su contexto histórico, literario y teológico, para ayudar a comprender el mensaje que Dios ha querido revelarnos por medio de su Hijo.

EL CONTEXTO HISTÓRICO

Las primeras comunidades cristianas dieron a luz el Nuevo Testamento en el segundo ter­cio del siglo I d. C, con el propósito de ani­mar, iluminar y consolidar su fe. Como estas comunidades vivían en el seno del imperio romano, que incluía Palestina, la tierra de Je­sús, el contexto histórico del Nuevo Testa­mento tiene dos dimensiones: en el más am­plio, la historia del imperio romano en el siglo I; en el más inmediato, la vida e historia de la iglesia naciente.

El imperio romano en el siglo I d. C.

El dominio y esplendor del imperio romano en el siglo I d. C. es el resultado de una larga historia. Se dio gracias al desarrollo de su capacidad militar y de organización, apoya­da en un sistema de derecho público, ya que asumió la cultura griega en un alto grado y la puso en manos de un sistema político de origen latino. Los aspectos más sobresalientes de la vida del imperio romano que se presen­tan aquí están vistos desde la perspectiva de Palestina, donde nació el cristianismo y des­de donde se extendió al resto del imperio.

Escenario geográfico

Al vencer Pompeyo al último descendiente de los seléucidas, Siria pasó a ser provincia romana (64 a. C); Jerusalén fue tomada y saqueada (63 a. C); a partir de esta fecha, Palestina formó parte de la provincia roma­na de Siria, con una independencia limitada bajo los reinados de Herodes el Grande (37-4 a. C.) y de su hijo Herodes Antipas (41-44 d. C). En la gran revuelta contra Ro­ma, el futuro emperador Tito tomó Jerusa­lén, y Judea pasó a ser una provincia.

El imperio romano, que comenzó en una pequeña ciudad a orillas del río Tíber en el centro de Italia, a mediados del siglo VIII a. C, gradualmente se extendió por los paí­ses alrededor del mar Mediterráneo, al que los romanos llamaban Mare Nostrum (Nues­tro Mar); a fines del siglo I d. C. se extendía desde España hasta el río Eufrates, y desde el río Danubio en Europa central hasta el de­sierto del Sahara en África.

Los sucesos de que habla el Nuevo Testa­mento se dieron en la región oriental del im­perio, donde la cultura griega estaba más arraigada. Palestina tenía al norte Siria y Asia Menor (hoy Turquía); al sur, Egipto; al este, Arabia, y al oeste, el resto del imperio, con Grecia, Italia, las Galias (Francia) y España.

Todos los territorios del imperio estaban comunicados por una amplia red de cami­nos terrestres y rutas marítimas, por las que circulaban comerciantes, piratas y saltea­dores, correos imperiales, predicadores iti­nerantes y ejércitos, a una velocidad media de cincuenta kilómetros diarios. Esta red de comunicaciones facilitó enormemente la primera expansión del cristianismo.

Situación política

El evangelio de Lucas sitúa la predicación de Juan el Bautista en «el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes rey de Galilea, su hermano Filipo rey de Iturea y de la región de Traconítida, y Lisanias rey de Abilene - (Le 3 1). Esta cita permite ubicar la situación política en la que Jesús inició su vida pública, alrededor del año 27 de nuestra era.

Herodes el Grande gobernó Palestina con cierta autonomía gracias a un tratado de amistad con Roma. Su gobierno fue próspero y rico en construcciones públicas, como el templo de Jerusalén, pero sus súb­ditos no lo apreciaron debido a su origen idumeo y a su sometimiento a los romanos (37-4 a. C.). Al morir Herodes el Grande, sus territorios se dividieron entre sus tres hi­jos: Arquelao se quedó con Judea, Samaría e Idumea; Herodes Antipas, con Galilea y Perea, y Filipo, con Iturea y Traconítide. A este Herodes y Filipo se refiere Lucas.

La región más conflictiva era Judea, don­de estaban Jerusalén, las instituciones y los grupos que conservaban con más rigor las tradiciones judías. En el año 6 d. C. las au­toridades romanas, motivadas por un grupo de notables judíos, destruyeron a Arquelao y pusieron al frente de Judea a un goberna­dor romano. En el año 29 d. C, dicho go­bernador se llamaba Poncio Pilato.

Herodes Agripa logró reunir los territorios de su abuelo Herodes el Grande por tres años (41-44 d. C.), pero a su muerte los ro­manos pusieron a un gobernador romano que dependía de Siria. La tensión entre el pueblo judío y sus dominadores creció, y en el año 66 d. C. estalló la «guerra judía», que terminó con la destrucción de Jerusalén en el año 70 d. C. Desde entonces Palestina se convirtió en la provincia imperial de Judea, sede de la décima legión del ejército romano.

En el año 30 a. C, Roma pasó de ser una república gobernada por un Senado a ser un principado bajo el mando de Octavio Augus­to, quien acumuló poderes y dignidades en su persona y gobernó por cuarenta y un años. Gracias a su organización política y mi­litar, el imperio gozó de un largo período de paz, reconocido por los poetas e inscripcio­nes públicas como la pax augusta. Las tres categorías políticas en que Octavio Augusto dividió su territorio fueron:

Provincias senatoriales o pacifica­das, regidas por un gobernador de rango senatorial y sin contingente militar fuerte.

• Territorios controlados con cierta autonomía, como Palestina en tiempos de Herodes el Grande y sus sucesores.

• Provincias imperiales, gobernadas por un legado que dependía directamente del emperador y que contaba con una le­gión romana, pues todavía no estaban pa­cificadas.

Los sucesores de Augusto mencionados por Lucas - (14-37 d. C), Calígula (37-41 d. C), Claudio (41-54 d. C.) y Nerón (54-68 d. C) - intentaron conservar su herencia, pero no te­nían el mismo nivel de competencia y hubo una serie de intrigas políticas. En el último tercio del siglo, Roma estuvo gobernada por tres empe­radores de la familia Flavia: Vespasiano (69-79 d. C), Tito (79-81 d. C.) y Domicíano (81-96 d. C). Los dos primeros participaron en la gue­rra judía, y Tito destruyó Jerusalén y su templo en el año 70 d. C.

Vida en la ciudad y en la casa

Aunque el Nuevo Testamento hace refe­rencias al sistema político imperial, en general habla de la vida diaria. Presenta a Jesús viviendo en la pequeña aldea de Nazaret, con su familia, y predicando por los pueblos y ciudades de Palestina. Rela­ta la vida de los primeros cristianos en tor­no a la casa, donde se desenvolvía la vida privada, y la ciudad, donde sucedía la vi­da pública.

En el siglo I a. C, había distintos tipos de poblaciones. Por ejemplo, Nazaret te­nía poco más de cien personas y un estilo tradicional judío; a seis kilómetros estaba Séforis, una populosa ciudad helenista donde florecía el comercio, y en un radio de treinta kilómetros había otras ciudades como Cesárea, Tiberiades y Betsaida Julias, y multitud de aldeas similares a Nazaret.

Las ciudades eran las células vivas del imperio. Estaban muy bien organizadas, con una vida en gran medida independien­te, en la que florecían la industria, el comer­cio y la cultura. En algunas de ellas había colonias judías, que tuvieron gran importan­cia en la expansión del cristianismo.

En la casa de las familias pudientes vi­vían parientes, esclavos y libertos, relacionados entre sí de manera muy diferente a la estructura familiar de hoy día. Esta estructu­ra familiar fue muy importante en los oríge­nes del cristianismo, pues varias comunida­des cristianas se organizaron en torno a ese tipo de familia (Rom 16,3-5; 1 Cor,16-19; Col 4,15; Flm 1-2).

Situación económica

Las parábolas de Jesús y otros relatos de los evangelios ofrecen datos significativos sobre la situación económica de Palestina en ese tiempo: había grandes terratenientes que arrendaban sus campos a cambio de una parte de los frutos (Me 12,1-12), jornale­ros que se reunían en las plazas esperando ser contratados (Mt 20,1-16), mendigos que pedían limosna en los cruces de caminos (Me 10,46-52) y recaudadores de los impues­tos (Me 2,13-14; Le 19,1-10).

Galilea era la región más rica de Palesti­na. Tenía una economía agrícola y ganade­ra en las llanuras, y pesquera en torno al lago de Genesaret; una pequeña industria de cerámica y de conserva de pescado, y un comercio rudimentario, controlado des­de las ciudades. En la región de Judea, sin embargo, las tierras eran menos ricas; sólo se podía cultivar viñedos y olivares, y criar ganado en pocos sitios. Su economía más próspera estaba en Jerusalén, gracias a las peregrinaciones al templo y a los impuestos religiosos, ambos controlados por las fami­lias sacerdotales.

Con una justa distribución, estos recursos económicos habrían sido suficientes para abastecer al país, pero la concentración de la tierra en manos de unos cuantos y la pre­sión fiscal ejercida por los gobernantes origi­naron notables desigualdades sociales. En la cúspide de la pirámide social se encontra­ban: el alto clero de Jerusalén, los terrate­nientes y los grandes recaudadores de impuestos. Seguían los grupos que subsistían con cierta autonomía: trabajadores manua­les, constructores y pescadores, que solían ganar más de los doscientos denarios anua­les necesarios para sobrevivir (el denario era el jornal de un día). Abajo estaba una gran masa de jornaleros, desempleados, escla­vos, mendigos y enfermos que trataban de subsistir como podían.

En este tipo de economía, cualquier con­tratiempo - una mala cosecha, una epidemia o una guerra - podía empujar a la clase media al estrato social más bajo. Muchos eran privados de sus tierras o tenían que venderse como esclavos para pagar sus deudas. Otros se unían a grupos de resis­tencia en las montañas, y vivían del pillaje y acosaban a los romanos.

La situación económica del resto del im­perio era similar, aunque había provincias más ricas que otras. La economía familiar se basaba en la agricultura, la pequeña in­dustria y el comercio. La agricultura estaba controlada por terratenientes que emplea­ban a esclavos y jornaleros; la industria es­taba organizada en diversos gremios y se desarrollaba junto a las ciudades; el comer­cio florecía gracias a las buenas comunica­ciones por tierra y por mar.

La economía pública se alimentaba de los impuestos y pagaba la administración, el ejército y las construcciones públicas. Pero el sistema tributario era injusto, pues alimentaba las arcas del estado y enrique­cía a gobernantes y recaudadores, a costa de la población autóctona de las provin­cias, sobre todo de las capas más bajas de la sociedad.

Entorno religioso y filosófico

La religión siempre fue muy importante en la vida del pueblo judío, pero, a partir del exilio de Babilonia (s. VI a. C.), se convirtió también en un elemento de identificación nacional. Al verse privado de sus institucio­nes políticas, el pueblo fundamentó su identidad en sus tradiciones e instituciones religiosas, en especial en la ley y el templo. Dos siglos más tarde, con la llegada del he­lenismo, la defensa de su religión se convir­tió en cuestión de estado (1 y 2 Macabeos), aunque también se dio un diálogo con las nuevas corrientes de pensamiento, como muestra el libro de la Sabiduría.

Todos estos factores configuran en gran parte la religión judía del siglo I d. C, en la que se distinguen dos etapas bien defini­das, divididas por la conquista de Jerusa­lén y la destrucción del templo en el año 70 d. C. A continuación se presentan los cua­tro rasgos principales del entorno religioso en que se desarrolló el cristianismo en el siglo I d. C.

1. El judaísmo del templo y la ley. En esta etapa, anterior al año 70 d. C, el judaísmo se apoyaba en dos pilares: el templo de Jerusalén y la ley, o sea, el Pentateuco. El templo de Jerusalén era el núcleo de la vida judía. Sólo en él se podían ofrecer los sacrifi­cios prescritos por la ley. Allí tenía su sede el Consejo de Ancianos (o Sanedrín), supremo organismo político religioso de los judíos, con jurisdicción sobre casi todos los asuntos de tipo religioso, e incluso político. El templo era también un importante centro comercial y de intercambio monetario, en torno al cual gira­ban las principales fiestas religiosas -la Pas­cua, la fiesta de las semanas, la de las tien­das y la del año nuevo-, que eran motivo de constantes peregrinaciones desde otros lu­gares de Palestina y de todo el mundo cono­cido (Hch 2,1-11).

La ley de Moisés se leía y se explicaba como norma de fe y de vida en las sinagogas de Pa­lestina y la diáspora; era vínculo y punto de re­ferencia entre todos los judíos. Sus preceptos, especialmente el descanso sabático y la circuncisión, servían para identificar al verdadero israelita. Los conflictos de Jesús con sus adver­sarios casi siempre estuvieron ligados a la inter­pretación de la ley de Moisés (Me 12,28-34) y la observancia de sus normas, como el ayuno (Me 2,18-22), el descanso sabático (Me 2,23-28) y la pureza ritual (Me 7,1-15).

Los diversos grupos y movimientos que existían en tiempos de Jesús se definían por su postura con respecto a la ley y al templo. Los fariseos y los maestros de la ley se preocupa­ban por conocer la recta interpretación de la ley y eran los maestros del pueblo. Los saduceos estaban más vinculados al templo, pues perte­necían a la clase sacerdotal. Los esenios, una especie de monjes con vida común, vivían reti­rados en el desierto y proponían una nueva in­terpretación de la ley y rechazaban el culto del templo. Otros grupos, de origen popular, como el de Juan el Bautista, proponían una transfor­mación radical del pueblo al estilo de los profe­tas e invitaban a iniciar un nuevo éxodo espiri­tual volviendo al desierto, lugar en que Dios se había revelado a su pueblo.

2. El centralismo de la ley en el judaísmo. Después del año 70 d. C, con el templo destruido y el país en poder de los romanos, la ley fue el único refugio posible y los fariseos el único grupo religioso que so­brevivió. Esto originó una nueva etapa en la vida religiosa de Israel, caracterizada por el papel central y sagrado de la ley, y por la su­perioridad de la ortodoxia rabínica, que con­sideraba a los demás grupos, incluso el cris­tianismo, como heterodoxos.

Para comprender la dinámica que se dio entre los judíos ortodoxos y los primeros cris­tianos se requiere conocer el significado de varios términos. Rabí significa «maestro» en hebreo, y era el título dado por los judíos a los maestros de la ley. Los cristianos dieron este título a Jesús y es el título que se le da más frecuentemente en los evangelios. La palabra ortodoxia viene del griego orto, «correcto», y doxa, «doctrina»; quiere decir «interpretación correcta de los principios reli­giosos para traducirlos de manera fidedigna a la vida (ortopraxis)». Cuando un grupo pretende tener la verdad absoluta, su orto­doxia es excluyeme, y considera a quienes opinan diferente a ellos como heterodoxos, del griego helero, «distinto», o sea, de distin­ta opinión a la correcta.

La polémica entre la ortodoxia del judais­mo y la apertura del cristianismo fue fuerte, tanto en Palestina como en las comunida­des judias de la diáspora, pues estaban unidas por la ley. Estas comunidades judías y sus sinagogas ejercieron un papel impor­tante en la primera expansión del cristianis­mo, pues fueron un punto de referencia obligado para los primeros misioneros cris­tianos (ver Hch 13 13 - 14 7).

3. Pluralismo religioso del imperio. Debido a la tolerancia de los romanos en materia religiosa, convivían diversas mani­festaciones y corrientes religiosas. La reli­gión romana había asimilado el politeísmo griego con su rica mitología; además se ha­bía desarrollado una religiosidad popular in­fluida por religiones orientales basadas en misterios de alguna divinidad que daban culto al emperador. La magia y la astrología también tenían gran influencia en buena parte de la población (Hch 89-11; 13,6-10).

La nueva religión oficial del imperio, favo­recida por los sucesores de Augusto, apo­yaba su gobierno monárquico y fomentaba la sumisión al emperador, convertido en un dios. En la segunda mitad del siglo I d. C. muchos cristianos sufrieron una dura perse­cución por negarse a adorar al emperador.

4. La filosofía como doctrina de salvación. Para esta época, la filosofía ha­bía dejado de ser una reflexión intelectual griega y se había convertido en una auténti­ca religión. Los grandes sistemas teóricos griegos habían dado paso a una serie de es­cuelas que trataban de responder a los pro­blemas de la vida diaria. El filósofo no era ya un buscador incansable de una verdad teó­rica, sino un predicador itinerante que trata­ba de comunicar con su propio testimonio una doctrina que ofrecía un camino de salvación y felicidad. Para muchos ciudadanos del imperio, los predicadores cristianos de­bieron parecerles muy semejantes a los filó­sofos estoicos y epicúreos, con quienes Pa­blo conversó en Atenas (Hch 17,18) y de cuyas escuelas se sirvió en Éfeso (Hch 19,9).

El cristianismo en el siglo I d. C.

El cristianismo naciente se sitúa en el marco del imperio romano del siglo I d. C, descrito anteriormente. La muerte de Jesús en el año 30 d. C. y la destrucción de Jerusalén en el 70 d. C. dividen los primeros años de la histo­ria cristiana en tres etapas: a) la vida de Je­sús (6 a. C.-30 d. C), b) la generación apos­tólica (30-70 d. C.) y la segunda generación cristiana (70-100 d. C), cuyos rasgos más importantes se presentan a continuación.

Jesús de Nazaret (6 a. C.-30 d. C.)

Jesús vivió prácticamente en tres ciudades: a) Nazaret, donde transcurrió la primera y más larga etapa de su vida; b) Cafarnaún, centro de actuación durante su ministerio público, y c) Jerusalén, donde se manifestó a todo Israel y tuvo lugar el misterio de su Pascua.

Nazaret era una pequeña aldea situada en una serranía cercana a las fértiles llanu­ras de Galilea. Ahí vivió Jesús los primeros treinta años de su vida, con su familia y ejerciendo un trabajo manual (Me 6 3). El modo de hablar de Jesús refleja que cono­cía bien su ambiente rural y que observaba cuidadosa y reflexivamente la vida cotidia­na. Como buen judío, acudía los sábados a la sinagoga y conocía la ley de Moisés, aunque no tenía formación intelectual.

Aunque Jesús inició su predicación junto al río Jordán en la región de Judea, pronto se trasladó a Galilea, su tierra natal, y se instaló en Cafarnaún, una pequeña ciudad situada en la costa norte del lago de Genesaret. Allí empezó a reunir un pequeño gru­po de discípulos y a predicar la buena noti­cia del reino de Dios. Vivía probablemente en casa de Pedro, uno de sus discípulos más queridos, y salía a predicar a las al­deas y pueblos vecinos. Su fama se fue ex­tendiendo y el grupo de los que lo seguían aumentaba progresivamente, debido al im­pacto de su mensaje y a los signos que rea­lizaba. El grupo más cercano de sus discí­pulos lo había dejado todo para seguirlo: compartía su estilo de vida, escuchaba su enseñanza y era testigo directo de los sig­nos que realizaba.

La decisión de ir a Jerusalén fue intencional, pues era el centro del judaísmo, y Jesús quería que se oyera allí la buena noticia que predica­ba en Galilea. Su permanencia en Jerusalén fue breve, pues sus acciones y mensajes desa­fiaron fuertemente los pilares del judaísmo: quebrantó los preceptos de la ley, se mezcló con los pecadores y, más grave aún, atentó contra el templo.

Cuando las autoridades religiosas planearon darle muerte tuvieron que recurrir a Poncio Pilato, el gobernador romano de Judea, que tenía poder para condenar a la pena de muerte. Al final, Jesús fue condenado a morir crucificado, un suplicio que los romanos reservaban para los esclavos y malhechores.

La generación apostólica (30-70 d. C.)

La muerte de Jesús provocó en sus discípu­los una reacción de desilusión (Le 24,18-21) y de miedo (Jn 20,19-23). Poco tiempo des­pués, cuando confirmaron la resurrección del Maestro, su temor desapareció y salieron a la plaza a anunciar valientemente que Je­sús había resucitado. El encuentro con el Señor resucitado los hizo pasar de una sen­sación de fracaso, al testimonio abierto y alegre de una experiencia que cambió su vi­da. Este grupo de discípulos, que había se­guido a Jesús hasta Jerusalén, fue el núcleo de la primera comunidad cristiana. Destaca el grupo de los apóstoles -los Doce-, bajo cuya guía se consolidó y se extendió la Iglesia durante la primera generación cristiana.

Los inicios del cristianismo se caracteri­zan por la rápida expansión del mensaje cristiano y el surgimiento de pequeñas co­munidades en toda la parte oriental del im­perio, como fruto de la predicación de los misioneros cristianos. El libro de los Hechos describe las principales etapas del proceso de expansión: primero Jerusalén, Judea y Samaria (Hch 1 8), después la región coste­ra de Palestina (11 19-30), y desde allí las regiones de Asia Menor y Grecia (13 - 20), hasta llegar a Roma (28 11-31). En el año 50 d. C, a sólo veinte años de la muerte de Jesús, el imperio romano había quedado sembrado de pequeñas comunidades, en las que se ensayaba un nuevo estilo de vi­da, alimentado por una nueva fe.

La difusión del evangelio fue llevada a cabo por grupos cristianos con posturas distintas sobre la obligatoriedad de la ley judía para quienes abrazaban la fe en el Resucitado. La comunidad de Jerusalén, y con ella los apóstoles, abogaba por mante­ner sus raíces judías; mientras que el grupo de los helenistas, en su mayoría judío de la diáspora, proclamaba que la novedad cris­tiana había roto las fronteras del judaísmo.

Los helenistas fueron los primeros en predicar a los no judíos en Samaria y Antioquía, y apoyar la misión de Pablo entre los paganos. El diálogo entre estas dos formas de entender el cristianismo no fue fácil, pe­ro contribuyó a perfilar la posición del cris­tianismo frente al judaísmo (Hch 15; Gal 2 11-16). Así, durante la generación apostóli­ca, los seguidores de Jesús dejaron de ser un grupo dentro del judaísmo para conver­tirse en la iglesia cristiana, en un proceso de diferenciación que concluyó durante la segunda generación cristiana.

Otro rasgo significativo de la misión pau­lina fue su carácter urbano, pues casi todas las comunidades estaban en ciudades he­lenistas como Corinto, Éfeso y Tesalónica, mientras que en Palestina y Siria la mayoría eran rurales, salvo en Cesárea, Damasco y Antioquía. Además los paganos provenían de una religión politeísta en lugar de creer en un solo Dios, y no esperaban a un Mesías enviado por Dios. Estas realidades exigieron la adaptación del mensaje del evangelio, lo que requirió reflexionar sobre sus aspectos fundamentales y articularlo para que fuera comprensible y tuviera signi­ficado para los no judíos.

La segunda generación cristiana (70-100 d. C.)

La destrucción de Jerusalén en el año 70 d. C. coincide con la época en que murieron los apóstoles que habían conocido al Señor. Es­tos dos hechos marcan la transición a la se­gunda generación cristiana, durante la cual la iglesia consolidó sus estructuras y tradiciones.

La nueva ortodoxia judía vigilada por los fariseos, nacida al desaparecer el templo de Jerusalén, el símbolo religioso más impor­tante del judaísmo, acrecentó las tensiones entre la iglesia cristiana y la sinagoga judía hasta llegar a una ruptura y enfrentamiento abiertos. Este clima se percibe en bastantes escritos del Nuevo Testamento redactados durante esta segunda generación, especial­mente los evangelios de Mateo y Juan. Por el contrario, la actitud de las comunidades cris­tianas hacia la cultura helenista y el imperio romano fue de diálogo e integración, como se ve en Lucas y Hechos, aunque algunas comunidades del Asia Menor comenzaban a experimentar persecuciones, como lo refleja el libro del Apocalipsis.

Al morir los apóstoles que habían conocido a Jesús, ya nadie podía decir: «yo lo vi», lo que hacía urgente conservar de forma fide­digna las tradiciones recibidas de ellos. Na­cen así las tradiciones apostólicas vinculadas a Pedro, Santiago, Juan y Pablo, relacionadas con las diversas áreas de implantación del cristianismo. La tradición que provenía de Pe­dro tenía su centro en Antioquía; la de Santia­go, en Jerusalén; la de Juan, en zonas rurales de Transjordania, y la de Pablo, la más exten­dida, en Asia Menor, Grecia y Roma.

Para entonces, el cristianismo había llega­do también a Egipto y a otros lugares donde florecieron tradiciones cristianas vinculadas con otros apóstoles o personajes importan­tes, como Tomás y María Magdalena. Esas tradiciones se conservaron en escritos apócrifos (secretos), lo que muestra la compleji­dad y diversidad del cristianismo en esa época.

En esta época, las comunidades enfren­tan una crisis de maduración. Al aminorar el entusiasmo inicial, la tentación de acomo­darse al mundo es grande y resulta difícil perseverar en la fe y vivir la radicalidad del evangelio. Sin embargo, esta segunda ge­neración inició un proceso de consolidación del cristianismo, al «unificar» las tradiciones en torno a las dos más importantes: la petrina y la paulina, que se convirtieron en norma y medida de las demás. También se escribe la mayoría de los libros del Nuevo Testamen­to para conservar fielmente la tradición reci­bida y motivar a las comunidades a no per­der de vista la radicalidad de Jesús (Mateo, Lucas) y de los orígenes cristianos (He­chos).

LOS ESCRITOS

DEL NUEVO TESTAMENTO

El Nuevo Testamento tiene veintisiete escritos de muy distintos tamaños, en cuatro géneros literarios: evangelios, hechos, cartas y Apocalipsis. A diferencia del Antiguo Testamento, el Nuevo fue compuesto en un breve espacio de tiempo (la segunda mitad del siglo I d. C), aunque las tradiciones que contiene son generalmente más antiguas. Todos los escritos vieron la luz en el seno de las primeras comu­nidades cristianas, y su principal propósito era alentar, ilustrar y consolidar la fe de aquellas comunidades (Le 1 4; Jn 20,30-31). El Nuevo Testamento refleja la lengua y las formas de escribir propias de la literatura de su tiempo.

El contexto literario

El Nuevo Testamento fue escrito en griego común, que se hablaba en las ciudades y se usaba en la literatura de la parte oriental del imperio romano, incluida Palestina, que había sido helenizada dos siglos antes. Es­ta literatura conservó la herencia de los clá­sicos griegos, pero se abrió a nuevas co­rrientes y formas literarias propias de un mundo con horizontes más amplios. En la época romana se siguieron cultivando gé­neros literarios como la tragedia, la come­dia y la poesía; se usaba la historiografía, que floreció en años anteriores, así como la biografía y los escritos moralizantes que ex­presaban la nueva cultura, y la novela, en la que abundaban elementos maravillosos.

La literatura judía poseía también una larga tradición. Además de los antiguos escritos en hebreo, que se leían en las sinagogas, los cristianos empezaron a escribir en griego. La nueva literatura muestra la influencia de la cultura helenista, sobre todo entre los judíos de la diáspora. Las obras del historiador Flavio Josefo en Palestina y los tratados filosófi­cos de Filón de Alejandría muestran el diálo­go entre el judaísmo y el helenismo, y son ejemplo de esta nueva sensibilidad.

El hecho más importante, y que más influ­yó en el Nuevo Testamento, fue la traduc­ción del Antiguo Testamento al griego, em­pezada en el siglo III a. C. En el siglo I d. C, tanto las comunidades judías de la diáspora como los primeros cristianos usaban esta traducción, llamada «de los Setenta».

Al estudiar el Nuevo Testamento hay que considerar esta rica tradición literaria. Sus escritos reflejan la literatura helenista y judía de la época, así como la originalidad de ser una literatura que nace de una nueva expe­riencia comunitaria.

Formación y clasificación de los escritos

Los escritos del Nuevo Testamento fueron creados mediante un proceso comunitario que partió de tradiciones orales. Las primeras tradiciones escritas fueron releídas y reinterpretadas por las comunidades, a la luz de las nuevas situaciones históricas que se vivían.

Inspirados por el Espíritu Santo, los auto­res fueron seleccionando las perspectivas, experiencias y expresiones pastorales de las comunidades que coincidían fidedigna­mente con el contenido y el significado del mensaje recibido de Jesús. Esto dio por re­sultado una literatura comunitaria viva que, enriquecida por las vivencias de las diver­sas comunidades que centraban su vida en Jesús resucitado, tomó una dimensión universal y válida para los cristianos de todo lugar y época. En este proceso de forma­ción pueden distinguirse dos momentos: el nacimiento y transmisión de las tradiciones, y la redacción de los escritos.

Formación y desarrollo del Nuevo Testamento

Las tradiciones recopiladas en los libros del Nuevo Testamento nacieron alrededor de la vida y predicación de Jesús, y las vivencias de las primeras comunidades:

1. Las tradiciones sobre Jesús son las más antiguas. En ellas se conserva­ron sus enseñanzas a través de parábolas, sentencias y controversias; se relataba su manera de vivir como predicador itinerante, amigo de pecadores y maestro que acepta­ba mujeres discípulas, y se recordaban ac­ciones cargadas de significado, como los milagros, llamados a los discípulos, y el que­brantamiento de ciertas leyes.

2. Las tradiciones originadas en las primeras comunidades nacieron de la predicación de la buena nueva de Je­sús. Resaltan por su importancia las fórmu­las kerigmáticas (kerigma, que significa «anuncio») con que los discípulos procla­maron su vivencia y convicción firme de que Jesús había resucitado y estaba vivo (1 Cor 15,3-5). Otras tradiciones pertenecen a normas y enseñanzas para la vida comu­nitaria, y a confesiones de fe, rituales, him­nos y cánticos litúrgicos.

Las comunidades cristianas de las dos primeras generaciones conservaron y trans­mitieron estas tradiciones como un precioso tesoro. Primero las pasaron de palabra; des­pués escribieron pequeñas colecciones de parábolas, sentencias, milagros y enseñan­zas éticas. Según su sensibilidad y necesi­dades, las comunidades enfatizaron distin­tos aspectos de esta amplia tradición, que fueron recogidos más tarde en los libros del Nuevo Testamento.

La segunda etapa consistió en la redac­ción de los escritos. En este proceso hay que distinguir entre las cartas, sobre todo las de la primera época paulina, y el resto de los escritos. Al redactar sus cartas. Pa­blo se basa en la tradición cristiana que ha­bía recibido, pero sus escritos muestran también la fuerza de su personalidad, su vi­sión de la vida y la salvación en Jesús. En los evangelios y el resto de los escritos se nota una mayor influencia del material tradi­cional y un refinamiento en los esquemas y contenidos, pues son fruto de un proceso de composición más largo.

No obstante, todos los escritos manifies­tan gran interés en responder a las dificulta­des y anhelos de las comunidades a las que se dirigen. Detrás de cada página del Nuevo Testamento hay un pastor que se di­rige a su comunidad para exhortarla a se­guir con fidelidad el camino cristiano.

Principales etapas en la escritura del Nuevo Testamento

La agrupación de los escritos del Nuevo Tes­tamento en Evangelios, Hechos. Cartas y Apocalipsis dice poco sobre el contexto vital en que nacieron. Por ello, conviene clasifi­carlos según la época en que se escribieron y la tradición cristiana que representan.

1. Durante la generación apostóli­ca se escribieron las primeras cartas pauli­nas (1 Tes, 1 y 2 Cor, Gal, Rom. Flp y Flm), y se fueron configurando las tradiciones cristianas en torno a los apóstoles y a los diversos centros geográficos. Era la época del gran impulso misionero de los primeros cristianos, la implantación del cristianismo en las ciudades, la creación y consolida­ción de nuevas comunidades. Todos estos hechos formaron parte de la tradición viva de la iglesia de esa generación.

2. Durante la segunda generación cristiana se compuso la mayor parte de los escritos del Nuevo Testamento. Para en­tonces casi todos los apóstoles habían muerto y urgía conservar sus recuerdos fiel­mente y exhortar a las comunidades cristia­nas a seguir fieles a Jesús en situaciones muy distintas a las de la primera genera­ción. En vista de esto, algunos cristianos componen una rica gama de escritos en torno a tres grandes tradiciones, vinculadas a tres apóstoles: Pedro, Pablo y Juan.

La tradición paulina se desarrolló en Grecia y Asia Menor; es la más amplia y pro­dujo tres grupos de obras: 1) las cartas pas­torales (1 y 2 Tim y Tit), que acentúan la ne­cesidad de una estructura eclesial basada en el ministerio y la recta doctrina; 2) las car­tas a los Efesios y Colosenses, que reflexio­nan sobre el alcance cósmico del misterio de Cristo y el descubrimiento de la iglesia como cuerpo de Cristo, y 3) la obra de Lu­cas, con su evangelio y el libro de los He­chos, que se relaciona con el tronco común de la tradición evangélica, pero se desarrolla bajo la perspectiva de la tradición paulina, abierta a la cultura del imperio y promotora de la misión paulina entre los paganos.

Los escritos de la tradición petrina reflejan un enfoque integrador de las posturas más abiertas de la tradición paulina y las más conservadoras de las iglesias judeocristianas, representadas por Jerusalén y la tra­dición de Santiago. Este espíritu se percibe particularmente en los evangelios según Marcos y Mateo, que centran las diversas tradiciones en torno al anuncio de la muerte y resurrección de Jesús, que es el núcleo del kerigma petrino. La primera carta de Pedro pertenece también a esta tradición, que tenía su centro en la comunidad de Antioquía.

La tercera gran tradición es la de Juan, a la que pertenecen el cuarto evange­lio y las cartas joánicas. Estos escritos reflejan la accidentada historia y los conflictos inter­nos de las comunidades en los que nacieron.

De los otros escritos importantes, Hebreos fue ubicado por mucho tiempo en la tradición paulina, y Apocalipsis, en la joánica. Los estudios actuales muestran que ambos reflejan la rica producción literaria de la segunda generación cristiana.

El canon del Nuevo Testamento

El proceso para identificar los libros a ser in­cluidos en el canon o lista de libros inspirados y normativos para la iglesia duró hasta el siglo IV d. C. Estuvo basado en ciertos criterios que dejaron el Nuevo Testamento con sólo veinti­siete escritos; quedaron fuera otros de la mis­ma época como la Didajé y la Carta de Cle­mente a los Corintios. A estos escritos que quedaron excluidos de los libros que contie­nen la revelación cristiana, se les llama apó­crifos, que quiere decir «oculto», porque esta­ban reservados a un grupo de iniciados y no podían ser leídos por el público en general.

1. La formación del canon tiene cuatro etapas: 1) en el siglo I d. C. la tra­dición de Jesús y de los apóstoles constitu­yó el canon vivo: la buena noticia de Jesucristo era el criterio para distinguir entre la verdadera y la falsa fe; 2) en el siglo II d. C. se formaron colecciones de escritos a los que las comunidades cristianas conferían cierta autoridad, lo que dio origen al Corpus de los escritos paulinos y de los evangelios; 3) en el siglo III d. C. se completó el canon y se dio al conjunto de estos escritos el nom­bre de Nuevo Testamento, reconociendo su carácter sagrado y normativo para la vida de

toda la Iglesia; 4) a partir del siglo IV d. C. la distinción entre los libros canónicos o apos­tólicos y los apócrifos era clara en la mayor parte de las comunidades cristianas.

2. Los criterios utilizados para de­terminar el canon fueron tres: 1) su apostolicidad, es decir, el origen apostólico de un escrito, que implicaba que hubiera sido compuesto por un apóstol o por alguno de sus colaboradores; 2) conformidad con la tra­dición viva de la Iglesia, es decir, su ortodoxia desde la perspectiva de las enseñanzas de Jesús y su aplicación a diferentes circunstan­cias de la vida; 3) su uso en la lectura litúrgica de un amplio número de comunidades.

Muchas circunstancias históricas deben haber determinado la composición del canon, pero el resultado es que en él se conserva la riqueza plural de la tradición cristiana anclada en una misma fe. Por eso, estos escritos cons­tituyen el fundamento indiscutible de la fe cris­tiana y nos acercan a los acontecimientos que le dieron origen: son palabra de Dios, Escritu­ra Sagrada que contiene la revelación históri­ca de Jesucristo transmitida por los apóstoles.

CLAVES TEOLÓGICAS DEL NUEVO TESTAMENTO

Estas palabras del evangelio de Juan pueden aplicarse a todo el Nuevo Testamento. Señalan que el corazón de todos sus libros es la fe en Jesús de Nazaret, en quien Dios se reveló ple­namente y manifestó claramente su designio de amor para toda la humanidad. La vida y el men­saje de Jesús son el origen de la tradición cris­tiana y la clave para entender el cristianismo.

El evangelio de Jesucristo

Los primeros cristianos usaron la palabra evangelio, que significa «buena noticia», para resumir el mensaje que predicaban. Inicial-mente el evangelio era un anuncio verbal del kerygma cristiano, mediante el cual transmi­tían su fe e invitaban a la conversión; incluía relatos de la vida de Jesús que conducían a un cambio radical en la historia humana (1 Cor 15,3; Gal 1,6-7). El núcleo de la fe cristiana está contenido en esta palabra, que los escritores del Nuevo Testamento utilizaban en dos senti­dos complementarios: la buena nueva de Je­sús y la buena nueva de los apóstoles.

La buena nueva de Jesús

En labios de Jesús la buena noticia consiste en el anuncio de que el reino de Dios había comenzado a llegar, cumpliéndose las prome­sas de Dios a su pueblo (Me 1,14-15). Con su estilo de vida, sus palabras y sus obras Jesús daba testimonio de que el señorío de Dios so­bre la historia era una realidad, que la salva­ción tan deseada por Israel estaba a la mano y que los criterios humanos, caducos y egoís­tas, serían vencidos.

Jesús proclamó de diversas maneras que la llegada de este reino era buena noticia para todas las personas, sobre todo para los pobres y pecadores, a quienes antes se ex­cluía de la salvación. También dejó claro que el advenimiento de este reino no sigue los es­quemas humanos, sino los ritmos señalados por Dios. Jesús solía comparar el misterio del reino con el grano que se siembra y, sin saber cómo, da un fruto abundante (Me 4,1-9.26-29).

La buena nueva de los apóstoles

Los primeros predicadores cristianos anun­ciaban como buena noticia la muerte y la resurrección de Jesús, porque tuvieron la certeza de que en esos acontecimientos Dios cumplía sus promesas de establecer su reino para siempre (Hch 2,16). La pascua de Jesús - su muerte y su resurrección- es el centro del kerygma o anuncio cristiano, porque es el signo más evidente de que el reino de Dios ha comenzado a llegar, pues Jesús resucitado es testimonio vivo de la victoria sobre el pecado y la muerte.

Este anuncio abrió un nuevo e insospecha­do horizonte en la vida de las personas y se convirtió en el motor que impulsó la vida y la actividad misionera de las primeras comuni­dades cristianas. Al mismo tiempo, era el pilar sobre el que se apoyaba su fe, pues, como decía San Pablo a los corintios: «si Cristo no ha resucitado, tanto mi anuncio como la fe de ustedes no tienen sentido» (1 Cor 15,14).

La llegada del reino de Dios y la resurrec­ción de Jesús son los dos contenidos esen­ciales del evangelio cristiano. Ambos están íntimamente vinculados a Jesús, en quien se realizan, por lo que el verdadero conteni­do del evangelio y el centro del mensaje del Nuevo Testamento es Jesucristo.

Las teologías del Nuevo Testamento

El anuncio de Jesucristo es el núcleo de la fe cristiana del que se nutren todos los escritos y tradiciones del Nuevo Testamento. Esta fe fue expresada por las comunidades cristianas, se­gún su sensibilidad y circunstancias, desde distintos enfoques teológicos, originando una pluralidad complementaria El hecho de que la iglesia haya agrupado en el mismo canon to­dos estos escritos es un signo de su capacidad de encarnar la buena nueva de Jesús en di­versas circunstancias históricas y culturales, y de la riqueza de este pluralismo.

Antes de presentar los grandes ejes teo­lógicos del Nuevo Testamento, haremos una presentación sencilla de las cuatro teologías principales del Nuevo Testamento:

1. Teologías de la memoria de Je­sús. Los evangelios y el libro de los Hechos están escritos desde este enfoque teológico. Su interés es recuperar la historia terrena del Resucitado, pues existía el peligro de consi­derar la fe Cristina como una serie de verda­des ligadas de la realidad y los procesos his­tóricos. Éste es el significado teológico del género literario llamado evangelio y el deno­minador común de los cuatro evangelios, per­tenecientes a diversas tradiciones cristianas (ver «Introducción a los evangelios y Hechos de los Apóstoles», p. 1193).

2. Teología kerigmática. La mayor parte de las cartas de Pablo y el escrito a los Hebreos tiene este enfoque, basado en la experiencia de Pablo al encontrarse con el Resucitado (Gal 1 11-12; 1 Cor 15 8) y haber recibido su misión de predicar el evangelio. El kerigma se centra en la muerte y resurrec­ción de Jesús, y se profundiza al reflexionar sobre la experiencia personal y comunitaria del misterio pascual, así como sobre los fru­tos de su proclamación a distintas personas y grupos. Puede decirse que éste es el apor­te específico de los escritos paulinos.

3. Teologías de la praxis. Todas las cartas del Nuevo Testamento contienen exhortaciones relativas a varios campos de la vida cristiana. Algunas, inspiradas en la tradi­ción sapiencial, son muy insistentes, como Santiago. 1 Pedro, 1 y 2 Timoteo, y Tito, que dan orientaciones precisas sobre la vida co­munitaria y personal. Otras, como Judas, 2 Pedro y las cartas de Juan ofrecen pautas para resolver divisiones internas de la Iglesia.

4. Teología profótica. El Apocalipsis posee una orientación especial que empalma con la teología profética del Antiguo Tes­tamento. Ofrece claves para interpretar la historia desde Cristo, quien da un nuevo di­namismo y significado a la misión profética. En Cristo la historia ha tenido ya su desenla­ce definitivo, aunque persisten fuerzas anta­gónicas que oscurecen su triunfo total, que se dará plenamente al final de los tiempos.

Kerigma, memoria, praxis y esperanza profética son las columnas sobre las que se apoyan estos modelos teológicos. Kerigma como anuncio de la pascua de Jesús; memo­ria como recuperación de su existencia terre­na; praxis como consecuencia de su acción transformadora; esperanza profética como la seguridad de que vivimos ya las primicias del reino de Dios y gozaremos plenamente de él en la vida futura. Estos cuatro enfoques teoló­gicos muestran unidad en medio de la plurali­dad, con Cristo como su piedra angular.

Ejes teológicos del Nuevo Testamento

En medio de la pluralidad de claves teológi­cas en el Nuevo Testamento, se percibe un énfasis en cinco temas: Dios, Jesús, la igle­sia, la vida cristiana y la escatología. Todos y cada uno se relacionan entre sí y tienen como punto de referencia la reflexión teológica so­bre Jesús, quien nos revela el ser de Dios, pone los cimientos de la iglesia, señala el ca­mino de la vida cristiana y alienta la esperan­za con la promesa de su venida gloriosa.

1. Jesús, Dios y hombre. Jesús de Nazaret, su vida terrena y su pascua, es el tema central del Nuevo Testamento. Los pri­meros cristianos tuvieron que reflexionar so­bre el misterio que escondía su vida y expli­car la aparente falta de sentido de su muerte. ¿Cómo era posible que el Mesías, el Hijo de Dios, hubiera muerto como un malhechor? Su fe en la palabra de Dios, revelada en la Escritura, los ayudó a encontrar la respuesta en los planes de Dios anunciados en el Antiguo Testamento (Sal 22; Is 53) y en su certe­za de haberlo visto resucitado (Le 24).

Desde esta primera reflexión sobre el mis­terio de la pascua de Jesús, los cristianos vieron que toda su vida -su nacimiento, sus enseñanzas y sus acciones portentosas- lo acreditaban como el Hijo de Dios. La imagen de Jesús en los escritos del Nuevo Testamen­to es rica en matices: lo vemos de niño en los relatos de la infancia (Le 1 - 2; Mt 1 - 2); pre­dicando y sanando en todos los evangelios; como sumo sacerdote en el escrito a los He­breos y como cordero victorioso del Apoca­lipsis (Ap 5). Todas estas imágenes manifies­tan una convicción común: en Jesús, Dios se ha revelado plenamente y ha manifestado su proyecto de amor sobre la humanidad; des­de su encarnación, la historia camina hacia su consumación definitiva.

2. Revelación de Dios en Jesús. A través de Jesús descubrimos, en primer lu­gar, quién es Dios. Es el mismo Dios que se había manifestado a Israel a lo largo de la his­toria, pero ahora Jesús lo descubre también como un Padre cercano, que guía los cami­nos de la historia (Ef 1,3-14) y que está pen­diente de cada persona (Mt 6,25-34). Para lle­var a cabo sus proyectos y continuar la obra de Jesús, el Padre envió el Espíritu, aliento que anima la vida y la tarea de la iglesia (Hch 2), que revela a los discípulos la profundidad de las enseñanzas de Jesús (Jn 16,5-15).

3. La Iglesia tiene su origen en Jesús. Jesús fue reuniendo un grupo de doce discípulos que constituyeron los pila­res del cristianismo, simbolizando la renovación de Israel (Me 3 13-19). Después de la pascua, la tarea de la iglesia consiste en continuar la misión de Jesús en el mundo, como lo hicieron esos primeros discípulos.

Cuando las primeras comunidades re­flexionaron sobre su experiencia, eran peque­ñas semillas de lo que seria la iglesia univer­sal, con su riqueza y esperanzas expresadas en la comunión de vida y de bienes; el apoyo comunitario, y la alegría compartida y cele­brada; sus problemas causados por divisio­nes internas; la tibieza en el compromiso; una autoridad rígidamente ejercida, y persecuciones externas. La diversidad de vivencias eclesiales relatadas en el Nuevo Testamento y la reflexión sobre ellas son una herencia vital pa­ra la iglesia de todos los tiempos, que necesi­ta volver a sus orígenes para mantener su fe y su integridad.

4. La vida cristiana. La fe y la vida no pueden ir por separado. La preocupación por la vida cristiana está reflejada en todo el Nuevo Testamento. Los evangelios presen­tan la vida cristiana como seguimiento de Je­sús y a sus discípulos como modelo para los cristianos de todos los tiempos. Aunque el cristianismo no es primordialmente una reli­gión ética, el mensaje que proclama tiene consecuencias éticas, como recuerdan con especial insistencia Mateo y Santiago. San Pablo insiste en que a la fe en Cristo debe corresponder una vida en Cristo, por lo que incluye numerosas recomendaciones prácti­cas en todas sus cartas.

5. La escatología y la vida futura. El mensaje del Nuevo Testamento sólo puede entenderse si se tiene presente su dimensión futura, que rompe las fronteras de este mun­do y llega hasta la plenitud en la trascenden­cia de Dios. El mensaje predicado por Jesús estaba impregnado de esta carga escatológica, pues el reino de Dios que él anunció se hace presente en este mundo de manera li­mitada y temporal, y será una realidad plena en el final de los tiempos, lo que apunta a la consumación escatológica.

El anuncio de la segunda venida de Jesús y la certeza de su resurrección alimentaron en las primeras comunidades la esperanza de que esta venida sería inmediata (1 Tes). Aunque esto no fue así, la espera de la veni­da gloriosa de Jesús siguió siendo una fuen­te de esperanza y un estímulo para la vida cristiana (Mt 24 - 25). La Iglesia vive siempre de esta esperanza, que la mantiene alegre en medio de los sufrimientos y suspira por el retorno definitivo de su Señor diciendo: ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20).



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