Olegario González de Cardenal
Artículos
Deus est cáritas: Una encíclica: ¿trivialidad o genialidad?
El quehacer de la Teología
Escuela, Religión, Teología
Familia y Escuela
La Familia Trivializada
Tres maestros rurales
TEILHARD DE CHARDIN, MEDIO SIGLO DESPUÉS
Carlos de Foucauld
Rahner y Balthasar
Cenizas y personas
Contexto de una beatificación
Filosofía y teología
La Reforma Católica
La cátedra y la campana
Balada a Santa María
Deus est cáritas:
Una encíclica: ¿trivialidad o genialidad?
Llega al límite reconociendo que Dios es capaz de pasión y compasión, de amor y dolor con los humanos y por los humanos.
HAY palabras que al bien decirlas nos sentimos bendecidos por ellas, mientras que otras por el contrario al mal decirlas terminan siendo malditas; desgastadas y desangradas ellas terminan pervirtiéndonos a nosotros. Sólo recobrarán su belleza y fecundidad originarias cuando un genio o un santo, pasándolas por su alma, las profiera de nuevo. ¿Quién se atreverá hoy a cumplir esa tarea redentora de ciertas palabras inolvidables?
La primera encíclica de Benedicto XVI ha asumido esa ingente tarea: releer una relación tan esencial para la vida humana, que necesitamos varias palabras para expresarla: querencia, amistad, dilección, amor, caridad, y desde ella decir algo sobre Dios, a la vez que sobre la relación que le une con el hombre. Desde Platón y San Agustín hasta Kant y Newman, resuena irreprimible la pregunta: ¿Quién es Dios, quién el hombre, qué relación va de Dios al hombre y del hombre a Dios? El Absoluto ante el que siempre se sabe implantado el hombre, ¿es Poder o Misericordia, Exigencia o Gracia, Silencio o Palabra? Lo más grave que le puede ocurrir a un hombre es tener miedo a Dios, pensar que es su enemigo o el límite de su libertad, cuando en realidad él es su fuente y su fundamento perennes.
¿Nos atreveremos a comprender a Dios como amor y al hombre como criatura amorosa, receptor y prolongador de ese amor? La osadía del cristianismo al definir a Dios como amor determina también la comprensión del hombre y de su forma de vida. No se trata de una propuesta filosófica o de una reflexión moral sino de una experiencia hecha a la luz de la historia de un pueblo y de un hombre. El texto bíblico clave de toda la encíclica, que tiene su falsilla en la 1ª Carta de San Juan, es éste: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (4,16).
La sencillez del texto pontificio es engañosa: detrás de él está toda la historia del pensamiento occidental y con ella silenciosa y humildemente dialoga el Papa. ¿Qué ha ofrecido el pensamiento griego a la humanidad en este orden? Una propuesta metafísica, estética y ética desde una visión ascendente, que parte del hombre y llevado por el impulso hacia lo alto, bello y absoluto, le mantiene en perenne búsqueda del Bien, la Idea, la Belleza, el Ideal moral. El cristianismo aparece como plenitud de los tiempos; cuando la humanidad había madurado y era capaz de ser oyente de la divina palabra; pero no repite lo sabido y conocido ni por el helenismo ni por el judaísmo.
La afirmación esencial del cristianismo es que Dios ha descendido hasta ese hombre creado para tales ascensiones, ha compartido su destino, ha gustado su pasión de existir y así se le ha revelado como amor. El amor no es un imperativo ni una exigencia sino un don previo, al que se responde con la misma palabra y moneda. No responderle significaría que no había sido reconocido como tal. Lo más esencial no es lo que el hombre hace o tiene que hacer, sino lo que Dios ha hecho por él, la precedencia divina, que abre un camino para que el hombre marche hacia un encuentro personal con él. Dios, que ha creado al hombre para ser su compañero de viaje, comparte el destino de su amigo hasta el final. El amor se revela definitivamente en la cruz donde Dios, en su Hijo Jesucristo, padece, comparte y supera el destino del hombre, mortal y pecador.
El amor sólo es reconoscible y respondible cuando se expresa en la compasión que asume y en la debilidad compartida. Un amor absoluto en la distancia es humillante y no redime; sólo redime el que com-parte y com-padece con la persona amada. La definición de Dios como amor ha nacido y es creíble en la luz de la cruz v resurrección de Cristo. Narrar esa historia e invitar a corresponderla con amor ha sido la tarea suprema de la catequesis cristiana, genialmente formulada por San Agustín («historiam narrare et ad dilectionem monere») en su obra «Sobre la instrucción en la fe cristiana a los que la desconocen».
Pero todo esto, ¿no es una trivialidad conocida desde siempre? Conocida y olvidada. Lo más grave que le puede ocurrir a una persona o a una generación es sólo «consaber», es decir olvidar la raíz de la que nacen y así quedar desarraigados. La encíclica es una confrontación silenciosa con el platonismo, el judaísmo y el islam. Frente al eros del platonismo y al nomos del judaísmo, expone lo que, prolongando legítimas intuiciones en aquel y divina revelación en este, ofrece de específico el cristianismo (ágape). En el horizonte del pensamiento moderno, la encíclica tiene detrás la postura de Lutero y cierto pensamiento protestante que, llevado de su acentuación del pecado, proyecta una mirada negativa sobre lo que este desencadena en el hombre. Desde aquí se contrapone el eros, como impulso ascendente, posesivo, impuro, propio del hombre pecador, al ágape, o amor generoso, oblativo, de pura benevolencia, propio de Dios y del hombre redimido. El libro del sueco A. Nygren (1890-1978), «Eros y Ágape. La noción cristiana del amor y sus trasformaciones» (1932-1937), llevó la contraposición al límite, oponiendo así el orden de la naturaleza y el orden de la gracia, la pasión humana y el amor divino.
La encíclica recupera una visión unificada de creación y redención, de amor divino y amor humano, de eros y ágape. Llega al límite reconociendo que Dios es capaz de pasión y compasión, de amor y dolor con los humanos y por los humanos. La cita del Pseudodionisio, que define a Dios como eros y ágape al mismo tiempo, vale por toda una biblioteca y deja fuera de juego mil objeciones a la comprensión cristiana de Dios. Esta es tan ingenua como revolucionaria. Para los griegos y paganos de todos los tiempos la verdad es la inversa: «El amor es dios». En su reducción de la teología a la antropología, Feuerbach reasume esta fórmula e intenta absolutizarla. La encíclica tiene ese trasfondo e intenta mostrar que amor en Dios y amor en el hombre están en correlación, pero hay que diferenciar estableciendo primacías.
El último trasfondo de diálogo son Kant y los intentos de reducir el cristianismo a moral o en todo caso hacerlo pasar por la aduana de la moralidad para convalidar su propuesta y otorgarle derecho de ciudadanía en la sociedad. La fenomenología del siglo XX (R . Otto, M. Scheler, R. Guardini, M. Eliade...) ha mostrado que la religión no vive con permiso de la metafísica, de la ética o de la estética, que es un universo propio de realidad, que como ellas tendrá que mostrar su aportación a la vida humana pero desde su orden propio y no por sumisión a aquellas. No hay mera razón sino razón extensible o reducida, oyente de una posible palabra superior a ella o cerrado en sus límites. Cuando Kant repite que «no es esencial y por tanto no es necesario saber lo que Dios ha hecho por el hombre sino saber qué tiene que hacer él mismo para hacerse digno de la asistencia divina», se coloca en los antípodas del cristianismo, expresado en las afirmaciones bíblicas, que constituyen el centro de la encíclica: Dios nos ha amado primero y nosotros tenemos que trasmitir ese amor.
Este texto pontificio les parecerá simple y trivial a quienes no lo descubran como un diálogo lúcido y generoso con la conciencia crítica de la modernidad. La primera parte del siglo XX estuvo centrada en torno a la fe (modernismos, fascismos, dogmatismos...); la segunda en torno a la esperanza y los consiguientes proyectos revolucionarios (Teilhard de Chardin, Marcel, Laín Entralgo, Bloch, Moltmann...). Ahora ¿será posible pronunciar esa palabra nueva «ágape» (amor, caridad) con todo su peso de verdad y dignidad, como definidora y definitiva tanto para Dios como para el hombre, sin esperar a tener el mundo redimido, mientras intentamos todas las transformaciones necesarias? ¿No es el amor la condición necesaria para redimirlo? Proclamarlo es el atrevimiento tan humilde como genial del autor, propuesto como exigencia para los cristianos y como oferta a todos los hombres.
El quehacer de la Teología
«Ahora que no está unida a un sector político se puede hablar de teología de la liberación»
«La Transición política la hacen la izquierda, la universidad, el mundo obrero y la Iglesia»
Miércoles, 8 de marzo 2006
Olegario González de Cardedal nace en Ávila en 1934 y estudia en Oxford y en Múnich. Participó en la tercera sesión del Concilio Vaticano II (otoño de 1964), ha sido miembro de la Comisión Teológica Internacional y ha enseñado en las aulas centenarias de esta Universidad Pontificia durante más de cuarenta años. Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, de su extensa obra cabe citar libros como «La entraña del cristianismo», «Meditación teológica desde España», «Elogio de la encina», «Raíz de la esperanza», «Dios», «La palabra y la paz» o «Sobre la muerte», y ha dirigido «La Iglesia en España, 1950-2000».
-El Concilio tuvo una importancia extraordinaria porque, entre otras cosas, se admitió la libertad de conciencia y de culto, y se consagró la democracia. Sin embargo, el Régimen lo vivió como una traición.
-El Vaticano II significó una cosa para Francia, otra para Italia, otra para Alemania y otra para España. La pregunta es en qué sintonía estaba España respecto de las ideas que llegaron maduras y el Concilio desarrolló. En eso hay que confesar con toda humildad que estaba en los antípodas. Recuerde que a mediados de los 50 hubo un intento de apertura cultural con Ruiz Jiménez, ministro de Educación, Laín Entralgo, rector en Madrid y Antonio Tovar en Salamanca, que obtuvo una durísima reacción de algunas derechas políticas y eclesiales, tanto que se produjo un movimiento de repliegue político, social y cultural muy fuerte. Todo eso queda entre paréntesis cuando el 25 de enero de 1959 Juan XXIII convoca el Concilio. El Concilio coge a la España oficial a trasmano. La afirmación, por tanto, es de carácter colectivo, oficial, político. El Vaticano II es un fenómeno muy amplio, muy profundo. En España fue recibido, principalmente, en la medida en que tuvo repercusiones políticas: el decreto sobre libertad religiosa, el decreto sobre ecumenismo y la constitución pastoral «Gaudium et spes». En el orden eclesial, las otras tres constituciones también fueron decisivas.
-¿No es impensable la Transición política en paz sin el Concilio?
-Fue la preparación providencial de las conciencias para que, descubriendo que la reforma es una exigencia coherente con los principios católicos, se preparara la Transición política. Porque si en el orden más profundo de la fe la reforma no era una traición, sino una perfección de lo creído, con eso los ciudadanos católicos se abrían a pensar que la reforma en el orden político, civil y laboral tampoco era una traición a la conciencia española de siempre ni a la fe de la Iglesia, sino la expresión de una mayor fidelidad. No sabemos cómo hubiera sido la Transición de no haber existido el Vaticano II. Hay que decirlo con toda claridad: la Transición la hacen la izquierda, la universidad, el mundo obrero y la Iglesia. La burguesía media que luego llegó al poder no estuvo en las batallas de la Transición. La Iglesia fue un fermento de libertad, de reconciliación y de esperanza. Desde la Hermandad Obrera de Acción Católica de Guillermo Rovirosa los locales de la Iglesia eran el único ámbito de libertad. Cosa que obligaba a la Iglesia, porque quien tiene libertad, tiene que hacerla no un privilegio propio, sino un medio para que sea de todos. En ese sentido, el franquismo consideró que la Iglesia le estaba traicionando. Era verdad. Lo que pasa es que la Iglesia tiene una capacidad de experimentar cambios que los regímenes políticos no tienen. Roma tiene 25 siglos de capitalidad, 20 siglos de cristianismo y ha visto de todo. Por tanto, no pestañea.
-Volvamos al Concilio... ¿qué llevó a la Iglesia a tamaña reflexión?
-En los años 60 había una gran cuestión que venía desde el Vaticano I, que fue un agravio y una tragedia. ¿Por qué? La Iglesia se había propuesto hacer una gran reflexión sobre la fe, el Evangelio y su misión en la Historia. Pero ese horizonte de reflexión pastoral se fue angostando. No los temas teológicos, sino los eclesiológicos; no toda la eclesiología, sino sólo el lugar del obispo de Roma como vicario de Cristo; no toda la reflexión teológica, sino sólo su función magisterial. Y luego, por las prisas de la guerra franco-prusiana, sólo la función magisterial del Papa de Roma en situaciones límite y su capacidad de tomar una decisión última de orden infalible. Entonces, la gran constitución sobre la fe y la gran constitución sobre la Iglesia quedan en silencio ante el hecho de haber definido al Papa infalible. Desde fuera dicen: manda uno y todos obedecen, piensa uno y todos callan. Pero ese trauma provoca en la conciencia católica una inmensa reacción de redescubrimiento de la identidad como comunidad de fe. El redescubrimiento de la Biblia como fuente de inteligencia. Y el redescubrimiento de la espiritualidad del Dios vivo... Están Santa Teresa de Lisieux e Isabel de la Trinidad, surgen los movimientos bíblico, litúrgico, patrístico, ecuménico, en orden a una recuperación del cristianismo en su originalidad, su fecundidad y su catolicidad. Y todos estos grandes cauces van a desembocar en el Vaticano II que se centra en dos grandes propuestas. Primero, sobre la misión de la Iglesia hacia dentro y hacia fuera. Y segundo, el diálogo con la conciencia crítica de la modernidad a partir de la Ilustración, en orden a superar la dicotomía entre conciencia humana y conciencia eclesial.
-Sin embargo, uno de los frutos del Concilio, la llamada teología de la liberación, se convirtió en una fuente conflictos. ¿Qué ocurrió?
-La teología de la liberación es la prolongación del método expuesto en la «Gaudium et spes». Partiendo de la realidad, se analiza qué sintonía, qué distancia, qué rechazo se tiene con respecto al Evangelio. Si el Evangelio es una lucha de vida, de libertad y de esperanza, ¿qué palabras, hechos, instituciones y formas de vida proponemos cuando rigen no la libertad sino la dictadura, no la justicia sino la injusticia, no la vida sino la muerte? Eso es lo que está en el origen y eso es sagrado. Pero, ¿cómo se pasa de esa propuesta a una articulación política? Y ahí es donde entra el marxismo y donde se produce el problema. Claro, el marxismo da una interpretación materialista de la realidad, de la historia, de la economía, de la política y de la cultura. El problema es que ésa es «una» interpretación, pero hay otras. Por otro lado, hay que reconocer que dentro de la comprensión eclesial hay pluralismo, no todos consideramos las mismas primacías, las mismas urgencias, las mismas negatividades.
-Pero ¿qué pasó?
-La gran cuestión es que la teología de la liberación quedó afectada en su nacimiento por la situación del mundo dividida en dos bloques, y afectada luego por el hundimiento de uno de esos bloques. Se queda sin respaldo social, cultural, político. Ahora es cuando sí hay que hablar de teología de la liberación, cuando no va unida a un sector político. Ahora es cuando se tiene libertad y debe ejercer esa libertad para discernir, asumir y criticar las propuestas políticas que se ofrecen.
-¿En qué medida el catolicismo de resistencia polaco de Karol Wojtila marcó el declive de la teología de la liberación, desplazando, además, la influencia de los jesuitas hacia el Opus Dei, que participó en aquella lucha suya contra el comunismo?
-La historia de Juan Pablo II es la que es, uno no inventa su historia. Uno no nace, le nacen. Juan Pablo II no eligió Polonia ni el año veintitantos. Él tuvo esa historia y la gran cuestión es cómo la vivió, cómo respondió a ese desafío local y temporal. Y en eso, mire, cuando uno lee más sobre el tema, ve la grandeza heroica de un huérfano que interrumpe la ilusión de vida, que era ser actor teatral, para ser fiel a la fe, a la Iglesia y a la nación. Es sencillamente admirable. Luego, en sus años posteriores mantiene esa confianza en la identidad cultural de Polonia y en la capacidad histórica de resistencia de la fe. La gran cuestión no es cómo es Papa sino por qué lo eligen. Había ya un giro interno de la Iglesia. Ciertas cosas no podían seguir ocurriendo. Y esa convicción de que ciertas cosas no podían seguir ocurriendo y de que otras cosas son inolvidables y tienen que ser actualizadas es la que hace que se elija a Juan Pablo II, quien viene lógicamente con la historia que ha vivido. Y, por tanto, con una distancia entre sonriente e irónica frente a una Europa que se había preparado para ser la expresión occidental del proyecto socialista. Incluida la Santa Sede con la «ostpolitik» del cardenal Casaroli. Para él era el desistimiento y la renuncia a los valores de la libertad y a la comprensión cristiana de la vida. Hay muchas cosas que se pueden matizar, pero decir que Juan Pablo II no había hecho la Ilustración, eso no. Todos hubiéramos esperado que no se afirmara sólo un grupo, sino otros muchos grupos, no sólo unas figuras masculinas, sino también femeninas. En cualquier caso, las cosas hay que valorarlas en cada país y en cada época. No es lo mismo el Opus en España que en Alemania. En España es un factor político, económico, cultural y eclesiástico, y ha monopolizado Gobiernos durante el Régimen de Franco. En otros países sólo es un fenómeno religioso. Por su parte, la Compañía de Jesús es una de las inmensas aportaciones de España a la Iglesia Universal. Por lo que el Vaticano II ha significado como expresión de libertad, de modernidad, de reconocimiento de autonomía tenía que crear en ella una crisis, porque si una institución hubo de obediencia incondicional, ésa era la Compañía. El anuncio del Evangelio y la lucha por la justicia son sagradas, pero no se puede decir que sean cosas idénticas. No son separables pero tampoco identificables.
Escuela, Religión, Teología
España ha hecho en los últimos cuarenta años conquistas admirables: la recepción generosa del Concilio Vaticano II, la normalización democrática y constitucional, la reconciliación histórica, la integración en Europa, la superación fundamental de la pobreza por los sucesivos planes y procesos económicos. Junto a estos grandes logros seguimos con problemas de fondo pendientes: el decrecimiento de la población que nos obliga a depender de la inmigración, con las tareas, peligros y riquezas del mestizaje cultural; el terrorismo que no cesa por la complicidad de aquellas capas sociales y partidos políticos que anteponen su propia afirmación a la defensa de la vida y libertad de todos; la escuela como lugar concreto de formación de personas, ciudadanos y profesionales. Con el término «escuela» me refiero aquí al espacio intermedio entre el «jardín de infancia» y la «universidad», en el que la persona humana se abre conscientemente a la vida, descubriendo sus horizontes, valores y límites e insertándose de un modo u otro en la existencia. Con razón se ha dicho que uno es de donde ha hecho el bachillerato y es tal cual era el bachillerato que hizo.
La escuela es hoy el primer problema moral de España, resultante de muchas causas. El incremento de saberes, métodos e instrumentos es tal que no es fácil saber qué materias deben constituir el tronco de saberes objetivos y universales (instrucción), de valores e ideales de sentido (cultura), de actitudes y criterios cívicos (educación) que deben transmitirse en ella. (Es significativo que el Ministerio responsable haya tenido esos tres nombres sucesiva o acumulativamente). Es problema resultante también de lo que es un inmenso logro social: el acceso de todas las clases a la enseñanza. Esa universalización no ha ido acompañada por la necesaria personalización, concluyendo en algunos casos y lugares en masificación. El tercer origen de los problemas es la suplantación de la escuela como lugar personal de transmisión directa de saberes y valores por otros ámbitos, instancias y poderes anónimos, que sin responsabilizarse de los resultados y con intenciones no gratuitas emiten mensajes, reclaman atención y subyugan conciencias (partidos políticos, información mediática visual, propaganda que apela a lo primordial instintivo, dejando como impensable, innecesario o inválido el esfuerzo intelectual y la honestidad moral).
Sobre este fondo la consecuencia más grave es la impotencia sentida para educar, la desilusión y depreciación social de los profesores. Se sienten impotentes o reducidos a la insignificancia ante el acoso social de los padres, alumnos, sindicatos, partidos políticos, opinión pública. Un libro francés lleva este significativo título: ¿Es posible educar en democracia? Por supuesto que sí, pero el cómo es la cuestión pendiente. El hecho más grave, sin embargo, es la desproporción que existe entre el respeto, aprecio y agradecimiento que la sociedad ofrece a la cultura y la ciencia por un lado, y por otro el que ofrece al juego, al espectáculo y a la diversión de masas. Una sociedad y una cultura en las que los futbolistas son alguien, «ídolos» y millonarios, mientras que los educadores, investigadores y poetas son depreciados y menos reconocidos socialmente, han perdido la autoridad moral para exigir a los educadores que transmitan valores e ideales, porque niegan con hechos lo que les piden.
En esa escuela comienza el próximo curso a transmitirse enseñanza de la religión. Esta tiene dos dimensiones igualmente constituyentes: la objetiva y la subjetiva. La primera la forman: las personalidades fundadoras, relatos, libros, cultos, templos, comunidades, ideas, ideales, instituciones, arte, moral, utopías. Todo ello ha dado origen a un conjunto de ciencias: fenomenología, historia, psicología, sociología, filosofía... de la religión. La otra dimensión es la subjetiva o la religión en la medida en que es vivida consciente y libremente como verdad real determinante de la existencia personal. Ella pone al hombre en relación con un Ser supremo invocado como sagrado y nombrado Dios. Así comprendida, la religión confiere sentido a la existencia, nuevas potencias de vida, libertad crítica frente a la absolutización de este mundo, esperanza de salvación. Cuando se refiere a personas y hechos históricos, comprendidos como revelación divina, entonces hablamos de fe. Y cuando ésta, con rigor, método y a la altura del tiempo, reflexiona sobre su origen, presupuestos, contenidos y consecuencias, entonces tenemos la teología.
En la actual configuración de Europa, además del judaísmo y del Islam, ha sido decisivo el cristianismo. De él, en diálogo incesante con el mundo de Grecia y Roma, la Ilustración y la modernidad, han surgido las categorías de persona, libertad, comunidad, prójimo, historia, esperanza, vocación, misión, responsabilidad, derechos humanos y hasta la propia ciencia y democracia. El reconocimiento de todo hombre como imagen de Dios llevó consigo el reconocimiento de su valor absoluto. Ello ha hecho posible y necesario el ordenamiento jurídico y social que tenemos hoy. Olvidar, excluir, cegar o no cultivar ya esas fuentes de orientación para la vida humana equivale a serrar la rama del árbol sobre la que estamos sentados, pensando que separados del tronco podremos crecer con mayor autonomía y fecundidad.
La escuela queda abierta a estas realidades para integrarlas en la forja personal de los españoles. La religión, pensada en su forma y en sus deformaciones, debe ser enseñada con el mismo rigor, seriedad y exigencias que las demás disciplinas. Cada ciencia tiene luego su orden de realidad y de racionalidad propios, pero todas deben estar abiertas a la verificación y confrontación con los demás saberes. La arqueología, la bioquímica, la literatura, la teología, la ética, el derecho, tienen en común el ofrecer saberes objetivos, con voluntad de universalidad, queriendo ensanchar y enriquecer la vida humana, pero cada una colabora a esos fines con sus contenidos, racionalidad y método propios.
La religión tendrá dos formas de enseñanza en la escuela: una la correspondiente a la mayoría de la población que la solicita en el ejercicio de sus derechos primordiales y que luego la legislación articula. Otra la que por responsabilidad propia la autoridad educativa establece, ya que tal saber resulta esencial para comprender lo que ha sido la historia humana general y nuestra particular historia hispánica, a la vez que necesaria para que el trato entre grupos religiosos distintos sea real convivencia y no mera tolerancia en espera del resarcimiento. Si en 1970 llegó a parecer indiscutible que política y economía eran los dos poderes determinantes de la vida humana, en 2003 es evidente que culturas y religiones son potencias más originarias y radicales. Ignorarlas es, primero, desconocer al hombre y, después, despreciar a la sociedad.
La nueva situación educativa es una oportunidad histórica para la maduración cultural de todos, superando radicalismos fundamentalistas y laicistas. Correspondiendo por un lado y respetando por otro la libertad de todos, en un caso se estudia la religión como hecho humano general (cultura) y en el otro como hecho vivido en la fe, que -como en el caso cristiano- sitúa en el centro de esa historia la revelación de Dios en Cristo (teología). Admitida la diferencia hay que subrayar lo que ambas tienen en común (contenido, rigor, método, seriedad, lenguaje, aportación formativa, responsabilidad social). Lo decisivo es la forma de enseñarla: la cualificación y la dedicación del profesorado, que en ningún caso hará proselitismo ni juzgará la fe personal. Lo mismo que en derecho, filosofía y ética el profesor no juzga el sentido de la justicia, la sabiduría interior o la vida moral del alumno sino los saberes y técnicas objetivos de cada uno de esos campos igual ocurre con la enseñanza de la religión.
Conocimiento de lo universal y humanamente significativo, construcción de la concordia social dentro de la diferencia reconocida, fundamentación y cultivo de lo que son logros ya irrenunciables de la humanidad (libertad, derechos humanos, solidaridad con el prójimo...): esas son las grandes tareas que tiene delante de sí la escuela siempre y, en su orden propio, son las que tiene que asumir también la nueva enseñanza de la religión. Ella puede ser un bello y eficaz puente tendido hacia una España más cualificada y moderna. Tristísimo sería que, por recelos, discordias o sencillamente incapacidad e indolencia al asumir esta tarea, este nuevo puente no llegara a la otra ribera.
Familia y Escuela
Cada ser humano tiene su lugar de nacimiento personal, donde sus raíces arraigaron o donde quedaron al aire, sin humedad y sin jugo. Arraigo o desarraigo, confianza fundamental en la vida o distancia resentida frente a ella, ¿quién nos los da? ¿De qué somos al final hijos: de la calle, de la escuela, de la familia? ¿De la compañía que suscita y sostiene la libertad o del aislamiento y abandono que nos dejan desvalidos ante el futuro?
La infancia y adolescencia del hombre se forjan entre esos tres ámbitos de realidad y de sentido: familia, calle y escuela. El rostro personal de la madre y el maestro otorgaban antes las fibras primarias del tejido de la vida, en el que se insertaban otras secundarias, hoy la situación se ha invertido. Es la calle la que arrastra orientación y determina convicción. A la situación de la familia y de la calle debemos mirar a la hora de comprender el logro o fracaso escolar. La escuela era antes factor configurador; hoy, en cambio, es factor derivado. ¿Tiene fuerza en el orden psicológico para ser creadora de actitudes personales y personalizadoras?
Ya no es posible recluirse en los contextos naturales de origen, familia, religión, raza, despreciando lo que la historia, cultura y racionalidad han conquistado como saberes, derechos y responsabilidades. Ni el capitalismo ni el socialismo, ni el cristianismo ni el islam pueden pretender ser forjadores de identidades cerradas. La abertura a la alteridad, el ensanchamiento a la historia y el diálogo como búsqueda cooperativa de la verdad son los caminos de lo humano y de lo divino. Tenemos que conjugar identidad propia y universalidad ciudadana, verdad y libertad, afirmación del individuo y solidaridad humana.
Si la familia es la matriz primera de la identidad, la escuela es la puerta que abre hacia la verdad histórica del hombre y hacia la personalidad compleja. Sin arraigo primigenio no hay capacidad de vuelo hacia las alturas y distancias; pero sin vuelo hacia otros mundos, el mundo propio se convierte en una cárcel. Occidente inclina hoy a fiarlo todo a la escuela, como lugar de la razón pública y social, mientras que el islam parece inclinar a fiarlo a la familia.
La relación entre familia y escuela ha sido alterada y de su distonía derivan muchos problemas escolares. ¿Qué ha variado en la estructuración de la familia en los últimos años? Ha cambiado casi todo, comenzando por el contexto rural en el que se forjó. Hemos pasado de una situación local, estática, a una movilidad y dinamismo permanentes. Ha variado el orden de autoridad y las primacías de decisión, pasando a la igualdad jurídica y moral entre padre y madre. A la familia ancha y compleja, construida por abuelos, tíos, primos, que otorgaba a sus miembros conciencia de variedad, complejidad, apoyo y confianza ha sucedido otra, recortada y mínima, con sola madre o solo padre; en muchos casos dos hijos, en otros uno solo. Antes educaban los hermanos en compañía y choque, en reciprocidad y sostén. La variedad de hijos llevaba consigo el recorte y el soporte entre ellos, el despego psicológico, sin que los padres los miraran como espejo de autocontemplación narcisista (la llamada «religión de los hijos»). Han variado las condiciones de trabajo y de vivienda. De ahí resulta también otro hecho que comienza a alterar los tejidos interiores de los hijos sobre todo en los niveles profesionales medios y altos: muchos hijos sólo ven a sus padres de nueve de la noche a nueve de la mañana. El resto del día quedan entregados a cuidadoras procedentes de otras culturas e incluso de otra lengua, o trasferidos a esas zonas de espera impaciente, en que se convierten las guarderías, donde los educadores sustituyen a los brazos maternales, que con su ternura aportan la confianza fundamental, necesaria para existir sin difidencia en el mundo.
A la uniformidad cultural de antaño, está sucediendo la diversidad cultural, racial y religiosa; con mutaciones que no provienen sólo de hechos externos sino de convicciones internas. ¿Cómo se vive la vida naciente y cómo se acoge tanto a las madres gestantes como a los hijos que traen a este mundo? El drama supremo de Europa es el rechazo de la vida en un sentido y su apropiación en otro. Este giro de conciencia es el que debemos analizar, preguntándonos si él es garantía de mayor fecundidad y valor moral o si no está amenazando en la propia raíz a nuestra dignidad y con ella nuestro futuro. Cuando se comprende la vida como don de Dios, se la acoge con agradecimiento, se la valora infinitamente y se favorece su perduración ulterior. Los venideros tienen derechos que no podemos cercenar. La vida humana surge y crece con unas condiciones objetivas materiales y esponsales, que no podemos alterar a nuestro gusto. Están en juego las futuras personas.
La escuela sola no tiene capacidad para superar esos retos. Hay que repensar la estructura interna de la familia, para integrar las nuevas y admirables conquistas de trabajo y profesión de ambos esposos en un marco, que no convierta a uno de ellos en víctima. Hay que rehacer la valoración de la madre y de la familia con protección legal, apoyo económico y defensa moral frente a la trivialización maligna que ahora está padeciendo. Hay que proveer a unas actitudes, instancias e instituciones de prevención y no sólo de curación. Es desproporcionada la relación entre presupuestos y medios otorgados a superar el sida, la droga o la violencia en la familia, y los otorgados a prevenir esas lacras. No se puede trivializar la educación sexual ni banalizar el amor hasta el límite de su degradación personal en las relaciones entre la juventud, dejándolo todo al remedio de utilización de preservativos o la píldora del día siguiente. ¿Es posible una educación mínimamente humana, digna y con capacidad de futuro, si en privado y en público no se orienta con ideales y criterios ni se robustecen las actitudes personales y las capacidades morales con una palabra tan relegada como necesaria: las virtudes?
Hay que reordenar la familia en clave personal y reorganizarla en clave social, jurídica y fiscal, de manera que pueda asumir su papel educativo. Hay que fijar la tarea de formación y de extensión propia de la escuela. La colaboración crítica entre ambas logrará hacer ciudadanos, hombres, hermanos. Nos alumbrará la capacidad para la diversidad y comprensión del que viene de lejos. La recepción de inmigrantes en Europa no debe ejercitarse desde el recelo. El que está y el que viene, ambos tienen una palabra que decir. «Oh alma mía, estate preparada para la venida del Forastero/ estate preparada para aquel que hace preguntas» (T.S. Eliot). La policía no es la primera llamada a superar los problemas de convivencia entre culturas y continentes sino la vigilancia del espíritu, la actitud fraterna, el conocimiento del prójimo en su historia, cultura y religión. De su casa a nuestra escuela debe ir un camino de acogimiento, no de rechazo y desprecio humilladores, que siembran la simiente del resentimiento y de la venganza.
Familia como hogar, escuela y taller; reconstruida desde dentro de ella misma y apoyada por las instancias sociales para que pueda cumplir su misión. La escuela no la puede suplir. Escuelas como familias; familias como escuelas. Escribo estas líneas cuando Juan Pablo II canoniza a José Manyanet, fundador de los Hijos de la Sagrada Familia y las Misioneras de Nazaret. Él fue quien estuvo en el origen de «La Sagrada Familia», ese milagro de genio, de santo y de pobre que levantó Gaudí, con sus torres como llamas de luz para los hombres y de alabanza para Dios.
La Familia Trivializada
Ayer el Papa canonizó al padre Manyanet, inspirador del templo de la Sagrada Familia de Barcelona, la gran creación del arquitecto catalán Gaudí, quien también se encuentra en proceso de beatificación. El verdadero sentido de ese acto litúrgico nos lo ofrecía el catedrático de la Facultad de Teología de Salamanca, Olegario González de Cardedal, en un artículo magistral aparecido el viernes pasado, paradójicamente, en el diario «El País». Recordaba, entre otros acontecimientos históricos, aquello que escribió Unamuno sobre el templo durante su visita a Joan Maragall en Barcelona: «A la gloria de Dios se alzan las torres», y luego se atrevía a formular, sin concesiones hacia galerías debilitadas, una defensa inteligente, sincera y valiente sobre la familia, así como un alegato contundente, comprensible y respetuoso contra su trivialización.
¿Por qué, se pregunta González de Cardedal, ha perdurado el pueblo judío con tal dignidad y fecundidad cultural pese a tanto dolor y genocidio? Además de la respuesta teológica, el académico y sacerdote encuentra otra «a ras de tierra y de tejado». El pueblo judío perdura porque en él han sido sagradas la realidad de la familia y de la madre, la de la casa y la del libro, la memoria y la identidad. «Sin familia no hay arraigo en la existencia; sin el amor que ella ofrece la libertad es mera soledad desesperanzadora; sin el cobijo que ella emite no hay implantación gozosa ni germinación creadora en el mundo». Una de las cosas que más me sorprendió de Zapatero fue cuando hace dos años, en el verano de 2002, cogió al Partido Popular con el pie cambiado lanzando un atractivo programa de impulso de la familia, por un lado, y de la seguridad ciudadana, por otro, al tiempo que anunciaba que no subiría los impuestos. Por lo que respecta a la familia, es probable que esas limpias promesas dichas entonces se conviertan en agua de borrajas; o las transforme en esa especie de «barra libre» ya anunciada, que no es otra cosa que la trivialización de la familia a la que se refería González de Cardedal en su artículo de «El País».
La familia es el pilar de la sociedad, algo muy simple: una especie de compañía de socorros mutuos, para los creyentes unión sagrada, compuesta por una mujer, un hombre y los hijos de ambos. Es probable que existan otros modelos familiares distintos o extravagantes, pero el que entendemos todos por familia, con sus variables que van produciéndose a lo largo de la vida, es el que debe impulsarse y protegerse. La igualdad nada tiene que ver con la confusión, el papel de la madre no es el mismo que el del padre, los hijos es bueno que tengan un modelo masculino y otro femenino. La libertad no consiste en la disolución de la familia, en la ausencia de reglas morales o en el rechazo de la autoridad legítima de los padres. Y, por ultimo, la fraternidad, esa escuela de solidaridad que se va forjando día a día entre los hermanos que conviven bajo un mismo techo, es difícil que pueda desarrollarse en familias en las que apenas hay hermanos.
Tres maestros rurales
¿Desde dónde se puede y se debe escribir la historia de España? ¿Qué atalaya permite columbrar más lejos, discernir más claro y penetrar más hondo en sus procesos, instituciones, problemas? Unamuno repetía que la historia del mundo se puede escribir desde los centros económicos, políticos y culturales de poder, para que la aprendan en la escuela los niños de Matilla de los Caños, o por el contrario, se puede escribir desde Matilla de los Caños, para que los protagonistas que deciden esa historia se enteren de cómo la gozan y sufren los pasionistas de sus decisiones soberanas. Porque hoy ya cada persona es un voto, y cada voto puede decidir el destino de una aldea o del país más poderoso del mundo. Por eso hay que volver la mirada a cada vida humana, porque en cada terrón de tierra, que se disuelve en el mar, está implicado el entero continente, y en cada muerte morimos todos los hombres.
Al acercarse el final del siglo, es necesario realizar una operación de consumación del tiempo para que no se nos agote como se agota el agua de un cántaro, pasan las horas del reloj o cesa el temporal de lluvia. El tiempo sólo es humano, a diferencia del tiempo cronológico, si el hombre lo toma en su propia mano, si vuelve la mirada a su trayecto, discierne sus contenidos, reconociendo y rechazando lo que fue injusto, falso e inhumano, a la vez que reafirma lo que con él la libertad forjó de verdadero, limpio y eterno. Consumado de esta forma el tiempo, es acrecentamiento de conciencia y génesis de libertad, porque, así purificada la memoria y reconstruida la dirección de la vida, puede el hombre recobrar el tino. Lo que digo del individuo vale también de las instituciones y de los grupos, de las minorías de sentido y de las naciones.
Yo no puedo acercarme al final del siglo XX sin poner ante mis ojos lo que han sido las raíces de mi destino personal y las del destino del país en el que he vivido. Necesito recordar los elementos, nutricios del amor o generadores del odio, en medio de las personas entre las que he existido y pensado. Soy hijo de la República, crecí durante la guerra civil y me formé en los decenios subsiguientes. Fueron tan fieros esos tajos en la convivencia nacional, que sólo tras largos decenios dejaron de rezumar sangre las heridas. Y es tanta su hondura y tan frágil la sutura, que al primer temor profundo de conciencia o aparición de fenómenos inesperados, vuelven a supurar. Por eso es necesario recordar con lucidez, asumir con responsabilidad y, en el perdón que olvida, pasar a un siglo nuevo, que no sea víctima de las pasiones y desgarros de su predecesor. Esto no es ingenuidad, sino magnanimidad; no es negación de lo ocurrido, sino salto en libertad sobre la perversidad del corazón, afirmación actual de humanidad sobre la inhumanidad que prevaleció entonces.
Cuando vuelvo la mirada a mi origen, compruebo que nací en un lugar donde se estaba decidiendo el futuro de España a sangre y fuego. Lo vivido en mi más tierna infancia no son placenteros recuerdos de un patio de Sevilla, sino el silencio de muerte en las alturas de Gredos. Lo que entonces fue mudez y miedo, con los años he logrado conocerlo día a día, nombre a nombre, palmo de cuneta a palmo de cementerio. En los meses de julio y agosto de 1936 quedó fijado el frente de la guerra. En Ávila, la línea divisoria estaba en el puerto del Pico. En esos meses se enfrentaron hombres e ideas, situaciones y esperanzas, que habían llegado al convencimiento de ser inconciliables, necesitando unas anular a las otras para sobrevivir. En la vertiente norte de Gredos eran asesinados los maestros; en la vertiente sur eran asesinados los curas.
Voy a proferir tres nombres de maestros en la ladera norte y tres nombres de curas en la ladera sur, de los que yo me siento heredero y solidario, y a los que acompaño con amor a este fin de siglo para que, pronunciados sus nombres por alguien que alberga en sus entrañas el ser y las aspiraciones de ambos, se encuentren entre sí, ellos que fueron símbolos victimados de poderes que los excedían. Tres maestros de tres aldeas: don Luciano Alegre en Lastra del Cano, arrancado de su casa y fusilado en la carretera de Hermosillo. Don Antonio Muñoz, maestro en la escuela de Cardedal donde yo estudiaría luego, que, sintiéndose en peligro las semanas últimas del mes de julio, decidió cruzar de noche la sierra para unirse a la otra zona y, detenido por un guarda forestal, que lo entregó a la Guardia Civil, fue fusilado en la plaza Mayor de Barco de Ávila. Don Daniel Leralta, maestro de Navasequilla, el pueblo más alto de España, junto con Trevélez en Sierra Nevada, y desde el que se tiene la vista más sobrecogedora del pico Almanzor y de las crestas del macizo.
Don Daniel desapareció de Navasequilla una noche de julio, con el pretexto de querer dormir con la boyada en la sierra. Cogió una manta, y hasta hoy no se ha vuelto a saber nada más de él. En su casa quedaba una arqueta de madera con libros de historia, literatura, derecho, ciencias. Para sus padres, aquel arca era como un sagrario: ni a tocarla se atrevían. Era la presencia viva del ausente, del que ni siquiera se sabía si había muerto. ¿Qué hacer con ella? Sus padres, compañeros de los míos en trashumancias y agostaderos, se la entregaron para que el niño, que era yo, pudiera ir aprendiendo desde bien pequeño. Esperaban que su saber y su memoria, su pasión por la lectura y la verdad, prendiendo en mí, fueran semilla profunda, y así los libros de Daniel, y Daniel con ellos, tuvieran sucesión y vida perdurable. ¡De memoria los aprendí mientras cuidaba los ganados, guareciéndome detrás de retamas y torviscos de los cierzos que en aquella altura, dice Madoz, azotan fríos y violentos! Todavía hoy, cuando vuelvo a la arqueta para sacar un libro, se estremecen mis redaños y me pregunto cómo he administrado y correspondido a aquel legado de amor y muerte, de sabiduría y esperanza.
Mi infancia en la ladera norte de Gredos tuvo su continuación durante la adolescencia en la ladera sur, que tiene su centro en Arenas de San Pedro, y su símbolo, en el palacio del infante don Luis. Por él pasaron Goya y Boccherini, pintores, músicos y literatos. Allí aprendí letras, fe y otra historia también de sangre. En los mismos meses de julio y agosto de 1936 habían sido asesinados uno tras otro los sacerdotes de la zona. Enuncio sólo los nombres de tres de ellos. Para quienes mandaban en aquella zona, la religión era el símbolo de la reacción capitalista y de la alienación humana. Los sacerdotes eran considerados exponentes culpables, lo mismo que en la ladera norte los maestros eran vistos como los agentes de la República y de las ideas revolucionarias.
Cuando se cruza la sierra de Gredos por el camino que sale de Hoyos del Espino, se va a caer en El Arenal y El Hornillo. A este pueblo llegó en los primeros días de julio don Juan Mesonero, ordenado sacerdote el 6 de junio anterior. El día 15 de agosto caía en una cuneta de la carretera que va de Arenas de San Pedro a Candeleda. El día antes había muerto en el término de Pedro Bernardo don José García, párroco de Gavilanes. Tenía 27 años. El día 19 del mismo mes era despeñado, desde los altos riscos del puerto del Pico, don Damián Gómez, párroco de Mombeltrán. Si éste ya era mayor, los dos primeros acababan de llegar a sus pueblos: la eliminación no correspondía a un juicio sobre sus personas o la forma de ejercicio de su ministerio. Contra el precepto bíblico de no hacerse imagen de Dios ni del hombre, no se vio en estas personas rostros individuales, sino poderes enemigos: la República y revolución en los maestros; la Iglesia y la reacción en los sacerdotes.
La España real ha sido hasta ahora masivamente la España rural, a la que sólo se ha visitado para contar con sus votos y recoger sus contribuciones. Desde esas aldeas y hombres, hay que contar y comprender nuestra historia, también la reciente. Decidían en Madrid o Barcelona quienes eran hijos de la burguesía y habían estudiado en el Liceo Francés, la Escuela Británica o los colegios del Pilar, Areneros y el Recuerdo. La imagen que ellos tenían de la España rural era común: la propia de la burguesía, que mandaba siempre, con gobiernos de derechas o gobiernos de izquierdas, utilizando la cultura y la religión al servicio de sus programas. Los pobres de la tierra, incluidos maestros y curas, estaban lejos. Eran citados con desprecio o compasión: "pasar más hambre que un maestro escuela" o "llevar un traje más raído que la sotana de un cura de pueblo".
Esas dos laderas son el cuerpo que sostiene mi historia, magisterial y ministerial, y la historia de todos los niños del campo, que sólo merced al buen hacer de maestros (¡sobre todo de maestras!) y curas, hemos accedido a la cultura, y con ella, a la libertad. Por eso, al sentirme heredero y solidario de unos y de otros, hago memoria de todos al mismo tiempo y con la misma pasión. He escrito esos seis nombres reales, con lugares y días reales, para que con ellos queden nombrados, honrados y rescatados del olvido todos los que perdieron su vida. Delante de Dios y delante de los hombres cuento su historia, para dejarla en su divina mano creadora y recreadora; para hacerles justicia y confesar públicamente nuestra injusticia; para recoger sus ideales y trenzarlas como trama y urdimbre del futuro común. La España moderna no puede pensar en alternativas trágicas la cultura y la religión, el atenimiento a los imperativos cotidianos y la abertura a la trascendencia. Y pronuncio su nombre para que, concluido el siglo, la memoria de unos no sea nunca más denuesto de otros, para que nadie convierta el elogio de su correligionario en pedrada contra su adversario, las canonizaciones en recriminaciones y los recursos viejos en procesos nuevos. ¿Podré confiar en que esta historia mía sea la parábola de una España que, definitivamente resanada y reconciliada, cierre el siglo con paz, acogimiento del prójimo y esperanza?
lunes 11 de abril de 2005
TEILHARD DE CHARDIN, MEDIO SIGLO DESPUÉS
EL 10 de abril de 1955, día de Resurrección, fallecía en Nueva York uno de los hombres que más ha influido en la conciencia humana durante el siglo XX. Otro de los teólogos, decisivos para la renovación litúrgica y teológica de la Iglesia católica, moría también celebrando la vigilia pascual: Odo Casel. Un cristianismo ligado al futuro, a la plenitud prometida por Dios y anticipada en la resurrección de Cristo, comenzaba a relevar a un cristianismo más centrado en la moral, en el pecado y en la redención. La lectura del Evangelio a la luz de la Ilustración, racionalismo o ciencia positiva, era así completada con una nueva visión.
¿Qué es Teilhard: científico, filósofo o místico? ¿Cuál fue el interés central de su vida: ensanchar el campo de la geología y la paleontología; crear un sistema filosófico a partir de la ciencia; abrir paso a una comprensión nueva del Evangelio más ligada a una interpretación evolutiva del cosmos? Estas preguntas nos sitúan en el corazón del enigma; un jesuita, con toda la riqueza de su preparación cultural, filosófica y teológica, con su doctorado en el Instituto de Paleontología humana en el Museo de Historia Natural de París (1912-1914), que participa en expediciones científicas tanto en África como en China, que llega a ser director del CNRS, equivalente de nuestro Consejo Superior de Investigaciones Científicas (1946), que vive entre el aplauso o rechazo científico por un lado, a la vez que bajo la fascinación de muchos lectores y la sospecha de las autoridades eclesiásticas.
Es ante todo un científico, dedicado a la geología general, llegando a ser uno de los mejores conocedores de la geología china; a la paleontología de los mamíferos, con su campo central de investigación, primero en Europa, luego en África y Asia; a la paleontología humana, participando en las excavaciones donde se descubren los restos del Sinanthropus. En ese orden siguen abiertas las investigaciones para la verificación o deslegitimación de sus afirmaciones. Pero Teilhard no se quedó ahí. La originalidad suya consistió en querer superar tres universos escindidos entre sí: la investigación positiva de los científicos y con ello la dictadura de los laboratorios, la reflexión y sistematización filosófica que en el momento de su formación oscilaba entre el positivismo francés y el idealismo alemán, y finalmente la vida religiosa, en su caso el cristianismo católico.
Es un pensador, que no intenta proponer una filosofía nueva pero vive la desazón de una ciencia que busca sentido a la vez que datos, que pregunta por fines, por el último fin de todo y el lugar del hombre en medio de ello; por el dinamismo de la materia y de la vida humana, sobre esos tres infinitos que ya asombraban a Pascal: el de duración temporal, el de extensión a lo máximo o concentración en lo mínimo y el de complejidad creciente. Aquí se sitúa al final de una herencia espiritual apasionada por la persona (Pascal, Newmann) a la vez que por la vida y la acción (Bergson, Blondel).
En este campo se hallan sus aportaciones específicas, con la creación de un vocabulario: hominización, cefalización, planetización; los tres órdenes de realidad, que evocan los tres órdenes de grandeza de Pascal: biogénesis, noogénesis, cristogénesis. Él ha vivido arrastrado psicológicamente por una desazón: la distancia entre la investigación de los científicos o la propuesta dogmática de las iglesias por un lado y la vida personal y social por otro. De ahí nacen sus tres pasiones: por Dios, por la Materia, por Cristo, y por la relación entre las tres. Él es un hombre de una piedad honda y heredada de su madre, y voluntad de análisis que aprendió de su padre desde niño. De ahí esas tres pasiones primordiales. Por Dios: «El verdadero interés de mi vida se orienta hacia un mejor descubrimiento de Dios en el mundo». «Todo el problema humano se remite-resuelve en el amor de Dios». Su segunda pasión era la materia. Cuando él escribe esta palabra no dice cosas, ni hechos, ni cuerpos sino aquel principio dinámico y polivalente, que en un proceso de acrecentamiento y de complejidad incesante suscita siempre realidad nueva.
Él, que se definió a sí mismo como «un hombre que busca expresar cándidamente lo que hay en el corazón de su generación», dirá con la misma candidez que no sabe lo que es la materia. «No hay nada científicamente pensable en la naturaleza que no se halle en función de un enorme y único proceso conjugado de «corpusculización» y de «complejificación» en el curso del cual se dibujan las fases de una interiorización gradual e irreversible («conscientización») de lo que llamamos (sin saber lo que es ) Materia».
La tercera pasión de su vida es Cristo. En él ve la presencia particular de un Absoluto y de un Universal: El Dios vivo, que no sólo empuja a los seres desde atrás en el origen sino que, sobre todo, los llama, atrae y plenifica hacia delante. En este sentido reacciona contra una comprensión aristotélica del Motor extrínseco que actúa a retro y de una comprensión fisista de la creación. Dios tiene que ser comprendido como el punto final, trayente y atrayente, vocante y finalizador. Y se pregunta: «¿Dónde dar con semejante Dios, funcional y totalmente Omega? ¿Quién será en definitiva el que dé su Dios a la evolución?».
Aquí sitúa a Cristo a la luz de los textos bíblicos que le ven en el origen, en la constitución y en el final de toda realidad (Colosenses 1,16); a los textos litúrgicos que en el corazón de la eucaristía se dirigen a Dios por Cristo, ya que en él «nos creas, santificas, vivíficas, bendices y nos das todas todas las cosas». Estos textos que sitúan a Cristo en relación con la creación están ahí desde siempre y Teilhard remite expresamente a ellos. «A Cristo se le ama como a una Persona y se impone como un Mundo».
Cristo es el punto Omega de la evolución porque es el Dios que a la vez finaliza, consuma y abre hacia arriba la evolución. Sus claves de pensamiento son los dos vectores: el vertical o de abertura a la trascendencia y el horizontal o de progreso en la historia. De ahí su empeño por trascender a Cristo de su particularidad judaica, incluso cristiana, para verlo en un horizonte de materialidad, universalidad y consumación. Él soñó y esperó. Una de sus síntesis más breves y claras, con el título: «El Dios de la evolución», concluye con estas palabras: «Esto es lo que preveo. Esto es lo que espero». Todo desde dentro de la plena fidelidad a su fe cristiana y condición de jesuita: «La sola garantía de que Omega existe es Jesús y la Iglesia» (Diario, 29.10.1951). «Estoy decidido a sacrificarlo todo antes que poner en peligro en mí, o alrededor de mí, la integridad de Cristo» (Carta 8,10.1933).
El problema surge al pasar de la intuición al sistema, del programa a la realización. Sus tres dimensiones: el científico, expresada en «El Fenómeno humano», el pensador, representada en «El medio divino», y el místico en «El himno del universo», ¿son convergentes? ¿están en conexión, dependencia u oposición entre sí? Aquí es donde Teilhard encuentra eco afirmativo hasta los años 50- 60, luego la distancia y el silencio, para recuperar hoy de nuevo audiencia e interés. Dejo a los científicos el juicio sobre su área. Por lo que se refiere a la teología, junto a las reservas y prohibiciones hasta 1962, ha encontrado una respuesta serena en tres grandes jesuitas: Lubac, Rahner y Balthasar.
En un primer momento estos dos muestran su rechazo. Rahner escribió un texto clásico a partir de las ideas de Teilhard, «La cristología dentro de una comprensión evolutiva de la realidad», pero mantuvo sus reservas porque «en él no queda claro qué relación existe desde el punto de vista de la comprensión entre Jesús de Nazaret y el Cristo cósmico, el punto Omega y la evolución del mundo».
Balthasar echa de menos el lugar exacto que el pecado, nuestras rupturas del sufrimiento, la muerte y la cruz de Cristo, pueden encontrar en su visión. Pero al final lo mismo que Rahner le ha mantenido lo que A. Cordovilla -uno de los españoles que junto con L. Ladaria y A. Pérez de Laborda le han dedicado últimamente atención- ha calificado como «separación crítica junto a una secreta admiración».
Teilhard sigue siendo un testigo elocuente para todos de una cuestión que no podemos dejar sin responder: el sentido de la vida y la finalidad de la ciencia, la posibilidad de que la razón y la esperanza se conjuguen en el mundo, la validez de los signos que el Absoluto nos ha dado de sí mismo en la historia y sobre todo la conexión entre Cristo, el hombre y el cosmos por un lado, Cristo y Dios por otro. Después de Rahner el teólogo ya no puede pensar a Dios y a Cristo en desconexión del hombre.
Después de Teilhard ya no los puede pensar al margen del dinamismo del cosmos y de la historia, por la sencilla razón de que confiesa a Cristo, como presencia viva de Dios en el corazón de la materia, como el Alpha y el Omega.
http://www.abc.es/COM_ABC/servicios/imprimir/printPage.asp 11/04/2005
lunes 14 de noviembre de 2005
Carlos de Foucauld
... Tuvo por maestros supremos a Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Y desde ellos como europeo tuvo la osadía de adentrarse en el corazón de África para ser prójimo, colaborador y hermano con todos...
¿QUIÉN es este hombre a quien la Iglesia, desde la sede del apóstol Pedro en Roma, reconoce como exponente auténtico de la fe en Cristo, modelo posible de vida cristiana y adelantado de una fraternidad universal, que religa a todos los hombres en una familia? ¿En qué medida un joven militar francés, que compartió los sueños coloniales de Francia en África del Norte, durante fines del XIX y comienzos del XX, puede ser hoy un espejo que refleja la santidad de Dios y en esa luz alumbrar a los cristianos y guiar a todos los hombres?
Nacido en Estrasburgo (1858) de familia noble y rica, Carlos, vizconde de Foucauld, huérfano temprano de padre y madre, pasa dos años en la escuela militar de San Ciro y otros dos en la de Saumur. Entre 1883 y 1884 inicia viajes de explorador en Marruecos, y sus publicaciones le ganan el respeto entre los científicos. Allí se realiza su primer encuentro con la fe de los musulmanes y el descubrimiento del islam; secreto inicio de un movimiento que años después (1886) le llevó a una conversión y cambio radical de vida.
De regreso en París, su encuentro con un sacerdote ejemplar, Henri Huvelin (1838-1910), le abre al universo real de la fe: el Dios vivo, como primera palabra, posibilidad y necesidad del hombre. Eso fue la conversión para él: descubrimiento del Dios viviente, como amor, reconocimiento de la propia existencia en su luz y necesitando de él como necesitan las plantas de la luz para crecer, florecer y fructificar. Lo mismo que para San Pablo, también para Carlos de Foucauld la conversión, fe y descubrimiento de su misión futura fueron un mismo acto. «En el mismo momento en el que creí que existía Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa más que vivir para él: mi vocación religiosa data de la misma hora que mi fe» (Carta 14 agosto 1901).
Descubrir la forma y exigencias concretas de esa vocación duró largos años y le llevó por rodeos lejanos y meandros dolorosos. En 1890 ingresa en la Trapa de Nuestra Señora de las Nieves en Francia, pasando luego al priorato que esta abadía tiene en Akbés (Siria, 1890-1896). Aquí le nace un deseo profundo de revivir el evangelio en su gestación silenciosa: «la vida de Nazaret». No nos solemos percatar de que el cristianismo se refiere casi exclusivamente a lo que Jesús dijo, hizo, padeció y experimentó en los tres últimos años de su vida. Pero, ¿qué hubo antes? Si él es el Hijo de Dios encarnado, ¿cómo fue esa existencia de 30 años de trabajo en Nazaret, su participación en nuestro destino, su oración, su relación con los hombres, su propio misterio interior? ¿Cuál es el equivalente de ese misterio suyo en nuestra vida?
Volver a la raíz para estar enraizados y no desarraigados, volver a los inicios para tener fundamentos, es una necesidad originaria del hombre. Esto en cristiano significa volver a Nazaret y a Belén para ver surgir a Jesús, surgir con él y como él, asistir admirados al fundamento que Dios puso en él y aprender con él a poner los fundamentos de la propia fe en el Padre, de la personalísima relación con él, de la misión de la Iglesia en el mundo. A Nazaret y a Belén volvió san Jerónimo y fueron los primeros lugares que visitó Pablo VI cuando salió de los muros del Vaticano. Allí están la raíz y savia de la revelación divina, de la experiencia cristiana y de la fraternidad universal que deriva de ellas.
Carlos de Foucauld une este descubrimiento de la gracia con su primera pasión de naturaleza: África, el islam, el desierto, una presencia itinerante, colaboradora y fraterna con las poblaciones saharianas de Marruecos y Argelia. Ya sacerdote, ermitaño, explorador, se instala primero en Béni-Abbés, luego en el Hoggar y finalmente con los tuareg en Tamanraset. ¿Qué intenta hacer allí, él solo? Ser como Jesús en Nazaret, sin pretender otra cosa que convivir, ofrecer hospitalidad, ser una alabanza incesante delante de Dios y una intercesión perenne en favor de los hombres. Tres eran los centros de su vida: vivir el Evangelio, para que Jesús viva en nosotros; amar la eucaristía para que Jesús esté en nosotros, como él está en el Padre; ejercer la pobreza como forma suprema de atención, solidaridad y amor al prójimo pobre.
Alrededor de estos tres quicios (Evangelio, Eucaristía, Pobreza) giran las actitudes fundamentales que moverán todo su hacer y estar: fraternidad, projimidad, solidaridad. Su ermita estuvo siempre abierta a todos: «dar hospitalidad a todo el que llega, bueno o malo, amigo o enemigo, musulmán o cristiano». Así se convierte en el hermano universal, más allá de razas, culturas, religiones. «Quiero habituar a todos estos habitantes, cristianos, musulmanes, judíos e idólatras, a mirarme como su hermano, el hermano universal» (Carta 7 de enero 1902).
Silencio de oración y alabanza ante Dios a la vez que convivencia y promoción de los tuareg, cuya lengua y cultura conoce a la perfección. Recoge siete mil versos de su poesía, de memoria casi todos, anotados en cuadernos a lo largo de los años pasados en el desierto. Reescribe poemas y proverbios y los traduce al francés. Elabora en cuatro tomos un «Diccionario francés-tuareg y tuareg-francés», además de una gramática. El 28 de noviembre de 1916 escribe en sus notas: «Final de las poesías tuaregs». Tres días más tarde, el 1 de diciembre de 1916 era asesinado en su ermita de Tamanraset.
La guerra y la violencia acabaron con aquel hombre que había sido todo él don y paz. ¿Quedaría apagada para siempre aquella voz y sofocado aquel fuego? Pensó en una familia religiosa de «Hermanos y Hermanas de Jesús» y para ellos escribió unos estatutos, que explicitarían esa forma de vida de Nazaret: adoración divina y convivencia humana, obediencia a la voz del Padre a la vez que destino compartido con los que viven en los extremos márgenes de la pobreza, exclusión social y desamparo. A su muerte no le había seguido nadie. Una asociación de amigos contaba con 49 miembros que mantendrían vivo su espíritu, hasta convertir al Hermano Carlos en uno de los primeros maestros espirituales del siglo XX. Su vida espiritual, su lectura de la Biblia y su propuesta evangélica nos son accesibles en sus múltiples pequeños escritos, cuya edición completa en francés abarca 17 volúmenes. Su oración «Padre, me pongo en tus manos» es ya un texto clásico, recitado y memorizado por millones de creyentes. Su legado fue recibido y mantenido por cuatro grandes nombres: Luis Massignon, el gran conocedor del mundo árabe y de la mística; René Bazin, el académico que con su célebre biografía de 1921 acercó su figura de héroe y místico a las generaciones nuevas; J.M. Peyriguère (fallecido en 1959) que revive con iniciativas personales el espíritu del hermano Carlos; R. Voillaume, orientador de las «Fraternidades» que surgen a partir de 1933, a la vez que extiende a todos los cristianos la vocación de Nazaret con su obra clásica: «En el corazón de las masas» (1950) y a través del Padre Congar influye decisivamente en el Concilio Vaticano II para hacer presente y programáticos el problema «la Iglesia y la pobreza en el mundo».
Él, que fue «el monje sin monasterio, el maestro sin discípulos, el penitente que sostuvo en su soledad, la esperanza de un tiempo que no iba a ver» (R. Bazin), un siglo después es padre de muchos. En los últimos decenios han surgido múltiples agrupaciones, en estructura religiosa o seglar, de sacerdotes y de laicos, que se remiten a su figura y quieren vivir, seguir su espíritu: Hermanitas y Hermanitos de Jesús, del Evangelio, Fraternidades Carlos de Foucauld, Jesús-Cáritas... Están presentes en todo el mundo; no hay barriada, ciudad portuaria o arrabales de gran urbe donde no haya una pequeña casa abierta en la que se adora al Santísimo siempre y siempre es acogido el prójimo. Pero ese silencio y hospitalidad suyos no hacen ruido, por ello no son noticia y pocos saben que existen. ¿Cuántos supieron en Nazaret que Dios estaba conviviendo con ellos en la casa de al lado?
Carlos de Foucauld tuvo por maestros supremos a Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Y desde ellos como europeo tuvo la osadía de adentrarse en el corazón de África para ser prójimo, colaborador y hermano con todos. Un cristiano en medio de musulmanes reviviendo la gesta de Nazaret: Dios siendo prójimo de los hombres, de cada hombre, sin preguntar por su identidad ni diferencia. La beatificación de este hombre el 13 de noviembre no es un hecho particular solo; es una proclamación universal: desde que Dios fue prójimo nuestro, cada ser humano es un hermano, y esa fraternidad es criterio, fundamento y límite de toda relación humana, también entre Europa y África, entre cristianos e islam.
Y no hay projimidad donde no hay reconocimiento y solidaridad, justicia y misericordia, aceptación de la diferencia y ejercitación de la identidad.
http://www.abc.es/COM_ABC/servicios/imprimir/printPage_opi.asp 14/11/2005
Rahner y Balthasar
jueves 20 de octubre de 2005
EL año pasado celebrábamos el centenario de Karl Rahner, jesuita nacido en Friburgo, alumno de Heidegger, discípulo de Marechal, profesor en Innsbruck y maestro de generaciones enteras de teólogos, a la vez que uno de los propulsores del pensamiento teológico más fecundo en el siglo XX.
Este año celebramos el centenario de Hans Urs von Balthasar, nacido y crecido en las ciudades clave de la cultura suiza: Lucerna, Zurich; y enclave de la cultura europea como Basilea, donde todavía resuenan vivos los nombres de Erasmo, Burchkardt, Nietzsche y Karl Barth. Este jesuita, arraigado también en las fuentes de la espiritualidad ignaciana, teresiana y sanjuanista, llevó a cabo una obra teológica personalísima, vivió preocupado por la verdad pensable y sobre todo por la revelación trinitaria como principio de vida, amor y belleza. Nunca fue profesor de universidad y, sin embargo, su pensamiento ha sido más radical, nutricio y perforador que mucha erudición de técnica académica. Rahner y Balthasar son los dos teólogos sistemáticos más potentes del siglo XX, surgidos en el ámbito de la cultura germana. En 2004 dedicamos un recuerdo en esta página a Rahner; hoy hablamos de Balthasar. Son diferentes, pero no se los puede contraponer y sólo la malevolencia puede utilizar al uno contra el otro. Por eso la «Escuela de Teología» en la Menéndez Pelayo de Santander está bajo el patrocinio fraterno de ambos.
En la ciencia positiva se progresa por acumulación de resultados que se convierten en fundamento de nuevas hipótesis e investigaciones. En filosofía y teología, en cambio, se repiensa como presente todo lo pensado con anterioridad: se parte también de ello, pero no se repite. Lo contrario significaría arcaísmo y a la larga esterilidad. Hay que repensar, reponer y recrear todo desde el horizonte de la historia en que se vive y desde el horizonte de cada conciencia personal, que accede a la realidad del ser, a la experiencia del mundo y a la revelación de Dios. Si en alguien esto es evidente, es en Balthasar. Su conocimiento de la cultura anterior y contemporánea es sobrecogedor. Tres volúmenes sobre la filosofía alemana desde Kant hasta Heidegger («Apocalipsis del alma alemana»); cuatro volúmenes sobre los Padres de la Iglesia (Orígenes, Gregorio de Nisa, Máximo el Confesor, San Agustín); análisis de escritores, poetas y novelistas contemporáneos (Buber, R. Schneider, R. Guardini, Bernanos...); traductor de obras fundamentales para la historia de la espiritualidad y de la poesía (Ricardo de San Víctor, Hopkyns, San Juan de la Cruz, Calderón de la Barca, C. S, Lewis...). Y justamente por esta capacidad de renuncia previa para mejor pensar con los otros y desde los otros, ha sido un hombre radicalmente original y humilde; consciente de cómo todo lo que en este sentido no es tradición es vulgaridad, cuando no plagio. Teólogo original y teólogo total. Nada de lo cristiano es inteligible segregado de la totalidad, en la que está inserto, como no lo son los brazos y los pulmones al margen del organismo cuya unidad, estructura y belleza conforman. Teólogo de esa unidad orgánica y total, que es el cristianismo: no provincial ni regional, sólo; no de adjetivos (teología espiritual, litúrgica, ecuménica, política...); ni de genitivos (teología de la cultura, del progreso, de la liberación...), aun cuando él haya sabido escribir una obra excepcional también en esta línea («Teología de la historia»).
En perspectiva filosófica hay que situarlo después de Kant, en el doble sentido del término: heredándole y yendo más allá de él. Hegel, Husserl y todo lo que se agitó en Europa hasta 1930 son sus raíces. La abertura al ser que nos precede y se nos da llamándonos: como palabra (Wort) suscita nuestra respuesta (Antwort), y como rostro que nos mira, con su luz, alumbra nuestro rostro (Licht- Antlitz). Hay una ley universal: sólo desde el amor germina la libertad; sólo desde la luz previa se identifican las tinieblas; sólo desde la belleza ofrendada en gratuidad y valimiento solidario aparecen la verdad como necesidad y la libertad como gracia.
Si yo tuviera que seleccionar diez frases suyas,que fueran claves para entenderle, una de ellas sería ésta: «El niño pequeño despierta a la conciencia al ser llamado por el amor de la madre». El amor como luz y como autootorgamiento hace surgir la conciencia y la confianza del otro en sí mismo. Si en el siglo XIX el cristianismo puso el acento sobre la fe y su relación con la razón; si en la primera mitad del siglo XX, lo puso en la esperanza, mostrando su relación con la espera general y con las utopías históricas (Teilhard de Chardin, Marx, Laín Entralgo, Marcel, Moltmann, G. Gutiérrez, J. Alfaro...), en la segunda mitad del siglo XX Balthasar ha puesto ese acento en el amor.
La obra programática que anticipa su sistema lleva este título: «Creíble sólo es el amor» o «Sólo el amor es digno de fe». Frente a la «sola fides» de Lutero y a la «sola spes» de Bloch, él ha vuelto a poner en el centro la definición de Dios como amor que da el Nuevo Testamento. Dios aparece fiel y da que esperar porque es amor y se da como perdón. Y esto no en la distancia e insolidaridad, sino en el desvalimiento,solidaridad y asunción superadora de nuestro destino de culpa y muerte, que es la cruz de Cristo, respondida y superada en la resurrección.
Frente a las absolutizaciones de la verdad y la bondad, a las que se sienten tentados ciertos biblicismos protestantes y dogmatismos católicos, Balthasar ha hecho de la belleza el centro y la clave de su obra. La primera parte de esta trilogía está centrada en la revelación de la gloria de Dios en el mundo, en la palabra múltiple del hombre, en su revelación de histórica, en la persona de Cristo (Teoestética: siete volúmenes). La segunda está centrada en el drama de la libertad finita ante el Infinito; y con ello, en el drama de la libertad del Hijo encarnado, acogida por unos hombres como gracia y por otros rechazada como amenaza a su autonomía (Teodramática: cinco volúmenes). La tercera está centrada en la palabra: ¿Cómo es capaz el ser finito de decir al Infinito, de expresar en razón humana la Razón divina? (Teológica: tres volúmenes). La belleza y el amor son así los pilares de su edificio teológico.
Balthasar tuvo una gran influencia en el decenio 1950-1960. Durante el decenio siguiente fue olvidado o relegado porque se opuso a ciertos acentos dominantes en el posconcilio. Con la revista «Communio» quiso mantener abiertas dimensiones del misterio de Cristo y de la Iglesia obturadas o relegadas. Desde los años ochenta hasta hoy ha sido recuperado como un hontanar de agua viva, como un gigante que ofreció su pensamiento en casi todos los géneros literarios: desde el poema hímnico («El corazón del mundo»), a la diatriba («Seriedad con las cosas»); desde el ensayo («Dios en el hombre actual», «El cristiano y la angustia», «La oración contemplativa», «La verdad es sinfónica»), a los capítulos sistemáticos y monografías ya clásicas («Escatología», «Verbum Caro», «Sponsa Christi», «El misterio pascual»).
En España Balthasar ha encontrado editores benévolos. Casi toda su obra es accesible en castellano, a diferencia de la de otros grandes como Lubac y Rahner. Es triste que los alumnos, amigos y hermanos de estos dos grandes jesuitas no hayamos sido capaces de trasvasar a España las admirables ediciones nuevas de ambos. Se ha roto la continuidad y Taurus, por ejemplo, que tradujo siete volúmenes de los «Escritos de Teología» de Rahner, no ha continuado y sigue hoy otros caminos, si bien estaría dispuesta a publicar la nueva edición de sus «Obras Completas» (Polanco dixit) si una Fundación la hiciera posible, como felizmente está ocurriendo con las «Obras Completas» de Ortega y Gasset. En tiempos de sequía generalizada hay que volver a los manantiales de agua viva que no se agotan, prefiriéndolos a las charcas y cisternas resecas.
La conciencia humana está hoy ante un doble reto: ¿se acogerá en su creaturidad finita, desplegando la autonomía regalada que la constituye, o preferirá negar las huellas de su origen originado para reclamar ser toda y sólo desde su propio origen originador, fin consumador y meta suficiente (pecado original). ¿Cuál considerará la suprema gloria del hombre: erguirse como señor frente a todo y dominador de todos, o ser con los demás prójimo, servidor, rehén y sustitución en caso de necesidad?
Levinas y Balthasar han dado a la última pregunta una respuesta complementaria en un sentido y alternativa en otro a la de Kant y Rahner. El movimiento de búsqueda y ascenso en el hombre se apoya en el movimiento de descenso, encuentro y amor previos de Dios.
http://www.abc.es/COM_ABC/servicios/imprimir/printPage_opi.asp 20/10/2005
Cenizas y personas
EL PAÍS
No hace mucho tiempo fui invitado a asistir a un entierro después de la correspondiente celebración litúrgica. Asentí pensando que el acto religioso se prolongaba con el correspondiente enterramiento en el sentido estricto y etimológico de la palabra: depositar un cadáver en la tumba propia, cubrir con tierra aquel lugar destinado para este fin, junto a sus familiares y sellando con nombre propio ese trozo de suelo.
Poco después se me indicó que después de la incineración el acto tendría lugar en un monte cercano en el que hay un santuario famoso en la zona, dedicado al ángel patrón, con la iglesia circundada por su correspondiente cementerio. Mi sorpresa fue considerable cuando al llegar a la cima de la montaña no nos dirigimos a la iglesia y al campo santo sino al campo abierto, donde comenzaron a buscar la peña más alta desde la que mejor poder esparcir las cenizas. En ese momento se produjo una situación inesperada. El hermano del difunto que tenía entre sus manos la urna cineraria prorrumpió entre cortante y retador: "Las cenizas de mi hermano no se esparcen".
Ante ese acerado desafío se decidió hacer un hoyo y derramarlas dentro de él o enterrar también el ánfora. Casi todos los asistentes eran ciudadanos que conocían mucho del monte, más mitología que geografía, más por leyendas y relatos ideológicos que por haberlo andado a pie y conocer la estructura de su suelo. Primero intentaron cavar al lado de un haya, sin percatarse de la oposición que sus raíces ofrecen a la hora de excavar. Un segundo intento chocó con un pedregal. Finalmente quienes por nacimiento éramos realmente de monte y por conocer sus trochas, tejidos y declives, perforamos un hueco donde se pudo introducir el ánfora.
Mientras caía una heladora aguanieve sobre los presentes y yo, temiendo el paso y pisadas de cabras, perros y onagros, recubría el lugar en forma de túmulo, no pude evitar el dirigir la mirada a uno de los hijos, mientras ponía mis ojos en una lastra cercana: "En el primer día libre, tú y tus hermanos volvéis a este lugar y en esa piedra grabáis el nombre, la fecha de nacimiento y la fecha de muerte de vuestro padre, porque quien no tiene nombre, lugar y tiempo, no existe, y si nadie le recuerda, no es persona. Y si él deja de existir con nombre y tiempo, dejáis también vosotros de existir, porque cerrados sobre vosotros mismos y olvidados de vuestro origen no sabréis quién sois, de dónde venís, de quién sois y ante quién estáis. Os habréis olvidado de vosotros mismos, al olvidar el lugar y los signos que mantienen viva la raíz amorosa de la que habéis surgido".
¿Qué trivialización y menosprecio han inundado la experiencia humana actual para despreciar hasta ese límite a los muertos, arrojando sus cenizas a un río, dispersándolas en el monte o espolvoreando con ellas un árbol? En la vida humana los signos son la realidad y los fragmentos son el todo. No hay relación con la persona si no hay remitencia a su tiempo y lugar propios. Quien borra las huellas del prójimo le ha arrancado de su vida, le ha condenado al exilio, le ha declarado inexistente. A la trivialización de la muerte sigue la trivialización de la vida, porque sólo quien sabe dar razón de la muerte y dar amor a los muertos, sabe dar razón de la vida y amor a los vivos. ¡Ese amor a los que han partido, decía Kierkegaard, que es el más gratuito, desinteresado y generoso, porque no nace de la melancolía sino de la gratuidad agradecida y esperanzada!
Por eso hay que poner distancia a ellos, depositándolos en lugar propio y sagrado, no reteniéndolos en casa, como alimento de la melancolía y sucumbiendo a una sensación falaz de presencia y compañía; pero a la vez hay que mantener la cercanía mediante el signo y el símbolo, el lugar y el tiempo, que se vuelven así sagrados, por participar del destino sagrado de la persona sustraída y esperada.
Lejos estoy de pensar que el guardar cenizas o el enterrar cadáveres sean pensados como la garantía de una inmortalidad o resurrección. La fe cristiana no se apoya en el soporte biológico de una incorruptibilidad física o indestructibilidad natural, a las cuales colaboraría el cuidado de esos restos. La fe cristiana es fe en la resurrección; se apoya en el Dios vivo, que ha creado a los hombres para participar en su propia existencia eterna, y lo mismo que los llamó desde la nada a la existencia los llamará desde la muerte a la vida eterna.
No estamos aquí primordialmente ante un problema religioso sino ante un hecho antropológico fundamental: el valor y la sacralidad del hombre, que se expresan en el respeto que sus prójimos le otorgan vivo y muerto. No en vano los primeros signos de humanización y expresión religiosa aparecen en la historia unidos al culto a los muertos, a sus tumbas y fechas necrológicas, al memorial de sus hazañas y a la esperanza de su compañía. Una cultura que olvida y dispersa de esta forma los despojos de los muertos los está "expoliando" y después terminará dispersando por insignificantes a los vivos. Si todo es recuerdo en el amor y espera, donde desaparecen los signos concretos de una persona concreta, ésta termina desapareciendo de la conciencia. Esa soledad otorgada a los muertos se vuelve sospecha en los vivos: no valgo la pena a nadie, si mi recuerdo no acompaña a nadie, mi soledad es definitiva y absoluta. Si no existo ya para nadie, ¿soy alguien?
Memoria e identidad son inseparables, en cada uno y en el prójimo. La Biblia define al hombre como aquel de quien Dios se acuerda, aquel de quien Dios nunca se olvida. La memoria de Dios es la garantía de la definitividad del hombre y de su valor imperecedero. Por eso en la iglesia primitiva se mantenía el mismo respeto al cuerpo de Cristo, conservado en el columnario lateral del templo y a los cuerpos de los cristianos, enterrados a su lado. Allí en esa paz que deriva de la cercanía de Cristo (eso significan las tres letras: RIP) esperan la revelación y redención definitivas. Cada uno está de alguna forma vivo mientras uno de los humanos se acuerde de él, invoque con la palabra y rece por él. ¿Quién no ha leído sin conmoverse el poema Masa de César Vallejo?
Al volver del monte esa noche me tocaba leer el canto XVI de la Ilíada. El oprobio mayor para un hombre es que su cadáver quede a merced de los enemigos o de las aves del cielo, sin enterrar, sin el honor de sus compañeros y sin la memoria fiel de los suyos. "Allí sus hermanos y amigos le harán exequias y le erigirán un túmulo y una estela, que tales son los honores debidos a los muertos" (XVI, 674-675). En este orden cada hombre es un héroe; su existencia es un absoluto por pobre y desconocida que sea; su camino hacia Dios es un camino propio; por ello reclama una tumba con nombre y fecha propios. ¿Habremos retrocedido más atrás de Homero y de los griegos? Ningún platonismo y espiritualismo, ninguna mitología de bosques, montes o ríos, puede conducirnos a esta degradación del hombre, que tiene lugar cuando se borran las huellas de su presencia y se deja a la memoria sin los fragmentos de tiempo y tierra en los que expresar el valor indestructible del ser querido, que expresamos con nuestro recuerdo, oración y veneración. Sin raíces de memoria no hay frutos de esperanza. Sin anticipo de esperanza, la existencia es una condena. Dispersar cenizas, ¿no es despreciar personas?
Contexto de una beatificación
Diario 16, domingo, 17 de mayo de 1992
Diario 16 publica hoy, día de la beatificación de Monseñor Escrivá de Balaguer, una reflexión de uno de nuestros teólogos más destacados, Olegario González de Cardedal, Catedrático de la Universidad Pontificia de Salamanca, académico de la Real de Ciencias Morales y Políticas, miembro de la Comisión Teológica Internacional. Olegario González de Cardedal fue merecedor del premio Espasa Calpe, con su ensayo “El Poder y la Conciencia”. En el análisis que publicamos, el teólogo realiza un recorrido del más alto nivel teológico y pastoral por la figura de Josemaría Escrivá y el Opus Dei.
La beatificación de un hombre o mujer por parte de la Iglesia católica supone el reconocimiento público de que han vivido una vida conforme al evangelio, de que han gozado de los bienes que Dios ofrece anticipadamente a sus hijos en este mundo y que tras su muerte participan de esa suprema aspiración humana, que es la bienaventuranza. Una persona así es “bienaventurada”. De ella, la Iglesia afirma que poseyó la gracia de Dios en la tierra y que ahora ya muerta posee la gloria en el cielo.
La Iglesia reconoce en ellos exponentes auténticos de su doctrina, de su oferta de sentido al mundo, de la realización ejemplar de la vida humana que ella propone. Los bienaventurados o “beatos” son por tanto propuestos como modelos de vida cristiana. A la vez son reconocidos como objeto de veneración, por haberse manifestado y obrado la gracia de Dios en ellos. Finalmente son considerados como intercesores ante Dios a favor de los demás.
La beatificación originariamente confirma el culto local otorgado a un cristiano muerto en olor de santidad y dependía del obispo del lugar. Ni la santidad del santo ni la autoridad implicada se extendían más allá de la región o del grupo al que el santo pertenecía. Si bien hoy día la beatificación es también llevada a cabo por el Papa, el compromiso de autoridad no es mayor. La beatificación formal no puede comprometer estrictamente la infalibilidad de la Iglesia, porque no es más que un permiso dado a una devoción local, como lo prueba el hecho de que todo el proceso deba ser vuelto a examinar, si se quiere pasar a la canonización. (Bouyer, Diccionario teológico, Barcelona, 1968. Pág. 117).
La canonización significa, en cambio, la declaración de una figura como santa y salvada, e implica la suprema autoridad del Papa. Aquí es donde debe verificarse si una persona posee la universalidad cristiana objetiva. El paso de la beatificación a la canonización no es un mero trámite. Ante ella, el pueblo de Dios deberá manifestar su aceptación o rechazo de una figura como exponente universal de la vida cristiana.
Monseñor Escrivá de Balaguer
El fundador del Opus Dei (Obra de Dios) muere en 1975. En 1981 se comienza el proceso. Él lleva a la declaración formal de beatificación, que tendrá lugar hoy. Proceso rapidísimo, polémico, suscitador de entusiasmos por un lado y de rechazos y temores por otro. Y esto no ocurre sólo en la sociedad, sino, incluso, dentro de la misma Iglesia. Preocupación y sorpresa, que consideran ambiguas la persona, la función que actualmente cumple la obra en la Iglesia y la figura de santidad que, con ello se quiere ofrecer al mundo.
Escrivá crece en una historia española determinada por una relación entre fe y sociedad, Iglesia y Estado, propias del siglo XIX. Esa espiritualidad colectiva conformó la suya propia. En este sentido tiene los límites y gloria que tienen ese tiempo y sociedad. Porque ningún hombre es un aerolito caído del cielo; ni un santo es un ser de absoluta perfección que no tenga límites naturales o imperfecciones morales. Las tienen como todos, ya que la gracia cura y perfecciona a la naturaleza, pero ni la anula ni la redime del todo.
Su persona ha suscitado la adhesión de millares de hombres y mujeres, que han descubierto en él la presencia de Dios y, por medio de él, han oído la llamada a seguir el evangelio, a trabajar para que los ideales del reino se realicen en este mundo. De la fe y la generosidad de esos hombres han nacido a su vez otras muchas obras. Unas admirables, otras menos.
¿Por qué suscita rechazos la beatificación de monseñor Escrivá? Porque no todo hombre bueno debe ser propuesto como modelo de santidad para una época, en la que podría ser incluso rémora para los mejores ideales urgentes en ella. No todos los santos son imitables en la precisa forma de su santidad. ¿Es la figura de monseñor Escrivá el modelo que mejor puede alimentar los ideales, que tienen primacía en la Iglesia y en la sociedad de hoy? Muchos creen que no. Porque es el exponente máximo de una fase del catolicismo español, gracias a Dios, superado por impulso del Concilio, porque él siguió pensando la afirmación del evangelio mediante el poder y la extensión de la Iglesia por los caminos del Estado.
En esto, él no fue mejor ni peor que el resto de la Iglesia española. Fue su exponente radical y rezagado. Entretanto, la jerarquía corrigió ese curso anterior, rehaciendo su forma de presencia pública y llevando a cabo todas las separaciones necesarias. Hizo confesión de sus culpas; organizó la campaña de reconciliación, ofreció su palabra, su vida y sus hombres a la colaboración con quienes habían estado en otras laderas de España. Ha roto sus tradicionales conexiones con la derecha y la riqueza, para dejarse guiar, más allá de categorías políticas, por las primacías que estableció el mismo Jesús: verdad y pobreza, esperanza y misericordia.
En este contexto, no es fácil reconocer como ejemplar a alguien que promovió primordialmente la presencia eclesial en los ámbitos de poder y de la riqueza, para quien las relaciones libertad-autoridad no parecen haber sido claras y transparentes. Al menos no lo fueron para quienes las contemplaban desde fuera y para muchos que abandonaron la Obra. No siempre aparecía claro que los fines no justifican los medios. Y, sobre todo, aún no se ha dado una explicación convincente de algo que contradice la anterior praxis eclesial: su reclamación del título de marqués.
Cuando un miembro de la nobleza, duque, conde, marqués, se hacía sacerdote o religioso, dejaba su título. En el caso de Escrivá ocurre lo contrario: sin tenerlo por origen, lo reclama. Sin duda habría razones reales que lo tipificasen, pero a los de fuera nos son desconocidas. Y causa extrañeza que una vocación de humildad se engalane ahora con títulos de marquesado.
Esto acontece en momentos en que la Iglesia decide acercarse a los continentes pobres, a las clases situadas en la marginación, a las tareas que las instituciones de este mundo no asumen. Yo, que he pasado mi vida en la universidad, jamás diré que haya que dejar lo uno para hacer lo otro, porque la inteligencia, el corazón y las manos son todos órganos dados por Dios y su cultivo es tan necesario a la fe como a la vida. Pero reconozco que hay que establecer primacías y equilibrios. Y cuando éstos no se dan, algo cruje en la Iglesia, algo sufre en el mundo y, al final, algo se degrada.
La santidad no se da en abstracto sino en concreto. “La santidad tiene que ser testificada ante el mundo y tiene su historia. Los santos canonizados son modelos fecundos de la santidad propuesta para una época determinada. Por medio de su estilo cada vez nuevo de ser cristianos, por medio de su ejemplaridad concreta, han mostrado a otros el camino para una aceptación creadora del cristianismo con una nueva comprensión de éste. (K. Rahner, Diccionario teológico, Barcelona, 1966. Pág. 682).
La persona y la obra
Toda persona lúcida, que quiere entender por qué se ha llegado a esta beatificación, tiene que dar razón de la influencia histórica de esta personalidad y de la institución que puso en marcha. Su importancia es innegable en la historia de España y en la de la Iglesia reciente. Para entenderla hay que recordar cómo comprendía la Iglesia por los años treinta la vocación cristiana, la santidad, el matrimonio, la acción apostólica y la vida religiosa. Si no en teoría, sí en la práctica, la vocación a la santidad cristiana era identificada con la marcha al seminario para ser sacerdote o el ingreso en un monasterio, si se trataba de mujeres.
Escrivá tuvo el coraje, fornido más que discernido como buen aragonés, de reclamar también lo que movimientos como la Acción Católica y Grupos de Perfección afirmaban: que todo cristiano tiene vocación de santo; que la santidad se realiza en el lugar propio en que Dios le ha enclavado.; que la santidad implica la obra bien hecha y que esa obra bien hecha no son sólo los grandes monumentos públicos sino los pequeños quehaceres de cada día; que la profesión, el matrimonio y la cotidianidad son el lugar de encuentro con Dios; que, en principio, no hay alternativa entre fidelidad a Dios y fidelidad al mundo; que el creyente está llamado por Cristo no a ser sujeto pasivo de una historia que hacen otros, sino protagonista de ella.
Esto tuvo un profundo efecto liberador para muchas vidas jóvenes que querían vivir el evangelio en plenitud y radicalidad, pero no tenían una clara vocación al sacerdocio o vida monástica; que consideraban una bella tarea sanar y transformar este mundo; que estaban entusiasmados con sus profesiones y que no querían sucumbir a una escisión entre experiencia humana y experiencia cristiana. Él puso delante de ellos los más bellos ideales vividos en la Iglesia. La contemplación y la misión tienen un contenido y un contexto. El contenido es el mismo siempre, el contexto puede ser siempre nuevo. La contemplación ya no tiene sólo lugar en los monasterios, sino en todo espacio abierto a la presencia de Dios.
Este programa de santificación y de misión cristianas es en principio perfecto. Supuso un redescubrimiento o actualización de lo que es la llamada universal a la santidad, que es una afirmación evidente desde el Nuevo Testamento. Todos somos hijos de Dios. En Cristo no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer. Lo decisivo es ser hombres nuevos. El problema surge cuando uno se pregunta si los medios y métodos del Opus han correspondido siempre a estos fines.
Una historia de sociedad y de Iglesia
El Opus Dei, nace como proyecto, en el peor momento histórico, y con el más pobre bagaje teológico. Un inmenso esfuerzo de buena voluntad y coraje, que no lleva unido el necesario discernimiento teológico e histórico que le permitiera estar a la altura de la conciencia histórica, como explicaba Ortega y como ha reclamado el Vaticano II al hablar de los “signos de los tiempos”.
Digo el peor momento histórico: la posguerra española, el integrismo redivivo, la identificación entre sociedad e Iglesia, la exhumación de los ideales imperiales de otros siglos y el rechazo de la conciencia moderna; la convivencia entre poder político y jerarquía católica; la presencia de los obispos en los órganos del Estado. Todo ello estableció una relación entre Iglesia y mundo que ponía en peligro tanto la verdad y libertad de la Iglesia, como la verdad y autonomía del mundo.
En este preciso momento despliega el Opus su actividad en España, llevado por el ideal teológico entonces vigente: a la religión por el poder, en un momento en que no hay libertades. El hecho de que sus miembros como individuos o como grupo protagonizasen parte de esa política los hace responsables de sus logros y fracasos y explica que hoy se descargue sobre esa institución la responsabilidad de muchas llagas abiertas entonces. Y el prójimo es inclinado a olvidar lo bien hecho, mientras recuerda siempre lo negativo.
Tuvieron la mala suerte de surgir con un pobre bagaje teológico. No fueron ellos responsables de nacer así, pero sí de perdurar así, porque en otras iglesias de Europa había ya entonces otra teología y otra espiritualidad. No se abrieron a ellas, más aún, cultivaron una conciencia de ghetto, como ha ocurrido repetidas veces en España ante los movimientos espirituales, sociales y políticos nacidos en Europa. No eran en esto los miembros del Opus distintos de lo que acontecía en otros pagos españoles. Pero ellos por el poder otorgado o conquistado, por las minorías jóvenes que se les adhirieron, por la confianza otorgada desde la más alta magistratura, se convirtieron en la avanzadilla de un nacionalcatolicismo, al que el Vaticano II quebraría sus lanzas y picas.
A la luz de un integrismo intelectual, que muchas veces iba unido a una admirable generosidad moral, lograron presencia, prestigio y poder en los sectores de la Iglesia y en los círculos de Roma que habían acogido con recelo el Vaticano II, reduciendo sus consecuencias al mínimo. Por otro lado, hay que recordar que en España no hemos tenido a Lefevre y que a otros albañales habrán tenido que ir ciertas aguas de idéntica procedencia.
La crítica y los críticos
El Opus ha nacido con la gloria y las limitaciones de toda minoría consciente de una peculiar misión histórica. La necesidad de afirmarse y defenderse, encontrando su sitio propio en el viejo mundo. Ello llevó consigo el rechazo que toda minoría innovadora provoca. Esto era natural. Los problemas más graves vienen cuando se trata de insertarse en la Iglesia común. El Opus ha sido percibido siempre como una iglesia dentro de la Iglesia, presentado como el único lugar de perfección posible para los cristianos consecuentes. La colaboración con los demás nunca ha sido su fuerte.
Si uno de los más bellos logros posconciliares ha sido, lo que yo llamaría la recatolización o eclesialización de las órdenes religiosas, en el Opus se daba el fenómeno contrario. La Iglesia después del Concilio ha establecido la unidad de misión y la diversidad de ministerios. Por eso ha sido admirable trabajar en instituciones donde estaban presentes seglares y dominicos, hijas de la Caridad y claretianos, paúles y mercedarias, es decir, todos, sin que nadie se viese frenado en su peculiar forma de consagración a Dios sino por el contrario alegres todos de llevar adelante conjuntamente una obra de Iglesia. Raras veces encontrábamos allí a alguien del Opus. Y si estaba, no se sabía quién hablaba, si él o la Obra entera por su boca. Nunca teníamos la impresión de un real diálogo personal. Las diócesis han quedado divididas muchas veces en dos tipos de clero: por un lado, el normal y, por otro, los de la Obra que, con obediencia formal al obispo, de hecho viven segregados en su vida personal y en su acción apostólica.
Su relación con Roma ha sido variada, conforme han sido los sucesivos Pontífices. La autoridad del Papa no depende de la nacionalidad o de la sensibilidad teológica que posea, sino de su condición de sucesor de San Pedro en la autoridad que le otorgó Jesús. Por eso se entiende mal cómo el Opus a lo largo de los últimos decenios haya variado tanto en su relación con el Papa. Es plenamente inteligible y legítimo que uno se sienta más cercano a una figura pontificia que a otra, pero de ahí al rechazo silencioso o al enaltecimiento seductor va un abismo.
La mayoría de las críticas nacían de la caridad fraterna, de la voluntad de ayudar a un movimiento naciente a cristalizar en cristiano y no en sectario, integrista o fundamentalista. Era necesario ofrecer aguas vivas de evangelio a tanta generosidad, encauzar tanto dinamismo. Por esa fraterna valoración y emulación, muchos de nosotros hemos criticado con amor la trayectoria intelectual y pastoral de la Obra.
Hans Urs von Baltasar mostró ya hace treinta años que el integrismo estaba en la misma raíz del Opus. Se ha dicho que “Camino” en realidad, más que un libro de teología, es un manual de adolescentes. Nada más necesario que una buena guía para esa edad peligrosa. Pero no se intente suplir con generosidad y buena voluntad lo que en otras fases de la vida exige esfuerzo de razón teológica e histórica, de ensanchamiento cultural y personal. En nuestros días, el cardenal König, su gran protector en Austria, los ha invitado a acoger con más receptividad las críticas que se les hacen. Es un deber para con toda la Iglesia acogerlas; despejar malentendidos; no encerrarse en su cascarón desechando toda objeción como si viniera de ateos o de enemigos de la Iglesia; revisar sus orígenes teológicos anclados más en ideas del siglo XIX y comienzos del siglo XX, que en una real modernidad cultural y eclesial (entrevista en Kathpress, 12 de febrero de 1992).
Por otro lado, cuando ya jubilados tengan más tiempo, los cardenales Ratzinger y Castillo Lara, nos podrán contar el servicio que hicieron a la Iglesia, buscando un lugar exacto a la Prelatura dentro del Código de Derecho Canónico y mostrando cómo la pretensión del Opus de situar la prelatura dentro de las estructuras constitucionales de la Iglesia era o una ingenua herejía o una inmensa pretensión de poder. Y otras autoridades de la Iglesia nos tendrán que explicar algún día por qué la pregunta del Papa a la Conferencia Episcopal Española requiriendo su opinión sobre la conveniencia de erigir al Opus en prelatura personal, no le llegó a aquélla en la forma querida por el Papa como consulta abierta antes de tomar la decisión, sino como comunicación sobre algo ya decidido. Y se nos deberá explicar las excepciones hechas a favor de la Obra.
Este conjunto de cosas hacen que haya surgido un malestar eclesial, que empaña el gozo normal, que toda la Iglesia debería sentir ante la beatificación de uno de sus hijos. Yo quiero alegrarme con los miembros del Opus por este reconocimiento a su fundador. Conozco su buena intención y fines y me he opuesto a algunos de sus métodos y medios, conozco muchas personas que por medio de él se han encontrado con Dios e intentan vivir su vida en cristiano, si bien es verdad que ciertas actitudes, acciones y relaciones me gustaría fueran bien distintas.
Yo había esperado que por sensibilidad histórica y sentido de Iglesia hubieran retrasado esta beatificación cincuenta años, como preveía el viejo Derecho Canónico, que preveía también la atención a factores como el rechazo popular, aún cuando fuera injusto. Para entonces se hubieran cerrado muchas heridas y hubieran dejado de sangrar tantas llagas. Que no hayan visto, o que no hayan querido ver y no hayan evitado las graves repercusiones negativas de este hecho para la vida espiritual de España me apena profundamente.
Pero en la Iglesia un santo no lo es todo, ni está nadie obligado a venerarlo (K. Rahner). Hay pluralidad de caminos y moradas. Es necesaria la comunión y aceptación mutua, sin excomuniones recíprocas, con la mejor caridad vivida. Si aquella caridad no existiera, no habría comunidad ni de fe ni de esperanza. No seríamos ni unos ni otros Iglesia.
La doble reacción
Hay dificultades contra el Opus, que nacen de la conciencia cristiana y de serias situaciones; otras en cambio son dirigidas contra el cristianismo como doctrina, la Iglesia como institución y la vida cristiana como actitud religiosa. Para algunos, el Opus es un pretexto de disparo, cuando el verdadero blanco es la Iglesia. Quien quiera acusar a la Iglesia hágalo en directo y con razones, o muestre en qué medida en el Opus hay cosas que no son conciliables con el evangelio o con la esperanza humana. Otra cosa es una falta de honestidad intelectual y de convivencia cívica. Porque si el Opus evidentemente no es la Iglesia pertenece a ella.
Yo corregiré a mis hermanos y pido ser corregido por ellos, pero nunca usaré el látigo contra la madre común, la Iglesia, de la que recibo la verdad y vida divinas, la que tiene sus raíces en Dios y mantiene vivo el núcleo incorruptible de la verdad, pese a las ramas secas y a los frutos desabridos.
Esta beatificación no debe ser un plebiscito eclesial para un movimiento ni una legitimación incondicional de una historia anterior. Por otro lado, tampoco debe ser lo que algunos intentan, ocasión pública para un linchamiento moral del Opus. Y de ambas actitudes existen especimenes entre nosotros. Tan lejos estoy de una como de otra.
El Irrepetible-Absoluto y su interacción
divino-humana
los lineamientos de Hans Urs Von Balthasar
Introducción
Considerando la propuesta de la materia, la cuál permite una amplia gama de temas cuyo margen sea Lo Cristiano; los temas que más se acercan a tal iniciativa, o que, mejor dicho, lo expresan más cabalmente, son los que giran entorno a la persona de Jesucristo. De allí que he considerado abocarme en su persona, la cual es la figura más representativa, eminentemente, que abre, confirma y vivifica toda la realidad que implica el término "cristiano".
El presente trabajo, si bien no puede dejar de sumergirse en toda la riqueza que la teología ha incorporado al contemplar la persona de Cristo, tampoco pretende desarrollar un esquema puramente cristológico; sino que intenta un abordaje a la consideración de Jesucristo, que desarrolla el teólogo suizo, Hans Urs Von Balthasar, en cuanto lo considera el Irrepetible-Absoluto.
Tal visión es realizada desde la dinámica de la encarnación acontecida en la Historia. De allí que los puntos a tratar manifiesten tal dinámica que repercute en aquel sujeto fáctico-histórico, el cual se ha convertido en el "blanco" de la obra salvífica de Dios.
La exposición mostrará un descensus, que va desde el tratamiento de la segunda persona de la Trinidad, tanto en su dinámica esencial (1-2-3) e intradivina (4), como en su relación con el hombre (5-6). Aunque ningún tema estará desligado del factor "historia", ya que H. V. Balthasar quiso tratar el tema desde la Teología de la Historia, integrará líneas teológicas que marcan fuertemente la cristología.
1. Análisis del Einmalig-Keineswegs
"Quien emprende la consideración de lo histórico en su conjunto, debe asignarle, si no quiere caer en un mito gnóstico, un sujeto general que obre y se manifieste en lo histórico, y que a la vez sea una esencia universal normativa".
En la propuesta de esta densa consideración, en la cuál el teólogo suizo, Hans Urs Von Bhaltasar, manifiesta el estudio que realizará sobre una visión teológica de la historia, es necesario abordar el tema del Einmalig-Keineswegs (Irrepetible-Absoluto) no para quedarnos en una mera cristología que degrade toda la realidad que implica la humanidad, sino más bien, todo lo contrario, para comprender la misma realidad de modo pleno desde la excelsa obra de la Encarnación del Verbo, ya que el cristianismo es la "concentración de la realidad, historia y persona en la humanidad de uno de nuestra raza de hombres".
En la propuesta del Einmalig (Irrepetible) podemos realizar previamente una mirada desde la metafísica del hombre en general. Entendemos por irrepetible aquello único en su realización que ha tenido un acontecer propio en el tiempo aportando una novedad. De allí que el hombre se realice en su concreción "aquí y ahora" en la innovación que aporte a su existencia desde su situación esencial de sujeto libre.
Pero en él esa irrepetibilidad es relativa ya que esta ligado a la universalidad de su esencia humana que comparte con otros, sin que esto sea negativo en su intensión, ya que, "desde la historia, lleva al concepto más misterioso de una comunicación y comunión de todas las personas libres de idéntica esencia metafísica, en esa esencia, de tal manera que si esa esencia se representa como realizada históricamente, debe realizarse en una comunidad de destino de las personas que la integran" (Vemos por ejemplo al pueblo de Israel).
En todo caso, más allá de toda conclusión de carácter social, es objetivo considerar que hay una solidaridad que conecta a todos los hombres, la cual debe ser asumida desde la libertad, y que por lo tanto, las decisiones de cada uno tienen su repercusión en la humanidad, de allí que mi realización incumba a todos en tal humanidad que fue, es y será.
Vemos también, en el misterio de Dios la irrepetibilidad, pero dándose en Él en sentido eminentemente pleno, ya que Él es el ipsum esse per se subsistens imparticipado, que en la realidad absoluta y única de su esencia le es propia la originalidad plena de su ser.
Ahora bien, en la consideración del Keineswegs (Absoluto), vemos un término aplicado a Dios desde su total infinitud, pero ¿de qué le serviría al hombre si sólo queda relegado al plano de lo "supra-trascendente" inalcanzable? ; si, desde la perspectiva de la propuesta inicial, buscáramos la respuesta en el mismo hombre ¿no nos decepcionaríamos de que en el afán de comprender su existencia y su historia, no es capaz de trascenderlas buscando una síntesis total de las mismas en él mismo?. Es clara la problemática al ver que "ningún individuo podría elevarse dominadoramente sobre los demás, sin poner en peligro metafísicamente la humanidad de los otros y sin destronarla de su dignidad".
Por otra parte Dios "no necesita "historia" para llevarse como mediador hacia sí mismo". En consecuencia, vemos dos peligros al abordar la temática desde una polaridad que mira un extremo sin considerar al otro, donde peligraría la autosuficiencia divina o la particularidad humana.
Consecuentemente, el desarrollo expuesto hasta ahora, no es para quedarnos en una abstracta elaboración gnoseológica, donde el análisis del Irrepetible-Absoluto sea para alcanzar una comprensión sintética de la historia, sino, para que, desde su propia realidad, podamos captar, desde nuestra pobre capacidad, toda la riqueza que expresa en su accionar salvífico-redentor.
2. Necesidad de la irrupción del Irrepetible-Absoluto: Verbum caro factum est.
"Después de la caída de estos (Hombres), alentó (Dios) en ellos la esperanza de la salvación (Gén., 3, 15) con la promesa de la redención".
Podemos decir que se puede ver un "quiasmo" entre las realidades de la salvación y de la redención, donde "la esperanza de la salvación" esta propuesta desde "la promesa de la redención. Ello supone que sería un error identificar ambos puntos. La salvación no supone la inserción del pecado del hombre (por la aceptación libre del mismo por parte del hombre) sino el hecho de ser creatura, con lo cual, en su situación limitada, no puede alcanzar su plenitud sino desde aquello que lo trasciende, de allí que siempre estuvo llamado a ella, aún en su situación primordial (Adán-Eva, en sentido figurativo). "Anunciar la salvación es anunciar la vida en todas sus dimensiones". En cambio, la redención sí supone la introducción del pecado en la historia, de allí que es posterior al designio salvífico de Dios. Por lo tanto, ambas deben darse en el hombre, el cual es limitado y esta herido por el pecado; si acaso quiere trascenderse en orden a su plenificación.
Para superar la finitud fáctica-histórica, que supone la esencia humana (profundizada por la situación de "caída"), es necesario que alguno, lograra en sí, un enlace intrínseco con el polo de lo esencial universal. "Para superar ese límite hacía falta un milagro que para el pensamiento filosófico resulta inhallable e inimaginable: la unión entitativa de Dios y el hombre en un sujeto, que, como tal, sólo podía ser algo irrepetible absolutamente, porque su personalidad humana, sin ser quebrantada ni violentada, sería asumida en la persona divina que en ella se encarnaba y manifestaba". Tal unión conlleva la realidad del centro óntico del hombre en el centro óntico de Dios, sin ser desintegrado, sino, plenificado. Y tal realidad, la vemos en la "unión hipostática".
A lo largo de la historia se han visto diferentes herejías con respecto a la consideración de este punto. Tanto el arrianismo como el docetismo, y demás concepciones erróneas que no vienen al caso, han sido interpretaciones unilaterales de la realidad bi-dimensional de la encarnación del Verbo, quitando lo propio de la redención, que mira la naturaleza del hombre, en su situación creada y normal, sin trasladarla a un orden más alto de ser y sin considerar la persona del redentor como mera apariencia de hombre.
Ahora bien, considerando que el Unigénito nos permite el enlace con lo divino al ser a la vez el Primogénito, vemos la prioridad de la acción en Él mismo, en el hecho de interrelacionar su irrepetibilidad con la multiplicada realidad humana, al realizar el descensus a tal realidad, ya que "siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, asumiendo condición humana y apareciendo en su porte como hombre" (Fil. 2, 6-7). Esto conlleva la ascensio de la naturaleza humana a Dios. "Solo entonces se hace comprensible... que en la irrepetibilidad de Cristo pueda estar incluida la redención de nuestra multiplicidad".
3. El Irrepetible-Absoluto y su normatividad
Desde la vida de Jesús, sería reducida la mirada sobre su acción como una simple liberación del pecado. En Él se conjugan la realidad de la salvación y de la redención en una integridad que lo conforma como portador de plenitud para el hombre: Él mismo es salvación. De allí que al "hacerse carne" (Jn. 1, 14) asume la compleja finitud humana abriendo las puertas al hombre a una nueva relación con Dios. Por lo tanto, vemos que al hablar de salvación cristiana contemplamos toda la situación del hombre, no sólo su situación de pecado sino su misma esencia humana necesitada.
Es necesario ver que la unión del Verbo con la naturaleza humana es de por sí salvífica, siendo norma de todo hombre, debido a que obra en la historia. Así, "la irrepetibilidad absoluta de Dios, que se une con la humanidad de Jesús, se sirve, para tener lugar, de la irrepetibilidad relativa de esta personalidad histórica, dada por el ser humano". Por lo tanto, el Redentor es único por su participación en la irrepetibilidad divina. Además, en Él se integra la irrepetibilidad con las leyes normativas de la naturaleza humana, las cuales a él se someten y ordenan sin ser eliminadas.
Ahora bien, tal normatividad, histórica-salvífica, no se da sino por su irrepetibilidad, ya que radica en ella "la revelación de la libre y concreta voluntad de Dios sobre el mundo" que obra en la historia por la irrepetibilidad de la unión hipostática de la irrepetibilidad de Jesús de Nazaret, el Verbo de Dios. Asombrosa realidad de la "conexión" del polo de lo humano y lo divino manifestada en la persona de Jesucristo.
"Jesucristo prueba que ha de ser, en cuanto el irrepetible, el Señor de todas las normas de la creación, tanto en el dominio de lo esencial cuanto en el de la historia".
Su generalidad está en lo particular. Podemos decir que Él mismo es historia, punto central y originario de lo histórico desde donde emana toda la historia, después y antes de él mismo y en donde conserva su centralidad. "Cristo se hace así, para la comunidad primitiva, el criterio según el cual todas las vicisitudes humanas pueden ser releídas y valoradas: este singular es la norma de la historia".
Verdaderamente la luz de Cristo nos muestra la verdad novedosa, que estuvo desde siempre, de que "todo fue creado por Él y para Él" (1 Col. 1, 16). Además, Él está engendrado en el eterno hoy y por tanto consuma su obra en el tiempo de una sola vez y para siempre, lo que esto da lugar a tratar el tema de su singularidad, tanto en la dimensión operativa, como en la dimensión esencial de su persona.
4. El Irrepetible-Absoluto y el Abba: la interrelación en Cristo entre su singularidad, su libertad, su receptividad absolutas y "su tiempo".
Cuatro consideraciones claves convienen remarcar en la relación entre Jesús y su Padre; consideraciones que no permiten que la cristología se quede en un sutil "cristomonismo barthiano" sino que expresan la trascendencia de Cristo en sí y por su absoluta apertura al Padre.
Singularidad
Persona difícilmente entendida a lo largo de la historia ha sido Jesucristo. "Signo de contradicción" (Lc. 2, 34) por su doctrina, sus obras y su persona. Considerando a Olegario González de Cardedal, podríamos demarcar tal singularidad en torno a "su autoridad personal, derivada de la forma concreta de su existencia, de su predicación, de su libertad para estar ante Dios y ante los hombres, de la manera de su vivir y de su morir; el hecho de su resurrección, sentida e interpretada por los apóstoles como la respuesta de Dios a la acción de los hombres, glorificando a Jesús y constituyendo Señor del mundo a quién ellos habían humillado y desterrado del mundo dándole muerte; su dimensión divina, por la cual él vive la común humanidad en un nivel tal de plenitud, que nos vemos obligados a confesar que es Dios mismo quién está presente en Él, operando desde Él y viviendo en Él; por lo cual podemos al tiempo decir que Él esta en Dios, opera desde Dios, es Dios con nosotros> ".
En último termino "la singularidad de Jesús emerge de aquella ultimidad personal", que se da por el hecho de ser irrepetible absoluto, segunda persona de la Trinidad que realiza la salvación humana. De allí que la singularidad de Cristo adquiere y posee una soberanía absoluta e inalcanzable por parte del hombre, siendo propia la obra de Él, y de nadie más.
Libertad, Receptividad y "el tiempo" de Cristo.
Por otra parte, si quisiéramos mantenernos en un desarrollo que siga expresando la ilimitada riqueza de la obra del Verbo en su encarnación, podrían encontrarse ciertos riesgos de caer en una visión mecanicista del mismo donde no se lo vería más que desde la pura funcionalidad e instrumentalidad. De allí que podemos deducir la necesidad de referirnos a la libertad absoluta de la acción de Jesucristo. "La autodeterminación fundamental viene a traducirse así en el nivel de las múltiples decisiones de todo momento, más o menos conscientemente poseídas: es el nivel de la libertad situada> o empeñada> , o sea, de la libertad vista en la tensión dentro de la amplitud trascendental de la opción fundamental y la finitud de la posibilidad presente de la situación concreta".
Por lo tanto, vemos que la autoposeción absoluta de su persona y de su obra le permiten la absoluta soberanía, donde "el rango del mandato y de la obediencia, de la entrega y de la aceptación, depende de la libertad del que actúa. Puede mandar en la medida en que es una cosa con su voluntad; lo que presupone, claro está, que su voluntad sea una misma cosa con la norma del justo querer. Puede darse a otro en la medida en que se posee. Puede recibir a los demás en la medida en que está en sí mismo. Eso significa: puede cumplir todos esos actos en la medida en que es persona y realiza su personalidad".
"He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me ha enviado" (Jn. 6, 38). En Jesús, la negatividad ("no hacer mí voluntad) fundamenta una mayor positividad ("hacer la voluntad del Padre"). "Su esencia, en cuanto Hijo del Padre, consiste en recibir de otro, del Padre" todo, y recibirlo de forma que todo lo posea en sí haciendo uso de todo como propio, "pero no en una superación del recibir, sino como su confirmación perdurable, eterna, que le funda a Él mismo".
En consecuencia, esto le otorga su Yo, su interioridad y su novedad personal absolutas; donde vuelve a confirmarse su total irrepetibilidad, siendo sólo Él "imagen, palabra y respuesta". En el acto de la receptividad también adquiere toda la voluntad soberana de Dios, sobre el mundo asumiendo todo propiamente.
En su eterna conciencia de Hijo, al encarnarse no pierde tal apertura, sino que progresivamente la va asumiendo, siendo un hombre abierto a Dios, en definitiva "El Hombre". Pero en Jesús se da una superación del hombre, denotándose en la relación entre Él y el tiempo, ya que "la receptabilidad para todo lo que viene del Padre es lo que para el Hijo se llama tiempo en su forma de existir como criatura, y funda temporalidad".
Por ello, vemos que se abre un nuevo panorama de la encarnación del Verbo. Al ser el Hijo eterno, asume en su encarnación la temporalidad, debido a que la transforma en manifestación de su absoluta y eterna filialidad. Tal filialidad no significa apropiación de lo dado sino posesión en y por Dios, y a Él ofrecido, para ser devuelto en la eterna reciprocidad, de allí que buscar diferencias entre su existencia temporal y la celestial, sería mirarlo desde una "esquizofrenia existencial".
El Hijo siempre fue, es y será Hijo, y es lo propio de Él el serlo.
Al decir que Jesús posee tiempo significa que asume totalmente la voluntad del Padre, y esto no es una simple reseña, sino un punto que ilumina las raíces y consecuencias más profundas del alejamiento del hombre de Dios. El mismo hombre salta el tiempo creado, ordenado, providenciado y predestinado de Dios, o sea que no asume la verdad que Dios le dio sobre su libertad la cual debe ir descubriendo la senda que Aquél puso en su existencia. Dios ha determinado desde siempre todo bien para el hombre, pero éste, debe encontrarlo a su debido tiempo. Por lo tanto, la obra del Hijo, como Salvador, es la reordenación de ese erróneo apresuramiento del hombre (no sólo el pecado original) el cuál ha considerado la búsqueda de su felicidad en algo que no era Dios.
Cristo es la verdadera existencia que debe ser seguida, asumida y aceptada. De aquí, que el testimonio neotestamentario acentúe su paciencia, su humildad, su permanencia, su sometimiento, su obediencia, su docilidad, etc. Por ejemplo, la relación entre Jesús y "su hora" (Jn. 2,4) expresa aquello que llega a su debido momento, sin poder ser atrasado o apresurado, ni siquiera con su conocimiento (Mc. 13, 32), y esto, porque "el Hijo quiere recibir del Padre su hora tan nueva, tan inmediatamente nacida del amor originario y de la eternidad, que en ella no esté visible ninguna huella ni marca de dedos sino en cuanto de la Voluntad del Padre". En cuanto Dios podría conocerla, pero se guarda el derecho por ser Hijo. "Su perfección es su obediencia que no se anticipa... y decir sí> al Espíritu Santo, que transmite como mediador la voluntad del Padre para cada instante", el cual es acogido desde la absoluta libertad. Por lo tanto, podemos decir que "Dios no tiene otro tiempo para el mundo sino en el Hijo, pero en Él tiene todo tiempo". De allí que el tiempo verdadero es y debe ser aquel en el que el hombre se encuentre con Dios, y no el irreal, el cual es el perdido en la proyección hacia la nada.
Ahora bien, cabe proponer un nuevo punto que emana de todo lo tratado hasta ahora pero que a la vez completa y expresa una relación de estrechez entre la existencia de Jesucristo y su obra. Ambas dimensiones se identifican en Él y revelan el porque de su caminar en este mundo.
5. El Irrepetible-Absoluto y la Revelación
"En Jesús, Dios ha sido un alguien con quien los humanos han podido convivir, o quizá, mejor, pudiéramos decir que Jesús es la necesaria humanidad de Dios para poder Él ser connatural y solidario con sus criaturas. Condescendencia, cercanía, oferta y presencia de Dios acontecen para los humanos en Jesús en una radicalidad tal para Él y para nosotros, que Él se define a sí mismo como humanidad, palabra, Hijo de Dios".
Con Olegario G. De Cardedal se podría ver muy solapadamente lo que se viene desarrollando. Pero es necesario tratar el tema por el cual todo lo anterior tiene su dasein: La Revelación; ya que sin ella difícil hubiese sido al hombre llegar a los postulados mencionados. Pero, la Revelación no es algo, sino alguien, "Jesús de Nazaret [el cual] se convirtió... para los cristianos en la potenciación suprema del hombre".
De allí que hay que mirarla desde dos aspectos: Desde la dinámica divina (Jesucristo en cuanto Revelador y Revelación) y desde la dinámica humana (Correspondencia del hombre: la Fe).
Jesucristo en cuanto Revelador y Revelación
"Dios sólo establece su relación con el mundo allí donde Jesucristo es Él mismo el centro de esa relación, el contenido y cumplimiento de la eterna Alianza". Tres características de Jesucristo que claramente denota H. U. Von Balthasar; de allí que Dios al revelarse a los hombres lo hace de una manera insuperable en su Hijo. Por tanto esto hace suponer que Jesucristo es el Revelador del Padre, pero no de manera extrínseca sino intrínseca.
El punto central para la intrinsicidad de la revelación en la persona de Jesús se debe a la unión hipostática. "Debido a ella "no hay nada en Él que no sirva a la autorrevelación de Dios". La relación con el Padre en lo intratrinitario es tan absoluta que el Verbo en cuanto Hijo "nunca entiende y aplica su modo de ser persona como algo excluyente, sino sólo como el lugar de recibir y de la respuesta", acarreando que su autoconciencia no se objetiva en Él, al encarnarse, sino que "la tiene sólo para regalarla al Padre y a los hombres"; por lo tanto Él puede ser la Palabra y el Verbo de Dios. "Cristo es la luz como vida, gracia, verdad. La vida, la gracia, la verdad habitan en el Hijo, que en cuanto verbo de Dios está en Dios y es Dios, y vienen al mundo a través del Hijo".
Un conflicto que la Iglesia ha tenido que superar ha sido el de la aparición del gnosticismo el cual miraba a un Dios, considerado puramente como trascendencia espiritual, que en su total superación de lo fáctico, solo podía ser alcanzado por el pensamiento que lo hallaba sólo como espíritu. Pero, ésta, a la vez que muchas otras líneas heréticas de matiz espiritualista o racionalista, no han sido absolutamente contraproducentes para la misma Iglesia, sino motivo de una fructífera superación donde, en este punto, ha reafirmado siempre la necesidad de relacionar la revelación con el "lugar" donde se lleva a cabo, la Historia, ya que eso señala la Encarnación.
"No puede ser simplemente Dios como el actor que obra en el mundo; debe ser un trozo del cosmos, un momento de su historia y, además, en su punto cumbre. Y esto es lo que afirma también el dogma cristológico: Jesús es verdaderamente hombre, verdaderamente un trozo de la tierra, verdaderamente un momento en el devenir biológico de este mundo, un momento en la historia natural humana, pues nació de mujer (Gál. 4, 4)". Con estas palabras Karl Rahner expresa bellamente la radicalidad que implica afirmar la historicidad del Verbo Incarnatio.
Ahora bien, Cristo, concentración de los misterios de encarnación, salvación, redención y revelación, ¿podría tan solo trocar la conciencia del hombre en su "afán" de levantarlo de la situación que empecinadamente está?; ¿podría "amarrarle", aunque sea un momento, la libertad para arriarla hacia Él?.
Su amor lo impide, el amor de Dios por la creación lo impide desde su soberana y absoluta libertad y potestad. Quizás muchos piensen que el gran error de Dios fue haber creado al hombre con un "pedacito" de sí, o sea haberlo hecho a su semejanza, por tanto, haberlo hecho persona.
Pero, qué alegría la del hombre que descubre esto; que ensancha la mirada limitada sobre sí en pos de una superación que está a su alcance, si es que camina a su fin verdadero, donde redescubrirá la plenitud vital que implica ser persona, a la luz de la "Persona". Todo quedará en el misterio de lo que implica ser persona, y en los que estén implicados en tal situación existencial. Pero dejando de lado todo análisis subjetivo conviene abocarnos a la objetividad de la relación entre la salida al encuentro de Dios y la decisión del hombre de responder a ello.
Correspondencia del hombre: La Fe
"Comunicación de Dios mismo es, por tanto, comunicación a la libertad e intercomunicación a la libertad e intercomunicación de los sujetos cósmicos plurales. Esta autocomunicación de Dios se dirige necesariamente a una historia libre de la humanidad, sólo puede acontecer en una aceptación libre por parte de los sujetos libres y, por supuesto, en una historia común.
La comunicación de Dios mismo no se hace de pronto acósmica, dirigida solamente a una subjetividad aislada. Es histórica de cara a la humanidad y se dirige a la intercomunicación de los hombres, pues sólo en esto y a través de esto puede acontecer históricamente la aceptación de la comunicación de Dios mismo"
Con K. Rahner vemos, por tanto, que la revelación de Dios interpela a la libertad del hombre; y, eminentemente, Cristo, Salvador y Revelador irrepetible absoluto, interpela, por la irrepetibilidad de su persona, de sus obras y de su mensaje, totalmente, al hombre; así, su vida lo confirma, donde fue objeto de rechazo y de aceptación radicales. De allí, que el término Salvador, indique "aquella subjetividad histórica en la que el suceso de la comunicación absoluta de Dios mismo al mundo espiritual está ahí como irrevocable en conjunto".
Pero, es consecuente, proponer la aceptación humana de lo desarrollado ya que "la simple luz de la razón no basta para iluminar esta obra y se puede comprobar de un modo irrefutable que todo aquel que intente dominarla mediante esa luz no le hace justicia" .
La fe, en cambió, "ve esa forma [lo revelado que transforma] tal como es, y de un modo tan palpable que la evidencia de la verdad de la cosa brilla en la cosa misma y a partir de ella". Ella posee una "velocidad de intuición", en cuanto capta desde la inmediatez. La fe es don de Dios; y más allá de toda mirada puramente antropológica del hombre que naturalmente posee un grado de "creencia", el cual le permite elegir, decidir y por tanto caminar, aquélla accede a un plano que hace trascender la mera mirada humana de lo fáctico en una "credibilidad" que confía en un postulado sobrenatural.
Pero hay que aclarar que, al ser un don de Dios ofrecido al hombre, éste, en su recepción, como naturaleza racional, no puede basarse en una pura captación intuitiva de lo que lo trasciende, sino que su racionalidad, que está en la temporalidad, se mueve discursivamente en la búsqueda de toda verdad. De allí todos los esfuerzos que manifiesta la historia acerca del diálogo entre la fe y la razón.
En la correspondencia entre la revelación y su acogida la luz interior, en su disposición, necesita totalmente de la forma objetiva de la revelación para encontrar su propio contenido, contenido que es acogido no sólo en la fides quae, siendo lo revelado una pura objetividad, si no también, a través de la fides qua, donde, por tanto, lo objetivo de lo revelado transforme la subjetividad del que lo acoja, sin que el contenido quede en una pura inmanentización (encerrándose en una pura lógica humana) ya que sigue conservando su objetividad.
Vemos por tanto, sin querer desarrollar un análisis gnosceológico de la fe, que Dios otorga aquello por lo cual quiere que se lo busque, pero ¿ de qué le valdría un mero acercamiento a lo que quiere que sea conocido si en concreto el hombre sigue su rumbo sin horizonte?. ¿ Cuál es el contenido de la revelación que transforma al hombre?
El Irrepetible-Absoluto, en su persona, su obra y su palabra, obran en la revelación ya que todo Él es la revelación. Por ello en la acogida por la fe de lo revelado se acoge al mismo Jesucristo, no sólo en cuanto Redentor, sino también, en cuanto Salvación; "en Jesús [se recibe] de Dios el don de la vida, del conocimiento, de la inmortalidad y de la santidad, porque Jesús no [es] un mensajero más en la sucesión veterotestamentaria de los profetas o sapiencial de las filosofías, sino que en Él Dios mismo está visitando a su pueblo". Por lo tanto, el misterio de Cristo, no se queda en una simple manifestación sino que es transformación de toda la persona en su integridad, de allí que el punto siguiente proclama a Cristo como el camino perfectísimo hacia Dios y una clara dilucidación de las virtudes teologales, que corrigen su visión errónea y expresan tres grandes dones que Dios le dió al hombre para, por Cristo, ir hacia Él.
6. El Irrepetible-Absoluto como camino hacia Dios
Arquetipo y Prototipo
"La descripción del Hombre-Dios... no debe suscitar la impresión de que la au-
toconciencia de Jesús es absorbida por la conciencia del Logos. Nada puede ser más plenificador y regalador, para la naturaleza y la personalidad del hombre, que este supremo prototipo [hecho ejemplar] de un hombre en general que se hace arquetipo [idea ejemplar] para todos los demás precisamente porque su mismidad no se convierte en tema..., sino, de modo radical en oración".
Con estas palabras, cargadas fuertemente de contenido teológico, H. U. V. Balthasar expresa claramente la mediación de Jesucristo como el más vivo y verdadero camino hacia el Padre. Por ello podemos decir con él que Jesucristo mismo es oración; sólo Él cumple la identificación entre la apertura al Padre en su eterno sí y la receptividad de su ser. Y por ello, nos acoge en el ofrecimiento santo y total a su Padre. Él es el Hombre que ofrece todo y se ofrece todo al que todo le ha dado, de allí que es el prototipo de todo hombre para Dios.
En su inserción en la historia "Cristo no se puede poner en el mismo plano que la de Adán ni la de los redimidos... [Él], como idea prístina del hombre ante Dios..., ha subordinado tanto lo modal como lo categorial a su irrepetibilidad... [Su tiempo] es plenificación del tiempo de Adán, puesto que, yendo más allá de la gracia de éste, es acceso a Dios, esto es, apertura para el mundo de la eterna interrelación personal de Padre e Hijo en el Espíritu". Por ello, el tiempo de la historia, el cual está marcado por el pecado, es reconocido y asumido para que con su tiempo lo llene a aquél otro de sentido.
"Jesús, al acoger en sí mismo el sí, el amén de Dios al mundo, devolviéndole con un amén al que nos podemos unir todos los creyentes..., se ha constituido en canon personal de la fidelidad y en fuente de fidelidad". ¡ Que gran regalo Jesús nos dejo a través de su persona mediante la fidelidad, la cual no es sólo ejemplo, sino una realidad intrínseca que le compete a todo creyente y que debe ser descubierta y asumida!. En ello radicará la realización de uno como persona y como creyente.
Visto el camino, sólo queda andarlo, vista la señal sólo queda ponerse en pie y acudir en pos de responderle dejándose iluminar. Caminar con fe, confiar con esperanza y vivir en el amor.
Si el hombre pudiera armonizar estas tres características fundamentales de todo cristiano, viviría en un constante y progresivo ordenamiento hacia Dios. Fe, Esperanza y Caridad (amor), son tres virtudes que la Iglesia llama teologales por su origen directo en Dios, las cuales como don, o sea gracia objetivada, son ofrecidas al hombre. Las mismas son valiosas "herramientas" en la peregrinación hacia Dios mismo.
Sería edificante, expresar a continuación, con San Pablo, el cual "aparece como difícil amigo..., y como inignorable guía", la relación y lugar propio de las mismas virtudes.
Fe, Esperanza y Amor
La existencia histórica cristiana se desarrolla mediante la "fe, esperanza y amor (1 Cor. 13, 13). Pero hay consideraciones negativas que afectan a la realidad de las dos primeras virtudes, ya que se piensa, que en el pasaje de lo temporal la fe y la esperanza dejarán de tener sentido funcional. El pasaje paulino muestra otra concepción muy diferente: "El amor lo disculpa todo, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (1 Cor. 13, 7); . Vemos, por tanto la integralidad del amor que supera la fe y la esperanza, pero no descartándolas sino integrándolas.
En la plenitud "la esperanza... sería la disposición del amor que queda abierto a lo infinito... sabiendo que Dios para él es el siempre mejor; la fe... sería la actitud de la criatura que se ofrece y entrega, con ello ofrece y entrega también toda verdad y evidencia propias, prefiriendo en amor la verdad de Dios, siempre mayor y más verdadera, a la propia".
Ambas están en una apertura hacia lo absoluta, la esperanza hacia el Dios siempre mejor y la fe, hacia el Dios como dador infinito. Por ello se ve que en tal apertura a lo total "ambas cosas son en su núcleo modos auténticos del amor", el cual, tanto en la vida eterna como, en la vida terrena, sigue y seguirá siendo el normador de todo hombre, ya que, él mismo a imagen del Hijo, que recibe el amor del Padre y corresponde a ese amor en el ordenamiento de todas las cosas como Irrepetible-Absoluto, también ordena a Dios toda la realidad del hombre.
Fe, Esperanza y Amor; tres términos que podrían caer en mera conceptualización si no se los considera como potencializaciones de la realidad humana. Sólo el misterio de la libertad de cada uno podrá adherir o no, a ellos y por ende a Jesucristo. Pero adherir a Él significa, principalmente, reconocerlo como el Irrepetible-Absoluto, el cual enlaza la eternidad y el tiempo. "Si el acto de existir del hombre Cristo se funda centralmente en una visión temporal..., entonces el imitador no logra realizar nada de ese acto, y su carácter prototípico y arquetípico se vuelve dudoso por ello mismo.... Si de Cristo se dice que es fundador... y perfeccionador... de la fe, eso no puede entenderse en sentido de una mera causalidad práctica, sino que debe querer expresar una causa ejemplar operante".
En la imitación de la fidelidad obediencial y de la paciente renuncia de Jesús, características que permiten a Jesús estrechar la mano de Dios con la del hombre; se ve en total profundidad lo que significa cree, esperar y amar. "Solo así se abre la verdadera intimidad de la imitación, en la participación de una análoga vida espiritual" a la que invitan la persona, la obra y los hechos del Irrepetible-Absoluto, Jesús de Nazaret, Verbo e Hijo del Dios eterno.
Conclusión
La visión de Cristo como el Irrepetible, que a la vez es el Absoluto, permite una gran interacción de temas que ayudan a su vez a expresar la realidad de este Dios que se encarna. ¡Cuanta riqueza hay en este sublime misterio!, misterio del "universal concreto, irreductible a una universalidad vaga y abstracta", y que expresa el punto más fecundo del diálogo entre la fe y la razón.
Sería provechoso que se vean trabajos de investigación desde la puntualización teológica-histórica sobre la Cristología de la historia, la cual depurada de toda visión errónea barthiana exprese la absoluta belleza de la obra de Cristo. Muchas puertas se podrían abrir en este intrincado mundo, surgiendo fervorosos personajes que, así como H. U. V. Balthasar, sueñen, piensen y desarrollen una teología que ilumine toda la realidad humana. Es posible hacerlo, así como para este teólogo suizo, fue posible una nueva mirada de lo teológico matizado desde lo estético, en donde en el culmen de lo bello en sí se cobija el rostro de Dios.
Ayudar al hombre de hoy es compromiso urgente e imprescindible, mucho más en el cristiano. Desde el enfoque tratado se puede dar mucho sentido a la existencia humana, la cuál muchas veces no reconoce su propia dignidad y a lo que está llamada.
El Irrepetible-Absoluto abre sus brazos como firme faro que orienta a lo propio, a lo esencial, a lo salvífico-redentor que es descubrir que "todo fue creado por Él y para Él" (1 Col. 1, 16). De aquí, que el hombre asume el lugar que le corresponde en la creación y entra a participar en la dinámica del Hijo eterno, de su total receptividad al Padre.
Bibliografía
Hans Urs Von Balthasar. Teología de la Historia. Ed. Guadarrama. Madrid. 1959.
Hans Urs Von Balthasar. Gloria. La Percepción de la Forma. Vol. I. Ed. Encuentro. Madrid. 1985.
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Olegario González de Cardedal. Elogio de la Encina. B.A.C.. Madrid. 1978.
Karl Rahner. Curso Fundamental sobre la Fe. Ed. Herder. Barcelona. 1979.
Romano Guardini. Realidad Humana del Señor. Ed. Guadarrama. Madrid. 1960.
Bruno Forte. Gesu de Nazaret, storia di Dio, Dio della storia. Ed. Paoline. Roma. 1982.
Francisco de Mier. Salvados y Salvadores. Ed. San Pablo. Madrid. 1998.
Ricardo Ferrara. El Misterio de Dios. Ed. Sígueme. Salamanca. 2005.
Presentado por:
Pablo Balario
Pontificia Universidad Católica Argentina
"Santa María de los Buenos Aires"
Facultad de Teología
Carrera: Bachillerato + Profesorado en Teología
Materia: Teología Fundamental III
Revelación
Filosofía y teología
Toda reflexión crítica, a diferencia de la actitud ingenua, parte de la percepción refleja del lugar y tiempo, del contexto y cerco al pensamiento en el acto de pensar, no para volver siempre sobre ellos sino para ser consciente de los límites y posibilidades que ellos crean. La vida humana es un milagro de unidad y de complejidad, de continuidad y de rupturas. El hombre llega a sí mismo en la medida en que diferencia los diversos pliegues y despliegues de su existencia. Estas afirmaciones valen tanto para el filósofo como para el teólogo, para el creyente como para el increyente.
El solar de la filosofía y de la teología
A todo texto escrito precede un lenguaje, a todo lenguaje un uso de la razón, y a toda razón una forma de vida. A la altura del pensamiento en el siglo XXI ya podemos diferenciar esas implantacio- [ 5 ] nes en la realidad de las que brotan una actitud diferente ante la existencia y con ella un pensamiento. Éste no existe en aquella soledad, a la que Descartes nos invita separando pensar y sentir, cerrando los ojos y remitiendo nuestro espíritu más allá de las cosas, como si la res cogitans fuera absolutamente aislable de la res extensa, el pensar aislable de la vida, y la vida individual aislable de la historia colectiva. Tenemos que diferenciar, pero no podemos separar:
1. Formas de vida.
2. Usos de la razón.
3. Juegos del lenguaje.
4. Textos escritos.
Los hombres nos diferenciamos por aquel último rescoldo de evidencia que nos sustenta a cada uno y por la implantación primordial que tenemos en la existencia. De ella deriva la forma de vida que llevamos, a partir de la cual nacen las relaciones que instauramos y las que evitamos, las reflexiones que consideramos esclarecedoras y las que nos parecen insignificantes. Esa implantación primaria en la realidad es como la raíz y el tronco de los que toman su savia todas nuestras acciones y decisiones. Tal implantación no es un absoluto que deba prevalecer sobre la historia ulterior, sino que debe ser reasumida desde un lúcido ejercicio de la razón, desde la abertura a la historia anterior y desde la comunicación con el entorno inmediato. Implantación primordial y decurso ulterior son los dos polos de una vida.
En esa existencia personal así local, temporal, biográfica y socialmente situada, hay que comprender la razón y su ejercicio. Previamente deberíamos situar la razón, como una forma concreta de usar la inteligencia; ésta es más radical, amplia y definitiva que aquélla. Y a su vez radicar la inteligencia en una comprensión espiritual (pneuma) del ser humano, ya que a él pertenecen igualmente la memoria y la esperanza, como capacidad de recuperar el origen absoluto y de anticipar el futuro absoluto. De esta forma el instante al que abren la razón y la inteligencia se halla abarcado por la memoria, como capacidad reasuntiva del eterno Presente, y la esperanza, como capacidad anticipativa del Futuro absoluto. Así situada la razón en la estructura personal, afirmamos lo que desde Platón hasta Kant ha sido una constante en Occidente: la razón tiene diversos usos posibles o modos de ejercitación, que reclaman legitimidad para sí, pero no pueden absolutizarse. Hay un uso científico, un uso filosófico, un uso histórico y un uso religioso de la razón, nunca separables pero nunca reductibles a los demás. Hay un necesario camino entre la pluralidad irreconciliable de las racionalidades y el uso despótico de «la» racionalidad, cuando a ésta se la hacer derivar de una sola ciencia.
La implantación en la existencia y el uso de la razón son humanos en la palabra que eleva las cosas desde el silencio, mudez y espera, a la transparencia auditiva y visual, olfativa y táctil. Porque las palabras terminan teniendo peso y rostro, sonido y gusto. Pero las palabras sólo dicen y sienten, dan que pensar y sentir desde su contexto: hablan en situación y sólo son inteligibles viéndolas nacer, asistiendo a su despliegue y juego. Wittgenstein tiene toda la razón. Nada más necesario que los diccionarios para entender las palabras y, sin embargo, nada más insuficiente. Éstas se dicen a sí mismas en acto, en el drama que interpretan, en el juego que juegan, con sus reglas, por supuesto. ¿Qué juego de vida está jugando el hombre que habla? Ésa es la cuestión primordial a la hora de preguntar por la relación entre filosofía y teología. Los libros, y las formas equivalentes de textos escritos, tienen detrás de sí esos tres niveles de realidad o fases de historia. Vienen de mucho más allá de ellos mismos. No hay libro sin palabras, que remiten a un uso determinado de la razón, a un universo de sentido y a un horizonte de futuro. Los montes, encinas, sembrados y ríos de Soria aparecen en los informes técnicos de los ingenieros agrónomos y en los poemas de Antonio Machado. Son los mismos, expuestos en un caso y trascendidos en otro. Al alcance de la mano y la verificación métrica en el primer caso; en el segundo sólo al alcance del deseo absoluto, de la imaginación que crea, de la esperanza que adivina las cosas en su plenitud anhelada y prometida más allá de su situación actual.
La filosofía y la teología entre el mito y la ciencia
A la luz de esta reflexión previa deberíamos explicitar ahora cuáles son las implantaciones fundamentales en la existencia, o lo que podríamos llamar la atención primordial, el interés originario, el abalanzamiento inevitable de cada vida humana y de cada generación histórica. Implantación meramente sensitiva, implantación utilitaria y calculadora, implantación técnica y científica, implantación ética, implantación contemplativa o filosófica, implantación religiosa y teológica. El hombre puede reaccionar a los estímulos que le llegan de fuera o ponerse ante las cosas como realidad; puede preguntar por la estructura física y por el servicio funcional que le pueden prestar; puede intentar comprender su constitución material para reconstruirla y hacerla funcionar en un orden nuevo; puede dejar que las cosas sean ante sí y acoger su voz; puede finalmente llegar a comprender las cosas como lugar de una presencia, signos de una alteridad, voz de Alguien que le llama, ante quien está y quien está ante él.
La mitología, la filosofía, la ciencia, la religión y la teología han ido naciendo en la medida en que el hombre se enfrentaba con todo lo real y consigo mismo, tomaba sobre sí el cosmos y se preguntaba por el sentido tanto del ser como del devenir, tanto de la realidad de los entes como de su propio destino. Esas ejercitaciones fundamentales de la existencia son innegables teóricamente e irreductibles prácticamente. Variará la relación entre ellas; en cada momento será privilegiada una u otra de ellas, pero antes o después las demás reclamarán su derecho de existencia y volviendo ejercitarán una presión y poder mayores, propios de la venganza que ejercen las realidades larga y violentamente reprimidas. De la ejercitación contemplativa, diorática, nace la filosofía; de la ejercitación religiosa, que supone aquélla y se amplía a otras dimensiones de la realidad percibida, nace la teología. Las dos son constituyentes de la historia espiritual de Occidente y en conjunción con el cristianismo forman ya la trama y urdimbre de nuestra existencia. El destino de la filosofía y de la teología en Occidente nunca está del todo diferenciado, ni en el origen primero ni en el momento actual. En los comienzos ambas tuvieron que segregarse y afirmarse frente a una mitología, ligada a la magia en unos casos y al poder en otros, incapaz de llegar a las perspectivas y exigencias morales, que son inherentes a la sacralidad del ser humano. Platón defiende su propuesta frente a Homero y Hesíodo, ya que los mitos que proponen resultan corruptores de los hombres por inmorales, y lo mismo hace Aristóteles frente a los «mitólogos», que confunden la realidad física con supuestas acciones o luchas de los dioses. En el final del siglo XX la filosofía y la teología están cercadas, protegidas en un caso y amenazadas en otro, por la ciencia. Sólo parece legítimo lo racional en el sentido de la ciencia positiva, y sólo se les otorga carta de legitimidad si acceden a definirse por el método, el lenguaje, los programas de investigación y transmisión que las ciencias empíricas, las llamadas exactas y duras, exigen en sus propios campos.
Desde el mismo inicio, el mito y la ciencia son los compañeros y coadjutores, pero a la vez los secretos usurpadores de la función propia asignada a la filosofía y a la teología. Son sus necesarios compañeros de viaje, ya que las realidades de las que éstas hablan tienen una dimensión de universalidad englobante, que filósofo y teólogo sólo pueden explicitar en aquella forma de enunciación y evocación que es el mito; pero a la vez ellas piensan y hablan desde un hombre y una historia concretas, constituidas en una estructura y sucesión, que sólo puede ser dilucidada por la ciencia. Ahora bien, mito no es el cuento o narración ingenua propios de hombres y culturas que no han llegado a madurez crítica, sino aquel lenguaje del hombre que es consciente del desbordamiento absoluto de lo real sobre su vida y del oscurecimiento radical de su destino entre un origen desconocido y un futuro indominable. En el mito el hombre alumbra el presente desde la íntegra totalidad del cosmos verificable y del Universo inverificable como elementos que entran en el juego de su vida. No los describe físicamente ni los define metafísicamente, sino que los evoca e invoca. Al nombrarlos en la palabra los hace presentes, sabiéndose extendido por lo que ellos quieren decir y él no sabe explicar.
Hoy estamos inclinados a descartar absolutamente el mito y a confiarnos exclusivamente a la ciencia. Si por un lado es necesario diferenciar el mito de la magia, preilustración y arcaísmo, por otro lado es necesario recuperar la intención propia de aquél, aprender su lenguaje y entrar en el juego al que él invita. A su vez la ciencia debe ser diferenciada del poder absoluto sobre lo real y de la respuesta a las últimas cuestiones que de verdad interesan al hombre, cuando reencuentra su puesto ante las ultimidades del ser, de la historia y de su destino. Las tres últimas preguntas de Kant (¿qué debo hacer? ¿qué me está permitido esperar? ¿qué es el hombre?) y las tres de Zubiri (¿quién ha contado conmigo para mi existir? ¿merezco el amor y la pena absolutos a alguien? ¿qué va a ser de mí?) no encuentran respuesta en la ciencia. Muchas reacciones, unas críticas y otras fundamentalistas, ante la ciencia a lo largo del siglo XX (Tolstoy y Weber en un sentido, Wittgenstein y Heidegger en otro) derivan de esta pretensión de la ciencia a ser la única palabra verdadera y suficiente para el hombre.
Filosofía y teología no suplantan, pero suponen el mito y la ciencia; cuentan con ambos y van más allá de ellos. La teología se ha visto desgarrada en el siglo XX por tres tendencias radicales: la historificación, que sólo retiene lo que es verificable por la arqueología, la filología y la historia (liberalismo, Harnack...); la desmitificación, que situándose en el extremo opuesto de la línea anterior se queda sólo con el significado existencial de los relatos originarios, al margen de los conceptos, ideas y presupuestos propios de aquella época y que siendo inaceptables en nuestra época científica deberían ser eliminados (Bultmann...); la positivización autoritaria o dogmática, que remite todo sólo a la tradición normativa, a la confesión de fe y a la predicación eclesial, aislando el evangelio de la historia religiosa general y de la historia de la racionalidad occidental (teología dialéctica, Barth, integrismo católico...).
La investigación histórico-positiva es necesaria para la fe y, por ello, el estudio filológico de la Biblia ha sido explícitamente reclamado por la Iglesia católica en la Constitución dogmática Dei Verbum (1965) del Concilio Vaticano II y en un documento de la pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (Roma, 1993). Los métodos histórico-críticos han sido asumidos en conjunción con otros métodos, a la vez que decantados en algunos de sus presupuestos teóricos. Sobre ese fondo es comprensible la recuperación del mito, en su más profundo sentido, como forma inevitable de hablar de Dios. Hablando de un dogma concreto de la iglesia K. Rahner escribe: El enunciado puede presentarse en la forma de un mito, porque éste es de todo punto un medio legítimo de representación para experiencias últimas del hombre, un medio que no puede sin más sustituirse radicalmente por otra forma de enunciado. También la más abstracta metafísica y filosofía de la religión tiene que trabajar con
representaciones imaginativas, que no son sino mitologómenos abreviados y descoloridos (K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona, 1979, p. 145).
De nuevo aquí entramos en un problema más de fondo: ¿desde dónde podemos nombrar el Absoluto, el Origen radical, el Fin último, en concreto a Dios, si cada una de las palabras y conceptos remiten a aspectos particulares, que la razón aprende bajo una perspectiva particular? ¿No necesitará la razón de la imaginación, de la memoria y del deseo, yendo mucho más allá de Descartes, que culpa a la imaginación de todos los errores en filosofía y teología? Un mínimo de representación mitológica es inevitable, porque no se puede nombrar a Dios sin imaginarlo, ni imaginarlo sin mitologizarle (E. Gilson, L'athéisme difficile, París, 1959, p. 37).
La filosofía y la teología tienen un destino común frente a la mera mitología y la pura ciencia. Tienen que salvar la realidad del ser y del deber, del esperar y de Dios, en los que el hombre es hombre. Sin ellos su vivir sólo es mero perdurar y su estar en el mundo no es morar en él, sino habitarlo sólo fácticamente; no es construirlo como una morada propia, sino apropiárselo como simple objeto. En la situación contemporánea ambas están amenazadas, en su existencia universitaria, desde un imperialismo científico, que niega realidad y existencia a los objetos de los que ambas hablan. No tendrían ni una verificabilidad ni una falsabilidad universales, quedando reducidas por tanto a mundos del temor o del deseo, legítimos en la intimidad de cada individuo pero sin capacidad de reclamar un presencia pública. Contra esta «dictadura de los laboratorios » se revelaba Ortega y Gasset en su curso ¿Qué es filosofía? (1929), reclamando la autonomía de ésta frente a la ciencia, aludiendo explícitamente a la reclamación de la especificidad de la teología que por esas fechas estaba haciendo K. Barth.
Esta posición llevó en algunos países a la eliminación de las facultades de Teología de la Universidad del Estado en la que habían estado siempre, ya que crecieron con ella y de su seno nacieron impulsos científicos, morales y técnicos en no pocos casos. Esa separación fue, en parte, consecuencia de la separación de la Iglesia y del Estado. Pero, y las facultades de Filosofía, ¿podrán perdurar en una sociedad donde la ciencia, la economía y la estadística política son los únicos determinantes de la verdad pública y donde la democracia no tiene capacidad para invertir los procesos democráticos que puedan conducir a subvertirla? Karl Rahner hizo en la Universidad de Salamanca la siguiente afirmación: «Una Universidad en la que no hay espacio para una reflexión pública, rigurosa y racional sobre Dios no tiene legitimidad para ofrecer un espacio público a la metafísica y a la ética, porque no son más verificables el ser y el deber, en la perspectiva de la ciencia contemporánea, que Dios; y desde el punto de vista histórico positivo la realidad de Dios ha tenido tanta presencia en las conciencias humanas y sigue determinando el pensamiento y la acción hoy con más fuerza, o al menos con tanta, como la preocupación metafísica o la actitud moral».
El doble origen de ambas: Grecia e Israel
Desde el mismo inicio del pensamiento en Grecia las cuestiones filosóficas sobre la physis y el todo, sobre el origen y la composición de los seres, han ido unidas a la reflexión sobre «lo divino», «los dioses», «el dios», «Dios». Ese pensamiento desemboca en un hombre que no es profesionalmente filósofo sino algo diferente, mucho menos en un sentido y mucho más en otro: Sócrates. Él incorpora y expresa tanto la religión griega como el pensamiento para pensar al hombre como ser movido por un «entusiasmo» (apoderamiento por lo divino e inspiración por él) a la vez que reclamado por un deber moral y una vocación de servicio a la ciudadanía. Con él la filosofía deja la naturaleza para encontrar en el hombre su centro y medida, pero ambos abiertos a la exigencia moral y al consentimiento religioso. De manera análoga, en otro campo, el cristianismo tendrá en profetas y orantes el lugar concreto que expresa la religión como una forma específica de implantación en la existencia, con su lógica y lenguaje propios a la vez que como intérpretes de esa relación (cf. J. Ladrière, La articulación del sentido. II. Los lenguajes de la fe, Salamanca, 2001). Los profetas primero y Jesucristo después son el lugar equivalente para el cristianismo de lo que Sócrates es en el mundo griego. La conciencia cristiana, al comprender a Jesucristo como el Logos eterno y encarnado, se considerará heredero, continuador obligado y transformador de lo que el mito, la religión y la filosofía griegas supusieron. Aquello fue comprendido como «preparación evangélica» y Cristo como «plenitud de los tiempos». La ejercitación humana de la existencia que vivieron y expresaron de diversas maneras Sócrates y Jesucristo confieren validez perenne a la dimensión pensante y creyente de la existencia, a la que corresponden la filosofía y la teología. Expresivo de esta radicación en el origen y en su ordenación final, existencial, sapiencial y religiosa de la filosofía es el hecho de que K. Jaspers haga preceder su obra Los grandes filósofos de una introducción con el título: «Los hombres que han dado la medida: Sócrates, Buda, Confucio, Jesús» (trad. esp: Los hombres decisivos, Madrid, 1993).
La filosofía y la teología han coexistido en concordia crítica desde los orígenes con Platón, Aristóteles y San Agustín, hasta nuestros días, con Buber, Heidegger, Wittgenstein, Levinas, Unamuno y Zubiri por un lado, y por otro Bultmann, Rahner, Balthasar, Pannenberg... La cuestión de Dios es la constante que enhebra la conciencia filosófica de Occidente desde los presocráticos hasta hoy. Él irá recibiendo sucesivos nombres: el Absoluto, el Principio, la Causa primera, el Fundamento, el Fin último, la Razón universal, el Ipsum Esse subsistens, el Non aliud... Bajo una u otra denominación o invocación ha sido una presencia permanente. Cuando H. Heimsoeth enumera Los seis grandes temas de la metafísica occidental (Madrid, 1974) comienza con un capítulo sobre «Dios y el mundo» y en el segundo vuelve por un rodeo a la misma cuestión: «La infinitud y lo finito». Dios es el permanente tema común a la filosofía y a la teología en la historia occidental del espíritu.,,,, El término «teología» no ha sido forjado por el cristianismo; éste lo ha heredado de los griegos. No carece de interés que este término no exista en el Nuevo Testamento, mientras que sí aparecen los de «filosofía» y «filósofos». Es verdad, sin embargo, que encontramos un término que ya tiene en su raíz lo que después será la teología. La palabra «theodidaktoi» (los cristianos han sido enseñados y han aprendido de Dios) y otra cercana, «theopneustos» (las Sagradas Escrituras del pueblo de Israel son divinamente inspiradas), ponen en el camino de lo que será luego un saber que se remite a una revelación de Dios en la historia y a unos textos que, siendo escritos por hombres de un lugar y cultura concretos, sin embargo son percibidos por la comunidad como inspirados y dados por Dios para que sean lámpara que guíe la vida de los hombres según la voluntad de Dios y así alcancen la salvación.,,,, Platón utiliza el término «theologia» en relación con las formas anteriores de hablar de Dios. Él deja atrás las formas que las mitologías utilizaron hablando de lo divino y de los dioses, para comenzar preguntando por «el dios» en singular, preocupado por la recta forma de nombrarle. Para Platón ésas son las dos cuestiones primordiales de la vida humana: cómo pensar y cómo hablar de Dios.
¿Qué normas serían las que habría que seguir al hablar de los dioses (oi typoi peri theologias)? Aproximadamente éstas: debe representarse al Dios como es realmente, ya sea en versos épicos, líricos o en la tragedia (República 379a).
Platón tiene detrás una situación en la que los dioses aparecen como causantes de los males. Frente a Homero, donde todavía estaban confundidos el bien y el mal, y como los dioses eran inmorales, estaban mezclados y casi confundidos con los héroes, semidioses y mortales, Platón escinde el mundo de la realidad entre el orden del mal, que es el nuestro, y el orden del bien, que es el de lo divino. A la vez quiere superar una comprensión de lo divino que no incluye el orden moral y supone un escándalo para los hombres. Para Platón los dioses no son malos, ni hechiceros o engañadores de los hombres. En ellos no hay diferencia entre apariencia y realidad.
Lo propio de Dios y de lo divino es en todo sentido ajeno a la mentira. Por completo. Por lo tanto, el dios es absolutamente simple y veraz tanto en sus hechos como en sus palabras y él mismo no se transforma ni engaña a los demás por medio de una aparición o del envío de signos, sea en vigilia o durante el sueño... Entonces estarás de acuerdo conmigo en cuanto a la segunda parte a la que hay que atenerse para hablar y obrar respecto de los dioses, que no son hechiceros que se transformen a sí mismos ni nos induzcan a equivocarnos en palabra o acto (República 382a-383a).
La cuestión del pensamiento recto sobre los dioses y la de la consiguiente vida buena o moral son inseparables en Platón y Aristóteles.
El primero escribe:
Hijo mío, tú eres joven: el paso del tiempo te hará cambiar de opinión sobre muchos puntos hasta llegar a pensar lo contrario de lo que actualmente piensas. Espera, pues, hasta ese momento para decidir sobre cuestiones de tanta monta; la mayor de todas ellas, aunque tú no le des ninguna importancia, es el pensar correctamente acerca de los dioses y, consiguientemente, vivir una vida buena, o todo lo contrario (Las Leyes 888ab).
Mientras Platón sitúa la cuestión de Dios sobre todo en un horizonte moral y antropológico, Aristóteles sitúa la teología en un horizonte cosmológico y metafísico. Teólogos son los que consideran divinos los principios de la realidad («haciendo dioses a los principios y atribuyéndoles un origen divino», Met 1000 a 1-10). Al pensar las partes en que se puede subdividir la filosofía, escribe: «Por consiguiente, habrá tres filosofías especulativas: la matemática, la física, la teológica (pues a nadie se le oculta que, si en algún lugar se halla lo divino, se halla en tal naturaleza) y es preciso que la (filosofía) más valiosa se ocupe del género más valioso» (Met
1026a 18-22).
Esta noción aristotélica fundará una tradición que sitúa a Dios dentro de la metafísica, como un contenido más de ella, junto a la naturaleza y los números. El término «theologia» sólo cuaja como designación de un tratado con el estoicismo (Cleantes, Panecio), y así llegará en su sentido filosófico hasta Varrón, de quien lo recibe San Agustín en su famosa división de la teología entre los filósofos gentiles: la teología mítica de los poetas, la teología física de los filósofos y la teología política de los legisladores (La Ciudad de Dios VI, 5-10). Sin embargo, el término tardará siglos en ser asumido por los cristianos como válido para expresar el conocimiento propio del Dios revelado en Jesucristo y propuesto en la Iglesia.,,, Las palabras remiten a los universos de sentido y experiencia en los que nacen. El término «Theos» y su correspondiente «theologia» son deudores de las formas de vida y del uso específico de la razón en medio de los que cristalizan. «Theos» en griego ha sido siempre un concepto predicativo y hay que entenderlo dentro de un horizonte politeísta, aun cuando en la religión vivida oriente hacia un único principio supremo, que se expresa en muchas formas. Ese término se empleaba para designar cualquier manifestación de potencia, inmortalidad, excelencia. Un dios «acontece» cuando se dan ciertos hechos y experiencias. Allí no hay Dios, y Dios no es, en el sentido posterior de unicidad, potencia y acción que el término tiene en la historia de Israel y en el cristianismo. «Theos» es múltiple, transferible y variable en el mundo griego (U. von Wilamowitz- Moellendorf, Der Glaube der Hellenen, Stuttgart-Basel, 1959, pp. 17- 19). Los cristianos tenemos el peligro de allanar la diferencia existente entre lo que un oído griego percibía con esa palabra y lo que percibimos los lectores de la Biblia. Allí, cuando las realidades son tan sorprendentes se convierten en sujeto de una afirmación como ésta: el amor es Dios, la verdad es Dios, la justicia es Dios. En la experiencia judeocristiana Dios es siempre sujeto de cuanto acontece en el mundo como signo suyo. Nunca, por el contrario, surge nada del mundo de lo cual se pueda decir: es dios, es divino, es Dios. La categoría de Creador y creatura, de Eterno inmortal y temporal mortal, ha escindido la comprensión de la realidad. Sólo en la encarnación se dará ese salto al límite logrando una definitiva forma de unión entre Creador y creatura, pero sin obliterar la distancia abismal que los separa, ni sucumbir a panteísmo alguno.
La revolución del cristianismo
Con el cristianismo se invierte la dirección de la mirada. No se parte como en la filosofía de la búsqueda de sentido por parte de los hombres, que en un ascenso desde el mundo llegan a «postular », «reconocer», «comprender» a Dios, sino por el contrario de una experiencia de haber sido llamados, elegidos, visitados, agraciados y responsabilizados por Dios (Abraham es el padre y protocreyente). Los profetas primero y Jesucristo después son los exponentes y altavoces de esa búsqueda que Dios hace de los hombres. El sujeto de la verdadera filosofía -si es que ésta tiene como tarea suprema el conocimiento de Dios y del resto en él- en adelante no serán los conocedores de Aristóteles (física, lógica, ética) sino los cristianos sencillos. Una frase se hizo clásica en la tradición cristiana: la fe procede «non aristotelice sed piscatorie», no surge de quienes son seguidores del filósofo griego sino de quien llamó a los apóstoles, que eran pescadores. Si la filosofía surge desde abajo en ascenso hacia lo sumo y hacia lo profundo, la teología surgirá desde el reconocimiento de Dios en el corazón de la historia humana, bajando hasta donde está el hombre con su pobreza y muerte, revelándose a éste y éste reconociéndole agradecidamente. La fe es respuesta a la revelación de Dios con la voluntad de conocer lo que se ha recibido de ella y por ella. La teología se propone dar razón de los hechos fundamentadores, del contenido de esa revelación, de la legitimidad de la adhesión a ella en la fe, de las consecuencias teóricas, históricas y escatológicas que ésta implica, de su perduración en la iglesia. La teología, como saber nuevo, está fundada en estos tres pilares: revelación, fe, iglesia. Donde se parte de ellas para hablar de Dios tenemos la teología; donde, en cambio, se habla de Dios al margen de ellas tenemos la filosofía.
Un texto del profeta Isaías 65,1 reasumido por San Pablo, manifiesta esta diferencia de la percepción que el hombre griego tenía poniendo en primer plano el carácter real y universal de lo divino, frente al carácter histórico y particular de la revelación de Dios, manifestado a un pueblo que no tenía pasión metafísica ni voluntad teórica: «Fui hallado de los que no me buscaban, me dejé ver de los que no preguntaban por mí. Pero a Israel le dice: “Todo el día extendí las manos hacia el pueblo incrédulo y rebelde”» (Rom 10, 20-21). Esa conciencia de lo no adquirido por el hombre sino sobrevenido desde Dios a su vida ha troquelado la conciencia del judaísmo desde el origen hasta nuestros días, haciendo casi imposible una verdadera teología dentro de él y segregando una mera filosofía que tiene en la fe sus orígenes, pero que en parte se vuelve contra ella, poniendo una distancia peligrosa entre razón y fe, como es el caso de Levinas.
La filósofa S. Weil escribe: «Búsqueda del hombre por Dios. “Quaerens me sedisti lassus”... Notar que en el evangelio nunca se hace cuestión, salvo error, de una búsqueda de Dios por el hombre. En todas las palabras es Cristo quien busca a los hombres o bien el Padre los hace traer a sí por sus servidores. O, incluso, un hombre encuentra, como por casualidad, el reino de Dios, y entonces, pero solamente entonces, lo vende todo» (S. Weil, Intuitions pré-chrétiennes, París, 1951, p. 9). Un contemporáneo nuestro, A. Heschel, lleva esta posición al límite en el mismo título de su libro: Dios en busca del hombre. Filosofía del judaísmo, Nueva York, 1955. Esta convicción es tan radical que un hombre como Spinoza, quizá el más sutil analista especulativo y a la vez el más riguroso reclamador de una demostración geométrica de lo divino y de lo humano, considera que la salvación del hombre tiene dos cauces igualmente válidos: uno por la filosofía y la razón; otro por revelación y la fe (cf. Lacroix, Spinoza et le problème du salut, París, 1970).
La teología en Occidente nace con dos caras, de dos raíces y con dos direcciones hacia las que crece: las de Grecia y las de Palestina, la reflexión teórica de la filosofía griega y la experiencia histórica de las gestas salvíficas de Israel primero y de la Iglesia después. No podrá, ni querrá, prescindir de la filosofía, pero nace y tiene que atenerse a una historia que no es un episodio particular de unos hombres, gestando su trayectoria desde una cultura particular, sino la historia misma de Dios, revelándose a sí mismo en hombre y revelando a su vez a los hombres, en la medida en que les ofrece verdad y salvación, sentido para el vivir presente y una meta para el fin último. Si la filosofía habla del Absoluto y de lo Universal, la teología hablará del Absoluto encarnado en lugar y tiempo, del Universal personal concreto. La razón en Occidente será física, lógica y teórica (legado de la sabiduría griega), a la vez que anamnética, utópica y escatológica (legado de la historia, profetismo de Israel, Jesucristo). Para percatarse de esto basta leer unas páginas de Marx, Bloch, Rosenzweig o Levinas.
La tensión y atracción perennes entre filosofía y teología nacen de la lógica misma del acontecimiento cristiano, que como nadie han pensado San Pablo y San Juan. El cristianismo no nace de la mera acción o predicación de Jesús sino del acto de su muerte en cruz y de la resurrección por Dios, de las que emana el envío del Espíritu Santo. Para un judío, esa muerte en cruz era la denegación de toda legitimidad profética de Jesús para un judío y de toda dignidad sapiencial para un griego. La cruz apareció como la alternativa nueva al Logos griego y a la Thorá judía. El cristianismo estaba así ante la disyuntiva: elegir la cruz contra el ser (enajenándose así a los griegos) y al Crucificado frente a la Thorá (enajenándose a los judíos).
El capítulo 1 de la Carta a los corintios es la sobrecogedora expresión de esta dialéctica, que San Pablo reconoce y se propone superar. Parte del escándalo y locura de la cruz de Cristo, pero no se queda ahí: esa cruz tiene una potencia interna para suscitar una forma nueva de existencia, una luz de conocimiento y un poder de futuro: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles; a Cristo potencia de Dios y sabiduría de Dios para los llamados tanto judíos como griegos, porque la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres» (1 Cor 1,23-24). Concluye absolutizando el hecho particular de Cristo frente a los valores y esperanzas universales anteriores: «Por Dios existís en Cristo Jesús, que ha venido a seros de parte de Dios sabiduría (frente a los griegos), justicia (frente a los judíos), santificación (frente a los ritos de misterios), redención (frente a promesas políticas)» (1,30).
Esa dialéctica de búsqueda humana y de revelación divina, de existencia particular de Jesús y de pretensión de verdad universal por parte del cristianismo, está planteada en otros términos en San Juan. Él es quien más acentúa los rasgos, procedencia, personalidad judía de Jesús y, sin embargo, es también quien lo muestra como el Verbo eterno, encarnado en el tiempo, para manifestar la gloria de Dios, alumbrar la verdad a los hombres y ser vida del mundo. Lo es no precisamente por ser judío sino por ser el Verbo, en quien fueron creadas todas las cosas, que es inherente al hombre y que, por tanto, al aparecer en persona dentro de la historia desvela nuestra entraña (antropología) y la entraña de la realidad (metafísica). La Carta a los Colosenses 1,16 fundamenta esta dimensión crística de la realidad, del hombre y de la historia: «En él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra...; todo fue creado por él y para él». La filosofía ya no será posible sin cristología, ni la cristología sin filosofía (Cf. X. Tilliette, El Cristo de la filosofía, Bilbao 1994; Id., Le Christ des philosophes, Namur 1993; Id., La christologie idealiste, París, 1986; Id., La Semaine Sainte des philosophes, París, 1992; Id., Les Philosophes lisent la Bible, París, 2002).
Estas dos acentuaciones (particularidad de Cristo con la correspondiente implantación en la existencia -universalidad de su palabra a la vez que su condición fundante, reveladora, redentora-) llevarán a dos posiciones extremas en los filósofos. M. Heidegger en uno de sus primeros textos, Fenomenología y teología (1927), en momentos en que la influencia de Barth y de Bultmann, escindiendo fe y razón, es muy fuerte, rechaza toda relación del cristianismo con la filosofía o verlo como posible filosofía cristiana, pensándolo únicamente como nueva forma de vivencia de la temporalidad abierta y expectante del fin. Por el contrario, todos los grandes del idealismo (Hegel-Schelling, Fichte) se han remitido a los textos paulinos y joánicos para elaborar desde la historia de Cristo, como su paradigma exterior, una metafísica. Los textos y relatos sobre el Logos, la Kénosis, el Viernes Santo y Pentecostés serán la falsilla sobre la que describan al Absoluto y su destinación a la historia. Y surgirán una teología, una cristología, una eclesiología y una soteriología filosóficas o especulativas. ¿Son éstas una reducción ilegítima de la fe a razón y de la teología a filosofía, sin necesidad de creer en nada, o son la legítima expresión filosófica de realidades que se le han desvela- do al hombre en luz de la fe y que ya exigen una reflexión rigurosamente filosófica? Que esos planteamientos no pertenecen al pasado sino al presente más actual lo revelan los libros de M. Henry Yo soy la verdad. Para una filosofía del cristianismo (Salamanca, 2001) y Encarnación. Una filosofía de la carne (Salamanca, 2002). El cristianismo (como integración pensadora de Grecia, Israel, Roma, la subjetividad centroeuropea y el positivismo o pragmatismo anglosajón) ha vivido de realidades, memorias y esperanzas de las que luego han nacido experiencias y convicciones, conceptos y sistemas, que han logrado consistencia por sí mismos y hoy forman parte del posible legado universal irrenunciable: las ideas de la creación, la persona, la responsabilidad ante un Ser sagrado que funda y reclama la libertad de cada hombre, la vocación y misión como constituyente de la libertad del sujeto, el carácter incompleto de la existencia, la tierra como patria verdadera y su destinación eterna, la imposible divinización del hombre y sustitución del Santo e Inmortal por el mortal y pecador, la inseparabilidad de la fe y la moral... La pregunta hacia el futuro es si estos valores e ideales podrán subsistir cuando, seccionados de su raíz y tronco originante, pretendan sustentarse en sí solos (Cf. O. González, «Europa y el cristianismo. Reciprocidad de su destino en los siglos XX y XXI», en: Salmanticensis 2 (2001), 207-238). En qué medida estos valores, que parecen ya autónomos y universales, están radicados y fundados en el universo espiritual del cristianismo puede comprobarse leyendo el libro del filósofo F. Revel y de su hijo M. Ricard, doctor en biología molecular y convertido en monje budista: El monje y el filósofo (Barcelona, 1998).
Relación entre ambas en la historia de Occidente ¿Cuál ha sido la relación entre filosofía y teología en Occidente una vez que el cristianismo se afirma, determinando la cultura y la vida humana en general desde el núcleo de realidades y relatos que lo fundan y diferencian: la persona, predicación y destino de Cristo? En todo movimiento que se quiere legitimar y afirmar históricamente prevalece en los orígenes el establecimiento de lo propio nuevo con la distancia explícita a lo anterior; en nuestro caso con la «ley» como expresión de lo que era el judaísmo, pero a la vez de los mitos, cosmologías, propuestas teóricas o salvíficas (filosofías) del mundo griego. Pero una vez hecho esto, y después de rechazar los «elementos de este mundo», una «vana» filosofía (2 Col 2,7) y una «gnosis de falso nombre» (1 Tim 6,20), su fe invita a los cristianos a discernirlo todo, asimilando todo lo bello y verdadero que encuentren en su entorno. El primer documento cronológico de los cristianos dice: «Discernidlo todo y quedaos con lo bellobueno (tò kalòn)» (1 Tes 5,21). Y otra carta de San Pablo: «Hermanos, atended a todo cuanto encontréis verdadero, justo, sagrado, amable, laudable, virtuoso, digno de alabanza. Tenedlo en cuenta todo» (Fil 4,8).
Es bien significativo que el cristianismo no instaure conexión ni con las religiones ni con la política existentes sino con la filosofía. La razón de fondo es que sólo la filosofía planteaba entonces la cuestión de la verdad y de la religio vera. Los mitos, los cultos, las fidelidades políticas eran intercambiables y no pretendían responder a la cuestión de la verdad, uniéndola con la de la salvación metatemporal y la vida moral en el tiempo. Ésta era justamente la pretensión radical del cristianismo: la unión de la verdad, de la salvación y de la vida. Eso era lo que intentaba de otra manera también entonces la filosofía, que se entendía de una manera muy diferente a como lo hizo en siglos posteriores. Entonces se comprendía a sí misma como una forma de vida, aprendida a la luz de un maestro, constituyendo con él una comunidad de existencia, ordenada a la conversión personal y orientada a la salvación definitiva. La filosofía no era una profesión sino una forma de vida, no un quehacer técnico o científico sino un proyecto de existencia, abierta a los problemas de la verdad, del bien y de la salvación (cf. las obras de P. Hadot).
En los siglos sucesivos, a partir de Clemente, Orígenes, los Padres Capadocios (San Basilio, San Gregorio de Nisa, San Gregorio Nacianceno) y San Agustín la filosofía encontrará en la Iglesia su lugar propio y la teología en la filosofía el esbozo de sus contenidos, el método para su discurso y un lenguaje para la transmisión de su mensaje. La interpretación de la Biblia, la formulación de los credos y las definiciones de los Concilios se harán a la luz de la filosofía contemporánea y con su ayuda, hasta el extremo de introducir en el corazón de un Credo conciliar un término filosófico para fijar la identidad divina de Cristo, siendo el Credo que seguimos rezando todavía hoy en la celebración de la Eucaristía. Me refiero al término «omousios = consubstancial con el Padre», del Concilio de Nicea.
San Agustín y Santo Tomás son las dos figuras máximas que conjugaron en unidad de sujeto ambas lecturas de la realidad y del propio cristianismo: la filosófica y la teológica. No se trata en el caso de Agustín de un neoplatonismo proyectado sobre la revelación divina, ni en el de Santo Tomás de un aristotelismo como lecho de Procusto dentro del cual se incrusta el evangelio, sino de dos hombres rigurosamente contemporáneos de su mundo y radicalmente creyentes. Lo que decimos de ellos lo debemos decir de todos los grandes pensadores cristianos: no han sido filósofos que luego hayan hecho teología, o teólogos que hayan ido a pedir prestada una filosofía. Cuando Rahner fue preguntado por las bases de su sistema filosófico y por su autocomprensión como científico, contestó con aquel ingenuo y admirable mal humor propio de los hombres de la Selva Negra: «Yo no tengo sistema alguno; yo no soy un científico. Yo soy únicamente un cristiano que quiere creer con absoluta sinceridad intelectual y un cura que quiere predicar el evangelio en toda su verdad teológica y su significación antropológica ».
Si tuviéramos que tipificar las formas de relación que de hecho han existido entre filosofía y teología, podrían distinguirse los siguientes matices en su conjunción o ejercicio: 1) Unidad indiferenciada. 2) Diferenciación pacífica. 3) Diferenciación enfrentada. 4) Sometimiento o reclamación de servidumbre de la una a la otra. 5) Relación circular o de intercambio. 6) Una da que pensar (cómo pensar y qué pensar) a la otra. 7) Pretensión de absoluto y exclusividad de una respecto de la otra. 8) Perplejidad cuando una u otra dudan de su identidad o de la forma histórica en que tienen que cumplir su misión. Como síntesis diremos que ha sido la relación propia entre dos hermanos gemelos: relación casi siempre fraternal y en algunos casos fratricida.
En los momentos cumbres han ido unidas y han convivido hasta el punto de ser diferenciables pero no separables. San Agustín, San Anselmo, Santo Tomás, ¿qué eran de hecho, filósofos o teólogos? Ya es sorprendente que el argumento ontológico surja en el texto de un abad para ayudar a sus monjes a vivir su vocación monástica, mejor conocer y amar a Dios, mejor celebrar la divina liturgia. La tercera meditación de Descartes, que concluye casi en una oración de alabanza a Dios, ¿qué es, filosofía o teología? Común a toda la historia de Occidente ha sido la centralidad de Dios como tarea de la filosofía. De Spinoza a Hegel y Husserl corre la afirmación del primero: «Summum mentis bonum est cognitio Dei» (Ethica, V. Pro 28). Esa afirmación sigue siendo válida para todos, aun cuando la ruptura que Lutero introduce en la historia de Occidente rechace la filosofía como vía y ayuda hacia el conocimiento de Dios, hasta afirmar que no sólo no es necesario Aristóteles para hacer teología sino que es necesario prescindir de él y de toda la filosofía para conocer al Dios verdadero (Disputatio contra scholasticam theologiam, 1517 Prop. 43).
El Dios de los sabios y filósofos-El Dios de los profetas y de Jesucristo
Este punto de partida explica la doble relación que ha predominado en Europa: el catolicismo se ha sentido más cercano, necesitado y apoyado por los filósofos, mientras que el protestantismo se ha sentido orientado hacia la Biblia. La fórmula de Pascal, contraponiendo el Dios de los filósofos y el Dios de los profetas, tiene en su raíz una experiencia profunda. Si bien la intención última de filósofos y profetas tiende a la misma realidad, no la perciben ni acogen de la misma forma. Dios aparece en la filosofía como origen creador, fundamento requerido por el hombre, meta del dinamismo histórico, garantía del conocer humano y de la afirmación definitiva de la justicia, presencia en la razón, que se crea su propia evidencia, lo mismo que la luz haciendo ver otras cosas se patentiza a sí misma en ellas y más allá de ellas (argumento ontológico). Dios aparece en el horizonte del filósofo actual unido a la pregunta por el ser y por el sentido, por la finalidad de todo y por la desproporción existente entre el yo anhelante y deseante por un lado y el yo real y desproporcionado a sus deseos por otro. E. Weil expresa así esta reclamación de Dios como esperanza antropológica: «El yo no encuentra satisfacción de ser. La encuentra oponiéndose otro yo, por el que sea comprendido como sentimiento, satisfecho como deseo, determinado como hombre, y no sólo como ser natural: Dios» (E. Weil, Logique de la philosophie, París, 1974, p. 175).
Con referencia a este autor H. Bouillard resume así lo que sería la cosecha filosófica respecto de Dios, una vez que la filosofía ha roto la conexión con la religión y el cristianismo: «Una filosofía del sentido que encuentra en el fondo y en el punto de consumación de todo discurso humano, una eternidad de la presencia, que no existe nada más que en el tiempo de la historia, un incondicional, pero que no se muestra más que a aquel que se sabe con- dicionado: una presencia donde revive, tras la superación de la noción bíblica y teísta de Dios, el sobre-ser indecible de la tradición filosófica» (H. Bouillard, Verité du christianisme, París, 1989, p. 321).
Al hombre religioso, en cambio, y específicamente al cristiano, Dios se le aparece como sujeto de una historia reveladora, como palabra apeladora a una conversión y misión, como redentor, santificador y personalizador, como agente y paciente de la historia de Jesucristo, que llega hasta nosotros por su Santo Espíritu y la comunidad de creyentes en él. Es el Dios humilde y humillado, no el mero trascendente absoluto, no la causa de las causas, ni la causa sui incapaz de apiadarse de nadie y por ello inexorable y nunca invocable. La conjunción de estas dos percepciones se da desde el lado del creyente, que descubre cómo en esas afirmaciones del filósofo late una realidad que él ha identificado desde la revelación y en la fe, con tales posibilidades y eficacia, en cuanto causa, fin, fundamento, sentido, presencia. Él conoce al Dios creador a partir del Dios redentor, y al que es causa del ser a partir del que es mediador de nuestra salvación. El lugar natal de la idea de Dios ha sido siempre la religión y desde ella se entiende el tránsito que Santo Tomás o Leibniz realizan al afirmar ante las reflexiones fundamentadoras de los filósofos: «Et hoc omnes intelligunt Deum et hoc dicimus Deum» (STh I q 2 a 3). Lo nombra Dios quien ya antes lo ha conocido divinamente y no sólo como condición de posibilidad del ser, del conocer humano y del sentido de la historia. «El Dios de la religión y el fundamento del mundo como base de la metafísica pueden ser idénticos en realidad, pero en tanto que sujetos de la intención, los dos son diferentes por naturaleza. El Dios de la conciencia religiosa “es” y vive exclusivamente en el acto religioso y no en el pensamiento metafísico sobre los datos y realidades exteriores a la religión. El fin de la religión no es el conocimiento racional del fundamento del mundo, sino la salvación de los hombres por la comunión vital con Dios» (M. Weber, Vom Ewigen im Menschen, Bern, 1954, p. 327).
Las relaciones entre filosofía y teología se quiebran en el siglo XIX con el intento radical de reducir la teología a antropología (Feuerbach), de explicitar la génesis de la idea de Dios a la luz de las condiciones sociales de existencia (Marx), de mostrar su irrealidad (Nietzsche) o de considerar la religión sólo como fruto de las neurosis infantiles colectivas (Freud). La fe se ha quedado en esos casos sin la teología correspondiente, pero no por ello se ha desfondado. Job es el exponente de una fe sin la correspondiente teología que en la palabra y el silencio se gesta su propia corporeidad lógica hasta reencontrarse a sí misma. Heidegger ha escrito que el final de la metafísica no es el final del pensamiento, y nosotros podemos afirmar que el final de una teología no es el final de la fe. Ésta perdura hoy tan viva como en siglos anteriores y de ella van brotando los gérmenes de una nueva expresión teológica, tanto de sus contenidos específicos como de su legitimidad personal.
Final
No solo Dios, pero ante todo Dios es la gran cuestión común a la filosofía y teología. La teología quedará descarnada de sus sistemas anteriores y reducida a un temporal silencio, que ella vivirá como adoración ante Aquel que es irreductible al poder de nuestros conceptos y por tanto acogerá tales tiempos de inclemencia como gracia ejercitándose en la alabanza de acuerdo al lema clásico: «Tibi silentium laus» (Ante ti nuestro silencio es alabanza). Los capítulos de este libro muestran, sin embargo, que la filosofía en el siglo XX no sólo no calló sino que habló largamente sobre Dios. La filosofía está emplazada hoy a discernir su identidad entre la ciencia y la política. Podrá prescindir de la respuesta al Absoluto y de la afirmación positiva de la existencia de Dios, pero no puede cerrar de antemano la posibilidad de preguntar por Él, de discernir el sentido de su posible existencia y de pensar la lógica de la fe, ejercitada por los creyentes en Él. Saber de Dios, que es el Indecible, Inefable, Indefinible, es poco pero es a la vez gran sabiduría. Buscar una palabra sagrada para decir al Inefable es nuestra sagrada tarea, común a filósofos y teólogos. Así se han expresado éstos cuando agotados los esfuerzos mentales desfallecen ante la realidad divina.
«Apud Te est os meum sine voce et silentium meum loquitur tibi» (Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, Lib. III, Cap. 21,1). Y como si fuera eco de estas palabras así escribe una mujer del siglo XX: «El lenguaje es mi esfuerzo humano. Por destino tengo que ir a buscar y por destino vuelvo con las manos vacías. Pero vuelvo con lo indecible » (C. Linspector).
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La Reforma Católica
En mi exposición, una primera introducción trata de esclarecer las palabras que aparecen en el título: cuáles son la naturaleza y las categorías con que interpretar la Reforma y cómo comprender la periodificación y las claves de fondo del siglo XVI. Tras la introducción, dividiré mi intervención en diversas partes. Una primera hace una especie de visión panorámica de lo que podrían denominarse los momentos decisivos de este siglo. Una segunda expone las cinco formas o las cinco explosiones de la conciencia religiosa como voluntad primeramente creadora y sólo en un segundo momento reformadora. Y en una tercera parte expondré los impulsos, las aportaciones y los límites de ese inmenso movimiento histórico.
El estudio de la Reforma Católica de manera primordial en España ha estado lastrado por una serie de hechos que brevemente expongo:
I) Se ha visto el fenómeno a la luz de la Reforma Protestante como un momento segundo, reactivo, explicado por él y condicionado por él. Esto es históricamente falso. La Reforma como hecho global de Europa es anterior, en cada área espiritual tiene sus determinaciones y en España tenía ya cuarenta y cinco años de puesta en marcha antes de que en 1517 estalle el fenómeno de Lutero. Por eso las terminologías pueden oscilar. Se puede hablar de Prerreforma, Reforma y Contrarreforma. Otros hablarán de Reforma General, de Reforma protestante, de Mística Católica. Incluso en alemán existen dos palabras: se habla de Reform en sentido general y de Reformation, que se refiere explícitamente al fenómeno desencadenado por Lutero. Hay que comenzar clarificando: la Reforma Católica es un hecho que surge en los últimos decenios del siglo XV, 1470, que tiene un enorme despliegue, que tiene una lógica propia y que a partir de los años treinta, inexorablemente, va a estar condicionada por el hecho de Lutero y, a partir de 1559, 1560, se va a convertir de forma explícita en un fenómeno de reacción frente al luteranismo. Esto ha llevado consigo también que el siglo XVI nos haya sido transmitido, en primer lugar, a través del Barroco, que lo integra en su lógica, que era otra. Nos ha sido interpretado por la leyenda negra y hemos encontrado también una barrera objetiva, el uso interesado que después de la contienda civil se hizo del gran siglo XVI contraponiéndolo a otros siglos, en concreto al siglo XIX. Gracias a Dios, las investigaciones históricas desde distintos puntos de vista nos han permitido tener una comprensión objetiva.
Hay una gran cuestión que deberíamos aclarar previamente: las grandes conmociones de fondo de ese siglo XVI que dan unidad a esta etapa histórica. ¿Qué está detrás de ese siglo?: ¿los problemas de los conversos y la inquisición?, ¿un gran proyecto regio?, ¿la pasión por estar presentes en Europa?, ¿el problema del islam o África?, ¿es la apertura, despliegue, desangre en el Nuevo Mundo lo primordial?, ¿es una explosión mística lo que caracteriza a este siglo?, etc.
Podríamos periodizar el siglo XVI, en clave religiosa. Voy a distinguir cinco grandes momentos: 1) Punto de arranque de un momento creador, que va de 1470-1475 hasta 1500-1505. A partir de 1478 acontecen una serie de hechos relevantes para la vida espiritual española: por ejemplo, el concilio nacional en Sevilla en 1478, en el que los Reyes Católicos y los obispos llegan a un acuerdo, bajo la presidencia del gran Cardenal de Toledo, de que la corona y el episcopado llevarían a cabo la Reforma de la Iglesia, rechazando otras influencias como la del Papa. El Papa en ese momento es un soberano político y, por tanto, lo que está en juego es algo muy distinto a lo que representa hoy esta figura. De 1493 a 1507, Fray Hernando de Talavera es el primer Arzobispo de Granada y, por su influencia como confesor real, se nombran obispos reformadores.
La fecha de 1492 es clave: la publicación de la gramática de Nebrija, la conquista de Granada y el descubrimiento de América. En 1495 el nombramiento de Jiménez de Cisneros como Arzobispo de Toledo. Se trata de un franciscano de la observancia que va, junto con la reforma de los dominicos, poniendo en marcha toda una reforma de órdenes tanto femeninas como masculinas. La Reina lo invitará a ser su confesor. Por eso es importante considerar a Fray Hernando de Talavera, Jiménez de Cisneros y la Reina como las referencias claves. En 1498 es nombrado reformador y visitador de las órdenes religiosas, y se da comienzo a las obras de la Universidad de Alcalá, y en 1499 es un año clave porque nacen tres grandes gigantes: el maestro Juan de Ávila, apóstol de Andalucía, San Pedro de Alcántara y San Juan de Dios.
Cerrando este primer punto, hay que decir que la Reforma Católica de España es el fruto maduro de decenios en los que estas personalidades señeras a las que me he referido se proponen una real Reforma en la cabeza y los miembros, que era la demanda y la gran esperanza del siglo XV. Este es el punto de arranque.
II) Primera explosión de tres volcanes en España: Lutero, Erasmo e Ignacio. Sitúen este momento histórico, en cuanto a aparición pública se refiere, en 1517-1526. En 1517-1519, Carlos V Emperador. En 1517 se publica la Políglota Complutense. En 1518, encuentro teológico entre el Cardenal Cayetano y Lutero en Augsburgo. En 1520 están las obras claves de Lutero. En 1520 la bula del Papa, amenazándole con la excomunión. El 10 de diciembre de 1520 Lutero la quema públicamente. El 3 de enero de 1521 es, finalmente, la excomunión. Este hecho de la excomunión del Papa junto con la condena del Emperador cierra este primer momento de la Reforma. Es el momento donde si se hubiera situado lo que fue el Concilio de Trento, toda la historia de Europa habría variado. Si el decreto de la justificación se hubiera publicado en el Concilio Lateranense V, 1513-1517, y no en el Concilio de Trento, ni el luteranismo hubiese sido necesario ni la historia espiritual de Europa hubiera sido la misma. A partir de este momento, comienzan a aparecer otra serie de fenómenos como el alumbradismo; con lo cual, comienzan a conjugarse fenómenos tan distintos como los llamados movimientos recogidos, los alumbrados, los erasmianos y los luteranos. Esta convergencia de fondo en todos ellos, una voluntad de actitud evangélica en algún sentido, de reforma eclesial en otro sentido, va a hacer que a partir de este instante comience una actitud de sospecha, de ambigüedad, de indiferenciación. A partir de este instante, todo son novedades sospechosas y muchos no se atreven a hablar mientras que otros se sienten obligados a delatar; porque el lenguaje termina siendo traidor. El siglo XVI es el problema de una nueva experiencia religiosa y de un nuevo lenguaje. En 1526 se realiza la traducción de la obra clave de Erasmo por Alonso Fernández de Madrid. Más que una traducción se trata de una transposición, es decir, retoca, repone, recompone, etc. Los españoles no leen directamente a Erasmo; lo cual plantea ciertos problemas.
3) El punto cumbre de crisis, de susto, de decisión, de plante, frente a Europa. La sospecha y el miedo se adueñan de los españoles. El punto final son los años de 1556, 1559, 1563. En 1556 se produce la renuncia del Emperador. Su muerte en 1558. En 1559, el índice de libros prohibidos de casi toda la producción bíblica, espiritual y teológica, que no estuvieran en la estricta línea terminológica de la Escolástica. 1559-1563 es la fase final del Concilio. Son, por tanto, tiempos de miedo, de sospecha y delación.
4) La cuarta fase es lo que podríamos denominar desembocadura admirable de un momento creador: en 1591 muere San Juan de la Cruz, en el mismo año también Fray Luis de León, y en 1598 Felipe II.
5) Se abre una fase nueva a nivel tanto cultural como religioso: en 1599 nacen Velázquez y Calderón. Una cultura de brillantez en la poesía, literatura, teatro, donde aquella experiencia poderosa se hace concepto fijo. Prima el concepto sobre la palabra creadora, sobre la experiencia inmediata. Estamos lejos ya del borbotón de una lengua viva y creadora. Es una técnica.
Vamos a ver ahora exponentes diversos de una explosión de la conciencia religiosa como voluntad creadora y reformadora: Cisneros, Erasmo, Lutero, Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Erasmo (1466-1536) no quiso venir a España a pesar de ser invitado por el Cardenal Cisneros para colaborar en la Políglota. Para él no es bueno hispanizar. Esto es una tierra poco menos que de evangelización. Erasmo es ante todo un humanista. Su proyecto es el proyecto de una filosofía Christi y se puede decir que es un moralista genial. Desde una actitud moralista, de recuperación del espíritu de Cristo y San Pablo, de recuperación del Sermón de la Montaña, etc., realiza su proyecto, tratando de descubrir en los sabios de la antigüedad una especie de cristianismo universal y eterno: Cicerón, Aristóteles, Plutarco, Boecio, Petrarca, los evangelios, San Pablo… Erasmo quiere que la ley inscrita en lo más hondo de los seres esté en armonía divinamente establecida con la ley de Cristo. Cada vez más los humanistas cristianos se empeñan en extraer del evangelio una filosofía; pero toda filosofía para ellos está coronada por los evangelios. De ahí que la actitud de fondo de Lutero sea un acceso a la biblia en clave filológica, literaria y moral. Es una ilustración sin iglesia. Lo que Erasmo va a significar en España es algo más bien ideado y deseado que lo que el propio Erasmo como totalidad es. Por eso vamos a ir encontrando esa especie de desencanto de las grandes figuras hacia Erasmo. Si el proyecto de Erasmo podríamos sintetizarlo en la frase “filosofía christi”, el proyecto de Lutero es, por el contrario “evangelium christi”. Mientras que a Erasmo le preocupa la paz social, la guerra entre los príncipes, a Lutero le preocupa la herida del propio corazón personal, la situación del pecador, la insuperable culpa, la imposible justificación por uno mismo, el retorno a un evangelio puro. Erasmo ha escrito en La querella de la paz que se ha de recuperar a Cristo como príncipe de la paz. Nada más lejos para Lutero; pues, para él, lo único que preocupa es cómo lograr un Dios benévolo, que se reconcilie conmigo y que no sea mi juez y acusador. Lo que hay detrás de Lutero es la transmutación como resultado de una inmensa tormenta espiritual, que no cree poder encontrar dentro de lo que es la experiencia histórica y de la Iglesia contemporánea una salida; por lo que inicia un retorno al puro evangelio, leído e interpretado a la luz de la lectura de San Pablo donde la idea de justificación de Dios y justicia de Dios no es activa. Se trata de la justicia no que Dios nos pide, sino Dios nos da. A partir de ahí, Lutero intenta una relectura fundamental de toda la historia del cristianismo. En Lutero se produce una transmutación frente a la propia Iglesia.
En cuanto a Ignacio de Loyola (1491-1556), la fórmula latina, si seguimos con la analogía, que le preocupa es el “Regnum Christi” y la “secuela christi”, cómo servir al Reino de Cristo en el mundo y cómo seguirle. Viene de una experiencia imperial, ha sido soldado, después de leer los tres grandes libros, La vita Christi de Cartujano, La leyende Aura de Santiago de la Vorágine, La imitación de Cristo, que proviene de la corriente espiritual de la devotio moderna en la que surge Erasmo pero con otros tonos. La figura de San Ignacio nos ha llegado releída por el Barroco, adaptada a la Contrarreforma, haciendo de él un antilutero, un puro y duro asceta; lo cual no tiene nada que ver con la realidad. Hay que tener claro que lo determinante en él es una experiencia mística, una voluntad de tener caudal de letras para servir al Reino de Dios. Es el paso del ascetismo a las letras. Comenzó a estudiar a los 33 años, primero gramática en Barcelona. Posteriormente, irá a París donde intenta crear una comunidad cristiana, para ponerse más tarde a disposición del Papa.
El modelo siguiente es Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Santa Teresa vive en ese mundo pero, sin embargo, lo que ella vive nace de una experiencia y pasión interior. Está influida por la lectura de libros, entre otros de caballería y de libros de piedad. La obra de San Juan de la Cruz es una especie de gran irrupción creadora tanto poética como espiritual. Y fue un desconocido para sus contemporáneos a excepción de las monjas carmelitas, que son quienes le dan cobijo y audiencia.
Tenemos una Reforma de Cisneros que lo abarca todo. Es una reforma de órdenes religiosas, una reforma humanista, también con fascinación por la mística. Se trataba de una Reforma total. La Reforma de Erasmo es un proyecto teórico-humanista-ilustrado de naturaleza moral. La Reforma de Lutero nace de unas pasiones mucho más profundas: “No se tienen las manos limpias por puro ascetismo. La transformación del corazón es otra cosa. Delante de Dios nadie es justo”. San Ignacio une otros elementos de experiencia mística y una clara identificación eclesial, en absoluto ingenua. Justamente porque ve al Papa como cabeza y responsable de una misión y de un Reino de Dios en el mundo, crea el cuarto voto en función de una incondicionalidad del servicio misionero. Finalmente, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz son impresiones en las que no valdría la palabra Reforma. Para ellos la Reforma no es más que un 15 por ciento de lo que para ellos es un inmenso proyecto creador.
III) Impulsos, aportaciones, límites de esta gran gesta hispánica. Se ha dicho por un historiador francés que el siglo XVI es un siglo que quiere creer, que quiere experimentar, que quiere tener una palabra nueva. El siglo XVI tiene voluntad de universalidad, de imperio.
En cuanto a las grandes aportaciones de la Iglesia española al siglo XVI en lo que a cultura e Iglesia se refiere, comencemos con el Concilio de Trento. Es un hecho de la Iglesia universal, desde el punto de vista estructural. Es el órgano supremo de la Iglesia católica, que está extendida por todo el mundo. Sin Carlos I y Felipe II no hubiera sido convocable, aguantable y clausurable el Concilio de Trento. En segundo lugar, sin la pujanza de los teólogos españoles tampoco habría sido posible. Frente a la alternativa islámica para Europa y protestante para España, el Concilio de Trento discierne y fija de manera clara y normativa lo que es la verdad del Evangelio y lo que es la unidad de la Iglesia. Esa es la gran decisión. Sin Felipe II no sabemos si Europa hubiera seguido siendo cristiana y no islámica. El protestantismo en un determinado momento histórico español resultó algo enormemente deslumbrante. Visto desde una perspectiva histórica, el hecho del Concilio de Trento, en la medida en que España está presente, es la gran aportación.
En segundo lugar, el despliegue de su vitalidad evangelizadora trasladada a América. Las grandes figuras evangelizadoras, las grandes figuras que recogen todas esas lenguas y con la base estructural de la gramática de Nebrija crean las gramáticas de todas las lenguas de América.
En tercer lugar, otra gran aportación es la victoria sobre el turco o Lepanto como freno en 1571.
En cuarto lugar, la fundación de la Compañía de Jesús, que en 1540 queda constituida. Sin ella no sabemos qué hubiera sido de la Reforma Católica.
En quinto lugar, la teología de Salamanca, con Vitoria a la cabeza, que piensa con categorías éticas y evangélicas los problemas de la conquista y establece un orden jurídico. A lo que hay que añadir el humanismo bíblico de Fray Luis de León.
En sexto lugar, la comprensión y la expresión teórica, gramatical, pictórica y antropológica de las culturas en medio de las cuales los misioneros de América predican el evangelio.
En séptimo lugar, una experiencia espiritual, los místicos, en las más diversas expresiones: desde los franciscanos a los jesuitas y pasando por los supremos exponentes de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, que han abierto al hombre a lo absoluto como realidad de amor y con ello han comprendido al hombre como criatura amorosa, compañero de destino con ese absoluto que nos da origen, nos funda y nos da amor.
Un drama que sufrimos y que hay que reconocer es que los españoles hemos recuperado a los místicos españoles de manos de los franceses. No se recupera a los grandes genios sino en la medida de una genialidad proporcional en quien los lee.
En octavo lugar, se trata de una lengua que, desde esas experiencias históricas, es capaz de expresar el cristianismo con categorías y sonoridades nuevas en función de los nuevos intereses.
En noveno lugar, la universalización de la conciencia humana tiene lugar. A la unidad de Dios corresponde la unidad del mundo y del hombre, hecha posible por españoles y portugueses.
En décimo lugar, la expresión de una conjugación entre relación con Dios y realización humana, entre experiencia religiosa y creación artística, entre concentración en Dios y extensión en las dimensiones tanto geográficas del mundo como estructurales de la realidad, tal como ella se expresa en la pintura, la arquitectura, la poesía, la música. Eso fue el siglo XVI español: la capacidad de articular con coherencia de perfección vivida y de expresión lingüística, artística, pictórica, musical, lo que era la fe vivida, la humanidad vivida.
Este siglo tiene también sus límites. Son los reversos de toda empresa grande. Se podrían enumerar los siguientes: la unificación del sujeto español con el rechazo del otro, a partir de la expulsión de los judíos y moriscos. La imposición de la fe y no la persuasión. La instrumentalización política de la Iglesia. La ambigüedad de ciertas realizaciones de la presencia de la Iglesia en América. El endurecimiento en la propia verdad recuperada y en la afirmación de la propia identidad frente al luteranismo. En consecuencia, la prevalencia de la Contrarreforma protestante frente a la Prerreforma católica. La pérdida del acceso a la Biblia a partir del índice de libros prohibidos de 1559, y a los grandes textos espirituales de nuestra mejor historia. Nuestra cultura ha crecido sin contacto directo con la Biblia. Por último, el silencio impuesto a minorías emergentes y a los movimientos espirituales femeninos, que son primordiales en el siglo XVI: alumbrados, recogidos, teresinos.
Ha habido tres grandes crisis en la historia del catolicismo: la crisis del Imperio romano, la crisis frente al luteranismo, la crisis sobrevenida después del Concilio Vaticano II. Podría concluir del siguiente modo: “Sé muy bien que esta reacción de la Iglesia a la Reforma de Lutero, tal y como se manifiesta en las expresiones aludidas, tiene sus partes de sombra. Un nuevo centralismo romano, que fue muy distinto de lo que había sido el centralismo de la Edad Media, la acentuación parcial de aquellas doctrinas específicamente católicas en la teología, en la enseñanza, en la piedad, en el arte eclesiástico, como toda iglesia barroca muestra. No queremos ahora discutir sobre si hubiese podido ser de otra forma, sino que queremos atenernos a los hechos. Y el hecho es que la Iglesia católica, a pesar de las graves pérdidas que había sufrido por la escisión de las iglesias, en torno a 1600, era mucho más potente y externamente tenía mucha más vitalidad que un siglo antes de estallar la crisis de la fe. Esto era no sólo una consecuencia del Concilio de Trento, sino de la transformación interior que había tenido lugar en el hombre y que se manifestó en los grandes santos de ese siglo. Que la Iglesia postridentina en los siglos siguientes se aferrase con excesivo interés y falta de flexibilidad a las decisiones de Trento y que perdiese el contacto con el mundo nuevo que posteriormente emergería, esto ya pertenece al capítulo siguiente”.
La cátedra y la campana
sábado 23 de agosto de 2003
EL 21 de febrero de 1915 firmaba en Baeza Antonio Machado su elogio de Francisco Giner de los Ríos. Labores y esperanzas, empeño por la cultura nueva y voluntad de modernización científica, técnica y económica caracterizan esos años. Los nombres señeros de Ramón y Cajal, premio Nobel en 1906 y de Ortega y Gasset con su nueva revista son el marco de esas palabras del poeta. Por esos mismos años caía desvencijada por el peso del tiempo y la desatención del hombre la ermita de Cardedal. Sólo quedaban en pie un lienzo de pared, la espadaña y su campana…
En 1916, a la vez que se derruía la ermita, se construía la escuela y hacia ella se trasladaron la espadaña y la campana. Bajo ellas entraríamos los niños durante los sesenta años que duró el nuevo edificio. Este iniciaba el siglo, como símbolo de la cultura, la ciencia y la voluntad política de hacer uso público de la razón. Modernización de las instituciones y surgimiento de nuevos movimientos sociales caracterizan el momento, a la vez que el modernismo literario por un lado y el modernismo religioso por otro intentan superar la conciencia dolorida del fin de siglo, que más allá del desastre hispánico del 98, con su fácil interpretación literaria dada por algunos autores, es el choque entre dos actitudes: la ilustrada y la romántica, la que asume la historia encarándola y la que se deja apresar por una melancolía que no siempre discierne las fuentes vivas de nuestra historia que siguen manando, de las nieblas que oscurecen y de los señuelos que fascinan engañosamente a la inteligencia… En el mismo elogio estampó Machado aquellos versos que han sido para muchos programa y lámpara de vida: «Sed buenos y no más, sed lo que he sido/ entre vosotros; alma,/ los cuerpos mueren y las sombras pasan,/ lleva quien deja y vive el que ha vivido./ ¡Yunques sonad; enmudeced campanas!».
¿Se volvían a poner de nuevo en contraste la ilustración y la oración, la industria que se atiene a la materia conocida y subyugada al servicio del hombre, con la llamada a trascender el tiempo y rimarlo con la eternidad, que ésa ha sido y seguirá siendo la vocación de las campanas? Yunques y libros, campanas y laboratorios, ¿han sido durante el siglo XX amigos fraternos y concordes colaboradores en la vocación humana o han terminado en distancia y choque? Campanas grandes y campanas medianas, humildes cimbanillos, recónditos campaniles y esquilas, han ido rimando el tiempo de las ciudades convocando a la divina alabanza, recordando a ciudadanos y aldeanos, que la eternidad no es lo que adviene después del tiempo, sino la inserción del Absoluto, como Luz y esperanza en su conciencia personal y en su quehacer concreto. Las campanas rompen la monotonía del sucederse mudo y ciego de los instantes para abrirlos a su fondo de eternidad. Esta es la misión sagrada de las campanas, que en tiempos de violencia han convocado no sólo a la oración, el culto y la paz, sino también a la guerra y violencia. Su degradación llegó al extremo cuando fueron fundidas para construir cañones. Su serena voz de paz llamando a la oración se convirtió entonces en un ruido violento de destrucción y muerte.
¿Sería haciendo memoria gozosa o implícita confesión de culpas como escribe Heidegger en 1954 su breve texto: Sobre el misterio del campanario? Después de haber descrito cada una de las siete campanas de su aldea natal, los sones propios y las convocaciones que cada una de ellas tenía encomendadas, desde anunciar la misa mayor, doblar a difuntos o hacer resonar el Angelus al amanecer, a mediodía y al anochecer, escribe: «La misteriosa ensambladura (Fuge en alemán es a la vez término musical y costura de los instantes) en la cual se iban tejiendo las fiestas litúrgicas, los días de vigilia y el curso de las estaciones del año, las horas de la mañana, del mediodía y de la tarde de cada día, de forma que ininterrumpidamente un Läuten (tocar, sonar, doblar, repicar y voltear) iba transitando por los jóvenes corazones, los sueños, oraciones y juegos -esa ensambladura es realmente uno de los misterios más fascinadores, sanadores y permanentes del campanario, que trasformado e irrepetible se va regalando a sí mismo en su último sonar hasta adentrarse en la montaña del ser (ins Gebirge des Seyns)».
Montaña del ser y misterio de Dios. Mientras haya campanas, los humanos sabremos que nuestra vocación definitiva no son la tierra, el silencio y la muerte sino el Ser, la Palabra y la Vida eterna. Ellas nos harán mirar más allá de los diminutos oteros de nuestros pueblos para columbrar las cumbres escarpadas, donde la luz es más real y el silencio que traen el ventalle de los pinos y el resol de las nieves nos remiten a nuestra irrestañable vocación a la altura y a la luz. ¿Qué encontramos cuando hemos llegado a las cimas de nuestras montañas o a los suelos de nuestros personales abismos? «Ha sido encontrada. ¿Qué? La Eternidad», escribió A. Rimbaud (La Patience). La escuela de mi infancia estuvo presidida por la espadaña. A ella fui convocado todos los días a campana tañida. Pero los signos de esperanza con que se abrían el siglo y la escuela han cambiado su rumbo. Por aquellos años, con una manta al hombro, medio centenar de hombres, calle abajo, sin más bagaje que la esperanza, salían camino de Argentina. Tras un repunte de vitalidad en los años de la autarquía económica, la aldea se fue quedando vacía, la escuela fue cerrada y después de varios decenios de soledad es convertida en casa rural. Los mapas estuvieron por el suelo, bajo el polvo los libros, cuadernos, tinteros y compases, una esfera partida, un encerado desgarrado, fotografías de las supremas autoridades sucesivas de la nación desfiguradas o rasgadas por el suelo. Allí los decenios se han ido sucediendo sin rupturas, porque las novedades tardaban medio siglo en llegar y cuando ascendían a la altura de 1500 metros, en la que está situada mi aldea, eran ya antigüedades. Por eso allí no se cambiaba el nombre de las calles. Siguen siendo los de la naturaleza: Calle de la Fuente, de la Fragua, de la Iglesia, de la Dehesa. Nunca eran nombres de personas. Hace pocos días en una villa de ilustre trayectoria política comprobé cómo habían querido mantener esa memoria personal en los actuales rótulos de sus calles, poniendo en letra pequeña todos los titulares del siglo XX. Una de ellas comprendía la historia completa de este siglo: Duque de Frías (1923), Fernando de los Ríos (1932), Francisco Franco (1950), para concluir con su primitiva denominación: Calle del Hospital (1980).
Campo, ermita, escuela, casa rural. Esas han sido las formas primordiales, reflejo de la vida de una aldea española entre el comienzo del siglo XX y el del siglo XXI. A la inicial implantación en la naturaleza y en la fe, ¿ ha seguido la implantación en la cultura y en la libertad? Los hombres vamos descubriendo el mundo y nuestra relación con él, a la vez que nos descubrimos a nosotros y a Dios. Ningún descubrimiento debe ser vivido como alternativa a lo anterior. Vamos dominando la naturaleza hasta guarecernos de sus asaltos, perderle el miedo y recuperar el gozo de estar protegidos ante ella. Pero cada vez que dominamos el mundo, somos remitidos al enigma de nuestra vida como personas, inmersos en el tiempo y ganosos de lo que la temporalidad alberga en su tuétano indestructible, como creadores y como creaturas. Naturaleza, historia y Dios nunca han sido alternativa para un ser humano, sensitivo y pensativo. Cultura, ciencia y fe tienen un origen común y un común destino. No en vano nuestro vocabulario castellano enhebra en la misma raíz la relación con la naturaleza (cultivo), con el espíritu (cultura) y con Dios (culto)… Todavía he llegado a tiempo para recoger los papeles y cuadernos. Pero ha habido algo ante lo que me he quedado sin palabras en la boca y con lágrimas en los ojos: el sillón del maestro. En su tabla interior, casi escondidas, escritas a lápiz, estas palabras: «Román Reviriego y Juan García, para Cardedal 1916». En su solidez ha llegado hasta hoy, tras haber soportado el peso y el empeño de los titulares de la escuela (todos hombres hasta 1946 y todas mujeres hasta 1976). ¿Qué hacer con él? Convertirlo en astillas para alimentar el fuego, hubiera significado para mí astillar mi alma, negar un siglo de historia, olvidar a quienes desde él enseñaron y a los niños que, hacia él mirando, aprendieron. Lo he recogido, limpiado, curado contra la carcoma, y al no saber de otro destino mejor, lo he llevado a la iglesia, para que sirva de cátedra desde la que se parta el pan de la palabra (evangelio) y el de la vida eterna (eucaristía). Ni el sillón puede encontrar mejor destino final, ni la iglesia puede recibir mejor préstamo, que es don y reclamación para que desde allí la voz de la cultura humana y de la presencia divina resuenen conjugadas en sinfonía fraterna. Allí queda la cátedra junto a la campana, a recaudo y cobijo, cumpliendo una nueva misión, hasta que sea reclamado para iniciar otra andadura en esta misma aldea.
http://www.abc.es/servicios_2002/imprimir/imprimir.asp?id=202944&seccion=Opinion&dia=hoy (4 de 4) [23/08/2003 9:11:46]
Balada a Santa María
“La mujer fuerte.. es como una nave de mercader
que desde lejos trae su pan” (Prov 13,14)
¿De qué tierra lejana nos trajistes el trigo
para damos el Pan de la Palabra:
nos masaste la harina con nueva levadura
para ofrecemos la hogaza de tu Hijo?
Tú surcaste los mares y el desierto
en los que habita Dios con su silencio
y bajaste a los senos de la tierra
para arrancarle virgen su simiente primera.
La cosecha y el trigo, la molienda y la harina
en tu entraña crecieron y en tus senos beldaron;
tu memoria amorosa y tu cuerpo ofrecieron
el agua y el molino, el rescoldo y el horno.
De lejos nos trajiste el pan que da la vida;
de Dios mismo viniendo llegó hasta nuestra tierra;
de ti misma naciendo llegó hasta su presencia,
retoño en vuestra viña de humana sementera.
Tu libertad orante fue el lugar del milagro;
tu carne estremecida dio su fruto granado
para hacer a Dios mismo consanguíneo del hombre,
al hacer a los hombres solidarios del Verbo.
Señora del Pan y la Palabra, abogada de pobres,
tú eres ya para siempre el abismo que enlaza
la pobreza del hombre, floreciendo y granando,
con el Dios que se abisma en la carne del tiempo
Señora de Belén, donde pones con júbilo
la mesa con m pan a los pobres del mundo,
partiéndonos la hogaza de tu entraña entregada,
diciendo en tu silencio la Palabra del Padre;
Soberana Señora, hermana de los hombres,
danos siempre ese pan, que nos torna fraternos,
y dinos la palabra que nos dice quién somos,
¡Tú que, nave ligera, la trajiste de lejos¡