371727777 GONZALEZ DE CARDEDAL O Articulos varios doc


Tres maestros rurales

TEILHARD DE CHARDIN, MEDIO SIGLO DESPUÉS

Carlos de Foucauld

Rahner y Balthasar

Filosofía y teología

La Reforma Católica

La cátedra y la campana

Balada a Santa María

Una encíclica: ¿trivialidad o genialidad?

http://www.revistaecclesia.info/index.php?option=com_content&task=view&id=4117&Itemid=49

Llega al límite reconociendo que Dios es capaz de pasión y compasión, de amor y dolor con los humanos y por los humanos.

HAY palabras que al bien decirlas nos sentimos bendecidos por ellas, mientras que otras por el contrario al mal decirlas terminan siendo malditas; desgastadas y desangradas ellas terminan pervirtiéndonos a nosotros. Sólo recobrarán su belleza y fecundidad originarias cuando un genio o un santo, pasándolas por su alma, las profiera de nuevo. ¿Quién se atreverá hoy a cumplir esa tarea redentora de ciertas palabras inolvidables?

La primera encíclica de Benedicto XVI ha asumido esa ingente tarea: releer una relación tan esencial para la vida humana, que necesitamos varias palabras para expresarla: querencia, amistad, dilección, amor, caridad, y desde ella decir algo sobre Dios, a la vez que sobre la relación que le une con el hombre. Desde Platón y San Agustín hasta Kant y Newman, resuena irreprimible la pregunta: ¿Quién es Dios, quién el hombre, qué relación va de Dios al hombre y del hombre a Dios? El Absoluto ante el que siempre se sabe implantado el hombre, ¿es Poder o Misericordia, Exigencia o Gracia, Silencio o Palabra? Lo más grave que le puede ocurrir a un hombre es tener miedo a Dios, pensar que es su enemigo o el límite de su libertad, cuando en realidad él es su fuente y su fundamento perennes.

¿Nos atreveremos a comprender a Dios como amor y al hombre como criatura amorosa, receptor y prolongador de ese amor? La osadía del cristianismo al definir a Dios como amor determina también la comprensión del hombre y de su forma de vida. No se trata de una propuesta filosófica o de una reflexión moral sino de una experiencia hecha a la luz de la historia de un pueblo y de un hombre. El texto bíblico clave de toda la encíclica, que tiene su falsilla en la 1ª Carta de San Juan, es éste: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (4,16).

La sencillez del texto pontificio es engañosa: detrás de él está toda la historia del pensamiento occidental y con ella silenciosa y humildemente dialoga el Papa. ¿Qué ha ofrecido el pensamiento griego a la humanidad en este orden? Una propuesta metafísica, estética y ética desde una visión ascendente, que parte del hombre y llevado por el impulso hacia lo alto, bello y absoluto, le mantiene en perenne búsqueda del Bien, la Idea, la Belleza, el Ideal moral. El cristianismo aparece como plenitud de los tiempos; cuando la humanidad había madurado y era capaz de ser oyente de la divina palabra; pero no repite lo sabido y conocido ni por el helenismo ni por el judaísmo.

La afirmación esencial del cristianismo es que Dios ha descendido hasta ese hombre creado para tales ascensiones, ha compartido su destino, ha gustado su pasión de existir y así se le ha revelado como amor. El amor no es un imperativo ni una exigencia sino un don previo, al que se responde con la misma palabra y moneda. No responderle significaría que no había sido reconocido como tal. Lo más esencial no es lo que el hombre hace o tiene que hacer, sino lo que Dios ha hecho por él, la precedencia divina, que abre un camino para que el hombre marche hacia un encuentro personal con él. Dios, que ha creado al hombre para ser su compañero de viaje, comparte el destino de su amigo hasta el final. El amor se revela definitivamente en la cruz donde Dios, en su Hijo Jesucristo, padece, comparte y supera el destino del hombre, mortal y pecador.

El amor sólo es reconoscible y respondible cuando se expresa en la compasión que asume y en la debilidad compartida. Un amor absoluto en la distancia es humillante y no redime; sólo redime el que com-parte y com-padece con la persona amada. La definición de Dios como amor ha nacido y es creíble en la luz de la cruz v resurrección de Cristo. Narrar esa historia e invitar a corresponderla con amor ha sido la tarea suprema de la catequesis cristiana, genialmente formulada por San Agustín («historiam narrare et ad dilectionem monere») en su obra «Sobre la instrucción en la fe cristiana a los que la desconocen».

Pero todo esto, ¿no es una trivialidad conocida desde siempre? Conocida y olvidada. Lo más grave que le puede ocurrir a una persona o a una generación es sólo «consaber», es decir olvidar la raíz de la que nacen y así quedar desarraigados. La encíclica es una confrontación silenciosa con el platonismo, el judaísmo y el islam. Frente al eros del platonismo y al nomos del judaísmo, expone lo que, prolongando legítimas intuiciones en aquel y divina revelación en este, ofrece de específico el cristianismo (ágape). En el horizonte del pensamiento moderno, la encíclica tiene detrás la postura de Lutero y cierto pensamiento protestante que, llevado de su acentuación del pecado, proyecta una mirada negativa sobre lo que este desencadena en el hombre. Desde aquí se contrapone el eros, como impulso ascendente, posesivo, impuro, propio del hombre pecador, al ágape, o amor generoso, oblativo, de pura benevolencia, propio de Dios y del hombre redimido. El libro del sueco A. Nygren (1890-1978), «Eros y Ágape. La noción cristiana del amor y sus trasformaciones» (1932-1937), llevó la contraposición al límite, oponiendo así el orden de la naturaleza y el orden de la gracia, la pasión humana y el amor divino.

La encíclica recupera una visión unificada de creación y redención, de amor divino y amor humano, de eros y ágape. Llega al límite reconociendo que Dios es capaz de pasión y compasión, de amor y dolor con los humanos y por los humanos. La cita del Pseudodionisio, que define a Dios como eros y ágape al mismo tiempo, vale por toda una biblioteca y deja fuera de juego mil objeciones a la comprensión cristiana de Dios. Esta es tan ingenua como revolucionaria. Para los griegos y paganos de todos los tiempos la verdad es la inversa: «El amor es dios». En su reducción de la teología a la antropología, Feuerbach reasume esta fórmula e intenta absolutizarla. La encíclica tiene ese trasfondo e intenta mostrar que amor en Dios y amor en el hombre están en correlación, pero hay que diferenciar estableciendo primacías.

El último trasfondo de diálogo son Kant y los intentos de reducir el cristianismo a moral o en todo caso hacerlo pasar por la aduana de la moralidad para convalidar su propuesta y otorgarle derecho de ciudadanía en la sociedad. La fenomenología del siglo XX (R . Otto, M. Scheler, R. Guardini, M. Eliade...) ha mostrado que la religión no vive con permiso de la metafísica, de la ética o de la estética, que es un universo propio de realidad, que como ellas tendrá que mostrar su aportación a la vida humana pero desde su orden propio y no por sumisión a aquellas. No hay mera razón sino razón extensible o reducida, oyente de una posible palabra superior a ella o cerrado en sus límites. Cuando Kant repite que «no es esencial y por tanto no es necesario saber lo que Dios ha hecho por el hombre sino saber qué tiene que hacer él mismo para hacerse digno de la asistencia divina», se coloca en los antípodas del cristianismo, expresado en las afirmaciones bíblicas, que constituyen el centro de la encíclica: Dios nos ha amado primero y nosotros tenemos que trasmitir ese amor.

Este texto pontificio les parecerá simple y trivial a quienes no lo descubran como un diálogo lúcido y generoso con la conciencia crítica de la modernidad. La primera parte del siglo XX estuvo centrada en torno a la fe (modernismos, fascismos, dogmatismos...); la segunda en torno a la esperanza y los consiguientes proyectos revolucionarios (Teilhard de Chardin, Marcel, Laín Entralgo, Bloch, Moltmann...). Ahora ¿será posible pronunciar esa palabra nueva «ágape» (amor, caridad) con todo su peso de verdad y dignidad, como definidora y definitiva tanto para Dios como para el hombre, sin esperar a tener el mundo redimido, mientras intentamos todas las transformaciones necesarias? ¿No es el amor la condición necesaria para redimirlo? Proclamarlo es el atrevimiento tan humilde como genial del autor, propuesto como exigencia para los cristianos y como oferta a todos los hombres.

http://www.periodistadigital.com/religion/object.php?o=318546

«La Transición política la hacen la izquierda, la universidad, el mundo obrero y la Iglesia»

Miércoles, 8 de marzo 2006

Olegario González de Cardedal nace en Ávila en 1934 y estudia en Oxford y en Múnich. Participó en la tercera sesión del Concilio Vaticano II (otoño de 1964), ha sido miembro de la Comisión Teológica Internacional y ha enseñado en las aulas centenarias de esta Universidad Pontificia durante más de cuarenta años. Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, de su extensa obra cabe citar libros como «La entraña del cristianismo», «Meditación teológica desde España», «Elogio de la encina», «Raíz de la esperanza», «Dios», «La palabra y la paz» o «Sobre la muerte», y ha dirigido «La Iglesia en España, 1950-2000».


-El
Concilio tuvo una importancia extraordinaria porque, entre otras cosas, se admitió la libertad de conciencia y de culto, y se consagró la democracia. Sin embargo, el Régimen lo vivió como una traición.

-El Vaticano II significó una cosa para Francia, otra para Italia, otra para Alemania y otra para España. La pregunta es en qué sintonía estaba España respecto de las ideas que llegaron maduras y el Concilio desarrolló. En eso hay que confesar con toda humildad que estaba en los antípodas. Recuerde que a mediados de los 50 hubo un intento de apertura cultural con Ruiz Jiménez, ministro de Educación, Laín Entralgo, rector en Madrid y Antonio Tovar en Salamanca, que obtuvo una durísima reacción de algunas derechas políticas y eclesiales, tanto que se produjo un movimiento de repliegue político, social y cultural muy fuerte. Todo eso queda entre paréntesis cuando el 25 de enero de 1959 Juan XXIII convoca el Concilio. El Concilio coge a la España oficial a trasmano. La afirmación, por tanto, es de carácter colectivo, oficial, político. El Vaticano II es un fenómeno muy amplio, muy profundo. En España fue recibido, principalmente, en la medida en que tuvo repercusiones políticas: el decreto sobre libertad religiosa, el decreto sobre ecumenismo y la constitución pastoral «Gaudium et spes». En el orden eclesial, las otras tres constituciones también fueron decisivas.

-¿No es impensable la
Transición política en paz sin el Concilio?

-Fue la preparación providencial de las conciencias para que, descubriendo que la reforma es una exigencia coherente con los principios católicos, se preparara la Transición política. Porque si en el orden más profundo de la fe la reforma no era una traición, sino una perfección de lo creído, con eso los ciudadanos católicos se abrían a pensar que la reforma en el orden político, civil y laboral tampoco era una traición a la conciencia española de siempre ni a la fe de la Iglesia, sino la expresión de una mayor fidelidad. No sabemos cómo hubiera sido la Transición de no haber existido el Vaticano II. Hay que decirlo con toda claridad: la Transición la hacen la izquierda, la universidad, el mundo obrero y la Iglesia. La burguesía media que luego llegó al poder no estuvo en las batallas de la Transición. La Iglesia fue un fermento de libertad, de reconciliación y de esperanza. Desde la Hermandad Obrera de Acción Católica de Guillermo Rovirosa los locales de la Iglesia eran el único ámbito de libertad. Cosa que obligaba a la Iglesia, porque quien tiene libertad, tiene que hacerla no un privilegio propio, sino un medio para que sea de todos. En ese sentido, el franquismo consideró que la Iglesia le estaba traicionando. Era verdad. Lo que pasa es que la Iglesia tiene una capacidad de experimentar cambios que los regímenes políticos no tienen. Roma tiene 25 siglos de capitalidad, 20 siglos de cristianismo y ha visto de todo. Por tanto, no pestañea.

-Volvamos al
Concilio... ¿qué llevó a la Iglesia a tamaña reflexión?

-En los años 60 había una gran cuestión que venía desde el Vaticano I, que fue un agravio y una tragedia. ¿Por qué? La Iglesia se había propuesto hacer una gran reflexión sobre la fe, el Evangelio y su misión en la Historia. Pero ese horizonte de reflexión pastoral se fue angostando. No los temas teológicos, sino los eclesiológicos; no toda la eclesiología, sino sólo el lugar del obispo de Roma como vicario de Cristo; no toda la reflexión teológica, sino sólo su función magisterial. Y luego, por las prisas de la guerra franco-prusiana, sólo la función magisterial del Papa de Roma en situaciones límite y su capacidad de tomar una decisión última de orden infalible. Entonces, la gran constitución sobre la fe y la gran constitución sobre la Iglesia quedan en silencio ante el hecho de haber definido al Papa infalible. Desde fuera dicen: manda uno y todos obedecen, piensa uno y todos callan. Pero ese trauma provoca en la conciencia católica una inmensa reacción de redescubrimiento de la identidad como comunidad de fe. El redescubrimiento de la Biblia como fuente de inteligencia. Y el redescubrimiento de la espiritualidad del Dios vivo... Están Santa Teresa de Lisieux e Isabel de la Trinidad, surgen los movimientos bíblico, litúrgico, patrístico, ecuménico, en orden a una recuperación del cristianismo en su originalidad, su fecundidad y su catolicidad. Y todos estos grandes cauces van a desembocar en el Vaticano II que se centra en dos grandes propuestas. Primero, sobre la misión de la Iglesia hacia dentro y hacia fuera. Y segundo, el diálogo con la conciencia crítica de la modernidad a partir de la Ilustración, en orden a superar la dicotomía entre conciencia humana y conciencia eclesial.

-Sin embargo, uno de los frutos del Concilio, la llamada
teología de la liberación, se convirtió en una fuente conflictos. ¿Qué ocurrió?

-La teología de la liberación es la prolongación del método expuesto en la «Gaudium et spes». Partiendo de la realidad, se analiza qué sintonía, qué distancia, qué rechazo se tiene con respecto al Evangelio. Si el Evangelio es una lucha de vida, de libertad y de esperanza, ¿qué palabras, hechos, instituciones y formas de vida proponemos cuando rigen no la libertad sino la dictadura, no la justicia sino la injusticia, no la vida sino la muerte? Eso es lo que está en el origen y eso es sagrado. Pero, ¿cómo se pasa de esa propuesta a una articulación política? Y ahí es donde entra el marxismo y donde se produce el problema. Claro, el marxismo da una interpretación materialista de la realidad, de la historia, de la economía, de la política y de la cultura. El problema es que ésa es «una» interpretación, pero hay otras. Por otro lado, hay que reconocer que dentro de la comprensión eclesial hay pluralismo, no todos consideramos las mismas primacías, las mismas urgencias, las mismas negatividades.

-Pero ¿qué pasó?

-La gran cuestión es que la teología de la liberación quedó afectada en su nacimiento por la situación del mundo dividida en dos bloques, y afectada luego por el hundimiento de uno de esos bloques. Se queda sin respaldo social, cultural, político. Ahora es cuando sí hay que hablar de teología de la liberación, cuando no va unida a un sector político. Ahora es cuando se tiene libertad y debe ejercer esa libertad para discernir, asumir y criticar las propuestas políticas que se ofrecen.

-¿En qué medida el catolicismo de resistencia polaco de
Karol Wojtila marcó el declive de la teología de la liberación, desplazando, además, la influencia de los jesuitas hacia el Opus Dei, que participó en aquella lucha suya contra el comunismo?

-La historia de Juan Pablo II es la que es, uno no inventa su historia. Uno no nace, le nacen. Juan Pablo II no eligió Polonia ni el año veintitantos. Él tuvo esa historia y la gran cuestión es cómo la vivió, cómo respondió a ese desafío local y temporal. Y en eso, mire, cuando uno lee más sobre el tema, ve la grandeza heroica de un huérfano que interrumpe la ilusión de vida, que era ser actor teatral, para ser fiel a la fe, a la Iglesia y a la nación. Es sencillamente admirable. Luego, en sus años posteriores mantiene esa confianza en la identidad cultural de Polonia y en la capacidad histórica de resistencia de la fe. La gran cuestión no es cómo es Papa sino por qué lo eligen. Había ya un giro interno de la Iglesia. Ciertas cosas no podían seguir ocurriendo. Y esa convicción de que ciertas cosas no podían seguir ocurriendo y de que otras cosas son inolvidables y tienen que ser actualizadas es la que hace que se elija a Juan Pablo II, quien viene lógicamente con la historia que ha vivido. Y, por tanto, con una distancia entre sonriente e irónica frente a una Europa que se había preparado para ser la expresión occidental del proyecto socialista. Incluida la Santa Sede con la «ostpolitik» del cardenal Casaroli. Para él era el desistimiento y la renuncia a los valores de la libertad y a la comprensión cristiana de la vida. Hay muchas cosas que se pueden matizar, pero decir que Juan Pablo II no había hecho la Ilustración, eso no. Todos hubiéramos esperado que no se afirmara sólo un grupo, sino otros muchos grupos, no sólo unas figuras masculinas, sino también femeninas. En cualquier caso, las cosas hay que valorarlas en cada país y en cada época. No es lo mismo el Opus en España que en Alemania. En España es un factor político, económico, cultural y eclesiástico, y ha monopolizado Gobiernos durante el Régimen de Franco. En otros países sólo es un fenómeno religioso. Por su parte, la Compañía de Jesús es una de las inmensas aportaciones de España a la Iglesia Universal. Por lo que el Vaticano II ha significado como expresión de libertad, de modernidad, de reconocimiento de autonomía tenía que crear en ella una crisis, porque si una institución hubo de obediencia incondicional, ésa era la Compañía. El anuncio del Evangelio y la lucha por la justicia son sagradas, pero no se puede decir que sean cosas idénticas. No son separables pero tampoco identificables.


http://www.conoze.com/doc.php?doc=2140

España ha hecho en los últimos cuarenta años conquistas admirables: la recepción generosa del Concilio Vaticano II, la normalización democrática y constitucional, la reconciliación histórica, la integración en Europa, la superación fundamental de la pobreza por los sucesivos planes y procesos económicos. Junto a estos grandes logros seguimos con problemas de fondo pendientes: el decrecimiento de la población que nos obliga a depender de la inmigración, con las tareas, peligros y riquezas del mestizaje cultural; el terrorismo que no cesa por la complicidad de aquellas capas sociales y partidos políticos que anteponen su propia afirmación a la defensa de la vida y libertad de todos; la escuela como lugar concreto de formación de personas, ciudadanos y profesionales. Con el término «escuela» me refiero aquí al espacio intermedio entre el «jardín de infancia» y la «universidad», en el que la persona humana se abre conscientemente a la vida, descubriendo sus horizontes, valores y límites e insertándose de un modo u otro en la existencia. Con razón se ha dicho que uno es de donde ha hecho el bachillerato y es tal cual era el bachillerato que hizo.

La escuela es hoy el primer problema moral de España, resultante de muchas causas. El incremento de saberes, métodos e instrumentos es tal que no es fácil saber qué materias deben constituir el tronco de saberes objetivos y universales (instrucción), de valores e ideales de sentido (cultura), de actitudes y criterios cívicos (educación) que deben transmitirse en ella. (Es significativo que el Ministerio responsable haya tenido esos tres nombres sucesiva o acumulativamente). Es problema resultante también de lo que es un inmenso logro social: el acceso de todas las clases a la enseñanza. Esa universalización no ha ido acompañada por la necesaria personalización, concluyendo en algunos casos y lugares en masificación. El tercer origen de los problemas es la suplantación de la escuela como lugar personal de transmisión directa de saberes y valores por otros ámbitos, instancias y poderes anónimos, que sin responsabilizarse de los resultados y con intenciones no gratuitas emiten mensajes, reclaman atención y subyugan conciencias (partidos políticos, información mediática visual, propaganda que apela a lo primordial instintivo, dejando como impensable, innecesario o inválido el esfuerzo intelectual y la honestidad moral).

Sobre este fondo la consecuencia más grave es la impotencia sentida para educar, la desilusión y depreciación social de los profesores. Se sienten impotentes o reducidos a la insignificancia ante el acoso social de los padres, alumnos, sindicatos, partidos políticos, opinión pública. Un libro francés lleva este significativo título: ¿Es posible educar en democracia? Por supuesto que sí, pero el cómo es la cuestión pendiente. El hecho más grave, sin embargo, es la desproporción que existe entre el respeto, aprecio y agradecimiento que la sociedad ofrece a la cultura y la ciencia por un lado, y por otro el que ofrece al juego, al espectáculo y a la diversión de masas. Una sociedad y una cultura en las que los futbolistas son alguien, «ídolos» y millonarios, mientras que los educadores, investigadores y poetas son depreciados y menos reconocidos socialmente, han perdido la autoridad moral para exigir a los educadores que transmitan valores e ideales, porque niegan con hechos lo que les piden.

En esa escuela comienza el próximo curso a transmitirse enseñanza de la religión. Esta tiene dos dimensiones igualmente constituyentes: la objetiva y la subjetiva. La primera la forman: las personalidades fundadoras, relatos, libros, cultos, templos, comunidades, ideas, ideales, instituciones, arte, moral, utopías. Todo ello ha dado origen a un conjunto de ciencias: fenomenología, historia, psicología, sociología, filosofía... de la religión. La otra dimensión es la subjetiva o la religión en la medida en que es vivida consciente y libremente como verdad real determinante de la existencia personal. Ella pone al hombre en relación con un Ser supremo invocado como sagrado y nombrado Dios. Así comprendida, la religión confiere sentido a la existencia, nuevas potencias de vida, libertad crítica frente a la absolutización de este mundo, esperanza de salvación. Cuando se refiere a personas y hechos históricos, comprendidos como revelación divina, entonces hablamos de fe. Y cuando ésta, con rigor, método y a la altura del tiempo, reflexiona sobre su origen, presupuestos, contenidos y consecuencias, entonces tenemos la teología.

En la actual configuración de Europa, además del judaísmo y del Islam, ha sido decisivo el cristianismo. De él, en diálogo incesante con el mundo de Grecia y Roma, la Ilustración y la modernidad, han surgido las categorías de persona, libertad, comunidad, prójimo, historia, esperanza, vocación, misión, responsabilidad, derechos humanos y hasta la propia ciencia y democracia. El reconocimiento de todo hombre como imagen de Dios llevó consigo el reconocimiento de su valor absoluto. Ello ha hecho posible y necesario el ordenamiento jurídico y social que tenemos hoy. Olvidar, excluir, cegar o no cultivar ya esas fuentes de orientación para la vida humana equivale a serrar la rama del árbol sobre la que estamos sentados, pensando que separados del tronco podremos crecer con mayor autonomía y fecundidad.

La escuela queda abierta a estas realidades para integrarlas en la forja personal de los españoles. La religión, pensada en su forma y en sus deformaciones, debe ser enseñada con el mismo rigor, seriedad y exigencias que las demás disciplinas. Cada ciencia tiene luego su orden de realidad y de racionalidad propios, pero todas deben estar abiertas a la verificación y confrontación con los demás saberes. La arqueología, la bioquímica, la literatura, la teología, la ética, el derecho, tienen en común el ofrecer saberes objetivos, con voluntad de universalidad, queriendo ensanchar y enriquecer la vida humana, pero cada una colabora a esos fines con sus contenidos, racionalidad y método propios.

La religión tendrá dos formas de enseñanza en la escuela: una la correspondiente a la mayoría de la población que la solicita en el ejercicio de sus derechos primordiales y que luego la legislación articula. Otra la que por responsabilidad propia la autoridad educativa establece, ya que tal saber resulta esencial para comprender lo que ha sido la historia humana general y nuestra particular historia hispánica, a la vez que necesaria para que el trato entre grupos religiosos distintos sea real convivencia y no mera tolerancia en espera del resarcimiento. Si en 1970 llegó a parecer indiscutible que política y economía eran los dos poderes determinantes de la vida humana, en 2003 es evidente que culturas y religiones son potencias más originarias y radicales. Ignorarlas es, primero, desconocer al hombre y, después, despreciar a la sociedad.

La nueva situación educativa es una oportunidad histórica para la maduración cultural de todos, superando radicalismos fundamentalistas y laicistas. Correspondiendo por un lado y respetando por otro la libertad de todos, en un caso se estudia la religión como hecho humano general (cultura) y en el otro como hecho vivido en la fe, que -como en el caso cristiano- sitúa en el centro de esa historia la revelación de Dios en Cristo (teología). Admitida la diferencia hay que subrayar lo que ambas tienen en común (contenido, rigor, método, seriedad, lenguaje, aportación formativa, responsabilidad social). Lo decisivo es la forma de enseñarla: la cualificación y la dedicación del profesorado, que en ningún caso hará proselitismo ni juzgará la fe personal. Lo mismo que en derecho, filosofía y ética el profesor no juzga el sentido de la justicia, la sabiduría interior o la vida moral del alumno sino los saberes y técnicas objetivos de cada uno de esos campos igual ocurre con la enseñanza de la religión.

Conocimiento de lo universal y humanamente significativo, construcción de la concordia social dentro de la diferencia reconocida, fundamentación y cultivo de lo que son logros ya irrenunciables de la humanidad (libertad, derechos humanos, solidaridad con el prójimo...): esas son las grandes tareas que tiene delante de sí la escuela siempre y, en su orden propio, son las que tiene que asumir también la nueva enseñanza de la religión. Ella puede ser un bello y eficaz puente tendido hacia una España más cualificada y moderna. Tristísimo sería que, por recelos, discordias o sencillamente incapacidad e indolencia al asumir esta tarea, este nuevo puente no llegara a la otra ribera.

http://www.conoze.com/doc.php?doc=859

Cada ser humano tiene su lugar de nacimiento personal, donde sus raíces arraigaron o donde quedaron al aire, sin humedad y sin jugo. Arraigo o desarraigo, confianza fundamental en la vida o distancia resentida frente a ella, ¿quién nos los da? ¿De qué somos al final hijos: de la calle, de la escuela, de la familia? ¿De la compañía que suscita y sostiene la libertad o del aislamiento y abandono que nos dejan desvalidos ante el futuro?

La infancia y adolescencia del hombre se forjan entre esos tres ámbitos de realidad y de sentido: familia, calle y escuela. El rostro personal de la madre y el maestro otorgaban antes las fibras primarias del tejido de la vida, en el que se insertaban otras secundarias, hoy la situación se ha invertido. Es la calle la que arrastra orientación y determina convicción. A la situación de la familia y de la calle debemos mirar a la hora de comprender el logro o fracaso escolar. La escuela era antes factor configurador; hoy, en cambio, es factor derivado. ¿Tiene fuerza en el orden psicológico para ser creadora de actitudes personales y personalizadoras?

Ya no es posible recluirse en los contextos naturales de origen, familia, religión, raza, despreciando lo que la historia, cultura y racionalidad han conquistado como saberes, derechos y responsabilidades. Ni el capitalismo ni el socialismo, ni el cristianismo ni el islam pueden pretender ser forjadores de identidades cerradas. La abertura a la alteridad, el ensanchamiento a la historia y el diálogo como búsqueda cooperativa de la verdad son los caminos de lo humano y de lo divino. Tenemos que conjugar identidad propia y universalidad ciudadana, verdad y libertad, afirmación del individuo y solidaridad humana.

Si la familia es la matriz primera de la identidad, la escuela es la puerta que abre hacia la verdad histórica del hombre y hacia la personalidad compleja. Sin arraigo primigenio no hay capacidad de vuelo hacia las alturas y distancias; pero sin vuelo hacia otros mundos, el mundo propio se convierte en una cárcel. Occidente inclina hoy a fiarlo todo a la escuela, como lugar de la razón pública y social, mientras que el islam parece inclinar a fiarlo a la familia.

La relación entre familia y escuela ha sido alterada y de su distonía derivan muchos problemas escolares. ¿Qué ha variado en la estructuración de la familia en los últimos años? Ha cambiado casi todo, comenzando por el contexto rural en el que se forjó. Hemos pasado de una situación local, estática, a una movilidad y dinamismo permanentes. Ha variado el orden de autoridad y las primacías de decisión, pasando a la igualdad jurídica y moral entre padre y madre. A la familia ancha y compleja, construida por abuelos, tíos, primos, que otorgaba a sus miembros conciencia de variedad, complejidad, apoyo y confianza ha sucedido otra, recortada y mínima, con sola madre o solo padre; en muchos casos dos hijos, en otros uno solo. Antes educaban los hermanos en compañía y choque, en reciprocidad y sostén. La variedad de hijos llevaba consigo el recorte y el soporte entre ellos, el despego psicológico, sin que los padres los miraran como espejo de autocontemplación narcisista (la llamada «religión de los hijos»). Han variado las condiciones de trabajo y de vivienda. De ahí resulta también otro hecho que comienza a alterar los tejidos interiores de los hijos sobre todo en los niveles profesionales medios y altos: muchos hijos sólo ven a sus padres de nueve de la noche a nueve de la mañana. El resto del día quedan entregados a cuidadoras procedentes de otras culturas e incluso de otra lengua, o trasferidos a esas zonas de espera impaciente, en que se convierten las guarderías, donde los educadores sustituyen a los brazos maternales, que con su ternura aportan la confianza fundamental, necesaria para existir sin difidencia en el mundo.

A la uniformidad cultural de antaño, está sucediendo la diversidad cultural, racial y religiosa; con mutaciones que no provienen sólo de hechos externos sino de convicciones internas. ¿Cómo se vive la vida naciente y cómo se acoge tanto a las madres gestantes como a los hijos que traen a este mundo? El drama supremo de Europa es el rechazo de la vida en un sentido y su apropiación en otro. Este giro de conciencia es el que debemos analizar, preguntándonos si él es garantía de mayor fecundidad y valor moral o si no está amenazando en la propia raíz a nuestra dignidad y con ella nuestro futuro. Cuando se comprende la vida como don de Dios, se la acoge con agradecimiento, se la valora infinitamente y se favorece su perduración ulterior. Los venideros tienen derechos que no podemos cercenar. La vida humana surge y crece con unas condiciones objetivas materiales y esponsales, que no podemos alterar a nuestro gusto. Están en juego las futuras personas.

La escuela sola no tiene capacidad para superar esos retos. Hay que repensar la estructura interna de la familia, para integrar las nuevas y admirables conquistas de trabajo y profesión de ambos esposos en un marco, que no convierta a uno de ellos en víctima. Hay que rehacer la valoración de la madre y de la familia con protección legal, apoyo económico y defensa moral frente a la trivialización maligna que ahora está padeciendo. Hay que proveer a unas actitudes, instancias e instituciones de prevención y no sólo de curación. Es desproporcionada la relación entre presupuestos y medios otorgados a superar el sida, la droga o la violencia en la familia, y los otorgados a prevenir esas lacras. No se puede trivializar la educación sexual ni banalizar el amor hasta el límite de su degradación personal en las relaciones entre la juventud, dejándolo todo al remedio de utilización de preservativos o la píldora del día siguiente. ¿Es posible una educación mínimamente humana, digna y con capacidad de futuro, si en privado y en público no se orienta con ideales y criterios ni se robustecen las actitudes personales y las capacidades morales con una palabra tan relegada como necesaria: las virtudes?

Hay que reordenar la familia en clave personal y reorganizarla en clave social, jurídica y fiscal, de manera que pueda asumir su papel educativo. Hay que fijar la tarea de formación y de extensión propia de la escuela. La colaboración crítica entre ambas logrará hacer ciudadanos, hombres, hermanos. Nos alumbrará la capacidad para la diversidad y comprensión del que viene de lejos. La recepción de inmigrantes en Europa no debe ejercitarse desde el recelo. El que está y el que viene, ambos tienen una palabra que decir. «Oh alma mía, estate preparada para la venida del Forastero/ estate preparada para aquel que hace preguntas» (T.S. Eliot). La policía no es la primera llamada a superar los problemas de convivencia entre culturas y continentes sino la vigilancia del espíritu, la actitud fraterna, el conocimiento del prójimo en su historia, cultura y religión. De su casa a nuestra escuela debe ir un camino de acogimiento, no de rechazo y desprecio humilladores, que siembran la simiente del resentimiento y de la venganza.

Familia como hogar, escuela y taller; reconstruida desde dentro de ella misma y apoyada por las instancias sociales para que pueda cumplir su misión. La escuela no la puede suplir. Escuelas como familias; familias como escuelas. Escribo estas líneas cuando Juan Pablo II canoniza a José Manyanet, fundador de los Hijos de la Sagrada Familia y las Misioneras de Nazaret. Él fue quien estuvo en el origen de «La Sagrada Familia», ese milagro de genio, de santo y de pobre que levantó Gaudí, con sus torres como llamas de luz para los hombres y de alabanza para Dios.

http://www.conoze.com/doc.php?doc=855

Ayer el Papa canonizó al padre Manyanet, inspirador del templo de la Sagrada Familia de Barcelona, la gran creación del arquitecto catalán Gaudí, quien también se encuentra en proceso de beatificación. El verdadero sentido de ese acto litúrgico nos lo ofrecía el catedrático de la Facultad de Teología de Salamanca, Olegario González de Cardedal, en un artículo magistral aparecido el viernes pasado, paradójicamente, en el diario «El País». Recordaba, entre otros acontecimientos históricos, aquello que escribió Unamuno sobre el templo durante su visita a Joan Maragall en Barcelona: «A la gloria de Dios se alzan las torres», y luego se atrevía a formular, sin concesiones hacia galerías debilitadas, una defensa inteligente, sincera y valiente sobre la familia, así como un alegato contundente, comprensible y respetuoso contra su trivialización.

¿Por qué, se pregunta González de Cardedal, ha perdurado el pueblo judío con tal dignidad y fecundidad cultural pese a tanto dolor y genocidio? Además de la respuesta teológica, el académico y sacerdote encuentra otra «a ras de tierra y de tejado». El pueblo judío perdura porque en él han sido sagradas la realidad de la familia y de la madre, la de la casa y la del libro, la memoria y la identidad. «Sin familia no hay arraigo en la existencia; sin el amor que ella ofrece la libertad es mera soledad desesperanzadora; sin el cobijo que ella emite no hay implantación gozosa ni germinación creadora en el mundo». Una de las cosas que más me sorprendió de Zapatero fue cuando hace dos años, en el verano de 2002, cogió al Partido Popular con el pie cambiado lanzando un atractivo programa de impulso de la familia, por un lado, y de la seguridad ciudadana, por otro, al tiempo que anunciaba que no subiría los impuestos. Por lo que respecta a la familia, es probable que esas limpias promesas dichas entonces se conviertan en agua de borrajas; o las transforme en esa especie de «barra libre» ya anunciada, que no es otra cosa que la trivialización de la familia a la que se refería González de Cardedal en su artículo de «El País».

La familia es el pilar de la sociedad, algo muy simple: una especie de compañía de socorros mutuos, para los creyentes unión sagrada, compuesta por una mujer, un hombre y los hijos de ambos. Es probable que existan otros modelos familiares distintos o extravagantes, pero el que entendemos todos por familia, con sus variables que van produciéndose a lo largo de la vida, es el que debe impulsarse y protegerse. La igualdad nada tiene que ver con la confusión, el papel de la madre no es el mismo que el del padre, los hijos es bueno que tengan un modelo masculino y otro femenino. La libertad no consiste en la disolución de la familia, en la ausencia de reglas morales o en el rechazo de la autoridad legítima de los padres. Y, por ultimo, la fraternidad, esa escuela de solidaridad que se va forjando día a día entre los hermanos que conviven bajo un mismo techo, es difícil que pueda desarrollarse en familias en las que apenas hay hermanos.

Tres maestros rurales

http://www.ciberiglesia.net/discipulos/03/03prensa-tresmaestros.htm

¿Desde dónde se puede y se debe escribir la historia de España? ¿Qué atalaya permite columbrar más lejos, discernir más claro y penetrar más hondo en sus procesos, instituciones, problemas? Unamuno repetía que la historia del mundo se puede escribir desde los centros económicos, políticos y culturales de poder, para que la aprendan en la escuela los niños de Matilla de los Caños, o por el contrario, se puede escribir desde Matilla de los Caños, para que los protagonistas que deciden esa historia se enteren de cómo la gozan y sufren los pasionistas de sus decisiones soberanas. Porque hoy ya cada persona es un voto, y cada voto puede decidir el destino de una aldea o del país más poderoso del mundo. Por eso hay que volver la mirada a cada vida humana, porque en cada terrón de tierra, que se disuelve en el mar, está implicado el entero continente, y en cada muerte morimos todos los hombres.

Al acercarse el final del siglo, es necesario realizar una operación de consumación del tiempo para que no se nos agote como se agota el agua de un cántaro, pasan las horas del reloj o cesa el temporal de lluvia. El tiempo sólo es humano, a diferencia del tiempo cronológico, si el hombre lo toma en su propia mano, si vuelve la mirada a su trayecto, discierne sus contenidos, reconociendo y rechazando lo que fue injusto, falso e inhumano, a la vez que reafirma lo que con él la libertad forjó de verdadero, limpio y eterno. Consumado de esta forma el tiempo, es acrecentamiento de conciencia y génesis de libertad, porque, así purificada la memoria y reconstruida la dirección de la vida, puede el hombre recobrar el tino. Lo que digo del individuo vale también de las instituciones y de los grupos, de las minorías de sentido y de las naciones.

Yo no puedo acercarme al final del siglo XX sin poner ante mis ojos lo que han sido las raíces de mi destino personal y las del destino del país en el que he vivido. Necesito recordar los elementos, nutricios del amor o generadores del odio, en medio de las personas entre las que he existido y pensado. Soy hijo de la República, crecí durante la guerra civil y me formé en los decenios subsiguientes. Fueron tan fieros esos tajos en la convivencia nacional, que sólo tras largos decenios dejaron de rezumar sangre las heridas. Y es tanta su hondura y tan frágil la sutura, que al primer temor profundo de conciencia o aparición de fenómenos inesperados, vuelven a supurar. Por eso es necesario recordar con lucidez, asumir con responsabilidad y, en el perdón que olvida, pasar a un siglo nuevo, que no sea víctima de las pasiones y desgarros de su predecesor. Esto no es ingenuidad, sino magnanimidad; no es negación de lo ocurrido, sino salto en libertad sobre la perversidad del corazón, afirmación actual de humanidad sobre la inhumanidad que prevaleció entonces.

Cuando vuelvo la mirada a mi origen, compruebo que nací en un lugar donde se estaba decidiendo el futuro de España a sangre y fuego. Lo vivido en mi más tierna infancia no son placenteros recuerdos de un patio de Sevilla, sino el silencio de muerte en las alturas de Gredos. Lo que entonces fue mudez y miedo, con los años he logrado conocerlo día a día, nombre a nombre, palmo de cuneta a palmo de cementerio. En los meses de julio y agosto de 1936 quedó fijado el frente de la guerra. En Ávila, la línea divisoria estaba en el puerto del Pico. En esos meses se enfrentaron hombres e ideas, situaciones y esperanzas, que habían llegado al convencimiento de ser inconciliables, necesitando unas anular a las otras para sobrevivir. En la vertiente norte de Gredos eran asesinados los maestros; en la vertiente sur eran asesinados los curas.

Voy a proferir tres nombres de maestros en la ladera norte y tres nombres de curas en la ladera sur, de los que yo me siento heredero y solidario, y a los que acompaño con amor a este fin de siglo para que, pronunciados sus nombres por alguien que alberga en sus entrañas el ser y las aspiraciones de ambos, se encuentren entre sí, ellos que fueron símbolos victimados de poderes que los excedían. Tres maestros de tres aldeas: don Luciano Alegre en Lastra del Cano, arrancado de su casa y fusilado en la carretera de Hermosillo. Don Antonio Muñoz, maestro en la escuela de Cardedal donde yo estudiaría luego, que, sintiéndose en peligro las semanas últimas del mes de julio, decidió cruzar de noche la sierra para unirse a la otra zona y, detenido por un guarda forestal, que lo entregó a la Guardia Civil, fue fusilado en la plaza Mayor de Barco de Ávila. Don Daniel Leralta, maestro de Navasequilla, el pueblo más alto de España, junto con Trevélez en Sierra Nevada, y desde el que se tiene la vista más sobrecogedora del pico Almanzor y de las crestas del macizo.

Don Daniel desapareció de Navasequilla una noche de julio, con el pretexto de querer dormir con la boyada en la sierra. Cogió una manta, y hasta hoy no se ha vuelto a saber nada más de él. En su casa quedaba una arqueta de madera con libros de historia, literatura, derecho, ciencias. Para sus padres, aquel arca era como un sagrario: ni a tocarla se atrevían. Era la presencia viva del ausente, del que ni siquiera se sabía si había muerto. ¿Qué hacer con ella? Sus padres, compañeros de los míos en trashumancias y agostaderos, se la entregaron para que el niño, que era yo, pudiera ir aprendiendo desde bien pequeño. Esperaban que su saber y su memoria, su pasión por la lectura y la verdad, prendiendo en mí, fueran semilla profunda, y así los libros de Daniel, y Daniel con ellos, tuvieran sucesión y vida perdurable. ¡De memoria los aprendí mientras cuidaba los ganados, guareciéndome detrás de retamas y torviscos de los cierzos que en aquella altura, dice Madoz, azotan fríos y violentos! Todavía hoy, cuando vuelvo a la arqueta para sacar un libro, se estremecen mis redaños y me pregunto cómo he administrado y correspondido a aquel legado de amor y muerte, de sabiduría y esperanza.

Mi infancia en la ladera norte de Gredos tuvo su continuación durante la adolescencia en la ladera sur, que tiene su centro en Arenas de San Pedro, y su símbolo, en el palacio del infante don Luis. Por él pasaron Goya y Boccherini, pintores, músicos y literatos. Allí aprendí letras, fe y otra historia también de sangre. En los mismos meses de julio y agosto de 1936 habían sido asesinados uno tras otro los sacerdotes de la zona. Enuncio sólo los nombres de tres de ellos. Para quienes mandaban en aquella zona, la religión era el símbolo de la reacción capitalista y de la alienación humana. Los sacerdotes eran considerados exponentes culpables, lo mismo que en la ladera norte los maestros eran vistos como los agentes de la República y de las ideas revolucionarias.

Cuando se cruza la sierra de Gredos por el camino que sale de Hoyos del Espino, se va a caer en El Arenal y El Hornillo. A este pueblo llegó en los primeros días de julio don Juan Mesonero, ordenado sacerdote el 6 de junio anterior. El día 15 de agosto caía en una cuneta de la carretera que va de Arenas de San Pedro a Candeleda. El día antes había muerto en el término de Pedro Bernardo don José García, párroco de Gavilanes. Tenía 27 años. El día 19 del mismo mes era despeñado, desde los altos riscos del puerto del Pico, don Damián Gómez, párroco de Mombeltrán. Si éste ya era mayor, los dos primeros acababan de llegar a sus pueblos: la eliminación no correspondía a un juicio sobre sus personas o la forma de ejercicio de su ministerio. Contra el precepto bíblico de no hacerse imagen de Dios ni del hombre, no se vio en estas personas rostros individuales, sino poderes enemigos: la República y revolución en los maestros; la Iglesia y la reacción en los sacerdotes.

La España real ha sido hasta ahora masivamente la España rural, a la que sólo se ha visitado para contar con sus votos y recoger sus contribuciones. Desde esas aldeas y hombres, hay que contar y comprender nuestra historia, también la reciente. Decidían en Madrid o Barcelona quienes eran hijos de la burguesía y habían estudiado en el Liceo Francés, la Escuela Británica o los colegios del Pilar, Areneros y el Recuerdo. La imagen que ellos tenían de la España rural era común: la propia de la burguesía, que mandaba siempre, con gobiernos de derechas o gobiernos de izquierdas, utilizando la cultura y la religión al servicio de sus programas. Los pobres de la tierra, incluidos maestros y curas, estaban lejos. Eran citados con desprecio o compasión: "pasar más hambre que un maestro escuela" o "llevar un traje más raído que la sotana de un cura de pueblo".

Esas dos laderas son el cuerpo que sostiene mi historia, magisterial y ministerial, y la historia de todos los niños del campo, que sólo merced al buen hacer de maestros (¡sobre todo de maestras!) y curas, hemos accedido a la cultura, y con ella, a la libertad. Por eso, al sentirme heredero y solidario de unos y de otros, hago memoria de todos al mismo tiempo y con la misma pasión. He escrito esos seis nombres reales, con lugares y días reales, para que con ellos queden nombrados, honrados y rescatados del olvido todos los que perdieron su vida. Delante de Dios y delante de los hombres cuento su historia, para dejarla en su divina mano creadora y recreadora; para hacerles justicia y confesar públicamente nuestra injusticia; para recoger sus ideales y trenzarlas como trama y urdimbre del futuro común. La España moderna no puede pensar en alternativas trágicas la cultura y la religión, el atenimiento a los imperativos cotidianos y la abertura a la trascendencia. Y pronuncio su nombre para que, concluido el siglo, la memoria de unos no sea nunca más denuesto de otros, para que nadie convierta el elogio de su correligionario en pedrada contra su adversario, las canonizaciones en recriminaciones y los recursos viejos en procesos nuevos. ¿Podré confiar en que esta historia mía sea la parábola de una España que, definitivamente resanada y reconciliada, cierre el siglo con paz, acogimiento del prójimo y esperanza?

lunes 11 de abril de 2005

TEILHARD DE CHARDIN, MEDIO SIGLO DESPUÉS

EL 10 de abril de 1955, día de Resurrección, fallecía en Nueva York uno de los hombres que más ha influido en la conciencia humana durante el siglo XX. Otro de los teólogos, decisivos para la renovación litúrgica y teológica de la Iglesia católica, moría también celebrando la vigilia pascual: Odo Casel. Un cristianismo ligado al futuro, a la plenitud prometida por Dios y anticipada en la resurrección de Cristo, comenzaba a relevar a un cristianismo más centrado en la moral, en el pecado y en la redención. La lectura del Evangelio a la luz de la Ilustración, racionalismo o ciencia positiva, era así completada con una nueva visión.

¿Qué es Teilhard: científico, filósofo o místico? ¿Cuál fue el interés central de su vida: ensanchar el campo de la geología y la paleontología; crear un sistema filosófico a partir de la ciencia; abrir paso a una comprensión nueva del Evangelio más ligada a una interpretación evolutiva del cosmos? Estas preguntas nos sitúan en el corazón del enigma; un jesuita, con toda la riqueza de su preparación cultural, filosófica y teológica, con su doctorado en el Instituto de Paleontología humana en el Museo de Historia Natural de París (1912-1914), que participa en expediciones científicas tanto en África como en China, que llega a ser director del CNRS, equivalente de nuestro Consejo Superior de Investigaciones Científicas (1946), que vive entre el aplauso o rechazo científico por un lado, a la vez que bajo la fascinación de muchos lectores y la sospecha de las autoridades eclesiásticas.

Es ante todo un científico, dedicado a la geología general, llegando a ser uno de los mejores conocedores de la geología china; a la paleontología de los mamíferos, con su campo central de investigación, primero en Europa, luego en África y Asia; a la paleontología humana, participando en las excavaciones donde se descubren los restos del Sinanthropus. En ese orden siguen abiertas las investigaciones para la verificación o deslegitimación de sus afirmaciones. Pero Teilhard no se quedó ahí. La originalidad suya consistió en querer superar tres universos escindidos entre sí: la investigación positiva de los científicos y con ello la dictadura de los laboratorios, la reflexión y sistematización filosófica que en el momento de su formación oscilaba entre el positivismo francés y el idealismo alemán, y finalmente la vida religiosa, en su caso el cristianismo católico.

Es un pensador, que no intenta proponer una filosofía nueva pero vive la desazón de una ciencia que busca sentido a la vez que datos, que pregunta por fines, por el último fin de todo y el lugar del hombre en medio de ello; por el dinamismo de la materia y de la vida humana, sobre esos tres infinitos que ya asombraban a Pascal: el de duración temporal, el de extensión a lo máximo o concentración en lo mínimo y el de complejidad creciente. Aquí se sitúa al final de una herencia espiritual apasionada por la persona (Pascal, Newmann) a la vez que por la vida y la acción (Bergson, Blondel).

En este campo se hallan sus aportaciones específicas, con la creación de un vocabulario: hominización, cefalización, planetización; los tres órdenes de realidad, que evocan los tres órdenes de grandeza de Pascal: biogénesis, noogénesis, cristogénesis. Él ha vivido arrastrado psicológicamente por una desazón: la distancia entre la investigación de los científicos o la propuesta dogmática de las iglesias por un lado y la vida personal y social por otro. De ahí nacen sus tres pasiones: por Dios, por la Materia, por Cristo, y por la relación entre las tres. Él es un hombre de una piedad honda y heredada de su madre, y voluntad de análisis que aprendió de su padre desde niño. De ahí esas tres pasiones primordiales. Por Dios: «El verdadero interés de mi vida se orienta hacia un mejor descubrimiento de Dios en el mundo». «Todo el problema humano se remite-resuelve en el amor de Dios». Su segunda pasión era la materia. Cuando él escribe esta palabra no dice cosas, ni hechos, ni cuerpos sino aquel principio dinámico y polivalente, que en un proceso de acrecentamiento y de complejidad incesante suscita siempre realidad nueva.

Él, que se definió a sí mismo como «un hombre que busca expresar cándidamente lo que hay en el corazón de su generación», dirá con la misma candidez que no sabe lo que es la materia. «No hay nada científicamente pensable en la naturaleza que no se halle en función de un enorme y único proceso conjugado de «corpusculización» y de «complejificación» en el curso del cual se dibujan las fases de una interiorización gradual e irreversible («conscientización») de lo que llamamos (sin saber lo que es ) Materia».

La tercera pasión de su vida es Cristo. En él ve la presencia particular de un Absoluto y de un Universal: El Dios vivo, que no sólo empuja a los seres desde atrás en el origen sino que, sobre todo, los llama, atrae y plenifica hacia delante. En este sentido reacciona contra una comprensión aristotélica del Motor extrínseco que actúa a retro y de una comprensión fisista de la creación. Dios tiene que ser comprendido como el punto final, trayente y atrayente, vocante y finalizador. Y se pregunta: «¿Dónde dar con semejante Dios, funcional y totalmente Omega? ¿Quién será en definitiva el que dé su Dios a la evolución?».

Aquí sitúa a Cristo a la luz de los textos bíblicos que le ven en el origen, en la constitución y en el final de toda realidad (Colosenses 1,16); a los textos litúrgicos que en el corazón de la eucaristía se dirigen a Dios por Cristo, ya que en él «nos creas, santificas, vivíficas, bendices y nos das todas todas las cosas». Estos textos que sitúan a Cristo en relación con la creación están ahí desde siempre y Teilhard remite expresamente a ellos. «A Cristo se le ama como a una Persona y se impone como un Mundo».

Cristo es el punto Omega de la evolución porque es el Dios que a la vez finaliza, consuma y abre hacia arriba la evolución. Sus claves de pensamiento son los dos vectores: el vertical o de abertura a la trascendencia y el horizontal o de progreso en la historia. De ahí su empeño por trascender a Cristo de su particularidad judaica, incluso cristiana, para verlo en un horizonte de materialidad, universalidad y consumación. Él soñó y esperó. Una de sus síntesis más breves y claras, con el título: «El Dios de la evolución», concluye con estas palabras: «Esto es lo que preveo. Esto es lo que espero». Todo desde dentro de la plena fidelidad a su fe cristiana y condición de jesuita: «La sola garantía de que Omega existe es Jesús y la Iglesia» (Diario, 29.10.1951). «Estoy decidido a sacrificarlo todo antes que poner en peligro en mí, o alrededor de mí, la integridad de Cristo» (Carta 8,10.1933).

El problema surge al pasar de la intuición al sistema, del programa a la realización. Sus tres dimensiones: el científico, expresada en «El Fenómeno humano», el pensador, representada en «El medio divino», y el místico en «El himno del universo», ¿son convergentes? ¿están en conexión, dependencia u oposición entre sí? Aquí es donde Teilhard encuentra eco afirmativo hasta los años 50- 60, luego la distancia y el silencio, para recuperar hoy de nuevo audiencia e interés. Dejo a los científicos el juicio sobre su área. Por lo que se refiere a la teología, junto a las reservas y prohibiciones hasta 1962, ha encontrado una respuesta serena en tres grandes jesuitas: Lubac, Rahner y Balthasar.

En un primer momento estos dos muestran su rechazo. Rahner escribió un texto clásico a partir de las ideas de Teilhard, «La cristología dentro de una comprensión evolutiva de la realidad», pero mantuvo sus reservas porque «en él no queda claro qué relación existe desde el punto de vista de la comprensión entre Jesús de Nazaret y el Cristo cósmico, el punto Omega y la evolución del mundo».

Balthasar echa de menos el lugar exacto que el pecado, nuestras rupturas del sufrimiento, la muerte y la cruz de Cristo, pueden encontrar en su visión. Pero al final lo mismo que Rahner le ha mantenido lo que A. Cordovilla -uno de los españoles que junto con L. Ladaria y A. Pérez de Laborda le han dedicado últimamente atención- ha calificado como «separación crítica junto a una secreta admiración».

Teilhard sigue siendo un testigo elocuente para todos de una cuestión que no podemos dejar sin responder: el sentido de la vida y la finalidad de la ciencia, la posibilidad de que la razón y la esperanza se conjuguen en el mundo, la validez de los signos que el Absoluto nos ha dado de sí mismo en la historia y sobre todo la conexión entre Cristo, el hombre y el cosmos por un lado, Cristo y Dios por otro. Después de Rahner el teólogo ya no puede pensar a Dios y a Cristo en desconexión del hombre.

Después de Teilhard ya no los puede pensar al margen del dinamismo del cosmos y de la historia, por la sencilla razón de que confiesa a Cristo, como presencia viva de Dios en el corazón de la materia, como el Alpha y el Omega.

http://www.abc.es/COM_ABC/servicios/imprimir/printPage.asp 11/04/2005

lunes 14 de noviembre de 2005

Carlos de Foucauld

... Tuvo por maestros supremos a Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Y desde ellos como europeo tuvo la osadía de adentrarse en el corazón de África para ser prójimo, colaborador y hermano con todos...

¿QUIÉN es este hombre a quien la Iglesia, desde la sede del apóstol Pedro en Roma, reconoce como exponente auténtico de la fe en Cristo, modelo posible de vida cristiana y adelantado de una fraternidad universal, que religa a todos los hombres en una familia? ¿En qué medida un joven militar francés, que compartió los sueños coloniales de Francia en África del Norte, durante fines del XIX y comienzos del XX, puede ser hoy un espejo que refleja la santidad de Dios y en esa luz alumbrar a los cristianos y guiar a todos los hombres?

Nacido en Estrasburgo (1858) de familia noble y rica, Carlos, vizconde de Foucauld, huérfano temprano de padre y madre, pasa dos años en la escuela militar de San Ciro y otros dos en la de Saumur. Entre 1883 y 1884 inicia viajes de explorador en Marruecos, y sus publicaciones le ganan el respeto entre los científicos. Allí se realiza su primer encuentro con la fe de los musulmanes y el descubrimiento del islam; secreto inicio de un movimiento que años después (1886) le llevó a una conversión y cambio radical de vida.

De regreso en París, su encuentro con un sacerdote ejemplar, Henri Huvelin (1838-1910), le abre al universo real de la fe: el Dios vivo, como primera palabra, posibilidad y necesidad del hombre. Eso fue la conversión para él: descubrimiento del Dios viviente, como amor, reconocimiento de la propia existencia en su luz y necesitando de él como necesitan las plantas de la luz para crecer, florecer y fructificar. Lo mismo que para San Pablo, también para Carlos de Foucauld la conversión, fe y descubrimiento de su misión futura fueron un mismo acto. «En el mismo momento en el que creí que existía Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa más que vivir para él: mi vocación religiosa data de la misma hora que mi fe» (Carta 14 agosto 1901).

Descubrir la forma y exigencias concretas de esa vocación duró largos años y le llevó por rodeos lejanos y meandros dolorosos. En 1890 ingresa en la Trapa de Nuestra Señora de las Nieves en Francia, pasando luego al priorato que esta abadía tiene en Akbés (Siria, 1890-1896). Aquí le nace un deseo profundo de revivir el evangelio en su gestación silenciosa: «la vida de Nazaret». No nos solemos percatar de que el cristianismo se refiere casi exclusivamente a lo que Jesús dijo, hizo, padeció y experimentó en los tres últimos años de su vida. Pero, ¿qué hubo antes? Si él es el Hijo de Dios encarnado, ¿cómo fue esa existencia de 30 años de trabajo en Nazaret, su participación en nuestro destino, su oración, su relación con los hombres, su propio misterio interior? ¿Cuál es el equivalente de ese misterio suyo en nuestra vida?

Volver a la raíz para estar enraizados y no desarraigados, volver a los inicios para tener fundamentos, es una necesidad originaria del hombre. Esto en cristiano significa volver a Nazaret y a Belén para ver surgir a Jesús, surgir con él y como él, asistir admirados al fundamento que Dios puso en él y aprender con él a poner los fundamentos de la propia fe en el Padre, de la personalísima relación con él, de la misión de la Iglesia en el mundo. A Nazaret y a Belén volvió san Jerónimo y fueron los primeros lugares que visitó Pablo VI cuando salió de los muros del Vaticano. Allí están la raíz y savia de la revelación divina, de la experiencia cristiana y de la fraternidad universal que deriva de ellas.

Carlos de Foucauld une este descubrimiento de la gracia con su primera pasión de naturaleza: África, el islam, el desierto, una presencia itinerante, colaboradora y fraterna con las poblaciones saharianas de Marruecos y Argelia. Ya sacerdote, ermitaño, explorador, se instala primero en Béni-Abbés, luego en el Hoggar y finalmente con los tuareg en Tamanraset. ¿Qué intenta hacer allí, él solo? Ser como Jesús en Nazaret, sin pretender otra cosa que convivir, ofrecer hospitalidad, ser una alabanza incesante delante de Dios y una intercesión perenne en favor de los hombres. Tres eran los centros de su vida: vivir el Evangelio, para que Jesús viva en nosotros; amar la eucaristía para que Jesús esté en nosotros, como él está en el Padre; ejercer la pobreza como forma suprema de atención, solidaridad y amor al prójimo pobre.

Alrededor de estos tres quicios (Evangelio, Eucaristía, Pobreza) giran las actitudes fundamentales que moverán todo su hacer y estar: fraternidad, projimidad, solidaridad. Su ermita estuvo siempre abierta a todos: «dar hospitalidad a todo el que llega, bueno o malo, amigo o enemigo, musulmán o cristiano». Así se convierte en el hermano universal, más allá de razas, culturas, religiones. «Quiero habituar a todos estos habitantes, cristianos, musulmanes, judíos e idólatras, a mirarme como su hermano, el hermano universal» (Carta 7 de enero 1902).

Silencio de oración y alabanza ante Dios a la vez que convivencia y promoción de los tuareg, cuya lengua y cultura conoce a la perfección. Recoge siete mil versos de su poesía, de memoria casi todos, anotados en cuadernos a lo largo de los años pasados en el desierto. Reescribe poemas y proverbios y los traduce al francés. Elabora en cuatro tomos un «Diccionario francés-tuareg y tuareg-francés», además de una gramática. El 28 de noviembre de 1916 escribe en sus notas: «Final de las poesías tuaregs». Tres días más tarde, el 1 de diciembre de 1916 era asesinado en su ermita de Tamanraset.

La guerra y la violencia acabaron con aquel hombre que había sido todo él don y paz. ¿Quedaría apagada para siempre aquella voz y sofocado aquel fuego? Pensó en una familia religiosa de «Hermanos y Hermanas de Jesús» y para ellos escribió unos estatutos, que explicitarían esa forma de vida de Nazaret: adoración divina y convivencia humana, obediencia a la voz del Padre a la vez que destino compartido con los que viven en los extremos márgenes de la pobreza, exclusión social y desamparo. A su muerte no le había seguido nadie. Una asociación de amigos contaba con 49 miembros que mantendrían vivo su espíritu, hasta convertir al Hermano Carlos en uno de los primeros maestros espirituales del siglo XX. Su vida espiritual, su lectura de la Biblia y su propuesta evangélica nos son accesibles en sus múltiples pequeños escritos, cuya edición completa en francés abarca 17 volúmenes. Su oración «Padre, me pongo en tus manos» es ya un texto clásico, recitado y memorizado por millones de creyentes. Su legado fue recibido y mantenido por cuatro grandes nombres: Luis Massignon, el gran conocedor del mundo árabe y de la mística; René Bazin, el académico que con su célebre biografía de 1921 acercó su figura de héroe y místico a las generaciones nuevas; J.M. Peyriguère (fallecido en 1959) que revive con iniciativas personales el espíritu del hermano Carlos; R. Voillaume, orientador de las «Fraternidades» que surgen a partir de 1933, a la vez que extiende a todos los cristianos la vocación de Nazaret con su obra clásica: «En el corazón de las masas» (1950) y a través del Padre Congar influye decisivamente en el Concilio Vaticano II para hacer presente y programáticos el problema «la Iglesia y la pobreza en el mundo».

Él, que fue «el monje sin monasterio, el maestro sin discípulos, el penitente que sostuvo en su soledad, la esperanza de un tiempo que no iba a ver» (R. Bazin), un siglo después es padre de muchos. En los últimos decenios han surgido múltiples agrupaciones, en estructura religiosa o seglar, de sacerdotes y de laicos, que se remiten a su figura y quieren vivir, seguir su espíritu: Hermanitas y Hermanitos de Jesús, del Evangelio, Fraternidades Carlos de Foucauld, Jesús-Cáritas... Están presentes en todo el mundo; no hay barriada, ciudad portuaria o arrabales de gran urbe donde no haya una pequeña casa abierta en la que se adora al Santísimo siempre y siempre es acogido el prójimo. Pero ese silencio y hospitalidad suyos no hacen ruido, por ello no son noticia y pocos saben que existen. ¿Cuántos supieron en Nazaret que Dios estaba conviviendo con ellos en la casa de al lado?

Carlos de Foucauld tuvo por maestros supremos a Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Y desde ellos como europeo tuvo la osadía de adentrarse en el corazón de África para ser prójimo, colaborador y hermano con todos. Un cristiano en medio de musulmanes reviviendo la gesta de Nazaret: Dios siendo prójimo de los hombres, de cada hombre, sin preguntar por su identidad ni diferencia. La beatificación de este hombre el 13 de noviembre no es un hecho particular solo; es una proclamación universal: desde que Dios fue prójimo nuestro, cada ser humano es un hermano, y esa fraternidad es criterio, fundamento y límite de toda relación humana, también entre Europa y África, entre cristianos e islam.

Y no hay projimidad donde no hay reconocimiento y solidaridad, justicia y misericordia, aceptación de la diferencia y ejercitación de la identidad.

http://www.abc.es/COM_ABC/servicios/imprimir/printPage_opi.asp 14/11/2005

Rahner y Balthasar

jueves 20 de octubre de 2005

EL año pasado celebrábamos el centenario de Karl Rahner, jesuita nacido en Friburgo, alumno de Heidegger, discípulo de Marechal, profesor en Innsbruck y maestro de generaciones enteras de teólogos, a la vez que uno de los propulsores del pensamiento teológico más fecundo en el siglo XX.

Este año celebramos el centenario de Hans Urs von Balthasar, nacido y crecido en las ciudades clave de la cultura suiza: Lucerna, Zurich; y enclave de la cultura europea como Basilea, donde todavía resuenan vivos los nombres de Erasmo, Burchkardt, Nietzsche y Karl Barth. Este jesuita, arraigado también en las fuentes de la espiritualidad ignaciana, teresiana y sanjuanista, llevó a cabo una obra teológica personalísima, vivió preocupado por la verdad pensable y sobre todo por la revelación trinitaria como principio de vida, amor y belleza. Nunca fue profesor de universidad y, sin embargo, su pensamiento ha sido más radical, nutricio y perforador que mucha erudición de técnica académica. Rahner y Balthasar son los dos teólogos sistemáticos más potentes del siglo XX, surgidos en el ámbito de la cultura germana. En 2004 dedicamos un recuerdo en esta página a Rahner; hoy hablamos de Balthasar. Son diferentes, pero no se los puede contraponer y sólo la malevolencia puede utilizar al uno contra el otro. Por eso la «Escuela de Teología» en la Menéndez Pelayo de Santander está bajo el patrocinio fraterno de ambos.

En la ciencia positiva se progresa por acumulación de resultados que se convierten en fundamento de nuevas hipótesis e investigaciones. En filosofía y teología, en cambio, se repiensa como presente todo lo pensado con anterioridad: se parte también de ello, pero no se repite. Lo contrario significaría arcaísmo y a la larga esterilidad. Hay que repensar, reponer y recrear todo desde el horizonte de la historia en que se vive y desde el horizonte de cada conciencia personal, que accede a la realidad del ser, a la experiencia del mundo y a la revelación de Dios. Si en alguien esto es evidente, es en Balthasar. Su conocimiento de la cultura anterior y contemporánea es sobrecogedor. Tres volúmenes sobre la filosofía alemana desde Kant hasta Heidegger («Apocalipsis del alma alemana»); cuatro volúmenes sobre los Padres de la Iglesia (Orígenes, Gregorio de Nisa, Máximo el Confesor, San Agustín); análisis de escritores, poetas y novelistas contemporáneos (Buber, R. Schneider, R. Guardini, Bernanos...); traductor de obras fundamentales para la historia de la espiritualidad y de la poesía (Ricardo de San Víctor, Hopkyns, San Juan de la Cruz, Calderón de la Barca, C. S, Lewis...). Y justamente por esta capacidad de renuncia previa para mejor pensar con los otros y desde los otros, ha sido un hombre radicalmente original y humilde; consciente de cómo todo lo que en este sentido no es tradición es vulgaridad, cuando no plagio. Teólogo original y teólogo total. Nada de lo cristiano es inteligible segregado de la totalidad, en la que está inserto, como no lo son los brazos y los pulmones al margen del organismo cuya unidad, estructura y belleza conforman. Teólogo de esa unidad orgánica y total, que es el cristianismo: no provincial ni regional, sólo; no de adjetivos (teología espiritual, litúrgica, ecuménica, política...); ni de genitivos (teología de la cultura, del progreso, de la liberación...), aun cuando él haya sabido escribir una obra excepcional también en esta línea («Teología de la historia»).

En perspectiva filosófica hay que situarlo después de Kant, en el doble sentido del término: heredándole y yendo más allá de él. Hegel, Husserl y todo lo que se agitó en Europa hasta 1930 son sus raíces. La abertura al ser que nos precede y se nos da llamándonos: como palabra (Wort) suscita nuestra respuesta (Antwort), y como rostro que nos mira, con su luz, alumbra nuestro rostro (Licht- Antlitz). Hay una ley universal: sólo desde el amor germina la libertad; sólo desde la luz previa se identifican las tinieblas; sólo desde la belleza ofrendada en gratuidad y valimiento solidario aparecen la verdad como necesidad y la libertad como gracia.

Si yo tuviera que seleccionar diez frases suyas,que fueran claves para entenderle, una de ellas sería ésta: «El niño pequeño despierta a la conciencia al ser llamado por el amor de la madre». El amor como luz y como autootorgamiento hace surgir la conciencia y la confianza del otro en sí mismo. Si en el siglo XIX el cristianismo puso el acento sobre la fe y su relación con la razón; si en la primera mitad del siglo XX, lo puso en la esperanza, mostrando su relación con la espera general y con las utopías históricas (Teilhard de Chardin, Marx, Laín Entralgo, Marcel, Moltmann, G. Gutiérrez, J. Alfaro...), en la segunda mitad del siglo XX Balthasar ha puesto ese acento en el amor.

La obra programática que anticipa su sistema lleva este título: «Creíble sólo es el amor» o «Sólo el amor es digno de fe». Frente a la «sola fides» de Lutero y a la «sola spes» de Bloch, él ha vuelto a poner en el centro la definición de Dios como amor que da el Nuevo Testamento. Dios aparece fiel y da que esperar porque es amor y se da como perdón. Y esto no en la distancia e insolidaridad, sino en el desvalimiento,solidaridad y asunción superadora de nuestro destino de culpa y muerte, que es la cruz de Cristo, respondida y superada en la resurrección.

Frente a las absolutizaciones de la verdad y la bondad, a las que se sienten tentados ciertos biblicismos protestantes y dogmatismos católicos, Balthasar ha hecho de la belleza el centro y la clave de su obra. La primera parte de esta trilogía está centrada en la revelación de la gloria de Dios en el mundo, en la palabra múltiple del hombre, en su revelación de histórica, en la persona de Cristo (Teoestética: siete volúmenes). La segunda está centrada en el drama de la libertad finita ante el Infinito; y con ello, en el drama de la libertad del Hijo encarnado, acogida por unos hombres como gracia y por otros rechazada como amenaza a su autonomía (Teodramática: cinco volúmenes). La tercera está centrada en la palabra: ¿Cómo es capaz el ser finito de decir al Infinito, de expresar en razón humana la Razón divina? (Teológica: tres volúmenes). La belleza y el amor son así los pilares de su edificio teológico.

Balthasar tuvo una gran influencia en el decenio 1950-1960. Durante el decenio siguiente fue olvidado o relegado porque se opuso a ciertos acentos dominantes en el posconcilio. Con la revista «Communio» quiso mantener abiertas dimensiones del misterio de Cristo y de la Iglesia obturadas o relegadas. Desde los años ochenta hasta hoy ha sido recuperado como un hontanar de agua viva, como un gigante que ofreció su pensamiento en casi todos los géneros literarios: desde el poema hímnico («El corazón del mundo»), a la diatriba («Seriedad con las cosas»); desde el ensayo («Dios en el hombre actual», «El cristiano y la angustia», «La oración contemplativa», «La verdad es sinfónica»), a los capítulos sistemáticos y monografías ya clásicas («Escatología», «Verbum Caro», «Sponsa Christi», «El misterio pascual»).

En España Balthasar ha encontrado editores benévolos. Casi toda su obra es accesible en castellano, a diferencia de la de otros grandes como Lubac y Rahner. Es triste que los alumnos, amigos y hermanos de estos dos grandes jesuitas no hayamos sido capaces de trasvasar a España las admirables ediciones nuevas de ambos. Se ha roto la continuidad y Taurus, por ejemplo, que tradujo siete volúmenes de los «Escritos de Teología» de Rahner, no ha continuado y sigue hoy otros caminos, si bien estaría dispuesta a publicar la nueva edición de sus «Obras Completas» (Polanco dixit) si una Fundación la hiciera posible, como felizmente está ocurriendo con las «Obras Completas» de Ortega y Gasset. En tiempos de sequía generalizada hay que volver a los manantiales de agua viva que no se agotan, prefiriéndolos a las charcas y cisternas resecas.

La conciencia humana está hoy ante un doble reto: ¿se acogerá en su creaturidad finita, desplegando la autonomía regalada que la constituye, o preferirá negar las huellas de su origen originado para reclamar ser toda y sólo desde su propio origen originador, fin consumador y meta suficiente (pecado original). ¿Cuál considerará la suprema gloria del hombre: erguirse como señor frente a todo y dominador de todos, o ser con los demás prójimo, servidor, rehén y sustitución en caso de necesidad?

Levinas y Balthasar han dado a la última pregunta una respuesta complementaria en un sentido y alternativa en otro a la de Kant y Rahner. El movimiento de búsqueda y ascenso en el hombre se apoya en el movimiento de descenso, encuentro y amor previos de Dios.

http://www.abc.es/COM_ABC/servicios/imprimir/printPage_opi.asp 20/10/2005

 http://www.mercaba.org/ARTICULOS/C/cenizas_y_personas.htm

No hace mucho tiempo fui invitado a asistir a un entierro después de la correspondiente celebración litúrgica. Asentí pensando que el acto religioso se prolongaba con el correspondiente enterramiento en el sentido estricto y etimológico de la palabra: depositar un cadáver en la tumba propia, cubrir con tierra aquel lugar destinado para este fin, junto a sus familiares y sellando con nombre propio ese trozo de suelo.

Poco después se me indicó que después de la incineración el acto tendría lugar en un monte cercano en el que hay un santuario famoso en la zona, dedicado al ángel patrón, con la iglesia circundada por su correspondiente cementerio. Mi sorpresa fue considerable cuando al llegar a la cima de la montaña no nos dirigimos a la iglesia y al campo santo sino al campo abierto, donde comenzaron a buscar la peña más alta desde la que mejor poder esparcir las cenizas. En ese momento se produjo una situación inesperada. El hermano del difunto que tenía entre sus manos la urna cineraria prorrumpió entre cortante y retador: "Las cenizas de mi hermano no se esparcen".

Ante ese acerado desafío se decidió hacer un hoyo y derramarlas dentro de él o enterrar también el ánfora. Casi todos los asistentes eran ciudadanos que conocían mucho del monte, más mitología que geografía, más por leyendas y relatos ideológicos que por haberlo andado a pie y conocer la estructura de su suelo. Primero intentaron cavar al lado de un haya, sin percatarse de la oposición que sus raíces ofrecen a la hora de excavar. Un segundo intento chocó con un pedregal. Finalmente quienes por nacimiento éramos realmente de monte y por conocer sus trochas, tejidos y declives, perforamos un hueco donde se pudo introducir el ánfora.

Mientras caía una heladora aguanieve sobre los presentes y yo, temiendo el paso y pisadas de cabras, perros y onagros, recubría el lugar en forma de túmulo, no pude evitar el dirigir la mirada a uno de los hijos, mientras ponía mis ojos en una lastra cercana: "En el primer día libre, tú y tus hermanos volvéis a este lugar y en esa piedra grabáis el nombre, la fecha de nacimiento y la fecha de muerte de vuestro padre, porque quien no tiene nombre, lugar y tiempo, no existe, y si nadie le recuerda, no es persona. Y si él deja de existir con nombre y tiempo, dejáis también vosotros de existir, porque cerrados sobre vosotros mismos y olvidados de vuestro origen no sabréis quién sois, de dónde venís, de quién sois y ante quién estáis. Os habréis olvidado de vosotros mismos, al olvidar el lugar y los signos que mantienen viva la raíz amorosa de la que habéis surgido".

¿Qué trivialización y menosprecio han inundado la experiencia humana actual para despreciar hasta ese límite a los muertos, arrojando sus cenizas a un río, dispersándolas en el monte o espolvoreando con ellas un árbol? En la vida humana los signos son la realidad y los fragmentos son el todo. No hay relación con la persona si no hay remitencia a su tiempo y lugar propios. Quien borra las huellas del prójimo le ha arrancado de su vida, le ha condenado al exilio, le ha declarado inexistente. A la trivialización de la muerte sigue la trivialización de la vida, porque sólo quien sabe dar razón de la muerte y dar amor a los muertos, sabe dar razón de la vida y amor a los vivos. ¡Ese amor a los que han partido, decía Kierkegaard, que es el más gratuito, desinteresado y generoso, porque no nace de la melancolía sino de la gratuidad agradecida y esperanzada!

Por eso hay que poner distancia a ellos, depositándolos en lugar propio y sagrado, no reteniéndolos en casa, como alimento de la melancolía y sucumbiendo a una sensación falaz de presencia y compañía; pero a la vez hay que mantener la cercanía mediante el signo y el símbolo, el lugar y el tiempo, que se vuelven así sagrados, por participar del destino sagrado de la persona sustraída y esperada.

Lejos estoy de pensar que el guardar cenizas o el enterrar cadáveres sean pensados como la garantía de una inmortalidad o resurrección. La fe cristiana no se apoya en el soporte biológico de una incorruptibilidad física o indestructibilidad natural, a las cuales colaboraría el cuidado de esos restos. La fe cristiana es fe en la resurrección; se apoya en el Dios vivo, que ha creado a los hombres para participar en su propia existencia eterna, y lo mismo que los llamó desde la nada a la existencia los llamará desde la muerte a la vida eterna.

No estamos aquí primordialmente ante un problema religioso sino ante un hecho antropológico fundamental: el valor y la sacralidad del hombre, que se expresan en el respeto que sus prójimos le otorgan vivo y muerto. No en vano los primeros signos de humanización y expresión religiosa aparecen en la historia unidos al culto a los muertos, a sus tumbas y fechas necrológicas, al memorial de sus hazañas y a la esperanza de su compañía. Una cultura que olvida y dispersa de esta forma los despojos de los muertos los está "expoliando" y después terminará dispersando por insignificantes a los vivos. Si todo es recuerdo en el amor y espera, donde desaparecen los signos concretos de una persona concreta, ésta termina desapareciendo de la conciencia. Esa soledad otorgada a los muertos se vuelve sospecha en los vivos: no valgo la pena a nadie, si mi recuerdo no acompaña a nadie, mi soledad es definitiva y absoluta. Si no existo ya para nadie, ¿soy alguien?

Memoria e identidad son inseparables, en cada uno y en el prójimo. La Biblia define al hombre como aquel de quien Dios se acuerda, aquel de quien Dios nunca se olvida. La memoria de Dios es la garantía de la definitividad del hombre y de su valor imperecedero. Por eso en la iglesia primitiva se mantenía el mismo respeto al cuerpo de Cristo, conservado en el columnario lateral del templo y a los cuerpos de los cristianos, enterrados a su lado. Allí en esa paz que deriva de la cercanía de Cristo (eso significan las tres letras: RIP) esperan la revelación y redención definitivas. Cada uno está de alguna forma vivo mientras uno de los humanos se acuerde de él, invoque con la palabra y rece por él. ¿Quién no ha leído sin conmoverse el poema Masa de César Vallejo?

Al volver del monte esa noche me tocaba leer el canto XVI de la Ilíada. El oprobio mayor para un hombre es que su cadáver quede a merced de los enemigos o de las aves del cielo, sin enterrar, sin el honor de sus compañeros y sin la memoria fiel de los suyos. "Allí sus hermanos y amigos le harán exequias y le erigirán un túmulo y una estela, que tales son los honores debidos a los muertos" (XVI, 674-675). En este orden cada hombre es un héroe; su existencia es un absoluto por pobre y desconocida que sea; su camino hacia Dios es un camino propio; por ello reclama una tumba con nombre y fecha propios. ¿Habremos retrocedido más atrás de Homero y de los griegos? Ningún platonismo y espiritualismo, ninguna mitología de bosques, montes o ríos, puede conducirnos a esta degradación del hombre, que tiene lugar cuando se borran las huellas de su presencia y se deja a la memoria sin los fragmentos de tiempo y tierra en los que expresar el valor indestructible del ser querido, que expresamos con nuestro recuerdo, oración y veneración. Sin raíces de memoria no hay frutos de esperanza. Sin anticipo de esperanza, la existencia es una condena. Dispersar cenizas, ¿no es despreciar personas?

http://www.opuslibros.org/prensa/contexto_beatificacion_olegario.htm

Diario 16, domingo, 17 de mayo de 1992

Diario 16 publica hoy, día de la beatificación de Monseñor Escrivá de Balaguer, una reflexión de uno de nuestros teólogos más destacados, Olegario González de Cardedal, Catedrático de la Universidad Pontificia de Salamanca, académico de la Real de Ciencias Morales y Políticas, miembro de la Comisión Teológica Internacional. Olegario González de Cardedal fue merecedor del premio Espasa Calpe, con su ensayo “El Poder y la Conciencia”. En el análisis que publicamos, el teólogo realiza un recorrido del más alto nivel teológico y pastoral por la figura de Josemaría Escrivá y el Opus Dei.

La beatificación de un hombre o mujer por parte de la Iglesia católica supone el reconocimiento público de que han vivido una vida conforme al evangelio, de que han gozado de los bienes que Dios ofrece anticipadamente a sus hijos en este mundo y que tras su muerte participan de esa suprema aspiración humana, que es la bienaventuranza. Una persona así es “bienaventurada”. De ella, la Iglesia afirma que poseyó la gracia de Dios en la tierra y que ahora ya muerta posee la gloria en el cielo.

La Iglesia reconoce en ellos exponentes auténticos de su doctrina, de su oferta de sentido al mundo, de la realización ejemplar de la vida humana que ella propone. Los bienaventurados o “beatos” son por tanto propuestos como modelos de vida cristiana. A la vez son reconocidos como objeto de veneración, por haberse manifestado y obrado la gracia de Dios en ellos. Finalmente son considerados como intercesores ante Dios a favor de los demás.

La beatificación originariamente confirma el culto local otorgado a un cristiano muerto en olor de santidad y dependía del obispo del lugar. Ni la santidad del santo ni la autoridad implicada se extendían más allá de la región o del grupo al que el santo pertenecía. Si bien hoy día la beatificación es también llevada a cabo por el Papa, el compromiso de autoridad no es mayor. La beatificación formal no puede comprometer estrictamente la infalibilidad de la Iglesia, porque no es más que un permiso dado a una devoción local, como lo prueba el hecho de que todo el proceso deba ser vuelto a examinar, si se quiere pasar a la canonización. (Bouyer, Diccionario teológico, Barcelona, 1968. Pág. 117).

La canonización significa, en cambio, la declaración de una figura como santa y salvada, e implica la suprema autoridad del Papa. Aquí es donde debe verificarse si una persona posee la universalidad cristiana objetiva. El paso de la beatificación a la canonización no es un mero trámite. Ante ella, el pueblo de Dios deberá manifestar su aceptación o rechazo de una figura como exponente universal de la vida cristiana.

El fundador del Opus Dei (Obra de Dios) muere en 1975. En 1981 se comienza el proceso. Él lleva a la declaración formal de beatificación, que tendrá lugar hoy. Proceso rapidísimo, polémico, suscitador de entusiasmos por un lado y de rechazos y temores por otro. Y esto no ocurre sólo en la sociedad, sino, incluso, dentro de la misma Iglesia. Preocupación y sorpresa, que consideran ambiguas la persona, la función que actualmente cumple la obra en la Iglesia y la figura de santidad que, con ello se quiere ofrecer al mundo.

Escrivá crece en una historia española determinada por una relación entre fe y sociedad, Iglesia y Estado, propias del siglo XIX. Esa espiritualidad colectiva conformó la suya propia. En este sentido tiene los límites y gloria que tienen ese tiempo y sociedad. Porque ningún hombre es un aerolito caído del cielo; ni un santo es un ser de absoluta perfección que no tenga límites naturales o imperfecciones morales. Las tienen como todos, ya que la gracia cura y perfecciona a la naturaleza, pero ni la anula ni la redime del todo.

Su persona ha suscitado la adhesión de millares de hombres y mujeres, que han descubierto en él la presencia de Dios y, por medio de él, han oído la llamada a seguir el evangelio, a trabajar para que los ideales del reino se realicen en este mundo. De la fe y la generosidad de esos hombres han nacido a su vez otras muchas obras. Unas admirables, otras menos.

¿Por qué suscita rechazos la beatificación de monseñor Escrivá? Porque no todo hombre bueno debe ser propuesto como modelo de santidad para una época, en la que podría ser incluso rémora para los mejores ideales urgentes en ella. No todos los santos son imitables en la precisa forma de su santidad. ¿Es la figura de monseñor Escrivá el modelo que mejor puede alimentar los ideales, que tienen primacía en la Iglesia y en la sociedad de hoy? Muchos creen que no. Porque es el exponente máximo de una fase del catolicismo español, gracias a Dios, superado por impulso del Concilio, porque él siguió pensando la afirmación del evangelio mediante el poder y la extensión de la Iglesia por los caminos del Estado.

En esto, él no fue mejor ni peor que el resto de la Iglesia española. Fue su exponente radical y rezagado. Entretanto, la jerarquía corrigió ese curso anterior, rehaciendo su forma de presencia pública y llevando a cabo todas las separaciones necesarias. Hizo confesión de sus culpas; organizó la campaña de reconciliación, ofreció su palabra, su vida y sus hombres a la colaboración con quienes habían estado en otras laderas de España. Ha roto sus tradicionales conexiones con la derecha y la riqueza, para dejarse guiar, más allá de categorías políticas, por las primacías que estableció el mismo Jesús: verdad y pobreza, esperanza y misericordia.

En este contexto, no es fácil reconocer como ejemplar a alguien que promovió primordialmente la presencia eclesial en los ámbitos de poder y de la riqueza, para quien las relaciones libertad-autoridad no parecen haber sido claras y transparentes. Al menos no lo fueron para quienes las contemplaban desde fuera y para muchos que abandonaron la Obra. No siempre aparecía claro que los fines no justifican los medios. Y, sobre todo, aún no se ha dado una explicación convincente de algo que contradice la anterior praxis eclesial: su reclamación del título de marqués.

Cuando un miembro de la nobleza, duque, conde, marqués, se hacía sacerdote o religioso, dejaba su título. En el caso de Escrivá ocurre lo contrario: sin tenerlo por origen, lo reclama. Sin duda habría razones reales que lo tipificasen, pero a los de fuera nos son desconocidas. Y causa extrañeza que una vocación de humildad se engalane ahora con títulos de marquesado.

Esto acontece en momentos en que la Iglesia decide acercarse a los continentes pobres, a las clases situadas en la marginación, a las tareas que las instituciones de este mundo no asumen. Yo, que he pasado mi vida en la universidad, jamás diré que haya que dejar lo uno para hacer lo otro, porque la inteligencia, el corazón y las manos son todos órganos dados por Dios y su cultivo es tan necesario a la fe como a la vida. Pero reconozco que hay que establecer primacías y equilibrios. Y cuando éstos no se dan, algo cruje en la Iglesia, algo sufre en el mundo y, al final, algo se degrada.

La santidad no se da en abstracto sino en concreto. “La santidad tiene que ser testificada ante el mundo y tiene su historia. Los santos canonizados son modelos fecundos de la santidad propuesta para una época determinada. Por medio de su estilo cada vez nuevo de ser cristianos, por medio de su ejemplaridad concreta, han mostrado a otros el camino para una aceptación creadora del cristianismo con una nueva comprensión de éste. (K. Rahner, Diccionario teológico, Barcelona, 1966. Pág. 682).

Toda persona lúcida, que quiere entender por qué se ha llegado a esta beatificación, tiene que dar razón de la influencia histórica de esta personalidad y de la institución que puso en marcha. Su importancia es innegable en la historia de España y en la de la Iglesia reciente. Para entenderla hay que recordar cómo comprendía la Iglesia por los años treinta la vocación cristiana, la santidad, el matrimonio, la acción apostólica y la vida religiosa. Si no en teoría, sí en la práctica, la vocación a la santidad cristiana era identificada con la marcha al seminario para ser sacerdote o el ingreso en un monasterio, si se trataba de mujeres.

Escrivá tuvo el coraje, fornido más que discernido como buen aragonés, de reclamar también lo que movimientos como la Acción Católica y Grupos de Perfección afirmaban: que todo cristiano tiene vocación de santo; que la santidad se realiza en el lugar propio en que Dios le ha enclavado.; que la santidad implica la obra bien hecha y que esa obra bien hecha no son sólo los grandes monumentos públicos sino los pequeños quehaceres de cada día; que la profesión, el matrimonio y la cotidianidad son el lugar de encuentro con Dios; que, en principio, no hay alternativa entre fidelidad a Dios y fidelidad al mundo; que el creyente está llamado por Cristo no a ser sujeto pasivo de una historia que hacen otros, sino protagonista de ella.

Esto tuvo un profundo efecto liberador para muchas vidas jóvenes que querían vivir el evangelio en plenitud y radicalidad, pero no tenían una clara vocación al sacerdocio o vida monástica; que consideraban una bella tarea sanar y transformar este mundo; que estaban entusiasmados con sus profesiones y que no querían sucumbir a una escisión entre experiencia humana y experiencia cristiana. Él puso delante de ellos los más bellos ideales vividos en la Iglesia. La contemplación y la misión tienen un contenido y un contexto. El contenido es el mismo siempre, el contexto puede ser siempre nuevo. La contemplación ya no tiene sólo lugar en los monasterios, sino en todo espacio abierto a la presencia de Dios.

Este programa de santificación y de misión cristianas es en principio perfecto. Supuso un redescubrimiento o actualización de lo que es la llamada universal a la santidad, que es una afirmación evidente desde el Nuevo Testamento. Todos somos hijos de Dios. En Cristo no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer. Lo decisivo es ser hombres nuevos. El problema surge cuando uno se pregunta si los medios y métodos del Opus han correspondido siempre a estos fines.

El Opus Dei, nace como proyecto, en el peor momento histórico, y con el más pobre bagaje teológico. Un inmenso esfuerzo de buena voluntad y coraje, que no lleva unido el necesario discernimiento teológico e histórico que le permitiera estar a la altura de la conciencia histórica, como explicaba Ortega y como ha reclamado el Vaticano II al hablar de los “signos de los tiempos”.

Digo el peor momento histórico: la posguerra española, el integrismo redivivo, la identificación entre sociedad e Iglesia, la exhumación de los ideales imperiales de otros siglos y el rechazo de la conciencia moderna; la convivencia entre poder político y jerarquía católica; la presencia de los obispos en los órganos del Estado. Todo ello estableció una relación entre Iglesia y mundo que ponía en peligro tanto la verdad y libertad de la Iglesia, como la verdad y autonomía del mundo.

En este preciso momento despliega el Opus su actividad en España, llevado por el ideal teológico entonces vigente: a la religión por el poder, en un momento en que no hay libertades. El hecho de que sus miembros como individuos o como grupo protagonizasen parte de esa política los hace responsables de sus logros y fracasos y explica que hoy se descargue sobre esa institución la responsabilidad de muchas llagas abiertas entonces. Y el prójimo es inclinado a olvidar lo bien hecho, mientras recuerda siempre lo negativo.

Tuvieron la mala suerte de surgir con un pobre bagaje teológico. No fueron ellos responsables de nacer así, pero sí de perdurar así, porque en otras iglesias de Europa había ya entonces otra teología y otra espiritualidad. No se abrieron a ellas, más aún, cultivaron una conciencia de ghetto, como ha ocurrido repetidas veces en España ante los movimientos espirituales, sociales y políticos nacidos en Europa. No eran en esto los miembros del Opus distintos de lo que acontecía en otros pagos españoles. Pero ellos por el poder otorgado o conquistado, por las minorías jóvenes que se les adhirieron, por la confianza otorgada desde la más alta magistratura, se convirtieron en la avanzadilla de un nacionalcatolicismo, al que el Vaticano II quebraría sus lanzas y picas.

A la luz de un integrismo intelectual, que muchas veces iba unido a una admirable generosidad moral, lograron presencia, prestigio y poder en los sectores de la Iglesia y en los círculos de Roma que habían acogido con recelo el Vaticano II, reduciendo sus consecuencias al mínimo. Por otro lado, hay que recordar que en España no hemos tenido a Lefevre y que a otros albañales habrán tenido que ir ciertas aguas de idéntica procedencia.

El Opus ha nacido con la gloria y las limitaciones de toda minoría consciente de una peculiar misión histórica. La necesidad de afirmarse y defenderse, encontrando su sitio propio en el viejo mundo. Ello llevó consigo el rechazo que toda minoría innovadora provoca. Esto era natural. Los problemas más graves vienen cuando se trata de insertarse en la Iglesia común. El Opus ha sido percibido siempre como una iglesia dentro de la Iglesia, presentado como el único lugar de perfección posible para los cristianos consecuentes. La colaboración con los demás nunca ha sido su fuerte.

Si uno de los más bellos logros posconciliares ha sido, lo que yo llamaría la recatolización o eclesialización de las órdenes religiosas, en el Opus se daba el fenómeno contrario. La Iglesia después del Concilio ha establecido la unidad de misión y la diversidad de ministerios. Por eso ha sido admirable trabajar en instituciones donde estaban presentes seglares y dominicos, hijas de la Caridad y claretianos, paúles y mercedarias, es decir, todos, sin que nadie se viese frenado en su peculiar forma de consagración a Dios sino por el contrario alegres todos de llevar adelante conjuntamente una obra de Iglesia. Raras veces encontrábamos allí a alguien del Opus. Y si estaba, no se sabía quién hablaba, si él o la Obra entera por su boca. Nunca teníamos la impresión de un real diálogo personal. Las diócesis han quedado divididas muchas veces en dos tipos de clero: por un lado, el normal y, por otro, los de la Obra que, con obediencia formal al obispo, de hecho viven segregados en su vida personal y en su acción apostólica.

Su relación con Roma ha sido variada, conforme han sido los sucesivos Pontífices. La autoridad del Papa no depende de la nacionalidad o de la sensibilidad teológica que posea, sino de su condición de sucesor de San Pedro en la autoridad que le otorgó Jesús. Por eso se entiende mal cómo el Opus a lo largo de los últimos decenios haya variado tanto en su relación con el Papa. Es plenamente inteligible y legítimo que uno se sienta más cercano a una figura pontificia que a otra, pero de ahí al rechazo silencioso o al enaltecimiento seductor va un abismo.

La mayoría de las críticas nacían de la caridad fraterna, de la voluntad de ayudar a un movimiento naciente a cristalizar en cristiano y no en sectario, integrista o fundamentalista. Era necesario ofrecer aguas vivas de evangelio a tanta generosidad, encauzar tanto dinamismo. Por esa fraterna valoración y emulación, muchos de nosotros hemos criticado con amor la trayectoria intelectual y pastoral de la Obra.

Hans Urs von Baltasar mostró ya hace treinta años que el integrismo estaba en la misma raíz del Opus. Se ha dicho que “Camino” en realidad, más que un libro de teología, es un manual de adolescentes. Nada más necesario que una buena guía para esa edad peligrosa. Pero no se intente suplir con generosidad y buena voluntad lo que en otras fases de la vida exige esfuerzo de razón teológica e histórica, de ensanchamiento cultural y personal. En nuestros días, el cardenal König, su gran protector en Austria, los ha invitado a acoger con más receptividad las críticas que se les hacen. Es un deber para con toda la Iglesia acogerlas; despejar malentendidos; no encerrarse en su cascarón desechando toda objeción como si viniera de ateos o de enemigos de la Iglesia; revisar sus orígenes teológicos anclados más en ideas del siglo XIX y comienzos del siglo XX, que en una real modernidad cultural y eclesial (entrevista en Kathpress, 12 de febrero de 1992).

Por otro lado, cuando ya jubilados tengan más tiempo, los cardenales Ratzinger y Castillo Lara, nos podrán contar el servicio que hicieron a la Iglesia, buscando un lugar exacto a la Prelatura dentro del Código de Derecho Canónico y mostrando cómo la pretensión del Opus de situar la prelatura dentro de las estructuras constitucionales de la Iglesia era o una ingenua herejía o una inmensa pretensión de poder. Y otras autoridades de la Iglesia nos tendrán que explicar algún día por qué la pregunta del Papa a la Conferencia Episcopal Española requiriendo su opinión sobre la conveniencia de erigir al Opus en prelatura personal, no le llegó a aquélla en la forma querida por el Papa como consulta abierta antes de tomar la decisión, sino como comunicación sobre algo ya decidido. Y se nos deberá explicar las excepciones hechas a favor de la Obra.

Este conjunto de cosas hacen que haya surgido un malestar eclesial, que empaña el gozo normal, que toda la Iglesia debería sentir ante la beatificación de uno de sus hijos. Yo quiero alegrarme con los miembros del Opus por este reconocimiento a su fundador. Conozco su buena intención y fines y me he opuesto a algunos de sus métodos y medios, conozco muchas personas que por medio de él se han encontrado con Dios e intentan vivir su vida en cristiano, si bien es verdad que ciertas actitudes, acciones y relaciones me gustaría fueran bien distintas.

Yo había esperado que por sensibilidad histórica y sentido de Iglesia hubieran retrasado esta beatificación cincuenta años, como preveía el viejo Derecho Canónico, que preveía también la atención a factores como el rechazo popular, aún cuando fuera injusto. Para entonces se hubieran cerrado muchas heridas y hubieran dejado de sangrar tantas llagas. Que no hayan visto, o que no hayan querido ver y no hayan evitado las graves repercusiones negativas de este hecho para la vida espiritual de España me apena profundamente.

Pero en la Iglesia un santo no lo es todo, ni está nadie obligado a venerarlo (K. Rahner). Hay pluralidad de caminos y moradas. Es necesaria la comunión y aceptación mutua, sin excomuniones recíprocas, con la mejor caridad vivida. Si aquella caridad no existiera, no habría comunidad ni de fe ni de esperanza. No seríamos ni unos ni otros Iglesia.

Hay dificultades contra el Opus, que nacen de la conciencia cristiana y de serias situaciones; otras en cambio son dirigidas contra el cristianismo como doctrina, la Iglesia como institución y la vida cristiana como actitud religiosa. Para algunos, el Opus es un pretexto de disparo, cuando el verdadero blanco es la Iglesia. Quien quiera acusar a la Iglesia hágalo en directo y con razones, o muestre en qué medida en el Opus hay cosas que no son conciliables con el evangelio o con la esperanza humana. Otra cosa es una falta de honestidad intelectual y de convivencia cívica. Porque si el Opus evidentemente no es la Iglesia pertenece a ella.

Yo corregiré a mis hermanos y pido ser corregido por ellos, pero nunca usaré el látigo contra la madre común, la Iglesia, de la que recibo la verdad y vida divinas, la que tiene sus raíces en Dios y mantiene vivo el núcleo incorruptible de la verdad, pese a las ramas secas y a los frutos desabridos.

Esta beatificación no debe ser un plebiscito eclesial para un movimiento ni una legitimación incondicional de una historia anterior. Por otro lado, tampoco debe ser lo que algunos intentan, ocasión pública para un linchamiento moral del Opus. Y de ambas actitudes existen especimenes entre nosotros. Tan lejos estoy de una como de otra.