Confesiones Intimas
Joanne Rock
1º West Side Confidential
Confesiones Íntimas (21.06.2006)
Título Original: Silk Confessions (2005)
Serie: 1º West Side Confidential
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Fuego 121
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Wes Shaw y Tempest Boucher
Argumento:
Tenía que averiguar si su interés por ella era sólo en relación al caso… o se trataba de algo más personal
Wes Shaw creía haberlo visto todo en su carrera de detective… hasta que conoció a la atractiva Tempest Boucher. Aquella mujer era práctica y sensual, una mezcla a la que no podía resistirse. Lástima que se sospechara que una de sus empresas servía como tapadera a ciertas actividades ilegales… entre las que quizá se incluyera el asesinato.
Tempest había vivido siempre de acuerdo a las normas. Por eso cuando de repente se sintió el centro de atención de aquel sexy detective, su cuerpo reaccionó de la manera más desinhibida. Y los interrogatorios de Wes no tardaron en convertirse en confesiones entre las sábanas…
Capítulo 1
Tempest Boucher tenía que dirigir una compañía multimillonaria, asistir a una clase de kickboxing, lidiar con una junta de ejecutivos alterados y escribir su intervención para el seminario de finanzas que se había comprometido a impartir en la Universidad de Nueva York. No obstante, todo aquello tendría que esperar, porque faltaban cinco minutos para que empezara Los días de nuestras vidas.
—¡Eloise!
Tempest llamó a su pastor alemán de dos años, mientras hacía malabarismos con la bicicleta y la correa de la perra, y buscaba las llaves del portal. Eloise parecía ignorar el porqué de tanta prisa y no dejaba de mirar con cara famélica a un vendedor de galletas de la esquina. Gracias a la construcción de tres edificios nuevos, la Dieciocho Oeste del barrio de Chelsea, en pleno Manhattan, se había convertido en un emplazamiento ideal para cualquiera que se dedicara a la venta ambulante de comida.
Ajeno a la inquieta dueña de Eloise, el vendedor le dio una galleta al animal. Sólo entonces Eloise se dignó obedecer y a entrar en la casa.
Tempest refunfuñó mientras subía los tres tramos de la escalera con la bicicleta al hombro. El viernes era el único día en que podía permitirse el lujo de ver las telenovelas que le gustaban para llorar a rienda suelta, y se preguntaba si Eloise no podía escoger otro día para hacer gala de su tendencia a la mendicidad.
Decidida a encontrar algo de diversión, y una mínima sensación de normalidad fuera de la vida de responsabilidades, en Nochevieja había decidido que en el nuevo año empezaría a vivir su propia vida. Claro que no todos los días serían suyos. Tras la inesperada muerte de su padre ocho meses antes había tenido que asumir el control de Boucher Enterprises, y las tareas de directora ejecutiva provisional demandaban la mayor parte de su tiempo.
Pero un día a la semana, el viernes, podía ser suyo. Hacía dos meses que pasaba los fines de semana en su nuevo estudio de Chelsea, un barrio decadente y maravillosamente normal donde ninguno de sus vecinos sabía que la nueva inquilina era la hija del excéntrico empresario Ray Boucher.
Y Tempest quería que fuera así.
Estaba orgullosa de haber encontrado un espacio propio y de poder pagarlo con sus escasos ingresos como escultora. De hecho, para sobrevivir en Manhattan con unos ingresos tan bajos hacía falta tanta habilidad para las finanzas como para dirigir Boucher Enterprises.
Probablemente más, dado que las empresas de su familia tenían un ejército de contables y analistas financiemos a los que recurrir cuando necesitaba asesoramiento comercial, mientras que ella tenía que administrar sus finanzas personales sin ninguna ayuda. A menos que la mendicidad callejera de Eloise pudiera considerarse ayuda.
Mientras apuraba los últimos escalones hasta la puerta de su piso, Tempest ya oía en su cabeza los primeros acordes de la sintonía de la telenovela.
Como un reloj de arena...
Los días de nuestras vidas le recordaba que debía relajarse y disfrutar de su vida. La arena del reloj se había convertido en el momento de transición personal en que dejaba atrás a la Tempest heredera, la que tenía una agenda tan apretada que necesitaba un secretario. Aquél era el momento de ser Tempest, la mujer a la que la apasionaba esculpir, ver culebrones y ahorrar dinero para un futuro que no incluía dirigir la empresa familiar.
Pero cuando iba a meter la llave en la cerradura se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta. Pensó que era posible que el portero se hubiera dignado por fin reparar la ducha. Aunque estaba casi segura de que debía de ser aquello, por las dudas dejó la bicicleta en el pasillo y dejó que Eloise entrara primero.
Satisfecha tras su ración de comida extra, la perra empujó la puerta con el hocico y reveló que el pequeño refugio de Tempest estaba tan revuelto que resultaba irreconocible.
El inspector de la policía de Nueva York Wesley Shaw no solía prestar atención a las llamadas que atendían los otros agentes de su comisaría de la Veinte Oeste, pero mientras deambulaba entre las mesas antes de empezar su día de trabajo oyó a un novato mencionar un nombre que lo hizo pararse en seco.
—¿Has dicho Tempest Boucher? —preguntó, acercándose a Cari Espósito.
Cari no le hizo caso y siguió apuntando la información que le pasaban por teléfono Wes se estiró para mirar lo que escribía el novato y notó la comezón que sentía siempre que el instinto le decía que estaba ante una buena pista; una cualidad profesional para la investigación, que no experimentaba desde que su primer compañero había desaparecido dos años atrás. Llevaba tanto tiempo funcionando en piloto automático que aquella comezón había sido tan inesperada como bienvenida.
Se había pasado una semana investigando un caso de asesinato sin dar con ninguna pista válida, hasta que dos días antes había establecido una relación entre la víctima y una agencia de contactos en línea. Y aunque no había podido dar con nadie de MatingGame.com, había descubierto que era una de tantas empresas de Boucher Enterprises, el grupo económico afincado en Manhattan.
Que saliera el nombre de Tempest Boucher apenas cuarenta y ocho horas después de su descubrimiento no podía ser una coincidencia.
—Me haré cargo de esto —dijo, en cuanto Cari cortó la comunicación.
Acto seguido, Wes tomó las notas del novato, decidido a seguir cualquier pista que le generara la sensación que Steve, su antiguo compañero, llamaba «la droga de los policías»: algo que sacudía el sistema nervioso más que ningún otro estimulante, por la adrenalina que surgía al resolver un caso o atrapar a los delincuentes.
Era extremadamente adictivo. Wes había sufrido la falta de aquella sensación durante veinticuatro patéticos meses, como un adicto con síndrome de abstinencia. Y, desde luego, no dejaría pasar la oportunidad de volver a sentirla.
—¿Estás seguro? —preguntó Cari—.Vivo a dos calles de allí. Puedo preguntar a los vecinos si han visto algo.
—Ocúpate de que un coche patrulla se reúna conmigo en el lugar —contestó Wes desde la puerta—. De todas maneras, necesitaba hablar con esta mujer.
Al salir a la penumbra de la tarde, Wes recordó que tenía que informar a su nueva compañera. A Vanessa le habría hecho gracia oír que la seguía llamando «nueva»; llevaban un año y medio trabajando juntos, y siempre andaba detrás de él como una hermana mandona, tratando de que recuperara el espíritu.
—Hazme un favor —le gritó a Cari, asomando la cabeza por la puerta—. Cuando llegue Vanessa, dile dónde estoy.
Diez minutos después, Wes llegó a un edificio que no se parecía en nada a las construcciones de élite que cabía esperar para la heredera de una fortuna multimillonaria. El coche patrulla ya estaba frente a la entrada y atraía la atención de algunos vecinos. Aunque los neoyorquinos tenían fama de no meterse en asuntos ajenos, no era la primera vez en sus nueve años como policía que Wes se topaba con curiosos.
Subió corriendo las escaleras y llegó al tercer piso en cuestión de segundos. Había una bicicleta abandonada en mitad del pasillo, mientras que un pastor alemán con aspecto afligido custodiaba la puerta entreabierta del piso treinta y cinco. Una anciana delgada vestida con una bata de flores azules y amarillas espiaba desde otro piso, pero al margen de aquello, la tercera planta estaba en calma.
Wes se detuvo un momento para acariciarle la cabeza al perro y ganarse su confianza antes de dirigirse al interior del piso, desde donde procedía un rumor de voces. La luz que entraba por los enormes ventanales iluminaba el desastre de ropa desgarrada, plantas arrancadas de los tiestos y esculturas destrozadas. Había dos agentes uniformados en el lugar; uno estaba de rodillas entre los escombros, recogiendo huellas dactilares de los cristales rotos, y el otro estaba de pie junto a las ventanas, tomando notas mientras hablaba con una morena delgada.
Wes reconoció a Tempest Boucher; la había visto en los periódicos. Se la veía nerviosa, alterada, y no dejaba de balancearse sobre los talones, como si fuera su truco para mantener el control. Tenía unas curvas de ensueño, la piel clara y una melena corta, castaña y rizada. Llevaba puestas unas zapatillas de deporte y un elegante traje de chaqueta rojo que parecía hecho a la medida de su cuerpo de sirena. Entre las curvas voluptuosas y los labios carnosos tenían un lejano parecido a Betty Boop, pero carecía de la ingenuidad de los enormes ojos del personaje de historieta. Bien al contrario, la mirada de sus ojos marrones era astuta y calculadora.
—¿Señorita Boucher? —preguntó él, mientras recogía lo que había quedado de una escultura.
Wes notó que la mujer no apartaba la vista de la pieza. Miró de reojo el objeto y supuso que era un dedo de arcilla, pero al mirarlo mejor se dio cuenta de que en realidad se trataba de un pene.
Impulsado por su instinto masculino, se apresuró a dejarlo de nuevo en el sofá. Por muy desesperado que estuviera por resolver el caso, tenía sus límites.
—Por favor —contestó ella—, llámeme Tempest.
Se le habían iluminado los ojos, pero no dejaba de temblar.
—Soy el inspector Wesley Shaw.
Wes se estiró para estrecharle la mano y se dio cuenta de que estaba ansioso por tocarla. Era una sensación inquietante, dado que aquella mujer podía estar implicada en algo peligroso y hasta mortal.
Le hizo una seña con la cabeza al agente que estaba tomando notas para advertirle que desde aquel instante se haría cargo del interrogatorio. Aunque la mujer le caía bien y de momento parecía inocente, no podía permitir que engatusara a uno de los novatos con su cara famosa y su evidente sensualidad. Paris Hilton no era nadie en comparación con la esquiva y deliciosamente curvilínea Tempest Boucher.
—¿Y si nos sentamos? —preguntó él, mirando el sofá lleno de manos, pies, brazos y, cómo no, más penes de arcilla.
Aunque Wes sabía que no tenía derecho a juzgarla por el contenido de su piso, el policía que había en él no podía evitar preguntarse si la heredera utilizaba aquel estudio como nido de amor, o como reducto de actividades sórdidas. La conexión entre Tempest y el asesinato que investigaba Wes la relacionaba con algunos personajes muy desagradables.
—Sí, claro —contestó ella, apartando los restos de las esculturas—. Siéntese.
Él se estremeció al verla rozar la fotografía de un pene. Una reacción inapropiada que indicaba que llevaba demasiado tiempo sin compartir la cama con una mujer, porque empezaba a excitarse en el trabajo.
Habría tomado nota de que debía llamar a su amante del mes, de no haber sido porque aquél era uno de los muchos meses en los que no tenía ninguna. De hecho, si no le fallaba la memoria, durante el último año y medio sólo había tenido dos amantes ocasionales. Un récord de pena.
Lamentaba haberle dicho a su nueva compañera que las relaciones afectivas lo asfixiaban, porque Vanessa no dejaba de fastidiarle diciendo que era incapaz de mantener a una mujer en su vida más de un mes. Y en parte tenía razón. Wes había preferido no contarle que alguna vez había tenido una relación duradera, antes de que su primer compañero empezara a trabajar como agente encubierto y desapareciera. Desde entonces, el trabajo y la vida personal de Wes se habían convertido en un desastre; y más después de que en otoño encontraran el cadáver de Steve flotando en el río East.
Con los pensamientos eróticos sobre la sensual Tempest bajo control, Wes se sentó en el sofá, a pocos centímetros de ella. Entonces notó que no había ninguna cama en el lugar, lo que significaba que debía de dormir precisamente allí, en el sofá en que estaba sentado.
Desesperado por mantener la atención en el caso, preguntó:
—¿El perro que está fuera es suyo?
—¿Eloise?
Tempest echó una ojeada a su alrededor, como si acabara de recordar que tenía perro. Se puso dos dedos entre los labios y emitió un silbido.
La perra se abrió paso entre los escombros. La sola presencia del animal parecía relajar a la dueña.
—Sí, es mía —continuó—. Nunca habría traído a un pastor alemán a la ciudad, porque les gusta mucho correr, pero la encontré en un contenedor, de camino al trabajo, y... ¿qué otra cosa podía hacer? Supuse que vivir conmigo, aunque no tenga un terreno para que pueda correr, sería mejor que el destino que la esperaba.
Wes la observó acariciar el lomo de la perra, hundir las impecables uñas pintadas de rojo en el pelaje del animal. No le cabía duda de que tenía un buen porvenir.
—Se la ve muy adaptada —dijo.
Y sin mencionar que en su diminuto piso de Roosevelt Island tenía una san bernardo que era el doble de grande que Eloise, añadió:
—¿Sabe qué ha pasado aquí?
—Al volver de una reunión vi que la puerta estaba sin llave. Eloise entró primero, porque yo estaba algo inquieta. Le aseguro que desde pequeña me tomo muy en serio la seguridad, y jamás olvidaría cerrar con llave.
—¿Falta algo?
—He llamado a la policía en cuanto he visto el desastre, y aún no he mirado bien —contestó ella contemplando los escombros—. No sé si sabría por dónde empezar para ver si se han llevado algo.
Wes miró en la misma dirección y no pudo evitar ver el montón de ropa interior revuelta fuera del armario. Encaje negro mezclado con tirantes rosas, satén azul y malla amarilla. Tendría que haber estado muerto para no observar aquella ropa interior femenina, pero se negaba a imaginar a Tempest con alguno de aquellos conjuntos. Aunque lo tentaba la idea, y mucho.
Se prometió que no sólo se ocuparía de buscarse otra amante pronto, sino que además se buscaría alguna a la que le gustase la lencería erótica. Su libido había reaparecido después de meses y meses de apatía.
—El grado de destrucción de sus cosas indica que quien haya sido buscaba algo concreto — dijo, volviendo al interrogatorio—, o que le tiene una inquina particular. Piense si tenía algo que alguien pudiera querer. ¿Algo de valor? ¿Algo que pudiera importarle particularmente a alguien?
Wes la miró con detenimiento para ver si mostraba algún signo de culpa o falsedad, pero sólo vio a una mujer pensando concienzudamente.
Tempest se llevó la mano al collar de cuarzo que llevaba en el cuello. Wes observó cómo le latía el pulso y trató de imaginar qué se sentiría al acelerarle el corazón a aquella mujer.
—Es obvio que el intruso no ha pensado que mis esculturas tuvieran valor —dijo ella.
—¿Colecciona esculturas? —preguntó.
Aunque sentía la tentación, se abstuvo de mencionar las figuras de hombres desnudos. Tal vez la vecina curiosa de Tempest fuera una anciana pudorosa que rechazaba a cualquiera que mostrara un interés tan evidente por la desnudez masculina.
—Las he hecho yo —contestó ella, levantando la cabeza como si la hubiera ofendido—. Esperaba convencer a una galería de la zona para montar una exposición cuando tuviera material suficiente, pero ahora...
Cabía suponer que una heredera famosa podría conseguir un espacio para exponer en la galería que quisiera. A Wes no lo preocupaba el asunto. Necesitaba respuestas de Tempest Boucher, y todo indicaba que no las obtendría con sutileza. Había llegado el momento de pasar a las preguntas directas.
—¿Tenía objetos de valor aquí? ¿Joyas? ¿Otras obras de arte, además de las suyas?
Tempest se quedó mirando al cruel inspector Shaw y se dijo que no debía de tener ni una pizca de creatividad en el cuerpo. De lo contrario, no le habría preguntado si poseía obras de arte que tuvieran valor real con tanta desfachatez.
—A decir verdad, mis esculturas eran lo más valioso que había aquí —declaró—. No tengo mucho más que herramientas para esculpir en este estudio.
Tempest evitó mencionar las fotografías que utilizaba como fuente de inspiración, aunque eran indispensables dado que le gustaba moldear cuerpos masculinos. Y a juzgar por las obras que había vendido, no era la única mujer a la que le gustaba tener el torso desnudo de un hombre en la casa.
De hecho, de no ser por aquellos modales tan toscos, el propio inspector Shaw le habría servido de inspiración. Entre el pelo corto y oscuro y las facciones romanas, poseía un atractivo clásico que las mujeres de cualquier época habrían encontrado irresistible; aunque los ojos grises y el tatuaje de la muñeca le conferían un encanto masculino singular. Llevaba un traje de buena confección que probablemente le había costado una fortuna, pero estaba descuidado y se le hacían arrugas en los hombros. Unos hombros muy interesantes que a cualquier mujer le habría gustado moldear. En arcilla, desde luego.
Él echó un vistazo al estudio, como si tratara de comprobar que decía la verdad al afirmar que era un lugar de trabajo. Tempest lo maldijo en silencio por ser tan desconsiderado. Se suponía que ella era la víctima, y la molestaba que no hubiera hecho el menor esfuerzo por preguntarle si estaba bien. Nunca había sido paranoica, pero hasta un hombre duro se habría alterado al ver sus objetos personales destrozados y desparramados por el suelo.
—En cuanto terminemos de recopilar pruebas, necesitaremos hacer una revisión exhaustiva para ver si falta algo —dijo él—. Mientras tanto, me gustaría hacerle unas cuantas preguntas sobre Boucher Enterprises.
Wes la miró directamente con una franqueza inquietante, y Tempest creyó notar un asomo de interés masculino en aquellos ojos grises. Una vez más se estaba dejando llevar por la atracción que sentía por Wesley Shaw en lugar de concentrarse en el acto delictivo que algún cerdo había cometido contra ella.
—¿Ha reconocido el apellido? —preguntó.
Tempest había albergado la absurda esperanza de que no quisiera hablar sobre su relación con la famosa familia, aunque suponía que, de todos modos, tendría encima a la prensa en cuanto se diera a conocer el informe policial. Los periódicos darían cuenta de lo que le había ocurrido, lo que impacientaría a su madre, que la llamaría para insistir en la necesidad de que volviera a la seguridad de la casa familiar en Park Avenue. Tan pronto como la prensa descubriera su refugio de fin de semana, su vida en Chelsea sería imposible. Y por si fuera poco, tendría que soportar las protestas de la junta directiva de Boucher Enterprises, que no había entendido nunca su deseo de tener una vida diferente y al margen de sus compromisos con la empresa.
—¿Quién no lo habría reconocido en Nueva York? —dijo Wes—. The Post publicó un reportaje sobre usted hace dos semanas...
—Lo recuerdo.
Era difícil olvidar un artículo que daba entender que estaba obsesionada con los jovencitos, y todo porque había ido al cine con el joven encargado del bar de la esquina.
Tempest adoptó su mejor actitud de ejecutiva agresiva y dejó el asunto a un lado, porque no le apetecía pensar con qué hombre habría preferido salir en lugar del chico del café. Que no disfrutara de su papel como pez gordo de Boucher Enterprises no significaba que no pudiera interpretarlo cuando era necesario. Después de encontrar su estudio patas arriba y de haberse perdido su telenovela favorita, no estaba de humor para lidiar con indirectas y, desde luego, no quería volver a descubrirse fantaseando con los hombros del inspector.
—Por favor —añadió—, ¿podríamos ir directamente a las preguntas?
Antes de que Wes pudiera decir nada, un agente lo llamó desde la otra esquina de la sala.
—Parece que tenemos un mensaje del intruso, Shaw.
De pie junto al ordenador, el policía tenía en la mano la ropa interior que habían desparramado encima del monitor. Al apartar la montaña de seda y encaje, las enormes letras escritas en la pantalla se vieron desde todas partes.
Tempest se puso en pie y, mientras se acercaba al ordenador, leyó el mensaje en voz alta:
—«Te has metido donde no debías, zorra».
Cualquier frustración que pudiera haber sentido respecto al inspector Shaw quedó anulada por la repentina oleada de miedo. El mensaje de la pantalla lo había escrito alguien que la conocía. No había sido un robo fortuito, sino parte de un plan trazado contra ella.
La idea la dejó paralizada. Había luchado mucho por tener un poco de independencia en una vida llena de compromisos con los negocios familiares. La escultura y el humilde piso en el centro le hacían sentir que tenía una vida normal, en la que no estaba sometida a la constante vigilancia de las cámaras de seguridad y los guardaespaldas de la familia. Pero si su refugio de fin de semana no era seguro, dudosamente podría evitar el tener que volver con los Boucher, a una casa que era tan segura y casi tan hogareña como un fortín.
Wes se acercó a ella.
—¿Señorita Boucher? —dijo, con un tono más suave, pero sin dejar de mirarla con recelo—. Creo que ha llegado el momento de que hablemos con franqueza de tu trabajo.
Ella se mordió el labio, mientras trataba de dilucidar qué pretendía aquel hombre y por qué sospechaba tanto de ella. Pero independientemente de lo que pensara de los modales toscos y del atractivo innegable del inspector, sentía que Shaw era su mejor baza para mantener el estudio a salvo.
Encontraría la forma de hacer caso omiso a la atracción que sentía por él y haría cuanto estuviera en su mano para ayudarlo a resolver el caso.
Capítulo 2
Tempest se rodeó con los brazos, impresionada por el mensaje de la pantalla del ordenador.
—Como directora ejecutiva provisional de Boucher Enterprises tengo que supervisar muchas pequeñas empresas de una gran variedad de industrias. —explicó— Además tengo este estudio de escultura, cosa que también considero un trabajo.
A Wes le caía bien. Tantos años en la policía habían potenciado su talento para evaluar las reacciones de la gente, y o Tempest era una actriz impresionante o estaba realmente sorprendida y asustada por haber encontrado su casa revuelta.
Desde luego, aquello no la convertía en inocente; podía seguir relacionada con el caso de asesinato, o estar involucrada en MatingGame.com, que, según había asegurado el informador de Wes, era la tapadera de una red de prostitución. De ser así, el miedo y la sorpresa podían ser mera consternación ante la prueba de que alguien iba tras ella.
Tal vez la repentina necesidad de confirmar que era la heredera del imperio Boucher hubiera tenido más que ver con que le apetecía conocerla mejor. Por mucho que intentara reprimirse, Wes no dejaba de imaginarla con la lencería que estaba desparramada por el suelo, ni de preguntarse si llevaría ropa interior de encaje debajo del traje de chaqueta.
Se obligó a apartar la idea de su mente y a concentrarse en el caso.
—¿Tiene motivos para creer que alguno de sus negocios podría estar implicado en actividades ilegales? —preguntó.
Aquélla era la pregunta fundamental, la que podía revelar si tenía una relación oculta con una red de prostitutas de alto standing. No cabía duda de que tenía los contactos necesarios para ofrecer acompañantes a los millonarios de la ciudad. Wes detestaba aquella posibilidad, pero las montañas de lencería desparramadas por el estudio cobraban una importancia siniestra.
—Inspector Shaw, le aseguro que si sospechara que una de mis empresas está involucrada en actividades ilegales, ya la habría cerrado — afirmó Tempest mirándolo con frialdad—. Si tiene motivos para sospechar que alguno de mis negocios está cometiendo algún delito, le ruego que me informe de inmediato, para que pueda tomar cartas en el asunto.
Por extraño que pareciera, la amenaza sonaba más convincente a la luz de los penes de arcilla. Wes no había esperado tanto ímpetu en una mujer a la que pensaba mantener en la lista de sospechosos. Se preguntaba si era un sádico por pensar que Tempest Boucher y su promesa de venganza se habían convertido en el caso más interesante que había tenido en dos años.
A medida que se ampliaba la red de intriga que rodeaba aquel misterio, Wes sentía por primera vez en mucho tiempo que disfrutaba de su trabajo.
—¿Así trata Boucher Enterprises a los empleados que no acatan las normas de la empresa? — preguntó.
—No hace mucho que estoy al mando. Los ocho últimos meses han sido terribles para mi familia, y no quiero imaginar la histeria mediática que generaría un asunto turbio.
—¿Tiene archivos del trabajo en este ordenador?
Wes miró el equipo que el agente acababa de inspeccionar en busca de huellas. Estaba ansioso por meterse con él para ver qué secretos podía revelarle.
Además, era mejor pensar en enredarse con un ordenador que pensar en acariciar a la mujer que tenía delante, con quien tenía que mantener las distancias mientras fuera sospechosa.
—Nada relacionado con Boucher Enterprises, pero sí tengo las cuentas de mi trabajo como escultora —contestó ella—. Eso es todo. No se puede decir que sean cifras que me permitan mantener un nivel de vida alto. Y ahora que han destrozado mi colección...
Tempest no pudo seguir hablando, y Wes se sorprendió ante la inesperada muestra de vulnerabilidad. La mujer vivía en la candelera, dirigía una empresa que debía de valer una fortuna inimaginable y podía comprarse todo lo que quisiera; y aun así parecía sinceramente apenada por la pérdida de sus esculturas.
—Si le sirve de consuelo, el seguro debería cubrir el valor de sus obras —afirmó él.
Tal vez no fuera lo que necesitaba oír, pero Wes era un hombre práctico y no había podido evitar puntualizar que no sufriría pérdidas económicas. Pero por la expresión y los sollozos contenidos de Tempest, supo que no la había consolado en absoluto.
—Supongo que tiene razón —dijo ella—. ¿Cree que quien haya hecho esto buscaba información confidencial?
Tempest liberó al otro agente de un puñado de lencería para que pudiera seguir inspeccionando el piso, y dejó las prendas en una silla.
Wes no estaba seguro de cuánto tiempo se había quedado mirando el montón de ropa interior, pero sabía que le había costado un esfuerzo hercúleo dejar de imaginarla semidesnuda y volver a concentrarse en la realidad.
—Posiblemente —contestó.
Consciente de que era absurdo esperar que se incriminara sola, Wes decidió poner las cartas sobre la mesa. Si era culpable, se pondría a la defensiva al conocer sus sospechas; tal vez cometería algún error y le daría la pista que necesitaba.
—Estoy investigando a una pequeña empresa de Boucher Enterprises —añadió—. Se llama MatingGame.com.
—¿La agencia de contactos en línea?
—¿Está familiarizada con el negocio?
—Yo misma compré la empresa poco antes de la muerte de mi padre —contestó ella, acariciando a la perra mientras hablaba— Tenían una webmaster muy buena, que mantenía el sitio activo y con mucha difusión en Internet, pero les estaban llegando unos solicitantes muy raros y empezaron a fallar en la satisfacción al cliente. Boucher les prestó la ayuda financiera que necesitaban para recopilar más información y así proteger a los clientes. Creo que ahora dan grandes beneficios.
—Pues yo creo que están al frente de una red de prostitución.
Wes la miró directamente a los ojos. Era un momento decisivo del interrogatorio, a menos que se tuviera un excelente motivo para querer que el sospechoso creyera que se estaba de su lado. No sabía si había dado en el clavo o si le había dado un susto de muerte, pero pareció mareada ante la noticia.
—¿Está bien Tempest?
Wes la tomó de la cintura llevado por el instinto, dejando a un lado su necesidad de indagar en la verdad para ayudarla a mantener el equilibrio. Sabía que tocarla era un error, pero no podía hacer otra cosa al verla tan pálida, como si hubiera visto un fantasma.
Lo malo era que lo único en que podía pensar era en lo diminuta que se notaba la cintura debajo de la chaqueta. El traje entallado no hacía justicia a la perfección de lo que había entre aquellas caderas y aquel escote increíble. Y el perfume, que le recordaba el olor de las castañas asadas en invierno, era tan embriagador que Wes temía perder el equilibrio en cualquier momento.
—Estoy bien —contestó ella.
Tempest carraspeó, y la leve vibración de su voz reverberó contra la palma de Wes. Ella se apartó antes de que él comprendiera que debía soltarla.
Wes se maldijo por su estúpido apetito sexual y se lamentó por la pérdida de control. No había hecho nada inapropiado, pero se había dejado llevar por la piel. Y lo peor de todo era que había dejado que el deseo lo abrumara y le nublara la perspectiva.
—No sé si MatingGame está involucrada en algo ilegal —añadió ella—, pero me sorprende, porque...
Tempest miró de reojo a los otros policías.
—¿Podemos hablar en privado? —preguntó.
—Desde luego.
Wes le pidió a los agentes que se dieran prisa con su búsqueda de pruebas y que se marcharan. Minutos después, en el estudio sólo quedaban ellos y Eloise, tumbada junto a la puerta y atenta a cualquier sonido.
Wes esperaba que Vanessa no apareciera de repente, justo cuando Tempest parecía dispuesta a decirle lo que sabía. Aunque su compañera estaba investigando otras pistas del caso de asesinato, suponía que llegaría de un momento a otro.
Esta vez se sentó en una silla, a una sana distancia de la tentación que representaba la primera mujer que lo había impresionado en mucho tiempo. Lástima que pudiera estar implicada en una red de prostitución.
Tempest contempló al musculoso policía, sentado en una silla que le quedaba pequeña, y deseó con todas sus fuerzas no equivocarse al confiar en él. Pero imaginaba que si estaba investigando MatingGame, debía de saber todo lo que ella sabía.
Se sentó en el sofá, enfrente de él, y hurgó en los recuerdos que habían causado tanto dolor a su familia.
—Probablemente esté al tanto del escándalo que rodeó la muerte de mi padre en México el año pasado —dijo.
Los periódicos habían estado elaborando conjeturas durante semanas, y para la familia había sido prácticamente imposible pasar el duelo en paz.
—Tuvo un infarto mientras estaba con una amante más joven, ¿verdad?
El inspector Shaw no parecía escandalizado en absoluto. De alguna manera, su reacción hizo que a Tempest le fuera más fácil continuar.
—Como la mayoría de la gente dio por sentado que había sido un infarto, pudimos mantener en secreto que según la policía de México había muerto asfixiado. Hay quien cree que la falta de oxígeno aumenta la potencia del orgasmo.
Tempest esperó a que asintiera, ruborizada por la naturaleza de la conversación. Nunca había sido vergonzosa, pero la incomodaba hablar de sexo sin tapujos. En especial, con un policía tan inadecuadamente atractivo.
—¿Murió durante una sesión sadomasoquista? —preguntó él, arqueando una ceja.
—Sí. Y habrían detenido e interrogado a la mujer con la que estaba de no haber sido porque mi madre le aseguró a la policía que mi padre había estado probando formas de conseguir el orgasmo durante su matrimonio. Fue uno de los principales motivos por los que se pelearon.
La madre de Tempest estaba horrorizada con la obsesión de su marido por llevar el sexo al límite, y lo había dejado después de que él estuviera a punto de asfixiarse, aunque en realidad no se habían llegado a divorciar. Al parecer, Ray Boucher era tan exigente en sus relaciones sexuales como en el resto de las facetas de su lujoso y excéntrico estilo de vida.
—Y la mujer que estaba con mi padre no era su amante —continuó Tempest—. Era una acompañante de una noche a la que había conocido a través de MatingGame.
Wes se enderezó en su asiento, repentinamente alerta.
—¿Y ella no dijo nada a la prensa?
Mi madre y yo viajamos a México para implorarle que mantuviera en secreto los detalles sórdidos, ya que la policía local no había dado la información a la prensa —contestó ella—. Fue muy amable y estaba tan deseosa como nosotras de olvidar el asunto. Así que la ayudamos a instalarse en el extranjero para que no tuviera que afrontar la situación a diario durante los turbulentos meses que siguieron.
—¿Le pagaron?
—Casi nada. Después de su divorcio se había quedado prácticamente en la ruina, y mi madre y yo creímos que era justo ayudarla a empezar de nuevo. Lo último que supe fue que había aprendido italiano y estaba viviendo en las afueras de Florencia.
—Pero se siente lo bastante culpable con la situación como para contármela todo con lujo de detalles.
La franqueza con la que Wes había hecho aquella puntualización parecía un sello de su estilo de investigación. O, tal vez, una característica personal. Al principio, Tempest lo había considerado frío, pero tras pasarse la vida rodeada de gente que sólo trataba de caer bien en beneficio propio, la actitud directa del policía le resultaba cada vez más atractiva.
—No me siento culpable en absoluto, porque nadie ajeno a mi familia tiene que saber qué le pasó a mi padre. Sólo me ha desconcertado que dijera que MatingGame podía ser la tapadera de una red de prostitución.
Tempest pensaba que el escándalo de que su padre hubiera muerto mientras mantenía una relación extramatrimonial con una mujer a la que doblaba en edad había sido terrible para su familia, y no quería ni imaginar las repercusiones que podría tener si la amante resultaba ser una prostituta.
La prensa amarilla estaría de fiesta, su madre sería humillada, y Boucher Enterprises pagaría las consecuencias. Y mientras que su familia y ella estaban protegidas de los altibajos del negocio, Tempest no podía evitar pensar en los empleados de la empresa. Ellos serían los que más perjudicados saldrían en caso de bancarrota.
—La preocupa el impacto negativo que podría tener que se sepa que su padre se acostaba con una prostituta, ¿verdad?
Wes se quedó mirándola, convencido de que su pregunta resumía la situación.
—No es tan fácil —dijo ella—. ¿Sabe cuánta gente depende de nuestras empresas para vivir? Ésa es la gente que sale herida cuando atacan a mi familia. Mi madre se consolará yendo de compras. La junta directiva de Boucher venderá sus acciones y se jubilará anticipadamente. ¿Pero qué pasará con los miles de empleados que tenemos en todo el mundo? No merecen perder su trabajo porque mi padre se sentía viejo y quería nuevas aventuras.
Acto seguido, Tempest se levantó del sofá y avanzó entre los escombros hasta la cocina, donde tenía las aspirinas.
—¿Y qué hay de usted? —preguntó Wes, siguiéndola con la mirada y en posición de alerta—. ¿Qué le pasaría si Boucher Enterprises sufriera un bajón financiero?
La pregunta le dio más dolor de cabeza. Tempest sacó las aspirinas de entre los tarros de especias y las chocolatinas de todos los sabores, y se tomó dos. Bebió un vaso de agua fría y respiró profundamente, mientras se recordaba que aún no había pasado nada malo con la empresa y que podía resolver la situación.
—Reconozco que se me complicarían las cosas —contestó—. Estoy ansiosa por dejar la dirección ejecutiva y tener un puesto menos conflictivo.
Un motivo más para resolver el problema de MatingGame antes de que le estallara en las narices.
—De hecho —añadió—, si MatingGame es una tapadera de algo sórdido, puedo cerrarla de inmediato.
Animada por tener una estrategia. Tempest empezó a buscar el teléfono, pero no estaba en su sitio habitual, en la encimera de la cocina.
—No.
Wes se puso en pie y corrió hacia ella, con una velocidad que la sorprendió.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Tempest.
La repentina proximidad de aquel hombre alto y desgarbado la dejó sin aliento. No era que no estuviera tentada de tocarlo.
Lo había estado desde que él la había tocado antes, como si la sensación de la mano de Wes en su espalda se le hubiera grabado a fuego en la piel, y su cuerpo estuviera ansioso por recrear el momento. Tal vez fuera ridículo, pero resultaba muy intrigante, teniendo en cuenta que llevaba meses tan concentrada en el trabajo que no se había sentido ni remotamente atraída por ningún hombre.
Se preguntaba qué tenía el sincero inspector que la aturdía y la excitaba tanto. Nunca había sido fácil de seducir, y no entendía por qué se sentía tan atraída por él, ni por qué justo en aquel momento. Definitivamente, el repentino ataque de deseo no podía ser más inoportuno.
—No tengo pruebas suficientes para demostrar que MatingGame es un negocio turbio —dijo él.
Tenía una facilidad de palabra sorprendente para ser alguien que probablemente vivía lidiando con la escoria de la ciudad. La estaba mirando desde su imponente altura y, aunque Tempest no se hubiera sentido tan pequeña junto a él, estaba claro que Wesley Shaw le estaba haciendo una clara advertencia.
El problema era que también la estaba seduciendo. Tempest sentía un escozor en la garganta mientras se imaginaba en la cama con aquel hombre enorme y poderoso. El año anterior había logrado superar muchas de sus inseguridades, pero aún no había tenido oportunidad de ponerse a prueba sexualmente.
Y aquél no podía ser peor momento.
Se cruzó de brazos y lo miró directamente a la cara; sólo esperaba no estar generando vibraciones que reflejaran sus pensamientos cargados de sexualidad.
—Para mi empresa sería mejor aclararlo cuanto antes —dijo—. No necesito pruebas para retirarle mi apoyo. No permitiré que mancille el buen nombre de Boucher Enterprises para que pueda resolver su caso.
Aunque la proximidad entre ellos era avasalladora, Tempest no iba a retroceder. No había heredado la agresividad de su padre para los negocios, pero sabía lo suficiente de lenguaje corporal para comprender que no podía ceder terreno con aquel hombre.
Desde luego, la dinámica corporal que había entre ellos no tenía nada que ver con la prostitución, con MatingGame, con Boucher Enterprises ni con su estudio destrozado.
—No pretendo meterme con las prostitutas —dijo él.
Wes había bajado la voz a un tono que parecía perfecto para la cercanía de sus cuerpos y absolutamente inapropiado para una conversación objetiva e inteligente entre dos desconocidos.
—¿No?
Tempest se estremeció al oír el tono seductor de su voz. Era una pésima idea coquetear con el policía que estaba investigando el robo.
—No —contestó Wes—. Me interesa atrapar a la asesina que se hace pasar por prostituta.
Tempest se sintió aturdida ante aquella puntualización. Cerró los ojos para recomponerse, pero cuando los volvió a abrir seguía sintiendo que todo le daba vueltas y que el dolor de cabeza se había intensificado.
Dijera lo que dijera el lenguaje corporal, necesitaba espacio para respirar.
—Va a ser mejor que me siente —dijo, avanzando hacia la sala. Wes la siguió al sofá.
—Necesito que me ayude. — El estudio parecía más pequeño con él dentro; su masculina presencia dominaba el lugar y los confusos pensamientos de Tempest.
—No sé cómo podría ayudarlo, inspector. Y no acabo de entender qué tiene que ver el allanamiento de mi piso con el asesinato.
Tempest se detuvo junto al sofá; no estaba dispuesta a sentarse al lado de Wes. No podía pensar si lo tenía tan cerca.
—Puede ayudarme —afirmó él, mirándola con los ojos grises llenos de seguridad—.Y una buena forma de empezar consiste en que nos tuteemos. Y suelen llamarme Wes.
—No creo que sea buena idea. Tempest necesitaba poner límites para frenar su deseo por uno de los representantes de las fuerzas del orden de Nueva York. Solía salir con artistas, con hombres que no temían explorar sus aspectos creativos ni su sensibilidad. Wesley, o Wes, no parecía alguien que se dejara llevar por sus emociones.
—Es una idea excelente —insistió él—, porque tú y yo vamos a conocernos mucho mejor durante los días, las semanas o el tiempo que me lleve atrapar al malo. O, en este caso, la mala.
Tempest no se podía permitir ninguna cercanía con aquel hombre. Si un ligerísimo contacto había desatado chispas entre ellos, no imaginaba cómo podría reprimir la tensión sexual durante semanas.
—Eso es imposible —dijo—.Tengo que dirigir una empresa multimillonaria, que contratar a un director ejecutivo... ¿Tienes idea de lo mucho que ha afectado la muerte de mi padre al negocio y a la gente que depende de su trabajo en Boucher?
—No. Pero tengo una idea bastante ajustada de cuánto perderías si sale a la luz que la heredera de Boucher no puede sacar un poco de tiempo para ayudar a la policía a atrapar a un asesino.
Las palabras de Wes dieron de lleno en la conciencia de Tempest. Era una petición a la que no se podía negar, por mucho que su vida estuviera del revés y que su sueño de independizarse de su poderosa familia quedara postergado hasta que pudiera recuperar el trabajo perdido. Para poder ayudarlo a encontrar al asesino, tenía que dejar a un lado sus problemas y recordarle a su cuerpo que Wes Shaw estaba fuera de su alcance.
Estaba tan absorta con sus pensamientos que no se dio cuenta de que Wes se le había acercado hasta que la tomó de los brazos y sintió que le ardía la piel bajo la tela de la chaqueta.
—Por favor, Tempest —suplicó él, acelerándole el corazón con la intensidad de su mirada—. Ayúdame.
Tempest estaba abrumada por aquel hombre al que apenas hacía dos horas que conocía. Sin embargo, él necesitaba que lo ayudara, e iba a hacerlo, aunque luego sufriera las consecuencias. Y no sólo porque no dejara de pensar en cómo sería besar aquella boca.
No, Tempest planeaba ayudarlo porque no podía permitir que ningún ladrón, prostituta o asesino invadiera su espacio personal, su paraíso creativo privado.
Aun así, mientras asentía, oía el eco de una conocida canción en su cabeza.
Como un reloj de arena...
En apenas un par de horas, la vida de Tempest se había convertido en un auténtico culebrón.
Capítulo 3
Durante la hora siguiente, Wes ayudó a Tempest a ordenar los destrozos de su estudio. La limpieza no estaba entre sus obligaciones como policía, pero como inspector y tras nueve años en el cuerpo había adquirido cierta flexibilidad en el tratamiento de los casos.
Llamó a su compañera, pero eludió contestar la mayoría de las preguntas que le hacía, porque no quería hablar del caso delante de Tempest. Ya tendría tiempo al día siguiente para poner a Vanessa al tanto de las novedades.
Aquella noche planeaba aprovechar que se había ganado la confianza de Tempest para averiguar todo lo que pudiera sobre MatingGame y la relación de Tempest con la agencia de contactos en línea.
En algún momento, Tempest se había cambiado de ropa; se había puesto unos vaqueros y una camisa y estaba barriendo. No se había quitado el collar, pero se había cubierto el pelo con un pañuelo rojo y negro.
Wes apiló la tercera caja de trozos de arcilla y se detuvo a mirarla trabajar. No era en absoluto como él esperaba. Tenía la idea de que los miembros de la alta sociedad de Manhattan eran vanidosos, malcriados y egocéntricos. Pero allí estaba Tempest: viviendo en un humilde estudio de Chelsea y sin asistenta. Ordenaba su casa, se preparaba su comida y no quitaba ojo al pequeño televisor. Aun sin sonido, la telenovela de la pantalla demandaba casi toda su atención mientras limpiaba.
Aunque en varias ocasiones la había descubierto mirándolo. Entre ellos había una energía especial, y habría sido estúpido que Wes lo negara. No pensaba hacer nada salvo caso omiso, pero la fricción sexual era evidente. De hecho, estaba prácticamente seguro de que ella estaba resistiéndose a la química incluso más que él.
—¿Te importa si echo un vistazo a tu ordenador? —preguntó—.Ya que hemos encontrado el mensaje del intruso, debería echar una ojeada a tus archivos y ver si ha dejado alguna pista.
Además, concentrarse en la pantalla era una buena excusa para no tener que mirar a Tempest. Ella dejó la escoba en un rincón, se lavó las manos y sacó dos platos del armario.
—No hay problema —dijo—. Podemos cenar mientras lo miramos. Tal vez puedas explicarme qué tiene que ver MatingGame con el caso de asesinato que investigas.
Tempest sacó dos botellas de agua de la nevera y añadió:
—¿Te parece bien cenar con agua? El secreto de mi dieta consiste en no tener en casa nada que no debería comer.
Él tomó las botellas y las llevó a la mesa del ordenador, encantado con el cambio de tema de conversación.
—Pensaba que me ibas a demostrar que tenía una idea equivocada de los miembros de la jet set.
—No soy miembro de la jet set, así que ya te he demostrado que estabas equivocado.
El olor a palomitas de maíz llenó la habitación. Eloise levantó la cabeza y movió la cola.
Wes se sentó en la silla del ordenador y se dijo que averiguar más sobre Tempest formaba parte de su trabajo. El hecho de que lo estuviera disfrutando era un valor añadido.
—¿Vives a base de palomitas y agua? Debes saber que es exactamente lo que esperaba por tu estilo intelectual. ¿A que has comido una cucharada de queso en crema con una hoja de lechuga?
Tempest dejó las palomitas en un estante extensible y acercó otra silla a la mesa del ordenador. Antes de sentarse, llamó a Eloise y le lanzó una golosina.
—Otra vez te equivocas —replicó.
—Estoy seguro de que no he errado por mucho.
Wes se concentró en el olor de las palomitas para no dejarse embriagar por el suave perfume de la mujer que tenía a su lado. Sin duda, Tempest no parecía una persona relacionada con el ambiente de la prostitución, ni tampoco parecía estar ocultando nada. Salvo los detalles de su comida, por supuesto.
Mientras veía cómo Wes analizaba las propiedades del documento en que habían escrito la amenaza, Tempest reconoció:
—La verdad es que me he saltado la comida.
—Eso es peor que una hoja de lechuga.
Wes se llevó un puñado de palomitas a la boca y apuntó la hora de creación del documento. Las 12:53.
—Dices que has vuelto a eso de las dos, ¿verdad? —preguntó.
—A las dos menos cinco. Venía de una reunión que se había prolongado más de la cuenta, y encima Eloise se había puesto a pedirle algo al vendedor de galletas de la esquina.
—No me extraña que tu perra tenga que mendigar en la calle, si la alimentas como te alimentas tú —dijo él, antes de beber un trago de agua—. Pero es una suerte que te hayas retrasado, porque si hubieras llegado una hora antes, te habrías encontrado al intruso.
Wes no quería imaginar lo distinto que habría sido el día si lo hubieran llamado del estudio de Tempest por un caso de agresión, o por algo peor.
De sólo pensarlo se le atragantaron las palomitas.
—Dime por qué crees que MatingGame está metida en prostitución —dijo ella, acomodándose en la silla.
Wes le recorrió el delicioso cuerpo con la mirada. Se dijo que sólo estaba haciendo una observación policial detallada, pero hasta a él le costaba creérselo.
Volvió a concentrarse en el ordenador y miró unos pocos datos más antes de conectarle a Internet y entrar en el sitio web de MatingGame.
—Por una llamada anónima —contestó—, que se suma al hecho de que la víctima tenía fama de salir con prostitutas todos los sábados por la noche, y que en su agenda estaba apuntado que el sábado pasado tenía que reunirse con alguien a quién él definía como «rubia de MatingGame».
Tempest se revolvió en su asiento.
—Tal vez se había cansado de pagar por el sexo y decidió recurrir a otros métodos para conseguir pareja —dijo, estirándose para indicarle un enlace de la página de inicio de MatingGame—. Pulsa aquí para ir directamente al perfil de los candidatos.
—No me pagan por plantear escenarios creativos para un crimen. Primero sigo las pistas obvias.
Wes respiró profundamente para no dejarse tentar por los movimientos de Tempest. Estaba tan cerca que podía oír el murmullo de la tela cuando se movía. Cada vez que se inclinaba le rozaba el brazo con el hombro y las mejillas con los rizos.
Como era lógico, más que para tranquilizarse, inspirar le sirvió para embriagarse con el cálido y dulce aroma de Tempest; un aroma sensual, femenino y definitivamente tentador. Fuera lo que fuera, Wes se moría por probarla.
Pulsó el enlace que le había indicado, con la esperanza de que Tempest no tuviera más motivos para inclinarse a señalarle algo en la pantalla. Se preguntaba cómo se suponía que un hombre podía mantenerse concentrado en el trabajo con semejante tentación femenina moviéndose a su lado.
—¿Estás cómoda? —preguntó.
Se volvió hacia ella, no para mirarla, sino para que se diera cuenta de lo mucho que lo distraía al moverse tanto.
—Perdón, pero te has quedado con la silla buena —contestó Tempest frunciendo el ceño—. No me puedo quedar quieta si estoy incómoda.
Wes maldijo en silencio, se puso en pie y le cambió de silla. De todas maneras, era mejor para los dos que él no se relajara demasiado.
—¿Así que la deducción obvia es que la rubia de MatingGame era una prostituta? —preguntó ella, volviendo a apoyarse en él para indicarle algo en la pantalla—. Siento que la conexión sea tan lenta. Pulsa aquí para ir a la pantalla de las candidatas.
Aquello no iba a funcionar. Wes se estaba ahogando en su propio deseo. No se podía decir que hubiera ido detrás de las mujeres con las que había estado durante el año y medio anterior; se habían mostrado interesadas por él, y él se había rendido a la naturaleza. Habían sido relaciones sencillas, casuales y sin complicaciones.
Y, desde luego, no habían desatado el calor abrasador que sentía al tener a su lado a aquella mujer inquieta y de curvas y perfume exquisitos. Habría sido diferente si hubiera podido hacerle el amor en aquel momento; allí, en la silla de ordenador roja donde estaba tan cómodamente sentada. Salvo que no duraría mucho sentada ni estaría tan cómoda. Si hacían el amor, jadearía, gemiría y se retorcería contra él hasta alcanzar el éxtasis.
Mientras esperaban que se cargara la página, Wes se bebió el resto del agua pero no consiguió apagar el calor que le provocaba Tempest Boucher.
—Vamos allá —murmuró ella, mientras aparecían docenas de fotos de mujeres en la pantalla—. Hace tiempo que no visito el sitio, pero si no recuerdo mal, éstos son los perfiles de todas las candidatas, salvo los de las que han contratado el servicio «Cita a ciegas». Cuando nos hicimos cargo de la empresa, los ayudamos a comprobar todas las direcciones de correo para eliminar a los candidatos que habían dado datos falsos. Me cuesta imaginar que alguien que se prostituye dé información con la que se podría rastrear fácilmente.
Wes se obligó a concentrarse en el caso y seleccionó dos perfiles para acceder a una información más detallada.
—Te sorprendería saber lo que hace la gente —dijo—. La ciudad está desprotegida porque nos pasamos el día investigando delitos absurdos. Y por la falta de vigilancia, las agencias de contactos han prosperado y pueden tener una publicidad muy agresiva.
—Sólo conozco al detalle los aspectos comerciales de MatingGame —puntualizó Tempest, con el ceño fruncido—, pero sé de primera mano que hay gente que ha encontrado pareja gracias al sitio. Una contable de la empresa se ha casado con un tipo al que conoció allí.
—Probablemente la mayoría es de fiar. Mi teoría es que hay un enlace protegido, una sección oculta de la empresa que se dedica a contratar acompañantes.
Wes escrutó los perfiles que había seleccionado, sin estar muy seguro de qué era lo que buscaba. Su apetito profesional por resolver el misterio parecía estar cediendo paso a otra clase de apetito, que no podía ser bueno para ninguno de los dos.
—«Preferencias: tríos, cuartetos y más» —leyó ella en voz alta.
Era una de las entradas de los provocativos perfiles diseñados para generar interés en aquellos que buscaban relacionarse. Sonaba vagamente escandalizada, aunque aquello no impidió que volviera a estirarse para pulsar el ratón y que preguntara:
—¿Crees que elige a un tipo o que elige a cuatro y les pide que se reúnan con ella todos juntos?
—Espera. Lo averiguaré.
Wes la tomó por la muñeca; no podía quedarse quieto mientras ella lo rozaba con aquel cuerpo delicioso por tercera vez. Tempest se quedó helada, sintiendo cómo se le aceleraba el pulso ante el contacto.
—Sólo quiero ver qué aparece cuando se pulsa el enlace de los tríos —añadió él—.No se me había ocurrido que la gente fuera tan especificaron lo que quiere de una pareja.
—Pero si empezamos a entrar en todas las opciones que nos llamen la atención, nos pasaremos aquí toda la noche.
Wes le sostuvo la muñeca y la mirada, con la esperanza de que entendiera lo importante que era para él. Le habría costado un esfuerzo sobrehumano no deslizarle el pulgar por la piel. Y después de reprimir la irresistible atracción por Tempest durante horas, descubrió que ya no podía contenerse. Le trazó una línea por los tendones, disfrutando de la delicada perfección de aquella muñeca.
Ella entreabrió los labios. Hipnotizado por el deseo, Wes se echó hacia delante hasta que Tempest lo apartó.
—En ese caso —dijo él, soltándole la muñeca—, supongo que no deberíamos distraernos demasiado. Revisaré lo de los tríos más tarde.
Wes quería concentrarse en el caso, pero no conseguía volver a mirar el ordenador. Mientras que él seguía dominado por el deseo, Tempest se había sobrepuesto como si fuera algo corriente en la vida de una heredera privilegiada y consentida. Wes se preguntaba si tendría la costumbre de provocar a los hombres para luego dejarlos con las ganas.
No sabía a qué jugaba aquella mujer, pero no estaba dispuesto a irse de su casa hasta averiguarlo.
Mientras miraba los ojos grises más cautivadores que había visto en su vida, Tempest pensó que Wes parecía enfadado. O más bien, que contenía la furia.
En realidad, ella tampoco estaba feliz de tenerlo allí, controlando su casa, su ordenador y sus hormonas.
—Parece que me va a ser imposible concentrarme contigo aquí —dijo él, apartando las palomitas y las botellas de agua—. ¿No se te ha ocurrido que entre tu infernal fascinación por los tríos y todo lo que te mueves haces que me desconcentre?
—No me fascinan los...
Tempest se interrumpió al darse cuenta de lo que Wes acababa de insinuar. No se podía creer que fuera tan arrogante y descarado.
—¿Me estás acusando de coquetear contigo? —preguntó, ofendida.
—Pues es lo que parece. Llegado el caso, no me molestaría tener algo contigo después de que atrape al asesino. Pero no puedo permitir que sigas con tu charla sugestiva y tus coqueteos, si no vas a hacer nada, salvo dejarme excitado y en un estado en que me resulte imposible trabajar.
—¿Crees que trato de seducirte? He sido muy amable contigo; te he preparado palomitas y no he dicho nada cuando te has puesto a hurgar en mi ordenador como si fuera tuyo, aunque sepa más de mis archivos y del sitio web de lo que tu sabes. ¿Es tan difícil de entender que esté impaciente por terminar con esto para poder limpiar el piso y volver a mi vida?
—Pero no lo bastante impaciente como para no señalar el enlace de los tríos.
Wes se echó hacia atrás lentamente. La seguridad de su lenguaje corporal habría convencido a cualquiera de que tenía razón.
—O sea que me acusas de tener una veta lasciva —dijo ella.
Tempest ya no estaba tan segura de no haber coqueteado con él. Temía que sus impulsos sexuales estuvieran conspirando contra ella. Tal vez, detrás de la artista y la mujer de negocios se ocultaba otra faceta: la de una seductora decadente y decidida. Aquel día se había convertido en heroína de culebrón en tiempo récord. Sólo le faltaba el ataque de amnesia.
Tal vez a las dos de la tarde había caído por el reloj de arena, pero en vez de pasar de la Tempest ejecutiva a la Tempest artista, había acabado en mitad de la telenovela.
Frustrada consigo, con él y con la innegable atracción que sentía por un hombre con el que probablemente no tenía nada en común, añadió:
—Mira, lamento que haya parecido que coqueteaba contigo, pero sólo me intrigaban los perfiles de las candidatas.
—¿Dices que tu repentino interés por los tríos no ha tenido nada que ver conmigo?
—Así es.
Él sonrió. Una sonrisa arrebatadora y sensual que la hizo estremecer.
—Mejor así —dijo Wes—, porque no soy de los que comparten.
Dos horas después, Tempest aún se estaba recuperando de aquella sonrisa, mientras él inspeccionaba un perfil tras otro, buscando alguna pista sobre el caso de asesinato.
Ella habría podido olvidar el cruce de palabras que habían tenido, si no hubiera tenido que ver y leer los fetiches y las fantasías de las mujeres que buscaban contactos a través de MatingGame. Pero era muy difícil pasarlo por alto cuando en la pantalla no dejaban de referirse a juegos sexuales que nunca había probado.
Aunque empezaba a sentirse reprimida e inexperta, no pensaba permitir que Wes notara su deseo. Se levantó de la silla, alterada por la incomodidad del momento.
—Debería sacar a Eloise —dijo.
Tempest se aferró a su plan de huida y empezó a recoger los platos y las bandejas de comida tailandesa que Wes había insistido que pidieran.
—Te acompaño —dijo él, poniéndose en pie.
—No te preocupes. Sigue con lo tuyo. Vuelvo enseguida.
Tempest esperaba poder recuperar su piso y acallar sus díscolos pensamientos eróticos después del paseo.
—¿Y si están vigilando el edificio? —replicó Wes, ayudándola a recoger la mesa—. Si el asesinato que investigo está relacionado con el asalto a tu piso, corres un grave peligro. Mi teoría es que la asesina ha venido a borrar su perfil de la base de datos de MatingGame, y al ver que no tenías los archivos del sitio en el ordenador, ha destrozado tus cosas y ha dejado el mensaje para asustarte.
Si Tempest no se había asustado antes, en aquel momento empezaba a tener un miedo terrible. No tanto como para hacer las maletas e irse a dormir a la ostentosa casa familiar de Park Avenue, pero casi.
—¿No te parece que esta prostituta asesina ha sido un tanto excesiva con los destrozos de mi estudio? —dijo—. Ha roto todas mis esculturas.
—No olvides que estamos ante una mente criminal. Según los estudios, esta gente tiene desequilibrios emocionales.
Wes llamó a Eloise, que se acercó corriendo con la lengua fuera, y añadió:
—Un motivo más para que te acompañe a sacar a la perra.
Tempest no quería que Wes pensara que tenía que protegerla.
—No has visto a Eloise en acción —dijo—. Puede parecer cariñosa y amigable, pero es una perra guardiana impresionante. Nadie me protegería mejor.
—Siempre y cuando no le peguen un tiro.
Wes descolgó la correa de la perra de un perchero, como si estuviera en su casa.
—No es que quiera asustarte, Tempest —continuó—. Pero por tu bien y el de Eloise deberías tener mucho cuidado hasta que atrape al asesino.
Ella asintió. Sabía que Wes tenía razón. El problema era que no imaginaba cómo conciliar su necesidad de independencia con su deseo de seguir con vida. No habría sido una elección difícil, salvo por el hecho de que quería valerse por sí misma y Wes Shaw parecía un hombre especializado en volver inseguras a las mujeres.
Capítulo 4
A la mañana siguiente, Wes se levantó dando tumbos, adormilado y aturdido por la falta de sueño. Avanzó a tientas entre la maraña de máquinas de ejercicios que poblaban su salón. A pesar de sus esfuerzos por evitar accidentes, le dio una patada a una pesa. Atraída por la catarata de insultos, Kong, su san bernardo, salió ladrando del dormitorio.
—No pasa nada.
Wes tranquilizó a la perra, cuyo instinto protector habría provocado urticaria a la Boucher, «doña Independencia». La noche anterior había tenido prácticamente un ataque de ansiedad cuando Wes insinuó que pasaría la noche en el estudio por si ocurría algo, y en un segundo había desplegado toda clase de planes para reforzar la seguridad del piso y había insistido en que podía cuidarse sola. Él había tratado de convencerla de que volviera a la casa de su familia, donde al parecer residía entre semana, pero ella se había negado rotundamente.
Wes la detestaba por ser tan independiente. Casi no había dormido, porque se había pasado la noche pensando en que estaba sola, incluso después de revisar una y otra vez cada cerrojo.
No parecía que hubieran forzado la puerta del piso de Tempest, situado en la tercera planta; sólo era posible entrar por la puerta o por la salida de incendios, que tenía un candado oxidado e inservible. Wes había hablado con el portero y con la anciana que vivía al otro lado del descansillo, y que había estado en casa durante el asalto. Ninguno había oído nada fuera de lo corriente.
Después de obligarse a dejar el edificio, Wes había vuelto a la comisaría para revisar el archivo del caso de asesinato y rellenar un informe sobre el asalto al estudio de Tempest. Pero el intercambio de ideas con Vanessa no les había servido para encontrar una conexión entre el asesinato que investigaban. Tempest y MatingGame.
Al menos habían eliminado a Tempest de la lista de posibles asesinos, porque tenía una coartada firme para la hora en la que se había cometido el asesinato. La fotógrafa de una revista del corazón la había retratado en el cine con el dueño de un café de la zona. Que el hombre asegurara que sólo eran buenos amigos no evitó que Wes se pusiera de mal humor al ver la foto. Sabía que no tenía por qué importarle con quién saliera Tempest, pero detestaba verla con un bohemio farsante que se las había ingeniado para citar a Kafka dos veces en una frase.
Wes se había enfadado tanto que hasta había perdido el gusto por el café. Sacó una bebida isotónica de la nevera, tomó un trago y empezó a planificar el día. Lo primero y principal era llamar a la policía de México para obtener más información sobre la muerte del padre de Tempest. No era que no confiara en la policía extranjera; no confiaba en ningún policía ajeno a su comisaría.
La desconfianza era una característica inseparable de su placa de policía, y Wes tenía motivos sobrados para andarse con cuidado con Tempest, porque, tratándose de ella, no podía confiar ni en su propio instinto. Pensaba investigarla a fondo para no tener que volver a reprimir la atracción que sentía cuando volviera a verla. Porque la próxima vez que ella contoneara sus maravillosas curvas cerca de él, pensaba demostrarle hasta qué punto se lo agradecía.
Tempest detestaba el miedo que le había metido en el cuerpo el intruso. De no haber sido por Eloise, se habría rendido a la angustia y habría pasado el fin de semana en la casa de su familia. La perra se había pasado la noche junto a ella, lista para espantar a cualquier delincuente o pervertido que amenazara la seguridad de su refugio. El problema era que el fiel animal no era tan eficaz a la hora de mantener a raya a los hombres que amenazaban la paz mental de su querida dueña.
Aquella mañana, Tempest se había levantado al amanecer, y había limpiado y ordenado el estudio hasta conseguir que tuviera un aspecto medianamente decente. Al terminar se había puesto a mirar en Internet el resumen del capítulo de la telenovela que se había perdido, mientras se decía que no estaba ansiosa por oír los pasos de Wes en el pasillo.
Había leído tres veces la parte en la que relataban que un personaje había vuelto de la muerte cuando Eloise corrió hacia la puerta y se puso a ladrar.
Tempest espió por la mirilla y vio a una figura conocida avanzando por el pasillo. Cuando Wes llamó a la puerta, ella ya estaba abriendo.
—¿Has mirado para asegurarte de que era yo? —preguntó Wes frunciendo el ceño.
Había cambiado el traje por unos vaqueros gastados, una camiseta azul y un abrigo largo, y estaba extremadamente guapo.
—Eloise me ha dicho que eras tú —contestó ella.
Cuando Wes entró en el piso. Tempest lo siguió con la mirada. No podía negar que tenía un trasero muy bonito, pero que se hubiera fijado no significaba que fuera a hacer nada. Cerró la puerta y se preparó para una nueva sesión de tentaciones. Había decidido que dedicaría el día a limpiar su nombre frente a Wes y a ayudarlo a averiguar qué sucedía con MatingGame.
Wes dejó una carpeta sobre las cajas de escombros que Tempest había apilado junto a la puerta y se agachó para acariciarle la cabeza a la perra.
—¿Eloise te lo ha dicho? —dijo—.Tienes suerte de que también tenga una perra; si no, pensaría que estás loca.
—¿Tienes una perra?
Tempest sabía que no tendría que habérselo preguntado, porque no necesitaba más motivos para que le cayera bien, pero no había podido con la curiosidad.
—Sí, Kong —contestó él, acercándose al ordenador—. La tengo desde hace uno dos años.
—¿Es hembra y se llama Kong?
—Créeme: le va de perlas. No es ninguna niñita delicada.
Wes echó un vistazo a la página del culebrón y, antes de cerrarla, preguntó:
—¿Te parece que retomemos desde donde lo dejamos anoche?
A ella se le aceleró el corazón ante las imágenes que le disparaba la propuesta. Tenía pánico de que partieran del momento en que Wes se había quedado mirándole la boca fijamente. Cerró los ojos y trató de aclarar sus ideas. No le serviría de nada fantasear con Wes, y se negaba a permitir que una simple atracción sexual obstaculizara el objetivo de limpiar el nombre de su empresa.
—De acuerdo —contestó—. He llamado a la webmaster de MatingGame, que sigue supervisando la empresa. Hasta el miércoles no vuelve a la ciudad, pero le he dejado un mensaje diciendo que necesitaba hablar con ella con urgencia. Me cuesta imaginar que MatingGame esté metido en algo ilegal, pero si hay algún problema en la empresa, ella sabrá dónde tenemos que buscar.
—Bien. ¿Puedes acceder a sus archivos del sitio?
Wes se sentó delante del ordenador y pulsó unas cuantas teclas para echar un vistazo a las actualizaciones.
—Su secretaria me iba a enviar un disco con un mensajero. Debe de estar de camino.
Tempest lo observó trabajar con los archivos. No cabía duda de que tenía habilidad para la informática.
—¿Te apetece un café? —preguntó.
Era lo mínimo que podía hacer. A fin de cuentas, le habría ofrecido lo mismo a cualquier visita. Él balbuceó algo incomprensible y terminó por pedirle un té.
Después de tres horas y varias tazas de té, Wes no había encontrado nada raro en los archivos del ordenador. Había reenviado a la comisaría los nombres y las direcciones de las mujeres, y de algunos hombres, que ponían anuncios en MatingGame. Ninguno tenía antecedentes relacionados con prostitución ni con delitos violentos. Había encontrado a dos acusados de acoso sexual sobre los que pendían órdenes de busca y captura, y había puesto sobre aviso a la policía de California y de Wisconsin, porque los domicilios de los perfiles correspondían a aquellas jurisdicciones.
Tempest admiraba que se tomara tan en serio su trabajo y la nobleza de sus intenciones. Valoraba la importancia de lo que hacía, aun cuando la investigación estaba centrada en una de sus empresas.
Bebió un trago zumo de naranja y pasó por detrás de la mesa por enésima vez; sentía curiosidad por ver qué estaba haciendo, pero no quería acercarse demasiado a Wes. Él le había advertido que lo desconcentraba si sentaba al lado, y prefería no contrariarlo ni hacer nada que le hiciera pensar que estaba interesada sexualmente por él. Aunque lo estuviera.
—Si me dices qué buscas, quizá pueda ayudarte a encontrarlo —dijo, señalándole el portátil—. Puedo trabajar en la mesita.
Pero Wes parecía demasiado concentrado en el texto de la pantalla para oírla.
—Echa un vistazo a esto —dijo.
Tempest estaba a punto de ponerse detrás de él para mirarlo cuando decidió que era mejor llevar una silla y sentarse a su lado; de todas maneras, Wes parecía absorto con el trabajo. Tomó asiento y apuró el zumo, en un esfuerzo por mantener la calma en las inmediaciones del atractivo inspector.
—Es la clave de una candidata, ¿verdad?
La mujer que había escrito el anuncio afirmaba ser toda una experta en sexo oral. Tempest estuvo a punto de escupir el zumo.
—Sí, pero tiene algo extraño. Hay un asterisco junto a la clave, y en el sitio no he encontrado nada que explique qué significa ese asterisco. ¿Sabes qué puede ser?
Aún impresionada por el tamaño de las letras con que aquella mujer anunciaba sus cualidades, Tempest trató de concentrarse en la pregunta de Wes y no pensar en si existía alguna técnica especial para el sexo oral.
—No sé qué significa —dijo—. Puede que sea algún código interno. No sé, quizá indique que la mujer en cuestión es una clienta habitual, que viene recomendada o algo así.
—Pero ¿por qué ponerlo ahí, si no es para que lo vean los clientes?
Wes se volvió hacia ella, girando la silla hasta quedar frente a frente.
Tempest empezaba a pensar que tal vez el asterisco fuera la marca de los expertos en sexo oral, pero no lo mencionó, sino que dijo:
—Buena pregunta. Puedo llamar a MatingGame y ver qué dicen.
—¿Y si es lo que distingue a las prostitutas de las demás, para que los visitantes que saben que pueden contratarlas estén seguros de que escogen a las mujeres correctas?
Ella se encogió de hombros. Le costaba creer que MatingGame formara parte de una red de prostitución. O tal vez se negara a aceptar que su instinto comercial hubiera estado tan errado.
—No sé qué decir —reconoció—. ¿Has visto si hay más mujeres que tengan claves con asterisco?
—Pediré que lo comprueben. Sé que no te gustaría descubrir que una de tus empresas está implicada en el comercio sexual, pero de una forma u otra, tengo que llegar al fondo de este asunto.
—Estoy tan impaciente como tú por averiguar qué ocurre.
Lo último que necesitaba Tempest en aquel momento era que la junta directiva cuestionara sus decisiones. Se agachó para levantar el portátil, dispuesta a demostrarle cuánto podía ayudarlo con el caso. Lástima que al moverse le rozó la pierna con el brazo.
No estaba claro si había sido un accidente. Wes habría afirmado que el roce no había sido intencionado, de no haber sido porque era la enésima coincidencia en el transcurso de la investigación. Parecía que el asesinato se había cometido para que conociera a Tempest Boucher, que parecía ser el blanco de un asaltante aficionado a la destrucción. A ello se sumaba el inquietante hecho de que el padre de Tempest hubiera muerto mientras estaba con una clienta de MatingGame, igual que la víctima del caso que investigaba.
Tal vez los sucesos no tuvieran nada que ver entre sí y, en efecto, fueran meras coincidencias. Pero lo más probable era que estuvieran relacionados. Wes estaba impaciente por hablar con la supervisora de MatingGame para averiguar si vendían algo más que un servicio de contactos en línea.
En cualquier caso, Wes ya estaba harto de las coincidencias y quería creer que el roce de Tempest había sido intencionado.
Sonrojada, ella dejó el portátil en la mesa y murmuró:
—Perdón. Ha sido sin querer.
—¿En serio?
Wes la observó encender el ordenador. Llevaba el pelo recogido, pero se le había soltado un rizo, que le caía sobre la frente.
—No —contestó Tempest, apartándose el pelo de la cara—. En realidad, no lo siento. No puedo ayudarte si no me conecto a MatingGame. No tengo la culpa de que tengas las piernas tan largas que ocupan todo el espacio de debajo de la mesa.
Él contempló cómo se le arrugaba la frente cuando se concentraba y cómo fruncía la boca mientras escribía en el portátil. Se quedó mirándole los labios, que resultaban deliciosos sin pintar.
No cabía duda de que la deseaba. Tenía una coartada que la dejaba fuera del caso, por lo que no tenía que preocuparse por las repercusiones éticas de la situación. Y aunque quería encontrar a la prostituta asesina, Wes no tenía ningún interés profesional por MatingGame y estaba convencido de que Tempest no sabía nada sobre la posible implicación de la empresa con la prostitución. Y, en cualquier caso, no era algo de lo que tuviera que ocuparse un inspector de homicidios. Si se hacía una redada, se encargaría otro policía.
Dadas las circunstancias, no había motivos para que no tratara de seducir a la única mujer que le había llamado la atención en mucho tiempo.
—He comprobado tu coartada —comentó, mientras seguía navegando por el sitio de MatingGame.
Ella dejó de escribir.
—¿Mi coartada?
—La del sábado por la noche.
Wes se quedó mirando la pantalla, impresionado con una vampiresa morena. Se preguntaba qué tenía Tempest para prender fuego a su libido.
—No me hace gracia tener que preguntarlo, pero ¿por qué necesitaba una coartada para el sábado por la noche? —dijo ella, volviéndose para mirarlo.
—Quería asegurarme de que no eras la asesina antes de que las cosas se empezaran calentar entre nosotros.
—¡Por todos los dioses! Rescato animales de los contenedores. ¿Cómo iba a matar a alguien?
Tempest gruñó al ver que en la pantalla de Wes había una mujer desnuda con un cuerpo admirable, aunque no era el cuerpo que él quería ver.
—Y otra cosa —añadió ella—, no se va a calentar nada entre nosotros.
—Pues yo diría que las cosas ya se están calentando.
Wes estiró la mano y se puso a juguetear con el mechón de pelo suelto de Tempest. El rizo negro se le enredaba entre los dedos, suave y sensual, como si quisiera quedarse con él. Alrededor de él.
—Estás excitado y alterado porque has estado leyendo descripciones de fetiches sexuales hasta las tantas —dijo Tempest, apartándose—, y ahora estás mirando a una mujer desnuda con un pecho perfecto.
—No es ella la que me excita y me altera.
Wes vio la sorpresa en los ojos marrones de Tempest y se preguntó cómo podía hacer caso omiso de semejante indirecta. Le parecía asombroso que le costara tanto creer que era ella quien le interesaba.
—Dime, Tempest, ¿sales con muchos hombres?
—¿Es una pregunta de índole profesional? — replicó ella.
Wes la vio llevarse las manos al collar y comprendió que se trataba de un gesto nervioso. Mientras la veía acariciar la pequeña perla que colgaba de la cadena imaginó cómo sentiría aquellas caricias sobre la piel.
—Sí y no —contestó—. Estábamos hablando de tu coartada, pero he recordado que tu coartada era que estabas con un hombre. Lo que me ha hecho preguntarme si salías mucho y si había alguien importante en tu vida.
Tras decir aquello, Wes rescató la perla de entre los nerviosos dedos de Tempest, que se puso tensa mientras le ponía el collar en su sitio, cuidando de no tocarla.
Él tuvo la clara impresión de que bajo aquella imagen tímida había una mujer de emociones tan tempestuosas como su nombre. Si la hubiera tocado, se habría encendido la llama de la pasión.
Ella se encogió de hombros y dijo:
—No tengo tiempo para las relaciones. De hecho, apenas tengo tiempo para ver mi telenovela favorita y darle de comer a la perra.
—¿De modo que el tipo del bar no ocupa ningún lugar especial entre tus afectos?
—No tengo novio —insistió ella—.Y no creo que se pueda encontrar gente compatible en las discotecas o los bares de copas. Siempre he pensado que las agencias como MatingGame son una de las mejores opciones.
—No se puede comprobar si hay química por Internet.
A Wes le parecía inconcebible conocer a una mujer en un ambiente tan estéril. Era imposible saber cómo sería la dinámica corporal si no se estaba frente a frente y, a ser posible, muy cerca.
—La química está sobrevalorada —afirmó ella—. ¿Qué hay de los intereses comunes y de los valores compartidos? Ésa es la clave de toda buena relación.
Wes había oído a Vanessa soltar la misma perorata, aunque nunca le había dado importancia. Pero al oírla en boca de Tempest se preguntaba cómo hacer para conquistar su mente, además de su cuerpo.
En realidad, no tenía que preocuparse demasiado. Sus planes con Tempest eran sencillos, directos y fáciles de satisfacer.
—Puede que tengas razón —dijo, volviéndose hacia el ordenador—. De todas maneras pensaba rellenar una solicitud de alta en el servicio de MatingGame para hacerme una idea de qué quieren saber para montar las parejas. ¿Quieres ayudarme? Tal vez podamos averiguar algo el uno del otro.
—No necesitamos saber nada para trabajar juntos.
Wes empezó a rellenar el formulario de solicitud de alta sin inmutarse.
—Cualidades que valoro en una mujer: lealtad, fidelidad, integridad...
Tempest soltó una risita sarcástica.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Suenas como si estuvieses pidiendo un perro, no una novia. Todo el mundo quiere lealtad en las relaciones, Wes. Eso no define qué clase de mujer te gustaría.
Él se quedó mirando la pantalla. No le desagradaba lo que había contestado.
—Ésas son las cosas que importan —afirmó.
—¿Y qué hay de la creatividad y las perspectivas? ¿Por qué no buscar una mujer que trata de concretar sus sueños y celebra la vida? Alguien que no tiene miedo de enfrentarse a las convenciones para poder dedicarse al arte...
Tempest se interrumpió, con expresión aterrada. Wes no pudo evitar sonreír. Se acercó más a ella, decidido a averiguar si albergaba fuego y pasión detrás de sus gestos nerviosos y su tendencia a la inquietud.
—¿Alguien como tú?
Capítulo 5
Tempest no podía contestar, ni pensar, ni apartarse del alto inspector, que se le acercaba cada vez más. No podía recordar si tenía motivos para mantener las distancias con aquel hombre, cuando todo su cuerpo se estremecía anticipándose a lo que iba a suceder.
El beso de Wes fue casi una caricia en los labios, pero bastó para avivar el deseo de Tempest. En cuanto sintió el aliento mentolado y el olor a loción de afeitado, el mundo desapareció para ella. Sólo podía sentir y saborear aquel momento, a aquel hombre.
Le deslizó las manos por los hombros y disfrutó al tocarlo como si estuviera modelando un trozo de arcilla nuevo. Salvo que Wes ya estaba perfectamente formado y esculpido por dedos infinitamente más habilidosos que los de ella. Le recorrió el cuello y la mandíbula con la punta de los dedos, lo atrajo hacia sí y lo besó apasionadamente.
Wes era verdaderamente arrebatador. Las manos de Tempest reconocían el atractivo físico de aquellos músculos marcados y disfrutaban de la tersura de la piel. Pero el placer de sus manos no era nada en comparación con el festín de su boca. El beso de Wes era una provocación, una invitación a la entrega total. Las lánguidas caricias en su lengua la tentaban a rendirse, a sentirlo en todo su ser, a crear con sus propias manos la más maravillosa escultura imaginable.
Le pasó los dedos por el pelo y le acarició la nuca. Él gimió complacido, alentándola a seguir, hasta que el gemido se convirtió en una especie de gruñido monocorde.
Tempest arqueó la espalda e interrumpió el beso, sólo para descubrir que era Eloise la que gruñía. Estaba a escasos centímetros de ellos, con el rabo erguido y mirando a Wes con aire amenazador.
—No, Eloise —la reprendió, usando el tono severo que le había enseñado el adiestrador—. Túmbate.
Eloise ladeó la cabeza, visiblemente confundida.
Wes se quedó inmóvil hasta que la perra se marchó al rincón donde tenía su manta y sus juguetes.
—Creía que te estaba devorando —dijo.
—Es la voz de mi conciencia.
Tempest sabía que tenía que hacer más caso a su perra y menos a su libido, pero Wes no le ponía las cosas fáciles.
—Y diría que te ha hecho un favor... —añadió.
—¿Por asegurarse de que sólo pueda robarte un beso? ¿Cómo se te ocurre decir algo así?
El tono de Wes la hacía fantasear con conversaciones íntimas y desayunos en la cama. Tempest acalló el sonido de aquella voz seductora. En un esfuerzo por mantener las distancias, se recordó que el inspector sospechaba de una de las empresas de Boucher Enterprises.
—Besarme sólo te complica las cosas —dijo—. Por lo que sabes, me dedico a mandar a mis congéneres a la calle a ofrecer sus servicios por dinero.
Cada vez más indignada con la situación, Tempest se enderezó en la silla y se apartó de él, mientras se preguntaba dónde estaba el sentido del honor de Wes.
—Quienquiera que esté detrás de esto no vende los servicios de nadie en la calle —replicó él—. Si mi informador está en lo cierto, todo lo relacionado con MatingGame es de muy alto nivel.
—Tierra llamando a Wes: ése es el principal motivo por el que deberías sospechar de mí. Mi estilo de vida es de muy alto nivel.
Tempest miró el pequeño estudio, la televisión de catorce pulgadas y la cama convertida en improvisado sofá con unos cuantos cojines.
—De acuerdo —reconoció—, puede que aquí no parezca muy elegante, pero sabes muy bien que procedo de una familia escandalosamente privilegiada.
—Pero ¿quién es el policía aquí? ¿Es que crees que no soy capaz de hacer mi trabajo? Tengo un instinto muy aguzado para reconocer a los sospechosos y, sinceramente, no pareces saber demasiado de tríos como para dirigir una empresa de acompañantes. Además, a decir verdad no estoy investigando a MatingGame; sólo me interesa su posible relación con el asesinato.
—¿Y se supone que debería estar encantada de que me beses porque, llegado el caso, no te correspondería detenerme?
—Deberías estar encantada de besarme porque te atraigo.
Tempest no se podía creer que se le notara tanto. Reprimió el impulso de tocarse los labios, aún hinchados por el beso, y preguntó:
—¿Siempre dices lo que piensas?
—En absoluto. Hace nueve años que soy inspector, y no siempre he podido decir lo que pienso. ¿Habría conservado el empleo tanto tiempo si señalara a la gente y le dijera que es culpable? Tengo que reservarme mi opinión profesional, pero puedo dar mi opinión personal como cualquiera. Que lo haga o no es otra cosa.
—¿En serio? ¿Quieres decir que no estás dispuesto a decirme qué opinas de mí, pero sí cómo me siento?
Wes arqueó las cejas.
—Querida mía, no sabes nada de los hombres.
—¿No te he dicho ya que no salgo mucho?
Como su padre había estado demasiado ocupado con su propia vida, lo poco que Tempest sabía de los hombres lo había aprendido en las telenovelas. Le encantaban los personajes de televisión, pero los hombres que conocía en la vida real no tenían identidades secretas, hermanos malvados relacionados con la mafia ni infancias sórdidas.
—Pero habrás oído aquello de que los hombres piensan en el sexo cada diez minutos, ¿verdad? —dijo él.
—Creía que era cada media hora.
—En cualquier caso, es mucho. Si haces la cuenta, verás que los hombres pasan un montón de tiempo pensando en las mujeres.
—¿En el sexo?
De repente el aire parecía cargado, denso. Tempest olió el perfume de Wes y recordó el sabor de su boca.
—Desde luego —afirmó él, volviéndose bruscamente hacia el ordenador—. De hecho, dado que pienso tanto en sexo, debería poner un anuncio en MatingGame para ver qué pareja me encuentran.
—¿Quieres buscar pareja?
—Quiero ver si el sistema me empareja con una solicitante verdadera o con una mujer que espera que le pague los favores —contestó Wes, pulsando el enlace de las citas a ciegas—. Pero la única sección de la empresa que podría orquestar algo así sería el servicio de citas a ciegas.
Tempest lo observó rellenar el formulario con las características que buscaba en una mujer. Curiosamente, Wes borró lo que había escrito sobre la lealtad y la fidelidad.
—Así que quieres una mujer que obtenga placer de su feminidad y que no tema demostrarlo —dijo ella, leyendo lo que había puesto—. ¿Te refieres a que use minifalda?
Tempest esperaba que no fuera tan chabacano. Aun así, no pudo evitar mirarse el vestido que se había puesto aquella mañana, que la cubría de los pies a la cabeza. Un atuendo equivalente a una armadura.
—No, aunque las minifaldas no están mal — contestó Wes, esbozando una sonrisa—. Es sólo que me parecía muy burdo decir que me gustaría una mujer con debilidad por la lencería.
Al recordar las prendas de seda y encaje que tenía desparramadas por el estudio el día anterior, Tempest se encogió en su silla.
—Muy burdo. A las mujeres les gusta que aprecien su inteligencia.
Aunque tenía que reconocer que tampoco estaba mal que enloquecieran por su cuerpo. En especial si el que enloquecía era Wes Shaw.
Se estremeció al darse cuenta de lo que estaba pensando. Por suerte no se había puesto minifalda. Lo último que necesitaba en su vida era un policía negativo.
—Pero ahora que lo pienso —dijo él—, si quiero comprobar si hay mujeres que usan el servicio de MatingGame para encontrar clientes, tal vez deba sonar más desesperado.
Wes siguió rellenando el formulario, y cuando terminó giró la pantalla para que ella pudiera leer lo que había escrito. Tempest se saltó las partes que ya había leído, mientras se preguntaba si a Wes le había llamado la atención que tuviera mucha más ropa interior que jerséis. Lo cierto era que le encantaba la lencería.
No pudo evitar fijarse en otra de las características que compartía con la mujer de los sueños de Wes.
—¿Le tienen que gustar los perros?
—Es ser demasiado sincero, ¿verdad? —reconoció él, antes de borrar el comentario.
—¿De verdad buscas a una mujer a la que le gusten los perros?
—Tengo a Kong, ¿recuerdas? Es una san bernardo, y les da miedo a las personas a las que no les gustan los perros.
Resultaba tranquilizador que un hombre tuviera un animal doméstico. Demostraba que era capaz de asumir responsabilidades, además de dar a entender que no era un histérico. Los dueños de animales no podían ser ni muy quisquillosos ni muy neuróticos.
—¿Una san bernardo?
—Te parece que es demasiado grande para un piso en la ciudad, ¿verdad?
—No, en absoluto. La verdad es que estoy harta de que la gente me diga que no debería tener a Eloise aquí encerrada.
Cambiaron impresiones sobre perros, se quejaron de que siempre tenían toda la ropa llena de pelos y se mostraron de acuerdo en que un perro hacía que salir a comprar el periódico los domingos por la mañana fuera mucho más divertido.
Y de alguna manera, Tempest deseó ser la candidata perfecta para la cita a ciegas. Pero no estaba segura de si Wes pensaba darse de alta en MatingGame, o si sólo quería ver las preguntas que incluía el programa.
—¿De verdad vas a enviar el formulario? —preguntó.
—Por supuesto. Tengo que hablar con la supervisora, pero mientras tanto esto me puede servir para averiguar si el negocio es legal o no.
Y antes de que ella pudiera decir nada, Wes envió sus criterios de búsqueda al ciberespacio.
La sorpresa la hizo quedarse mirando el ordenador un buen rato.
—Pero en realidad no irás a la cita, ¿verdad?
—Depende —dijo él, apagando la pantalla y girándose hacia Tempest—.Ahora mismo sólo me interesa una mujer.
Ella contuvo la respiración mientras esperaba descubrir quién podía ser. Como si estuvieran en una serie de suspense, él la dejó tensa, ansiosa y mucho más intrigada de lo que debería. Pero independientemente de lo que dijera Wes. Tempest sabía que no podía permitir que siguiera adelante.
Wes le acarició la mejilla con el pulgar, consciente de que no podía dejar que lo apartara, corno parecía hacer con el resto de los aspectos de su vida. Como no se llevaba bien con su familia ni le gustaba trabajar en la empresa de su padre, los días en los que no tenía que ser una ejecutiva de alto nivel vivía una vida secreta en Chelsea.
A Wes le caía bien. No era engreída ni fingía ser lo que no era. Hacía tiempo que no encontraba tanta sinceridad en una mujer, y le resultaba muy intrigante.
Aunque, en honor a la verdad, tenía que reconocer que no había encontrado nada intrigante en las mujeres desde que habían hallado el cadáver de su primer compañero. Así que el hecho de que Tempest Boucher le resultara tan irresistiblemente atractiva era todo un acontecimiento.
Pero Wes no quería que lo supiera, porque tenía la impresión de que saldría corriendo espantada.
—Creo que he dejado muy claro que me gustaría conocerte mejor —dijo, en obvia referencia al beso—. Pero en lo relativo al trabajo no puedo permitirme pasar por alto nada que esté relacionado con una investigación. Necesito saber qué pasa en MatingGame, y la sección de citas a ciegas parece el único lugar del sitio adecuado para que una prostituta ejerza su oficio.
—¿No has pensado que es posible que tu asesina trabaje sola y no utilice ninguna agencia?
Tempest permaneció inmóvil mientras él le tocaba la mejilla. Wes no podía permitirse alentar la esperanza que había en sus ojos.
—Lo dudo —contestó—. La mayoría de las prostitutas sabe que no es una forma segura de trabajar.
—Y por eso vas a probar personalmente el servicio de citas a ciegas.
Tempest arqueó una ceja. Era obvio que no aprobaba sus métodos, pero en vez de criticarlo, volvió su atención a la mano de Wes.
—Bonito tatuaje.
Él se miró la hiedra verde que le rodeaba la muñeca.
—Es un buen apaño.
—¿Cómo que un apaño? —preguntó extrañada.
—Me tatué el nombre de una antigua novia, pero me arrepentí cuando me engañó con otro. Así que volví a la tienda y la tatuadora se las apañó para transformar «Belinda» en una hiedra.
En realidad, Wes había pedido que le tatuara una ortiga; tenía veintidós años y quería algo que le recordara que las mujeres eran mala hierba. Afortunadamente la tatuadora no le había hecho caso y había dibujado algo menos drástico. Y como Wes era negado para las plantas, hasta el año anterior no se había enterado de que no era la que había pedido.
—¿Cómo se puede ser tan ingrato? —dijo Tempest, sacudiendo la cabeza—. Nunca he entendido en qué se basa el engaño. Si no se quiere seguir con una relación, o se quiere estar con otra persona, se le dice a la pareja y ya está. ¿Es tan difícil?
—Cuidado, señorita, o empezaré a pensar que valoras mucho la lealtad, la fidelidad y todas esas cosas que has asegurado que solo podía encontrar en un perro.
—No olvides que me dedico a esculpir penes de arcilla. No te fíes de una mujer que busca hombres desnudos que posen para ella.
El tono bromista de Tempest dejaba claro que no quería entablar ninguna conversación seria.
—¿De verdad? —preguntó él, amenazando con quitarse la camiseta—. Estaba buscando una excusa para desnudarme. ¿Por qué no me das tu opinión profesional?
Wes esperaba que le dijera que se detuviera, que no se quitara la ropa. Pero mientras se desabrochaba los vaqueros, después de haber arrojado la camiseta al suelo, empezó a pensar que tal vez Tempest no estuviera bromeando.
Ella se quedó mirándolo en silencio, fascinada con cada centímetro de piel desnuda. De repente, Wes sintió que le subía la tensión, lo que significaba que estaba a punto de tener un infarto o una erección descomunal.
Se maldijo en silencio por ser tan estúpido como para desvestirse delante de una mujer a la que apenas conocía, pero a la que parecía desear con desesperación.
La ávida mirada de Tempest se detuvo en el bulto que podría haber sido una atracción circense. Abrió los ojos desmesuradamente y lo miró a la cara, con las mejillas sonrojadas.
—No contrato modelos —dijo, con la respiración entrecortada.
—No hay problema. No te cobraré.
Tempest se puso en pie y se arregló el pelo. Wes avanzó hacia ella, incapaz de seguir manteniendo la distancia. La erección aumentó cuando vio la forma en que lo miraba Tempest.
Tal vez el tamaño de su miembro tendría que haberlo alertado de que no le estaba llegando suficiente sangre al cerebro. Pero para entonces, su capacidad de pensar racionalmente estaba gravemente afectada.
—Desde un punto de vista estrictamente creativo, estoy impresionada —declaró ella, casi sin aliento.
—¿Y desde el punto de vista personal?
Wes se detuvo a unos centímetros de ella, sintiendo el perfume almendrado. No podía acercarse más sin alguna clase de invitación, de señal.
—Para poder formarme una opinión personal —dijo Tempest— necesitaría más información.
—Pregunta lo que quieras.
Él no pretendía acercarse más, pero debía de haberlo hecho, porque la tela de vestido le rozaba el pecho. Cerró los ojos ante el contacto de aquellos senos exuberantes que lo tentaban hasta la locura.
Sin embargo, Tempest se echó atrás y se mordió el labio con gesto contrariado. Su cara era la viva imagen de la tensión sexual. Cuando al fin abrió la boca para hablar, murmuró:
—¿Qué más da? Tal vez sólo necesito sentirte la piel.
Acto seguido, se pegó a él y le deslizó las manos por la cintura.
Wes sintió que lo atravesaba un rayo de calor. La rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí. Ella abrió la boca, suave, cálida e irresistible. Arqueó la espalda y presionó sus generosas curvas contra él.
Wes se moría por acariciarla, por sentirla. Una combinación de texturas le asaltó los sentidos: el pelo de Tempest, la piel, el vestido. Todo en ella suplicaba que lo tocara, que se acercara más, que se quedara.
—Wes...
Apenas reconoció su nombre entre los suspiros de placer y la pasión del beso. Se echó hacia atrás y la contempló a la luz de la pantalla del ordenador. El estudio estaba en penumbra, porque era invierno y anochecía pronto.
—¿Vamos demasiado deprisa? —preguntó.
Wes no había querido prolongar el beso ni volverlo tan intenso, pero sus buenas intenciones se habían esfumado cuando ella lo había mirado con aquellos ojos marrones llenos de deseo; y en cuanto la había besado, su cuerpo parecía haber recordado exactamente cuánto tiempo hacía que no besaba a nadie que le importara.
—No —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Si. Tal vez. Es sólo que...
Wes se obligó a contenerse y la tomó de los hombros. Era un terreno mucho más seguro para sus manos.
—Eres deliciosa, y hacía mucho tiempo que no estaba con nadie. Siento haberte presionado.
—No es eso. Me ha gustado el beso... y la visión...
—El placer ha sido mío.
—Pero creo que no te das cuenta de lo que supondría para ti que siguiéramos por esta vía.
—Al contrario, creo que sé perfectamente lo que supone y, después de lo que he sentido sólo con un beso, puedo decir con seguridad que nada sacudiría mi vida más que eso.
No tenía sentido negar lo evidente: la deseaba.
—Lo dudo —afirmó ella, estirándose para encender la lámpara de la mesa—. Sé que disfrutaríamos del sexo, pero relacionarte conmigo podría ser desastroso.
—Ya he aprendido a no tatuarme nombres en la muñeca. ¿Qué más necesitas saber?
—Todas las relaciones que he tenido han aparecido en los periódicos. Hasta que fuera al cine con el tipo del bar se convirtió en un escándalo, y como bien dijo él, apenas somos amigos. Debes saber que salir conmigo podrías ser un auténtico dolor de cabeza.
—Podríamos mantenerlo en secreto —dijo él, acariciándole el collar con un dedo—. En privado.
—Créeme, lo he intentado. Ni siquiera podía mantener en secreto los resultados de mis exámenes universitarios. Por cierto, si te interesa la información, puedes buscarla por Internet.
Al fin, el cerebro de Wes volvió a funcionar. La razón regresó mientras pensaba que perdería su intimidad desde el momento en que emprendiera algo con Tempest. Se preguntaba si podría afrontar que su vida fuera un artículo de consumo público. Sobre todo, cuando tenía que atrapar a un asesino.
—¿Así que estás dispuesta a dejarlo todo sólo por el posible escándalo mediático? —preguntó.
Tal vez Tempest tratara de protegerlo y evitar que invadieran su vida privada; pero también cabía la posibilidad de que no quisiera que relacionaran su nombre con un inspector de policía mediocre.
Wes estaba seguro de que no era el tipo de hombre que la familia Boucher quería para su hija, ni siquiera para una relación a corto plazo. Eran megamillonarios con una fortuna inconmensurable y contactos en todo el mundo.
Y él estaba tratando de mantener a la ciudad a salvo encerrando a los delincuentes. O al menos así había sido hasta que, tres meses atrás, se había visto obligado a afrontar la muerte de Steve. Durante mucho tiempo se había negado a aceptar que su compañero estuviera muerto, y cuando habían encontrado el cadáver, Wes se había replanteado todo su trabajo. Pero aunque había decidido permanecer en la policía de Nueva York, sabía que nunca sería la clase de hombre que necesitaba una ejecutiva de la alta sociedad.
No estaba seguro de si se estaba echando atrás por sí mismo o porque tenía la impresión de que la agenda de Tempest era una barrera infranqueable entre ellos. En cualquier caso, tenía que retroceder antes de que hicieran algo que pudiera hacerles más daño.
—Creo que es justo que te advierta de las consecuencias —contestó ella—. Piensa lo que quieras de mí y de MatingGame, pero jamás engañaría a nadie a propósito.
—Lo entiendo y te agradezco la advertencia.
Wes juntó los papeles que había imprimido, con la esperanza de que si ponía un poco de distancia, podría tomar una decisión sin que el perfume almendrado de Tempest le nublara la razón.
Además, había sido sincero con lo de la lealtad y la sinceridad. Había muchas cosas que le importaban más que la creatividad y el acceso a millones de dólares.
—Lo tendré en mente la próxima vez que tenga el impulso de desnudarme delante de ti —añadió.
Acto seguido, se puso la camiseta, tomó el abrigo que había dejado en la silla y avanzó hacia la puerta. Pertenecían a mundos distintos; se suponía que apartarse de ella no tenía que ser tan difícil.
Se despidió rápidamente, salió del estudio y volvió a la calle.
Capítulo 6
El inspector no podría haberse ido más deprisa. Tempest pensó que hasta un optimista empedernido habría coincidido en que Wes estaba impaciente por salir de su estudio. Había desaparecido en cuanto se había mencionado la posibilidad de un escándalo mediático; un detalle letal para la libido de la mayoría de los hombres.
No sabía si ella lo había echado a propósito o si él había aprovechado la excusa para huir. Fuera como fuera, Wes le había acelerado el corazón, y se preguntaba por qué no había prestado más atención a lo que pasaba entre ellos.
Se sentó frente al ordenador, mirando sin mirar las páginas de MatingGame. Si aquel día hubiera sido un capítulo de su telenovela favorita, habría tenido la certeza de que Wes volvería a la semana siguiente para confundirla con más besos apasionados. Pero era la vida real, y no estaba tan segura de que fuera a regresar.
Mientras se arrepentía de haber mencionado las posibles complicaciones de su relación, se encontró mirando un formulario de solicitud de alta en el servicio de citas a ciegas de MatingGame. No recordaba haber abierto el archivo, pero empezó a leer las preguntas y a contestar lo primero que se le ocurría.
—« ¿Qué le resulta excitante?» —leyó en voz alta, antes de escribir su respuesta—. «Los hombres a los que no les importa en qué trabajo. Hombres que saben quiénes son y qué quieren, y que no tienen miedo de ir a por ello».
Lo había escrito pensando en Wes. Pero si él no era el hombre que necesitaba, tal vez pudiera conocer a otro. Estar entre los brazos de Wes la había hecho darse cuenta del tiempo que hacía que no disfrutaba de un buen beso, y aunque le costaba imaginar que alguien pudiera excitarla y besarla tan bien como él, tal vez hubiera llegado el momento de que tomara las riendas de su destino sentimental y conociera a alguien ajeno a su pequeño círculo de amistades y compañeros de trabajo. Alguien completamente distinto de los hombres con los que había estado.
El servicio de citas a ciegas le garantizaba el anonimato, lo cual se ajustaba perfectamente a sus necesidades. Así, ninguno de los que escogieran su perfil saldría con ella por su apellido. Tenía un historial amoroso bastante escueto, pero no habían sido pocos los hombres que se habían acercado a ella con un único interés que, muy a pesar de Tempest, no era el sexo.
Además, de aquella manera podría averiguar si la agencia de contactos en línea funcionaba correctamente. Estaba absolutamente convencida de que no había nada ilegal en MatingGame. Aun así, le encantaba la posibilidad de tener pruebas fehacientes para plantárselas en la cara al atractivo inspector Wesley Shaw.
Tempest terminó de rellenar el formulario y se apresuró a enviarlo antes de cambiar de opinión. Con un poco de suerte, tal vez encontrara a alguien capaz de apagar el fuego que había desatado Wes en su interior.
El lunes por la mañana, durante una reunión de la junta directiva, Tempest reconoció que algunas cosas eran más fáciles de decir que de hacer. Por ejemplo, quitarse a Wes de la cabeza.
Había sido una ilusa al creer que podría olvidar los besos más ardientes del planeta. Después de pasarse un día y medio resistiéndose a recordar el contacto de Wes, tenía que reconocer que ninguno de los hombres a los que pudiera conocer a través de una agencia de contactos estaría a la altura del irresistible inspector que investigaba el allanamiento de su estudio. Había enviado su perfil al servicio de citas a ciegas en un arrebato, pero en realidad no tenía intención de seguir adelante con aquella locura.
En aquel momento le apetecía más fantasear con Wes que escuchar cómo se peleaban los miembros de la junta por quién debía ser el nuevo director ejecutivo, de modo que dio rienda suelta a su imaginación. Había aprendido que un buen directivo prestaba atención a las preocupaciones de los demás. O, al menos, dejaba que expresaran sus frustraciones, aunque no les prestara la debida atención.
Bajó la vista a la enorme mesa de caoba de la sala de juntas, mientras Kelly Kline, directora de la división internacional, insistía en los motivos por los que Boucher debía buscar al nuevo director ejecutivo entre sus empleados. El consenso general de la junta era que Kelly quería ocupar el puesto; algo que nunca ocurriría mientras Tempest pudiera impedirlo, porque era demasiado calculadora para su gusto. Kelly era muy buena en su trabajo como gurú de las relaciones públicas, hablaba tres idiomas y viajaba mucho al extranjero. Había demostrado que era extremadamente eficaz, pero era un tiburón empresarial y algo tirana con sus subordinados.
Tempest dejó que la mujer expusiera sus argumentos y siguió fantaseando con Wes. Imaginaba la mesa de caoba como perfecto telón de fondo de los esculturales músculos del detective.
La sala de juntas era su fortaleza, el único lugar del mundo en el que era la reina absoluta. Y aunque no le gustaba su trabajo en la empresa, al menos aquella sala era un terreno conocido donde podía estar tranquila. Era una sensación agradable después de un fin de semana de sentirse indefensa por el allanamiento de su estudio y la destrucción de sus esculturas. Wes había dominado prácticamente el lugar con su imponente presencia y sus conocimientos para atrapar delincuentes.
De haber entrado en aquella sala de juntas, Wes habría visto a una mujer muy diferente. Y cuando volvieran a verse, no lo dejaría escapar de nuevo. Iba a saborear cada centímetro de aquel adonis, pero se aseguraría de mantener el control de la situación.
Se preguntaba si sería tan impresionante como lo imaginaba. A juzgar por lo que había podido ver la tarde del sábado, habría contestado que sí. Si volvía a empezar a desnudarse delante de ella, se aseguraría de que se lo quitara todo.
—¿Tempest?
La voz de Kelly invadió sus fantasías; una mujer indeseable en medio de un sueño erótico. Tempest frunció el ceño y parpadeó, mientras se recordaba que se suponía que había escuchado atentamente los motivos por los que Kelly se oponía a que la junta entrevistara al último candidato que se había propuesto.
—Creo que tenemos que solucionar este asunto antes de fin de mes —dijo, decidida a abandonar el cargo cuanto antes—. Propongo que de aquí a un mes votemos a quién deberíamos entrevistar. Seleccionaré a tres candidatos. Estamos prolongando demasiado la decisión.
En medio de una marea de protestas, Tempest dio por finalizada la reunión, sintiéndose más segura de sí misma que en mucho tiempo. Hacía meses que tendría que haber puesto una fecha límite. Quizá el intruso del fin de semana le hubiera hecho un favor, a pesar de la amenaza y los destrozos. Al menos, el incidente había consolidado su decisión de poner su vida en orden.
Los miembros de la junta se marcharon mientras ella dejaba la taza de té en el mueble-bar. Durante un momento pensó que se había electrocutado, porque se sintió atravesada por una especie de corriente eléctrica.
—Toc, toc.
La inesperada voz masculina que oyó a sus espaldas hizo que se diera cuenta de que la electricidad había surgido de la tensión sexual. Se dio la vuelta y encontró a Wes en la puerta que comunicaba a la sala de reuniones con su despacho. Llevaba puesta una gabardina beige que le realzaba los hombros. La prenda la hizo pensar en lo mucho que le apetecía jugar a los detectives con él.
Se preguntaba cómo se le había ocurrido que podría aceptar una cita a ciegas con cualquiera, cuando para su libido inesperadamente hambrienta no había hombre más atractivo que Wes.
—¿Mi secretaria no estaba fuera? —preguntó, nerviosa.
—Vaya forma de darme la bienvenida.
Wes entró en la sala y echó un vistazo, maravillado con los ventanales con vistas privilegiadas de Manhattan. Acarició la mesa mientras se acercaba y suspiró:
—Bonito lugar.
La mano en el mueble de caoba le hizo recordar las escenas con las que había fantaseado durante la reunión. La asaltaron docenas de imágenes que desataron su deseo. Tenía gracia que le resultara más fácil fantasear con él cuando no lo tenía delante.
La voz de su conciencia la reprendió por cobarde, y se obligó a recuperar la calma. A fin de cuentas, Wes sólo era un hombre. Un hombre atractivo y sensual capaz de hacerle alcanzar el clímax con un beso.
—Gracias, y perdona —dijo—. Es que me ha sorprendido verte aquí sin que Rebecca me avisara.
—Puede que se haya distraído con los bollos y el café que he traído.
Si Wes le había sonreído a Rebecca como le estaba sonriendo a ella, no le extrañaba que su hacendosa secretaria se hubiera olvidado de avisarla de que estaba allí. O tal vez hubiera pensado que le hacía un favor al brindarle una distracción tan apetecible para aliviar el tedio de los lunes por la mañana.
En cualquier caso, estaba dispuesta a ser amable con él, aunque la noche anterior Wes hubiera dejado claro que no quería tener una relación con alguien que tenía una vida tan pública.
—¿Te apetece tomar algo? —preguntó, abriendo el mueble-bar—. Hay té, si quieres.
—No, gracias. No he venido a desayunar.
Acto seguido, Wes se quitó el abrigo y se apropió del sillón que presidía la mesa de la sala de juntas. El sillón de Tempest.
Ella contuvo la sorpresa y el deseo, porque no quería demostrarle cuánto la afectaba. Se sentó en una silla, miró de reojo hacia su despacho y se dio cuenta de que la puerta exterior estaba cerrada, lo que los dejaba en absoluta intimidad. No sabía si había sido cosa de Rebecca, para dejarla a solas con el atractivo policía, o si era Wes quien había cerrado la puerta con la intención de robarle otro beso.
Las dos alternativas le aceleraban el corazón. Optó por mirarlo con actitud relajada y su mejor cara de ejecutiva ocupada.
—En ese caso, ¿qué te trae por aquí?
Wes le habría dicho la verdad: que había ido allí impulsado por un irrefrenable deseo de desnudarla. Pero dudaba de que le gustara la respuesta, después de la forma en que se había marchado del estudio el sábado por la noche. Afortunadamente, tenía otro motivo para presentarse en el despacho de Tempest aquella mañana.
—Quería asegurarme de que has reforzado la seguridad del piso de Chelsea. Quienquiera que entrara se las ingenió para abrir la puerta sin forzar la cerradura. Necesitas algo mejor para que no se metan en tu estudio.
Era un motivo válido par volver a verla. El viernes le había dicho que tenía que reforzar la seguridad, pero ella estaba nerviosa, y temía que no hubiera captado la importancia del mensaje.
Y el sábado, él había tenido otras cosas en mente y se había olvidado completamente del problema; un error profesional que no volvería a cometer. Incluso se había tomado la libertad de cerrar la puerta del despacho. No creía que fueran a atacarla en la planta de oficinas más selecta del edificio, pero no estaba de más asegurarse.
A decir verdad, había echado el pestillo a la puerta por si ella sentía la repentina urgencia de seguir con lo que habían empezado el sábado. No le gustaba que fuera una ejecutiva destacada ni que tuviera una posición social que podía situarlo en el centro de todas las miradas, pero no conseguía quitársela de la cabeza. El domingo por la noche se había dado cuenta de que necesitaba encontrar soluciones creativas al problema de la publicidad, porque la deseaba demasiado para preocuparse por la posibilidad de ver su fotografía en la prensa del corazón.
Y cerrar la puerta le había parecido una buena forma de empezar el día.
—Esta mañana he llamado a una empresa de seguridad —dijo ella—. Mañana instalarán algo en el estudio.
—¿No podían ir hoy?
La noche anterior, Wes había ido dos veces al edificio de Tempest, inquieto con la idea de que estuviera sola, con Eloise como única protección. Que se hubiera entretenido fantaseando con ella mientras vigilaba era asunto suyo.
—Ya han modificado los planes para ir mañana —contestó ella—. ¿Necesita algo más, inspector? Tengo un día muy ocupado.
El tono de su voz rayaba en la frialdad, pero no lo suficiente para enfriar a Wes. El recuerdo del beso que habían compartido lo tenía en un estado febril constante.
Tempest parecía otra persona en su versión ejecutiva. Llevaba un traje azul claro y un pañuelo de seda amarillo que le cubría el escote. El traje entallado y elegante reforzaba su imagen profesional, pero a Wes le llamaba la atención el pañuelo, porque le hacía preguntarse qué llevaba debajo de la chaqueta, si es que llevaba algo.
Al margen del misterio del pañuelo, el traje se parecía bastante al que llevaba el día que se habían conocido. Tal vez fuera el cambio de escenario, o la actitud de Tempest, que parecía más tranquila y contenida. En cualquier caso, estaba diferente.
—También quería saber si habías podido comprobar si te faltaba algo —dijo Wes.
—En principio, no. La verdad es que no creo que me hayan robado nada. Parece que todos los esfuerzos del intruso estaban centrados en la destrucción.
A Wes no le gustaba nada el asunto.
—Todo indica que fue una advertencia, probablemente perpetrada por alguien que te odia. Las únicas huellas que encontramos eran tuyas. Se ve que quien fuera tuvo cuidado de no dejar pistas.
Parecía que por fin había conseguido asustarla, porque Tempest asintió con movimientos entrecortados y empezó a toquetearse el pañuelo. Wes odiaba molestarla, pero la situación exigía que tomara precauciones.
—No trabajaré en el estudio hasta que instalen el nuevo sistema de seguridad —dijo ella—. De todas maneras, entre semana suelo dormir en casa de mi familia.
—Bien. Y espero que tengamos alguna respuesta de MatingGame. Mañana por la noche tengo una cita. Veremos si el servicio funciona como se anuncia.
—¿Vas a ir a una cita?
—Como la webmaster no me ha llamado, es la forma más rápida de obtener las respuestas que necesitamos.
—Tengo entendido que tiene a la madre enferma y está desconectada de todo. Pero estoy segura de que pronto tendremos noticias suyas.
Tempest sonaba exasperada y parecía molesta. A Wes le costaba creer que se hubiera enfadado por lo de la cita, porque se negaba a aceptar la posibilidad de que estuviera celosa. No obstante, aquello avivó la llama de su deseo.
—Mientras tanto, supongo que lo mejor es que vaya a la cita —dijo, echando un vistazo para comprobar que estaban completamente solos—. Es una pena que no podamos disfrutar de esa clase de anonimato.
Ella lo miró perpleja durante un momento, hasta que entrecerró los ojos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Que me habría gustado que nos conociéramos en otras circunstancias.
Wes se puso en pie y acortó la distancia que los separaba, impulsado por un profundo deseo que no alcanzaba a comprender. Se sentó al lado de Tempest y añadió:
—¿Qué habría pasado entre nosotros si yo no fuera el policía que investiga tu empresa ni tú una mujer que necesita protección?
Ella bajó la vista a la mesa un buen rato antes de volver a mirarlo a los ojos.
—Habría sido muy interesante —reconoció, con la voz cargada de sensualidad.
Wes le quitó el pañuelo del cuello y se complació al ver que no llevaba blusa debajo de la chaqueta; sólo el increíble escote y la tersa y pálida piel. Sintió el perfume de la seda con que se había cubierto los senos y empezó a tramar una forma muy erótica de concretar su deseo de anonimato.
—Tal vez podamos tener nuestra cita a ciegas —murmuró, tapándole los ojos con el pañuelo—. Un momento robado a nuestras complicadas vidas en el que olvidemos que sabemos quiénes somos, si es que tu agenda lo permite.
Al ver que no oponía resistencia, Wes anudó el pañuelo y la contempló en silencio, mientras esperaba que acusara el peso de su proposición.
Ella movió los labios, pero no dijo nada. Parecía que no conseguía articular una palabra. El gesto le hizo mirarle la boca y desear quitarle el pintalabios con la lengua, antes de besarla durante horas y horas.
—Hoy tengo muchos compromisos —contestó ella al fin.
El sentido suspiro que siguió a la afirmación parecía indicar que lo lamentaba. Tempest se desató el pañuelo, que le cayó suavemente sobre el hombro.
—Le he advertido a tu secretaria que el asunto que nos ocupa tenía prioridad sobre cualquier otra cosa —dijo Wes, pasándole un dedo por los labios—.Y he echado el cerrojo a la puerta.
El calor del momento hacía que el perfume de Tempest pareciera más intenso. Ella le mordió el dedo antes de introducírselo en la boca para rodearlo con la lengua. Wes ya estaba al rojo vivo cuando ella asintió.
—Lo del anonimato me gusta, pero no voy a vendarte los ojos.
Él le quitó el dedo de la boca y le recorrió el escote, trazando una línea húmeda hasta el nacimiento de los senos.
—No hay problema —dijo, fascinado con aquellos labios carnosos—. Me contento con vendártelos a ti. Lo único que me importa en este momento es lo mucho que te deseo.
Ella soltó un gemido de placer antes de saltar de la silla para sentarse a horcajadas sobre el regazo de Wes.
La llama de deseo que se había encendido en él durante el fin de semana se transformó en un incendio descontrolado al sentir aquellas piernas suaves y torneadas contra sus muslos. El consentimiento de Tempest era un regalo inesperado; un tesoro tentador. Un momento increíble que no olvidaría jamás.
Y estaba impaciente por empezar a disfrutarlo.
Capítulo 7
Ya nada la detendría. La valentía de Tempest parecía haberse potenciado en el momento en que Wes le había vuelto a poner la venda en los ojos, transformando su mundo en un torbellino de sentidos.
Había fantaseado con aquella escena durante la reunión, y ya que Wes estaba allí, pensaba concretar sus fantasías. Sus compromisos laborales podían esperar hasta otro día.
Él le metió las manos por debajo de la chaqueta y le acarició la cintura con la yema de los dedos. Tempest siempre había estado acomplejada por sus curvas, pero tenía que reconocer que no parecían tan terribles cuando las recorría Wes.
—¿Estás segura de que esto está bien? —le susurró él al oído—. No quiero causarte problemas en el trabajo.
No estaba dispuesta a dejar que se detuviera, cuando tenía la mente llena de imágenes sensuales y el cuerpo más sensibilizado que nunca por las caricias.
—Desde que murió mi padre he trabajado veinte horas al día durante meses.
No lamentaba el tiempo que le había dedicado a la empresa, porque por fin había tenido la oportunidad de entender al hombre que, en vida, nunca tenía tiempo para estar con ella. La experiencia le había servido para hacer las paces con Ray Boucher, pero no por ello iba a postergar eternamente sus necesidades por el bien de la empresa.
—Tengo derecho a tomarme unas horas libres —añadió.
De no haber tenido los ojos tapados, tal vez no habría notado el murmullo de aprobación de Wes. Prácticamente estaba temblando de ansiedad, y a Tempest le costaba creer que pudiera tener tanto poder sobre él.
Dominada por la necesidad de hacer realidad sus fantasías, se echó hacia atrás, dispuesta a arrastrarlo hacia la mesa. Pero entonces él la tomó de las piernas y le deslizó los pulgares por el interior de los muslos hasta toparse con las braguitas. Lo único que la separaba del íntimo contacto era un diminuto tanga de satén.
Se dijo que su anhelada escena sobre la mesa podía esperar. En aquel momento, sólo podía pensar en cómo reaccionaría Wes cuando descubriera la lencería provocativa que llevaba debajo el traje conservador. La temperatura aumentaba entre sus piernas a medida que él le levantaba la falda.
Permaneció inmóvil, mientras él le contemplaba las caderas desnudas.
—Eres preciosa —murmuró, maravillado.
—Me has pillado en un buen día.
Tempest sabía que no tenía cuerpo de modelo, pero él la hacía sentirse arrebatadora.
—Desde el viernes me moría por verte con una de estas cosas —dijo Wes, recorriéndole el borde del tanga.
Una parte de ella quería quitarse la venda para mirarlo, pero sentía que le resultaba más fácil ser atrevida con los ojos tapados. Mientras el pañuelo la mantuviera a oscuras, podía ser tan descarada como una diva de televisión decidida a hacer las cosas a su modo.
Lo besó en la cara y susurró:
—Sabes que tengo muchas más en el estudio. Si hoy me complaces, tal vez veas más en el futuro.
Wes enganchó con un dedo las tiras del tanga y tiró suavemente, pero no se lo quitó.
—Me encantaría.
—Y a mí me encantaría saber más de ti, inspector —replicó ella, deshaciéndole el nudo de la corbata—.Y como no puedo verte...
Wes le empezó a desabotonar la falda con una habilidad admirable, mientras ella añadía:
—... deja que al menos te toque.
Tempest llevó una mano a la bragueta de Wes, impresionada por su propia audacia. Nunca se había comportado así con un hombre. El roce de los dedos sobre los calzoncillos lo hizo apresurarse con los botones de la falda. De repente, Tempest dejó de sentir las caricias en la cintura y centró toda su atención en la erección de Wes.
Se apresuró a quitarle la gabardina y notó que él se quitaba la chaqueta. Sintió cómo le caía la falda en los pies y que le abría la chaqueta, dejando al descubierto el sujetador de satén y encaje.
Wes contuvo la respiración, y ella casi lo envidió por estar viendo. Pero aún no estaba preparada para dejar la seguridad de la venda, cuando le infundía tantas sensaciones placenteras.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó Tempest, desabrochándole el cinturón.
—Me fascina.
Wes tragó saliva, mientras ella le bajaba la cremallera de los vaqueros para revelar una erección que le habría hecho la boca agua a cualquier mujer. Aunque en aquel momento ella no planeaba satisfacer a su boca.
—Hoy he pensado en ti —confesó Tempest—. Aunque no quería.
Él le bajó los tirantes del sujetador por los hombros y le besó el cuello.
—¿Me tengo que ofender?
—En absoluto. En mis fantasías, eras realmente bueno.
Tempest se estremeció cuando él le recorrió el escote con los labios. El rumor de una conversación procedente de la oficina contigua le recordó el riesgo que corrían, aunque sabía que nadie interrumpiría mientras la puerta estuviera cerrada y que la única que podía llegar a oírlos era su secretaria.
Aun así, se sabría que había estado encerrada durante horas con aquel atractivo policía y, probablemente, saltarían las sospechas. J
—Entonces no ha sido una fantasía —afirmó él, lamiéndole un pezón—. Ha sido una premonición.
Acto seguido, la levantó y la sentó en la mesa. Tempest soltó un grito ahogado por la sorpresa y disfrutó del contraste del frío de la madera y el calor del cuerpo que la abrazaba. Notó el roce del pene de Wes en los muslos y supo que se había quitado los calzoncillos en algún momento. Estaba de pie delante de ella, situado entre sus piernas.
Tempest lo deseaba desesperadamente. Se moría por decirle que quería verlo tumbado en la mesa y ponerse encima, pero ni siquiera con los ojos tapados conseguía encontrar las palabras. Consciente de que ya había pasado demasiado tiempo a oscuras, levantó las manos y se quitó el pañuelo.
Parpadeó para acostumbrarse a la luz, y cuando vio a Wes desnudo se quedó boquiabierta. Era una auténtica maravilla. Se deslizó hasta el borde de la mesa para acercarse más; el cuerpo le pedía a gritos que probara a qué sabía aquel hombre tan imponente.
Cuando él le quitó el tanga, se echó hacia atrás y se apoyó en los brazos, ansiosa por sentirlo dentro. Tocó algo y volvió la cabeza para descubrir que se trataba del envoltorio de un preservativo. Mientras lo abría con los dientes, se alegró de que Wes lo hubiera tenido en cuenta, porque ella estaba tan excitada que ni había pensado en ello.
Después de que Tempest le pusiera el preservativo, Wes la tomó por las caderas y se introdujo en ella lentamente. Tempest cerró los ojos y se estremeció al sentir los dedos de Wes entre las piernas. Estaba maravillada con la habilidad con que le acariciaba el clítoris, para incrementar su placer mientras se movía contra ella con empujones largos y estremecedores. Abrió los ojos para verlo arder de pasión.
Era tal la confusión y el placer que sentía que la aterraba darse cuenta de lo mucho que deseaba a aquel hombre. Wes le estaba dando todo lo que tenía, la estaba elevando al paraíso de la sexualidad, y aun así, Tempest quería más.
Se irguió y lo besó hasta que la intensidad del momento acabó con sus dudas y temores. El clímax la sacudió con oleadas de placer indescriptible. Tensó los muslos y se apretó contra Wes hasta que él también alcanzó el éxtasis. Gimieron al unísono, mientras sus cuerpos se estremecían de gozo.
Tempest no había tenido jamás un orgasmo tan intenso. Nunca. Odiaba tener que abrir los ojos y poner fin a un momento que temía que no se repitiera. Sin embargo, el abrazo de Wes le evitó tener que tomar aquella decisión.
—¿Estás bien? —preguntó.
La voz de Wes estaba más llena de ternura y preocupación de lo que cabía esperar en un hombre como él. Tempest sabía que pensar en aquellos términos era peligroso. Como fanática y de los culebrones, sabía que la vida real no se regía por sus deseos, luego no podía esperar que los hombres honrados y sensuales como Wes Shaw se presentaran con un ramo de margaritas e iniciaran un noviazgo sólo porque habían hecho el amor en la mesa de la sala de juntas. Por supuesto que no.
Probablemente, el hombre que había huido ante la primera mención de un posible escándalo mediático ya estaba buscando la puerta.
Tempest respiró profundamente y se obligó a dejar las cosas claras entre ellos.
—Sí, sólo algo mareada —contestó, con una sonrisa—. Ha sido maravilloso, inspector.
Para Wes no sólo había sido maravilloso: había sido algo sin precedentes; algo completamente inesperado y fascinante, además de embriagador, apasionado y desconcertante.
Pero no tenía intención de compartir tantos detalles con Tempest.
—Desde luego —afirmó, antes de besarla—. ¿Crees que nos han oído?
—Sólo Rebecca. Y no la contraté por sus pulsaciones al teclado. Es mi secretaria porque fuimos juntas al colegio. Es la primera vez que me acuesto con alguien en el despacho, pero confío en que no dirá nada.
Wes se apartó de ella y recogió la ropa antes de ceder a la tentación de volver a hacerle el amor sobre la mesa. Se preguntaba si era una mala persona por alegrarse de que el ambiente de oficina limitara las conversaciones íntimas de después del coito. Le habría gustado quedarse abrazado a Tempest otro rato, pero con el nivel de conexión sexual que tenían no se habría podido contener.
—Mejor así —dijo, dándole la falda mientras se subía la cremallera—. Hablaba en serio cuando he dicho que no quería causarte un problema. No esperaba que las cosas se... descontrolaran tanto.
—Aun así, traías preservativos. Venías muy preparado para no esperar que pasara nada.
—De acuerdo. Retiro lo dicho. Quería que pasara algo, pero no esperaba que fuera en tu sala de juntas.
Wes la vio ponerse el pañuelo alrededor del cuello para cubrir aquellos senos increíbles. Se estremeció de deseo como si no acabara de tenerla desnuda entre sus brazos.
—Bonitas vistas —dijo.
Ella lo miró con ojos bien abiertos. Wes señaló hacia los ventanales, y pasó la mirada de las curvas Centrales de Tempest al paisaje urbano.
—Tienes unas oficinas fantásticas —añadió—. Dudo que haya muchos edificios con unas vistas tan impresionantes.
—Exageras, pero gracias.
El tono de Tempest sonaba diferente, distante. Wes la miró tratando de averiguar a qué se debía el repentino cambio de humor. Ella echó una ojeada a unos papeles que había en la mesa antes de cerrar su agenda.
—Si quieres que salgamos a la vez, creo que ya he terminado por hoy —dijo Tempest—.Tendré que dejar para otro día las cosas que no he hecho.
Wes estaba perplejo. Acababan de tener la mejor relación sexual de su vida, y ella pretendía deshacerse de él como si fuera un empleado más. Sabía que no tenía derecho a ofenderse, porque él había hecho lo imposible por evitar las conversaciones incómodas después del sexo, pero aun así le parecía excesivo.
No obstante, no iba a dejar que se librara tan fácilmente.
—Saldré contigo —dijo—. Mejor aún, te llevaré a la casa de tu familia. Has dicho que estaba en Park Avenue, ¿verdad?
Ella le puso una mano en el pecho para impedir que saliera.
—Espera un momento.
—¿Qué pasa?
—Creía que no querías que te acosara la prensa.
—Soy un policía que te escolta hasta tu casa. Un representante de las fuerzas del orden de Nueva York que realiza su trabajo. Créeme: las buenas obras no tienen cabida en los periódicos.
En cambio, cuando había corrido el rumor acerca de la posibilidad de que su antiguo compañero se hubiera cambiado de bando mientras trabajaba como agente secreto, la prensa no podría haber publicado más basura.
—Sabes tan bien como yo que ningún periodista lo vería desde ese ángulo —replicó Tempest, apagando la luz—. En cuanto averigüen quién eres y que procedemos de estratos sociales distintos, me mostrarán como la crédula heredera víctima de un semental cazafortunas, o dirán que me ha dado por fraternizar con la clase baja. Te aseguro que ninguna versión nos favorecerá.
Wes se puso tenso.
—Y supongo que no quieres que te vean como crédula ni como amante de los pobres.
—Sinceramente, me da igual. Estoy acostumbrada, y he aprendido a no comprar ningún periódico salvo el Wall Street Journal, para no ver cosas que me enfaden. Pero no quiero someter a nadie a semejante escrutinio sin advertirle claramente a qué se enfrenta.
—Me doy por advertido.
Wes apreciaba el consejo, pero, aunque conocía los inconvenientes de salir con ella, no estaba dispuesto a renunciar. La deseaba de todas formas.
Lo bueno era que a Tempest no parecía importarle lo que dijera la prensa de ella. No la avergonzaba que la vieran del brazo de un policía mediocre. Aquello lo relajó un poco. La siguió hasta el ascensor privado del despacho y se detuvo frente a ella.
—Y si crees que soy un semental por hacerte el amor apresuradamente en la mesa de la sala de juntas —dijo—, espera a ver lo que puedo hacer cuando tengo más tiempo.
Tempest arqueó las cejas y trató de ocultar la sonrisa, infructuosamente.
—¿Qué te hace pensar que tendrás otra oportunidad?
—Que ya te conozco. Parecerás muy estricta, pero te encanta la diversión. Ten por seguro de que me las ingeniaré para usar eso en tu contra.
Wes estaba a punto de besarla cuando llegó el ascensor, que los llevaría directamente a la planta baja.
Como si Tempest no lo hubiera advertido lo suficiente sobre el asedio de la prensa, apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando se abrieron las puertas del ascensor y las cámaras empezaron a disparar sus flashes.
Una multitud de periodistas se abalanzó sobre ellos y los acribillaron a preguntas.
—¿Sabes quién se metió en tu piso, Tempest? —gritó una mujer.
—¿Quién es tu amigo? —preguntó otro. — ¿Es verdad que la policía está investigando una de las empresas de Boucher Enterprises?
Aún aturdido por las cámaras, Wes le pasó un brazo por los hombros a Tempest y se abrió paso diciendo que no harían comentarios. Avanzó entre el gentío protegiéndola, como tantas veces había protegido el balón cuando jugaba al fútbol americano en la universidad. Aunque imaginaba que a ella no le habría gustado la comparación, la estrategia funcionó, y consiguieron llegar al coche en unos minutos.
Pusieron el vehículo en marcha y se alejaron de los molestos periodistas.
—Aunque me habría gustado golpear a más de uno —reconoció—, yo diría que lo hemos resuelto mejor de lo que esperábamos.
—Suenas como si lo hubieras disfrutado.
Wes notó cierta tensión en la voz de Tempest.
—¿Estás enfadada? —preguntó—. He dado por sentado que no querías hablar del caso y he pensado que querrías salir inmediatamente.
—Y has hecho bien. Lamento que hayas tenido que pasar por esto. Obviamente han descubierto mi relación con el estudio de Chelsea. ¿Te das cuenta de que mañana aparecerás en los periódicos?
—No me importa.
Al menos no le importaba tanto como había imaginado. Además, lo tranquilizaba el haber comprobado que podía ayudarla a quitarse de encima a los periodistas.
—¿No te importa? —repitió ella, sorprendida.
—Si fuera agente secreto, me importaría. Pero como no lo soy, me da igual. Que mi nombre esté relacionado con una de las mujeres más atractivas de la ciudad no tiene por qué ser malo para mi reputación.
Aunque Wes sabía que sus compañeros de la comisaría se pasarían días gastándole bromas sobre aquello.
—Anoche me tomaste desprevenido al mencionar el asunto —continuó—. Supongo que me asusté. En fin. Dime dónde queda tu casa.
Ella le dio la dirección de un edificio situado junto a Central Park; una zona privilegiada y exclusiva.
—Es un tanto ostentoso, pero es cosa de mi familia, no mía—se apresuró a aclarar—. Mis padres vivieron allí hasta que mi madre decidió que necesitaba mudarse al Viejo Continente para apartarse de mi padre y se compró un piso en Londres. Cuando mi padre murió, me quedé sola en un caserón enorme, hasta que encontré el estudio del centro. La casa siempre me ha intimidado, y aunque lleve el apellido de mi familia, creo que siempre me avergonzará la megalomanía de los Boucher.
Wes aparcó el coche delante de la fachada de un edificio con un cartel que ponía: Old New York. La sobria y elegante construcción no le parecía ostentosa, pero sabía que, por la zona en la que estaba, debía de haber costado una fortuna. En especial porque era probable que las diez plantas pertenecieran a la familia.
—Lo que importa es que estés a salvo —afirmó él—.Y parece que aquí hay mucha seguridad.
Wes la observó desconectar la alarma del portal, mientras se oían ladridos procedentes del interior.
—¿Has traído a Eloise? —preguntó.
—Esta mañana, y también me he traído unas cuantas cosas —contestó ella, abriendo la puerta—. Suelo quedarme aquí entre semana para ocuparme de los asuntos familiares, y pasó los fines de semana en el estudio, para olvidarme de todo esto. ¿Quieres pasar?
Wes podía oler el dinero que emanaba el lugar. Tempest podía ver culebrones y dedicarse a modelar todos los hombres desnudos que quisiera, pero nunca sería la artista anónima y bohemia por la que se hacía pasar cuando estaba en el estudio de Chelsea.
Tempest Boucher siempre había sido la niña mimada de las páginas de sociedad; una heredera malcriada con un estilo de vida que él podía mirar de lejos, pero del que no formaría parte nunca. Sabía que si entraba se sentiría completamente fuera de lugar.
—No, gracias —contestó—. Sólo quería asegurarme de que llegaras a salvo. Tengo que trabajar en el caso.
—¿El de asesinato?
—Tengo que organizar unas cuantas cosas para la cita a ciegas de mañana.
Tempest se quedó junto a la puerta, como si detestara entrar en la casa tanto como él. Eloise corrió a darles la bienvenida. Wes le acarició la cabeza, mientras recorría las deliciosas curvas de Tempest con la mirada, pensando en lo mucho que la deseaba. Lo que habían compartido en la sala de juntas no había sido suficiente para saciar su apetito por aquella mujer, que lo confundía tanto como lo tentaba.
Estaba tan absorto pensando en lo que podrían haber hecho si en lugar de estar allí estuvieran en el estudio de Chelsea, que tardó en notar que ella se había puesto tensa.
—¿Insistes en ir a una cita organizada por MatingGame? —preguntó Tempest, con una frialdad increíble.
—No olvides que es un asunto de trabajo.
Tengo que averiguar si el servicio de citas a ciegas es legal.
—En ese caso, ve a tu cita.
Acto seguido, Tempest se dio la vuelta y empujó la puerta. Si él no hubiera interpuesto un pie, se la habría cerrado en la cara.
—Espera —dijo Wes.
Capítulo 8
Aunque sabía que no estaba siendo razonable, a Tempest no le interesaba lo que Wes tuviera que decir. Aun así, no quería romperle el pie, de modo que abrió la puerta.
—¿Qué quieres?
Hizo la pregunta en tono altivo, porque no quería que viera que la decisión de seguir adelante con lo de la cita a ciegas la había golpeado en su punto más vulnerable. Se había ilusionado con la posibilidad de que, después de lo que habían compartido en la sala de juntas, Wes desistiera de ir a la cita. Había tratado de darle espacio, pero aparentemente Wes necesitaba más del que ella podía tolerar.
Su madre siempre la había despreciado por ser regordeta y desgarbada, y aunque había superado muchas de sus inseguridades al comprobar que era una ejecutiva eficaz y una artista notable, aún no tenía la confianza necesaria par estar con un hombre cuyo trabajo requería que saliera con mujeres de gustos sexuales audaces.
Y menos después de que la prensa hubiera descubierto su paraíso privado y su añorada independencia. Estaba convencida de que su estudio se convertiría en un nido de paparazzis.
—No me puedo marchar si estás enfadada conmigo —contestó él, metiéndose las manos en los bolsillos—. Sabes que el único motivo por el que me interesan esas citas es la investigación de MatingGame. Creía que querías limpiar el nombre de tu empresa.
—Puede que mi enfado no tenga nada que ver con el trabajo.
Tempest sabía que no estaba siendo sensata, pero no podía evitar sentirse frustrada, y aquello la enfurecía más aún. Se cruzó de brazos y trató de mostrarse fría y distante.
—Te has ofendido porque... —murmuró admirándola detenidamente—. ¿Estás celosa?
—No estoy celosa de alguna desconocida desesperada por un poco de sexo, que tratará de arrancarte la ropa en el momento en que te vea. Pero no puedo salir con un tipo que acepta misiones arriesgadas después de hacerme el amor en la mesa de una sala de reuniones. ¿Es tan difícil de entender? Creía que como policía estabas acostumbrado a sacar conclusiones acerca de las motivaciones de la gente.
Wes se quedó mirándola en silencio. Ella se apoyó en el umbral y suspiró.
—Sé que estoy siendo muy estricta con lo de las citas, pero...
No sabía cómo decirle que no quería que lo tocara nadie más. Mientras se debatía vio a un fotógrafo a menos de veinte metros del edificio.
—Será mejor que entres —dijo, tomándolo del brazo—. Hay un fotógrafo en la acera de enfrente.
Increíblemente, Wes no se volvió de inmediato para verlo con sus propios ojos. Aquélla era la reacción típica de la mayoría de la gente y la mejor forma de ofrecer un primer plano de la cara.
Wes entró en la casa y cerró la puerta, antes de espiar discretamente oculto tras las cortinas. Después se giró para mirarla con los ojos encendidos.
—Iba a entrar de todas formas —dijo—, porque tenemos que hablar.
—Yo creía que tenías trabajo.
Tempest se lamentó por el tono sarcástico de su comentario, porque no quería que Wes pensara que le importaba.
—Afortunadamente puedo resolver mis compromisos laborales por Internet en cualquier momento —replicó él—. Pero no voy a poder hacer nada hasta que aclaremos ciertas cosas.
Tempest asintió mientras oía el eco de las palabras de Wes en el amplio vestíbulo. Había comprendido que no valía la pena discutir con él. Le convenía oírlo y pensar en cómo sobrellevar el nuevo giro que había dado su relación cuando tuviera fuera de su vista aquel cuerpo enorme y tentador. Y, sobre todo, fuera de su alcance.
—¿No podemos ir a un lugar con menos acústica? —preguntó Wes, sin quitarle los ojos de encima—. ¿A tu dormitorio, tal vez?
—¿No te parece que eso ha sido bastante impertinente?
—Has dicho que esta casa no es tuya. Sólo quiero ir a algún rincón que te parezca mínimamente propio. Me da igual que sea un dormitorio, una biblioteca o un salón. ¿No tienes una sala?
—De hecho —dijo ella, con un suspiro—, tengo toda una planta a mi disposición. Vamos.
Wes la siguió por las escaleras hasta el tercer piso. Durante el trayecto, Tempest trató de no pensar en la forma en que se había entregado a aquel hombre poco antes. Había conseguido mantener a los hombres a raya, hasta que había aparecido Wes para trastocarle la vida.
Mucho tiempo atrás se había convencido de que prefería estar sola y esperar a que apareciera el gran amor de su vida, antes que comprometer su tierno corazón por nada. Y como la mayoría de los hombres parecían interesarse sólo por su fortuna y sus influencias, no le había resultado difícil mantener las distancias.
Sin embargo, Wes se le había metido bajo la piel desde el momento en que había entrado en su estudio, haciendo preguntas, apuntando nombres y mirándola con recelo. Y después de lo que habían compartido aquel día se sentía aún más atraída. Por ello estaba tan decepcionada por no tener la confianza necesaria para aceptar con naturalidad que saliera con otras mujeres.
—Hemos llegado —dijo al fin.
El salón que estaba junto al dormitorio de Tempest estaba amueblado con sillones cómodos y bonitos pufs. Aún quedaban varios de los cuadros favoritos de su madre, que debían de valer más que un coche nuevo, pero al menos ya no había objetos de valor incalculable. Tempest había roto tantos objetos irreemplazables a lo largo de su vida, que sus padres le habían hecho caso cuando había dicho que no quería nada demasiado valioso en su salón.
Sin echar un vistazo siquiera al lugar, él se quitó el abrigo y lo dejó en un sillón.
—Esto está mucho mejor —dijo, tomándola de la mano—. Siéntate conmigo.
Acto seguido, Wes la hizo sentarse en un puf con funda de cuero sintético. Tempest se lo había hecho a su madre, para que descansara los pies, porque tenía artritis en los tobillos; pero le había parecido demasiado ordinario y había preferido sufrir a poner los pies en algo tan poco elegante.
Tempest no quería que pensara que iban a repetir la escena de la sala de juntas.
—Pero sólo un momento —le advirtió.
—No he querido mantener la típica charla posterior al sexo en tu despacho, pero creo que hemos cometido un error al no hablar de lo que ha pasado.
—Tengo muy claro qué ha pasado.
Tempest se alisó la falda, inquieta ante la cercanía. Evidentemente, su cuerpo no estaba tan ofendido como su cerebro.
—No quiero ser un amante ocasional —dijo Wes.
Aquello la tomó por sorpresa.
—Pero ¿qué hay del escándalo mediático? Ya has tenido una pequeña demostración del infierno, y cuando veas los periódicos de mañana será peor. En especial, porque tienen mi casa vigilada. Puedo contratar guardas de seguridad para mantener a los periodistas fuera de esta zona, pero no será tan fácil alejarlos de mi estudio.
Tempest odiaba la idea de que la prensa sensacionalista invadiera su refugio privado.
—Diré que soy tu guardaespaldas —dijo Wes, sin darle demasiada importancia—. Muchos policías se dedican a esas cosas para sacarse un sobresueldo.
—¿Estás diciendo que quieres tener algo más conmigo?
—No sé qué quiero exactamente, pero sé que no estoy preparado para apartarme de ti.
Wes le pasó una mano por el pelo y le acarició la nuca, mientras se acercaba devorándola con la mirada.
Tempest se obligó a hablar antes de perderse en aquellos ojos grises cargados de deseo. Wes había sido sincero con ella y merecía el mismo trato.
—Sé que no tengo derecho a reclamarte nada — reconoció—, pero no me gusta pensar que vas a salir con mujeres que te desearán tanto como yo.
—Recuerda que busco a una asesina, no una amante nueva.
Ella se estremeció al oírlo. Prefería no pensar en los riesgos inherentes al trabajo de policía. En su mundo, lo peor que podía pasar era sufrir el acoso ocasional de la prensa. En el de Wes, se ponía la vida en peligro constantemente.
Tempest pensó en cuánto lo admiraba y se dio cuenta de que era demasiado insegura y cautelosa. Comprendió que si quería superar sus inseguridades, tendría que correr algunos riesgos.
Decidida a no dejarse ganar por el temor, le puso una mano en el pecho y notó que tenía el corazón tan acelerado como ella.
—¿Y ahora, Wes? —preguntó—. ¿Qué buscas ahora que te he traído a mi guarida?
—Busco a la verdadera Tempest Boucher —contestó él, acariciándole la nuca—.Y no me iré hasta que la haya descubierto hasta el último centímetro.
El contacto la hizo olvidarse de todos sus recelos. Tempest cerró los ojos mientras se entregaba al placer de sentir aquellas manos en la piel. Lo deseaba tanto que le dolía todo el cuerpo.
Wes le abrió la chaqueta de un tirón e hizo saltar los botones, que cayeron al suelo como las primeras gotas de lluvia antes de una tormenta descomunal.
Ella se estremeció y echó la cabeza hacia atrás para ofrecerle el cuello, los senos, todo lo que quisiera. Con Wes se sentía atractiva, confiada y extremadamente sensual.
—En ese caso —dijo—, me someto a una inspección minuciosa.
Wes podía ser minucioso. Sentía que podía hacer casi cualquier cosa por aquella mujer llena de contrastes sorprendentes. Querían lo mismo. Deseaban lo mismo.
Le quitó la chaqueta y el sujetador y disfrutó de la visión de aquellas curvas deliciosas. Tomó el pañuelo de seda, lo colocó debajo de los senos de Tempest y lo utilizó para levantarlos y acercárselos a la boca. Le lamió, besó y succionó los pezones hasta que ella se le agarró de la camisa, de los pantalones.
El deseo desenfrenado de Tempest lo estremeció. Al conocerla había tenido la impresión de que era algo tímida y no estaba muy cómoda con su cuerpo de chica de calendario, pero cuando se quitaba la ropa era una mujer diferente, una diosa del sexo desinhibida y lista para satisfacer sus deseos con él.
Tras soltar el pañuelo, Wes le arrancó los botones de la falda, dando por sentado que si no había protestado por la chaqueta, tampoco la molestaría que le estropeara el resto del conjunto. Estaba ansioso por desnudarla y ver más de lo que había podido ver en la sala de juntas. Quería conocerla mejor; entenderla mejor.
No imaginaba cómo era posible que una persona con la vida resuelta albergara tantas inseguridades. Quizá él tuviera confianza más que suficiente para los dos, porque sentía que si dedicaba toda su atención a darle placer, podría hacerle superar cualquier temor.
Se quitó los pantalones, que cayeron al suelo a la vez que la falda y el tanga de Tempest. Mientras disfrutaba como un adolescente de lo que veía, ella le bajó los calzoncillos y tomó el pene entre sus manos. Lo acarició con la yema de los dedos y, sin dejar de mirarlo a los ojos, se arrodilló delante de él.
Wes se estremeció; sus terminaciones nerviosas estaban al borde del cortocircuito. Tempest le rodeó el sexo con la boca y comenzó un juego de lengua, labios y dientes que amenazaba con arrastrarlo a la locura. Un juego al que podían jugar los dos.
Desesperado por probarla, Wes la tomó de los codos y dijo:
—¿No me tocaba explorar a mí? Has dicho que te sometías a una inspección minuciosa.
Ella se lamió los labios y dejó que Wes la tumbara en el puf. Él se situó entre las piernas y se concentró en el clítoris. Estaba demasiado ansioso para ir despacio. Tempest lo había excitado tanto que no sabía cómo contenerse. Lo único que sabía era que necesitaba sentir su sabor.
Le hizo el amor con la boca, tal como ella había hecho un momento atrás, hasta hacerle alcanzar el éxtasis. Sintió cómo se tensaba, cómo se le aceleraba el pulso entre las piernas, pero para él no era suficiente. Le deslizó una mano por el estómago hasta alcanzar los senos y le pellizcó un pezón.
Tempest gimió y se estremeció complacida; tembló y se arqueó contra él una y otra vez, obsequiándolo con una imagen exquisita.
Wes no la soltó hasta el último espasmo de placer. Entonces, le besó el sexo por última vez y se colocó encima de ella, cubriéndola con su largo cuerpo. Se estiró para buscar un preservativo, pero antes de que pudiera ponérselo, ella le quitó el paquete de las manos.
—Déjame a mí —dijo.
Tempest aún estaba temblando; su cuerpo rezumaba energía sexual. Aquel temblor lo hizo pensar en la suerte que tenía de poder tocarla. La observó ponerle el preservativo y, sin más dilación, se introdujo en ella.
Empezó a moverse lentamente para que pudiera acostumbrarse a él y para disfrutar del indescriptible placer de sentirse rodeado. Tempest lo miró con una sonrisa cómplice, le deslizó las manos por el pecho hasta la boca e introdujo dos dedos en ella. Luego, los deslizó hasta sus senos y comenzó a acariciarse los pezones con las yemas humedecidas.
Aquello lo volvió loco y, con la mirada atenta a la dulce tentación de aquellos senos, se empujó dentro una y otra y otra vez.
Alcanzaron el clímax juntos entre gemidos y jadeos desenfrenados. Ella lo rodeó con las piernas, como si quisiera mantenerlo dentro eternamente. Apretó las caderas contra él en el más íntimo de los abrazos.
Wes no sabía si su minuciosa inspección de Tempest le había revelado algo de ella, pero sabía que su esfuerzo por complacerla decía mucho de él.
En aquel momento comprendió que no le resultaría fácil apartarse cuando el caso estuviera resuelto.
Tras la partida de Wes, Tempest se sentía perdida en el inmenso mausoleo de Park Avenue. Pasó una mano por la sábana donde él había estado tumbado con ella minutos antes, y sintió su calor y su perfume. Casi podía sentirlo de nuevo a su lado.
Sin embargo, sabía que no era más que una sensación tonta y nacida de su romanticismo empedernido. Le habría gustado ser más atrevida en sus relaciones; ser capaz de disfrutar del sexo y de la diversión, y marcharse luego con el corazón intacto. Pero siempre había sido ingenua y soñadora. Sus padres no se explicaban de dónde había salido aquella fascinación por los finales felices. Su matrimonio había sido un completo desastre; entre las ambiciones y los contactos de Solange y la habilidad especial de Ray para los negocios habían conseguido escalar hasta los niveles mas altos de la sociedad neoyorquina, pero en cuanto alcanzaron sus sueños materiales, el matrimonio se fue a pique.
Los dos habían condenado la ternura de su hija y la habían alentado a madurar y a aprovechar los privilegios de que gozaba para expandir el imperio familiar, no para ofrecer sobras a los desamparados.
Pero a Tempest no la sorprendían sus fantasías románticas con Wes. Era lógico que se ilusionara con un hombre que le había hecho tener más orgasmos de los que había tenido en tres años.
Aquella noche se sentía particularmente vulnerable, y no la ayudaba estar en aquella casa vacía, donde nunca había podido concretar el sueño infantil de ver a la familia unida y feliz.
Tenía que reconocer que su romanticismo a ultranza no conducía a nada y dejar de soñar con imposibles. Así como había asumido que sus padres no volverían a estar juntos, tenía que entender que si Wes estaba dispuesto a utilizar el servicio de citas a ciegas de MatingGame para salir con docenas de mujeres, sería porque no sentía nada especial por ella.
Tenía que reaccionar antes de empezar a hacerse ilusiones con él. Había sobrepasado sus obligaciones laborales para mantenerla a salvo y atrapar al que había allanado el estudio; lo mínimo que ella podía hacer para recompensarlo era mantener el corazón a raya y colaborar con la investigación.
Al ver el maletín del portátil se levantó de la cama y se envolvió en la sábana. Tal vez si volvía a entrar en el sitio de MatingGame pudiera encontrar algo nuevo, alguna pista de qué pasaba en la pequeña empresa, que en otros tiempos había visto como una nueva forma romántica de hallar pareja. En realidad, quería ver los perfiles de las mujeres para hacer conjeturas sobre cuáles podían haberle interesado a Wes lo suficiente para invitarlas a salir.
Encendió la lámpara de la mesa, conectó el portátil y echó un vistazo a las páginas en busca de algo que pudiera haber llamado la atención de Wes. La administradora de la página web de MatingGame seguía sin contestar desde el sábado, aunque en teoría se había tomado unos días libres por motivos personales. También cabía la posibilidad de que, si la empresa estaba implicada en negocios sucios, se hubiera marchado para evitar que la atraparan.
A Tempest le costaba creérselo, pero, dada su tendencia a ver el mundo a través de un cristal rosa, su opinión no era muy fiable. Y aquello se aplicaba también a sus conjeturas sobre Wes.
Escribió la clave de acceso a su propio perfil en la sección «Citas a ciegas» y releyó lo que había escrito, aunque sabía que no saldría con ninguno de los hombres que pudieran haber respondido, porque en aquel momento sólo le interesaba Wes. Para su sorpresa, la página había recibido más de mil visitas, y en la parte superior de la pantalla había un aviso de que tenía mensajes en su buzón de MatingGame.
Por curiosidad, entró y descubrió que tenía treinta y dos mensajes, con títulos a cual más atrevido y explícito. Estaba a punto de cerrar el buzón, convencida de que no era la forma en que una romántica confesa conocería a un hombre, cuando el nombre de un remitente atrajo su atención: King Kong.
Tardó un momento en comprender que le sonaba conocido porque Wes tenía una perra llamada Kong. Se apresuró a abrir el mensaje titulado ¿Nos conocemos? Probablemente sólo fuera una coincidencia, pero, aunque Wes hubiera insistido en que sus citas sólo eran un asunto de trabajo, la idea de que la hubiera escogido entre cientos de candidatas anónimas le aceleraba el corazón.
Me gustaría invitarte a cenar para que nos conozcamos mejor. ¿Nos vemos mañana a las ocho en Mick's Grill, en el Barrio Oeste?
No estaba firmado, pero incluía los datos del perfil del remitente. Tempest pulsó en el enlace y entró en el cuestionario que había visto rellenar a Wes.
Se suponía que lo había hecho para descubrir a posibles prostitutas, y aun así la había escogido a ella. O había escrito docenas de cartas al azar o le había interesado algo del perfil de Tempest.
Eloise corrió a los pies de su ama y se acurrucó en busca de caricias. Ella le dio una palmada en el lomo y suspiró:
—Ya lo sé. Está buscando a una prostituta, y no debería sentirme halagada porque me haya escogido.
No obstante, la carta de King Kong le había levantado el ánimo. Tal vez porque servía para demostrar su teoría de que MatingGame ofrecía un servicio legal; o posiblemente por la satisfacción de haber encontrado una nueva excusa para estar con el hombre más atractivo que conocía.
Sin embargo, temía que su renovado optimismo no tuviera ninguna relación con aquellas alternativas. Por absurdo que fuera, estaba feliz porque no había escrito nada sexual en su perfil, y Wes había dicho que sólo buscaba mujeres que ofrecieran sexo explícito.
Aunque podía deberse a una mera coincidencia, para el romántico corazón de Tempest no lo era. Wes podía haber concertado otras citas para avanzar con su investigación, pero a ella quería conocerla por motivos personales.
Y Tempest no iba a defraudar al hombre que la había invitado a una cita a ciegas.
Capítulo 9
—Me decepcionas, Shaw —dijo Vanessa Torres, hojeando el periódico de la mañana en la comisaría—. ¿No podías lustrarte los zapatos para salir en los ecos de sociedad? Aunque he de reconocer que la gabardina no está mal.
Wes, sentado en la mesa contigua, hizo caso omiso de las bromas de su compañera, igual que lo había hecho con las del resto de los policías.
Vanessa no se dejó amedrentar por el silencio y siguió con sus comentarios mordaces.
—¿Así que Tempest Boucher es la nueva chica del mes? Me alegra ver que has vuelto a las andadas, pero no sé cómo se va a tomar una chica de la clase alta que la dejes dentro de cuatro semanas.
Aquello captó la atención de Wes, que se apartó del ordenador con el que estaba organizando sus citas para mirar a la cara a su compañera.
—Torres, ¿no se te ha ocurrido que tal vez no sea yo el que ponga fin a la relación?
Vanessa se reclinó en la silla. Aunque llevaba cinco años en el cuerpo, seguía pareciendo una novata. Era muy buena policía, pero el trabajo requería un fuerte compañerismo, y ella se negaba a hablar de su vida privada y estrechar vínculos con los demás.
Algunos la llamaban la princesa de hielo, pero Wes la defendía siempre. No sabía por qué mantenía tanto las distancias con los demás, pero entendía la necesidad de estar solo. Tal vez por eso eran tan buenos compañeros. Compartían casos, pero preferían trabajar solos la mayor parte del tiempo.
—Es una posibilidad interesante —dijo ella, fingiendo seriedad—. Crees que tienes una especie de reloj interno que hace que cualquier mujer descubra tu verdadera personalidad y decida romper contigo después de que paséis la cuarta semana juntos.
—He tenido relaciones que han durado mucho más de cuatro semanas.
Wes no sabía por qué se lo había contado en aquel momento, si no había querido comentarlo en ninguna de las tantas ocasiones en que Vanessa había insistido con el asunto. Tal vez porque no creía que lo suyo con Tempest fuese a durar mucho. Se sentía profundamente atraído por ella, pero desde un punto de vista lógico, era impensable que pudieran estar juntos.
—¿Tú? —exclamó Vanessa, sin creerle ni una palabra—. ¿El rey de las relaciones ocasionales? Aunque sólo seamos compañeros desde hace un año y medio, Romeo, llevo cinco años en la policía de Nueva York, y sé que, por mucho que digas, en ese tiempo no has tenido ninguna pareja estable.
—Será porque mi época de compromisos a largo plazo es anterior a tu llegada. Puede que no sepas cómo era antes de que nos asignaran como compañeros. ¿No se te ha ocurrido que puedo haber cambiado a peor tras la desaparición de Steve?
Wes era consciente de que Vanessa había hecho lo imposible para que no cargara con la culpa de lo sucedido. Pero él se culpaba por no haber supervisado mejor la misión secreta de su compañero y no haber notado que se estaba involucrando demasiado.
Durante más de un año había tratado de justificar la desaparición de su amigo con las excusas más variopintas, para no afrontar la realidad. Pero la aparición del cadáver de Steve lo había condenado a aceptarla.
—Si quieres que sea sincera —dijo Vanessa, arrojando el periódico a la papelera—, cuando empecé a trabajar aquí estaba loca por ti.
Wes no había tenido nunca facilidad de palabra, y no habría sabido cómo responder a aquella declaración aunque le fuera la vida en ello.
—Pero tranquilo, Closeau —añadió ella, divertida—, que ya se me ha pasado. Jamás podría sentirme atraída por un tipo al que las relaciones le repelen más que a mí.
Wes respiró aliviado. Vanessa era encantadora y una policía de primera, pero parecía muy complicada. Aunque había nacido y crecido en el Bronx, daba la impresión de aspirar a una vida llena de lujos y comodidades.
En cambio, Tempest, que sí procedía de una familia acomodada, no le había dado aquella impresión. Bien al contrario, aquella mujer con la ropa llena de pelos de perro, que llamaba «cena» a un plato de palomitas de microondas, se correspondía muy bien con el estilo de Wes.
—Te he visto en acción —dijo—, y jamás saldría con una mujer que patea más traseros que yo.
—Supongo que cuando te vi por primera vez pensé que éramos compatibles. Un par de solitarios en medio de la gran familia policial, en la que todo el mundo está al tanto de la vida de todo el mundo. En ese momento no me di cuenta de que te gustaba tanto la soledad que eras incapaz de relacionarte con nadie.
—Me temo que has dado en el clavo.
Wes creyó que no valía la pena negar lo evidente y que había tenido bastante charla para el día, por lo que se volvió al ordenador para terminar de organizar sus compromisos de la tarde y la noche.
—Una cosa más —dijo Vanessa—. Si decidieras que quieres que la tal Tempest no salga de tu vida dentro de cuatro semanas, no estaría de más que confiaras un poco en ella. A nadie le gusta sentir que esperas lo peor.
—No se puede brindar confianza de antemano. Hay que saber ganársela.
Wes lo había aprendido a la fuerza, tras sufrir la traición de dos mujeres. Incluso así había creído que al menos podía confiar en su antiguo compañero; un error que no volvería a cometer con Vanessa, por muy bien que se llevaran. Había creído que Steve era su amigo y lo había decepcionado al corromperse o dejarse matar por no tomar las debidas precauciones en un trabajo peligroso.
Vanessa se puso en pie, se dirigió a la cafetera que estaba junto a la puerta y, mientras se servía una taza, dijo:
—Sigue pensando eso, Wes, y verás lo bien que te sentirás el mes que viene cuando tu chica te deje. Pero no olvides que hay gente capaz de superar tus peores expectativas. Un detalle que complace a los devotos de la negatividad.
Acto seguido, la inspectora levantó la taza para brindar por lo que había dicho y se marchó apresuradamente.
Vanessa podía tener razón al afirmar que era un solitario y un negativo, pero aquello no significaba que, si quería, no pudiera tener una relación prolongada con Tempest. Aunque viendo la larga lista de citas que había organizado, tenía que reconocer que ya estaba estropeando las cosas.
A Tempest no le gustaba la idea de que tuviera que salir con otras mujeres como parte de la investigación, pero no tenía más remedio, ya que ella no había conseguido que la responsable de MatingGame lo llamara para aclararle las dudas.
Wes se obligó a no pensar en Tempest, volvió a concentrarse en los mensajes que había recibido en su buzón de MatingGame y encontró dos respuestas más a sus cartas de invitación. Se sintió culpable al ver que una de las remitentes era una mujer con un perfil que le había llamado la atención a nivel personal. Había centrado su investigación en las mujeres que hablaban de sexo descaradamente, salvo en el caso de una que le había interesado porque lo había hecho pensar en Tempest.
Había estado a punto de no enviar el mensaje, consciente de que aquellas citas no tenían nada que ver con su vida personal, pero al final había cedido a la tentación y lo había enviado.
Tal vez pudiera reunirse con la única mujer que no había mencionado el sexo para tener una especie de punto de referencia en un experimento científico. Su cita de las ocho de la tarde con la dueña de un perro que afirmaba disfrutar de la buena conversación le daría una idea más precisa del tipo de clientela de MatingGame, algo que merecía la empresa de Tempest.
Wes tenía toda la intención de atrapar al asesino aquella semana. Su impaciencia por resolver el caso se había incrementado con el allanamiento del estudio de Tempest. Lo preocupaba la posibilidad de que el asesino fuera a por ella. Aunque no estaba seguro de que el incidente de Chelsea estuviera relacionado con el asesinato del fin de semana anterior, sabía que no dormiría tranquilo hasta atrapar al responsable.
Y una vez se hubiera cerrado el caso, quizá encontrara la manera de convencer a Tempest de seguir con él durante algo más que dos semanas. Porque al margen de lo que dijera Vanessa sobre su incapacidad de confiar, Tempest era la única mujer a la que no quería dejar escapar.
Durante el viaje en taxi hasta Mick's Grill, Tempest se repitió más de diez veces que aquella noche no tendría inhibiciones. Pero mientras que desinhibirse en el dormitorio parecía sencillo, no se sentía preparada para andar por las calles de Nueva York con actitud tranquila y despreocupada.
Y no sólo despreocupada en sentido figurado. No; se había puesto la gabardina que Wes se había dejado en su casa sin nada debajo, y resultaba difícil no notar el movimiento de sus senos.
Se preguntó cómo se le habría ocurrido, y echó un vistazo al retrovisor para ver si el taxista se había dado cuenta de que no llevaba sujetador. Afortunadamente, estaba demasiado atento al tráfico para fijarse en ella.
Con la tranquilidad de saber que en el taxi estaría a salvo de miradas indiscretas, se entretuvo pensando en la noche que la esperaba con Wes; la noche en que había planeado olvidarse de todos sus traumas y concentrarse sólo en el placer. A fin de cuentas, había hecho grandes progresos con los ojos vendados, y había llegado la hora de atreverse hasta las últimas consecuencias.
Nerviosa y ligeramente excitada, pagó la carrera y salió del coche con precaución. Saber que no llevaba nada debajo de la gabardina hacía que todo lo que la rodeaba le pareciera sexual, desde el calor que emanaban los motores hasta la luz roja del semáforo, pasando por la brisa que le acariciaba las piernas. Estaba impresionada por lo que podía hacer la falta de ropa interior con su percepción sensorial.
Antes de entrar en el local, se ajustó el cinturón para asegurarse de que no notara que iba desnuda. Cuando empujó la puerta oyó una antigua canción de Billy Joel y sintió el aroma de la comida especiada. El restaurante era pequeño y estaba muy concurrido.
Tempest se abrió paso entre la gente y vio a su King Kong personal en la mesa de la esquina, donde le había dicho que estaría. El problema fue que también vio que se estaba despidiendo de una mujer.
Estaba tan enfadada que no le habría importado abalanzarse sobre ella para reclamar la exclusividad de Wesley Shaw, pero se detuvo en seco al ver en los movimientos de aquella mujer algo que le resultaba familiar.
La pelirroja alta y delgada se había agachado a besarlo en la mejilla con una confianza irritante. Llevaba un vestido de minifalda muy provocativo, diseñado para llamar la atención.
Tempest la reconoció en cuanto giró sobre los tacones de aguja. Era Kelly Kline, la directora de la división internacional de Boucher Enterprises.
Aturdida y sin saber qué hacer, Tempest se acercó a la barra y se ocultó detrás de un hombre calvo y regordete, para que Kelly no la viera. El calvo le miró el escote con los ojos desorbitados.
—Hola, guapa —balbuceó, apestando a cerveza.
Tempest se aseguró de que Kelly se hubiera marchado, se alejó del borracho y avanzó hacia donde estaba Wes, preocupada por la posibilidad de haber pasado algo por alto al no haber investigado antes a los directivos de Boucher. Le costaba creer que Kelly le hubiera destrozado el estudio; pero si los rumores que circulaban por la empresa eran ciertos, la mujer podía tener una inquina particular contra ella, por negarle la posibilidad de asumir la dirección ejecutiva.
Tal vez fuera una coincidencia que estuviera allí. Tempest no creía que Kelly fuera capaz de cometer un asesinato, pero no le había gustado verla entre las sospechosas de Wes, y menos cuando sabía que tenía motivos para estar resentida con ella.
Apuró el paso hasta la mesa de Wes, distraída y ansiosa por compartir sus sospechas.
—Conozco a la mujer que se acaba de ir —dijo.
—¿Qué demonios haces aquí? —exclamó él—. Estoy entrevistando sospechosas.
—Lo sé. Sólo quería...
Era complicado de explicar. No tenía intención de aparecer de forma tan repentina. Y lo peor era que Wes no sólo no parecía alegrarse de verla, sino que encima la miraba con cierto recelo.
—¿Cómo has sabido dónde encontrarme? — preguntó, frunciendo el ceño.
Ella esperaba que no se enfadara, pero tenía que acudir a la cita para demostrar que MatingGame funcionaba sin trucos.
—Me invitaste a conocerte. Soy la dueña de un perro a la que le gusta la buena conversación.
—¿Tú? ¿Enviaste tu perfil para una cita a ciegas?
—Supuse que si estabas tratando de averiguar cómo funcionaba, yo también podía intentarlo.
Tempest no mencionó que también había fantaseado con la idea de conocer a alguien para dejar de pensar en él. El gesto nervioso de Wes la convenció de que no era el mejor momento para plantearlo.
—Cuando vi el mensaje de King Kong —continuó— me acordé de tu perra y supe que eras tú, así que...
—Soy un inspector de policía que busca a un asesino y estoy preparado para el trabajo. ¿Qué experiencia tienes tú para investigar?
—Soy la dueña de la empresa, Wes. Para ti será un caso más, pero Boucher Enterprises es mi vida. No me voy a quedar sentada viendo cómo se va a pique porque una prostituta trastornada mató a un cliente.
Antes de que él pudiera contestar llegó un camarero. Wes quería salir de allí cuanto antes, pero Tempest pidió un vodka con tónica y limón.
—Es más —añadió ella, cuando se marchó el camarero—, creo que te equivocas al enfocarlo desde el asunto de la prostitución. Da la casualidad de que la mujer con la que estabas reunido trabaja en mi empresa, y créeme si te digo que la mantenemos muy ocupada; dudo que le quede tiempo de ejercer la prostitución. Además, gana dinero más que suficiente y no necesita un sobresueldo.
—¿Katrina trabaja en Boucher? Pues a esa chica le gusta el sexo duro.
—No se llama Katrina, sino Kelly Kline, y aunque me cuesta imaginar que tuviera motivos para asesinar a un hombre que hubiera conocido a través de MatingGame, sé que tiene motivos para estar molesta conmigo, porque soy su mayor obstáculo para acceder a la dirección ejecutiva de Boucher.
—¿Crees que podría haber destrozado tu estudio? —preguntó él, con escepticismo.
—No lo sé. Sólo me ha parecido extraño que aparezca justo cuando estás buscando a una asesina y, probablemente, a una persona que está furiosa conmigo por meterme donde no debo.
En aquel momento llegó el camarero con la bebida. Wes la recorrió con la mirada y, cuando el joven se marchó, dijo:
—Veo que me has traído la gabardina.
—Así es. Aunque me gusta tanto que creo que tendrás que quitármela si quieres recuperarla.
—No estoy dispuesto a desprenderme de ella.
Tempest tomó un trago de vodka y dejó que el alcohol potenciara la tensión sexual que la dominaba.
—¿En serio? —preguntó—. En ese caso, ¿por qué no vamos al callejón para que me la quites a la fuerza?
Wes se echó hacia delante, repentinamente interesado por la gabardina. La tomó de la solapa y echó un vistazo por el escote. Levantó la cabeza y la miró con los ojos desorbitados.
—¿No llevas nada debajo?
Wes no se podía creer que estuviera desnuda. Sin embargo, cuando la vio sonreír con complicidad, supo que era cierto.
—Tenía la ventaja de saber con quién era mi cita a ciegas de esta noche —dijo ella—.Y me he vestido en consecuencia.
A Wes seguía sin gustarle que se hubiera presentado en mitad de su trabajo de investigación. Había sido una imprudencia, porque podría haber llegado en medio de una detención o, peor aún, haber quedado atrapada en un tiroteo. Y aunque se moría de ganas de quitarle la gabardina, tenía que reprenderla por haberse puesto en peligro.
—¿Cómo sabes que no tengo previsto reunirme con otras mujeres? —preguntó.
—¿Lo tienes previsto?
Tempest echó un vistazo a su alrededor y se mordió el labio. Se la veía inquieta y preocupada. Al parecer, a Wes no le había gustado que lo tomara por sorpresa.
—No —contestó él, terminándose la copa de Tempest—. Quise dejar lo mejor para el final.
—¿Eso significa que elegiste mi perfil por motivos personales?
Tempest le puso una mano en el muslo. No era la primera vez que lo tocaba aquel día, pero sí la primera vez que él disfrutaba del contacto. Le costaba hablar con ella en un lugar público y ruidoso, cuando lo único que tenía en mente en quitarle la gabardina.
—Pensé que tenía que reunirme con una mujer que no ofreciera sexo explícitamente, pan comprobar que no había también prostitutas mas discretas de lo que pensaba.
—¿Ése es el único motivo por el que escogiste mi perfil? —preguntó ella, deslizando la mano hasta rozarle la entrepierna—. ¿Era tu grupo de control?
Wes la tomó de la muñeca mientras pensaba que la química que había entre ellos era incontrolable.
—Tenemos que salir de aquí —dijo.
—¿Y qué hay del juego previo?
—Cuando te haya quitado la gabardina tendrás todo el tiempo del mundo para jugar conmigo.
Era en lo único que podía pensar. Wes había notado que hasta los senos tenían otro movimiento bajo la tela. De hecho, estaba seguro de que cualquiera que la mirara se daría cuenta de que no llevaba sujetador.
—No me refiero a ese juego previo —aclaró ella, rozándolo sensualmente con una pierna—. Me refiero a una buena charla. Al estímulo que mencionaba en mi perfil.
Wes dejó dinero en la mesa para pagar la cuenta y la tomó del brazo.
—Deberías haberlo pensado antes de provocarme con tus jueguecitos.
—Espera un momento...
Las palabras de Tempest se perdieron en el ruido del local. Wes la rodeó con un brazo y avanzó entre la gente, decidido a impedir que alguien la tocara. Cuando por fin llegó a la salida, empujó la puerta con tanta fuerza que casi arrancó las bisagras.
Salió a la calle y arrastró a Tempest hasta un callejón, donde imaginó que tendrían un poco de intimidad. La llevó al rincón más oscuro y la apoyó contra el muro de ladrillos del edificio.
—Si quieres qué charlemos primero, será mejor que empieces a hablar, porque tenemos cinco segundos antes de que me premies con un espectáculo visual.
Capítulo 10
—Me temo que ya ha visto todo lo que hay que ver, inspector —dijo ella—. No tengo nada nuevo que enseñarte esta noche.
Tempest pensó que Wes estaba arrebatador en la penumbra del callejón, con su aire peligroso, pero se apresuró a convencerse de que Wes podía parecerle arrebatador sin que aquello significara que estaba enamorada de él.
—Se te acaba el tiempo, Tempest —gruñó Wes, jugando con el cinturón de la gabardina—. Menos charla y más piel.
Ella se estremeció pensando que se desnudaría ante él. Echó un vistazo a ambos lados de la calle y no vio a nadie. De todas maneras, el enorme cuerpo de Wes la protegería de posibles miradas ajenas.
En aquel momento, lo único que quería era exponerse a la mirada de aquel hombreara una oportunidad ideal de enterrar para siempre viejos temores e inseguridades.
Creía que se había encontrado a sí misma al comprar un estudio en el centro y ver telenovelas antes de pasarse el fin de semana dedicada a sus obras de arte, pero no había sabido quién era de verdad hasta conocer a Wes, una auténtica obra de arte en movimiento.
Con él, Tempest hacía realidad sus sueños y esperanzas en vez de imaginar un mundo de fantasías inalcanzables. Aquel momento con Wes era real; el calor, el deseo, la pasión, eran sensaciones tangibles. Lo deseaba tanto que podía sentir el sabor de su boca incluso antes de que la besara.
Se apoyó contra la pared y trató de aferrarse a los ladrillos; tenía las piernas flojas y necesitaba un apoyo para no caerse.
Wes le desató el cinturón, introdujo las manos debajo de la gabardina y le acarició los senos con una mano, mientras le rodeaba las caderas con la otra. Ella lo abrazó por el cuello y se apretó contra él.
La gabardina le cubría la espalda y los costados, como una capa, y la hacía sentirse una vampira desnuda. Para hacer honor a la imagen, Tempest le apartó la chaqueta y le mordió el hombro.
Wes le deslizó las manos por las nalgas y la levantó ligeramente para pegarla más a él. Ella gimió al sentir la deliciosa fricción en el sexo. Lo tomó de la mano y se la situó entre las piernas, decidida a obtener el placer que tanto deseaba.
El gruñido de Wes la hizo detenerse.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Él recorrió con la mirada encendida y respiró profundamente hasta recuperar parte del control.
—Tenemos que irnos de aquí.
Wes trató de apartarse, pero ella se negó a soltarlo y apretó las caderas contra él, transmitiendo un mensaje inequívoco.
—Acabamos de llegar —protestó—. Además de todas las mujeres con las que has estado hoy, soy la que se ha ganado tu compañía. Creo que me merezco el premio, King Kong.
Tempest le lamió el cuello y lo tomó de la corbata, dispuesta a seguir hasta el final. No sabía qué resultaría de aquella semana de desenfreno sexual con él, pero aún no quería que acabara. Wes había desatado en ella una pasión de la que no se sabía capaz, y una vez liberado el deseo, sabía que era el único hombre que podía satisfacerlo.
Después de una vida de postergaciones, por una vez quería anteponer su necesidad a todo lo demás. Aunque sólo fuera durante unos días, planeaba ser hedonista y entregarse al placer de las caricias de Wes. Él sería su capricho personal.
—No podemos arriesgarnos —insistió Wes—. Podrían vernos, y si alguien te reconoce...
No hizo falta que terminara la frase, porque Tempest sabía perfectamente lo desastroso que sería para la empresa de la familia que la descubrieran desnuda en un callejón. Detestaba la situación, pero la realidad conspiraba contra sus pretensiones de egoísmo.
—Tienes razón —reconoció, sin poder ocultar su molestia—. Podemos ir a mi casa, si quieres. Ya han instalado el nuevo sistema de seguridad en el estudio.
Al ver lo tenso y silencioso que estaba Wes, Tempest se dio cuenta de lo impertinente que había sonado. Resignada, se ajustó el cinturón de la gabardina y lo siguió hacia la calle, más decidida que nunca a no idealizar el tiempo que pasara con él. En Nochevieja se había prometido que tomaría el control de su vida, y aquélla era una buena oportunidad para demostrarse que no necesitaba a nadie.
—Pero si tienes cosas que hacer, no pasa nada. Me puedo ir en taxi.
Wes la frenó antes de llegar a la calle iluminada.
—Quiero estar contigo —le susurró al oído.
El torbellino de emociones que sintió Tempest en aquel momento le hizo darse cuenta del poder que tenía Wes sobre ella. Temía que aquello pudiera atentar contra la independencia y la seguridad emocional que tanto ansiaba. Sin embargo, mientras sólo se tratara de una aventura de un par de semanas, podría sobrellevarlo.
—¿En serio? —preguntó.
—Créeme: no habría arriesgado mi placa y tu imagen pública por arrastrarte a un callejón si no me volvieras loco.
Wes la abrazó con fuerza y le demostró cuánto lo enloquecía exactamente. Tempest se puso tensa; detestaba que se pusiera en peligro por culpa de ella.
—No había pensado en el riesgo que te suponía —dijo.
—Probablemente no pasaría nada, pero preferiría que no me sancionaran por mala conducta. No deberíamos volver a desnudarnos en público.
Tempest asintió y cerró los ojos, mientras él le besaba el cuello. Podía permitirse el lujo de aceptar lo que le ofreciera Wes durante un tiempo, antes de convertirse en la mujer independiente por la que había brindado en Nochevieja.
—De acuerdo. Sólo nos desnudaremos en privado. Ahora, ¿en tu casa o en la mía?
«Mía».Wes tenía que reprimirse continuamente para no pronunciar aquella palabra en voz alta cuando estaba con Tempest, porque quería llevarla a casa, protegerla de las miradas del resto del mundo y tenerla para él solo.
No había sido tan posesivo con una mujer en toda su vida, y aunque sabía que era una actitud estúpida y primitiva, no podía evitar querer que fuera suya. Sólo suya. Se moría de ganas de llevarla a su casa para tener un poco de intimidad, pero sabía que la de ella sería más segura.
—Vayamos a la tuya —contestó—. De paso le echaré un vistazo al nuevo sistema de seguridad.
—Mientras hagas conmigo algo más que echarme un vistazo, por mí no hay problema.
—Te aseguro que te haré mucho más que eso. Pero ten en cuenta que no soy uno de esos sementales de las novelas que pueden pasarse toda la noche haciendo el amor sin parar y prepararte un baño con pétalos de rosa por la mañana.
Wes la llevó hasta la calle y se alegró de ver que no había periodistas ni fotógrafos.
—Descuida —dijo ella—. De todas maneras prefiero que no haya rosas, porque Eloise es alérgica a las flores.
—¿Tu perra tiene alergias?
—Es un animal muy especial.
Aliviado por la posibilidad de dejar de hablar de sexo, Wes paró un taxi en la esquina. Había dejado el coche en la comisaría, para que lo usara Vanessa, y había ido andando a Mick's Grill.
Cuando entraron en el vehículo le dio al taxista la dirección del estudio de Chelsea y se concentró en reprimir el impulso de tocar a Tempest. Porque la próxima vez que la tocara no se detendría hasta quedar satisfecho. No sabía cómo, pero Tempest se le había grabado a fuego en la piel; y tan pronto atrapara a quien había destrozado el estudio, tendría que encontrar la manera de alejarse de ella.
Detestaba la idea, pero Vanessa lo había convencido de que no tenía la confianza necesaria para apostar a una relación con Tempest. De hecho, ni siquiera estaba seguro de tener la confianza necesaria para ser un buen compañero para Vanessa. Pero aquello iba a cambiar, porque ella se merecía que la respaldara mucho más que durante el último año y medio.
Tal vez no fuera nunca un buen esposo, pero podía ser un compañero sólido y volver a ser un buen policía. Estar con Tempest le había hecho ver que se había vuelto asocial, y no quería seguir con aquella actitud.
Cuando el taxi aparcó frente al edificio, Tempest sacó la cartera, pero él se negó rotundamente a que pagara.
—Tu dinero no vale conmigo—dijo.
Wes pagó y la ayudó a bajar, mientras miraba con el ceño fruncido a los fotógrafos que merodeaban por la calle.
—Pero si tú has pagado las copas —replicó ella, sin notar la presencia de la prensa—, es justo que yo pague el taxi. No quiero que pienses que soy una aprovechada.
—¿Quién se tiene que preocupar de no dar esa imagen? ¿Tú o yo? Además, soy un policía soltero, y mi único gasto considerable es la comida de la perra. Creo que puedo invitarte a copas y palomitas durante un tiempo. Ahora abrázame, que tenemos que pasar delante de las cámaras.
Tempest maldijo entre dientes, lo abrazó y se dejó llevar. Wes se abrió pasó entre los periodistas hasta el edificio. Al entrar se descubrió soñando que iban por la calle abrazados, como una verdadera pareja.
Un picor en la muñeca que tenía tatuada le recordó lo venenosas que podían ser las mujeres. Sabía que Nueva York estaba lleno de mujeres maravillosas, pero encontrar a la correcta parecía más difícil que atrapar a un asesino.
Tempest no era la clase de mujer que habría imaginado para él, pero tenía que reconocer que no había estado nunca con una mujer que renunciara a las rosas porque su perra tenía alergia. Tal vez fuera una buena señal.
—¿Eso es lo que supones que estaremos juntos? —preguntó ella—. ¿Un tiempo?
—Si me tuvieras cerca demasiado tiempo, te hartarías de mí.
—¿Tus novias dicen que te dejan porque están hartas de ti?
Wes echó un vistazo al vestíbulo; todo parecía tranquilo y en orden. Tempest avanzó hacia las escaleras, pero él la detuvo y la obligó a subir en ascensor, porque era más seguro.
—No. Normalmente dicen cosas como: «Wes, te presento a Jack, el nuevo hombre de mi vida» —contestó—. Pero entiendo que es una forma de decirme que están hartas de mí.
—Hmmm...
—¿Qué quieres decir con eso? No me analices. Mi compañera me ha soltado uno de sus discursos, y creo que ya he tenido suficiente psicología barata por hoy.
—Sólo me preguntaba si espantabas a esas mujeres a propósito. Me cuesta creer que alguien pueda hartarse de ti.
—Te sorprenderías.
En aquel momento, el ascensor llegó a la tercera planta y lo salvó de tener que entrar en detalles. Wes sostuvo la puerta abierta para que saliera, mientras le miraba la gabardina y pensaba en lo poco que faltaba para desnudarla.
—Oh, Dios mío —exclamó Tempest, parándose en seco en mitad del pasillo.
Wes corrió hacia ella y vio qué la había asustado. En la puerta del estudio había un mensaje escrito con pintura roja, que ponía “Prostitutas de lujo”.
Wes se puso furioso, una emoción que rara vez había sentido en diez años de ver escenas de crímenes mucho más aterradoras que el acto de vandalismo en la puerta de Tempest. Pero aquello era distinto. Aquello le había ocurrido a ella.
El estudio de Chelsea era su casa; el lugar que se había comprado para sentir que tenía el espacio propio que nunca había tenido. Y algún trastornado había montado una campaña para hostigarla y destrozar las esculturas que tanto le importaban.
—Descubriré quién ha hecho esto —declaró, abrazándola—. La pintura sigue húmeda, así que el autor podría estar cerca. ¿Conoces a alguien en el edificio con quien puedas quedarte mientras echo un vistazo?
—No. No conozco a nadie, y tengo entrar a ver cómo está Eloise.
Tempest estaba pálida y le temblaba la voz.
—Espera aquí mientras me aseguro de que la alarma sigue conectada, y después entraremos a ver a la perra.
Wes comprobó que la cerradura estaba intacta antes de que Tempest le diera el código de seguridad. Podría cambiarlo más tarde; de momento, necesitaba asegurarse de que el estudio fuera seguro. No descansaría hasta atrapar a quien la estaba amenazando. Le gustara o no Tempest tendría que instalar el mejor sistema de seguridad del mercado. Y como podían estar ante un asesino, Wes se aseguraría de que un policía la custodiara las veinticuatro horas. Y aquel policía sería él.
Dos horas después, mientras Wes se despedía de los dos policías que habían acudido a su llamada, Tempest supo que no volvería a tener una noche tranquila en su estudio. Por mucho que Wes le hubiera asegurado que la casa no había sido allanada, se seguía sintiendo violada, vigilada y vulnerable.
Él había llamado a la comisaría y había pedido que enviaran refuerzos para recoger huellas dactilares de la puerta y del envase de pintura vacío que había encontrado en el pasillo, no creía que pudieran sacar nada en limpio. Lo que más le interesaba era tener un registro de lo ocurrido, para que cuando atrapara al autor tuvieran los elementos necesarios para encerrarlo en la cárcel.
Aunque aquello estaba muy bien, Tempest seguía sintiendo que no podría volver a dormir tranquila allí. Aunque diera docenas de clases de kickboxing, nunca se sentiría lo bastante fuerte para enfrentarse a una persona tan llena de odio. Estremecida, se acurrucó en el sofá junto a Eloise, a la que sólo permitía subir en ocasiones especiales. Como cuando tenía un susto de muerte.
Había cambiado la gabardina de Wes por unos leotardos y una camiseta de manga larga de su época de universitaria. De alguna manera, el mensaje de la puerta la había impulsado a ponerse ropa cómoda y recatada, aunque Wes y los otros agentes habían cubierto la puerta con plástico negro.
Wes despidió a sus compañeros, cerró la puerta y se volvió hacia el sofá.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Estaré mejor cuando encontréis a la persona que me odia.
Se sentó junto a ella en el sofá.
—Necesitas más protección.
—No voy a volver a la casa de Park Avenue.
Tempest no se había dado cuenta de lo férrea que era su determinación hasta que lo dijo en voz alta. Aquella casa le recordaba los motivos por los que nunca había congeniado con su familia y por qué quería forjar su propio camino en la vida. En cuanto contratara a un nuevo director ejecutivo para Boucher Enterprises, dejaría atrás el estilo de vida superficial de sus padres para vivir su propia vida. Había estado tan rodeada de dinero y privilegios que no había tenido la posibilidad de poner a prueba su temple para ver hasta dónde podía llegar.
—No estaba pensando en eso.
—Sé que allí hay más seguridad —continuó ella, sin atender al comentario—, pero no me sentiré independiente hasta que... ¿Qué has dicho?
—Que no pretendo que vuelvas allí, sino que refuerces la seguridad aquí.
—Pero me he gastado medio sueldo en este sistema...
Tempest se interrumpió, porque tenía la impresión de que había algo que no entendía.
—Yo te protegeré —dijo él, acariciándole una pierna—. Saluda a tu nuevo guardaespaldas.
Ella no se había dado cuenta de que estaba negando con la cabeza hasta que Wes frunció el ceño y preguntó:
—¿Cómo que no? No te estoy pidiendo permiso. Te lo estoy comunicando. Me necesitas aquí.
—No. Ya pensaré cómo lo resuelvo.
Tempest tenía la impresión de que dejar que la ayudara equivalía a abrirle la puerta de su corazón. No podía permitirse pensar en él como su protector, porque quería dejar de ser la princesa mimada de una vez por todas.
—No hay nada que pensar —insistió él, con convicción—. Tengo que velar por tu seguridad y para eso tengo que estar contigo las veinticuatro horas.
—Mi seguridad es cosa mía.
—Y atrapar al asesino es cosa mía, y si para eso tengo que acampar aquí hasta que vuelva a aparecer el intruso, aquí me quedo.
—Tu sospechoso ha venido cuando yo no estaba. Si me siguieras a todas partes, no podrías estar aquí para atraparlo.
—Eso se resuelve fácilmente —replicó Wes, despreocupado—.Vanessa vigilará el estudio cuando estemos fuera.
Lejos de estar agradecida porque la policía de Nueva York se ofreciera a custodiarla las veinticuatro horas, Tempest se preguntaba a cuántas víctimas de amenazas dedicarían tantas atenciones. Detestaba recibir un trato privilegiado por pertenecer a una familia influyente.
Pero como sabía que no podía discutir con él, aceptó seguir con el plan hasta que se le ocurriera una solución mejor. No obstante, aunque le estaba dando permiso para meterse más en su vida y en su corazón, no dejaba de pensar en cómo forjaría su ambicionada independencia.
Capítulo 11
Wes no recordaba cuándo se había tomado un descanso por última vez, y su pequeña victoria con Tempest le dejaba buen sabor de boca, aunque ella hubiera aceptado las condiciones a regañadientes.
Le pasó una mano por el muslo, sabiendo que le resultaría difícil conseguir que volviera a desnudarse aquella noche.
—Ni siquiera notarás mi presencia —dijo.
—¿En un estudio?
Tempest arqueó las cejas. Le brillaban los ojos, y Wes suponía que aquel brillo se debía más a la frustración que al deseo. Aun así, no perdía las esperanzas.
—No traeré a Kong —contestó—. Pero tendremos que pasar por mi piso para asegurarme de que tiene todo lo que necesita.
—Lo de la perra sería lo de menos. No te ofendas, Wes, te agradezco la protección que me ofreces, pero valoro mi independencia, y contigo aquí...
Wes se preguntaba por qué quería escapar de una vida con la que soñaba la mayoría de la gente. La tomó de la mano y le besó los nudillos.
—Esto no tiene por qué ser una cárcel para ti. Puedo acompañarte al trabajo o a donde quieras ir.
El único problema era que si se comprometía a pasar todo el día con ella, tendría que descuidar la investigación y la búsqueda de sospechosos. Para empeorar la situación, había organizado otra ronda de citas para el día siguiente, y no podía hacerse pasar por un soltero en busca de compañía si tenía a Tempest sentada al lado. Aunque tal vez pudiera pedirle a Vanessa que se quedara unas horas con ella, mientras se reunía con las posibles sospechosas.
—Puedo tomarme unos días libres —dijo ella—. Podría aprovechar para esculpir. No podré exponer nunca en una galería si no empiezo a reemplazar las obras rotas. Además, imagino que tendrás cosas que hacer.
—Puede que estés más segura en el estudio ahora que está instalado el nuevo sistema. Creo que por eso tu acosador ha tenido que contentarse con pintar la puerta: porque no ha sabido desactivar la alarma.
—Dejaré un mensaje en el trabajo avisando que no iré por la mañana.
Mientras Tempest hacía la llamada, Wes analizó mentalmente las nuevas pruebas. En un primer momento había creído que estaban lidiando con un profesional, porque no habían forzado la cerradura para allanar el estudio, aunque el nivel de destrucción del interior indicara que se trataba de una venganza personal. Pero el mensaje que habían dejado aquella noche confirmaba que el intruso era un aficionado. Escribir «Prostitutas de lujo» en la puerta había sido un acto emocional; una agresión nacida de una profunda ira.
Wes la vio colgar el teléfono y pensó en cómo debía enfocar un nuevo interrogatorio. A nivel personal, no le interesaba conocer los detalles de posibles amantes y antiguos novios; sin embargo, como policía necesitaba descubrir la verdad. Sabía que Tempest era reticente a hablar de su pasado, pero ya no podía seguir eludiendo el tema.
—¿Qué piensas de el mensaje que han dejado en la puerta? —preguntó—. ¿Te habían dicho alguna vez algo así?
Lo primero que había pensado Wes, en el caso de asesinato, era que la asesina era una mujer, porque habían hallado desnuda a la víctima, y la autopsia había confirmado que había tenido relaciones sexuales menos de una hora antes de morir. Habían encontrado ropa interior femenina en la escena del crimen, pero la prenda no les había bastado para dar con la rubia de MatingGame a la que se mencionaba en la agenda de la víctima.
Entre aquella prueba y el hecho de que la víctima tuviera apuntada una cita con alguien de MatingGame, Wes se había concentrado en las posibles sospechosas, y hasta había investigado a la vecina anciana de Tempest.
Pero el mensaje que habían dejado aquella noche en la puerta del estudio le hacía replantearse las conclusiones a las que había llegado hasta entonces. A menos que la verdadera intención de aquel mensaje fuera que la prensa se ensañara, con Tempest, parecía ilógico que una prostituta escribiera algo que sonaba tan despectivo para con su profesión.
Tempest sacudió la cabeza y se recostó en el respaldo del sofá.
—Jamás —contestó—.Ya te he dicho que no salgo mucho, porque es muy complicado. El último tipo con el que fui al cine acabó en los periódicos, igual que tú.
Wes se quedó callado con la esperanza de que su paciencia sirviera para que ella pensara un poco más en sus amigos y conocidos, y le dijera algo más concreto.
Ella se encogió de hombros para recalcar que no se le ocurría nada y añadió:
—Supongo que el mensaje debe de estar relacionado con MatingGame y con tu sospecha de que forma parte de una red de prostitución.
—Recuerda que somos pocos los que sabemos que MatingGame puede tener una faceta oscura. Sigue siendo uno de los sitios más visitados de Internet.
—Si no crees que cualquiera habría sido capaz de relacionarme con un servicio de acompañantes, eso quiere decir que el mensaje lo ha escrito alguien que sepa lo de la red de prostitución, o...
Tempest se interrumpió y lo miró fijamente a los ojos.
—¿Crees que lo decían por mí?
Wes no necesitaba un título de psicología para saber que la había ofendido.
—Lo siento, pero mi trabajo consiste en investigar todas las posibilidades —se excusó—. Y aunque sigo creyendo que podría tratarse de una mujer, el mensaje de esta noche me obliga a no descartar a los sospechosos masculinos. Hay tipos que se ponen muy violentos cuando los dejan.
—Tienes razón. Lo que pasa es que mi relación con los hombres es un tema delicado.
—¿Delicado? Lamento pedirte que hables de esto, Tempest, pero no puedo hacer nada si no me cuentas un poco más sobre tu pasado y sobre los hombres con los que has estado.
—Sinceramente, no hay mucho que contar, porque mis padres siempre ponían peros a mis parejas. Si pertenecían a su círculo social, eran unos malcriados que nunca llegarían a nada. Si no eran de su círculo, eran patanes a los que sólo les interesaba mi dinero. Siempre me resultó más fácil evitar las relaciones, y dudo que ninguno de mis amantes ocasionales se desquiciara porque no le prestara más atención.
—En ese caso, tendré que seguir buscando entre las usuarias del servicio de citas a ciegas, para comprobar si hay una mujer detrás del allanamiento y la agresión de esta noche. Pero tendré que ampliar la búsqueda, porque hay algo que no encaja en esa teoría.
Mientras la veía meditar sobre la situación, Wes no pudo evitar pensar en lo cerca que habían estado de pasar la noche haciendo el amor. Aunque sabía que, después de lo ocurrido, un verdadero caballero reprimiría sus impulsos, no podía dejar de desearla desesperadamente.
Al recordar lo que le había contado sobre sus dificultades para tener pareja, se preguntó si la madre la habría dejado tranquila tras la muerte del padre. Esperaba que fuera así, porque Tempest merecía que la quisieran.
—Tal vez pensaran que nadie era suficientemente bueno para ti —dijo, tratando de consolarla—. Es bastante habitual.
—Es una teoría muy bonita, pero no creo que encaje con mis padres. ¿Te he dicho que mi madre me llamó para hablarme de ti?
—Supongo que me vio en los periódicos y pensó que era un cazafortunas.
—Hace tres años que vive en Londres, pero sigue suscrita a los periódicos de Nueva York. Me llamó al mediodía para reprenderme.
—Estoy seguro de que no es nada en comparación con lo que he tenido que soportar en el trabajo.
—Lo siento.
—No pasa nada. Uno de mis compañeros me dejó una nota de condolencia, porque está casado con una diseñadora de moda y está acostumbrado a lidiar con el infierno mediático que rodea a su esposa.
Tempest se quedó callada, y Wes se dio cuenta de que la palabra «esposa» seguía resonando en el lugar. Y aunque no había ninguna posibilidad de tener una relación duradera con ella, no pudo evitar pensar en cómo hacía un hombre corriente como su compañero Josh, casado con la fama y el glamour, para seguir gozando del respeto de sus colegas.
Tras la muerte de Steve, Wes había necesitado un año y medio para volver a tomarse en serio su trabajo. Y cuando por fin lo había conseguido no podía permitirse conversaciones incómodas que lo alejaran de las respuestas que buscaba.
Decidió cambiar de tema y recurrir al estilo franco que tan buen resultado le había dado siempre.
—De modo que estás segura de que ninguna de tus ex parejas podría haber escrito el mensaje de la puerta —dijo—. ¿Y qué hay de los tipos a los que rechazaste? Puede que alguno esté enfadado.
Ella lo pensó un momento antes de negar con la cabeza.
—He estado tan recluida desde que murió mi padre que no he tenido muchas oportunidades de rechazar a nadie. Mi vida estaba centrada en el trabajo hasta que en enero decidí comprar este estudio y hacer algunos cambios.
Wes imaginaba que no debía de haberle resultado nada fácil, porque los padres siempre la habían criticado por negarse a seguir sus pasos.
—En ese caso —dijo—, tal vez deberíamos centrarnos más en tu lugar de trabajo. Háblame de la tal Katrina, Kelly o como sea que se llame.
Tempest no quería pensar que alguien que trabajaba con ella pudiera ser tan vengativo. Le costaba imaginar que Kelly estuviera tan resentida como para escribir «Prostitutas de lujo» en su puerta.
Aun así, entendía que Wes necesitara cubrir todos los flancos. Además, cuanto antes resolviera el caso y saliera de su vida, antes podría recuperar su preciada independencia.
Le contó todo lo que sabía de Kelly, sin omitir que aspiraba desesperadamente al cargo de directora ejecutiva. También comentó que no había ido acompañada a ninguna de las reuniones sociales de la empresa.
Llegada a aquel punto, Tempest creyó que podía desahogarse y decirle todo lo que pensaba de Kelly, Boucher Enterprises y su trabajo.
Después de dos horas de hablar sin parar, tenía que reconocer que Wes sabía escuchar. Aunque también podía formar parte de su trabajo policial. No sabía si había sido el hombre o el inspector el que la había escuchado, pero estaba tan cansada que no creía que pudiera resistir despierta una hora más.
—¿Cómo estás? —preguntó Wes, mirándola a los ojos—. Pareces agotada.
—Lo estoy
Tempest se acurrucó en el sofá, apenada por la forma en que se había estropeado la noche desde que habían vuelto al estudio. Suerte que Wes estaba con ella.
—Sólo estoy tratando de procesar toda esta violencia —continuó—. Me deprime lo que han hecho con mi estudio, aunque imagino que verás cosas mucho peores a diario. ¿No te desanima?
—Normalmente, no. La mayoría de las veces me anima a seguir. Atrapo a los malos, y el mundo vuelve a estar en orden. Siento haberte pedido que hablaras de tu vida, pero puede que algo de lo que has dicho me sirva para resolver este rompecabezas.
—Espero no haberte aburrido demasiado con mis historias.
Hablar sobre Boucher Enterprises la había hecho darse cuenta de lo poco que se había apartado de la caja de cristal en la que había vivido siempre, a pesar de que en Nochevieja se había prometido tener una vida propia. Tenía su estudio y podía dar rienda suelta a su pasión por la escultura y los culebrones, pero apenas había salido al mundo para conocer gente y cosas nuevas. La llegada de Wes le había hecho desear ser más atrevida.
—No me has aburrido en absoluto —dijo él—. Pero me ha hecho preguntarme cómo soportas el aislamiento, sin salir y sin tener...
Ella supo a qué se refería por la forma en que le brillaban los ojos.
—¿Sin tener relaciones sexuales? —preguntó.
—No me refiero al sexo en sí, sino al placer del contacto físico, los besos, las caricias... Pero olvídalo, no es asunto mío.
Tempest tenía la impresión de que Wes se estaba comportando como un caballero por el mensaje que le habían dejado aquella noche, pero algo le decía que seguía deseándola tanto como lo deseaba ella.
Las desagradables palabras, que habían escrito en su puerta no habían aplacado su deseo. De hecho, sólo habían servido para intensificar su necesidad.
Decidió que no perdía nada por burlarse un rato de él y estimular la tensión sexual con alguna conversación sugerente.
—¿Y quién dice que no he tenido contacto físico? —replicó.
—Tengo la impresión de que hace años que les has cerrado la puerta a los hombres.
Wes se enderezó en el sofá. Ya no estaba relajado, sino tenso y alerta. El nuevo tema de conversación parecía haber captado toda su atención. Y a Tempest le encantaba que se interesara por sus experiencias sexuales.
—No menosprecies mi capacidad de conseguir placer —dijo, con el corazón acelerado—.Te aseguro que soy capaz de provocarme un orgasmo mucho antes de lo que lo lograría un hombre.
—¿Te das cuenta de que acabas de proponer un desafío que no puedo rechazar?
—No es un desafío; es un hecho. Conozco mi cuerpo y sé qué me excita. Es una ventaja con la que no podría competir ningún hombre. Aunque reconozco que preferiría sentir tus manos a las mías.
Tempest se acercó a él. No había creído que pudiera recuperar la intensidad del deseo después de encontrarse con aquel mensaje al llegar al estudio, pero tal vez necesitara pasar la noche con Wes para volver a sentirse fuerte y segura. Los miedos y las preocupaciones de las últimas horas desaparecían a medida que aumentaba la temperatura entre ellos.
—Preferirías que te tocara —dijo él, con una sonrisa cómplice—, y aun así crees que puedes arrastrarte al orgasmo antes que yo.
—Es una cuestión biológica. Pero he de reconocer que los orgasmos son mucho mejores cuando se pueden compartir con un amigo.
Incapaz de esperar a que la tocara, Tempest le tomó la mano y se la introdujo debajo de la camiseta para que le acariciara los senos.
—¿Hablas en serio? —preguntó él, sin apartar la mano—. ¿Y qué tipo de orgasmo alcanzarías si te acariciaras mientras te mira un amigo?
Ella arqueó la espalda para apretarse más contra la mano de Wes. La propuesta le resultaba muy excitante.
—Ya me has visto desnuda en el callejón — dijo, con tono juguetón—. ¿No crees que ya he tenido suficiente aventura para una noche?
—En absoluto. Lo reconozcas o no, estoy seguro de que has tenido varios años de abstinencia sexual. Pero tienes suerte, porque me encanta mirar.
—Y a mí me gusta que me mires —reconoció ella.
Wes le quitó la camiseta, aunque no el sujetador, y la contempló quitarse los leotardos con la mirada encendida. Tempest se dejó las braguitas de encaje blanco, porque a él parecía gustarle la lencería, y tenía intención de brindarle un espectáculo completo.
—Te prometo que ni siquiera parpadearé — declaró él—. Sólo dime qué quieres que haga.
Ella quería que le dedicara toda su atención. Quería mirarlo a los ojos cuando se introdujera en ella y quería verlo estremecerse cuando alcanzara el éxtasis.
Wes la hacía sentirse demasiado atractiva y sensual para volver a ocultarse detrás de una venda. Le indicó que se sentara en borde del sofá, le apoyó una pierna en el regazo y dejó la otra sobre los cojines. Se recostó en una almohada y lo recorrió con la mirada. En algún momento se había quitado la camisa y la corbata y se había bajado la cremallera, dejando a la vista la erección que pugnaba por librarse de la prisión de los calzoncillos.
Tempest contuvo la respiración ante la visión de tanta virilidad y pensó que jamás había tenido mejor inspiración para darse placer. Tenía que reconocer que Wes era el hombre más fascinante que conocía.
Se introdujo los dedos bajo las braguitas y empezó a jugar con el clítoris, mientras él la observaba maravillado. Se estremeció complacida y arqueó la espalda pensando que eran las manos de Wes. Apartó el encaje para acariciarse los labios menores. Los temblores que la recorrían le advirtieron que no tardaría en alcanzar el clímax. Y todo porque él estaba allí, devorándola con la mirada.
Mientras se retorcía de placer no dejaba de fantasear con que Wes la besaba íntimamente.
De pronto, la fantasía se hizo realidad. Con un gruñido, él le quitó las braguitas, le agarró la mano y se la llevó a la boca para lamer uno a uno los dedos con los que ella se había estado estimulando. Después se situó entre las piernas y le pasó la lengua por las zonas más sensibles hasta arrancarle un profundo alarido de placer.
El orgasmo la sacudió como un rayo. Sólo entonces, Wes la levantó y la sentó a horcajadas sobre su regazo. Se bajó los pantalones como pudo y se apresuró a ponerse un preservativo antes de entrar en ella. Se empujó dentro una y otra vez, incapaz de contenerse.
Tempest se entregó a la pasión del momento y lo aferró por los hombros mientras trataba de contener lo incontenible.
Cuando ya no pudo más, soltó un último gemido y se rindió a la intensidad de un nuevo clímax. Al verla estremecerse encima de él, Wes se dejó arrastrar hasta el orgasmo.
Sus corazones latían tan aceleradamente que era imposible distinguir los latidos. Sus pulsos estaban tan sincronizados como habían estado sus cuerpos al hacer el amor.
Tempest no podía moverse y apenas podía pensar. No se podía creer lo que acababa de hacer por complacer a un hombre al que conocía hacía cinco días. Pero no se arrepentía.
Mientras recuperaba el aliento, trató de no preocuparse por lo que pudiera significar que acabara de tener la mejor experiencia sexual de su vida con un hombre que había dejado claro que no quería pareja estable. De alguna manera, se convencería de que sólo había sido sexo y disfrutaría del placer compartido sin atender a las posibles consecuencias.
Pero cuando Wes la recostó sobre el sofá y la abrazó, Tempest supo que aquella noche había traspasado una barrera. Se había entregado completamente a él; había compartido una parte de su alma, cuando lo único que pretendía era saciar el deseo.
No se había dado cuenta de que estaba jugando con fuego. Aun así, se acurrucó contra él y, antes de conciliar el sueño, se dijo que ya encontraría una solución por la mañana. Tenía que recuperar su independencia antes de que fuera demasiado tarde. Tenía que poner distancia entre ellos antes de que sus inseguridades lo espantaran.
Hasta que fuera suficientemente fuerte para ser una buena compañera para Wes, mantendría las distancias para asegurarse de que ninguno de los dos sufriera.
Capítulo 12
A la mañana siguiente, Wes se estaba afeitando en el cuarto de baño de Tempest con una maquinilla desechable que había encontrado en el botiquín. Se había cortado tres veces y había tenido que morderse la lengua para no soltar una catarata de insultos.
Cuando terminó, dejó a un lado el instrumento de tortura y se lavó la cara. Pasó una toalla por el espejo, empañado por el vapor de la ducha, y se miró detenidamente.
La ducha y el afeitado no lo habían ayudado a aclararse las ideas. Volver a pasar la noche con Tempest le había hecho desearla más y querer tenerla en su cama noche tras noche. Había albergado la esperanza de que la pasión se enfriara después de hacer el amor unas cuantas veces, pero nada podía estar más alejado de la realidad. Y la realidad era que la deseaba más que nunca.
Se vistió mientras se preguntaba si ya estaría despierta. Se había obligado a levantarse y a ducharse antes de sucumbir a la tentación de mirarla dormir. Se estaba acercando demasiado, involucrándose demasiado en una situación peligrosa, igual que su antiguo compañero. Steve se había enamorado de una mujer relacionada con el círculo mañoso en el que se había infiltrado. En la última carta que le había enviado a Wes detallaba su preocupación por mantener a salvo a aquella mujer. Wes no había tratado de ponerse en contacto con él, a pesar de que llevaba tres semanas sin tener noticias suyas, por respetar el protocolo de seguridad de los agentes secretos. Y seguía lamentándolo, porque aquella mujer había sido su fin.
Mientras colgaba la toalla de un gancho, Wes se recordó que Tempest no era como aquella mujer. De hecho, no se parecía a ninguna mujer que hubiera conocido, y aquello lo asustaba. Lo aterraba la pérdida de control de cuando se empezaba a interesar por alguien; la confusión emocional que le recordaba que, por más que fuera un tipo duro, cuando se trataba de mujeres, estaba indefenso.
Salvo que sólo se permitiera estar un mes con ellas. Aunque no era una solución muy ingeniosa, el límite temporal le había impedido involucrarse en relaciones de las que sólo podía salir herido.
Hasta que había conocido a Tempest. Al parecer, ella tenía un poder contra el que Wes no podía oponer resistencia. Frustrado y compungido, abrió la puerta y salió del cuarto de baño.
Tempest se había levantado. Llevaba una camiseta, unos pantalones cortos azules, un albornoz y unas zapatillas desgastadas. Estaba de pie junto una mesa situada cerca del horno, con una taza de té en la mano.
—¿Te has caído de la cama? —preguntó.
—Es que estaba impaciente por ver qué aspecto tenía la reina de Nueva York por las mañanas.
Se abstuvo de mencionar las dudas que lo habían asaltado en el cuarto de baño. No estaba preparado para afrontar las posibles respuestas. Necesitaba avanzar con la investigación, y, de momento, era mejor dejar las cosas como estaban.
Tempest se dejó caer en una silla, tomó la taza de té con las dos manos y sonrió.
—Estoy presidiendo una mesa elegante con perfecto aplomo —dijo, cruzándose de piernas con una floritura—.Y, por supuesto, siempre voy a la moda.
Mientras la veía tomar el té, Wes se dio cuenta de que uno de los motivos por los que se sentía tan a gusto con ella era que Tempest despreciaba su fortuna y sus privilegios y se comportaba como una persona normal y corriente.
Pero no sabía si siempre sería así o si algún día se cansaría del estudio de Chelsea y de la escultura. Pocas personas eran capaces de alejarse mucho tiempo del lujo al que estaban acostumbradas.
Wes pensaba aprovechar los días que iban a pasar juntos para averiguarlo, para tener una idea más clara de cómo era aquella mujer, que parecía tan inapropiada para él en los periódicos y tan perfecta en la vida real.
—Las zapatillas lo confirman —afirmó él, mientras se servía un té.
—Creo que no deberíamos volver a acostarnos juntos.
La declaración de Tempest lo tomó por sorpresa.
—¿Me he perdido algo? —preguntó Wes, perplejo.
—Espero que sigas pensando en quedarte aquí hasta que atrapéis al trastornado que me acosa, pero creo que eso es todo.
En aquel momento, Wes pensó que Tempest no estaba tomando té, sino alguna pócima extraña que la había impulsado a dejarlo después de lo que habían compartido.
—¿Y has llegado a esa conclusión mientras hacíamos el amor en tu sofá por tercera vez? —replicó, molesto—. ¿O se te ha ocurrido al levantarte?
—Perdón, no quería decirlo de una manera tan brusca, pero prefería soltarlo antes de perder el valor.
—Por lo menos tienes la deferencia de reconocer que hace falta valor para decir algo así a las ocho de la mañana. ¿Te importaría explicarme por qué has cambiado de opinión? Aunque antes quiero dejar claro que esto no tiene que ver con que me quede aquí. No te vas a librar de mí hasta que hayamos encerrado al que se está metiendo contigo.
Tempest asintió y agachó la cabeza. Al cabo de un momento, suspiró y lo miró a los ojos.
—Soy una romántica empedernida —confesó, como si fuera un pecado mortal.
—Normalmente se me da muy bien atar cabos, pero tendrás que ayudarme con esto, porque no te sigo.
Wes no salía de su asombro. Se había cuestionado lo que sentía por Tempest mientras se afeitaba, pero no había imaginado que la situación diera un giro tan inesperado. Ya no se trataba sólo de los miedos posteriores a una noche de pasión, sino de una fuerte carga de arrepentimiento y de pena por lo que podría haber sido.
Tempest se lamentaba de no haberlo planeado mejor. Durante los ocho últimos meses había aprendido a presidir las reuniones de la junta directiva, a organizar viajes para supervisar sus delegaciones en el extranjero y a oficiar de mediadora en las discusiones internas de la empresa. Y tendría que haber planteado el asunto con Wes de forma que no se pusiera a la defensiva.
Pero la noche anterior había tenido miedo de dormirse, porque la aterraba despertarse enamorada del hombre que estaba en su cama. No podía atarse a él, cuando ni siquiera había aprendido a dominar sus inseguridades y hasta la ponía celosa que se reuniera con desconocidas para desarticular una posible red de prostitución.
Un hombre tan valiente como Wes, capaz de jugarse el cuello con su trabajo de policía, no se merecía tanta desconfianza por parte de su amante, su amiga, su novia o lo que fuera para él.
Tempest necesitaba que le diera tiempo para forjar su camino, para reunir las fuerzas necesarias para ir a por sus sueños. Tal vez entonces podría comprometerse a ser la clase de mujer que merecía Wes. Sólo necesitaba un poco de espacio para respirar y pensar bien las cosas antes de que se hicieran daño.
—Creía que podía tener una aventura contigo —dijo—, pero no puedo. Al menos no de momento. Por mucho que intente hacerme la dura en el mundo de los negocios, soy una romántica empedernida. Y no puedo separar el sexo de los sentimientos.
—¿Y quién quiere que separes el sexo de los sentimientos? Siento algo por ti y espero que, después de lo que hemos compartido, también sientas algo por mí.
—¿Y qué sientes por mí?
Wes frunció el ceño como si le acabara de pedir que resolviera una ecuación de segundo grado.
—No lo sé —contestó—. Pero puedes estar segura de que siento algo cuando estoy contigo.
No era la respuesta que Tempest esperaba. Decepcionada, reafirmó su decisión de apartarse de él antes de perder algo más que a un buen amante.
—Pues avísame cuando lo sepas —dijo—. Creo que deberíamos darnos un tiempo para averiguar qué pasa entre nosotros.
Tempest miró al hombre con el que había hecho el amor toda la noche y pensó que le iba a costar mantenerse alejada de él, aunque supiera que era lo correcto.
La seriedad de los ojos de Wes le advirtió que se avecinaba una tormenta. Se preparó para una diatriba del estilo franco de Wes, pero en vez de discutir, él se llevó un dedo a la boca y le hizo una seña para que guardara silencio.
—¿Qué pasa? —susurró.
Tempest miró a su alrededor y vio que Eloise estaba en guardia frente a la puerta, con las orejas erguidas y mirando fijamente el picaporte.
Había alguien fuera del estudio.
Wes avanzó sigilosamente hacia la puerta. Tempest se levantó y lo siguió, incapaz de quedarse de brazos cruzados mientras él se enfrentaba al peligro. Pero cuando lo vio sacar la pistola se acobardó y se agachó cerca de Eloise, lista para entrar en acción si alguien molestaba a su perra.
Wes desactivó la alarma, giró lentamente el picaporte y abrió la puerta de repente. Su arma apuntó directamente a la cara de una mujer. La cara de Kelly Kline.
Ella levantó las manos y se puso pálida.
—Sólo he venido a ver a Tempest —murmuró.
Wes la hizo pasar sin dejar de apuntarla con la pistola. Tempest se puso en pie y se acercó a su empleada.
—Está bien, Wes. Trabaja conmigo.
—Razón de más para sospechar de ella.
Kelly abrió los ojos desmesuradamente.
—Pero sí es el tipo de anoche —exclamó, girándose a mirar a Tempest—. ¿Está aquí contra tu voluntad?
—Es inspector de policía.
Tempest se preguntaba qué hacía Kelly allí. Aunque se resistía a creerlo, no podía descartar la posibilidad de que una directora de división de Boucher Enterprises quisiera vengarse de ella por obstaculizar su ascenso a la dirección ejecutiva.
Wes sentó a Kelly en una silla cerca de la puerta, mientras Eloise no dejaba de ladrar.
—Yo haré las preguntas —dijo, guardando la pistola—. Si tiene la amabilidad de poner las manos donde pueda verlas, señora Kline, no tendremos problemas. ¿Le importaría explicarme cómo ha entrado en el edificio sin llamar al portero electrónico?
—Me ha dejado pasar un hombre que salía. Estaba lloviendo y no quería mojarme, así que he aprovechado la oportunidad. ¿Ahora podríais explicarme de qué va todo esto?
Tempest permaneció callada y dejó que Wes siguiera con su interrogatorio.
—No hasta que nos explique por qué ha venido sin avisar.
El gesto adusto de Wes indicaba que no le gustaban las actitudes prepotentes. Tempest contuvo la respiración mientras se preguntaba si Kelly sería la intrusa que la había acusado de meterse donde no debía; la que había escrito «Prostitutas de lujo» en su puerta.
—Cuando me he enterado de que Tempest no iría a trabajar —dijo Kelly— he decidido venir a verla, porque tenía que decirle una cosa que no puede esperar. Voy a dejar el trabajo.
Tempest no se lo esperaba, sobre todo porque Kelly había hecho lo imposible para demostrar que tenía un elevado nivel de compromiso con la empresa.
—¿Te marchas? —preguntó—. Pero tenías tantos planes por desarrollar, tantos proyectos en el extranjero...
—Un momento —la interrumpió Wes—. Me gustaría ver la carta de dimisión, señora Kline.
—Éste es un asunto entre Tempest y yo. Y aún no me ha explicado qué está pasando. Ya que me han recibido con una pistola en la cara, creo que tengo derecho a saber por qué.
—La policía de Nueva York está ayudando a la señora Boucher a descubrir quién la ha estado acosando. Y a menos que me enseñe la carta de dimisión que venía a entregar, será mejor que se vaya.
—No puedo enseñársela porque aún no la he redactado. Antes quería hablar con Tempest sobre las condiciones de mi dimisión.
Wes no parecía nada satisfecho con la contestación. Tampoco le había gustado que respondiera con evasivas cuando le había preguntado adonde había ido la noche anterior después de salir de Mick's Grill y por qué utilizaba el servicio de MatingGame.
Kelly sostenía que no tenia por qué dar explicaciones sobre su vida sentimental y que después de despedirse de Wes se había ido directamente a casa. No podía demostrarlo, porque vivía sola y nadie la había visto llegar al piso.
Tras otra media hora de preguntas insistentes y respuestas irascibles, Wes la dejó marcharse, no sin antes recordarle que si quería hablar de trabajo con Tempest, el lugar adecuado eran las oficinas de la empresa y no su residencia privada.
Cuando Kelly se marchó, Tempest no sabía por dónde empezar. Tenía más de un motivo para sospechar de Kelly, pero Wes insistía en que no podrían demostrar nada hasta que hiciera la siguiente jugada.
La estremecía pensar que tenía que esperar a que se volviera a atentar contra ella para poder atrapar al culpable. Y como si aquello no fuera lo bastante desagradable, también tenía que conseguir que Wes aceptara que su aventura había terminado. Pero con tantos temores y preocupaciones, no sabía si tendría la fortaleza emocional para debatir los pros y los contras de una relación basada en el sexo.
Wes se asomó por la ventana, para asegurarse de que Kelly se hubiera marchado, y se volvió hacia Tempest.
—Miente sobre los motivos por los que ha venido —afirmó, mientras empezaba a dar vueltas por el estudio.
Tempest no dijo nada, porque tenía la impresión de que más que hablar con ella, estaba pensando en voz alta. Él dio una vuelta más y se detuvo.
—Y sabemos que usa MatingGame para conocer hombres —añadió—. Pero no sé si es bastante fuerte para... ¿Sabes si hace gimnasia?
Tempest sacudió la cabeza. Sólo llevaba ocho meses al frente de la empresa, y Kelly se había pasado aproximadamente la mitad del tiempo fuera del país.
—A nuestra víctima la estrangularon —continuó Wes—.Y quienquiera que lo haya asesinado tiene que tener mucha fuerza.
De alguna manera, el estrangulamiento parecía más despiadado que un disparo. Tempest no sabía por qué no le había preguntado antes a Wes cómo habían matado a aquel hombre.
Pero antes de que pudiera preguntarle más sobre la relación entre el caso de asesinato y el allanamiento de su estudio, sonó el portero electrónico. Al menos, aquella vez el visitante tenía intención de anunciarse.
Wes contestó y, tras intercambiar unas palabras con una mujer, pulsó el botón con que se abría el portal.
—Es mi compañera —dijo—. La he llamado antes de ducharme para que viniera a sustituirme un par de horas.
—¿Has hecho venir a tu compañera?
Tempest no pudo reprimir los celos que le provocaba saber que trabajaba con una mujer. Tenía montones de motivos para estar preocupada, pero lo único que le importaba en aquel momento era que no se había duchado ni vestido y que debía de tener un aspecto deplorable.
Sin embargo, sabía que si quería que Wes resolviera el caso, tendría que aceptar que era mejor que aunara esfuerzos con su compañera y que dejara de pasarse los días satisfaciendo su apetito sexual.
—Esta tarde tengo otra ronda de citas con mujeres de MatingGame, pero estoy seguro de que Torres te mantendrá a salvo.
Ella detestaba pensar que se pasaría la tarde coqueteando con desconocidas, pero no dijo nada y trató de acallar su inseguridad mientras se recordaba que un rato antes había planteado que necesitaba mantener las distancias con él.
El timbre la hizo caer en la cuenta de que Wes saldría a atrapar a una asesina que había estrangulado a su última víctima. Aquello la hizo sentirse mezquina y egoísta por sentir celos y reclamar distancias. En aquel momento sólo importaba una cosa.
Lo tomó de la muñeca para detenerlo antes de que abriera la puerta a su compañera.
—Ten cuidado —dijo.
—Tú también.
Acto seguido, Wes la tomó de la cara y la besó una vez más. Cuando la soltó, ella lo miró a los ojos y se lamentó de que fuera su último beso.
Capítulo 13
Wes abrió la puerta del estudio de Tempest, ansioso por concentrarse en el trabajo, ya que su vida privada era un desastre. Resolver un caso de asesinato parecía una tontería en comparación con lo difícil que era entender la complejidad de la mente femenina.
Aún tenía el sabor de Tempest en la boca cuando vio que su compañera no estaba sola. Había llegado con un san bernardo de setenta y cinco kilos.
—¿Has traído a Kong?
La pregunta de Wes se perdió entre los ladridos y gruñidos de las dos perras. Eloise pasó por delante de Tempest para enfrentarse al animal que había invadido su territorio. Kong trató de arrastrar a Vanessa hacia dentro, pero la policía la frenó tirando de la correa.
—Creía que sería una bonita sorpresa —gritó Vanessa, para hacerse oír entre tanto ladrido—. No sabía que aquí hubiera otro perro.
Tempest le ordenó a su perra que se tranquilizara. Eloise le hizo caso; dejó de ladrar y se quedó junto a ella, aunque seguía teniendo el pelo de la nuca erizado.
—Eso sí que es un animal bien educado —dijo Vanessa, mientras forcejeaba con Kong.
—No critiques a mi perra, Torres.
Wes suspiró, le quitó la correa de las manos y gritó hasta que la san bernardo se quedó quieta. Había conseguido tranquilizar a la perra, a pesar de lo mucho que lo inquietaba tener que marcharse del estudio. Le habría resultado muy fácil irse sin responder a las preocupaciones que había planteado Tempest aquella mañana, pero llevaba demasiado tiempo negándose a afrontar sus problemas afectivos.
Había algo en Tempest que le hacía querer esforzarse más y tratar de aclarar las dudas que habían surgido después de que pasaran la noche juntos. La idea de perderla le hacía cuestionarse muchas cosas y replantearse qué quería de su vida.
Después de hacer las debidas presentaciones, Wes miró a las perras y se le ocurrió una forma de ganar algo de tiempo.
—Vanessa, ¿por qué no llevas a las perras a la calle para que se conozcan en un territorio neutral? Un paseo las relajaría, y puedes darles alguna golosina.
Wes esperaba que su compañera hubiera captado la indirecta de que necesitaba quedarse unos minutos a solas con Tempest.
—¿Estás seguro de que puedes con las dos? — preguntó Tempest—. Son muy grandes.
—Vanessa es más fuerte que yo. Y además es ninja. Puede arreglárselas.
Wes dio dinero a su compañera para que les comprara algo a las perras, le puso la correa a Eloise y salió al pasillo con Vanessa.
—Necesito cinco minutos para ver si consigo traspasar la barrera del mes —murmuró entre dientes—. ¿Entiendes?
Su compañera asintió antes de que Tempest se acercara.
—Hay un vendedor de galletas en la esquina —dijo—. Eloise suele ser mucho más amigable después de comerse una.
Para alivio de Wes, Vanessa accedió de inmediato.
—No hay problema —aseguró, antes de mirar a su compañero—.Y a ver si te enteras de que no soy ninja: hago kendo.
Acto seguido, la policía se llevó a las perras por las escaleras y empezó a sermonearlas sobre cómo debían comportarse en la calle.
Wes no quería desperdiciar el poco tiempo que tenía con Tempest, y se apresuró a hacerla entrar en el estudio.
—¿Qué era eso de la barrera del mes? —preguntó ella, mirándolo con recelo.
Él había olvidado que las mujeres tenían oído biónico.
—Un chiste privado —contestó, indicándole que se sentara en una silla—.Vanessa dice que soy incapaz de tener una relación que dure más de un mes. Quería que nos dejara un rato a solas para ver si podía entender por qué habías cambiado de opinión esta mañana.
Ella frunció el ceño un momento antes de arquear las cejas.
—¿Es que quieres traspasar la barrera del mes conmigo? —dijo, sorprendida.
—¿Tanto te cuesta creerlo?
Tempest lo tomó de la mano y le acarició los nudillos con el pulgar.
—Un poco —reconoció—. Debes de saber mejor que yo que no es fácil conseguir que confíes en alguien.
—Sí, lo sé. He sufrido tres grandes decepciones en cuestiones de confianza.
Vanessa le había dicho que no siempre tenía que esperar lo peor de las personas. Tal vez hubiera llegado el momento de confiar en Tempest y esperar lo mejor de su relación.
Ella abrió la boca, pero él le impidió hablar, porque tenía más cosas que decir. Si iba a ser sincero, tenía que contárselo todo.
—Dos mujeres me abandonaron por otro, aunque probablemente dirían que fue culpa mía, por no comprometerme lo suficiente con la relación. La tercera gran decepción fue cuando confié en que mi compañero podía mantenerse a salvo mientras estaba en una misión secreta, hasta que su cadáver apareció flotando en el río. Sigo sin creer que se corrompiera, pero los informes de la investigación de su asesinato señalan que estaba metido en asuntos ilegales. ¿Ahora entiendes por qué me cuesta tanto fiarme de los demás?
Tempest le acarició una pierna.
—Lo siento, Wes. No sabía...
—Es igual —la interrumpió él—. Lo que trato de decir es que tal vez yo sea el romántico y tú la negativa, porque parece ser que soy el único que está dispuesto a darle una oportunidad a lo nuestro.
Wes no podía ser más franco y directo. Le había mostrado una faceta que no había compartido con nadie en muchos años, y era la primera vez que dejaba de lado el orgullo y se declaraba romántico. Pero Tempest era especial.
Ella parpadeó y trató de procesar lo que le había dicho.
—No soy negativa —dijo, negando lo evidente—. Sólo soy pragmática. Desde hace ocho meses, mi vida está en una especie de punto muerto, y seguirá así hasta que encuentre a alguien que pueda dirigir las empresas de mi padre. Estoy tan atrapada entre los sueños y la realidad que la mitad de las veces ni siquiera sé quién soy. No me parece una manera justa de empezar una relación.
—¿Y quién habla de justicia? No soy tan exigente.
Lo único que Wes les había pedido a las mujeres era que le fueran fieles mientras durase su relación, y estaba absolutamente seguro de que Tempest valoraba la fidelidad tanto como él. Aun así, ella esperaba más de él, y él no parecía entender qué era exactamente.
—Estás ocupada, y lo entiendo —continuó—. Así que aceptaré lo que puedas darme, y veremos qué pasa.
—Pero no quiero ser injusta. Y no me preocupa lo que pueda parecerte razonable. Si voy a arriesgar el corazón, quiero poder entregarme completamente.
Wes no sabía cómo expresar su punto de vista sin parecer insensible. Volvió a sentir el molesto picor en la muñeca, aunque sabía que no era por culpa del tatuaje. Sólo era una estúpida reacción que tenía cada vez que una mujer hablaba de su corazón.
—No te estoy pidiendo amor eterno, Tempest.
Wes no pretendía que firmara un contrato con sangre; sólo quería estar con ella el día siguiente, el siguiente y el siguiente, y tal vez algún tiempo más, si ella se lo permitía.
—Te aseguro que lo tengo muy claro —afirmó ella, con una sonrisa ladeada—. Pero creo que no deberíamos empezar nada mientras no estés seguro de lo que sientes por mí.
Wes creía que había dicho lo que sentía al pedirle que estuviera juntos y que trataran de superar las dificultades. Se había entregado a ella más que a ninguna otra mujer, y aun así lo rechazaba. Mientras oía ladridos en el pasillo, comprendió que había fracasado en su intento de hacerla cambiar de opinión.
Tempest quería saber qué sentía. En aquel momento, Wes se sentía apaleado y abandonado. Aquella sensación le daba un motivo más para descubrir quién la estaba acosando; para cerrar el caso y seguir con su vida. Solo. Se la había jugado por ella, había arriesgado su corazón y su orgullo por una mujer que estaba tan ocupada con otras cosas que no tenía tiempo para él. Ya no tenía nada que hacer allí.
—¿Me equivoco o Wes estaba nervioso cuando se ha ido? —preguntó Vanessa.
Vanessa Torres había sido una compañía discreta durante casi toda la tarde. Había dejado que Tempest se duchara tranquila y no la había interrumpido mientras trabajaba en una nueva escultura: un vampiro con los brazos extendidos.
Tempest no podía pensar en otra forma de sobrellevar la mezcla de miedo, frustración y arrepentimiento que la sofocaba desde que Wes se había marchado del estudio sin dejarle exponer su punto de vista.
Pero al parecer, Vanessa no se iba a quedar sin hablar de Wes todo el día.
—Debía de estar mentalizándose para el trabajo —contestó Tempest.
Tempest no quería hablar de su problema con Wes con una desconocida, y menos cuando ni siquiera ella lo entendía. Sólo había querido pedirle más tiempo para averiguar qué quería de su vida; un par de semanas para convertirse en la mujer independiente que sabía que podía ser. Pero de algún modo Wes lo había entendido como un rechazo, y había interpretado mal la mitad de lo que había dicho. O al menos era lo que parecía. Tempest no entendía qué había pasado, pero sabía que Wes creía que lo había despreciado por no acceder a seguir adelante con una relación, aunque supiera que no estaba preparada.
—En absoluto —dijo Vanessa—.Wes no es así cuando trabaja. Normalmente está muy concentrado, y hoy parecía distraído.
—¿Hace mucho que trabajáis juntos?
Tempest se apresuró a cambiar de tema, mientras contemplaba los hombros del vampiro que estaba modelando y fantaseaba con volver a estar entre aquellos brazos. Tenía gracia que la imagen de Wes se hubiera convertido en la fuente de su inspiración. Había empezado a trabajar en su escultura para quitárselo de la cabeza, pero sin pensarlo había modelado la cara de Wes en arcilla. Tenía una espantosa sensación de fracaso y pérdida desde que él se había marchado en cuanto volvió Vanessa con las perras.
Y temía haber estropeado cualquier posibilidad de un futuro común por haberle pedido un poco de tiempo.
—Hace un año y medio —contestó Vanessa—. Es uno de los mejores inspectores de la comisaría.
—Me ha dicho que su antiguo compañero murió durante una misión.
Tempest no quería ser indiscreta, pero no veía nada de malo en mencionar el tema, para ver si Vanessa le contaba algo que la ayudara a entender mejor a Wes. Aunque sabía que había tomado una decisión correcta, se arrepentía de haberle dicho que no estaba preparada para una relación.
—Es lo que dice siempre —dijo Vanessa—. Le cuesta creer que Steve estuviera metido en algo ilegal. Pero la mayoría de la gente cree que su compañero murió después de transformarse en la persona por la que se hizo pasar para infiltrarse. No tenía la integridad física y mental de Wes, y creo que echó en falta que su amigo y compañero lo mantuviera a raya.
—Wes merece un compañero más fuerte.
Tempest esperaba que Vanessa lo fuera. Desde luego, una mujer capaz de conseguir que Kong y Eloise se llevaran bien era digna de admiración.
—Te aseguro que lo tiene —afirmó la policía, mirándola a los ojos—. ¿Y tú crees que tienes lo que hay que tener?
No le extrañó que la compañera de Wes tuviera un estilo tan franco. Negó con la cabeza, decidida a ser sincera con Vanessa y consigo misma.
—Aún no. Pero intento resolverlo.
—Dime si puedo ayudarte en algo. Wes es muy buena persona, para ser policía.
Tempest se preguntaba qué tendría Vanessa en contra de los hombres del cuerpo, pero lo que más la preocupaba era cómo hacer para que Wes entendiera que lo único que quería era un poco más de tiempo.
Y ya que no la había escuchado, tal vez tenía que demostrarle que hablaba en serio al afirmar que podían tener un futuro juntos, si le daba tiempo para recomponerse y encontrar su fuerza interior.
—De hecho, podrías hacer una cosa para ayudarme —dijo—.Y mientras tanto, yo te estaría ayudando a cerrar la investigación mucho antes.
Sería una compañera fuerte. Tempest se aferró a aquella idea como si fuera un mantra mientras esperaba con Vanessa a que Bliss Holloway, la administradora de la página web de MatingGame, las recibiera en su casa del centro.
Vanessa había coincidido en que necesitaban hablar cuanto antes con una figura clave en la investigación, y como Wes estaba entrevistando a las potenciales sospechosas, ella tenía que hablar con Bliss, aunque le supusiera tener que llevar a Tempest a la cita.
Tras varios días de silencio, la webmaster de MatingGame le había devuelto la llamada a Tempest poco después de la comida, y habían acordado verse a última hora de la tarde.
Vanessa y Tempest habían salido juntas; una policía elegante y una millonaria renegada que no tenían nada en común salvo la voluntad de aunar sus esfuerzos para ayudar a Wes a atrapar a un asesino.
Tempest estaba cada vez más preocupada. La inquietaba saber que Wes estaba entrevistando sospechosas, porque tenía un mal presentimiento.
Después de darles la bienvenida, Bliss las llevó a una habitación apartada para que pudieran hablar en privado. Seguía administrando la empresa desde su casa, aunque Tempest le había ofrecido una oficina para MatingGame. Era una mujer enérgica y decidida, por la que Tempest sentía un profundo respeto y admiración, sobre todo después de enterarse de que donaba parte de los beneficios de MatingGame a causas benéficas.
—Tengo que reconocer que esta mañana me he preocupado al oír tu mensaje —dijo Bliss—. Pero ahora que te veo llegar con una inspectora de policía, estoy mucho más preocupada.
Vanessa le contó lo del allanamiento y la pintada de la puerta del estudio, sin mencionar la relación con el asesinato que investigaban. Tempest esperaba que Bliss tuviera una explicación que desarticulara la teoría de que MatingGame formaba parte de una red de prostitución, y se sorprendió al ver que la mujer se ponía pálida.
—¿Escribieron eso en tu puerta?
Cuando Tempest asintió, Bliss respiró profundamente y añadió:
—¿Por qué crees que el mensaje hacía alusión a MatingGame? Boucher Enterprises debe de tener más de cincuenta empresas en todo el mundo.
Vanessa intervino antes de que Tempest pudiera contestar.
—La policía tiene indicios que relacionan a MatingGame con la prostitución y tal vez con delitos más graves. ¿Tiene alguna explicación para eso, señorita Holloway? ¿Sabe si alguno de los usuarios utiliza su agencia de contactos para actividades ilegales?
Bliss abrió la boca y la cerró, como si no supiera por dónde empezar. Cuando lo intentó de nuevo, habló con voz alta y clara.
—Si me hubiera enterado de que alguien utiliza el servicio con fines ilegales, lo habría denunciado inmediatamente. Pero me temo que sé dónde se puede haber originado el rumor de la prostitución.
Tempest contuvo la respiración. Si MatingGame estaba involucrada en algo ilegal, Boucher Enterprises podría perder millones en control de daños y pérdidas de ingresos. El impacto negativo en la credibilidad de la empresa podía suponer la pérdida de muchos empleos; aun así, Tempest no podía dejar de pensar que podría soportarlo siempre que Wes no corriera ningún peligro.
En aquel momento, lo que más le importaba era la seguridad de Wes.
—Como MatingGame se ha convertido en un éxito, tengo la oportunidad de colaborar con gente que necesita ayuda —continuó Bliss—. Hace cierto tiempo necesitaba ayuda administrativa y, como trabajo en casa, pensé que podía contratar a unas cuantas jovencitas que trabajaban en la calle para darles la posibilidad de empezar de nuevo.
—¿Ha contratado a prostitutas? —preguntó Vanessa.
—Contraté a mujeres desesperadas con niños pequeños que necesitaban salir de su situación.
—¿Y dónde las encontró, señorita Holloway? Me cuesta imaginar que las haya encontrado en esta calle.
—Esto es Nueva York, inspectora. No olvide que por muy lujosas que sean las casas de esta zona, en Central Park sigue habiendo delincuencia. De todas maneras, no las conocí en el parque, sino a través de una vieja amiga.
Mientras Vanessa seguía interrogando a la administradora de MatingGame sobre las ex-prostitutas que trabajaban para ella, Tempest esperaba que la conversación derivara hacia algo que pareciera más importante. Estaba demasiado preocupada por Wes para seguir esperando, y al fin optó por interrumpirlas.
—¿Tiene motivos para creer que sus empleadas puedan usar MatingGame para ofrecer sus servicios?
—En absoluto. Va contra las normas de la empresa. Además, yo subo todos los perfiles a la red, así que habría visto cualquier...
Bliss se interrumpió bruscamente y se llevó una mano a la cabeza antes de añadir:
—A menos que infrinjan las normas y utilicen el servicio de citas a ciegas.
La posibilidad debió de inquietarla tanto como a Tempest, porque se levantó y corrió al ordenador para verificar los datos. Vanessa y Tempest la siguieron.
—¿No deberíamos llamar a Wes? —murmuró Tempest.
—Iremos a Mick's Grill en cuanto salgamos de aquí, y lo llamaré por el camino.
Bliss se detuvo en una página y señaló una entrada con la información del usuario.
—Aquí está. Es la dirección de correo de Marianne Oakes —dijo, sacudiendo la cabeza—. No me puedo creer que se haya saltado las normas y haya usado el servicio después de que le diera la posibilidad de empezar de nuevo.
Vanessa apuntó la información en una libreta, mientras Bliss le imprimía el archivo entero.
—¿Es una de sus empleadas?
—Hace seis meses que trabaja conmigo. Es una chica muy inteligente y con mucho potencial, pero el año pasado tuvo problemas y terminó trabajando en un servicio de acompañantes para pagar las facturas.
—¿Puede averiguar con cuántos hombres se ha puesto en contacto? Tenemos motivos para sospechar que está involucrada en un asesinato que se cometió el sábado de la semana pasada.
Tempest tenía la desagradable impresión de que por fin seguían la pista correcta.
—Es difícil saberlo, porque los clientes pueden usar sus cuentas de correo privadas además de los buzones de MatingGame —dijo Bliss, escrutando los datos de la pantalla—. Pero parece que ha estado en contacto al menos con tres hombres.
—¿Alguno de ellos utiliza el apodo King Kong? —preguntó Tempest, aterrada ante la posibilidad de que Wes estuviera solo con aquella mujer.
Vanessa la miró con curiosidad, pero no dijo nada. Tempest supo la respuesta cuando Bliss se puso pálida.
—Sí. ¿Crees que es la víctima del asesinato?
Tempest se negaba a pensar que podía ser demasiado tarde para ayudar a Wes. Nunca había tenido un motivo tan imperioso para apartar sus miedos y armarse de valor. Tenían que reunirse con Wes antes de que Marianne Oakes atacara de nuevo.
Probablemente, Vanessa le leyó el pensamiento, porque la tomó del brazo y la sacó del lugar. Tempest apenas había oído lo que le había dicho la policía a Bliss antes de irse, porque sólo podía pensar en cómo la había acompañado Wes desde que habían empezado a acosarla. Se prometió que le devolvería el favor y estaría con él antes de que le pasara algo.
Distraída por la preocupación, Tempest tuvo que correr para seguirle el paso a la atlética compañera de Wes. Mientras atravesaban un oscuro pasadizo erigido sobre una zona en construcción, la oyó hablar por teléfono, pero la perdió de vista entre la multitud.
Cuando salió de nuevo a la luz, se dio cuenta de que no había señales de Vanessa por ninguna parte, y sintió pánico. Aunque estaba rodeada de cientos de personas, jamás se había sentido tan sola. Volvió a mirar hacia el pasadizo, pero Vanessa había desaparecido.
Se preguntó si le habría pasado algo o si sencillamente se había subido al primer taxi libre y se había olvidado de la novia del mes de Wes. En cualquier caso, lo único que importaba en aquel momento era encontrar a Wes antes que Marianne Oakes.
Consciente de lo difícil que era conseguir un taxi en hora punta, Tempest se subió a un autobús que la dejó en la calle Dieciocho, a un par de manzanas de Mick's Grill. No creía que nadie la hubiera seguido, pero en la parada había tanta gente que apuró el paso para asegurarse.
Cuando por fin vio el letrero de Mick's Grill, uno de los pocos locales de una zona predominantemente residencial, echó un vistazo a su alrededor y respiró aliviada al comprobar que la calle estaba vacía. Lo único que tenía que hacer era asegurarse de que Wes supiera lo que habían descubierto de Marianne Oakes, y dejar que averiguara qué había pasado con Vanessa.
Se sentía culpable por haberse separado de ella, pero imaginaba que Wes sabría qué hacer. Casi había llegado al local cuando una mano de hierro le tapó la boca.
Capítulo 14
Wes trató de ser sutil cuando miró el reloj por tercera vez durante su sexta cita del día. La mujer que tenía enfrente parecía nerviosa, y no quería hacer nada que pudiera incomodarla; pero seguía sin tener noticias de Vanessa y estaba cada vez más preocupado.
Había llamado tres veces al estudio de Tempest y dos al móvil de Vanessa, y no había obtenido respuesta. Aunque no entendía por qué habían salido del estudio, en un primer momento había pensado que tal vez hubieran ido a comprar algo o a dar un paseo. Aun así, ya tendrían que haber regresado.
Miró por la ventana y escudriñó entre las sombras de la ciudad. Mientras se recordaba que debía prestar atención a la mujer que estaba con él para terminar con aquella reunión cuanto antes, decidió que cancelaría las dos últimas citas para poder ir a ver qué pasaba con Tempest.
Pero cuando se volvió a mirarla se dio cuenta de que la mujer estaba mirando hacia el exterior con más aprensión de la que él sentía.
—¿Va todo bien? —preguntó.
El policía que había en él se puso alerta. Desde que se había sentado, la tal Mary o Mary Armenio había ido mucho más allá de un par de respuestas superficiales a las preguntas que Wes le había hecho. Él no le había dado motivos para que estuviera tan nerviosa.
—¿Seguro que estás bien? —insistió—. ¿Quieres que te acompañe a tu coche?
La mera proposición la hizo levantarse de un salto.
—¡No! Siento que no hayamos congeniado, Wesley. Creo que no deberíamos volver a vernos.
Acto seguido, la mujer le tendió la mano. Wes estaba sorprendido por aquella reacción. No sabía si la había puesto nerviosa o si tenía otros motivos para estar alterada.
La tomó de la mano con delicadeza, con la esperanza de poder relajarla lo suficiente para poder hacerle algunas preguntas más. El instinto le decía que ocultaba algo. Tal vez supiera algo sobre el caso. Era rubia, pero la mitad de las mujeres con las que se había reunido lo eran.
Aun así, no podía irse para ver qué pasaba con Tempest y con Vanessa, porque aquella mujer podía ser la que había estado buscando.
—Entiendo que te quieras ir, pero ¿puedo preguntarte a qué se debe tanta prisa? —dijo, mirándola detenidamente—. No te he acosado, ¿verdad? Y te prometo que no te acompañaré al coche si no quieres. Pero no tengo nada que hacer, y me gustaría que te quedaras a charlar un rato conmigo.
Ella miró una vez más hacia la puerta antes de volver a sentarse.
—Está bien, pero sólo unos minutos.
—¿Esperas a alguien?
Wes no entendía por qué miraba tanto hacia la puerta. Se recostó en el respaldo y adoptó una postura extremadamente relajada para ganarse la confianza de aquella mujer. Si el trabajo lo exigía, era capaz de mantener la tensión bajo control.
Y cuando ella sacó un inhalador del bolso e inspiró lo que parecía un medicamento, se convenció de que había hecho lo correcto al quedarse.
—No, no espero a nadie —contestó ella, tensa—. Pero tengo un ex novio psicópata al que le gusta vigilarme no quiero involucrarme con hombres tan encantadores como tú hasta que no encuentre la forma de lidiar con él.
Al oírla mencionar a su novio psicópata, Wes supo que tenía un firme sospechoso del asesinato. Sin embargo, no se le ocurría qué relación podía tener con MatingGame y con Tempest.
Hubo un destello de luz fuera del bar, y la ventana se iluminó durante un instante, junto a la mesa en la que estaban.
—¿Debería preocuparme? —preguntó él, con una sonrisa.
En el fondo, Wes ya estaba preocupado. No por sí mismo, ya que era capaz de defenderse, sino por Tempest.
—Tú no tienes nada que temer —contestó ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Pero se enfada conmigo cuando salgo sin él. Es mecánico, y tiene ese ridículo orgullo machista. Hay tipos que no captan el mensaje, ¿sabes?
Él estaba a punto de preguntarle más cosas sobre el ex novio, cuando captó de reojo algo que le llamó la atención. Vio pasar a una mujer junto a la ventana y le pareció que podía tratarse de Tempest.
Pero al segundo de verla, había desaparecido. Wes se puso en pie.
—¿Puedes esperarme un minuto, Mary?
Quería seguir hablando con ella para averiguar por qué estaba tan inquieta, pero que Tempest estuviera allí significaba que algo iba muy mal.
Con el tiempo había aprendido a no cuestionar sus instintos, y en aquel momento le decían que tenía que averiguar qué estaba pasando. Aunque no sabía qué podría querer de Tempest el ex novio de Mary, el instinto le decía que había estado buscando al asesino en el lugar equivocado. No era una mujer que usaba el servicio de MatingGame, sino un hombre furioso que no podía soportar la idea de que su antigua novia saliera con otros hombres. Un hombre dispuesto a matar a cualquiera que se acercase a ella.
Wes se abrió paso entre la gente y abrió la puerta. El letrero luminoso del local se reflejaba en la acera mojada por la lluvia, pero ella no estaba por ningún lado.
—¡Tempest! —gritó.
No obtuvo respuesta. No había ni rastro de ella ni de Vanessa. No se oía nada, salvo el repiqueteo de las gotas de lluvia. Wes sacó el móvil y llamó al estudio de Tempest. Tal vez se había confundido, y estaba segura y a salvo en su casa.
Sin embargo, el teléfono no dejaba de sonar, y nadie contestaba.
Aquella noche había pasado algo malo. Algo terriblemente malo. La certeza lo sacudió como uno de los golpes de kendo de Vanessa. Sentía que le iba a estallar la cabeza, y sabía que no podría soportar que le pasara algo a Tempest. La culpa por la desaparición de Steve lo había destrozado, pero aquello lo aniquilaría definitivamente.
Corrió por la acera por la que estaba seguro de haberla visto. Inspeccionó el callejón donde habían estado la noche anterior; no vio nada, y se giró dispuesto a buscar en todos los rincones del Barrio Oeste.
Mientras corría chocó con algo, en la acera. Se agachó para recoger el objeto y vio que era un espejito. Lo tiró a una papelera y siguió andando, ralentizado el paso lo suficiente para tener una visión completa de la calle.
Rezó por que Tempest estuviera a salvo. No podía aceptar otra cosa. No podía soportar vivir sin ella. En aquel momento reconoció lo que tanto temía aceptar: la quería.
Aquella sencilla verdad lo resonó en su interior, junto a un miedo distinto de todo lo que conocía. Había sido demasiado cobarde para reconocer que sentía algo intenso y real cuando ella se lo había preguntado. Y en aquel momento, ante la perspectiva de no poder decírselo nunca, quererla parecía fundamental. Fundamental para lo que Wes era y lo que deseaba de la vida.
No importaba que la hubiera conocido hacía menos de una semana. Se había enamorado de mujeres a las que conocía desde hacía años, y aun así lo había estropeado. Y por extraño que pareciera, tenía la convicción de que por haber seguido ciegamente su instinto, con Tempest haría lo correcto.
Pero si no la encontraba pronto, no podría decírselo nunca.
Pidió refuerzos a la comisaría; necesitaba contar con toda la ayuda posible, porque su vida entera dependía de la seguridad de una mujer.
No era una buena noche para morir. Mientras se resistía a que su secuestrador la arrastrara por la avenida Once hacia el río Hudson, Tempest no podía evitar pensar que las pruebas de su asesinato se perderían bajo el aguacero que caía en aquella noche de pesadilla. El hombre le cubría la boca y la nariz con una sola mano, dificultándole la respiración. Si respirar le resultaba prácticamente imposible, gritar era impensable.
El hombre que la sostenía era tan fuerte, y la tenía tan sujeta, que Tempest imaginaba que debían de parecer una pareja que corría para escapar de la lluvia. Los transeúntes podían pensar que la estaba protegiendo con el abrigo, pero en realidad la había metido debajo de la prenda para pegarla más a su costado y ocultar la navaja con que la amenazaba.
Tempest había perdido la noción del tiempo y no sabía cuánto llevaban caminando. Aquel monstruo la había atrapado en la puerta de Mick's Grill, segundos antes de que pudiera reunirse con Wes.
No obstante, se negaba a pensar en ello, porque necesitaba encontrar la forma de escapar. De volver con Wes. No merecía que lo abandonara otra mujer, y Tempest no iba a permitir que el trastornado que la tenía cautiva le arrebatara la posibilidad de decirle cuánto lo deseaba y cuánto se arrepentía de haber antepuesto su independencia a su felicidad.
Había ido tirando cosas del bolso para dejarle un rastro a Wes, como en el cuento de Hansel y Gretel. Pero si no quería terminar flotando en el Hudson, tenía que hacer algo más.
Aquél era el momento perfecto para demostrarse que podía ser independiente. Si conseguía librarse de aquel hombre monstruoso, sabría que se habría convertido en la mujer que siempre había querido ser. Y si sobrevivía a aquella terrible experiencia, se abrazaría a Wes y se permitiría ser feliz. No volvería a sentirse inferior ante su madre ni ante las docenas de empleados de Boucher Enterprises que parecían más inteligentes y eficaces que ella. Era Tempest Boucher, una romántica empedernida, y aquello tendría que ser más que suficiente.
Recordó algunos de los movimientos defensivos que había aprendido en las clases de kickboxing y bajó las rodillas repentinamente, para cargar todo su peso sobre el secuestrador. Él perdió el control y trató de agarrarle el pelo, mientras Tempest se escapaba.
El intento de huida duró dos segundos; el hombre la atrapó antes de que pudiera ponerse delante de un coche que se aproximaba por la avenida.
—¿Qué demonios haces? —vociferó—. Nadie se escapa de Luther.
No parecía preocuparlo que los vieran, porque blandía la navaja frente a ella. Aquella zona estaba desierta, y sólo los separaban del río unos pocos edificios abandonados y tiendas calcinadas.
Tempest se quedó quieta, frustrada porque un absoluto desconocido pudiera albergar tanta ira contra ella. No sabía quién era aquel hombre ni qué relación tenía con Marianne Oakes. El lunático la sujetó con fuerza. Estaba empapada, pero la gabardina de Wes era una pequeña barrera entre ella y el secuestrador, además de un estímulo para que no se rindiera.
—¿Por qué haces esto? —preguntó.
Tempest pensó que si lo hacía hablar, tal vez conseguiría que se distrajera. Había estado a punto de escapar un momento antes. Lo único que necesitaba era contar con una pequeña ventaja.
Mientras la arrastraba hacia una gasolinera abandonada, el hombre contestó, colérico:
—No puedo permitir que mi Maríanne vuelva a abrirse de piernas para cualquiera por un par de pavos, y no voy a dejar que la dueña del burdel salga impune. Hoy he tratado de atraparte en el centro, pero me he equivocado de presa.
A Tempest se le hizo un nudo en el estómago al pensar en la desaparición de Vanessa. Tenía pánico de que la hubiera matado. La aterró darse cuenta de que Marianne Oakes no era responsable del asesinato de nadie. El asesino era aquel hombre; un novio celoso y desquiciado.
Pero aunque por fin había conseguido descifrar el misterio, nunca podría compartir la información con Wes. La navaja de Luther brillaba peligrosamente cerca de su cara, como un recuerdo tangible de que, si no pensaba algo pronto, moriría.
El problema era que lo único que se le ocurría era lo mucho que quería a Wes.
Con aquella certeza como estímulo para escapar, Tempest metió la mano en el bolso y dejó caer lo último que tenía: el recorte de periódico en el que salía fotografiada junto a Wes.
Observó cómo caía sobre el asfalto antes de sucumbir al diluvio; un papel pegado al pavimento, que se emborronaría hasta volverse irreconocible.
Wes no sabía adonde iba. Había empezado a correr por la oscuridad después de llamar a la comisaría. Le habían prometido que enviarían a alguien en cuanto pudieran. Probablemente, no llegarían a tiempo.
Mientras maldecía la permanente falta de recursos de la policía de la ciudad, supo que tendría que conformarse con sus propios esfuerzos para encontrar a Tempest. Sólo necesitaba confiar en su instinto.
Resbaló con un papel y se detuvo a ver de qué se trataba. Era la portada de Soap Opera Digest, una revista de culebrones, y mostraba la foto de tres estrellas de la televisión local que sonreían, como si se burlaran de su total falta de lucidez en lo relativo a Tempest.
De pronto comprendió que aquello no podía ser casual. La revista no podía llevar mucho tiempo allí, porque las páginas interiores estaban secas. El instinto y la necesidad de una segunda oportunidad lo convencieron de que Tempest la había arrojado allí para dejarle una pista.
Inspeccionó la calle en busca de más indicios de su paso. La lluvia caía tan estruendosamente sobre el asfalto que, aunque Tempest hubiera gritado a pleno pulmón, Wes no habría podido oírla.
Aterrado ante la idea de que estuviera sola e indefensa, se preguntó dónde estaría Vanessa. Como se resistía a pensar que hubiera ocurrido lo peor, se dijo que tenía que estar cerca. No se iba a permitir perder a otro compañero.
Sacó la pistola y apuró el paso. A pesar de la oscuridad divisó un broche de pelo, el envoltorio de un chicle que podía haber sido de ella o no, y un recorte de periódico empapado, con la foto de Tempest y él saliendo de Boucher Enterprises.
Ella lo había guardado. El amor que sentía por Tempest lo animó a seguir, aunque el rastro desaparecía ante una gasolinera abandonada, cerca del Hudson. El sitio perfecto para cometer un asesinato.
Se metió en el bolsillo las cosas que había tirado Tempest, empuñó la pistola y contuvo la mezcla de miedo y furia que lo torturaba. Corrió hasta la antigua gasolinera, con la esperanza de que la lluvia acallara sus pasos, para no alertar al secuestrador.
Tras comprobar que la puerta principal estaba cerrada, rodeó el edificio para mirar por una ventana del fondo. Descubrió dos figuras forcejeando en el asfalto, en la parte trasera: un hombre agachado sobre una mujer tumbada boca abajo.
Se horrorizó tanto al reconocer a Tempest que se le aflojaron las piernas, pero se recompuso de inmediato, decidido a impedir que le hicieran daño. Se abalanzó sobre el hombre con un grito furioso cuando vio el destello de la hoja de una navaja en el cuello de Tempest.
El secuestrador no lo vio llegar, porque estaba demasiado ocupado amenazando a una mujer que rescataba perros de los contenedores de basura, cuando no estaba idealizando el mundo con sus esculturas.
Wes lo golpeó como un tren de mercancías. La cabeza del hombre chocó contra el asfalto, mientras él se le echaba encima y lo obligaba a soltar la navaja.
Le puso la pistola en la sien, aunque sólo para amedrentarlo, aunque no sabía cómo podía reaccionar si descubría que le había hecho daño a ella.
—¡Wes! —gritó Tempest detrás de él.
Él se dio la vuelta y la vio arrodillarse lentamente, con la ropa empapada y llena de barro.
—¿Estás bien?
Wes no podía ir con ella hasta inmovilizar a aquel hombre, que sólo podía ser el novio celoso de la mujer con la que se había citado en Mick's Grill. Aun así, lo arrastró hasta un poste y lo dejó esposado para poder ir ayudar a Tempest.
Mientras se guardaba las llaves de las esposas, oyó el sonido de las sirenas de los coches-patrulla en la distancia.
—Vanessa ha desaparecido en el centro —dijo ella.
Tempest se quitó el barro de las mejillas y se estiró la falda que llevaba debajo de la gabardina de Wes. Feliz de haberla encontrado a tiempo, él la ayudó a ponerse en pie y le pasó las manos por la cara, el cuello y los hombros, para asegurarse de que no estuviera herida.
Sólo entonces reparó en sus palabras.
—¿Qué quieres decir?
Wes confiaba en que Vanessa cuidaría de Tempest, y sabía que no descuidaría su trabajo porque sí.
—Tiene que haberle pasado algo —añadió.
Tempest asintió e hizo una mueca de dolor; tenía un corte en la boca. La lluvia le había lavado gran parte de la suciedad de la cara, y se veía que tenía el labio inferior partido.
Wes no se podía perdonar que hubiera tenido que pasar por aquello. Vanessa tendría que haberla protegido.
—Él le ha hecho algo —dijo Tempest, lanzando una mirada acusatoria a su atacante—. No sé qué, pero mientras me llevaba a rastras por la calle ha dicho que nos siguió cuando salimos de casa de Bliss.
—¿Quién es Bliss?
Wes se preguntaba dónde estaban los refuerzos. Necesitaba llevar a Tempest a algún lugar seguro y encontrar a Vanessa antes de que el caso le estallara en la cara.
Se dijo que no era una repetición de lo que había vivido dos años antes cuando había desaparecido su primer compañero. Vanessa era mejor que Steve, más fuerte.
Y tenía que reconocer que confiaba en ella. Lo que hubiera pasado aquel día tenía que haber sido suficientemente malo para dejar fuera de juego a su ninja preferida, la compañera que no lo abandonaría nunca.
Antes de que Tempest pudiera contestar, Wes volvió a llamar a la policía para darle su situación exacta, porque estaban lejos de Mick's Grill. Aunque tenía toda la intención de encontrar a Vanessa, su prioridad seguía siendo la seguridad de Tempest, la mujer que quería.
Cuando colgó el teléfono, ella le contó lo que había ocurrido durante el día, cuando Vanessa y ella habían descubierto el origen de los rumores sobre el servicio de acompañantes. Wes no podía dejar de admirar la determinación de Tempest para obtener respuestas de la webmaster de MatingGame, pero, en aquel momento, su principal preocupación era encontrar a su compañera.
—Así que Vanessa desapareció después de que os marcharais de la casa de esa mujer.
Wes le hizo una señal al coche-patrulla que se acercaba.
—Entramos en uno de esos pasadizos de madera que ponen donde hay obras y...
—Shaw —gritó un agente uniformado desde el vehículo policial—. La inspectora Torres acaba de informar. La atacaron en el centro, y le robaron el teléfono.
El alivió que sintió Wes lo hizo sentirse más fuerte, más alto y más seguro que nunca. Vanessa no le había fallado. Abrazó a Tempest por la cintura y pensó que lo que más deseaba era estar a solas con ella, para inspeccionarla detenidamente y asegurarse de que no estaba herida.
—¿Vanessa está bien? —preguntó.
El agente asintió, mientras su compañero registraba a Luther.
—Está enfadada por haber dejado que se le escapara alguien, pero al margen de eso, parecía estar bien. ¿Éste es el tipo que la ha atacado?
En aquel momento llegó otro coche-patrulla, y salieron otros dos agentes. La puerta trasera se abrió lentamente y les reveló una agradable sor presa.
—Vanessa...
Wes siguió abrazado a Tempest y no se movió para ayudar a su compañera, aunque se la veía algo aturdida. La conocía lo suficiente para saber que si le ofrecía ayuda, era probable que le diera una patada.
Vanessa tenía un pañuelo ensangrentado en la sien y estaba pálida, pero sus ojos parecían enfocados y alerta.
—La he fastidiado, Wes —dijo, mientras se acercaba lentamente—. Estaba tan concentrada en la investigación que dejé de vigilar a Tempest para llamarte.
Wes suspiró aliviado. Lo enfurecía que Vanessa hubiera sacado a Tempest de la seguridad del estudio, pero entendía que era humana y podía cometer errores. Lo había hecho tan bien como había podido, y él no tenía nada que reclamarle, sobre todo porque parecía sentirse muy culpable por el incidente.
Vio cómo dos agentes ponían en pie al agresor y afirmó:
—No te preocupes. Y lo esencial es que hemos detenido al asesino.
Tempest lo vio tratar de alegrar a Vanessa y admiró la manera en que intentaba aliviar el sentimiento de responsabilidad de su compañera. Ella también se sentía culpable, porque no sabía qué habría pasado si no se hubiera marchado del centro antes de seguir buscando a Vanessa.
Se apartó del abrazo de Wes para mirar la herida de la inspectora.
—Por cierto, ¿qué te pasó? Estabas justo delante de mí y de repente te desvaneciste.
Tempest le apartó el pelo para inspeccionarle el corte. Le dolían los músculos porque un loco la había llevado a rastras por la calle, y le ardían los pies por el roce contra el asfalto, pero ninguna de sus heridas parecía grave en comparación con la que tenía Vanessa en la sien.
—Oí un ruido en el pasadizo de la obra —contestó Torres—. Puede que el tipo silbara para llamarme la atención, pero al girar en la salida que daba al metro para esperar a Tempest mientras averiguaba qué era ese sonido, sentí un golpe en la cabeza.
Tempest notó la mezcla de emociones que atravesaban la cara de Wes: furia, preocupación, ansias de venganza. No sabía cómo no había visto antes que albergaba tantas emociones, pero por fin se daba cuenta. Y sabía que tenía mucho que aprender sobre Wesley Shaw.
Uno de los agentes uniformados se acercó a ellos con una especie de asa negra, con una correa.
—El tipo se llama Luther Murray y acaba de reconocer que te hirió con un tirachinas —dijo, enseñándoles el arma y los balines plateados—. No es ninguna munición de alta tecnología, pero estoy seguro de que puede hacer mucho daño.
—Genial —farfulló Vanessa—. Me han dejado inconsciente con un juguete. Gracias, Collins.
—Deberías ir a que te cosan la herida, Vanessa.
Tempest se dijo que no se marearía por ver sangre ajena. A fin de cuentas, la habían herido mientras la estaba protegiendo. Lo mínimo que podía hacer era ofrecerle un poco de apoyo antes de desmayarse por ver aquello y por saber que podría haber sido mucho peor.
—Sí —asintió Vanessa—. Pero antes quería ver si Wes necesitaba ayuda.
Tempest vio la angustia en los ojos de la otra mujer e imaginó que no tenía que ver con la herida. Sencillamente, no le gustaba la perspectiva de separarse de Wes. Le dio una palmada en el hombro a su compañera antes de volver a pasar un brazo por la cintura de Tempest.
—Gracias, Torres. Lo único que importa es que la he encontrado. La última mujer con la que me he reunido en Mick's Grill ha mencionado algo sobre un novio celoso que no quería que saliera con nadie más, pero no entendía por qué querría el ex novio destrozar el estudio de Tempest, hasta que Tempest me ha explicado que MatingGame había contratado a antiguas prostitutas.
Tempest vio cómo se llevaban a Luther en un coche-patrulla. No se podía creer lo bien que se sentía después de lo que había vivido. La habían amenazado con una navaja y había estado a punto de perderse la posibilidad de tener una segunda oportunidad con Wes.
No sabía qué la había asustado más, pero sabía que había sobrevivido para aferrarse a su futuro con todas sus fuerzas. El tiempo que había dedicado a mantenerse viva con la navaja de Luther Murray en el cuello le había demostrado que era más fuerte de lo que había imaginado.
—Tempest me ayudó a establecer la relación, porque sabía que tu seudónimo era King Kong — dijo Vanessa, mientras los otros policías la esperaban en el coche—. Sería una compañera perfecta para alguien que la mereciera.
Ella sonrió, conmovida porque Vanessa la había perdonado por irse después de su desaparición. También valoraba que le hubiera hecho un cumplido delante de Wes, porque quería que la viera como una verdadera compañera y no sólo como una niña mimada que necesitaba protección.
Vanessa le guiño un ojo y avanzó hacia el coche-patrulla.
—Tengo que ir a urgencias para asegurarme de que no tengo un balín incrustado en la materia gris.
—Es verdad. Han derrotado a la ninja invulnerable con una esquirla —dijo Wes, viéndola entrar en el vehículo—. Será mejor que descanses y te prepares para las bromas que te van a gastar por esto en la comisaría.
—¿Queréis que los llevemos, Shaw? —preguntó uno de los agentes.
—No. Me tomaré un descanso antes de volver a la comisaría, porque hoy me he ganado un recreo. Iré cuando consiga ropa seca.
El coche-patrulla se alejó, dejando a Tempest y a Wes solos en medio de la espesa neblina.
—¿Estás seguro de que no queríamos que nos llevaran? —preguntó Tempest, frotándose las manos para calentarlas.
Wes la atrajo hacia sí y le metió las manos debajo de su abrigo.
—Quería estar cinco minutos a solas contigo antes de que fuéramos a la comisaría. ¿Sabes que tendrás que acompañarme para prestar declaración?
La ternura de la mirada de Wes la hizo entrar en calor. Los hados la habían premiado con una segunda oportunidad con él, y no tenía ninguna intención de desaprovecharla.
—No hay problema, porque quiero hacerle un montón de declaraciones, inspector.
Capítulo 15
Dos horas después, Wes obtuvo su segunda victoria en la comisaría mientras escribía el último informe de la noche.
Se había quedado el tiempo suficiente para oír la emotiva disculpa de Marianne Oakes por haber concertado citas a través de MatingGame, y había terminado de encajar las piezas del rompecabezas. Al parecer, Marianne le tenía demasiado miedo a su ex novio para ir a bares de copas o discotecas donde poder conocer hombres, de modo que había creído que el servicio de citas a ciegas podía ayudarla a conocer gente de manera anónima en sitios alejados, donde Luther Murray no pudiera encontrarla.
Hasta el jefe de inspectores, un policía duro que conocía los peores aspectos de la ciudad, parecía simpatizar con la ex prostituta. Sobre todo cuando la madre había llegado a la comisaría con la hija de tres años de Marianne. Bliss Holloway podía haber abierto la caja de los truenos al contratar a una ex prostituta que buscaba una nueva oportunidad, pero Wes valoraba la generosidad de la mujer con los más necesitados.
Aunque era probable que Wes estuviera sensibilizado por las segundas oportunidades, no había dejado de pensar en Tempest ni un minuto, y quería que las cosas funcionaran entre ellos. Por la mañana la había presionado para que se comprometiera con una relación antes de que lo apartara de su vida, pero tras haberse dado cuenta de que la quería y de que lo que sentía por ella no iba a cambiar, no veía la necesidad de presionarla para comprometerse con algo para lo que no estaba preparada.
Seguiría estando loco por ella al día siguiente, la semana siguiente y el año siguiente. Más tarde o más temprano, ella aceptaría el compromiso y, en cualquier caso, él tenía todo el tiempo del mundo para esperarla.
De hecho, estaba pensando en hacerse otro tatuaje. Sólo que esta vez no se lo pondría en la muñeca como una pulsera, sino que se tatuaría el nombre de Tempest sobre el corazón, donde ella ya tenía un lugar permanente.
Cerró los ojos mientras guardaba el informe, y fantaseó con la idea de que Tempest formara parte de su vida. Las imágenes eran tan fuertes, tan vividas, que casi podía sentir el perfume almendrado.
—¿Nos podemos ir? —dijo Tempest, devolviéndolo a la realidad—.Ya he hecho la declaración, y MatingGame ha quedado libre de toda sospecha.
—¿Podemos?
Wes se moría de ganas de pasar la noche con ella. Envió el último informe y apagó el ordenador.
—Espero que te refieras a que me dejarás que te lleve a casa —añadió.
Tempest saboreó aquellas palabras, feliz de poder oír su voz y sentir el calor de su presencia después de los terribles momentos que había pasado cuando creía que no volvería a tener la oportunidad de estar con él. Tomó la chaqueta húmeda que colgaba del respaldo de la silla y se la dio. De camino a la comisaría había pasado por el estudio a recoger ropa seca, pero Wes no había tenido tiempo de cambiarse.
Lo miró a los ojos mientras recordaba que el viernes por la noche había entrado en el caos de su vida y la había ayudado a recuperar cierto orden. Desde entonces, sus prioridades se habían cristalizado y se había concentrado en las cosas y las personas que más le importaban.
—Esperaba que pudiéramos hablar a solas — dijo—. Además, Vanessa ha dejado a Kong en mi casa, y Eloise y ella se han pasado la mitad del día solas.
—En ese caso, te llevo a tu casa. O te la han destrozado o están despertando a los vecinos con sus ladridos pidiendo comida. ¿Sabes cuánto come Kong al día?
Al salir del edificio encontraron las calles cubiertas de nieve. Caminaron abrazados hasta el coche, pero a Tempest la sorprendió que estuviera tan callado durante el trayecto.
Durante días habían tenido mucho que decir e investigar para resolver el caso, y como se había cerrado, ya no tenían nada de qué hablar, salvo de lo que pasaba entre ellos. Tempest estaba a punto de sacar el tema cuando él preguntó:
—¿Bliss tendrá problemas con la empresa por haber ayudado a Marianne?
Wes aparcó el coche frente al edificio.
—Tenemos que modificar las normas de contratación de Boucher —contestó ella—, pero me gusta la idea de ayudar a la gente que más lo necesita. Antes de dimitir como directora ejecutiva me gustaría aprobar un plan de donación de parte de los beneficios a organizaciones de solidaridad. Eso me haría sentir que mi paso por Boucher Enterprises ha valido la pena.
Él la tomó del brazo y caminaron juntos hasta el portal.
—Estoy seguro de que se podrían hacer muchísimas cosas con un pequeño porcentaje de las ganancias —dijo — Tal vez Kelly Kline no quiera dimitir cuando vea que trabaja en una empresa que apuesta por el futuro.
Entraron en el edificio y llamaron al ascensor. Tempest aprovechó la espera para quitarse la nieve de los hombros. Cuando subieron al ascensor, se estremeció.
El espacio reducido le hacía tomar consciencia de lo mucho que deseaba resolver los problemas entre ellos para poder dedicarse a disfrutar de la compañía de Wes.
—Algo me dice que la amenaza de dimisión era una forma de hacerme reconocer su valía — dijo—. Pero es muy buena en lo suyo, y si no le importa apoyar la nueva misión de Boucher, estaré encantada de tenerla en la junta.
Wes permaneció en una esquina del ascensor, y ella en la otra. El espacio que había entre ellos era uno de los tantos obstáculos que debían salvar. Y Tempest se ocuparía de ello en cuanto llegaran a la intimidad de su estudio.
—Cuanto más dinero genere, más podrás destinar a buenas causas.
—¿Qué mejor excusa para enriquecerse que hacer el bien descaradamente?
Wes siguió manteniendo las distancias mientras ella desactivaba la alarma y abría la puerta.
—Y no necesitas sentirte culpable por tus ingresos, porque aportas algo a la comunidad. No sé qué pensará tu madre del plan, pero te admiro por hacer el esfuerzo.
—Gracias.
Aquel comentario la conmovió profundamente. Tempest no recordaba cuándo había sido la última vez que alguien había declarado estar orgulloso de algo que había hecho. Se enorgullecía de sus esculturas y se alegraba de haber mantenido a flote Boucher Enterprises durante ocho meses, pero era la primera vez que alguien compartía el sentimiento con ella.
Aunque el comentario de Wes significaba mucho para ella, Tempest se dio cuenta de que no lo necesitaba para sentirse fuerte y segura de sí. Se había pasado la vida esperando que su madre le dijera alguna palabra amable, pero ya no volvería a juzgar su valía en función de lo que los demás pensaran de ella. Aquella noche se había demostrado que era mucho más fuerte de lo que imaginaba.
Kong y Eloise los recibieron con ladridos cansinos, tumbadas en la alfombra del salón. No había ningún desastre ni señales de destrucción masiva; sólo el cojín compartido en el suelo, donde las dos perras apoyaron la cabeza antes de volverse a dormir.
—Parece que doña Kong se ha puesto cómoda —dijo Wes, agachándose a acariciar a su san bernardo—. No sé cómo me la voy a llevar sin que monte un escándalo.
—Tal vez también deberías ponerte cómodo.
Tempest pensó que tenía que decirle lo que quería, porque había sido ella la que había puesto límites la última vez que habían hablado sobre la posibilidad de un futuro común.
Él la miró en la penumbra del apartamento, iluminado sólo por la lamparita que solía dejar encendida para Eloise.
—No estoy seguro de que sea una buena idea —dijo—. Me conozco lo suficiente para saber que no puedo dormir en casa ajena si no es con una amante. La sensibilidad no es uno de mis fuertes. Pero eso no quiere decir que no pueda cambiar.
—¿Me estás dando más tiempo?
—¿No es lo que querías? ¿Un poco de espacio para enderezar tu vida antes de pensar en formar parte de la mía?
Tempest sintió que se le paraba el corazón; una sensación que le recordaba todo lo que necesitaba compartir con él. Lo tomó de la mano y pensó que no podía dejarlo ir hasta decirle cuánto le importaba. Aquella mañana se había levantado asustada por lo que pudiera depararle el futuro y preocupada de no ser capaz de forjarse su propio camino con un hombre fuerte y seguro en su vida.
—Creía que necesitaba más tiempo —contestó—. Pero no me daba cuenta de que mi vida nunca sería perfecta, de que nunca tendría tiempo para una relación, porque siempre tendría problemas que resolver, un trabajo por el que preocuparme o una personalidad llena de defectos.
—¿Me estás diciendo que nunca será un buen momento para nosotros?
—No, estoy diciendo que necesito dejar de fantasear con cómo se enamora la gente y recordarme que ya he llegado ahí. Aunque mi vida siga siendo un desastre, lo cierto es que ahora estoy loca por ti, Wesley Shaw. Te amo, y no quiero esperar a que nuestras estrellas estén perfectamente alineadas para arriesgarme a...
Podría haber seguido hablando durante media hora más si él no la hubiera interrumpido para besarla apasionadamente.
Wes la tomó de la cintura, la levantó y le apoyó la espalda contra la pared de la sala antes de devorarla con una intensidad que la dejó sin fuerzas y deseando más. Y sólo dejó de besarla un momento para susurrarle al oído:
—Estoy enamorado de ti, Tempest.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y se entregó completamente al placer de los besos. La abrumaba pensar que aquel hombre maravilloso pudiera enamorarse de una artista neurótica, presa de las miradas ajenas y vestida con un traje de oficina.
Se apartó y lo tomó de la cara.
—¿Estás seguro? Porque si estás enamorado de la ejecutiva de la mesa de la sala de juntas, debo decirte que no era la verdadera Tempest.
—¿No?
Wes no parecía preocupado. De hecho, tenía un brillo cómplice en los ojos, mientras le acariciaba las caderas y la espalda.
—No. La verdadera Tempest es la adicta a los culebrones y a la comida basura —dijo, sin saber cómo definirse ante un hombre que la había conocido en plena crisis—. Me gusta ir en bicicleta cuando paseo a la perra y me asustan los periodistas. Me gusta modelar hombres desnudos, y cuando encuentre a la persona ideal para dirigir Boucher Enterprises, dejaré el mundo empresarial para dedicarme a la escultura a tiempo completo.
—No te preocupes. También amo a esa mujer. Y tal vez, si eres escultora autónoma, no te molesten los horarios desquiciados de un policía.
—Te prometo que puedo sobrellevar lo del trabajo policial. Incluso si te involucra en un asunto de prostitución.
Tempest notó una nueva sensación de paz interior; una dosis de confianza que no había esperado tener al enamorarse.
—Aunque puede que te pida que poses desnudo para mí en tus horas libres —añadió; acariciándolo entre las piernas—, así puedo asegurarme de lo mucho que me deseas.
—Creo que puedo tolerar lo del trabajo extra — dijo Wes, antes de apartarse para mirarla—. Pero espera un momento. ¿Crees que a la escultora le gusta vendarse los ojos, como a la ejecutiva?
—Creo que se dejaría convencer. Tengo la sensación de que le gustan todos los juegos.
Wes empezó a desabotonarle la blusa lentamente.
—Parece el tipo de mujer que me gusta — dijo—. Me pregunto qué opinará sobre los tatuajes.
Tempest arqueó la espalda para apretarse más contra él.
—Después de esta noche, creo que ya ha tenido suficiente contacto con objetos punzantes para el resto de su vida, pero si le sostienes la mano, tal vez...
—No, sólo tiene que sostenérmela a mí. Tempest la romántica se merece un enorme corazón rojo.
Wes la tomó de la mano y la guió por su pecho para hacerle sentir los latidos de su corazón.
—Aquí —añadió.
Más conmovida de lo que podía expresar, Tempest lo llevó hacia la cama. Quería pasar aquella noche y otras muchas con él. Mientras lo hacía tumbarse en el sofá, podía imaginar los años caminando con sus perros y jugando con vendas en los ojos.
—Creo que Tempest será muy feliz aquí —dijo, besándolo en el pecho a la altura del corazón—. Eternamente.
Fin.
Joanne Rock - Confesiones Íntimas - 1º West Side Confidential
Escaneado por Marisol F y corregido por Pily Nº Paginas 2—112