Biografía
Elegí nacer en la ciudad de La Plata, Argentina
un 18 de octubre de 1944. A consecuencia del
asesinato de mi única hermana, Ana, a manos
de la execrable Triple A -escuadrones de la
muerte creados y gestionados por la entonces
presidenta Isabel Perón-, y ante las amenazas
a mi propia vida, En 1976 me vi forzada a exi-
liarme en Madrid y posteriormente en Las Pal-
mas de Gran Canaria. En la actualidad alterno
mi residencia entre España y Argentina.
Soy licenciada en Magisterio y Psicología Clíni-
ca y he estudiado periodismo, Antropología
Cultural, idiomas, música y canto coral, foto-
grafía y Bellas Artes.
Mi trayectoria laboral es intensa y multifacéti-
ca. Además de un buen número de trabajos
esporádicos y heterogéneos, en el campo de la
docencia he ejercido como maestra de ense-
ñanza primaria; profesora de Psicología e His-
toria de la Educación en Secundaria y Catedrá-
tica de Psicología Evolutiva II en la Universidad
de La Plata.
Durante un largo período ejercí como Psicóloga
de publicidad para diversas empresas públicas
y privadas, simultaneando esta actividad con la
de articulista de opinión y crítica (
Revista Mu-
jeres, Revista Internacional de Arte Lápiz, Épo-
ca, El Faro de Vigo, Medios de Comunicación
Social, Amigos del Teatro del Teatro Juan Bravo
de Segovia
), etc.
He colaborado como guionista en TV Es-
pañola y diversos canales autonómicos,
creando sketches y guiones para teatro y tele-
visión, siempre con la mujer como protagonis-
ta. Actualmente colaboro para diferentes me-
dios y portales internacionales de Internet.
Mi novela
La insensata geometría del amor
(Plaza & Janés, España, 2001) está traducida a
varios idiomas y según la macroencuesta reali-
zada por una empresa estadounidense entre
miles de lectorxs hispanohablantes, ha sido
considerada como la mejor novela contempo-
ránea de temática lésbica en lengua castellana.
En caso de duda consulte
a su forense
M. soporta desde hace días una tos boba a la
que resta importancia. Sólo cuando comienza a
incordiarle por las noches y le despiertan los
accesos decide tomar medidas. En la farmacia
le recomiendan un jarabe y como le suena has-
ta mimoso lo compra de inmediato. Tosilín es
simpático, benévolo y le permitirá dormir como
una criaturita, piensa.
Pero ha pasado una semana, la tos se eter-
niza, Tosilín no le mima como su nombre indi-
ca, suelta flemas amarillentas y le duelen las
corvas por el esfuerzo. Es entonces cuando pi-
de hora en el Centro de Salud, y por un milagro
de Hipócrates se le otorga a tres días vista.
Por ciencia infusa, sin rozarle un centímetro
cuadrado de su piel y mientras la bata blanca
escribe ya la receta, se le interroga sobre si
padece alergia porque es necesario administrar
un antibiótico, esa tos tiene mala pinta, bron-
quitis, tal vez, hay que atajarla a tiempo.
La pregunta siempre deja a M. fuera de jue-
go ¿Alergia a qué? ¿A Picasso, a los paraguas
mojados, a los albatros, a las llaves antiguas?
No sabe que responder, y tanto menos si, en
un arranque de locuacidad, se le especifica con
condescendencia: "a la hidroxipropilcelulosa".
¡Adiós! ¿Y eso que es? ¿Clavel, piedra, gusa-
no o una sofisticada mixtura tecnológica de
todos los reinos naturales? ¿Su cuerpo tolera o
rechaza la hidroxipropi…nosécuantitos? Debe
decidirse, rápido, ahí fuera hay una decena de
pacientes anhelantes por gozar de sus tres mi-
nutos de gloria en la consulta y, otorga sin
mayor convicción, nada de alergias y que viva
la Pepa, si es que aún vive.
Vuelta a la farmacia y el precio del Xemasit,
su antibiótico salvador, le provoca una apara-
tosa crisis de carraspeos varios. Veintidós eu-
ros con el descuento de la Seguridad Social
¿Pero qué contiene esa cosa? ¿Jugo de rubíes?
Se resigna, paga y se da a tomarlo obediente-
mente cada ocho horas.
Al segundo o tercer día la tos va menguan-
do. Pero siente el cuerpo molido desde la co-
ronilla hasta las uñas de los pies, se despierta
peor que si hubiera dormido en un trapecio y
en el trabajo deambula como una bola de billar
cayendo en todas las troneras. Arrastrándose
cual tortuga beoda M. percibe que aquella an-
tigua lesión en su brazo derecho le duele como
hace años no le dolía, le falla la respiración y
boquea como una sardina fuera del agua.
Ni siquiera su cotidiana y apresurada ración
de sol en el parque camino de la oficina le ele-
va el tono vital, y para completar su vía crucis
sufre picores a babor y a estribor, el corazón le
late a ciento cuarenta por minuto y con fre-
cuencia echa carreras desmayadas hasta el
cuarto de baño porque le han venido unas di-
arreas de esas que no admiten dilación alguna.
En un mar de dudas pide nueva hora, esta
vez en su seguro privado por aquello de la ur-
gencia. Tras relatar su particular odisea la nue-
va bata blanca se apresura a acusar a M. de ser
excesivamente susceptible y estar demasiado
pendiente de su cuerpo, pero acto seguido, sin
inmutarse por la flagrante contradicción, le ex-
tiende un nutrido fajo de volantes. Traumato-
logía (esa tendinitis...), Cardiología (¿Taquicar-
dias y caídas repentinas de tensión? Malo, ma-
lo...); Dermatología (desvelemos el origen de
los picores), Neumología (asfixia y esa tos per-
tinaz, probable neumonía), y Gastroenterología
(las diarreas persistentes suelen ser síntoma de
algo mucho más peliagudo).
Sus dudas han tenido cría y a estas alturas
ya son una multitud que le carcomen la mente.
Por no hablar del miedo que le ha entrado en
el cuerpo ¿Se deja ir y que la muerte haga su
implacable trabajo o visita sin rechistar tanto
especialista? ¡Menudo dilema!
Es el momento exacto en que entra en ac-
ción la Asamblea Permanente de Familiares y
Afines que se une coralmente a su ya vapulea-
da conciencia opinando y sentenciando: debes
hacerte esas pruebas, algo te ocurre, es evi-
dente. Yo que tú pasaba de todo, te autosu-
gestionas, dos copazos de tinto y fuera. La
medicina avanza a pasos agigantados, no te
cierres a ella ¿Médicos? son unos mandados de
las multinacionales del laboratorio, les sobor-
nan y hasta les regalan viajes a Cancún.
Puesto que los consejos no ayudan ni ali-
vian, especialmente porque hay tantos parece-
res como opinantes, M. toma la crucial deci-
sión de investigar a fondo el origen de cada
uno de sus males.
La tarea le lleva tiempo, esfuerzo y más de
un susto morrocotudo. Le pinchan, sacuden,
pellizcan, soplan, aprietan, retuercen y humi-
llan. Radiografías, análisis de sangre, orina,
heces, mucosas y esputos. Placa y tomografía
computerizada de tórax pero, como no se evi-
dencia nada anormal en pulmón (verificación
altamente sospechosa), añaden una odiosa ex-
ploración introduciendo una minúscula cámara
por su tráquea que le hace vomitar hasta un pa-
necillo que comió Judas en la Última Cena y que
M. heredó por mor del inconsciente colectivo.
También un electrocardiograma: no se apre-
cian alteraciones, hay que ir más a fondo, ha-
remos un ecocardiograma, y si su corazón in-
siste en ocultar su verdad, le conectamos un
contador que registra sus avatares cardíacos
las veinticuatro horas del día. Puesto que el
análisis de heces resulta insólitamente normal
y corriente y no explica las diarreas, organizan
una malhadada expedición por el sur de su
persona, previa a la cual M. deberá firmar una
declaración jurada aceptando que se somete
voluntariamente al tormento, porque, entre
otros efectillos colaterales podría acaecerle una
parada cardiaca en mitad de la prueba.
Mientras va y viene de clínicas, hospitales y
laboratorios se siente cada vez peor y en el to-
tal convencimiento de que le ha llegado su ho-
ra. Las opiniones expertas son tan contradicto-
rias como las suyas propias y las ajenas, su ca-
beza está a un punto de la explosión y apuesta
doble contra sencillo que la próxima prueba
será su autopsia.
Son las once de la mañana, hora de tomar el
Xemasit. Se desploma en una terraza tras an-
dar cuatro pasos portando con esfuerzo su in-
minente cadáver y pide con voz agónica un ca-
fé descafeinado con leche desnatada. Y sacari-
na. Siente deseos de llorar, su fin está próximo.
No, no lo siente, lagrimea sin pudor sobre la ta-
za.
Por hacer algo distinto que redactar men-
talmente su partida de defunción se lee de ca-
bo a rabo el quilométrico prospecto del anti-
biótico. Es cuando M. descubre, para su pas-
mo, que "esta medicación es normalmente bien
tolerada, aunque en casos excepcionales no
debe administrarse a pacientes con anteceden-
tes de perturbaciones óseas o musculares, hay
alto riesgo de roturas fibrosas". Puede, asimis-
mo, provocar taquicardias, reducción anormal
de la tensión arterial, debilidad generalizada,
alteraciones del sueño, pruritos, náuseas, flo-
jedad de vientre y un diabólico etcétera que
pone los pelos de punta ¡Y absolutamente pro-
hibido exponerse a los rayos solares, es la an-
tesala del suicidio!
Súbitamente se hace la luz en su mente ob-
nubilada: ahora se explica las siete plagas de
Egipto que le han caído encima. Cada uno de
sus síntomas está ahí, perfectamente explicado
y fundamentado en el extenso apartado de
"Contraindicaciones".
Con una indescriptible sensación de alivio,
riendo tontamente, arroja la malhadada cápsu-
la a las palomas, que la engullen de un picota-
zo agradecido. Se percata de que su alma ha
regresado, pasa de considerarse cuasi fiambre
a sentirse exultante y, por qué no, le invade un
legítimo orgullo de ser un "caso excepcional"
en alguna esfera de la vida. Mentalmente man-
da a hacer puñetas a quien corresponda, orde-
na una de calamares fritos con su cervecita he-
lada y se promete solemnemente que ante el
próximo amago de tos se amparará en la eficaz
sabiduría popular: tisanas de orégano y tomi-
llo, paños calientes, Vicks VapoRup entre pe-
cho y espalda y a vivir, que son dos días.
© Susana Guzner, 2006
Publicado originalmente en línea dentro del
estupendo proyecto "Comenta-Cuentos" de
Una y divisa
No es que Maca sea grosera. Mejor dicho: en el
sentido estricto del adjetivo sí lo es, y tanto.
Pero con mayor propiedad parecería sufrir al-
guna atrofia en el área de la sinceridad. “Hiper-
sinceritis”, supongo que denomina la ciencia a
este peculiar trastorno ¿Los síntomas? El más
descollante es que larga a bocajarro cuanto
piensa y siente sin una previa visita de cortesía
a la zona cerebral encargada de gestionar có-
mo y cuándo manifestar aquello que una pien-
sa y siente. Simplificando: es el prototipo de lo
políticamente incorrecto, antes denominado
“mala educación que te cagas”. Posee, sin du-
da, una inteligencia brillante, pero se niega a
aceptar que muchas de sus opiniones, por más
honestas que las considere, son carne del re-
pudio público. Porque… ¿A quién se le ocurre
espetarle a una oronda madre que su bebé es
feo de carajo? Sí, en efecto, es evidente que el
ex feto se resiste a abandonar su condición de
tal, pero lxs demás miramos a esa pasa de Co-
rinto abotagada y peluda y exclamamos “¡Pero
que simpático es!” u otra lindeza al uso. Maca
no. Va y lo llama feo de carajo. Muy fuerte
¿Verdad?
—Tú estás de acuerdo conmigo –me repro-
cha a menudo– pero eres cobarde y vas de niña
buena. Yo me niego a la hipocresía. Las cosas
por su nombre y aquí paz y en el cielo gloria.
Vale. Puede que yo esté demasiado domes-
ticada y es cierto que coincido en muchos de
sus puntos de vista, pero Maca, por favor ¡No
vayas soltando por ahí que las personas de ra-
za negra huelen a meados, es un comentario
horrible! “Para nada –me refuta– es una des-
cripción desapasionada. Los negros dicen que
nosotrxs apestamos a cadáver. Dado que estoy
habituada a nuestro olor no lo distingo, pero
es muy probable que seamos un velatorio am-
bulante ¿Por qué no puedo hablar de mis sen-
saciones olfativas? Los gitanos emanan olor a
cabra y los orientales a flores podridas… ¿Malo
o bueno? Ni lo uno ni lo otro, es como es, pura
objetividad”.
Lógicamente se le rehúye como al diablo.
Pero no por mucho tiempo, justo es reconocer-
lo, porque Maca posee la peculiar virtud de
emitir sus digamos… extemporáneos parece-
res sin estridencias, la voz de seda, ni un ves-
tigio de agresividad y además se acompaña de
una sonrisa angelical. Por otra parte, cuando la
“hipersinceritis” no aflora, es una mujer como
para enamorarse al instante. Se podría pensar
que la estoy disculpando y es muy probable
que así sea, pero reconozco que en muchas
ocasiones asevera lo que yo y seguramente
muchas personas estamos pensando pero en-
mudecemos como sardinas.
Su hermano es alumno de un curso de gas-
tronomía. Ha cocinado una sofisticada tarta y
la presenta orgulloso a sus comensales, entre
las cuales me cuento. Reparte las porciones,
hincamos la cuchara y… el comistrajo es fran-
camente asqueroso. Sí, por supuesto, Maca ya
está diciendo: “nene, no solamente está cruda
sino que sabe a trapo viejo”. Silencio sepulcral,
Tono –su hermano– rojo de ira y el resto tele-
grafiándole callados reproches por su cruel
comentario. Nos devuelve los telegramas sin
leerlos con la mejor de sus candorosas sonri-
sas. Y es que lleva razón: el malhadado dulce
sabe exactamente a trapo viejo, mejor defi-
nición imposible, y por supuesto le falta una
buena media hora de horno. Pero vivimos en
sociedad, caramba, nos regimos por normas
explícitas y tácitas, códigos, ese algo llamado
urbanismo, modérate, niña, o trágate la len-
gua, puesto que no sabes o no puedes sofre-
nar tu enfermiza manía de ser sincera caiga
quien caiga.
—Reny –me pregunta con vocecilla de perita
en dulce– ¿No crees que a Tono le ayuda más
la veracidad que los falsos elogios a esta por-
quería? Así no aprenderá nunca…
Me hace dudar, la tía ¿Hasta que punto so-
mos hipócritas y mentimos o camuflamos lo
que realmente desearíamos manifestar a gri-
tos?
Y más. Hace poco a la hija adolescente de
una amiga la atropelló un coche y murió en el
acto. La conmoción fue tremenda para quienes
la conocíamos. Estábamos telefoneando en ca-
dena la mala nueva cuando alguien rogó: “que
no se entere la abuela, la mataría, se lo dire-
mos de a poco, primero una enfermedad, lue-
go una operación extrema y finalmente la
muerte”.
Todxs de acuerdo excepto, cómo no, Maca
“¿De verdad creéis que le va a afectar? Los vie-
jos son insensibles, han visto morir a tanta
gente que una más o menos…”. ¡Monstruoso,
indignante, es impía! Y sin embargo, bien mi-
rado… Las personas ancianas se han acoraza-
do ante las muertes ajenas, ocupadas como
están en cronometrar la propia. Y eso es ley de
vida, no signo de insensibilidad.
Luego están los hombres, el tema social
más delicado de su repertorio. A Maca le pro-
vocan dentera. No les dirige la palabra salvo lo
imprescindible; si se le sientan al lado cambia
de lugar, no ríe sus chistes ni polemiza con
ellos, en resumen, su burbuja personal está
blindada para los varones. Huelga decir que su
actitud genera un revuelo descomunal. Radical,
andrófoba, racista. “Como si fueran una raza
aparte de la humana - replica. Además ¿Por
qué está permitido que no te guste la paella,
por ejemplo, pero odiar a los hombres provoca
catástrofes? ¿Son más importantes que una
paella, acaso? No lo comprendo”.
- Mujer, son seres humanos, no granos de
arroz…- intento explicarle, aunque, para qué
engañarme, yo tampoco pierdo el sueño por
ellos y los frecuento lo menos posible.
-Ya, Rena, pero es que no han de intere-
sarme por decreto. Me aburren, no significan
nada para mí y hasta el más pintado lleva un
machista cavernícola en los genes ¿Por qué de-
bería hacer el paripé y fingir que me fascinan?
-Porque está mal visto, chica. Si lo piensas,
cállate, pero esas cosas no se dicen…
Refunfuña, me reprocha que asfixie su es-
pontaneidad obligándola a disimular sus sen-
timientos, me acusa de cercenar su libertad de
expresión. Duele oírla, porque amo la libertad
de expresión tanto como ella, pero hay límites,
digo yo.
Y me apena porque después de todo soy su
ser más cercano, la conozco del derecho y del
revés, me gusta tal y como está hecha, intoca-
da, como una chiquilla que no entiende de re-
glas sociales y lo paso fatal cuando la atacan
furiosa-mente por sus destemplanzas.
Es más: la amo entrañablemente, ella sin
compromiso, yo también, y si no fuera porque
somos intrínsecamente inseparables seríamos
pareja, seguro. Con nadie más podría tener
una compenetración tan intensa y pasional
aunque ella se exprese de mala manera según
los cánones y yo sea políticamente correcta y
muy apreciada en nuestro círculo social.
Pero sería un amor del todo imposible. Es
tan inherente a mí como la llave a la cerradura
o el ojo a su cuenca, y amarse a sí misma es
sano sólo hasta un determinado límite, cruza-
do el cual me adentraría en la egolatría. Maca,
Rena... Por cierto: Me llamo Macarena, como la
virgen reina de Sevilla. Somos las dos caras de
una misma luna, la bella y la bestia, el yo y su
otra, una, divisa e indivisible. Yo misma y mi
circunstancia, sin ir más lejos.
© Susana Guzner, 2007
Publicado originalmente
en la revista literaria
num. 6 (enero 2007)
La náufraga
12 de marzo
Esta mañana mi rutina marinera se ve alte-
rada por un suceso substancial: rescato, aca-
tando las leyes del mar, a una náufraga semi-
inconsciente en su precaria balsa de troncos.
A la luz del alba efectúo la maniobra de
aproximación, desciendo por la escalerilla de
cuerdas, amarro bien amarrada a la desdichada
con una sirga y vuelta arriba la izo cual un far-
do de mercancía depositándola en cubierta. La
arropo con mantas multicolores de lana basta.
Aún no ha despertado de su letargo y sólo sé
que es mujer, que no lleva ropas ni identifica-
ción alguna y que le supongo unos treinta
años. Está desfallecida y cada tanto exprimo
sobre sus labios un algodón humedecido en
agua azucarada pero no la traga. De algo ser-
virá, no obstante. Está completamente des-
hidratada.
Sujeto su balsa a popa y la llevo de remol-
que. Es de su propiedad y no quiero abando-
narla en medio de la nada azul.
22 de marzo
En estos diez días que han transcurrido
desde que Erika – o Irene, o Tammy, cuando se
refiere a sí misma cambia frecuentemente de
nombre…- es mi huésped a todos los efectos.
Al principio le cedí mi estrecha litera hasta su
total recuperación y dormí al raso acunada por
la bonanza del clima. Pero desde hace unos dí-
as, acunada por la bonanza de los deseos,
compartimos mi escueto lecho. Tiene un cuer-
po sólido, como de raíz de olmo, los huecos de
sus clavículas deliciosamente diseñados para
depositar besos y mordisquillos. No estoy
enamorada, se lo digo y reitero, pero ella sí.
Pregona su pasión a toda hora y lloriquea con
frecuencia por la desdichada falta de corres-
pondencia. En rigor, sus enormes ojos negros
siempre están húmedos, como si fuera a llorar
o acabara de hacerlo.
Por eso la he bautizado “Charquito”.
Habla poco, midiendo sus ademanes, eco-
nomizando energía, brazos y manos de movi-
mientos cortos y precisos cual si retocara en el
aire una escultura inacabable. No la interrogo
sobre su vida, lo que se de ella es lo que ha
querido contarme. Se lanzó a la mar huyendo
de su amante, una mujer violenta, de las que
zanjan una discusión con el grito en alto y la
mano abofeteando. Pobre “Charquito”, imagino
la situación, ella tan frágil esquivando las iras
de una desquiciada.
A escondidas construyó su rústica embar-
cación y a escondidas también huyó en la oca-
sión propicia. Cuando me cuenta esto la abra-
zo con ternura y solloza sobre mi hombro,
mansa y suspirante. Después de todo, ambas
somos náufragas navegando el mar de los
amores rotos.
2 de abril
Desarrollo la actividad cotidiana con mi
buena predisposición de costumbre. Mantengo
mi barco a punto, friego palos y cubierta, pre-
paro la comida, remiendo algún descosido,
canto canciones que aún recuerdo de otros
puertos y otras mujeres acompañándome de
mi vieja guitarra, gozo el mar y gozo con
Tammy. O Charquito.
Ella no hace nada. Pasa la mayor parte del
día encerrada en el camarote, supongo que
meditando, o reponiéndose, o recitando poe-
mas mudos. Come, sin embargo, con gran
apetito, y he tenido que aprender su dieta a
marchas forzadas, es en extremo cuidadosa
con los alimentos que ingiere. Mi barco no es
precisamente una tienda de
gourmets
y hago
milagros para complacer sus exigencias culi-
narias.
Por fortuna saborea con placer el pescado, y
puesto que estos días varios cardúmenes se
han acercado por estribor me apresuro a lan-
zar la red a toda hora y abastecerme de dora-
das, merluzas y hasta de peces espada de pe-
queño tamaño.
Poco a poco me apercibo que es mentirosa
¿Por qué lo digo? Porque las raras veces que se
abre a la confidencia cambia las versiones so-
bre un mismo tema ¿Embustera o fantasiosa?
Puede que esto último: a fuerza de inventar
otorga dogma de verdad a los productos de su
imaginería. Dudo incluso de la existencia de
esa presunta y violenta amante, Erika es poco
sumisa, pero no la desdigo. Puesto que no la
amo al punto de apoderarme de su pasado y
codiciar su futuro doy por buenas las exhibi-
ciones de saltimbanqui de su veleidosa memo-
ria. Sí me intriga sobremanera una suerte de
talismán del cual no se separa: una diminuta y
retorcida cucharilla de café que pende atada
con hilo sisal de su tobillo derecho.
¿Un recuerdo amado, una defensa ritual co-
ntra auras maléficas, algún sortilegio? Puede
que uno de estos días se lo pregunte.
Confieso que su excesiva pasividad co-
mienza a aburrirme. Charquito no es precisa-
mente una compañía festiva ni compañera.
Siento que estoy sola sin estarlo y añoro estar
sola estándolo. Pero es una náufraga y mi ética
marinera me impide desembarazarme de ella
hasta depositarla a buen seguro en algún
puerto providencial.
¿Qué haría, otra vez incomunicada y a dis-
posición de los caprichos de la mar, flotando
como un nenúfar perplejo sin rumbo y a la de-
riva? Yo también navego solitaria, es cierto,
pero estoy hecha de otra materia, me estimula
el júbilo de vivir bendiciendo cada día nuevo
sólo porque ha llegado y, lo más importante,
me guía una determinación inquebrantable:
hallar a mi amante soñada.
He observado además que es temerosa
hasta el paroxismo. Un ruido de maderos, la
oscuridad nocturna, los insectos bailoteando
alrededor de los fanales, el fuego del hornillo
más brioso que de costumbre, incluso un gesto
o una mirada mía si me acerco o la observo
con intensidad logran aterrarla.
No me mires así – ruega encogiéndose como
un caracol acorralado.
¿Qué les pasa a mis ojos? – pregunto asom-
brada.
- No lo sé, me dan miedo, eres tan… po-
tente. Podrías destruirme con tu poderío como
una bruja, no, como una maga. No me mires.
No la miro, pues. Nunca antes me habían
definido como maléfica, mis ojos poseedores
de una fulminante propiedad de aniquilamien-
to. Se lo digo así, tal cual lo siento, y como es
previsible llora hasta hartarse. Me inquieta so-
bremanera ese sentimiento suyo de que pueda
hacerle daño. Yo, que la he salvado de una
muerte segura, que la mimo y atiendo como a
una niña huérfana. No lo entiendo. Y cuando
teme, teme. Más de una vez me topo con la
puerta de la cabina atrancada por dentro.
Compongo mi voz más acariciante rogándole a
¿Irene? que me permita entrar y sólo abre
cuando le he asegurado que no sufrirá daño
alguno.
“Aquella mujer diabólica la ha marcado a
fuego – me compadezco – es tan endeble…”
Pero, con sinceridad, su recelo enfermizo
me ofende. No soy un engendro siniestro ni
una asesina en potencia sino una mujer nor-
mal, gentil, con mi carácter, es verdad, pero
todas tenemos carácter, es una cualidad in-
herente a los seres vivientes. Hasta las rocas
manifiestan su propia personalidad. Y sin pro-
ponérmelo advierto que comienzo a verme a
través de sus sentimientos: un ser monstruoso
presto a devorarla al menor descuido. Esta
percepción de mí misma me daña, para qué
negarlo.
Por lo tanto procuro mirarla lo imprescindi-
ble, no atemorizarla, y sobre todo, no aburrir-
me hasta el bostezo. Cuando está relajada na-
rra fragmentos de su biografía. Dice ser actriz
y ansía representar a Ionesco en el teatro más
grande del mundo. Me cuesta imaginarla en
escena, es demasiado… caracol, a duras penas
podría emocionar al público provocándole una
pléyade de sensaciones y sentimientos. De
hecho, a mí sólo me conmueven nuestros or-
gasmos, porque, he de reconocerlo, camina
por mi cuerpo como si fuera su casa y ha en-
contrado la llave.
11 de abril
Hoy he hecho un descubrimiento que me ha
dejado perpleja. Erika -o Tammy- estaba ten-
dida boca arriba bajo el palo mayor, desnuda y
absorbiendo ávidamente los rayos del sol
mientras yo ponía un poco de orden en el in-
terior de mi nave. Al abrir un cajón que le cedí
para sus pertenencias – mis pertenencias, más
exactamente, porque cuando la rescaté no tra-
ía un mal trapo con que cubrirse y le dejé parte
de mi ropa – encontré un trozo de queso ran-
cio, frutas variadas, una escudilla de miel y un
salchicha mordisqueada. Hurgando un poco
más en el fondo de la gaveta di con montonci-
tos de hilos prolijamente enrollados, palillos de
dientes, mi pequeño espejo de plata del cual ya
me había olvidado, una buena provisión de bo-
tones sin duda extraídos de mis abrigos y
otras menudencias.
El hallazgo me sorprende notablemente y la
imagen de una urraca acude a mi mente sin
premeditación. Los símiles animales se me dan
bien con ella: caracol, urraca… Dejo todo tal
cual. Quiero preguntarle el motivo que la mue-
ve a acaparar comida clandestina cuando toda
mi alacena está a su disposición. Es más. Toda
mi nave está a su disposición.
A mi requerimiento, cómo no, responde a
lágrima viva y me siento culpable. “Puede que
haya pasado muchas necesidades en su vida y
retiene por instinto, como… una urraca”. Suelo
buscarle motivaciones a los actos ajenos, es un
reflejo condicionado, aunque con frecuencia no
hallo respuestas. Se trate de objetos, emocio-
nes o movimientos la tendencia de Irene – o
Charquito - es el ahorro, el acopio, la evitación
metódica de cualquier despilfarro o derroche
¿Por y para qué economiza tanto? ¿Acaso no
sabe que su mortaja no llevará bolsillos?
Sus obsesivas reservas de energía comien-
zan a indignarme, al igual que mi creciente
hastío por su presencia inexistente, la extrava-
gancia de sus comportamientos y esa sibilina
estrategia de hacerme sentir más mala que Ca-
ín. Irene, o como se llame, está minando no
sólo mi buen humor sino mi fe hasta ahora in-
amovible en la Humanidad. Creo que esperaré
el momento oportuno para pedirle que se mar-
che. Ha recobrado varios quilos, está fortaleci-
da y alimentada, es hora de partidas.
13 de abril
Querido diario, aún no me he repuesto de lo
sucedido, y no sé si sabré expresarlo en pala-
bras. Anoche, al terminar su abundante cena,
anunció:
- Hoy dormiré en cubierta, me apetece sen-
tir la humedad del rocío y contemplar las es-
trellas.
Con enorme gozo recupero mi litera y
duermo intensa, profundamente. Cuando des-
pierto el sol me indica que es cerca de medio-
día. Al instante me apercibo que sucede algo
anómalo, porque la cabina está semivacía.
Subo en dos zancadas a cubierta y ni rastros
de Irene, o Erika, o comoquiera se llame. Tam-
poco está su balsa amarrada a popa.
De un veloz vistazo compruebo que me ha
desvalijado. Mantas, vajilla, el hornillo, mis ví-
veres, cubos, todo cuanto ha podido cargar en
su embarcación.
Miro tontamente en redondo, anonadada.
Algo brillando en el suelo de la cabina atrae mi
atención. Es su inseparable talismán, la cucha-
rilla anudada a su tobillo. ¿Por qué se ha deja-
do precisamente lo que más ama, su única
propiedad física ungida de hipotética magia?
La recojo con aprensión y me pongo en
marcha de inmediato. No será difícil darle ca-
za. Urraca, más que urraca. Farsante. La des-
valida, la poquita cosa consternada porque yo
no retribuía su súbita pasión. “Así pagas la
mano que se te tiende, mordiéndola y robán-
dole. Infame” – grito, colérica. Izo la vela mayor
– que naturalmente no ha podido robarme, pe-
ro sí algunas poleas de escaso tamaño, lo cual
entorpece mis maniobras - y no necesito pre-
guntarme que rumbo ha tomado. El mar es in-
finito, pero no puede haber avanzado mucho y
además muy pronto veo flotar mi guitarra des-
de la borda.
Es cuestión de seguir el rastro del botín.
Una milla más adelante reconozco mi chubas-
quero amarillo cabalgando como una colosal
medusa sobre la espuma de una ola de buen
tamaño.
Pronto la diviso. La imagen es patética, o
cómica, o disparatada, no me decanto por la
cualidad exacta. Allá está, sentada en la cúspi-
de de una montaña de objetos, mirando alter-
nativamente con sus atónitos ojazos cómo va
perdiendo su pillaje a cuentagotas y temiendo
el inminente abordaje que presupone.
Con un par de golpes de timón me adoso a
su balsa. Desde allá abajo, meneándose al
compás de las olas, escucho su grito:
- ¡Te devuelvo todo, ten, aquí lo tienes! ¡No
me mates, por favor, no me mates!
Por supuesto, la urraca llora a moco tendi-
do. Yo estoy inexplicablemente serena pese a
su pánico, me importa un rábano su escenita
dramática de teatrillo de romerías, ya no me
toca de ninguna forma.
- Quédatelo, me da igual, sólo son cosas –
le digo marcando las palabras.
Su incredulidad es notoria. ¿Es que no voy a
recuperar lo que es mío? ¿Será así de afortuna-
da en la vida? ¿Ha topado con una incauta, una
militante de la filantropía? ¡Tonta, más que
tonta, regalar cuanto le han hurtado!
Calculo la distancia desde la borda a su
maderamen y le arrojo su preciado talismán.
- Te has dejado esto, ahí va, no quiero sus
miasmas envenenando mi espacio.
Lo recoge codiciosamente entre sus manos
y torna a llorar sentidamente, curvando su es-
palda como un… buitre. Semeja un caracol, la
muy buitre.
Una racha de viento me aparta de ella y me
alejo sintiendo la brisa fresca acariciando mi
rostro. Imagino el cuadro a mis espaldas. Una
balsa que se hunde irremediablemente por ex-
ceso de peso y su tripulante con ella.
Por un instante siento compasión y amago
con regresar para rescatarla por segunda vez.
Pero mi yo interior se hace oír desde muy
adentro:
“Déjala. Debe elegir entre la bolsa o la vida.
Tal vez sea la última lección que le toque
aprender”.
¿Me lo parece a mí o aquello que se acerca
flotando a babor es la caja de latón con mis
galletas de mantequilla predilectas? ¡Vaya, hoy
es mi día de suerte!
© Susana Guzner, 2007
Publicado originalmente en
‘Que Suenen las Olas’
Colección de relatos escri-
tos por mujeres de Canarias y Marruecos
Ed. Obra Social de La Caja de Canarias
1ª ed.: junio 2007
Sobre la edición
Esta edición se ha realizado con permiso de la au-
tora para el proyecto buxara LibrosLes cuya finali-
dad es la divulgación de literatura y documentación
lesbiana o sobre lesbianismo.
buxara, noviembre 2007
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