126642619 El Padre Maestro Ignacio


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EL PADRE MAESTRO

IGNACIO

Breve biografía ignaciana

por

CANDIDO DE DALMASES

1979

(Contraportada)

Cándido de Dalmases, quien ha dedicado lo mejor de su vida a la investigación y edición de las fuentes de la historiografía ignaciana, traza en este libro la silueta real, la íntegra y verdadera estampa de Ignacio de Loyola, proyectándola de manera exacta sobre el momento histórico que le tocó vivir. No hallaremos, por tanto, en estas páginas la fría y enigmática mascarilla de un personaje histórico cuya talla rebasa toda medida.

A través de una exposición diáfana y objetiva, alejada de excesos decorativos, recursos legendarios o injustas deformaciones, el autor nos conduce a la comprensión cálida y existencial de la semblanza humana del Santo y, sobre todo, nos hace revivir lo que constituye el nervio y fondo de su espíritu: la respuesta incondicional a la acción de Dios en el alma y la entrega enamorada y absoluta a la Iglesia de Cristo. De este modo, el lector llega a tocar la clave auténtica de la personalidad de Ignacio, aquello que radicalmente explica su proyección como fundador y organizador genial, incomparable maestro de espíritus y adalid de la Iglesia moderna.

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

El Padre Maestro Ignacio era el nombre que los primeros jesuitas daban, de ordinario, al fundador de la Compañía de Jesús. Por eso ha sido escogido como título de esta breve biografía ignaciana.

San Ignacio había conseguido el grado de maestro en artes en la Universidad de Paris el 14 de marzo de 1535. Al nombrarle con este título académico, es claro que sus contemporáneos se acomodaban a los usos de la época. El nombre de «Padre» o de «nuestro Padre» atribuido a Ignacio tenía para ellos más valor que el de una simple fórmula. No cabe duda de que todos lo consideraban como su padre en el espíritu. Esto se hizo patente en una ocasión solemne: cuando se trató de elegir al primer general de lá Compañía. El voto unánime de los primeros compañeros recayó en Ignacio. Y San Francisco Javier, haciéndose eco del sentimiento de todos ellos, especificó que daba el voto a «nuestro antiguo y verdadero padre don Ignacio, el cual, pues nos juntó a todos no con po­cos trabajos, no sin ellos nos sabrá mejor conservar, go­bernar y aumentar de bien en mejor».

El subtítulo de este libro indica que lo que en él se ofrece a los lectores es una breve biografía de San Igna­cio. Biografía, porque no tiene otra pretensión más que la de narrar, lisa y llanamente, la vida de San Ignacio. Breve, con un número limitado de páginas y con exclusión de todo aparato erudito. No faltan vidas de San Ignacio, pero todos están de acuerdo en que la verdadera vida del Santo está todavía por escribir. Será empresa ardua, casi inalcanzable, a pesar de que hoy se puede decir que la documentación relativa al Santo conservada en los archivos está publi­cada en los 26 tomos que le han dedicado los Monu­menta Historica Societatis Iesu. La dificultad proviene, aparte de las enormes dimensiones espirituales y huma­nas de San Ignacio, de la misma riqueza de materiales de que disponemos. La bibliografía ignaciana se va enri­queciendo, año tras año, con decenas de nuevos títulos. Para ir acercándonos a esta meta se ofrecen dos caminos: dedicar monografías especiales a las varias par­tes de la vida del Santo o a los aspectos de su personali­dad y repetir los ensayos de una biografía total.

Esto segundo es lo que se pretende con este libro.

Roma, ce la solemnidad de San Francisco Javier, 1979.

CÁNDIDO DE DALMASES

CRONOLOGÍA

VIDA DE SAN IGNACIO. HECHOS CONTEMPORÁNEOS

1491 Año probable del nacimiento de Ignacio.

1492 Conquista de Granada (2l1). Descubrimiento de Amé­rica (12l10).

1492 Alejandro VI, papa (11l8).

1496 Muere en Nápoles el hermano mayor de Ignacio, Juan Pérez.

1498 Muerte de Savonarola (23l5).

1503 Julia II, papa (31l10).—Primera edición del «Enchiri­dion» de Erasmo.

1504 Muerte de Isabel la Católica (26l11).

1506 Ignacio en Arévalo, paje de Juan Velázquez de Cuéllar.

1506 Bramante comienza la nueva basílica de San Pedro.

1507 Muere el padre de San Ignacio, Beltrán Ibáñez de Oñaz.

1509 Enrique VIII, rey de Inglaterra (23l4).—Nace Calvino (10l7).

1513 León X, papa (9l3).

1515 Ignacio acusado de «delitos enormes» en Azpeitia.

1515 Nacen Santa Teresa (28l3) y San Felipe Neri (21l7).

1516 Muere Fernando el Católico (23l0.—Carlos I, rey.

1517 Ignacio, gentilhombre del virrey de Navarra, Antonio Manrique.

1517 Latero publica sus 95 tesis (31l10).

1519 Carlos V, emperador (28l6).

1521 Ignacio herido en Pamplona (20l5).

1521 Excomunión de Lutero (3l1).—Dieta de Worms.

1522 Ignacio peregrino en Montserrat y Manresa. Ejercicios.

1522 Adriano VI, papa (9l1).

1523 Peregrinación a Tierra Santa.

1523 Clemente VII, papa (19l11).

1524 Estudiante en Barcelona,

1525 Batalla de Pavía (24l2).—Francisco I prisionero.

1526 Estudiante en Alcalá.

1527 En Salamanca.

1527 Nace Felipe II (21l5).—Saqueo de Roma (6l5).

1528 Llega a París (2l2).—Estudios en Montaigu.

1530 Carlos V coronado en Bolonia (24l2).—«Confesión de Augsburgo» (25l6).

1531 Fernando I, rey de Romanos (5l1).

1531 Enrique VIII, jefe de la Iglesia anglicana (11l2).

1532 Bachiller en Artes.

1533 Licenciado en Artes (13l3).

1534 Maestro en Artes.—Diploma, 14.3.1535

1534 Voto de Montmartre (15l8).

1534 Paulo III, papa (13110).—.Affaire» de los pasquines, e Paris.

1535 En Azpeitia (mayo-julio).

1535 J11,1” Fisher (22l6) y Tomás More (617), mártires. 1536 Fundación del mayorazgo de Loyola (15l3).

1536 Cairino publica su «Institutio Religionis Christianae, l536 Erasmo muere en Basilea (11-1217).

1537 Ordenes sagradas (junio).—Visión de La Storta (no­viembre).

1538 En Roma.—Proceso.—Primera misa (25l12).

1538 Nace San Carlos Borromeo (2l10).

1539 Deliberaciones sobre la fundación de la Compañía. 1539 Paulo III aprueba oralmente la Compañía (3l9).

1540 San Francisco Javier parte para Portugal y la India

((6l3).

1540 Confirmación de la Compañía por Paulo III (27l9). 1541 Ignacio, general de la Compañía (abril).—Profesión (22l4).

1541 Presentación del ...Juicio final», de Miguel Angel (31110). 1545 Apertura del concilio de Transo (13l12).

1546 Muere el Beato Pedro Fabro (1l8).—Admitido San Fran­cisco de Borja.

1546 Muere Latero (18l2).

1547 Muere Enrique VIII de Inglaterra (28l1).

1548 Paulo III aprueba el »Libro de los Ejercicios» (31l7). 1548 El 4nteran de Augsburgo» (15l5).

1550 Julio III, papa (7l2).

1550 Nueva bula de confirmación de la Compañia (2177). (2 In).

1550 Ignacio termina la redacción del texto A de las Constituciones.

1552 Muere San Francisco Javier (3l12).

1554 Matrimonio de Felipe II y María Tudor l25l7). 1555 Marcelo II (9l4) y Paulo IV (23l5), papas.

1556 Muerte de San Ignacio (31l7).

l556 Abdicación de Carlos V (1611).

1609 Beatificación de Ignacio por Paulo V (3l12).

1622 Canonización por Gregorio XV (12l3).

EL PADRE MAESTRO IGNACIO

I. EL HIJO DEL SEÑOR DE LOYOLA

1. Historia de un nombre

El nombre del Santo fue Iñigo López de Loyola. Al bautizarlo en la pila que aún hoy se conserva en la iglesia parroquial de Azpeitia, el rector, Juan de Zabala, le im­puso el nombre de Iñigo, dándole como patrono al santo abad del monasterio benedictino de Oña (Burgos), muerto en 1068. Iñigo es un nombre prerrománico, que en latín tomó la forma de Enneco y en el vascuence mo­derno se escribiría Eneko. Con el andar del tiempo, el Santo cambió su nombre por el de Ignacio, que nada tiene que ver con el de Iñigo. Nunca dio la razón de este cambio. Ribadeneira, su primer biógrafo, nos dice que «tomó el nombre de Ignacio por ser más universal» o «más común a las otras naciones». Es probable que le moviese la devoción que ciertamente profesó a San Igna­cio, mártir de Antioquía. El hecho es que, en los regis­tros de la Universidad de París por el año 1535, el nuevo maestro en Artes aparece como «Dominus Ignatius de Loyola, dioecesis Pampilonensis».

López era uno de los patronímicos usados en el País Vasco que, con el andar del tiempo, habían perdido el carácter de tales. En la familia Loyola abundan los Pé­rez, López e Ibáñez, sin que esto signifique que los que los llevaban fuesen hijos o descendientes de Pedro, Lope o Juan.

Loyola era el nombre de la «casa y solar» de sus ma­yores. Porque el apellido de los vascos derivaba de la casa a la que pertenecían. Echando una mirada al árbol genealógico de la familia, vemos que se alternan en ella los apellidos de Oñaz y de Loyola. La razón es que estas dos eran las casas solares de aquella familia guipuzcoana, unidas por el matrimonio de Lope García de Oñaz con Inés de Loyola hacia el año 1261. La casa más antigua, considerada como cuna de la familia, era la de Oñaz, si­tuada sobre una colina a poca distancia del poblado de Azpeitia. Hoy día ya no existe; pero, en cambio, sigue en pie la ermita del barrio, dedicada a San Juan Bautista. En 1536, cuando el hermano mayor de San Ignacio, Martín García de Oñaz, instituyó el mayorazgo, mandó que «qualquier que este mi mayoradgo heredare sea tenudo de se llamar al mi apelido e abolengo de Oynaz». De he­cho, su primogénito y sucesor, Beltrán, tomó el apellido de Oñaz, al que ordinariamente juntó el de Loyola.

2. La familia Oñaz-Loyola

«Lope de Oñaz, señor de la casa y solar de Oñaz, flo­reció era de 1218, que es año de Cristo de 1180». Con este dato, el P. Antonio Arana —un jesuita castellano que a mediados del siglo XVII exploró los archivos de la familia— da comienzo a su Relación de la ascendencia y descendencia de la casa y solar de Loyola. No aduce ninguna fuente documental; pero, dado que manejó do­cumentos que ya no están a nuestro alcance, merece nuestra confianza. Por eso, todos los que han intentado reconstruir la genealogía de los Loyola le siguen, comen­zando ésta con el nombre de Lope de Oñaz, y remontán­dose de este modo hasta el siglo XII. A Lope siguió Gar­cía López de Oñaz, hacia el 1221. El tercer señor cono­cido de la casa de Oñaz fue Lope García de Oñaz. Casó con doña Inés de Loyola, señora de la casa de este nom­bre, y, según el mismo P. Arana, «por este casamiento se juntaron en uno las dos casas y solares de Oñaz, que era la más antigua, y de Loyola, que lo era poco menos, pero de maiores rentas y possessiones». La unión debió de realizarse hacia el año 1261, como ya se ha dicho.

Hija de aquel matrimonio fue Inés de Loyola, señora de la casa de este nombre, que casó con un pariente suyo, por nombre Juan Pérez. Vivieron hacia el año 1300. Tuvieron siete hijos, el mayor de los cuales fue jaun (señor) Juan Pérez de Loyola. Con un hermano suyo, llamado Gil de Oñaz, y otros cinco, cuyo nombre se ignora, participó el 19 de septiembre de 1321 en la batalla de Beotíbar, en la que unos pocos guipuzcoanos derrota­ron a las tropas de los navarros y gascones, capitaneados por Ponce de Morentain, gobernador de Navarra. Se dice que, en recompensa, el rey Alfonso XI les concedió las siete bandas rojas en campo de oro que constituyeron las armas de los Oñaz. Hay tradición de que uno de estos hermanos fundó una casa Loyola en Placencia.

Si hasta aquí los datos que tenemos pueden saber a legendarios, la historia documentada de los Oñaz-Loyola comienza con Beltrán Ibéñez de Loyola, hijo de jaun Juan Pérez. Así lo hizo el viejo historiador vizcaíno Lope García de Salazar en su historia titulada Las bienandan­zas y fortunas. De él nos hablan dos documentos de 1377 y 1378, los más antiguos que conocemos. Por un albalá fechado en 15 de marzo de 1377, Juan I de Castilla con­cedió a Beltrán de Loyola «dos mil maravedís de juro de heredad [...] situados en los derechos de las ferrerías que se pagan en el puerto de Zumaya». Se trataba de las fe­rrerías de Barrenola y Aranaz, situadas en el término de Azpeitia. En 1378, el merino mayor de Guipúzcoa, Ruy Díaz de Rojas, a instancia de algunas villas, convoca en Mondragón a los «caudiellos de los bandos de Gamboa e de Honás» para intimarles que le den una lista de sus asalariados «escuderos andariegos e malfechores» para procurar que cesen de causar daños y perjuicios a las villas. Entre los convocados se encontró Beltrán Ibáñez de Loyola, uno de los «escuderos del bando de Oñaz», y Juan López de Balda, «escudero del bando de Gamboa». Los convocados respondieron que obedecerían «por ser­vicio del dicho señor rey e por pro e mejoramiento desta dicha tierra del dicho señor rey».

El primogénito de Beltrán Ibáñez, Juan Pérez de Loyola, «morió moço en Castilla, de yerbas que le dio una mala mujer en casa de Diego Lopes de Stúñiga», según el ya citado Lope García de Salazar. Le sucedió en la casa de Loyola su hermana mayor, doña Sancha Ibáñez, la cual, en 1413, contrajo matrimonio con Lope García de Lazcano, descendiente de Martín López de Murúa. Con este matrimonio juntábanse dos familias importantes del bando oñacino. Lope García de Lazcano actuó como señor de Loyola. En 1419 compró a los hermanos Iñigo y López de Berrasoeta, vecinos de Guetaria, todas las tierras, man­zanales y nogales que poseían cerca de la casa de Loyola entre el río Urola y el torrente Sistiaga. Por el testamento de Lope, otorgado en 1441, y por el de su esposa, Sancha Ibáñez, que es de 1464, tenemos noticia de los bienes que constituían el patrimonio de la familia Loyola. Conocemos también el nombre de los dos hijos de aquel matri­monio, llamados Juan Pérez y Beltrán, y de las cinco hijas: Ochanda, María Beraiza, Inés, Teresa y María López.

El mayor y heredero, Juan Pérez, fue el abuelo de San Ignacio. Casó con Sancha Pérez de Iraeta, «casa antigua y de las del número» cerca de Cestona, perteneciente al bando de los gamboínos.

Al abuelo de San Ignacio le vemos implicado en las luchas que turbaron la paz entre los parientes mayores y las villas de Guipúzcoa. El hecho más clamoroso fue el papel de desafío que Juan Pérez y otros cabecillas de su bando clavaron en las puertas de Azcoitia el 31 de julio de 1456, dirigido contra ocho villas guipuzcoanas, entre las que se contaban Azpeitia y Azcoitia. Las causas eran «muchas y largas»; pero entre todas predominaba el «hever hecho hermandad e ligas e manipodios contra ellos, e haverles hecho derribar sus casas fuertes, e muértoles sus deudos e parientes, e tomádoles sus bie­nes, e puéstoles mal con el rey».

La hermandad a que se alude en este pasaje del desafío era una organización de carácter defensivo creada por las villas, todavía débiles en su organización e indefensas, para protegerse contra la prepotencia de los parientes mayores. La hermandad gozaba de la protección del rey. La afirmación de que la hermandad había hecho derri­bar las casas-fuertes de los señores, da pie a pensar que fue ella la causante de la destrucción, por lo menos par­cial, de las casas-fuertes, de la cual vemos, aún hoy día, las huellas en la de Loyola. Por entonces debió de ser arrasada la casa de Oñaz, que, por estar fortificada y por su posición estratégica, dominando los valles de Loyola, Landeta y Aratzerreka, ofrecía mayor peligro.

No está claro si esta destrucción o desmantelamiento fue obra de la hermandad o de Enrique IV, en castigo por los desmanes de los señores. El hecho cierto es que el rey visitó personalmente las tierras de Guipúzcoa y el 21 de abril de 1457 dictó sentencia contra los desafiadores y sus aliados. La pena fue el destierro en las villas de Es­tepona y Jimena, situadas en Andalucía, en la zona fron­teriza con las tierras dominadas aún por los moros. Juan Pérez de Loyola fue desterrado por cuatro años a la villa de Jimena de la Frontera, en la actual provincia de Cá­diz. El rey abrevió el tiempo del destierro mediante una amnistía concedida el 26 de julio de 1460. Al mismo tiempo concedía a los señores el permiso para reedificar sus casas, pero no en los mismos lugares y con tal que «fueran llanas e sin torres ni fortaleza alguna». Por lo que se refiere a Loyola, vemos que se cumplió, por lo menos, esta segunda condición. El abuelo de San Igna­cio reedificó la casa de Loyola, dejándola tal como hoy la visitamos, con sus dos últimos pisos de ladrillo y sin for­tificaciones.

Del matrimonio de Juan Pérez de Loyola y Sancha Pé­rez de Iraeta, abuelos de San Ignacio, nació un hijo, Beltrán, y dos hijas: María López y Catalina. La primera casó con Pedro de Olózaga; la segunda, con Juan Pérez de Emparan, de la importante casa de este nombre, en Azpeitia. Hija de este matrimonio fue María López de Em­paran, que fue serora de la ermita de San Pedro de Elor­mendi. En 1496, esta prima de San Ignacio, junto con otra joven azpeitiana, Ana de Uranga, abrazó la regla de la Tercera Orden de San Francisco, dando origen en Az­peitia al que había de ser el convento de la Purísima Concepción, que todavía subsiste. Nos consta que el abuelo de San Ignacio murió repentinamente en Tolosa, en fecha incierta y sin dejar testamento.

Beltrán Ibáñez de Oñaz (c.1439-1507), padre de San Ignacio, casó en 1467 con Marina Sánchez de Licona, hija de Martín García de Licona. Del padre de San Igna­cio sabemos que luchó al lado de los Reyes Católicos. En la guerra de sucesión al trono de Castilla tras la muerte de Enrique IV, el rey de Portugal, Alfonso V, se puso de parte de Juana la Beltraneja y, penetrando en Castilla, ocupó la ciudad de Toro y asedió a la de Burgos. En la contraofensiva, que culminó con la reconquista de Toro y la liberación de Burgos en 1476, tomó parte Beltrán, el cual, poco después, estuvo también presente en la de­fensa de Fuenterrabía contra el asalto de los franceses. Estos hechos los recordaron los Reyes Católicos en una carta de privilegio fechada en Córdoba el 10 de junio de 1484, con la cual renovaban al señor de Loyola el patro­nato de la iglesia de Azpeitia, «acatando los muchos buenos e leales servicios que vos nos fecistes en el cerco que tovimos de la ciudad de Toro, al tiempo que el de Portugal la tenía ocupada, e asimismo, en el cerco del castillo de Burgos e en la defensa de Fuenterrabía, al tiempo que los franceses la tenían cercada, donde estovistes mucho tiempo con vuestra persona e vuestros pa­rientes, cerrados a vuestra costa e minsión, poniendo muchas veces vuestra persona a peligro e aventura, e por otros servicios que nos avéys fecho e esperamos que nos faredes»...

Como patrono de la iglesia parroquial de Azpeitia, Beltrán reguló en 1490, de acuerdo con el rector y los siete beneficiados, el sistema que debía seguirse en la reparti­ción de los diezmos percibidos por la parroquia. En 1499 mandó que se aplicasen a la iglesia de Azpeitia las consti­tuciones del sínodo celebrado en Pamplona aquel mismo año. En 1506 le vemos elaborar, de acuerdo con los clé­rigos, una ordenación sobre las costumbres que se habían de seguir en la ordenación de los nuevos ministros del altar. La norma tal vez más importante era la que pres­cribía que ningún candidato fuese admitido a las órdenes sagradas si no hubiese cursado antes sus estudios por es­pacio de cuatro años continuos en algún estudio general o particular, «de tal manera que el que así oviere de ser clérigo sea buen gramático e cantor». Estas ordenaciones fueron sometidas al vicario general de Pamplona, el cual las tuvo por nulas, «por ser fechas [por] personas que carecían e carecen de poder e juridición para ello». A pesar de lo cual, las hizo suyas, y con pocas modificaciones las confirmó el 20 de febrero de 1507.

Al padre de San Ignacio le hemos de agradecer la con­servación de importantes documentos de su familia. El 10 de septiembre de 1472 se presentó ante el alcalde or­dinario de Azpeitia, Juan Pérez de Eizaguirre, pidiéndole que mandase al notario Iñigo Sánchez de Goyaz sacar copia de siete documentos escritos entre el año 1431 al 1440, que ilustran aspectos interesantes sobre la familia Loyola. En particular, vemos al señor de Loyola admitir en sus «treguas» o alianzas a otros ciudadanos de Azpei­tia, los cuales se obligaban «con todos sus bienes de fa­zer guerra e paz con los señor o señores de Loyola, e nunca de las dichas treguas sallir»... De este modo, el señor de Loyola se comportaba como un típico jefe de bando, que se asociaba con otros ciudadanos para que le apoyasen en sus empresas. Se excluían las que fuesen dirigidas contra el rey.

Nos consta que Beltrán otorgó testamento ante el no­tario Juan Martínez de Egurza el 23 de octubre de 1507. A lo que parece, aquel mismo día murió. Iñigo, su hijo menor, tenía por entonces dieciséis años.

3. La familia materna

Si por lo que se refiere a la familia paterna de San Ignacio tenemos datos claros y precisos, no pocas dudas ensombrecen su ascendencia materna. Su abuelo ma­terno fue Martín García de Licona, llamado «el doctor Ondarroa» por el nombre de esta villa vizcaína, adonde en 1414 se trasladó su familia desde la oriunda Lequeitio. En Ondárroa sigue todavía en pie la casa-torre de los Li­cona. Era hijo de Juan García de Licona y de María Yá­ñez de Azterrica. Dedicado a los estudios jurídicos, llegó a ser «del consejo del rey nuestro señor e oidor de la su Abdiencia, señor de Valda», como leemos en el contrato matrimonial de su hija Marina, la madre de San Ignacio. Señor de Balda lo fue por compra de esta casa azcoitliana, efectuada en 1459, a Pedro, hijo ilegítimo de La­drón de Balda. Este último había fallecido durante el des­tierro en Andalucía, decretado por Enrique IV en 1457. En 1460 este mismo rey concedió a Martín el patronato de la iglesia de Azcoitia. En 1462 consiguió Martín el cargo de oidor de la Real Chancillería de Valladolid, con un sueldo de 30.000 maravedís y ocho escudos. Es de suponer que, tras la compra de la casa de Balda, trasladó a Azcoitia su domicilio, aunque, por razón de sus cargos, seguramente debió de vivir largas temporadas en Valla­dolid. Los azcoitianos siguieron considerándole como un forastero, apodándole «el Vizcaíno». Murió alrededor de 1470, dejando como sucesor a su hijo Juan García de Balda, que se casó con María Ortiz de Gamboa.

No tenemos absoluta certeza de quién fue la esposa de Martín García de Licona y abuela materna de San Igna­cio. Seguramente había muerto ya en 1467, cuando se casó su hija Marina con Beltrán de Oñaz, señor de Loyola. La opinión más corriente, fundada en autores tan competentes como Lope García de Salazar, Esteban de Garibay y Gabriel de Henao, es que Marina pertenecía a la familia de Balda y era hija de Fortuna de Balda. Su nombre fue, según unos, Marquesa (femenino de Mar­cos); según otros, Gracia. Pero esta opinión está en con­traste con la declaración explícita de cuatro testigos que en 1561 declararon que la esposa de Martín García de Licona fue María de Zarauz. Según esto, la abuela ma­terna de San Ignacio no sería una Balda, sino una Za­rauz. Hay que reconocer que existen razones a favor de ambas soluciones, y que, por consiguiente, la cuestión no puede considerarse zanjada.

Pocos datos tenemos acerca de la madre de San Igna­cio, si no es su casamiento en 1467. Podemos calcular que por entonces tendría unos veinte años; ciertamente, más de diez. Si, pues, el doctor Ondárroa, su padre, no compró la casa de Balda hasta 1459, habrá que convenir en que la madre de San Ignacio no nació en esta casa azcoitiana. He aquí otro dato que hay que dejar sin solu­ción. Sobre sus cualidades morales nos hemos de conten­tar con los elogios, algo vagos, que le tributaron los testi­gos llamados a deponer en el proceso para la beatifica­ción de su hijo en 1595. Ellos nos la presentan como firme en la fe y obediente a la santa Iglesia. En estos sentimientos podemos suponer que educó a su numerosa prole. No sabemos cuándo murió. Ciertamente, antes de 1508.

4. Los hermanos

Sobre el número y el nombre de los hermanos de San Ignacio se ha discutido mucho, sin que, por desgracia, se pueda llegar a conclusiones ciertas. Nos falta el testamento de su padre, que seguramente hubiese disipado todas las dudas. En el proceso de beatificación antes mencionado, se dice que Ignacio «fue el último y menor de trece hijos que estos dos generosos caballeros [Bel­trán y Marina] tuvieron». Este mismo número había dado con anterioridad el primer biógrafo de San Ignacio, P. Pedro de Ribadeneira, el cual precisó que los padres del Santo tuvieron ocho hijos y cinco hijas. De los documen­tos indubitables resultan los nombres siguientes: entre los varones, Juan Pérez, Martín García, Beltrán, Ochoa Pérez, Hernando, Pero López e Iñigo López. Entre las mujeres, Juana, Magdalena, Petronila y Sancha Ibáñez. De esta última no nos consta si fue o no legítima. Cier­tamente fueron ilegítimos Juan Beltrán, llamado «el borte» por uno de sus hermanos, y María Beltrán. Se ha querido enumerar entre los hermanos de San Ignacio a un tal Francisco Alonso de Oñaz y Loyola; pero las ra­zones aducidas no convencen plenamente. El orden del nacimiento no consta con respecto a todos, ni sabemos si Ignacio fue el último de todos o solamente de los va­rones.

En general, podemos afirmar que, siguiendo las huellas de sus mayores, se emplearon todos en el servicio de los reyes de Castilla, o empuñando las armas o participando en la conquista de América. Se exceptúa Pero López, que abrazó la carrera eclesiástica y fue rector de Az­peitia.

El primogénito, Juan Pérez, participó con una nave suya en la guerra de Nápoles y murió en esta ciudad, en 1496, después de la primera campaña llevada a término por el Gran Capitán con la batalla de Atella. Decimos que murió en Nápoles porque allí otorgó testamento, en casa del sastre español Juan de Segura, el 21 de junio de 1496, y después no vuelve a hablarse de él. Dejó dos hi­jos, Andrés y Beltrán, el primero de los cuales fue rector de Azpeitia, sucediendo a su tío Pero López.

Heredero de la casa de Loyola quedó el hijo segundo, Martín García de Oñaz. Este tomó parte en las guerras de Navarra. En 1512 combatió por la anexión de este reino a Castilla en la batalla de Belate. En 1521 acudió con 50 ó 60 hombres a la defensa de Pamplona, donde fue herido su hermano Iñigo; pero, ante la discordia de sus jefes acerca del modo de llevar la campaña, aban­donó el campo. Reconquistada Pamplona, le vemos lu­char en defensa de Fuenterrabía, siendo uno de los que más se opusieron a la rendición de la plaza a los france­ses, decidida el 28 de octubre de 1521 por el capitán Diego de Vera.

En el inventario de los bienes de Martín García, redactado en 1539, poco después de su muerte, se enumeran sus armas y demás pertrechos militares. Pero la mayor parte de su vida fue dedicada no a la milicia, sino a la administración del patrimonio de Loyola y a su patronato de la iglesia de Azpeitia. En 1518 se había casado con Magdalena de Araoz, hija de Pedro de Araoz, «preboste» de San Sebastián, natural de Vergara. Con la intención de que los bienes familiares se mantuviesen íntegros e indivisos, en 1536 instituyó el mayorazgo en favor de su hijo primogénito, Beltrán. Como patrono de la iglesia de Azpeitia, defendió sus intereses y trabajó por la organi­zación del culto. En 1526, junto con el clero de la parro­quia, hizo unos estatutos para el buen funcionamiento de la misma, que fueron sometidos a la aprobación del rey y del obispo de Pamplona. Murió en su casa de Loyola el 29 de noviembre de 1539, tras haber otorgado, aquel mismo mes, su testamento, acompañado de cinco codi­cilos.

De los otros hermanos de San Ignacio, Beltrán fue ba­chiller, y, al parecer, lo mismo que el primogénito, Juan Pérez, peleó y murió en la guerra por la posesión del reino de Nápoles. Ochoa Pérez nos dice en su testa­mento, hecho en 1508, que tomó las armas, al servicio de la reina Juana, en Flandes y en España. Hernando, des­pués de renunciar a los derechos que podían quedarle respecto a la herencia paterna, en 1510 se embarcó para América y murió en la tierra firme (Darién). De Pero. Ló­pez ya hemos dicho que abrazó la carrera eclesiástica. A partir de 1518 fue rector de la parroquia de Azpeitia. Para defender los intereses de la familia viajó tres veces a Roma. Al regreso de su tercer viaje, en 1529, murió a su paso por Barcelona.

Las hermanas de San Ignacio hicieron buenos matri­monios. La mayor, Juaneiza, se casó con el notario de Azpeitia, Juan Martínez de Alzaga. Magdalena tomó por marido a Juan López de Gallaiztegui, notario de Anzuola, señor de las casas de Echeandía y Ozaeta. Petro­nila se unió con Pedro Ochoa de Arriola, natural de El­góibar. La ilegítima María Beltrán fue serora o freila de la ermita de San Miguel; pero, rompiendo el compromiso que la obligaba a no casarse, contrajo matrimonio con Domingo de Arrayo. Aun perteneciendo a tan buena familia, algunas de estas señoras no sabían leer ni escribir, ni siquiera para estampar su firma en los documentos que otorgaban.

5. Azpeitia, una villa en el corazón de Guipúzcoa

Azpeitia es una villa asentada en el valle de Iraurgui, atravesado de sur a norte por el Urola, el río central de Guipúzcoa. Este río sigue su curso a través de un estre­cho desfiladero formado por los montes Elosua y Pagot­xeta. Hacia la mitad de su recorrido, su cuenca se abre rápidamente a la entrada de Azcoitia, desde donde el río continúa en dirección de Azpeitia. Entre estas dos villas se encuentra la casa de Loyola, dominada por la sierra del Izarraitz. A la salida de Azpeitia, la cuenca del río vuelve a estrecharse. Por ella va discurriendo el Urola, pasando por Cestona e Iraeta, hasta desembocar en el mar en Zumaya.

Al P. Pedro de Tablares, que visitó la casa de Loyola el año 1550, en vida de San Ignacio, lo que más le sor­prendió en aquel valle fue la «frescura, que dudo puede aver otra de más recreación a la vista que ésta». Loyola se le presentó «toda cercada de una floresta y árboles de muchas maneras de fructas, tan espesos que casi no se ve la casa hasta que están a la puerta». No dice qué clase de árboles frutales la poblaban. Nosotros sabemos que se trataba, sobre todo, de manzanales y nogales.

Azpeitia recibió la carta-puebla de fundación de ma­nos del rey Fernando IV, el 20 de febrero de 1310. Todos los que quisieran poblar Garmendia, «que es en Iraurgui», conservarían «su franqueza e libertad, según la han cada uno en aquellos lugares do agora moran». En otro docu­mento de 1311, la nueva villa es llamada Salvatierra de Iraurgui, nombre que conservó hasta el siglo XVI, en que fue sustituido poco a poco por el de Azpeitia. El rey con­cedía a los habitantes de Salvatierra el patronato de la iglesia de San Sebastián de Soreasu, con derecho de pre­sentación del rector y beneficiados al obispo de Pam­plona, del que dependía en lo eclesiástico. Tendremos ocasión de ver los pleitos con la casa de Loyola a que dio lugar la concesión del patronato.

En el País Vasco tiene una capital importancia el case­río. Junto con las tierras que lo circundan, constituye la «casa y solar» del señor. La casa es la que da el nombre al propietario y a sus hijos. En la familia de San Ignacio se alternan los nombres de Oñaz y de Loyola, porque los jefes de su linaje eran señores de estas dos casas.

Oñaz, situada sobre una colina, y Loyola, asentada sobre el valle, eran casas de «parientes mayores» o ca­bezas de linaje. La sociedad vasca se fundaba en los va­rios linajes que la componían. El linaje, a su vez, consti­tuye una unidad derivada de los vínculos de consanguini­dad. Los parientes mayores ejercían un verdadero poder en sus respectivos territorios, empleándolo muchas veces contra las villas, que, como de reciente fundación, care­cían aún de una fuerte y coherente organización. Pero, además, los parientes mayores estaban divididos en dos bandos, llamados de oñacinos y gamboínos, por el nom­bre de las familias de Oñaz y Gamboa, de las que se ori­ginaban. La familia Oñaz pertenecía al bando de los oñacinos, como indica su nombre, y era la más potente del mismo, exceptuada la de Lazeano. Para aumentar su fuerza, los parientes mayores procuraban aliarse con otros del mismo bando por medio de uniones matrimonia­les. Buscaban también la alianza con otros vecinos, que «entraban en treguas» con ellos, es decir, que se com­prometían a ponerse a su lado en las luchas con sus riva­les. A lo largo del siglo XV, varios ciudadanos de Azpei­tia, y entre ellos el señor de la importante casa de Empa­ran, entraron en treguas con el señor de Loyola. Con ello se reforzaba la unión entre dos de las casas más impor­tantes de Azpeitia, confirmada con el matrimonio de la tía de San Ignacio, Catalina, con Juan Martínez de Em­paran, señor de la casa de este nombre. Rival de ambas fue la familia de Anchieta, radicada en Urrestilla. Los Loyola y los Emparan se comprometieron a no aliarse nunca con los Anchieta.

De las luchas de los banderizos y de los desastres pro­ducidos por sus rivalidades, nos informan ampliamente los historiadores locales, entre ellos Lope García de Sa­lazar, que escribió sus Bienandanzas y fortunas entre 1471 y 1476, año de su muerte. Leyendo estas crónicas se tiene la impresión de que la vida del pueblo vasco estaba dominada por estas rivalidades. Tal vez la realidad no era tan trágica como se podría pensar. En el paso del siglo XV al XVI, las luchas se fueron atenuando. No ve­mos ni al padre ni al hermano mayor de San Ignacio im­plicados en ellas. Martín García, con todo, seguía consi­derándose y llamándose «pariente mayor». Un real dis­tanciamiento entre los parientes mayores y las villas duró todavía bastante tiempo. De él es un indicio la disposi­ción, emanada en 1518 por el corregidor de Guipúzcoa, Pedro de Nava, por la cual se excluía a los parientes ma­yores de la participación en las juntas y deliberaciones del concejo de Azpeitia. Lo mismo sucedió con los Balda en Azcoitia. Al aplicar esta disposición en 1519 al her­mano de San Ignacio, la medida se suavizó, por lo menos en parte. Martín y sus sucesores podrían «estar presen­tes, si quisieren, en los tales concejos con tanto que el dicho Martín García ni sus descendientes, señores de la dicha casa e solar [de Loyola], no tengan ni puedan tener voz ni voto en los tales concejos generales más que otro vecino de la tierra». El señor de Loyola quedaba, con esto, equiparado a cualquier otro ciudadano de Az­peitia.

6. Situación social, económica y religiosa de los Oñaz-Loyola

Hemos visto que la de San Ignacio era una de aquella veintena de familias llamadas de parientes mayores que, divididas en los bandos de oñacinos y gamboínos, domi­naban la escena de Guipúzcoa. En el aspecto político, los Loyola fueron siempre fieles servidores de la corona de Castilla. Al ofrecer un rápido retrato de algunos principa­les miembros de la familia, hemos tenido ocasión de evo­car los hechos que lo demuestran. Queda por ver cómo los reyes les correspondieron. Los reyes castellanos de la casa de Trastámara, desde Juan I a Isabel la Católica y su esposo Fernando, demostraron su gratitud a los Loyola por los servicios prestados. Dos fueron las conce­siones principales que les hicieron, renovadas en repeti­das confirmaciones. La primera fue la concesión de un censo por juro de heredad, es decir, hereditario y perpetuo, de 2.000 maravedís anuales, «situados en los dere­chos de los albalaes e diesmo viejo de los fierros que se labran en las ferrerías de Barrenola e Aranaz». Esta con­cesión fue hecha la primera vez por el rey Juan I a Bel­trán Yáñez de Loyola el 15 de marzo de 1377. Aquellas dos ferrerías se encontraban en el término de Azpeitia. El caserío de Barrenola subsiste todavía al margen de la carretera que va de Régil a Azpeitia. En su subsuelo quedan restos de la antigua ferrería.

Más importancia tuvo la concesión del patronato sobre la iglesia de Azpeitia, llamada monasterio real de San Sebastián de Soreasu. Esta iglesia, considerada como pa­trimonio real, pasaba al señor de Loyola, que la conside­raba como suya y la incluía entre sus bienes. Más que patrono, puede decirse que el señor de Loyola era tam­bién señor de la iglesia. El P. Pedro de Tablares escribió en 1550 que era «como obispo que provee los beneficios y todo lo que ay en ella». Aparte de ocupar un sitio pre­ferente en la iglesia y de tener en ella su sepultura, poseía el derecho de presentación del rector y de los siete bene­ficiados y la proveía además de dos capellanes. Percibía tres cuartas partes de los diezmos ofrecidos por los fieles a la parroquia y un cuarto de las restantes ofertas, llama­das «de pie de altar».

La historia del patronato de Azpeitia es larga y com­plicada. Ya hemos visto que el rey Fernando IV lo había concedido a la villa en 1311. Pero sucedió que, al quedar vacante el cargo de rector por muerte de un tal Juan Pé­rez, el obispo de Pamplona designó para sucederle a Pele­grín Gómez, oficial foráneo de San Sebastián, miembro de la importante familia donostiarra de los Mans o En­gómez. El pueblo en un principio se resistió a esta desig­nación, que era contraria a sus derechos. El asunto llegó hasta el papa Clemente VII de Aviñón, a quien prestaba obediencia la diócesis de Pamplona y todo el reino de Navarra. El papa —que contaba entre sus más decididos defensores al obispo de Pamplona, Martín de Zalba— ­mandó que se hiciesen averiguaciones sobre el caso, y terminó aprobando la designación de Pelegrín Gómez. Sucedía esto en 1388. El pueblo no se sometió. El resul­tado fue el decreto de excomunión, decretada en 1394 contra los ciudadanos desobedientes, y el entredicho im­puesto a la iglesia. Situación tan violenta duró veinte años. Pero sucedió que los azpeitianos acabaron por ce­der. Esto molestó al rey Enrique III, que consideraba a aquella iglesia como un bien de la Corona, y decidió transferir el derecho de patronato a Beltrán Ibáñez de Loyola y a sus sucesores, los señores de Loyola. Ocurría esto el 28 de abril de 1394.

En 1414 se llegó a un arreglo entre el administrador de la diócesis de Pamplona, Laciloto de Navarra, y los se­ñores de Loyola. Sancha Ibáñez de Loyola y su marido, Lope García de Lazcano, admitieron al rector nombrado por el obispo, Martín de Erquicia, y el administrador de la diócesis reconoció el derecho del patronato a los seño­res de Loyola. Este acuerdo fue sancionado por el papa Benedicto XIII (Luna) el 20 de septiembre de 1415.

La lucha se derivó entonces hacia el pueblo, que no reconoció la legitimidad del traspaso del patronato al se­ñor de Loyola. Se suscitó un pleito. Pero los señores de Loyola continuaron disfrutando de sus derechos durante largo tiempo.

Entre las renovaciones de los dos privilegios de que hemos hablado, merecen señalarse las concedidas por los Reyes Católicos al padre de San Ignacio, Beltrán Ibáñez de Loyola, en el año 1484.

Las relaciones de los reyes con la casa de Loyola no se limitaron a estas dos concesiones. La reina doña Juana y su hijo don Carlos V concedieron al hermano mayor de San Ignacio, Martín García de Oñaz, la facultad para ins­tituir el mayorazgo: «acatando los buenos e leales servi­cios que vos, el dicho Martín García de Oynaz, y el dicho Beltrán de Oynaz, vuestro hijo, nos abéys echo, y espe­ramos que nos aréys de aquí adelante, y teniendo respeto que de vuestras personas y servicios quede memoria...» La concesión fue otorgada el 18 de marzo de 1518.

El 16 de marzo de 1537, en carta dirigida al mismo Martín García, Carlos V le anunciaba el envío de su «contino» Juan de Acuña, «a lo que entenderéis y con­viene a mi servicio y al bien y defensa desa provincia que aquello se ponga en execución con la brevedad que el caso requiere»... No nos consta de qué asunto se trataba. El 25 de septiembre de 1542, el mismo Carlos V dirigió una carta al sobrino de San Ignacio, Beltrán, encargán­dole que cumpliese lo que el condestable de Castilla, Pe­dro Fernández de Velasco, o Sancho de Leiva, capitán general de Guipúzcoa, le escribiesen u ordenasen. Tam­poco aquí sabemos en concreto de qué se trataba. Pero lo que importa es saber que Carlos V contaba con el her­mano y con el sobrino de San Ignacio y les confiaba em­presas de una cierta importancia.

¿Fueron ricos los Loyola? Una respuesta autorizada nos la da, en la segunda mitad del siglo XV, el historiador Lope García de Salazar: «es este señor de Loyola el más poderoso del linaje de Oñes [Oñaz], de renta e dineros e parientes, salvo el de Lescano».

Para los tiempos más cercanos a San Ignacio, nos ofrecen datos más concretos principalmente tres documentos: el mayorazgo, instituido en 1536; el testamento del hermano mayor de San Ignacio, Martín García de Oñaz, hecho en 1538, y el inventario de sus bienes que poco después de su muerte realizaron sus albaceas. A través de estos documentos vemos que el señor de Loyola estaba en posesión de un patrimonio considerable, compuesto por las casas y solares de Oñaz y Loyola, cuatro casas en Azpeitia, comprendida la llamada «In­sola», a la entrada de la villa; un cierto número de case­ríos, dos ferrerías, abundantes «seles» o prados, bosques de árboles frutales y un molino. Francisco Pérez de Yarza, en su Memorial, redactado en 1569, dice que, al tiempo de la nieta de Martín García, Lorenza, los case­ríos eran 21. Las fuentes comprenden en el patrimonio la iglesia de Azpeitia con sus posesiones.

Un dato concreto para calcular la entidad de los bienes patrimoniales de la casa de Loyola nos lo ofrece el P. Antonio de Araoz en carta dirigida a San Ignacio el 25 de diciembre de 1552. Queriendo Araoz desmentir los rumo­res que circulaban a propósito del matrimonio de Lo­renza de Oñaz, sobrina-nieta de San Ignacio, con don Juan de Borja, hijo del santo duque de Gandía, dice que quien salió ganando con aquel matrimonio no fue el es­poso, que no tenía más que la encomienda de la Orden de Santiago, sino la esposa, que era ya señora de Loyola por fallecimiento de su padre, Beltrán de Oñaz. Con esta ocasión dice Araoz que la hacienda de la casa de Loyola estaba valorada en más de 80.000 ducados:

«Porque, allende de la antigüedad de la casa [de Loyola] y la preeminencia del patronazgo perpetuo [de la iglesia de Azpeitia], está estimada la hacienda en más de ochenta mil ducados; y el duque [de Gandía don Carlos, hermano de Juan] y sus partes an echo tantas deligencias, que yo sé que se prefirió [ =adelantó] a dar trezientos ducados de albricias porque se concluyese» [el matrimonio].

El duque de Nájera Juan Esteban Manrique de Lara, había querido que Lorenza se casase con un pariente suyo, y para conseguirlo se dirigió a San Ignacio. Como es sabido, Ignacio se excusó de intervenir en aquel asunto «de tanta calidad y tan ajeno de mi profesión mí­nima».

Cuanto a las rentas, el ya citado Pérez de Yarza nos informa de que el patronato de la iglesia de Azpeitia pro­ducía al patrón una renta anual de 1.000 ducados. Las otras propiedades le daban 700, y la mitad de una escri­banía que había comprado, 200. En conjunto, según estos datos, podemos conjeturar que el señor de Loyola perci­bía anualmente unos 1.900 ducados. A ellos hay que aña­dir otras cantidades, en particular los 2.000 maravedís de juro de heredad concedidos por los reyes. De todos estos datos deducimos que las rentas del señor de Loyola, sin ser tan elevadas como las de otros, que llegaban a 10.000 y aun 20.000 ducados, podían considerarse satisfactorias para un señor de mediados del siglo XVI. Probablemente, no eran superiores las de otros «parientes mayores» gui­puzcoanos. Más detalles nos lo ofrecen las dotes que los señores dan a sus hijas al casarse, lo calidad de sus vesti­dos y el ajuar de sus casas. De todo esto tenemos datos en los documentos citados, en particular en el inventario de Martín García. Todavía podemos hacer dos observa­ciones. Escribiendo San Ignacio a su hermano en 1532, le decía que, «pues en abundancia os dexó las cosas tempo­rales», procurase ganarse con ellas las eternas.

Por lo que se refiere a la vida religiosa de los Loyola, podemos afirmar que fue, más o menos, la de la gente de su tiempo en España. Una fe profunda y sincera y una sustancial fidelidad a las prácticas religiosas se compagi­naba con deslices morales, que ellos mismos no tuvieron inconveniente en manifestar. De todo esto nos ofrecen datos concretos los testamentos, todos los cuales co­mienzan invariablemente con una ferviente profesión de fe, la petición de abundantes sufragios por los «enormes pecados» cometidos y las mandas para causas pías. Te­nemos indicios para pensar que en la familia Loyola no faltaron personas decididamente virtuosas, como la cu­ñada del Santo Magdalena de Araoz y su sobrino Bel­trán, alabados por Ignacio.

Las cosas de la religión jugaron un papel importante en la vida de los señores de Loyola, sobre todo porque su condición de patronos de la iglesia les daba el derecho y el deber de intervenir en los asuntos eclesiásticos de Az­peitia. Al hablar del padre y del hermano de Ignacio, he­mos tenido ocasión de mencionar algunas de estas inter­venciones. En líneas generales, cabe afirmar que la vida religiosa de la familia estuvo estrechamente relacionada con la de la parroquia.

Una enojosa controversia turbó los ánimos del patrono y de los clérigos durante largos años. Se trató del con­flicto que los enfrentó con las «beatas» del convento de la Inmaculada Concepción. Hay muchos documentos que se hacen eco de esta lucha, entablada por motivos que hoy día pudieran parecernos fútiles pero que no lo eran en aquellos tiempos. La cercanía del convento, situado entonces en la calle de Emparan, a escasos metros de la parroquia, creaba problemas de competencia en lo refe­rente a horarios de misas, ministros del culto, enterra­mientos, etc. El asunto llegó a Roma, de donde vinieron disposiciones que en definitiva favorecían al punto de vista del patrono y de los clérigos. Pero la situación no se arregló hasta que en 1535 se llegó a la firma de un acuerdo. El primero en firmarlo fue Iñigo, el cual tuvo, sin duda, una parte preponderante en su consecución. Fue éste uno de los asuntos de Azpeitia que quiso dejar arreglados a su paso por la villa, porque no podía sufrir que su hermano estuviese por más tiempo implicado en un asunto que turbaba la paz religiosa de la villa. El texto del «acordio» es sumamente interesante para conocer al­gunos de los aspectos más característicos de la práctica religiosa en la Azpeitia del siglo XVI. Como en otras ocasiones, Ignacio dio muestras de ser un hábil negociador. Como era natural, Ignacio, que tan desprendido se mostró respecto a los asuntos temporales de sus parien­tes y conciudadanos, hizo cuanto estuvo en su mano por promover el bien espiritual de los mismos. De ello dio muestra especialmente durante su estancia de tres meses en Azpeitia el año 1535. Pero aun desde Roma siguió ocupándose de lo que para él tenía la principal importan­cia.

7. El último hijo del señor de Loyola

Iñigo nació, con toda probabilidad, el año 1491. A falta de los registros bautismales de la parroquia de Azpeitia, que comienzan en 1537, es forzoso recurrir a conjeturas, toda vez que el mismo Santo no fue explícito ni cohe­rente en este punto. No es menester resucitar aquí una cuestión sobre la que se ha dicho todo lo que se podía decir. A la muerte del Santo, los Padres de la Compañía reunidos en Roma se vieron precisados a tomar una deci­sión cuando se trató de fijar este dato en el epitafio que se había de colocar sobre su sepultura. Después de deli­berar sobre el asunto, pusieron que el Santo murió a los sesenta y cinco años de edad, lo cual, dado que la muerte ocurrió el año 1556, equivalía a decir que nació el año 1491. Esta opinión coincidía con la de la nodriza del Santo, María de Garín, que le crió en el caserío de Eguí­bar, cercano a Loyola, y se ve refrendada por otros váli­dos argumentos, que no hace al caso repetir.

Si Iñigo salió de la casa paterna poco antes o poco después de la muerte de su padre, es decir, hacia 1507, hemos de concluir que para entonces tenía unos dieciséis años de edad. ¿Qué es lo que a esta edad pudo dejarle impreso el ambiente local y familiar? Dado que la gracia no destruye la naturaleza, hay que concluir que Ignacio fue toda su vida un vasco y un Loyola. La psicología atribuye suma importancia a los factores hereditarios y a las condiciones ambientales de la primera edad en la conformación psicológica de un individuo. Dejo a los exper­tos el estudio de los caracteres somáticos, tal como nos lo presentan las mascarillas que se le sacaron a raíz de su muerte y algunos retratos fieles, como los de Jacopino del Conte y Sánchez Coello. Las fuentes biográficas nos suministran datos abundantes para constatar que el Santo conservó toda la vida los rasgos característicos de la gente de su tierra. Dos datos mínimos, pero significati­vos. Al final de su vida, parte por su mortificación, parte por su enfermedad, se demostró siempre indiferente a cualquier clase de manjares, como si hubiese perdido el sentido del gusto. Esto no obstante, si querían hacerle alguna fiesta, la presentaban cuatro castañas asadas, de las que gustaba, «por ser fruto de su tierra y con la que él se había criado». En otra ocasión, no logrando disipar la tristeza de uno que acudió a consolarse con él, le pre­guntó el Santo qué era lo que podía hacer para darle gusto. El tentado tuvo la ocurrencia de decir que lo que le gustaría sería que se pusiese a bailar delante de él al estilo de su tierra. El Santo no creyó que era rebajarse concediéndoselo, y lo hizo, pero añadiendo después que no se lo volviese a pedir más. El P. Letonia atribuye al origen vascongado de Ignacio la concentración indivi­dual, el espíritu reflexivo, la expansión lenta, pero audaz, tan segura de sí como pobre de expresión colorista, y, cual fruto de todo ello, aquella formidable firmeza de vo­luntad a que aludía el portugués Simón Rodrigues al decir en 1553 al P. Gonçalves da Cámara: «Vois habéis de sa­ber que el P. Ignacio es buen hombre y muy virtuoso, mas es vizcaíno. que, como toma una cosa a pecho, etc.» Rodrigues no completó la frase, pero es fácil adivinar lo que en ella faltaba. Es lo mismo que notaba el cardenal Rodolfo Pío de Carpi, protector de la Compañía, que, hablando de algunas decisiones del Santo, decía: «Ya fijó el clavo», aludiendo a su firmeza en mantener sus deci­siones.

De la gente de su tierra derivó la pureza e integridad de su fe. En Alcalá, cuando el vicario Figueroa le preguntó si hacía observar el sábado respondió secamente: «En mi patria no suele haber judíos». Y el P. Nadal, defendiendo los Ejercicios, pudo escribir en 1554: «Es Ignacio espa­ñol, y procede de la primera nobleza de Guipúzcoa, en Cantabria, en la que tan incontaminada se conserva la fe católica. Tal es el celo y constancia que desde tiempo inmemorial tienen por ella sus habitantes, que no permiten vivir allí a ningún cristiano nuevo, ni desde que hay me­moria de cristianismo se sabe de uno sólo a quien se haya notado ni la más mínima sospecha de herejía, Bastaba esto para no haberla puesto en él».

Su origen vascongado se transparenta a través de su lenguaje, tan poco fluido. Es muy probable que en su casa hablase el vascuence, lengua común en la gente de su tierra. Cuando el P. Araoz en sus cartas quiso emplear alguna expresión reservada para él, se expresó más de una vez usando un término vasco. En todo caso, las con­tinuas elipsis que emplea, el uso tan frecuente de infiniti­vos y gerundios, la omisión de los artículos, entre otros indicios, delatan la educación recibida en un ambiente no castellano. Huella que no borraron sus largos años de permanencia en tierras de Castilla y su familiaridad con obras escritas en su lengua.

Ignacio, a sus dieciséis años, tuvo conciencia de que pertenecía a una familia importante de Guipúzcoa, que se había distinguido en el servicio de los reyes de Castilla. Su padre y su hermano mayor no dejarían de relatarle las gestas de sus mayores y las recompensas que habían re­cibido de parte de los monarcas. Siendo ya general de la Compañía, no tuvo inconveniente en servirse de este «medio humano» para sus intentos apostólicos. Tratábase en 1551 de la fundación de un colegio de la Compa­ñía en Lovaina. Por medio de su secretario recomendó al P. Jayo que hablase del asunto con el rey de España: «diziendo del P. Ignacio y sus deudos lo que habían ser­vido a la Corona». Y, escribiendo a su sobrino Beltrán, ya señor de Loyola, le decía: «... y como nuestros ante­pasados se han esforzado en otras cosas, y plega a Dios nuestro Señor que no hayan sido vanas, vos os queráis señalar en lo que para siempre jamás ha de durar». No­tamos este verbo «señalarse», no menos característico que el magis (= más) ignaciano. Lo emplea, entre otros pasajes, en la meditación crucial del reino de Cristo, cuando exhorta a «los que más se querrán afectar y seña­lar en todo servicio de su rey eterno y señor universal», a hacer oblaciones «de mayor estima y mayor mo­mento». No podemos dudar de que ya en aquellos prime­ros años se fue fraguando aquel temperamento «recio y valiente, y más aún, animoso, para acometer grandes co­sas», de que nos habla el P. Polanco.

II. AL SERVICIO DEL REY TEMPORAL

1. En casa del contador mayor, Juan Velázquez de Cuéllar

¿Qué rumbo iba a tomar la vida de Iñigo? Si fuese cierto que recibió la tonsura, podríamos pensar que la primera intención de sus padres, o la suya propia, habría sido la de seguir el estado eclesiástico. Pero los hechos demostraron que no era aquélla por entonces su verda­dera vocación. Pronto vemos al adolescente encaminarse hacia la villa de Arévalo. Un distinguido hidalgo caste­llano, Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor de Castilla, se había dirigido al señor de Loyola pidiéndole que mandase a Arévalo a uno de sus hijos para tenerle en su casa como propio. El escogido fue el último de los hijos de Beltrán de Oñaz, Iñigo.

Semejante invitación no se explica si no es porque en­tre Velázquez de Cuéllar o su esposa, María de Velasco, y los señores de Loyola existían, por lo menos, relacio­nes de estrecha amistad. En realidad se trataba de un cierto grado de parentesco. María de Velasco era hija de María de Guevara, la cual estaba emparentada con la fa­milia de la madre de Iñigo, Marina Sánchez de Licona. Esto es lo que han venido repitiendo los biógrafos del Santo, siguiendo al ilustre genealogista P. Gabriel de Henao, el cual escribió que María de Guevara era tía de Iñigo. Según este mismo historiador, María de Guevara pronosticó el futuro de Iñigo, diciéndole a causa de sus travesuras de muchacho: «Iñigo, no asesarás ni escar­mentarás hasta que te quiebren una pierna».

Puntualizando más, en cuanto cabe, este grado de pa­rentesco entre las familias de Guevara y de Balda, encon­tramos que un Ladrón de Guevara fue el bisabuelo de Marquesa (o Gracia) de Balda, la abuela de Iñigo. Lo afirma el historiador vizcaíno Lope García de Salazar. Es probable que el parentesco fuese todavía más cercano, pues el mismo historiador refiere que «destos señores de Guevara obieron otros fijos e fijas, legítimos y bastardos, donde suceden otros muchos, pero aquí no se cuenta sino a los principales». Uno de estos descendientes fue María de Guevara, la madre de María de Velasco y sue­gra del contador mayor, Juan Velázquez.

Tenemos, pues, a Iñigo instalado en Arévalo, una villa situada en el corazón de Castilla, entre Valladolid y Avila, al margen del río Adaja. Para el hijo del señor de Loyola se abría un nuevo porvenir en el mundo. No sería el de la milicia en Nápoles o en Flandes, ni el de la con­quista de América, como lo había sido para otros de sus hermanos; ni tampoco el estado eclesiástico, como lo fue para uno de ellos, Pero López. Sería la vida de la corte al servicio de altos funcionarios, que le encaminarían por la carrera de la administración, de la política y, eventualmente, de las armas.

No sabemos con certeza cuándo ocurrió el traslado de Iñigo a Arévalo. El P. Fita lo coloca en el año 1496, cuando Iñigo era un niño de cinco años. Parece una fecha demasiado temprana. Una fecha tope es el año 1507, en que murió Beltrán, el padre de Iñigo. La invitación de Velázquez debió de ocurrir en vida de aquél. Conjetu­rando, podemos tener como los más probables los años 1504-1507. Y como Iñigo permaneció en Arévalo hasta la muerte del contador en 1517, vemos que se trata de un largo período de más de diez años. Años transcendenta­les, que significaron su paso de la adolescencia a la ju­ventud.

¿Quién era Juan Velázquez de Cuéllar? Nos lo dice el historiador de Carlos V fray Prudencio de Sandoval:

«Fue este caballero contador mayor de Castilla, hijo del licen­ciado Gutierre Velázquez, que tuvo cargo de la reina Juana [sic], madre de la reina doña Isabel, en Arévalo. Era natural de Cuéllar. Fue Juan Velázquez muy privado del príncipe don Juan y de la reina doña Isabel, tanto que quedó por testamentario de ellos. Fue hombre cuerdo, virtuoso, de generosa condición, muy cristiano, tenía buena presencia y de conciencia temerosa. Tenía Juan Velázquez las fortalezas de Arévalo y Madrigal con toda su tierra en gobierno y encomienda; y era tan señor de todo como si lo fuera en propiedad».

El cargo de contador mayor empezó a desempeñarlo en 1495 con el príncipe don Juan y lo retuvo hasta su muerte. Desde 1497 fue miembro del Consejo Real. Por razón de estos cargos estaba obligado a seguir a los reyes en su corte itinerante, aunque su domicilio estable era el palacio real de Arévalo.

Su mujer, María de Velasco, fue íntima amiga de la segunda esposa de Fernando el Católico Germana de Foix, «aún más de lo que era justo», como dice el con­temporáneo Carvajal. La reina no podía estar sin ella, y doña María no se ocupaba sino en servir y banquetear costosamente a la que Pedro Mártir de Anglería, en sus Epístolas, calificó de «pinguis et bene pota»: gruesa y bebedora. Cuando Juan Velázquez cayó en desgracia, María se retiró al convento de la Encarnación de Aré­valo, fundado por su marido, y siete años más tarde, en 1524, acompañó a Catalina, la hermana de Carlos V, cuando ésta fue a Portugal para casarse con el rey Juan III. Allí permaneció como camarera mayor de la reina y allí murió en 1540.

Nada nos descubre tanto la posición de Juan Veláz­quez en la corte de los Reyes Católicos como el hecho de que Isabel y Fernando le escogieron entre sus testamen­tarios y ejecutores de su testamento. Era uno de los que «me sirvieron mucho y muy lealmente», dice Isabel en el suyo. Lo que ocurrió después de la muerte de la reina (26.11.1504), demuestra que, como ha escrito el marqués de Lozoya, Juan Velázquez «debió de ser el hombre de máxima confianza de Fernando». Por orden de éste, los camareros de la reina Sancho de Paredes y Violante d'Alvión, entre otros, fueron llevando a la casa del con­tador cajas y más cajas que contenían los objetos que habían pertenecido a la soberana. Joyas, relicarios, tra­jes, retablos, tapices, cubiertos, libros, fueron pasando por las manos del contador para ser inventariados. Mu­chos de estos objetos fueron vendidos en almoneda, y no fueron pocos los comprados por Juan Velázquez y por su mujer. Nos lo revela la testamentaría de Isabel la Cató­lica, índice impresionante de los objetos que le pertene­cieron.

Para nosotros son de particular interés los libros, entre los que predominaban los de carácter religioso, sin que faltasen los de autores clásicos y las crónicas de los varios reinados. Allí estaba el tratado de gramática que Antonio de Nebrija había ofrecido a la reina y el Arte, del mismo, en latín. Hojeando la testamentaría de la reina, vemos que María de Velasco compró, entre otros, «un librillo de molde del horden de rezar el salterio»; «otro libro chequito de mano en latín, que comiença en la ora­ción de Sant Augustín»; «otro libro de cuarto de pliego, que es San Grisóstomo»; «unas horas escriptas de mano en pergamino, que tiene El comienço al martiloxo e luego una estoria del rey David»; «otras horas pequeñas escrip­tas en papel de molde que comiença De Ymitatione Christi».

Todos estos libros fueron a engrosar la biblioteca que Juan Velázquez poseía en Arévalo. Iñigo sacó, sin duda, no pocos libros de sus anaqueles para saciar su curiosi­dad y para formarse una cierta cultura. Es evidente que si durante su convalecencia de Loyola pidió que le traje­sen «libros mundanos y falsos que llaman de caballe­rías», es porque había sido muy aficionado a leerlos en Arévalo. Y si una vez convertido, pensó entrar en la cartuja sevillana de Santa María de las Cuevas, es, pro­bablemente, porque en Arévalo había tenido ocasión de leer las obras clásicas del «cartujano» Juan de Padilla: Retablo de la vida de Cristo y Los doce triunfos de los doce apóstoles.

En Arévalo se forjó la personalidad de Iñigo, al que su primer biógrafo, Ribadeneira, nos pinta como «mozo lo­zano y pulido y muy amigo de galas y de traerse bien». Por confesión propia, sabemos que «hasta los veintiséis años de edad fue hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en ejercicio de ar­mas, con un grande y vano deseo de ganar honra». El P. Polanco nos dice que «la institución suya fue más con­forme al espíritu del mundo que al de Dios; porque desde muchacho, sin entrar en otro ejercicio que de leer y es­cribir, comenzó a seguir corte como paje; después sirvió de gentilhombre al duque de Nájera, y de soldado hasta los veintiséis años, cuando hizo mutación en su vida». Las vanidades del mundo y, sobre todo, el deseo de ga­nar honra llenaban sus aspiraciones en todo este período. En Arévalo perfeccionó su «muy escogida letra (que era muy buen escribano)», como dice Ribadeneira. El poema que, según el P. Polanco, compuso en honor de San Pe­dro, santo de su devoción —recordemos que a él estaban dedicadas la ermita de San Pedro de Eguimendía, a po­cos metros de la casa de Loyola, y la parroquia de Aré­valo—, hay que colocarlo en este tiempo. En Arévalo formó su gusto por la música, que le acompañó toda su vida y que tuvo que sacrificar en aras del apostolado. Recordemos que residía en la corte, desde que fue nom­brado maestro de capilla del príncipe don Juan, el célebre músico de Urrestilla Juan de Anchieta, que desde 1504 era rector de la iglesia de Azpeitia, y, dicho sea de paso, siempre muy poco amigo de los Loyola. Allí adquirió Iñigo los rasgos de una fina distinción, que en los años de Roma le valieron el calificativo de «el más cortés y co­medido hombre», y de la que dio muestras incluso en su mesa frugal, en la que se notaba un no sé qué de áulico, como escribió el P. Palmio. Allí aprendió a tratar con los grandes de la tierra, experiencia que después le sirvió para tratar con príncipes, cardenales y papas. Allí tam­bién y en el período posterior, cuando sirvió al duque de Nájera, tuvo sus deslices morales de juventud, a los que aludió en las palabras que hemos citado de su Autobiografía, y que pinta con frases más concretas el P. Po­lanco: «Hasta este tiempo [el de su conversión!, aunque era aficionado a la fe, no vivía nada conforme a ella ni se guardaba de pecados, antes era especialmente travieso en juegos y en cosas de mujeres, y en revueltas y en cosas de armas; pero esto era por vicio de costumbre. Con todo ello dejaba conocer en sí muchas virtudes naturales».

Otros datos nos suministra una relación del P. Antonio Lárez, fundador del colegio que la Compañía abrió en Arévalo en 1588. Este Padre había ido con otro compa­ñero a predicar una misión en aquella villa el año 1577. Movido por sus sermones, un ilustre arevalense llamado Hernando Tollo se animó a fundar un colegio de la Com­pañía. El P. Lárez tuvo ocasión de recoger los testimo­nios que todavía quedaban de la estancia de Iñigo en la ciudad castellana. Le sirvieron, sobre todo, las declara­ciones de un caballero, muy rico y noble, llamado Alonso de Montalvo (+ 1578), que en su juventud había sido paje de Juan Velázquez de Cuéllar en compañía de Iñigo y gran amigo de éste. Cuando Montalvo supo que su amigo había sido herido en Pamplona, le fue a visitar, encon­trándote herido en una pierna, y le vio curar de la herida. También habló con el P. Lárez el sacerdote Alonso Este­ban, diciéndole, entre otras cosas, que Iñigo, siendo ya general de la Compañía, «solía escribir algunas veces» a Catalina, una de las hijas del contador. Ninguna de estas cartas nos han llegado, pero sí nos consta que el Santo conservó toda su vida el recuerdo de sus amigos de Aré­valo. En 1548, contestando al licenciado Mercado, de Va­lladolid, que le había escrito diciéndole: «Juan Veláz­quez, regidor que es desta villa y hijo del señor Gutierre de Velázquez [hijo del contador], besa las manos de V. P. y se encomienda en sus oraciones», le escribía:

«De la memoria del señor Juan Velázquez me he consolado en el Señor nuestro; y así vuestra merced me la hará de darle mis humildes encomiendas, como de inferior que ha sido y es tan suyo y de los señores su padre y abuelo y toda su casa; de lo cual todavía me gozo y gozaré siempre en el Señor nuestro».

¿Fue Iñigo paje de Fernando el Católico? Lo afirmó en su Vida de San Ignacio el P. Juan Pedro Maffei y lo repi­tió en la suya, impresa en 1722, el P. Francisco García. Pero ya Ribadeneira corrigió aquella información, escri­biendo en una censura a la Vida de Maffei que «no fue paje del Rey Católico, sino de Hernán [sic] Velázquez, su contador mayor». Lo que sí podemos decir es que, dado que estaba dedicado al servicio de Juan Velázquez, es natural que acompañase a éste y a sus hijos en algunos de sus desplazamientos a la corte. Que por lo menos oca­sionalmente estuvo en ella lo demuestra un hecho que ocurrió en 1524. Mientras a su regreso de Jerusalén se encontraba en Génova esperando la ocasión de embar­carse para Barcelona, «le conoció un vizcaíno que se llamaba Portundo, que otras veces le había hablado cuando él servía en la corte del Rey Católico». Lo dice Ignacio en su Autobiograa. Rodrigo Portuondo, que éste era su verdadero nombre, en aquel año 1524 estaba en Génova, encargado de vigilar los movimientos de la flota imperial por aguas del Mediterráneo. Si «otras ve­ces» había visto a Iñigo en la corte, es señal clara de que éste la frecuentó. Que en ella ejerciese algún cargo, ni siquiera el de paje, no consta.

La muerte de Fernando el Católico, ocurrida el 23 de enero de 1516, tuvo como consecuencia indirecta la ruina de Juan Velázquez. Carlos I dispuso desde Flandes que, en calidad de pensión, a la reina viuda Germana de Foix se diesen a esta señora las villas castellanas de Arévalo, Madrigal, Olmedo y Santa María de Nieva. Las dos primeras, como hemos dicho, hasta entonces habían estado confiadas a Juan Velázquez. El rey disponía que «Juan Velázquez las tuviese por ella [Germana] e hiziese homenaje a la reina». No parece que de esta decisión se siguiese un perjuicio económico para el contador, pero sí un daño a su prestigio y una alteración en la situación de aquellas villas, que quedaban como desmembradas del patrimonio real y enajenadas de la corona de Castilla. Esto iba contra las leyes del reino y los privilegios de las villas, como lo reconoció cuatro años más tarde el mismo rey. El regente, cardenal Cisneros, desaconsejó al mo­narca que se llevase adelante aquella decisión; pero, una vez mantenida, no tuvo más remedio que aceptarla y exi­gir a Velázquez su cumplimiento. El contador no cedió. En noviembre de 1516 se retiró a Madrid y puso a Aré­valo en plan de guerra. Al fin no tuvo más remedio que ceder. Cargado con una deuda de 16 millones de marave­dís y dolorido por la muerte de su primogénito, Gutierre acabó sus días en Madrid el 12 de agosto de 1517. La reina Germana se había vuelto contra él y contra su anti­gua amiga María de Velasco.

El joven Iñigo asistió, paso a paso, al desmorona­miento moral y económico de su protector. Fue aquélla la primera grave experiencia y el primer fracaso, que no podía menos de influir en su futuro destino. Empezaba para él, a sus veintiséis años, una nueva etapa en la vida.

2. El gentil hombre del virrey de Navarra
DE NAVARRA

La caída en desgracia de Juan Velázquez y su muerte, acaecida el 12 de agosto de 1517, dejaban sin empleo al joven Iñigo. Pero la generosidad de María de Velasco, viuda del contador difunto, encontró para él una solu­ción. Le dio 500 escudos y dos caballos para que fuese a visitar en Pamplona al duque de Nájera, don Antonio Manrique de Lara, desde mayo de 1516 virrey de Navarra. Este tomó a Iñigo como gentilhombre a su servicio. Así, tras unos diez años pasados en la corte de Castilla a las órdenes de un alto funcionario, Iñigo pasaba a depen­der de otro importante personaje del reino.

A este propósito, para no caer en exageraciones, con­viene tener presente que Iñigo no fue nunca un militar de profesión, como no lo fueron ni su padre ni su hermano mayor, Martín García. Fue simplemente, como hemos dicho, un gentilhombre del virrey de Navarra, es decir, un familiar que le acompañaba, que cumplía sus encargos y que, si se presentaba la ocasión, empuñaba las armas y participaba en expediciones militares. Esto no contradice a su afirmación de que «principalmente se deleitaba en ejercicios de armas», porque, como él mismo especifica coma objetivo suyo, lo que a ello le movía era «un grande y vano deseo de ganar honra». Lo que pretendía, en definitiva, era procurarse un brillante porvenir en el mundo, lo cual, en la sociedad de su tiempo, no podía conseguirla sin el uso y la experiencia de las armas.

Es probable que Iñigo acompañase a su nuevo amo cuando éste acudió a las cortes de Valladolid en febrero de 1518 para la ceremonia de reconocimiento oficial de Carlos I como rey de Castilla. Allí estaba también su hermano Martín García, señor de Loyola, a quien el rey en aquella ocasión concedió el permiso para instituir el mayorazgo de Loyola, gracia que obtuvo con la intervención precisamente del duque de Nájera.

No tardó mucho Iñigo en hacerse útil a su señor. Cuando, en el curso de las agitaciones que perturbaron las villas y ciudades de Castilla, la ciudad de Nájera se levantó contra su señor, Iñigo tomó parte en la expedi­ción que sometió a los ciudadanos rebeldes el l8 de sep­tiembre de 1520. En esta ocasión dio muestras «de grande y noble ánimo y liberal», como anota el P. Po­lanco, pues mientras algunos de los expedicionarios se entregaron al saqueo de la ciudad, Iñigo no tomó nada para sí, pareciéndole que aquello era «caso de menos valer».

En 1521, el virrey de Navarra se valió de la coopera­ción de su gentilhombre para una misión delicada: la pa­cificación de las villas de Guipúzcoa, divididas respecto al problema de la aceptación de Cristóbal de Acuña para el cargo de corregidor de la provincia. Sostenían algunas de las villas, entre las que se contaban Azpeitia y Azcoi­tia, que aquel cargo le había sido conferido a Cristóbal de Acuña sin tener en cuenta los fueros de Guipúzcoa. Se llegó a un acuerdo, siendo autor del laudo arbitral, fir­mado el 12 de abril de 1521, el duque de Nájera. Las fuentes históricas no dicen más, pero nos consta, por el testimonio fidedigno del P. Polanco, que probablemente lo supo de labios del mismo Iñigo, que el duque se sirvió para aquella negociación de la obra de sus subalternos, entre los que se encontraba su gentilhombre. Polanco añade que en este asunto dio muestras «de ser ingenioso y prudente en las cosas del mundo y de saber tratar los ánimos de los hombres, especialmente en saber acordar diferencias o discordias».

3. La herida de Pamplona

Poco después de la feliz conclusión de aquel conflicto, Iñigo tomó parte en otra empresa de tipo militar, de la que iba a depender el futuro de su vida. Aprovechando la coincidencia de la ausencia de Carlos V y de la guerra de las comunidades, que en aquellos primeros meses de 1521 absorbía el grueso del ejército de Castilla, el rey de Francia, Francisco I, decidió favorecer las pretensiones de Enrique de Labrit al trono de Navarra, contando con el apoyo del partido local de los agramonteses. Desde la incorporación de Navarra a Castilla habían pasado sola­mente nueve años. Esto explica que el pueblo navarro no se sintiese aún del todo acostumbrado a la nueva situa­ción. A pesar de las reiteradas instancias del virrey de Navarra, no llegaban los refuerzos de tropas, necesarias para la defensa de aquel reino. Entre tanto, el ejército francés, compuesto por 12.000 infantes, 800 lanzas y 29 piezas de artillería, el 12 de mayo de 1521 traspasó la frontera a las órdenes de Andrés de Foix, señor de l'Espa­rre y conde de Montfort. El día 16 acampaba a media legua de Pamplona. El 17, el virrey se dirigió a Segovia, donde se encontraban los gobernadores: el almirante de Castilla, el condestable y el cardenal-obispo de Torto­sa Adriano de Utrecht, para exigir personalmente los refuerzos necesarios. Antes de marchar dejó a Pedro de Beaumont con un cuerpo de 1.000 milicianos para la de­fensa de Pamplona y dio orden a Iñigo de que se pusiese a las órdenes de éste. El día 18 estalló una revuelta en la ciudad: los vecinos con su concejo pretendían que les co­rrespondía a ellos el mando faltando el virrey; don Pedro y los suyos lo negaban resueltamente. No logrando do­minar la situación, decidieron marcharse. Eran, como escribió el duque de Nájera, «vientos recios contrarios a su defensión» de la ciudad. Entretanto, probablemente el día 18, llegó Martín García de Oñaz con su hermano Iñigo y un grupo de soldados que habían reunido en Gui­púzcoa. Al encontrarse con aquel alboroto, Martín Gar­cía con los suyos se volvió atrás, sin entrar ni siquiera en la ciudad. Iñigo no quiso seguirle. Refiere el P. Polanco que, «queriendo el dicho don Francisco [se trataba de Pedro de Beamonte] salirse de la ciudad por no le pare­cer que podría resistir a la fuerza de los franceses. su­biendo también sospecha de los mismos de Pamplona, Iñigo, avergonzándose de salir porque no pareciese huir, no quiso seguirle, antes se entró delante de los que se iban en la fortaleza, para defenderla con los pocos que en ella estaban». El P. Nadal añade que se dirigió al castillo a galope tendido, «incitato equo». Al día siguiente, 19, domingo de Pentecostés, se encerraba también en el cas­tillo su alcaide Miguel de Herrera. Aquel mismo día, los diputados de Pamplona juraban en Villava fidelidad a En­rique de Labrit. Una vez ocupada la ciudad, los france­ses comenzaron el asalto al castillo, cuyas defensas, to­davía no terminadas, ofrecían escasa resistencia. Fue ne­cesaria toda la entereza de Iñigo para que no se llegase a una capitulación.

Los hechos que entonces ocurrieron son conocidos. Una bala de culebrina o falconete, pasando por entre las piernas del joven soldado, le rompió una de ellas y le lastimó la otra. Iñigo quedaba fuera de combate, y su baja significó el fin de la resistencia. La tradición, trans­mitida por el P. Nicolás Orlandini, sitúa en el día 20 de mayo, lunes de Pentecostés, la herida de Iñigo. Puede ser que así fuese, pero las más recientes investigaciones han demostrado que la rendición del castillo no ocurrió hasta el día 23 o el 24.

La herida de Iñigo fue grave. Lo demostró el curso de su enfermedad en Loyola y lo sabemos por el testimonio del alcaide, Miguel de Herrera. En el proceso instruido contra él tras la rendición del castillo, Herrera pidió a sus jueces que escuchasen, entre otros testigos presenciales, al hermano del señor de Loyola, añadiendo que el caso era urgente, porque aquél estaba gravemente herido y no sabía si se llegaría a tiempo para recoger su testimonio. Otros testigos invocados por el alcaide, compañeros de Iñigo, fueron Pedro de Malpaso, veedor de las obras del castillo, que murió a fines de junio a consecuencia de las heridas sufridas; el maestre Pedro, maestro de las obras; San Pedro, mayordomo de la artillería, y un soldado lla­mado Santos. No sabemos si el interrogatorio de Iñigo llegó a efectuarse. Lo que sí consta es que Miguel de Herrera salió absuelto en aquel proceso.

Entretanto. Iñigo, que había recibido los primeros cuidados de parte de los franceses, fue llevado por sus paisanos en unas andas a la casa de Esteban de Zuasti, y de allí a su casa de Loyola. Allí le recibirían su hermano Martín García y su cuñada Magdalena de Araoz.

Era urgente curar al enfermo. Para ello fueron llama­dos médicos y cirujanos de varias partes. Estos vieron en seguida que la primera cura, por haber sido hecha preci­pitadamente y, tal vez, por manos inexpertas, no había dado buenos resultados. El mismo Santo nos cuenta los hechos en su Autobiografía. Los huesos, «por haber sido mal puestos la otra vez o por se haber desconcertado en el camino, estaban fuera de sus lugares, y así no podía sanar. Y hízose de nuevo esta carnecería, en la cual, así como en todas las otras que antes había pasado y des­pués pasó, nunca habló palabra, ni mostró otra señal de dolor que apretar mucho los puños».

A pesar de todo, iba empeorando y se llegó a temer por su vida. El día de San Juan, los médicos le aconseja­ron que se confesase y recibiese los sacramentos de los enfermos. El día 28, víspera de los santos Pedro y Pablo, fue el más crítico. Los médicos dijeron que, si antes de la medianoche no reaccionaba, se le podía dar por muerto. «Solía ser el dicho infermo devoto de San Pedro, y así quiso nuestro Señor que aquella misma media noche se comenzase a hallar mejor; y fue tanto creciendo la mejoría, que de ahí a algunos días se juzgó que estaba fuera de peligro de muerte». Una tradición posterior, recogida por la iconografía, refiere que aquella noche se le apare­ció San Pedro, devolviéndole la salud. En agradeci­miento, el Santo, durante su convalecencia, empezó a componer un poema en honor del santo apóstol.

Pero no todo había terminado. Los huesos se fueron soldando, pero debajo de la rodilla le había quedado en­cabalgado uno sobre otro, con lo que aquella pierna le quedaba más corta, y se le había formado un bulto que le afeaba. Ribadeneira dice que este defecto le habría impe­dido calzarse «una bota muy justa y muy polida» que él deseaba llevar. Esto no podía tolerarlo, porque —añade su biógrafo— «era mozo lozano y polido y muy amigo de galas y de traerse bien». Dio aquí muestras de su carác­ter. «Se informó de los cirujanos si aquello se podía cor­tar, y ellos dijeron que bien se podía cortar, más que los dolores serían mayores que todos los que había pasado, por estar aquello ya sano, y ser menester espacio para cortarlo; y todavía él se determinó martirizarse por su propio gusto, aunque su hermano más viejo se espan­taba, y decía que tal dolor él no se atrevería a sufrir. Lo cual el herido sufrió con la sólita paciencia. Y, cortada la carne y el hueso, se atendió a usar de remedios para que la pierna no quedase tan corta, dándole muchas unturas y extendiéndola con instrumentos continuamente, que mu­chos días le martirizaban. Mas nuestro Señor le fue dando salud». Se podía decir que estaba curado, pero necesitaba un largo período de inmovilidad. Aquella con­valecencia fue providencial para él.

Aunque en la Autobiografía habla el Santo de médicos y cirujanos en plural, conocemos el nombre del cirujano que le curó, por lo menos como médico principal. Se trata del cirujano Martín de Iztiola, de Azpeitia, el cual pidió a la familia 13 ducados por la cura de Iñigo, de los que se le pagaron 10. Lo declaró el mismo Martín de Iz­tiola a los albaceas del hermano mayor de San Ignacio al presentar la cuenta por los servicios prestados en casa del señor de Loyola, «en el dicho su oficio de cirujía». Contando todo lo que se le debía, comprendidos los tres ducados restantes por la cura de Iñigo, redondeó todo en la cantidad de otros 10 ducados. Curiosa coincidencia. Alonso de San Pedro, uno de los compañeros de Iñigo en la defensa del castillo de Pamplona, recibió de las autori­dades 12 ducados «para ayuda do curar la herida que re­cibió en defensa de la fortaleza de Pamplona».

4. El convertido de Loyola

Para distraer sus ocios, el enfermo pensó refugiarse en la lectura de los libros de caballerías, con los que se ha­bía familiarizado en la casa de Juan Velázquez. Pero en la casa de Loyola no se encontraban tales libros. Se con­servaban allí, en cambio, los cuatro tomos en folio de la Vita Christi, de Ludolfo de Sajonia, cartujo, traducidos al castellano por el franciscano Ambrosio Montesino e impresos en Alcalá por los años 1502 y 1503. Había tam­bién el Flos sanctorum, o vidas de los santos, de Jacobo de Varazze, traducido por el cisterciense Gauberto María Vagad. No habiendo otros, se dio a la lectura de aquellos libros espirituales. Y aquella lectura le transformó. Du­rante los intervalos, su pensamiento volaba, a veces, ha­cia las cosas del mundo, otras veces se concentraba en lo que había leído.

Entre otros pensamientos, había uno que le absorbía hasta tal punto, que se le pasaban tres o cuatro horas seguidas dándole vueltas en su imaginación. Se trataba de las hazañas que realizaría para conseguir la mano de una señora, las palabras que le diría para congraciársela, los hechos de armas que cumpliría en su servicio. Eran sueños tanto más difíciles de realizar cuanto que la dama de que se trataba «no era de vulgar nobleza; no condesa ni duquesa, más era su estado más alto que ninguno dés­tas». Se han hecho varias conjeturas sobre quién fue la dama de los pensamientos de Iñigo enfermo. Es probable que no se tratase de ninguna persona real, sino de una criatura imaginaria. Caso de que se tratase de alguna realmente existente, la que parece ofrecer más probabili­dades fue la hermana de Carlos V Catalina, a quien Iñigo pudo ver en Valladolid o en Tordesillas, donde la joven princesa hacía compañía a su infortunada madre, la reina doña Juana la Loca. En 1525, Catalina se casó con Juan III de Portugal.

En este alternarse de pensamientos piadosos y de va­nos ensueños intervino un factor decisivo, no sólo en la evolución del enfermo, sino en la posterior composición del Libro de los Ejercicios espirituales. Se trata del dis­cernimiento de los espíritus. Reflexionando sobre lo que pasaba en su interior, Iñigo se fue dando cuenta de que los pensamientos de Dios y de los santos entraban con dificultad, pero le dejaban después contento y sosegado, mientras que los del mundo se introducían suavemente, pero le dejaban seco y descontento. Al principio no re­flexionó sobre esta variedad, pero poco a poco se le fue­ron abriendo los ojos, y reconoció que lo que pasaba en su interior era una lucha entre dos espíritus contrarios, uno bueno y uno malo. «Este fue el primer pensamiento que hizo en las cosas de Dios, y después, cuando hizo los Ejercicios, de aquí comenzó a tomar lumbre para lo de la diversidad de espíritus».

Los pensamientos buenos que le venían con insistencia eran éstos: «¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco y esto que hizo Santo Domingo?» Con esto se le ocurrían cosas grandes y difíciles que podría realizar, y su voluntad se inclinaba a ponerlas en práctica. «Mas todo su discurso era decir consigo: ¿Santo Domingo hizo esto? Pues yo lo tengo que hacer. ¿San Francisco hico esto? Pues yo lo tengo de hacer».

El esfuerzo de la reflexión y la luz de la gracia acaba­ron por prevalecer en el ánimo del convaleciente. Cada vez iba viendo con más claridad que tenía que romper con su vida pasada y emprender otra radicalmente dis­tinta. Por fin, la decisión fue tomada. No quedaba más que determinar el modo y el tiempo de ponerla en ejecu­ción. Dos puntos se le ofrecían con carácter prioritario. Apenas salido de su casa, emprendería una peregrinación a Jerusalén. Para imitar los ejemplos de los santos, se daría a una vida de rigurosa penitencia. Como sucede con otros convertidos, medía la santidad con la severidad de las austeridades corporales. La fuerza de estos pen­samientos fue tan grande, que poco a poco se le fueron desvaneciendo los sueños de una vida mundana.

A confirmarle en sus buenos propósitos concurrió una que él llamó «visitación», referida en estos términos: «Estando una noche despierto, vio claramente una imagen de nuestra Señora con el santo Niño Jesús, con cuya vista por espacio notable recibió consolación muy exce­siva». Efecto inmediato de aquella visita fue «un asco de toda su vida pasada, y especialmente de cosas de carne, que le parecía habérsele quitado del ánima todas las es­pecies que antes tenía en ella pintadas». Y así, desde aquel momento hasta el año 1553 en que esto contaba, «nunca más tuvo ni un mínimo consentimiento en cosas de carne».

Las señales de la conversión de Iñigo fueron tan cla­ras, que su hermano mayor y los demás moradores de la casa de Loyola no pudieron dejar de notarlas. Entre tanto, él seguía madurando sus planes. Empezaba ya a levantarse y. con ello, a poder escribir. Le vino la idea de tomar apuntes de los libros que estaba leyendo. Tomó un cuaderno de unas 300 hojas y se puso a escribir. Las palabras de Cristo las copiaba con tinta roja; las de la Virgen, con tinta azul; y todo con buena letra, «porque era muy buen escribano».

Mientras el convaleciente estaba sumido en sus pro­fundas reflexiones, el mundo iba siguiendo su curso. En agosto de aquel año 1521, Martín García, como patrono, se ocupaba de la buena marcha de la parroquia de Azpeitia. Con el rector y los siete beneficiados le vemos deli­berando sobre los actos de culto que debían celebrarse, sobre la puntualidad en su cumplimiento, sobre el reparto de los diezmos ofrecidos por los fieles. Tenía también tratos con las religiosas del convento de la Concepción, que proyectaban construir una iglesia junto a su con­vento. Martín García se ofreció a cederles unos solares que poseía en aquel sitio, aspirando a ser nombrado pa­trono de aquella iglesia como lo era de la parroquia. En octubre de aquel mismo año, Martín García acudió a la defensa de Fuenterrabía, atacada por los franceses, y fue partidario de la defensa de la plaza a toda costa, aun con el sacrificio de la vida, desaconsejando la rendición, que al fin fue decidida por el capitán Diego de Vera el 28 de dicho mes.

Los pensamientos de Iñigo se extendían hacia el fu­turo. ¿Qué haría a su vuelta de Jerusalén? Una de las ideas que se le ocurrieron fue la de encerrarse en la car­tuja de Nuestra Señora de las Cuevas, cerca de Sevilla, sin decir quién era, para que le tuviesen en menos. Así, a un criado que iba a Burgos le encomendó que se infor­mase en el monasterio de Miraflores sobre la regla de los cartujos. Le gustó, pero aquella idea no pasó adelante, parte por tratarse de una meta todavía lejana, parte por­que lo parecía a Iñigo que, si vivía atado a una regla, no tendría la libertad que él quería para llevar una vida de penitente.

Llegó el momento de dar el gran paso. Encontrándose con su hermano, le dijo que tema que ir a Navarrete, donde se encontraba el duque de Nájera. Ya veremos que no se trataba solamente de un pretexto, pues en reali­dad deseaba encontrarse con su antiguo jefe. Martín García adivinó en seguida de qué se trataba. Sospechaba él y otros de la casa de Loyola que Iñigo «quería hacer una gran mutación». Inquieto y turbado por los planes de su hermano, le llevó de una habitación a otra, exhortán­dole encarecidamente «que no se eche a perder y que mire cuánta esperanza tiene dél la gente y cuánto puede valer». Palabras dictadas, es verdad, por el amor fra­terno, pero que a nosotros nos revelan la opinión que se tenía de Iñigo y las esperanzas que en él se tenían funda­das. Pero él se mostró inamovible en sus propósitos «y se descabulló del hermano». Sería a fines de febrero cuando, atravesando la puerta ojival de Loyola, empren­dió su larga ruta de peregrino.

Antes de describir su peregrinación convendrá dar una mirada a la situación externa de su país tal como se pre­sentaba a los comienzos de aquel año 1522.

La ocupación de Navarra por parte de los franceses duró solamente poco más de un mes. A ella puso fin la bata­lla de Noáin. Pero en septiembre y octubre, los franceses intentaron otro asalto, esta vez contra la plaza de Fuenterrabia, que se rindió, como hemos visto, el 28 de octu­bre. Este peligro había movido a los tres gobernadores que administraban el reino durante lo ausencia de Car­los V a trasladarse a Vitoria. El 24 de enero de 1522 llegó a la capital alavesa el primer anuncio de la elevación al sumo pontificado de uno de los tres gobernadores, el cardenal Adriano de Utrecht. Siguió, el 9 de febrero, la comunicación oficial, y el 10, la aceptación por parte del elegido.

Se encontraba también en Vitoria, en calidad de go­bernador, el condestable de Castilla Iñigo Fernández de Velasco. Este mantenía desde antiguo una decidida ene­mistad hacia el duque de Nájera, el protector de Iñigo. El duque se retiró a sus dominios en la Rioja, Nájera y Na­varrete, humillado y perjudicado en sus intereses mate­riales. Hacía veinte meses que no cobraba su sueldo y, de resultas de las agitaciones del año 1521, había «per­dido y gastado cuanto tiene y saqueada su casa». Para colmo de desgracia, el 21 de agosto de 1521 fue relevado de su cargo de virrey de Navarra, que fue confiado al conde de Miranda.

Iñigo sabía que el duque se encontraba en Navarrete, porque éste había mandado algunas veces a preguntar en Loyola acerca del estado de su gentilhombre herido. El anuncio de la elección del nuevo papa debió de lle­gar a Loyola antes de que Iñigo partiese. En todo caso, el camino que él pensaba recorrer hacia Montserrat y Barcelona coincidía con el que tendría que seguir el nuevo papa con su comitiva: por la Rioja y la ribera de Navarra, hacia Zaragoza y Barcelona. Iñigo tomó todas las precauciones para no coincidir con la comitiva ponti­ficia, por temor de encontrar en el séquito del papa per­sonas que le pudiesen conocer. Deseaba a toda costa que sus planes se mantuviesen secretos. Su táctica consistió en adelantase al papa, que salió de Vitoria el 12 de marzo y el 15 se detuvo en Nájera.

III. PEREGRINO EN MONTSERRAT

1. El camino hacia la montaña santa

Iñigo salió de Loyola a fines de febrero de aquel año 1522 cabalgando en una mula. Quiso seguirle un hermano suyo, a quien no nombró, pero que fue seguramente el rector de Azpeitia Pero López de Oñaz. A éste le per­suadió que se detuviesen en Aránzazu, donde él pensaba hacer una vigilia de oración ante la venerada imagen de la Virgen. Años más tarde, escribiendo a San Fran­cisco de Borja, le recordará las gracias recibidas en aque­lla memorable vigilia. Es probable que allí hiciese el voto de castidad. Él dijo solamente que lo había hecho du­rante su camino a Montserrat y que lo había ofrecido a la Virgen, sin saber, como ya notó el P. Laínez, que los votos se hacen directamente a Dios. Pero esta circuns­tancia avala la hipótesis de que el voto lo hizo en un san­tuario mariano, y no parece que visitase sino el de Arán­zazu antes de llegar a Montserrat. El hecho cierto es que la Virgen lo tomó bajo su especial protección, de tal ma­nera —como apunta el mismo Laínez— que, «con haber sido hasta allí combatido y vencido del vicio de la carne, desde entonces acá nuestro Señor le ha dado el don de la castidad, y, a lo que creo, de muchos quilates».

En anzuola, donde se despidió de su hermana Magda­lena, o en Oñate, dejó a su hermano y solo se dirigió a Navarrete, en la Rioja. Su intención era despedirse de su protector y además cobrar «unos pocos de ducados que le debían en casa del duque». Para ello mandó una nota al tesorero de éste. El tesorero le contestó que no tenía dinero en caja. Que no se trataba de una excusa lo prueba cuanto antes hemos indicado sobre la apurada si­tuación en que se encontraba en aquellos momentos el duque de Nájera. Pero, al enterarse él de la demanda de Iñigo, dijo que «para todo podía faltar, mas que para Loyola no faltase; al cual deseaba dar una buena tenencia, si la quisiese acetar, por el crédito que había ganado en lo pasado». Recibido aquel dinero, Iñigo lo mandó repar­tir, parte «en ciertas personas a quienes se sentía obli­gado y parte a una imagen de nuestra Señora que estaba mal concertada, para que se concertase y ornase muy bien». Y de Navarrete prosiguió para Montserrat, ade­lantándose unos ocho días a la comitiva del papa, que el día 15 de marzo se detuvo en Nájera.

Desde la Rioja, el camino pasaba por Tudela, Pedrola, Zaragoza, Lérida, Cervera e Igualada. En las largas ho­ras de su peregrinación, su pensamiento se dirigía cons­tantemente hacia Dios y a las cosas que pensaba hacer en su servicio. Y, no entendiendo nada de humildad, ni ca­ridad, ni paciencia, ni de la discreción necesaria en el ejercicio de estas virtudes, toda su atención se concen­traba en las grandes penitencias que pensaba hacer, mi­diendo por ellas la santidad. Había, con todo, una cir­cunstancia, y era que, aunque aborrecía profundamente sus pecados, al hacer penitencia no pensaba tanto en ellos como en hacer cosas grandes exteriores, porque así las habían hecho los santos para gloria de Dios.

Un episodio interrumpió la tranquilidad de aquella pe­regrinación. Por el camino coincidió Iñigo con un moro, caballero en un mulo. Los dos caminantes trabaron con­versación y vinieron a tratar de la virginidad de María. El moro concedía que ésta hubiese podido ser virgen antes del parto, mas no podía creer que hubiese podido parir quedando virgen. Por más razones que le dio el peregrino, el moro no se quiso convencer, y, dejando a su compañero, prosiguió su camino tan de prisa, que Iñigo le perdió pronto de vista. Al quedarse solo le asaltó esta duda: ¿Había hecho todo cuanto estaba en su poder para defender la virginidad de María? Entraron aquí en juego, como nos dice él mismo, «unas mociones que hacían en su ánima descontentamiento, pareciéndole que no había hecho su deber»; y así «le venían unos deseos de ir a buscar el moro y darle de puñadas por lo que había dicho». Estuvo largo tiempo dudoso sobre lo que debía hacer. La solución que encontró fue dejar suelta su mula hasta llegar a una bifurcación de dos caminos, uno que conducía a un pueblo cercano —parece que se trataba de Pedrola—, adonde se dirigía el moro, y otro que era el camino real. Quiso Dios que, aunque el camino que lle­vaba al pueblo era mejor y más ancho, la mula siguió por el camino real, y del moro se perdieron las huellas. Con ello quedó tranquila la conciencia del peregrino. Llegando a un pueblo grande antes de Montserrat —parece que se trató de Igualada—, compró un trozo de tela de saco para hacerse con él una túnica de peregrino y unas esparteñas. De éstas se calzó solamente la del pie derecho, que era el que había quedado más resentido de las heridas sufridas. La pierna la llevaba atada con una venda, a pesar de lo cual y de que iba montado en una mula, por la noche se la encontraba siempre hinchada.

2. Velando las nuevas armas al pie de la Moreneta

Por fin llegó a Montserrat. El día no nos consta con certeza. El único dato cierto es el de la vigilia nocturna ante el altar de la Virgen, efectuada en la noche entre el 24 y el 25 de marzo. A la vigilia precedió la confesión, que duró tres días. Según esto, la llegada a Montserrat debió de ocurrir, a más tardar, el día 21 de marzo. Es probable que haya que adelantarla algún día más.

La peregrinación a Montserrat era muy popular en aquellos tiempos. De ahí que a Iñigo le viniese la idea de realizarla, tanto más que aquel célebre santuario mariano quedaba al lado del camino que tenía que recorrer para llegar a Barcelona, puerto de embarque para Roma, donde tenía que solicitar del papa el permiso para ir a Jerusalén. Además de encomendar sus planes a la Santí­sima Virgen, como ya lo había hecho en Aránzazu, tenía intención de vestirse allí de las armas de su nueva milicia espiritual, a la manera que los noveles caballeros solían hacerlo para dar comienzo a la terrena. Esta ceremonia iba precedida de una vigilia nocturna, durante la cual el nuevo caballero velaba sus armas. Así lo prescribían las Siete partidas y así lo había visto Iñigo practicado en los libros de caballerías.

Antes de la vigilia quiso purificar su alma mediante una confesión general de toda su vida. Su confesor fue un monje francés que atendía en el monasterio a los peregri­nos. Se llamaba Juan Chanon. Este fue el primero a quien Iñigo descubrió sus planes, mantenidos hasta aquel momento en secreto. Su confesor debió de poner en ma­nos de Iñigo alguno de los manuales de confesión que entonces se usaban para facilidad de los penitentes. Es probable que Chanon iniciase a Iñigo, o entonces o en sucesivas ocasiones, en los métodos de oración, hacién­dole leer el Ejercitalario de la vida espiritual, compuesto por el reformador del monasterio de Montserrat, García Jiménez de Cisneros, e impreso en el mismo monasterio el año 1500. Para que fuese más completa, Iñigo puso su confesión por escrito, y empleó en hacerla tres días. La víspera de la fiesta de la Anunciación de la Virgen, 25 de marzo, buscó un pobre y, despojándose de sus ves­tidos, se los entregó. Él se vistió su túnica de peregrino. Así realizó su vigilia a los pies de la Virgen morena, a ratos en pie, a ratos de rodillas, pasando toda la noche en oración.

IV. MANRESA, LA PRIMITIVA
IGLESIA DE IGNACIO

Iñigo nos dice que, «en amaneciendo, se partió por no ser conocido, y se fue no el camino derecho de Barce­lona, donde hallaría muchos que le conociesen y le hon­rasen, mas desviase a un pueblo que se dice Manresa, donde deseaba estar en un hospital algunos días, y tam­bién notar algunas cosas en su libro, que llevaba él muy guardado y con que iba muy consolado». Una declara­ción tan explícita no deja lugar a duda sobre la fecha en que salió de la santa montaña y sobre el lugar a donde dirigió sus pasos. Las razones de su desviación a Man­resa y, sobre todo, su prolongada permanencia en la ciu­dad del Cardoner resultan menos claras. El Santo habla del miedo de encontrar personas que le pudiesen cono­cer. No constándonos que tuviese amigos en Cataluña, es claro que él aludía a las personas del séquito del nuevo papa Adriano VI, entre las cuales había, sin duda, fun­cionarios de la corte de Castilla conocidos de Iñigo. En realidad, este peligro era algo remoto, porque ya hemos visto que él llegó a Manresa el 25 de marzo, mientras que la comitiva pontificia estaba todavía en Zaragoza el día 29 del mismo mes.

1. Por qué se detuvo en manresa

Su plan inmediato era retirarse en Manresa algunos días para «notar algunas cosas en su libro». Sin duda, se trataba de las luces recibidas en Montserrat. Él pensaba quedarse allí solamente «algunos días», pero éstos se convirtieron en unos once meses. ¿Por qué? A falta de una declaración explícita del Santo, es necesario recurrir a conjeturas. Un motivo pudo ser la peste, de la que se registraron algunos casos en el principado de Cataluña, y que movió a las autoridades de Barcelona a prohibir la entrada de forasteros en la ciudad. Consta que fueron emanados bandos en este sentido, uno de los cuales es del 2 de mayo de 1522, es decir, poco más de un mes después de la llegada de Iñigo a Manresa. Al término de los breves días que él pensaba residir en esta ciudad, pudo encontrarse ante la dificultad de entrar en Barce­lona para embarcarse. Hay otra razón probable. Si tene­mos en cuenta que la peregrinación a Jerusalén sólo po­día realizarse en un determinado periodo del año, pode­mos pensar que a Iñigo se le pasó la oportunidad de rea­lizarla durante aquel año 1522. Porque para hacer la peregrinación se requería el permiso del papa, y éste lo concedía a los peregrinos durante la Pascua, que aquel año recayó en el día 22 de abril. Pocos días de retraso en Manresa, unidos a los que necesitaría en Barcelona para procurarse el viaje a Roma, hicieron que le fuese imposi­ble llegar a tiempo a la Ciudad Eterna. En vista de esto, decidió continuar en Manresa. Consta, además, que el nuevo papa no llegó a Roma hasta el mes de agosto. Pu­dieron influir las enfermedades que sabemos que sufrió en Manresa o, simplemente, el hecho de que allí encon­tró las condiciones favorables para su vida de oración y penitencia, y no tuvo ya prisa en llevar adelante sus pla­nes, aplazando para más adelante la peregrinación.

En todo caso, y esto es lo más importante, la perma­nencia de Iñigo en Manresa ha de calificarse como de providencial. Entre pruebas interiores y divinas ilustra­ciones, se fue realizando allí la transformación espiritual de Iñigo, que culminó con la práctica de los Ejercicios. Con frase feliz, el Santo calificó a Manresa de «su primi­tiva iglesia», aludiendo a los extraordinarios fervores de aquel periodo inicial, y quizás también a los comienzos de su apostolado con el grupo de personas que le ro­dearon.

2. Vida exterior

La vida exterior de Iñigo era la propia de un peregrino pobre. Vestía su túnica de paño burdo, que le valió el apelativo de «l'home del sac», bien pronto cambiado por el más significativo de «l'home sant». Al principio encon­tró hospedaje en el hospital de Santa Lucía, donde se recogían los pobres y enfermos. Pero el lugar habitual de su residencia fue el convento de los dominicos. Allí vivía el P. Galceran Perelló, a quien escogió el Santo como confesor, aunque ocasionalmente trató también de las cosas de su conciencia con otros sacerdotes. Durante las enfermedades «muy recias» que le aquejaron, encontró caritativa acogida en la casa de algunos bienhechores. El mismo nos habla de la casa de un tal Ferrer, padre de uno que fue después criado de Baltasar de Faria, encar­gado en Roma de los negocios del rey de Portugal. Los procesos nos hablan también de las casas de Amigant y de Canyelles. Por los mismos procesos sabemos también que para hacer oración se solía retirar a una de las cue­vas excavadas en la ladera del monte que bordea el río Cardoner.

Aparte de sus ejercicios de devoción, se dedicaba a las obras de caridad con los pobres y enfermos. Su principal apostolado era el de la conversación, con el que se cau­tivó las simpatías de los manresanos. Sentía avidez por encontrar personas con las que pudiese mantener con­versaciones de temas espirituales. Pero no las encontró ni en Manresa ni en Barcelona. Solamente hubo una sierva de Dios, muy conocida aun fuera de Manresa, que, después de hablar una vez con el peregrino, ex­clamó: «¡Oh!, plega a mi Señor Jesucristo que os quiera aparecer un día». De lo cual el Santo quedó espantado. Es probable que algunas veces subiese al monasterio de Montserrat para hablar de sus cosas con Juan Chanon, el monje con el que había hecho su confesión gene­ral. Y es fácil suponer que, en aquellas conversaciones, el piadoso benedictino le iniciase en la práctica de la ora­ción metódica. En todo caso, Montserrat fue el único centro dedicado a la oración metódica con el cual pudo tener por entonces contacto San Ignacio. El Santo no mencionó el Ejercitatorio entre sus libros de lectura; sí, en cambio. y con grandes elogios, el libro de la Imita­ción de Cristo, que muchos atribuían entonces a Juan Gersón, canciller de la Universidad de París, por lo que se llamaba «el Gersoncito», como ahora lo llamamos «el Kempis». Le gustaba tanto, que desde que vino a sus manos no buscó ya ningún otro libro espiritual. Y se po­seyó tanto de las enseñanzas de este libro, que pudo de­cirse de él que en sus palabras y acciones parecía ser «un Gersón puesto en ejecución». Aun durante su generalato de la Compañía no tenía sobre su mesa más libros que el Nuevo Testamento y la Imitación de Cristo, a la que lla­maba «la perdiz de los libros espirituales».

Pero, más que los hombres y los libros, le guiaba Dios. El mismo nos dice que Dios le trataba de la manera que un maestro de escuela trata a un niño, enseñándole. Y de esto estaba tan convencido, que le parecía que ofendería a Dios si dudase de ello.

3. Los tres periodos de una evolución interior

Atendiendo al proceso de la evolución interior de Iñigo, los once meses de su estancia en Manresa se puede dividir en tres períodos: el primero fue de tranqui­lidad, manteniéndose el Santo «cuasi en un mismo estado interior, con una igualdad grande de alegría, sin tener ningún conocimiento de las cosas interiores espirituales». El segundo se caracterizó por una durísima lucha inte­rior, con dudas y escrúpulos. En el tercero recibió gran­des ilustraciones divinas y compuso los Ejercicios espirituales.

Del primer período poco hay que señalar. Vivía de li­mosna. No comía carne ni bebía vino, aunque se lo ofre­ciesen, excepto los domingos, en que interrumpía su ayuno. Se dejó crecer el cabello, que lo tenía abundante, y hasta entonces arreglado conforme al uso del tiempo. No se cortaba las uñas de las manos y pies, cosa en la que antes había sido muy curioso. En la seo o en la igle­sia de los dominicos oía cada día misa y asistía a las vís­peras cantadas, sintiendo en ello gran consolación. Al tiempo de la misa solía leer el evangelio de la pasión. Su principal ocupación era la oración, a la que dedicaba cada día siete horas, algunas de ellas durante la noche. Procuraba hablar de cosas espirituales con las personas que encontraba. Lo demás del día lo empleaba en cosas de Dios, reflexionando sobre lo que había meditado o leído.

La placidez de aquellos primeros meses se transformó, más o menos bruscamente, en una terrible batalla inte­rior. Le vino insistentemente esta duda: «¿Que nueva vida es esta que agora comenzamos?» Comparándola con la pasada, le parecía que ésta no tenía sentido. Otro pen­samiento «recio» le molestó: «¿Y cómo podrás tú sufrir esta vida setenta años que has de vivir?» Pero a esto res­pondió también interiormente con gran fuerza, enten­diendo que venía del enemigo: «¡Oh miserable! ¿Pué­desme tú prometer una hora de vida?» Y así venció la tentación y quedó quieto.

Más duro y más prolongado fue el combate de los es­crúpulos. Sus dudas se referían a las confesiones pasa­das. Aun cuando en Montserrat se había confesado gene­ralmente con tanta diligencia y en Manresa había repe­tido sus confesiones, le asaltaba la duda de haber omitido algunos pecados o de no haber declarado bien los confe­sados. Volvía a confesarse, pero no recobraba la paz. Un doctor de la seo le recomendó que pusiese por escrito su confesión. Lo hizo, pero de nada le sirvió. Él dice que «le tomaban los escrúpulos, adelgazándose cada vez más las cosas». Un día se le ocurrió que la solución sería que su confesor le ordenase que no volviese a confesarse más de las cosas pasadas. No lo hizo, por parecerle que, ha­biendo salido de él este remedio, no tendría validez. Su­cedió, con todo, que el confesor, espontáneamente, le mandó que no volviese más sobre las cosas pasadas, a no ser que se tratase de algo muy claro. Esta última salve­dad hizo que resultase inútil el remedio, pues a él todo le parecía claro.

En medio de una situación tan angustiosa, no dejaba sus siete horas de oración, ni de practicar las cosas espi­rituales que tenía propuestas. Un día, en un momento de aprieto, prorrumpió en esta exclamación, proferida en alta voz: «Socórreme, Señor, que no hallo ningún reme­dio en los hombres ni en ninguna criatura; que, si yo pensase de poderlo hallar, ningún trabajo me sería grande. Muéstrame tú, Señor, dónde lo halle, que, aun­que sea menester ir en pos de un perrillo para que me dé el remedio, yo lo haré».

La agitación llegó a veces al paroxismo, con tentacio­nes impetuosas de suicidarse, echándose «de un agujero grande que aquella su cámara tenía». Pero, reconociendo que quitarse la vida era pecado, volvía a gritar: «Señor, no haré cosa que te ofenda», repitiendo estas palabras, como las otras, muchas veces.

Un día se acordó de haber leído que un santo estuvo sin comer hasta que alcanzó una gracia que deseaba ar­dientemente. Un hecho semejante se lee de San Andrés Apóstol y de San Pablo Ermitaño. El Santo pudo aludir a uno de éstos. Decidido a seguir aquel ejemplo, empezó su ayuno un domingo después de haber comulgado. Pasó toda aquella semana sin probar bocado, continuando, con todo, sus siete horas de oración y demás prácticas espirituales. Pero al domingo siguiente, su confesor, in­formado, le mandó que interrumpiese aquel ayuno exage­rado.

Lo que no habían logrado todas sus industrias, lo pudo la gracia. «Quiso el Señor que despertó como de sueño. Y como ya tenía alguna experiencia de la diversidad de espíritus con las liciones que Dios le había dado, empezó a mirar por los medios con que aquel espíritu era venido, y así se determinó con grande claridad de no confesar más ninguna cosa de las pasadas; y así de aquel día ade­lante quedó libre de aquellos escrúpulos, teniendo por cierto que nuestro Señor le había querido librar por su misericordia». La curación de los escrúpulos fue, pues, fruto del discernimiento de espíritus, que ya en Loyola había sido la base de la conversión de Iñigo. Aquella te­rrible prueba había servido para completar la obra de su purificación y para convertir a Iñigo en un maestro expe­rimentado en la curación de los escrupulosos. Porque es evidente que las «Reglas para sentir y entender escrúpu­los y suasiones de nuestro enemigo» de los Ejercicios, que han devuelto la paz a tantas almas, tienen su origen en la experiencia personal de Iñigo.

El tercer período de Manresa se caracterizó por las consolaciones espirituales y por las ilustraciones divinas. El objeto de éstas fue muy variado. Hacía cada día ora­ción a la Santísima Trinidad. Un día, mientras rezaba las horas de la Virgen sentado en las gradas del altar de la iglesia de los dominicos, «se le empezó a elevar el enten­dimiento, como que veía la Trinidad en figura de tres te­clas, y esto con tantas lágrimas y tantos sollozos, que no se podía valer. Y, yendo aquella mañana en una proce­sión que de allí salía, nunca pudo retener las lágrimas hasta el comer, ni después de comer podía dejar de ha­blar sino en la Santísima Trinidad, y esto con muchas comparaciones y muy diversas». Desde entonces le quedó para siempre una gran devoción al misterio de la Trinidad, de la que nos dejó rasgos conmovedores en su Diario espiritual.

«Una vez se le representó en el entendimiento, con grande alegría espiritual, el modo con que Dios había criado el mundo». Otra visión intelectual consistió en ver claramente cómo estaba Jesucristo en el santísimo sa­cramento del altar. Veía a veces con los ojos interiores la humanidad de Cristo y su figura, que le parecía como un cuerpo blanco, sin distinción de miembros. Esto lo vio en Manresa muchas veces y se le repitió durante la peregri­nación a Jerusalén, y otra vez mientras caminaba cerca de Padua. También vio muchas veces, en forma seme­jante y sin distinción de partes, a la Santísima Virgen.

Todas estas divinas ilustraciones tuvieron como efecto en Iñigo una tal confirmación en la fe, «que muchas ve­ces ha pensado consigo: Si no hubiese Escriptura que nos enseñase estas cosas de la fe, él se determinaría a morir por ellas solamente por lo que ha visto».

4. La ilustración del cardoner

Entre todas, hubo una que tuvo especial repercusión en su alma y una enorme trascendencia para su futuro. Es la que comúnmente se ha venido llamando la «eximia ilustración». Dejemos que él mismo nos la refiera:

«Una vez iba por su devoción a una iglesia que estaba poco más de una milla de Manresa, que creo yo que se llama San Pablo, y el camino va junto al río. Y, yendo así en sus devociones, se sentó un poco con la cara hacia el río, el cual iba hondo. Y, estando allí sentado, se le empeza­ron abrir los ojos del entendimiento; y no que viese al­guna visión, sino entendiendo y conociendo muchas co­sas, tanto de cosas espirituales como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas. Y no se puede declarar los particulares que entendió entonces, aunque fueron muchos, sino que recibió una grande claridad en el en­tendimiento, de manera que en todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años, coligiendo todas cuantas ayudas haya tenido de Dios y todas cuantas co­sas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le pa­rece haber alcanzado tanto como de aquella vez sola». Y en una nota marginal, su confidente, el P. Gonçalves da Cámara, añadió esta aclaración, escuchada de labios del mismo Santo: «Y esto fue en tanta manera de quedar con el entendimiento ilustrado, que le parescía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto que tenía antes».

Las palabras del Santo son suficientemente claras para descubrirnos toda la magnitud de la gracia recibida. Cuanto al lugar donde ocurrió la eximia ilustración, el Santo nos dice solamente que fue en el camino que con­ducía a la iglesia de S. Pablo. Hacia esta iglesia se po­día ir, bien por la orilla del río, bien por un camino que va por lo alto del monte. Parece más probable que se tratase de este segundo camino, desde el cual se puede decir con toda verdad que el río va hondo para quien se pare a mirarlo. Al margen de este camino se encontraba la cruz del Tort, a la cual alude el Santo, después de relatar la ilustración, cuando dice que «y después que esto duró un buen rato, se fue a hincar de rodillas a una cruz, que estaba allí cerca, a dar gracias a Dios». Es hermosa y sugestiva la vista que se observa desde aquel lugar, con la silueta de la montaña de Montserrat en el horizonte.

Como el mismo Santo especifica, no se trató de una visión, sino de iluminación intelectual. Esta no tuvo por objeto ningún misterio particular de la fe. Fue un abrírsele los ojos del entendimiento, «entendiendo y cono­ciendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales como de cosas de la fe y de letras». La iluminación fue tal, «que le parecían todas las cosas nuevas». Es decir, que salió de allí completamente transformado en su interior. Lo que supera toda ponderación es la afirmación del Santo: juntando todas las gracias que había recibido en su vida hasta aquel momento, cuando él calculaba que tenía más de sesenta y dos años, no había recibido de Dios tanto como en aquella vez sola. Sabiendo los dones místicos que recibió del Señor en el decurso de su vida, podemos calificar de verdaderamente extraordinaria esta gracia obtenida en Manresa.

Lo fue muy particularmente, y tal vez a esto aludía el Santo, por la trascendencia que tuvo no sólo para el fu­turo de la vida interior de Ignacio, sino también en orden a la Compañía. A ella aludía él, sin ninguna duda, cuando, al ser preguntado por algunas cosas del nuevo Instituto, dijo que a esto se podría responder «con un negocio que pasó por mí en Manresa». Con razón, pues, el P. Cámara, a quien Ignacio hizo sus confidencias, co­mentó esta afirmación, diciendo que en Manresa le mani­festó el Señor muchas cosas de las que después él ordenó en la Compañía. De aquí se ha llegado a tomar pie para afirmar que en aquella ocasión tuvo Ignacio una preno­ción de la Compañía. Los hechos que siguieron no con­firman esta opinión, porque muchos años después de Manresa vemos a Ignacio incierto sobre su futuro lejano, y, como afirmó el P. Nadal, «era llevado suavemente ha­cia donde él mismo no sabía», es decir, hacia la funda­ción de una nueva orden religiosa. Solamente al ver frus­trado su plan de ir a Jerusalén con sus compañeros de París y después de largas deliberaciones de todo el grupo, se decidió a emprender la nueva fundación. Lo que sí puede decirse es que en aquella ilustración vio el nuevo derrotero que había de seguir su vida. Iñigo no sería ya aquel peregrino solitario que en oración y peni­tencia procuraba imitar los ejemplos de los santos, sino que de allí en adelante se dedicaría a procurar el bien del prójimo, buscando compañeros que se quisiesen asociar a esta empresa, con los cuales formaría un grupo apostó­lico. Sin tener, pues, una neta visión de lo que había de hacer con el pasar de los años, fue orientándose hacia la realización de aquella que había de ser la misión de su vida. En este sentido cabe relacionar la fundación de la Compañía de Jesús con la eximia ilustración de Manresa. Esta visión del futuro habrá que relacionarla con las me­ditaciones del Reino de Cristo y de las dos Banderas, que se han de colocar en el período de Manresa, y que ya testigos tan autorizados como el P. Jerónimo Nadal pu­sieron en relación con la fundación de la Compañía de Jesús.

5. Los «ejercicios espirituales»

Fruto de sus largas experiencias en la meditación de las cosas divinas y de una iluminación especial del Espí­ritu Santo fueron los Ejercicios espirituales, que, según la relación unánime de los testigos, escribió Ignacio en Manresa después de haberlos experimentado en sí mismo. Pero no los escribió todos de una vez, tal como han llegado hasta nosotros, sino que fue corrigiéndolos y completándolos, al compás de sus experiencias, hasta los tiempos de París y Roma.

Llama la atención el hecho de que Ignacio, que contó con tantos detalles en su Autobiografía algunos episodios de su vida en Manresa, como es el de los escrúpulos, no refiriese nada acerca de la composición de los Ejercicios. Solamente al término de su relato autobiográfico, y a ruegos de su confidente, el P. Luis Gonçalves da Cá­mara, hizo una declaración breve, pero densa, sobre este punto: «Yo —escribe el P. Cámara—, después de ha­berme contado estas cosas, a 20 de octubre [de 1555], pregunté al peregrino sobre los Ejercicios y las Constituciones, deseando saber cómo las había hecho. Él me dijo que los Ejercicios no los había hecho todos de una sola vez, sino que algunas cosas que observaba en su alma y las encontraba útiles le parecía que podrían ser también útiles a otros, y así las ponía por escrito, verbi gratia, del examinar la conciencia con aquel modo de las líneas, etc. Las elecciones especialmente me dijo que las había sa­cado de aquella variedad de espíritus y pensamientos que tenía cuando estaba en Loyola, estando todavía enfermo de una pierna. Y me dijo que de las Constituciones me hablaría por la tarde». De esta breve declaración se de­ducen dos hechos fundamentales: que los Ejercicios fue­ron el fruto de una elaboración prolongada y que San Ig­nacio los practicó en sí mismo antes de ponerlos por es­crito.

Si la primera experiencia que tuvo fue la de la variedad de los espíritus que sintió durante su convalecencia, hay que convenir que los Ejercicios tuvieron su origen pri­mero en Loyola. Se trata, como se recordará, de aquel alternarse de mociones que el Santo experimentó cuando, por una parte, se sentía atraído hacia los ideales mundanos, y, por otra, a la imitación de los ejemplos de los santos cuyas vidas estaba leyendo. Pero las principa­les experiencias, y, sobre todo, el trabajo de apuntarlas por escrito en aquel que fue el libro de los Ejercicios, son principalmente obra de Manresa. El P. Diego Laínez, cuyo testimonio es de la mayor atendibilidad, nos dice que en Manresa escribió, «cuanto a la sustancia», el libro de los Ejercicios. El P. Polanco añade que allí le enseñó el Señor «las meditaciones que llamamos Ejercicios espirituales y el modo dellas, bien que después el uso y expe­riencia de muchas cosas le hizo más perfeccionar su pri­mera invención; que, como mucho labraron en su misma ánima, así él deseaba con ellas ayudar a otras personas». Ateniéndonos al testimonio fidedigno de estos contempo­ráneos, podemos decir que son de Manresa las medita­ciones fundamentales de las cuatro semanas y el encade­namiento de todas ellas en orden a obtener el fin de los Ejercicios, que es «vencer a sí mismo y ordenar su vida, sin determinarse por afección alguna que desordenada sea». Son también de Manresa los dos exámenes: el par­ticular, que el Santo enseñará desde los principios de su apostolado, y el general, junto con las normas morales para distinguir entre pecado mortal y venial. Dada la ex­periencia del discernimiento de espíritus que tenía desde Loyola, y que se confirmó en Manresa, hemos de colocar en este período las reglas sobre esta materia, más propias de la primera semana de los Ejercicios. Todo esto en forma rudimentaria, tal como pudo verse y leerse algunos años más tarde, cuando en Salamanca entregó al bachi­ller Martín Frías «todos sus papeles, que eran los Ejercicios».

6. El primer ejercitante

Iñigo fue el primer ejercitante. Los Ejercicios escritos por él fueron fruto de sus experiencias personales en Manresa. Los escribió para ayudar a los otros, comuni­cándoles las ideas y sentimientos que a él le habían trans­formado. A los que se decidirán a practicarlos y tendrán capacidad para hacerlos en su totalidad, les impondrá un mes de intensa actividad, con cuatro o cinco horas diarias de meditación, más los exámenes y reflexiones. Todo regulado mediante normas bien precisas: «adicio­nes, anotaciones, reglas», encaminadas a conseguir el mayor fruto posible. El Santo no nos dice cuándo hizo él los Ejercicios, pero tenemos fundamento para pensar que fue en los últimos meses tranquilos de Manresa. Aunque, si bien lo miramos, los Ejercicios comenzaron ya en Loyola.

No sabemos con certeza cuál fue el orden por el que Iñigo experimentó en sí mismo los diversos temas de los Ejercicios. A modo de conjetura, podemos suponer que los practicó, en líneas generales, tal como los dejó es­critos.

Su alma estaba bien preparada para recibir las luces del Señor. En Montserrat se había purificado mediante una confesión general que duró tres días. En Manresa, la terrible prueba de los escrúpulos había completado esta obra de purificación. Ahora su alma estaba en paz. Podía dedicarse con todo sosiego a la consideración de las co­sas divinas.

Lo que él iba buscando desde Loyola era poner orden en su vida. Ahora comprendió que lo primero que necesi­taba era conocer el fin para el que había sido criado. En definitiva, se trataba de cumplir los designios de Dios so­bre él. Para cumplir la voluntad de Dios era necesario, ante todo, conocerla. El obstáculo eran las «aficiones des­ordenadas», que entenebrecen los ojos de la mente y arrastran la voluntad hacia el pecado. Tendría que luchar contra estas aficiones desordenadas, para lo cual era ne­cesario vencerse a sí mismo. A ello le ayudarían los Ejercicios, cuyo título sintetiza todo su contenido: «Ejercicios espirituales para vencer a sí mismo y ordenar su vida, sin determinarse por afección alguna que desorde­nada sea».

El trabajo que iba a emprender exigía una voluntad ge­nerosa y decidida. Iñigo entró en los Ejercicios «con grande ánimo y liberalidad con su Criador y Señor».

Ante todo, se le presentó ante los ojos el plan de Dios sobre la creación: «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma». Las cosas de la tierra han de ayudarle para conseguir este fin. De donde se sigue que «tanto ha de usar dellas cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitar­se dellas cuanto para ello le impiden». Las verdades del Principio y fundamento son tan orientadoras para el ejer­citante y son un prólogo tan luminoso para la actividad que desarrollará en el curso de los Ejercicios, que resulta difícil pensar que un documento tan importante no sea de Manresa, por lo menos en una redacción rudimentaria. Con la experiencia y con los estudios llegará Iñigo a darle la formulación perfecta y armónica que ahora tiene.

Frente a los planes de Dios se levanta la rebelión de la criatura, es decir, el pecado. Iñigo recorrió mentalmente el proceso de su vida, evocando los pecados cometidos de año en año, recorriendo los sitios y las casas donde había vivido, el trato que había tenido con otros, los oficios que había ejercido. Un doble sentimiento invadió su alma: la vergüenza y el dolor. Vergüenza ante la fealdad de sus culpas, dolor por haber ofendido a Dios. Pero el resultado no fue la desesperación. «Imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en cruz, hacer un coloquio, cómo de Criador es venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto, mirando a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo». La vida de Iñigo será una respuesta a esta triple interrogación.

En otra meditación sobre los pecados, todo se resuelve en un «coloquio de misericordia», es decir, en un recurso confiado y amoroso a la misericordia divina, refugio único del pecador.

De esta primera parte o «semana» de los Ejercicios salió ya Iñigo enamorado de Jesucristo, considerado como liber­tador y redentor. No sólo no volverá a ofenderle, sino que procurará seguirle. Cristo se le presenta como un rey, al que deberá obedecer y servir con más fidelidad de la que ha tenido con los señores de la tierra. Jesús le llama para una gran empresa, que es la de restaurar la humanidad perdida. La santidad se le presenta como la conquista de un reino, que debe conseguirse mediante la victoria de todos los enemigos de los planes de Dios. Estos enemigos los cono­cía muy bien Iñigo, porque otras veces le habían vencido. Son la sensualidad y el amor carnal y mundano. Iñigo se resuelve a participar con la mayor generosidad en esta campaña. No tendrá que hacer más que seguir los ejemplos de Jesús, que irá delante de él. Su empeño consistirá en conocer íntimamente a Jesucristo para más amarle y se­guirle. Meditando los pasos del Evangelio desde la encar­nación hasta la pasión y resurrección de Jesús, penetró en «las intenciones», es decir, en el espíritu del divino Maes­tro y en sus máximas, opuestas diametralmente a las del mundo: pobreza y humildad contra codicia y soberbia. Todo lo verá resumido en el sermón del monte, cuando Jesús enseñó al mundo sus bienaventuranzas. Iñigo se abrazará con la pobreza actual y con las humillaciones para imitar a Cristo pobre y humillado, alistándose así debajo de su bandera. Seguirá a Cristo en su pasión y muerte, para participar también de la gloria de su resurrección.

Al término de sus Ejercicios, Iñigo tenía resuelto el pro­blema de su vida. El servicio de Dios será su ideal; Jesu­cristo, su modelo; el ancho mundo, su campo de trabajo. Porque desde entonces ya no será el peregrino solitario que medita y hace penitencia, sino que se dedicará con todas sus fuerzas a «ayudar a las almas», es decir, a llevar a los hombres al cumplimiento de su destino.

Antes de salir de Manresa, podemos suponer que hizo su última visita a la seo, a la iglesia de los dominicos y a las ermitas donde había orado con tanta devoción. Es probable que subiese también a Montserrat para despe­dirse de la Virgen morena y de los monjes del monaste­rio. A sus amigos manresanos les dejó lo poco que tenía: su escudilla, el cordón con el que se había ceñido y su sayal de peregrino. Él se llevaba, en cambio, el recuerdo imperecedero de lo mucho que había recibido en la ciu­dad catalana. Había llegado allá como un penitente re­cién convertido. Salía transformado en un hombre espiri­tual, lanzado a las grandes empresas de la gloria de Dios a que estaba destinado, el germen de las cuales se ence­rraba en los Ejercicios, hechos y escritos en Manresa. Con el andar del tiempo, el nombre de Manresa quedará universalmente ligado al recuerdo de San Ignacio. Cen­tenares de visitantes acudirán a orar en la santa cueva y Manresa será el nombre de no pocas casas de oración.

V. SIGUIENDO LAS HUELLAS
DE JESÚ
S

«Ibase allegando el tiempo que él tenía pensado para partirse para Jerusalén. Y así, al principio del año de 23 se partió para Barcelona para embarcarse» . Así el Santo en su Autobiografía. El único objeto de su viaje a Barce­lona era embarcarse para Italia. El tiempo estaba condi­cionado por la Pascua, durante la cual los peregrinos pe­dían al papa el permiso para peregrinar a Jerusalén. La Pascua cayó aquel año en el día 5 de abril. Según los cálculos más verosímiles, el Santo salió de Manresa ha­cia el día 18 de febrero de aquel año 1523.

1. Parada en Barcelona

Entró en Barcelona por el portal Nuevo. Desde allí, pasando por las calles de la Puerta Nueva y Carders, llegó a la plaza de Marcús, donde se detuvo para orar ante la imagen de Nuestra Señora de la Guía. Siguiendo por la calle de Corders, la plaza de la Lana y la calle de la Boria, dobló hacia la izquierda por la calle de Febrers —hoy día, calle de San Ignacio—, donde tenía su casa y tienda Inés Pascual. En la casa de esta bienhechora suya encontró hospedaje durante aquellos días y en su se­gunda estancia en Barcelona. Por desgracia, aquella casa hoy día ya no existe, habiendo sido derribada en 1853 al ser abierta la calle de la Princesa.

Pasó Iñigo en Barcelona poco más de veinte días, los necesarios para procurarse el pasaje a Roma. Pero no podía permanecer inactivo. Lo mismo que en Manresa, todo su afán fue encontrar personas con quienes poder hablar de cosas espirituales. Por los procesos sabemos que frecuentó, el monasterio de las jerónimas, dedicado a San Matías, y situado entonces en la plaza del Padró. En las afueras de la ciudad y en las faldas del Collcerola existía un monasterio de monjes jerónimos, del que toda­vía hoy quedan algunas ruinas. También a este monaste­rio y a las vecinas ermitas esparcidas en la zona de San Ginés dels Agudells se dirigió el Santo con el mismo fin. Pero ya sabemos que su deseo de encontrar personas es­pirituales no quedó plenamente satisfecho, como tam­poco en Manresa.

Estaba un día sentado con los niños en las gradas de la iglesia de San Justo escuchando el sermón, cuando una señora llamada Isabel Ferrer, esposa de Francisco Roser o Rosell, vio como un resplandor que salía del rostro del Santo. Al mismo tiempo sintió una voz interior que le decía: «Llámale, llámale». Acabado el sermón y de re­greso a su casa, situada en la misma plaza de San Justo y frente al portal de la iglesia, contó a su marido lo que había visto. Los dos decidieron invitar a su casa a aquel devoto peregrino. De sobremesa le pidieron que les ha­blase de las cosas de Dios. Desde entonces quedó Isabel tan aficionada al peregrino, que se convirtió en su mejor bienhechora en Barcelona, París y Venecia. Más tarde, fundada ya la Compañía, esta afición de Isabel a Ignacio desembocó en los hechos que relataremos a su tiempo.

En su conversación habló Iñigo de su proyectado viaje a Roma, diciendo que pensaba embarcarse en un bergan­tín. Sus huéspedes le disuadieron, recomendándole que lo hiciese en un barco más grande, en el que pensaba viajar un pariente de ellos. El Santo aceptó el consejo, y fue providencial, porque aquel bergantín se dispersó poco después de la salida del puerto de Barcelona.

Iñigo tenía proyectado hacer su peregrinación con el más absoluto desprendimiento de los medios humanos: solo y sin dinero. Se le ofrecieron muchos acompañan­tes; pero él, cortésmente, los rechazó. A uno que le dijo que, no sabiendo latín ni italiano, era temerario viajar sin ningún compañero, le respondió que, aunque se tratase del hijo o hermano del duque de Cardona, él no lo toma­ría. Porque deseaba tener tres virtudes: fe, esperanza y caridad. Y, si llevase un compañero, cuando tuviese hambre acudiría a él; si se cayese, esperaría que aquél le levantaría. Y esta confianza en las criaturas era la que él quería colocar en Dios sólo. Por la misma razón quiso embarcarse sin provisión ninguna. Pero en este punto se vio obligado a ceder en parte, porque, aunque el patrón de la nave le concedió un pasaje gratuito, le puso como condición que llevase consigo las provisiones de «bizco­cho para mantenerse, y que de otra manera de ningún modo le recibirían». Aquí le vinieron fuertes dudas: «¿Esta es la esperanza y la fe que tú tenías en Dios, que no te faltaría?» Dudó mucho sobre lo que tenía que ha­cer. Por fin, no sabiendo cómo salir de aquel conflicto, decidió ponerse en manos de su confesor. Este le acon­sejó que pidiese lo necesario para el viaje y lo metiese consigo en la nave.

Una anécdota curiosa. Una señora a quien acudió en demanda de limosna le preguntó para dónde pensaba embarcarse. Iñigo dudó si tenía que responderle. Por fin le dijo solamente que pensaba ir a Roma. A lo cual re­plicó la señora: «¿A Roma queréis ir? Pues los que van allá no sé cómo vienen»; queriendo decir —anota el Santo— que los que iban a Roma se aprovechaban poco en cosas de espíritu. La razón por la que dudó si debía manifestar sus planes de viaje era el miedo de la vanaglo­ria, tentación que le acompañó durante todo este pe­ríodo. Por eso no se atrevía a decir de dónde era ni a qué familia pertenecía. Señal de que su familia era conocida aun fuera del País Vasco.

Por fin, recogidas sus provisiones, fue al puerto para embarcarse. Pero, estando allí, encontró que le habían quedado algunas blancas en el bolsillo. Su decisión fue dejarlas sobre un banco.

2. Hacia Roma

Hacia el 20 de marzo, Iñigo se embarcó con rumbo a Gaeta. Con fuerte viento en popa, el barco realizó la tra­vesía en cinco días, a pesar de los temporales que tuvie­ron que soportar. Al desembarcar, los pasajeros se en­contraron con otro problema: el temor de la peste que amenazaba a aquella zona. Iñigo emprendió en seguida el camino hacia Roma. Entre los pasajeros que se juntaron con él había una mujer con sus dos hijos, un chico y una chica vestida de muchacho. Pernoctaron en una hospede­ría llena de soldados. Estos les dieron de comer y beber en abundancia, «de manera que parecía que tuviesen intento de escalentalles». Para dormir pusieron a la mujer y a su hija en un piso alto, dejando al peregrino y al chico en un establo. A medianoche se oyeron grandes gritos de las pobres mujeres, que se defendían del asalto de los que las querían violentar. El peregrino salió enérgica­mente en su defensa, gritando: «¿Esto se ha de sufrir?» Su intervención fue tan eficaz, que dejó desarmados a los agresores, que no pudieron conseguir su intento. El pe­regrino se llevó aquella misma noche a las mujeres. El muchacho había huido ya.

Llegaron a una ciudad cercana, que, por todos los in­dicios, era Fondi. La encontraron cerrada, sin que nadie quisiese darles limosna. Así pasó el peregrino un día, ex­tenuado por la debilidad y las fatigas de aquel viaje. Al día siguiente, oyendo decir que venía la señora de la ciu­dad, que era Beatriz Appiani, esposa de Vespasiano Co­lonna, se acercó a ella, pidiéndole el permiso para entrar en la ciudad. Lo obtuvo. Tras descansar un par de días, continuó su camino, y llegó a Roma el 29 de marzo, Do­mingo de Ramos. Inmediatamente solicitó del papa el permiso para realizar su peregrinación al Santo Sepulcro y los otros Santos Lugares. La concesión lleva la fecha del 31 de marzo de 1523.

3. En Venecia para embarcarse

Iñigo pasó en la Ciudad Eterna toda la Semana Santa y la fiesta de Pascua, 5 de abril, con toda su octava. El 13 ó 14 de abril salió para Venecia, siguiendo el camino que por Orvieto, Spoleto y Macerata llevaba hasta las orillas del Adriático. Luego, por la costa, pasó por Pésaro, Rí­mini, Ravenna, hasta Comacchio y Chioggia, al sur de la laguna véneta. Desde allí tenía que ir a Padua para pro­curarse un certificado médico, necesario para poder en­trar en Venecia. Se dirigió allá con sus compañeros de viaje; pero no pudo seguirles, «porque caminaban muy recio, dejándole, casi noche, en un grande campo». Es­tando allí solo, se «le aparesció Cristo de la manera que le solía aparescer [...] y lo confortó mucho». Fue una aparición semejante a las que había tenido en Manresa. Después todo le fue bien. Mientras los compañeros sorteaban la dificultad del certificado falsificándolo, al pere­grino nadie se lo pidió, y sin él entró en Venecia. Los guardas, subiendo a la barca, examinaron a todos uno por uno y a él solo le dejaron tranquilo.

En Venecia se mantenía mendigando. Dormía en los pórticos de las «procuratie» que rodean la plaza de San Marcos. Un día le topó un hombre rico español, que le preguntó a dónde iba y a qué. Al enterarse de sus planes, le invitó para estar en su casa hasta que se embarcase. Allí puso Iñigo en práctica un modo de conversación que había comenzado ya en Manresa. Durante la comida ha­blaba poco, pero se fijaba en lo que se trataba, para to­mar de ello ocasión para hablar de Dios. «Y, acabada la comida, lo hacía». Aquel «hombre de bien» que le había hospedado y los suyos se aficionaron tanto al peregrino, que no le querían dejar marchar de su casa.

4. Peregrino en Tierra Santa

La peregrinación a Tierra Santa fue, desde los tiempos más remotos, una práctica piadosa del pueblo cristiano, que experimentó un notable incremento en el siglo XV y principios del XVI. Para realizarla se requería, como he­mos visto, un permiso especial del papa, que lo concedía con un documento expedido por él mismo o por algún prelado autorizado. Todos los detalles estaban fijados: el tiempo del año, el traje del peregrino, el precio que había que pagar, el lugar de alojamiento. Desde que los turcos dominaron en el Oriente Próximo, la señoría de Venecia estaba autorizada para organizar una sola peregrinación al año. Los peregrinos, venidos de todas partes, se con­gregaban en Venecia por Pentecostés y tomaban parte en la procesión de la fiesta del Corpus Christi. Desde el momento de poner pie en Palestina quedaban sujetos a la jurisdicción de los franciscanos, que detentaban desde el año 1342 la custodia de Tierra Santa. Ellos les prepara­ban el hospedaje y les combinaban los itinerarios.

Sobre la peregrinación de Iñigo en 1523 estarnos bien informados gracias a los diarios de dos de sus compañe­ros: Pedro Füssly, fundidor de campanas y de armas en Zürich, y Felipe Hagen, ciudadano de Strasburgo. Este último comienza su relato con esta observación: Todo el que quiera ir a visitar el Santo Sepulcro tiene que pro­veerse de tres sacos: uno bien lleno de ducados, marcelos y marquetes (monedas venecianas de plata), otro re­pleto de paciencia; el tercero, de fe. En realidad, como demostró la experiencia, la peregrinación costaba mucho dinero entre pasajes, vituallas, hospedaje, guías, etc. Más necesaria era la paciencia para poder soportar no sólo las incomodidades del viaje, sino también las veja­ciones de parte de los turcos y beduinos. Sin una fe muy viva, es claro que tantas molestias resultaban insoporta­bles. Iñigo prescindió del primero de estos tres sacos y se proveyó muy bien de los otros dos. No tenía dinero para pagarse el pasaje, y para su mantenimiento no tenía más que la esperanza puesta en Dios.

De ordinario, el grupo de los peregrinos era muy nu­meroso; pero, aquel año 1523, muchos que habían acu­dido a Venecia para embarcarse se volvieron atrás al te­ner noticia de la caída de Rodas en poder de los turcos en 1522. Los que partieron fueron solamente 21: cuatro es­pañoles, tres suizos, un tirolés, dos alemanes y once en­tre flamencos y holandeses. Iñigo no menciona más que un solo nombre, el del noble español Diego Manes, co­mendador de la Orden de San Juan, a quien acompañaba un criado. El otro español era un sacerdote. El cuarto, Iñigo.

Lo primero que necesitaba era que alguien le admitiese en su embarcación, dado que no tenía dinero para pagar el pasaje. A fin de poner toda su confianza en Dios, no quiso acudir al embajador del emperador en Venecia Alonso Sánchez. Pero el generoso español que le hos­pedó en casa le procuró una audiencia con el recién elegido dux de Venecia Andrés Gritti. Este le escuchó con benevolencia y mandó que fuese admitido en el barco que había de llevar a Chipre al nuevo embajador de la Serenísima, Nicolás Dolfin. El barco se llamaba Ne­grona, y en él se embarcaron, además de Iñigo, otros siete peregrinos. Los otros trece encontraron sitio en la nave peregrina, que partió antes.

Antes de embarcarse sufrió el peregrino un contra­tiempo: «una grave enfermedad de calenturas», que le afligió durante algunos días. La fiebre cesó, pero el barco tenía que zarpar el día en que él había tomado una purga. Su huésped preguntó al médico si podía embarcarse en aquellas condiciones. Respondió que «para allá ser sepul­tado, bien se podría embarcar; mas él se embarcó y par­tió aquel día; y vomitó tanto, que se halló muy ligero y fue del todo comenzando a sanar».

La Negrona se hizo a la vela el 14 de julio, y, tras varias peripecias, arribó al puerto chipriota de Famagusta el 14 de agosto. En Chipre, los peregrinos que ha­bían viajado en ella se pusieron de acuerdo con el patrón de la nave peregrina, que por 20 ducados se ofreció a llevarlos hasta Jafa. Desde Famagusta fueron caminando hasta Salinas (hoy Lárnaca), desde donde debía partir la nave peregrina. En ésta, Iñigo no metió, para su mante­nimiento, más que «la esperanza que llevaba en Dios, como había hecho en la otra». En todo este tiempo, en medio de tantas peripecias, «se le aparecía muchas veces nuestro Señor, dándole mucho consuelo y esfuerzo». Zarparon de Lárnaca el 19 de agosto y llegaron a Jafa el 24 del mismo mes, pero no recibieron el permiso para desembarcar hasta el 31. Montados en sendos asnillos, llegaron a Ramla, a 20 kilómetros al sudeste de Jafa. Allí pernoctaron. Dos millas antes de llegar a Jerusalén, el español Diego Manes exhortó a todos a que «se apareja­sen en sus conciencias y que fuesen en silencio». A la vista de la Ciudad Santa experimentaron un transporte de entusiasmo, característico en todos los peregrinos en aquella ocasión. Iñigo dice que aquella alegría no parecía natural. A la entrada de la ciudad les salieron los francis­canos con la cruz alzada. Era el sábado 4 de septiembre.

5. En la tierra de Jesús

Es fácil adivinar los sentimientos de Iñigo. Veía reali­zado por fin su sueño de Loyola, cuando, a la lectura de la Vida de Cristo, había proyectado aquella peregrinación. Para él no se trataba, en sus planes, de una peregrinación pasajera. Ya no se movería de allí.

El itinerario que siguieron los peregrinos en sus visitas fue el de costumbre. Por la mañana del día 5, después de oír misa en el convento de Monte Sión, se dirigieron procesionalmente, con cirios encendidos, hacia el cenáculo, donde recordaron la última cena y la venida del Espíritu Santo. De allí pasaron a la iglesia de la Dormición de la Virgen. Por la tarde visitaron el santo sepulcro, donde pasaron la noche en vela. Al amanecer se confesaron y comulgaron. A las seis de la mañana se cerraba la iglesia, y los peregrinos tenían que dirigirse a su hospedería para descansar. Por la tarde de aquel día recorrieron la vía Crucis, con las estacio­nes bien señaladas, desde la torre Antonia hasta el Calvario y el Santo Sepulcro.

Al día siguiente, lunes día 7, fueron a Betania y al monte Olivete. Los días 8 y 9 los dedicaron a Belén. El 10 y el 11 los pasaron en el valle de Josafat y, atravesando el torrente Cedrón, visitaron el huerto de Getsemaní. La noche del 11 la pasaron nuevamente en el Santo Sepulcro. Los días 12 y 13 fueron de descanso. El 14 salieron en dirección de Jericó y del río Jordán. El camino era malo y pedregoso. En el Jordán, todos hubiesen querido bañarse en aquellas aguas santificadas por el bautismo del Redentor, pero los turcos que los guiaban les dieron prisa, por lo cual algunos sola­mente pudieron lavarse allí la cara y las manos. Al regresar a Jerusalén pasaron por el pie del monte de la Cuarentena. Los suizos y los españoles hubiesen querido subir a la cima del monte donde Jesús ayunó y fue tentado del demonio, pero los guardias no les dieron tiempo para satisfacer aquella devoción.

Los días 16 al 22 de septiembre los pasaron en Jerusa­lén. Iñigo dedicó aquella pausa a preparar su plan de «quedarse en Jerusalén, visitando siempre aquellos luga­res santos, y también tenía propósito, además de esta devoción, de ayudar las ánimas». Se dirigió al guardián de Monte Sión para manifestarle su propósito y mostrarle las cartas de recomendación que llevaba consigo. El guardián le expuso la necesidad que padecían los frailes. Para Iñigo, la respuesta fue fácil. Él no les pediría nada de la casa, sino solamente que le escuchasen de cuando en cuando en confesión. Ante esta respuesta, el guardián se mostró más blando, pero añadiendo que la última pa­labra la tenía que dar el provincial, que se encontraba por aquellos días en Belén.

El peregrino creyó que había conseguido ya lo que tanto anhelaba. Mientras esperaba la llegada del provin­cial, se puso a escribir cartas para sus amigos de Barce­lona. Sabemos que escribió a Inés Pascual; pero, por desgracia, esta carta no ha llegado hasta nosotros. En ella habríamos encontrado detalles sobre la peregrinación del Santo y sobre sus sentimientos íntimos al encontrarse en la tierra de Jesús.

La respuesta del provincial no fue la esperada. Dijo a Iñigo que, después de haber reflexionado sobre ello, creía que no debía acceder a sus deseos. La experiencia de otros peregrinos le llevaba a tomar esta decisión. Al­gunos que habían querido quedarse habían sido tomados prisioneros; otros habían muerto. Este peligro no era como para amilanar a un hombre tan decidido como Iñigo. Pero, frente a su insistencia, el provincial se de­mostró inamovible, diciéndole que le podía excomulgar si se quedase sin su permiso. Se mostró dispuesto a mos­trarle las bulas que le autorizaban a aquello. Entonces Iñigo tuvo que rendirse, viendo que aquélla era la volun­tad de Dios. No había más remedio que emprender el ca­mino del retorno con los demás peregrinos.

Pero antes de la partida le vino un gran deseo de vol­ver a visitar el monte Olivete. Sin decir nada a nadie ni tomar guía alguna, «se descabelló de los otros y se fue solo al monte Olivete. Y no lo querían dejar entrar las guardas. Les dio un cuchillo de las escribanas que lle­vaba; y, después de haber hecho oración con harta con­solación, le vino deseo de ir a Betfage. Y, estando allá, se tornó a acordar que no había mirado bien en el monte Olivete a qué parte estaba el pie derecho o a qué parte el izquierdo; y, tornando allá, creo que dio las tijeras a las guardas para que le dejasen entrar».

Cuando los frailes se dieron cuenta de que faltaba, se pusieron a buscarle, mandando a un criado. Este, al en­contrar a Iñigo, le amenazó con un bastón, y con señales de mucho enfado le trabó del brazo y le acompañó al convento. A Iñigo le vino entonces el recuerdo de Jesús, «que le parecía que veía a Cristo sobre él siempre. Y esto, hasta que allegó al monasterio, duró siempre en grande abundancia».

6. El regreso a Venecia y Barcelona

El 23 de septiembre, hacia las diez de la noche y por caminos secundarios para no ser molestados, los peregri­nos se dirigieron a Ramla, adonde llegaron hacia las once de la mañana siguiente, hambrientos y rendidos por el sueño y el cansancio. No todas las penalidades termina­ron allí. El gobernador de la ciudad reclamaba de cada uno un ducado y un vestido. Tuvieron que detenerse en aquella ciudad varios días, en un ambiente malsano, agravado por la escasez de agua potable. Algunos enfer­maron. Finalmente, el gobernador les dio la orden de partir el 1.º de octubre.

La nave peregrina partió del puerto de Jafa el 3 de di­cho mes. El patrón de la nave no había hecho suficientes provisiones, las cuales comenzaron a escasear, tanto más cuanto que, por la calma del viento, se prolongó la trave­sía. Había a bordo algunos enfermos, uno de los cuales murió. El día 14 desembarcaron en Lárnaca.

El problema que allí se presentó a los peregrinos fue el de la nave donde embarcarse para proseguir el viaje hasta Venecia. La Negrona había salido unos diez días antes, sin esperarles. Quedaban otras tres naves. Una, grande, pertenecía a la familia de los Contarini, ricos ar­madores venecianos. Su patrón pidió 15 ducados por cada pasajero. Dos españoles, Diego Manes y su acom­pañante, accedieron. Diego, además, recomendó al pa­trón que admitiese de balde a Iñigo, diciendo que no po­día pagar, pero que lo merecía por ser santo. El patrón respondió con esta burla: «Si es santo, que camine sobre las aguas, como Santiago». Otros peregrinos, entre ellos Füssly y los otros suizos, obtuvieron pasaje por menos dinero en otra nave que se llamaba Malipiera. No sabe­mos si Iñigo se embarcó en ésta o en otra llamada Ma­ran. Él dice solamente que pudo entrar en una nave muy pequeña. Mientras duraban los tratos, los peregrinos se dedicaron a visitar la isla. Entre otras cosas, visitaron la iglesia de los franciscanos en Nicosia.

A principios de noviembre, la nave en que viajaba Iñigo se hizo a la mar, lo mismo que las otras dos naves, que Iñigo llama, a la una, la grande, y o la otra, «la de los turcos». Salieron con buen tiempo, pero por la tarde se declaró una fuerte tempestad, por efecto de la cual, la nave grande se fue a perder junto a las mismas costas de Chipre, y sólo los pasajeros se salvaron. La de los turcos se perdió con toda la gente que llevaba. En cambio, la nave pequeña, en que iba Iñigo, pasó mucho trabajo, pero pudo salvar la tempestad y a fines de diciembre atracó en un puerto de la Apulia. Aquel invierno era frío y nevoso, «y el peregrino no llevaba más ropa que unos zaragüelles de tela gruesa hasta la rodilla, y las piernas desnudas, con zapatos, y un jubón de tela negra, abierto con muchas cuchilladas por las espaldas, y una ropilla corta de poco pelo».

A mediados de enero de 1524 llegaron a Venecia. Allí le encontró aquel español que le había acogido en su casa antes de embarcarse. Este le dio 15 ó 16 julios —moneda equivalente a un décimo de ducado, que recibía el nom­bre del papa Julio II— y un pedazo de paño, del cual Iñigo hizo varios dobleces para abrigar su estómago. No tenía por qué prolongar su permanencia en la ciudad de la laguna, y así emprendió el viaje para Génova. Allí se embarcaría rumbo a Barcelona.

El Véneto, la Emilia, la Lombardía y la Liguria eran las regiones que tenía que atravesar. La primera parada de que nos habla en sus Memorias fue Ferrara. De allí nos cuenta esta anécdota: estando un día en la catedral para cumplir sus devociones, se le presentó un pobre. Le dio un marquete, moneda de pocos céntimos. A este po­bre siguió otro, y le dio una moneda mayor. Acudió un tercero, y, no teniendo otra moneda más pequeña, le dio un julio. La procesión de pobres se engrosó, hasta que el peregrino tuvo que decirles que ya no le quedaba nada para darles. Una vez más demostró así que el dinero no le importaba nada y que para el futuro se fiaba de la Pro­videncia.

A su paso por la Lombardía tenía que atravesar los campamentos de tropas imperiales y francesas. Recor­demos que estaba en pleno desarrollo la guerra por la posesión del Milanesado, que había de desembocar, al año siguiente, con el apresamiento del rey Francisco I en la batalla de Pavía. Los soldados españoles le aconseja­ron que se desviase para no encontrarse con las tropas en lucha. Pero él no siguió este consejo. A la puesta del sol llegó a un pueblo cercado. Los soldados le tomaron por un espía y le sometieron a un minucioso registro. Viendo que éste no daba ningún resultado, le llevaron al capitán. En esta ocasión se repitió lo que le había ocurrido en Palestina. Viéndose llevado por los soldados, tuvo una representación de cómo Jesús fue apresado antes de su pasión. Hace notar, con todo, que aquí no se trató de una visión, como otras veces. Hallándose delante del capitán, le asaltó la duda de si debía darle el tratamiento de su señoría. Le pareció tentación, y decidió no hacerle nin­guna reverencia, ni siquiera descubrirse la cabeza. Al in­terrogatorio del oficial no respondió más que con pala­bras entrecortadas por largas pausas. El capitán le despi­dió como hombre sin seso. Por fortuna, un español que vivía por allí le recogió en su casa y le ofreció de cenar y dónde pasar la noche.

Al día siguiente prosiguió su camino, hasta que al atar­decer se repitió la escena del día anterior, pero en campo francés. Esta vez tuvo más suerte, porque el capitán le preguntó de dónde era, y, al saber que era guipuzcoano, le trató bien, diciendo que casi era paisano suyo, pues era de cerca de Bayona. Mandó a sus soldados que le tratasen bien y le diesen de cenar.

Así llegó a Génova. Allí se encontró con Rodrigo Por­tuondo, al que Ribadeneira llama «general de las galeras de España». En realidad tenía el encargo de proteger los barcos que llegaban con tropas a aquel puerto. Al verle Portuondo, le reconoció, porque habían coincidido en la corte de Castilla, y le dio todas las facilidades para su viaje a Barcelona. La travesía fue difícil, porque estuvie­ron en peligro de caer en manos de Andrés Doria, que entonces estaba de parte del rey francés.

VI. Estudiante en Barcelona: 1524-26

«Después que el dicho pelegrino entendió que era vo­luntad de Dios que no estuviese en Jerusalén, siempre vino consigo pensando: quid agendum; y al fin se incli­naba más a estudiar algún tiempo para poder ayudar a las ánimas, y se determinaba ir a Barcelona».

El peregrino se ve en la necesidad de tomar una deci­sión importante. ¿Qué hará una vez que ve frustrado su plan de quedarse en Tierra Santa? Sobre esto tuvo tiempo para reflexionar durante el largo viaje de regreso. Por fin, la decisión fue tomada. Para poder «ayudara las ánimas», que era su ideal, vio que necesitaba estudiar. Y se decidió a ello a sus treinta y tres años de edad. Como todos los estudiantes, comenzaría con la gramática, después estudiaría artes o filosofía. De momento, sus planes se paraban aquí. Pero no resulta infundado descu­brir en este propósito de estudiar para «ayudar a las ánimas» una vocación, por lo menos implícita, al sacerdocio. El Santo no reveló cuándo empezó a sentir la voca­ción al sacerdocio. Podemos situarla en este período de sus primeros estudios. ¿Dónde los cursaría? Recordando la amistad contraída en Manresa con un monje cister­ciense del monasterio de San Pablo, pensó que aquél se­ría el hombre indicado para ayudarle. Por eso, cuando Isabel Roser se ofreció para costear sus gastos y el bachi­ller Jerónimo Ardévol para enseñarle gratuitamente, él les manifestó su plan de estudiar en Manresa. Fue a la ciudad del Cardoner, pero allí se enteró de que aquel monje había muerto. De vuelta a Barcelona, aceptó el ofrecimiento de sus bienhechores. En la casa de Inés Pascual encontraría una habitación. Isabel Roser cubriría sus gastos. Jerónimo Ardévol sería su maestro.

A los dos primeros los conocemos ya. Jerónimo Ardévol era un bachiller, natural del pueblecito de La Fatare­lla, diócesis de Tortosa. Cuando Iñigo llegó a Barcelona, Ardévol era uno de los bachilleres que enseñaban latín en las Escuelas mayores de Barcelona. Durante el curso 1525-26 ocupó la cátedra de dicha materia en aquellas Escuelas, cobrando el sueldo estipulado de 40 libras.

1. La enseñanza humanística
en
Barcelona

¿Cuál era el estado de la enseñanza en Barcelona? A pesar de que, con un privilegio expedido en 1450, el rey Alfonso V de Aragón había concedido la creación de un estudio general en Barcelona —creación confirmada el mismo año por el papa Nicolás V— la Ciudad Condal no contó con un estudio general hasta el año 1533. Funcio­naban, con todo, las Escuelas mayores, fruto de la unión de las escuelas de la ciudad con las de la catedral. En 1507 se les juntaron las escuelas de medicina. En 1508, la ciudad emanó unas ordenaciones de los estudios, vigen­tes todavía a la llegada de San Ignacio.

En estas ordenaciones se enumeran, entre otras mate­rias, los libros prescritos para la enseñanza del latín. A través de estas disposiciones, descubrimos que Barce­lona había salido ya de los cauces medievales, para en­trar de lleno en los del humanismo. El latín no se estu­diaba ya por el Doctrinale puerorum, de Alejandro de Villa Dei, con el que se había formado durante tres siglos toda la escolaresca de la Europa occidental, sino con las modernas Introductiones in linguam latinan, de Antonio de Nebrija, publicadas en Barcelona. Como autores de prelección se prescribían la Eneida, de Virgilio; los Disti­cha moralia, de Catón, y el Contemptus, de Bernardo de Morlás.

El gran animador de los estudios humanísticos en Bar­celona fue Martín de Ibarra, natural de Logroño, pero originario del País Vasco. Además de regentar varios años la cátedra de Gramática en la escuela, entre 1510 y 1542, fundó en 1532 una especie de academia particular de estudios humanísticos. Socios suyos fueron Cosme Mestre, Arnaldo de San Juan y el maestro de San Ignacio, Jerónimo Ardévol. En los estatutos que aprobaron los cuatro aquel mismo año, estos cuatro maestros se repartían las materias que cada uno tenía que enseñar y se pactaban los emolumentos que les tocarían. Completando estos datos sobre Jerónimo Ardévol, baste apuntar que en 1535 contrajo matrimonio con Mar­garita Mestre, prima hermana de su socio Cosme Mestre. De este matrimonio nacieron cuatro hijos, el segundo de los cuales, bautizado con el nombre de su padre, fue be­neficiado de la iglesia de Santa María del Mar y después párroco de San Martín de Arenys. El maestro de San Ig­nacio hizo su testamento en Barcelona el 12 de marzo de 1551, año de su muerte.

2. El discípulo de Jerónimo Ardévol

Bajo la dirección de su maestro, Iñigo se puso a estu­diar los rudimentos de latín, siguiendo las Introductiones, de Nebrija. Pronto se le presentó un obstáculo. Mientras comenzaba a aprender de memoria las declinaciones y otras reglas gramaticales, le venían grandes ilus­traciones y gustos en materias espirituales, de manera que no podía estudiar. Aquí, como otras veces, su arma fue el discernimiento espiritual. Se dio cuenta de que aquellos movimientos no podían venir de Dios, dado que le estor­baban en una cosa tan necesaria como era el estudio. La reacción fue inmediata. Se fue a casa de su maestro, que estaba cerca de la iglesia de Santa María del Mar, y le pidió que le escuchase en aquella iglesia. Sentados los dos en un banco, Iñigo dio cuenta a Ardévol de lo que le pasaba, añadiendo: «Yo os prometo de nunca faltar de oíros estos dos años en cuanto en Barcelona hallare pan y agua con que me pueda mantener». Con esta promesa, hecha «con harta eficacia», no volvió a sentir más aque­lla tentación.

Cuanto a la salud, se encontró bien en Barcelona, no sintiendo aquellos dolores de estómago que tiempo atrás le habían molestado. Esto le movió a volver a sus peni­tencias pasadas. Se había resignado al uso de los zapa­tos. Sin dejarlos, empezó a hacer un agujero en las sue­las, que cada vez se fue haciendo más grande, hasta el punto de que, al llegar el invierno, «ya no traía sino la pieza de arriba».

Sus propósitos de dedicarse plenamente al estudio no podían frenar sus ansias de hacer el bien. Sus actos de apostolado fueron, ante todo, el buen ejemplo; luego, las conversaciones espirituales y las obras de caridad hacia los pobres y enfermos. El deseo de aprovecharse de su trato y de ayudarle en sus obras de beneficencia le atrajo las simpatías de algunas de las damas más distinguidas de la nobleza barcelonesa, como Leonor Sapila y su nieta Ana de Gualbes; Estefanía de Requeséns, hija del conde de Palamós, que en 1526 casó con Juan de Zúñiga, co­mendador mayor de Santiago y ayo de Felipe II; Isabel de Requeséns, casada con Juan de Boixdors; Guiomar Gralla y Desplà, hija del maestre racional de Cataluña Miguel Juan Gralla y de una sobrina del arcediano Luis Desplà; Isabel de Josa, esposa del noble Guillermo de Josa; Isabel Ferrer, casada con Juan Roser, a la que ya conocemos.

Parece que en Barcelona hizo Iñigo sus primeros ensa­yos de dar los Ejercicios, y es probable que con ellos atrajese a su seguimiento a los que podríamos llamar sus tres primeros compañeros. Polanco dice que «comenzó desde allí a tener deseos de juntar algunas personas a su compañía para seguir el diseño que él desde entonces te­nía de ayudar a reformar las faltas que en el divino servi­cio veía y que fuesen como unas trompetas de Jesu­cristo». Los tres compañeros fueron Calixto de Sa, Juan de Arteaga y Lope de Cáceres.

3. Los conventos de monjas

Las monjas no pudieron quedar fuera del alcance del celo de Iñigo. Tanto más que respecto a ellas había otro elemento que estimulaba su celo: el deseo de contribuir a la reforma, tan necesaria, de los conventos.

Este problema venía presentándose en Barcelona desde todo el siglo XV. Del convento de las jerónimas llegó a decirse que sus moradoras parecían más damas que monjas. El punto de mayor conflicto era el de la clausura, que se había relajado de una manera escanda­losa. No sólo las monjas salían del convento, sino que los seglares, parientes y amigos de ellas franqueaban con mucha facilidad sus puertas.

De los ocho conventos de monjas existentes enton­ces en Barcelona, nos consta que Iñigo tuvo comunica­ción con tres: el de las jerónimas de San Matías, el de las benedictinas de Santa Clara y el de las dominicas de Nuestra Señora de los Angeles. Hemos visto ya cómo antes de su peregrinación había tratado con las jerónimas. Por tratarse de un convento tan querido de San Ignacio como el de Santa Clara, bien merece que nos detengamos unos momentos en él. Al decir que sus monjas eran be­nedictinas, hemos hecho una afirmación que encierra todo un drama. En realidad, el convento de San Antonio y Santa Clara, situado en el barrio de Ribera, cerca de la puerta de San Daniel, había pertenecido a la Orden de Santa Clara desde su fundación en el lejano año de 1237. De él habían salido en 1326 las monjas que fundaron el convento de Pedralbes. A lo largo del siglo XV y a princi­pios del XVI las monjas de Santa Clara sostuvieron una larga lucha en defensa de sus privilegios. Los superiores franciscanos, tanto observantes como conventuales, fue­ron incapaces de conseguir la reforma que ellos conside­raban legítima y necesaria. Lo intentaron también, in­fructuosamente, los Reyes Católicos, que en 1493 orde­naron que se hiciese una visita del convento. Por fin, las monjas optaron por una decisión radical: abandonar la regla de Santa Clara y abrazar la de San Benito. Un breve de León X, fechado el 23 de junio de 1513, sellaba aquella transformación, que en 1518 podía considerarse como un hecho consumado. Tras las vicisitudes de la his­toria, entre las que descuella la «semana trágica» de 1909, este monasterio, puesto bajo la advocación de San Benito, subsiste todavía hoy en las alturas del Montse­rrat, a tres kilómetros de distancia del santuario mariano, junto al camino que lleva a Monistrol.

Cuando bingo llegó a Barcelona para estudiar, habían pasado solamente seis años desde el paso de aquel con­vento a la regla de San Benito. Este hecho ha de ser te­nido en cuenta cuando se lean las cartas del Santo con una de las monjas de Santa Clara llamada Teresa Raja­dell. Estas cartas a la ferviente religiosa, consideradas, justamente, como la mejor muestra de la dirección espiritual de San Ignacio en materia de discernimiento de espí­ritus, no pueden entenderse si no es dentro del contexto histórico en que fueron escritas. En aquella comunidad existía todavía una fuerte tensión. El cambio de regla no había pacificado los ánimos. La tan deseada reforma no llegaba. Un grupo de religiosas, entre las que se distin­guía Teresa, eran partidarias decididas de aquella re­forma, pero tenían que enfrentarse con la resistencia de algunas de sus hermanas en religión. Llegó un momento en que Teresa y la misma priora, Jerónima Oluja, propu­sieron someterse a la obediencia de San Ignacio. El Santo, que tenía ya, desde 1547, la desagradable expe­riencia del caso de la Roser, no admitió la propuesta, pero se esforzó durante toda su vida por favorecer una reforma que consideraba necesaria para el divino servi­cio: la de éste y la de los demás conventos femeninos de Barcelona.

Estos hechos rebasan el período de la estancia de Iñigo en la Ciudad Condal para cursar sus estudios. Pero era éste el momento más adecuado para aludir a ellos. Diga­mos para completar lo dicho que el Santo, para conseguir su intento, puso en juego todos los medios y todas las personas que estuvieron a su alcance: sus súbditos barceloneses, el virrey de Cataluña, el obispo de Barcelona, el embajador en Roma, el príncipe don Felipe. Todo debía conducir a que, finalmente, el asunto llegase a manos del papa, el único que podía decir una palabra definitiva en el asunto.

Pero la reforma tan deseada tardó en llegar. Todavía en 1559, el P. Miguel Gobierno, rector del colegio de Barcelona, informaba al P. Diego Laínez, sucesor de San Ignacio en el gobierno de la Compañía, sobre el estado de aquel asunto. La solución mejor parecía ser que no se admitiesen nuevas novicias y se devolviesen a sus casas aquellas que aún no hubiesen hecho la profesión. Con ello se calculaba que, en cuatro o cinco años, la situación podría encauzase por el recto camino. Circuló en Barce­lona el rumor de que había llegado un breve pontificio por el que se cerraba el convento de Santa Clara. La sacudida fue enorme. Pero el resultado fue positivo, «por­que —como añade el P. Gobierno— nunca aquel monasterio estuvo tan pacífico en sujeción de la obediencia como ahora. La primera en desear la reforma era la se­ñora abadesa.

4. Erasmismo

No nos consta que Iñigo entrase en contacto, ya en Barcelona, con el grupo erasmista, que existía ya por aquel tiempo en la Ciudad Condal. En aquellos años, en los que las cuestiones teológicas apasionaban los ánimos en toda Europa, un grupo de barceloneses que, como al­tos funcionarios del Consejo Supremo de Aragón, había ido en 1520 en seguimiento del emperador Carlos V, pri­mero a Castilla y después a Flandes y Alemania, tuvieron ocasión de conocer las ideas reformadoras de Erasmo. A ellas se aficionaron también algunos clérigos de la ciu­dad. Un dato curioso: Isabel Ferrer, que adoptó el ape­llido Roser de su marido, era parienta de los funcionarios reales Juan Ferrer y Miguel Mai. Este último fue el erasmista de más prestigio en Barcelona y, desde di­ciembre de 1528, embajador imperial en Roma. Ribade­neira afirma que algunos recomendaron a Iñigo en Barce­lona que leyese el Enchiridion militis christiani, de Erasmo. Es probable que así fuese. Pero parece que en aquella recomendación tenía más peso el mérito literario de aquella obra que las ideas en ella expresadas. Más ocasión iba a tener Iñigo de conocer el erasmismo en Al­calá, donde aquel movimiento estaba más en boga y tenía más seguidores.

VII. ESTUDIANTE EN ALCALA: 1526-27

Al término de su segundo curso de latín, su maestro le dijo a Iñigo que ya podía estudiar artes o filosofía, y le recomendó que se fuese para ello a Alcalá. Para estar más seguro, él se hizo examinar por un doctor en teolo­gía, el cual le dio el mismo consejo. Y el peregrino se dirigió a Alcalá.

1. Los estudios

Iñigo dijo que «estudió en Alcalá cuasi año y medio». Como en otras ocasiones, sus cálculos cronológicos tie­nen sólo un valor aproximativo. Esta permanencia en Al­calá pudo durar de marzo del 1526 a junio de 1527, fecha tope; pero es posible que todavía haya que acortarla en dos o tres meses.

Lo referente a los estudios lo liquidó en dos renglones: «estudió términos de Soto (es decir, las Súmulas o lógica de Domingo de Soto) y física de Alberto (los Physicorum libri VIII, de Alberto Magno) y el Maestro de las Senten­cias» (los Sentemiarum libri IV, de Pedro Lombardo). Como éstas eran las materias que se explicaban en la Universidad de Alcalá, fundada en 1508 por el cardenal Cisneros, hay que pensar que Iñigo las estudió en las aulas universitarias. Existe, con todo, la deposición de un testigo de los procesos que allí se le hicieron, según la cual Iñigo y sus compañeros estudiaron en privado, bajo la dirección de un profesor que les daba lecciones. En uno y otro caso, aquellos estudios fueron hechos de prisa y «con poco fundamento», como el Santo reconocerá más tarde.

Y es que, más que a estudiar, se dedicó a sus activida­des apostólicas. «Y, estando en Alcalá, se ejercitaba en dar Ejercicios espirituales y en declarar la doctrina cris­tiana; y con esto se hacía fruto, a gloria de Dios». Mu­chas de las personas que se acercaban a él hicieron gran­des progresos; otras vencieron tentaciones molestas, «como era una que, queriéndose disciplinar, no lo podía hacer, como que le tuviesen la mano». Allí donde expli­caba la doctrina cristiana había un gran concurso de gente.

Según Ribadeneira, «el primero con quien topó fue un estudiántico de Vitoria llamado Martín de Olabe, de quien recibió la primera limosna». Este joven vitoriano, después de doctorarse en teología en la Universidad de París en 1544, entrará en la Compañía en 1552, y será brillante profesor de aquella materia en el Colegio Ro­mano hasta su muerte, ocurrida en 1556, diecisiete días después de la de San Ignacio.

Trabó amistad con dos sacerdotes, que acabarían tam­bién por entrar en la Compañía. Uno era el navarro de Estella Diego de Eguía, que vivía en casa de su hermano Miguel, «que hacía imprenta en Alcalá y tenía bien el necesario». Precisamente este Miguel de Eguía hizo en 1526 y en 1527 dos ediciones del Enchiridion militis christ­iani, de Erasmo, en su traducción castellana por Alonso Fernández, «el Arcediano de Alcor», con un éxito edito­rial sin precedentes. El mismo año 1526 publicó también el Contemptus mundi o Imitación de Cristo, el Gersoncito de San Ignacio. El otro sacerdote fue el portugués Manuel Miona. A éste escogió el peregrino por confesor. Fue él el que le recomendó la lectura del Enchiridion de Erasmo. El portugués P. Gonçalves da Cámara, a quien debemos este dato, añade que el Santo no quiso leer aquel libro, porque había predicadores y personas autori­zadas que lo desaprobaban, y no faltarían otros libros limpios de sospecha. Estos quería él leer. Ya hemos visto que, según Ribadeneira, la lectura del Enchiridion le había sido recomendada ya en Barcelona como ejerci­cio literario más que como lectura espiritual. Pero, no­tando que aquella lectura le enfriaba el espíritu, segura­mente por sus críticas a la sociedad religiosa de su tiempo, lo dejó de leer. Lo cierto es que Alcalá vivía por aquellos años en un ambiente de pleno fervor erasmista, de cuyo movimiento fue un exponente decidido el mismo arzobispo de Toledo, Alonso de Fonseca.

Pero, más que en el movimiento erasmista, Iñigo se vio complicado en otro que suscitaba mayores sospechas, y era el de los alumbrados. Tanto por lo extraño de su in­dumentaria como por las reuniones de personas que se formaban en torno a él, no tardaron en esparcirse mur­muraciones. El asunto llegó a oídos de los inquisidores de Toledo. Iñigo fue avisado por su hospedador, dicién­dole que a él y a sus compañeros les llamaba la gente los «ensayalados y creo que alumbrados». Esta última con­notación es particularmente significativa, si se tiene en cuenta que en septiembre de 1525 la Inquisición acabada de condenar 48 proposiciones sospechosas de los alum­brados.

2. Los procesos

Dio comienzo entonces la larga serie de encuestas y procesos a los que Iñigo fue sometido hasta poco antes de fundar la Compañía. En carta a Juan III de Portugal escrita en 1545 enumera hasta ocho de estos procesos. El hecho es que se presentaron en Alcalá, con el único objeto de hacer pesquisa y proceso de su vida, los inqui­sidores toledanos Miguel Carrasco y Alonso Mejía. El 19 de noviembre de 1526 empezaron por interrogar al fran­ciscano Fernando Rubio, preguntándole qué sabía «de unos mancebos que andan en esta villa, vestidos con unos hábitos pardillos claros y fasta en pies, y algunos dellos descalzos, los cuales dicen que hacen vida a ma­nera de apóstoles». Uno de estos «mancebos» era Iñigo, que tenía ya entonces treinta y cinco años. Los otros eran sus tres compañeros ganados en Barcelona: Az­teaga, Cáceres y Sa. A éstos se añadió en Alcalá un mu­chacho francés llamado Juan Reynalde (Reynauld?), paje del virrey de Navarra Martín de Córdoba, que, a causa de una herida recibida, tuvo que ser internado en el hos­pital de la Misericordia, donde se hospedaba Iñigo. Se aficionó a él y decidió seguirle.

Un interrogatorio parecido hicieron los inquisidores a Beatriz Ramírez, a Julián Martínez, «hospitalero de la Misericordia», y a la esposa de éste, María.

Hecho esto, los inquisidores dejaron el asunto en ma­nos del vicario episcopal de Toledo en Alcalá, Juan Ro­dríguez de Figueroa. Más tarde podrá con verdad afirmar Iñigo que nunca fue condenado, ni siquiera interrogado, por los inquisidores, sino, a lo más, por los «vicarios» de éstos.

Lo que llamaba la atención en aquellos «mancebos» era su atuendo: unos vestidos largos, a manera de hopas, del tejido llamado pardillo, el más barato que existía. El que iba descalzo era Iñigo. Vivían en varias casas. Iñigo encontró hospedaje en el hospital de la Misericordia, llamado también de Antezana, por el nombre del que lo había fundado en 1483. Allí, como atestiguó el hospita­lero, se le daba de comer y beber, cama y candela.

Hechas las primeras pesquisas, el vicario Figueroa los llamó para decirles que se había hecho investigación so­bre ellos y que no se había encontrado nada reprochable en su vida y doctrina. Por tanto, podían continuar como hasta entonces. Pero que, como no eran religiosos, no convenía que llevasen un hábito uniforme. Por eso orde­naba que Iñigo y Arteaga tiñesen el suyo de negro, y los otros dos de leonado; Juanico podía continuar como iba. Esta sentencia fue dada el 21 de noviembre, y con ella terminaba el que podríamos llamar primer proceso.

El segundo proceso dio comienzo el día 6 de marzo del año siguiente, 1527, con el interrogatorio de María de Benavente.

Aquí no se trataba ya de la forma del vestido, sino de algo más importante. Veamos los hechos. Para encon­trarse con Iñigo acudían al hospital personas de todas clases: mujeres casadas y solteras, hombres mayores y jóvenes, frailes y estudiantes. A juzgar por los interroga­torios, hay que concluir que predominaba el elemento femenino. A todos éstos, a solas o en grupos que llegaron hasta ser de diez a doce personas, Iñigo los instruía en las cosas espirituales. El llamó a esto Ejercicios espirituales y también doctrina cristiana.

Conociendo los Ejercicios ignacianos, resulta claro que lo que predicaba Iñigo a sus oyentes eran unos Ejercicios leves, como los explicados en la anotación 18.ª del libro. Lo expresó de este modo Mencía de Benavente, respon­diendo al interrogatorio: «E con estas [mujeres] ha ha­blado, enseñándoles los pecados mortales [es decir, capi­tales] e los cinco sentidos e las potencias del ánima; e lo declara muy bien; e lo declara por los evangelios e con sant Pablo e otros santos. E dize que cada día fagan esamen de su conciencia dos veces cada día, trayendo a la memoria lo que han pecado, ante una imagen; e les con­seja que se confesen de ocho en ocho días, e reciban el Sacramento en el mesmo tiempo». A esto podríamos de­cir que se reducía la «doctrina cristiana», tal como la en­tendía Iñigo en Alcalá.

En la deposición de María de la Flor hay una referen­cia más clara a los Ejercicios leves o a lo que Iñigo lla­maba «el servicio de Dios». «E el Iñigo le dijo que la había de hablar un mes arreo. E que en este mes había de confesar de ocho a ocho días e comulgar. E que la pri­mera ves había destar muy alegre, e no sabría de dónde venía, e la otra semana estaría muy triste; mas que él esperaba en Dios que ha de sentir en ello mucho prove­cho. E le dijo que le había de declarar las tres potencias, e ansí se las declara, e el mérito que se ganaba en la tentación, e del pecado venial cómo se fasía mortal, e los diez mandamientos e circunstancias, e pecados mor­tales [es decir, capitales] e los cinco sentidos, e circuns­tancias de todo esto».

Lo que Iñigo pretendía de sus oyentes era que renova­sen sus vidas, orando, en la medida de su capacidad, conforme al primero y segundo modo de orar de los Ejercicios, examinando sus conciencias, confesando y comulgando. Les explicaba también las reglas para dis­cernir espíritus, más propias de la primera semana.

Los efectos producidos por estos Ejercicios resultan más explicables si se tiene en cuenta que algunos de los que los hacían venían de una mala vida. El impacto reci­bido al escuchar a Iñigo y someterse a sus recomenda­ciones era, a veces, violento, dando lugar a desmayos o desfallecimientos. En estos casos, aplicando las reglas del discernimiento, Iñigo los tranquilizaba, dándoles la explicación de lo que les ocurría: como se decidían a cambiar de vida y apartarse de los pecados, era natural que sintiesen la rebelión de la naturaleza. Pero él les animaba a la resistencia, diciendo que, si lo hacían, den­tro de dos meses no sentirían ya ninguna tentación de aquéllas.

Aquel ir y venir de personas a la casa de Iñigo, aque­llas reuniones que parecían conventículos, no pudieron dejar de llamar la atención de las autoridades eclesiásticas. Sucedió que «una mujer casada y de cualidad tenía especial devoción al peregrino; y, por no ser vista, venía cubierta, como suelen en Alcalá de Henares, entre dos luces, a la mañana, al hospital; y, entrando, se descubría y iba a la cámara del peregrino. Mas ni desta vez les hicieron nada, ni aun después de hecho el proceso les llamaron ni dijeron cosa alguna».

Pero al cabo de cuatro meses, cuando Iñigo, dejando el hospital, había encontrado alojamiento en «una casilla», llegó un día el alguacil y, llamando a su puerta, le dijo: «Veníos un poco conmigo» y le dejó en la cárcel. Era el 18 ó 19 de abril, Jueves o Viernes Santo de aquel año 1527. Aquella cárcel no debía de ser muy severa, porque en ella podía recibir el preso a muchos que acudían a visitarle y «hacía lo mismo que libre, de hacer doctrina y dar Ejercicios». No quiso tomar abogado ni procurador, aunque muchos se le ofrecieron. Entre otros, doña Te­resa de Cárdenas, señora de Torrijos, «la loca del Sa­cramento», la cual le envió a visitar «y le hizo muchas ofertas de sacarle de allí». Pero él no las aceptó, di­ciendo: «Aquel por cuyo amor aquí entré me sacará, si fuere servido dello».

La ocasión para el encarcelamiento la dieron dos muje­res, madre e hija, que, llevando consigo una criada, se fueron a visitar el lienzo de la Verónica, conservado en Jaén, y el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. El vicario Figueroa sospechó que aquellas mujeres habían realizado aquella temeraria peregrinación por consejo de Iñigo.

Después de diecisiete días de arresto sin que le dijesen la causa, fue a interrogarle Figueroa. Su pregunta fue si conocía a aquellas mujeres. Respondió que sí. ¿Sabía de su partida antes de que saliesen de Alcalá? Dijo que no sólo la sabía, sino que ellas mismas le habían hablado de su plan de ir por el mundo sirviendo a los pobres en los hospitales y que él siempre las había querido disuadir de su propósito, «por ser la hija tan moça y tan vistosa». Añadía que a los pobres los podían visitar en Alcalá, donde además podrían acompañar al Santísimo Sacra­mento. Figueroa se retiró con su notario, que había to­mado nota de todo el interrogatorio.

Estaba por entonces Calixto en Segovia, convaleciente de una grave enfermedad. Al enterarse de que Iñigo es­taba encarcelado, se fue a Alcalá y se metió espontánea­mente en la cárcel. Pero Iñigo le hizo salir con la influen­cia de un doctor amigo suyo.

Fue necesario esperar a que aquellas piadosas mujeres regresasen a Alcalá. Entonces se vio que la respuesta de Iñigo era verdadera. El notario entró en la cárcel, donde leyó al peregrino la sentencia definitiva y le dio la liber­tad. Era el 1.° de junio de 1527.

3. La sentencia

La sentencia constaba de dos partes. La primera era una confirmación de la dada el 11 de noviembre anterior respecto a la indumentaria de Iñigo y compañeros. No les imponía, con todo, que tiñesen simplemente sus ves­tidos, sino que empleasen los usados por los estudiantes. El peregrino respondió que teñir los vestidos lo habían podido hacer, pero para comprar otros nuevos no tenían dinero. Entonces el mismo vicario les proveyó de vesti­dos y bonetes y todo lo demás que usaban los estudiantes de Alcalá.

En segundo lugar, la sentencia les imponía que no ha­blasen de materias de la fe hasta que hubiesen estudiado cuatro años. Su falta de estudios la reconocía el propio Iñigo, «y era la primera cosa que él solía decir cuando le examinaban».

Había permanecido en la cárcel cuarenta y dos días. Al salir de ella se le presentó a Iñigo el problema de su fu­turo. No podía hacerse a la idea de que le cerrasen la puerta «para aprovechar a las ánimas», y esto por la sola razón de que no había estudiado. Su decisión fue recurrir contra la sentencia ante el arzobispo de Toledo, Alonso de Fonseca. Sabiendo que éste se encontraba entonces en Valladolid, fue allá para encontrarle. Le dijo que, aunque ya no estaba en el territorio de su jurisdicción, haría lo que él le dijese. El arzobispo le recibió muy bien, y, sabiendo que Iñigo tenía la intención de ir a Salamanca para continuar los estudios, le dijo que también allí tenía amigos y un colegio fundado por él, el que llevaba su nombre. Se le ofreció para todo y al despedirle le dio cuatro escudos.

4. En Salamanca: 1527

A principios de julio, Iñigo llegó a Salamanca. Sus cua­tro compañeros le habían precedido. Una señora le indicó su paradero, y así pudieron encontrarse de nuevo.

Si en Alcalá había estudiado poco, menos pudo hacerlo en Salamanca. A los doce días de su llegada se vio nue­vamente envuelto en interrogatorios. Se puede decir que la ocasión la dio él mismo, porque, habiendo escogido como confesor suyo a un dominico del convento de San Esteban, su presencia allí no pudo menos de suscitar la curiosidad. El confesor le dijo que los Padres tendrían gusto en hablar con él, y por esta razón le invitó a comer con la comunidad el domingo siguiente. Iñigo aceptó, y el día fijado acudió al convento en compañía de Calixto. Después de comer, el subprior, P. Nicolás de Santo To­más, que estaba al frente de la comunidad por la ausencia del prior, P. Diego de San Pedro, le llevó a una capilla. Al coloquio acudió el confesor, y parece que también otro Padre. La conversación recayó pronto sobre el punto delicado. Los Padres tenían buenas referencias de su conducta y de la de sus compañeros. Sabían «que an­daban predicando a la apostólica». Pero ¿qué era lo que habían estudiado? Iñigo respondió francamente. El que más había estudiado era él, pero lo había hecho con poco fundamento. El diálogo prosiguió en estos términos:

El fraile: «Pues luego, ¿qué es lo que predicáis?»

Iñigo: «Nosotros no predicamos, sino con algunos fa­miliarmente hablamos de cosas de Dios, como después de comer con algunas personas que nos llaman».

El fraile: «De qué cosas de Dios habláis? Que eso es lo que queríamos saber».

Iñigo: «Hablamos cuándo de una virtud, cuándo de otra, y esto alabando; cuándo de un vicio, cuándo de otro, y reprehendiendo».

El fraile: «Vosotros no sois letrados y habláis de virtu­des y vicios; y desto ninguno puede hablar sino en una de dos maneras: o por letras o por el Espíritu Santo. No por letras; ergo por Espíritu Santo».

Aquí estuvo el peregrino un poco sobre sí, no le pare­ciendo bien aquella manera de argumentar. Y, después de haber callado un poco, dijo que no era menester ha­blar más de estas materias.

Insiste el fraile: «Pues agora que hay tantos errores de Erasmo y de tantos otros que han engañado al mundo, ¿no queréis declarar lo que decís?»

El tema de Erasmo no podía ser de más actualidad, porque precisamente por aquellos días, desde el 27 de junio al 13 de agosto de 1527, se estaba celebrando una conferencia de teólogos en Valladolid, convocada por el inquisidor general, don Alonso Manrique, arzobispo de Sevilla, para discutir 27 proposiciones sacadas de las obras de Erasmo. Dominicos y franciscanos se demostra­ron acérrimos adversarios del roterodamo.

El peregrino, no reconociendo ninguna autoridad en el que lo interrogaba, replicó: «Padre, yo no diré más de lo que he dicho si no fuese delante de mis superiores, que me pueden obligar a ello».

El subprior no pudo sacarle otra palabra. Dijo entonces que Iñigo y Calixto se quedasen en aquella capilla. Allí quedaron prácticamente aislados, con todas las puertas cerradas. Entretanto, los frailes se fueron a hablar con los jueces. Iñigo y Calixto permanecieron tres días en el convento, comiendo en el refectorio con la comunidad. Y casi siempre estaba llena su cámara de frailes que acu­dían a verles. El peregrino hablaba según su costumbre, y algunos de los frailes se pusieron de su parte, de modo que se originó división en el convento.

Al cabo de tres días llegó un notario, que les comunicó la orden de ir a la cárcel. Allí no los pusieron juntos con los otros presos, sino en una buhardilla sucia y destarta­lada. Los ataron a los dos con una misma cadena. Al día siguiente corrió por la ciudad la voz de su detención, y la gente empezó a enviarles todo lo que necesitaban. Los visitantes tenían acceso a la celda, de modo que Iñigo pudo continuar allí «sus ejercicios de hablar de Dios, etcétera».

Acudió a examinarles el bachiller Martín Frías, vicario del obispo de Salamanca Francisco de Bobadilla. Llamó a cada uno en particular, «y el peregrino le dio todos sus papeles, que eran los Ejercicios, para que los examina­sen». Es ésta la primera vez que Iñigo habló de sus Ejercicios escritos. Frías le preguntó si tenían otros compañeros. Al contestarle Iñigo afirmativamente, fueron lle­vados a la cárcel Lope de Cáceres y Juan de Arteaga. A Juanito lo dejaron libre. A aquellos dos los pusieron con los presos comunes.

Algunos días después, Iñigo fue convocado ante cuatro jueces: Santisidoro, Paraviñas y Frías, más el bachiller Martín Frías. «Ya todos cuatro habían visto los Ejercicios». Le hicieron muchas preguntas, no solamente sobre los Ejercicios, sino sobre temas de teología, como de la Trinidad y de los sacramentos. El peregrino respondió de tal manera, que no tuvieron que reprocharle nada. El ba­chiller Frías, que había sido más activo que los otros en sus preguntas, le hizo una de cánones. Contestó de la manera que a él le pareció, adelantando que no conocía la opinión de los doctores sobre la materia.

Entraron también en un tema que Iñigo tenía bien pre­parado: ¿Cómo declaraba el primer mandamiento? La respuesta fue tan cumplida, que los jueces no tuvieron ganas de continuar.

Respecto a los Ejercicios, el único punto en que se fija­ron fue aquel en que se explica cuándo un pensamiento es pecado mortal y cuándo venial. La duda era siempre la misma. Si no había estudiado teología, ¿cómo se ponía a determinar en temas tan delicados? La salida del Santo fue obvia. A ellos les tocaba juzgar. Si algo de lo que decía era falso, lo reprobasen. Pero «al fin, ellos, sin condenar nada, se partieron».

En estos días de cautividad ocurrió un hecho que nos demuestra cómo Iñigo vivía las verdades de los Ejercicios. Uno de sus visitantes fue don Francisco de Men­doza y Bobadilla, que después fue obispo de Coria, car­denal y arzobispo de Burgos. Preguntándole éste cómo se hallaba en la prisión y si le pesaba estar preso, Iñigo le respondió: «Yo responderé lo que respondí hoy a una seño­ra que decía palabras de compasión por verme preso. Yo le dije: En esto mostráis que no deseáis de estar presa por amor de Dios. Pues ¿tanto mal os parece que es la pri­sión? Pues yo os digo que no hay tantos grillos ni cade­nas en Salamanca que yo no deseo más por amor de Dios».

Poco después tuvo ocasión de demostrar que éstas no eran sólo palabras. Sucedió que un día todos los presos de la cárcel se fugaron. Sólo Iñigo y sus compañeros se quedaron allí. No hay que decir la impresión que este hecho causó en la ciudad. La reacción fue que «luego les dieron todo un palacio, que estaba allí junto, por pri­sión».

A los veintidós días de estar en la cárcel, los jueces comunicaron a los presos la sentencia: no se había en­contrado nada reprensible en su vida y en su doctrina. Pero que no declarasen si una cosa era pecado mortal o venial hasta después de cuatro años de estudios. Como se ve, se repetía la sentencia pronunciada en Alcalá. Los jueces pronunciaron esta sentencia dando muestras de simpatía hacia Iñigo. Pero éste no se dejó ablandar por ello. Respondió que él haría todo lo que le mandaban, pero que no aceptaba la sentencia, porque le cerraban la boca para hacer bien a los prójimos sin haber encontrado en él nada digno de reprensión. Y, aunque el doctor Frías «se demostraba muy afectado», él insistió en que haría lo que se le mandaba mientras estuviese en la jurisdicción de Salamanca, pero no después.

Luego fue sacado de la cárcel. Pero, viendo que en Sa­lamanca se le cerraba la puerta «de aprovechar las áni­mas» con esta decisión de no poder definir entre pecado mortal y venial, «se determinó de ir a París para estu­diar».

VIII. LOS ESTUDIOS EN PARÍS: 1528-35

Iñigo se encontraba nuevamente ante una encrucijada. La misma decisión de ir a París para proseguir sus estu­dios no resolvía el problema de su futuro. Ya desde que se decidió a estudiar en Barcelona se le ofreció la duda, ¿Hasta dónde llegaría en ellos y qué haría después de darlos por terminados? Dos soluciones se le ofrecían: una era la de abrazar el estado religioso; otra, la de «an­dar así por el mundo». Dejó la decisión para más ade­lante. Pero, en la hipótesis de hacerse religioso, se incli­naba más a entrar en una orden de conventuales que en una de observantes, y esto por dos motivos: porque así tendría más ocasiones de padecer por Cristo y porque podría contribuir a la reforma de la orden que abrazase. «Y dábale Dios una grande confianza que sufriría bien todas las afrentas y injurias que le hiciesen».

En la elección de París como lugar de sus estudios in­fluyeron dos motivos: uno, el de poder dedicarse seria­mente al estudio, porque, no sabiendo hablar francés, tendría menos ocasión de tratar con otros de cosas espiri­tuales; otra, porque confiaba poder convencer a otros es­tudiantes de aquella célebre Universidad, entre los que abundaban los españoles y portugueses, a que siguiesen su camino. Una cosa es cierta: Iñigo quiso evitar el fallo inicial que había cometido de querer juntar estudios con obras de apostolado. Más adelante, esta experiencia le ayudará al redactar las Constituciones de la Compañía, donde exigirá que los estudiantes jesuitas se den de lleno a los estudios, porque éstos «requieren todo el hombre». En otro punto observamos un cambio radical de com­portamiento. En Maresa, Barcelona y Alcalá, sus activi­dades apostólicas se dirigen, preferentemente, a un audi­torio femenino, más asequible y dúctil. En París, sus in­terlocutores serán estudiantes universitarios.

A los quince o veinte días de su liberación de la cárcel de Salamanca, «llevando algunos libros en un asnillo», se fue a Barcelona. Allí estaban sus bienhechores, de los que esperaba la ayuda económica necesaria para realizar sus planes. En Barcelona encontró a sus amigos dispues­tos para ayudarle, pero esto no quita que le demostrasen también su preocupación por aquel viaje de Iñigo a causa del estado de guerra permanente entre Francia y España. Corría la voz de que los franceses «en asadores metían los españoles». Pero, conociendo el temple de voluntad de Iñigo, es claro que estas objeciones no iban a hacer mella en su ánimo. Así es que, cuando llegó el momento, solo y a pie emprendió el camino de Barcelona a París, adonde llegó el 2 de febrero de 1528.

Iñigo contaba entonces treinta y siete años. A pesar de su edad, se decidió a tomar los estudios en serio. Reco­nociendo que los estudios hechos en Barcelona y en Sa­lamanca le había aprovechado poco, se decidió a repetir­los, cursando durante un año y medio las humanidades, y así «estudiaba con los niños, pasando por la orden y ma­nera de París». Equivale a decir que experimentó en sí mismo el «modus parisienses», que con el tiempo él es­cogería como modelo para los colegios de la Compañía de Jesús.

A su propia convicción se añadían las exigencias de la Universidad de París, donde no era permitido el acceso a los estudios de filosofía a ningún estudiante que no hu­biese acreditado, mediante examen previo, que poseía el necesario conocimiento del latín.

1. Humanidades en el colegio de Montaigu

Para esta primera etapa de los estudios escogió el cole­gio de Montaigu, fundado por Gil Aycelin de Montaigu a mediados del siglo XIV, restaurado a fines del siglo xv por Juan Standonck, y al que en 1509 había dado nuevos esta­tutos Noël Beda (Bédier), acérrimo enemigo de Erasmo. Le sucedió Pedro Tempete (1513-28), a quien conoció Iñigo. Todo en Montaigu tenía un aire de arcaico, que le valió las sátiras de Erasmo y de Rabelais. El mismo plan de estudios de 1509 aparece más anticuado que el vigente en Barcelona, según los estatutos de 1508. Predominaba, para la enseñanza del latín, el Doctrinale puerorum, de Alejandro de Villedieu, que en Barcelona había sido su­plantado por las Institutiones, de Nebrija. Los Disticha moralia, de Catón, y la Ars minor, de Donato, eran pa­trimonio común de todas las escuelas europeas. Iñigo se apuntó en Montaigu como martinet, es decir, como alumno externo. Para vivir tuvo que buscarse una posada, y no le fue difícil encontrarla por el momento, gracias a una «cédula», por el importe de 25 escudos, que le dio un mercader de parte de sus amigos de Barce­lona. En aquella pensión se alojaban otros estudiantes españoles. Iñigo, con su habitual desprendimiento del di­nero, confió aquella cantidad a uno de sus compañeros. Pero éste se la malgastó en poco tiempo.

Iñigo se encontró en la calle, obligado a vivir de li­mosna. Se refugió entonces en el hospicio de Saint-­Jacques, destinado a los peregrinos de Compostela, si­tuado en el número 133 de la rue Saint-Denis, algo más allá de la iglesia y del cementerio de los Inocentes. El principal inconveniente era la distancia respecto al cole­gio de Montaigu. Para ir del hospicio, situado en la «rive droite», al colegio, en la «rive gauche», atravesando la isla de la Cité y subiendo por la rue Saint-Jacques hasta la colina de Sainte-Geneviève, donde se encontraba el colegio, necesitaba una buena media hora de camino. Además, como el hospicio no abría sus puertas hasta el amanecer, mientras que las clases del colegio empezaban a las cinco de la mañana, Iñigo se veía obligado a perder por lo menos alguna de ellas. Por la tarde tenía que estar de vuelta antes del Angelus, con lo cual perdía también tiempo de las clases vespertinas. Y como además tenía que mendigar para sustentarse, era poco el tiempo que le quedaba para estudiar.

Se enteró de que algunos estudiantes remediaban esta necesidad poniéndose al servicio de algún regente o maestro. Se decidió a tomar esta solución, y, como si fuese fácil encontrarla, en su imaginación se formó ya todo un plan: en la persona de su amo reconocería a la de Jesucristo, y en la de los alumnos, a cada uno de los apóstoles. Uno tendría para él las veces de San Pedro; otro, la de San Juan, etc. Pero, por más que buscó un tal amo, no lo encontró, ni siquiera con las recomendaciones del bachiller Juan de Castro y de un cartujo que conocía a muchos maestros.

2. A Flandes para procurarse el sustento

No encontrando otra solución, siguió el consejo de un fraile español que le recomendó que fuese todos los años a Flandes, donde encontraría comerciantes españoles re­sidentes en Brujas y en Amberes, que seguramente le ayudarían, dándole dinero para vivir todo el curso.

Tres veces realizó este viaje: la primera, en la Cua­resma de 1529; la segunda, en agosto-septiembre de 1530, y la tercera, en el mismo período de 1531. Esta última vez se llegó hasta Londres, y volvió a París con más di­nero que las pasadas. Gracias a la generosidad de sus bienhechores, no sólo pudo pasar todo el año, sino que le sobraba dinero para ayudar a otros estudiantes necesita­dos.

En el primero de estos viajes se encontró en Brujas con el célebre Luis Vives, que le invitó a su mesa. Era, como hemos recordado, en tiempo de Cuaresma, y la comida tuvo que ser de pescado. Esto dio lugar a una objeción que el humanista valenciano le propuso con aire escéptico. A su parecer, la Iglesia no había estado muy acertada al prescribir, como acto de penitencia, la absti­nencia de carne, porque también de pescado se podía comer muy lautamente. La respuesta de Iñigo no se hizo esperar: «Vos y otros que tienen medios para ello podéis comer muy bien de pescado, pero éste no es el caso para la mayoría de la gente». El P. Polanco, que es el que nos ha recordado la anécdota, observa que en aquel país se comía muy buen pescado, y éste era guisado de manera muy apetitosa. No sabemos cómo reaccionó Vives; pero, según el testimonio del doctor Pedro de Maluenda, dijo después, hablando de Iñigo: «Este hombre es un santo y será fundador de una orden religiosa».

Al regreso de este su primer viaje, Iñigo intensificó sus conversaciones espirituales, y entre mayo y junio de 1529 dio los Ejercicios a tres estudiantes españoles: Juan de Castro, Pedro de Peralta y Amador de Elduayen. Castro era un burgalés que desde 1525 estudiaba en el colegio de la Sorbona; Peralta, toledano, y Amador, vascongado, se habían matriculado en 1525 en la Facultad de Artes. Aquellos Ejercicios transformaron sus vidas, pero sin que ninguno de ellos se decidiese a seguir a Iñigo de una manera estable. Al término de sus estudios, Castro entró, en 1535, en la cartuja de Vall de Cristo (Segorbe), donde recibió la visita de Iñigo, y en 1542 fue nombrado prior de la de Porta-Coeli, cerca de Valencia. Peralta se graduó de maestro en artes en 1530. Posteriormente quiso ir a Jerusalén, pero en Italia fue detenido por un pariente suyo que consiguió del papa la orden de que regresase a su tierra. Allí fue célebre predicador y canónigo de la catedral de Toledo. Amador estudiaba en el colegio de Santa Bárbara. De aquí el descontento del principal de aquel colegio, Diego de Gouveia, que se quejaba de que Iñigo hubiese vuelto loco a su súbdito.

En septiembre de aquel mismo año 1529, Iñigo recibió una carta de aquel español que le había dilapidado su di­nero, en la que le decía que se encontraba enfermo en Ruán, donde estaba de paso en su viaje de retorno a Es­paña. Era un hombre necesitado, y esto bastó para poner en movimiento la caridad de Iñigo, que no perdía la espe­ranza de ganarle para su causa. Su primer impulso fue recorrer de una tirada las 28 leguas que separaban París de Ruán, a pie descalzo y sin comer ni beber. Maduró su decisión, reflexionando sobre ella en la iglesia de Santo Domingo. Al levantarse al día siguiente, le vinieron unos temores tan grandes, que casi no podía vestirse. No ce­dió por ello en su intento, y emprendió su camino, aco­sado siempre por aquellos temores, hasta que llegó a Ar­genteuil. A partir de allí todo se resolvió en una consola­ción tan grande, que, andando por aquellos campos, ha­blaba con Dios en alta voz. Llegando a Ruán, consoló al enfermo y le procuró los medios para proseguir su viaje a España. Le dio cartas para los compañeros que allí había dejado.

A su regreso a París encontró un ambiente franca­mente hostil de parte de las autoridades académicas a causa del cambio de vida que se observaba en aquellos tres que habían hecho con él los Ejercicios. La actividad de Iñigo tenía visos de subversiva, como si tendiese a desviar a los estudiantes de la seriedad en su trabajo. Los más preocupados eran el principal del colegio de Santa Bárbara, donde estudiaba Amador de Elduayen, y el teó­logo toledano doctor Pedro Ortiz, que era pariente de Pedro de Peralta. Gouveia amenazó con dar a Iñigo, apenas comenzase el curso escolar, un castigo llamado «sala», que consistía en una tunda de azotes propinada por los maestros al reo, desnudo desde medio cuerpo para arriba, en presencia de los alumnos congregados en una sala del colegio.

Sabiendo que era buscado, Iñigo se presentó espontá­neamente al inquisidor de París, el dominico Mateo Ory, pidiéndole que resolviese su caso con rapidez, porque se acercaba el día de San Remigio, 1.° de octubre, en que él tenía que comenzar su curso de artes. El inquisidor le dijo que, efectivamente, le habían llegado quejas contra él, pero que no pensaba tomar ninguna medida punitiva. La tempestad se calmó, y así Iñigo pasó a vivir como «porcionista» en aquel colegio de Santa Bárbara para comenzar el curso de artes o filosofía bajo la dirección del maestro Juan Peña, de la diócesis de Sigüenza.

3. Filosofía en Santa Bárbara

El colegio de Santa Bárbara existe todavía hoy en el número 4 de la rue Valette. Ser «porcionista» en un cole­gio parisiense era alquilar una «porción» de aposento, es decir, compartirlo con otros, pagándolo entre todos. Iñigo tuvo como compañeros a su maestro Juan Peña y a otros dos que habían de ser íntimos compañeros suyos: el saboyano Pedro Fabro y el navarro Francisco de Ja­vier. Por encargo de Peña, Fabro se ocupó de repetir las lecciones al recién llegado.

Los afanes proselitistas de Iñigo fueron contenidos por su firme propósito de estudiar seriamente. Procuró, con todo, que se reuniesen con él en París los tres compañe­ros que había dejado en Salamanca. Ya hemos visto que dio cartas para ellos a aquel español al que había visitado en Ruán. En sus cartas, junto con el deseo de tenerles cerca, les exponía la dificultad de tener que hacer frente a sus gastos. Esta era menor por lo que se refiere al por­tugués Calixto de Sa, porque el rey de Portugal concedía cincuenta becas a sus súbditos que querían estudiar en París. Para Calixto consiguió una de estas bolsas por me­diación de la noble portuguesa Leonor Mascarenhas, dama de la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V. Además de la bolsa de estudio, Leonor procuró a Calixto una mula para hacer su viaje a París. Pero él no se aprovechó de estas facilidades.

El destino de Calixto fue singular. Iñigo nos dice sola­mente en sus Memorias que se fue a las Indias con una cierta mujer espiritual; que, después de haber regresado a España, volvió otra vez a México, y que de allí volvió rico a Salamanca, causando maravilla a los que le habían conocido antes. Estas palabras celan un drama del que hoy estamos bien informados. Aquella mujer espiritual se llamaba Catalina Hernández y era una de aquellas «bea­tas» o religiosas de la Tercera Orden de San Francisco que fueron enviadas a México para atender a la catequi­zación de los neófitos. Calixto tuvo con la beata un trato que pareció excesivo a los que lo observaron. El asunto llegó a oídos de los auditores de la Audiencia de México. Estos, después de haber avisado inútilmente a Calixto de que suspendiese aquel trato, le pusieron en la alternativa o de romper con aquella amistad o de volverse a España. El optó por la segunda solución. Por lo visto, se había dado al comercio. Esto explica que volviese a Salamanca rico y con un plan de vida muy distinto del que había observado algunos años antes.

Lope de Cáceres volvió a Segovia, su ciudad natal, donde observó una conducta tal, que parecía haberse ol­vidado de sus primeros propósitos.

Aparte de los tres españoles que hemos mencionado, Iñigo trabajó con otros estudiantes. Los inducía a que los domingos se reuniesen en el convento de los cartujos, donde, además de entretenerse familiarmente en conver­saciones espirituales, se confesaban y comulgaban. Pero resultó que aquellas reuniones dominicales coincidían con las disputas escolares, a las que faltaba un número cada vez más considerable de asistentes. El maestro Peña avisó al responsable, que era Iñigo, y, al no verse el resultado, acudió al principal de Santa Bárbara. Este de­cidió imponer al culpable el castigo con que ya le había amenazado al comienzo de los estudios: la sala. Iñigo no refiere este episodio en sus Memorias, pero lo conoce­mos por el testimonio de Ribadeneira, quien dijo haberlo oído en París en 1542.

Cuando la sentencia fue comunicada a Iñigo, éste deliberó seriamente sobre la reacción que debería mostrar. Ni el dolor de los azotes ni la humillación del castigo tenían importancia para quien estaba dispuesto a sufrirlo todo por Cristo. Pero temió que aquella severa correc­ción pudiese ser ocasión de escándalo para los estudian­tes. Se presentó, pues, ante el doctor Gouveia y le ex­puso llanamente su problema. El principal, hombre se­vero, pero al mismo tiempo profundamente religioso, se convenció de la sinceridad de la objeción. Y cuando llegó al momento de ejecutar el castigo, con gran sorpresa de todos los asistentes, se puso de rodillas a los pies de Iñigo pidiéndole perdón.

En estas amistosas relaciones que desde entonces se iniciaron entre Gouveia e Iñigo tuvo origen la propuesta que el principal de Santa Bárbara hizo en 1538 a su rey Juan III de que algunos de los que se habían juntado con Iñigo fuesen enviados misioneros a la India.

Entretanto, Iñigo pudo continuar sus retiros dominica­les con los estudiantes y las disputas fueron cambiadas de horario.

Estas actividades apostólicas no fueron obstáculo para el estudio de la filosofía, que fue la ocupación primordial de Iñigo. Pero a los contrastes externos vinieron a jun­tarse las mismas agitaciones interiores que había experi­mentado en Barcelona. Mientras se ponía a estudiar le venían grandes luces y consolaciones espirituales. Con la experiencia del discernimiento que había adquirido, no le resultó difícil descubrir las artes del mal espíritu. Y su reacción fue la misma que en Barcelona. Presentándose ante su maestro, le prometió que no faltaría nunca a sus lecciones con tal de encontrar pan y agua con que sus­tentarse. La moderación que se impuso en sus actuacio­nes apostólicas tuvo como resultado que no volvió a ser molestado a causa de ellas. Lo notó el aragonés doctor Jerónimo Frago, a quien el mismo Iñigo dio esta explica­ción: la causa de que me dejen tranquilo es que no hablo con los otros de las cosas de Dios; pero dejad que ter­mine el curso y volveremos a lo de antes.

Los estudiantes de artes o filosofía cumplían tres cur­sos, y, por razón de la materia a que se dedicaban, eran llamados sumulistas, lógicos y físicos. En los dos primeros cursos, el alumno, mediante el árido estudio de la lógica, aprendía a discurrir, a formular sus ideas con pre­cisión y a defenderlas contra las objeciones de los adver­sarios. Para el primer curso, el libro de texto eran las Súmulas, de Pedro Hispano, con sus varios comentaris­tas. Pero el maestro Juan Peña explicaba directamente el Organon, de Aristóteles, y, cuando tenía alguna dificul­tad en la interpretación del texto, acudía a Pedro Fabro, que sabía el griego.

En el segundo curso se estudiaba la Lógica de Aristó­teles, explicado por sus comentaristas. Entre éstos, Peña prefería a Juan de Celaya. El ejercicio principal consistía en las disputas, que se prolongaban a lo largo de todo el día. Al fin de este segundo curso, el alumno era admitido al examen de las llamadas Determinancias, que le daban acceso al bachillerato. Se daban en las escuelas de la rue de Fouarre (del forraje), dichas así por la paja que se esparcía en el suelo para asiento de los estudiantes. Iñigo se hizo bachiller en 1532.

El tercer curso era dedicado al estudio de la Física, Metafísica y Etica de Aristóteles. Al final tenía lugar el examen para la obtención de la licenciatura. Este examen era doble: uno público y otro más severo, que se cele­braba en la habitación privada del canciller de Notre-Dame o de la abadía de Santa Genoveva, ante cuatro examinadores, uno por cada una de las «naciones» en que se dividían los estudiantes de la Universidad. Los españoles estaban agrupados en la «veneranda natio Gal­licana». Según la calificación que habían obtenido en el primer examen, los candidatos eran convocados para el segundo. Iñigo obtuvo el número 30 entre un centenar de examinados. Para el segundo examen, los alumnos eran repartidos en grupos de a 16, por lo cual a Ignacio le tocó entrar en el segundo de estos grupos. Nos consta que Iñigo y sus compañeros se examinaron en la abadía de Santa Genoveva. Al finalizar los exámenes, el canciller señalaba la fecha en que debía celebrarse el acto del con­ferimiento del grado de licenciado. El día señalado para Ignacio fue el 13 de marzo de 1532, según el cómputo del año a partir de la Pascua, correspondiente al año 1533, según el cómputo actual. Desde el convento de los matu­rinos (Trinitarios) situado en la rue Saint-Jacques, los candidatos se dirigían procesionalmente a la abadía de Santa Genoveva. Allí el canciller pronunciaba solemne­mente la fórmula, en virtud de la cual se concedía al can­didato la licencia de enseñar, disputar y determinar en París y en cualquier parte del mundo.

La licenciatura llevaba consigo no pocos gastos, por­que el nuevo graduado, además de pagar las tasas aca­démicas, tenía que ofrecer un banquete a maestros y compañeros. A Iñigo con esta ocasión se le acabaron los fondos y tuvo que recurrir a la generosidad de sus amigos barceloneses.

Más cara costaba aún la obtención del grado de magis­terio en artes, equivalente al doctorado. Por eso, Iñigo la difirió por espacio de un año. Pedro Fabro tardó seis años. En cambio, Francisco Javier lo obtuvo pocos días después de la licenciatura.

El acto de la colación del grado de «magister artium» se celebraba con toda solemnidad en las aulas de la «na­tio Gallicana», situada en la rue de Fouarre. Consistía en una lección inaugural impartida por el candidato, la cual, por ser la primera, era llamada inceptio (= comienzo). A continuación, el presidente preguntaba a los maestros asistentes si aprobaban la concesión del birrete al candi­dato. Por eso, incipere venía a ser lo mismo que birre­tari. El maestro del incipiens pronunciaba una alocución, después de la cual imponía al nuevo maestro un birrete de cuatro puntas, insignia del nuevo grado. Con ello, la Universidad le contaba entre sus profesores y le autori­zaba a ocupar el puesto de «regente» o profesor en cual­quiera de los colegios de París.

En la siguiente asamblea, celebrada en el convento de los maturinos, el secretario de la Facultad entregaba al maestro el título en pergamino, sellado con el sello de la Universidad. El diploma concedido al «maestro Ignacio de Loyola, de la diócesis de Pamplona», se ha conser­vado. Lleva la fecha del 14 de marzo de 1534, que co­rresponde a la misma fecha del año 1535, según el cómpu­to actual. Desde entonces, el Santo podía ser llamado —como lo fue de hecho habitualmente— «el maestro Ig­nacio».

4. Los amigos en el Señor

En París se juntaron con Ignacio aquellos que debían ser sus compañeros en la fundación de la Compañía de Jesús. Todos ellos se decidieron a dar este paso después de hacer los Ejercicios espirituales bajo la dirección de Ignacio, excepto Francisco Javier, que, por razón de sus clases como «regente» en el colegio Dormans-Beauvais, no los hizo hasta después del voto de Montmartre, del 15 de agosto de 1534.

El primero de sus seguidores estables fue Pedro Fa­bro (Favre), nacido en el pueblo de Villaret, en la Sa­boya, el 13 de abril de 1506. Ya en la primavera de 1531 había pensado seguir los pasos de su compañero en el colegio de Santa Bárbara. En otoño de 1533 realizó un viaje a su tierra para visitar a su padre y parientes y arre­glar los asuntos familiares. Al regresar a París a princi­pios de 1534, hizo los Ejercicios durante un mes, retirán­dose en una casa del arrabal de Saint-Jacques, adonde de cuando en cuando iba a visitarle Ignacio, su director. El frío era tan intenso, que el río Sena se heló, hasta el punto de que podía ser atravesado en carretas. Pero el ejercitante, en lugar de calentar su celda, dormía en ca­misa sobre los troncos de leña que le habían dado para hacer fuego. A esta mortificación juntó la del ayuno. Es­tuvo durante seis días sin tomar bocado. Ignacio, al darse cuenta, le obligó a dejar aquellos extremos, encendiendo el fuego y tomando alimento. La decisión que tomó de ser un sacerdote totalmente dedicado al servicio de Dios, le quitó todas las dudas que hasta entonces le habían atormentado respecto a su futuro. Su alma, hasta enton­ces agitada, quedó invadida de luz y de suavidad. El 30 de mayo de aquel año 1534 recibió la ordenación sacer­dotal, y el 22 de julio siguiente, fiesta de Santa María Magdalena, celebró su primera misa.

El portugués Simón Rodrigues, natural de Vouzela, en la diócesis de Vizeu, y el navarro Francisco Javier deci­dieron juntarse con Ignacio en 1533. La de Javier fue la conquista más difícil. Como Ignacio, también él había sentido los halagos de un porvenir feliz en el mundo. A las insinuaciones de su compañero de estudios, opuso durante largo tiempo una tenaz resistencia; pero poco a poco se fue operando un cambio en su alma y al fin triunfó la gracia de la vocación. Una vez tomada su deci­sión, solamente las insistencias de sus amigos lograron persuadirle a que llevase a término sus clases durante aquel curso escolar en el colegio Dormans-Beauvais, donde, después de conseguir el grado de maestro en artes en 1530, había conseguido una plaza como profesor.

Poco a poco se fueron agregando los demás compañe­ros. Después de Fabro hicieron los Ejercicios, en 1534, Diego Laínez, natural de Almazán (Soria), y el toledano Alfonso Salmerón. Uno y otro procedían de la Universi­dad de Alcalá, desde donde se habían trasladado a París para proseguir sus estudios, movidos también, al pare­cer, por el deseo de conocer a Ignacio, de quien habían oído hablar con elogio en Alcalá.

Poco después de éstos se unió a Ignacio, tras los Ejercicios, el castellano Nicolás Alonso, natural de Bobadilla del Camino, en la diócesis de Palencia. Se le llamó siem­pre con el nombre de su pueblo natal. Había estudiado filosofía y teología en Alcalá y en Valladolid, cuando en 1533 decidió trasladarse a París. Allí se enteró de que un estudiante vascongado llamado Iñigo ayudaba en lo ma­terial a algunos estudiantes. Gracias al apoyo de aquel protector, consiguió Bobadilla una plaza de regente en el colegio de Calvi. Pero poco pudo hacer en este cargo, porque en 1534 decidió dejarlo todo por Cristo y unirse al grupo de Ignacio.

Con Bobadilla eran seis los que, como escribe uno de ellos, Diego Laínez, «por vía de oración se habían de­terminado a servir a nuestro Señor, dejando todas las co­sas del mundo». La idea del servicio divino recurre con la insistencia de un leit-motiv en las narraciones de la vocación de los primeros compañeros. No hay duda de que se la había inculcado Ignacio durante los Ejercicios. A partir de aquella decisión inicial, aquellos jóvenes ge­nerosos formaron un apretado grupo de «amigos en el Señor», como los llamó en 1537 el mismo Ignacio en carta a su amigo de Barcelona Juan Verdolay. Se conser­vaban en sus propósitos mediante la oración, la recep­ción de los sacramentos de la confesión y eucaristía y con los mismos estudios, que por ser de teología servían para adentrarlos en el conocimiento de las cosas divinas.

5. El voto de Montmartre:
15 de agosto de 1534

En esta frecuente comunicación de ideales fue madu­rándose en el ánimo de todos el proyecto que había de orientar su vida para el futuro: emplearse en el bien de sus prójimos viviendo en un plan de estricta pobreza, a imitación de Jesucristo. Ante todo, realizarían una pere­grinación a Jerusalén. Para ello se reunirían todos en Ve­necia, puerto obligado de partida. Si después de esperar la embarcación por espacio de un año se viese que la peregrinación resultaba imposible, se presentarían ante el papa, para que él los enviase allá donde juzgase más conveniente. Tal fue, en sus líneas generales, la materia del voto que Iñigo y sus seis primeros compañeros pro­nunciaron el día de la Asunción, 15 de agosto de 1534, en una capilla de la colina de Montmartre dedicada a la Vir­gen en el lugar del martirio de San Dionisio y de sus compañeros.

En este día solemne, Pedro Fabro, el único sacerdote del grupo, celebró la misa, y antes de la comunión, vol­viéndose a sus compañeros, escuchó su voto y les repar­tió la comunión. Después también él hizo su voto y co­mulgó.

No tenemos la fórmula que fue empleada para este voto. Para conocer su contenido tenemos que recurrir al testimonio de los que lo hicieron y al de sus contemporá­neos. Una lectura atenta de las más antiguas relaciones que se han conservado nos permite descubrir la raíz pro­funda de este voto y todas sus modalidades, que pueden resumirse en los términos que hemos expuesto en el pá­rrafo anterior.

Hubo un punto que quedó por determinar: una vez lle­gados a Jerusalén, ¿se quedarían para siempre allí o re­gresarían? Es fácil suponer que Ignacio se inclinaba en favor de la primera solución. Recordemos que éste había sido su firme propósito cuando peregrinó en 1523. Pero, sea que sobre este punto no se llegase a la unanimidad, sea que la peregrinación resultaba siempre problemática, dejaron la decisión para cuando estuviesen en Jerusalén. En el voto no se incluyó formalmente el vivir en casti­dad, pero es claro que todos estaban decididos a obser­varla. En forma privada habían hecho el voto de casti­dad, por lo menos Ignacio y Fabro. Todos la prometieron en 1537 antes de ordenarse de sacerdotes.

No resulta difícil descubrir en este voto una prolonga­ción del programa que se había propuesto Ignacio desde su conversión en Loyola y de las ilustraciones recibidas en Manresa. De Loyola procedía el plan de ir a Jerusalén para vivir en la tierra santificada con la vida y muerte de Jesucristo. De Manresa venía el plan decididamente apostólico, que se proponía realizar en la más estricta pobreza con otros compañeros participantes del mismo ideal.

En los planes de Ignacio y de sus compañeros, por primera vez aparece en este voto la figura del papa, con­siderado como vicario de Cristo y su representante en la tierra. Si no podían emplear sus vidas en la tierra de Je­sús, pondrían sus personas a disposición de aquel que en la tierra tiene el lugar de Cristo. Se ponían con ello las bases del que será después el cuarto voto de especial obediencia al papa en lo referente a las «misiones» que harán los profesos de la Compañía, voto que, según dos frases felices del Beato Pedro Fabro, fue como «el fun­damento de toda la Compañía» y «su manifestísima vocación».

La Compañía de Jesús no nació en Montmartre. Al ha­cer su voto, Ignacio y sus compañeros no tenían ningún propósito de fundar una nueva orden religiosa. Ni si­quiera decidieron allí si habían de dar o no una forma estable al grupo. Pero es claro que en aquella fiesta de la Asunción de la Virgen y en la colina de Montmartre se habían puesto las bases de la que había de ser la Compa­ñía de Jesús.

El voto emitido en 1534 fue renovado en la misma fiesta de la Asunción de la Virgen los dos años siguien­tes. Con dos diferencias: 1.ª, en estas dos renovaciones no participó Ignacio, que había marchado a su tierra, como veremos; 2.ª, en cambio, a los seis primeros com­pañeros se añadieron otros tres: el saboyano Claudio Jayo (Jay) y los franceses Juan Codure y Pascasio Broët. Con ellos se completaba el número de los diez, contando a Ignacio, que en 1539 fundaron la Compañía de Jesús.

6. Estudiante de teología: 1533-35

Completado su trienio de estudios filosóficos, Ignacio comenzó los de teología, que no pudo terminar en París. Desde luego, no aspiraba al doctorado en teología, para el que se exigían doce años de estudio; ni siquiera el ba­chillerato, que requería cinco o seis. Cuando ya había salido de París, le fue expedido, con fecha 14 de octubre de 1536, un diploma de la Facultad de Teología en el que se testificaba que Ignacio de Loyola, maestro en artes, había estudiado teología por espacio de un año y medio. Este término de «un año y medio» era una expresión pro­tocolaria que vemos repetida en los diplomas de otros estudiantes que dedicaron a la teología mucho más de un año y medio. Pero, por lo que se refiere a Ignacio, fue éste, efectivamente, el tiempo que empleó en el estudio de las ciencias sagradas en París.

Cursó la teología siguiendo las clases en el convento de Saint-Jacques, de los dominicos, y en el de los «conde­liers» o franciscanos, poco distante del anterior. Para las prelecciones debía llevar la Biblia y el comentario al libro de las Sentencias, de Pedro Lombardo. Entre sus profe­sores se distinguieron el dominico Juan Benoit, que go­zaba de gran prestigio, y el franciscano Pedro de Corni­bus. La formación teológica de Ignacio fue esencialmente tomista. En sus Constituciones mandará que a los estu­diantes de la Compañía se les enseñe «la doctrina esco­lástica de Santo Tomás», juntamente con la teología posi­tiva, con los autores «que más convienen para nuestro fin».

Respecto a su aprovechamiento en estos estudios teo­lógicos, el P. Nadal repite la frase genérica que ya había escrito respecto a los de filosofía: que Ignacio los hizo «con mucha diligencia». Veamos sus palabras: «Y des­pués [de las artes] estudió también con mucha diligencia la sacra teología, según la doctrina de Santo Tomás, yendo en un tiempo antes del día, los más de los días, al monasterio de Santo Domingo a oír una lección que se leía a los frailes particularmente en aquella hora». El P. Laínez da este juicio global sobre el aprovechamiento de Ignacio en los estudios: «Cuanto al estudio, aunque tuvo por aven­tura más impedimentos que ninguno de su tiempo, tuvo tanta diligencia o más, ceteris paribus, que sus contem­poráneos, y aprovechó medianamente en las letras, se­gún que, respondiendo públicamente y en el tiempo de su curso, platicando con sus condiscípulos, mostró». La expresión «medianamente» equivale a con mucho prove­cho. Esto se ve por el hecho de que Laínez se atribuye aquella expresión a sí mismo y a sus otros compañeros, entre los cuales los hubo que fueron muy buenos teó­logos.

A la tenacidad de Ignacio hay que añadir sus dotes de inteligencia, que le permitían responder en materias teo­lógicas con una competencia que llamaba la atención aun a otros que habían estudiado más que él. Según el P. Na­dal, «dijo un doctor, persona señalada, admirándose de nuestro Padre, que no había visto quien con tanto seño­río y magestad hablase materias teólogas». Y Polanco añade: «Y con el doctor Marcial [Mazurier] pasó una gracia: que, no siendo aún Iñigo bachiller en artes, le quería hacer doctor en teología, diciendo que, pues ense­ñaba a él, que era doctor, era justo que tomase el mismo grado, y poniéndose a tratar el modo de doctorarle».

Los estudios teológicos de Ignacio no pudieron dejar de tener influencia en el Libro de los Ejercicios. Hay en ellos algunos documentos, como la meditación de los bi­narios y toda la serie de meditaciones sobre la vida de Jesús, al fin del libro, que parecen ser de este tiempo de París. También es de aquel tiempo una revisión general del texto.

A París hemos de atribuir la regla 11 «para sentir con la Iglesia»: «Alabar la doctrina positiva y escolástica; por­que así como es más propio de los doctores positivos, así como de Sant Hierónimo, Sant Agustín y de Sant Grego­rio, etc., el mover los afectos para en todo amar y servir a Dios nuestro Señor, así es más propio de los escolásti­cos, así como de Santo Tomás, San Buenaventura y del Maestro de las Sentencias, etc., el difinir o declarar para nuestros tiempos de las cosas necesarias a la salud eterna, y para más impugnar y declarar todos errores y todas falacias». Las palabras «o declarar para nuestros tiempos» son una añadidura autógrafa del Santo, que nos revela su afán de adaptación a las necesidades con­tingentes de la Iglesia.

7. El inquisidor Liévin y los «Ejercicios»

Los Ejercicios merecieron una formal aprobación de parte del inquisidor de París, el dominico Vicente Liévin. Cuando estaba a punto de partir para España, llegó a oí­dos de Ignacio que circulaban rumores contra él, segu­ramente a causa de los Ejercicios. Viendo que no era convocado y que, por otra parte, tenía que salir de París al poco tiempo, se presentó espontáneamente al inquisi­dor, pidiéndole que pronunciase sentencia sobre su caso. No quería dejar pendiente una lid. El inquisidor le dijo que era verdad que le habían llegado quejas contra él, pero no se había tomado ninguna medida, porque no creía que se tratase de cosas de importancia. Deseaba, eso sí, «ver sus escritos de los Ejercicios». Ignacio se los dio. Después de leerlos, el inquisidor los alabó mucho y le pidió una copia de ellos. Hemos de suponer que Igna­cio cumplió esta orden, pero aquella copia de los Ejercicios no se ha conservado. Si la tuviésemos y si también hubiese llegado a nosotros el texto que Ignacio presentó a los jueces de Salamanca, desaparecerían todas las du­das acerca del proceso de elaboración de los Ejercicios. Sabríamos en concreto qué es lo que contenían en esta­dios de tanta importancia como Salamanca y París. Igna­cio no se contentó con aquella aprobación oral dada por el inquisidor. Deseaba que éste pronunciase una senten­cia formal de absolución. El inquisidor se excusaba, pero Ignacio se presentó ante él acompañado de un notario, que levantó acta de todo lo tratado. Así se dio por termi­nado el asunto.

El inquisidor Liévin conocía ya de antes a Ignacio. Nos cuenta el P. Polanco que Ignacio presentó al inquisi­dor a muchos que, tocados de herejía, deseaban retractar sus errores a consecuencia del «affaire des placards», que había explotado en París a fines de 1534. Los protes­tantes, que habían incrementado notablemente sus fuer­zas en Francia, quisieron dar un golpe de fuerza. El 18 de octubre de 1534 aparecieron pegados en las paredes de las casas de París multitud de carteles con títulos contra­rios al sacrificio de la misa. Toda la ciudad se conmovió. La reacción fue enérgica. El 21 de enero de 1535 se hizo una procesión de desagravios que recorrió las calles desde la Santa Capilla hasta la catedral de Notre-Dame. Este acto fue el comienzo de una dura represión contra los herejes. Algunos fueron condenados al fuego después de haberles sido taladradas las lenguas. El mismo rey Francisco I tomó parte en esta campaña, pronunciando un discurso en la catedral de París en presencia del clero, de la Universidad, del Parlamento, de los miembros de su Consejo privado y de los embajadores.

IX. APOSTOL EN SU TIERRA

Por este tiempo, Ignacio se resintió de aquellas moles­tias que él durante toda su vida calificó de mal de estó­mago, y que solamente la autopsia de su cadáver demos­tró que eran debidas a una calculosis biliar, con reflejos en el estómago. El clima de París se demostró desfavora­ble para él. Los remedios que se le aplicaron resultaron insuficientes. Al fin, los médicos le aconsejaron los aires natales. Sus compañeros apoyaron esta solución, en fa­vor de la cual había otro motivo: dado que los españoles no tenían ninguna intención de volver a su tierra, les pa­recía que Ignacio regresase a España, para que, además de atender a su salud, realizase una visita a los parientes de cada uno de ellos y arreglase sus asuntos pendientes. Hubo otra causa, no confesada por el interesado, pero que, basados en el testimonio del P. Polanco, podemos considerar como determinante: Ignacio quería pasar una temporada en Azpeitia para reparar con sus buenas obras los malos ejemplos que allí había dado durante su juven­tud.

La decisión fue tomada. Ignacio partiría para España, y, terminados allí sus asuntos, se dirigiría a Venecia, donde esperaría la llegada de los compañeros para em­prender la peregrinación a Jerusalén. Los compañeros, entretanto, continuarían en París sus estudios teológicos y saldrían de París el día de la Conversión de San Pablo, 25 de enero de 1537. En realidad, los azares de la guerra entre Francia y el Emperador les obligaron a partir el 15 de noviembre de 1536.

1. De París a Azpeitia

Seda a principios de abril de 1535 cuando Ignacio, montando sobre un rocín que le habían comprado sus compañeros, salió en dirección de su tierra. Durante el camino empezó ya a encontrarse mejor.

Ignacio nos cuenta que al llegar a Sayona fue reconocido por alguien, que se apresuró a informar de ello a su hermano Martín García. Al penetrar en Guipúzcoa, Igna­cio no tomó el camino ordinario, que le hubiese llevado a Azpeitia, sino que se aventuró por los montes más solita­rios. Evidentemente, temía ser reconocido, como de he­cho ocurrió. Porque al poco tiempo vio dos hombres ar­mados que salían a su encuentro. La razón de ir armados era que aquellos caminos tenían fama de ser frecuentados por salteadores. Comenzó entonces una persecución. Aquellos hombres seguían los pasos de Ignacio; él los esquivaba. Por fin se encontraron. Ellos le dijeron que iban de parte de su hermano, que les había mandado para que saliesen a su encuentro. Ignacio no quiso de ningún modo seguirles y se descabulló. Poco antes de llegar a Azpeitia, se volvió a encontrar a los mismos («li pre­detti») que iban en su busca, y le volvieron a instar con fuerza para que fuese a la casa de su hermano. Pero no le pudieron forzar.

En el proceso de beatificación de Ignacio, Potencian de Loyola, sobrina del Santo, cuenta las cosas de otra manera. Dice que el que reconoció a Ignacio fue Juan de Eguíbar, «bastecedor de las carnicerías de Azpeitia», el cual, de paso para Behobia, se detuvo en la venta de Itu­rrioz, «que es un desierto, a dos leguas desta villa». Allí la ventera le dijo que había llegado un hombre que le había llamado mucho la atención. Entonces, Eguíbar, mirando por un resquicio de la puerta de la habitación de Ignacio, vio a éste de rodillas, rezando. De vuelta a Az­peitia, avisó a Martín García de Oñaz de que había reco­nocido a su hermano. Entonces el señor de Loyola envió al sacerdote Baltasar de Garagarza para que fuese en busca de Ignacio y lo acompañase a Loyola. El sacerdote encontró de hecho al peregrino, pero no pudo de ningún modo convencerle a aceptar la invitación de su hermano. Ignacio siguió caminando solo por aquellos montes, si­guiendo un itinerario que hoy podemos reconstruir. Par­tiendo de la venta de Iturrioz, que todavía existe, pasó por cerca de la de Etumeta, y de allí siguió por las de Ariztain y Elarritza (Potenciana dice Errarízaga) en di­rección de Lasao. Desde allí, descendiendo por el ca­mino que bordea el río Urola, llegó al hospital de la Mag­dalena, situado a unos 300 pasos antes de la entrada en Azpeitia. Allí pidió y obtuvo hospedaje. Era un viernes del mes de abril de 1535, a las cinco de la tarde.

2. En el hospital de la Magdalena

Administradores del hospital y de la vecina ermita de la Magdalena, situada al otro lado del camino, eran, desde 1529, Pedro López de Garín y su mujer, Emilia de Goyaz. En 1545, diez años después del paso de Ignacio, siendo administradora una Joaneyza de Loyola, se prac­ticó un inventario de los objetos pertenecientes al hospi­tal y a la ermita. Como es lógico, por lo que se refiere al hospital, predominan las ropas de cama y los enseres de cocina. En 1551 todavía se conservaba allí «el mismo cuartago que Vuestra Paternidad dejó al hospital agora [hace] diez y seis años, y está muy gordo y muy bueno, y sigue hoy en día muy bien en la casa». Esto escribía a Ignacio, el 8 de enero de 1552, el P. Miguel Navarro, compañero de San Francisco de Borja en su gira por el País Vasco. Es claro que aludía al rocín que sus compa­ñeros habían procurado a Ignacio para hacer su viaje desde París.

De los cuidados para recobrar su salud, nada nos dice Ignacio. Los documentos callan. En cambio, éstos son pródigos en relatar las obras de saneamiento moral y so­cial que emprendió por el bien de su villa natal.

En el proceso en orden a la beatificación de Ignacio, que se celebró en Azpeitia el año 1595, la mayor parte de los veinte testigos llamados a deponer recordaban la es­tancia de Ignacio en Azpeitia sesenta años antes. Entre ellos cabe destacar a Domenja de Ugarte, que fue criada de los administradores del hospital cuando estuvo allí Ig­nacio; a Catalina de Eguíbar, de la casa de este nombre, cercana a la de Loyola, donde se crió San Ignacio; a Potenciana de Loyola, hija de su hermano Pero López, el párroco de Azpeitia. Todos los testigos coinciden en re­cordar que Ignacio no quiso de ningún modo hospedarse en la casa de Loyola, no obstante las fuertes presiones que se le hicieron. Todos ponderan que vivía mendi­gando de puerta en puerta, repartiendo las abundantes limosnas que recibía entre los pobres del hospital, y que llevaba una vida de gran austeridad, durmiendo en el suelo y usando un cilicio.

Las relaciones de los testigos de los procesos confir­man todo cuanto habían referido el mismo Ignacio en su Autobiografía y los escritores contemporáneos. Podemos asegurar que nada escapó a su celo de cuanto podía ha­cer por el bien de Azpeitia.

Edificaba con sus conversaciones a cuantos acudían a visitarle. Su primer cuidado fue enseñar cada día el cate­cismo a los niños. No hizo caso a su hermano, que quería disuadirle diciendo que nadie acudiría a escucharle. Ig­nacio le respondió que le bastaría con tener un oyente. Poco después eran muchos los que se acercaban a él, entre ellos su mismo hermano. Predicaba también a la gente mayor en la ermita de la Magdalena. La gente no cabía en ella y era menester salir al aire libre. Algunos se subían a las tapias o a los árboles para poder oírle. Los domingos solía predicar en la parroquia.

Entre sus sermones descolló uno que tuvo delante de la ermita de Nuestra Señora de Elosiaga el día de San Marcos, 25 de abril. Con ocasión de las rogativas, afluía a aquella ermita en romería mucha gente no sólo de Az­peitia, sino también de los pueblos vecinos: Régil, Vida­nia, Goy, etc. Ignacio aprovechó aquella ocasión para hacer un sermón. Sentado sobre un ciruelo para poder ser visto y oído de todos, fustigó con energía los vicios y pecados. El fruto de sus palabras se vio allí mismo. Ana de Anchieta dice que en particular «reprendió de un vicio que traían las mujeres de los lugares de suso referidos, de tocas amarillas y cabellos rubios. Y en el dicho sermón los cubrieron, e lloraron con mucho sentimiento».

Para un hombre tan celoso de la gloria de Dios, es claro que la reforma de las costumbres había de ser su principal preocupación. Procuró la reconciliación de los desavenidos, consiguió la conversión de tres mujeres de mala vida, puso orden en algunos matrimonios, cortó amancebamientos. El Santo refiere un caso concreto. Dice que existía en Azpeitia la costumbre de que las doncellas anduviesen con la cabeza descubierta hasta que se casaban. Pero algunas que vivían en concubinato no tenían reparo en cubrir su cabeza, diciendo que lo ha­cían por tal o cual. Ignacio consiguió que «el gobernador» hiciese una ley en virtud de la cual todas las que se cubriesen por uno que no fuese su marido habían de ser castigadas por la justicia. Así se comenzó a desterrar aquel abuso.

Hemos visto que Ignacio no quiso de ningún modo ir a su casa de Loyola. Una noche hizo una excepción, pero no para dormir allí. Su cuñada Magdalena de Araoz le rogó una y otra vez que fuese a Loyola, hasta que un día su súplica, hincadas las rodillas, fue hecha por el alma de sus padres y por la pasión del Señor. Domenja de Ugarte, que nos cuenta el hecho, no dice cuál fue la ra­zón tan potente aducida por Magdalena. Pero fue tan grave, que Ignacio esta vez accedió, diciendo: «¿Eso me decís? Pues por eso iré a Loyola, y aun a Vergara y todo». Años después, el mismo Ignacio fue más explícito hablando con el P. Pedro de Tablares. Le contó que uno de sus parientes estaba amancebado y que cada noche entraba una mujer por un lugar secreto. «El la aguardó una noche, y topó con ella y la dijo: `¿Qué queréis vos aquí?' Ella respondió lo que pasaba. El la metió en su aposento y la guardó allí, para que no fuese a pecar, hasta la mañana, que la echó, porque hasta entonces no había por dónde». Como si se hubiese arrepentido de ha­ber contado esto, terminó Ignacio diciendo: «Dios os perdone, que me habéis hecho decir lo que no quisiera».

3. Obras benéficas promovidas
por I
gnacio

Una iniciativa de Ignacio destinada a perpetuarse fue hacer que cada día, a mediodía, se tocasen las campanas de la parroquia y de las diez ermitas de su jurisdicción para que todos los que las oyesen, puestos de rodillas, rezasen un padrenuestro y una avemaría para obtener que todos los que estuviesen en pecado mortal saliesen de él, y otro padrenuestro y avemaría para que ellos mismos no cayesen en culpa grave. Quiso que a esto se obligase la casa de Loyola perpetuamente. De hecho, su hermano Martín García dispuso en su testamento que se observase aquella costumbre, y que para ello se pagasen cada año dos duca­dos al sacristán de la parroquia y un real a cada una de las señoras de las diez ermitas. Estos dos ducados y diez reales dispuso que gravasen sobre el caserío de Aguirre, que era de propiedad del señor de Loyola. Añade Martín García en su testamento que quiso «dejar otra memoria», es decir, otra retribución a su hermano Ignacio, pero éste no quiso más que aquello. Es claro, como hemos visto en otras ocasiones, que, para Ignacio, el dinero era una cosa su­perflua.

Procuró que se quitasen los abusos del juego. Como refiere un testigo, muchos naipes fueron a parar al Urola.

Durante la estancia de Ignacio en Azpeitia se comenzó una obra, de la cual él fue ardiente promotor. El 23 de mayo de 1535, el concejo de la villa, en sesión plenaria, aprobó una ordenación por la cual, por una parte, se re­primía la mendicidad, y por otra, se aseguraba la necesa­ria asistencia a los pobres de la villa. A éstos se les prohibía mendigar, salvo en caso de verdadera necesi­dad. En cambio, cada año se elegirían dos delegados, uno clérigo y otro seglar, encargados de recoger, todos los domingos y fiestas, la limosna para los pobres y de distribuirla entre ellos. Los pobres debían recurrir a estos delegados de la villa. Para cortar el abuso de los que se fingían pobres sin serlo o teniendo capacidad para traba­jar, se redactaría una lista de los verdaderamente necesi­tados. Los delegados repartirían la limosna entre éstos y la rehusarían a los abusivos. Los administradores de los hospitales no podrían conceder alojamiento sino a los verdaderamente pobres.

Que Ignacio tuvo parte preponderante en la fundación de esta obra lo reconoció él mismo con estas palabras de su Autobiografía: «Hizo que se diese orden para que los pobres fuesen socorridos pública y ordinariamente». Lo confirma expresamente una antigua Relación del princi­pio y origen de la memoria de los pobres vergonzantes. En ella se relaciona la fundación de la obra con la llegada a Azpeitia en 1535 de Ignacio, el cual, entre otras obras buenas que realizó, «... procuró cuanto pudo para que los verdaderos pobres de la patria, que sufrían hambre y otras muchas necesidades, fuesen socorridos». Comu­nicó sus ideas a los regidores y personas principales de la villa y aportó toda su colaboración en la redacción de los estatutos de la obra. Los principales animadores de la empresa fueron Juan de Eguíbar, el que reconoció a Ig­nacio en la venta de Iturrioz, y su mujer, María de Zu­miztain, los cuales hicieron un depósito de 160 ducados para que de sus rentas se alimentase el fondo destinado a los pobres. Fueron también los primeros administradores del «bacín» de los pobres.

4. La concordia con las Isabelitas

El 18 de mayo de 1535 se ponía fin a una controversia que durante más de veinte años había enfrentado al clero de la parroquia de Azpeitia y a su patrono con las monjas del convento de la Concepción, perteneciente a la Ter­cera Orden de San Francisco, llamadas las Isabelitas. La fundación, en 1497, de aquel «monasterio de la Concep­ción» se debió a María López de Emparan, prima de Ig­nacio, por ser hija de su tía Catalina, y a su compañera Ana de Uranga. Esta fundación encontró dificultades desde sus comienzos. Su proximidad a la iglesia parro­quial, de la que le separaban solamente unos 150 pasos, creaba problemas de competencia en materia de entie­rros, misas, sermones y otros actos de culto. Más de una vez se recurrió, por parte del patrono, a la protección del rey, que consideraba la iglesia de Azpeitia como patri­monio de la Corona. El episodio más clamoroso fue el entierro de Juan de Anchieta. Este célebre músico, que había sido maestro de capilla del infante don Juan, hijo de los Reyes Católicos, siendo rector de Azpeitia había favorecido mucho a las monjas. En su testamento había dispuesto que su cuerpo fuese enterrado en su iglesia. Cuando murió el 30 de julio de 1523, el rector de la pa­rroquia, que era Andrés de Loyola, sobrino de Ignacio, con los otros clérigos, se llevó por la fuerza el cadáver del difunto para que fuese enterrado en la parroquia y no en la iglesia de las monjas. Digamos de paso que la fami­lia de Anchieta, cuya casa solar está en Urrestilla y de la que procedió el apóstol del Brasil, José de Anchieta, vi­vía en habitual desavenencia con las familias de Loyola y Emparan. Siendo rector de Azpeitia Juan de Anchieta, había querido resignar su cargo en favor de su sobrino García de Anchieta, pasando por encima del derecho de presentación que tenía el patrono. García de Anchieta fue asesinado el 15 de septiembre de 1518 por Pedro de Oñaz y Juan Martínez de Lasao.

Las discordias entre la parroquia y el convento, de la Concepción dieron lugar a un proceso en la curia ro­mana. Esta dio razón a los clérigos y al patrono, y obligó a las monjas a pagar una multa de 180 ducados. Varias tentativas de conciliación fracasaron; en concreto, la que realizó en 1533 Martín García de Oñaz. A su paso por Azpeitia, Ignacio se propuso acabar con aquel pleito en el que veía envuelto a su hermano, con tanta perturba­ción de los ánimos. Y lo consiguió. Como se ha apun­tado, el 18 de mayo de 1535 se firmó la «escritura de acordio» entre ambas partes. Constaba de 21 puntos, to­cantes a todas las cuestiones en litigio. El primero de los testigos que estampó su firma en el documento fue «Ynigo».

Parece que Ignacio no podía hacer más por su villa na­tal. Todo nacía de un afecto ordenado, pero intenso, a su tierra. Sus conciudadanos debieron de quedar pasmados por los ejemplos de virtud de su paisano. Puede decirse con toda razón que aquellos tres meses de vida heroica dejaron bien borradas las huellas de un pasado poco edi­ficante.

Ignacio no volverá ya más a Azpeitia, pero aun desde Roma continuará preocupándose por el bien, sobre todo espiritual, de su villa natal. Lo demuestran sus cartas al concejo de Azpeitia y a su sobrino Beltrán, nuevo señor de Loyola. Escribiendo a éste en 1539, le inculcaba, «por amor y reverencia de Dios nuestro Señor», que recor­dase lo que de palabra le había recomendado muchas ve­ces, es decir, que procurase «quietar y reformar, mayor­mente la clerecía de este pueblo». Esta sería la manera mejor de demostrarle que merecía la «fiducia» que en él había depositado después de la muerte de su padre.

Una muestra concreta de su amor a Azpeitia la dio Ig­nacio cuando, en 1538, el dominico italiano Tomás Stella fundó en la iglesia romana de Santa María sopra Minerva una cofradía del Santísimo Sacramento, confirmada el 30 de noviembre de 1539 por el papa Paulo III; Ignacio se preocupó de enviar en seguida a Azpeitia un ejemplar de la bula de fundación de esta cofradía extendida a Azpeitia. Esta bula se extravió, pero Ignacio envió a Azpeitia en 1542 un nuevo ejemplar de la misma. De este modo, la cofradía, que se llamó vulgarmente de la Minerva, susti­tuía a la fundada en 1508 por doña Teresa Enríquez, la «loca del Sacramento», y que había sido aplicada a Az­peitia en 1530.

Respecto a su salud, cuyo restablecimiento había sido el título expreso del viaje a su tierra, Ignacio al principio se encontró bien, pero después cayó en una seria enfer­medad. Una vez repuesto, decidió llevar a cabo la se­gunda parte del plan de su viaje, combinado en París junto con sus compañeros.

5. Viaje por España

Hacia el 23 de julio de aquel año 1535 salió de Azpeitia en dirección a Pamplona. Aquel mismo día, Ignacio ha­bía actuado como testigo en la venta de un caballo, de color castaño, hecha por Beltrán López de Gallaiztegui a su primo Beltrán de Oñaz por el precio de «treinta duca­dos de oro viejo e de peso». ¿Sería este caballo un re­galo que hacía el señor de Loyola a su tío peregrino? En el pueblo navarro de Obanos se encontró con el capitán Juan de Azpilcueta, hermano de San Francisco Javier, a quien entregó una carta de éste. Javier reco­mendaba a su hermano que tratase bien a Ignacio y le pedía que no hiciese caso de los prejuicios que pudiese tener contra él, nacidos de falsas informaciones. Le pe­día también que le mandase, por medio de su compañero, algo de dinero «para aliviar mi mucha pobreza».

Desde Obanos prosiguió hacia Almazán (Soria), donde dio al padre de Diego Laínez una carta de su hijo. Otras etapas fueron Sigüenza, Madrid y Toledo, patria de Al­fonso Salmerón. En Madrid le vio el príncipe Felipe, niño entonces de ocho años.

Siguió en dirección de Segorbe. En el cercano pueblo de Altura está el monasterio cartujo de Vall de Cristo, en el cual había entrado Juan de Castro, su ejercitante y amigo de París. Es fácil imaginar los recuerdos que evo­carían. Castro hubiese sido, sin duda, un buen seguidor de Ignacio, pero su vocación no era para la vida activa, sino para la contemplativa.

Prosiguió hasta Valencia. En la ciudad del Turia se conserva una casa donde existe la tradición de haber ser­vido de albergue al Santo. Desde el Grao de Valencia se embarcó para Italia. Aunque las fuentes no lo dicen, es probable que hiciese una escala en Barcelona. Allí con­cretaría con sus amigos y bienhechores el envío de recur­sos para completar sus estudios en Italia, recursos que ciertamente le llegaron. En Valencia, sus amigos le qui­sieron disuadir su viaje a Italia por mar, a causa del peli­gro que constituía la presencia del pirata Barbarroja por las aguas del Mediterráneo. Pero es claro que peligros como éste no habían de tener fuerza suficiente para cam­biar las decisiones de un hombre tan firme en sus propó­sitos como Ignacio.

X. VIDA EVANGÉLICA EN ITALIA:
1535-38

1. Camino de Italia

Por el mes de octubre o noviembre de 1535 emprendió el viaje a Italia. En la travesía no se encontró, por for­tuna, con el pirata Barbarroja, pero sí con una violenta tempestad. A la nave se le quebró el timón. La cosa llegó a términos que, humanamente hablando, parecía que no se podía evitar el naufragio. Preparándose a morir, ya no afligían a Ignacio el temor de sus pecados ni el peligro de su condenación. Lo que sí sentía era una gran confusión y dolor por juzgar que no había empleado bien los dones que Dios le había comunicado. La Providencia velaba por él. El peligro pasó, y la nave atracó felizmente en el puerto de Génova.

El año largo que le quedaba hasta la llegada a Venecia de sus compañeros, fijada para principios de 1537, Igna­cio pensaba dedicarlo a continuar sus estudios de teolo­gía. La ciudad escogida fue Bolonia; así es que, una vez desembarcado en Génova, emprendió el camino para la ciudad emiliana.

El itinerario más probable es el que seguían las postas. Por Chiavari y Sestri Levante se adentraría hacia Varese Lígure. Por el paso de Centocroci llegaría al Borgo di Val di Taro. Siguiendo el curso del río Taro, por Fornovo, llegaría a la vía Emilia, cerca de Parma. Desde allí, si­guiendo la vía Emilia, el camino era fácil hasta Bolonia. Había tenido que atravesar los Apeninos, y ésta era empresa difícil. Sobre todo porque, en un cierto punto, Ignacio se perdió. Llegó un momento en que no podía seguir adelante ni volver atrás. A ratos tuvo que avanzar caminando a gatas. El Santo dirá después que éste había sido el peligro más grave que había corrido en su vida. Pero, casi sin saber cómo, salió de él.

Sus peripecias no terminaron allí. Al entrar en Bolonia cayó desde un pontezuelo en una de las fosas o canales que corren por la periferia de la ciudad. Salió todo mo­jado y enlodado, causando la hilaridad de los que lo vie­ron tan malparado. Buscando un poco de pan para refoci­larse, no lo encontró en la ciudad, aunque, como él mismo dice, «la recorrió toda». El P. Ribadeneira se ma­ravilló de esto, por tratarse de «una tan rica y tan grande y caritativa ciudad» como Bolonia. En aquellos apuros se acordó de que en Bolonia existía el Colegio de San Cle­mente, fundado, para estudiantes españoles, por el car­denal Gil de Albornoz. Se refugió allí, donde, como re­fiere el P. Polanco, «halló conocidos, que le hicieron enjugar y comer». Quiénes fuesen estos amigos, no lo sa­bemos. Rector del colegio, y también de la Universidad de Bolonia, en aquel año 1535 era Pedro Rodríguez, de Fuentesanco (Zamora), profesor de derecho canónico; capellán, Francisco López, natural de Gómara, diócesis de Osma. Ignacio no fue, ciertamente, alumno de este Colegio. Lo más probable es que en el poco tiempo que se detuvo en Bolonia se hospedase en alguna de las pen­siones que albergaban a estudiantes españoles.

Pasados los primeros apuros y cuando podía dar co­mienzo a su plan de estudios, cayó enfermo antes de Na­vidad, y estuvo siete días en cama, con dolor de estó­mago, frío y calenturas. Estaba visto que Bolonia no era para él. Entonces decidió trasladarse a Venecia, y lo hizo a fines de 1535.

2. En Venecia: 1536

Ignacio pasó en Venecia todo el año 1536. Allí todo le fue favorable. Se encontró bien de salud. No tuvo pro­blemas de alojamiento, porque fue acogido «en casa de un hombre mucho docto y bueno». Parece que se trataba de Andrés Lippomano, prior de la Trinidad, futuro bien­hechor de la Compañía. Tampoco le faltó dinero. Isabel Roser le había prometido en Barcelona que le enviaría todo el que necesitase hasta terminar sus estudios. Ya sabemos que él se contentaba con poco. En Bolonia le había hecho encontrar doce escudos. Más dinero le había llegado de parte del arcediano de Barcelona, Jaime Cassador. Mientras tanto, esperaba que llegase la Cuaresma «para dejar los trabajos literarios por abrazar otros mayores y de mayor momento y calidad», como escribió a una desconocida doña María, bienhechora suya en París.

Los trabajos a que se refería fueron, sobre todo, las conversaciones espirituales y los Ejercicios. Entre las personas a quienes los dio, él mismo enumera a Pedro Contarini, noble clérigo veneciano, procurador del hospi­tal de los Incurables; Gaspar de'Dotti, vicario del nuncio apostólico en Venecia Jerónimo Verallo; un español lla­mado Rozas, de quien nada sabemos. Otro español que también hizo los Ejercicios fue el sacerdote mala­gueño Diego de Hoces. Pero éste tuvo problemas al prin­cipio. Porque, además de conversar con Ignacio, trataba también con el obispo de Chieti, Juan Pedro Carafa, que, junto con San Cayetano de Thiene, había fundado en 1524 la primera orden de clérigos regulares, llamados teatinos. Con toda probabilidad, fue Carafa el que puso en guardia a Hoces respecto al trato con Ignacio. A pesar de todo, el malagueño se decidió a hacer los Ejercicios, pero tomando la precaución de meter en su saco algunos li­bros con los cuales pudiese rebatir los errores que tal vez le enseñaría su maestro. Bastaron tres o cuatro días para ver que estos temores resultaban infundados. No sólo no tuvo problemas de orden doctrinal, sino que se decidió a seguir los pasos de Ignacio. Por desgracia, no pudo engrosar el número de los que fundaron la Compa­ñía de Jesús, porque murió en Padua en 1538. Ignacio, que estaba entonces en Montecassino dando los Ejercicios al doctor Pedro Ortiz, vio su alma subir al cielo. En Venecia entró Ignacio en comunicación con el ci­tado Juan Pedro Carafa, el futuro papa Paulo IV. Es claro que estos dos grandes hombres no habían nacido para entenderse. No tenían unas mismas ideas de lo que debía ser una vida de apostolado en pobreza. Ya hemos insinuado que Carafa fue cofundador de los teatinos. Ig­nacio observó el tenor de vida que llevaban éstos —por lo menos en Venecia y en aquel dado momento—, y no acabó de gustarle. Que hubo roces con Carafa lo dedu­cimos de una carta autógrafa a él escrita, aunque con toda probabilidad no enviada. Prescindiendo de las cir­cunstancias contingentes que la inspiraron, esta carta es para nosotros del mayor interés, porque nos revela cuál había de ser, en la mente de Ignacio, el plan de vida de la Compañía de Jesús tres años antes de su fundación y cuando ésta distaba todavía mucho de ser formalmente decidida. Ignacio vio que los teatinos de Venecia no pe­dían limosna aun careciendo de medios de subsistencia, esperándolo todo de las ofertas espontáneas. Se mante­nían cerrados en sus casas sin salir a predicar fuera. No ejercitaban las obras de misericordia corporal. Esta con­ducta contrastaba con las ideas de Ignacio. El se propo­nía una vida en pobreza dedicada al apostolado y a las obras de misericordia. Estas estimularían la caridad de los fieles, de modo que no le faltase lo necesario para la vida. «No pidiendo, mas sirviendo a Dios nuestro Señor y en la su suma bondad esperando —escribía a Carafa—, basta para ser guardados y sustentados». San Francisco y otros santos lo hicieron así. No dejaron de poner los medios convenientes para que sus casas se conservasen. Obrar de otra manera parecía ser tentar a Dios. Por eso, Ignacio temía «que no se esparcerá la compañía que Dios os ha dado». Carafa no estuvo de acuerdo, y de aquí co­menzaron las dificultades que Ignacio tuvo con el futuro Paulo IV. Pronto se separaron, porque el teatino fue lla­mado a Roma por el papa el 27 de septiembre de 1536 para preparar el concilio, y el 22 de diciembre del mismo año fue elevado al cardenalato.

3. Los compañeros se reúnen

Los compañeros salieron de París el 15 de noviembre de 1536. Vestían su largo y gastado traje talar de estu­diantes parisienses, recogido mediante un ceñidor para poder caminar más libremente. Cubrían su cabeza con un sombrero de ancha falda. Llevaban un rosario colgado al cuello y, terciada al mismo, una bolsa con sus libros y apuntes. En la mano, un alto bordón de peregrino.

Aparte de la distancia, enorme para un viaje realizado a pie, dos circunstancias lo hicieron especialmente difi­cultoso: el estado de guerra entre Francia y el Empera­dor, y el intenso frío invernal. Recordemos que, en aquel año de 1536, Francisco I invadió la Saboya y llegó a ocu­par la ciudad de Turín. Por su parte, Carlos V había en­trado en la Provenza, siendo rechazado por Montmorency. Era claro que los compañeros tenían que alejarse lo más posible de los campos de batalla. Por eso optaron por hacer el viaje a través de la Lorena y la Alsacia, desde donde entrarían en Suiza, y desde allí, por Bolzano y Trento, en el Véneto.

Para ser menos notados al salir de París, se dividieron en dos grupos, que habían de coincidir en Meaux, a 45 kilómetros de la capital. Mientras pisaban suelo francés, dado que varios de ellos eran súbditos de Carlos V, te­nían que ocultar su nacionalidad. Por eso, cuando necesi­taban alguna información, hablaban solamente los que conocían bien el francés. Si alguien les preguntaba quié­nes eran y a dónde iban, respondían simplemente que eran unos estudiantes de París que se dirigían en peregri­nación a Saint-Nicolas-du-Port, un santuario cercano a Nancy. Una vez que los soldados les importunaron más con sus interrogatorios, salió en su favor un pasante, que dijo: «Estos se van a reformar algún país». Singular in­tuición la de este desconocido.

En territorio francés les llovió casi todos los días. Des­pués se encontraron con los rigores de un invierno ex­tremadamente duro. Pero nada era capaz de detenerles. Su confianza estaba puesta en Dios, por quien se some­tían a tan dura prueba.

Su plan de ruta era el siguiente: durante el camino al­ternaban los ratos de oración silenciosa con el canto de salmos y con las conversaciones espirituales. Los sacer­dotes: Fabro, Jayo y Broët, decían misa; los otros la oían, se confesaban y comulgaban. En llegando a una po­sada, antes de acostarse daban gracias a Dios por los beneficios recibidos. A la mañana siguiente, antes de re­anudar la marcha, hacían una breve oración. «En el co­mer, comíamos lo que bastaba, y antes menos que más», escribe Laínez.

No perdían ninguna ocasión de hablar de Dios con aquellos que encontraban. Al atravesar zonas ocupadas por el protestantismo tuvieron más de una ocasión para defender enérgicamente su fe.

Desde Estrasburgo se dirigieron a Basilea, que había abrazado la doctrina de Zuinglio. Allí, en la noche del 11 al 12 de julio de aquel año 1536, había muerto Erasmo. Las restantes etapas de su viaje fueron Constanza, Feld­kirch, Bolzano, Trento. Desde allí había camino directo hacia Venecia a través de los puertos de la Valsugana. Pasando por Bassano del Grappa, Castelfranco y Mestre, llegaron por fin a Venecia. Era el 8 de enero de 1537. El viaje había durado cincuenta y cuatro días.

En Venecia fueron acogidos amablemente por Igna­cio, que les esperaba. Quedándose él en casa de su bien­hechor, los demás se repartieron en dos hospitales: el de San Juan y Pablo y el de los Incurables. Allí se dedicaron al cuidado de los enfermos. Así esperaban la llegada de la Pascua, tiempo indicado para pedir en Roma el necesario permiso para peregrinar a Jerusalén.

El 16 de marzo salieron para Roma con objeto de pedir este permiso. Iban todos, menos Ignacio. A los nueve del grupo primitivo se habían añadido en Venecia el sacer­dote Antonio Arias y el antiguo criado de Javier en París Miguel Landívar. Ignacio se quedó en Venecia por temor de que su presencia en Roma crease dificultades por parte de dos personas. Se trataba del doctor Pedro Ortiz, que, como ya vimos, se había molestado en París por el cambio de vida emprendido, después de hacer los Ejercicios, por su pariente Pedro de Peralta, y el nuevo carde­nal teatino Juan Pedro Carafa, con quien Ignacio se ha­bía malquistado en Venecia por sus discrepancias de cri­terio respecto a la vida religiosa.

Siguiendo la vía Romea, que discurría a lo largo del Adriático, los viajeros pasaron por Ravenna, Ancona y Loreto. Después de satisfacer su devoción en el santua­rio mariano, se adentraron en el interior de la península, atravesando las Marcas y la Umbría. Siguiendo siempre la vía Flaminia, por Trevi, Terni y Cívita Castellana se fueron acercando a la meta.

Al anochecer del Domingo de Ramos, día 25 de marzo, atravesaron el puente Milvio y entraron en Roma por la puerta del Pópolo. Encontraron alojamiento en los hospi­cios nacionales. Los españoles se acogieron al que estaba destinado para ellos, adosado a la iglesia de Santiago de los Españoles, en la plaza Navona. Uno de los conseje­ros de este hospicio era aquel año el doctor Pedro Ortiz. Después de celebrar devotamente los oficios de la Se­mana Santa, se dispusieron a cumplir el fin de su viaje, que era pedir al papa el permiso para la peregrinación a Tierra Santa.

En contra de sus previsiones, el doctor Ortiz no sólo no se demostró hostil, sino que les facilitó una audiencia con el papa Paulo III. Esta tuvo lugar en el Castel Sant'Angelo, el martes de Pascua, día 3 de abril. Junto con cardenales, obispos y teólogos, entre los convidados se encontraban los recién llegados maestros de París. Durante la comida, el papa les escuchó al tratar de mate­rias teológicas. Quedó muy satisfecho y se demostró dis­puesto a concederles lo que deseasen. Ellos le dijeron que solamente deseaban dos cosas: su bendición y el permiso para ir a Jerusalén. El papa les concedió de pa­labra lo que pedían. Les dio, además, 60 ducados para su viaje, ejemplo que fue seguido por otros cardenales y miembros de la curia romana. La suma recogida fue de 260 ducados.

Algunos días después fueron expedidos dos documen­tos, datados ambos el 27 de abril de 1537: el permiso para ir a Jerusalén y las dimisorias, firmadas por el cardenal Antonio Pucci, penitenciario mayor, para que los no sacerdotes pudiesen recibir las órdenes sagradas de parte de cualquier obispo aun fuera del territorio de la jurisdic­ción de éste. Y esto aun fuera de las témporas, en tres domingos o días festivos. El 30 de abril, Pedro Fabro, Antonio Arias y Diego de Hoces, que eran ya sacerdotes, recibieron la facultad de absolver a cualesquiera fieles aun de las censuras reservadas al obispo.

A principios de mayo emprendieron el regreso a Vene­cia, donde reanudaron sus actividades asistenciales. El 31 de aquel mes, festividad del Corpus Christi, participa­ron con los demás peregrinos en la procesión solemne que salía de la basílica de San Marcos. Al término fueron presentados, en el palacio ducal, al dux Andrea Gritti, anciano de ochenta y dos años, el mismo que en 1523 había favorecido a Ignacio para realizar su peregrinación.

El mes de junio era el indicado para la partida de los peregrinos. Pero aquel año 1537 no zarpó de Venecia ninguna nave destinada a Tierra Santa. Hacia treinta y ocho años que no se verificaba un hecho semejante. Circulaban insistentes rumores de guerra y corría la voz de que la república de Venecia había estrechado secreta­mente un pacto de alianza con el papa y con el Empera­dor contra los turcos. Estos, con sus naves, invadían las aguas del mar Jónico y se temía que atacarían las costas de la Apulia y de los Estados pontificios. En esta situa­ción tan tensa era obvio que ninguna nave peregrina po­día salir al mar.

4. Las sagradas órdenes: junio de 1537

Mientras seguían esperando, Ignacio y sus compañeros pensaron hacer uso del permiso para ordenarse recibido en Roma. Dos obispos se les ofrecieron: el legado ponti­ficio en Venecia, Jerónimo Verallo, y el obispo de Arbe, Vicente Nigusanti. Fue éste el que procedió a las orde­naciones. Este prelado, natural de Fano, regentaba desde 1515 la diócesis de Arbe, una pequeña isla de la costa dálmata, actualmente llamada Rab. Nigusanti vivía habi­tualmente en Venecia, y allí, en la capilla de su casa par­ticular, confirió las órdenes a Ignacio y a los compañeros que todavía no eran sacerdotes. Dijo después que nunca en su vida había hecho una ordenación con tanta conso­lación suya como aquélla. No les pidió ni dinero ni si­quiera una candela. Los ordenados fueron siete: Ignacio, Bobadilla, Codure, Javier, Laínez, Rodrigues y Salme-ron. No se ordenó Landívar, que, junto con Arias, se había separado ya del grupo. Salmerón recibió todas las órdenes hasta el diaconado; pero tuvo que aplazar la or­denación sacerdotal hasta el mes de octubre de aquel mismo año, porque en junio todavía no había cumplido los veintidós años.

El orden fue el siguiente: antes de recibir las órdenes hicieron todos, por propia iniciativa, los votos de po­breza y castidad en manos del legado Verallo. El 10 de junio, que era un domingo, recibieron las órdenes meno­res los que no las tenían. El día 15, festividad de los san­tos Vito y Modesto, que en Venecia era de precepto, el subdiaconado; el 17, domingo, el diaconado; el 24, fiesta de San Juan Bautista, el sacerdocio.

5. Esperando la nave para Tierra Santa

Sin perder la esperanza de poderse embarcar, decidie­ron repartirse, entretanto, por varias ciudades de la Se­renísima para poder acudir prontamente a la capital en cuanto se presentase una ocasión propicia. Se repartie­ron así: Ignacio, Fabro y Laínez fueron a Vicenza; Javier y Salmerón, a Monsélice; Codure y Hoces, a Treviso; Jayo y Salmerón, a Bassano del Grappa; Bobadilla y Broët, a Verona. Su plan era prepararse para celebrar la primera misa, predicar por las plazas y ejercitar obras de apostolado, en la medida que se lo consentía el conoci­miento de la lengua. La primera misa la podían celebrar el día que escogiesen. Desde el 5 de julio tenían faculta­des para celebrar la misa, predicar y administrar los sa­cramentos, concedidas por el legado Verallo para todo el territorio de la legación.

El 25 de julio fue el día señalado para salir de Venecia. Ignacio, Fabro y Laínez se trasladaron a Vicenza, donde se refugiaron en una casa destartalada, sin puertas ni ventanas. Se trataba del monasterio abandonado de San Pedro in Vivarolo, situado en las afueras de la ciudad. Por todo este tiempo vivió Ignacio, según confesión pro­pia, una segunda Manresa. A diferencia de cuanto le ha­bía ocurrido durante sus estudios, experimentó en Vi­cenza muchas visiones espirituales y tuvo casi ordinarias consolaciones. Objeto primordial de ellas, el sacerdocio. Los primeros cuarenta días los dedicaron completa­mente a la oración. Dos de ellos salían a mendigar su alimento. Este era tan escaso, que casi no era suficiente para sustentarse. De ordinario se contentaban con un poco de pan cocido, preparado por el que se quedaba en casa. Casi siempre era Ignacio.

Pasados los cuarenta días se les juntó Codure, y en­tonces comenzaron a predicar por las plazas. Dando vo­ces y agitando sus bonetes, congregaban a la gente. Mu­chos se conmovieron con esta predicación. Se verificó entonces lo que habían experimentado ya en ocasiones semejantes: cuando actuaban en obras de misericordia recibían más abundantes limosnas. De este modo se cumplía la predicción hecha por Ignacio a Juan Pedro Carafa en Venecia.

Una llamada urgente desde Bassano vino a interrumpir aquella quietud. Simón Rodrigues se encontraba grave­mente enfermo. Aun cuando estaba con fiebre, Ignacio decidió partir inmediatamente para consolar a su compa­ñero. En compañía de Fabro recorrió los 35 kilómetros del camino con tanta rapidez, que su compañero casi no podía seguirle. Haciendo oración durante aquel camino, supo, por ilustración divina, que Simón no moriría de aquella enfermedad; pero no por eso dejó de visitarle. Rodrigues y Jayo se habían refugiado en la ermita, toda­vía existente de San Vito, en las afueras de la ciudad, huéspedes de un ermitaño llamado Antonio. La alegría que experimentó Rodrigues ante la presencia de Ignacio fue suficiente para sanarle.

6. Reunidos todos en Vicenza

En octubre de este año 1537 se reunieron todos en la casa de Vicenza, menos Javier y Rodrigues, que estaban enfermos en el hospital. La situación externa se presen­taba de esta manera: el 5 de septiembre de aquel año, Venecia había entrado en la liga contra los turcos. En consecuencia, se encontraba en estado de guerra con la Media Luna. Era claro que en aquellas circunstancias no podía pensarse en una peregrinación. Pero no se dieron por vencidos y decidieron esperar. No aparece claro si el año que habían prometido esperar, en virtud del voto de Montmartre, corría desde la llegada de los compañeros a Venecia, y, por consiguiente, de enero de 1537 a enero de 1538, o si iba de junio —mes en que de ordinario salía la nave peregrina— a junio. Lo cierto es que, aun cuando el plazo impuesto por el voto expirase en enero de 1538, ellos quisieron prolongarlo algunos meses más.

Entretanto, todos habían celebrado sus primeras mi­sas, a excepción de Ignacio, como veremos. Decidieron, pues, repartirse de nuevo por varias ciudades, pero no limitadas ya a la región véneta. Escogieron ciudades que tuviesen universidad, con la esperanza de que algún jo­ven universitario se quisiese juntar al grupo. Deseaban también observar si en aquellos centros se formaba algún foco de luteranismo. Esta segunda distribución fue la siguiente: Ignacio, Fabro y Laínez fueron a Roma, desde donde habían sido llamados, probablemente por el doctor Ortiz; Codure y Hoces, a Padua; Jayo y Rodrigues, a Ferrara; Javier y Bobadilla, a Bolonia; Broët y Salmerón, a Siena. Nótese esta mezcla de nacionalidades, si se ex­ceptúa el caso de Bolonia. No era casual, sino buscada.

7. La Compañía de Jesús

Hubo una cuestión que a primera vista tenía solamente un carácter circunstancial y secundario, pero cuya solu­ción iba a marcar para siempre el destino de aquel grupo de hombres. ¿Qué responderían a los que les preguntasen quiénes eran? La decisión fue ésta: responderían que eran la Compañía de Jesús. Vale la pena citar un importe texto del P. Polanco sobre el origen de este nombre:

«El nombre es la Compañía de Jesús. Y tomase este nombre antes que llegasen a Roma; que, tratando entre sí cómo se llamarían a quien les pidiese qué congregación era esta suya, que era de 9 ó 10 personas, comenzaron a darse a la oración, y pen­sar qué nombre sería más conveniente. Y, visto que no tenían cabeza ninguna entre sí, ni otro prepósito sino a Jesucristo, a quien sólo deseaban servir, parecíales que tomasen nombre del que tenían por cabeza, diciéndose la compañía de Jesús».

El nombre de compañía no tenía una connotación mili­tar. Era nombre que se aplicaba a hermandades o asocia­ciones tanto religiosas como culturales. El caso de la Compagnia del Divino Amore, una asociación de perso­nas decididas a vivir según los principios de la reforma católica, es uno de los más significativos.

Así nació el nombre de Compañía de Jesús cuando Ig­nacio y sus compañeros todavía no habían decidido la fundación de una nueva orden religiosa.

Que, con todo, Ignacio proyectaba la fundación de una «compañia» lo había comunicado ya confidencialmente a su sobrino Beltrán en sus conversaciones íntimas de Azpeitia el año 1535. Cuando, cuatro años más tarde, la fundación de la Compañía de Jesús era ya un hecho con la aprobación oral de Paulo III, concedida el 3 de septiembre de 1539, Ignacio comunicó a su sobrino tan grata noticia en carta escrita aquel mismo mes: «Y porque me acuerdo que allá en la tierra me encomendastes con mu­cho cuidado os hiciese saber de la compañía que es­peraba, yo también creo que Dios nuestro Señor os espe­raba para señalaros en ella, porque otra mayor memoria dejéis que los nuestros han dejado. Y, viniendo al punto de la cosa, yo, aunque indignísimo, he procurado, me­diante la gracia divina, de poner fundamentos firmes a esta Compañía de Jesús, la cual hemos así intitulado, y por el papa aprobado». La compañía, con minúscula, de Pa­rís y Vicenza se había convertido ya en la Compañía, con mayúscula, de Roma. Le hubiese gustado a Ignacio que su sobrino se agregase a ella para «señalarse» en empre­sas más grandes que las de sus antepasados de Loyola. Pero no pudo ser, porque Beltrán estaba casado desde 1536 con Juana de Recalde y desde 1538, tras la muerte de su padre, era el nuevo señor de Loyola.

El nombre de Compañía de Jesús recibió una decisiva confirmación en la visión de La Storta, de la que en se­guida hablaremos, y una formal aprobación en las delibe­raciones que celebraron los compañeros en 1539, y de las que nació la nueva orden religiosa. Ignacio quiso que este nombre se aplicase a ella con carácter irrevocable. El no lo cambiaría nunca, y, dado que habían todos deci­dido que en los puntos más importantes no se podrían introducir cambios sino por unanimidad, el nombre de la Compañía quedaría fijo para siempre.

Antes de que los compañeros regresasen a Venecia, Ignacio había sido acusado ante la autoridad eclesiástica. A falta de un delito específico en materia de fe o costum­bres que poder reprocharle, sus detractores esparcieron el rumor de que era fugitivo de España y de París, donde había sido perseguido y quemado en efigie. El legado Verallo encargó hacer una encuesta a su vicario Gaspar de'Dotti. Este, aunque estaba convencido de la falsedad de aquellas acusaciones, instruyó un proceso en regla, con la citación de testigos y la presentación de acusado­res y abogados. La sentencia absolutoria fue expedida el 13 de octubre de 1537. Para que la escuchase, Ignacio fue convocado a Venecia. La sentencia calificaba de «frívo­las, vanas y falsas» las acusaciones lanzadas contra Ig­nacio. No sólo esto: el imputado era declarado como sacerdote de buena vida y doctrina.

Libre de aquella causa, Ignacio podía emprender tran­quilamente el viaje a Roma. Lo hizo a fines de aquel mismo mes o a principios de noviembre con sus compa­ñeros Fabro y Laínez.

8. La visión de La Storta

En este camino tuvo lugar un hecho de enorme trans­cendencia tanto para la vida espiritual de Ignacio como para la fundación de la Compañía de Jesús. Se trata de la llamada, corrientemente, visión de La Storta. Es ésta una localidad cercana a Isola Farnese, situada junto a la vía Cassia, que de Siena conduce a Roma. Dista 16,5 ki­lómetros de esta capital. Lo que experimentó Ignacio lo sabemos por una breve declaración suya, completada con nuevos datos por el P. Laínez, testigo presencial de los hechos, a quien el mismo Ignacio se remitió. Los con­temporáneos Nadal, Polanco, Ribadeneira y Canisio aportaron nuevos datos aclaratorios, dignos de ser teni­dos en cuenta.

Los hechos ocurrieron de la siguiente manera: durante todo el camino, Ignacio experimentó muchos sentimien­tos espirituales, especialmente al recibir la comunión, que le administraban Fabro o Laínez durante la misa co­tidiana. Un sentimiento prevaleció sobre los demás: una firme confianza de que Dios les protegería en medio de las dificultades que tal vez encontrarían en Roma. Las palabras que oyó interiormente fueron las siguientes, se­gún la formulación de Laínez: «Yo os seré propicio en Roma». Nadal y Ribadeneira repiten la frase, supri­miendo la alusión a Roma. El mismo Nadal, en otro es­crito, emplea la fórmula «Yo estaré con vosotros» («lo saro con voi»), y ésta es la expresión preferida por Cani­sio, que la consideraba como la más densa de contenido. En realidad se trata de matices de una misma realidad. Laínez quiso aludir a los problemas que deberían afron­tar a su llegada a Roma. Los otros biógrafos vieron en las palabras dirigidas a Ignacio una promesa de la asistencia divina respecto a la gran empresa que estaban para aco­meter: la fundación de la Compañía.

Pero durante el curso de estas comunicaciones divinas hubo un momento culminante. El Santo nos dice que después de ordenado sacerdote había decidido permane­cer un año entero sin celebrar la misa, preparándose y pidiendo a la Virgen que le quisiese «poner con su Hijo». Esta aspiración, durante tanto tiempo sentida, tuvo su realización cuando Ignacio con sus dos compañeros se detuvo «en una iglesia», que la tradición ha identificado con la capilla de La Storta. Allí, «haciendo oración, tuvo tal mutación en su alma y ha visto tan claramente que el Padre le ponía con Cristo, su Hijo, que no sería capaz de dudar de que el Padre le ponía con su Hijo». No era ya la Virgen, sino el mismo Padre el que obraba la unión mís­tica de Ignacio con Jesús.

Laínez, de quien dijo el mismo Ignacio que recordaba más detalles de lo que allí pasó, añade datos importantes. Jesús con la cruz a cuestas se representó a Ignacio, y, junto a El, el Padre, que le decía: «Yo quiero que tomes a éste como servidor tuyo». Jesús entonces se dirigió a Ignacio, diciéndole: «Yo quiero que tú nos sirvas». El pronombre en plural, nos, da a esta visión un sello cla­ramente trinitario. El Padre une estrechamente a Ignacio con Jesús, cargado con la cruz, y le expresa su voluntad de que se dedique a su servicio. Ignacio es llamado a la mística de unión, a ser «puesto con Cristo», y a la mís­tica de servicio, al ser invitado a consagrar su vida al servicio divino. Sello de todo esto era la protección di­vina, prometida para él y para todo el grupo, frente a las pruebas que se avecinaban.

El fenómeno místico experimentado por Ignacio tuvo, como ya hemos insinuado, una clara repercusión en la fundación de la Compañía de Jesús. Ignacio se sentía ín­timamente unido con Cristo, y quiso que la compañía que se iba a fundar fuese totalmente dedicada a El y que lle­vase su nombre. Un nombre que era todo un programa: ser compañeros de Jesús, alistados debajo de la bandera de la cruz para emplearse en servicio de Dios y bien de los prójimos. Programa que se concretará más adelante en la Fórmula del Instituto de la Compañía.

9. Definitivamente en Roma

Ignacio, Fabro y Laínez entraron en Roma por la puerta del Pópolo un día de noviembre de 1538. Por el momento no se verificaron las previsiones. Todo les era favorable. Encontraron hospedaje en una casa de propie­dad de Quirino Garzoni, situada en las faldas del Pincio, en la calle hoy día llamada de San Sebastianello. A pocos pasos estaba la iglesia de la Trinitá dei Monti, de la Or­den de los Mínimos. Pedro Ortiz se dispuso a favorecer­les. Según parece, fue él el que propuso que Fabro y Laínez fuesen invitados a dar clases en la Universidad de Roma, situada en el palacio de La Sapienza. Los dos empezaron inmediatamente su tarea. Fabro enseñó teo­logía positiva, comentando la Sagrada Escritura; Laínez, teología escolástica, explicando el comentario de Gabriel Biel sobre el canon de la misa. El papa les invitaba de cuando en cuando, junto con otros teólogos, para que disputasen en su presencia mientras él se sentaba a la mesa.

La actividad de Ignacio se concentró en dar Ejercicios a personas cualificadas. Cada día iba a visitar a sus ejer­citantes, aunque viviesen en casas muy distantes la una de la otra. Una vez dio los Ejercicios simultáneamente a uno que vivía cerca de Santa María Mayor y a otro que estaba cerca del puente Sixto. Quien ha vivido en Roma puede hacerse una idea de la distancia que existe entre estos dos puntos de la ciudad. Ejercitantes ilustres fue­ron el médico español Iñigo López, que desde entonces prestó amablemente sus servicios a los compañeros y era tratado como uno de casa; el embajador de Siena en Roma, Lactancio Tolomei, del grupo de Vittoria Colonna y Miguel Angel; el cardenal Gaspar Contarini, presidente de la Comisión pontificia para la reforma de la Iglesia.

Mención aparte merece el doctor Pedro Ortiz. Para mayor tranquilidad, director y dirigido se trasladaron a la abadía de Montecassino durante la Cuaresma de aquel año 1538. Allí, durante cuarenta días, el teólogo y profe­sor de Sagrada Escritura de Salamanca se puso bajo la guía de aquel que apenas había completado los estudios teológicos, pero que, en cambio, poseía un conocimiento experimental de las cosas de Dios y una práctica bien probada en la dirección de las almas. Al término de los Ejercicios pudo decir el doctor Ortiz que en ellos había aprendido una nueva teología, distinta de la que se aprende en los libros; porque una cosa era estudiar para enseñar a los demás, y otra estudiar para poner en prác­tica lo que se ha estudiado.

Durante la estancia de Ignacio en Montecassino murió en Padua el bachiller Diego de Hoces, el primer difunto de la Compañía, todavía no canónicamente fundada. Ig­nacio tuvo una divina ilustración de la muerte de su compañero. Vio su alma subir al cielo envuelta en rayos de luz; y esto con tal claridad, que no podía dudar de ello, y con tanta consolación, que no podía detener las lágrimas. Hoces era moreno y feo, pero después de muerto quedó tan hermoso, que Juan Codure, su compa­ñero, no se cansaba de mirarlo, porque le parecía un ángel.

Aquella dolorosa pérdida se compensó con la adhesión al grupo de dos nuevos miembros. Uno fue Francisco Es­trada, natural de Dueñas (Palencia). Estaba éste al servi­cio del cardenal Juan Pedro Carafa en Roma, cuando fue despedido con otros. Mientras se dirigía a Nápoles en busca de un empleo, se encontró con Ignacio y Ortiz, que regresaban de Montecassino. El Santo le invitó a juntarse con ellos. En Roma hizo los Ejercicios y se de­cidió a formar parte del grupo. Con el tiempo habría de ser predicador célebre. Otro fue el sacerdote de Jaén Lo­renzo García. San Ignacio lo había conocido en París du­rante sus estudios. Ahora en Roma se juntó con Ignacio, pero no perseveró. Cuando se levantó la persecución que vamos a relatar, se espantó y abandonó el campo. A él, con todo, somos deudores de dos testimonios en favor de Ignacio. Uno fue el dado en París por el inquisidor To­más Laurency el 23 de enero de 1537. Ignacio y sus com­pañeros habían salido ya de París, y se valieron de la mediación de Lorenzo García y de Diego de Cáceres para recabar del inquisidor el testimonio de su inocencia. El otro testimonio lo dio el mismo García en Otrícoli cuando pasaba por allí después de haberse separado de los compañeros.

Después de Pascua (21 de abril), con la llegada a Roma de los que habían permanecido en el norte de Italia, el grupo volvió a reunirse seis meses después de la separa­ción.

XI. NACE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

La fundación de la Compañía de Jesús fue precedida por una persecución que la puso en peligro antes de na­cer, y por un periodo de profunda reflexión por parte del grupo que iba a ponerla en acto.

1. El proceso en Roma

Cuando la vida del grupo parecía que iba a desarro­llarse tranquilamente, surgió una gravísima contrariedad que estuvo a punto de poner en peligro su misma exis­tencia.

Todo empezó en la Cuaresma de aquel año 1538. Los sermones cuaresmales en la iglesia de San Agustín co­rrieron a cargo de un religioso de esta Orden, el piamon­tés Agustín Mainardi. Grande fue el concurso de gente. Entre los oyentes estuvieron también Fabro y Laínez, los cuales no tardaron en notar, asombrados, que el célebre predicador enseñaba doctrinas claramente luteranas. No se equivocaban en su diagnóstico. De hecho, dos años más tarde, Mainardi abrazó manifiestamente el protes­tantismo, retirándose a Chiavenna, en la Valtellina, donde fundó una comunidad reformada y murió en 1563. Fabro y Laínez visitaron al predicador y fraternamente le amonestaron para que retractase sus proposiciones erróneas. No tuvieron éxito.

El conflicto se agravó por la intervención de algunos españoles influyentes en la curia romana, favorables a Mainardi. Conocemos sus nombres: Francisco Mudarra, un tal Barrera, Pedro de Castilla y Mateo Pascual. Pero el que avivó el fuego fue Miguel Landívar, de amigo con­vertido en enemigo por haber sido separado del grupo. Empezaron a propalar la idea de que aquellos «curas re­formados» en realidad eran unos luteranos disfrazados, que por medio de los Ejercicios embaucaban a sus adep­tos. A causa de sus inmoralidades y de sus errores doc­trinales habían sido procesados en España, en París y en Venecia, de donde habían huido, refugiándose en Roma.

Los falsos rumores se extendieron como una pólvora, y los efectos no tardaron en dejarse sentir. Los fieles empezaron a retirarse del trato de aquellos hombres sos­pechosos.

Uno de los que se dejaron influenciar fue el cardenal Juan Domingo De Cupis, decano del Sacro Colegio. Este era amigo de Quirino Garzoni, y le amonestó para que echase de su casa a Ignacio y a sus compañeros. Garzoni le replicó que los había hecho espiar por su criado y jar­dinero Antonio Sarzana, y éste los tenía por santos. Les había dejado camas, pero ellos no las usaban, durmiendo en el suelo sobre unas esteras. La comida que recibían la distribuían entre los pobres, y otras cosas más. El carde­nal le dijo que no había que fiarse de aquellos lobos con piel de oveja, que lo que pretendían era engañar al pue­blo.

Ignacio tuvo entonces una iniciativa muy en línea con su carácter. Se fue a visitar al cardenal en su palacio, situado en la vía de Santa María dell'Anima, y consiguió tener audiencia. Dos horas estuvo con el cardenal, mien­tras otros esperaban impacientes en la antecámara. El cardenal acabó por rendirse a las razones de Ignacio y se echó a sus pies pidiéndole perdón. En adelante se mostró siempre amigo y bienhechor del grupo.

Dio otro golpe más decisivo. Pidió y obtuvo audiencia con el gobernador de Roma, que era el encargado de la justicia. Se llamaba Benito Conversini. Como prueba en su favor le mostró una carta que le había dirigido Miguel Landívar anteriormente, en la que este antiguo criado de Javier se deshacía en elogios de Ignacio y de los demás compañeros. Con esta carta en la mano era fácil demos­trar la contradicción en que había incurrido el navarro y la falta de fundamento de sus acusaciones. El resultado fue que Landívar fue expulsado de Roma como difusor de falsedades.

Terminada esta primera fase, los compañeros pudieron dedicarse más tranquilamente a los ministerios sacerdota­les, repartiéndose en varias iglesias de la Urbe. Ignacio predicaba en castellano, en la iglesia nacional de la Co­rona de Aragón, Santa María de Monserrato. Los otros lo hacían en castellano, lo mejor que sabían y podían: Fabro, en San Lorenzo in Dámaso; Laínez, en San Salvatore in Lauro; layo, en San Luis de los Franceses; Salmerón, en Santa Lucía del Gonfalone; Rodrigues, en Sant'Angelo in Peschería; Bobadilla, en San Celso y Ju­lián. Javier por entonces se vio obligado a guardar la casa, porque su quebrantada salud requería cuidados. Para estar más cerca del campo de sus actividades, ha­cia el mes de junio de aquel año 1538 se trasladaron to­dos a una casa situada cerca del puente Sixto y de la habitación del doctor Ortiz. Unos amigos se la alquilaron por cuatro meses.

Entretanto, Mudarra y sus amigos no cesaban en su campaña denigratoria. Ignacio se mantuvo firme, y el 7 de julio presentó formalmente demanda judicial al carde­nal Vicente Carafa, a quien Paulo III había dejado como legado suyo en Roma cuando el 20 de mayo partió para Niza con la intención de promover la paz entre el Empe­rador y el rey de Francia. Lo que le pedía era que se hiciese una encuesta formal sobre el caso, seguida de sentencia judicial.

Ante esta actitud tan resuelta, los adversarios hicieron marcha atrás, retirando sus acusaciones contra los «sacerdotes reformados» y aun cambiándolas en elogios. Algunos, aun entre los mismos compañeros y amigos in­condicionales como el doctor Ortiz, pensaron que esto bastaba y que el asunto podía darse por concluido. Igna­cio no fue de esta opinión. Pensó que para que su ino­cencia fuese definitivamente reconocida era necesaria la sanción de una sentencia judicial. De lo contrario, las ac­tividades apostólicas del grupo quedaban comprometi­das.

Había otra razón que los biógrafos no mencionan, pero que seguramente influyó en la conducta de Ignacio. Las esperanzas de realizar la peregrinación a Jerusalén se ha­bían desvanecido, sobre todo desde que el 2 de febrero de aquel año 1338 la república de Venecia había entrado a formar parte de la Liga contra el Turco junto con el papa y el Emperador. Se acercaba, pues, el momento de que Ignacio y los compañeros se presentasen al papa, en virtud del voto de Montmartre, para ponerse a su dispo­sición. La fundación de una nueva orden religiosa no es­taba aún formalmente decidida, pero se veía ya en el ho­rizonte. Porque era evidente, como demostraron pronto los hechos, que aquel grupo tan compacto no estaba des­tinado a disolverse, antes al contrario, debía perpetuarse, recibiendo para ello una organización que garantizase su estabilidad y su desarrollo. Ahora bien, ¿con qué tranqui­lidad hubiesen podido presentar al papa sus proyectos si su situación no quedaba aclarada? Hoy podemos afirmar que la fundación y aprobación de la Compañía de Jesús dependieron de la solución de aquel conflicto. De ahí la importancia que Ignacio dio a aquel proceso y a la sen­tencia absolutoria que le puso fin. Lo prueba también la abundancia de datos que poseemos sobre aquel aconte­cimiento, que resulta ser uno de los mejor documentados en la vida de San Ignacio.

En apoyo de su causa, Ignacio y sus compañeros no dejaron piedra por mover. Dirigieron cartas a las autori­dades de aquellas ciudades donde varios de ellos habían trabajado para que enviasen a Roma testimonios escritos acerca de su vida y doctrina. De hecho, de Ferrara, Bo­lonia y Siena llegaron escritos laudatorios.

Ignacio dio un paso más. Cuando el día 24 de julio el papa regresó a Roma después de su viaje a Niza, hizo todo lo posible por entrevistarse con él. En la segunda quincena de agosto, Paulo III se trasladó a Frascati. Allí le siguió Ignacio, y tuvo tanta fortuna, que el mismo día que llegó fue recibido en audiencia. Lo contó él mismo con abundantes detalles en carta a Isabel Roser: «... yendo para allá [a Frascati], hablé a Su Santidad en su cá­mara a solas [Polanco añade que habló en latín], bien al pie de una hora; donde, hablándole largamente de nues­tros propósitos e intenciones, le narré claramente todas las veces que contra mí habían hecho proceso [...]. Su­pliqué a Su Santidad, en nombre de todos, mandase re­mediar, para que nuestra doctrina y costumbres fuesen inquiridos y examinados por cualquier juez ordinario que Su Santidad mandase». El papa accedió a los deseos de Ignacio y dio orden al gobernador de Roma de que se hiciese el proceso. En el texto de la súplica dirigida por Ignacio al papa el 7 de julio hay al final esta nota autó­grafa del cardenal Vicente Carafa; que, traducida del la­tín, dice: «Por orden de nuestro Señor el papa, oiga el gobernador, cite y proceda, como se pide, y haga jus­ticia».

Se dio una circunstancia sumamente favorable, que Ig­nacio no dudó en calificar de providencial. En aquel ve­rano-otoño de 1538 coincidieron en Roma, por varios motivos, todos aquellos que le habían examinado y juz­gado en Alcalá, en París y en Venecia. De Alcalá había llegado Juan Rodríguez de Figueroa; de París, el inquisi­dor Mateo Ory; de Venecia, el vicario general del legado, Gaspar de' Dotti. Todos ellos fueron llamados a deponer frente al gobernador. Sus testimonios fueron una esplén­dida demostración de inocencia. No sólo no se había no­tado en los acusados ningún error doctrinal o moral, sino que su vida era santa y sana su doctrina. Al testimonio de aquellos antiguos jueces se añadió el de otros persona­jes del mayor prestigio: el doctor Pedro Ortiz, el embaja­dor de Siena Lactancio Tolomei; el célebre teólogo do­minico Ambrosio Caterino. En conclusión, el goberna­dor, Benito Conversini, dio sentencia absolutoria el 18 de noviembre de 1538. En ella se declaraba que Ignacio y sus compañeros no sólo no habían incurrido en infamia, sino que su inocencia había sido demostrada con claros testimonios, mientras habían resultado falsas las acusa­ciones de los calumniadores. A petición de Ignacio, en el texto de la sentencia fue silenciado el nombre de éstos. Lo cual no quitó que se les impusiesen severas penas. Ignacio tuvo enorme interés en que esta sentencia fuese conocida allí donde habían podido llegar los rumo­res de las falsas acusaciones. Esto explica el gran nú­mero de copias auténticas de la sentencia que se conser­van en los archivos. Una de ellas fue enviada por Ignacio a sus parientes de Loyola. Estos la guardaron como re­liquia.

Con la sentencia absolutoria volvía la paz y la sereni­dad a los ánimos. Ignacio y sus compañeros podían mirar tranquilamente hacia el futuro, que se presentaba despe­jado. La tan suspirada peregrinación resultaba imposible. Terminado abundantemente el plazo de espera, no que­daba sino ponerse a disposición del papa, según lo pro­metido en Montmartre.

El acto de ofrecimiento al papa debió de realizarse en­tre el 18 de noviembre, fecha de la sentencia de absolu­ción, y el 23 del mismo mes, día en que Fabro, cuyo es el único testimonio que tenemos de este hecho, en carta a Diego de Gouveia, habla del ofrecimiento como de algo ya ocurrido.

Paulo III aceptó gustoso el ofrecimiento que de sus personas le hacían con tanta sinceridad aquellos hom­bres, que no buscaban más que servir a Dios y a la Igle­sia. Con ocasión de una de las disputas teológicas efec­tuadas en su presencia, les había dicho ya: «¿A qué tanto desear ir a Jerusalén? Buena y verdadera Jerusalén es Italia si deseáis hacer fruto en la Iglesia de Dios». De estas palabras se desprende que la primera intención del papa fue la de retenerlos en Italia.

2. La primera Misa de Ignacio

Para Ignacio había llegado el momento tan ardiente­mente deseado, y para el que se había preparado con oraciones y deseos durante año y medio: la celebración de su primera misa. Parece que el motivo de una dilación tan prolongada hay que buscarlo, además del deseo de prepararse diligentemente, en la intención del Santo de celebrar la primera misa en Belén o en algún otro punto de los Santos Lugares. Ya que esto no era posible, esco­gió para su primera misa la noche de Navidad de aquel año 1538, y como altar, el del Pesebre, en la basílica de Santa María Mayor, renovado por Arnolfo di Cambio cerca de 1289, que desde la antigüedad recordaba a los fieles el nacimiento del Salvador. Este altar, que con su capilla está situado actualmente en la cripta de la capilla Sixtina de aquella basílica, se encontraba entonces a unos 16 metros de su actual emplazamiento, adonde la capilla fue trasladada en bloque por Domingo Fontana. Allí celebró Ignacio la primera misa «con gran devoción y divinas ilustraciones», como escribió él mismo en carta a sus parientes de Loyola con fecha 2 de febrero de 1539.

3. En la casa de Antonio Frangipani

En octubre de aquel mismo año se habían trasladado a una casa de Antonio Frangipani, junto a la torre del Me­lángolo, no lejos del Capitolio. No les fue difícil conseguirla, porque estaba deshabitada. Tenía fama de estar embrujada. Pero ellos superaron aquel miedo, que algu­nos ruidos nocturnos parecían confirmar. Posterior­mente, aquella casa pasó a ser propiedad de un tal Mario Delfini, que dio el nombre a la calle. Actualmente lleva el número 16 de la vía de' Delfini. En aquella casa sucedie­ron cosas importantes. Allí fue recibida, el 18 de no­viembre de 1538, la sentencia absolutoria. Allí se cele­braron, en la primera mitad del 1539, las deliberaciones para fundar la Compañía. De allí partió Francisco Javier para la India en marzo de 1540. Allí, en septiembre de este mismo año, fue recibida la primera bula de confir­mación de la Compañía de Jesús.

En el invierno de 1538-39, la casa Frangipani fue esce­nario de la caridad de Ignacio y de sus compañeros. Fue aquél un invierno terriblemente frío, como no se recor­daba otro igual desde hacía cuarenta años. Como conse­cuencia escasearon los víveres y una terrible carestía se abatió sobre Roma. Los compañeros tuvieron buena oca­sión de ejercitar las obras de misericordia, asistiendo en su casa a los hambrientos. Allí llegaron a asistir en un mismo tiempo a unas 300 personas. Les buscaban un te­cho, fuego y todas las camas que pudieron encontrar. Les procuraban comida suficiente. Y, para que con el alimento corporal se juntase el espiritual, los reunían a todos en una gran sala, donde uno de los compañeros enseñaba la doctrina cristiana. Se calcula que en todo el tiempo que duró la carestía atendieron en total a unos 3.000 necesitados.

Junto con estas obras de misericordia corporal, los «maestros de París» se dedicaron a aquellos ministerios sacerdotales enumerados en aquella Fórmula del Insti­tuto de la Compañía que Ignacio redactará durante el año 1539 en aquella misma casa Frangipani: la catequesis, la predicación aun fuera de los tiempos acostumbrados del Adviento y de la Cuaresma, la administración de los sa­cramentos, los Ejercicios espirituales.

4. Las deliberaciones de 1539

Todo lo arriba referido ocurría en Roma. Pero no tar­daron en llegar peticiones de otras ciudades de Italia y de fuera de Italia. El embajador de Carlos V manifestó el deseo de que algunos de los compañeros fuesen manda­dos a América. El rey de Portugal, por su parte, pedía que algunos fuesen destinados a la India.

Estando así las cosas, se preveía cercano el momento en que el grupo tendría que dispersarse. Y surgió la cues­tión inaplazable: Cuando el papa los destinase a un sitio o a otro, ¿habían de acudir a la llamada como individuos independientes o como miembros de un cuerpo estable? Y en este segundo caso, ¿deberían obligarse con voto a la obediencia a alguno de ellos elegido como superior? Estos interrogativos equivalían, en la práctica, a este otro: ¿Debían fundar una nueva orden religiosa? La deci­sión era urgente, porque el papa, accediendo a las ins­tancias venidas desde Siena, había destinado a Broët para que con otro compañero se trasladase a aquella ciudad toscana para trabajar en la reforma del monasterio de be­nedictinas de San Próspero y Santa Inés. Esta fue la pri­mera misión encargada a la Compañía en virtud del ofre­cimiento al papa de 1538.

Para deliberar sobre los asuntos que se planteaban, los compañeros decidieron reunirse en asamblea por todo el tiempo que fuese necesario. Así es como se desarrollaron las deliberaciones, que tuvieron lugar desde marzo al 24 de junio de 1539.

A fin de no interrumpir las actividades apostólicas ini­ciadas, se impusieron el siguiente plan: cada día por la tarde se propondría para la discusión un punto. Durante el día, cada uno, sin dejar el trabajo ordinario, encomen­daría a Dios el asunto en la santa misa y en la oración. En la sesión de la noche, cada uno expondría las razones en pro y en contra. Una vez terminada la discusión, se tomaría la decisión por unanimidad.

La primera cuestión fue ésta: Puesto que habían dedi­cado sus personas a Cristo nuestro Señor y su verdadero y legitimo vicario en la tierra para que él dispusiese de ellos y los enviase allá donde juzgase que podían hacer fruto, ¿sería conveniente que estuviesen unidos y liga­dos, formando un cuerpo, o era mejor lo contrario? La decisión fue fácil y sin controversia: no debía deshacerse aquella unión y congregación hecha por Dios, antes al contrario, convenía confirmarla y fortificarla. Tanto más cuanto que para cualquier empresa difícil tiene más fuerza y eficacia la unión que la dispersión. Todo, natu­ralmente, debería ser sometido a la aprobación del papa. Más dificultades presentó el segundo punto. Dado que todos habían hecho voto de pobreza y castidad en manos del legado pontificio en Venecia, Verallo, ¿harían tam­bién voto de obediencia a uno de ellos que fuese elegido como superior? Antes de entrar en la deliberación sobre un tema de tanta importancia, se propuso una cuestión previa: ¿Sería conveniente que, para poder reflexionar con más tranquilidad y para recabar mayor la luz divina, se retirasen todos, o al menos algunos de ellos, a algún lugar solitario por espacio de treinta o cuarenta días? La decisión fue negativa. Se quedarían todos en Roma, y esto por dos motivos: para no llamar la atención de los fieles, que podrían interpretar aquel gesto como una fuga, y para no interrumpir las obras de celo que los te­nían ocupados.

Para acertar en su decisión se propusieron aplicar a este caso las reglas para hacer una buena elección que se leen en los Ejercicios:

1.º Todos se prepararían en la misa y en la oración para encontrar más gusto espiritual en la obediencia y más inclinación a obedecer que a mandar, aun cuando una cosa y otra fuese de igual gloria de Dios.

2.º No tratarían unos con otros sobre el tema, sino que cada uno procuraría formarse su opinión conforme a lo que en la oración le hubiese parecido más conve­niente.

3.º Se comportarían como si fuesen personas extrañas al grupo, a fin de dar un juicio plenamente autónomo. Al llegar al momento de la deliberación, cada uno pro­puso las razones en pro y en contra que se le ofrecían. Las razones en contra del voto de obediencia eran: El nombre de obediencia y de religión, por nuestros peca­dos, hoy día no suena tan bien como en otros tiempos. Si decidimos hacer voto de obediencia, es probable que el papa nos obligue a incorporarnos dentro de alguna de las órdenes existentes. Es posible que la idea del voto de obediencia repeliese a algunos que podrían sentirse incli­nados a seguir nuestro modo de vida.

Al día siguiente se pusieron sobre el tapete los motivos en favor del voto: Sin obediencia, faltaría la necesaria cohesión dentro del grupo, echando cada uno la carga y responsabilidad sobre el otro, como la experiencia había ya demostrado. Sin el voto de obediencia, nuestra con­gregación no podrá durar mucho tiempo, sino que tarde o temprano se deshará. La obediencia ofrece la oportuni­dad para el ejercicio de muchas virtudes y aun actos he­roicos. Nada es tan capaz para tener a raya la soberbia como la obediencia.

La mayor dificultad contra el voto de obediencia era de orden práctico. Dado que habían decidido ponerse en­teramente a disposición del papa, parecía superflua y aun dañosa la obediencia a otro superior. A esta objeción se respondió observando, realísticamente, que no se podía presumir que el papa tomase bajo su responsabilidad in­mediata los innumerables casos que se presentarían. Y, aun dado que pudiese hacerlo, no parecía conveniente obligarle a ello.

Tras muchos días de debates, prolongados durante la Semana Santa y las fiestas de Pascua, resolvieron, uná­nimemente, que era mejor dar la obediencia a uno de ellos. Así podrían ejecutar mejor y más exactamente su primer designio, que era cumplir en todo la voluntad di­vina; la Compañía se conservaría con más seguridad y todos podrían llevar mejor a término los trabajos espiri­tuales y temporales que les fuesen encomendados.

Con la decisión sobre estos dos puntos, se puede decir que quedaba aprobado el proyecto de fundar la Compa­ñía de Jesús. No faltaba más que el refrendo de parte del papa. De la importancia de esta primera etapa de sus de­liberaciones tuvieron conciencia los compañeros, y qui­sieron sellarla en una solemne ceremonia, que tuvo lugar el 15 de abril. Previa la confesión general, asistieron to­dos a una misa celebrada por Pedro Fabro, que era reco­nocido como el Padre espiritual de todos, y, después de recibir de sus manos la comunión, firmaron un docu­mento en el que declaraban que tenían por más conve­niente, para gloria de Dios y más segura conservación de la Compañía, que en ésta se emitiese el voto de obedien­cia. Al mismo tiempo se comprometían, aunque sin voto, a entrar en la Compañía. Los firmantes fueron: Cáceres, Juan Codure, Laínez, Salmerón, Bobadilla, Pascasio Broët, Pedro Fabro, Francisco Javier, Ignacio, Simón Rodrigues, Claudio Jayo.

En mayo y junio se concretaron algunas de las líneas generales de la nueva orden religiosa: además de los tres votos acostumbrados de pobreza, castidad y obediencia, el que quiera entrar en la Compañía deberá pronunciar un voto especial de obediencia al papa, obligándose a ir a cualquier parte del mundo a donde el sumo pontífice le enviare. Tendrá que enseñar la doctrina cristiana a los niños. Antes del año de probación deberá emplear tres meses en hacer los Ejercicios espirituales, emprender una peregrinación y prestar servicios en los hospitales. En la Compañía habrá un superior general, elegido para toda la vida. La Compañía podrá tener casas, pero sin ejercer el derecho de propiedad sobre las mismas. El ge­neral podrá admitir novicios y despedir a los que se de­mostrasen ineptos, escuchando, con todo, el parecer de sus consultores.

Respecto a las modalidades según las cuales había de regularse la enseñanza de la doctrina cristiana a los ni­ños, Bobadilla mostró su disconformidad. Esto dio lugar a la decisión de que en adelante no se seguiría en las votaciones el criterio de la unanimidad, sino el de la ma­yoría de votos.

Las deliberaciones se dieron por terminadas el 24 de junio de aquel año 1539.

Por aquellos días, otros compañeros, además de los destinados a Siena, habían tenido que salir de Roma. Ac­cediendo a los deseos de Ennio Filonardi, llamado el cardenal de Sant'Angelo, legado apostólico en Parma y Piacenza, el papa había enviado a estas dos ciudades a Fabro y Laínez, que partieron el 20 de junio. En julio salieron Codure para Velletri, y Bobadilla para Nápoles.

5. La primera «Fórmula» del Instituto

Ignacio se puso entonces a redactar la primera Fórmu­la, que en sus cinco capítulos contenía las líneas esen­ciales del nuevo Instituto, verdadera carta magna de la nueva Orden, que equivale a la Regla de las antiguas órdenes religiosas. En ella se tocan los puntos siguientes: nombre de la Compañía, su fin, sus votos de pobreza, castidad y obediencia, el voto de obediencia especial al papa en lo tocante a las «misiones» o destinos, la admi­sión de novicios, la formación y sustentación de los esco­lares, la composición de las Constituciones, la autoridad del general, la renuncia a toda clase de propiedad y ren­tas fijas, el rezo del oficio divino en privado, el uso de las penitencias, determinado no por regla, sino por la devoción de cada uno. La empresa que se imponía a los que qui­siesen «militar para Dios bajo el estandarte de la cruz» era ardua. Por eso, cada uno, antes de echar sobre sus espaldas tan pesada carga, debería ponderar muy bien si se sentía con fuerzas para llevarla. Por parte de la Com­pañía, nadie debería ser admitido si no constase, después de muchas probaciones, que era apto para ella.

A fines de junio o principios de julio, el cardenal Gas­par Contarini presentó los cinco capítulos al papa Pau­lo III para su aprobación. El papa los sometió al examen del dominico Tomás Badía, maestro del Sacro Palacio Apostólico. Este los retuvo un par de meses, al fin de los cuales los calificó de piadosos y santos.

Ignacio envió inmediatamente al joven Antonio de Araoz, que acababa de juntarse al grupo, para que llevase al papa los documentos, los cinco capítulos y el dictamen de Tomás Badía. Este se encontraba en Tívoli pasando unos días de descanso en su castillo (la Rocca Piana, de Pío II) en compañía del cardenal Contarini. El cardenal leyó los cinco capítulos al papa, y éste los aprobó «vivae vocis oraculo», añadiendo: «Aquí está el Espíritu de Dios». Sucedía esto el día 3 de septiembre de 1539. Aquel mismo día, Contarini se apresuró a comunicar la grata noticia a Ignacio en un escrito que Araoz se encargó de llevar a Roma al día siguiente. Junto con su aprobación oral, el papa mandó que el cardenal Jerónimo Ghinucci, secretario de los breves pontificios, redactase el correspondiente documento, sin especificar si había de ser una bula o un breve.

Parecía tratarse de un acto protocolario; pero no fue así. Ghinucci, hombre experto en la práctica de la curia romana, vio que el asunto era de tal importancia, que requería no un breve, sino una bula, y, por tanto, era de competencia de la Cancillería pontificia. Allí se debería reexaminar para ver si el proyecto estaba en consonancia con las normas seguidas en aquel dicasterio. Además de este obstáculo formal, Ghinucci opuso algunos reparos de contenido en el texto de los cinco capítulos que se le habían presentado. La exclusión del coro y del canto en el rezo del oficio divino era una novedad que podía inter­pretarse como una concesión a los reformistas, que criti­caban a la Iglesia por aquellas prácticas tradicionales. La exclusión de penitencias impuestas por regla constituía una novedad demasiado grande respecto al tipo vigente de vida religiosa. La mayor dificultad parece que la en­contró Ghinucci en el voto de especial obediencia al papa, que consideró como superfluo, pues, según él, era claro que todos los fieles, y más en particular los religio­sos, estaban obligados a prestar obediencia al sumo pon­tífice. Ignacio y sus compañeros habían querido prevenir aquella objeción, empleando una redacción que ponía bien en claro la peculiaridad de aquel voto; pero tuvieron que convencerse bien pronto de que, en definitiva, Ghi­nucci era contrario, por su parte, a dar curso oficial al documento fundacional de la Compañía.

A fin de esquivar este escollo, el papa puso el asunto en manos del cardenal Bartolomé Guidiccioni. Este no puso reparo en el contenido de los cinco capítulos, que consideró «justos y santísimos», pero tuvo dificultad en el hecho mismo de la fundación de una nueva orden reli­giosa. Ya en otras ocasiones se había demostrado contra­rio a la multiplicación de las órdenes, alegando que de­bían urgirse las prescripciones en este sentido emanadas por los concilios Lateranense IV (1215) y Lugdunense II (1274). Propugnaba que todas las órdenes religiosas se redujesen a las cuatro antiguas: benedictinos, cistercienses, franciscanos y dominicos.

En defensa de su causa, Ignacio y sus compañeros se fueron a visitar personalmente al cardenal. Este, en un primer momento, ni siquiera quería recibirles ni leer los cinco capítulos. Al fin lo hizo, pero fue para rechazarlos, diciendo que, si no fuese por la orden del papa, ni si­quiera los hubiese tomado en consideración.

Al ver que se le cerraban las puertas, Ignacio acudió a sus dos recursos habituales: la oración y los medios hu­manos. Además de otras oraciones y penitencias, prometió que él, sus compañeros y otros amigos ofrecerían 3.000 misas en honor de la Santísima Trinidad para impetrar la tan suspirada gracia. Además, se puso a escribir mensajes a las personas influyentes de varias ciudades de Italia, donde los compañeros habían comenzado a trabajar, para que recomendasen al papa la feliz conclusión de aquel negocio. Por fin, el cardenal Guidiccioni se ablandó, y acabó por alabar el proyecto de la fundación de la Com­pañía, sugiriendo una solución que había de facilitar las cosas: que se limitase a 60 el número de los admitidos a profesión.

El papa aceptó la propuesta del cardenal, y, final­mente, el 27 de septiembre de 1540 emanó, desde el pala­cio de Venecia, la bula Regimini militantis Ecclesiae, por la que confirmaba solemnemente la fundación de la Compañía, con la limitación a 60 en el número de los profesos. En la bula se incluían, con algunas modificaciones, los cinco capítulos o «Formula del Instituto de la Compañía. Había sido necesario esperar y trabajar un año entero después de la aprobación oral concedida por Paulo III en Tívoli, pero, por fin, la Compañía de Jesús, solemnemente confirmada, venía a sumarse al número de las órdenes religiosas canónicamente erigidas en la Igle­sia.

6. Ignacio, primer general de la Compañía

Hasta este tiempo, el grupo de los compañeros no te­nía un superior. Este cargo lo había ido ejercitando por turno, semanalmente, cada uno de ellos. En realidad, to­dos consideraban a Ignacio como alma y jefe de la comu­nidad. El los había ganado para Cristo. Pero, una vez aprobada la Compañía, había llegado el momento de darle un superior.

En el momento de concederse la bula de confirmación de la Compañía, se encontraban en Roma solamente Ig­nacio, Codure y Salmerón. Javier y Rodrigues estaban en Lisboa, Fabro en Parma, desde donde en octubre partió para Alemania con el doctor Ortiz. Ignacio mandó aviso a los cuatro que trabajaban en Italia para que acudiesen a Roma al objeto de dar a la Orden recién fundada un comienzo de legislación y proceder a la elección del ge­neral.

Al principio de la Cuaresma de 1541 llegaron a Roma Broët, Jayo y Laínez. A Bobadilla el papa le retenía en Bisignano, población del reino de Nápoles.

El 4 de marzo fue dado a Ignacio y a Codure el en­cargo de elaborar el primer proyecto de Constituciones de la Compañía. De este modo, durante aquel mes de marzo se redactaron las Constituciones de 1541, que en parte modificaban y en parte completaban las determina­ciones, compuestas dos años antes. Estas Constituciones, que Ignacio consideró como tales, aun sin darles el carácter de definitivas, tocaban, en 49 artículos, los as­pectos más variados de la forma de vivir de la Compañía, desde la pobreza, a la que se referían la mayor parte de ellos, hasta la forma del vestido. Se tocaba el punto del cargo del general, que debía ser vitalicio; el de la ense­ñanza del catecismo, el de la creación de colegios, donde viviesen los escolares de la Compañía.

Hechas estas Constituciones y firmadas por los seis presentes, no quedaba sino proceder a la elección del ge­neral. Después de tres días dedicados a la oración y a la reflexión, el 5 de abril se reunieron los seis y depositaron su voto escrito en una urna. En ella se echaron también las papeletas de voto que los ausentes, Fabro, Javier y Rodrigues, habían dejado antes de partir de Roma. Des­pués de otros tres días de recogimiento, el 8 de abril, viernes de la semana de Pasión, se procedió al escrutinio. La elección recayó unánimemente en Ignacio, con una sola excepción: la suya. En su papeleta había él escrito: «Ihs. Excluyendo a mí mismo, doy mi voz en el Señor nuestro para seer perlado a aquel que terna más vozes para seerlo. He dado indeterminate, boni consulendo [= teniéndolo por bueno]. Si tamen a la Compañía le parecerá otra cosa, o juzgare que es mejor y a mayor gloria de Dios nuestro Señor, yo soy aparejado para se­alarlo. Echa en Roma, 5 de abril de 1541. Iñigo».

Fabro había mandado dos papeletas, una desde Worms, firmada el 27 de diciembre de 1540, y otra desde Espira, el 23 de enero de 1541. En ambas daba su voto a Iñigo, «y en su ausencia per mortem (id quod absit), a maestre Francisco Xavier». Este, a su vez, el 15 de marzo de 1540, víspera de su partida para Portugal y la India, especificaba en su voto que lo daba a «nuestro an­tigo y verdadero padre don Ignacio, el cual, pues nos juntó a todos no con pocos trabajos, no sin ellos nos sa­brá mejor conservar, gobernar y aumentar de bien en me­jor, por estar más él al cabo de cada uno de nosotros». Después de la muerte de Ignacio daba su voto a micer Pedro Fabro. Salmerón razonaba su voto a Ignacio di­ciendo que, pues él los había engendrado a todos y criado con la leche, ahora los alimentaria con el manjar sólido de la obediencia. Bobadilla no mandó su voto o éste no llegó a tiempo. En su Autobiografía escribió que había votado por Ignacio.

A pesar de un tan claro consenso, Ignacio no aceptó la designación. En unas sinceras palabras dirigidas a los congregados, declaró que él se sentía más inclinado a ser gobernado que a gobernar, y que, «por sus muchos malos hábitos pasados y presentes, faltas y miserias», creía que no debía aceptar el cargo, a no ser que le constase muy claramente que debía hacerlo. Por eso les pedía que se tomasen algunos días más para reflexionar.

Los compañeros, aunque no de muy buena gana, aco­gieron el deseo de Ignacio. La nueva votación, fijada para el 13 de abril, miércoles de Semana Santa, fue idén­tica a la anterior. Pero Ignacio todavía no se dio por ven­cido. Dijo que dejaría la decisión en manos de su confesor.

Aquel mismo día, atravesando el Tíber, por el puente Sixto y subiendo hacia las alturas del Janículo, se dirigió al convento de San Pedro en Montorio, fundado por los Reyes Católicos y habitado por los franciscanos. Allí re­pitió lo mismo que había hecho en Montserrat al princi­pio de su conversión. En una confesión que duró tres días, declaró a su confesor, fray Teodosio de Lodi, toda su vida y todas sus enfermedades y miserias corporales. El día de Pascua, el confesor le expuso decididamente su opinión. Era ésta que debía aceptar la elección y que lo contrario sería resistir al Espíritu Santo. Ignacio tuvo que callar, y lo único que pidió a fray Teodosio fue que pu­siese por escrito su parecer. El fraile lo hizo mandando a los compañeros una papeleta sellada, en la que confir­maba por escrito su dictamen. Entonces Ignacio aceptó el cargo. Era el 19 de abril, martes de la octava de Pas­cua de 1541.

En aquella misma sesión se tomó otra decisión impor­tante. El viernes siguiente, día 22 de abril, harían una visita a las siete iglesias, y en la basílica de San Pablo harían su profesión, conforme a la bula de Su Santidad. El día señalado, en la basílica de San Pablo extra mu­ros, después de reconciliarse unos con otros, Ignacio ce­lebró la santa misa. Antes de la comunión, teniendo en una mano el Cuerpo de Cristo y en la otra un papel en el que estaba escrita la «Fórmula», hizo su profesión con estas palabras, traducidas del latín:

«Yo, Ignacio de Loyola, prometo a Dios todopoderoso y al sumo pontífice, su vicario en la tierra, delante de la Santísima Virgen María y de toda la corte celestial y en presencia de la Compañía, perpetua pobreza, castidad y obediencia, según la forma de vivir que se contiene en la bula de la Compañía de Jesús, Señor nuestro, y en las Constituciones, así en las ya de­claradas como en las que adelante se declararen. Y también prometo especial obediencia al sumo pontífice cuanto a las mi­siones contenida. en la misma bula. Además prometo procurar que los niños sean instruidos en la doctrina cristiana, conforme a la misma bula y Constituciones».

Después consumió el cuerpo del Señor. Luego, to­mando cinco Hostias consagradas en la patena, se volvió a los compañeros, cada uno de los cuales hizo su profe­sión, y después de ella recibió la eucaristía.

Esta conmovedora ceremonia tuvo lugar en un altar adosado a la pilastra derecha del arco triunfal de Placidia para quien entra en la basílica por la puerta principal. En este altar se conservaba el Santísimo Sacramento y se veneraba una imagen bizantina en mosaico de la Santí­sima Virgen, atribuida al tiempo del papa Honorio III (si­glo XIII. Actualmente, desaparecido aquel altar, esta imagen de la Virgen se venera en el altar del Crucifijo. Acabada la misa y después de hacer oración en los alta­res privilegiados, se juntaron todos en el altar central de la Confesión, donde se conservan los restos del apóstol San Pablo. Allí se dieron un abrazo de paz, «no sin mu­cha devoción, sentidos y lágrimas». Con estos sentimien­tos de íntimo consuelo continuaron la visita de las siete iglesias de Roma. Testigo fue el joven Pedro de Ribade­neira, que al atardecer les preparó la cena en un sitio cerca de San Juan de Letrán. Al joven toledano le llamó la atención particularmente la extraordinaria devoción de Juan Codure, «que en ninguna manera la podía reprimir dentro de sí, sino que a borbollones salía fuera». Cuatro meses más tarde, el 29 de agosto, entró en la gloria del Señor.

Los compañeros ausentes hicieron la profesión en dis­tintos lugares y días. Fabro, en Ratisbona, el 9 de julio de aquel año 1541; Javier, en Goa, en diciembre de 1543 o en enero del año siguiente; Rodrigues, en Evora, el 25 de diciembre de 1544; Bobadilla, dando una vez más mues­tra de su carácter inquieto, en un principio se resistió a seguir el ejemplo de sus compañeros. Ignacio llegó a preocuparse, y estuvo tres días sin comer para que su compañero no faltase a lo que se esperaba de él. Bobadi­lla, por fin, después de consultar a tres personas de su confianza, hizo la profesión, en manos de Ignacio, en la misma basílica de San Pablo, en septiembre de 1541.

XII. El apóstol de Roma

San Ignacio merece con toda justicia este título. Ape­nas llegado a Roma, le vemos predicar en la iglesia de Montserrat y enseñar el catecismo a los niños en las ca­lles y plazas. Con ocasión del hambre que se abatió sobre la ciudad en 1538-39, ya hemos descrito cómo él con sus compañeros se prodigó abnegadamente para remediar a un gran número de necesitados.

Fundada ya la Compañía de Jesús y cuando recayó so­bre él la responsabilidad de organizar y dirigir la nueva orden religiosa, Ignacio no descuidó las obras de aposto­lado directo. Sus compañeros salían de la ciudad, enviados por el papa, a diversas misiones. Para él, el campo de apostolado directo fue Roma. Apenas puede imaginarse empresa alguna, tanto en el terreno religioso como en el asistencial, en la que no trabajase con celo abne­gado. Lo demuestran las obras en que intervino, o fun­dándolas o aportando su colaboración a las ya existentes. En general, como veremos, su plan era el siguiente: Se daba vida a una nueva obra benéfica o asistencial. Para financiada y dirigirla se creaba una organización inte­grada por personas caritativas. Se procuraba que el papa la erigiese en hermandad o cofradía mediante una bula. Mientras su colaboración era necesaria, Ignacio la ofre­cía abnegadamente. Cuando su presencia no era necesa­ria, se retiraba, dejando la obra en otras manos, y él se dedicaba a otra que necesitase de su presencia y colabo­ración. Esto es lo que sucedió con las obras de las que vamos a trazar una breve reseña.

1. La obra de los catecúmenos

Una de estas obras fue la de los catecúmenos proce­dentes del judaísmo. A este propósito conviene recordar lo que pensaba Ignacio de los judíos en unos tiempos en los que éstos eran mirados con tanta prevención. Y el hecho merece ser tanto más notado en cuanto, como res­pondió Ignacio en Alcalá al vicario Figueroa, que le pre­guntó si hacía observar el sábado, «en su tierra no solía haber judíos». Para él, lo único que contaba era el alma.

La raza no tenía importancia; más aún consideraba, como un privilegio de los judíos el ser parientes, según la carne, de Cristo y de la Virgen. Refiere Ribadeneira: «Un día que estábamos comiendo delante de muchos, a cierto propósito, hablando de sí, dijo que tuviera por gracia es­pecial de nuestro Señor venir de linaje de judíos, y aña­dió la causa, diciendo: `¡Cómo! ¡Poder ser el hombre pa­riente de Cristo nuestro Señor, según la carne, y de nues­tra Señora, la gloriosa Virgen María!' Las cuales pala­bras dijo con tal semblante y con tanto sentimiento, que se le saltaron las lágrimas, y fue cosa que se notó mucho».

Ignacio se preocupó por el bien espiritual y material de los judíos que querían recibir el bautismo. En agosto o septiembre de 1541 fue bautizado en la iglesita de Santa María de La Strada un joven judío de treinta y dos años. Otros le siguieron. Ignacio pensó favorecerles de dos ma­neras. En primer lugar recabó del papa el breve Cupientes, de 21 de mayo de 1542, por el cual quedaba prohibida la inveterada costumbre, ya condenada anteriormente por los papas Nicolás III en 1278 y Juan XXII en 1320, en virtud de la cual a los judíos que se convertían se les confiscaban los bienes poseídos anteriormente y sus hijos quedaban desheredados. Es claro que con esta medida se levantaba una barrera que obstaculizaba el paso a la con­versión.

En segundo lugar, con la colaboración de Margarita de Austria, hija de Carlos V, y de Jerónima Orsini, duquesa de Castro, madre del cardenal Alejandro Famoso, Igna­cio procuró una casa donde se pudiesen recoger los cate­cúmenos y otra para las catecúmenas. El papa aprobó esta institución con la bula Illius qui pro dominici, expe­dida el 19 de febrero de 1543. La obra quedaba vinculada a la iglesia de San Juan del Mercado, vulgarmente lla­mada «del Mercatello». Capellán de la iglesia era el sacerdote Juan de Torano, llamado también, en razón de su oficio, Juan del Mercado. Cuando la obra podía fun­cionar por sí sola, hacia 1548, Ignacio se retiró de ella.

Algunos años después, en 1552, Juan de Torano, mo­vido por la envidia y la ambición, según Ribadeneira, de amigo se cambió en enemigo de la Compañía, acusando a los Padres ante el papa de herejía y de revelación del secreto de la confesión. Hecha una encuesta, se probó la completa falsedad de estas acusaciones. Al mismo tiempo se descubrieron algunos delitos ocultos del de­nunciante, por los cuales fue condenado a cadena perpe­tua, conmutada en perpetuo destierro de Roma.

2. La casa de Santa Marta

Ignacio se preocupó por remediar la plaga de la prosti­tución, que hacía estragos en Roma. Desde 1520, fun­dado por el Oratorio del Divino Amor, existía ya el mo­nasterio de las «convertidas», en la calle que todavía hoy se llama Via delle Convertite, esquina a la Via del Corso. En 1543 vivían munidas allí unas 80 penitentes. Pero aquella obra no satisfacía a todas las exigencias, porque estaba destinada solamente a las solteras que quisiesen hacer los votos religiosos. Quedaba por resolver el caso de las casadas y el de las solteras que deseasen contraer matrimonio. Para unas y otras promovió San Ignacio la obra de Santa Marta. Para empezar la recaudación de fondos, encargó al P. Codacio, ecónomo de la casa de la Compañía, que vendiese las losas de piedra o de mármol, procedentes de edificios de la época romana, que se ha­bían encontrado al excavar los fundamentos de la casa de Santa María de La Strada. De esta venta se recabaron 100 escudos, que Ignacio destinó a la obra proyectada. Siguieron otros donativos de personas devotas. Así se dio comienzo a la casa de Santa Marta, cuya iglesia to­davía existe, destinada a exposiciones, en la actual plaza del Colegio Romano.

Como ya se había hecho con la obra de los catecúme­nos, Ignacio procuró que se formase una cofradía, que tomó el nombre de Cofradía de la Gracia, y fue aprobada con bula de Paulo III el 16 de febrero de 1543. A ella se adhirieron 14 cardenales, varios prelados y religiosos y algunas damas distinguidas de la sociedad romana. Entre ellas se distinguió doña Leonor Osorio, esposa de Juan de Vega, embajador de España en Roma. Ignacio asumió el cuidado espiritual, y hasta 1546 también el material de la obra, coadyuvado por el P. Diego de Eguía. En 1543, las mujeres recogidas en Santa Marta eran nueve; otras dos o tres esperaban la admisión. En seis o siete años se remediaron unas 300. El P. Ribadeneira cuenta el gesto humanitario de Ignacio, a quien se vio alguna vez por las calles de Roma seguido de alguna de estas pobres muje­res, a las que él acompañaba a la casa de alguna señora conocida o a la de Santa Marta. Añade el biógrafo del Santo que alguien objetó que aquél era trabajo inútil, porque aquellas infelices, encallecidas en el vicio, volve­rían fácilmente a las andadas. A esto replicó Ignacio que, aun cuando con sus desvelos no consiguiese sino que una de ellas dejase de pecar una sola noche, él lo daría todo por bien empleado.

Como en otras obras del género, cuando la vio bien encaminada, dejó Ignacio su dirección en otras manos. Parece que esto ocurrió hacia el año 1548.

3. Por las jóvenes en peligro

Relacionada con la de Santa Marta, hubo en Roma otra obra fomentada eficazmente por Ignacio. Sucedía fre­cuentemente que el torpe oficio pasase de madres a hijas. En todo caso, eran muchas las jóvenes que se encontra­ban en gran peligro. Para socorrerlas se fundó una Co­fradía de las Vírgenes Miserables, con domicilio anejo a la iglesia de Santa Catalina de' Funari, cercana a la de Santa María de la Strada. El papa Paulo III aprobó oral­mente esta institución, y Pío IV la erigió oficialmente el 6 de enero de 1560. Su comienzo hay que colocarlo hacia el año 1545. De la parte que tuvo en esta obra San Igna­cio nos informa una carta del P. Bartolomé Ferrao, se­cretario de la Compañía, dirigida al P. Simón Rodrigues el 12 de abril de 1546: «En estas cosas que aquí muchas veces acaescen lleva no pequeño trabajo nuestro Padre, allende de lo mucho que tiene en hazer quitar las donce­llas, que están con cortesanas, de sus casas, porque con su mal ejemplo no sean engañadas del enemigo, ponién­dolas en lugares píos, ordenados por Su Santidad aquí en Rama, de manera que queden sin peligro».

4. La asistencia espiritual a los enfermos

El ardiente celo de Ignacio por fomentar las buenas costumbres en Roma tuvo otra manifestación en las me­didas destinadas a que ningún enfermo muriese sin reci­bir los últimos sacramentos, cosa que sucedía con fre­cuencia. Las causas eran las de siempre: o se retardaba demasiado la asistencia espiritual al enfermo hasta que no estaba ya en condiciones de hacer una buena confe­sión, o no se le hablaba de sacramentos, por temor de agravar su estado. Para evitar este peligro existía, desde tiempos remotísimos, la decretal de Inocencio III, con­firmada por el concilio de Letrán IV en 1215, la cual prescribía que los médicos dejasen de asistir a aquellos enfermos que rehusasen recibir los sacramentos, pero esta prescripción había caído prácticamente en desuso. Por otra parte, es fácil imaginar las dificultades que se oponían a su restauración, tanto por parte de los médi­cos como de los enfermos o de sus familiares.

Ignacio se propuso lograr la renovación de aquella or­den, pero mitigándola. El médico dejaría de prestar sus servicios al enfermo que no a la primera ni a la segunda, sino a la tercera vez, rechazase los sacramentos. Antes de llevar el asunto a las autoridades eclesiásticas, pro­curó que se realizase una consulta de personas expertas y competentes tanto por su oficio como por su doctrina y piedad. Esta consulta tuvo lugar el 30 de mayo de 1543. Los votos de los consultados fueron todos positivos. Lo fue también el capítulo general de los agustinos, cele­brado en la primavera de aquel mismo año bajo la presi­dencia de su general Jerónimo Seripando. Se conserva un escrito de San Ignacio en el que responde a las dificul­tades, sobre todo a la de que aquel precepto sería contra­rio a la caridad cristiana.

No fue fácil obtener la aprobación del papa, en parte por su ausencia de Roma. En 26 de febrero de 1543 se había trasladado a Bolonia para tratar con Carlos V sobre la paz con el rey de Francia, Francisco I, y sobre la celebración del concilio. No regresó a Roma hasta el 19 de agosto. Ignacio recurrió al protector de la Compañía, el cardenal Rodolfo Pío de Carpi, el cual implantó el decreto en su diócesis de Faenza. Que de hecho el decreto se estaba observando en Roma, lo sabemos por una carta de Ignacio a San Francisco Javier escrita el 30 de enero de 1544, en la cual le dice: «Lo de los médicos, más ha de veinte días que se guarda». Aunque el Santo confiaba obtener un decreto de carácter general, parece que lo que por entonces se consiguió fue solamente un bando del gobernador de Roma válido para esta ciudad.

5. Por los huérfanos

La guerra, la peste y el hambre habían dejado en la orfandad a muchos niños de Roma. Al decir «huérfanos», es claro que se trataba de niños sucios, desharrapados, vagabundos por las calles de Roma, justamente calificados los «sciuscia» del quinientos. El celoso cardenal Juan Pe­dro Carafa escribió a San Jerónimo Emiliani. fundador de los somascos, para que abriese en Roma un centro desti­nado a aquellos pobres infelices, semejante a los que había fundado en la región véneta y en la Lombardía. Pero Jeró­nimo, muerto el 7 de febrero de 1537, no pudo llevar a cabo este plan. A ruegos del mismo cardenal Carafa y de otras personas celosas, el papa Paulo III, con la bula Altitudo, de 7 de febrero de 1541, erigió la Cofradía de Santa María de la Visitación de los Huérfanos, con casa separada para niños y niñas, junto a la iglesia de Santa María in Aquiro, en la plaza Capránica. Los relatos primitivos sobre la vida de Ignacio refieren la intervención del Santo en esta obra, que, como en otros casos semejantes, consistió en prestar todo su apoyo a una empresa social iniciada por otros. El padre Polanco, hablando precisamente de la obra de los huérfa­nos, nos dice que obras semejantes a la de Roma se comen­zaron en otras ciudades de Italia, «con ayuda especial­mente del maestro Iñigo en algunas».

6. La Inquisición romana

Entre las obras promovidas por San Ignacio en Roma hay que enumerar el tribunal de la Inquisición, cuyo fin primordial tenía que ser contener el avance del luteranismo en Italia. El principal promotor de esta institución fue el cardenal Juan Pedro Carafa, el futuro Paulo IV, que tan en el corazón tenía la reforma de la Iglesia. Fue él quien consiguió que el papa Paulo III, con la bula Licet ab initio, de 21 de julio de 1542, diese comienzo a la Inquisición romana. El tribunal quedaba compuesto por los cardenales Juan Pedro Carafa, Juan Alvarez de Toledo, Pedro Pablo Parisi, Bartolome Guidiccioni, Dionisio Laurelio y Tomás Badía. Ocho días después de la fundación informaba Igna­cio de ella al P. Simón Rodrigues, puntualizando la parte que él había tenido en la obra: «yo instando mucho y muchas veces al cardenal de Burgos [Alvarez de Toledo] y al cardenal teatino [Carafa], los cuales tenían comisión del papa para entender sobre esto, y sobreviniendo otros nue­vos errores en Lucca, ellos hablando al papa diversas ve­ces, Su Santidad ha señalado seis cardenales para que acá en Roma, hechos un cuerpo a manera de inquisición, para que puedan proveer por unas partes y por otras de Italia sobre los tales errores, puedan proveer en todo». Ignacio, pues, vio la conveniencia de que se instituyese la Inquisi­ción en Roma como medio preventivo para conjurar el difundirse de doctrinas heterodoxas. Años más tarde, en cambio, disuadió la creación de la Inquisición en Alemania, porque allí la situación era diferente, y no la aconsejaba.

7. El Colegio Romano

Uno de los edificios más monumentales de la Roma del quinientos es el Colegio Romano, en pleno centro de la ciudad. Quien contempla hoy la mole imponente de este edificio, construido en 1582-84 gracias a la munificencia del papa Gregorio XIII, no puede ni siquiera sospechar la humildad de sus orígenes. Estos se remontan al 22 de febrero de 1551, cuando en una casa alquilada de la vía d'Aracoeli, que conduce al Capitolio, los pasantes pudie­ron leer este cartel: Schola de grammatica, d'humanità e dottrina cristiana gratis. Era el colegio querido por San Ignacio para que en sus aulas estudiasen latín, griego y hebreo los jóvenes entrados en la Compañía y también otros estudiantes externos. Catorce escolares de la Com­pañía se trasladaron al nuevo colegio, con su rector, el francés P. Juan Pelletier. Para los seglares de Roma, la gran maravilla la constituyó aquel adverbio gratis que aparecía en el cartel. Lo había hecho posible la generosidad del duque de Gandía Francisco de Borja, quien había estado en la casa de Roma poco antes, con ocasión del año santo de l550. Viendo las intenciones de Ignacio, decidió apoyar­las con recursos económicos.

Los niños llenaron pronto las aulas de aquel modesto edificio. Por eso vemos que cinco meses después, el 13 de julio de 1551, se firmaba el contrato de alquiler de una casa de los hermanos Mario y Fabio Capocci, situada en la actual vía del Gesù, que de Santa María de La Strada conduce a la plaza de Santa María sopra Minerva. El alqui­ler se hizo por cinco años, al precio de 180 escudos anuales. El éxito obtenido suscitó, como era natural, la emula­ción de los maestros de las escuelas públicas, que temie­ron una disminución de alumnos en sus aulas, con el con­siguiente perjuicio económico. Pero esta dificultad no sirvió para impedir el favorable desarrollo de la obra em­prendida. El 28 de octubre de 1552 se celebró el primer acto público del colegio en la vecina iglesia de San Eus­taquio. El método de enseñanza fue el Ordo parisiensis, en el que tenían especial importancia tanto la selección de los autores clásicos que se comentaban como el mé­todo de la enseñanza, basada en el alternarse de leccio­nes y repeticiones. Al año siguiente de 1553, y en los días 28 y 29 de octubre y 4 de noviembre, el acto solemne se celebró en Santa María de la Strada, en presencia de cardenales y otros invitados. Hubo esta vez disputas de teología, filosofía y retórica. De hecho, la enseñanza se había extendido a estas materias, de las que se hicieron cargo profesores competentes. Entre ellos, el vasco Mar­tín de Olabe explicaba la teología escolástica; el caste­llano Baltasar Torres, matemáticas y física; el italiano Fulvio Cárdulo, retórica; el francés Andrés Frusio (des Freux), griego.

Dada su situación en el centro de la cristiandad, es na­tural que al Colegio Romano acudiesen jóvenes de varias naciones. Ignacio quiso que fuese el modelo de los demás y que sirviese de puente con los colegios establecidos en varias ciudades. La dificultad fue que, con el incremento de los alumnos y la ampliación de las materias de estudio, aumentaron también los gastos. No tardaron en hacerse sentir los apuros económicos, sobre todo cuando en 1555 murieron los dos papas que más habían ayudado o de quienes más se esperaba: Julio III y Marcelo II. Pero San Ignacio no perdió la confianza en Dios y no dejó tampoco de poner los medios humanos. A fines de 1555 envió a España al P. Jerónimo Nadal con el expreso encargo de procurar fondos para el Colegio Romano. Nadal acudió a la generosidad de San Francisco de Borja, y éste destinó al Colegio, a través de banqueros de Burgos en Floren­cia, la cantidad de 3.000 escudos, de los que anualmente se debían enviar 300 al Colegio Romano. Así se fueron sorteando las dificultades, hasta que en 1583 la munifi­cencia del papa Gregorio XIII fundó el Colegio, que de él recibió, posteriormente, el título de Universidad Grego­riana.

8. Las cofradías romanas

Como participación de Ignacio en la vida religiosa y asistencial de Roma, merece ser citada su afiliación a dos importantes Cofradías de la ciudad: la del Hospital del Espíritu Santo y la del Santísimo Sacramento.

El antiquísimo Hospital del Espíritu Santo «in Saxia», fundado en 1201 por Inocencio III, contaba con una co­fradía, destinada a favorecer el sustentamiento de aquella obra pía y asistencial. Los cofrades abonaban una cuota anual y recibían, en recompensa, una serie de gracias es­pirituales.

Ignacio dio su nombre a la Cofradía del Espíritu Santo el 24 de septiembre de 1541. En dicho día, Antonio de Araoz y Martín de Santa Cruz abonaron, por cuenta de Ignacio, una cantidad no especificada en el documento de afiliación, valedera para veinte años.

Aunque en el documento que poseemos no se especi­fica la fecha, podemos afirmar que en el mismo año 1541 Ignacio dio su nombre a la Cofradía del Santísimo Sa­cramento, vulgarmente llamada «de la Minerva», del nombre de la iglesia romana en que la constituyó, el año 1538, el dominico Tomás Stella. Ya hemos apuntado en el capítulo IX que tan pronto como se fundó aquella Co­fradía, Ignacio se preocupó por enviar a su villa natal una copia de la bula fundacional, para que sus paisanos pu­diesen participar de las gracias concedidas a los cofrades de la misma.

Ahora fue el mismo Ignacio, junto con otros cinco miembros de la casa romana de la Compañía, el que dio su nombre a aquella Cofradía. En la lista de los miem­bros pertenecientes a la iglesia de Santa María de la Strada, en la plaza de Altieri, región Piña, vemos los nombres de Egnacio de Loyola, Jacobo Laínez, Alfonso Salmerón, Pascasio Broët, Pedro Codacio y Juan Bau­tista Viola. Junto a ellos encontramos los nombres de al­gunos miembros de familias ilustres del barrio: los Al­tieri, Astalli, Capisucchi, Fabi, Maddaleni. Varios de és­tos estuvieron relacionados con la construcción de la casa y de la iglesia del Gesù.

XIII. POR LA DEFENSA DE LA FE

Desde los contemporáneos Polanco, Nadal y Ribadenei­ra, todos los biógrafos ignacianos han notado el sincro­nismo: el mismo año 1521, en que Ignacio fue herido en Pamplona, Martín Lutero rompió definitivamente en Worms con la Iglesia católica. La coincidencia resulta aún más evidente si se recuerda que el 4 de mayo de aquel año Lutero fue conducido por los soldados del elector Federico de Sajonia al castillo de Wartburg, donde permaneció en forzado retiro hasta el 1.° de marzo de 1522. Por el mismo tiempo, Ignacio, herido en Pam­plona el 20 de mayo de 1521, pasó el tiempo de su conva­lecencia en la soledad de su casa paterna de Loyola, de donde salió, convertido, a fines de febrero de 1522.

El paralelismo entre Ignacio y Lutero, casi tanto como el menos observado, pero quizás más verdadero, entre Ignacio y Calvino, se ha convertido en un tópico siempre repetido. De ahí a afirmar que Ignacio había fundado la Compañía para oponer un dique al protestantismo, el paso ha sido fácil. Para muchos, San Ignacio es el pala­dín de la Contrarreforma o, simplemente, el anti-Lutero. Simplificaciones como ésta no resisten al análisis de la crítica histórica. San Ignacio fundó la Compañía para servir a Dios y a la Iglesia. Su ideal fue promover la glo­ria de Dios y el bien del prójimo. Este ideal de servicio lo vio concretado en la humilde y total disponibilidad al sumo pontífice, considerado como representante de Cristo y su vicario en la tierra. Cumplir la voluntad del papa equivalía, para él, a hacer la voluntad de Dios y emplear su vida y la de sus seguidores en la empresa más grande que pudiesen imaginar.

Es claro que, en los tiempos inquietos en que vivió el Santo, los intereses de la Iglesia se concentraron, prefe­rentemente, en la reforma de sus propias instituciones y en la defensa contra el protestantismo, que iba inva­diendo gran parte de Europa. En los planes de Ignacio había de tener una importancia primordial la defensa de la fe allí donde se veía más amenazada, es decir, en Ale­mania e Inglaterra. La obra realizada por la Compañía en este campo en tiempo de San Ignacio fue sólo un co­mienzo de la que había de llevar a cabo en los dos siglos siguientes.

Concentrando el tema a la vida de San Ignacio, puede ser considerado desde dos aspectos: 1) la labor de la Compañía en los países de la Europa central; 2) los mé­todos ideados y promovidos por Ignacio para afrontar el peligro protestante.

Para trabajar en tierras germanas fueron bien pronto destinados tres de los primeros compañeros. Fabro salió de Roma en octubre de 1540 con el encargo de acompa­ñar al doctor Ortiz. Le vemos en Worms asistiendo al coloquio entre católicos y protestantes, y al año siguiente, con ocasión de la Dieta en Ratisbona. Allí hace, el 9 de julio de aquel 1541, la profesión solemne, y al siguiente día 27 sale para España, siempre con el doctor Ortiz. Boba­dilla llega este mismo año a Alemania con el cardenal Juan Morone. Jayo toma el relevo de Fabro. Este vuelve a Alemania en 1542. En unas declaraciones manifiesta que se siente más inclinado a trabajar en Alemania que en España, sin duda porque la necesidad es allí mayor. Pero tiene que obedecer, y así le vemos salir nuevamente en 1544 para Portugal y España. Por fortuna había ga­nado para la Compañía al joven Pedro Canisio, que reali­zaría en Alemania la obra que su maestro había querido llevar a cabo. Estando en España, le llegó la orden de trasladarse a Trento. Minado ya por varias enfermeda­des, se pone en camino en junio de 1546. Llega a Roma, y allí muere el 1.º de agosto, a los pocos días de su lle­gada.

Bobadilla sigue recorriendo varias ciudades de Alema­nia y Austria, con varias vicisitudes y varia fortuna. En 1548 se ve obligado a salir de Alemania, expulsado por el Emperador a causa de sus críticas contra el Interim, con­cedido aquel mismo año a los protestantes. Vuelve a Roma. Jayo sigue en Alemania hasta el fin de sus días. Muere en Viena el 6 de agosto de 1552.

El trabajo de estos jesuitas es el proyectado en el acto de la fundación de la Compañía: acudir, en plan de com­pleta disponibilidad, allá donde son llamados o donde ven que pueden recoger más fruto. Dan Ejercicios, pre­dican, misionan por las ciudades, asisten a los coloquios con los protestantes, ejercen el apostolado de la conver­sación, que se demuestra, junto con el de los Ejercicios, el más eficaz. Bobadilla acompaña durante algún tiempo al ejército imperial. Para dar una mayor estabilidad a sus obras, piensan en la fundación de algún domicilio fijo para la Compañía.

Este, que fue el más vivo deseo de Fabro, tuvo una realización en Colonia, donde ya en 1544 se incoó un co­legio con siete jesuitas —entre ellos, el sobrino de San Ignacio, Emiliano de Loyola—, mantenidos por los cartu­jos, que fueron los grandes amigos y bienhechores de los jesuitas en aquella ciudad, y por la generosidad de otros bienhechores. La estancia, con todo, en la capital renana no fue tranquila, debido, en parte, a la defección de su obispo, pasado al luteranismo en 1546. En 1550 residían allí 14 jesuitas, 17 en 1551, 21 en 1556, teniendo como superior al P. Leonardo Kessel.

A partir de 1549 se empieza a pensar en la fundación de un colegio en Ingolstadt. A instancias del duque de Baviera Guillermo IV, Ignacio envía allá a Jayo, Canisio y Salmerón. Antes de partir, Ignacio les da una de sus célebres instrucciones. Por desgracia, la muerte del du­que impone un aplazamiento en los planes, porque su su­cesor Alberto no se mostró tan favorable. Había que es­perar al año 1556 para la inauguración de aquel colegio. En 1551 se fundó el colegio de Viena, que fue prospe­rando, no obstante la oposición de la Universidad. A la muerte de San Ignacio contaba 320 alumnos. En Viena se abrió también un noviciado.

El hombre providencial para Alemania fue San Pedro Canisio. Formado en el ambiente de los cartujos de Co­lonia, entró en la Compañía en 1543, después de hacer los Ejercicios bajo la dirección del Beato Fabro. Iniciado en la vida religiosa en Roma al lado de San Ignacio y tras un primer destino a Messina, pudo realizar su ideal de trabajar por Alemania cuando se trató de fundar el cole­gio de Ingolstadt. Al suspenderse temporalmente aquel proyecto, le vemos en Viena, donde enseñó en la Uni­versidad. Allí su prestigio fue continuamente en au­mento. En 1553 fue propuesto para ocupar un obispado, que él rechazó. En 1554 fue nombrado decano de la Fa­cultad de Teología. Su gran obra fue el célebre Catecismo en sus tres redacciones: mayor, menor y mínima, según la capacidad de los destinatarios. En 1556, Ignacio fundó las dos Provincias jesuíticas de Germania inferior y superior. Provincial de esta segunda fue nombrado Pedro Canisio.

En 1556, Canisio se dirigió a Praga, donde aquel mismo año se dio comienzo a un colegio, para el cual Ignacio destinó a 12 sujetos, que, junto con otros refuer­zos, llegaron a ser 19. Con este personal pudieron abrirse las clases el 7 de julio de aquel mismo año.

* * *

¿Cuál fue la actitud de Ignacio respecto al problema protestante? Ante todo, cabe preguntarse cuál fue su co­nocimiento del problema. Se ha hecho notar que en sus cartas no se menciona casi nunca a Lutero ni a ningún otro de los reformadores. La muerte de Lutero en 1546 es pasada en silencio. ¿Significa esto que Ignacio no tuvo un conocimiento exacto de las personas y de sus doctri­nas, o es, más bien, indicio de una repulsa a la vez instin­tiva y consciente? Podemos pensar que se trataba de esto segundo. Desde luego, el suyo no fue un conocimiento sacado de un prolongado estudio de libros protestantes. Tal vez no le hubiese sido tan fácil, como a Laínez y a Salmerón, redactar, a ruegos del cardenal Cervini, una lista de las tesis de los novadores, para uso de los Padres del concilio de Trento, y otra de los pasajes de la Escri­tura aptos para refutarlos. Pero es claro que tanto por su experiencia como por su fino instinto, o, como él mismo diría, por su buen olfato, supo ver de qué parte venía aquel grave peligro para la unidad de la Iglesia.

Prescindiendo de lo que pudo llegar a sus oídos en Es­paña, es claro que durante los siete años de sus estudios en París vivió en contacto con el movimiento protes­tante. En octubre de 1534 fue testigo del escándalo de los pasquines contra el sacrificio de la misa y de la violenta represión que lo sofocó. En Venecia y en Roma se dio perfecta cuenta de los brotes de protestantismo surgidos en Italia. Ya hemos visto que la persecución sufrida en Roma en 1538, y que puso en peligro la misma fundación de la Compañía, tuvo su origen en la predicación heterodoxa de Agustín Mainardi. En sus estudios teológicos, aun­que no del todo completados, tuvo ocasión de confrontar las tesis católicas con las de los novadores. Finalmente, las reglas para sentir con la Iglesia, tanto si fueron com­puestas en París como en Italia, tanto si las consideramos en clave antierasmiana como en clave antiluterana, deno­tan un atento observador de las controversias de su tiempo.

En estas reglas vemos clara su actitud. Para Ignacio, el drama de su tiempo fue, ante todo, un drama de las con­ciencias. La tarea que se le ofrecía era la renovación del mundo interior. Pero esta renovación tenía que realizarse en un plano eclesial. Al individualismo espiritualista de Lutero y de Calvino opuso Ignacio su fidelidad y sumi­sión a la Iglesia jerárquica, convencido de que el espíritu de Cristo y el de la Iglesia es uno mismo. Pero la Iglesia no es solamente una comunidad de predestinados, sino un cuerpo organizado bajo la autoridad del papa. Por eso, la primera regla dice: «Depuesto todo juicio, debe­mos tener ánimo aparejado y pronto para obedecer en todo a la vera esposa de Cristo nuestro Señor, que es la nuestra santa madre Iglesia jerárquica». El calificativo de jerárquica lo dice todo. En la primera versión latina había añadido el de «romana». Más que combatirlos, el cató­lico debe buscar razones para defender los preceptos de la Iglesia. Alabar —verbo repetido al menos nueve veces en aquellas reglas— más que criticar. Construir más que demoler. La reforma de la Iglesia se ha de obtener, prin­cipalmente, con la santificación de sus miembros.

Nos interesa descubrir los planes de Ignacio para la defensa de la fe católica. Ya hemos visto que envió a Alemania a algunos de sus mejores colaboradores. Para ellos compuso una serie de siete instrucciones que nos revelan toda su estrategia.

Ante todo, confianza en los medios sobrenaturales. «Confíen con gran magnanimidad en Dios», escribía. El arma principal había de ser la oración. Por eso mandó que todos los sacerdotes de la Compañía aplicasen cada mes una misa por las necesidades de Alemania y de In­glaterra. Lo que pretendía en su acción era «ayudar a toda Alemania en lo perteneciente a la pureza de la fe, obediencia a la Iglesia y, en fin, a la sólida doctrina y a las buenas costumbres». El segundo medio había de ser el buen ejemplo de la vida. Más obras que palabras. Ve­nía a continuación la predicación en sus varias formas. Este es, tal vez, el punto más característico. Estaba per­suadido de que era mucho más eficaz predicar la verdad «in spiritu lenitatis» que enfrentarse abiertamente con los disidentes para confutar sus doctrinas. En este campo tenían una importancia primordial las conversaciones privadas y los Ejercicios. Fabro atribuía a éstos la mayor parte del fruto que se hizo en Alemania. Jayo coincidía del todo con su compañero. Escribía Ignacio: «Será ma­nera más pacífica esta de predicar, y leer, y enseñar la doctrina católica, y probarla, y confirmarla, más bien que armar ruido persiguiendo a los herejes, los cuales se obs­tinarían más si se predicaba contra ellos abiertamente». Todo debía hacerse con «modestia y caridad cristiana; por eso, no debe decirse injuria ninguna, ni mostrar nin­guna clase de desdén hacia ellos, sino compasión; ni si­quiera se proceda abiertamente contra sus errores, sino que, al establecer los dogmas católicos, se colegirá que los de ellos son falsos». Estas normas se escribían a los destinados a Ingolstadt.

Es notable que este modo de proceder coincidía en todo con el empleado por el Beato Pedro Fabro, tal como él lo expuso en unos ocho puntos destinados al P. Laínez en 1546. El primer consejo era tener mucha caridad con los herejes y amarlos de verdad. El segundo, granjeados para que nos amen, lo cual se hace conversando con ellos familiarmente en cosas comunes a nosotros y a ellos, guardándose de todas disceptaciones. En tercer lugar, con los herejes es mejor mover la voluntad que instruir el entendimiento. Siguen otros consejos: inducirles a las bue­nas costumbres, porque muchas veces se ha visto que las desviaciones doctrinales han tenido su origen en la mala vida. Exhortarles al amor de las buenas obras, porque de su descuido ha venido muchas veces la pérdida de la fe. Como muchas veces se les hacen imposibles los precep­tos, «es menester exhortación de espíritu para fortificar­los y animar, porque cobren esperanza de poderle hacer y de poder padecer cuanto se manda y más, con la gracia del Señor». En resumen, lo que hacía falta era exhortar, animar al temor y amor de Dios y a la práctica de las buenas obras. Concluía que muchas veces los males no estaban más ni principalmente en el entendimiento, «sino en los pies y en las manos del ánima y del cuerpo». Para Fabro, lo que más se necesitaba en Alemania era la san­tidad de la vida y el espíritu de sacrificio. Las cosas, se­gún él, habían llegado a tal punto, que «con las letras tampoco pueden; es porque el mundo es ya venido a tal estado del no creer, que es menester argumentos de obras y de sangre»; de lo contrario, el mal irá progre­sando y los errores aumentarán.

A estos medios había que añadir otros dos: la ense­ñanza oral y escrita de las buenas doctrinas y la funda­ción de los colegios. Ignacio confió a Laínez la compo­sición de un compendio de teología que habría de servir para católicos y protestantes. Por las muchas ocupacio­nes de Laínez, este compendio no llegó a terminarse. En cambio, tuvo enorme difusión el Catecismo de San Pedro Canisio en sus tres redacciones: mayor, menor y mínima, adaptadas a las varias clases de lectores. Cuanto a los colegios, todos los historiadores están de acuerdo en re­conocer el enorme influjo que ejercieron los colegios de la Compañía para contener el avance del protestantismo en toda Europa, pero particularmente en Alemania. Aunque este efecto se sintió más después de la muerte de San Ignacio, es de notar que colegios como los de Colo­nia, Viena e Ingolstadt fueron iniciados durante su vida. Obra importantísima fue la fundación en 1552 del Co­legio Germánico de Roma. Secundando la idea del car­denal Juan Morone, Ignacio inició y llevó adelante con gran constancia esta obra, superando las dificultades, so­bre todo de orden económico. El plan era reunir en un colegio, situado en el centro de la cristiandad, un grupo de jóvenes selectos provenientes de las varias regiones germanas. De allí saldrían los futuros pastores y obispos que habrían de trabajar en Alemania. Para la creación de este colegio, Ignacio puso en juego toda su habilidad ne­gociadora y todo su influjo con las personas más eleva­das que podían ayudarle, y sobre todo con el mismo papa.

Estos eran los consejos y las orientaciones que Ignacio daba a sus súbditos. Cuando se trataba de manifestar su opinión a las autoridades eclesiásticas y civiles, que disponían de medios coercitivos para reprimir la herejía, sus palabras adquirían un tono más severo. A Zacarías Del­fino, destinado en 1553 nuncio en la corte del rey de Ro­manos Fernando 1, le recomendaba que promoviese, ante todo, el buen ejemplo de los eclesiásticos, evitando toda clase de avaricia, «ya que ésta tanto ha dañado y da oca­sión a que se piense mal desta Sede Apostólica». Hay que tener cuidado con la elección de maestros católicos para las escuelas, excluyendo de ellas a los luteranos. Se deben desterrar de las escuelas los libros heréticos y sus­tituirlos con otros católicos. Dedica en su instrucción amplio espacio a la educación católica de la juventud. Finalmente, junto con las conversaciones privadas, en las que tanto había insistido hablando a sus súbditos, al nuncio le recomienda las disputas públicas en las dietas y en otras reuniones.

El día 13 de agosto de 1554, Ignacio envió dos instruc­ciones a San Pedro Canisio. En una, escrita en italiano, le daba normas sobre lo que debía hacer él. La otra, en latín, tenía como destinatario, por lo menos indirecto, al rey de Romanos. En esta segunda carta, fruto, según pa­rece, de una consulta que tuvo Ignacio con algunos de sus más íntimos colaboradores, expone sus puntos de vista sobre los medios que el rey debe poner en práctica para extirpar la herejía allí donde había arraigado y para prevenir su extensión hacia las regiones todavía católi­cas. En un preámbulo dejaba a la prudencia de Canisio el discernimiento respecto a las medidas que iba a propo­nerle, para que, según su criterio, las hiciese llegar a oídos de Fernando I. Pueden resumirse de este modo: El rey personalmente debe declararse hostil hacia cualquier forma de herejía. Medio eficaz para conjurar el peligro es alejar de los puestos de gobierno y de la ense­ñanza a cuantos estuviesen contagiados con el error. Los libros heréticos deben ser quemados, y los de autores contagiados con la herejía, apartados, aunque no conten­gan errores. Es conocido el principio sostenido otras ve­ces por Ignacio: se ha de evitar la lectura de autores he­réticos, aunque no sean malos en sí, porque el lector em­pieza por aficionarse al autor, y de ahí pasa fácilmente a sentirse atraído por sus doctrinas. Ayudará también la convocación de sínodos en los que se desenmascare el error. No debe permitirse que ningún hereje sea llamado «evangélico», bajo pena pecuniaria.

Para la prevención de la herejía en las regiones todavía católicas, Ignacio propone la elección de personas clara­mente ortodoxas para los puestos de responsabilidad; la designación de obispos, sacerdotes y predicadores, di­seminados por varias partes para explicar rectamente el Evangelio; la remoción de sus parroquias de los curas ignorantes; el cuidado en la selección de los directores de las escuelas y de los maestros de las mismas; la composi­ción y explicación de un buen catecismo de la doctrina cristiana. Para terminar, sugiere la creación de cuatro ti­pos de seminarios para la formación de los candidatos al sacerdocio. Entre ellos se cuenta el Colegio Germánico de Roma.

Esta instrucción ha sido notada por católicos y protes­tantes por su carácter ciertamente duro, y en particular porque en ella se propone por dos veces la posibilidad de imponer la pena capital como remedio contra la herejía. Métodos como éste, que contrastan con la concepción que hoy tenemos de la libertad religiosa, deben ser colo­cados en el tiempo para el que fueron propuestos y te­niendo en cuenta las categorías de la época, en vigor tanto ente católicos como entre protestantes. Hay que notar también en honor de la verdad que la pena capital no es propuesta en términos absolutos, sino junto con la alternativa de «pena de la vida o pérdida de bienes y des­tierro». En el segundo pasaje se dice que a los culpables «tal vez fuese prudente consejo castigarles con el destie­rro o la cárcel, y hasta alguna vez con la muerte; pero del último suplicio —añade San Ignacio— y del estableci­miento de la Inquisición no hablo, porque parece ser más de lo que puede sufrir el estado presente de Alemania». Las atenuantes de «tal vez» y «alguna vez» quitan fuerza a esta hipótesis del empleo de la pena capital. En el se­gundo pasaje, Ignacio se inhibe tanto de la imposición del último suplicio como de la institución de la Inquisición en Alemania. El que había aconsejado la implantación de la Inquisición en Roma y en Portugal, la desaconseja para Alemania, porque allí no parece adecuada para la situa­ción del país.

Merece ser comparada la actitud de Ignacio con la de Tomás Moro. Este, que en su Utopía, publicada en 1516, se había demostrado partidario del irenismo, algunos años más tarde, en presencia de la rebelión luterana, adoptó una posición radical. En vista del peligro, adoptó la teoría medieval de la asimilación de la herejía a la trai­ción. Tratándose de un peligro juntamente para la fe y para el orden civil, «los hombres y los pueblos se han visto obligados a castigar la herejía con la pena de muerte», escribía.

No nos consta si Canisio hizo llegar hasta Fernando I los consejos dados por San Ignacio. Lo que no puede negarse es que algunos remedios como los propuestos por el Santo sirvieron eficazmente para el mantenimiento del catolicismo en Austria, en Baviera y en otras regio­nes de Alemania. Respecto a la labor de los jesuitas en este país, escribe el historiador de la Reforma en Alema­nia José Lortz, «A los jesuitas les corresponde, induda­blemente, el mérito capital de la nueva configuración ca­tólica. También en Alemania. Pero la forma de realizarlo no fue que la Compañía de Jesús, venida de fuera, pu­siese aquí de nuevo todos los fundamentos. Más bien lo que ocurrió fue que la nueva fuerza de los hijos de Igna­cio encontró, en los elementos medievales de piedad alemana y en los hombres que la representaban, los más favorables auxiliares». A continuación se pregunta: «¿Cuál era propiamente el contenido nuevo que los jesui­tas trajeron a Alemania? ¿Qué era lo que los habilitaba para emprender en toda su amplitud, bien que muy poco a poco, la reforma que se decía necesaria?» El prior de la cartuja de Colonia, Kalkbrenner, lo especificó diciendo: «Son hombres llenos del espíritu de Dios, con nuevo en­tusiasmo y nueva fuerza. Sus palabras brotan como chis­pas de fuego y encienden los corazones».

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Menos eficaz que en Alemania fue, por razón de las circunstancias adversas, la labor que los jesuitas pudie­ron llevar a cabo en Inglaterra e Irlanda. En 1541, Igna­cio acogió con júbilo la designación de los PP. Salmerón y Broët como nuncios apostólicos en Irlanda, país ame­nazado por el contagio cismático. Para ellos compuso una de sus instrucciones. Los nuncios llegaron a Irlanda, pero su misión fracasó a los pocos días por la oposición que encontraron. Después de pasar por Escocia y con­versar con el rey Jacobo V, tuvieron que emprender el regreso a Roma.

Años más tarde, Ignacio saludó gozosamente el matri­monio entre Felipe II y María Tudor, celebrado en 1554, y escribió al rey una carta de felicitación. Parecía que iba a restaurarse definitivamente la obediencia a Roma de aquel país. Pero esta ilusión duró poco tiempo. Con el advenimiento en 1558 de Isabel I, Inglaterra cayó nue­vamente en el cisma. Los jesuitas no pudieron volver a Inglaterra, y sólo clandestinamente, hasta 1562.

Tampoco en Polonia, reino católico, pero amenazado por el peligro protestante, pudo poner pie la Compañía de manera estable en tiempo de San Ignacio. En 1555 fue enviado el P. Bobadilla como compañero del nuncio Luis Lippumani. Llegó con él a Varsovia en octubre de dicho año, y de allí pasó a Vilna. Poco después regresó a Roma para informar al papa de los asuntos de aquel país.

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Dentro de la actividad desarrollada por la Compañía en defensa de la fe, merece destacarse la labor de algunos jesuitas en las dos primeras sesiones del concilio de Trento (1545-1547; 1551-1552), celebradas en vida de San Ignacio.

Desde el principio del concilio acudió a Trento el P. Jayo como procurador del obispo de Augsburgo, el car­denal Otón Truchsess. En febrero de 1546, el papa mandó que otros tres jesuitas se dirigiesen a la ciudad del concilio. Los escogidos fueron los P. Laínez, Salmerón y Fabro. Los dos primeros llegaron allá el 18 de mayo. Fa­bro recibió la noticia de su designación mientras se en­contraba en España. Se puso en seguida en camino y llegó a Roma a mediados de julio. Pero, por efecto del cansancio del largo viaje y de la enfermedad, murió allí el 1.º de agosto, a la edad de sólo cuarenta años.

Los jesuitas enviados a Trento no tenían, de momento, otro encargo que el de atender al cuidado espiritual de los prelados y de su séquito, sin contar las obras de apos­tolado que pudiesen realizar en la ciudad. Sobre su com­portamiento en esta actividad recibieron una instrucción de parte de San Ignacio, escrita a mediados de 1546. Pero ya una semana después de su llegada fueron admitidos en el número de los teólogos encargados de preparar la materia para las sesiones conciliares. Al principio, aque­llos sacerdotes jóvenes, mal vestidos y de poca aparien­cia exterior fueron mal recibidos, especialmente por los prelados españoles. Pero poco a poco fue creciendo su prestigio cuando se vio que su modesta apariencia ocul­taba una vasta preparación teológica. El legado, cardenal Marcelo Cervini, escogió al P. Laínez por su confesor. Durante las sesiones plenarias del concilio, Laínez y Salmerón tomaron la palabra para hablar sobre el pecado original, la justificación y los sacramentos. Fue notada, en particular, la docta intervención de Laínez en contra de la teoría de la doble justificación —inherente una, imputada la otra—, defendida por Jerónimo Seripando. Pero, aparte de sus actuaciones durante las sesiones ple­narias, los dos jesuitas desarrollaron una intensa labor en las sesiones preparatorias de los teólogos. Muchos Pa­dres conciliares los consultaban y les fue encomendada la redacción de una lista de los errores defendidos por lute­ranos.

Cuando fue decidido el traslado del concilio a Bolonia, Laínez y Salmerón salieron de Trento el 14 de marzo de 1547. Allí asistieron a la sesión novena, expresando su parecer acerca de los sacramentos de la penitencia, la extremaunción y el matrimonio. En Bolonia se les juntó Pedro Canisio, enviado por el cardenal Truchsess para que trabajase al lado de Jayo.

El concilio fue suspendido durante cuatro años (1547­-1551). Se reanudó en Trento el 1.º de mayo de 1551. Esta vez, Laínez y Salmerón acudieron a él en calidad de teó­logos pontificios. En las sesiones que se celebraron du­rante este período del concilio intervinieron cuando se trató del decreto sobre la eucaristía, la penitencia y el orden sagrado. Laínez se distinguió en la sesión decimo­cuarta, hablando larga y eruditamente el día 7 de diciem­bre de 1551 sobre la misa como sacrificio.

Durante esta segunda sesión del concilio fueron esperados los teólogos protestantes, pero este intento fra­casó. A complicar la situación vino el levantamiento en armas a consecuencia de la traición del príncipe Mauricio de Sajonia, pasado al bando luterano. Las cosas se pusie­ron mal para Carlos V, pues los protestantes ocuparon la ciudad de Augsburgo a mediados de abril de 1552. La amenaza que representaba para la tranquilidad de las se­siones la cercanía de los ejércitos, movió al papa Julio III a decretar la suspensión del concilio el día 15 de abril de aquel año 1552. Con la caída de Innsbruck el 19 de mayo, se perdió toda esperanza de continuar las sesiones.

Los jesuitas se retiraron para emprender otras obras. Entretanto, aun prescindiendo de la labor que habían desarrollado durante el concilio, su presencia en Trento sirvió para que muchos obispos tuviesen un primer cono­cimiento de la Compañía, recién fundada. Con ello se ponían las premisas para la fundación de colegios en Alemania y Austria. Otra novedad fue la adquisición para la Compañía del teólogo alavés Martín de Olabe, enviado al concilio por el cardenal Truchsess. Allí conoció a la Compañía, y, después de hacer los Ejercicios, se decidió a entrar en ella en 1552.

XIV. «ID POR TODO EL MUNDO»:
EUROPA

1. España

Los primeros jesuitas que pusieron pie en España fue­ron los PP. Antonio de Araoz y Pedro Fabro. El primero era hijo de un hermano de la cuñada de San Ignacio, Magdalena de Araoz. Ya en 1539 se unió en Roma con el grupo de los primeros compañeros. En los tres viajes que realizó a España por los años 1539-44 recorrió varias ciu­dades de la Península, dando a conocer la Compañía. Por la importancia y la duración de los cargos que ejerció, fue un personaje de primer plano de la Compañía en Es­paña primer provincial de España en 1547, provincial de Castilla desde 1552. Fue el jesuita mejor relacionado con la corte española hasta su muerte, ocurrida en 1573.

Fabro había ido a España en 1541 con el encargo de acompañar al doctor Pedro Ortiz. Volvió allá en 1545, y, junto con Araoz, presentó a la Compañía ante la corte, dando edificación en todos los sitios por donde pasaba por su buen ejemplo, su trato delicado y su ferviente predicación. Estando en España, le llegó el destino a Trento para asistir al concilio.

Al trato con Fabro y Araoz se ha de atribuir la voca­ción a la Compañía de San Francisco de Borja. Ejercía éste el cargo de virrey de Cataluña cuando aquellos dos jesuitas pasaron por Barcelona. Borja se aficionó a ellos y a la nueva Orden, a la que representaban. Pidió muy pronto que se fundase un colegio en Valencia, y fue éste el primero que tuvo la Compañía en España, inaugurado en 1544 y sostenido gracias al apoyo material que le pro­curó el primer jesuita valenciano, P. Jerónimo Domènech. Al de Valencia siguió en 1545 el colegio de Gandía, para el cual Borja recabó del papa Paulo III en 1547 el título de Universidad. La admiración que Borja sintió por la Compañía le indujo a pedir a San Ignacio su admisión en ella después que el 27 de marzo de 1546 per­dió a su mujer, Leonor de Castro. Es fácilmente imaginable la impresión que produjo en Ignacio la entrada en la Compañía de un hombre de la categoría del duque de Gandía. Llegó a decir que el mundo no tendría oídos para aguantar semejante estampido. La admisión de Borja en la Compañía se mantuvo secreta aun después que éste hizo su solemne profesión el 1.º de febrero de 1548. So­lamente después de un viaje a Roma con ocasión del año santo de 1550 pidió a Carlos V la autorización para re­nunciar a su ducado en favor de su hijo primogénito, Car­los. Era el año 1551, y Borja, ordenado sacerdote en Oñate el día 23 de mayo, quiso celebrar su primera misa en la casa de Loyola. La entrada de Borja en la Compa­ñía sirvió para dar a la nueva Orden un válido impulso no solamente en España, sino también en Italia, dadas las buenas relaciones de su familia con la del papa Paulo III, Farnese, y con la del duque de Ferrara, Hércules d'Este. Ya hemos dicho que recabó del papa el título de Univer­sidad para el colegio de Gandía. En 1548, para salir al encuentro de las críticas que se hacían, sobre todo en España, contra el libro de los Ejercicios, logró que Pau­lo III aprobase oficialmente el libro ignaciano mediante el breve Pastoralis officii cura, de 31 de julio de 1548. Caso raro en la Iglesia, como escribió el P. Nadal, que un libro sea aprobado por el papa mediante un breve pontificio. La Compañía fue extendiéndose gradualmente en Es­paña. Erigida en Provincia ya en 1547, fue dividida en dos: Aragón y Castilla en 1552. En 1554 se procedió a una nueva división en tres Provincias: Castilla, Aragón y Andalucía, con los PP. Antonio de Araoz, Francisco de Estrada y Miguel de Torres, respectivamente, como pro­vinciales.

Las fundaciones hechas en vida de San Ignacio fueron las siguientes: a los colegios de Valencia y Gandía siguie­ron los de Barcelona y Valladolid (1545), Alcalá (1546), Salamanca (1548), Burgos (1550), Medina del Campo y Oñate (1551), Córdoba (1553), Avila, Cuenca, Plasencia, Granada y Sevilla (1554), Murcia y Zaragoza (1555) y Monterrey en (1556). Es claro que algunos de estos cole­gios tuvieron unos orígenes muy modestos. Fundados primordialmente para la formación de los jóvenes jesui­tas, se abrieron poco a poco a los alumnos externos. En 1556, a la muerte de San Ignacio, para citar algún ejemplo, el colegio de Medina tenía 170 alumnos externos, otros tantos el de Plasencia y 300 el de Córdoba, el más numeroso de todos.

La Provincia de Castilla contó desde 1554 con un noviciado muy floreciente en Simancas, a 10 kilómetros de Valladolid.

La Compañía en España no contó, en vida de San Ig­nacio, con un apoyo tan decidido de parte de la corte española como el que recibió en Portugal de parte del rey Juan III. En el campo religioso tuvo que afrontar no po­cas dificultades. El nuevo tipo de vida religiosa introdu­cido por la Compañía dio ocasión a los ataques del domi­nico Melchor Cano y del arzobispo de Toledo Silíceo. Los Ejercicios sufrieron el ataque de otro dominico, el P. Fr. Tomás de Pedroche. Con paciencia y con habilidad se fueron sorteando estos escollos. No faltaron, en cam­bio, buenos apoyos, como el que le vino a la Compañía de parte del Santo Maestro Juan de Avila, el cual vio que la Compañía respondía a los ideales de renovación que él se había forjado. Varios de los mejores hombres que tuvo la Compañía en España procedieron del círculo de San Juan de Avila.

Al morir San Ignacio, la Compañía tenía en España unos 19 colegios y alrededor de 293 sujetos.

2. Portugal

En Portugal, la Compañía tuvo unos comienzos prome­tedores, como tal vez en ninguna otra nación. A ello con­tribuyeron dos factores determinantes: el decidido apoyo del rey Juan III y de toda la corte y la enorme influencia ejercitada por el P. Simón Rodrigues. Este actuó princi­palmente desde Lisboa, donde ya en 1541 se abrió la casa profesa de San Antonio. Pero el centro principal fue el de Coimbra, donde en 1542 existía un colegio con 103 suje­tos entre profesores y estudiantes. Estos eran 150 en 1550 y 900 en 1556, a la muerte de San Ignacio. Allí tam­bién se abrió un floreciente noviciado. En 1553 se inau­guró un colegio en Evora, que en 1559 fue elevado al rango de Universidad por Paulo IV, y otro en Lisboa.

La de Portugal fue la primera Provincia jesuítica, fun­dada en 1546, con Simón Rodrigues como provincial. Espléndida fue la irradiación misionera de la Provincia portuguesa. De allí partieron los primeros misioneros destinados a la India (l541) y al Brasil (1549). Otros salie­ron, con menores resultados, para el norte de Africa y el Congo. En Lisboa se embarcaron los jesuitas destinados a Etiopía, con Juan Nunes Barreto como patriarca. Lle­garon a Goa, pero no pudieron proseguir para su destino hasta 1557, cuando sólo el P. Andrés de Oviedo pudo poner pie en aquel país.

Al empeñó de las obras apostólicas acompañó el fervor de la vida religiosa. El P. Simón compuso en 1545-46 unas reglas, que fueron las primeras que tuvo la Compa­ñía, aunque con vigor solamente para Portugal. A dar complemento y solidez a la obra legislativa contribuyó la misión, en 1553, del P. Jerónimo Nadal, nombrado comi­sario para España y Portugal.

Por desgracia, el magnífico desarrollo de la Provincia portuguesa se vio turbado por una grave y profunda cri­sis, cuyas causas son difíciles de determinar. Tal vez hubo demasiada facilidad en la admisión de candidatos o defectos en su formación religiosa. Parece cierto que faltó una acertada dirección en la marcha de la Provincia. El hecho es que no tardaron en manifestarse síntomas de una desviación de los principios de la vida religiosa, tal como se había proyectado en la Compañía. El fenómeno se presentó con particular gravedad entre los escolares del colegio de Coimbra. Se originó una desviación hacia dos extremos opuestos: los rigores espectaculares de pe­nitencia externa, calificados de santas locuras, y la ten­dencia a la blandura y a las comodidades de la vida. Falló el principio de la obediencia, tan fundamental en la con­cepción ignaciana de la vida religiosa.

Para poner reparo a aquella situación que se venía creando, Ignacio escribió dos de sus cartas más admira­bles. El 7 de mayo de 1547 dirigió a los escolares de Coimbra aquella que suele llamarse la carta de la perfec­ción, en la que les daba normas prudentísimas sobre el justo medio, regla de oro para acertar entre el rigor y la blandura. El criterio tenía que ofrecerlo la discreción es­piritual, iluminada por la obediencia. La segunda es la célebre carta de la obediencia, dirigida a los Padres y Hermanos de Portugal el 23 de marzo de 1553, cuando la crisis había estallado ya de manera evidente y preocu­pante.

En los acontecimientos de aquellos años, una parte de­terminante le cupo al provincial, P. Simón Rodrigues. Aun buscándole todas las excusas posibles, su conducta aparece a todas luces desconcertante. Más que sus inten­ciones, que hemos de pensar eran buenas, nos vemos forzados a considerar los hechos. Cuando, a fines de 1551, San Ignacio decidió cambiarle de su oficio, en el que había permanecido por mucho más tiempo que el trienio señalado por las Constituciones, y le nombró pro­vincial de Aragón, Rodrigues ni siquiera tomó posesión de este nuevo cargo. No sólo esto, sino que en 1553 se presentó espontáneamente en Portugal. Llamado a Roma, Ignacio sometió su caso al juicio de cuatro Pa­dres: Miona, Olabe, Polanco y Cogordán: un portugués, un vasco, un castellano y un francés. Los cuatro senten­ciaron que Rodrigues no debía volver más a Portugal y le impusieron una serie de penitencias, de las que Ignacio le dispensó. El acusado aceptó momentáneamente con muestras de sumisión aquella sentencia, pero no tardó en rebelarse contra ella, considerándola injusta. En este caso como en todos los que le precedieron y acompaña­ron, tenemos indicios de una debilidad de tipo psicoló­gico, que hacen el caso de Rodrigues más apto para el estudio de un psicólogo que para el análisis del historia­dor. Observamos una fácil mutabilidad de estados de ánimo y de decisiones. Hubo momentos en que deseó retirarse a la vida eremítica. Otras veces pensó en reali­zar una peregrinación a Jerusalén. Ni uno ni otro plan se realizó. Le vemos, en cambio, recurrir a la intervención del cardenal Rodolfo Pío de Carpi, protector de la Com­pañía, para recobrar una exención de la obediencia de sus superiores.

Es fácil de imaginar el dolor experimentado por San Ignacio ante el triste caso de uno de sus primeros com­pañeros, al que sinceramente amaba, y al que se vio en trance de tener que despedir de la Compañía. Por for­tuna, no tuvo que llegarse a este extremo. Rodrigues tra­bajó durante algunos años en Italia y en España. Por último, pudo regresar a su amada Portugal, donde acabó sus días en 1579.

Como siempre ocurre en estos casos, parte, por lo me­nos, de la responsabilidad hay que repartirla entre algunos de los llamados a intervenir. Pero el efecto, en todo caso, fue penoso. La Provincia quedó durante un cierto tiempo dividida entre los que optaban por las medidas rigurosas y los que optaban por la blandura. Muchos no resistieron a la prueba y abandonaron la Compañía. Pero, superada la crisis, la Provincia de Portugal tuvo una vida próspera y de notable expansión misionera.

3. Italia

Intensa fue la actividad de los primeros jesuitas en toda Italia, desde Venecia a Sicilia. Se trató, ante todo, de un apostolado itinerante, conformado con el principio orientador de la fundación de la Compañía: acudir allá donde el papa los enviaba o donde eran llamados para ejercitar obras de celo apostólico: predicar, administrar los sacramentos, dar Ejercicios, aconsejar, reformar conventos, educar cristianamente a la juventud. En mu­chas ciudades se deseó pronto contar con la presencia estable de los jesuitas. De aquí tuvo origen la fundación de colegios.

De los primeros compañeros de San Ignacio, cinco pa­saron largos años de su vida trabajando en Italia, sin con­tar a Juan Codure, que terminó prematuramente su ca­rrera mortal en Roma el año 1541. Laínez y Salmerón vivieron habitualmente en Italia. Broët, después de reco­rrer varias ciudades, fue el primer provincial de Italia, nombrado en 1551. Cuando al año siguiente fue enviado para dirigir los asuntos de la Compañía en Francia, le sustituyó en el cargo el P. Laínez. A Claudio Jayo le ve­mos en Ferrara, Faenza y Bolonia antes de trasladarse a Alemania. Bobadilla, desde que en 1548 tuvo que salir de Alemania, permaneció habitualmente en Italia, donde, entre otras obras, puso los cimientos para la fundación del colegio de Nápoles. Lo que él sembró lo recogió, se­gún frase suya, el P. Salmerón, que fue el hombre más representativo de la Compañía en aquel reino. Entre los jesuitas de la primera hora cabe señalar al valenciano Je­rónimo Domènech, que gobernó por espacio de veintitrés años la Provincia de Sicilia.

Por ser el primer colegio de la Compañía en sentido absoluto, merece que dediquemos un espacio particular al colegio de Padua. En 1542, el dux de Venecia, Pedro Lando, por medio de su embajador en Roma, Francisco Venier, pidió la obra de dos jesuitas. Le fue enviado uno, Laínez, que empleó la mayor parte de los años 1542-45 en territorio veneciano. Allí predicó, confesó, aconsejó. Entró también en comunicación con Andrés Lippomano, prior de la Trinidad, que ya en 1537 había concedido hospitalidad en su casa a los compañeros cuando se pre­paraban para la peregrinación a Jerusalén. Lippomano concibió la idea de ceder a la Compañía, para colegio de sus estudiantes, el priorato de Santa María Magdalena en Padua, del que él era comendador. De hecho, en 1542 se trasladaron allá los primeros estudiantes enviados por San Ignacio. En 1545, Lippomano puso en manos del papa aquel priorato para que él lo entregase a la Compa­ñía. Ignacio, en septiembre de aquel año, se trasladó a Montefiascone, donde estaba el papa, para tratar, entre otros, de este asunto. El papa dio su consentimiento. Pero con ello no quedaban resuenas todas las dificulta­des, porque las letras pontificias, para tener efecto legal en Venecia, tenían que ser refrendadas por el Senado de la república. A este acto se opuso Juan Lippomano, her­mano de Andrés, que pretendía que el priorato de Padua no saliese de su familia. La compaña que emprendió fue larga y tenaz, pero no lo fue menos la insistencia de San Ignacio. Por fin, el asunto fue sometido a la votación del Senado, y el resultado fue positivo. Sobre 157 votantes, 143 votaron a favor de la Compañía, sólo 2 en contra y 12 se abstuvieron. Así se concluía felizmente la implanta­ción de los jesuitas en Padua. Era el año 1548, pero el colegio de la Compañía funcionaba en Padua ya desde 1542.

Casi por el mismo tiempo se proyectó la fundación de un colegio en la ciudad de Venecia, pero esto no se llevó a efecto hasta el año 1551.

Los PP. Broët y Jayo trabajaron intensamente en Bolo­nia. Entre las personas que se les aficionaron, una fue Violante Casali, joven viuda del senador Camilo Gozza­dini. Junto con su hermano Andrés Casali, tuvo el mérito de dar comienzo a un colegio que abrió sus puertas en 1546, junto a la iglesia de Santa Lucía. Los comienzos de este colegio no fueron fáciles, pero pronto se con­virtió en centro de una vasta actividad.

En 1550 se abrió un colegio en Tívoli.

Además de los de Roma y de Venecia, se fundó en 1551 el colegio de Ferrara, por el cual se había intere­sado, ya desde hacía tiempo, San Francisco de Borja, pidiéndolo al duque Hércules II d'Este. En 1552 se abrie­ron otros cuatro colegios: los de Florencia, Nápoles, Perusa y Módena. De 1553 es el de Monreale, en Sicilia. De 1554, los de Argenta (Ferrara) y Génova. En 1555 se abrieron los de Loreto y Siracusa y, finalmente, en 1556, los de Bivona, Catania y Siena. Todos ellos tenían, junto a un número más o menos elevado de estudiantes jesuitas, un grupo de externos, que durante el año de la muerte de San Ignacio (1556) oscilaban entre los 50 del colegio de Argenta y los 280 del de Palermo. En total, los colegios abiertos en vida del Fundador fueron 19, el mismo nú­mero que los fundados en España durante el mismo pe­ríodo.

Esta proliferación de colegios fue posible gracias al elevado número de vocaciones, siempre en aumento. De 85 admitidos en los años 1540-45, se pasó a 137 en 1546-­1550 y a 513 en 1551-55. Muchas de estas vocaciones provenían de los colegios.

Para la formación religiosa de estos candidatos a la Compañía se abrieron noviciados. Ya en 1547 había ex­presado San Ignacio su intención de que se abriesen ca­sas separadas para la formación de los novicios. Pero este plan no pudo realizarse tan pronto. En Roma, du­rante largos años, el propio Ignacio ejerció el cargo de maestro de novicios. El primer noviciado independiente en Italia fue el de Messina, abierto en 1550. En 1551 ha­bía otro en Palermo.

La rápida expansión de la Compañía en Italia consintió la formación de una Provincia, creada en 1551. De ella quedaban excluidas las casas de Roma y Nápoles, sujetas a la dependencia inmediata del general. El primer pro­vincial de Italia fue el P. Broët, al que, como hemos dicho, sucedió en 1552 el P. Laínez, que retuvo este cargo hasta que en 1556, tras la muerte de San Ignacio, fue elegido vicario general de la Compañía. La Provincia de Sicilia fue creada en 1553, con el P. Jerónimo Domènech como provincial, cargo en el que fue renovado por tres veces hasta 1576.

4. Francia

Ignacio conservó siempre un grato recuerdo de sus es­tudios cursados en la Universidad de París. En 1532 es­cribió a su hermano Martín García, recomendándole en­carecidamente que mandase a estudiar a aquella Univer­sidad a su hijo Emiliano, porque «creo que en ninguna parte de la cristiandad hallaréis tanto aparejo como en esta Universidad». Parecido consejo repitió en 1539, muerto ya Martín García, en carta a su sobrino Beltrán, tratando siempre de los estudios de Emiliano.

Cuando la Compañía empezó a fundar colegios en va­rias ciudades europeas, quiso Ignacio que se adoptase en ellas, como plan de estudios, el «modus parisiensis».

En la primavera de 1540 fueron enviados a París, para completar sus estudios, algunos jóvenes jesuitas, bajo la dirección de Diego de Eguía. Otros se les juntaron en 1541 y 1542. En este año tuvieron que refugiarse en Lovaina, porque, con ocasión de las hostilidades entre Fran­cisco 1 y Carlos V, fueron expulsados de París los súbdi­tos del Emperador. Pudieron los estudiantes regresar en 1543, pero poco más tarde recibieron nuevamente la or­den de salir. Lograron, con todo, a permanecer allí clan­destinamente, mezclados con otros estudiantes, en el co­legio de los lombardos.

La Compañía tuvo en Francia dos buenos protectores: el cardenal de Lorena, Carlos de Guisa, y el obispo de Clermont, Guillermo du Prat. Este, que había estrechado buenas relaciones en Trento con los jesuitas que asistie­ron al concilio, puso a disposición de los estudiantes una casa que poseía en la capital francesa y deseó que otro colegio se abriese en el territorio de su diócesis, la Al­vernia.

Pero un serio contratiempo se opuso al feliz y normal cumplimiento de estos proyectos. Para poder instalarse en Francia con plenitud de derechos era necesario que la Compañía obtuviese la «naturalización», es decir, el re­conocimiento jurídico. El rey Enrique II lo otorgó ver­balmente en 1550, y por escrito al año siguiente. Pero para que este documento tuviese valor legal se requería que fuese refrendado por el Parlamento francés. Este se negó a concederlo, y para complicar la dificultad, en 1553, pasó el asunto a la Facultad de Teología de París, más hostil aún que él a la Compañía. El 1.º de diciembre de 1554, la Facultad emanó un decreto adverso a la Compa­ñía. Fue una gran contrariedad. Pero Ignacio no se desa­nimó y llegó a decir que este asunto no le haría perder nunca el sueño. De acuerdo con su táctica habitual, puso en juego los medios humanos, procurando que se escri­biese una carta a los príncipes, gobernadores y universi­dades de las ciudades donde trabajaban los jesuitas para que recomendasen la causa de la Compañía. Convenía que se hiciese resaltar, sobre todo, el favor concedido a la Orden por los papas.

El modo como quiso que se redactase esta carta es re­velador del procedimiento usado por el Santo en asuntos de importancia. La carta debía estar redactada de tal modo, que pudiese ser leída con satisfacción y edifica­ción de la misma Universidad de París, caso de que lle­gase a ella. Vista la primera redacción, no le gustó y mandó repetirla. La segunda redacción la corrigió él per­sonalmente, «y la hizo leer y releer tantas veces, que se pasaron más de dos horas y media y casi tres. Estaba el Pa­dre con una atención admirable; que, aunque en todas co­sas que hace tiene mucha, todavía en ésta la mostró más». Contra la opinión de los que propendían por la dureza, diciendo que convenía escribir contra el decreto de la Universidad, él optó por los medios pacíficos, citando las palabras de Jesús: «La paz os dejo, mi paz os doy». No quería en algún modo dar ningún paso que pudiese mal­quistar irreparablemente a la Compañía con la Universi­dad.

Por fortuna, se presentó una buena oportunidad para poner en claro y discutir los puntos de conflicto entre ambas partes. En agosto de 1555 llegaron a Roma cuatro doctores de la Universidad de París que acompañaban al cardenal de Lorena en una misión diplomática cerca del papa Paulo IV. Uno de los doctores era el dominico Juan Benoît, que era precisamente el redactor del decreto de la Universidad. Ignacio se enteró y no dejó pasar por alto aquella buena ocasión. Procuró que se tuviese un colo­quio entre los cuatro doctores y otros tantos jesuitas, que fueron los P. Laínez, Polanco, Frusio y Olabe. Han llegado hasta nosotros dos escritos redactados con aquella ocasión, uno por el P. Olabe y otro por el P. Polanco. El resultado fue que los doctores quedaron satis­fechos. Pero esto no bastó para que la Universidad vol­viese sobre sus pasos. El asunto no se arregló hasta des­pués de la muerte de San Ignacio.

A pesar de estas dificultades, la Compañía se instaló en Francia. Ignacio libró al P. Pascasio Broët de los car­gos que había desempeñado en Italia y en 1552 le des­tinó a Francia para que dirigiese los asuntos de la Com­pañía en su patria. En 1555 se erigió la Provincia de Francia, con Broët como provincial. En 1554, los jesuitas que residían en París llegaron a ser doce. Y en 1556 se pudo cumplir el deseo de Guillermo du Prat con la inau­guración de un colegio en la ciudad de Billom, pertene­ciente al territorio de su diócesis. Aquel año este colegio contaba 10 jesuitas. Los alumnos llegaron a ser 800. Todo se sostenía gracias al apoyo del obispo bienhechor.

XV. «ID POR TODO EL MUNDO»:
LAS MISIONES

La Compañía de Jesús es, por su origen y por su cons­titución, una orden eminentemente misionera. Su fin, tal como se enuncia ya en la primera bula de confirmación en 1540, es la propagación de la fe. Los profesos hacen voto especial de obediencia al sumo pontífice para ir, sin tergiversaciones ni excusas, a cualquier parte del mundo adonde él quiera enviarles, «o a los turcos o a cuales­quier otros infieles, aun en aquellas partes que llaman Indias, o a cualesquier herejes, cismáticos o fieles cris­tianos. Disponibilidad para ir a cualquier parte «entre fieles o infieles» es el plan que se propone al candidato a la Compañía.

El origen de esta vocación misionera se ha de buscar en la vocación personal de Ignacio. Si la peregrinación a Tierra Santa pudo ser, para el convertido de Loyola, un acto pasajero de devoción, para el ejercitante de Manresa se convirtió en un proyecto estable de vida. Cuando se embarcaba para Jerusalén en 1523, tenía el firme propó­sito de permanecer allí de por vida para dedicarse a la devoción, visitando aquellos santos lugares, y para «ayu­dar las ánima», que en este caso concreto eran las de los mahometanos. Ya sabemos que no le fue posible realizar este plan tan largamente meditado.

El voto de Montmartre, hecho en 1534 por Ignacio y por sus primeros compañeros y renovado en los dos años sucesivos, era un voto misionero. Como escribe Polanco, lo que ellos querían era «pasar en Jerusalén, y después predicar, si hubiese lugar, a los infieles, o morir por la fe de Jesucristo entre ellos». Tampoco este plan pudo ser llevado a cumplimiento. Pero el aparente fracaso sirvió a aquellos hombres para ensanchar sus horizontes y abar­car todo el mundo. No habrá preferencia por parte de ellos. Irán a donde el papa quiera enviarlos.

Ignacio, nombrado general de la Compañía, no pudo ser misionero; pero durante toda su vida siguió deseando serlo. Las misiones en las que pensó y deseó terminar sus días fueron las más difíciles: la del norte de Africa y la de Etiopía. No pudiendo partir, se tuvo que conten­tar con ser misionero desde Roma, enviando a las misio­nes muchos de sus hijos, dándoles sabias instrucciones sobre el modo como debían comportarse, leyendo con interés las relaciones que le mandaban, consolándolos y animándolos con sus cartas.

En vida del Santo, las misiones que tuvieron más con­sistencia, por número de sujetos y fundaciones, fueron la de la India y la del Brasil. Una y otra fueron erigidas en Provincias independientes de la Orden: la primera, en 1549; la segunda, en 1553. No faltaron conatos para em­prender otras, como la de la América española y la de Etiopía, pero los jesuitas no llegaron a instalarse allí hasta después de los días del Santo. Otras no pasaron de tentativas destinada a no durar por entonces, como la del Congo.

1. India y Extremo Oriente

El gran misionero de la primera hora de la Compañía fue San Francisco Javier. El P. Ribadeneira descubrió un presentimiento de la vocación misionera de Javier en un hecho que a él le refirió el P. Laínez. Mientras los com­pañeros peregrinaban por el norte de Italia, y estando probablemente en Venecia, dormían en una misma habi­tación Javier y Laínez. Javier muchas veces despertó a su compañero bajo la fuerte impresión de un sueño, di­ciendo: «¡Jesús, qué molido estoy! ¡Sabéis que soñaba que llevaba a cuestas un indio y que pesaba tanto, que no le podía llevar?» El P. Jerónimo Domènech añade que, encontrándose con Javier en Bolonia, éste le demostró grandes deseos de ir a la India.

A pesar de estos indicios de su futuro destino, la ida de Javier a la India se debió a un caso fortuito. Ignacio, acogiendo un deseo del rey de Portugal Juan III, destinó para la India a Simón Rodrigues y a Nicolás de Bobadi­lla. Rodrigues salió de Roma inmediatamente para Portu­gal. Bobadilla tenía que realizar el viaje acompañando al embajador de Portugal Pedro de Mascarenhas. Pero a la hora fijada para el viaje cayó enfermo. Entonces, como nos cuenta Ribadeneira, Ignacio, que estaba en cama, llamó a Javier y le dijo: «`Maestro Francisco... ésta es vuestra empresa'. Entonces, el bendito Padre, con mucha alegría y presteza, respondió: `Pues, ¡sus! Heme aquí'. Y así luego, aquel día o el siguiente, remendando ciertos calzones viejos y no sé qué sotanilla, se partió». Era el 16 de marzo de 1540. Nótese que para entonces la Com­pañía aún no estaba legítimamente confirmada ni San Ignacio era general. Pero para Javier aquella circunstancia contaba como una señal de la voluntad de Dios.

La labor realizada por Rodrigues y Javier en Lisboa mientras se preparaban para embarcarse fue tan apre­ciada por el rey y toda la corte, que Juan III deseó rete­nerlos allí. Por fin, la solución fue que se quedase Rodri­gues y marchase Javier. Este zarpaba de Lisboa el 7 de abril de 1541, y, tras trece meses de navegación, el 6 de mayo de 1542 arribó al puerto de Goa.

No es éste el lugar de contar las gestas evangélicas de Javier, pero sí es oportuno seguir esquemáticamente sus pasos para ver cómo se fue extendiendo la Compañía por las regiones del Extremo Oriente durante la vida de Igna­cio. Su primer campo de apostolado fue el cabo de Ca­marín, donde trabajó en la conversión de los paravas, pescadores de perlas. En Travancor bautizó, según escri­bió él mismo, más de 10.000 personas en un mes. El 1.º de febrero de 1546 emprendió un crucero de 1.740 millas, empezando por las islas Malucas. El 14 de febrero de dicho año desembarcó en la isla de Amboino. Se detuvo en la de Ternate y en la del Moro. De regreso a Malaca se encontró con un japonés llamado Anjiró, que andaba en busca de un director espiritual que devolviese la paz a su conciencia turbada. Lo encontró en Javier, con quien regresó a Goa. Después de la debida preparación, Anjiró recibió el bautismo en la catedral de Goa, el 28 de marzo de 1548.

De las conversaciones con este japonés, Javier dedujo que había grandes posibilidades de introducir el cristia­nismo en el Japón. El camino tenía que ser el de la per­suasión y el buen ejemplo de vida, porque los japoneses se guiaban enteramente por la ley de la razón. Animado con estas esperanzas, el 15 de julio de 1549 se embarcó nuevamente Javier para Malaca, y el 24 de junio para el Japón. Iba provisto de una buena cantidad de regalos para el «rey del Japón» y de sus credenciales de nuncio apostólico «desde el cabo de Buena Esperanza y el mar Rojo hasta el Pacífico». El día de la Asunción, 15 de agosto de aquel año 1549, desembarcó en Cagoxima, ciu­dad natal de su amigo Anjiró. La estancia en Japón duró hasta diciembre de 1551. Le vemos en Yamaguchi, Mi­yako (la actual Kyoto), nuevamente en Yamaguchi y en la corte del rey de Bungo. Tal vez, el éxito mayor lo obtuvo en Yamaguchi, donde logró unas 500 conversio­nes. Pero aquella misión había de tener, sobre todo, un carácter explorativo. Otros misioneros completarían, con su predicación y con su sangre, la implantación del cris­tianismo en el imperio del sol naciente.

En Japón se dio cuenta Javier de que para realizar allí una labor eficaz le convenía empezar por China. Porque en Japón le propusieron esta dificultad: ¿Cómo puede ser verdadera la religión cristiana, si no es conocida en China? Decidió, pues, Javier viajar al Celeste Imperio, no sin antes cumplir sus obligaciones en la India. Así es que en diciembre de 1551 le vemos nuevamente en Ma­laca, donde encontró una carta de San Ignacio que le nombraba provincial de la India y de las tierras de Oriente. Una vez llegado a Goa, procuró solucionar los no pocos problemas con los que se encontró. Pero su pensamiento estaba puesto firmemente en el viaje a China. No le espantaron ni los peligros del viaje ni la amenaza de pena capital que gravaba sobre todos los que entrasen en China sin autorización. Un pretexto que se le ocurrió para evadir este obstáculo fue presentarse con una embajada del rey de Portugal. Pero este camino no resultó posible. Entonces se contentó con que alguien le llevase a las costas de Cantón. Lo consiguió, pero no pudo poner pie en el continente. Poco después de de­sembarcar en la isla de Sanchián, a 10 kilómetros de la costa, cayó gravemente enfermo. En la noche del 2 al 3 de diciembre de l552 murió serenamente. Tenía sola­mente cuarenta y seis años y hacía once y medio que había salido de Europa.

En una biografía ignaciana interesa, sobre todo, poner de relieve la estrecha amistad que unió a estos dos gran­des hombres, Ignacio y Javier. En una de sus cartas, Ig­nacio se despidió de su antiguo compañera de París con esta expresiva manifestación, «Todo vuestro, sin po­derme olvidar en tiempo alguno, Ignacio». Javier, al con­testarle, le declaró que aquellas palabras, «así como con lágrimas las leí, con lágrimas las escribo, acordándome del tiempo pasado, del mucho amor que siempre me tuvo y tiene». Y, al comunicar a Ignacio su proyecto de ir al Japón, terminaba con unas frases que denotan al discí­pulo, formado en la escuela de los Ejercicios: «Así ceso rogando a vuestra santa caridad, Padre mío de mi alma observantísimo, las rodillas puestas en el suelo al tiem­po que ésta escribo, como si presente os tuviese, que me encomendéis mucho a Dios nuestro Señor en vues­tros santos sacrificios y oraciones, que me dé a conocer su santísima voluntad en esta vida presente, y gracia para la cumplir perfectamente [...]. Vuestro mínimo y más inútil hijo, Francisco».

De la estima que Ignacio sintió por Javier tenemos, en­tre muchos otros, estos dos indicios: uno, la libertad que le dejó en sus movimientos, como en el caso del proyec­tado viaje al Japón; otro, su convocación a Roma, hecha en carta de 28 de junio de 1553. El motivo era informar al rey de Portugal y a la Santa Sede sobre las cosas de las Indias, «por la provisión de cosas espirituales que es ne­cesaria o muy importante para el bien de esa nueva cris­tiandad y los cristianos viejos que en ella viven». Se ha pensado que el verdadero deseo de Ignacio era que Ja­vier volviese a Roma para prepararse en él un sucesor en el generalato de la Compañía. Pero los planes de Dios eran otros. Al escribir esta carta, Ignacio ignoraba que su entrañable compañero había entregado su alma a Dios medio año antes. La noticia de la muerte de Javier no llegó a Roma hasta principios de 1555, y aun entonces fue considerada como no del todo segura.

Sobre el estado de las misiones jesuíticas del Oriente a la muerte de San Ignacio, nos ofrece datos precisos un catálogo redactado en Goa a fines de 1555. Los jesuitas que trabajaban en aquellas lejanas tierras eran 78, de los cuales 28 eran sacerdotes. Del total de estos misioneros, siete estaban destinados a la misión de Etiopía. Aparte de los que trabajaban en la India, había tres Padres y cinco Hermanos en las islas Molucas; cuatro Padres y ocho Hermanos en el Japón; un Hermano estaba en Ormuz. Había colegios de la Compañía, algunos de ellos muy pequeños, en Goa, Bassein, Cochín, Quilon y Or­muz. En esta isla, situada a la entrada del golfo Pérsico, había trabajado abnegadamente, enviado por Javier, el P. Gaspar Barceo. En 1555 estaban allí el P. Antonio Here­dia y el Hermano Simón de Vera. Otras estaciones mi­sioneras se encontraban en estas localidades de la India: Thána, Comorín y Santo Tomé.

2. América

Los orígenes remotos de las misiones jesuíticas en América cabría colocarlos en un ofrecimiento que San Ignacio creyó no debía aceptar. El mismo nos cuenta en su Autobiografía que cuando en 1540 fue nombrado obispo de Chiapas (México) su antiguo compañero de Barcelona y Alcalá Juan de Arteaga, éste le escribió, ofreciéndole aquella mitra para alguno de los de la nueva Compañía. Ignacio rehusó, seguramente porque ya desde entonces se preveía la renuncia, por parte de la nueva Orden, a las dignidades eclesiásticas.

Otros conatos frustrados provinieron del obispo de Ca­lahorra y miembro del Consejo de Indias, Juan Bernal Díaz de Luco, y del obispo de Michoacán, Vasco de Qui­roga, quien escribió pidiendo sujetos de la Compañía.

La única mención de la América española que encon­tramos en las cartas de San Ignacio es de 12 de enero de 1549. Escribiendo Ignacio a las PP. Francisco Estrada y Miguel de Torres, les dice textualmente: «Al México in­víen, si le parece, haciendo que sean pedidos, o sin serle». Pero esta misión no se llevó a efecto en vida del Santo. Había de ser su segundo sucesor, San Francisco de Borja, el primero que enviase jesuitas a la Florida, México y Perú.

La misión que se abrió en tiempo de San Ignacio con muy buenos auspicios fue la del Brasil. El P. Simón Ro­drigues había pensado ir allá personalmente. Por fin de­signó al P. Manuel de Nóbrega, quien con otros cinco jesuitas se embarcó el 1.º de febrero de 1549 en la ar­mada del gobernador general Tomás de Souza. Desem­barcaron en Bahía el 29 de marzo de aquel año. Formaba parte de esta primera expedición un escolar llamado Juan de Azpilcueta, sobrino del célebre doctor navarro y pa­riente de San Francisco Javier.

La misión que se encomendó a aquellos misioneros fue triple: predicar la fe a los gentiles, cuidar espiritualmente de los portugueses y educar cristianamente a los niños. Una segunda expedición de cuatro padres siguió en 1550. La tercera, en 1553, estaba integrada por tres pa­dres y cuatro hermanos, entre ellos el futuro apóstol del Brasil José de Anchieta, joven entonces de diecinueve años. Había nacido en La Laguna (Tenerife), hijo de Juan de Anchieta, de la casa de este nombre situada en Urrestilla (Guipúzcoa), y de una familia emparentada con la de San Ignacio.

El 9 de abril de 1553, San Ignacio nombró al P. Manuel de Nóbrega provincial de la nueva Provincia jesuítica del Brasil, compuesta por unos 30 sujetos entre Padres y Hermanos. Estos estaban diseminados por Pernambuco, Porto Seguro, Río de Janeiro, San Vicente y la aldea de Piratininga. En ésta se fundó en 1553 el colegio de San Pablo, nombre que tomó la imponente metrópoli brasi­leña que hoy llamamos Sao Paulo.

XVI. SAN IGANCIO Y LOS ORIENTALES

Los planes de Ignacio a partir de Loyola y Manresa se orientaron hacia Jerusalén con un doble objetivo: dedi­carse a la devoción visitando los Santos Lugares y «ayudar a las almas». Por almas entendía entonces las de los mahometanos de Palestina y las de los peregrinos cristianos que acudiesen a visitar el Santo Sepulcro. En el voto de Montmartre, según la formulación dada por el Laínez, el ideal de los compañeros era trabajar «entre fieles e infieles». Por infieles se entendían entonces tanto los paganos como los herejes y cismáticos. En la bula de confirmación de la Compañía, concedida por Paulo III en 1540, el fin de la Compañía se especifica más en este punto, diciendo que los que querrán entrar en ella habrán de estar indiferentes para ir allá donde el papa querrá enviarlos, «o a los turcos o a cualesquier otros infiel, aun en aquellas partes que llaman Indias, o a cualesquier herejes, cismáticos o fieles cristianos». La Compañía, pues, se abría explícitamente a los orientales.

Prescindiendo de otros conatos esporádicos, como fue el plan de llamar a Roma a diez o doce estudiantes griegos o el de mandar algunos jesuitas a las cristiandades nestorianas, la acción de Ignacio en favor de los orientales se polarizó en torno a dos proyectos, acariciados con el mayor interés durante largos años, pero que no llegaron a una efectiva realización en vida del Santo. Uno fue la fundación de tres colegios: uno en Jerusalén, el segundo en Chipre, el tercero en Constantinopla; el otro fue la misión de Etiopía.

I. Jerusalén, Chipre, Constantinopla

Un caballero natural de Bermeo, en Vizcaya, agregado a la Embajada imperial en Roma, preocupado por la amenaza turca en el Mediterráneo, concibió la idea de la fundación de una Cofradía del Santo Sepulcro, que tendría su sede en Roma, pero con ramificaciones en otras ciudades. Su fin había de ser procurar los medios materiales aptos para la preservación de los templos, amena­zados de destrucción, y la defensa de los intereses espiri­tuales de la cristiandad en el Oriente Medio. Uno de es­tos medios había de ser la fundación de tres colegios de la Compañía en las ciudades arriba mencionadas. El ca­ballero vizcaíno comunicó sus planes al papa y a San Ig­nacio. Julio III los aprobó, fundando la Cofradía del Santo Sepulcro mediante la bula Pastoralis officii cura, de 6 de octubre de 1553. El día 8 de marzo del año siguiente, la Cofradía quedaba erigida en la iglesia romana de Santa María sopra Minerva. El caballero promotor de aquella iniciativa se llamaba Pedro de Zárate.

Ignacio acogió favorablemente el proyecto de la funda­ción de aquellos tres colegios, para los cuales el papa ofreció una suficiente dotación. El P. Simón Rodrigues, que después de su salida de Portugal proyectaba por aquel tiempo un viaje a Tierra Santa, podría encargarse de dar los primeros pasos en orden a aquella fundación. Pero Rodrigues tuvo que desistir de aquel viaje, y otras circunstancias externas se opusieron también a la reali­zación de aquel plan. Con la muerte de Julio III en 1555 desaparecía el principal patrocinador de aquella idea. Tras el fugaz pontificado de Marcelo su sucesor, Paulo IV, no tardó en enzarzarse en otra empresa: la guerra contra España. Por lo que se refiere en concreto a Jerusalén, nuevas dificultades se presentaron de parte de los franciscanos, que veían con malos ojos una funda­ción que parecía amenazar sus privilegios en la Tierra Santa. Ignacio siguió, con todo, fomentando la idea, y todavía once días antes de morir, el 20 de julio de 1556, mandaba a su secretario escribir sobre ella a Pedro de Zárate. Pero, realista como era, reconocía: «Pero esto está todavía muy lejos, y no hay para qué tratar dello más en particular por ahora». El 1563 moría también Pe­dro de Zárate, y el proyecto cayó en el olvido.

2. Etiopía

Acaso ningún proyecto apostólico fue abrazado con tanto calor y tenacidad por Ignacio como la misión de Etiopía. Por las noticias que llegaron a su conocimiento, debió de concebir la firme esperanza de que había lle­gado el momento de conseguir la unión de la Iglesia copta de aquel país con la Iglesia romana.

¿Cómo pudo ser que se pusiesen tantas esperanzas en una misión que los hechos demostraron ser sumamente difícil y que, de hecho, por entonces fracasó? El nudo del problema lo constituían las reales disposiciones de los dos reyes que intervinieron en el asunto: Lebna Dengel y su hijo y sucesor, Galâwdêwos. ¿Tuvieron estos dos so­beranos una sincera disposición y voluntad para la unión con Roma? Si existe alguna duda por lo que se refiere al primero, la cosa resulta mucho más problemática res­pecto al segundo, que es con quien tuvo que tratarse en tiempo de San Ignacio. El negus de Etiopía tenía abso­luta necesidad de la alianza con los portugueses para oponer una válida resistencia a los repetidos ataques de los musulmanes. Fue seguramente esta alianza y amistad con Portugal la que favoreció la tendencia al acerca­miento de Etiopía a la Iglesia católica. Queda por ver si esta voluntad fue firme y sincera. Cuando se llegó a las inmediatas, Galâwdêwos se negó a la sumisión. Manuel Fernandes, el compañero de patriarca Andrés de Ovie­do, calificó este gesto de «perfidia». No hay duda de que Fernandes entendía este término como sinónimo de incumplimiento de la palabra dada por parte del negus. Pero es muy probable que, en realidad, Galâwdêwos no hubiese tenido nunca una voluntad seria de someterse a Roma.

Por lo que se refiere a la misión de la Compañía, los hechos se desarrollaron de esta manera: en 1540 murió Lebna Dengel, llamado en Europa David. Le sucedió su hijo Galâwdêwos, para los europeos conocido con el nombre de Claudio (1540-59). Era un joven de dieciocho años. Al hacerse cargo del reino, la situación de su país parecía desesperada tras las derrotas sufridas de parte de los musulmanes. Casi todo el territorio etíope estaba en manos de los invasores. En sucesivas acciones bélicas, la situación mejoró.

Hacia 1546 se creyó en Portugal que el momento de la sumisión de Etiopía había llegado. Juan III pensó en la Compañía para llevar a cabo aquella importante misión. El 26 de agosto de aquel año escribió una carta a San Ignacio, en la que le recomendaba que tuviese a bien acoger las propuestas que le haría su embajador en Roma, Baltasar de Faria. La primera cosa que había que hacer era designar un padre que pudiese ser promovido al cargo de patriarca de Etiopía. Juan III proponía a Pe­dro Fabro, ignorando que éste había muerto en Roma el día 1.º de aquel mismo mes.

Ignacio aceptó desde el principio con entusiasmo la misión de Etiopía, a la cual se ofreció a participar en per­sona. Contestando al rey de Portugal, le decía: «He pen­sado en el Señor nuestro escribir ésta de mi mano. Si los otros compañeros en el mismo talento o profesión, que nos ha llamado (en cuanto nos podemos persuadir) su di­vina Majestad, no me prohibieren, por no me mostrar re­belde a todos, como yo creo que no lo harán, yo os ofrezco, donde otro de los nuestros no quisiere tomar esta empresa de Etiopía, de tornarla yo de muy buena gana, siéndome mandado».

A tan prometedores auspicios siguieron siete años de apatía. Solamente en 1553 volvió a hablarse de aquella misión. Hay que notar que uno de los motivos por los que Ignacio convocó aquel año a Roma a San Francisco Javier (desconociendo que el apóstol de la India había muerto ya medio año antes) fue el de coordinar los asun­tos de Etiopía: «Sin estas razones, que son todas para el bien de la India, pienso daríades calor al rey para lo de Etiopía, que de tantos años a esta parte está para lo ha­cer, y no se ve nunca efecto».

A partir de entonces, Ignacio puso manos a la obra. Durante cinco días, todas las misas y oraciones de los jesuitas de la casa y colegio de Roma tenían que ser ofre­cidas por esta intención. Ignacio pidió a todos los Padres y Hermanos que manifestasen su disponibilidad para ir a la nueva misión. «Toda la casa y colegio está lleno de personas que desean esta empresa», escribía el Santo al P. Salmerón el 24 de junio de 1554.

El problema más urgente y delicado era el de la elec­ción del patriarca y de los dos obispos auxiliares. Igna­cio, que tan fuertemente se había opuesto al obispo de Jayo y al cardenalato de Laínez, no tuvo especial dificul­tad en aceptar estos obispados en tierra de misión. Para patriarca, en la imposibilidad de contar con Fabro, propuso al P. Broët, pero Juan III prefirió que la elección recayese en un portugués. Descartado Simón Rodrigues, en quien se pensó en un primer momento, el escogido fue Juan Nunes Barreto, que había trabajado satisfactoria­mente en Tetuán, ocupado en la redención de cautivos. Para obispos coadjutores y sucesores fueron escogidos los P. Andrés de Oviedo y Melchor Carneiro. A éstos debían juntarse otros doce jesuitas.

El P. Oviedo y los misioneros jesuitas que debían acompañarle salieron de Roma para Portugal y Etiopía en septiembre de 1554.

Juan Nunes Barreto y Andrés de Oviedo recibieron la ordenación episcopal en Lisboa el 5 de mayo de 1555. Los otros expedicionarios, bajo la dirección del P. Mel­chor Carneiro, habían salido para la India un mes antes. Nunes y Oviedo les siguieron, embarcándose el 28 de marzo de 1556. Goa debía ser una etapa para alcanzar Etiopía. Para el patriarca designado, Juan Nunes, resultó imposible llegar a esta meta, y murió en Goa en 1562. Para orientación de obispos y misioneros, Ignacio diri­gió al patriarca Juan Nunes, en febrero de 1555, unos Recuerdos que podrán ayudar para la reducción de los reinos del preste Juan a la unión de la Iglesia y religión católica, en que exponía la táctica que debían adoptar en cuanto llegasen a Etiopía. El primer paso debía ser conci­liarse las simpatías del negus, en la seguridad de que, si éste accedía a secundar los planes que se le propondrían, todo el pueblo seguiría sus pasos. Convenía también ga­narse a las personas más influyentes en la corte. Más que los métodos violentos, como eran las disputas teológicas, había que hacer uso de la suavidad y de la persuasión. Las actividades de los enviados tenían que ser exclusi­vamente de orden espiritual, como la predicación, la di­rección de Ejercicios, la administración de sacramentos. Había que atender también a la educación de la juventud con la creación de colegios. En la administración de los sacramentos y uso de los demás ritos, aconsejaba aco­modarse al uso latino. Pero esto era un consejo, no una imposición. Para conseguir más fácilmente estos objeti­vos era conveniente que elementos jóvenes del país en­trasen en la Compañía.

El 23 de febrero de 1555 escribió Ignacio una larga carta para el negus Claudio, en la que le ponderaba la unidad de la Iglesia: «La Iglesia católica no es sino una en todo el mundo, y no puede ser que una sea debajo del pontífice romano y otra debajo del alejandrino». Le ala­baba las cualidades del patriarca designado y las de sus coadjutores y sucesores y de los demás jesuitas envia­dos. A éstos les recomendaba que, a su vez, fuesen res­petuosos y obedientes al soberano.

Para preparar el terreno a una misión tan deseada y preparada, el virrey de la India, Pedro Mascarenhas, el mismo que había intercedido quince años antes para el envío de los primeros jesuitas a la India, fue del parecer que antes de la ida del patriarca saliese para Etiopía un precursor que le preparase el camino. El designado fue el P. Gonzalo Rodrigues, que salió de Goa el 7 de febrero de 1555. Al llegar a Etiopía fue recibido por Galâwdêsvos; pero, cuando éste se enteró de los planes que se le propo­nían, rechazó al enviado. Aunque Rodrigues preparó una exposición escrita de sus proyectos, el negus no se dejó persuadir, y Rodrigues tuvo que regresar a la India en febrero de 1556 sin haber conseguido nada. En vida de Ignacio, pues, no se llevó a efecto el sueño que durante tanto tiempo había acariciado. En 1557, año siguiente a la muerte de San Ignacio, pudo poner los pies en Etiopía el P. Andrés de Oviedo, pero fue poco lo que pudo alcanzar. Retirado a Fremona, en la provincia del Tigre, para ejercer desde allí, en cuanto le fuese posible, su ministerio episco­pal, vivió una vida de suma pobreza, hasta llegar a tener que cultivar el terreno para sustentase. Murió allí el 9 de julio de 1577.

XVII. LAS CONSTITUCIONES DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

El plan de dar a la Compañía un ordenamiento jurídico empezó a ponerse en práctica tan pronto como en las deliberaciones de 1539 se decidió la fundación de la nueva Orden religiosa. Era evidente que aquel nuevo organismo necesitaba unas normas que regulasen su funcionamiento.

El primer trabajo consistió en la redacción de la Fórmula del Instituto. Según el P. Nadal, fue Ignacio el encargado de redactarla, de acuerdo, evidentemente, con los demás compañeros. Esta «Fórmula», de la que ya hemos hablado al tratar de la aprobación de la Compañía, pasó a ser un documento de derecho pontificio al ser incluida en la bula de aprobación de la Compañía. Desde entonces ha sido considerada como la «regla fundamental» de la Orden, que contiene toda la substancia de su legislación.

Pero esto no significa que la «Fórmula» fuese intangible. De hecho, a los pocos meses de su aprobación por parte del papa, es decir, en marzo de 1541, pensaron ya los Padres que algunos puntos de ella podían ser expresados con ma­yor claridad y precisión o acomodados a lo que la experien­cia les iba enseñando. Con el pasar de los años, se fueron anotando las correcciones que se podían introducir, y, finalmente, en 1550 se sometió a la apro­bación del papa Julio III una nueva redacción de la «Fórmula», que fue aprobada por el papa mediante la bula Esposcit debitum, de 21 de julio de 1550.

Los motivos que aconsejaron la elaboración de esta nueva bula son enumerados en el exordio de la misma, y pueden ser reducidos a estos tres:

1. Una nueva confirmación de cuanto había sido con­cedido por Paulo III.

2. Inclusión en la bula de las concesiones pontificias posteriores a 1540, que eran principalmente, la supresión de la cláusula restrictiva de los 60 profesos (1544), la insti­tución de los grados de coadjutores espirituales y tempora­les (1546), la confirmación de las gracias concedidas por Paulo III en su bula Licet debutum, de 18 de octubre de 1549, llamada mare magnum de privilegios.

3. Expresar con más exactitud y claridad algunos pun­tos que podían suscitar escrúpulos.

Todo esto se consiguió con la bula de 1550, después de la cual la Fórmula del Instituto ya no ha vuelto a cambiarse, quedando como la «carta magna» de la Compañía.

1. El libro del «examen»

Al mismo tiempo que las Constituciones, Ignacio ela­boró un texto llamado Examen, que debía ser como el pórtico de las mismas. Su primera redacción quedó termi­nada entre 1546 y 1547.

Este libro, como lo indica su mismo título, contiene los puntos que tiene que examinar el candidato que quiere entrar en la Compañía y, a su vez, aquellos según los cuales el candidato debe ser examinado para poder juzgar sobre la conveniencia de su admisión.

Al candidato hay que ponerle delante, ante todo, el fin de la Compañía, que es «no solamente atender a la salvación y perfección de las ánimas propias con la gracia divina, mas con la misma intensamente procurar de ayudar a la salva­ción y perfección de las de los prójimos» [3] Después del fin vienen los medios para alcanzarlo, que son los tres votos religiosos, tal como los entiende la Compañía. Otros puntos que se proponen al candidato son: el voto de espe­cial obediencia al sumo pontífice, para ir adondequiera que él le mandare; el modo exterior de vida en la Compañía, que es «común», sin penitencias impuestas por regla [8]; las clases de personas que hay en la Compañía: profesos, coadjutores espirituales y temporales (sacerdotes y laicos), escolares que se preparan al sacerdocio y novicios [10-15]; los votos simples que han de hacer los escolares antes dela incorporación definitiva a la Compañía [16].

Es de especial importancia el capítulo cuarto del Exa­men, porque en él se propone al candidato el ideal de vida espiritual al que debe aspirar. En la Compañía han de ser recibidas solamente «personas ya deshechas del mundo y que hubiesen determinado de servir a Dios to­talmente» [53]. Esto significa, ante todo, «que deben dis­tribuir todos los bienes temporales que tuvieren y renun­ciar y disponer de los que esperaren», según el consejo evangélico: «Da a los pobres y sígueme». Han de procu­rar «perder toda la afición carnal y convertirla en espiri­tual con los deudos, amándolos solamente del amor que la caridad ordenada requiere, como quien es muerto al mundo y al amor propio y vive a Cristo nuestro Señor solamente, teniendo a El en lugar de padres y hermanos y de todas las cosas» [61].

El que entra en la Compañía ha de estar dispuesto a que todos sus errores y defectos sean manifestados al superior, y él, a su vez, debe colaborar a esta corrección fraterna, hecha «con debido amor y caridad, para más ayudarse en espíritu» [63].

«Su comer, beber, vestir, calzar y dormir... será como cosa propia de pobres». Se propone aquí al candi­dato el ejemplo de los primeros Padres: «Que donde los primeros de la Compañía han pasado por estas necesida­des y mayores penurias corporales, los otros que vinie­ren para ella deben procurar por allegar cuanto pudieren a donde los primeros llegaron, o más adelante en el Se­ñor nuestro» [81].

Tras este ideal de pobreza, se propone al candidato el de la humildad, a ejemplo de Cristo. Así como los que siguen al mundo aman y buscan los honores, fama y es­tima de los hombres, así los que viven en espíritu y si­guen de veras a Cristo nuestro Señor aman y desean in­tensamente las cosas contrarias, es a saber, «vestirse de la misma vestidura y librea de Cristo nuestro Señor por su debido amor y reverencia», hasta desear pasar inju­rias, falsos testimonios y afrentas, por «parecer e imitar en alguna manera a nuestro Criador y Señor Jesucristo, vistiéndose de su vestidura y librea, pues la vistió El por nuestro mayor provecho espiritual» [101].

Es evidente que un tan elevado grado de perfección, y en particular un seguimiento tan total de Cristo pobre y humillado, solamente se puede proponer a quien ha he­cho bien los Ejercicios de San Ignacio, en los que se pro­pone como meta suprema alistarse bajo la bandera de Cristo pobre y humilde, en una total asimilación al divino Maestro como la que se propone en el tercer grado de humildad. Ignacio se da cuenta de que esto no puede pre­tenderse de quien acaba de dejar el mundo. Por eso dice que se le debe preguntar si, en el caso que no tenga tales deseos, siente, por lo menos, el deseo de tenerlos [102]. Dando un paso más, se dice al candidato que, para me­jor venir a un tal grado de perfección, «su mayor y más intenso oficio debe ser buscar en el Señor nuestro su ma­yor abnegación y continua mortificación en todas cosas posibles» [103].

2. Las Constituciones: su historia

Se puede afirmar que Ignacio trabajó en la elaboración de las Constituciones durante todo su generalato. Mien­tras le fue posible, trató todos los puntos en colaboración con todos los compañeros que se encontraban en Roma. Como ya hemos dicho en el capítulo XI, en 1541, antes de la elección del general, fue compuesto un esquema de Constituciones en 49 puntos, que tocaban los temas más importantes. Firmaron el documento Ignacio, Laínez, Salmerón, Codure, Broët y Jayo. Después ya no pudie­ron volver a reunirse más. Al morir Codure el 29 de agosto de 1541, todo el trabajo recayó sobre San Ignacio. En 1541-47 elaboró el Santo algunos temas relativos a las «misiones», al rechazo de las dignidades eclesiásticas, a la enseñanza del catecismo a los niños, a la fundación de colegios, a la pobreza de las casas de la Compañía. A este período de 1544-45 corresponden las páginas que nos han llegado de su Diario espiritual, escritas mientras trataba del tema sobre la pobreza de las iglesias de la Com­pañía. Pero, dada la salud delicada del Santo y sus ocu­paciones de gobierno, no le quedó mucho tiempo para la redacción de las Constituciones.

En 1547, con la elección del P. Juan de Polanco para el cargo de secretario de la Compañía, la redacción de las Constituciones empezó a caminar a grandes pasos. Nadal notó que, a partir de 1547, Ignacio empezó a dedicarse «seriamente» a las Constituciones. Es clara la alusión a la llegada del nuevo secretario.

El P. Polanco había nacido en Burgos en 1517, y, después de haber estudiado filosofía en París, se trasladó a Roma, donde consiguió el cargo de «escritor apostólico». En 1541 entró en la Compañía. Fue enviado a cumplir los estudios de teología en Padua. Poco después de terminar­los fue llamado a Roma para ocupar el cargo de secreta­rio de la Compañía. Elección sumamente feliz, porque Polanco reunía todas las cualidades del secretario ideal: gran capacidad de trabajo, identificación con su principal e interpretación de su pensamiento, claridad y precisión en ejecutar las tareas encomendadas. Se convirtió en la «memoria y mano» del general, como debe ser el secreta­rio descrito en las Constituciones.

Ha podido dudarse de cuál fue la aportación de Po­lanco en la composición de las Constituciones. Sin que sea posible llegar a una absoluta certeza sobre este punto, cabe decir que una serie de indicios confirman el dicho de San Ignacio, referido por el P. Nadal, de que no había nada en las Constituciones que fuese de Polanco, a no ser en el tema de los colegios. Fue mucho lo que hizo Polanco; pero, aun cuando actuó con una cierta autono­mía, lo hizo siempre interpretando la mente del Fundador y consultando con él todas sus dudas.

Polanco comenzó inteligentemente por recoger todos los materiales que encontró a su llegada a Roma. Como le quedaban algunas dificultades, recogió cuatro series de dudas para presentarlas a Ignacio, en espera de una solu­ción. Otro trabajo importante fue el de leer las reglas y constituciones de las antiguas órdenes religiosas. Con­servamos sus extractos autógrafos de las mismas.

Dando un paso más, compuso Polanco en 1548 una se­rie de doce Industrias con que se ha de ayudar la Com­pañía para que mejor proceda a su fin. Estas industrias pueden considerarse como un anteproyecto de las Constituciones. En 1549 redactó unas Constituciones de los colegios.

Con estos y otros materiales se podía proceder a la preparación de un texto orgánico. A mediados de 1550 quedaba completado ya el primer texto que poseemos de las Constituciones (texto A), divididas en diez partes, que son las que tuvo definitivamente el libro. Pero este texto no era más que el anticipo de otro más elaborado. Este (el texto A) siguió poco después del anterior, quedando listo hacia el mes de septiembre del mismo año 1550. Ig­nacio lo corrigió de su mano. No menos de doscientas treinta veces aparece ésta, o corrigiendo alguna palabra o frase, o quitando párrafos enteros, o haciendo indicacio­nes de varios tipos.

Había llegado el momento de someter el trabajo reali­zado al examen y aprobación de los padres que pudiesen acudir a Roma. Ignacio los convocó, y la reunión tuvo lugar entre fines del año santo de 1550 y el principio de 1551. Los padres hicieron algunas observaciones. Ignacio aprovechó aquella oportunidad para presentar a los pa­dres la renuncia a su cargo. Todos se la rechazaron, a excepción del P. Andrés de Oviedo, el cual dijo inge­nuamente que, si Ignacio se reconocía inepto, había que creerle por ser santo.

En 1552 quedaba terminado otro texto (texto B), que ha sido llamado autógrafo. Pero Ignacio continuó traba­jando en las Constituciones hasta el fin de su vida. Seis meses antes de la muerte del santo, escribía Polanco que todavía se estaban introduciendo correcciones.

De todos modos, al morir San Ignacio, las Constituciones podían darse por terminadas, como lo reconocie­ron los P. Laínez y Nadal. Si el Santo no quiso cerrarlas, hemos de atribuirlo, con el P. Polanco, a su humildad. Al morir dejaba sobre su mesa aquella obra que tantas oraciones y tantas fatigas le había costado para que fuese la Compañía la que dijese la última palabra. La aproba­ción de las Constituciones fue decretada por la primera Congregación general, reunida en 1558 para dar un suce­sor a San Ignacio.

Esta es, a grandes rasgos, la historia externa de las Constituciones. Nosotros sabemos que, junto a la activi­dad de Ignacio escritor, se debieron a sus oraciones y a las ilustraciones recibidas de Dios durante todo el largo período de su elaboración. Lo reconoció el mismo Santo, el cual, al ser preguntado por el P. Gonçalves da Cámara sobre el método que había seguido al redactarlas, dijo que «el modo que guardaba cuando hacía las Constituciones era decir cada día misa, y presentar el punto que trataba a Dios, y hacer oración sobre él. Y siempre hacía la oración y decía la misa con lágrimas». Un poco antes, hablando de las visiones divinas, había dicho que, «cuando hacía las Constituciones, las tenía también con mucha frecuencia, y ahora lo podía afirmar más fácil­mente, porque cada día escribía lo que pasaba por su alma, y lo encontraba ahora escrito». El P. Cámara aprovechó al vuelo la ocasión para pedirle que le ense­ñase aquellos apuntes. El Santo le mostró un buen fajo de sus escritos, de los que le leyó una parte. «Lo más eran visiones que él tenía en confirmación de alguna de las Constituciones», viendo algunas veces al Padre, otras a las tres personas divinas, otras a la Santísima Virgen, que intercedía por él o confirmaba lo que había escrito. El P. Cámara le pidió que le dejase por un poco de tiempo aquellos escritos, pero el Santo no quiso. Fue una lástima, porque después el Santo los rasgó, y solamente se nos ha conservado lo que escribió en 1544 y 1545 mientras deliberaba sobre la pobreza que debían obser­var las iglesias de la Compañía. Es poco, pero ha sido suficiente para descubrirnos los dones altísimos de con­templación que Dios le había concedido.

3. Las Constituciones: su contenido

Las Constituciones se dividen en diez partes. La mate­ria es tratada no siguiendo un orden temático, sino otro que podríamos llamar evolutivo, en cuanto va siguiendo las varias etapas de la vida del jesuita desde su admisión a la Compañía hasta su misión apostólica. Este es el tema de las siete primeras partes. Las tres restantes tratan del gobierno de la Compañía: la Congregación general (parte VIII), el prepósito general (parte IX) y el modo como se conservará todo el cuerpo de la Compañía en su buen ser (parte X).

La primera parte se ocupa de la admisión de los candi­datos a la Compañía, de las cualidades que se requieren en ellos y de los impedimentos que se oponen a su admi­sión.

El problema de la dimisión de la Compañía es tratado con gran prudencia en la segunda parte. En un tema tan delicado, se comienza estableciendo dos principios gene­rales. El primero es que «como no debe haber facilidad en el admitir, menos deberá haberla en el despedir, antes se proceda con mucha consideración y peso en el Señor nuestro» [204]. El segundo es que «deben ser las causas tanto mayores cuanto cada uno está más incorporado en la Compañía» [204]. La despedida se debe hacer, más que siguiendo la vía judicial, en forma paterna. El supe­rior debe hacer mucha oración y consultar con otros an­tes de tomar una decisión.

La tercera parte encierra toda la médula de la espiri­tualidad ignaciano. Trata de la vida espiritual del admi­tido. El título del capítulo primero es significativo. «De la conservación en lo que toca al ánima y adelantamiento en las virtudes». Se habla: de la guarda de los sentidos [250], de la templanza [250], de la actividad, contraria al ocio [253]; de la pobreza [254-57.287], de la obediencia [258-59.284-86], de las prácticas de piedad, de la claridad de conciencia y docilidad al director [263], del modo de prevenir las tentaciones [265], de la corrección de los de­fectos [269-71]. de la obediencia a médicos y enfermeros [272], de la uniformidad en la doctrina [273], de la recti­tud de intención [288].

Después de haber atendido a la parte espiritual, en el capítulo segundo se pasa a tratar del cuidado del cuerpo, en todo lo que se refiere al mantenimiento, sueño y ves­tido, y al cuidado de la salud [292-306].

La cuarta parte está dedicada a la formación intelec­tual del jesuita y al apostolado en los colegios y universi­dades. Esta paste ha sido considerada como un avance de la futura ratio studiorium de la Compañía. Se trata de la fundación de los colegios, del agradecimiento debido a los fundadores, de los estudios que se deben implantar, de la educación espiritual de los alumnos, del gobierno de los centros.

Terminada la formación espiritual y cultural del je­suita, se procede a su plena incorporación a la Compa­ñía. De esto se ocupa la parte quinta, dedicada a las va­rias cuestiones que plantea esta incorporación: cualida­des de los admitidos, modo de hacer la profesión, la admisión de los coadjutores espirituales y temporales.

La parte sexta se ocupa de los ya admitidos «en sí mismos». Tema central de esta parte son los votos reli­giosos tal como se han de entender y practicar en la Compañía. Aquí desarrolla San Ignacio, de modo particu­lar, el tema de la obediencia, completando lo expuesto en la tercera parte. Ignacio quiere que los suyos se «seña­len» en esta virtud, obedeciendo no solamente al expreso mandato del superior, sino aun a una simple manifesta­ción de su voluntad. Esto será posible si se tiene delante de los ojos «a Dios, nuestro criador y Señor, por quien se hace de tal obediencia, y procurando de proceder con espíritu de amor y no turbados de temor» [547]. La obe­diencia ha de extenderse no sólo a la ejecución de lo que se ha mandado, sino también a la voluntad y al juicio. Recurren aquí los conceptos de obediencia ciega, del cuerpo muerto y del bastón de hombre viejo, no inventa­dos por San Ignacio, pero que él toma de la tradición religiosa y hace suyos. El religioso se debe dejar llevar y regir por la Providencia, que se sirve del superior para sus fines. Después de declarados los votos, se explica la vida religiosa de los jesuitas formados.

Después que el jesuita ha sido plenamente incorporado a la Compañía y se ha comprometido a vivir según las normas de su estado, está ya en condiciones de ser en­viado allá donde su acción pueda ser de más utilidad. La parte séptima está dedicada a las «misiones», nombre derivado del latino, equivalente a toda clase de destinos. El contenido de esta parte de las Constituciones es cómo se han de repartir en la viña del Señor. Esta parte toca un aspecto esencial de la Compañía. El jesuita es un en­viado (= apóstol), un operario de la viña, que debe acu­dir al campo que se le señale. ¿Cuál ha de ser este campo? Vienen aquí los criterios típicamente ignacianos respecto a la selección de los ministerios. Norma su­prema ha de ser la mayor gloria de Dios y el mayor bien de los hombres. Se ha de preferir aquel campo donde la necesidad es mayor, donde se espera una mayor difusión del fruto, como es el trabajo con personas influyentes; aquel que es considerado como más importante: así, los ministerios espirituales han de preferirse a los corpora­les; los más universales, a los particulares. Aquí es donde se enuncia la regla de oro: «el bien, cuanto es más universal, es más divino» [622]. Otros criterios han de ser: trabajar allí donde el enemigo ha sembrado cizaña; preferir los casos urgentes a los que lo son menos; las obras donde nadie trabaja, con preferencia a las ya atendidas por otros; las de efectos más duraderos, a las que son más efímeras. En una palabra: vemos que Ignacio, en un punto tan importante como el de la selección de ministerios, aplica su regla del «más», derivada del Prin­cipio y fundamento de los Ejercicios. Como es natural, hay que tener en cuenta también las cualidades de las personas, enviando a las misiones difíciles a personas con buena salud; a las de mayor importancia, a personas cualificadas y preparadas. Y así en todo lo demás.

El hecho de que los jesuitas estén destinados a disper­sarse por todo el mundo, puede llevar consigo el peligro de la desunión. Para prevenirlo viene la parte octava: «De lo que ayuda para unir los repartidos con su cabeza y entre sí». Ante todo hay que procurar la unión de los ánimos: «Cuanto es más difícil unirse los miembros desta congregación con su cabeza y entre sí, por ser tan espar­cidos en todas partes del mundo entre fieles y entre infie­les, tanto más se deben buscar las ayudas para ello [...]. Y así se dirá de lo que toca para la unión de los ánimos» [655]. El vínculo de la obediencia, con la deseada compenetración entre súbditos y superiores, ayudará para ello. Pero el lazo principal ha de ser el de la caridad: «El vínculo principal de entrambas partes, para la unión de los miembros entre sí y con la cabeza, es el amor de Dios nuestro Señor; porque, estando el superior y los in­feriores muy unidos con la su divina y suma Bondad, se uni­rán muy fácilmente entre sí mismos» [671]. Ignacio aspi­raba a que en la Compañía reinase «la uniformidad, así en lo interior de doctrina y juicios y voluntades en cuanto sea posible, como la exterior, en el vestir, ceremonias de misa y lo demás, cuanto lo compadecen las cualidades diferentes de las personas y lugares, etc.» [671]. Un me­dio muy apto para la unión ha de ser la correspondencia epistolar. Cada cuatro meses, un encargado en cada casa escribirá una carta al provincial, relatando los hechos más importantes ocurridos en aquel tiempo. Y estas car­tas serán difundidas entre las varias provincias [675]. Se trata de las cartas cuatrimestrales, tan interesantes para la historia de la Compañía, que desde fines del siglo XVI se convirtieron en anuales. Son las célebres Litterae An­nuae, especialmente importantes por lo que se refiere a la historia de las misiones.

En esta octava parte se trata todo lo referente a la Congregación general, señal clara de que, en la mente de San Ignacio, esta reunión, no periódica, del máximo ór­gano legislativo de la Compañía debía considerarse como un factor de unidad. Se trata de los casos en que se debe reunir, de las personas que deben intervenir, de quién tiene autoridad para convocarla, del lugar, tiempo y modo de celebrarla. Por separado se tocan los casos en que hay que elegir un nuevo general y aquellos en que hay que tratar de otros negocios.

La parte novena está toda dedicada al prepósito gene­ral, cargo que en la Compañía ha de ser vitalicio por las razones que se indican. Al enumerar las cualidades que debe tener el general, todos los biógrafos están de acuerdo en que, sin pretenderlo, San Ignacio hizo su propio retrato. La primera cualidad que ha de tener es ser una persona muy unida con Dios y familiar en la ora­ción [723]. La segunda es que sea hombre virtuoso, do­tado especialmente de caridad y humildad verdadera, de tal manera que sea modelo para sus súbditos. Debe tener mortificadas todas sus pasiones. Ha de mezclar la recti­tud y la severidad necesarias con la benignidad y manse­dumbre. Debe ser hombre magnánimo y fuerte, cualida­des necesarias para poder soportar las flaquezas de sus súbditos y para emprender cosas grandes en servicio de Dios y para perseverar en lo comenzado, sin desanimarse en medio de las contradicciones. Ha de estar dotado de gran entendimiento y de buen juicio. Aunque la ciencia es necesaria, lo es mucho más la prudencia para discernir los espíritus, tratar los asuntos y conversar adecuada­mente con las personas de dentro y de fuera de la Com­pañía. Debe ser vigilante antes de emprender las cosas y constante para llevarlas a término. Dotes externas han de ser: la salud física, la buena presencia, la edad conve­niente. En igualdad de circunstancias, podrían ayudar la nobleza y la riqueza poseída en el mundo, los cargos de­sempeñados y otros factores semejantes. Estas son las cualidades que se desean en el general. Es difícil verlas reunidas todas en una misma persona. Si no puede lle­garse a tanto, «a lo menos no falte bondad mucha y amor a la Compañía y buen juicio, acompañado de buenas le­tras» [735].

Corona de las Constituciones es la décima y última parte, en la que se exponen los medios con que «se con­servará y aumentará todo este cuerpo en su buen ser», como se lee en el título. El primer medio no puede ser otro que la esperanza, puesta en sólo Dios. Porque la Compañía, «que no se ha instituido con medios humanos, no puede conservarse ni aumentarse con ellos, sino con la mano omnipotente de Cristo, Dios y Señor nues­tro» [812]. Para la conservación y aumento de la Compa­ñía, «los medios que juntan el instrumento con Dios y le disponen para que se rija bien de su divina mano son más eficaces que los que le disponen para con los hom­bres» [813]. Supuesto este fundamento, hay que valerse también de los medios naturales, «no para confiar en ellos, sino para cooperar a la divina gracia, según la or­den de la suma providencia de Dios nuestro Señor» [814]. «Mucho ayudará mantener en su buen ser y disci­plina los colegios [...], porque éstos serán un seminario de la Compañía profesa y coadjutores della» [815]. Hay que conservar en todo su vigor la pobreza, que «es como ba­luarte de las religiones, que las conserva en su ser y dis­ciplina» [816]. Por esta razón se ha de huir de toda espe­cie de avaricia. Hay que excluir también la ambición, «madre de todos males en cualquiera comunidad o con­gregación» [817]. Por eso hay que cerrar la puerta a la pretensión de dignidades dentro y fuera de la Compa­ñía. Hay que mantener firmes los criterios sobre la selec­ción en los que piden entrar en la Compañía, evitando dar entrada a la turba ni a personas ineptas para nuestro Instituto. Otros medios para la conservación son: la unión de los ánimos, la moderación en los trabajos espiri­tuales y corporales, la «mediocridad» (=justo medio) en las Constituciones, que no declinen a extremo de rigor o soltura demasiada» [822], el amor y caridad con todos, aun con los de fuera de la Compañía; el uso moderado de las gracias recibidas de la Santa Sede y la conservación de la salud para el servicio divino [825-26].

4. Las Constituciones: su espíritu

Dando una mirada a las Constituciones de la Compa­ñía, se pueden destacar en ellas algunos rasgos característicos, que nos muestran toda su originalidad y trans­cendencia.

Estas Constituciones no son meramente un cuerpo de leyes. En ellas el elemento jurídico se entrelaza con el espiritual, el institucional con el ascético. Se ha dicho que son una ley que no es ley, un derecho que no es derecho, a causa, precisamente, de aquella sabia fusión de elementos jurídicos y espirituales.

Fundamento de las Constituciones son los Ejercicios, que el candidato a la Compañía ha de practicar durante un mes entero al principio de su noviciado. El ideal que se le propone es el de los Ejercicios: buscar en todo lo que más conduce al fin del hombre, configurase con la imagen de Jesucristo en sus notas esenciales de pobreza y humildad. Cuando al candidato se le propone como meta suprema la imitación de Cristo pobre y humillado, en una página terriblemente austera, que constituye las reglas 11 y 12 del antiguo Sumario de las Constituciones, no se hace otra cosa que pedirle que cumpla la oblación «de mayor momento» que hizo en la meditación del Reino de Cristo, que se aliste debajo de la Bandera de Cristo y que aspire a la tercera manera de humildad.

En la Compañía no existe duplicidad de fines entre la santificación propia y el apostolado. El jesuita se ha de santificar ejercitando el apostolado, y el apostolado, a su vez, ha de tener una eficaz repercusión en su vida inte­rior. La misma pobreza y obediencia han de ser conside­radas en una perspectiva apostólica. El jesuita ha de vivir pobremente, renunciando aun a los estipendios por misas y otros ministerios, para poder proceder con más liber­tad. La obediencia es considerada como factor de cohe­sión y eficacia, sin descuidar el aspecto espiritual. La misma oración no ha de servir al jesuita para encerrarse en sí mismo, sino para vivir unido con Dios, y recibir de esta unión un mayor impulso para trabajar por las almas. El apostolado, a su vez, en una estrecha interacción, ha de llevar al jesuita a buscar a Dios en la oración personal.

Concepto fundamental en las Constituciones es la «mi­sión», descrita detalladamente en la séptima parte. El je­suita es un hombre que vive dispuesto para ir a cualquier parte del mundo a donde el sumo pontífice o el superior de la Compañía le destinare. Este es el sentido del voto de Montmartre, institucionalizado en el cuarto voto de obediencia al papa en lo referente a las misiones que ha­cen los profesos de la Compañía.

La «misión» exige movilidad. En las Constituciones se repite varias veces que «nuestra profesión y modo de proceder es discurrir por unas partes y otras del mundo». Esta movilidad excluye la vida conventual, el uso del coro, la ausencia de penitencias corporales prescritas por regla a todos indiscriminadamente, la dedicación a minis­terios que aten a un lugar fijo.

La seguridad que ofrecen la vida conventual y las normas unificadoras de las prácticas de piedad, se com­pensa con la larga formación: dos años de noviciado, en lugar del único año que prescribían las antiguas órdenes religiosas; un vasto período de formación cultural y un año de tercera probación al término de los estudios. Elementos de cohesión son, más que las reglas exterio­res, la obediencia —virtud en la que San Ignacio quería se distinguiesen sus hijos—, por la cual se establece entre superior y súbdito, mediante la apertura de conciencia y la disponibilidad, una relación de padre a hijo, de direc­tor a dirigido, encaminada a obtener el máximo rendi­miento y a esquivar los peligros que pudiesen presentár­sele en el camino. Ayuda también la unión de los ánimos, en virtud de la cual, San Francisco Javier, aun cuando viajaba solo por las más remotas regiones del mundo, se sentía unido con sus hermanos en la que él llamaba «Compañía de amor».

Nace así la imagen del jesuita itinerante, de la que nos ofrece un ejemplo otro de los compañeros de San Igna­cio, el Beato Pedro Fabro. Mientras Ignacio permanece en Roma —aunque aspirando también él a las misiones más arduas, como la de Etiopía—, vemos a sus compa­ñeros dispersos por varias naciones, cumpliendo cada uno la misión recibida.

Dos notas características de las Constituciones son la «mediocridad» y la «discreción». La mediocridad se ha de entender como justo medio entre el excesivo rigor de la legislación y la demasiada blandura. Para el jesuita ha de valer siempre la regla fundamental expuesta en el preámbulo de las Constituciones, según la cual, más que ninguna exterior constitución, ha de ayudar «la interior ley de la caridad y amor que el Espíritu Santo escribe e imprime en los corazones» [134]. Una señal de esto es que en la Compañía las reglas, en cuanto tales, no obli­gan bajo pecado.

La «discreta caridad», o caridad (= amor) dirigida por el discernimiento espiritual aprendido en los Ejercicios, es una nota que significa que el jesuita ha de proceder siempre a impulso de la caridad, pero de una caridad di­rigida por las normas de la discreción, para no caer en ningún extremo. En concreto, por lo que se refiere a la oración y a las penitencias, más que darle normas preci­sas iguales para todos, quiere Ignacio que el jesuita for­mado siga el impulso de la caridad discreta, según la cual ni dejará de atender a sus ministerios para dedicarse a la oración y penitencia, ni se dejará absorber tanto por la actividad exterior, que ésta ahogue su trato con Dios. Una vez cumplido su deber, el jesuita formado no tiene otra norma para su oración y penitencias que la discre­ción.

Novedades en la Compañía son los votos simples, pú­blicos, pero no solemnes, que se hacen al término del noviciado; la pobreza diferenciada para casas y colegios, con posibilidad para éstos de tener rentas; el gobierno centralizado en el general, cuyo cargo es vitalicio, pero asistido y ayudado por sus consejeros. Muchas de las aportaciones introducidas por la Compañía en la vida re­ligiosa han pasado a ser patrimonio común de las congre­gaciones religiosas modernas.

La Compañía ha tenido siempre en grande estima las Constituciones que le dejó su Fundador, pero una nota característica de los últimos tiempos ha sido la mayor atención que se ha dirigido a ellas, con un manifiesto de­seo de volver directamente al pensamiento de San Igna­cio. Con el paso de los siglos, la Compañía ha ido adap­tando su legislación a las exigencias de los tiempos y a las normas de la Iglesia, pero ha querido que las Constituciones se mantuviesen intactas. Nunca ha sentido la necesidad de cambiarlas.

XVIII. GOBIERNO ESPIRITUAL
Y PATERNO

San Ignacio ejerció durante quince años (1541-56) el cargo de superior general de la Compañía. Antes de su elección, los compañeros se alternaban semanalmente en el gobierno del grupo. Fabro era considerado como el hermano mayor. Pero no cabe duda de que todos reco­nocían que su verdadera cabeza era Ignacio, que los ha­bía juntado. La unanimidad de sufragios sobre su nombre en el momento de la elección lo comprobó.

Ignacio aceptó su elección al generalato el 19 de abril de 1541, tras once días de resistencia.

Esta su repugnancia a los cargos contrastaba con sus innegables dotes de gobierno: conocimiento de los hombres, don de gentes, visión clara de los problemas y de las situaciones, prudencia en tomar decisiones, constan­cia en mantenerlas, flexibilidad y adaptabilidad a las cir­cunstancias. Poseía las cualidades que él mismo, en un no pretendido autorretrato, puso como características en el general de la Compañía en la novena parte de las Constituciones.

El P. Luis de la Palma encontró, entre los papeles del P. Ribadeneira, un breve tratado sobre el gobierno de San Ignacio. Iba destinado a los superiores de la Compa­ñía para que se inspirasen, en su modo de gobernar, en el modelo que había dejado el primer general de la Compa­ñía. Las observaciones hechas por el primer biógrafo ofi­cial del Santo, que, además de haber coincidido con él durante dieciséis años de vida en la Compañía, tuvo es­pecial cuidado en anotar los datos más significativos de su vida, coinciden con las de los otros contemporáneos.

Recogiendo algunos de estos testimonios, no resulta difícil reconstruir la imagen de Ignacio en este aspecto tan importante de su vida. No pretendemos aquí trazar un cuadro completo de Ignacio como superior, sino so­lamente escoger algunos datos, a manera de ejemplos.

1. Admisión y dimisión

Para la Compañía quería hombres verdaderamente capa­ces. Las cualidades que debían poseer los candidatos las dejó expuestas en el libro del Examen y en la primera parte de las Constituciones. Como norma general puso la si­guiente: «Cuantos más dones uno tuviese de Dios nues­tro Señor, naturales y infusos, para ayudar en lo que la Compañía pretende de su divino servicio, y cuanto más experiencia dellos hubiese, tanto sería más idóneo para ser rescibido en ella» [147].

Habla el Santo de dones «naturales». Ribadeneira ex­presa este concepto diciendo que Ignacio «miraba mucho el metal y natural de cada uno». Decía que el que no era bueno para el mundo, tampoco lo era para la Compañía, y que el que tenía talento para vivir y valer en el mundo, éste era bueno para la Compañía. Según este principio, recibía con más gusto a un sujeto hábil e industrioso que a otro mortecino y quieto. Tenía cuenta con la salud y fuerzas corporales, necesarias para estudiar y trabajar. Cuanto a la edad, quería que los admitidos fuesen «gran­decillos y salidos de muchachos» (Ribadeneira). Se fijaba incluso en la apariencia física, excluyendo a los que tu­viesen algún defecto físico que pudiese resultar repe­lente. Una vez se quejó de que hubiese sido admitido uno que tenía la nariz torcida. Se le atribuía el dicho: «Mala facies malum faciens».

Como es natural, daba mucha más importancia a las cualidades morales del candidato, las cuales, en caso de duda, podían compensar la falta de las naturales. Cuando uno reunía las condiciones deseadas y una verdadera vocación, no le preocupaba, al momento de admitirle, la necesidad que pudiese padecer la Compañía. Confiaba en Dios, que no dejaría de enviarle medios para sustentar a aquellos a quienes había dado la vocación. No le preocupaba el número. Solía decir que nada te­mía tanto como el que entrase turba de hombres en la Compañía. Aunque al principio, tal vez, no fue difícil en admitir, sí lo fue después. Llegó a decir que, si algo había por lo que desearía vivir más tiempo, era para ser severo en admitir sujetos en la Compañía.

Procuraba que los admitidos fuesen fieles a su vocación. Si estaban tentados, les ayudaba con sus oraciones, con sus consejos y proponiéndoles que consultasen su caso con personas prudentes. A veces les pedía que es­perasen durante algún tiempo. A un novicio que se que­ría marchar, le dijo que, ya que la Compañía le había retenido durante cuatro meses porque él lo había pedido, que ahora se quedase quince días más a ruego del supe­rior, sin que durante este tiempo tuviese que obedecer a nadie. Alguna vez, adivinando que la causa de la tenta­ción era alguna culpa cometida en el mundo, él contó al tentado parte de su vida, aun de los males que había he­cho. El remedio fue eficaz. El tentado manifestó su caso, y resultó que se trataba de algo sin importancia. Si, des­pués de tomados todos los medios, el tentado se quería marchar, Ignacio procuraba siempre enviarle con amor. Un caso claro fue el de Octavio Cesari, napolitano, hijo del secretario del duque de Monteleone. Este joven novi­cio resistió durante largo tiempo a las lágrimas y a las presiones de su madre. Ignacio le ayudó, interviniendo aun cerca de los cardenales y del mismo papa Paulo IV. Por fin, Octavio sucumbió y, con pena de Ignacio, salió de la Compañía.

En estos casos se trataba de novicios. Más delicado cruel punto de los salidos después de haber pronunciado los votos. Podemos asegurar que Ignacio hizo suya la norma que él mismo había dictado en las Constituciones: «Las causas que bastan para despedir debe ponderarlas delante de Dios nuestro Señor la discreta caridad del su­perior» [209]. Si hay que ser difícil en admitir, hay que serlo todavía más en despedir a los admitidos: «Deben ser las causas tanto mayores cuanta cada uno está más encorporado en la Compañía» [204].

Respecto a los casos concretos, es difícil muchas veces formarse un juicio preciso. Los datos pueden ser insufi­cientes. En un tema tan delicado intervienen factores de conciencia que no siempre quedan registrados en el pa­pel. Consta que el Santo despidió a algunos sin que reve­lase a nadie la causa, para salvar la fama del interesado. Otras normas que se imponía eran éstas: que la causa de la dimisión fuese justa; que antes de llegar a una decisión se pusiesen todos los medios para evitar la salida. Estos medios podían ser inducir al sujeto a que hiciese los Ejercicios o consultase su caso con personas prudentes. Si veía que uno no debía continuar en la Compañía, le exponía de tal manera las razones, que el mismo intere­sado se moviese a pedir la dimisión. Procuraba que los salidos quedasen bien dispuestos para con la Compañía.

EL CASO DE ISABEL ROSER:

En el tema de dimisión de la Compañía merece desta­carse un caso del todo singular: el de Isabel Roser y de sus dos compañeras, y esto por dos razones: por tratarse de una gran bienhechora de Ignacio durante todo el curso de sus estudios y porque su exclusión representó un paso decisivo hacia la total eliminación de una rama femenina en la Compañía.

En resumen, los hechos se desarrollaron así: en 1542, Isabel Roser, habiendo enviudado, decidió trasladarse a Roma con el firme propósito de ponerse bajo la obedien­cia de San Ignacio. Tuvo dos compañeras de su mismo plan: la noble barcelonesa Isabel de Josa y la criada de la Roser, Francisca Cruillas. Las tres se pusieron en ca­mino en abril de 1543.

Llegadas a Roma, expusieron sus deseos a San Igna­cio, pero éste se resistió firmemente a aceptarlas. Tal vez por esto, Isabel de Josa desistió de su intento. En cam­bio, en Roma se unió a la Roser una tal Lucrecia de Biàdene, italiana. Biàdene es un pueblo en la actual provincia de Treviso.

La Roser no se dio por vencida y acudió directamente al papa. En una carta autógrafa escrita en 1545 le pedía encarecidamente, para sí y para su criada, el permiso para hacer la profesión en manos de San Ignacio. Aun­que hoy nos parezca raro, el hecho es que el papa aceptó. El día de Navidad de aquel año 1545, las tres mujeres hicieron la profesión solemne en la Compañía. Con ello la Compañía contaba, de hecho, con una rama de jesuitesas, que no estaba prevista al momento de la fundación.

Pero el hecho singular no prosperó. Ignacio dispuso que la Roser viviese en la casa de Santa Marta, atendida por el Hermano Esteban de Eguía. Allí surgieron bien pronto las dificultades. La Roser, que tan generosa se había mostrado con Ignacio, en Roma dio muestras de ser interesada, lanzando la acusación de que la Compañía se aprovechaba de sus bienes. Le apoyaba en sus recla­maciones un sobrino suyo, venido de Barcelona, llamado Francisco Ferrer. Fue necesario repasar las cuentas. Re­sultó que la Compañía había gastado por la dama barce­lonesa más de lo que ésta le había dado, con una dife­rencia de 150 ducados.

Estando así las cosas, es claro que aquella situación no podía continuar. Mediaron deliberaciones y consultas. Por fin, el 30 de septiembre de 1546 se celebró una reu­nión en la casa de Leonor de Osorio, esposa de Juan de Vega, embajador de España en Roma. Asistieron, por una parte, Ignacio, los P. Nadal y Codacio —ecónomo de la casa de Roma— y el comprador, Hermano Juan de la Cruz. Por la otra parte estuvieron presentes Isabel Roser, Lucrecia de Biàdene, Francisca Cruillas y el sacer­dote barcelonés Juan Bosch. Aquella reunión fue deci­siva. Ignacio, que de antemano había recibido para ello autorización del papa, al día siguiente, 1.º de octubre, dispensó de sus votos a las tres mujeres.

Isabel Roser regresó a Barcelona, donde se retiró en el convento franciscano de Santa María de Jerusalén. Allí murió piadosamente. En su interior no conservó senti­mientos de amargura hacia San Ignacio. Lo prueban dos cartas que le escribió, llenas de agradecimiento por el bien recibido.

La experiencia había sido útil. Poco después, el 20 de mayo de 1547, Paulo III accedía favorablemente a una súplica, en virtud de la cual la Compañía quedaba libre para siempre del cuidado de mujeres sujetas a su obedien­cia. El experimento de las jesuitesas no prosperó.

Los conatos no dejaron de repetirse. Otras dos barce­lonesas, Teresa Rajadell y Jerónima Oluja, monjas del convento de Santa Clara, quisieron ponerse bajo la obe­diencia de San Ignacio, como el mejor remedio ante la angustiosa situación creada en el interior de su convento, necesitado de urgente reforma. Ignacio promovió ésta con todos sus medios, pero no cedió a la súplica de las dos religiosas a pesar de sus buenos deseos del bien espi­ritual de entrambas, que queda patente en las cartas de dirección espiritual que escribió a la Rajadell.

2. Principios espirituales

Además de superior, Ignacio fue un verdadero padre espiritual para sus súbditos. Fue un gran formador de hombres. Le ayudaba para ello el gran prestigio de que go­zaba con todos y su elevada estatura moral. El P. Laínez decía que el P. Pedro Fabro, con ser un hombre tan ver­sado en la dirección de almas, comparado con Ignacio, era como un niño al lado de un hombre sabio.

Tenía el don de conocer en seguida y a fondo a todo el que se le presentaba y, como decía el P. Edmundo Auger, sabía hacer la anatomía de un alma.

Pacificaba las conciencias turbadas y afligidas. Aunque el que le hablaba no supiese expresar bien lo que le pa­saba, él le trataba como si estuviese al cabo de todo. Y el medio que le daba devolvía la serenidad a su alma, como si con la mano disipase los nublados.

Cuando uno le descubría su alma, le robaba el co­razón.

En la dirección espiritual se regía, entre otros, por es­tos principios: juzgaba del aprovechamiento en la virtud por el esfuerzo que cada uno ponía, más que por el buen natural y la modestia exterior. Al P. Ministro que le daba quejas contra un Hermano joven, le respondió: «Yo creo que éste ha hecho más progresos en estos seis meses que tal y tal juntos en un año». Y nombró a dos que eran muy compuestos y de gran edificación.

Daba más importancia a la mortificación de las pasio­nes que al mismo ejercicio de la oración, diciendo: «Más mortificación de honra que de carne, y más mortificación de afectos que no oración». Una vez, a quien le alababa mucho a un religioso, diciendo que era un hombre de gran oración, le respondió: «Es hombre de mucha morti­ficación».

A propósito del tiempo que los escolares debían dar a la oración, decía que los estudios exigían el hombre en­tero, y por eso no les concedía mucho tiempo para la oración, salvo en caso de necesidad espiritual. Y daba la razón: a un hombre que tiene mortificadas las pasiones, un cuarto de hora le debe bastar para encontrar a Dios. Era de una gran flexibilidad, acomodándose al modo de ser de cada uno. Decía que en las cosas espirituales no hay ningún error más pernicioso que el de querer go­bernar a los otros por sí mismo y pensar que lo que es bueno para uno lo es para todos.

Probaba más a los que valían más.

Si exigía algo difícil a alguno, sabía suavizarle la prueba. Se decía de él que tenía mucha gracia en saber dar y quitar el dolor.

«El que quiere dirigir a otros debe preceder con el ejemplo y arder en la caridad si quiere inflamar a otros». Para corregirse de los defectos sugería estos medios: hacer oración; examinarse con frecuencia; dar cuenta a otro de los progresos realizados.

Estas que hemos apuntado no son más que muestras de lo que podría ser un largo capítulo.

3. Amor a sus súbditos

El gobierno de San Ignacio se fundaba en el amor de pa­dre que tenía. No hacía distinciones, hasta tal punto que cada uno se sentía objeto de las predilecciones del Padre. Sabía templar el rigor con la blandura. Dice Ribade­neira que se inclinaba más al amor, y por eso era tan amado de todos. Añadía Ribadeneira que no conocía a ninguno en la Compañía que no le tuviese un grandísimo amor y que no se considerase amado del Padre.

Tendía a interpretar bien las acciones de los otros, hasta el punto de que se hicieron proverbiales «las inter­pretaciones del Padre».

Fomentaba todos los medios que ayudasen a la unión que debía reinar entre todos. Uno de estos medios eran las recreaciones. Una vez le preguntaron si en los días de ayuno se debía suprimirla recreación, dado que no había cena. El respondió que la recreación no se tenía sola­mente para que no hiciese daño el estudio después de cenar, sino para que los Hermanos se tratasen, para co­nocerse y estimarse, que es lo que fomenta la caridad.

4. Cuidado con los enfermos

Una de las más claras muestras de su amor a los súbdi­tos fue el trato particularísimo que dedicaba a los enfer­mos. Señales de esto eran, entre otras: mandar al com­prador que cada día le informase dos veces de si había comprado todo lo que le pedía el enfermero; imponer peni­tencia por los descuidos que se tenían con los enfermos; mandar al rector del colegio que le avisase cuando uno caía enfermo.

Tratándose de los enfermos, no miraba a gastos. Ven­dió unos platos de estaño que tenía la casa para que se pudiesen comprar las medicinas prescritas. Decía que, si fuese necesario, habría que vender aun los vasos sagra­dos. Las mantas que había en la casa eran las justas. Mandó que se echasen suertes para ver a quién tocaba desprenderse de una si era necesario venderla para el bien de los enfermos.

El mismo asistía a los enfermos y los servía con humil­dad y caridad, como si no tuviese otra cosa que hacer. No hacía distinciones, y así, aun a los que estaban en la primera probación, quería que se les prestasen los mismos cuidados que a los demás.

Una vez delegó en el P. Nadal las funciones de superior, pero él se reservó lo que se refería a los enfermos. Decía que lo que se daba a los enfermos no era una singularidad ni una falta a la norma de la vida común.

Para el descanso de los estudiantes del Colegio Ro­mano compró una viña situada a los pies del Aventino, cerca de la iglesia de Santa Balbina y de las termas de Caracalla. Y esto lo hizo en tiempos en que se pasaban grandes estrecheces económicas. Allí construyó una casa o arregló la ya existente. Pocos días antes de morir se retiró a ella, pero ya no le sirvió de remedio, y se volvió a la casa de Santa María de la Strada para morir en ella.

5. Dotes de trato

El modo como trataba Ignacio a sus súbditos fue admi­rable. Lo demuestran estos datos sueltos:

Sabía acomodarse al modo de ser de cada uno. A los enfermos espiritualmente los trataba con regalos, mien­tras les podían aprovechar. A los fuertes, con rigor. Se decía que a los primeros les daba leche, como a niños; a los otros, pan con corteza, como a hombres. En los ca­sos normales no era amigo de muchas manifestaciones exteriores, aunque en su interior los estimaba a todos. Trataba con una cierta dureza a aquellos de quienes más se fiaba: un Laínez, un Nadal, un Polanco.

Su modo de hablar era sencillo y no usaba superlativos.

Tenía gran habilidad para captarse las simpatías de aquellos con quienes trataba.

Se decía de él que era el más cortés y comedido hom­bre.

En materia de disciplina doméstica, decía que el P. Ministro tenía que poner el vinagre, y él el aceite. Recibía a todos amorosamente, y, cuando quería aga­sajar a uno, parecía que lo quisiese meter en su alma.

Una vez, queriendo abrazar a un joven flamenco re­cién llegado que era muy alto, él, que era bajo de esta­tura, dio un salto para llegarle al cuello.

Cuando tenía que tratar de algún asunto con alguno, le invitaba a su mesa. Y lo mismo hacía con los huéspedes. Tenía el don de la conversación. Nunca interrumpía al que hablaba. Tenía mucha paciencia en escuchar cosas inútiles.

Cuando se le pedía una cosa importante, quería que se la pusiesen por escrito para poder reflexionar sobre ella. Si la respuesta era negativa, lo hacía de tal manera, que el interesado quedaba contento y convencido de que aquello era lo que más convenía.

Tenía mucho cuidado con la fama de todos. Por eso, cuando tenía que consultar alguna cosa sobre alguno, si bastaba un consultor, no llamaba a dos; si eran necesa­rios dos, no llamaba a tres. Y aun a los consultores ex­ponía lisamente el caso, sin amplificaciones.

Una vez dio una penitencia a uno solamente porque había repetido las palabras que un enfermo había dicho desvariando.

Cuando uno se desmandaba, procuraba reducirlo con razones, sin decirle ninguna palabra de la que pudiese tomar ocasión para armarse contra el Padre, y esto hasta que o el otro se daba por vencido se veía que no tenía remedio.

Cuando tenía que hablar con alguno de dentro o de fuera de casa que pudiese tomar pretexto de lo que se le decía para acusarle, quería que hubiese testigos que pu­diesen referir lo que se había dicho de una parte y de otra.

Cuando ocurría alguna cosa mal hecha, de estas que suelen alterar a los hombres, él, antes de hablar, hacía como si entrase dentro de sí o hablase con Dios, pen­sando y pesando lo que había de responder.

No se guiaba por afectos, sino por razón.

Sólo ponía preceptos en virtud de obediencia en casos muy graves.

El P. Sebastián Romei, rector del Colegio Romano, decía que en su tiempo reinaba entre todos una gran ale­gría, porque Ignacio, con su presencia y conversación, daba vida a todos.

6. Empleo de los sujetos

Ignacio supo aprovechar las cualidades de sus súbdi­tos, destinando a cada uno a los cargos para los que veía que tenía aptitud. Este fue el criterio que estableció en las Constituciones [624].

El, que era tan amigo de la indiferencia religiosa, pro­curaba concurrir con las inclinaciones de cada uno, y an­tes de confiarle un destino le solía preguntar a qué se inclinaba. Con todo, alabó a uno porque, al ser pregun­tado, contestó que él se inclinaba a no inclinarse.

No imponía a nadie cargas superiores a las que podía llevar.

Cuando a uno le encomendaba una obra, le demos­traba confianza. Le exponía de qué se trataba y los me­dios que a él le parecían convenientes para lograr el éxito. Después le dejaba libertad para que procediese por su propia iniciativa. El P. Cámara dice que esto le ocu­rrió a él, y que, cuando regresaba a casa después de cumplir algún encargo, el Santo le preguntaba: «¿Venís contento de vos?»

Cuando quería dar a alguno un oficio fuera de Roma, antes lo probaba allí. Y, si se trataba de un cargo de go­bierno, le encargaba que cada día diese cuenta de las co­sas que habían pasado a un Padre cuya prudencia le era bien conocida.

Decía que no era bueno para otros el que no lo era para sí.

Atendía más al bien del sujeto que al de la obra. Y así, si veía que uno era apto para un oficio, pero el oficio no era apto para él, no se lo daba, o le quitaba de él si ya lo tenía.

Solía servirse de ejecutores inmediatos para el cum­plimiento de sus órdenes. Así, dejaba libertad a los pro­vinciales en las cosas de su oficio, y a éstos les recomen­daba que hiciesen lo mismo con los superiores locales.

7. Modo de tratar los asuntos

El modo que acostumbraba emplear en sus decisiones solía ser el siguiente: ante todo, procuraba tener toda la información posible sobre el asunto. Seguía una fase de deliberación, empleando los criterios del discernimiento espiritual. Después consultaba con otros y hacía oración sobre aquello de que se trataba. Por fin, tomaba su de­cisión.

Una vez tomada una decisión, era muy constante en mantenerla. Refiriéndose a esto, uno dijo del Padre: «Ya ha fijado el clavo»; queriendo decir que ya no se movería de allí. Cuando se veía el resultado, se reconocía que era acertado lo que Ignacio había dispuesto.

Se valía de los medios humanos, pero, sobre todo, po­nía su confianza en Dios. Se ha discutido mucho sobre el sentido de este principio ignaciano. El P. Ribadeneira lo formuló con estas claras palabras: «En las cosas del ser­vicio de nuestro Señor que emprendía, usaba de todos los medios humanos para salir con ellas, con tanto cui­dado y eficacia como si dellos dependiera el buen suceso; y de tal manera confiaba en Dios y estaba pendiente de su divina Providencia, como si todos los otros medios humanos que tomaba no fueran de algún efecto».

Probablemente, la ocasión de formular esta sentencia se la dio un caso que nos refiere el mismo Ribadeneira.

Una vez fue a visitar al embajador de España en Roma marqués de Sarria. Este no le hizo muy buena acogida, tal vez porque pensaba que la Compañía se valía poco de sus buenos oficios como de protector principal. Viendo esto, contó al P. Ribadeneira que pensaba decir al emba­jador «que había treinta años que nuestro Señor le había dado a entender que en las cosas de su santo servicio debía usar todos los medios honestos posibles, pero des­pués tener su confianza en Dios y no en los medios; y que si entre ellos quería ser uno Su Señoría, que la Com­pañía le abrazaría por tal, pero de manera que supiese que la esperanza della no estribaría en el medio, sino en Dios, al cual estaba arrimada».

En noviembre de 1552 fue a Alvito, un pueblecito de la actual provincia de Frosinone, para tratar de la reconci­liación de doña Juana de Aragón con su marido, don As­canio Colonna, padres del célebre Marcantonio Colonna, héroe de Lepanto. Sucedió que, en la mañana que habían escogido para emprender el viaje se puso a llover a cán­taros. El P. Polanco sugirió a Ignacio la oportunidad de cambiar la fecha. El Santo le respondió que hacía treinta años que no había dejado de hacer ninguna cosa a la hora que tenía prevista por lluvias, o viento, o cualquier otra perturbación atmosférica.

Decía que teníamos que persuadirnos de que el apóstol no trata siempre con hombres perfectos, sino que mu­chas veces se encuentra en medio de gente perversa. El jesuita no debe turbarse por eso. Lo que debe hacer es conciliar la simplicidad de la paloma con la prudencia de la serpiente.

XIX. VIDA COTIDIANA EN SANTA MARÍA
DE LA STRADA

Desde su elección al generalato, en 1541, hasta su muerte, en 1556, Ignacio no se movió de Roma, salvo en rarísimas ocasiones. En septiembre de 1545 salió para Montefiascone con el fin de encontrarse con el papa Paulo III, que se encontraba allí de paso para Perusa. En 1548 y en 1549 realizó dos brevísimos viajes a Tívoli. El primero, para procurar la pacificación entre los habitan­tes de aquella ciudad y los de Castel Madama; el se­gundo, para asistir a la inauguración del colegio de la Compañía. En noviembre de 1552 fue a Alvito, como acabamos de referir al fin del pasado capítulo. Durante la Pascua de 1555, Ignacio había proyectado un viaje a Lo­reto tanto para satisfacer su devoción hacia aquel san­tuario mariano como para llevar adelante los planes de la fundación de una casa o colegio de la Compañía. Pero, a causa de la sede vacante tras la muerte de Julio III, se vio obligado a renunciar a aquel plan.

1. La casa de Santa María de la Strada

Desde febrero de 1541 hasta septiembre de 1544, Igna­cio y sus compañeros, dejando la casa de Antonio Fran­gipani, vivieron en otra, alquilada a Camilo Astalli, que daba a la calle que lleva este nombre. En septiembre de 1544 pasaron a ocupar la que se estaban construyendo junto a la iglesia de Santa María de la Strada. Esta iglesia la había entregado a la Compañía Paulo III el 24 de junio de 1541 y de ella se había tomado posesión el 15 de mayo de 1542. Iglesia y casa se encontraban en la actual plaza del Gesù, esquina a la vía d'Aracoeli. De ella formaban parte las camerette que ocupó San Ignacio hasta el fin de sus días, y en las que también vivieron y murieron sus dos primeros sucesores, el P. Diego Laínez (+ 1565) y San Francisco de Borja (+ 1572). Son las únicas habitaciones de la vieja casa que se salvaron de la demolición, gracias a la intervención del general P. Claudio Acqua­viva en 1602, cuando se estaba construyendo el actual edificio del Gesù.

Los devotos de San Ignacio que acuden a Roma no dejan de visitar este modestísimo apartamento, com­puesto de cuatro estrechas habitaciones de solos 2,60 metros de altura y con paredes que van desde los 8 me­tros la más larga a los 3,511 metros la más estrecha. Se conservan las vigas del techo, las puertas de madera, los restos de una chimenea y dos pobrísimos armarios. Dos de estas habitaciones están transformadas en otras tantas capillas. En la más grande se ha colocado un altar, sobre el cual hay un cuadro que representa a la Sagrada Fami­lia, delante del cual Ignacio celebraba la misa. La otra capilla corresponde a la habitación del Santo. En esta habitación se abre un balconcito, desde el cual se cuenta que Ignacio contemplaba el cielo estrellado —actual­mente, casi del todo cubierto por las posteriores cons­trucciones—, exclamando: ««¡Cuán vil y baja me parece la tierra cuando contemplo el cielo!» Otra habitación, convertida hoy en sacristía, era la del «compañero» del Santo, el Hermano Juan Pablo Borrell. Un pergamino descolorido colocado sobre la puerta nos informa de que, «llamando el santo Padre Ignacio a su compañero, el Hermano Juan Pablo, que habitaba en esta estancia con­tigua, abría esta puerta».

Aquí es donde Ignacio pasó su vida, desde aquí dirigió los asuntos de la Compañía, escribió sus cartas, compuso las Constituciones, recibió visitas y murió plácidamente.

El ajuar de su cámara era el más sencillo que se pueda imaginar. Pocos muebles y pocos libros. Todo limpio, sin afectación. El P. Manareo refirió al P. Nicolás Lancicio que el Santo no tenía sobre su mesa más que el Nuevo Testamento y el libro de la Imitación de Cristo, al que llamaba la perdiz de los libros espirituales. El P. Cámara añade que este libro le era tan familiar, que «no parece otra cosa conversar con el Padre sino leer a Gersón puesto en ejecución». Tenía también el Misal, con el que preparaba la misa del día siguiente.

2. El horario

Sin que pueda hablarse de un horario fijo, podemos conjeturar cómo pasaba el Santo las horas del día y de la noche. Decía que el tiempo destinado al sueño debía os­cilar entre las seis y las siete horas, teniendo siempre en cuenta la necesidad de cada uno. De hecho, en el Colegio Romano el tiempo asignado al sueño era de siete horas. El Santo dormía poco, aunque esto dependía de su es­tado de salud. Solía acostarse tarde, después de pasearse por su cámara durante un buen rato reflexionando. Po­demos suponer que él ponía en práctica lo que aconse­jaba a los que trataban asuntos de importancia: que por la mañana planeasen lo que teman que hacer y en el curso del día reflexionasen dos veces sobre lo que habían pensado, dicho y hecho. Quería también que aquellos a quienes había dado algún encargo, le diesen cuenta por la tarde de lo que habían hecho, y les señalaba la tarea para el día siguiente.

Este autocontrol lo ejercía todavía más en lo que to­caba a su vida espiritual. Cada hora, al sonar el reloj, hacía un breve examen de conciencia, si no estaba ocu­pado o despachaba con otro. Y, si estaba despierto, lo hacía también durante la noche. Comparaba el progreso de un día con el del anterior, el de una semana con otra, y un mes con otro, como recomendaba él mismo en los Ejercicios a propósito del examen particular.

La comida en Roma solía ser a las diez de la mañana; la cena, a las seis de la tarde, de modo que mediasen unas ocho horas entre una y otra refección. Más adelante nos ocuparemos de la dieta del Santo.

Fuera del tiempo dedicado a la oración y a la misa, Ignacio ocupaba el día en despachar con sus colaborado­res, recibir visitas, escribir cartas. Ya hemos visto el tiempo que dedicó a componer las Constituciones de la Compañía. Salía poco de casa, si no era para visitar a algún cardenal o persona de importancia.

Una salida digna de mención la realizó Ignacio el 27 de agosto de 1545 cuando fue llamado urgentemente al pala­cio Madama para asistir a Margarita de Austria en un parto difícil. La hija de Cados V se confesó con Ignacio, oyó misa y comulgó con gran devoción. Nacieron dos gemelos, al primero de los cuales lo bautizó precipitada­mente la partera con el nombre de Juan Carlos; murió a los pocos meses. El segundo quisieron los presentes que fuese bautizado por Ignacio, quien le impuso el nombre de Juan Pablo. En el bautismo solemne, que tuvo lugar el 20 de noviembre en la' iglesia de San Eustaquio, se le llamó Alejandro, nombre con el que ha pasado a la histo­ria Alejandro Farnese, duque de Parma y Piacenza, go­bernador de Flandes.

Pocas veces se le veía pasear por el jardín de casa. El médico atribuyó, en parte, a esta falta de ejercicio físico los achaques del Padre.

3. La oración de Ignacio

Respecto a la oración de San Ignacio se pueden hacer tres observaciones generales. La primera es que el Santo dedicaba mucho tiempo a la oración formal. La segunda, que su oración tenía como centro la celebración de la santa misa. La tercera, que, además del tiempo consa­grado a la oración, vivía en una íntima y constante co­municación con Dios.

Pudo haber variaciones en los varios períodos de su vida. En los años 1544-45, que son aquellos sobre los que estamos mejor informados, el Santo solía distinguir los sentimientos que experimentaba «antes de la misa, en ella y después de ella», fórmula que se repite varias ve­ces en su Diario espiritual, que abarca precisamente aquellos' años.

Tenemos, pues, tres tiempos en la oración ignaciana. El primero era el ocupado por la que él llamaba «la ora­ción sólita», «acostumbrada» o «primera». Esta oración la comenzaba en seguida después de despertarse y, a juzgar por los datos del Diario, estando todavía en la cama. Un día apunta que la comenzó a las cuatro y me­dia de la mañana. Esta oración, precedida a veces de un examen, debía de ser prolongada. Se dividía, a su vez, en tres partes: el principio, el medio y el fin. A veces habla de lo que sintió de la mitad en adelante; otras, del princi­pio al fin.

El P. Cámara nos dice que en este tiempo rezaba las avemarías por las que Paulo III en 1539 le había, conmu­tado el rezo del Breviario.

Después de levantarse y vestirse, se preparaba para ce­lebrar la misa. A veces, esta preparación comenzaba en su mismo dormitorio. La proseguía siempre en la capilla. Hay dos momentos en esta preparación en los que solía experimentar sentimientos especiales: el arreglo del altar y el acto de revestirse.

Seguía la celebración de la misa, que, a juzgar por los fenómenos místicos que en ella sentía, duraba largo tiempo.

Después de la misa se recogía otra vez en oración, en la capilla o en su habitación. Esta costumbre la observó siempre. Respecto al año 1555, observa el P. Cámara que, después de la misa, «se quedaba en oración mental por espacio de dos horas». En este tiempo no quería ser estorbado. Por eso dio orden de que los recados que lle­gasen fuesen pasados al P. Ministro, que era el mismo P. Cámara. Cuando alguna vez no se podía esperar, cuenta éste que iba a la capilla y que veía allí a Ignacio con el rostro todo resplandeciente.

4. La misa

La celebración de la misa fue, para Ignacio, la ocasión más propicia para sus íntimas comunicaciones con Dios. Es éste uno de los aspectos que más sorprenden en la espiritualidad del Santo. Ya hemos visto como, después de ordenarse de sacerdote, difirió durante un año y me­dio la primera misa para prepararse mejor a su celebra­ción. Verdad es que influyó también, probablemente, un deseo, nunca manifestado, de poder celebrar su primera misa en Belén o en algún otro lugar sagrado de la Tierra Santa.

Tal era la estima que tenía del sacerdocio. Decía que debería «andar o ser como un ángel para el oficio de de­cir misa». Su devoción durante el sacrificio era tan grande, que a veces llegaba a perder el habla. Pero el fenómeno que más veces recurre en su Diario es el de las lágrimas. Las enumera unas 175 veces. La última parte del Diario se reduce casi toda a consignar si las tuvo o no. A veces, las lágrimas le producían un «dolor de ojos por tantas». Unas 26 veces van acompañadas de sollo­zos. Habla también de un levantársele los cabellos y de sentir «un ardor notabilísimo en todo el cuerpo».

No es de extrañar que una tal vehemencia de emocio­nes repercutiese en su débil salud. Muchas veces se veía obligado a renunciar a la misa por esto. Otras caía en­fermo el día en que celebraba.

Usando de la libertad que entonces se concedía para la elección de las fórmulas, Ignacio decía con frecuencia la misa en honor de la Santísima Trinidad. También las del Nombre de Jesús y de la Virgen. Algunas veces se im­puso como penitencia por alguna falta la renuncia a decir misa de la Trinidad. Como un día en que tuvo una reac­ción de impaciencia al sentir el ruido que se hacía a su lado durante la oración.

En la misa es donde Ignacio sentía más íntimamente la experiencia de Dios. Allí se le repitió el fenómeno de La Storta, cuando sintió que «el Padre le ponía con el Hijo», en una unión mística misteriosa. Allí sentía como si se le imprimiese el Nombre de Jesús. A Jesús lo sentía como guía para el Padre. Jesús y la Virgen actuaban como me­diadores, siempre propicios para interpelar en su favor. Teniendo a Jesús en las manos, lo veía en el cielo y allí.

Llevaba a la misa sus intenciones y preocupaciones, que durante todo el tiempo que abarca su Diario se con­centraban en el tema de la pobreza que había que implan­tar en las casas de la Compañía.

Todo esto lo sabemos gracias a la publicación integral, realizada en 1934, del Diario espiritual de Ignacio. La divulgación de este documento excepcional ha transfor­mado la idea que se tenía de San Ignacio. El hombre frío y calculador, el gobernante severo, el asceta riguroso, ceden el paso al contemplativo, capaz de los sentimien­tos más tiernos, al místico dotado de los más altos grados de unión con Dios.

5. Contemplativo en la acción

Fuera de los tiempos dedicados expresamente al trato con Dios, Ignacio continuaba experimentando la presencia divina. Para él, «devoción» significaba hallar a Dios en todas las cosas. Dijo de sí mismo que él donde y cuando quería tenía este modo de devoción: durante las conversaciones, tratando de los negocios y aun cami­nando por las calles. Un ejemplo lo tenemos en lo que Ignacio refiere en su Diario al 24 de febrero de 1544: «Después, andando por la calle, representándoseme Jesú con grandes mociones y lágrimas. Después que hablé a Carpi [el cardenal Rodolfo Pío de Carpi], veniendo, asi­mismo, sentiendo mucha devoción. Después de comer, mayormente después que pasé por la puerta del vicario [Felipe Archinto], en casa de Trana [el cardenal Domingo de Cupis, obispo de Trani], sentiendo o viendo a Jesú, muchas mociones interiores y con muchas lágrimas».

Poseía una actuación constante de su espíritu, hasta el punto de que a veces se hacía necesario desviar su aten­ción. En una palabra, realizaba lo que el P. Nadal sinte­tizó en una significativa expresión: ser contemplativo en la acción.

Los testimonios sobre el grado de contemplación que alcanzó son explícitos. Al P. Laínez le dijo el mismo Santo que en las cosas de Dios se había más pasiva que activamente, lo cual —añade el confidente—, Sagero (Shatzgeyer, O. F. M., + 1527) y otros ponen en el úl­timo grado de perfección o contemplación. Hablando un día con el P. Nadal, le dijo: «Estaba yo ahora más alto que el cielo». Pidiéndole su interlocutor que le explicase lo que quería decir, Ignacio desvió la conversación hacia otro tema.

Llegó a decir que él no tomaba sus decisiones por el criterio de la consolación o desolación —como se indica en el segundo tiempo para hacer elección de los Ejercicios, número 176—, porque él encontraba consolación en todas las cosas.

Decía que no podría vivir sin estas consolaciones di­vinas.

Tenía más luz, firmeza y constancia en las cosas divi­nas al fin de su vida que al principio.

Se notaba en él una increíble facilidad para recogerse aun en medio de los negocios, de modo que parecía que tenía en su mano el espíritu de devoción y aun las mis­mas lágrimas.

La naturaleza le elevaba a Dios. Le gustaba contem­plar el cielo estrellado, de donde se le seguía un senti­miento de menosprecio por las cosas terrenas. Veía a Dios en las criaturas. Decía el P. Nadal que en una hoja de naranjo veía la Trinidad.

Le ayudaba extraordinariamente la música y el canto sagrado. Confesó que, cuando entraba en una iglesia donde se celebraban los oficios divinos cantados, le pa­recía como si se transformase interiormente. De aquí po­demos deducir toda la magnitud del sacrificio que tuvo que hacer al renunciar al coro y al canto en la Compañía. En conclusión, podemos afirmar que Ignacio tuvo una experiencia interna verdaderamente extraordinaria de Dios. Cuando en sus Ejercicios habla de «conocimiento interno», entendía por éste un conocimiento que de la esfera del conocimiento pasa a la experiencia íntima, de lo intelectual a lo sensible, de la mente al corazón. Y tal fue el conocimiento que Ignacio tuvo de Dios.

6. Los colaboradores: Nadal, Ribadeneira.
Polanco, Cámara

De la oración al trabajo. La organización y el gobierno de la Compañía exigía de Ignacio una total dedicación. Ante todo, había que dar a la naciente Compañía unas leyes por las cuales se rigiese. Ya hemos expuesto bre­vemente la labor desarrollada por el Santo en la redac­ción de las Constituciones. A éstas añadió otras reglas de carácter más circunstancial, adaptadas a las condiciones de lugar, tiempo y condiciones de personas. Tales eran, entre otras, las reglas de los escolares y las de los varios oficios.

Los asuntos que se presentaban los resolvía mediante consultas, conversaciones privadas y cartas. La corres­pondencia merece un párrafo aparte. Como superior de la casa de Roma, tenía que ocuparse Ignacio de las per­sonas y de las cosas de la misma. Tenía que pensar en los novicios, de cuya formación se encargó personalmente, durante algún tiempo.

Ignacio supo valerse de sus colaboradores. Los princi­pales fueron sus primeros compañeros. Entre los demás merecen una mención especial aquellos cuyo testimonio se aduce frecuentemente en las páginas de este libro.

Para dar a conocer a los jesuitas dispersos por Europa el contenido de las Constituciones y para otros asuntos de importancia, se sirvió Ignacio del P. Jerónimo Nadal, considerado justamente como un fiel intérprete de la mente del Fundador. Este docto mallorquín (1507-80) ha­bía estudiado en Alcalá, París y Aviñón. Ignacio, que le conoció en París, se dio cuenta en seguida de las grandes cualidades de aquel hombre, bien formado en matemáti­cas, lenguas, teología y Sagrada Escritura. Desde enton­ces le estrechó en un verdadero cerco para ganarle a su causa. Pero Nadal se resistió; en parte, porque tenía sus planes; en parte, porque no se fiaba de la ortodoxia de aquel grupo de estudiantes que giraba en torno de Igna­cio. Vuelto a su isla, después de siete años de dudas an­gustiosas sobre su porvenir, se decidió a ir a Roma. Allí accedió a hacer los Ejercicios bajo la dirección del valen­ciano Jerónimo Domènech, experto en la materia. El caso de Nadal es típico en tema de elección de estado, hecha según las normas de los Ejercicios. Después de una tenaz resistencia y cuando parecía que había que descartar ya su decisión de entrar en la Compañía, Nadal la tomó. Fue admitido el 29 de noviembre de 1545, cuando contaba treinta y ocho años de edad. Entre otros encargos de importancia que Ignacio le confió hay que mencionar el comienzo del colegio de Messina (1548) y los cargos de comisario general para Portugal y España (1553), vicario general de la Compañía (1554), comisario para Italia, Austria y otros países (1555), por limitarnos al tiempo de San Ignacio. Sobre su conocimiento del pensamiento de Ignacio bastará aducir este testimonio del P. Polanco: «Tiene [Nadal] mucho conocimiento de nuestro Padre Maestro Ignacio, porque le ha tratado mu­cho, y parece tiene entendido su espíritu, y penetrado, cuanto otro que yo sepa en la Compañía, el instituto della».

El toledano Pedro de Ribadeneira (1526-1611) tenía so­lamente trece años cuando aceptó la invitación que en 1539 le hizo en Toledo el cardenal Alejandro Farnese para seguirle, como paje suyo, a Roma. Estando al servi­cio de este cardenal, después de una travesura y temiendo el probable castigo, se refugió en casa del doctor Pedro Ortiz, paisano y tal vez pariente suyo —su padre era un Ortiz—, el cual, a su vez, lo presentó a Ignacio. Esta fue la ocasión para que el joven Pedro se uniese definitivamente a la Compañía el 18 de septiembre de 1540, nueve días antes de la confirmación pontificia de la Orden.

De Ribadeneira aquí interesa, sobre todo, señalar su conocimiento de las cosas de Ignacio, fruto no solamente de un trato frecuente a lo largo de dieciséis años, sino de una expresa voluntad de recoger y apuntar anécdotas relativas al Santo. Se explica por ello que, cuando en 1566 se trató de buscar un biógrafo que escribiese la vida del fundador de la Compañía, la elección del general Fran­cisco de Borja recayese en Ribadeneira, del cual, ade­más, era reconocida la formación humanística. Este tomó con todo empeño su cometido, y en 1572 publicó la pri­mera edición latina de su clásica Vida de San Ignacio. En 1583 dio a la luz otra en castellano. Esta Vida ha sido justamente considerada como una de las obras históricas más atractivas del Siglo de Oro, que creó un nuevo tipo de relato biográfico.

En la biografía del P. Pedro de Ribadeneira hay que incorporar el dato, recientemente descubierto, de su as­cendencia judía, como hijo que era de Alvaro Husillo Or­tiz de Cisneros, jurado del Ayuntamiento de Toledo. La familia Husillo era de judíos conversos.

Hablando de los colaboradores de Ignacio, dos nom­bres se distinguen: el de su secretario durante nueve años, P. Juan de Polanco (1517-76), y el del ministro de la casa de Roma, P. Luis Gonçalves de Cámara (c. 1519-75). Ya hemos mencionado la labor desarrollada por Po­lanco al lado de Ignacio en la composición de las Constituciones. Pero su actividad cubrió todos los encargos propios de un secretario. Apenas designado para este cargo en 1547, lo primero que hizo fue organizarlo. Aquel mismo año redactó unas reglas Del oficio del secretario, destinadas al buen funcionamiento de la secretaría de la Compañía. Ordenó también el incipiente archivo de la Orden, considerado como una prolongación de la secre­taría, y destinado a conservar los documentos que pasa­ban por ella. Si se han conservado hasta hoy los documentos originales relativos a la fundación de la Orden y al tiempo de sus primeros generales, lo debemos en gran parte a Polanco.

Como corresponde a todo secretario, la labor de Polaneo se centró principalmente en la correspondencia. A él tocaba recibir las cartas que llegaban a Roma y prepa­rar la contestación que se había de dar a ellas. Aparte de otras en las que seguramente puso su mano, algunas de importancia aparecen escritas expresamente por él, «por comisión» del P. Ignacio.

Con una certera previsión del futuro, preparó los mate­riales para la composición de una historia de la Compa­ñía. Apenas llegado a Roma, pidió al P. Laínez, que se encontraba entonces en Trento, que le escribiese sus re­cuerdos sobre el origen de la Compañía. Gracias a esto, tenemos la célebre carta que escribió el P. Laínez en 1547, que es justamente considerada como la primera vida de San Ignacio, escrita nueve años antes de la muerte del Santo. Sobre esta base compuso Polanco, en­tre 1547 y 1548, su Sumario de las Cosas más notables que a la institución y progreso de la Compañía de Jesús tocan, seguido, en 1549 y 1551, de otro más conciso y puesto al día en italiano. Así iba preparando la composi­ción de una verdadera historia. Y cuando Polanco en 1573 quedó libre de cargos y se vio excluido de la elec­ción al generalato que parecía inminente, se dedicó a es­cribir la historia do la Compañía en forma de anales, que van desde 1539 a 1556.

Para el despacho de los asuntos corrientes de la casa de Roma tuvo Ignacio un excelente colaborador en el portugués Luis Gonçalves da Cámara. Desde su entrada en la Compañía en 1545, Cámara tuvo grandes deseos de ver y conocer personalmente a Ignacio. Dos motivos le impulsaban a ello: el de aprender de los mismos labios de Ignacio en qué consistía la obediencia de juicio, que tanto le habían recomendado desde el noviciado, y el de comprobar la fama de santidad del Fundador, que se ha­bía extendido hasta Portugal. Los deseos del portugués se vieron satisfechos cuando en 1553 fue enviado a Roma por el visitador de Portugal, P. Miguel de Torres, para que informase al general de los asuntos de aquella Pro­vincia. Una vez cumplida esta misión, se quedó en Roma, y en septiembre de 1554 fue nombrado ministro —algo así como mayordomo— de la casa de Roma. Desde un principio, Cámara se propuso anotar todo lo que oía y observaba en su trato ordinario con Ignacio. Así es cómo nació su Memorial de lo que nuestro Padre me responde acerca de las cosas de casa, començado a 26 de enero del año 1555. El Memorial, escrito en caste­llano, abarca desde la fecha indicada en el título hasta el verano de aquel año 1555. El 23 de octubre, Cámara salió de Roma, destinado nuevamente a Portugal. Al marcharse llevaba consigo sus apuntes tomados en Roma. Años más tarde, en 1573-74, repasando aquellas notas, hizo un comentario, en portugués, de las cosas más importantes que le venían a la memoria. Es evidente que este comentario no tiene el mismo valor que las no­tas tomadas sobre la marcha de los acontecimientos. El habernos dejado su Memorial no fue el único mérito del P. Cámara. Supo insinuarse en el ánimo del Santo, consiguiendo de él lo que otros más autorizados habían procurado en vano: que el Santo le hiciese un relato de su vida. Así es como se escribieron las memorias de Ig­nacio, que con razón llevan el nombre de Autobiografía o, en algunas modernas traducciones, el Relato del pere­grino, porque con este nombre se designa con frecuencia a sí mismo el Santo en aquel documento. Aunque aque­llas memorias no están escritas de mano de Ignacio, Cá­mara nos asegura que tuvo sumo cuidado de anotar, des­pués de cada conversación, lo que Ignacio le había con­tado, sin poner ni cambiar ninguna palabra. El relato fue comenzado en septiembre de 1553. Interrumpido en 1554, se reanudó el 22 de septiembre de 1555 y se terminó el 20 ó 22 de octubre de aquel mismo año, es decir, la víspera de la partida del P. Cámara para Portugal. Esto explica que la narración no abarque toda la vida de Igna­cio, sino que llegue solamente hasta los hechos ocurridos en 1538, con unas rápidas notas sobre el modo como fue­ron compuestos los Ejercicios y las Constituciones.

Testigo de la vida cotidiana de Ignacio fue también el navarro Diego de Eguía, hermano del impresor de Alcalá Miguel de Eguía, editor del Enchiridion de Erasmo en 1526. Diego había conocido y ayudado a Ignacio en Al­calá. Con su otro hermano Esteban se juntó al grupo de los primeros compañeros en Venecia, en 1537. En Roma, Ignacio le escogió por su confesor. En Don Diego, como solían llamarle, se notaba una cualidad singular: la de sa­ber consolar y retener a los tentados en su vocación. En su gran sencillez, solía excederse en elogios de Ignacio, llegando a decir que era santo y más que santo, y cosas por el estilo. Ignacio se molestó, hasta el punto de que, además de imponerle una buena penitencia, dejó de con­fesarse con él, aunque no consta si lo hizo definitiva­mente. Al final de su vida, Ignacio se confesaba con el barcelonés Pedro Riera. Murió el buen Don Diego quince días antes que Ignacio.

Entre los colaboradores domésticos es digno de men­ción el italiano Hermano Juan Bautista de Anzola (Tra­vaglino), que fue el cocinero más o menos experto de la casa. Este buen Hermano, de profesión especiero, llevó consigo, al entrar en la Compañía, una imagen de Cristo crucificado a la que tenía extraordinaria devoción. Igna­cio se la dejó retener por algún tiempo, pero después se la quitó, diciendo que, «ya que había plantado y escul­pido en su alma al Crucificado, podría soportar que le quitasen su imagen». Se cuenta que el buen cocinero un día se quemó una mano. Ignacio se la curó.

De la vida íntima de Ignacio nos podrían contar mu­chas anécdotas sus «compañeros», que fueron —pres­cindiendo de otros que ejercieron este cargo accidental­mente— dos Hermanos coadjutores catalanes. Juan Pa­blo Borrell, natural de Tremp, entró en la Compañía en Roma el año 1543. Además de cuidar de las cosas del general, le acompañaba en sus salidas de casa, como en el viaje que el Santo hizo a Alvito en 1552. Este Her­mano vivía atormentado por escrúpulos y congojas. Ig­nacio logró devolver la paz a su alma, como si con la mano hubiese despejado una tormenta.

El barcelonés Juan Cors entró en la Compañía en su ciudad natal el año 1551. En Roma fue «compañero» de Ignacio; probablemente, como sustituto de Juan Pablo Borrell. Era un hombre de una gran sencillez. Ignacio le ponía como modelo por el hecho de que nunca contradecía a nadie. Un día, el Santo le mandó que diese una reprensión a otro, añadiendo que lo hiciese con cólera, a lo que Juan contestó que él no tenía cólera, porque la había vomitado toda en el viaje marítimo de Barcelona a Italia. Vivía en una habitación contigua a la de Ignacio, y, cuando no tenía que cumplir otros encargos, se pasaba el tiempo haciendo escarpines y medias de punto. Con él rezaba Ignacio las letanías durante el conclave del que salió elegido Marcelo II.

7. La correspondencia

Después de la conversación, la correspondencia fue el medio de comunicación del que más se valió San Ignacio. Cerca de 7.000 cartas suyas se han publicado. Pocas son autógrafas. A veces se trata de simples minutas que con­tienen los puntos que fueron más ampliamente desarro­llados en las misivas. El hecho de que no pocas cartas estén escritas por el P. Polanco «por comisión» del gene­ral, no quita nada a su paternidad —si no es en lo que se refiere al estilo—, porque es claro que el secretario no hacía más que poner por escrito lo que su superior le encomendaba.

La actividad epistolar de Ignacio fue intensa. Consta que en un solo día despachó unas 30 cartas después de haberlas leído una y otra vez. Se conserva y ha sido pu­blicado un Memorial romano interesantísimo, en el que se hace un resumen de las cartas llegadas al general y de las enviadas por éste desde octubre de 1545 hasta mayo de 1547. Dando una simple ojeada a este documento, se puede captar toda la actividad desarrollada en la secreta­ría de la Compañía en este año y medio. Y ésta no es más que una muestra de lo que se hizo en los quince años largos del generalato ignaciano.

Más que la cantidad de las cartas, llama la atención el cuidado que ponía Ignacio en escribirlas, sobre todo cuando trataban de asuntos graves o iban destinadas a personas de importancia. Dice Ribadeneira que «gastaba mucho tiempo en considerar lo que escribía, y mirar y remirar las cartas escritas, y examinar cada palabra, bo­rrando y enmendando lo que le parecía, y haciendo co­piar la carta algunas veces, teniendo por bien empleado todo el tiempo y el trabajo que era menester en esto». De este cuidado tenemos un ejemplo en la carta que mandó escribir a todos los de la Compañía pidiéndoles que recabasen testimonios en su favor, de parte de prín­cipes, gobernantes y universidades, para poderlos oponer a la Universidad de París, que se resistía al reconoci­miento de la nueva Orden en Francia. Quiso que aquella carta fuese escrita con tanto miramiento, que, aunque vi­niese a caer en manos de los doctores de aquella Univer­sidad, no pudiesen éstos resentirse por ninguna de sus frases. Una vez escrita la circular, la vio y examinó detenidamente, releyéndola tantas veces, que se pasaron en esto cerca de tres horas.

El cuidado que él ponía en sus cartas quería que fuese imitado por los otros. A uno le envió una represión por­que en una carta que le había escrito había tachaduras y correcciones.

Sobre el modo de escribir cartas mandó una larga ins­trucción al P. Fabro el 10 de diciembre de 1542. Allí enuncia el principio en el que se fundaba su cuidado en esta parte: «lo que se escribe es aún mucho más de mirar que lo que se habla, porque la escritura queda y da siem­pre testimonio, y no se puede así bien soldar ni glosar tan fácilmente como cuando hablamos».

Quería que, cuando sus súbditos escribiesen a Roma, redactasen dos cartas: una «principal», con las noticias que se pudiesen comunicar a otros, y otra llamada «hi­juela», en la que se expusiesen los asuntos reservados. La principal debía ser atentamente corregida.

En el epistolario, junto con la Autobiografía y el Diario espiritual, es donde mejor vemos retratada la imagen personal de Ignacio. Allí encontramos datos abundantes sobre su doctrina espiritual, sus orientaciones apostólicas, su modo de gobierno. Sus cartas nos revelan tam­bién toda la gama de sus corresponsales, que no son so­lamente los jesuitas, sino también toda clase de personas. La edición, en volumen aparte, de sus cartas a mujeres ha tenido fortuna, sin duda porque nos ha descubierto una faceta poco conocida y acaso insospechada de su ca­rácter, abierto al mundo femenino. No sería difícil reunir en un volumen semejante sus cartas dirigidas a los grandes de la tierra: reyes, príncipes, cardenales, obispos... Divididas por temas, las cartas ignacianas se podrían clasificar en estos o parecidos esquemas: cartas familiares, cartas de dirección espiritual, cartas de gobierno. De todas ellas se desprende una figura singular de director espiritual, de apóstol, de superior, de santo.

8. Relaciones con cuatro papas

El generalato de Ignacio coincidió con el pontificado de cuatro papas: Paulo III, Julio III, Marcelo II y Pau­lo IV.

Paulo III (Alejandro Farnese: 13.10.1534-10.1l.1549) acogió benévolamente desde un principio a Ignacio y a sus compañeros y se dio cuenta en seguida de la oportu­nidad de aprobar la fundación de la Compañía. Suya es la frase «Spiritus Dei est hic», pronunciada en Tívoli el 3 de septiembre de 1539 cuando le fue leída la «Fórmula» del nuevo Instituto. Un año más tarde, superadas las dificul­tades burocráticas, expidió la primera bula de confirma­ción de la nueva Orden. Con cuatro bulas y tres breves pontificios otorgó a la Compañía su configuración jurí­dica y la colmó de gracias espirituales. Le dio la iglesia de Santa María de la Strada. A petición de San Francisco de Borja, aprobó, mediante un breve expedido el 31 de julio de 1548, el libro de los Ejercicios. Fue, como observa el P. Nadal, «un gran privilegio, y raro en la Iglesia», que un libro sea aprobado en forma tan solemne. En ésta y en las demás manifestaciones de benevolencia para con la Compañía influyeron, sin duda, las buenas relaciones del papa Farnese y las de su familia con la del duque de Gandía. Ya hemos insinuado cómo Paulo III aceptó el ofrecimiento hecho con voto especial por los compañeros, destinando a varios de ellos a diversas «misiones», aun cuando su primera intención había sido la de retenerlos en Italia.

De Julio III (Juan María Ciochi del Monte: 7.2.1550-­23.3.1555) cabe mencionar, sobre todo, dos hechos: el primero fue la bula Exposcit debitum, del 21 de julio de 1550, con la que confirmó nuevamente la Compañía, in­troduciendo en ella la nueva «Fórmula» del Instituto, nunca más reformada. El segundo fue el decidido apoyo que ofreció a los incipientes colegios Romano y Germá­nico, procurándoles ayudas económicas. Por lo que se refiere al primero, poco antes de morir dio pasos para su fundación estable. Además de éstos, había pensado que se podría fundar en Roma otro colegio de todas las na­ciones, confiándolo también a la Compañía.

Ignacio hacía todos los días oración por el papa. Cuando se enteró de su grave enfermedad, la hizo dos veces al día y mandó que todos los de la casa se uniesen a él. Cuando el papa murió, mandó a los suyos que hicie­sen sufragios por él durante nueve días y rogasen tam­bién por la elección de su sucesor.

Marcelo II (Marcelo Cervini: 9.4.1555-1.5.1555) poco pudo hacer por la Compañía en los solos veintitrés días de su pontificado. Su elección se anunciaba sumamente prometedora para la reforma tan deseada de la Iglesia. Sobre este tema sus ideas coincidían con las de Ignacio. La elección del nuevo papa fue saludada con júbilo por los de la Compañía, y en particular por Ignacio, como se vio por la carta que mandó escribir a Polanco el mismo día de la elección, 9 de abril de 1555. Apenas elegido Marcelo II, pidió a Ignacio que le diese dos Padres que viviesen en su palacio, como consejeros suyos en el terna de la reforma. Ignacio, en un punto tan delicado, no quiso valerse de su autoridad, sino que dejó la designa­ción al voto de los Padres de Roma. La elección recayó en los P. Laínez y Nadal. Con todo, Ignacio pensó rete­ner a este último, proponiendo al papa en su lugar otros nombres. Por la muerte del papa nada de esto se pudo hacer.

El P. Orlandini refiere que, cuando San Ignacio se pre­sentó al nuevo papa para ofrecerle su obediencia y la de la Compañía, Marcelo II le dijo, «Tú recoge soldados y prepáralos para la guerra; Nos los utilizaremos».

Hay una anécdota que revela toda la estima que Mar­celo II, siendo todavía cardenal, sentía por Ignacio. Con­versando un día con el P. Martín de Olabe, el cardenal Cervini le expuso las razones por las cuales, según él, la Compañía no debía rechazar las dignidades eclesiásticas que le fuesen ofrecidas. Todas las respuestas del docto teólogo le parecieron insuficientes. Al fin, Olabe, como último argumento, le dijo que a la Compañía le bastaba la autoridad de Ignacio. «Ahora me rindo —respondió el cardenal—, porque, aunque la razón me parece que está de mi parte, todavía tiene más peso la autoridad del P. Ignacio».

Cuando, a los pocos días de su elección, Marcelo II cayó gravemente enfermo, Ignacio mandó a varios de los suyos en peregrinación a Loreto para implorar la cura­ción de un papa del que tanto se esperaba para la reforma de la Iglesia y para el bien de la Compañía.

Con el papa Paulo IV (Juan Pedro Carafa: 23.5.1555­-18.8.1559), las relaciones de Ignacio fueron siempre di­fíciles. Eran hombres que no habían nacido para enten­derse, tanto por diferencias de carácter cuanto por los respectivos puntos de vista. En particular tenían una concepción diversa sobre la vida religiosa, como se mani­festó ya en Venecia, en 1536. A aumentar las dificultades se añadió la tendencia fuertemente antiespañola del papa napolitano, la cual se dejó sentir más después de la muerte de Ignacio, cuando Carafa se enzarzó en una guerra desafortunada contra España.

Ya antes, con ocasión de la elección del sucesor de Julio III, Ignacio temió que ésta recayese en el cardenal Carafa. El P. Cámara anota en su Memorial, al día 6 de abril de 1555: « 1.º De la afección del Padre a la música y cómo teme theatino [Carafa] por el cantar. 2.º De lo que el Padre dijo hoy de hacer oración para que, siendo igual servicio de Dios, no saliese papa quien mutase lo de la Compañía, por haber algunos papables de que se teme la mutarían».

Por eso se explica la primera reacción de Ignacio al enterarse e1 23 de mayo de 1555, fiesta de la Ascensión, de que la elección al sumo pontificado había recaído pre­cisamente en el cardenal Carafa. El P. Cámara cuenta que, mientras él se encontraba en un aposento con el Pa­dre, se oyeron las campanas que anunciaban la elección del nuevo papa, y a los pocos momentos llegó la noticia de que el elegido era el cardenal teatino. «Al recibir esta nueva, hizo el Padre una notable mudanza y alteración en su rostro y, según después supe (no sé si de sus mis­mos labios o de los Padres a quienes él se lo contó), que todos los huesos se le revolvieron en el cuerpo». La reacción fue la de las grandes circunstancias: «Levantóse sin decir ni una palabra y entró para hacer oración en la capilla. De allí salió al poco rato tan alegre y contento como si la elección hubiese sido muy conforme a su de­seo». En el nuevo papa, aun antes de que fuese elegido, no se fijó sino en los aspectos positivos, sobre todo en lo que de él se esperaba en favor de la reforma eclesiástica.

Antes de su elección al pontificado, Juan Pedro Carafa había manifestado deseos de que su Orden teatina y la Compañía se fundiesen en un solo instituto. Ignacio opuso una tenaz resistencia. Como ya hemos indicado, el gran temor de Ignacio era que el nuevo papa modificase el Instituto de la Compañía en puntos esenciales. Este temor le acompañó hasta su muerte. Por fortuna, esto no se verificó en vida de Ignacio. Cuando el Fundador había ya muerto, Paulo IV ordenó dos cambios importantes: la introducción del coro en la Compañía y la duración, re­ducida a un trienio, del mandato del general. Pero esta orden, comunicada solamente de palabra y sin ir acom­pañada de una abrogación de los privilegios otorgados por los papas precedentes, valió solamente durante la vida del pontífice que la había intimado.

No todo fue negativo para la Compañía en el pontifi­cado de Paulo IV. Prescindiendo de las muestras de sim­patía que manifestó hacia algunos de los Padres, como Bobadilla y Laínez —a éste le quiso hacer cardenal—, hay un hecho que merece señalarse. Se trata de la conce­sión, hecha el 17 de enero de 1556, en virtud de la cual en el Colegio Romano (la futura Universidad Gregoriana) se podían dar grados académicos en filosofía y teología aun a los alumnos de fuera de la Compañía.

La víspera de su muerte, Ignacio no se olvidó de pedir la bendición del papa. Al alba del 31 de julio de 1556, el P. Polanco se precipitó al Vaticano para este efecto; pero, al regresar a Santa María de la Strada, encontró a Ignacio muerto. La bendición no le llegó a tiempo, pero lo esencial fue el último encuentro, a distancia, de aque­llos dos hombres, que, a pesar de sus divergencias de criterio, tenían unos mismos ideales de servicio a la Iglesia.

9. La salud

La salud representó un problema para Ignacio a partir de su herida de Pamplona. Su pierna derecha le causó siempre, aparte de una ligera cojera, algunas molestias. El P. Laínez nos informa de que, a partir de Manresa, «siendo recio y de buena complexión, se mudó todo en cuanto al cuerpo». El P. Ribadeneira comenta lo mismo, diciendo que «al principio fue de grandes fuerzas y de muy entera salud, mas gastóse con los ayunos y excesi­vas penitencias, de donde vino a padecer muchas enfer­medades y gravísimos dolores de estómago, causados de la gran abstinencia que hizo a los principios».

El comienzo de sus enfermedades hay que relacio­narlo, pues, con las austeridades a que se dio a partir de Manresa. Ya en la ciudad del Cardoner estuvo grave­mente enfermo más de una vez. Desde entonces, su sa­lud experimentó un continuo alternarse de recaídas y me­jorías. En Barcelona se encontró bastante bien. Al final de su estancia en París, los médicos no encontraron para él mejor solución que el recurso a los aires nativos. El Santo pasó tres meses en Azpeitia, pero también allí cayó enfermo. Llegando a Bolonia para continuar sus es­tudios, se vio precisado a cambiar de clima y ambiente, y por eso se trasladó a Venecia, donde pasó el año 1536. En Roma tuvo siempre altos y bajos. En 1550 estuvo muy grave, y éste fue uno de los motivos por los que presentó a sus compañeros la renuncia al generalato. En cambio, en 1552 se encontró bastante bien. Desde enton­ces, los períodos de enfermedad se fueron alternando con los de una relativa mejoría. Hasta que en julio de 1556 le sobrevino la muerte.

Interesa, sobre todo, saber cuál fue la verdadera en­fermedad que padeció. El habló siempre de mal de estó­mago, pero lo que en realidad tuvo no se descubrió hasta después de su muerte. El mismo día de su fallecimiento le hizo la autopsia el célebre cirujano cremonés Realdo Colombo. Este excelente médico había sucedido en la cá­tedra de Anatomía de Padua a Andrés Vesalio, médico de Carlos V y de Felipe II, pero se encontraba en Roma al servicio de la curia pontificia. El resultado de la autop­sia practicada a Ignacio lo consignó él mismo, incidentalmente, en su tratado De re anatomica, publicado en Venecia tres años después, en 1559, donde escribió: «Con estas mis manos he extraído casi innumerables cálculos, encontrados en los riñones, de variado color, en los pulmones, en el hígado, en la vena porta, como tú, Jacobo Boni, lo pudiste ver en el venerable Egnacio, fundador de la Congregación de Jesús». Coincide con este testimonio el de un testigo presencial, el escolar belga Teodorico Geeraerts, el cual escribió que el ciru­jano le encontró tres piedras en el hígado.

Basándose en estos datos, el especialista romano Ale­jandro Canezza escribió en 1922: «Después de estas de­claraciones es fácil establecer que la enfermedad de Ig­nacio consistía en una calculosis biliar, con síntomas par­ticulares que repercutían en el estómago. Los accesos dolorosos presentaban el carácter singular de irradiarse al estómago, simulando, por eso, una enfermedad de este órgano, como sucede precisamente en aquella forma de cólico biliar, denominada precisamente gastrálgica a causa de esta fenomenología». Continúa diciendo que los datos de la autopsia demuestran que el Santo debió de padecer sufrimientos atroces, que él soportó con sereni­dad y entereza. Colombo encontró los cálculos en la vena porta, adonde habían pasado desde la vesícula bi­liar, en un proceso que presenta siempre un síndrome do­loroso imponente, acompañado de graves disturbios fun­cionales.

Ante estos datos transmitidos por la ciencia médica, resulta maravillosa la paciencia de aquel santo hombre, que, a lo largo de su vida, supo llevar con entereza tan graves molestias físicas, sin interrumpir por ello sus normales actividades.

10. El vestido

En esta breve exposición de lo que fue la vida coti­diana de San Ignacio no pueden faltar algunas breves ob­servaciones sobre dos puntos de su comportamiento ex­terior: su modo de vestir y su régimen dietético.

Ignacio vistió como los sacerdotes de su tiempo. No quiso que los dela Compañía tomasen un hábito particular. Según el P. Araoz, deseaba que a los de la Compañía no los santificase el hábito, sino que ellos lo santificasen a él.

El vestido consistía en una sotana negra de paño «romanesco», sujetada a la cintura con un ceñidor. El cuello de la sotana era alto, sujetado con un gancho. El de la camisa no salía por fuera de la sotana. Un paño de varias dobleces abrigaba su estómago. En invierno usaba dentro de casa un abrigo. En casa calzaba unas zapatillas, para proteger sus pies delicados. Cuando salía, se poma unos zapatos y se cubría con un manteo. Su sombrero era de anchas faldas, atado al cuello con una cinta para que lo llevase el viento. En lugar de bastón usaba una caña. El P. Nicolás Lancicio, que es quien nos ha conser­vado estos detalles, añade que, cuando iba por las calles, observaba una gran modestia, sin mirar a una parte o a otra. Es lo que él recomendaba en sus reglas de la mo­destia.

II. La corona

Usaba el Santo una corona, formada por una serie de granos ensartados en un cordel, sin atarlo. No tenía me­dalla alguna. Esta corona no la llevaba a la cintura, sino que la tenía en su cámara y con ella dormía. Podemos suponer que esta corona o rosario la usaba el Santo para rezar las avemarías con las que suplía al rezo del oficio divino, del que Paulo III le dispensó en 1539 a causa de su mala salud.

12. La alimentación

Ignacio comía en una habitación contigua a su dormi­torio. Llamaba a comer con él a los Padres con quienes tenía que tratar de algún negocio. También a los recién llegados a Roma y a los que salían de allí destinados a varias partes. Algunas veces invitaba a personas de fuera de la Compañía, empleando la expresión que leemos también en Cervantes: «Quédese vuestra merced, si quiere hacer penitencia». En este caso podemos suponer que no se trataba de una mera fórmula.

Sobre el régimen dietético prescrito a San Ignacio por los médicos nos han llegado dos recetas. Pertenecen a dos períodos de su vida. La segunda, compuesta hacia 1554, es un Regimiento para nuestro Padre Maestro Ig­nacio, en la que se le prescriben para comer: «Los man­jares de que V. P. puede usar son aquellos cuyo nutrimiento sea enjuto. Estos son: pollo, polla, gallina, perdiz, tórtola, palominos, vitela en verano, castrado en invierno, cabrito asado. Para días de pescado es sano usar huevos frescos, vaciada la clara que está más encima; amigdón, farro con leche de almendras. Y de legumbres son seguras en todo tiempo borrajas, dado primero un hervor y vaciada aquella agua; después cocidas con leche de almendras o con brodio de carne; lechugas cocidas un hervor; hinojo cocido. Las frutas convenientes son siem­pre higos secos, pasas, almendras; las demás se dan o se niegan según la disposición de la persona; las manzanas asadas son buenas y el turrón, especialmente de almen­dras o de avellanas pequeñas».

XX. «HA MUERTO EL SANTO»

Cuando en las primeras horas del 31 de julio de 1556 empezó a correr en Roma el rumor de la muerte de Igna­cio, la voz del pueblo fue unánime: «Ha muerto el Santo». El pueblo no suele equivocarse en sus juicios. Con pleno conocimiento de causa expresó el mismo con­cepto el P. Laínez, gravemente enfermo en una habita­ción cercana a la de Ignacio. Cuando algunos Padres en­traron a visitarle, quisieron encubrirle la noticia para no darle pena. Pero él, adivinándola, les preguntó: «¿Es muerto el Santo, es muerto?» Cuando al fin le dijeron que sí, él levantó las manos y los ojos al cielo, pidiendo al Señor que le concediese acompañar a su padre, para gozar con él de la eterna bienaventuranza. No fue así, sino que al poco tiempo se restableció y fue elegido vica­rio general de la Compañía.

Ignacio no temía la muerte: más aún, la deseaba para «en la patria celestial ver y glorificar a su Criador y Se­ñor» (Polanco). Ya en 1550 tuvo una gravísima crisis de su enfermedad, que, a juicio suyo y de muchos, podía ser la última. En aquel trance, «pensando en la muerte —nos dice él mismo en su Autobiografía—, tenía tanta alegría y tanta consolación espiritual en haber de morir, que se de­rretía todo en lágrimas; y esto vino a ser tan continuo, que muchas veces dejaba de pensar en la muerte, por no tener tanto de aquella consolación».

Aquella vez sanó. Pero durante los primeros meses de 1556 volvió a encontrarse otra vez muy mal. El 8 de fe­brero se anotaba que desde hacía un mes no celebraba la misa y tenía que contentarse con comulgar cada ocho días. A principios de junio pareció que reaccionaba, pero el día 11 del mismo mes volvió a recaer. Este continuo sucederse de altos y bajos hicieron decir al P. Diego de Eguía que «vivía por milagro mucho tiempo había», ya que «con un tal hígado, naturalmente no sé cómo se po­día vivir, sino que Dios nuestro Señor, por ser entonces necesario para la Compañía, supliendo la falta de los ór­ganos corporales, le conservó la vida».

Aquel milagro no podía prolongarse por mucho tiempo. A fines de junio llegó a estar tan mal, que se pensó que un cambio de aires y un ambiente más tran­quilo le ayudaría. Por eso, después de consultar al mé­dico, el 2 de julio fue trasladado a la viña del Colegio Romano. Ignacio delegó el gobierno de la Compañía en los PP. Madrid y Polanco. En un principio pareció que el remedio era eficaz, pero pronto se disiparon las esperan­zas. Por eso, hacia el 27 de aquel mes, fue llevado de nuevo a la casa de Roma. Un testigo de los hechos refiere que «su enfermedad fue de cuatro días, y no parecía peligrosa».

Esta última afirmación explica lo que sucedió en aque­llos últimos días. Eran tan frecuentes sus achaques, que se pensó que aquél era uno como los otros. Nadie, ni los médicos, se dio cuenta de lo que realmente pasaba. A ello contribuyó el hecho de que había en la casa otros enfermos graves, entre ellos, como hemos apuntado, el P. Laínez.

El hecho es que los médicos ni siquiera visitaban a Ig­nacio. El único en darse cuenta de que su fin se acercaba fue él mismo. El 29 de julio llamó al P. Polanco para decirle que encargase al P. Baltasar Torres, que era mé­dico, que le visitase también a él como a los otros enfer­mos. Desde entonces lo hicieron cada día, tanto el P. To­rres como el doctor Alejandro Petroni.

El jueves, día 30, después de las cuatro de la tarde, Ignacio mandó a llamar al P. Polanco y, haciendo salir al enfermero, le dijo que convendría que fuese al Vaticano para informar al papa de que él «estaba muy al cabo y casi sin esperanza de vida temporal, y que húmilmente suplicaba a Su Santidad le diese su bendición a él y al maestro Laínez, que también estaba en peligro». Polanco le respondió que los médicos no veían síntomas de gra­vedad y que él esperaba que el Señor lo conservaría to­davía por algunos años. Añadió: «¿Tan mal se siente como esto?» Respondió Ignacio, «Yo estoy que no me falta sino expirar». Polanco prometió entonces al Padre que cumpliría su deseo, pero le preguntó si bastaba que lo hiciese al día siguiente. La razón era que los jueves salía el correo para España, vía Génova, y tenía aun al­gunas cartas por despachar. Ignacio le contestó: «Yo holgaría más hoy que mañana, o cuanto más presto hol­garía más; pero haced como os pareciere; yo me remito enteramente a vos».

Para su mayor tranquilidad, Polanco consultó al doctor Petroni, preguntándole si creía que el Padre estaba en peligro. Petroni le contestó: «Hoy no os puedo decir de su peligro; mañana os lo diré». Con esta respuesta, Po­lanco creyó que podía esperar al día siguiente, y continuó despachando la correspondencia.

Hacia las nueve de la tarde, Ignacio cenó bien, para lo que solía. Estaban presentes los PP. Polanco y Madrid. Los tres se quedaron hablando un rato. Sabemos cuál fue el último negocio de que se ocupó Ignacio: la compra de una casa de Julia Colonna para el Colegio Romano. Sin particular aprensión, Polanco y Madrid se retiraron a descansar.

Para velar al enfermo se quedó el enfermero Hermano Tomás Cannizzaro. Este refirió después lo que observó durante aquella última noche. Ignacio se movía agitado y de cuando en cuando pronunciaba algunas palabras. Hacia la media noche se aquietó y solamente repetía de cuando en cuando la exclamación: «¡Ay, Dios!» El nom­bre de Dios fue la última palabra que pronunció, él que lo tenía tan grabado en el corazón.

Al amanecer, los Padres encontraron a Ignacio in extremis. Encargaron en seguida al Hermano Cannizzaro que fuese en busca del P. Pedro Riera, con quien Ignacio se confesaba en los últimos tiempos. Pero el Hermano no lo encontró. Es evidente que lo que se pretendía del P. Riera —que, además de confesor de Ignacio, era prefec­to de iglesia—, era que administrase al enfermo la santa un­ción. Polanco se precipitó al Vaticano, y, no obstante lo temprano de la hora, fue recibido por el papa. Paulo IV, «mostrando dolerse mucho, dio su bendición y todo cuanto podía dar, amorosamente». Pero, cuando Polanco regresó a la casa, encontró que Ignacio ya había muerto tranquilamente, «sin dificultad alguna». Estaban presen­tes a su tránsito solamente los PP. Madrid y Frusio, rector del Colegio Germánico. La hora fue «antes de dos horas de sol», según refiere Polanco. Teniendo en cuenta que el 31 de julio el sol sale en Roma a las cuatro y tres minu­tos, podemos deducir que Ignacio expiró poco antes de las seis de la mañana, hora solar, de aquel día 31 de julio de 1556, que era un viernes.

Aparentemente, la muerte de Ignacio fue una muerte vulgar. Polanco lo reconoció al escribir que «pasó al modo común de este mundo». Nadie se dio cuenta de su gravedad. Los médicos atendieron a otros enfermos más que a él. Murió sin recibir los últimos sacramentos, aun­que había comulgado dos días antes. La bendición del papa, que él tanto había deseado, le llegó tarde. Pero es­tas circunstancias, humanamente tan desconcertantes, no quitan nada a la grandiosidad de aquel último acto de la vida del Santo. Si el valor de un hombre se mide por el modo como muere y si tras la muerte se aprecian más las virtudes de cada uno, no podemos menos de admirar toda la sublimidad de una muerte como ésta, dentro de su aparente vulgaridad.

El P. Polanco vio todo esto bajo el aspecto de la hu­mildad del Santo, «que, teniendo tanta certitud de su tránsito […], ni quiso llamarnos para darnos su bendi­ción, ni nombrar sucesor, ni aun vicario, en tanto que se hace la elección, ni cerrar las Constituciones, ni hacer otra demostración alguna que en tal caso suelen algunos siervos de Dios. Sino que, como él sentía tan bajamente de sí, y no quería que en otro que en Dios nuestro Señor estribase la confianza de la Compañía, pasó al modo co­mún de este mundo, y por ventura debió él de alcanzar esta gracia de Dios, cuya gloria sola deseaba, que no hu­biese otras señales en su muerte» [...].

Una muerte acompañada de tan claras muestras de ver­dadera humildad llevaba, evidentemente, las señales del Espíritu. Fruto del Espíritu fue también la reacción de paz y serenidad que se difundió en el ánimo de todos sus hijos, que bien merece compararse con la que experimen­taron los apóstoles tras la ascensión del Señor. «En esta casa y colegios —escribe Polanco—, aunque no puede dejar de sentirse la amorosa presencia de tal Padre, de que nos hallamos privados, es el sentimiento sin dolor, las lágrimas con devoción, y el hallarle menos con au­mento de gracia y alegría espiritual. Parécenos, de parte dél, que era ya tiempo que sus tan continuos trabajos llegasen al verdadero reposo, sus enfermedades a la verdadera salud, sus lágrimas y continuo padecer a la biena­venturanza y felicidad perpetua».

Reanudemos el hilo de la narración. Pasados los pri­meros momentos de estupor y después de encomendar su alma a Dios, los hijos de Ignacio tomaron todas las medi­das para conservar, en lo posible, la imagen de su padre. Hacia las dos de la tarde, el célebre quirurgo Realdo Co­lombo le practicó la autopsia, de cuyos resultados ya di­mos cuenta al tratar de la salud de Ignacio. Después fue embalsamado. Aquel mismo día se procuró obtener un retrato suyo, ya que todas las tentativas para obtener uno en vida habían resultado vanas. El elegido fue el pintor florentino Jacopino del Conte, discípulo de Andrea del Sarto, que era penitente del Santo. El retrato que hizo este pintor se conserva hoy día en el apartamento del general de la Compañía y ha sido reproducido muchas veces. Refleja bien los rasgos característicos de la fiso­nomía de Ignacio. El historiador Domingo Bartoli dice que, aun cuando fue sacado sobre el rostro de Ignacio difunto, fue corregido por el pintor, según la imagen que él tenía en la mente, por haberle visto tantas veces. Añade que era tenido por el mejor retrato de Ignacio, opinión no compartida por todos y dividida entre los que prefieren el retrato hecho en Madrid por Alonso Sánchez Coello o el que conservaban los Padres residentes en Flandes.

Se procuró que un técnico hiciese una mascarilla en escayola, de la que después se sacaron otras en cera y en yeso. Una de éstas la tuvo en Madrid el P. Ribadeneira y sirvió de modelo para el retrato hecho por Alonso Sán­chez Coello, el cual siguió, además, las indicaciones que le iba dando de palabra el mismo Ribadeneira.

Tuvieron su bendito cuerpo hasta el día siguiente, sá­bado, 1.º de agosto. Después de vísperas, hacia las cinco de la tarde, se celebraron las exequias con gran concurso de fieles. Unos le besaban las manos, otros los pies, o tocaban cuentas a su cuerpo. Costó trabajo alejar a los que querían llevarse alguna reliquia. El P. Benito Palmio pronunció la oración fúnebre, haciendo una «modesta y piadosa conmemoración. El cuerpo, revestido de los ornamentos sacerdotales y encerrado en una caja de ma­dera, fue enterrado en una fosa excavada en el suelo del altar mayor de la iglesia de Santa María de la Strada, al lado del Evangelio. Aquélla era una sepultura provisional «hasta que otro se vea más conveniente». De hecho, otras translaciones se hicieron a medida que se iba cons­truyendo la moderna iglesia del Gesù, donde actualmente es venerado en el espléndido altar a él dedicado.

Sobre el sepulcro se colocó una lápida, con una ins­cripción latina digna de ser tenida en cuenta, sobre todo porque en ella se precisa que Ignacio murió a los sesenta y cinco años de su edad, lo que equivale a decir que ha­bía nacido el año 1491. No fue una cifra puesta a la li­gera, sino tras madura deliberación de parte de los Pa­dres. Como es sabido, respecto al año del nacimiento de Ignacio hubo diversidad de opiniones desde un principio, y escritores tan cercanos a los hechos como Polanco y Ribadeneira cambiaron más de una vez de parecer. Hoy día, la crítica tiene como la más acertada la opinión ex­presada por los Padres que compusieron la lápida sepul­cral del Santo.

«Murió cuando había cumplido su misión».

Lo escribió el P. Nadal y lo confirman los hechos. So­lía él decir que deseaba ver tres cosas antes de morir: la primera, la aprobación y confirmación de la Compañía por parte de la Sede Apostólica; la segunda, ver aproba­dos, asimismo, los Ejercicios: la tercera, terminar las Constituciones. Cuando estos deseos se vieron cumplidos, los padres que más de cerca le rodeaban empezaron a temer que su fin estaba cercano.

Ampliando estos puntos, el P. Polanco en su Chroni­con enumera siete gracias que fueron concedidas a Igna­cio antes de su muerte:

La primera fue no sólo ver aprobada la Compañía, sino además confirmada por varios sumos pontífices. La segunda, los amplísimos privilegios, gracias y facul­tades concedidas a la Compañía por los mismos papas. La tercera, escribir las Constituciones y Reglas de la Compañía y el ver que éstas se iban divulgando y practi­cando, aun cuando dejó a la Congregación General la autoridad para aprobarlas definitivamente.

La cuarta fue dejar tantos seguidores de su vocación e Instituto. Según los cálculos que se han realizado, el número de los jesuitas al tiempo de la muerte de San Igna­cio giraba en torno al millar. Los españoles, comprendi­dos los que vivían fuera de España, no bajarían de 300. No es cuestión de juzgar si eran muchos o pocos. Es sabido que el Santo no se preocupaba tanto por el nú­mero como por las cualidades de sus seguidores. Recor­demos su dicho que lo confirma: que, si algo le podía hacer desear vivir, era para ser riguroso en admitir suje­tos en la Compañía. Esto podemos comprobarlo por lo menos en cuanto se refiere a los admitidos a la incorpo­ración definitiva en la Compañía. Los cálculos no dan más que unos 38 profesos de cuatro votos, 11 de tres votos, cinco coadjutores espirituales y 13 coadjutores temporales.

La quinta fue el fruto conseguido por la Compañía en sus ministerios apostólicos, no sólo entre los católicos, sino también entre los separados.

La sexta, la autoridad de que gozaba la nueva Orden, no sólo ante los sumos pontífices y las altas autoridades eclesiásticas, sino también entre los príncipes seglares, los pueblos y naciones después de haber sido superadas no pocas persecuciones y contrariedades.

La séptima, ver la Compañía establecida en varias regiones. La Compañía contaba con más de un centenar de casas o colegios, divididos en doce Provincias.

ESTADO DE LA COMPAÑÍA A LA
MUERTE DE SAN IGNACIO

Sobre el número de los jesuitas al tiempo de la muerte del Fundador acabamos de hablar.

He aquí la lista da las casas y colegios de la Compañía fundados hasta 1556. Donde no se especifica otra cosa, se trata de colegios. Entre paréntesis se indica el año de fundación. Es claro que bastantes de estos colegios eran modestos. Algunos tuvieron una existencia efímera.

Italia.—Roma, casa profesa (1540); Padua (1542); Bo­lonia (1546); Messina (1548), noviciado (1550); Palermo (1549), noviciado (1551); Tívoli (1550); Venecia (155(1); Colegio Romano (1551); Ferrara (1551); Florencia (1551); Colegio Germánico, en Roma (1552); Nápoles (1552); Pe-rusa (1552); Módena (1552); Monreale (1553); Argenta (1554); Génova (1554); Loreto (1555); Siracusa (1555); Bivona (1556); Catana (1556); Siena (1556).

España.—Valencia (1544); Gandía (1545; elevado a Universidad en 1547); Barcelona (1545); Valladolid (1545); Alcalá de Henares (1546); Salamanca (1548); Bur­gos (1550); Medina del Campo (1551); Oñate (155(1; Cór­doba (1553), noviciado en 1555, trasladado a Granada en 1556; Avila (1554); Cuenca (1554); Plasencia (1554); Gra­nada (1554); Sevilla (1554); Simancas, noviciado (1554); Murcia (1555); Zaragoza (1555); Monterrey (1556).

Portugal.—Lisboa, casa profesa (1542), colegio (1553); Coimbra (1542), con noviciado (1553); Colegio das Artes (1555); Evora (1551).

Francia.—París (1540); Billom (1556).

Germanio inferior.—Lovaina (1542); Tournai, casa (1554); Colonia (1544).

Germanía superior.— Viena (1551), con noviciado (1554); más tarde, separado del colegio; Praga (1556); In­golstadt (1556).

India.—Goa: dos colegios, uno para jesuitas y otro para niños del país (1543), y noviciado (1552); Bassein (1548); Cochín (1549); Quilon (1549).

Brasil.—San Vicente (1553); Piratininga, hoy Sao Paulo (1554); Salvador de Bahía (1555).

Japón.—Bungo (Oita), casa; Yamaguchi, casa, hasta mayo de 1556.

En otras partes del Oriente trabajaban jesuitas, sin re­sidencia fija: Malaca, Ormuz, islas Malucas (Tomate, Amboino, isla del Moro).

Estas casas y colegios estaban agrupadas en once Pro­vincias de la Orden, y serían doce si se pudiese incluir entre ellas la de Etiopía, donde la Compañía no llegó a establecerse en tiempo de San Ignacio.

Damos el orden de fundación de estas Provincias, indi­cando el año y el nombre del primer provincial.

1. Portugal: 26 octubre 1546. Provincial: Simón Ro­drigues.

2. España:1.º septiembre 1547. Provincial: Antonio de Araoz.

3. India: 10 octubre 1549. Provincial: Francisco Javier.

4. Italia (sin contar Roma): 5 diciembre 1551. Provin­cial: Pascasio Broët.

5. Sicilia: marzo 1553. Provincial: Jerónimo Do­mènech.

6. Brasil: 9 de julio 1553. Provincial: Manuel de Nóbrega.

Él 7 de enero de 1554, la Provincia de España fue divi­dida en tres:

7. Aragón: Provincial: Francisco Estrada.

8. Bética: Provincial: Miguel de Torres.

9. Castilla: Provincial: Antonio de Araoz.

10. Francia: 1552. Provincial: Pascasio Broët.

11. Germania inferior: 1556. Provincial: Bernardo Olivier.

12. Germania superior: 7 de junio 1556. Provincial: Pedro Canisio.

En la noche que precedió a su muerte podemos pensar que Ignacio, viendo que su fin era inminente, dirigió una mirada al pasado y al presente de la Compañía, con una proyección también hacia el futuro. Aquella promesa que le había hecho Jesús en la visión de La Storta: «Yo os seré propicio» o «Yo estaré con vosotros», hasta entonces se había cumplido, a veces en medio de grandes dificultades. Respecto al futuro de la Compañía, él había di­cho algunas veces que «los que habían de venir serían mejores y para más; que nosotros habemos andado como quiera». Más que en cálculos humanos, hemos de creer que sus previsiones se fundaban en su fe en la Providen­cia. Escribiendo una vez a San Francisco de Borja sobre uno de los asuntos más angustiosos que tuvo que tratar, el de la financiación del Colegio Romano, le decía: «Para el tesoro que tenemos de esperanzas, todo es poco. Dios, que las da, no las confundirá». Podemos pensar que San Ignacio, desde el cielo, verá con buenos ojos que esta breve biografía suya se cierre con estas pa­labras de esperanza.

Los números entre corchetes en este capítulo corresponden a la numeración de los párrafos que está actualmente en uso en las ediciones de las Constituciones.

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