Tradiciones e innovaciones cuando la inteligencia manda Diego Rasskin Gutman

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Tradiciones e innovaciones: cuando la
inteligencia manda

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Diego Rasskin Gutman

Ulises y las sirenas, por John William Waterhouse (CC).

Ulises regresa a casa y todos respiramos aliviados. Los héroes de la Antigüedad, aquellos
olímpicos, semidioses, con fuerza descomunal e intelecto prodigioso han sido siempre cánones,
ejemplos a emular por los mortales (todos nosotros, por si había alguna duda). Cada cultura, cada
civilización, tiene su pequeño conjunto de seres elegidos, protegidos por la leyenda. En la España
de hoy tenemos a Rafa Nadal, claro está, el gran guerrero contemporáneo que doblega
voluntades con su «cabeza» y su portentoso físico. En ajedrez tuvimos a Arturo Pomar y
todavía tenemos a Miguel Illescas, Paco Vallejo y, muy recientemente, Iván Salgado, grandes
del ajedrez nacional.

Las tradiciones culturales son la perfecta excusa para celebrar el triunfo del conocimiento, de la
voluntad o de la fuerza. Se trate de la liturgia religiosa o de un festival de danza, cuando una
actividad se repite con periodicidad X se amalgaman varios fenómenos en la mente humana. El
más importante es el de la expectación; sabemos qué va a ocurrir, sabemos cuándo va a ocurrir,
sabemos dónde va a ocurrir y, a medida que nos acercamos al momento, nuestro cerebro y
nuestro cuerpo con él, generan sensaciones de ansiedad y cosquilleo generalizado que no cesarán
hasta que ocurra. Después de varios años viviendo en Valencia puedo decir que aquí se vuelven
locos pensando en las fallas y en el momento monstruosamente mágico de la mascletá, en el que
el ruido parece ahuyentar los demonios varios que acechan a la gente. Otro ejemplo más
generalizado: la celebración del nuevo año, que está tan cerca, en donde la gente se olvida de la

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crisis y de los problemas y sale a festejar la posibilidad de un año mejor y más próspero y todos
ríen y se bebe más de la cuenta y todos se besan después de atiborrarse a uvas. Otros bailan el
vals, el viejo y querido Danubio azul de Strauss.

Emanuel Lasker y su hermano Berthold Lasker. Foto: Frank Eugene (CC)

Desde finales de siglo XIX, hay una tradición en el mundo del ajedrez que se vio interrumpida
durante unos años por el cisma de la asociación profesional de jugadores liderada por Kasparov,
pero que se ha vuelto a reanudar en nuestros días, en el 2006. Se trata de la lucha épica por el
campeonato mundial. Algo que para cualquiera que haya estudiado los entresijos de los escaques
y trebejos despierta ecos de interminables viajes en barco a través del Atlántico, de cafés llenos
de humo y atiborrados de gentes intentando vislumbrar los movimientos de los grandes genios
históricos del ajedrez. En sus comienzos fueron tiempos de héroes y villanos, sin televisión, sin
internet, sin teléfono. Cada jugador era como un caballero solitario que se disponía a retar al
caballero blanco en un torneo donde poco premio se juntaba: la honra, el orgullo del jugador y
una pequeña bolsa de dinero que pagaba poco más que los costosos desplazamientos. Poco sabían
los jugadores de las habilidades de los otros; aquello que habían oído o alguna partida que habían
visto ocasionalmente. Los retos comenzaron siendo personales, de tú a tú, el que se decía el mejor
contra el que se decía aún mejor. Héroe contra héroe, voluntad contra voluntad.

Willheim Steinitz fue el primero de aquellos héroes, el jugador que sentó las bases de la
estrategia moderna, decía poder ganarle a Dios y acabó en un manicomio. Luego vino el gran
Emanuel Lasker, el matemático y filósofo que engañaba a sus contrarios con partidas
lógicamente endiabladas. Su cetro lo perdió ante el genio cubano José Raúl Capablanca cuya
intuición ante el tablero era tan grande que no se preocupaba en mover las piezas, sabía
perfectamente dónde debía ir cada una, hasta que llegó el beodo Alexander Alekhin y lo tumbó

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de mala manera. Era difícil no sucumbir ante el genio del triste filonazi, cuyas partidas poseen la
fuerza de los tiempos: atacar por las dos alas y a morir. El prodigioso holandés, el Dr. Max
Euwe,
le quitó la corona jugando un ajedrez serio y académico y, a partir de ahí, todo fue
soviético: Mihail Botwinnik, el ingeniero; Vasili Smyslov, el cantante de ópera; Mihail Tal, el
ultragenio; Tigran Petrosian, el ultrasólido; Boris Spassky, la dinámica al poder. Y, de repente,
Bobby Fischer, el niño prodigio occidental que heló aún más la guerra fría entre las dos
superpotencias, convirtiendo al ajedrez en verdadero espectáculo de masas, símbolo del poder de
un país, allanando el camino para la profesionalización del juego. Después del loco Bobby
vendrían Anatoly Karpov, el frío calculador, Gary Kasparov, el jugador total, mezcla de todos
sus geniales antecesores y hasta ahí, porque a partir de Kasparov, el campeonato del mundo se
diluye en peleas intestinas por el poder del mundo del ajedrez y la salvaguarda de contratos
millonarios. A partir de Kasparov, el cisma del ajedrez crea campeones del mundo sin glamour
que ganan campeonatos tipo Grand Slam de tenis, jugados cada dos años; desde 1999 hasta 2006
fueron los siguientes campeones «FIDE»: Anand, Jalifman, Ponomariov, Kasimdzhanov y
Topalov. Mientras tanto, Kasparov seguía la tradición y perdería el cetro a manos de un nuevo
campeón, el gigante Vladimir Kramnik, un jugador sesudo que juega con gran solidez y que en
2007 perdió su corona ante el fantástico Vishy Anand, el jugador de la India, el tigre de Madrás,
que devolvió el centro de gravedad del ajedrez al lugar de sus orígenes durante seis años. Hasta
que llegó Magnus Carlsen, la semana pasada.

Carlsen es un típico personaje de principios de siglo XXI, con él el ajedrez 2.0 comienza su
andadura. Un superdotado que llegó a Gran Maestro con trece años y que desde entonces no ha
hecho más que asombrar al mundo con su rapidez, su profundidad y su comprensión superior del
juego. De alguna manera Carlsen ha sabido comprender (reducir quizás) la complejidad del
ajedrez: lo que él mira y comprende cuando absorbe una posición no es lo mismo que lo que mira
y comprende cualquier otro jugador. Todos los comentaristas estos días están obsesionados con
los programas de ajedrez, hablan de Carlsen como si fuera una computadora. Como si toda su
prodigiosa comprensión se la debiese a los ordenadores. No dudo que los programas informáticos
hayan tenido su papel en su formación, pero la informática es tan importante para el nuevo
campeón del mundo como lo es para el resto de los nuevos fenómenos del ajedrez. Hay varios
aspectos de la informática que beneficia al gran maestro; por un lado el acceso inmediato a todas
las variantes de todas las aperturas, por otro, posibilidad de analizar millones de partidas y, por
supuesto, las partidas del oponente. Pero hay una que creo es la más determinante: la posibilidad
de explorar ideas, por muy extrañas que parezcan, contra los potentes programas y agotar el árbol
de posibilidades hasta profundidades inusitadas. Ahí reside el nuevo poder de los nuevos
prodigios de ajedrez. El conocimiento se ensancha gracias al conocimiento encapsulado en
árboles de búsqueda, bases de datos y funciones de evaluación.

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Mihail Tal. Foto: Rob Croes (CC).

Pero Carlsen va más allá, se trata de un chaval con una memoria prodigiosa, una rapidez de
cálculo insultante y una capacidad para la resolución de problemas (en ajedrez, al menos) muy
por encima de la capacidad normal, incluso si se compara con otros grandes maestros. Con
Carlsen pareciera como que hay que olvidarse de todo lo que se sabía hasta el momento: las
jugadas «naturales», aquellas que aparecen en los libros sobre aperturas ya no sirven; el valor
relativo de las piezas es cambiante, dinámico; hay otras preocupaciones estratégicas más allá de
las casillas débiles o el peón pasado, que pasan a ser minucias, monedas comunes que se dan por
hechas. El conocimiento enciclopédico está ahí, forma parte de su mente, y su mente prodigiosa
le permite plantear problemas tan complicados que son difícilmente descifrables por sus
oponentes. Vishy Anand luchó como pudo por mantener su corona, pero no fue rival de un
jugador que juega, quizás, en una liga aparte, suya, un mundo solo explorado por su mente.

Carlsen recuerda a un chaval jugando a un videojuego, con una pericia, unos reflejos, una rapidez
impensable para cualquiera que no se haya pasado las horas jugando con ellos. Pero no es él el
único, hay muchos otros chavales que empiezan la carrera ajedrecística a edades tempranísimas,
consiguiendo llegar a grandes maestros en tiempos record (Karjakin y Caruana me vienen a la
mente). La única diferencia entre todos ellos y el nuevo campeón radica en su mente. Hay que
creer en los héroes, ¡que suene la Marcha Radetzky!


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