Marco historico del Antiguo Testamento


MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS HABLÓ DIOS ANTIGUAMENTE A NUESTROS ANTEPASADOS POR MEDIO DE LOS PROFETAS, AHORA EN ESTE MOMENTO FINAL NOS HA HABLADO POR MEDIO DEL HIJO. (HEB 1,1-2)

El texto anterior expresa de un modo conci­so y claro la fe cristiana en la revelación di­vina contenida en la Biblia. El Antiguo Tes­tamento tiene muchas y variadas «palabras antiguas» que Dios dirigió a «nuestros ante­pasados», por medio de las personas a quienes se fue revelando, los profetas y los autores bíblicos entre ellos. Estas palabras de Dios fueron expresadas en distintos momentos y circunstancias históricas, y en len­guajes humanos variados y diversos.

Si bien es cierto que Dios se revela ple­namente en Jesús, quien nos transmitió las palabras definitivas de Dios, esto no invali­da ni suprime las palabras con que Dios se reveló al pueblo de Israel en el Antiguo Testamento (Mt 5 17). Al contrario, leerlas y comprenderlas nos ayuda a conocer y valo­rar mejor a Jesús y su mensaje.

Esta introducción, con sus tres partes -el marco histórico, los libros y los ejes teo­lógicos del Antiguo Testamento- tiene co­mo fin ayudar a que esas «palabras anti­guas» se conviertan en vivas y actuales; que la geografía distante sea un terreno fa­miliar; que la historia de esa época forme parte de nuestra propia historia, y que los lenguajes diferentes y variados puedan tra­ducirse sin traición a nuestro idioma. Así podremos recibir la riqueza del mensaje que Dios nos da a través de esos textos y participar activamente en el sublime diálo­go de amor que Dios establece con las personas.

MARCO HISTÓRICO DEL ANTIGUO TESTAMENTO

Los pueblos y las personas somos hijos de nuestro tiempo y espacio. Para comprender los escritos en los que el antiguo pueblo de Israel comparte su historia y sus vivencias religiosas, hay que situarlos en el marco geográfico, el acontecer histórico y el con­texto sociocultural en que surgieron.

La tierra del Antiguo Testamento!

La mayor parte de la historia bíblica se de­sarrolla en un territorio estrecho y largo, con menos de cien kilómetros de ancho, entre el mar Mediterráneo y los grandes desiertos de Siria y Arabia. Esa franja de tierra ha si­do cuna de varias civilizaciones y es punto de encuentro de tres continentes: Asia, Áfri­ca y Europa. La parte sur ha sido llamada país de Canaán, por sus antiguos morado­res; Palestina, por uno de sus pueblos ocu­pantes, los filisteos o «pelistín», e Israel, por el sobrenombre del patriarca Jacob.

Esta región es parte de un conjunto geo­gráfico más amplio, llamado Creciente Fértil por su forma de media luna y la fertilidad de sus tierras. En sus extremos están el delta del río Nilo y la desembocadura de los ríos Tigris y Eufrates, y su centro se sitúa a la al­tura de los desiertos de Siria y Arabia, zonas infranqueables en la antigüedad. La región está regada también por otros ríos menores, como el Orantes, el Litani y el Jordán.

En esta gran región, sobre todo entre el Tigris y el Eufrates y en el valle y delta del Nilo, vivieron pueblos importantes, unidos por grandes vías de comunicación. Tenían un intercambio comercial intenso y frecuen­temente se influían en ideas, cultura y reli­gión, y entraban en continuos conflictos ar­mados. Se comunicaban con la India a través de Irán; con África, a través del Egip­to y Nubia, y con Europa, a través de los fenicios, quienes comerciaban con las islas griegas de Chipre, Creta y Jonia, y más tar­de con la Grecia esta región continental y España.

La mayor parte de la historia de Israel sucedió en el centro de. Pero algunos hechos significativos, como la opresión egipcia y el exilio babilónico, se dieron en sus extremos: el delta del Nilo y la baja Mesopotamia.

Los pueblos del Antiguo Testamento

La situación geográfica y los pueblos veci­nos de Israel influyeron profundamente en su historia. Mesopotamia y Egipto, las gran­des potencias, que desde los dos extremos del Creciente Fértil buscaban extender su influjo y dominio, jugaron papeles definiti­vos en la vida de los israelitas.

Mesopotamia

Mesopotamia - cuyo nombre significa «entre ríos», por estar entre el Tigris y el Eufrates- fue el primer gran foco de civilizaciones y culturas. Muchas razas y pueblos vivieron allí y varios imperios dominaron la región sucesivamente.

En 3000 a. C, los súmenos crearon la pri­mera gran civilización. Siguieron los aca-dios, de origen semita (2370-2230 a. C). Después hubo un breve renacer sumerio, con su dinastía de Ur (2060 a. C), la cual terminó al llegar los amorreos, quienes die­ron origen a los grandes imperios de Asiría y Babilonia (ss. XX-XVI a. C).

Los cusitas, hurritas, Mitas y árameos do­minaron la región (ss. XVI y X a. C), hasta que resurgió el imperio asirio(s. IX a. C), que acabó con los reinos de Damasco e Israel (735-721 a. C.) y convirtió a Judá en reino vasallo (701 a. C). Al decaer el imperio asirio, Babilonia toma su capital, Ninive (612-605 a. C). El nuevo imperio babilónico, dirigido por su rey Nabucodonosor, conquista el antiguo territorio asirio, extiende su dominio hasta Egipto, aniquila a Judá y deporta a un núme­ro importante de sus habitantes (587 a. C).

El imperio persa, bajo el liderazgo del rey Ciro, vence a Babilonia (539-331 a. C), pero sucumbe ante el empuje de Alejandro Magno, procedente de Grecia. Mesopotamia deja de desplaza al mundo mediterráneo, primero con el imperio grecomacedónico y, poste­riormente, al imperio romano como protagonistas.

Egipto

Por su cercanía, su historia milenaria y su desarrollo, Egipto fue quizá el pueblo que más influyó sobre Palestina, sobre todo al convertirla en una especie de protectorado o provincia egipcia (1900-1500 a. C). Du­rante siglo y medio, los hicsos, semitas ori­ginarios de Palestina, gobernaron Egipto y establecieron lazos de sangre, cultura y reli­gión con sus habitantes. Cuando los hicsos fueron expulsados, empezó una etapa de fuerte presión sobre Palestina y una situa­ción seria de opresión para los israelitas en Egipto (1304-1184 a. C).

Con la invasión de los pueblos del mar, los filisteos procedentes de las islas del mar Egeo, se inicia la decadencia de Egipto y pasa a ejercer un papel secundario en la política internacional. Aun así, la influencia egipcia continuó durante la monarquía uni­da y el reino de Judá. Muchos elementos de su cultura, administración y religión fue­ron integrados en la vida e instituciones del pueblo israelita.

Mundo greco-romano

Las culturas de los pueblos del mar Egeo, en especial los filisteos, influyeron sobre Canaán desde 2000 a. C. Esta influencia se acentuó en la época persa y llegó a su cul­men durante el gran imperio grecomacedó­nico fundado por Alejandro Magno (333-323 a. C.) y los reinos helenistas que le su­cedieron.

El helenismo -fenómeno sociocultural ca­racterizado por la expansión de la lengua y civilización griegas- impactó definitivamen­te en la comunidad israelita de Palestina y de la «diáspora» (dispersa en el mundo). Esta influencia se mantuvo incluso bajo el dominio de los romanos, hasta el fin de la nación judía en tiempo del emperador Adriano (63 a. C.-135 d. C).

Pueblos vecinos

Los pueblos vecinos influyeron más directa­mente sobre Israel, pero sin amenazar su existencia como las grandes potencias. Los cananeos -conjunto de tribus organizadas en ciudades-estado que tenían una sola lengua y cierta unidad cultural y religiosa-habitaron el mismo territorio antes y durante la ocupación israelita.

Había pequeños reinos con quienes los israelitas estaban emparentados, pero te­nían conflictos continuos con ellos. Los amonitas y moabitas descendían de Amón y Moab, sobrinos de Abrahán (Gn 19 36-38), y los idumeos y árameos, de Esaú y de La-bán, tío y suegro de Jacob.

Los filisteos, en el sur de la costa, fueron los extranjeros por excelencia y los enemigos más incómodos de Israel hasta el reino de David. Los fenicios -marineros y comercian­tes, con sus grandes ciudades de Biblos, Ti­ro y Sidón en el noroeste- llevaron relaciones amistosas con Israel y tuvieron una influencia religiosa fuerte en el reino del Norte.

Las grandes etapas de la historia de Israel

La fe de Israel es esencialmente histórica. Su único Dios, el Señor, se reveló mediante sucesivas intervenciones a través de los si­glos, haciendo de la historia el lugar y el medio privilegiados de su relación con el pueblo y el ambiente vital en que se desa­rrollan sus escrituras sagradas.

Los orígenes

La formación de Israel como pueblo abarca ocho o nueve siglos, que escapan casi por completo al historiador, salvo los recuerdos de acontecimientos y personajes transmitidos por tradición oral. Estas memorias, cotejadas con fuentes históricas del antiguo Oriente Próximo y con descubrimientos arqueológicos, ofrecen datos importantes sobre sus orígenes, en los que destacan tres grandes etapas:

La historia de los patriarcas. Los patriarcas o antepasados de Israel eran pastores seminómadas de ovejas y ca­bras, en la franja semidesértica del Creciente Fértil, en el segundo milenio a. C. Con el tiem­po, se hicieron sedentarios y llegaron a domi­nar regiones ocupadas por otros grupos.

Las tradiciones bíblicas sitúan en ese amplio período a Abrahán, Isaac, Jacob -Israel y sus hijos, que dieron nombre a las doce tribus y que se consideran sus antepasados más di­rectos. Según datos históricos y arqueológicos, provenían de Mesopotamia (Abrán de Ur y Ja­cob de Jarán), y anduvieron por el centro y el sur de Palestina entre los siglos XVIII-XVI a. C. Estos grupos están vinculados con el «dios del padre», quien les hace importantes promesas para su descendencia. Parte de ellos vivieron en Egipto cerca de cuatro siglos, entre la época de los hicsos y el debilitamiento del poder egip­cio bajo Amenofis IV (1720-1347 a. C).

Permanencia en Egipto. La permanen­cia en Egipto, la opresión y, sobre todo, la liberación, narradas en el libro del Éxodo, constituyen el corazón del credo de Israel y el punto de partida de su historia como pueblo. Tres hechos resaltan en el relato: la salida de Egipto gracias a la intervención de Dios (Ex 7-12); el paso por el mar Rojo (14 - 15), y el encuentro con Dios en el Sinal, donde los israelitas celebran una alian­za con él (19-24).

El proceso que permitió la liberación de Egipto fue sin duda complejo y es difícil de comprobar, pues está escrito como una gran epopeya con rasgos legendarios y li­túrgicos. Pudo comenzar hacia el 1250 a. C, bajo Ramsés II, cuando varios grupos semitas, sometidos a trabajos forzados, pu­dieron huir guiados por Moisés. El relato del éxodo fusiona dos tradiciones distintas: a) el éxodo-expulsión, cuando los hicsos fue­ron expulsados, y b) el éxodo-huida, dirigi­do por Moisés, el cual quedó como la tradi­ción predominante.

Conquista y asentamiento en Canaán. Estos hechos, como los anteriores, son vis­tos como resultado de intervenciones divi­nas. La Biblia presenta dos versiones: Jo­sué 1-12 relata la conquista gracias a tres rápidas y victoriosas campañas de «todo Israel» dirigidas por Josué. Jueces 1 la na­rra como un proceso lento y progresivo que no afectó a los enclaves cananeos mejor fortificados, lo que parece estar más cerca de la realidad.

La época de los jueces queda envuelta entre brumas y recuerdos épicos y legen­darios, de carácter local. Israel adopta y adapta elementos religiosos y culturales ca­naneos, y se alía con tribus vecinas para hacer frente a diversas amenazas.

La monarquía o reino unido

La monarquía nació ante la insuficiencia del sistema tribal para resistir a los saqueado­res nómadas y las amenazas de otros pue­blos, sobre todo los filisteos (ss. Xl-X a. C.) Con la monarquía, Israel se constituye ple­namente como nación, con instituciones que le permiten empezar a escribir su histo­ria: escribas, anales reales y archivos.

Sus tres primeros reyes establecen y de­sarrollan el reino, pero éste se divide en la cuarta generación. El cuadro de la página 57 presenta una visión de conjunto del reino unido y la división de éste, con su sucesión de reyes y los profetas que aparecen en los diferentes momentos y lugares.

Saúl. La primera experiencia monár­quica con Saúl fracasó, quizá porque era muy similar a la estructura tribal, y no tenía capital permanente, ejército regular ni el apoyo y la legitimación suficientes. El mis­mo Saúl tuvo rasgos de juez y fue aceptado sólo por algunas tribus (1030-1010 a. C).

David. Un miembro de la tribu de Judá fue quien logró consolidar e instituciona­lizar en pocos años el modelo monárquico (1010-970 a. C). Elegido rey por las tribus del sur, fue aceptado poco después por las tribus del norte, logrando la unidad nacio­nal por primera vez. David fortalece la nueva nación al vencer y dominar a los reinos vecinos hasta el nor­te de Siria, y conquistar Jerusalén, que pa­sa a ser la capital política y religiosa de to­das las tribus. Establece las bases de una organización interna con un ejército de mer­cenarios y un cuerpo de funcionarios espe­cializados.

Salomón. El rey Salomón, hijo de Da­vid, perfecciona la organización del estado (970-931 a. C). Crea un sistema administra­tivo, impulsa el comercio y promueve obras de construcción, entre las que destaca el templo de Jerusalén, centro religioso de reu­nión de las tribus y signo de la presencia permanente de Dios en medio de su pueblo.

Aunque ya existían poemas y relatos, con la monarquía, en particular con Salomón, comienza y cobra impulso la actividad lite­raria en Israel. También se consolidan el profetismo y el sacerdocio, instituciones muy fuertes en la historia de Israel. Sin em­bargo, el reinado de Salomón terminó con graves problemas internos y externos que llevaron a la división del reino.

El reino del Norte (Israel). Tenía los terri­torios más ricos y poblados, pero sufrió más presiones internas y externas. Conoció pe­ríodos de esplendor bajo Omrí, quien fundó su capital, Samaría, y con Ajab y Jeroboán II, en cuyo reinado surgen Amos y Oseas, los primeros «profetas escritores».

Su gran inestabilidad interior, evidente en las nueve dinastías que reinaron en 200 años, lo hicieron fácil presa del imperio asirio. Primero le exigieron tributos; después tomaron Samaría y deportaron a sus habitantes; al final se convirtió en provincia asiría (722 a. C).

El reino del Sur (Judá). Este reino, más pequeño y con menos recursos, fue más estable gracias a la «teología de la suce­sión davidica» y a menos presiones enemi­gas. Recibió una influencia fuerte de la polí­tica egipcia, por su proximidad geográfica.

Tuvo momentos brillantes con los reyes Asá, Josafat y Azarías/Ozías; con Ezequías, quien reunió los restos del reino del Norte, y con Jo-sías, quien realizó una reforma religiosa. Tam­bién florecieron allí profetas importantes como Isaías, Miqueas, Sofonías y Jeremías.

Un siglo después de liberarse de la amena­za asiria (701 a. C), Judá sucumbió ante la in­vasión babilónica. En diez años el rey Nabuco-donosor atacó dos veces Jerusalén (598 y 587 a. C), destruyó la ciudad y se llevó deportados a Babilonia a los dirigentes y a un núcleo impor­tante de su población.

El exilio

Las caídas sucesivas de Samaría y Jerusalén fueron un duro golpe para la fe de Israel, que se sentía seguro debido a las promesas divinas. Al caer Jerusalén, los judíos quedaron pobres, desorganizados, sin atención religiosa, y se mezclaron con colonos extranjeros. Muchos huyeron a TransJordania o a Egipto, donde for­maron colonias que dieron origen a la diáspora o dispersión judía. Los miles de personas, de lo más selecto de Judá, que fueron exiliados a Ba­bilonia se establecieron por familias en aldeas y ciudades, formando parte de la diáspora.

Los israelitas lograron sobrevivir a la gran crisis política y religiosa del exilio gracias a los sacerdotes y profetas, entre ellos Ezequiel y el Segundo Isaías, quienes los sostuvieron e impulsaron la obra de restauración. Al re­flexionar sobre el pasado, explicaron la ca­tástrofe en términos de responsabilidad nacional y encontraron en su tradición nuevas perspectivas de esperanza y continuidad. Con ello montaron las bases de una nueva identidad más religiosa que política, en la que cobró importancia la circuncisión, el sá­bado, la observancia de la Ley y la inquebran­table afirmación de Yahveh como único Dios.

La comunidad judía postexílica

En menos de cincuenta años la situación in­ternacional cambió por completo. En 539 a. C, Ciro, rey de los persas, conquistó Ba­bilonia y permitió a los exiliados regresar a su tierra y reconstruir el templo. Pero su la­bor reconstructora no fue fácil, pues falta­ban medios económicos, los habitantes lo­cales y pueblos vecinos eran hostiles y estaban sometidos al imperio persa.

Reconstrucción y nueva esperanza. Zorobabel y Josué, junto con los profetas Ageo, Zacarías y el Tercer Isaías guiaron a la comunidad en la reconstrucción. Esdras y Nehemías reorganizaron al pueblo y le dieron una estructura teocrática (s. V a. C). A partir de entonces, la ley, el templo y el sacerdocio fueron los pilares de la identi­dad del pueblo, dando origen al judaismo, el cual dejó profundas huellas en los ámbi­tos religioso y literario, pues la mayor parte del Antiguo Testamento recibió su forma de­finitiva en ese período.

Impacto del helenismo. En el año 333 a. C, Alejandro Magno derrotó a los persas e instauró el imperio grecomacedónico. Así inicia el «helenismo» al difundir la lengua y civilización griegas. Con el tiempo, se pro­fundizan las diferencias entre los judíos he­lenistas y los que permanecen fieles a sus tradiciones. Al morir Alejandro, la comuni­dad judía tuvo que sufrir las luchas entre sus sucesores, especialmente los lágidas o tolomeos, dueños de Egipto, y los seléucidas, dueños de Siria y Mesopotamia.

La rebelión de los Macabeos. Cuando el seléucida Antíoco IV prohibe las prácticas religiosas judías en Jerusalén y en toda Pa­lestina (167 a. C), los hermanos Macabeos, apoyados por grupos de judíos piadosos (asideos), organizan una rebelión armada que logra triunfar. Simón Macabeo es reconocido como sumo sacerdote y obtiene la inde­pendencia política para Judá (141 a. C). Sus descendientes, los asmoneos, retoman el tí­tulo de reyes y mantienen la situación más de setenta años, en medio de luchas fratricidas, hasta que el ejército romano toma Jerusalén y Judea se convierte en provincia romana (63 a. C). El imperio romano, insoportable después de las rebeliones de los años 70 y 135 d. C, provocó el fin de la nación judía.

Dos hechos resaltan en este período: a) la separación progresiva de los samanta-nos, que reúnen ciertas tradiciones de las antiguas tribus del centro y del norte, y rom­pen con Jerusalén y el judaísmo oficial, y b) la consolidación de la diáspora, promovi­da por la expansión helenista. La población judía en el extranjero, más numerosa que la de Palestina, se agrupa en torno a sus sina­gogas y, a pesar de la distancia, mantiene su vinculación con Jerusalén y el templo. La diáspora confiere al judaísmo un carácter nuevo y lo prepara a superar la gran prueba que supuso su desaparición como nación.

LOS LIBROS

DEL ANTIGUO TESTAMENTO

El Antiguo Testamento es una gran colec­ción de 47 escritos de muy diversas épocas y autores, reunidos por afinidad literaria o temática en cuatro grandes grupos: 1) Pen­tateuco, 2) libros históricos, 3) libros proféticos y 4) libros poéticos y sapienciales. Esta división coincide a grandes rasgos con la triple denominación judía: Ley, Profetas y Otros Escritos.

Literaturas del antiguo Oriente Próximo

Mucho tiempo antes de que las tribus israe­litas transmitieran oralmente sus tradicio­nes, Egipto, Babilonia antigua, Sumeria y Asiría tenían una literatura rica sobre distin­tos temas. La mayoría de las formas y géne­ros literarios en el Antiguo Testamento -mitos y leyendas sobre la creación del mundo y las personas; relatos épicos y sa­gas de tipo histórico; himnos y plegarias religiosos; códigos legales y administrativos; listas y censos; poemas y cartas; escritos de carácter sapiencial- se parecen a los textos del antiguo Oriente Próximo, pues compartieron con ellos una amplia herencia cultural. Sin embargo, este parecido no em­paña la originalidad temática y formal de la literatura bíblica.

Formación de los escritos del Antiguo Testamento

La formación del Antiguo Testamento fue un proceso complejo y lento que corre, en cier­ta medida, paralelo a la vida y a la historia del pueblo de Israel. Se divide en tres gran­des etapas, que pueden conocerse mejor en las introducciones de cada libro y en el cuadro cronológico (p. 1744).

De los orígenes a la monarquía. La literatura nace como reflejo de la vida y ex­presión de los sentimientos, anhelos, con­vicciones, temores y expectativas de perso­nas y pueblos, y se desarrolla en los centros, ambientes y circunstancias en que viven. En los orígenes de Israel, como en la mayoría de los pueblos, estas expresiones son trans­mitidas oralmente antes de ser escritas y tra­tan de los grandes ejes de la vida: trabajo, culto, fiestas, guerras, pleitos, duelos.

En Canaán, se fusionan los recuerdos de distintas tribus y se incorporan elementos de la lengua y la literatura cananeas (ss. XII-XI a. C). Se empiezan a configurar las primeras tradiciones orales como pueblo, que mantienen la misma forma al ser escri­tas: sagas y recuerdos patriarcales; himnos y relatos épicos en torno al éxodo y la con­quista; cantos de gesta sobre héroes loca­les; relatos sobre el origen de lugares, per­sonas y costumbres; cuerpos legales y tradiciones cúlticas; dichos o proverbios de origen familiar y popular.

De la monarquía al exilio. La monar­quía introduce en Israel un modelo cortesa­no de influencia egipcia y cananea, que in­fluye decisivamente en la formación de los escritos bíblicos. Secretarios y escribas cortesanos comienzan a escribir una histo­ria oficial a partir de listas, anales reales y otros datos de archivo. Se crean también escuelas para la formación de los funciona­rios de la corte, que serán importantes fo­cos sapienciales.

Salomón, a quien se atribuyen muchos proverbios y poemas, impulsó fuertemente la actividad literaria, que fue estimulada también por el comercio e intercambio cul­tural con otros pueblos. En esa época, apa­recen los primeros escritos históricos, cono­cidos como la historia yavista: las historias de la sucesión de David y de Salomón, y posiblemente la primera agrupación de tradiciones patriarcales, del éxodo y de la conquista, con el fin de legitimar la monar­quía davídica ante los israelitas y las otras naciones. También se inician las coleccio­nes de salmos y proverbios, y se ponen por escrito algunos cantos épicos, historias de héroes libertadores y códigos legales. Ver tabla «Escritura del Pentateuco», p. 56.

Después de la división del reino, se de­sarrollan dos vertientes históricas paralelas: los Anales de los reyes de Israel y los Ana­les de los reyes de Judá. Pero la aparición de los «profetas escritores» en el siglo VII a. C. es más significativa que éstos, pues, aunque su ministerio fue oral, ellos mismos o sus discípulos empezaron a escribir algu­nos de sus oráculos. En el reino del Norte, Amos y Oseas dan forma literaria a tradicio­nes proféticas orales en torno a Elias, Elí­seo, Ajías y Miqueas, hijo de Yilmá, y proba­blemente dan origen a la versión elohista de la antigua historia patriarcal y mosaica.

En el reino de Judá, el movimiento profé-tico es más tardío; sus primeros exponentes son el Primer Isaías y Miqueas. Con la caída de Samaría, las tradiciones del norte llegan al reino del Sur y con el tiempo se fusionan con las de Judá.

Los reinados de Ezequías y Josías, relati­vamente prósperos y pacíficos, dejaron es­pecial huella de actividad literaria. Ezequías acogió a fugitivos del norte y creó algo pare­cido a una escuela de escribas, a quienes se atribuye la recopilación de antiguas co­lecciones de proverbios (Prov 25 1 - 29 27).

Josías impulsó una ambiciosa reforma a partir del descubrimiento del «libro de la ley», identificado con el núcleo del Deuteronomio, primer escrito bíblico de carácter normativo o canónico (2 Re 22 8). Este «libro de la ley» inspiró la escuela deuteronomista, e inició una gran obra histórica, que comprende des­de la conquista de la tierra hasta la caída de Jerusalén, y que tuvo su última edición duran­te el exilio. Los escritos proféticos de Sofo-nías, Nahum, Habacuc y Jeremías completan los aportes literarios del reino de Judá.

En el exilio. El tiempo del exilio fue muy fecundo literariamente. En Jerusalén se escriben las Lamentaciones y se conclu­ye la historia deuteronomista. En Babilonia, donde los deportados integran algunos elementos de la cultura, religión y literatura mesopotámicas, nace la escuela cronista o sacerdotal, que reescribe la historia del pueblo desde los orígenes hasta Moisés, sirviéndose de las versiones anteriores, es decir, de la historia yavista y elohista. Al mismo tiempo se intensifica la actividad profética con Ezequiel y el Segundo Isaías. Más importante es el ánimo que dieron es­tos grupos a los desterrados, para enfrentar la reconstrucción nacional, y las bases para el desarrollo religioso de la comunidad post-exílica.

EL PERÍODO POSTEXÍLICO

A pesar de la poca información sobre la co­munidad postexílica en las épocas persa y helenista, este período es decisivo en la con­figuración del Antiguo Testamento. La refor­ma de Esdras - animada por los profetas Ageo, Zacarías y el Tercer Isaías- lleva a su culminación el Pentateuco o Torah (Ley), que se convierte en el cuerpo literario normativo de la comunidad teocrática (fines del s. V).

En los dos siglos siguientes (IV-lll a. C.) se completa la colección de los Profetas (ante­riores: Jos, Jue, 1-2 Sm, 1-2 Re; y posterio­res: Is, Jr, Ez y «los Doce»), y buena parte de los Otros Escritos: Salmos, Proverbios. Job y los «cinco rollos» (Rut, Cantar de los Cantares, Eclesiastés, Lamentaciones y Ester). A éstos se añade la obra del Cronista (1-2 Cr, Esdy Neh).

La expansión del helenismo obliga al ju­daismo a un nuevo esfuerzo de apertura y confrontación con la cultura griega, tanto en Palestina como fuera de ésta. Fruto de este diálogo es la traducción de la Torah al grie­go, realizada en Alejandría, en tiempos de Tolomeo II (285-246 a. C). Según una tradi­ción judía, la traducción corrió a cargo de setenta y dos sabios judíos, de ahí el nom­bre de Versión de los Setenta. En los siglos posteriores se tradujeron los Profetas y el resto de libros hebreos del Antiguo Testa­mento (ll-l a. O).

La versión griega añade 1 y 2 Macabeos, Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico y Sabidu­ría, aparecidos en los dos últimos siglos. La Iglesia Católica acepta estos libros como deuterocanónicos, mientras las iglesias protestantes y el judaismo los consideran apócrifos. Esta versión griega es muy im­portante por dos razones: a) los primeros cristianos se sirvieron de ella, con sus tér­minos y conceptos, al articular la nueva fe cristiana, y b) constituye el verdadero punto de unión entre los dos testamentos.

A fines de la época veterotestamentaria e inicios de la era cristiana queda práctica­mente constituido el Antiguo Testamento ju­dío, aunque no se habían aceptado los Otros escritos como libros sagrados. De he­cho, distintos grupos judíos adoptaron posi­ciones diferentes respecto al canon de los libros sagrados. Los samaritanos sólo aceptaban la Torah (el Pentateuco); los saduceos daban una importancia secundaria a Profetas y los Otros Escritos, sin incluir a Daniel; los esenios no reconocían Ester, pe­ro utilizaban Eclesiástico y algunos libros apócrifos. Incluso al final del siglo I d. C. había dudas sobre el carácter inspirado de Cantar y Eclesiastés. De esto se concluye que los límites de la tercera colección del canon judío, es decir, de los Otros Escritos, no estaban totalmente definidos.

EJES TEOLÓGICOS

DEL ANTIGUO TESTAMENTO

Los libros del Antiguo Testamento, además de reflejar la vida e historia del pueblo elegi­do, son palabra de Dios y hablan sobre Dios. Así la han recibido y reconocido los judíos que leyeron en ella la privilegiada relación de Dios con Israel. Así la consideraron Jesús y la primera Iglesia, que vieron esa palabra como anticipación y promesa de la Palabra definitiva pronunciada en Jesús de Nazaret, y usaron el Antiguo Testamento como punto de referencia al anunciar a Jesucristo. Esta sección apunta a las constantes temáticas que dan una perspectiva global y unitaria del Antiguo Testamento, que a primera vista aparece heterogéneo y fragmentario.

Pluralidad de teologías

Durante muchos siglos, la religión de Israel tuvo pluralidad de enfoques teológicos, pues Dios se reveló poco a poco, en mo­mentos históricos y culturales muy distintos En la redacción final de los escritos y colec­ciones del Antiguo Testamento se percibe una fuerte tendencia a acentuar los elemen­tos unitarios de la fe y la religión de Israel.

Sólo al final de la época veterotestamenta­ria existe un cuerpo de creencias y vivencias amplio y consistente, con una unidad clara. Por lo tanto, no es de extrañar que el Antiguo Testamento refleje una diversidad teológica. En el Pentateuco se pueden identificar las tradiciones yavista, elohista, sacerdotal y deuteronomista. En los libros históricos co­existen los diferentes enfoques de la historia deuteronomista y cronística, y sus distintas visiones sobre temas clave como la monar­quía, el templo, los santuarios locales, e in­cluso el mismo Dios (Gn 1 - 2). Profetas de la misma época, como el Primer Isaías y Oseas; Jeremíao, Ezequiel y el Segundo Isaías, tam­bién tienen enfoques teológicos distintos.

Esta diversidad exige que nos acostum­bremos a contemplar cada libro o cada en­foque teológico como perspectivas distin­tas que nos permiten apreciar la riqueza de la revelación. La imagen de diversos instru­mentos musicales interpretando la misma sinfonía, dando cada uno su aporte y entre­tejiéndose todos para hacer la obra musi­cal, es muy adecuada al enfrentar la lectura de los distintos libros y colecciones del An­tiguo Testamento.

Unidad de fe

La pluralidad de teologías provenientes de distintas tradiciones y del ambiente politeísta del antiguo Oriente Próximo hace resaltar el valor y la originalidad de la convicción mo­noteísta de Israel que late en todo el Antiguo Testamento. Esta fe en un solo Dios se perfiló progresivamente a lo largo de la historia y entró muchas veces en conflicto con las creencias y el culto politeísta del entorno cul­tural en que vivían los israelitas.

El mensaje de Oseas, el Primer Isaías y Jeremías contribuye decisivamente a definir las exigencias del monoteísmo. Pero sólo después de la reforma de Josías y, sobre to­do, a partir del exilio la unidad de fe queda claramente formulada.

Al reflexionar sobre su historia, los israeli­tas identifican momentos clave en los que Dios se manifestó como único, y fomentó la unidad del pueblo. Ven la época patriarcal desde esta luz; descubren la revelación de un solo Dios a partir de la alianza del Sinaí, y notan cómo esta creencia tiene momentos clave como la asamblea de Siquén (Jos 24), la promesa dinástica a David (2 Sm 7), y la dedicación del templo (1 Re 8), que son es­pecialmente unificadores. Todos los escritos del Antiguo Testamento coinciden en un só­lido teocentrismo y relatan la revelación del único Dios a través de los acontecimientos (historia) y de la palabra (ley y profecía).

Una fe histórica

La fe monoteísta y teocéntrica de Israel es una fe histórica. Los llamados «credos históricos» de Israel expresan su profunda convicción de que Dios se dio a conocer en hechos concretos y dadores de vida, como la liberación de Egipto, la alianza del Sinaí, el don de la tierra, la elección de David y la promesa mesiánica. Por eso la historia bíbli­ca es, ante todo, historia de salvación.

Los credos históricos aparecen en textos variados. Los encontramos en confesiones de fe (Dt 26 5-10), resúmenes (Jos 24 2-13). cate-quesis (Dt 6 20-23), salmos (Sal 78; 105; 136), oraciones (Neh 9 5-37) y discursos (Jdt 5 6-19).

Estos credos presentan distintas secuen­cias y articulaciones. A la primera secuencia, «elección patriarcal - liberación de Egip­to - alianza sinaítica - entrada en la tierra», de la tradición norteña Moisés - Sinal, se aña­de la segunda secuencia, «elección de Da­vid - JerusalénAemplo», de la tradición sure­ña David - Jerusalén. Después del exilio se incorpora el tema de la creación como el pri­mer acto de Dios. Finalmente, la cadena de intervenciones divinas a lo largo de los siglos se convierte en el eje articulador de las gran­des síntesis históricas deuteronomista, sacer­dotal y cronística.

Dimensión comunitaria de la fe: la alianza

La pluralidad de teologías provenientes de diferentes tradiciones, la unidad de la fe y su naturaleza histórica, ponen de relieve la dimensión comunitaria de la fe bíblica. To­das las intervenciones de Dios están dirigi­das al pueblo de Israel, prefigurado en los patriarcas, representado en sus lideres insti­tucionales (Moisés, Samuel, David...), desa­fiado y animado por los profetas, y concreta­do en la comunidad teocrática postexílica. El objeto privilegiado de la elección de Dios es siempre el pueblo a quien hizo sus pro­mesas, con quien entró en diálogo, contrajo una alianza, y a quien apoya y guía con ben­diciones, desafíos y castigos.

En esta perspectiva comunitaria, las figu­ras individuales sólo tienen relieve en la me­dida en que forman parte del pueblo, lo sir­ven o lo representan. Al elegir a Abrahán, Dios elige a su descendencia; al revelarse a Moisés y a los profetas, se manifiesta y guía al pueblo que representan; al hacer la promesa dinástica a David, se compromete con el pueblo a través de sus reyes y la institución monárquica.

La mejor expresión de la dimensión co­munitaria de la religión y la fe de Israel es la alianza que marca la naturaleza de las rela­ciones entre Dios y el pueblo, ya que ésta es uno de los principales ejes teológicos del Antiguo Testamento. Dios selló con su pueblo un pacto del que derivan derechos y obligaciones mutuas, expresados en la ley, signo ritual de la alianza. El cumplimien­to o incumplimiento de sus condiciones acarreará bendiciones o maldiciones sobre el pueblo entero.

Los distintos códigos legales y culturales y el mensaje de los profetas se dan en el marco de la alianza, con su doble exigencia indisoluble: fidelidad a Dios y solidaridad con el pueblo. La alianza del Sinaí es el centro y modelo de todas las alianzas en el Antiguo Testamento: las anteriores, con Noé y Abrahán, la prefiguran y anticipan; las posteriores, con Josué, David y Josfas, la renuevan y enriquecen.

La continua infidelidad e incapacidad del pueblo para ser leal a Dios fue generando la idea de una «nueva alianza», más espiri­tual y definitiva que la anterior. A partir de Jeremías y Ezequiel, esta esperanza refor­zó y dio un nuevo significado a sus expec­tativas mesiánicas.

Responsabilidad y destino del individuo

La dimensión comunitaria de la relación con Dios no anula su relación con el individuo ni lo disuelve en el anonimato del colectivis­mo. En el transcurso de la historia, la vida y el destino de las personas fue fuente de una reflexión teológica que maduró con el tiempo:

• En el marco de la alianza, el destino del individuo está indisolublemente unido al de su comunidad: el individuo es solida­rio, para bien o para mal, de la suerte del pueblo.

• Con el tiempo, profetas como Jeremías y Ezequiel, así como algunos textos deuteronomistas, apelan a la responsabilidad individual.

• Los salmos y la literatura sapiencial, des­pués del exilio, señalan al individuo como el último responsable de su conducta y su destino, como lo proclama la doctrina de la retribución

• Cuando los hechos históricos desmien­ten la doctrina de la retribución, empieza un profundo debate expresado en Isaías 53, el Salmo 73, Eclesiástico y Job. Los aportes de Daniel 12 3, 2 Macabeos y Sa­biduría 1-5, con la afirmación de la resu­rrección y la retribución después de esta vida, abren nuevas perspectivas sobre este aspecto tan importante.

Mesianismo: esperanza y utopía

Dos de los ejes más constantes y presentes en todo el Antiguo Testamento se expresan en las fórmulas «promesa-realización» y «profecía-cumplimiento». Puede decirse que todo el Pentateuco, las grandes obras históricas deuteronomista y cronística, y la mayoría de los escritos proféticos fueron estructurados a partir de esos ejes y consti­tuyen sus contenidos fundamentales.

Las promesas hechas'a Abrahán fueron enriqueciéndose hasta culminar en la pose­sión de la tierra. La promesa dinástica he­cha a David contribuyó a la estabilidad de la monarquía y a la confianza en la protec­ción de Dios sobre Jerusalén y su ungido.

Los profetas señalaron los límites y cadu­cidad de las antiguas promesas, las purifi­caron y ampliaron su significado. Ante la dura y decepcionante experiencia del exi­lio, que parecía desdecir las promesas y profecías anteriores, los profetas proclaman la esperanza en una futura y decisiva inter­vención de Dios, que culminará en el triunfo sobre todos los enemigos y la instauración de su reino.

En este contexto, antiguos conceptos co­mo «día del Señor» y «ungido» (mesías) adquieren un nuevo significado espiritual y se convierten en símbolo y expresión de nuevas esperanzas. Las escatologías proféticas dan paso a la apocalíptica, y el mesianismo, en su triple versión (dinásti­co/real, profético y sacerdotal), cataliza esperanzas y utopías (ver «Vocabulario bí­blico: Escatología y Apocalíptica»).

A partir de entonces, las promesas apuntan a una nueva alianza, nuevo David, nueva Jerusalén, nuevo reino, nuevos cielo y tierra, nueva creación..., cuyo cumpli­miento queda en manos del ungido o Mesías esperado. Jesús y la primera Iglesia releerán toda la Escritura en esta clave, conviniendo el Antiguo Testamento en anti­cipación, promesa y profecía de la inter­vención decisiva de Dios mediante la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Así, la nueva alianza en Jesús cumple plenamen­te y supera definitivamente la antigua alianza.



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