Sally Cheney El premio especial


Sally Cheney

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El premio especial


ÍNDICE

EL PREMIO ESPECIAL 1

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA


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Prólogo

Londres, 1855

—Una carta.

—Dos.

—Yo quiero tres.

Repartió a cada uno el número de cartas que habían pedido. Al fin, el que daba, tomó también algunas del mazo.

—Yo también quiero tres —anunció.

Los cuatro hombres estudiaron su mano con rostros solemnes. El más relajado parecía ser el hombre que había repartido, a lo que contribuía, sin duda, el montón de monedas y billetes que tenía ante sí en la mesa.

—Señor Phillips, creo que habla usted —recordó con suavidad al hombre sentado a su derecha.

El aludido frunció el ceño.

—Una libra —gruñó al fin.

Añadió una moneda pesada al montón colocado en el centro.

El señor Abbot habría apostado también si el caballero que repartía le hubiera entregado otras cartas, pero con aquella mano… Suspiró y juntó sus cartas.

—La discreción me impulsa a retirarme del campo de batalla —dijo, colocando los naipes boca abajo en la mesa.

—¿Señor Carstairs? —preguntó el que repartía.

—Yo voy —dijo el tercer hombre con aire amargo.

—El que reparte tiene que ver la apuesta —añadió un billete de banco al centro.

Los cuatro hombres, Phillips, Abbot, Carstairs y el señor Peter Desmond, el que repartía, no eran amigos íntimos. Ni siquiera se conocían mucho. No era seguro que si dos de ellos se encontraban a la luz del día, se reconocieran o que, en caso de reconocerse, se saludaran. Se reunían varias veces al año para jugar a las cartas. Y siempre había algún perdedor, lo que no contribuía a fortalecer su amistad.

—¿Señor Phillips? ¿Desea aumentar la apuesta? —preguntó Peter.

—Desearía muchas cosas —repuso el aludido—, pero no siempre se nos conceden nuestros deseos. Me planto.

—Bueno, señor Carstairs, una vez más parece que sólo quedamos usted y yo —dijo el hombre que repartía. Hablaba en voz baja y sus modales eran suaves y caballerosos.

El señor Carstairs se imaginó dándole un puñetazo en la nariz y se preguntó si entonces se mostraría también suave y encantador. Aunque los ganadores y perdedores variaban en cada partida, el señor Desmond solía dejar la mesa con dinero en el bolsillo y el señor Carstairs casi siempre se retiraba sin blanca.

—Tiene usted casi todo el dinero que he traído conmigo y me gustaría recuperar una parte. No perdamos tiempo. Todo o nada, señor Desmond.

Empujó el resto de su dinero hacia el centro de la mesa.

Desmond cogió el puro que se consumía en un cenicero y se lo llevó a los labios mientras observaba con atención las cartas que sostenía en la mano y al hombre sentado a su lado. Hizo una mueca contra la nube de humo aromático que exhaló, pero ni el humo ni la mueca conseguían ocultar que era un hombre muy atractivo, de cabello moreno, ojos grises oscuros y una mandíbula que sugería una voluntad de hierro.

Golpeó la ceniza del extremo del puro y lo devolvió a su boca, donde lo sujetó entre los dientes.

—Lamentablemente, señor Carstairs, no está usted en posición de dictar condiciones —musitó con una sonrisa—. Sólo tengo que aumentar su apuesta y perderá.

Comenzó a juntar monedas y billetes para hacer justamente lo que acababa de decir, pero Carstairs lo detuvo.

—Espere —gritó—. He dicho todo o nada.

—Así es —asintió Desmond—. Y lo ha apostado todo y no le queda nada.

—No, no. Tengo…

—¿El qué, señor Carstairs?

—Tengo… espere, deme un papel.

—Vamos, señor Carstairs, ya conoce nuestras normas. Hemos acordado jugarnos sólo la cantidad de dinero que traemos a la mesa.

—No es dinero —murmuró Carstairs; sacó un papel y un lápiz de su bolsillo y apuntó algo—. Es mejor que el dinero.

Buscó de nuevo en el bolsillo interior de su chaqueta, del que extrajo un daguerrotipo doblado. Lo pasó al otro lado de la mesa junto con el papel.

—¿Mejor que el dinero? Lo dudo —dijo Desmond.

Tomó lo que le tendía el señor Carstairs y examinó ambas cosas. Enarcó una ceja y miró a su compañero de mesa en busca de confirmación.

—¿En serio? —preguntó.

—Se lo garantizo —repuso Carstairs con firmeza.

Desmond vaciló un instante más, pero al fin asintió.

—Muy bien —dijo—. Podría ser divertido. Mis ganancias contra esto —levantó el papel y el daguerrotipo—. ¿Qué tiene, señor Carstairs?

El aludido sonrió y mostró sus cartas.

—Full —anunció triunfante.

El señor Phillips y el señor Abbot murmuraron su aprobación.

El señor Desmond observó los tres caballos y la pareja de doses y movió la cabeza.

—Bueno —dijo—. Eso puede a un trío —mostró sus tres treses.

Carstairs sonrió e hizo ademán de ir a coger el dinero de la mesa.

—Sin embargo —prosiguió el caballero más joven—. Un full no puede a un póker —dejó caer un cuarto tres.

Carstairs se echó hacia atrás en su asiento como si acabara de recibir un golpe.

—Anímese, amigo —dijo Desmond; cogió las ganancias, incluido el papel y la fotografía color sepia—. Aquí tiene algo para que vuelva a casa —le lanzó una moneda de una libra—. No quisiera que no volviera a jugar conmigo. Ah, pero esto… —cogió la foto y la observó con satisfacción—, de esto espero obtener placer.

—Desde luego —musitó Carstairs—. Estamos a su disposición.

—¿Qué es eso? —preguntó el señor Phillips con curiosidad.

—Yo creía que habíamos decidido no jugarnos pagarés —musitó Abbot con reproche.

—Desde luego que sí. Pero el señor Carstairs no me ha ofrecido ningún pagaré. Me ha ofrecido a su pupila, la señorita Marianne Trenton.

Los dos caballeros soltaron una carcajada mientras Desmond tomaba de nuevo su puro con una sonrisa.

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Capítulo 1

A pesar de estar a comienzos del verano, hacía una noche cálida. Las ventanas habían sido abiertas para que dejaran pasar el aire, pero no entraba mucho.

Una joven estaba sentada en un extremo de la cama, completamente vestida.

Su atavío era demasiado cálido para la estación, así que no era sorprendente que su frente brillara de sudor. Pero, en realidad, sudaba por otro motivo.

Marianne esperaba a su tío Horace, quien siempre tenía mal genio pero cuyo temperamento llegaba a ser violento cuando perdía a las cartas. Y lamentablemente, Horace Carstairs perdía casi siempre.

En realidad, no era su tío. Después de la muerte de sus padres el año anterior, la de su padre en un accidente de caza y la de su madre tres meses después a causa de una gripe, el tribunal la había entregado a la custodia del señor Carstairs, que había recibido algún dinero en el testamento de su padre en pago a ciertas deudas.

—No puedo aceptar a la chica —protestó Carstairs—. Soy un hombre soltero. No pueden cargar a un hombre libre como yo con semejante responsabilidad.

Pero el tribunal le recordó que, como la joven era una protegida del Estado, podría disponer de ella y su modesto legado como le pareciera oportuno. Carstairs habría seguido protestando de no ser porque el juez consintió en pagarle, en calidad de guardián, un estipendio anual procedente de la herencia de la joven.

El señor Carstairs se embarcaba en distintas aventuras para hacer dinero, algunas legales pero no todas, y, como tenía tan poca suerte en los negocios como en el póker, a menudo necesitaba dinero extra. La suma que mencionó el juez le pareció muy atractiva en aquel momento.

Así fue como Marianne Trenton, hasta haría poco parte de un hogar y una familia amorosa, tuvo que ver su pena aumentada por el hecho de convertirse en la pupila de un hombre al que no conocía y al que no tardó en encontrar detestable.

Su educación había sido intermitente y, a la muerte de sus padres, terminó por completo. Pero Marianne, sola a menudo en casa del señor Carstairs, se convirtió en una lectora ávida, aunque leía casi en exclusiva las noveluchas baratas que podía permitirse con la pequeña paga que le ofrecía su tutor.

Esa noche, no obstante, estaba demasiado nerviosa para concentrarse en su última novela, Leonore, Jeune Filie. Y cuando al fin oyó la llave de Horace en la cerradura, se sobresaltó.

Escuchó temerosa el ruido de sus pasos a través de la casa. Colgó el abrigo en el perchero, se detuvo al lado de la mesa del vestíbulo para ojear el correo y sus pasos se acercaron luego a las escaleras.

El ruido pesado de sus pies parecía causado por un hombre grande. Aunque relativamente alto, el señor Carstairs no era grueso, sino delgado y enteco. De hombros estrechos, nariz aguileña, ojos pequeños y labios delgados. No obstante, al subir la escalera, daba la impresión de que sacudía la casa con su peso.

Marianne se puso tensa y olvidó por completo el libro que tenía en las manos. Si todo había ido bien aquella noche, el tío Horace seguiría el pasillo hasta su cuarto y ella podría desnudarse al fin y meterse en la cama. Pero si había perdido, abriría la puerta de una patada y se lanzaría sobre ella antes de que pudiera adoptar una posición de defensa. Lo que hiciera después, sus gritos de rabia o la cantidad de golpes que dejara caer sobre ella, dependerían del tamaño de sus pérdidas.

Los pasos se detuvieron cerca de su puerta. La joven abrió mucho sus ojos verdes y contuvo el aliento.

—Sigue, sigue —susurró.

Esperó escuchar el golpe de la bota de él al abrir la puerta.

En lugar de ello, se produjo una llamada suave en la madera.

Sorprendida, soltó el aire que había estado conteniendo.

—Adelante —dijo.

La puerta se abrió con lentitud. El tío Horace asomó la cabeza, como si quisiera cerciorarse de que estaba presentable.

—Estás todavía levantada —dijo.

—Sí.

—¿No podías dormir?

—No, estaba esperando… —se interrumpió.

—¿Esperando? ¿A mí? Me siento conmovido, Marianne.

La joven no contestó.

—He estado revisando nuestra situación —prosiguió él, al ver que ella no iba a hablar—. Tú sabes que yo no estoy preparado para educar a una mujer joven y sospecho que no has sido feliz aquí, donde pasas mucho tiempo sola y no tienes oportunidades de conversar con otras personas. A tu edad deberías ver más gente.

La joven movió los pies incómoda.

—Supongo… —empezó a decir.

Pero el hombre la interrumpió.

—Quizá ha llegado el momento de buscarte otra posición. Algo con más perspectivas.

—¿Otra posición? Habla como si buscara un empleo. ¿Estoy buscando un empleo, tío Horace?

—No, no. Me he expresado mal. No me has comprendido. Lo que sugiero es otra casa, otros conocidos.

—¿Voy a ir a visitar a alguien? ¿A una vieja amiga mía, quizá?

—No exactamente.

—Entonces, ¿qué exactamente?

—No a una amiga tuya. A un caballero que conozco. Te marcharás a finales de la semana.

—¿Me marcharé? —preguntó ella, sorprendida.

—Un carruaje vendrá a buscarte el viernes por la mañana. Debes estar preparada.

—¿Un carruaje? ¿Adónde iré?

—El caballero tiene una hacienda privada en las afueras de Reading. Creo que quiere que te quedes allí.

—¿Tengo que salir de Londres?

—No está lejos —repuso Carstairs—. Y sin duda regresarás dentro de unas semanas.

Le costaba trabajo admitir que, hasta aquella noche, no había considerado nunca las posibilidades que presentaba Marianne. Era joven y, hasta donde él sabía, virgen. Cuando Desmond hubiera terminado con ella, podría volver a vender sus servicios.

Sorprendentemente, a pesar de los extremos a los que estaba dispuesto a llegar por dinero, no fue esa su intención cuando le ofreció Marianne al caballero. Confiaba sinceramente en recuperar sus pérdidas. Tenía una buena mano, la mejor que había visto en toda la noche. No comprendió hasta después el valor práctico que representaba Marianne.

—No tiene que preocuparse por mí —repuso la joven, en respuesta a su promesa de que volvería pronto—. Me quedaré allí todo el tiempo que quiera.

—Ya veremos cómo van las cosas —replicó Carstairs.

—¿Y quién es la persona a la que voy a ir a visitar? —preguntó Marianne.

Su tutor movió la cabeza y se encogió de hombros.

—No lo conoces —dijo.

—Un caballero filántropo.

No era una pregunta. A ojos de Marianne resultaba evidente que cualquiera que la apartara del tío Horace tenía que ser un filántropo.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, se enteró de que el señor Carstairs había salido muy temprano para Barnet para cobrar una deuda.

Se quedó confusa y alarmada. El tío Horace se había marchado sin decirle nada sobre su nueva posición o la situación en la que se hallaría.

Aquella tarde recibió una carta.

Señorita Trenton,

Estoy seguro de que su tutor le habrá informado ya de su inminente cambio de residencia. Estoy deseando conocerla. El viernes a las siete de la mañana pasarán a recogerla. El viaje hasta Kingsbrook durará casi todo el día, así que no queda más remedio que salir pronto. Hasta entonces, je suis le tiens, ma biche.

P. Desmond.

Marianne, cuya educación había comprendido sólo unas pocas lecciones de francés, no entendió la familiaridad indecente de su última frase.

El viernes por la mañana se levantó al amanecer y, cuando el cochero del señor Desmond llamó al timbre poco antes de las siete, estaba ya preparada.

Como había anunciado el señor Desmond, el viaje hasta su propiedad en las afueras de Reading les llevó toda la mañana y gran parte de la tarde. Hizo mucho calor. A las ocho, Marianne se había arrepentido ya de elegir un traje de tres piezas que hacía imprescindible el uso de la chaqueta.

Pararon a comer en una pequeña taberna del camino. Como siempre, la economía de Marianne era escasa y no estaba segura de poder pagar ni la comida más barata del menú. Se sintió, pues, aliviada y casi conmovida cuando el cochero sacó dos billetes de una libra y le dijo que se las había dado el señor Desmond para los gastos del viaje.

Disfrutó de la comida, e incluso tomó un vaso de vino, después de lo cual pudo dormir cómodamente en el carruaje durante el resto del viaje.

Cuando el cochero, que se había presentado como Rickers, abrió la puerta, se despertó sobresaltada.

—Hemos llegado, señorita.

—¿Llegado? —preguntó ella, confusa.

—A Kingsbrook.

Abrió las dos puertas del carruaje y la joven contuvo el aliento.

Acababan de cruzar un puente de madera. Las orillas del arroyo estaban cubiertas de musgo y flores rosas. La belleza del paisaje se extendía hasta el parque, donde alguien había sembrado dalias y azaleas entre los árboles.

Para completar la imagen, un delicado cervatillo se acercó a la orilla, sin parecer asustarse de su presencia.

Marianne levantó entonces los ojos hacia la casa y respiró hondo. La mansión Kingsbrook le pareció un castillo de cuento de hadas. Luego la miró mejor y se dio cuenta de que no era tan impresionante como había pensado al principio.

Constaba de tres pisos, y las ventanas del primero eran muy altas. Las de arriba resultaban algo más pequeñas y en el tejado se veían palomares.

Rickers la ayudó a bajar del carruaje y la joven comprendió que parte de la impresión de grandeza que producía la casa se debía a que se levantaba en medio de un escenario salvaje. De haber estado rodeada por un patio empedrado y una cancela corriente, su aspecto no habría sido tan colosal.

Aun así, era la casa más grande en la que había estado nunca y la miró con ojos muy abiertos.

Al principio, parecía que Rickers la guiaba a ciegas entre la hierba, pero no tardó en notar piedras bajo sus pies. El sendero, al igual que los lechos de flores multicolores, había sido diseñado meticulosamente para producir una impresión de belleza natural e improvisada.

El sendero se ensanchaba cerca ya de la puerta. El señor Desmond había, sin duda, hecho ciertas concesiones a los invitados que pudieran preferir más civilización. Un camino empedrado daba la vuelta a la casa y las flores que crecían cerca de las ventanas estaban encerradas en jardineras. Pero había que acercarse mucho al edificio para que desapareciera del todo la ilusión de estar delante de un castillo de cuento de hadas.

Rickers se detuvo delante de las puertas dobles.

—La señora River la ayudará a acomodarse —dijo.

—¿La señora River?

—Es el ama de llaves de Kingsbrook.

—¿Y dónde está el señor Desmond? —preguntó Marianne, que estaba ansiosa por conocerlo y darle las gracias por su generosidad.

—Oh, seguro que no anda muy lejos. Permita que la señora River le muestre esto y ya tendrá noticias suyas.

Dejó sus pertenencias en el suelo y se llevó un dedo a la gorra.

—¿Señorita Trenton?

Marianne se volvió hacia la mujer alta y angulosa que había abierto la puerta. Con el cabello encanecido en las sienes y recogido en un moño, no era precisamente una belleza, pero su rostro resultaba interesante. Tenía ojos vivarachos y curiosos y una expresión sincera en el rostro. A la joven le gustó instintivamente.

—La señorita Trenton, creo. Estábamos esperando su llegada. ¿Quiere pasar?

A juzgar por su tono helado, el ama de llaves no correspondía a sus sentimientos.

—Sí, gracias —murmuró la joven. Se inclinó para levantar una de las bolsas.

—Déjelas ahí. Ya se las subirá James.

Se hizo a un lado para dejarle paso y la joven cruzó el umbral y entró en el recibidor.

—¿El señor Desmond está…?

—El señor Desmond tenía asuntos que atender esta mañana. Sus instrucciones son que le sirva el té cuando llegue y ha dicho que trataría de volver a tiempo de tomarlo con usted. El té está preparado, señorita Trenton, pero quizá prefiera refrescarse antes un poco.

La señora River había cambiado su tono de desaprobación por otro inexpresivo. Pero Marianne se encogió al leer en sus ojos la antipatía que le profesaba la otra mujer.

Sonrió con dulzura y decidió aceptar su oferta de lavarse un poco.

—Me gustaría mucho refrescarme, si es posible —dijo.

—Desde luego, señorita Trenton. Alice, lleva a la señorita Trenton a sus habitaciones y, cuando esté preparada, condúcela a la sala de estar.

Marianne se sobresaltó al ver una doncella ataviada con una falda oscura y delantal y cofias blancos.

—Sí, señora River. ¿Quiere seguirme, señorita?

Alice la condujo escaleras arriba.

—Esta es la suite del señor Desmond —carraspeó—. Y éstas —señaló la puerta contigua —son sus habitaciones.

¿Habitaciones?

En verdad, el apartamento que Alice le mostró era casi tan grande como la casita en la que se había criado y en la que había vivido cómodamente con sus padres.

—¿Todo esto es para mí? —preguntó admirada—, ¿Quiero decir… tengo que estar aquí sola?

—Bueno, sí, señorita. Es decir, a menos que usted… quiero decir hasta que desee invitar a alguien. No quería insinuar…

La doncella, poco mayor que la propia Marianne, se ruborizó y guardó silencio.

Marianne estaba demasiado abrumada por el tamaño de su cuarto para prestar mucha atención a la confusión de la chica.

—No esperaba nada tan grandioso —dijo con suavidad.

Alice le hizo una ligera reverencia y la dejó sola. Cuando cerró la puerta, movió ligeramente la cabeza. Aquella joven no era la clase de persona que había esperado ver después de los cuchicheos que había sorprendido entre la señora River y la señora Rawlins y las pocas palabras que había podido captar.

Marianne se lavó la cara en una palangana de porcelana, se secó las manos y se peinó después con el cepillo de concha de tortuga que formaba parte de un conjunto elegante colocado delante del espejo. Sonrió a su imagen. Entonces oyó unos golpecitos nerviosos en la puerta.

—Adelante —dijo.

Alice entró en el cuarto.

—Ya está aquí, señorita. La señora River me envía a buscarla. Al señor Desmond no le gusta esperar y, en cualquier caso, la señora River cree que estará usted deseando verlo.

—¿Al señor Desmond? Desde luego.

Dejó el cepillo, se alisó el vestido y se miró por última vez al espejo. Al fin iba a conocer al amable caballero y tener ocasión de demostrarle su agradecimiento por su generosa benevolencia.

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Capítulo 2

El señor Peter Desmond estaba de pie delante de uno de los ventanales, con un platillo y una taza de té en la mano. Su imagen ayudaba a resaltar la yuxtaposición entre el paisaje salvaje del otro lado de la ventana y la civilización del interior.

Vestía un traje elegante de buen paño. Los pantalones y la chaqueta eran de un azul tan oscuro que casi resultaba negro y la camisa y la corbata, blanquísimas, eran una muestra tan clara de civilización como la delicada taza de china que sostenía.

Pero cuando se volvió para mirar a Marianne, su rostro y expresión resultaban tan salvajes como el escenario del exterior de la ventana.

La observó un momento sin hablar. La joven estaba de pie. Su traje de viaje era marrón claro y ocultaba bien el polvo del camino. Su cabello dorado y sus ojos verdes le recordaron a un felino de la selva. Una leona joven que saliera con cuidado de entre los matorrales para observar el terreno.

Lo observó con atención, como una criatura nerviosa dispuesta a atacar o salir huyendo, dependiendo de lo que hiciera él. Aquella idea le hizo sonreír.

Marianne pensó también en una bestia a punto de atacar. Aquél no era el caballero anciano que había imaginado. Era un hombre moreno y musculoso. Llevaba el cabello negro demasiado largo y sus ojos resultaban demasiado atrevidos. Tenía una nariz recta, cejas muy oscuras y una mandíbula pronunciada.

Cuando se volvió hacia ella, fruncía el ceño. Su expresión de fiereza se relajó luego ligeramente, pero eso no la tranquilizó. Se sentía indefensa y vulnerable.

—Señorita Trenton, ha sido muy amable al reunirse conmigo —musitó con voz suave.

—Se… señor Desmond —tartamudeó ella.

Un momento después se sobrepuso lo suficiente como para hacerle una pequeña reverencia.

La sonrisa de él se hizo más profunda. La chica era tan perfecta como la había descrito Carstairs. Desmond no tenía por costumbre jugarse mujeres a las cartas, pero sin duda entre los negocios de Carstairs se contaba el establecer «acuerdos» entre caballeros de paso por la ciudad y mujeres de… espíritu libre. A Desmond le divertía que se hubiera referido a ella como su «pupila».

La proposición lo había intrigado.

Desde que tomara posesión de Kingsbrook, se había mantenido alejado de sus vecinos y no tenía amigos entre las familias que vivían cerca. Cuando estaba allí, se encontraba aislado.

No era algo que lamentara. Valoraba su intimidad y le bastaba con la gente a la que veía en Londres o en el extranjero. Pero la casa le parecía muy silenciosa en ocasiones y había pensado que una mujer lo compensaría por su falta de lazos con los habitantes del lugar.

Por supuesto, el llevar una amante a la casa le cortaría cualquier lazo futuro con la gente de por allí, así que, por si alguna vez los necesitaba, había pensado presentarla también como su pupila. Y la joven encajaba en aquella imagen. El traje que llevaba, el estilo de su peinado, el timbre de su voz, todo hacía que pareciera casi una colegiala.

—Adelante, señorita Trenton. Siéntese. Jenny nos ha preparado un té excelente. No deje que se enfríe.

Le señaló el diván y Marianne obedeció en el acto. Vio con sorpresa que el señor Desmond se unía a ella y se sentaba a su lado.

—¿Té?

Asintió con la cabeza.

—¿Azúcar? ¿Leche? No veo limón por aquí. ¿Quiere que llame a la señora River?

—No, no. Me gustan la leche y el azúcar. Nunca lo tomo con limón. Bueno, a veces sí, pero no me gusta tanto como la leche.

—Leche y azúcar, pues —dijo él.

Le sirvió una taza y se la pasó.

—Dígame, señorita Trenton, ¿quiere un sándwich? Son de pepino, creo. ¿Qué le parece Kingsbrook? Es un poco distinto a Londres, ¿verdad?

Marianne, que acababa de dar un mordisco a uno de los sándwiches, asintió con la cabeza.

—Aunque eso es precisamente lo que me he propuesto. Hacer que este lugar fuera lo más distinto posible a Londres.

Le sonrió y Marianne tragó el bocado con rapidez.

—Creo que lo ha conseguido —musitó.

—Espero que no eche de menos el ruido y la actividad de Londres. Yo encuentro Kingsbrook un lugar bastante pacífico, aunque supongo que a alguien podría parecerle opresivo.

—Oh, a mí no, señor. Me gusta la tranquilidad, pero, por otra parte, la casa del señor Carstairs no recibía muchas visitas y resultaba bastante tranquila.

Sonrió, pero Desmond había apartado la vista. No quería saber nada de Carstairs ni de lo que pudiera ocurrir en su casa.

—Comprendo —dijo.

Tomó un pastel pequeño de la bandeja. Se la pasó a ella, pero la joven negó con la cabeza.

—Confío en que eso quiera decir que no la aburrirá mucho el cambio.

—En absoluto —Marianne respiró hondo—. A decir verdad, quiero darle las gracias por su amabilidad al invitarme aquí, señor Desmond. Kingsbrook es un lugar encantador y haré lo posible por responder a sus expectativas.

—Estoy seguro de ello —sonrió el hombre.

—Y tiene que decirme si hay algo que pueda hacer por usted.

—Oh, se lo diré, no se preocupe —sonrió él.

Siguió un momento de silencio, en el que no dejó de observarla.

—Ha sido un viaje largo —musitó ella al fin—. Y ha hecho mucho calor. Rickers ya me advirtió esta mañana de que hoy haría mucho calor. Y lo sigue haciendo. No se nota mucho aquí dentro, claro, pero el viaje ha sido muy cálido… y largo.

—Sí, supongo que habrá sido agotador —musitó él, tan cerca de su oído que su aliento le hizo cosquillas—. Probablemente le gustaría descansar y deshacer el equipaje antes de empezar a conocernos mejor.

—Sí. Eso sería magnífico —susurró ella, confusa.

El caballero sonrió con lentitud.

—Muy bien —se puso en pie y le tendió la mano para ayudarla a incorporarse—. Descanse, señorita Trenton, y nos reuniremos esta noche en la cena.

Buscó algo detrás de la joven y ésta pensó por un instante que iba a abrazarla, pero él tiró de un cordón que colgaba contra la pared, oculto detrás de los cortinajes.

La señora River acudió en el acto.

—¿Señor Desmond? ¿Deseaba algo? —preguntó.

Los observaba desde el umbral y su voz resultaba claramente muy fría.

—La señorita Trenton está agotada después del viaje. Acompáñela arriba y dígale a Tilly o Alice que le preparen un baño.

—Desde luego, señor. Por aquí, señorita Trenton.

Marianne salió con ella, sin saber bien si prefería la compañía del ama de llaves o la de aquel hombre desconcertante. Empezaba a sospechar que, al dejar al tío Horace, había salido de la sartén para caer en el fuego.

Tilly le preparó un baño mientras Alice le ayudaba a deshacer el equipaje.

Tilly, la doncella más vieja, era una mujer taciturna de rostro arrugado y figura rechoncha. Ni siquiera pareció notar la presencia de Marianne. Alice le sonrió con timidez cuando la llamó la señora River, pero después de una mirada a la expresión adusta del ama de llaves, se limitó a tomar con la vista baja los artículos que sacaba Marianne de las bolsas.

La joven lamentaba la frialdad que percibía en las empleadas. Pero sus habitaciones eran muy lujosas y el baño tan placentero, que trató de ahogar sus preocupaciones en él. Después del baño, se echó una siesta.

Cuando Alice llamó a las ocho y media para anunciar la cena, estaba ya vestida y lista para seguirla.

La doncella entró delante de ella en el comedor, pero salió por otra puerta que conducía a la cocina y Marianne se encontró sola.

Un mantel de lino blanco cubría la larga mesa, preparada para dos personas con vajilla de china, cristalería y cubiertos de plata. El comedor estaba situado en la parte trasera de la casa y contenía ventanales sólo en la parte frontal. Había oscurecido ya, así que podía ver su reflejo en los trozos de cristal que dejaban al descubierto las cortinas.

Se había puesto uno de los pocos vestidos que había llevado consigo al ir a vivir con el tío Horace. Recordó que su madre le había dicho que la hacía muy mayor, pero que algún día tendría la edad apropiada para ponérselo. Ese día no había llegado todavía. Las mangas caían desde más abajo de los hombros, tenía un cuerpo entallado y un escote provocativo. Era un vestido hecho para una figura madura, aunque con la ayuda de imperdibles y, siempre que no hubiera mucha luz, podía parecer que le quedaba bien.

Al fin se abrió la puerta de la estancia y apareció el señor Desmond.

—Creí que se había olvidado de mí —musitó ella, nerviosa.

—Nada de eso, señorita Trenton. Pero la tarde se me ha pasado volando y ni siquiera he tenido tiempo de vestirme para la cena —observó el vestido verde de la chica—. Ahora veo que debería haberlo hecho.

—¡Oh, no! Está usted muy bien —Marianne se ruborizó en cuanto terminó de hablar.

—Bueno, será mejor que sigamos admirándonos mientras comemos.

Se acercó a la mesa e hizo sonar la pequeña campana de plata colocada al lado de uno de los platos.

El ama de llaves respondió a la llamada.

—Tenemos hambre, señora River. Presente mis disculpas a la señora Rawlins por llegar tarde y encárguese de que sirvan la cena, por favor.

La mujer inclinó la cabeza y salió del cuarto.

Desmond apartó una silla y Marianne se sentó. Ante ella apareció un tazón de sopa que debió comerse, ya que, después de un rato, se llevaron el tazón y lo reemplazaron por un plato que contenía un filete de ternera y una variedad de verduras calientes. Vio comer al señor Desmond y se esforzó en elegir el mismo tenedor que tenía él; pero después no se acordaba de haber comido.

No recordaba nada de aquella cena excepto los ojos profundos de aquel hombre, ojos que descubrió que de cerca eran grises y su voz suave y baja, que resultaba embrujadora. Le habló de lugares exóticos del mundo, sitios de los que no había oído hablar nunca. Le recitó pasajes de literatura, palabras llenas de fuego y pasión que la hicieron ruborizarse.

El reloj dio las diez.

Le dijo que estaba preciosa con aquel vestido y aquel peinado.

El reloj dio las once.

Cinco minutos después, dio las doce.

—Escuche el silencio —murmuró Desmond—. La casa es tan sólida que no hace ruidos por la noche. Todos los sirvientes se han acostado, incluida el ama de llaves, aunque a veces he pensado que la señora River no se acostaba nunca —sonrió y se puso en pie—. Sigamos su ejemplo.

Le tendió una mano para ayudarla a incorporarse, pero no la soltó luego, sino que la condujo a través de los pasillos y escaleras en penumbra. Desmond se detuvo delante de una de las puertas, la abrió y tiró de la joven hacia el interior. Marianne, que no estaba familiarizada con la casa en la oscuridad, creyó que era su habitación y entró en ella.

El señor Desmond la siguió con la vela y, cuando quiso darse cuenta de que no estaba en su cuarto, la puerta se había cerrado ya a sus espaldas.

—Esta no es mi habitación —dijo, creyendo todavía que se trataba de un error.

—No, es la mía.

Marianne sintió una oleada de pánico.

—Creo que será mejor así, ¿no le parece? —preguntó Desmond, tratando de cerrar la puerta con llave—. Con este sistema, usted podrá conservar sus habitaciones para estar sola.

Empezó a desabrocharse los botones de la ropa. Marianne, horrorizada, lo vio quitarse los pantalones y dejar al descubierto sus piernas largas y peludas.

—Y cuando estemos juntos —prosiguió él, con la misma tranquilidad que si estuviera hablando del tiempo—, nos veremos aquí. Nuestros cuartos están lo bastante cerca como para que pueda irse después al suyo si lo desea. Aunque espero que elija pasar algunas noches conmigo.

Marianne lo miraba con ojos muy abiertos y llenos de miedo. Se apartó un paso de él, pero la distancia entre ellos seguía siendo corta y Desmond la agarró por el brazo sin necesidad de moverse. La atrajo hacia sí y le excitó notar que el corazón de ella latía con fuerza en su pecho.

—¿Qué hace usted? —preguntó la joven, echando la cabeza hacia atrás, pero incapaz de soltarse.

Desmond la abrazó y le sujetó la cabeza con una mano mientras se inclinaba hacia ella.

—Te voy a llevar al paraíso, pequeña —murmuró—. Y te garantizo que te gustará más que nada de lo que te haya hecho Carstairs.

La besó en los labios. Por un momento, Marianne se perdió en el placer sensual de su calor. Las manos de él acariciaban su espalda y la apretaban contra sí. La rodilla de él trataba de separar sus piernas.

Comprendió entonces lo que hacía, lo que quería hacerle y tiró hacia atrás, apartando el rostro.

—¡No, no!

El hombre detuvo un instante sus esfuerzos y la miró confuso.

—Tu resistencia no es muy halagadora, querida. No creo que éste sea el mejor modo de abrirse paso en tu profesión.

—No sé lo que dice —susurró ella.

—Digo que me debes esto. Pretendo cobrar la apuesta de Carstairs.

—¿Qué apuesta?

—La apuesta que él perdió y yo gané. Tú, señorita.

—¿Yo? Pero yo soy la pupila del señor Carstairs.

El hombre sonrió. Ya lo entendía. La chica no era una novata, sino todo lo contrario. Interpretaba bien su papel de «pupila». Encantador.

La tomó en sus brazos y la llevó hasta la cama de columnas colocada en el centro del cuarto.

—No, no —gritó ella—. Oh, por favor, no.

Pero Desmond, que creía que todo eso formaba parte del juego, ignoró sus súplicas y la sujetó con la mano izquierda mientras aflojaba el cuerpo de su vestido con la derecha. Los botones eran muy pequeños y se sintió tentado a romper la tela, pero se contuvo y al fin consiguió desabrocharlos todos.

El vestido se abrió y él se apresuró a apartar la ropa interior de ella.

Cuando sus jóvenes pechos quedaron al descubierto, le soltó los brazos con intención de llevarse un seno a la boca. Pero la chica movió su mano libre y le dio una bofetada sonora.

Desmond, intoxicado por la pasión, se limitó a mirarla con sorpresa.

—Eres muy ardiente, ¿verdad? —sonrió.

Volvió a agarrarle las manos y comenzó a tirar de su falda y enaguas. Esperaba que ella lo ayudara, pero la chica parecía decidida a seguir con el juego.

Su atavío parecía un laberinto. Metía la mano bajo el vestido y se encontraba con que otra pieza de tela le cortaba el paso. Pero al fin sus dedos tocaron la piel suave del muslo de ella. Se lo acarició con delicadeza al tiempo que le rozaba los pezones con la boca.

Para entonces había apartado ya todas sus enaguas y faldas. Le excitaba el contacto de las piernas desnudas de ella contra las suyas. Introdujo su muslo entre los de ella y comenzó a moverse con gentileza.

Estaba seguro de que ella se relajaría en cualquier momento y comenzaría a responder. Se movería bajo él y podrían hacer el amor.

Gimió con suavidad, perdido en su olor; esperaba oír un suave murmullo de respuesta.

Pero ella no expresó su pasión. Tampoco se relajó ni se movió para recibirlo. Permanecía fría y rígida. Era como si se hubiera quedado petrificada. Entonces notó que el seno de ella se elevaba y caía contra su boca.

Sacó la mano del laberinto de enaguas y levantó los ojos para mirarla.

Las lágrimas caían por debajo de sus párpados cerrados, humedeciendo sus sienes y la almohada que tenía bajo la cabeza. Sus labios se movían, y en el silencio súbito del cuarto, los oyó murmurar:

—¡Por favor, no! ¡Oh, Dios, por favor, no dejes que me haga esto! ¡Por favor, no!

Le soltó las manos y se apartó de ella, quedando sentado en el borde de la cama. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué estaba ocurriendo? Eso no era lo que Carstairs le había prometido.

Respiró hondo y se esforzó por pensar. Su respiración se hizo más lenta y el fuego de sus entrañas se aplacó un tanto. ¿Qué era lo que le había prometido Carstairs exactamente? Le había ofrecido a su «pupila». ¿Su pupila? ¿Era posible que…?

—¿Marianne? —dijo al fin con suavidad.

La chica no abrió los ojos, pero sus labios dejaron de moverse.

—¿Cuántos años tienes, Marianne?

Hubo una larga pausa, durante la cual ella hipó y Desmond le secó con gentileza las lágrimas de una de las mejillas con su pulgar.

—Dieciséis —susurró ella.

¿Dieciséis? El hombre observó su rostro. No había duda. Había estado ciego.

—Y nunca has hecho esto antes, ¿verdad?

La chica negó con la cabeza.

Desmond apartó la mano de su rostro. Un gran asco lo invadió de repente. Asco por Carstairs, que le había entregado a la joven consciente de su probable destino. Pero asco también por sí mismo. Carstairs era un cerdo, ¿pero y él?

Guardó silencio durante varios minutos. La chica había dejado de verter lágrimas, aunque todavía sollozaba ocasionalmente.

Desmond parecía perdido en sus pensamientos; pensaba en ella, en lo que debía haber sido su vida. Analizaba el modo en que había llegado allí y se preguntaba a dónde conduciría el camino que Carstairs la había obligado a emprender. Si ésa era la primera vez, entonces es que Carstairs no había intentado eso antes. Pero, después de que su apuesta hubiera sido aceptada una vez, volvería a hacerlo. Probablemente a menudo. Hasta que ya no valiera la pena jugársela. Aunque Desmond no volviera a tocarla, aunque se la devolviera, estaría entregándola a una vida de prostitución. No sería mejor que Carstairs.

Hizo una mueca. Desde luego que no era mejor que Carstairs. Después de todo, la había llevado allí con la intención de cobrar sus ganancias.

—¿Señor Desmond? —preguntó ella.

El hombre la miró sorprendido. Tenía los ojos abiertos y lo miraba como sólo puede mirar un condenado a su verdugo.

—¿Ha terminado? —preguntó.

—¿Qué?

—¿Ya está? ¿Puedo volver a mi cuarto?

—Sí. Váyase. Váyase —repuso él con voz ronca. Volvió el rostro para no tener que verla salir de la cama.

La joven se incorporó, se bajó las faldas y abrochó como pudo los botones del talle. Se acercó a la puerta con los hombros hundidos y Desmond vio que, antes de salir, se apartaba el pelo del rostro, enderezaba los hombros y levantaba la barbilla.

Aquello lo conmovió y se sintió lleno de remordimientos. No había duda de que le había causado un gran daño. No podía dejarla allí en Kingsbrook, donde tendría que lidiar con la acusación que supondría su presencia. Pero tampoco podía enviarla a su antigua casa.

Había jugado por una pupila y había ganado una pupila, ¿pero qué iba a hacer con ella?

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Capítulo 3

Marianne tenía la impresión de que su corta vida era una larga sucesión de noches temibles. Noches interminables desperdiciadas esperando a que el tío Horace volviera a casa, temerosa de lo que pudiera hacerle al llegar. Noches de miedo también las que pasó a la cabecera del lecho de su madre, observándola debilitarse más y más e incapaz de hacer nada por salvarla.

Pero ni siquiera el recuerdo de esas noches le parecía tan horrible como aquella noche en Kingsbrook.

Se desnudó despacio, cuidando de no mirarse al espejo, temerosa de encontrar en él huellas físicas de lo ocurrido.

Se quitó el vestido y lo colgó automáticamente en una percha del armario, a pesar de saber que no volvería a ponérselo nunca.

Se quitó la ropa interior y echó agua en la palangana. Se lavó despacio, con cuidado, mientras una lágrima rodaba por su mejilla.

Le dolían los músculos de intentar debatirse. Le dolía la cabeza y sentía los pechos doloridos. No sentía un dolor más profundo e íntimo, pero estaba demasiado alterada y era demasiado ignorante para reparar en ello. Además, su vergüenza resultaba mucho más dolorosa que ninguna molestia física.

Sacó un largo camisón de franela del cajón en el que lo había guardado Alice. Se lo puso por la cabeza y se metió entre las sábanas. Se cubrió con las mantas hasta el cuello ya que, a pesar del verano, sentía un frío profundo y tenebroso.

No quería pensar en lo ocurrido, pero no podía evitar culparse a sí misma. ¿Qué había hecho para provocar aquel ataque? Nada consciente que pudiera recordar, pero aquel hombre le había producido una profunda fascinación. Se había sentido halagada por su atención y deseado su aprobación. Sin duda su mirada de admiración le había parecido provocativa. Probablemente él la había interpretado como una invitación.

Lanzó un gemido y se volvió de lado.

Su angustia resultaba aún peor por el hecho de estar tan sola. No había nadie en su vida a quien pudiera volverse en busca de ayuda y consuelo. Nadie que le aconsejara o le explicara las cosas. Tenía que sacar sus propias conclusiones sobre la vida y era demasiado joven y su campo de referencia demasiado limitado.

Pasó la noche dando vueltas en la cama y, los pocos momentos en que durmió, se vio asaltada por sueños que la hacían despertarse inundada en sudor y más avergonzada que nunca.

Pero al fin salió el sol. Marianne lo observó elevarse en el cielo sin salir de la cama.

Cuando se acostó por la noche, había deseado morirse, pero no había sido así y al fin acabó por comprender que no quería pasarse el resto de la vida en la cama.

Pero cuando se levantara, tendría que salir de su cuarto. Tendría que bajar las escaleras, hablar con Alice y con la señora River. Y él estaría allí.

Aquella idea hizo que se le encogiera el estómago y trató de imaginar lo que diría o haría la próxima vez que lo viera.

Pero no podía esconderse para siempre en su cama. Si estaba allí, mala suerte. De hecho, si así lo quería, podía entrar en su cuarto y sacarla de allí como hacía el tío Horace, y ella no podría evitarlo. Tendría que lidiar con él y seguir adelante.

Apretó los labios con firmeza y echó las mantas a un lado.

—Señora River.

—¿Señorita Trenton?

Las dos se sorprendieron mutuamente en el comedor. A Marianne le alivió encontrar la estancia vacía y había hecho lo posible por no alertar a nadie de su presencia. Le había agradado encontrar algo para desayunar en la mesa. Los huevos fríos y los cereales no la tentaron, pero encontró unas cuantas fresas y dos bollos, que comía con avidez cuando la señora River entró en la estancia procedente de la cocina.

El ama de llaves se tomó un momento para serenarse. Aquella situación la tenía confusa. Hacía demasiado tiempo que conocía al señor Desmond y a su familia como para dejarse engañar por aquella historia de la «pupila» a la que el dueño de la casa había instalado en habitaciones contiguas a las suyas.

De hecho, conocía al señor Desmond desde que iba allí a visitar a su abuelo. Había sido un niño agradable, pero la señora River creía que había adquirido ciertos hábitos perversos en el internado. Todos los criados sabían que el chico era un desengaño para sus padres, que lo habían dejado como un caso perdido.

Pero la señora River conocía su sitio y el señor Desmond podía satisfacer sus bajos instintos sin pedir opinión al ama de llaves. La mujer creía firmemente que podía distanciarse de la vida privada de él siempre que los excesos de ésta tuvieran lugar en Londres o en el extranjero. Pero le ofendía profundamente que llevara a una mujer perdida a aquella casa y la instalara entre esas paredes.

Luego Alice le informó aquella mañana de que el señor Desmond había dormido solo en su cama y la señorita Trenton en la suya. La doncella había añadido que la señorita Trenton parecía una perfecta dama, fuera cual fuera su profesión.

Naturalmente, el ama de llaves no aprobaba esas conversaciones y achacaba la opinión de Alice al romanticismo de la juventud. Pero al verse delante de la invitada, no pudo por menos de admitir que la aventurera de la noche anterior y aquella chica que tenía la barbilla manchada de fresas y los dedos llenos de migas no parecían la misma persona.

La señorita Trenton llevaba esa mañana un vestido ligero y una blusa sin mangas. Su cabello aparecía revuelto y sus ojos cansados y rojos. La señora River sintió que su desaprobación moral se veía reemplazada por una compasión maternal. ¿Se habría equivocado?

—Perdone. He encontrado estas cosas aquí. Sé que es muy tarde y no esperaba desayunar, pero puesto que estaban aquí… Oh, espero que no estuvieran reservadas para otras personas —tartamudeó Marianne con aire culpable.

—No pasa nada, señorita Trenton. Puede usted comer lo que hay aquí o Jenny le preparará algo reciente si lo prefiere.

—¡Oh, no! —exclamó la chica, sorprendida al parecer de que pudieran preparar algo sólo para ella—. Esto está bien. Las fresas son muy buenas y si puedo llevarme el otro bollo a mi cuarto, la dejaré en paz.

Comenzó a envolver el bollo en una servilleta, pero éste se deshizo en migas.

—Vamos, vamos —dijo la señora River.

Marianne la miró asombrada, ya que el tono de la mujer era muy amable.

Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas. Después de saber la razón por la que el señor Desmond la había llevado allí, comprendía bien la frialdad que le había demostrado esa mujer el día anterior. Todos creían que era una perdida. Y quizá estaban en lo cierto.

No había sido feliz en casa del tío Horace, donde siempre estaba sola y a veces la maltrataba, pero nunca se había sentido tan confusa y asustada como allí. Desde la muerte de su madre, no había necesitado nunca tanto un brazo consolador.

—¡Oh, querida! —exclamó la señora River. Se adelantó y le puso un brazo en torno a los hombros. La chica se apoyó contra ella.

El ama de llaves olvidó el vestido maduro del día anterior y la impresión que daba Marianne de coquetear con el señor Desmond y llegó a la conclusión de que había cometido un gran error y la joven estaba allí como pupila del amo y sin duda había perdido recientemente a sus padres.

—Vamos, vamos —dijo con suavidad.

La joven sollozó y la señora River sacó un pañuelo de su cintura y se lo ofreció. Marianne se sonó obediente.

—¿Mejor? —preguntó la mujer.

La chica asintió.

—Un poco. Lo siento.

—Vamos, vamos. Lo comprendo muy bien.

Marianne la miró a los ojos y se sintió aliviada al ver que no comprendía en absoluto.

—Ahora vaya a su cuarto, lávese la cara y cepíllese el cabello. Es casi mediodía y cuando vuelva a bajar, Jenny le habrá preparado un tazón de sopa.

La sopa estaba deliciosa. Marianne la tomó en la cocina y pensó que nunca había comido nada mejor. La señora River entró justo cuando terminaba el tazón.

—El señor Desmond… —dijo.

La joven levantó la cabeza, se limpió la boca con el revés de la mano y miró a su alrededor.

—¿Dónde? —gritó—. ¿Dónde está el señor Desmond?

—Aquí no —dijo la mujer con aire tranquilizador—. Sólo iba a decir que el señor Desmond ha salido temprano. Ha dicho que estaría fuera unos días y que puede usted disponer de la casa y el parque en su ausencia. ¿Qué quiere hacer ahora?

—No lo sé —repuso la chica, confusa.

—Bueno, no puede quedarse encerrada en su cuarto hasta que vuelva el señor —se burló la mujer.

Pero Marianne encontró aquella idea muy sugestiva. Corrió a su habitación y pasó allí la mayor parte de aquel día y la mitad del día siguiente. Para entonces había recuperado ya horas de sueño y comenzaba a aburrirse.

—Veo que al fin ha bajado —le dijo la señora River al día siguiente.

La joven se ruborizó.

—¿Qué va a hacer usted hoy, señora River? —preguntó con timidez.

—Voy a pelar guisantes para la señora Rawlins y pedir a Alice que limpie los cristales.

—¿Puedo ayudar?

Así que peló guisantes con el ama de llaves y luego ayudó a Alice a limpiar los cristales bajo la mirada supervisora del ama de llaves. Aquella noche cenó con las criadas y por primera vez se sintió cómoda en Kingsbrook.

Al día siguiente, estaba preparada para explorar la propiedad.

—¿Puedo ir a andar por ahí? —preguntó a la señora River.

La mujer sonrió.

—Desde luego, niña. El aire fresco le sentará muy bien.

Le echó por los hombros un chal que tomó de un perchero y la empujó hacia la puerta. Señaló el sendero y le sugirió una ruta que la llevaría por los lugares más hermosos de la propiedad.

Marianne sacó un pie con cuidado, como si estuviera probando el frío del agua de un río antes de decidirse a meterse. Dio luego otro paso y la señora River sonrió y cerró la puerta tras ella.

La joven paseó al principio sin rumbo. Después de embarrarse el dobladillo del vestido en los lechos de flores y clavarse varias espinas, decidió que era mejor seguir el camino de piedra. Y la señora River estaba en lo cierto. La persona que había planeado aquella ruta lo había hecho con intención de que se apreciaran desde ella los encantos de la propiedad.

El bosque parecía atestado de árboles, musgo y hiedra. Los claros se veían plagados de dalias y adelfas y de vez en cuando se veían orquídeas silvestres.

El sendero cruzaba un puente de madera sobre el arroyo. Vio un ciervo y se preguntó si allí todos los animales estarían domesticados. No llevaba azúcar con ella, pero estaba casi segura de que, de haberla llevado, el animal la habría comido de su mano.

Avanzaba con cuidado porque el autor del sendero, en un momento de picardía, había colocado las piedras peligrosamente cerca del borde del arroyo. Levantó la vista y se encontró de pie delante de un cercado cuadrado de piedra. Lo rodeó para inspeccionarlo y descubrió que era una estructura abierta a un lado, con columnas de piedra sobre las que se apoyaba un techo de teja. Era un belvedere.

Desde el prado parecía oscuro y amenazador. Marianne se asomó y subió los escalones. El interior le pareció al principio una especie de cueva, pero una vez dentro lo encontró muy agradable, con un banco de piedra para sentarse. La acústica del sitio ahogaba los sonidos del bosque con tanta efectividad como si acabara de cerrar una puerta.

Se sentó en el banco.

Miró hacia el prado esforzándose por oír el sonido del viento moviendo las briznas de hierba. Mirar aquella escena entre las columnas de piedra era como mirar otro mundo, un mundo más brillante e inocente. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Aquél era un mundo del que ella ya no podía formar parte.

No sólo por lo que había ocurrido sino porque se estremecía al recordar los fuertes dedos del señor Desmond contra su pecho y se preguntaba cómo habría sido todo si él hubiera ido más despacio y ella hubiera participado voluntariamente. No había experimentado un gran placer en el acto. De hecho, no podía recordar «el acto» en absoluto, pero no podía evitar preguntarse si, en otras circunstancias, podía ser tan agradable como susurraba la gente. Trató de imaginar cuáles serían las circunstancias correctas y, cuando su mente se llenó de escenas indecentes, se esforzó por apartarlas de sus pensamientos.

No había duda de que era una vil pecadora.

Enterró el rostro en las manos y trató de bloquear aquellas imágenes y volver a ser la niña que había sido una semana atrás, sabedora sin embargo de que aquella niña formaba ya parte del pasado.

No fue consciente de otra presencia hasta que no oyó el roce de un zapato en los escalones de piedra que llevaban al belvedere. Levantó la cabeza y se encontró con los mismos ojos que trataba de olvidar.

Dio un respingo.

Desmond se estremeció como si acabaran de escupirle en el rostro. Al alejarse de él, la joven parecía un capullo de rosas cerrándose en sí mismo, tierno e inmaduro pero con muchas promesas en sus delicados pétalos. Desmond comprendió que había dañado el capullo y se ruborizó avergonzado.

Hacía muchos años que Peter Desmond no sentía vergüenza. Tantos que había creído que su conciencia se había atrofiado hacía tiempo. Recordaba vagamente haberse sentido avergonzado cuando el joven Ronny Withers lo emborrachó por primera vez en Ketterling y al día siguiente lo llamaron al despacho del director.

—¿Qué tiene usted que decir en su defensa, señor Desmond? —le preguntó el decano Stampos, un hombre grande, de cejas pobladas y oscuras y voz de ultratumba.

—Creo que me emborraché, señor —repuso él.

—¿Cree?

—Me emborraché, señor.

—Seis latigazos, jovencito. Y no quiero volver a oír nada semejante.

De no haber añadido las últimas palabras, quizá todo hubiera acabado allí. Pero para Desmond, las últimas palabras del decano suponían un reto que no podía ignorar. Su rebeldía lo llevó a tratar de descubrir hasta dónde podía llegar, cuántas normas podía violar sin que el decano se enterara. Descubrió que podía beber lo que quisiera y jugarse hasta el último penique que le enviaban sus padres, le adelantaba su abuelo o le prestaban otros chicos. Creía que fue también Ronny Withers el que lo introdujo a los placeres de la carne, aunque en aquel momento estaba borracho y no recordaba bien lo ocurrido ni quién lo había acompañado.

Pero, al final, Desmond no era tan listo como creía y un día en que llegó su padre y lo llamaron al despacho del decano, Stampos pudo mostrar una larga lista de pruebas de su mal comportamiento justo antes de expulsarlo ignominiosamente.

Volvió a la casa familiar en Birmingham, una ciudad que ofrecía muchas más posibilidades de vicio que el internado de Ketterling. Desmond se convirtió con el tiempo en un jugador habilidoso, pero ese aprendizaje le costó la herencia de un tío y todo el dinero que su abuelo había querido que pasara a ser suyo después de su muerte, cuando el joven se hiciera cargo de Kingsbrook. Le costó también el aprecio de su padre.

Y aunque al principio sentía de vez en cuando una punzada de remordimientos, esa punzada se hizo cada vez más débil hasta desaparecer por completo. Ni siquiera sintió vergüenza el día en que su padre lo llamó a su despacho de la ciudad y le dijo que no podía consentir que siguiera en la casa familiar.

Su padre no quería sugerirle que se fuera a vivir con el padre de su esposa, en la propiedad que el anciano pensaba legarle a su muerte, y sintió alivio cuando fue Georgia la que lo sugirió llorosa. Sir Arthur Chadburn era un caballero anciano que no toleraba el vicio y su yerno no quería ni imaginar los trastornos que podía causarle la presencia de Peter.

Pero, antes de que tomaran ninguna decisión, llegó una carta que anunciaba la muerte del abuelo. Peter se hizo cargo entonces de la propiedad de Kingsbrook y su padre lo despidió jurando que no volvería a verlo nunca.

Su madre, no obstante, siguió enviándole una suma anual que más o menos lo mantenía a flote. Aunque su finalidad era contribuir a mantener la propiedad, a menudo servía para complementar sus gastos de juego. Afortunadamente, su juego había mejorado hasta el punto en que podía pagar regularmente a los pocos sirvientes de Kingsbrook y viajar a las Mecas del juego tanto en Inglaterra como en el extranjero para sacar más dinero.

La vida que había elegido era difícil y agotadora. A pesar de haber sido expulsado del internado, fue más tarde aceptado en la Universidad de Reading. Aunque aprender no le costaba esfuerzo, no podía concentrarse en su educación y dejó la universidad cuatro años después sin saber muy bien qué hacer. Para entonces había sido alejado ya de su familia y había perdido las generosas herencias de su tío y su abuelo. Su padre le gritaba, su madre lloraba, pero Desmond apretaba la mandíbula y se negaba a admitir ninguna vergüenza.

Aquel día, sin embargo, de pie entre las columnas del belvedere de piedra delante de la chica a la que había ganado en una partida, sus mejillas se colorearon y se vio obligado a reconocer su propia ignominia.

Habría dado cualquier cosa por delegar esa reunión en otra persona, pero eso habría implicado contarle a alguien lo que había ocurrido aquella noche, cosa que no estaba dispuesto a hacer.

Carraspeó.

—Buenos días, señorita Trenton.

La joven no respondió; se limitó a mirarlo incómoda.

Desmond avanzó un paso más y ella se alejó de él tanto como le fue posible.

—Señorita Trenton —suspiró el hombre—. Me gustaría poder convencerla de que no tiene nada que temer de mí, pero supongo que eso ya no es posible. Le prometo que no me acercaré más a usted.

La joven cruzó las manos sobre su regazo, pero sus ojos seguían llenos de terror.

Peter Desmond, a pesar de sus defectos, no había poseído nunca a una mujer contra su voluntad y nunca había esperado ver en los ojos de una joven la expresión que veía entonces en los de Marianne.

Volvió a carraspear.

—Iré directamente al grano —dijo—. He estado pensando en su futuro, como supongo que usted también.

La joven asintió.

—Si no entendí mal la otra noche, usted no es una chica regular del señor Carstairs, ¿verdad?

Marianne lo miró sin comprender.

—¿No trabaja usted para Carstairs?

—Soy la pupila del tío Horace —susurró ella.

Eran las mismas palabras que había dicho Carstairs, las mismas que había repetido él riendo a Abbot y Phillips y casi las mismas que había utilizado para anunciar a la señora River la llegada de la señorita Trenton. ¿Por qué entonces, adquirían un significado tan distinto cuando las susurraba ella?

—Sí, por supuesto —repuso—. Sin embargo, no creo que deba usted volver a su casa.

La observó con atención, tratando de adivinar su reacción. ¿Discutiría su decisión? ¿Querría volver a aquel horrible sitio?

La joven negó con la cabeza, pero no ofreció ningún comentario.

Desmond asintió con la cabeza.

—Bien. Tengo que decirle que he ido a Londres a consultar esta situación con un abogado.

Marianne lo miró sorprendida. ¿Cómo podía ir a hablar con un representante de la ley después de lo que le había hecho?

—No sé si comprende bien las circunstancias que la trajeron aquí, señorita Trenton, pero el señor Carstairs apostó la tutela sobre usted y la perdió. Mi abogado me informa de que, aunque poco usual, esa transferencia de responsabilidad puede ser legal. Tendremos que firmar algunos papeles, pero el señor Bradley cree que, a partir del día de mi encuentro con el señor Carstairs, podemos decir que yo tengo la custodia legal sobre usted.

—¡Oh!

—Tengo intención de enviarla a una escuela respetable —se apresuró a añadir él, antes de que ella sacara otras conclusiones.

Había llegado a esa solución a pesar de que su abogado le había informado de que una buena escuela le costaría todo el dinero que le enviaba su madre al año. En realidad, eso implicaría apretarse el cinturón y olvidarse de París y Montecarlo durante unos años. Cuando discutió la propuesta con Bradley y vio los sacrificios que exigiría, estuvo a punto de cambiar de idea, pero la presencia temblorosa de la joven sobre el banco de piedra reafirmó su determinación de limitar sus viajes a Londres y Liverpool mientras fuera preciso.

—Todavía no he hecho indagaciones, así que, si tiene alguna preferencia, la tendré en cuenta.

—Asistí una temporada a la clase de la señorita Willmington en Miller Street —susurró ella.

—¿O sea que ya ha recibido alguna educación?

La joven asintió.

—¿Sabe, pues, leer y escribir?

Marianne volvió a asentir.

—¿Y hacer cuentas?

—Un poco —musitó ella.

—Bueno, eso cambia las cosas. ¿Desea usted volver a la escuela de la señorita Willmington?

—Ya terminé allí —dijo ella—. Era para niñas.

—Comprendo —tragó saliva—. Tendremos que buscar otro sitio, pero ahora veo que no tiene por qué ser de educación elemental y que puedo colocarla con jovencitas de su edad.

Marianne lo miró sin decir nada.

—Lo prepararé todo —dijo él—. Puede que tarde una o dos semanas, pero yo me hospedaré en Reading hasta que le encuentre un sitio. Usted se quedará aquí y la señora River la ayudará con todo lo que necesite. ¿Quiere preguntar algo sobre la escuela?

La joven negó con la cabeza.

—Si se le ocurre algo, pregúntele a la señora River. Le dejaré instrucciones completas. Si no la veo antes de su marcha, señorita Trenton, permítame que le exprese de nuevo cuánto lamento nuestro pequeño malentendido.

Respiró hondo. Ya había pasado todo. Había hecho lo posible por redimir su comportamiento animal y, con un poco de suerte, no volvería a verla y podría olvidar aquel episodio. En el futuro se contentaría con la soledad de Kingsbrook y la intimidad de su dormitorio. Incluso sentía tentaciones de renunciar al juego, aunque no fue tan lejos como para proponérselo firmemente. Podía afrontar sus pérdidas. Eran sus ganancias lo que le causaban problemas.

Marianne había bajado los ojos.

—Señor Desmond… ¿y si…? —se interrumpió; no sabía cómo continuar.

—¿Sí? —preguntó él, alentándola.

—¿Y si estoy embarazada? —susurró ella.

Desmond se dejó caer con fuerza contra una columna.

—No está embarazada —dijo.

—Pero después de la otra noche…

—La otra noche no ocurrió nada.

—¿Nada? —lo miró sorprendida—. Pero usted… usted…

—Yo me porté como un bruto, pero le aseguro que la otra noche no se consumó el acto. Es usted tan pura ahora como lo era cuando salió de casa del señor Carstairs en Londres. Y está más segura aquí de lo que estaba allí.

Unas lágrimas de alivio llenaron los ojos de la joven.

—¿De verdad? —preguntó esperanzada.

Deseó tomar a aquella niña en sus brazos y ayudarla a vencer el miedo y la desconfianza que él le había inculcado. Pero le había prometido que no se acercaría y nada habría podido romper aquella promesa.

—De verdad.

La joven suspiró y volvió a bajar los ojos.

No iba a tener un hijo.

Lo ocurrido aquella noche la había dejado asustada y confusa. Su experiencia del acto sexual procedía exclusivamente de las noveluchas que había leído. En ellas, el hombre besaba a la mujer, se quitaban la ropa y en el capítulo siguiente, la mujer estaba embarazada.

Su miedo había sido horrible y el alivio consecuente, enorme. Creía al señor Desmond. No sólo porque sabía más que ella de lo ocurrido aquella noche y de lo que había que hacer para tener hijos, sino también por la mirada de su rostro y el timbre de su voz cuando hablaba.

—Me alegro —susurró.

Pero él no respondió y, cuando volvió a levantar la vista, estaba sola de nuevo.

Recordó las palabras de él:

—Le aseguro que la otra noche no se consumó el acto.

Sabía que el señor Desmond era muy rico.

Iba a enviarla a un internado elegante, ¿pero lo hacía sólo para reservarla para él en otra ocasión?

No era la primera vez que Marianne malinterpretaba los motivos de un hombre. Y no sería la última.

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Capítulo 4

Menos de una semana después, la señora River recibió instrucciones y noticias del señor Desmond, quien les informaba a ella y a su pupila de una institución de educación de mujeres cercana a Farnham donde había encontrado sitio para la señorita Trenton.

Entretanto, como había prometido, el señor Desmond se alejó de Kingsbrook para dejar sola a Marianne. La joven, que se sentía ya como en casa, pasó los días examinando las distintas estancias, aunque a menudo iba a instalarse en la biblioteca.

Resultaba evidente que los libros de sus estanterías no habían sido reunidos por una sola persona, ya que en ellos se trataban distintos temas: pájaros, historia, plantas tropicales, ensayos políticos o poesía de oscuros poetas cuyos nombres Marianne no había oído nunca. Había libros sobre piedras y libros sobre etiqueta y una amplia selección sobre caballos. Uno de ellos, que hablaba de medicina para los caballos, era un volumen muy antiguo que incluía un capítulo sobre posesión demoníaca y otro sobre el uso de sanguijuelas.

En un estante bajo, vio libros cuyos títulos la intrigaron: Medea, Antigona, la Ilíada, la Eneida. Y uno con la cubierta casi rota, lo que sugería que había sido leído a menudo: la Odisea.

Pero, al abrirlos, se quedó decepcionada al ver que estaban escritos en una lengua extranjera, algunos incluso en otro alfabeto lleno de símbolos místicos.

En toda la estancia no había ni un sólo libro de los que Marianne estaba acostumbrada a leer. Aun así, se sintió atraída por las nuevas ideas que la rodeaban de pronto.

Unos días después, se hallaba leyendo en la biblioteca cuando la señora River le llevó una carta que acababa de llegar en el correo.

—Es del señor Desmond —dijo el ama de llaves—. Dice que le ha encontrado una escuela. Dice… bueno, espere, se lo leeré: «la Academia Farnham está en las afueras de la ciudad. Creo que a la señorita Trenton le gustará la tranquilidad y la señora Avery, la directora de la escuela, asegura que proporcionan una buena educación, propia de una dama de nuestra época». ¿No le parece estupendo? Dice que saldrá usted de Kingsbrook pasado mañana.

Marianne sintió un nudo en el estómago, pero no sabía bien si era debido a la alegría o el miedo.

—Aunque añade que, si es demasiado pronto, puede tomarse todo el tiempo que necesite. Pero no creo que ése sea el caso. Alice puede guardar sus cosas en una tarde, ¿no está de acuerdo?

La joven no tuvo más remedio que responder afirmativamente.

Así fue como dos días después se encontró de nuevo sentada detrás de Rickers de camino hacia la Academia Farnham.

Sólo había pasado veintiún días en Kingsbrook, pero habían sido los días más extraños de su joven vida. Le sorprendió la punzada de dolor que sintió cuando una curva de la carretera ocultó a su vista la casa y el parque que la rodeaba. Sus días en Kingsbrook puede que no hubieran sido felices, pero se habían convertido en una parte importante de ella.

La academia estaba instalada en un edificio de piedra gris de tres pisos, con dos edificios adyacentes más. Una de las estructuras exteriores albergaba la cocina, desde la que la comida no llegaba nunca caliente hasta la larga mesa del comedor, a pesar de que éste se hallaba situado en el piso bajo y una de sus puertas se abría directamente al sendero que conducía a la cocina.

El otro edificio era para el ejercicio físico. La señora Avery, una mujer delgada y vivaracha, era una gran abogada de los beneficios del ejercicio físico.

La parte principal de la escuela, donde las chicas pasaban la mayor parte del tiempo, estaba en el interior del gran edificio central.

El señor Desmond había encontrado, en verdad, una institución de enseñanza para «las damas jóvenes de calidad de nuestra época», pero mientras atendía las clases de dicción de la señorita Gransby, las de comportamiento de la señora Brannon o las de historia antigua del señor Brannon, Marianne se preguntaba a veces si no habría sido más interesante una escuela para jóvenes de menos calidad.

La señora Avery les enseñaba latín.

—No todas las escuelas de señoritas incluyen latín —les recordaba a menudo—. A las jóvenes se les enseña a hablar con suavidad y bordar bien, pero se les niegan los pensamientos más sublimes de la humanidad, que están encerrados en los idiomas clásicos. Los jóvenes estudian latín. Incluso los niños de ocho años estudian latín y ustedes son muy afortunadas de tener acceso a esa llave mística.

Rickers acompañó a Marianne al edificio de piedra una tarde agradable de finales de junio. La señorita Avery salió a recibirla personalmente.

—Señorita Trenton. Bienvenida a la Academia Farnham. Espero que sea feliz aquí.

Marianne también lo esperaba, así que murmuró vagas palabras de asentimiento. Le mostraron su cuarto, es decir, la estancia donde dormían la mitad de las chicas de la escuela. La otra mitad, las de ocho a doce años, dormían en el piso de abajo.

Al lado de su cama había una mesilla con dos cajones para su ropa íntima y otras posesiones personales. Le dieron una falda marrón y dos blusas de muselina blanca para llevar a las clases. La ropa que había llevado consigo colgaría en un armario común colocado en el extremo del cuarto.

Debido al énfasis que la señora Avery ponía en el ejercicio y a que la lavandería se hacía sólo una vez a la semana, el olor que salía del armario era tan penetrante que Marianne no estaba segura de querer colgar allí sus cosas. Pero no tenía elección, así que se puso el uniforme de la escuela y la señora Avery la acompañó a clase.

«Hay un lugar en las profundidades del infierno…»

Una chica delgada y pálida que parecía más joven que ella leía en voz alta. La mujer bajita situada en la cabecera de la clase dio unas palmadas y la lectora se detuvo y miró con curiosidad, como el resto de las chicas, a la estudiante nueva que había interrumpido su lección.

—Chicas, ésta es la señorita Marianne Trenton. Señorita Trenton, puede sentarse ahí, en la última mesa. Judith, dele a la señorita Trenton una copia de La Divina Comedia. Nedra, puede continuar. Estamos en el infierno, señorita Trenton.

Las chicas eran bastante simpáticas, pero a Marianne le costó trabajo hacer amigas. Pasó una semana antes de que hablara una frase entera con nadie y dos antes de que divulgara alguna información personal sobre sí misma, y eso fue sólo para decirle a Nedra cuántos años tenía y cuándo era su cumpleaños.

Marianne y Nedra Stevens se sintieron atraídas de inmediato. Marianne había pasado dos años más o menos aislada y no sabía cómo debían actuar las chicas de su edad, así que se retrajo en una cápsula que, un mes después, sólo había sido ligeramente erosionada por la gentil personalidad de Nedra.

Un año más joven que ella, Nedra no intimidaba a Marianne y, cuando conseguía arrancar a ésta de sus libros, las dos pasaban tardes muy tranquilas juntas.

Nedra le contó que vivía en una casa al lado del mar. Marianne le describió las misteriosas maravillas de Kingsbrook. Nedra le habló de sus dos hermanos, ambos mayores que ella; de su madre, que estaba enferma; de su padre y su negocio de ropa impermeable para los marineros; y de su primo, del que estaba enamorada desde que cumpliera los siete años.

Por su parte, Marianne creía haberle hablado alguna vez de su tutor y sus atributos físicos.

De hecho, le sorprendía descubrirse pensando a menudo en el señor Desmond. Para empezar, estaba el sobre que recibía del señor Bradley todas las semanas.

«El señor Desmond ha dispuesto que reciba usted una pequeña paga para hacer frente a sus necesidades», le explicó en la carta que acompañaba al primer billete de banco.

Le daban la ropa, la comida, la cama y los libros, así que había pocas necesidades en las que gastar el dinero. Todas las semanas sacaba el billete del sobre y lo metía en el primer sobre blanco que había recibido de la oficina del abogado. Al cabo de dos meses el sobre comenzaba a engordar y Marianne no podía evitar recordar al hombre y los favores por los que quizá pensaba que le estaba pagando por adelantado.

La otra razón de que pensara tanto en él era que, después de haberlo comparado con el tío Horace y con el señor Brannon, el profesor de historia, que eran sus únicas referencias, comenzaba a darse cuenta de lo extraordinariamente atractivo que era su tutor.

—Señoritas, confío en que hoy se comporten como tales. La señorita Gransby, la señora Grey y yo las acompañaremos. Como ya les hemos dicho, Reading posee una buena galería de arte donde confiamos en que algunas de ustedes encontrarán inspiración para sus esfuerzos artísticos. En el museo de Reading veremos reliquias antiguas, algunas del reinado de Enrique I. Recordarán los restos de la abadía benedictina que vimos ya. Fue fundada por Enrique I y convertida luego en palacio por Enrique VIII.

La señora Avery les hablaba por encima del hombro y las jóvenes la seguían, excitadas ante la perspectiva de la excursión.

La directora les había hablado ya durante horas de las maravillas que verían en el museo y la galería de arte de Reading, sin mencionar la biblioteca y, por supuesto, la universidad.

Siempre que la señora Avery hablaba de la universidad, enarcaba las cejas y miraba a las chicas por encima de sus gafas. Les había advertido que Reading era una ciudad universitaria, pero que no debían prestar atención a los estudiantes masculinos que pudieran encontrarse por las calles.

Tales advertencias eran inútiles. ¿Cómo podían las jóvenes no fijarse en los chicos atractivos que recorrían las calles de Reading?

La directora les había aconsejado también que mantuvieran la cabeza baja, no levantaran la voz y siguieran en todo momento el paso de la chica que iba delante de ellas. En lugar de ello, se amontonaron juntas en grupos pequeños, señalando con el dedo y riendo de vez en cuando y alejándose siempre que podían del grupo principal en el que las maestras podían controlarlas.

La presencia de las chicas en la galería de arte alteró la atmósfera de silencio e inmovilidad que envolvía el lugar. La señorita Gransby les nombraba los cuadros y se los describía en voz baja, lo que impedía que pudiera prestar mucha atención a las chicas, que quedaban bajo la única tutela de la señora Grey. La señora Avery las contó al salir de la galería. Habían entrado veintiocho y salían sólo veinticuatro.

—Algunas de las chicas más mayores han dicho que se mareaban ahí dentro y me han pedido permiso para salir a refrescarse —musitó la señora Grey.

—Si se pierden el museo o no llegan a los carruajes, tendrán que volver andando a la escuela —musitó la directora con aire sombrío.

Pero las chicas no podían contenerse. Cuando la señora Avery se enteró de la desaparición, asumió que la instigadora habría sido Judith o tal vez Sylvia. Le habría sorprendido saber que Marianne había sido la primera en tocar a Nedra en los hombros y señalar la puerta lateral de la galería.

—Vamos fuera —susurró.

—¿Fuera? No podemos. Descubrirán nuestra falta.

—En ese caso, pediré permiso —repuso Marianne con frialdad.

Se volvió hacia la señora Grey y anunció que la estancia era demasiado agobiante.

Las dos jóvenes salieron fuera, seguidas de cerca por Judith y Sylvia, que supieron aprovechar aquella oportunidad.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Nedra, temerosa.

—Vamos a explorar un poco Reading.

—¿Pero y si se marchan sin nosotras?

Marianne, a la que aquella posibilidad no asustaba tanto como a su amiga, le dio un golpecito en el brazo.

—No debes preocuparte —dijo.

Reading era una ciudad habituada a viajeros y estudiantes, el tipo de personas que buscaban comida y diversiones baratas. Las aceras estaban llenas de cafés y tiendas en las que se vendía de todo. A Marianne le fascinó todo aquello y la pobre Nedra la siguió con tristeza, segura de que el dueño de la próxima tienda que pasaran las señalaría con el dedo y exigiría saber por qué se habían separado del grupo.

De hecho, fue ella, con su paranoia nerviosa, la que se fijó en los dos hombres sentados en una de las mesas colocadas en la acera de un café. Se acercó más a Marianne, quien siguió la mirada de la otra con una sonrisa indulgente. Pero la sonrisa se congeló en su rostro; se detuvo y tiró de Nedra hacia el umbral de una librería.

—¿Qué ocurre? —preguntó su amiga, alarmada.

Marianne le pidió silencio y señaló a los dos hombres de la mesa.

—Es mi tutor —susurró—. En realidad, los dos son mis tutores.

Y en verdad se trataba del señor Desmond que charlaba con el tío Horace.

Los observó con ojos muy abiertos. Hablaban acaloradamente, pero la distancia le impedía oír nada. Los dos parecían muy serios.

El señor Desmond se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una cartera de la que extrajo un montón de billetes de banco. Se los pasó sin contarlos al señor Carstairs, quien de inmediato empezó a hacer montoncitos con ellos sobre la mesa.

—¿De qué hablan? —preguntó Nedra—. ¿Por qué le da dinero? ¿Por qué le paga?

Marianne movió la cabeza en silencio sin dejar de observar fascinada a los dos hombres. Estaba muy preocupada por lo que veía. Al salir de Londres, había asumido que no volvería a ver nunca al tío Horace. Sabía, por supuesto, que el señor Desmond y él se conocían, pero no había pensado que tuvieran negocios juntos. Creía que ella era el único negocio que había habido entre ambos.

El señor Desmond levantó dos dedos e hizo una seña a uno de los camareros. En pocos momentos, les sirvieron unas bebidas. Desmond tomó su vaso, le dijo algo al señor Carstairs y lo vació de un trago. El otro sonrió con acritud y sorbió de su vaso. Recogió el dinero y se lo guardó en el bolsillo. Evidentemente, estaba satisfecho con la cantidad que Desmond le había dado y volvió a beber de su vaso.

Desmond se levantó de la mesa, pero el otro permaneció sentado. El más joven se alejó en dirección a la librería donde estaban las dos chicas.

Marianne se apresuró a entrar en el interior de la tienda, tirando de Nedra, pero el hombre no miró en su dirección al pasar. Permanecieron unos instantes en la tienda y luego se acercaron a la puerta, donde Marianne inspeccionó la calle y la acera antes de arriesgarse a salir. Ni el señor Desmond ni el tío Horace estaban ya a la vista.

Nedra le metió prisa para llegar al museo donde estaban sus compañeras. No dejaba de murmurar:

—Oh, por favor, que estén todavía allí. Prometo que no volveré a hacer esto, señora Avery.

No le había gustado su aventura.

Marianne no dijo nada, pero tampoco estaba contenta. Las sospechas que la embargaban eran como el aceite de hígado de bacalao, fácil de tragar pero con un regusto horrible.

En la misma ciudad, el señor Peter Desmond se dirigía hacia el establo en el que había dejado su caballo. Andaba con ligereza y tenía la impresión de que los hombros le pesaban menos que antes. Acababa de entregar el último pago al señor Horace Carstairs y no se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que lo detestaba. En los últimos años se había visto obligado a veces a solicitar su favor en momentos de falta de liquidez.

Ya otras veces le había devuelto sus préstamos, pero nunca había sentido la impresión de quitarse una losa de encima. Normalmente, cuando pagaba un préstamo, en el fondo sabía que volvería a pedirle dinero a Carstairs en el futuro. Ese día era distinto. Sabía que nunca más acudiría a aquel hombre en busca de dinero. No sólo porque no le gustaba, sino porque no tenía intención de acumular deudas que hicieran eso necesario. Su economía había mejorado un tanto al renunciar al viaje al Continente que hacía habitualmente en esa época del año.

Pero su determinación de no volver a tratar con Carstairs tenía raíces más profundas. Estaba relacionada con Marianne y con su deseo de apartarla por completo de la influencia de aquel hombre. Los dos habían quedado libres de los tentáculos de las deudas y Peter se puso a silbar mientras andaba.

Cuando Marianne y Nedra alcanzaron a las demás estudiantes en el museo, tuvieron que soportar una regañina. Judith y Sylvia habían regresado antes. En cuanto volvieron las dos últimas, se dio por finalizada la visita y regresaron todas a Farnham. Las cuatro fugadas quedaron castigadas un mes sin salir de la escuela, lo cual no suponía nada tan terrible como creía la señora Avery. Pero les costó un mes conseguir que sus compañeras les perdonaran el haberles estropeado la excursión.

Marianne lamentaba su aventura, no sólo porque le había costado perder el favor de sus profesoras y compañeras. Le asustaba más la relación que había descubierto entre el señor Desmond y el tío Horace.

Curiosamente, sin embargo, descubrió que echaba de menos Kingsbrook. Sabía lo hermosos que estarían la casa y el parque en primavera y se imaginaba la gloria de los campos durante los meses de verano. Y parecía que el verano no acabaría nunca. Había tenido las clases de la academia, la excursión a Reading, el castigo posterior y el verano proseguía aún.

Un día de septiembre se terminó de repente. El cielo se nubló, bajó la temperatura y comenzó a caer la lluvia.

No dejó de llover hasta que los árboles hubieron perdido hasta su última hoja y desaparecido todas las flores. El tiempo no cambió hasta noviembre, cuando la nieve reemplazó a la lluvia. Sólo entonces olvidó al fin las aventuras del verano.

La señora River le escribía con regularidad.

En casi todas las cartas, le pedía que fuera a Kingsbrook un día, un fin de semana o varias semanas. Marianne contestaba siempre a sus cartas pero rehusaba las invitaciones con la excusa de que no podía interrumpir sus estudios.

Pero el tiempo avanzaba inexorablemente. Los días se sucedían unos a otros y en diciembre pareció que todas las chicas, y casi todas las profesoras, abandonarían la escuela para pasar las fiestas de Navidad con su familia y amigos.

La nota de la señora River del tres de diciembre no admitía excusas:

Rickers irá a recogerla el próximo fin de semana. Kingsbrook está precioso en esta época del año y todos la echamos de menos. Incluso el señor Desmond me ha prometido que intentará no estar comprometido todo el tiempo en Londres o en Reading, así que, si tiene suerte, puede que lo vea.

Esperamos su llegada con ansiedad.

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Capítulo 5

Kingsbrook estaba muy hermoso.

Un ligero polvo de nieve cubría el suelo, pero, gracias al arroyo y la protección de los árboles, los copos blancos yacían siempre sobre verde.

Rickers detuvo el carruaje en un lateral. La señora River, que estaba esperando su llegada, abrió las puertas de cristal de la sala de estar y corrió a besar a la joven en la mejilla.

—Adelante, adelante. Déjeme verla. Farnham parece que le sienta bien, aunque puede que la comida de la escuela no tanto. Deme su abrigo y su sombrero. ¡Alice! Ah, estás ahí. Recoge las cosas de la señorita Trenton y pregúntale a Jenny si todavía hay sopa caliente. Lleve esas bolsas arriba, señor Rickers. Adelante. Adelante.

Con las atenciones del ama de llaves, Marianne se sentía como una hija pródiga que volviera al hogar.

—Déjeme verla —prosiguió la mujer. Movió la cabeza con desaprobación—. Ha cumplido diecisiete años en noviembre y ya es una mujer muy hermosa. No, no, no se siente ahí. El señor Desmond ha dicho que lo esperara en la biblioteca cuando llegara.

Marianne estaba cansada del viaje, así que a la señora River no le pareció raro encontrarla pálida. Le puso una mano en la espalda y la condujo hacia la puerta de la sala de estar.

—Supongo que recordará dónde está la biblioteca.

—¿El señor Desmond me está esperando ya? —preguntó la chica, nerviosa.

—Todavía no. Ha ido a hablar con Sir Grissam sobre los bosques que tienen en común, pero ha prometido que no tardaría y quería verla. Supongo que en la biblioteca encontrará algo para entretener la espera.

—Sí, desde luego.

La puerta era gruesa, pero nunca antes la había encontrado tan pesada. La habitación estaba desierta. Los libros le resultaban familiares y las largas ventanas dejaban pasar una luz tenue, atenuada más todavía por las pesadas cortinas. Lo primero que hizo fue apartar las cortinas. Luego se volvió para observar los estantes, el escritorio, las sillas, la chimenea, la escalera para alcanzar los libros más altos y los títulos familiares de los estantes más bajos.

Sabía ya que los libros que tanto le habían llamado la atención antes estaban escritos en griego o latín, pero sus seis meses de clases de latín no eran suficientes para que pudiera leerlos.

Se dejó caer en uno de los sillones de cuero colocados delante de la chimenea. Un momento después llamaron con suavidad a la puerta. Apretó los brazos del sillón y se volvió.

—Adelante.

Entró Alice.

—La señora Rawlins le envía algo de sopa, señorita. Bienvenida a casa.

—Es un placer estar en casa —repuso Marianne automáticamente, sin detenerse a pensar si era cierto.

La doncella dejó la bandeja sobre una mesa cercana.

—Es pollo con fideos. La señora Rawlins la prepara muy bien.

—Estoy segura de ello. Tengo hambre. Gracias.

Alice inclinó la cabeza y la dejó sola.

La sopa era tan buena como la doncella le había dicho y, pocos momentos después, había vaciado el tazón.

Los pies de Marianne estaban calientes y su hambre se había aplacado, lo que contribuyó también a calmar sus nervios. Al lado de la bandeja había un libro que alcanzó y comenzó a hojear con aire ausente. Trataba de árboles, su crecimiento y su desarrollo. No era una lectura apasionante, pero había bastantes frases subrayadas, lo que sugería que alguien lo estaba estudiando con interés.

Unos minutos después dejó el libro y se puso en pie con impaciencia. Se acercó al escritorio del señor Desmond y no pudo evitar mirar los papeles que había sobre él.

Entre otras cosas, vio una moneda extranjera colocada en un recipiente de cristal, que el dueño de la casa utilizaba como pisapapeles. Marianne no podía saber que la moneda procedía de la primera partida de cartas internacional en la que había participado el señor Desmond cuando era todavía sólo un muchacho que había ido a París con la excusa de estudiar el arte de los maestros. La moneda no era precisamente un símbolo de victoria: Desmond había perdido miserablemente en aquella partida y se había visto obligado a acortar su viaje. Pero el jugador que le había ganado casi todo el dinero fue el que le enseñó a no dejar nunca a sus oponentes sin un penique. El señor Devereux le entregó la moneda y lo invitó a volver en otra ocasión. Desmond la montó en cristal como recuerdo.

En el escritorio había también un abridor de cartas con forma de daga pequeña, un mazo de cartas usadas, un dedal de marfil y una pequeña bolsa de terciopelo que contenía una joya. La mayoría de aquellos objetos estaban relacionados con alguna partida, aunque el dedal era un recuerdo de una aventura más romántica. Marianne, ignorante de la historia personal que cada uno representaba, los observó con interés y volvió a colocarlos en su sitio.

Entre los objetos, había también otras cosas y no pudo evitar sonreír al observar aquel desorden. Había plumas, tinteros y papeles manchados de tinta mezclados con otros limpios. En una esquina de la mesa vio un montón de cartas, algunas de ellas con fecha bastante lejana, y sospechaba que la mayoría sin responder. Tomó el primer sobre y descubrió que no lo habían abierto. Revisó los demás divertida, para descubrir cuántos no habían sido leídos.

La conciencia empezó a remorderle cuando se hallaba hacia la mitad del montón; lo que estaba haciendo podía interpretarse como espionaje. Decidió detenerse, pero antes tomó un último sobre. Ese sí había sido abierto. Vio el nombre del remitente en la esquina izquierda y su resolución de dejar los papeles en paz se desvaneció en el acto.

La carta era del señor Horace Carstairs. Marianne abrió el sobre y extrajo el papel que contenía. Estaba fechado dos meses atrás, poco después de la excursión de la escuela a Reading.

Amigo Desmond:

He estado pensando en nuestras transacciones a lo largo de los años. Hay una en particular de la que supongo sigue disfrutando, ya que no ha hecho intentos por devolverme a la chica. Mientras pensaba en ello, se me ha ocurrido una idea ingeniosa.

Debido a su afición, conoce usted a un cierto número de caballeros ricos que se desplazan a Londres de vez en cuando por asuntos de negocios o simplemente para tomar parte en una partida amistosa de cartas. Esos hombres, que no conocen bien la ciudad y que suelen viajar solos, necesitarán sin duda compañía, aunque tratándose de caballeros, no se acercarían a las prostitutas de las calles. Y quizá su posición les impida visitar establecimientos más exclusivos.

Mi proposición, por tanto, es buscar mujeres jóvenes para estos caballeros, mujeres tan frescas e inocentes como lo era la dulce Marianne cuando usted la ganó, adquiridas del mismo modo, en la mesa de cartas, pero con el resultado del juego establecido de antemano.

Por supuesto, podríamos dividirnos los beneficios, siempre que usted proporcionara los clientes y yo las chicas. Cierto que no tengo un suministro ilimitado de pupilas, pero estoy bastante seguro de poder cumplir mi parte del trato.

Me siento capaz de hacerle esta proposición porque usted disfruta de un acuerdo similar. Su uso continuo de la chica es, por supuesto, conforme a nuestro acuerdo y como caballero no se lo reprocharía nunca. Pero nuestro acuerdo, a pesar del documento inteligente de su abogado, fue algo extraño y no estoy seguro de que resulte vinculante.

Espero impaciente sus noticias.

Su humilde y obediente servidor,

H. Carstairs.

Marianne miró el papel anonadada. ¡Era demasiado horrible! El tío Horace proponía que el señor Desmond le ayudara a colocar a otras jóvenes en las mismas circunstancias en que se encontraba ella.

Miró a su alrededor y pensó que, irónicamente, esas circunstancias no parecían muy desagradables, pero el señor Desmond seguía considerándola una parte de sus «ganancias».

Se mataría antes que permitir que aquel villano se saliera con la suya. Pero no podía escapar ni irritarlo demasiado por miedo a que la enviara de vuelta con Carstairs.

Marianne comprendió por primera vez que se hallaba en una situación muy particular.

Oyó ruido en la puerta principal y levantó la vista, sobresaltada. Devolvió la carta a su sobre con manos temblorosas y lo puso entre los demás.

—¿Ha llegado la señorita Trenton? —oyó preguntar al señor Desmond.

—Lo espera en la biblioteca desde su llegada, señor —repuso la señora River.

—Muy bien.

Se abrió la puerta de la biblioteca y entró Desmond. Llevaba un traje negro con camisa blanca. Su cabello estaba más largo que la última vez que lo vio.

Marianne se mordió el labio inferior, pero no pudo controlar el temblor de sus manos y piernas. Allí estaba el villano, con sus depreciables planes sobre ella y sus infernales intenciones de hacer negocios con el tío Horace. Era un monstruo despiadado y, desgraciadamente, tan guapo como ella lo recordaba.

—Confío en que no lleve mucho tiempo esperándome —dijo.

—No mucho —susurró ella.

—Pero veo que lo suficiente.

Marianne palideció, temerosa de que él notara algo entre los sobres. Pero la mirada de Desmond estaba fija en la bandeja.

—Ah, sí. La señora Rawlins me ha enviado un tazón de sopa. Espero que no le importe. Supongo que no debería comer en su biblioteca, claro. Me llevaré esto a la cocina.

Agarró la bandeja, pero él la detuvo con un ademán.

—No, no, eso no importa, señorita Trenton. Déjelo ahí. La señora River se ocupará de ello.

Estaba ya dentro de la estancia, pero no había cerrado la puerta. A Marianne le alivió no verse encerrada con él.

Desmond se situó al lado de uno de los sillones y le hizo una seña.

—Siéntese —la invitó.

A la joven le sonó a orden y se acercó obediente hasta el sillón indicado. Desmond se colocó enfrente.

—Ha venido a pasar la Navidad —dijo.

Su tono era casual y su comentario casi banal. Pero los ojos de la joven cayeron sobre el montón de cartas del escritorio. ¿Cómo podía hablar así teniendo los planes que tenía?

Respiró hondo y apartó los ojos de la mesa.

—La señora River me envió al cochero —musitó, tratando de hacer ver que el regreso no había sido idea suya.

—Desde luego. Encontrará que Kingsbrook es un lugar muy agradable en invierno.

Hubo una pausa. La joven tenía la vista fija en el suelo. El señor Desmond se removió en su silla y carraspeó.

—¿Le gusta su escuela? —preguntó.

—Está bien —repuso ella.

Los sillones en los que estaban sentados eran de orejeras y miraban hacia la chimenea, así que no podía verla con claridad. A Marianne no le importó aquello y se dijo que ella tampoco deseaba verlo. Pero no pudo evitar levantar un poco la mirada hacia sus zapatos y pantalones. Pensó en su cabello revuelto y se preguntó por qué un hombre tan cuidadoso con su vestuario podía ser al mismo tiempo tan descuidado con su persona.

—La señora River dice que no ha regresado usted a Kingsbrook desde que empezó la escuela —prosiguió él.

—No, señor.

Volvieron a quedarse en silencio unos momentos. Desmond se movió de nuevo en su asiento.

—No quiero que se sienta exiliada en la Academia Farnham, señorita Trenton —dijo al fin.

—Me siento a gusto allí.

—Eso espero. Pero sólo es una escuela. No puede ser bueno que permanezca encerrada allí durante meses. La señora River dice que la ha invitado a venir aquí unas cuantas veces, pero que usted siempre ha rehusado con la excusa de que sus estudios no le permitían marcharse. Créame, señorita Trenton, conozco la dedicación de los jóvenes a los estudios y no puedo creer que lleve usted seis meses completamente inmersa en sus estudios.

—No del todo —confesó ella.

—He pedido verla aquí porque temía que tendríamos que abordar un tema que nos resulta doloroso a ambos.

Se echó hacia adelante en el sillón para poder verla.

—Señorita Trenton, sé que se ha mantenido alejada de Kingsbrook para evitarme —dijo.

Marianne respiró hondo y movió la cabeza en señal de negación. Desmond levantó una mano para interrumpirla.

—Lo que ocurrió aquella noche fue muy desafortunado —dijo—. Y nos ha dejado huellas dolorosas a ambos. Pero, por favor, no se entierre en la escuela.

—La Academia Farnham es muy agradable… —empezó a decir ella, pero el caballero la interrumpió.

—Olvida que yo he visto esa escuela. ¿Cómo puede haber permanecido tanto tiempo lejos de Kingsbrook?

—No quería… creía que no… —tartamudeó ella.

Desmond se aclaró la garganta.

—Comprendo.

Guardaron silencio unos minutos.

—Tengo una propuesta para usted, señorita Trenton —dijo al fin.

Marianne contuvo el aliento.

—Puedo arreglármelas para estar lejos de Kingsbrook siempre que usted venga. Aunque ahora me resultaría difícil —murmuró como para sí mismo.

—No puedo echarlo de su casa —protestó ella.

—Sólo por unos días. Le aseguro que no será mucha molestia. Podría estar sola en Kingsbrook. ¿Qué me dice?

¿A qué venía aquello? ¿Qué clase de hombre era el señor Desmond? Marianne era joven y conocía poco el mundo, y quizá la maldad no fuera fácil de detectar, pero había conocido al tío Horace y sabía que era un hombre malo. Y si el señor Desmond y él eran socios en el degradante negocio que Horace le había propuesto por carta, entonces los dos debían ser malos. Marianne estaba confusa.

—Kingsbrook es precioso —admitió.

—Entonces vendrá de visita —decidió él—. Espléndido. ¿Con cuánta frecuencia? ¿Todas las semanas?

—No creo que eso sea necesario, señor Desmond. Es cierto que tengo que estudiar. Pero quizá cada tres meses. Así podría ver Kingsbrook en todas las estaciones del año.

No llegó a sonreír, pero su expresión se suavizó un tanto.

—Cada estación parece siempre mejor que la anterior —asintió él—. Una semana cada tres meses, pues —carraspeó—. Sé que las fiestas son terribles en la escuela, así que no quiero que se quede en Farnham durante Navidad o Semana Santa, pero hay veces, como en Navidad, en que me resultaría difícil salir de Kingsbrook. ¿Cree que podemos hacer una tregua cuando la necesidad nos obligue a estar juntos?

—Desde luego —repuso Marianne.

Pero su consentimiento no era completamente sincero. Temía que todos sus encuentros se vieran alterados por temores oscuros.

—De hecho —prosiguió él—, me temo que tendremos que establecer algo más que una tolerancia silenciosa entre los dos. No debe olvidar que ahora soy su tutor. Estoy seguro de que a la señora River le extraña que no nos visite nunca, aunque supongo que asume que me escribe usted. Delante de los sirvientes debemos mostrarnos educados y los invitados que puedan venir a Kingsbrook esperarán conocer a mi pupila y que hablemos entre nosotros. ¿Qué le parece? ¿Cree que podrá hacerlo?

Marianne tragó saliva. Eso sería mucho más duro. Suponía que podía saludarlo cuando se encontraran o incluso mantener una conversación si se quedaban a solas, pero no podía controlar el rubor que cubría sus mejillas cuando sus ojos se encontraban con los de él ni el temblor de sus manos o rodillas cuando le hablaba. Si la señora River y los invitados encontraban raro que no se hablaran, ¿no les parecería más raro aún todo aquello?

—¿Señorita Trenton? ¿Puede hacerlo? No le pido que olvide lo ocurrido, sólo le pido que no se mantenga alejada por el error de una noche.

La joven enderezó la barbilla y asintió con la cabeza.

—Sí. Desde luego. Comprendo que, en honor a las apariencias, debemos intentar comportarnos del modo más natural posible.

—No será tan terrible. Le gustará Kingsbrook y le juro solemnemente que siempre seré un perfecto caballero con usted. Y el juramento de un Desmond es irrevocable —terminó con voz sombría, recordando el último juramento que le había hecho su padre tantos años atrás.

Marianne no sabía qué decir. El hombre esperó unos segundos y luego se puso en pie. La joven lo imitó.

—¿Nos estrechamos la mano en señal de acuerdo? —preguntó él.

Marianne le tocó la mano y a Desmond el roce le pareció tan suave como el ala de una paloma. Descubrió con desmayo que deseaba llevarse aquella mano a los labios y besarla con ansia. Sin cambiar de expresión, la estrechó con solemnidad una sola vez y la soltó.

A pesar del recuerdo de la carta del tío Horace y de la desconfianza hacia su «tutor», la estancia en Kingsbrook no le resultó tan horrible como esperaba. El señor Desmond insistió en que la señora River preparara la mesa grande todas las noches y se sentaban en extremos opuestos, con una gran cantidad de espacio entre ambos.

Le preguntaba cómo se encontraba y ella respondía que bien. Le preguntaba por su comida y la joven contestaba que estaba deliciosa. Le preguntaba qué había hecho ese día y ella le respondía en pocas palabras.

Esas tres preguntas eran más o menos todo su tema de conversación, a menos que Desmond hablara del tiempo, lo que hacía alguna vez, o que Marianne elogiara con timidez la sopa o los postres de la cocinera.

La velada siguiente al día de su acuerdo, aparecieron dos caballeros de Londres y a Marianne le permitieron comer con la señora River.

—Le pido disculpas por haber sido relegada a la cocina —dijo el ama de llaves—, pero le aseguro que se ha ahorrado una velada muy aburrida. El señor Desmond y sus invitados no hablarán nada durante la cena y luego se retirarán en silencio a la mesa de juego.

—Oh, por favor, señora River. No es necesario que se disculpe. Me encanta cenar con Alice y con usted.

A la noche siguiente, Alice estaba resfriada y Jenny Rawlins la echó de la cocina y del comedor. La señora River había pasado el día repasando las cuentas de la casa y tenía jaqueca. Dio instrucciones a Jenny para que colocara la cena en una mesita lateral y dejara que el señor Desmond y Marianne se sirvieran solos.

Tanto el tutor como su pupila sintieron un nudo en el estómago cuando se enteraron de aquello. Eso implicaba que tendrían que pasar veinte minutos solos en la misma habitación.

Llenaron sus platos en silencio.

—Muy bueno el pescado —dijo Desmond después de unos minutos de silencio.

—Excelente. Muy bueno, sí —asintió ella con suavidad.

Mientras él parecía meramente taciturno, la mente de ella estaba llena de recuerdos de la última vez que compartieron una cena primada. La conversación entonces había sido animada. Desmond la había fascinado con sus historias, le había hecho reír y se había mostrado encantador.

Miró al hombre sentado al otro extremo de la mesa. Tenía la cabeza baja y parecía concentrado en su comida. Comprendió al verlo que no sólo estaba taciturno sino que se encontraba tan incómodo como ella. Sonrió ligeramente.

—¿Disfrutó anoche de la cena con sus amigos de Londres? —preguntó.

El hombre levantó la vista.

—Sí —repuso.

—Debe resultarle agradable que vengan sus amigos de visita.

—Puede serlo —repuso él. Sonrió ligeramente—. Y anoche lo fue.

—También están sus vecinos de Kingsbrook. Supongo que tendrá muchos.

—La verdad es que no conozco a mis vecinos —confesó él.

La chica lo había pillado con la guardia baja y su confesión sugería más tristeza de lo que habría sido su intención.

—¿A ninguno? —preguntó ella, sorprendida.

—Antes no solía pasar mucho tiempo aquí —le explicó él.

—Pero usted siempre está aquí.

—Bueno, sí; ahora sí. Pero antes no. Y no he tenido ocasión de conocerlos.

Marianne lo miró con seriedad.

—Tiene que buscar la ocasión, señor Desmond. Sus vecinos no pueden acudir a usted. Como propietario más rico de la comunidad, es su deber dar el primer paso. ¿No da nunca una fiesta de Navidad para sus vecinos?

—La verdad es que no recuerdo haber estado nunca en Kingsbrook por Navidad —admitió él.

Solía pasar esas fechas en el Continente, donde conocía a personas que se reunían en ciertos lugares a jugar fuerte. El extremadamente rico conde Anistopholes llevaba ya dos años haciendo el papel de Papá Noel, ya que sus pérdidas mantenían Kingsbrook hasta la primavera.

—Pero este año sí está —dijo ella.

—Sí. Este año estoy aquí.

—En ese caso, debe invitar a sus vecinos —musitó ella con decisión—. La señora River y yo podemos organizar la reunión: algo informal, sencillo y amistoso, el escenario perfecto para darse a conocer. Pero debe usted invitarlos personalmente. Yo tengo que regresar a Farnham la primera semana de enero, así que la señora River y yo debemos empezar los preparativos de inmediato.

—¿Una reunión navideña? —preguntó él dudoso—. ¿Aquí?

—Por supuesto que aquí —repuso ella con énfasis.

—Si está segura…

Marianne no sabía qué se había apoderado de ella, pero cuando el hombre le dio al fin su consentimiento, le pareció casi una persona entrañable.

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Capítulo 6

Cuando era niño, los Desmond daban todos los años en su casa una fiesta de Navidad. Pero desde que había sido expulsado de allí, Peter siempre había pasado fuera esa época del año.

Apenas si conocía los nombres de sus vecinos y no tenía relaciones amistosas con ellos, pero después de dar su consentimiento para la fiesta, no podía hacer otra cosa que entregar las invitaciones.

La señora Jacob se sentó sorprendida en el salón de su casa. El joven señor Desmond llevaba casi diez años viviendo en Kingsbrook y nunca había hecho aproximaciones amistosas a sus vecinos. Además pasaba muchas temporadas fuera en capitales extranjeras. Y por libertina que fuera su vida allí, no alcanzaba los niveles de depravación que imaginaban la señora Jacob y otras damas de la vecindad.

Y allí lo tenía en ese momento, invitándola a su familia y a ella a acudir a Kingsbrook el día de Navidad.

—Será una reunión pequeña. Sólo vecinos. Sin duda se conocerán todos.

—Sin duda.

—Sí, bien —musitó Desmond con timidez—. He pensado que ya es hora de que yo también los conozca.

—Me parece… encantador —asintió la mujer. Sonrió al fin—. Nos encantaría asistir y nos halaga que se haya acordado de nosotros.

—Soy yo el que se siente halagado.

La señora Jacobs lo acompañó a la puerta y le sonrió mientras montaba a caballo. Hasta que él no volvió la espalda, no entró en la casa.

Desmond suspiró con alivio. Acababan de aceptar una invitación, así que sólo le quedaban unas cuantas más. Gracias a la Providencia, la zona que rodeaba Kingsbrook no estaba muy poblada. De hecho, no había resultado tan difícil como temiera y la señora Jacobs parecía una mujer muy agradable. No la clase de mujer con la que se relacionaba habitualmente, claro, pero no era tan viejo que hubiera olvidado lo simpáticas que podían resultar las mujeres respetables.

Pasó por casa de los Romer, de los Martin y cruzó el bosque para hablar con Sir Grissam. Todos parecieron sorprendidos de verlo, incluido el viejo Grissam, con el que había hablado dos veces en el último mes sobre el terreno boscoso que se extendía entre ambos y sus ideas para mejorarlo a costa de ambas propiedades.

Pero después de la sorpresa inicial, todos se mostraron cordiales y aceptaron su invitación.

Lo cual no significaba que no hablaran de él después de su marcha.

—Bueno, señora Romer, creo que podríamos decir que esto ha sido muy sorprendente, ¿no te parece?

—Desde luego, señor Romer —asintió su esposa.

—Ese hombre lleva diez años viviendo allí como un ermitaño…

—Cuando vive allí, pero he oído…

—Sí, sí. Yo también he oído esas historias. Aun así, parece bastante agradable y si lleva sangre de los Chadburn, no puede ser tan malo.

—¿Crees que deberíamos llevar a los chicos? —preguntó la mujer, dudosa.

—Desmond los ha invitado, ¿no? Y ha estado muy cordial. ¿Crees que esa pupila suya tendrá algo que ver con esto? Tal vez quiera presentarle a los muchachos de por aquí. Y no sería una mala captura —musitó el hombre.

La señora Romer, que no solía ignorar ese tipo de cebos, no se mostró tan entusiasta como él esperaba. Pero es que la mujer había oído también ciertas historias sobre la «pupila» del señor Desmond.

Los Romer no fueron los únicos en comentar la invitación. Pero eso no impidió a los vecinos presentarse en bloque el día de Navidad.

La casa había estado revuelta desde que Marianne propuso la fiesta, ya que era la primera vez desde la muerte del barón que la señora River y la señora Rawlins preparaban una fiesta.

A las ocho de la tarde de Navidad, llegaron los invitados. Marianne, encantada de que su idea hubiera dado tanto fruto, estaba de pie al lado del señor Desmond recibiendo a sus vecinos en la puerta del salón.

—Esta es la señora Jacobs. Señora Jacobs, mi pupila, la señorita Marianne Trenton. La señorita Trenton me ha dicho que estaba deseando conocerla —musitó el hombre, que se mostró extremadamente solícito con todo el mundo.

Para la cena, la señora Rawlins había preparado un pavo, tres patos y un jamón curado, además de montones de patatas, remolacha, zanahorias y cebollas.

Después de la comida, los invitados se retiraron a la sala de estar. El señor Desmond pidió a James que subiera una botella de vino del sótano.

James subió dos.

Sir Grissam contó una historia sobre Lady Steepleton y Will Pellan, el sastre de Londres que había intentado tomarle medidas a ella para un traje para su marido. El señor Pellan preguntó a Lady Steepleton por el tamaño de la cintura de su esposo. Ella le informó de que era casi el mismo que el suyo, así que el sastre le tomó las medidas a ella. Resultó que Lord y Lady Steepleton medían casi lo mismo en las distintas partes de su anatomía y el señor Pellan tuvo que tomarle todas las medidas a la señora.

La historia provocó muchas carcajadas en Kingsbrook. James no dejaba de acercarse con el vino cada vez que veía un vaso vacío, así que todos se reían más a medida que avanzaba la conversación.

Al fin, la señora River envió a Tilly con el café y a Alice con una bandeja de pequeños pasteles. El señor Martin bajó la cabeza y comenzó a roncar con suavidad. Los dos chicos mayores de los Romer, Teddy y Ross, se echaron a reír. El señor Romer los miró con severidad y al fin su mujer anunció que era hora de irse a casa.

Todo el mundo se mostró de acuerdo en que ya era tarde, pero resultaba difícil dejar una compañía tan agradable.

El señor Desmond y su pupila se colocaron una vez más al lado de la puerta para despedir a sus invitados.

—Ha sido un placer conocerla, señorita Trenton —dijo la señora Romer—. Me extraña que no pase usted más tiempo aquí en Kingsbrook. Aunque, como ya le he dicho a mi esposo, el parque es bastante salvaje y quizá no fuera un lugar al que me gustara venir sola. No obstante, desde su llegada, he notado un cambio para bien tanto en la propiedad como en el señor Desmond. Ha traído usted un poco de civilización tanto a Kingsbrook como a su dueño.

Cuando se marcharon los invitados, Alice y Tilly recogieron sus cosas y Rickers preparó el carruaje para llevarlos a todos a Reading. Alice tenía una semana libre para pasarla con su familia y, por primera vez desde su llegada a la casa, Marianne comprendió que Rickers y Tilly estaban casados. Ellos también pasarían unos días en Reading a expensas del señor Desmond.

De repente, Kingsbrook se quedó tan silencioso como una iglesia. La señora River, después de despedir a los otros, se excusó y desapareció escaleras arriba antes incluso de que Desmond terminara de cerrar la puerta.

Cuando se volvió, vio que Marianne y él estaban solos en el recibidor, hecho del cual la joven era muy consciente.

—Creo que podríamos decir que la velada ha sido un éxito, señorita Trenton.

—Eso espero.

—Ahora me arrepiento de haber tardado tanto en conocer a mis vecinos —se volvió para soplar las velas que iluminaban el recibidor.

—Todos parecen muy simpáticos —dijo la joven, nerviosa.

—Y nuestro numerito de camaradería no ha estado tan mal, ¿verdad?

—No —repuso ella.

Hasta ese momento, no sabía que se hubiera tratado de un «numerito», pero no se lo dijo así.

—He disfrutado mucho de esta última semana. Espero que usted también —prosiguió el hombre.

—Así es.

Desmond no podía verla con claridad, pero su voz era tan suave como la brisa de la noche, como un murmullo susurrado a su lado en la almohada.

—Estoy encantado. Bien, buenas noches, pues, señorita Trenton —dijo con rapidez.

—Buenas noches, señor Desmond —repuso ella, aliviada.

—La declinación de nauta, señorita Prince.

Sylvia Prince era una chica alta, de huesos angulosos y mejillas y mandíbula rectangulares. Judith Eastman y ella eran inseparables y su amistad confundía a Marianne siempre que se paraba a pensar en lo distintas que eran las dos chicas. La señorita Eastman era una joven brillante, con opiniones rotundas y un ingenio agudo. Era bastante bonita y se mostraba tan segura de sí misma que la gente asumía que era más hermosa de lo que era en realidad. La señorita Prince, por otra parte, no resultaba muy brillante, tendía a imitar las opiniones de los otros y a menudo era la persona con menos humor que Marianne había conocido nunca.

Pero los instructores de la escuela la apreciaban bastante, ya que siempre se tomaba en serio las lecciones. En realidad, la señorita Prince se lo tomaba todo en serio.

Aquel día se puso en pie al lado de su pupitre.

Nauta, nautae, nautae, nautam, nauta.

—Muy bien, señorita Prince. Ahora usted, señorita Trenton, terra, por favor.

Terra, terrarum, terris

—En plural no, señorita Trenton. En singular, por favor.

Sus estudios avanzaban bastante. La señora Grey les había permitido al fin ampliar su estudio de literatura para incluir algunas obras de Plutarco. Las chicas habían leído ya sobre Pericles y Coriolanus. La señora Grey les sugirió que, cuando hubieran terminado con Julio César, empezaran con Las Confesiones de San Agustín. Algunas de las chicas esperaban que San Agustín hubiera llevado una vida de escándalo y abandono y cometido muchos pecados por los que había sentido la necesidad de confesarse, pero, conociendo a la señora Grey, Marianne no albergaba tales expectativas.

Miró hacia la ventana con envidia. En su tiempo libre, Nedra y ella recorrían los senderos campestres que rodeaban la escuela. La hierba empezaba a reverdecer y, a pesar de estar sólo en marzo, se veían ya lirios amarillos y jacintos.

Cada nueva hoja, el rumor de cada insecto, le recordaban a Kingsbrook. Se imaginaba rozando la hierba alta del prado y escuchando los trinos de los pájaros.

Y recordaba el belvedere, donde se veía sentada con uno de los libros de la biblioteca entre las manos. Seguro que allí le resultaba más difícil todavía concentrarse que en la clase de latín. Cada ruido súbito la haría levantar la cabeza esperando… ¿qué?

¿La misma presencia que la sorprendió la primera vez que estuvo allí? ¿Y se sentiría defraudada al no ver otra cosa que no fuera una liebre asustada o un pájaro nervioso?

Pero en la Academia Farnham, la escena no era tan idílica en marzo y después de una semana de pasear por el húmedo exterior, la pobre Nedra cayó enferma con fiebre. Trasladaron su cama a la enfermería y la arroparon bien.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó Marianne al día siguiente desde el umbral.

—No mucho —repuso Nedra con un gemido.

Marianne se alejó de puntillas, consciente de que era una maldad por su parte salir a disfrutar del clima mientras la pobre Nedra se sentía tan mal. Pero brillaba el sol y una suave brisa movía los árboles, así que se echó un chal sobre los hombros y salió de la escuela.

Detrás de la academia, había una colina boscosa con senderos que conducían hacia el camino de Portsmouth. La escalada podía ser agotadora y la mayor parte de las chicas preferían paseos más fáciles, pero Marianne eligió aquél.

El bosque empezaba en la misma base de la colina y la joven se metió en él sin dudarlo.

Aunque Nedra y ella habían ido a menudo por allí, casi siempre se habían detenido en la primera fila de árboles, ya que Nedra no quería aventurarse más lejos.

Aquel día, sin embargo, Marianne estaba sola y se metió sin pensarlo mucho en las profundidades del bosque. Para su sorpresa, no tardó en darse cuenta de que los temores de Nedra no eran infundados. El aire allí resultaba opresivo y el suelo aparecía cubierto de hojas podridas. Para no mancharse las faldas, tuvo que subírselas hasta media pierna.

Una rama baja se enganchó en su chal y tuvo la impresión de que no podía pasar un árbol sin que alguna ramita pequeña se enganchara en su pelo, despeinándoselo cada vez más.

No prestaba atención a la dirección que seguía, dejándose llevar sólo por la idea de evitar todas las dificultades que pudiera. Estaba concentrada en el suelo cuando oyó un rumor delante de ella. Se detuvo un momento para tratar de identificarlo.

Convencida de que no era nada especial, se levantó la falda para cruzar un tronco caído y estuvo a punto de echarse a reír al ver una ardilla.

Pero la figura que apareció al otro lado del tronco no era ninguna ardilla.

—¡Tío Horace! —exclamó la joven.

La sorpresa de ver a Carstairs surgir en el bosque como una aparición diabólica le impidió darse cuenta enseguida de que su último paso la había llevado al borde de un promontorio que daba a un camino.

El hombre levantó la vista antes de que tuviera tiempo de bajarse las faldas.

—Vaya, Marianne —musitó, sorprendido a su vez.

—¿Se puede saber qué…?

Su tacón resbaló y se encontró de repente sentada al principio del promontorio.

Carstairs miró el espectáculo divertido.

—Marianne, Marianne, mi pobre niña. Veo que sigues siendo tan torpe como una vaca —se burló—. Bueno, levántate, anda.

—Tí… Tío Horace. ¿Qué hace usted aquí? —preguntó ella, incrédula.

—He venido a esta parte del país por asuntos de negocios y me he dicho, ¿por qué no hacer una visita a esa escuela en la que Desmond dice que tiene a Marianne? Tenía que asegurarme de que estás cómoda y bien cuidada.

—Estoy bien, pero no tenía que haberse molestado —repuso la joven, a la defensiva.

—Desde luego que sí, niña. Tú siempre serás mi pequeña Marianne —sonrió con petulancia y Marianne se estremeció.

Se alisó la falda.

—Pero tengo entendido que ahora mi tutor es únicamente el señor Desmond —repuso con suavidad; mantuvo la cabeza baja para no tener que ver a aquel hombre odioso.

—¿En serio? Oh, ya sé que el viejo Desmond ha intentado hacerlo todo muy legal y vinculante, pero un montón de papeles no pueden romper el vínculo que nos une, ¿verdad? Pero eso no importa ahora. Ven a pasear un poco con tu viejo tío.

No esperó su permiso, sino que le tomó la mano y la colocó en el hueco de su codo. Echó a andar y la arrastró tras él con más fuerza de la que su figura hubiera podido sugerir.

Miró con aprobación los árboles que los rodeaban.

—Este bosque es un lugar muy agradable. ¿Sabes que ahí delante hay una roca desde la que se ve tu escuela? Desde ahí es posible veros a tus bonitas amigas y a ti.

Un escalofrío de asco recorrió el cuerpo de la joven al pensar en aquel hombre espiándola desde allí. Pero antes de que tuviera tiempo de protestar, llegaron a un recodo del camino y vio la escuela debajo de ellos. Carstairs tiró de ella con rapidez para introducirla de nuevo entre los árboles.

—Mira eso —dijo.

Los edificios de la escuela se extendían ante ellos. Marianne nunca se había parado a pensar en lo impresionante que parecía aquel lugar visto en conjunto.

—Todo esto y además Kingsbrook. Peter te mima demasiado —Carstairs chasqueó la lengua con desaprobación—, ¿Quién iba a imaginar que una mano al póker podría darte tanto? Yo tenía un full y él cuatro treses. Ahora tú tienes esto.

Le pasó un brazo por los hombros y señaló el panorama con la otra mano.

Marianne se estremeció, pero él le sujetó los hombros con firmeza, sin permitirle moverse.

La soltó de repente. La señora Avery había salido a la puerta del edificio principal y hacía sonar una campana.

—Es hora de que vuelvas a tu clase. Dile a Desmond que le envío recuerdos, ¿vale?

Le dio un empujón y ella bajó tambaleante en dirección a la escuela. Miró a sus espaldas, pero el hombre se había perdido entre las sombras.

Marianne estuvo pálida durante varios días, pero no le habló a nadie de su encuentro con Carstairs ni mencionó su insinuación de que vigilaba aquel sitio.

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Capítulo 7

Aunque aceptaba su responsabilidad y había asumido su deber con una dedicación que habría sorprendido a su padre, Desmond, después de ocuparse de la chica, se esforzó sinceramente por olvidarla.

¿Por qué, entonces, sus pensamientos estaban llenos de imágenes y recuerdos de ella?

A menudo, el modo en que alguna joven movía la cabeza o levantaba la barbilla lo impulsaba a volverse con rapidez al pensar que se trataba de Marianne.

En Kingsbrook había diversas cosas que se la recordaban. En la biblioteca había libros que ella había leído y colocado luego en otro sirio. Encontró una cinta de pelo que estaba seguro no pertenecía a la señora River. En algunas estancias creía detectar el delicado aroma del jabón de baño que usaba su pupila.

En Navidad habían estado juntos sólo por cumplir las apariencias. Los dos, de mutuo acuerdo, eludían quedarse a solas y, sin embargo, en uno de esos raros momentos, Marianne le había hecho un regalo.

Le explicó con timidez que la señora Lynk había insistido en que bordaran algo especial por Navidad. Marianne eligió un conjunto de pañuelos con las iniciales P.D. y no sabía que otra cosa hacer con ellos.

Cierto que la presentación no fue de lo más halagadora, pero el regalo lo conmovió. Se le ocurrió que, siempre que usaba uno de los pañuelos, era como llevar algo de ella. Eso le recordaba a la señorita Trenton cada vez que se limpiaba la nariz.

A medida que pasaban las semanas, tuvo que reconocer que sentía una fascinación insana por la chica. Le sorprendía su interés por ella y no quería reconocer que la joven tenía unos ojos verdes embrujadores y un cabello dorado que emitía reflejos rojizos siempre que lo iluminaba el sol. O que ya no fuera una niña, sino una mujer.

La imagen de ella que utilizaba para castigarse era la de la chica tumbada en su cama, con los ojos cerrados y las mejillas llenas de lágrimas.

Pasaron los días y las semanas. El invierno dio paso a la primavera y luego al verano.

El señor Desmond, en su sincero esfuerzo por olvidar a la joven, no hablaba de ella con la señora River y asumía naturalmente que no se encontraría con ella en Kingsbrook. En años anteriores, eso no hubiera sido posible. Desde que tomó posesión de la propiedad, a menudo pasaba seis meses seguidos fuera de allí, en los que se limitaba a enviar dinero al ama de llaves para los gastos.

Pero en la actualidad pasaba más tiempo allí. Estaban intentando que la propiedad produjera el dinero suficiente para mantenerse y, para su sorpresa, descubrió que la tarea le resultaba agradable. Y con Marianne segura en su escuela, se sentía libre de ir y venir a su antojo.

Fue así como en junio acortó un viaje a Londres y volvió a Kingsbrook para interesarse por la siembra de las tierras que tenía arrendadas.

—¡Señora River! He vuelto.

Abrió la puerta y dejó sus bolsas de viaje en el suelo del recibidor. Cruzó luego hacia la biblioteca, donde asumió que la silueta femenina que se recostaba contra la ventana pertenecía a la señora River.

—Sí, señora; ya estoy en casa —dijo sonriente. Entonces sus ojos se acostumbraron a la luz tenue y su sonrisa se congeló en su rostro—. Señorita Trenton. No esperaba verla aquí.

—¿No recibió la nota de la señora River? Me dijo que le había escrito para anunciarle que vendría a pasar un mes aquí.

—¿El mes de junio?

Marianne asintió y Desmond sintió un nudo en el estómago.

Había recibido una carta de la señora River pero la extravió y, cuando al fin la encontró, estaba ya preparando su equipaje para volver y la dejó a un lado, convencido de que ya se enteraría de su contenido a su llegada.

—La señora Avery ha cerrado la escuela —le explicó la joven—. Tiene que llevar a cabo reparaciones en el dormitorio antes del invierno y se ha ido a Birmingham a visitar a una prima enferma.

—Un terrible inconveniente —musitó él sin pensar.

—Sí; y le pido disculpas, pero no tenía otro sitio al que ir.

—Desde luego que no —musitó él, con aire culpable—. No quería implicar que no fuera usted bienvenida aquí. Como ya he dicho, puede considerar Kingsbrook como su hogar.

—Bueno, pues aquí estoy hasta finales del mes —comentó ella.

Se miraron un momento en silencio, muy conscientes los dos de la situación tensa en que eso los colocaba. Marianne no la habría considerado tan catastrófica de no ser por su encuentro con el tío Horace en Farnham y por las insinuaciones del hombre sobre su tutor. Y Desmond habría contemplado la situación con ecuanimidad de no ser porque ella llevaba un vestido verde musgo con el cabello cayéndole por las mejillas y el cuello y parecía tan joven como la primera noche que llegara allí y mucho más tentadora. No pudo evitar notar cómo se elevaba y caía su seno al respirar y la humedad de sus labios.

—Comprendo. En ese caso, tenemos un problema. Les he prometido a mis arrendatarios que estaría aquí hasta finales de agosto —miró un instante los estantes de libros y luego la ventana—. Parece que, al igual que usted, no tengo otro sitio adonde ir.

Marianne fue a decir algo, pero la señora River entró en la estancia antes de que tuviera tiempo de hacerlo.

—Señor Desmond. Es un placer. Así podrán estar ustedes juntos todo el mes. ¿No cree que la señorita ha crecido mucho en Farnham? Se está convirtiendo en una verdadera dama.

Marianne se ruborizó y bajó la cabeza.

—Señora River, por favor… —protestó con suavidad.

—Y muy inteligente. Adelante, señorita, cuéntele al señor Desmond lo que me ha contado a mí sobre Corio…

—Coriolanus. Y no creo que al señor Desmond le interesen las biografías de Plutarco.

—Al contrario, señorita Trenton. Me interesan mucho Coriolanus, Pericles, Demóstenes y César. Y me agrada descubrir que usted también empieza a conocerlos.

—Dejemos eso por el momento —intervino el ama de llaves.

La mujer no era tan poco perceptiva como ellos suponían. Había notado la atmósfera de incomodidad de la estancia al entrar y pensaba que era hora de separar a esos dos para relajar tensiones. Había llegado a apreciar mucho a Marianne y siempre había sentido debilidad por el señor Desmond a pesar de su modo de vida incorregible.

—James está llevando sus cosas arriba, señor Desmond. ¿No quiere ir a supervisar su equipaje?

—Sí, desde luego.

—La cena será servida a las siete —añadió la mujer—. Me temo que no estaba segura de cuándo llegaría, así que le dije a la señora Rawlins que preparara algo ligero. Iré a decirle que cenarán los dos aquí. Seguro que quiere añadir algo más.

El ama de llaves salió de la estancia seguida por Desmond y Marianne se quedó sola.

¡Un mes! Un mes entero e interminable con los dos atrapados allí. Temerosa de repente de que él volviera a entrar, recogió los libros y papeles que había llevado consigo de la escuela y salió de la estancia. Pasó el resto del día en su cuarto con la sensación de estar viviendo un asedio. Pero la única persona que se acercó allí fue Alice.

—¿Señorita Marianne? La señora River quiere que le recuerde que esta noche cenarán temprano.

—¿Qué hora es ?

—Las seis y cuarto. La cena será a las siete.

—Muy bien. Gracias, Alice.

La muchacha vaciló un instante.

—¿Necesita algo? —preguntó antes de irse.

—No, gracias —sonrió Marianne—. Puedes decirle a la señora River que bajaré a tiempo.

—Muy bien.

La doncella se retiró al fin. La señora River le había dicho que no diera demasiada importancia al hecho de que la señorita Marianne estuviera allí al mismo tiempo que el señor Desmond, pero el tono de voz con que se lo dijo bastaba para sugerir que el asunto podía tener cierta importancia.

Cuando Marianne bajó de su cuarto, sus sospechas parecieron confirmarse. Las mejillas de la joven estaban sonrosadas y sus ojos, abiertos y oscurecidos por el nerviosismo, parecían más grandes que de costumbre.

—¿Ha bajado ya el señor Desmond? —preguntó.

—No lo creo —repuso la señora River.

—Lo esperaré en el comedor —musitó la joven.

Desmond bajó la escalera cinco minutos después.

—Esperaré a la señorita Trenton en el comedor —dijo.

—La señorita Marianne lo espera ya allí, señor —le informó Alice.

Desmond se detuvo. Vaciló un instante, como si contemplara la idea de volver a su cuarto y después se volvió hacia el comedor.

—En ese caso, pueden servir la cena en cuanto esté preparada —dijo.

Cuando abrió la puerta, Marianne estaba sentada en su sitio con las manos unidas en el regazo. Miraba la puerta con ojos febriles.

—«A mis ojos, amiga, usted no será nunca vieja, porque igual que era cuando la vi por primera vez, así parece todavía su belleza» —citó espontáneamente al verla.

Las palabras resultaban apropiadas, pero expresaban un sentimiento tan personal que no estuvo seguro de haber hablado en voz alta hasta que Marianne respondió:

—Shakespeare. ¿De una de sus obras?

—Un soneto, creo.

—Desde luego.

Desmond se acercó a su lugar en la cabecera de la mesa.

—He dado instrucciones para que sirvan la cena de inmediato —anunció después de sentarse—. Estará usted hambrienta.

—Creo que han adelantado la hora por usted.

—Ah, sí.

Alice entró en ese momento y les sirvió un tazón de pollo con fideos. Cuando terminó, colocó la sopera cerca del señor Desmond.

Cuando se quedaron a solas, se hizo el silencio. El hombre fue el primero en romperlo.

—¿Sus estudios van bien? —preguntó.

—Muy bien.

—¿Y qué estudia?

—Nada muy difícil.

—¿Cuentas?

—¿Cuentas? Ah, sí, hay algunas cuentas. La señora Avery enseña a sumar restar, multiplicar y dividir.

—Supongo que no se enseñará geometría en esa escuela, ¿verdad? —preguntó él.

—En clase no —repuso ella—. Pero encontré una copia de los Elementos de Euclides en la biblioteca y he leído algo sobre el tema.

—¿En serio? Me parece muy bien —repuso él admirado—. ¿Y el latín?

Linguam Latinam doctus sum —contestó ella con solemnidad.

—Sí, veo que le han enseñado latín —aprobó él—. Puré et Latine loqui.

—Puede que no sea muy elegante, pero los libros de su biblioteca ya no me resultan tan misteriosos.

Desmond enarcó una ceja y asintió con la cabeza.

—Muy bien —murmuró, más para sí mismo que para ella—. ¿Y qué me dice de sus otras clases?

Marianne le habló de las clases de dicción de la señorita Gransby y de las de historia del señor Brannon.

—Y porte con la señora Lynk —terminó.

Desmond no pudo reprimir una sonrisa.

—¿Porte? —preguntó.

Marianne lo miró sorprendida.

—Desde luego. La señora Lynk cree que su asignatura es la más importante de todas.

La sonrisa de él se amplió aún más.

—¿Y qué enseña la señora Lynk? —preguntó.

—Etiqueta y porte.

—Supongo que se pondrán de pie y andarán mucho.

—Y también nos sentamos. A veces da la impresión de que nos sentamos más veces de las que nos levantamos.

—¿Y qué tal se le da esa asignatura?

—Bien, excepto por mi modo de sentarme y de volver la cabeza.

—¿Su modo de volver la cabeza?

—Sí. A veces la vuelvo con demasiada brusquedad. La señora Lynk me ha dicho a menudo que ningún caballero de calidad se interesaría románticamente por una joven que vuelve la cabeza con tanta rapidez. Debo admitir que me preocupa que ese defecto pueda servirme para atraer a un villano, pero, aparte de eso, creo que la señora Lynk está satisfecha con mis progresos en la academia.

Hablaba con ironía y un principio de sonrisa curvaba sus labios; Desmond sonrió abiertamente.

—No tengo dudas de que es usted una alumna muy buena, señorita Trenton. Y permítame que calme sus miedos sobre su modo de volver la cabeza. En mi juventud conocí a damas muy respetables que movían la cabeza con la agitación de una rama en invierno. Una está ahora casada con un banquero muy rico y otra con un barón. Creo que la señora Lynk no está muy bien informada sobre lo que atrae la atención de los caballeros.

—Lo mismo sospechaba yo —sonrió la joven.

Desmond había vuelto a servirse más sopa y le tendió la sopera a Marianne, quien hizo lo mismo. Un rato después, Alice retiró los tazones y les llevó unos filetes con verduras.

Cuando terminó la cena, ambos comensales estaban sorprendidos de lo agradable que había resultado su compañía forzosa.

Marianne no se había tranquilizado por completo, pero le intrigaba la buena educación del caballero, en la que no se había fijado antes. Y su aire de seguridad en sí mismo, que sospechaba era una característica innata y no algo que hubiera podido comprar o ganar en la mesa de juego.

—Kingsbrook es muy tranquilo. Me resulta raro que un hombre como el señor Desmond establezca aquí su hogar.

Era al día siguiente por la tarde. El señor Desmond había ya salido de casa cuando ella bajó aquel día y la joven había pasado la mañana sola y estaba sentada en ese momento con la señora River.

La joven miraba por la ventana y el ama de llaves cosía.

—El señorito Peter heredó esta propiedad de su abuelo, sir Arthur Chadburn —explicó el ama de llaves.

Marianne soltó una risita.

—¿Señorito Peter? —preguntó.

La mujer sonrió a su vez.

—Yo lo conocía mucho antes de que se hiciera cargo de la propiedad. A veces olvido que alcanzó la mayoría de edad hace años. Supongo que es porque… —se detuvo al ver entrar al señor Desmond en la estancia.

—¿Supone qué, señora River? —preguntó él con una sonrisa.

Marianne se volvió de nuevo hacia la ventana, avergonzada de haber sido sorprendida hablando de él.

—Le estaba hablando a la señorita de su abuelo —dijo el ama de llaves.

—Contando secretos de familia, ¿eh? —preguntó él con aire juguetón.

—En absoluto, señor. Usted sabe lo muy admirado que era su abuelo.

—Oh, sí, desde luego. Mi abuelo era un santo. Aunque no se puede decir lo mismo de todos los Chadburn, ¿verdad? ¿Le ha hablado del pobre primo Jerome, que pegaba a su esposa y bebió hasta matarse? ¿O del tío abuelo Iverson y su desgraciado hábito?

—No le haga caso, querida —musitó el ama de llaves—. La rama de los Chadburn es una familia respetable con muchos miembros distinguidos. El rey Carlos II entregó Kingsbrook a Wallace, el primer Barón Chadburn, en 1662 en agradecimiento por su contribución en devolver el trono al rey.

—¿En serio? —preguntó Marianne—. Yo diría que Kingsbrook fue una muestra excelente de agradecimiento.

—Lo que la señora River no ha dicho es que hace doscientos años la casa no era más que una cabaña al lado del arroyo —añadió el hombre—. Así que el servicio del viejo Waly Chadburn y la gratitud del rey puede que no fueran tan grandes como usted cree.

—Por supuesto, Kingsbrook no era entonces lo que es ahora. Pero a lo largo de los años tanto la casa como el terreno han tenido muchas mejoras…

—Gracias a algunos Chadburn extraños y sus inciertas fortunas —intervino Desmond—. ¿No fue el tercer barón Chadburn el que conquistó los favores de la reina María y consiguió que sus majestades le regalaran dinero que utilizó para construir la casa? Y luego, claro, el sexto barón Chadburn se casó muy bien y varias veces, si no me equivoco, gracias a los desafortunados accidentes que sufrían sus esposas. Con sus fortunas añadió el ala del este y el tercer piso.

—Señor Desmond, no consentiré que llene la cabeza de la señorita Marianne con esas historias —protestó la señora River.

—Tiene usted razón. Han sido necesarios años para lavar cierta imagen de la historia de los Chadburn y no seré yo el que les robe el respeto que merecen. En serio, admito que el nombre de Chadburn ha llegado a ser muy respetado en el reino. El barón actual y sus hijos poseen al menos dos propiedades más, si no son tres. Kingsbrook es considerado una propiedad menor, la clase de hacienda improductiva que se suele pasar a los hijos menores o los miembros vergonzosos de la familia.

Hizo una pausa, durante la cual se llevó con modestia la mano a la mejilla.

—El padre de mi abuelo, el noveno barón de Chadburn, tuvo dos hijos —le explicó a la joven—. El mayor, naturalmente, heredó las otras cosas, la mayor parte de la fortuna familiar y el título de su padre. El barón de Chadburn no se olvidó por completo de su hijo menor y dejó Kingsbrook a mi abuelo. Y entre nosotros, creo que mi abuelo se quedó con la mejor propiedad de todas.

La señora River decidió que había llegado el momento de intervenir de nuevo.

—Y si quiere saber algo más, señorita Marianne, el dueño actual de Kingsbrook podría mostrar una actitud más respetuosa, pero no carece por completo de cualidades estimables.

—Vaya, señora River; va a conseguir que me ruborice.

Marianne soltó una carcajada que sorprendió a los otros dos. También la sorprendió a ella. Eso no era lo que había esperado cuando se enteró de que el señor Desmond estaría allí. Aunque, por otra parte, con el señor Desmond nada resultaba nunca como esperaba.

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Capítulo 8

Pasaron los días.

Al final de la primera semana se habían acostumbrado ya a saludarse por la mañana y mantener conversaciones triviales durante el desayuno.

No obstante, ni siquiera entonces podían separarse sin sentir una punzada de remordimientos por el placer que encontraban en la compañía del otro.

Durante aquella primera semana, Marianne pasó en su habitación más horas de las que hubiera querido. Cosía, leía o miraba mucho por la ventana.

Desmond, por su parte, aunque había disfrutado siempre de la lectura, comenzó a sentir claustrofobia en la biblioteca. Pero no se marchó a Londres y ni siquiera fue a Reading. Se dijo que no podía permitírselo y era cierto que no quería alejarse de Kingsbrook en ese momento, aunque el dinero no fuera la razón.

Así comenzó la segunda semana de junio.

El desayuno había incluido manzanas asadas con nata y el señor Desmond había pasado gran parte de el con un bigote de nata en torno a la boca. Fue la señora River la que se lo hizo notar al entrar a retirar los platos.

Desmond bajó la cabeza y se limpió los labios con la servilleta.

Marianne sonrió. El hombre la vio y sonrió a su vez.

La joven miró por la ventana y carraspeó.

—Parece que hoy hace un día magnífico —comentó.

Desmond volvió también la vista hacia la ventana.

—Eso parece —asintió.

—Creo que iré a dar un paseo.

El hombre asintió con aire aprobador.

—No olvide llevar una sombrilla —le advirtió.

—La señora Avery dice a menudo que no hay nada como el ejercicio para la salud del cuerpo.

—Muy cierto.

Hubo un momento de silencio incómodo.

—En ese caso…, me pregunto si querría usted venir conmigo.

—¿En su paseo? —preguntó Desmond, sorprendido tanto por la invitación como por el placer que le produjo—, ¿Esta mañana? Vaya, creo que me gustaría mucho.

—Sólo tengo que ir a buscar mi chal —se apresuró a decir ella, antes de que ninguno de los dos tuviera tiempo de cambiar de idea. Se puso en pie, pero se volvió hacia él antes de salir—. Y la sombrilla.

Salieron juntos y siguieron el sendero que cruzaba los jardines. Pasearon un rato en silencio.

—¿Qué flores son ésas? —preguntó la joven al fin.

Desmond miró en la dirección señalada.

—Manzanilla y orquídeas silvestres.

—¿Aquí crecen silvestres?

—Tanto como se les permite. El señor Rickers las vigila atentamente —repuso él.

Se había detenido cuando ella le preguntó por las flores y en ese momento las observó con ojo crítico.

—¿Rickers también es su jardinero?

—Tanto Rickers como James hacen algo de jardinería. No tengo un jardinero propiamente dicho.

—¿Y quién plantó este parque? ¿Quién lo mantiene?

—El parque de Kingsbrook y los jardines fueron diseñados y plantados por generaciones de Chadburn. Cuando la propiedad adquirió un estatus menor dentro de las propiedades, se deterioró bastante. Mi abuelo recuperó los jardines todo lo que pudo. En los últimos meses, en los que he tenido ocasión de pasar más tiempo aquí, debo confesar que el parque Kingsbrook se ha convertido en uno de mis hobbies. Me gusta mucho el diseño original y he procurado recuperarlo.

—Comprendo.

Le hizo más preguntas. Deseaba saber qué árboles eran algunos de los que veía o qué animal hacía determinados sonidos o dejaba ciertas huellas. Le preguntó por la estación de la siembra en aquella parte del país. Le dijo que le gustaban mucho las lilas y le preguntó por qué no había ninguna en el parque.

—Son muy comunes —repuso él.

—Son unas flores preciosas con una fragancia exquisita. ¿Cómo pueden ser comunes?

Desmond no supo qué responder.

El sol comenzaba a calentar y los mosquitos se volvían cada vez más pesados, pero ninguno de los dos sugirió que dieran por terminado el paseo y entraran en la casa. No regresaron hasta que la señora River los llamó a comer desde las puertas de cristal de la sala de estar.

Después de la comida, no volvieron a verse durante el resto del día. A Marianne le informaron por la tarde de que el señor Desmond había sido invitado a cenar con unos amigos suyos de Londres.

Tampoco lo vio a la mañana siguiente. La noche anterior el señor Desmond había bebido, jugado y perdido bastante dinero y no bajó a desayunar ni pronunció más de dos palabras durante la comida.

Pero el hielo que había entre ellos se había agrietado ya. Comenzaron a pasear regularmente después del desayuno. Comían juntos y a veces incluso seguían hablando después de la comida.

Desmond le habló de su hogar de la infancia e incluso se permitió hacerlo con cierto tono de remordimiento. Mencionó que le gustaban las cerezas, aunque le gustaban más dulces de lo que podían encontrarse por aquellas partes.

Marianne, por su parte, le habló de la escuela, de Judith y Sylvia y una chica nueva llamada Myrtle Thane. Le habló de su amiga Nedra Stevens y confesó, ruborizada, que Nedra y ella leían a escondidas poemas románticos sacados de la biblioteca privada de la señora Avery.

A finales del mes, Desmond había descubierto que la joven poseía una mente inquisitiva detrás de aquellos ojos verdes. Que tocaba el piano bastante bien y podía ganarle al ajedrez si se descuidaba, lo cual no resultaba difícil cuando ella lo miraba con sus ojos verdes a través del tablero.

—Prefiero Alexander Pope a Samuel Johnson; Pope es más ingenioso —le dijo él un día.

—¿Usted cree? —preguntó Marianne—. He leído un poco de los dos, pero no lo bastante como para juzgarlos.

Desmond sonrió para sí. Las ocasiones en las que Marianne rehusaba pronunciarse por falta de información no eran muy frecuentes.

—Supongo que no están muy bien representados en la biblioteca de la Academia Farnham.

—No están en absoluto. Lo que he leído de ellos ha sido aquí.

El hombre movió la cabeza.

—Comprendo. Bueno, reconozco que en mi biblioteca tanto Johnson como Pope han sido algo desplazados por Shakespeare, quien me temo que a su vez está menos presente que Homero o Virgilio.

Aquel día se hallaban en la sala de estar. La señora River repasaba un mantel sentada a un lado.

—Homero y Virgilio. Unos favoritos curiosos para un hombre de nuestra época. ¿No parecería más lógico leer ideas modernas en idiomas modernos? —preguntó Marianne.

—No creo que haya ideas modernas, señorita Marianne. Sólo ideas antiguas expresadas de un modo más bien torpe. Avaricia, honor, odio, amor, guerra, paz… todo eso ha existido siempre y nuestra única esperanza de superarlo está en aprender el pasado.

—¿O sea que la razón de que lea a los clásicos es que desea comprender los problemas de la sociedad actual? —preguntó ella en serio.

Desmond sonrió.

—Esa y el hecho de que Homero describe muy bien las decapitaciones en la Ilíada.

—Me encanta Juan Sebastián Bach —le dijo en otra ocasión—. Sus obras son estudios sublimes de disciplina y estructura.

—¿Y eso mismo no las convierte en ejercicios mecánicos y fríos? —preguntó ella—. A mí el señor Bach siempre me ha parecido poco emotivo, aunque he tocado algunas de sus obras para mejorar mi técnica con los dedos.

—¡Oh, no rebaje las obras de Bach a meros ejercicios de destreza manual! —exclamó él con pasión auténtica en su voz.

Se hallaban en el belvedere de piedra de detrás de la casa. Sus paseos los llevaban a menudo hasta allí. Siempre lo rodeaban sin entrar en él. El recuerdo de su último encuentro allí seguía presente en las mentes de ambos.

Pero aquel día, Desmond, sumido en sus pensamientos, subió los escalones y Marianne lo siguió al interior en sombra. El hombre apoyó la espalda en una de las columnas y se volvió a mirarla.

—La música de Bach, como la de todos los grandes compositores, es una ventana hacia su alma. En ella son palpables su alegría, su fe y su espiritualidad y, cuando se toca con la debida emoción, se convierte en algo apasionado y conmovedor —dijo. Le tomó una mano—. Deje que toque su alma, Marianne.

Hablaba con pasión, mirándola a los ojos. Su última frase fue una súplica, pero la joven no sabía bien lo que le pedía. Por un segundo, olvidó cuál era el tema de su conversación.

Estaban ya en la tercera semana de junio y habían aprendido a sentirse cómodos el uno con el otro. Se saludaban con naturalidad cuando se veían y Marianne lo interrumpía a veces en la biblioteca, donde él solía pedirle que se quedara a leer. Pero más importantes que su conversación eran sus silencios, que carecían ya de tensión. Si Desmond se cruzaba con ella en la sala de estar o la encontraba en una de las ventanas de la casa, no se limitaba a pasar de largo, sino que se sentaba a su lado con naturalidad. Le preguntaba entonces qué hacía o qué planes tenía para aquel día o si había leído lo que le había recomendado la noche anterior. Pero a veces no hablaban nada. A veces se limitaba a echar la cabeza hacia atrás y cerrar los ojos o se quedaba en silencio mirando el parque.

Sin embargo, el momento en que le tomó la mano en el belvedere y la miró con intensidad fue distinto a todos los demás. Aunque no duró más que otros de sus silencios ni parecía tener más importancia que sus conversaciones triviales.

Fue Desmond el primero en romper el hechizo. No se movió, pero sus ojos abandonaron los de ella para mirar el prado. Un instante después, Marianne apartó su mano y, cuando salieron del belvedere, el momento había pasado ya. Aunque ninguno de los dos lo olvidó.

—Mi padre era comerciante —le dijo ella.

Habló de repente, sin introducciones previas, y el señor Desmond levantó la cabeza con interés de los papeles sobre finanzas que estaba leyendo.

—Tenía una tienda en las afueras de Londres. No podía permitirse las mercancías caras de las tiendas más exclusivas del centro, pero siempre decía a sus clientes que sus objetos eran tan buenos como los de allí. Querido papá, nunca se le habría ocurrido engañar a sus clientes y estoy segura de que creía lo que decía. Y la gente lo creía a él. Sonreían y compraban una lámpara u otra cosa.

Marianne se volvió desde la ventana de la biblioteca y sonrió al hombre sentado ante el escritorio.

El mes estaba a punto de terminar. Era el 29 de junio. Desmond había mencionado que tenía que ir a Londres al día siguiente y al otro, Marianne volvería a la escuela, probablemente antes del regreso de él. Ninguno de ellos habló de la inminente separación, a pesar de que los dos pensaban en ella.

A medida que pasaban los días, habían llegado a pasar muchas horas juntos, celosos de las interrupciones que los separaban y les robaban esos últimos momentos.

La habitación en la que solían reunirse, de mutuo acuerdo, era la biblioteca. No sólo les gustaba a ambos, sino que, además, la señora River prefería la sala de estar y allí podían estar solos.

Aunque el día había amanecido nublado, se había aclarado después y podrían haber salido a pasear, pero ninguno lo sugirió. El señor Desmond se sentó detrás de su escritorio a revisar papeles y Marianne leyó un rato y luego se acercó a la ventana.

El hombre la observó con placer. La luz del sol se filtraba a través de su vestido y delineaba la curva de sus pechos, la estrechez de su cintura y la amplitud de sus caderas. Pero Desmond rehusó encontrar nada provocativo en su imagen. La joven era como una talla de marfil, perfecta y, sin embargo, inalcanzable. Cuando se volvió a sonreírle, pudo devolverle la sonrisa con la conciencia tranquila.

—¿Y usted lo ayudaba en la tienda y les decía a los clientes que la mercancía era buena? —preguntó.

Marianne negó con la cabeza.

—No. Es decir, sí le ayudaba a veces en la tienda, pero no compartía la convicción de mi padre sobre nuestra mercancía. Y me temo que papá no siempre apreciaba mi ayuda, ya que a menudo le decía a la compradora dónde podía encontrar algo mejor o más barato.

—El candor de la infancia. A menudo ha sido la ruina del mundo de los adultos —dijo él con reproche.

—Habla usted como un anciano —sonrió ella con sorna.

Desmond la miró.

—¡Oh, hija mía! ¡Si supiera lo que han visto estos ojos!

—Tonterías. Ha viajado un poco y leído mucho. Eso no lo convierte en viejo.

—Me divierte usted, señorita Trenton —repuso él con cierta condescendencia—. Dentro de veinte años, mejor, dentro de diez años, cuando recuerde esta conversación, se ruborizará ante el atrevimiento de su juventud. O al menos, confiemos en que esos años le hayan traído cierto grado de madurez.

—¿La misma madurez de la que disfruta usted? —preguntó ella con burla.

El hombre bajó la cabeza con gravedad.

—Si es usted tan viejo y experimentado, ¿cómo es que no se ha casado nunca?

Desmond sonrió.

—Nunca se presentó la oportunidad —repuso con ligereza.

—¿En toda su larga existencia? Me resulta difícil de creer.

—Quizá sea más exacto decir que, cuando la oportunidad se hallaba presente, la mujer no.

Hacía lo posible por hablar en tono ligero pero el tema le dolía y no podía ocultar por completo aquel dolor.

—¿Ha estado, pues, enamorado? —preguntó ella, ya seria.

—Una vez —admitió él con suavidad. No levantó la vista sino que siguió hablando con voz lejana—. En Coventry, de muchacho. Ella vino a vivir con su hermana mayor, que era una tirana absoluta y omnipresente. A pesar de lo mucho que quería a la joven, creo que no estuve ni una sola vez a solas con ella. Quizá ésa sea la razón de que no esté ahora aquí en calidad de señora de Kingsbrook.

—Me alegro —susurró Marianne.

Desmond la miró con curiosidad.

—¿Se alegra de que no estuviera nunca a solas con ella o de que no nos casáramos? —preguntó.

Marianne se ruborizó.

—Me alegro de que su hermana fuera una tirana. Espero que hiciera su vida desgraciada.

—Eso sí que lo hizo —admitió él.

—¿Cómo se llamaba?

Al empezar aquella conversación, su tono de voz era ligero y juguetón. No esperaba oírle admitir que había estado enamorado antes. No deseaba oírlo y no estaba segura de querer oír hablar de la chica que le había robado el corazón para devolvérselo roto. A pesar de su lectura de los clásicos, seguía recordando muchas cosas de sus libros románticos.

—¿La hermana? No recuerdo su nombre. ¿No le parece curioso?

Pero Marianne hizo una mueca.

—¿Cómo se llamaba la joven? —preguntó.

—Ah, claro, la joven. Se llamaba señorita Deborah Woodley. Y poco después de nuestra ruptura se convirtió en la señora Chancery.

—¿Lo dejó por otro? —preguntó la joven atónita.

—Su incredulidad me halaga —sonrió él—. Sí. Prefirió a un íntimo amigo mío y yo no tuve otra opción que apartarme y renunciar a su mano y a su corazón. Lamentablemente, la nuestra no es una especie que suela luchar hasta la muerte por su pareja.

—¿Todavía lo lamenta? —preguntó Marianne—, ¿Piensa en ella a menudo?

—Sí y no —repuso Desmond—. Sí, lamento haberla perdido. Uno siempre lamenta perder un amor en cualquier época de su vida, a pesar de la felicidad que pueda seguir después. El dolor nunca es un recuerdo agradable y creo que su discurso de despedida fue muy doloroso para ambos. Al menos, me gusta creer que ella también sufrió hasta cierto punto. Sé que no es muy generoso por mi parte, pero no siempre se pueden evitar los sentimientos de venganza. En cuanto a la otra pregunta —prosiguió—, no, no pienso en ella a menudo. Creo que hace meses que no he pensado en ella y sólo ha sido su pregunta lo que me la ha recordado ahora. De no ser por ella, es posible que no hubiera pensado en ella en varios meses más.

—En ese caso, lo siento.

—No tiene por qué. Ya no me duele pensar en la señora Chancery. Era una joven encantadora y estoy seguro de que también será una esposa y madre encantadora.

Pero Marianne lamentaba sinceramente haberle recordado a un antiguo amor. En especial en sus últimos días juntos, cuando les faltaba tan poco para separarse. Cuando se hallara detrás de las paredes de piedra de la Academia Farnham, no quería imaginárselo solo en Kingsbrook pensando en una mujer hermosa de la que había estado enamorado en otro tiempo.

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Capítulo 9

El señor Desmond se marchó a la mañana siguiente. Permaneció en Kingsbrook el tiempo suficiente para desayunar con su pupila, pero cuando se levantó de la mesa y dijo que se marchaba, en su voz había una nota inconfundible de despedida. Probablemente no volverían a verse hasta Navidad y seis meses parecían mucho tiempo.

Después de su partida, Marianne merodeó por las habitaciones de la planta baja, estorbando a menudo a la señora River.

El ama de llaves le hubiera pedido que saliera fuera, pero precisamente aquel día llovía. Marianne miró por una de las ventanas del recibidor y se estremeció.

—Apártese de las ventanas, señorita —dijo la señora River—. James ha hecho fuego en la biblioteca.

—La biblioteca estará hoy muy sombría.

—Le pediré a Alice que encienda todos los quinqués y le lleve una taza de chocolate caliente.

Para su alivio, la joven se apartó de la ventana.

—Oh, muy bien —suspiró con resignación.

Cuando llegó a la biblioteca, Alice encendía ya las lámparas de la estancia.

—Seguro que en un día así no hay nada tan agradable como un buen fuego, señorita.

—Nada —asintió Marianne.

—¿Necesita algo más, señorita?

—No, no. Gracias.

Pero en cuanto se quedó sola, le molestó la tranquilidad de la estancia. Deseó que hubiera alguien allí. No Alice, claro. Y tampoco la señora River. Deseaba…

Pasó la mano por el brazo del sillón de cuero y admitió que deseaba la presencia de otra persona. Imaginó con facilidad su cabello revuelto, tan poco en consonancia con su ropa cuidada, y oyó el timbre de la voz de él en su mente.

Se levantó del sillón. Si quería dejar de pensar en él, había elegido la estancia equivocada. En la biblioteca, todo se lo recordaba: su escritorio, los volúmenes gastados de Homero y Virgilio, los objetos de la chimenea.

Miró hacia su mesa, pero no hizo ademán de acercarse. Recordaba muy bien la carta que descubriera allí del tío Horace. En las últimas semanas había pensado a veces en ella. ¿Cómo podía encontrar placer en la compañía de su tutor sabiendo lo que sabía de él? Y sin embargo, había disfrutado de su compañía, su inteligencia y el interés halagador que le demostraba. Le gustaban además sus ojos grises intensos; su cabello, la amplitud de sus hombros, la fuerza de sus músculos, que tan bien recordaba todavía. A veces, al observarlo, había deseado tocar su piel.

Levantó con aire ausente la Ilíada, que se hallaba en una mesita baja colocada entre dos sillones. Estaba encuadernada en cuero y, cuando abrió la tapa, percibió un olor débil y agradable.

Dentro del libro había un papel doblado y a Marianne le sorprendió reconocer su propia letra. No recordaba haber dejado ningún papel dentro de uno de los libros del señor Desmond, en especial uno de sus favoritos. Tomó el papel y lo desdobló. Era una carta para Nedra que había olvidado enviar. Hablaba de las clases que habían compartido y mencionaba a algunas de las chicas de allí. Hablaba en particular de Sylvia Prince y de lo mucho que esta presumía de su padre, que era capitán de barco y le llevaba cosas de los distintos puertos en los que desembarcaba. Marianne le decía también que Kingsbrook estaba tan encantador como siempre.

Leyó la carta con rapidez y suspiró aliviada al comprobar que no había mencionado para nada al señor Desmond. Sonrió para sí, dobló el papel y se lo metió en el bolsillo. No se molestaría ya en echarlo al correo. Dos días después volvería a la escuela y podría contárselo todo a Nedra personalmente.

A pesar de lo mucho que le gustaba Kingsbrook y del placer que había disfrutado en compañía del señor Desmond, estaba impaciente por volver a la escuela. Además de a Nedra, deseaba ver a Grace, Elinor y Beverly y a las demás chicas, aunque las que iban con Judith Eastman y Sylvia solían ser algo estiradas. Aun así, no tenía nada contra ellas y se quedó un tanto decepcionada cuando la señora Avery anunció, el segundo día de su regreso, que la señorita Prince no volvería a la Academia Farnham.

—¿Qué? —preguntó Judith, alarmada.

La pobrecita parecía muy afectada por la noticia. Era evidente que su amiga no la había informado de su intención de no regresar a la escuela. A Marianne le pareció una coincidencia curiosa haberle hablado de ella a Nedra en aquella carta. Y le pareció algo extraño haber encontrado la carta en uno de los libros del señor Desmond que ni siquiera recordaba haber abierto.

—Supongo que tienen algo para mí.

Peter Desmond pronunció aquellas palabras sentado en el despacho de dos caballeros interesantes. La placa de la puerta identificaba el lugar como la oficina de Cranston y Dweeve, investigadores privados.

De no ser por el nombre en la puerta, habría sido fácil ignorar al señor Dweeve. Era el señor Cranston, sentado directamente enfrente del señor Desmond, el que llenaba el despacho con su vozarrón. Cualquiera hubiera imaginado que un «investigador privado» sería alguien más callado y comedido, alguien como el señor Dweeve.

Dweeve estaba sentado a un lado de la mesa. Era bajito y pálido, de ojos suaves y modales contenidos que hacían que lo calificaran de inmediato como un hombre trivial y de poca importancia. El señor Dweeve podía ir a cualquier sitio sin ser visto, escuchar muchas conversaciones sin que se fijaran en él y hacer preguntas sin que lo oyeran.

Desmond había acudido a aquel despacho a causa de una carta que su abogado había recibido del señor Carstairs en términos claramente beligerantes. Carstairs protestaba en ella por la transferencia de la tutoría legal de la señorita Marianne Trenton.

El señor Bradley había revisado con atención los papeles que colocaban a la señorita Trenton al cuidado de Desmond. Comprobó que eran legales, pero admitió que podían no ser vinculantes permanentemente como sugería Carstairs en su carta. Si, por ejemplo, el señor Carstairs tenía relación de sangre con la joven, podía todavía pedir su tutela hasta que la chica cumpliera los veintiún años o se casara.

Puesto que el señor Bradley sabía que su cliente sólo veía a la joven de vez en cuando y no mantenía correspondencia personal con ella; que, hasta el momento, su tutela sólo le había causado gastos y molestias, no podía evitar preguntarse por qué el señor Desmond parecía tan decidido a conservarla a su cuidado. Pero el abogado desconocía la carta que Horace había enviado a Desmond.

Esa carta había llegado meses atrás, antes de la última Navidad. Desmond la había dejado de lado con disgusto. Incluso creía haberla tirado y le sorprendió encontrarla todavía entre su correspondencia un mes atrás, cuando se apresuró a tirarla. Cuando la leyó por primera vez, estaba convencido de que se trataba meramente de las fantasías obscenas de un viejo retorcido. Aun así, quería mantener a la chica fuera de las garras de Carstairs.

—En la carta no dice por qué ha esperado tanto para protestar —le informó el señor Bradley—. Si no recuerdo mal, todo este asunto tuvo lugar hace un año. Si el señor Carstairs tenía alguna objeción, debió plantearla entonces.

—¿Quiere decir que ha esperado demasiado y que ya no puede hacer nada?

—Yo no he dicho eso, señor Desmond. Recordará que, a instancias suyas, preparé esos papeles con bastante prisa. De no ser así, habría investigado con más atención a esa joven y sus vínculos familiares.

—¿Y si lo investigáramos ahora?

—Esta firma ha hecho a veces negocios con Cranston y Dweeve, investigadores confidenciales.

Lo cual explicaba la primera visita de Desmond a ese despacho. Aquélla era la segunda.

—¿Qué han descubierto? —preguntó.

—Se refiere a la señorita Trenton —musitó Cranston—. A la muerte de sus padres, el tribunal la dejó al cuidado del señor Horace Carstairs.

—Sí, sí, ¿pero qué me dice de él? ¿Es pariente de la chica? ¿Tiene algún vínculo con ella?

Cranston miró a su socio por encima del hombro.

—Aunque no hemos podido establecer la relación exacta que lo une con la señorita Trenton, hemos descubierto algunas cosas interesantes respecto al señor Carstairs —dijo.

—¿En serio? —preguntó Desmond con curiosidad.

El señor Dweeve se inclinó y le pasó una libreta pequeña a su socio.

—Usted nos contrató para investigar al señor Horace Carstairs, prestamista. El hombre al que hemos investigado tiene otros negocios menos claros —dijo Cranston.

—¿Por ejemplo?

—Tráfico de opio y licores. Venta de mercancías robadas. Tiene contactos con el mercado asiático de marfil y la trata de esclavos africanos. Incluso puede, por el precio adecuado, proporcionar un asesino a sueldo. Podríamos decir que es un hombre muy ocupado.

Desmond frunció el ceño alarmado.

—¿Prostitución? —preguntó.

—¿Quiere decir si el señor Carstairs negocia también con la prostitución? —Cranston pasó varias páginas de la libreta—. Ese parece ser uno de sus negocios más recientes.

Desmond se dejó caer hacia atrás en su silla.

—No presté atención a sus sugerencias. Pero usted dice que tiene contactos para hacer algo así.

Cranston miró a su socio, quien se limitó a encogerse de hombros.

—El señor Carstairs tiene contactos para hacer lo que quiera.

De repente, aquella reunión adquirió un significado más urgente. Desmond había ido allí para cerciorarse de que su custodia de Marianne era legítima. Carstairs había insinuado que la señorita Trenton y él estaban emparentados y él mismo había oído a Marianne referirse a él como al «tío Horace», pero no había creído que el parentesco, si es que existía, fuera muy cercano o vinculante. Sólo había querido confirmar aquel hecho a sugerencia de su abogado, aunque éste no sabía por qué Carstairs había esperado tanto para protestar.

De repente, todo tenía sentido. Horace había estado ocupado aquellos meses, estableciendo contactos, localizando a las jóvenes inocentes a las que pensaba prostituir, poniendo en funcionamiento su diabólica máquina. Evidentemente, ya estaba preparado para iniciar la operación de la que le había hablado.

Desmond no había creído nunca que Carstairs llegaría a actuar. El hombre hablaba de secuestro y prostitución. Pero el señor Cranston acababa de informarle de que el secuestro y la prostitución eran delitos que Carstairs podía cometer fácilmente.

—Delito —dijo en voz alta—. Esa es la respuesta.

Cranston lo miró con aire interrogante.

—Bueno, supongo que con lo que tiene usted ahí —señalo la libreta—, se puede encarcelar al señor Carstairs. A decir verdad, parece que tiene usted pruebas suficientes como para encarcelarlo y que se pudra en la cárcel hasta que la señorita Trenton esté fuera de su alcance.

Cranston carraspeó.

—Me temo que podríamos encontrarnos con un problema, señor Desmond. Una cosa es saber y otra probar. Los negocios del señor Carstairs son algo… escurridizos.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Desmond.

—Quiero decir que el señor Carstairs se dedica, en apariencia, a prestar dinero. Sus intereses son bastante usureros, pero prestar dinero a individuos privados a interés alto no es ilegal.

—¿Pero y las otras cosas que ha mencionado? ¿Las drogas, los asesinos?

—Ah, eso son negocios de los que no hay constancia.

—Pero usted lo sabe.

—Todo el mundo lo sabe. Cualquiera que lo desee puede hacer negocios con él. Pero las autoridades no pueden detenerlo. No deja pruebas de sus operaciones.

El señor Desmond observó con seriedad a los dos hombres.

—¿Y qué hay de la señorita Trenton? —preguntó al fin—, ¿Corre algún peligro?

—Tal vez. Si encuentra a un juez que necesite dinero, por ejemplo, o a uno dispuesto a aceptarlo, el tribunal podría ordenar que le sea devuelta.

—Y una vez en sus garras… —musitó Desmond.

—Una vez en sus garras, sospecho que liquidaría sus propiedades lo antes posible.

Desmond miró al señor Cranston.

—¿Liquidar sus propiedades? —repitió—, ¿A qué se refiere?

—A sacarles un beneficio inmediato —repuso el señor Dweeve con voz queda.

—¿Un beneficio inmediato? ¿Quiere decir que vendería a la chica?

—Más bien vendería sus servicios —repuso Cranston—. No creo que el señor Carstairs fuera tan tonto como para volver a renunciar a ella por completo.

—No, supongo que no —asintió Desmond.

—Aunque, por supuesto, no podría pedir el mismo precio por una mercancía usada —dijo Cranston.

—¿Cómo se atreve? —gritó Desmond, incorporándose a medias en la silla.

—Tiene razón, señor Desmond —dijo Dweeve—. El señor Carstairs ha hecho circular la voz de que puede proporcionar jovencitas vírgenes y educadas por un precio interesante. Un tal Monsieur Phillipe de Rauchenout ha pagado ya por una señorita así.

—Imposible.

—En absoluto. Aunque las fuentes del señor Carstairs son desconocidas por el momento, Monsieur Rauchenout ha recibido garantías de que la señorita Prince está intacta o le devolverán el dinero. Y el señor Carstairs no haría una oferta así de no estar seguro.

Desmond entrecerró los ojos.

—¿Ha dicho la señorita Prince? ¿Conocen su nombre de pila? —preguntó.

Cranston miró la libreta y se volvió luego a consultar con el señor Dweeve. Su compañero agarró la libreta, pasó unas cuantas páginas, se detuvo un par de veces a leer algo y al fin encontró lo que estaba buscando. Se lo señaló a su socio, quien volvió a tomar la libreta.

—Parece que es Sylvia, pero no estoy seguro.

—Yo sí —repuso Desmond.

Tanto Cranston como Dweeve lo miraron con curiosidad.

—¿Conoce usted a la señorita Prince? —preguntó Cranston.

—He oído hablar de ella. Es una compañera de la señorita Trenton en la Academia Farnham. ¿Y dice usted que el señor Carstairs la ha entregado a Monsieur Rauchenout?

—O lo hará pronto —confirmó Cranston.

—Deténganlo —dijo Desmond.

—¿Detenerlo?

—Encuentren a la chica y aléjenla de él.

—Nuestras fuentes eran algo vagas; la información se basa más en rumores que en hechos claros. Para encontrar a una chica en la ciudad se necesita tiempo y dinero —le advirtió Cranston.

—No tenemos mucho tiempo —le recordó Desmond.

No era necesario que se recordara que tampoco tenía mucho dinero. Cierto que había aumentado la producción de su propiedad, pero las rentas sólo daban el dinero justo para mantener la casa y el parque. Podía haberse visto tentado a creer que podría ganar cualquier cantidad en las mesas de juego, pero ya no era tan joven ni tan fanático como para creerlo en serio. Aun así, no vaciló.

—Encuentren a la chica —repitió—. Si es necesario, arránquenla del dormitorio de Rauchenout.

Encontraría el dinero en alguna parte. Lo que importaba en ese momento era salvar a la chica de las garras de Carstairs.

Sylvia no regresó a la Academia Farnham. Aparte de Judith y Marianne, nadie volvió a pensar en ella después de enterarse de que no volvería.

Marianne notaba que la otra chica echaba de menos a su amiga. Judith no entendía por qué Sylvia no le escribía o le enviaba al menos una postal. Pero no recibió ninguna noticia y, con el correr de las semanas, el recuerdo de Sylvia comenzó a debilitarse.

Judith Eastman se hizo muy amiga de Myrtle Thane. Marianne pensó que Judith debía ser consciente de que Myrtle veía el mundo de un modo muy imaginativo, pero quizá después de su amistad con la pragmática Sylvia, le divertía estar con alguien con tendencia a exagerarlo todo.

La joven, por su parte, no encontraba sus estudios tan interesantes como las pequeñas intrigas de la escuela. Era ya una de las chicas mayores y había empezado a sospechar que allí no podían enseñarle mucho más. Las lecciones eran fáciles y con frecuencia repetitivas. Marianne se aburría en las clases. No podía dejar de pensar en Kingsbrook y en su misterioso dueño. Cierto que no podía fiarse de él, pero esperaba con impaciencia la carta en la que la señora River le comunicaría la llegada de Rickers para llevarla a Kingsbrook por Navidad. Estaba deseando volver y, cuando la carta llegó al fin a primeros de diciembre y le anunció que Rickers tardaría todavía una semana en ir a buscarla, creyó que la espera la volvería loca.

El carruaje de Kingsbrook llegó al fin un día en el que soplaba un viento helado. El suelo estaba cubierto con una capa de nieve, sucia en el camino pero inmaculada en el parque de Kingsbrook. El sol brillaba sobre ella, causando la impresión de que el bosque y los prados estaban cubiertos de trozos de cristal.

La señora River la oyó llegar.

—Estamos aquí, señorita Marianne —gritó desde la sala de estar.

La joven se apartó un mechón de cabello húmedo del rostro y miró su vestido para cerciorarse de que no estaba manchado de barro.

—Señorita Marianne, ésta es Candy Miller. La familia de Candy es de cerca de Kings' Crossing —dijo el ama de llaves.

Estaba sentada en el diván con una chica que le resultaba familiar a Marianne. La joven estaba segura de haberla visto con su familia allí en Kingsbrook o en Reading. Candy no era bonita, pero la expresión de su rostro resultaba muy agradable.

Marianne, pillada por sorpresa, tendió la mano a la chica, quien se puso en pie y se la estrechó con vigor.

—Encantada de conocerla, señorita. Yo la he visto muchas veces con el caballero, aunque estoy segura de que usted no me conoce.

—¿Candy Miller? —repitió la joven, confusa.

—Candy ha venido a ocupar el lugar de Alice —le explicó la señora River.

—¿Alice se ha marchado?

—Se casó el mes pasado. Pensaba escribírselo, pero sabía que vendría por Navidad. Se ha casado con David Trout, un buen chico. Se conocen desde niños.

—Comprendo. Tengo que enviarle algo. Echaré de menos a Alice, pero es usted bienvenida, señorita Miller.

—Llámeme Candy. Y gracias, señorita.

Marianne se volvió hacia el ama de llaves.

—¿Donde está el señor Desmond? Creí que lo encontraría aquí.

—Ha ido a Londres por negocios y luego irá unos días a Reading a casa de los Dudley.

—¿Los Dudley? —preguntó Marianne, a la que no le sonaba el nombre.

—Son unos meros conocidos suyos, pero tengo entendido que la prima de la señora Dudley pasará con ellos la Navidad, y tal vez eso explique el súbito interés del señor —dijo la señora River—. Puedes irte, Candy. La señora Rawlins te necesitará en la cocina ahora que ha vuelto la señorita Marianne.

—No sé… —empezó a decir la chica.

El ama de llaves se levantó del diván.

—Será mejor que vaya contigo —admitió.

David y Alice eran una pareja feliz, demasiado jóvenes y enamorados para pensar en otra cosa que no fuera ellos mismos. La señora River les deseaba toda la felicidad del mundo, pero le hubiera gustado que Alice hubiera esperado a enseñar sus deberes a la nueva doncella antes de irse. El amor podía ser muy inconveniente en ocasiones.

Marianne se quedó sola en la sala de estar. Alice se había marchado y el señor Desmond estaba con unos amigos en Reading.

Eran meros conocidos, pero, evidentemente, más importantes para él que ella.

—¿La han encontrado?

Se hallaba una vez más en la oficina de Cranston y Dweeve, Investigadores Confidenciales. Una vez más estaba sentado a un lado de la mesa observando a los dos hombres situados al otro lado.

—Creo que sí, señor Desmond. Como le advertí, la búsqueda no ha sido fácil ni rápida. Y Monsieur Rauchenout es un contrincante formidable. Pero con la inteligencia del señor Dweeve y mi fuerza física, conseguimos arrebatar a la señorita Prince de sus garras. La pregunta ahora…

Cranston se detuvo, incómodo.

—La pregunta, señor Desmond, es qué hacemos con ella ahora que la tenemos. Su padre estará en algún lugar del Océano Indico hasta la primavera. No podemos cuidar de ella ni devolverla a la Academia Farnham sin correr el riesgo de volver a perderla. En particular ahora que Monsieur Rauchenout ha entrado en escena —le explicó Dweeve.

—Llévenla a Kingsbrook —dijo Desmond.

—¿Tiene intención de dejarla en su casa? —preguntó Dweeve dudoso—. No quiero parecer indiscreto, pero la reputación de la joven…

—Sí, comprendo. Bueno, su presencia en Kingsbrook se mantendrá en absoluto secreto y en cuanto pueda…

Cranston y Dweeve lo miraron expectantes.

—La llevaré a casa de mi madre hasta que regrese su padre —musitó Desmond—.Mi madre no se negaría a ayudar a una joven en aprietos. Ni siquiera se negó a ayudar a su inútil hijo cuando éste le quitó dinero y le partió el corazón —murmuró para sí.

—Muy bien, señor Desmond. Si eso es todo…

—No, eso no es todo.

—¿Desea algo más de nosotros? —preguntó Cranston.

—Sí. Quiero que pongan fin a los negocios del señor Carstairs. Si la ley no puede detenerlo, debemos hacerlo nosotros.

—¿Debemos? —preguntó Cranston.

—Desde luego. No deben olvidar que yo hablé con el señor Carstairs; que incluso me propuso ese negocio a mí. Le han arrebatado a la señorita Prince, pero eso no cambia sus planes de esclavizar a otras jóvenes inocentes.

—¿Y cómo vamos a poner fin a sus negocios, señor Desmond?

—Usted dice que comercia con drogas ilegales y licor, con mercancías robadas…

—Y marfil —le recordó Dweeve.

—Sí. Tienen que cortar sus suministros, intimidar a sus clientes, robar o destruir sus mercancías. Si el señor Carstairs no actúa legalmente, no hay motivo para que lo hagamos nosotros.

—Lo que usted sugiere llevará tiempo.

—Pues cuanto antes empiecen, mejor.

—El señor Carstairs puede desaparecer si lo atacamos a la vez desde distintos frentes —le recordó Cranston.

—Pues sean discretos. Les dejaré los detalles a ustedes.

—Y eso costará dinero, señor Desmond. ¿Está preparado para asumir el coste?

Desmond respiró hondo.

—Estoy dispuesto incluso a buscar un empleo de ser necesario, caballeros —dijo.

No sabía si Cranston y Dweeve comprendía bien el sacrificio que estaba dispuesto a hacer. Pero una vez que entregaba su palabra, jamás se volvía atrás.

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Capítulo 10

Cuando al fin volvió el señor Desmond, faltaba menos de una semana para Navidad. En su ausencia, la señora River y la doncella habían decorado el recibidor y la biblioteca con ramas de arándano y acebo.

Marianne ayudó a la señora River y a Candy a colgar tiras de maíz en torno al árbol que llevaron James y Rickers y colocar con cuidado las pocas decoraciones de porcelana que sacó el ama de llaves.

Los vecinos se enteraron de que Marianne estaba en la casa y fueron a visitarla, visitas que la joven se vio forzada a devolver sola. Siempre le preguntaban por su tutor y se mostraban desilusionados por su ausencia.

Al fin regresó el señor Desmond y, aquella misma tarde, llegaron también los señores Dudley y la prima de la señora Dudley.

—Mi prima ha estado en el Continente —contó la señora Dudley en torno a la mesa del té—. En realidad, ha regresado hace poco. ¿Qué fue lo que dijiste de Bruselas, Erica?

—Me pareció una ciudad muy ajetreada —repuso la señorita Erica Leaming.

—Ah, sí, una ciudad muy ajetreada —sonrió su prima.

La señorita Leaming podía no ser una gran narradora, pero lucía un cabello rojo brillante y gran cantidad de joyas en el cuello y las muñecas. Marianne tuvo la impresión de que su imagen palidecía en presencia de la otra.

Aunque el señor Desmond y su pupila visitaron a la familia Romer y a Sir Montmare Grissam además de a los Steepleton y al pastor Dooley, sus visitantes más asiduos durante las navidades fueron los Dudley y la señorita Erica Leaming. Evidentemente, la señora Dudley había decidido que su prima y el señor Desmond harían una pareja perfecta.

Y demostró ser una mujer bastante ingeniosa. En dos ocasiones alegó que su marido y ella tenían compromisos ineludibles y preguntó al señor Desmond si no tenía inconveniente en acompañar a su prima a casa.

Un caballero no tenía nunca inconveniente en escoltar a una dama, pero Marianne conocía a Desmond mejor que la señora Dudley y podía haberle advertido de que él no era siempre un caballero. No obstante, nunca puso objeciones a acompañar a la señorita Leaming a casa, lo cual molestó a su pupila. Sospechaba que el brillo del cabello de la dama se debía, al menos hasta cierto punto, a la generosa aplicación de henna.

Los Dudley se presentaron incluso el día de Nochebuena, cuando Marianne confiaba en pasar una velada tranquila en casa. Podía haberse disculpado y retirado a su cuarto, pero la señorita Leaming apareció con un seductor vestido verde de seda y la joven no se decidió a dejarla sola con sus manejos.

Se quedaron hasta la medianoche, y entonces la señora Dudley aplaudió, se echó a reír y pidió a su esposo que llevara los regalos. Sus regalos eran grandes y extravagantes y, en opinión de Marianne, de mal gusto.

Se marcharon por fin a las dos de la mañana, cuando la joven ya había perdido toda esperanza y se había quedado dormida con la cabeza apoyada en el brazo de su sillón.

—Pasado mañana damos una fiesta en casa y contamos con su asistencia. No puede defraudarnos, señor Desmond —le dijo la señora Dudley antes de salir.

—Nos encantará asistir —repuso él.

—¡Oh! —exclamó la mujer—. Oh, no. Es decir… creí que vendría usted solo —musitó esperanzada.

—No se me ocurriría nunca privar a la señorita Trenton del placer de su hospitalidad, un placer con el que tanto he disfrutado en estas últimas semanas —comentó Desmond.

—En ese caso, por supuesto que debe traer a su pupila. Y haremos todo lo posible porque se sienta a gusto —musitó la mujer débilmente.

Cuando se marcharon, Desmond sacudió a Marianne por el brazo y ésta abrió los ojos.

—Es Navidad. Hora de acostarse —sonrió el hombre.

—Muy gracioso —miró a su alrededor para cerciorarse de que estaban solos—. ¿Se han ido nuestros invitados? —susurró.

—Se han marchado a preparar su propia fiesta. Nos han invitado a ir a su casa mañana por la tarde. Una reunión tranquila, sólo para los conocidos más íntimos.

Marianne lanzó un gemido y se hundió en el sillón.

—¿Y no puede ir usted solo? Dígales que estoy enferma. Dígales que me he ido. Dígales que soy demasiado bruta para disfrutar de su sofisticada compañía.

—Lo siento —repuso Desmond, tirando de ella para incorporarla—. La señora Dudley me ha pedido específicamente que venga.

La reunión a la que habían sido invitados al día siguiente de Navidad incluía a todos los vecinos de sus anfitriones. La señora Dudley había decidido que sería más fácil distraer a Marianne si había una docena más de personas presentes. Se las arregló para maniobrar de tal modo las mesas, las sillas y la conversación, que consiguió que la señorita Leaming y el señor Desmond pasaran casi toda la velada aislados.

El señor Wynder, que vivía a una milla de los Dudley y al que Marianne conocía muy de pasada, llevó consigo a su hermano menor. La señora Dudley no tardó en ocupar al joven señor Wynder con la pupila del señor Desmond.

Joseph Wynder era un joven larguirucho que daba la impresión de encontrarse más a gusto detrás de un arado que en aquella reunión social. Marianne, que tampoco se sentía muy cómoda, se impuso la tarea de facilitarle su introducción en la sociedad.

Consiguió, aunque no sin esfuerzo, iniciar una conversación con él. Arrancarle datos sobre sí mismo o sus opiniones fue una tarea ardua, pero no se desanimó. Al fin consiguió descubrir que era el menor de cinco hermanos y estaba pasando un par de meses con su hermano. Le gustaba la pesca y no tenía mucho tiempo para los libros.

—Hay muchas más cosas que hacer en la vida que pasarla encerrado en una clase —le dijo.

Marianne asintió sonriente y lo apartó de las conversaciones más intelectuales de la reunión.

—Ese señor Wynder parece un joven agradable, aunque algo rústico —comentó el señor Desmond cuando regresaban a Kingsbrook.

—Supongo que sí —repuso Marianne, sentada a su lado en el carruaje.

—Quizá le gusten a usted los hombres sencillos. ¿Es así?

—¿Qué?

—Que si prefiere un joven de campo a un caballero sofisticado.

—No lo sé —repuso ella con impaciencia.

Tenía frío y deseaba que él condujera más de prisa.

—Es la impresión que me ha dado esta noche —prosiguió Desmond—. Parecía muy entusiasmada con el joven señor Wynder. La verdad es que me ha sorprendido. Cuando he hablado con él, no he conseguido arrancarle ni una palabra. Pero es evidente que a usted le gustan los hombres que no hablan.

—En este momento, sí —contestó ella, exasperada—. ¿Y cómo sabe lo que he hecho esta noche? Yo diría que no ha dejado de prestar atención a la señorita Leaming. Aunque me parece que el color púrpura no es el que mejor le sienta.

Apretó la capa con fuerza en torno a su cuerpo, como si quisiera protegerse así de las preguntas, y el señor Desmond movió las riendas y arreó al fin a los caballos.

—Era violeta —dijo al fin.

—El púrpura es púrpura —repuso ella, malhumorada—. Y tampoco he notado que la señorita Leaming tuviera una conversación brillante.

—La señorita Leaming ha viajado mucho. Ha estado en el Continente.

—Que le pareció un lugar ajetreado.

De algún modo, los comentarios de él sobre el señor Wynder habían dado paso a una especie de competición entre ellos.

—Que es más de lo que pueda decirse del lugar donde procede el señor Wynder.

—Aunque no ha podido contarme historias maravillosas de sus viajes, me alegro de que estuviera presente en la reunión —repuso la joven—. De no ser por él, podía haber pasado la velada en un rincón y usted no me habría prestado más atención que a un mosquito. Aunque, de ser un mosquito, podría haber volado a su alrededor y descubrir qué es lo que encontraba usted tan interesante en la conversación de la señorita Leaming. Aunque con el vestido tan indecente que llevaba, no creo que haya muchas dudas de lo que le interesaba de ella.

Desmond la miró enojado.

—Me hablaba de su tía de Liverpool —dijo.

—¿De quién?

—De su tía de Liverpool. La señora Stagway.

—¿Conoce usted a su tía?

—No.

—¿Seguro?

El señor Desmond y la señorita Leaming habían pasado la mayor parte de la velada en un rincón, y cualquiera de los presentes había podido ver que la mujer hablaba con rapidez al caballero. Una sonrisa abrió los labios de Marianne.

—Cuando llegué hoy a casa de los Dudley no la conocía —dijo él—. Ahora sé dónde nació y todos los nombres de sus hermanos. Puedo contarle a qué se dedica su esposo y sé con quién se han casado sus tres primeros hijos. Me temo que la cuarta, Cathie, es más bien fea y, como no tienen dinero, es posible que la pobrecita se quede soltera. También sé la talla de sombreros de la tía Winnie, quién es su modista y cómo se llama su gato.

Marianne se echó a reír al fin; se volvió hacia él y le agarró del brazo con naturalidad para calentarse. Apretó la mejilla contra el abrigo del hombre y levantó la vista sonriente.

—¡Y yo que creía que había pasado una velada horrible! El señor Wynder sólo habla en monosílabos y, a menudo, en murmullos ininteligibles. Ha sido un esfuerzo hablar con él, pero al menos me dejaba un momento de tranquilidad cuando yo quería.

Desmond lanzó un gemido.

—¡Qué suerte la suya! Si alguna vez volvemos a encontrarnos en la misma situación, tiene que prometerme que intercambiaremos a nuestros interlocutores.

—Dudo mucho que la señora Dudley permitiera eso. Y en cualquier caso, la señorita Leaming no tendría tantas cosas que contarme a mí. Y debo advertirle que al señor Wynder no le gustan los hombres que leen libros.

—En ese caso, probablemente no querrá hablar conmigo. ¡Qué bendición!

Marianne permaneció el resto del viaje aferrada a su brazo. Sonreía de vez en cuando al acordarse de la señorita Leaming y su charla de dos horas sobre su tía Winnie Stagway, de Liverpool.

La señora Dudley y la señorita Leaming se las arreglaron para acaparar al señor Desmond la mayor parte de la semana entre Navidad y Año Nuevo, pero el día Nochevieja éste rechazó todas las invitaciones recibidas y explicó que tenía intención de recibir al nuevo año en su casa en compañía de su pupila.

Marianne se sintió conmovida. El año nuevo en Kingsbrook tenía un significado especial para ella, pero no sabía que Desmond fuera consciente de ello. El año anterior el hombre se marchó después de la fiesta que ofreció a los vecinos, a instancias de ella, y regresó el día de Nochevieja con unos amigos de Reading. Formaban un grupo ruidoso que cantaba, se reía con ganas y mantenía muy ocupadas a la señora River y a Alice. Marianne se sintió como una niña a su lado, pero su tutor no la envió a su cuarto, sino que le permitió quedarse a oír las canciones y las historias, aunque interrumpió algunas en su honor.

Fue también la primera vez en que ella lo oyó reír con ganas, con una risa profunda que no utilizaba a menudo pero que resultaba inconfundible cuando se oía.

A medianoche, la señora River le tendió a la joven un vaso minúsculo de jerez.

—El señor Desmond dice que puede tomarlo —dijo, moviendo la cabeza con desaprobación.

Los hombres brindaron con grandes gritos, pero su tutor se volvió hacia ella, levantó su vaso y dijo:

—Porque este año sea el mejor de su vida.

En los doce meses que siguieron, Marianne llegó a considerar aquellas palabras como una bendición.

—Este año volveremos a brindar juntos en Nochevieja —dijo el señor Desmond.

La joven sonrió y se ruborizó al comprobar que él también se acordaba del año anterior.

—Y si puedo tener el día para mí, podré descansar un poco —prosiguió el hombre—. La señorita Leaming regresa a Manchester el martes. Creo que sé cómo se sienten los animales del bosque cuando la temporada de caza está a punto de finalizar. Si consigo sobrevivir unos días más, la señorita Leaming tendrá que irse a casa sin un trofeo que colgar en su pared.

Marianne soltó una carcajada y cerró la puerta de la biblioteca.

La señora River estaba ocupada con Candy y no quería molestarla. Eso le dejaba su habitación y, como hacía mucho frío para salir, empezó a sentir la necesidad de explorar la casa.

No tenía a menudo la oportunidad de recorrer las habitaciones cerradas de Kingsbrook y había partes enteras de los pisos superiores que llevaban mucho tiempo cerradas. Tomó una vela y abrió dos o tres puertas del pasillo del tercer piso del ala norte. Todas chirriaron en protesta.

Pero una de las puertas, cercana a la escalera que conducía a la cocina, se abrió con sorprendente facilidad. La luz de la vela no iluminó la nube de polvo que esperaba. Marianne abrió la puerta del todo con curiosidad y entró en la estancia. Lo primero que vio fue que la cama estaba hecha y no aparecía cubierta con telas como la mayor parte de los muebles de ese piso. Se acercó más al lecho y vio que el suelo había sido barrido y los muebles no tenían apenas polvo.

Frunció el ceño. ¿Por qué habían limpiado aquel cuarto? Evidentemente, había sido utilizado no hacía mucho, tal vez sólo unas semanas atrás.

La habitación de la señora River se hallaba en el piso bajo, detrás de la sala de estar. El cuarto de James estaba en el segundo piso, cerca de la habitación del señor Desmond y Candy había elegido una habitación cercana a las escaleras de la cocina, en la parte posterior del pasillo del segundo piso. La señora Rawlins dormía al lado de la cocina y Rickers y Tilly no pernoctaban en la casa principal sino que tenían una casita en el parque. Estaba segura, además, de que su tutor jamás habría instalado a un invitado en aquella estancia.

¿Quién podía haber dormido allí? Levantó la vela y se volvió con lentitud, examinando el cuarto con interés.

La luz de la vela cayó sobre un objeto que había en el suelo, bajo la cómoda. Se acercó y vio que se trataba de un dedal. Un dedal ordinario de metal, excepto por el grabado de la punta. Lo acercó más a la llama de la vela y se dio cuenta con un sobresalto de que reconocía aquel objeto.

En las veladas tranquilas de la escuela, las jóvenes se reunían a menudo cerca de la chimenea del cuarto de abajo para trabajar en sus labores. Marianne recordó una noche en que se sentó al lado de Sylvia Prince. Elogió la habilidad de la otra y Sylvia levantó la cabeza y le dijo con seriedad que le faltaban los instrumentos necesarios.

—¿Los instrumentos necesarios? —sonrió Marianne—. Tengo aguja e hilo. ¿Qué más necesito?

—Un dedal —repuso la otra—. Un dedal que encaje bien en tu dedo. En Oriente fabrican cosas así. Este me lo trajo mi padre.

Se lo mostró para que Marianne viera las letras S.P. talladas en la punta.

—Comprendo —dijo Marianne—. En ese caso, puede que nunca sea tan buena costurera como tú. Mi padre ha muerto y, cuando vivía, nunca viajó más allá de Shoeburyness.

—Es una lástima —repuso la otra, todavía seria.

Recordó todo aquello en aquella habitación misteriosamente limpia del tercer piso.

La luz de la vela que llevaba en la mano iluminó el extremo del dedal que acababa de tomar. Allí estaban las iniciales S.P.

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Capítulo 11

Aunque estaba sentada delante de la chimenea, no conseguía que el fuego la calentara.

Se hallaba en la sala de estar y aunque no había sido consciente del frío mientras estaba en el tercer piso, había bajado de allí helada hasta los huesos.

La señora River y Candy estaban arriba, en el segundo piso, donde el ama de llaves enseñaba a la doncella los sitios en los que se guardaban distintas cosas. Marianne se encontraba sola, sentada sobre la alfombra de delante de la chimenea y mirando las llamas sin verlas.

El señor Desmond seguía en la biblioteca, donde había pasado el día. Tal vez estuviera leyendo, aunque la joven sospechaba más bien que se hallaría sesteando, durmiendo el sueño de los justos. De los amorales.

No había abierto la puerta para ver lo que hacía. De hecho, al bajar del tercer piso, se alejó de la biblioteca como si en su interior la esperara la peste.

Se sentó en la sala de estar a mirar el fuego sin poder dejar de pensar en lo que había descubierto. No le preocupaba sólo el dedal de Sylvia, sino también las imágenes y retazos de conversación que poblaban su cabeza como piezas de un rompecabezas que lucharan por encajar.

Mientras contemplaba las llamas, le parecía tener delante la carta horrible de Horace Carstairs, en la que se ofrecía a buscar las chicas para su negocio y le pedía a Desmond que buscara él los clientes.

Bajó los ojos para mirar los carbones negros de delante de las llamas y volvió a verse en el bosque húmedo y oscuro de detrás de la escuela. Recordó la voz del tío Horace:

—Desde ahí arriba, puedo veros a ti y a las otras jóvenes.

Se estremeció. Pensó en el libro en el que había encontrado la carta en la que le hablaba a Nedra de Sylvia Prince y su padre, un capitán de barco que estaba en el mar.

Recordó asimismo una calle de Reading y la mesa de un café y vio al señor Desmond pasar un montón de billetes al tío Horace. Se echó a temblar y justo entonces oyó ruido en el umbral.

—Cielos, señorita —dijo el ama de llaves—. Esto está tan oscuro como una cueva. ¿Por qué no enciende un quinqué?

La joven se sobresaltó y se puso en pie. La noche había empezado a caer mientras se hallaba allí sentada.

—No sabía que era tan tarde.

—Es usted igual que el señor. Allí está él, sentado en la oscuridad de la biblioteca y usted hace lo mismo aquí.

La señora River se acercó a encender las mechas de varias lámparas. Cuando la habitación estuvo iluminada a su gusto, se dejó caer con un suspiro en su sillón favorito.

Marianne estaba pendiente de los sonidos que pudieran surgir de la biblioteca. Sin duda allí haría frío y sabía que Rickers se quejaría de tener que llevar más madera y le preguntaría al señor Desmond si no estaría más cómodo con las damas.

Pero el dueño de la casa había optado por pasar el día solo. Habían hablado después de la comida y la joven le prometió sonriente que no lo molestaría, pero eso había sido horas atrás. Desde entonces, puede que no hubiera salido de la estancia y esperaba que siguiera así.

Pero si no quería ver al señor Desmond, ¿por qué sus ojos se dirigían tan a menudo hacia la puerta de la biblioteca situada al otro lado del pasillo?

Al final, Candy los llamó al comedor. La señora River musitó su aprobación y se puso en pie. Marianne no tuvo otra opción que seguirla.

Su tutor estaba ya allí, de pie al lado de su silla, esperando sin duda a que sirvieran la cena.

La saludó con una inclinación de cabeza y se sentó.

—Dile a la señora Rawlins que nos envíe algo antes de que me muera de hambre —le pidió a Candy con una sonrisa.

La doncella sonrió y salió de la estancia. La señora River la siguió.

—Bueno, ha sido un día muy tranquilo. Probablemente estará arrepentida de que haya rechazado todas esas invitaciones —dijo el hombre.

—De todos modos no me apetecía ver gente hoy —repuso Marianne, sombría.

Después de cenar, la señora River insistió en que ambos se reunieran con ella en la sala de estar.

—No se vayan cada uno por su lado —dijo—. No hay nada más horrible que estar solos en un día señalado.

Entraron, pues, en la sala de estar y el ama de llaves insistió en que Marianne cantara una canción, después de lo cual, el señor Desmond tuvo que recitar una poesía.

—¿Cuál quiere escuchar, señora River?

—Oh, cualquiera. Le aseguro, señorita Marianne, que el señor se sabe de memoria todos los libros de la biblioteca.

—No todos —dijo él.

—Algo que hable del año nuevo —pidió la mujer.

Desmond pensó un momento.

—Milton —musitó al fin—, John Milton, intelectual y poeta. ¿Qué mejor para este momento que un fragmento del Paraíso perdido?

Se puso en pie y carraspeó.

«… ¿qué te impide, pues, alzar la mano y alimentar a un tiempo la mente y el espíritu?

Así diciendo, alzó la mano en mala hora para tomar el fruto que arrancó y comió.

La tierra notó la herida y… suspirando entre sus poros, dio muestras de dolor.

Porque todo estaba perdido».

Las dos mujeres guardaron silencio un momento. Luego la señora River aplaudió con energía e hizo señas a Marianne de que la imitara. El aplauso de la joven no fue muy entusiasta.

Le pareció raro que él hubiera elegido precisamente el fragmento en el que Eva probaba la fruta prohibida.

La velada transcurrió lentamente entre las preguntas y sugerencias de la señora River y la contribución mesurada de Desmond.

—Vaya, ya es muy tarde —musitó al fin el ama de llaves—. El año nuevo empezó hace cuarenta minutos. La señorita y usted pueden quedarse levantados todo lo que quieran, pero yo tengo trabajo mañana.

Les dio las buenas noches y salió de la estancia antes de que a Marianne se le ocurriera un pretexto para detenerla.

—Me temo que la señora River tiene razón —dijo el hombre—. El año nuevo ha empezado sin que nos diéramos cuenta. Creo que no hemos hecho nuestro brindis. ¿Prefiere usted que este año nos lo saltemos?

La observaba con curiosidad. Había notado su cambio de humor y no sabía a qué achacarlo.

—¡Oh, no! —exclamó Marianne—. Brindemos por el nuevo año.

—Muy bien.

Se volvió hacia el gabinete donde se guardaba la bebida. Sirvió dos vasos, uno con una medida generosa de whisky escocés para él y otro con dos dedos de un líquido rosa pálido para ella.

Se lo tendió y levantó el suyo para brindar.

—Por el año nuevo. Y porque sea el mejor de nuestra vida.

Estaban cara a cara delante de la chimenea. Desmond la miró a los ojos. La luz del fuego bailaba en sus iris verdes y percibió cierta humedad en los párpados inferiores. No era un truco de la luz: había lágrimas en sus ojos. Le recordó a un cachorro abandonado y temeroso y el corazón le latió con fuerza de compasión por ella y rabia por lo que la había hecho llorar.

Se bebió su vaso de un trago mientras se preguntaba con impaciencia por qué le afectaba ella de aquel modo.

Se secó los labios y dejó el vaso sobre la chimenea. Marianne sorbía el suyo con lentitud. No lo miraba sino que mantenía la cabeza baja, dejando al descubierto la piel blanca de su cuello. Algo golpeó el corazón de Desmond. Sabía lo que era el deseo sexual, lo había sentido a menudo en sus días de disipación. Pero eso era distinto. La postura indefensa de ella le provocaba una aguada necesidad de protegerla y cuidarla.

Tendió la mano sin palabras y le quitó el vaso. Lo dejó al lado del suyo sobre la chimenea y la miró un momento a los ojos.

—¿Su último año lo fue? —preguntó con suavidad.

—¿Si fue qué? —susurró ella.

Por su cabeza pasó la imagen de la pobre Eva y de la serpiente sutil. Seguro que Satanás había sido una criatura atractiva que musitaba promesas extrañas en los oídos de la mujer.

—¿Ha sido el mejor de su vida?

—No lo sé —repuso ella.

No fue sólo una respuesta sencilla, hecha sin pensar para salir del paso. Creía que, para ser sincera, debía responder negativamente, pero allí de pie, cerca de él, no estaba tan segura. ¿La escuela había sido su refugio y salvaguarda o había soportado su estancia allí sólo porque sabía que volvería a verlo?

—¿Cree que lo será éste? —preguntó él.

—Tampoco lo sé.

—Tal vez sí —murmuró el hombre.

Marianne abrió mucho los ojos, embrujada. Cuando Desmond volvió a hablar, lo hizo con voz profunda y baja, cargada de invitación.

—Podría ser el mejor año que los dos hemos vivido nunca —susurró—. Esta noche podría ser la mejor noche de nuestras vidas.

No hizo más que inclinarse hacia ella y sus cuerpos se juntaron. La tomó por la barbilla y guió los labios de la joven hacia los suyos. Marianne sintió el calor del aliento de él contra su boca.

Su beso fue tan suave como su voz, tan seductor como sus ojos. La presión de su boca no era exigente, pero el beso tenía una cualidad de inevitabilidad que la excitó y asustó al mismo tiempo.

No tuvo otra elección que entregarle sus labios. Desmond la agarró por los hombros y los fuertes músculos de sus piernas se frotaron contra las piernas temblorosas de ella, apretándola en un ritual de posesión extraño pero poderoso, como si quisiera marcarla como propiedad suya. Sus manos acariciaron los hombros y el cuello de ella y el suave movimiento de su torso y piernas constituía también una caricia más íntima y apasionada.

Un momento después, sus labios la soltaron y mientras ella luchaba por respirar, recorrieron su barbilla y bajaron hasta su cuello. Le apartó el vestido de los hombros y oyó con placer que uno de los botones saltaba y aflojaba la prenda.

Su olfato estaba impregnado del aroma de ella; sus manos se estremecían al contacto con su piel. La deseaba, la necesitaba. La tomaría esa noche y la conservaría para siempre.

La joven devolvía sus besos y se movía contra él en un gesto de sumisión que él no reconocía claramente.

Deseaba experimentar el placer que sabía que él podía darle. Recordó los versos de Milton: «¿Qué temes, pues? Aquí está la cura de todo: este fruto divino».

Pero, a diferencia de Eva, Marianne sí tenía nociones del bien y del mal. Había conocido antes aquellas sensaciones, pero ya no era una niña de dieciséis años. Era más vieja y no la asustaba el deseo de él ni la confundía por completo el suyo. La tomaría en sus brazos y la colocaría en su cama para quitarle, prenda a prenda, la ropa que la cubría. Luego se unirían sus extremidades y sus manos explorarían la piel del otro.

Su cuerpo se estremeció de deseo. Deseaba yacer con él, estar con él.

¿Ser una de sus amantes?

La pregunta resonó en su mente.

¿Cuánto tiempo la conservaría en su cama antes de trasladarla a la habitación del tercer piso en preparación para enviarla fuera? ¿La mandaría con otro cliente, la devolvería al tío Horace o simplemente desaparecería como Sylvia?

—¡No, Peter! ¡Por favor, no! —gimió—. No puedes. No puedo… oh, no vuelvas a hacerme esto.

—¿Hacerte qué? —preguntó él—, ¿Qué te he hecho que sea tan repulsivo?

—¡Esto! —gritó ella.

Desmond creyó que se refería a su muestra de pasión, pero la joven hablaba de la pasión que encendía en ella.

Su protesta hizo que él se detuviera y sus manos, que un instante antes la apretaban contra su pecho, la apartaban ahora de él de modo que ya no podía sentir el calor que amenazaba con embargarla.

—Me gustaría llevarte a un lugar que no puedes ni imaginar —dijo él.

—Me llevarías contra mi voluntad —musitó ella, con voz preñada de lágrimas.

—Esperaba que esta vez no hubiera sido contra tu voluntad —repuso él.

Hablaba razonablemente, con calma, sin rastros de la pasión que lo inflamaba momentos antes.

—Creía que había empezado a interesarte.

—No de ese modo. De ese modo, jamás —dijo ella.

Cuando la tomó sus brazos y la besó, se sumergió en ese beso. Quería que fuera el caballero de armadura brillante que había imaginado. Pero sabía que no lo era.

—De ese modo, jamás —repitió.

Fue como si le hubiera disparado con una pistola. Desmond dejó caer las manos, retrocedió tambaleante y salió de la estancia.

El resto del tiempo que permanecieron juntos en Kingsbrook apenas hablaron. Desmond salía por la mañana y no regresaba hasta la noche, normalmente borracho. La señorita Leaming había abandonado ya la casa de su prima y Marianne se preguntó qué pensarían la señora Dudley y ella de su candidato al matrimonio si hubieran podido verlo esos días. En las ocasiones en las que se veían obligados a estar juntos, se limitaba a gruñir o hablar con monosílabos y, cuando no tenía más remedio que decirle algo, lo hacía a través de la señora River.

Marianne estaba demasiado inmersa en su autocompasión para prestarle atención el primer día y, cuando se fijó en él, le disgustó que se comportara de aquel modo con ella. El que había obrado mal era él. No tenía por qué actuar como si fuera ella la que lo había injuriado.

En realidad, Desmond sí se sentía injuriado. No era sólo que ella hubiera herido su orgullo y frustrado su deseo. Cuando le dijo claramente que no lo deseaba, que nunca podría desearlo ni quererlo, sintió como si un golpe hubiera dejado sus pulmones sin aire, como si le hubieran clavado una navaja en el vientre.

Le sorprendió sinceramente el dolor que eso le causó. No había pensado que fuera capaz de sentir algo así después de la vida que había llevado.

Dos días después, anunció que tenía que irse a Londres y que confiaba en que la señorita Trenton volvería a su escuela. Así se lo dijo a la señora River, quien se volvió hacia Manarme, esperando su respuesta.

—Supongo que puedo volver —dijo ésta.

Aquella noche durmió poco y oyó los ruidos que hizo él al partir a la mañana siguiente. A juzgar por los sonidos que hacía James al bajar su equipaje, debía tener intención de pasar una buena temporada lejos de Kingsbrook.

No pudo dormirse de nuevo, pero permaneció varias horas más en la cama, hasta que Candy llamó a su puerta y le anunció que el desayuno estaba listo.

Marianne metió sus pertenencias en dos maletas y Rickers las llevó hasta el carruaje.

Así terminó su segunda Navidad en Kingsbrook. La primera la había temido y había resultado ser maravillosa. La segunda la había esperado con ansia y había producido dos descubrimientos: que el señor Desmond tenía algo que ver con la desaparición de Sylvia Frince, y que ese hecho no podía anular por completo los sentimientos que albergaba por aquella bestia.

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Capítulo 12

Marianne volvió a la escuela decidida a hacer algo sobre la desaparición de la señorita Prince. En Kingsbrook estaba indefensa, bajo la influencia del señor Desmond.

Pero en la Academia Farnham había personas que podían ayudarla, personas de autoridad que encontrarían a Sylvia y entregarían a su tutor a la justicia.

Enderezó los hombros y decidió no perder el tiempo. Dejó su equipaje en el dormitorio y fue a buscar a la señora Avery. Estaba segura de que no podría encontrar mejor defensora para una joven injuriada.

—Señora Avery, hay algo de lo que necesito hablarle. En mi ausencia he descubierto algo que debe usted saber… —a pesar de su determinación, se interrumpió, consciente de que iba a causar un daño a su tutor.

—¿De qué se trata, señorita Trenton? —preguntó la directora.

—He descubierto algo que me lleva a creer que mi tutor, el señor Desmond, tiene algo que ver con…

Una llamada a la puerta la interrumpió. La señora Grey metió la cabeza en el despacho sin esperar autorización para entrar.

—Hay un caballero que desea verla, señora Avery —dijo con timidez.

La directora levantó la cabeza sorprendida. Los caballeros con los que trataba en relación con la escuela acudían a horas fijadas de antemano. Aquel día no tenía ninguna cita.

—¿Quién es? —preguntó.

—Es el capitán Prince. Viene a buscar las cosas de su hija.

Marianne miró con incredulidad a la señora Grey.

—¿El padre de Sylvia? —preguntó.

La otra asintió.

—Ha dicho que la señorita Prince no regresará a la Academia Farnham y necesita su ropa y sus libros.

—Desde luego —dijo la directora—. Aunque no sabía que la señorita Prince estuviera descontenta de la escuela. ¿No ha estado a gusto aquí?

—Hasta donde yo sé, sí —repuso la señora Grey—. Aunque su marcha fue muy repentina.

Las dos mujeres salieron juntas y Marianne las miró atónita.

¿El padre de Sylvia estaba allí para recoger sus cosas? ¿Qué ocurría en realidad?

La directora estuvo fuera mucho tiempo. La joven debería haber vuelto a las clases, pero permaneció sentada en el despacho imaginando toda suerte de explicaciones.

Al fin, la señora Lynk se asomó a la estancia y le dijo que todas tenían una hora libre, pero que la esperaba en clase después de la comida.

Por lo que Marianne sabía, nadie había visto a la directora desde que saliera del despacho. Pero en cuanto salió del edificio con su chal sobre los hombros, Myrtle Thane se separó del grupo de chicas que rodeaban a Judith Eastman y corrió hacia ella.

—¿Te has enterado?

—¿De qué?

—El capitán Prince, el padre de Sylvia, ha venido personalmente a recoger sus cosas —dijo Myrtle.

—Estaba en el despacho de la señora Avery cuando ha llegado —repuso Marianne.

—He oído que han intercambiado algunas palabras y la señora Avery se ha puesto muy pálida.

—¿Quién te lo ha dicho?

Myrtle señaló al grupo de chicas.

Marianne estaba completamente confundida, pero era indudable que el capitán Prince había ido a la escuela a recoger las cosas de Sylvia y que había tenido lugar algún tipo de discusión acalorada. Nadie sabía lo que le había dicho el capitán a la directora, pero las chicas fueron reunidas aquella tarde y se les dijo con severidad que no debían abandonar el terreno de la escuela ni alejarse solas de los edificios principales.

—Señorita Trenton, me temo que esta mañana nos han interrumpido. ¿Qué era lo que quería decirme? —le preguntó la directora, en cuanto disolvió la reunión.

—Quería decirle… quería decir… sólo quería decirle que la mayoría de las chicas estamos muy contentas en la Academia Farnham —musitó débilmente.

No era muy convincente, pero no sabía lo que tenía que decirle. Si la señorita Prince estaba con su padre, ¿cómo había llegado su dedal a la habitación del tercer piso de Kingsbrook? Y si Sylvia estaba con su padre, ¿de qué podía acusar al señor Desmond?

Marianne Trenton era una joven muy inteligente. A medida que avanzaba el invierno, todas las profesoras, incluida la señora Lynk, se mostraron de acuerdo en que ya había aprendido todo lo que podían enseñarle. Pero no había que ser muy inteligente para saber que lo que ellas podían enseñarle no era todo lo que se podía aprender.

—Debería asistir a la Universidad de Reading —le dijo la señora Avery.

Marianne se quedó sorprendida. La universidad no era un lugar al que solieran ir las jóvenes de su tiempo. A ella no se le había ocurrido nunca esa idea.

—No creo que… —murmuró.

—Desde luego que sí, señorita Trenton. Sería usted una universitaria ejemplar. No tengo dudas de que podría dejar atrás a la mayoría de los chicos.

—Mi tutor… —comenzó a decir la joven.

—¿De quién cree usted que ha sido esta idea?

—¿Del señor Desmond?

—Desde luego —repuso la señora Avery—. Confío en que usted demuestre que las mujeres son tan inteligentes, estudiosas y serias como cualquier hombre. ¿Hará eso por mí?

Marianne vaciló en prometérselo. No sentía que tuviera que probar nada y se preguntaba qué se proponía su tutor.

Menos de una semana después, conoció la respuesta.

Llegó una carta para ella, un sobre grueso lleno de documentos acompañados por una carta ampulosa del señor Desmond.

Señorita Trenton,

En la primavera llevará ya dos años completos de instrucción en la Academia Farnham. Cuando hablé con la señora Avery, me dijo que las jóvenes suelen dejar la escuela a los dieciocho años. Cumplió usted esa edad en noviembre y le sugiero que piense seriamente en asistir a la universidad.

Como sabe, no estoy en posición de presentarla en sociedad. No tengo parientes o amigas mujeres que puedan acompañarla en ese paso y ocuparse de usted. He pensado mucho en ese tema y ahora que ha llegado usted a la madurez, no se me ocurre un modo mejor de sacarla a la arena matrimonial que apuntarla en la universidad de Reading, donde conocerá a muchos jóvenes de buena familia.

Marianne miró un instante el papel con sorpresa. ¿La arena matrimonial? Por supuesto. Era perfectamente lógico. Después de haberlo rechazado, el principal objetivo del señor Desmond sería librarse de la molestia que representaba.

Le incluyo los papeles de solicitud de plaza en la universidad. Por favor, piense seriamente en mi proposición.

Su humilde servidor,

P. Desmond.

Los papeles que le había enviado explicaban los distintos cursos que se ofrecían, alababan la calidad de la enseñanza en la universidad y expresaban con claridad lo que se esperaba de sus estudiantes. En ningún sitio se sugería que las mujeres fueran bienvenidas, pero tampoco se decía que su presencia estuviera prohibida.

Marianne, desorientada y dolida por la decisión del señor Desmond, examinó los documentos con atención y se los llevó después a la señora Avery, quien los leyó con la avidez de una araña que acabara de capturar un mosquito y aceptó de inmediato el reto de conseguir que aceptaran a la joven en la universidad.

Hubo intercambio de correspondencia y el señor Desmond hizo saber que utilizaría su influencia para asegurarse de que aceptaran a la joven. La señora Avery enarcó las cejas, preguntándose quizá, como hizo Marianne, cuál sería su influencia en la Universidad de Reading.

A finales de mayo, la directora llamó a la joven a su despacho y le entregó con solemnidad la carta en la que le confirmaban que había sido aceptada como estudiante en la Universidad de Reading y empezaría las clases en el otoño. Marianne no sería recibida con los brazos abiertos, pero se toleraría su presencia.

—No tenemos por costumbre incluir mujeres entre los estudiantes de Reading —decía la carta—, pero el señor Desmond nos ha persuadido de que permitamos su asistencia.

La joven estrechó las manos de sus profesores y abrazó a Nedra con cariño, aceptando su felicitación. Pero ella no era la única que dejaría a escuela al final del trimestre. Judith se casaría al final de ese año y las demás chicas de su clase entrarían en sociedad. Habría fiestas y bailes y, antes de Navidad, la mayoría habrían entrado de pleno en lo que el señor Desmond denominaba «la arena matrimonial».

Hasta Marianne podría encontrar un pretendiente en Reading. La señora Avery decía que los estudiantes universitarios eran un grupo de chicos ignorantes, pero la joven suponía que, si eran tan ignorantes, no tendría mucho problema en conseguir alguna proposición antes del final del año. Y si se conformaba tan fácilmente como su tutor, le bastaría cualquier hombre decente que se cruzara en su camino. Pero se valoraba demasiado para aceptar con gratitud la primera proposición de matrimonio que le hicieran. Quería algo más en la vida que un jovencito ignorante. Quería un hombre con experiencia, madurez y un propósito definido. Y ojos grises y…

Apartó esos pensamientos de su mente. La decisión estaba tomada. Y si el señor Desmond quería verla casada y fuera de su vida, no se resistiría, aunque sí se mostraría algo selectiva.

A finales de agosto, llegó el carruaje para sacarla de Farnham. Permanecería en Kingsbrook el resto del mes y en septiembre entraría en la universidad.

El poco tiempo que pasó en Kingsbrook transcurrió deprisa gracias a los esfuerzos de la señora River por preparar su guardarropa para su nueva aventura, aventura que el ama de llaves consideraba demasiado arriesgada para una dama de calidad.

Como siempre, la señora River no había sido consultada y entre los preparativos de Marianne y la casa, la pobre mujer se hallaba bastante agobiada.

La víspera de la marcha de la joven, el ama de llaves encontró al fin unos momentos para sentarse en la sala de estar. La joven se reunió con ella.

La casa estaba en silencio, la atmósfera, pesada por el calor de finales del verano. La señora River había empezado a cabecear, pero antes de que cerrara los ojos, Marianne preguntó:

—¿Se ha quedado alguien aquí en Kingsbrook? ¿Alguna amiga del señor Desmond, tal vez?

La mujer levantó la vista hacia ella.

—¿Por qué lo pregunta?

—He notado que una de las habitaciones de arriba se ha utilizado no hace mucho.

No había duda de que Sylvia Prince se había reunido con su padre, pero tampoco había duda de que el dedal que había encontrado en Navidad era de ella. En un intento por aclarar el misterio, volvió al tercer piso en cuanto llegó a la casa. Esperaba encontrarse con una habitación cubierta por polvo de seis meses, pero la estancia había sido limpiada recientemente, lo que le llevó a pensar que había sido utilizada también recientemente.

—No creo que una habitación limpia signifique necesariamente que alguien ha dormido en ella —repuso la señora River.

Su tono de protesta no consiguió desalentar las preguntas de la joven.

—No necesariamente. Pero encontré un objeto personal en ella.

—Eso no es posible. Yo misma… —la mujer se interrumpió.

Marianne la miró a los ojos.

—¿De qué se trata, señora River? ¿Quién es esa joven que ha estado en Kingsbrook?

—¿Qué le hace pensar que fuera una joven la que utilizara la habitación?

—En Navidad encontré un dedal allí, así que asumí que había habido una mujer. Y creo que esa habitación se utiliza regularmente. No puede negarlo, señora River.

El ama de llaves era una mujer sencilla y sincera y no tardó en ceder ante las preguntas de la joven.

—¡Oh, señorita! —exclamó—. No sé qué pensar. El señor Desmond nunca había hecho nada semejante. Antes de Navidad trajo a una joven a la casa. Estuvo aquí una semana y desde entonces ha traído a otras dos. Las introduce cuando no lo ve nadie, generalmente por la noche. Son jóvenes muy asustadas. El señor me dice que les dé de comer, me ocupe de su comodidad y no les pregunte nada. No me gusta, señorita.

—¿Quiénes son?

—No lo sé. El señor Desmond es muy estricto en ese punto. Insiste en que no debo hacerles preguntas.

—¿Y qué les ocurre?

La señora River se encogió de hombros y movió la cabeza.

—El señor Desmond las trae y él se las lleva.

—¿En el carruaje? ¿Lo conduce Rickers?

—Aquí nadie sabe nada de ellas. Si se marchan en carruaje, y supongo que así será, no es en el de la casa.

Las dos mujeres se miraron unos instantes en silencio.

—Deben ser amigas suyas —musitó al fin Marianne.

—Supongo que sí —asintió la señora River, con la misma falta de convicción.

Cuando llegó el momento de marcharse de Kingsbrook, el señor Desmond seguía ausente. No lo había visto desde su llegada de la escuela, lo cual la señora River encontró también muy raro. En los últimos años, el hombre siempre había estado en la casa durante el verano.

Le había dejado instrucciones para que cuidara de la joven y la llevara a Reading el uno de septiembre. En la ciudad le había buscado alojamiento en casa de una viuda respetable.

Marianne tuvo que hacer el viaje sola. Rickers y ella llegaron a la ciudad cuando el sol empezaba a ponerse por detrás de los árboles y edificios. Después de dos vueltas por las calles residenciales, Rickers encontró la dirección de la viuda Simmons. Delante de la casa había una figura desconocida. Cuando Rickers detuvo el carruaje, Marianne vio que era un joven de mejillas rosadas.

—¿Señorita Trenton?

Le abrió la puerta antes de que Rickers pudiera bajar del pescante y se asomó al interior.

—¿Sí? —contestó Marianne.

—Me envía la universidad.

—¿La universidad?

—Sí, señorita. Oh, perdone. Me llamo Bernie Brewster. Permítame llevar esa cesta. Ya está. Tenga cuidado al bajar. ¿Qué tal el viaje? Permítame ayudarla.

Marianne sonrió y tomó la mano que le ofrecía para bajar del coche. Además de mejillas sonrosadas, el joven lucía una figura sana y regordeta, que probablemente se convertiría en rolliza en la edad madura. Tenía un pelo rojizo y una multitud de pecas adornaban su rostro.

—Gracias, señor —dijo la joven, cuando estuvo en el suelo—. Rickers le agradecerá que le ayude a meter mis cosas, si no le importa.

—Para eso he venido —contestó él, animoso.

Marianne dejó que los hombres se ocuparan de su equipaje y se acercó a llamar a la puerta, que se abrió en el acto.

—¿Señora Simmons? Soy la señorita Marianne Trenton.

—¿Y quién viene con usted?

—El señor Rickers me ha traído desde Kingsbrook. Es un empleado del señor Desmond y un viejo amigo. Al señor joven lo envía la universidad.

—¿No lo conoce usted?

—Parece muy agradable —repuso la joven con calma.

—Hmmm. Ya lo veremos.

Los hombres se acercaron a la puerta, llevando un baúl entre los dos y la señora Simmons se apartó para dejarles paso.

Llevaba un pañuelo gris sobre la cabeza y tenía el ceño fruncido. Siguió a los hombres para mostrarles el camino.

—Suban por la escalera. A la izquierda ahora. Sigan el pasillo. La segunda puerta. Justo ahí. Déjenlo a los pies de la cama. Salgan ya de ahí. Es el cuarto de una señorita.

Los siguió de nuevo abajo.

—¿Así que usted es la señorita Trenton? —preguntó cuando la puerta se cerró detrás de ellos.

—Así es.

—De Farnham, según creo.

—Asistí a la escuela en Farnham. Mi casa está al sur, en Kingsbrook, la propiedad del señor Desmond. Tengo entendido que ha hablado usted con él.

—Sí, el señor Desmond. Nos hemos escrito, aunque no lo conozco personalmente.

A Marianne no le sorprendió aquello. Si la señora Simmons hubiera visto a su tutor, con sus ojos oscuros y su cabello descuidado, seguro que no le habría dado hospedaje.

—Supongo que será mejor que despida a esos hombres. Y puede decirles a ellos y a quien sea preciso, que no admito hombres en mi casa. Sus pretendientes pueden venir a buscarla, pero tendrá que verlos en la puerta.

—No tengo pretendientes, señora Simmons, y el único hombre que puede visitarme es mi tutor, aunque, desde luego, le comunicaré sus normas.

—El señor Desmond puede pasar a la casa —repuso la mujer.

Marianne pensó que esperaría a que lo conociera personalmente antes de tomarle la palabra.

Siguiendo el consejo de la viuda, salió a despedir a Rickers y dar las gracias de nuevo al caballero joven.

—Esperamos sus noticias, señorita —dijo el cochero.

—Y dígale a la señora River que estoy segura aquí —musitó ella—. Le agradezco su amabilidad —dijo al joven que seguía esperándola.

Brewster sonrió.

—¿Hay algo más que pueda hacer por usted?

—Creo que no.

El señor Brewster pareció decepcionado.

—En ese caso, será mejor que me vaya.

Marianne sonrió.

—Pero mañana nos veremos en clase —anunció el joven.

—¿En clase?

—Es posible. Usted se ha apuntado a la clase de Literatura y yo también.

A la joven le molestó pensar que su presencia en Reading y hasta las clases a las que se había apuntado eran del dominio público, pero no había nada que pudiera hacer, así que, intercambió unas palabras más con Brewster y éste se marchó al fin, después de un comentario sobre la escuela y los profesores que ella no comprendió.

—Ahora vaya a instalarse —le dijo la viuda cuando entró en la casa.

Marianne no tuvo más remedio que subir a su cuarto.

Pasó una mala noche. Extrañaba la cama y la habitación y por la mañana le pesaban tanto los párpados que apenas si tuvo fuerzas para abrirlos.

Pero el agua fría la ayudó a despejarse y a las ocho estaba lavada y vestida para su primer día de clases en la universidad.

Cuando se disponía a salir de la casa, con el chal sobre los hombros, se sentía al mismo tiempo excitada y asustada. Alguien llamó a la puerta y la señora Simmons salió gruñendo de la cocina.

El señor Brewster estaba de pie en el umbral.

—Buenos días, señora. He venido a acompañar a la señorita Trenton a clase —anunció.

La viuda frunció el ceño, pero Marianne se acercó a la puerta con alivio.

—Oh, gracias, señor Brewster —repuso sonriente.

Se instalaron los dos en la pequeña calesa y el joven tomó las riendas.

—Nunca he estudiado con chicas —dijo—. Creo que será muy interesante, ¿no le parece? Usted normalmente no tendría que estar conmigo, ya que yo soy alumno de segundo; pero creo que la han aceptado en nuestra clase de Literatura. Los muchachos están impresionados y eso que no la han visto todavía.

Marianne sonrió. Evidentemente, su presencia era noticia y todos conocían su historial estudiantil. Pero suponía que si todos los jóvenes eran tan amables como el señor Brewster, eso no importaría mucho.

—Ahora vamos a clase de Literatura… —lo interrumpió el reloj de la torre que anunciaba el tercer cuarto de hora—. En realidad, es posible que lleguemos tarde a su primera clase —terminó.

Movió las riendas con urgencia y el caballo adoptó un trote, pero no consiguió hacerle galopar.

Marianne se agarró a un lado del carruaje. No quería llamar la atención entrando tarde en su primer día y conseguir que todo el mundo se volviera a mirarla.

Brewster, decidido al parecer a impedir aquella eventualidad, guió al caballo por entre los estrechos senderos del campus, dónde estuvo a punto de atropellar a más de un estudiante. Se detuvo delante de uno de los viejos edificios de ladrillo, saltó al suelo y ató el caballo al poste dispuesto para ello.

La tomó de la mano y, después de ayudarla a bajar del carruaje, tiró de ella escaleras arriba y abrió la pesada puerta.

El vestíbulo estaba oscuro y olía a viejo. El techo era alto y todos los sonidos se veían amplificados. Los pasillos estaban hechos para ser recorridos en silencio con la cabeza baja. En lugar de ello, Brewster siguió tirando de ella y sus pasos resonaron con fuerza en el edificio.

Se detuvo al fin delante de una puerta, donde se alisó el chaleco y se atusó el pelo con ambas manos. Eso le dio a Marianne ocasión de enderezar su sombrero y colocar en su sitio algunos mechones de pelo.

Cuando abrió la puerta, descubrió que se hallaban en la parte de atrás de una habitación ocupada por unos diez o quince jóvenes. Los que no habían vuelto la cabeza al entrar ellos tenían la vista fija en el profesor, quien anotaba en la pizarra las obras que estudiarían ese año: Orestia de Esquilo, Ifigenia en Tauro, de Eurípides y las Cinco Reglas de la Retórica, de Cicerón.

—Llega tarde, señor Brewster —dijo el profesor sin volverse.

El resto de la clase se giró hacia los recién llegados. Sus ojos miraron burlones a Brewster, pero se agrandaron por la sorpresa cuando vieron a Marianne con él.

—Y ésta es nuestra nueva estudiante, la señorita Trenton. Espero que todos la traten con el mayor respeto y consideración. ¿Está claro, caballeros? —preguntó el profesor, volviéndose al fin.

—Sí, señor Desmond —contestaron los estudiantes.

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Capítulo 13

—Espero que haya encontrado interesante su primer día de clase, mucho más interesante que sus clases de dicción y de porte en Farnham. Me temo que la ternera asada está un poco dura, pero esta posada se especializa en servir a estudiantes y profesores universitarios de rentas limitadas. El pudin de Yorkshire es excelente.

El señor Desmond había salido a su encuentro cuando terminaron sus clases. No le resultó difícil descubrirla, ya que era una de las tres mujeres del campus. La invitó a comer con él y en aquel momento se sentaban ambos a una mesa del modesto restaurante de la Posada Treemore. El local estaba lleno de estudiantes que hablaban en voz alta y se gritaban de una mesa a otra. Incluso había un grupo que cantaba canciones sentimentales.

El ruido y los comentarios del señor Desmond ayudaban a disimular el hecho de que Marianne no decía nada. No obstante, había dos personas que sí notaban ese factor: la propia Marianne y su tutor.

Al final de su último monólogo, el hombre señaló el plato de su pupila, quien cortó un pedazo de ternera obedientemente y lo mojó en la salsa antes de llevárselo a la boca.

Desmond respiró hondo y estaba a punto de lanzar otra serie de observaciones cuando lo interrumpió una voz entusiasta.

—¡Desmond, viejo amigo! Me alegro de verlo al fin por aquí. Y es curioso encontrar a nuestro profesor más reciente comiendo con una de nuestras nuevas estudiantes. ¿Cuál es usted, querida?

—Le presento a mi pupila, la señorita Trenton. Señorita Trenton, éste es el decano Brimley.

—¿Ha dicho su pupila? Ha venido a la universidad a vigilar a nuestro nuevo profesor, ¿verdad? Hace años que le digo a Desmond que debería sacar algún provecho a su educación. Soy Brimley, querida. Warren Brimley. Decano de la Facultad de Estudios Antiguos.

El hombre parecía demasiado grande para aquella estancia atestada; no su figura física, sino más bien su personalidad, que Marianne tenía la impresión de que la aplastaba en su silla con la fuerza de un vendaval. Se inclinaba sobre ella con la mano casi rozándole el rostro. La joven no tuvo otra opción que estrechársela.

—Veo que se está sumergiendo en la vida del campus. Supongo que es el mejor modo de aclimatarse, aunque los jóvenes Rogers y Williamson parecen muy entusiastas hoy —dijo señalando a los cantantes.

—En realidad, sólo hemos venido a comer —repuso Desmond con frialdad.

Su tono no era claramente hostil, pero tampoco invitador. Podía ver que Marianne se encontraba anonadada por todo aquello.

—Oh, sí, por supuesto. Me alegro de conocerla, señorita Trenton; y es un placer tenerlo al fin aquí, Desmond. Creo que voy a buscar un sitio para sentarme, aunque esto está muy lleno hoy —miró un instante la mesa de ellos, pero Desmond no lo invitó a acompañarlos y el caballero terminó por alejarse.

Cuando se quedaron solos, Marianne se inclinó hacia adelante.

—¿Podemos marcharnos, por favor? —preguntó con urgencia.

—¿Ha terminado? —musitó él, con aire de duda.

La joven apartó su plato con impaciencia y Desmond se encogió de hombros y se puso en pie.

Cuando salieron fuera, Marianne respiró aliviada. En el interior había tenido la sensación de estar a punto de explotar, así que respiró hondo varias veces antes de intentar hablar.

Desmond también guardaba silencio. Evidentemente, notaba que ella tenía necesidad de ordenar sus pensamientos.

—¿Por qué no me dijo que era profesor? —preguntó la joven al fin.

—Hace mucho tiempo que no daba clases.

—¿Cuánto?

El hombre sonrió.

—¿Qué hora es ahora?

A Marianne la confundió aquella salida en lugar de divertirla.

—¿No ha sido siempre profesor? —preguntó.

—¡Cielo Santo, no! Hasta hace un mes era exactamente lo que mi apariencia daba a entender: un inútil.

—Pero el decano Brimley ha dado la impresión de que lo conocía hacía tiempo.

—Bueno, sí. El decano fue profesor mío de Literatura en esta misma universidad. Siempre me ha interesado la literatura clásica, por la que siento una inclinación innata.

—Entonces, ¿no ha sido usted profesor? ¿Esta es una posición nueva? Ha venido a la universidad para tenerme vigilada.

—Sin duda, ésa es la impresión que debe darle… —empezó a decir él.

—Para controlar mis estudios y vigilar mis encuentros sociales —lo acusó ella.

—No exactamente.

—¿Por qué, si no, iba a aceptar una posición así?

—Para ser sincero, porque necesito el dinero —musitó él con un tono de vergüenza en su voz.

Marianne hizo una mueca que indicaba claramente que no creía su respuesta.

—Le juro que es cierto. Mi economía se ha visto algo… atribulada en los últimos meses. No he tenido más remedio que buscar un empleo.

—¿Y qué hay de sus ganancias en el juego?

—Me temo que necesito unos ingresos más fiables. Londres y las capitales de Europa son muy interesantes a veces, pero siempre son caras y la mayor parte del dinero que ganaba en sus mesas lo gastaba en los hoteles en los que me hospedaba. Necesitaba dinero y admito que, cuando la aceptaron en la universidad, se me ocurrió probar suerte aquí.

—¿Y se convirtió en profesor universitario así sin más?

—No. El decano Brimley me hizo tomar un curso de profesor cuando estudié aquí y, desde entonces, me lo ha recordado regularmente. Pero le aseguro que creo estar capacitado para ser profesor. Conozco bien la materia que enseño y me gusta el trato con los jóvenes y sus deseos de aprender. ¡Santo Cielo! Empiezo a hablar como el viejo Brimley —terminó sonriente.

Marianne no le devolvió la sonrisa y anduvieron unos momentos en silencio. Desmond no mantenía un carruaje allí en la ciudad y alquilar uno parecía un lujo innecesario. Además, creía que el paseo hasta la casa de la señora Simmons daría a la chica ocasión de expresar su enfado.

—No puedo imaginar por qué le ha sentado tan mal —dijo con inocencia—. Enseñar no es una profesión odiosa. Cualquiera diría que acaba de descubrir que soy traficante de esclavos.

Hablaba con ligereza, pero Marianne miró por el rabillo del ojo sus ojos oscuros y su cabello revuelto y no consiguió verlo como un inofensivo profesor universitario.

—Lo encuentro muy interesante —dijo sin venir a cuento.

Desmond frunció el ceño, tratando de pensar a qué pregunta correspondería aquel comentario. Marianne no pudo reprimir una sonrisa al ver su aire de concentración.

—Me refiero a mi primer día en la universidad. He estado también en clases de Poesía con el señor Howard y en clase de Ciencias Naturales con el señor Ingle, aunque allí he tenido la impresión de que tanto el profesor como los estudiantes hubieran preferido que no alterara su clase con mi inquietante presencia. Algunos creen que aunque haya que profanar los pasillos de la universidad con la presencia de mujeres, el sanctum sanctorum de la ciencia debería permanecer incólume.

—Tonterías —murmuro Desmond.

—Lo mismo he pensado yo.

Una vez más guardaron silencio. El pavimentado de las calles resultaba traicionero a trozos y Marianne terminó por aceptar el brazo que le ofrecía Desmond. El hombre aflojó el paso hasta que ambos hubieran podido pasar por un caballero y su dama que habían salido a pasear. Aquello no era cierto, pero Marianne se impacientó consigo misma por detenerse a pensar en la imagen que causaban juntos.

—Mi decisión fue muy repentina. No hubo tiempo —dijo él.

Su conversación parecía carecer de sincronización y Marianne tardó un rato en comprender que acababa de responder a su pregunta de por qué no le había informado de que era profesor. Movió la cabeza.

—No, eso no puedo aceptarlo. Podría haberme escrito. Podía haber regresado a Kingsbrook y haberme traído a Reading personalmente. Creo que quería ver la cara que ponía cuando viera que era uno de mis profesores.

Desmond no pudo reprimir una sonrisa.

—Y su expresión ha sido más de lo que esperaba —admitió.

Se acercaban ya a la calle de la señora Simmons. Después de tomarse del brazo, habían andado cada vez más despacio, pero su tutor aflojó aún más el paso. Había algo más que deseaba preguntarle.

—¿Y los demás estudiantes? ¿Los que no son de la clase de Ciencias Naturales? ¿Qué opina de ellos? Son un grupo interesante, excluyendo a los pocos idiotas que se pueden encontrar en cualquier grupo de jóvenes, ¿no le parece?

—Supongo que sí. La verdad es que hoy estaba demasiado nerviosa para prestar atención a ninguno de ellos.

—Lo comprendo. Pero creo que en el futuro encontrará que la mayoría son bastante presentables. Supongo que no tardará mucho tiempo en hacer alguna conquista. El señor Brewster es un joven encantador —prosiguió alentador.

—El señor Brewster ha sido muy amable y, si no me hubiera hecho entrar esta mañana en su clase con diez minutos de retraso, me habría mostrado más agradecida con él. Pero me sentí demasiado humillada para darle las gracias debidamente.

—Sí, admito que su entrada ha sido bastante espectacular, pero Bernie tiende a ser algo despistado de vez en cuando. Aunque es un buen chico —dijo él con indulgencia—. Podría elegir peor.

—Oh, sin duda que podría elegir mucho peor.

—Creo que debería volver a ver al señor Brewster.

—Es muy probable que así sea. Creo que tenemos algunas clases en común.

—Quería decir socialmente —corrigió él.

Marianne no era tonta y las alusiones de Desmond resultaban bastante claras. Comprendía bien su significado y creía comprender también su motivación. Suspiró.

—Sí, sí; el señor Brewster es un joven encantador y me sentiría halagada si viniera a visitarme. Por favor, dígaselo así en mi nombre —dijo.

Estaban ya delante de la puerta de la señora Simmons. Desmond le soltó la mano de su brazo.

—Puede decírselo usted misma —repuso—. Creo que pasarán mucho tiempo juntos.

A pesar del deseo de Marianne de aprender y de la ayuda de su tutor, el sendero de la educación superior no era fácil de recorrer para una mujer de la segunda mitad del siglo XIX. Las tres mujeres que asistían a la universidad de Reading tenían por delante un hueso duro de roer.

Una de ellas era una joven tímida que llevaba anteojos, recorría los senderos pavimentados con la cabeza baja, se sentaba en silencio en sus clases y cuyas notas en los exámenes superaban las de todos los caballeros de la escuela. La señorita Tamberlay invadió también la clase de Ciencias Naturales, pero Marianne había abierto ya el camino y el señor Ingle y sus estudiantes terminaron por aceptar más o menos la rendición de su fortaleza.

La otra estudiante femenina era una mujer adulta y extrovertida que opinaba igual que la señora Avery y se había matriculado principalmente porque no solía haber mujeres en la universidad.

—Las mujeres tienen que llenar las universidades —declaró—. Las mujeres tienen que entrar en política, en los negocios, en los laboratorios científicos e incluso en los tribunales de justicia. El otro día le pregunté a mi marido si creía que el lugar de una mujer estaba en la casa y si le gustaría que me quedara en casa con él todo el día y me repuso que no. Estoy aquí y no pienso marcharme, así que enséñeme algo, señor Desmond.

La señora Nebling pronunció ese discurso cuando el señor Desmond le dio la bienvenida a su clase. Marianne, a la que le gustaba más el ejemplo de la señorita Tamberlay, se sentaba en silencio a un lado. Pero se sintió obligada a volver la cabeza y sonreír a la otra mujer.

Y resultó que al señor Desmond no le sería fácil responder a aquel reto, ya que la cabeza de la señora Nebling parecía bastante impenetrable.

Resultó también que a los estudiantes les costó menos trabajo aceptar a las mujeres entre ellos que a sus profesores. La mayoría las ignoraban o presentaban sus preguntas desde un punto de vista exclusivamente masculino. Se mostraban más severos con los exámenes de ellas, les exigían más y les permitían menos; en resumen, hacían todo lo posible por desalentar su presencia allí. Desgraciadamente para ellos, se enfrentaban a tres oponentes de cuidado.

La señorita Tamberlay poseía una inteligencia incuestionable, la señora Nebling un valor a prueba de bombas y Marianne, a sus casi diecinueve años, se parecía a un camaleón en su habilidad para adaptarse a situaciones difíciles. Asistía a sus clases sin faltar ni un solo día ni llegar nunca tarde.

El señor Desmond la llevaba a menudo a cenar, pero casi siempre invitaba también a algún estudiante más. La conversación en la mesa solía ser cordial. Su tutor alentaba a Marianne a conocer a sus jóvenes compañeros y la joven, por su parte, aceptaba los intentos de emparejamiento de él con una sonrisa. No obstante, a pesar de que la intención de Desmond al apuntarla a la universidad había estado muy clara, no se sentía obligada a querer necesariamente a ninguno de sus compañeros.

La persona por la que más emoción sentía era por el joven Bernie Brewster, y esa emoción era puramente amistad y no amor.

Aunque el señor Desmond se había hecho cargo de su puesto de profesor a finales de agosto, había pasado la mayor parte del verano allí, instalándose en sus habitaciones y preparándose para su futura aventura. El decano Brimley, antiguo profesor suyo, le había asignado al joven señor Brewster para ayudarlo en el traslado y los dos iniciaron una amistad más propia de personas que se habían conocido durante años que durante sólo unos meses.

No era pues, sorprendente, que el señor Desmond invitara a menudo al joven a cenar con ellos. Y le traspasaba todas las preguntas que hacía Marianne, incluso las que versaban sobre Kingsbrook o sobre temas que Brewster desconocía. Al fin la joven renunció a tratar de incluir a su tutor en la conversación. Bernie y ella charlaban de las clases, de sus compañeros estudiantes o de sus profesores. Desmond se recostaba en su silla y los escuchaba en silencio, con expresión de divertida indulgencia.

Más tarde insistía en que el joven acompañara a Marianne a casa y la señora Simmons, que había llegado a apreciarlo, le permitía entrar a despedirse de ella.

A medida que avanzaban las semanas, Desmond encontraba cada vez más excusas para no estar con ellos.

—Vayan ustedes. Yo tengo que corregir exámenes —decía, introduciendo unos billetes en el bolsillo de Brewster para que llevara a su pupila a algún sitio.

Fue así como los dos jóvenes asistieron juntos al teatro, a lecturas de poesía o a cenas formales en días en los que el profesor estaba ocupado o cansado o se sentía demasiado mayor para acompañarlos.

Marianne aceptó lo inevitable y permitió que su tutor la emparejara con el señor Brewster. Confiaba en que el señor Desmond estuviera satisfecho y ella, por su parte, sabía que no corría ningún peligro de verse forzada a un matrimonio. Al menos, no con Bernie.

Porque el señor Bernard Brewster había encontrado el amor sin ayuda de su profesor. Se había enamorado de la señorita Rachel Tamberlay.

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Capítulo 14

Desmond creía que se estaba mostrando noble y sutil, pero Marianne no podía evitar sonreír al ver la expresión añorante de su rostro cuando se despedía de Brewster y de ella. De no ser porque el joven Bernie solía contarle confidencias, quizá se habría esforzado más en convencer a su tutor de que los acompañara.

El pobre señor Brewster creía ser la personificación de la discreción, pero la joven sólo necesitó dos ratos en su compañía para darse cuenta de los comentarios frecuentes que dedicaba a la señorita Rachel Tamberlay.

—La señorita Tamberlay es una joven encantadora, ¿no cree, señorita Trenton? —le preguntó la primera vez que Desmond los dejó solos.

—¿Rachel? Sí, claro. Encantadora. Un poco tímida tal vez.

—Eso aumenta sus encantos —suspiró Bernie.

En encuentros posteriores, Marianne descubrió que Brewster no concebía nada más encantador que los ojos azules de la señorita Tamberlay ampliados por las lentes de sus gafas. Su voz le parecía el trino de un pájaro, lo cual sorprendió a Marianne, que no la había oído hablar más que en susurros. Pero para el joven, la señorita Tamberlay era hermosa, refinada y adorable.

Lejos de sentirse insultada por la evidente preferencia de Brewster por la otra chica, Marianne sintió un gran alivio y encontró divertido el enamoramiento de su acompañante.

Al final, el muchacho acabó por confesarle que había realizado algunos progresos con su enamorada y ya le sonreía cuando sus ojos se encontraban.

—¿Esos son todos sus progresos? —preguntó Marianne dudosa.

—No me he atrevido a más, y debo confesar que hasta ahora no he tenido mucho éxito. Lo que necesito es un amigo —le dijo a mediados de octubre, cuando el señor Desmond ya no se molestaba nunca en acompañarlos—. Alguien que me ayude en la causa. Un aliado.

—¿Quieres que le hable yo a la señorita Tamberlay? —preguntó Marianne.

Brewster sonrió aliviado.

A finales de octubre, la joven le pasó la primera nota de Brewster a la otra chica. No sabía lo que ponía, pero vio que la señorita Rachel Tamberlay se ruborizaba al leerla y estuvo segura de que debía ser muy halagadora.

Sólo pudo decir que la señorita Tamberlay había parecido complacida, ya que ella no respondió a la nota. Pero en las siguientes semanas, Marianne fue la intermediaria de distintas cartas e incluso de un medallón de plata del joven y una pastilla de jabón de la señorita. Y todo eso se llevó a cabo bajo los auspicios del señor Desmond, dentro de su campaña por juntar a Brewster con su pupila.

La joven veía con resignación el papel de Cupido de su tutor. Pero era una mujer joven, menor de veinte años, que había sufrido mucho y que trataba de aclarar sus ideas a medida que entraba en la madurez. Con la mayor parte de las cosas podía mostrarse sorprendentemente fría y racional, pero el señor Desmond siempre había sido una fuente de confusión para ella.

En Kingsbrook había creído que era un hombre diabólico. Atractivo, sí; romántico, también; pero no lo que su padre habría considerado «un pilar de la sociedad». Sin embargo, en la universidad descubrió que era un profesor serio al que le importaban sus alumnos.

Pero siempre que trataba de aceptar la imagen que parecía dar en Reading, recordaba su última conversación con la señora River y no podía olvidar que su tutor, el hombre por el que se sentía atraído su corazón, ocultaba chicas en Kingsbrook, probablemente en conspiración con el tío Horace.

Y mientras tanto, Desmond creía que su plan para casar a su pupila iba por buen camino.

En noviembre Marianne cumplió diecinueve años. Aunque era más joven que Bernie y Rachel, seguía haciendo con ellos el papel de Celestina. Brewster hablaba durante horas sobre la señorita Tamberlay y sus admirables cualidades. Rachel era mucho más introvertida, pero se las arreglaba para transmitir mucha más emoción con suspiros, sonrisas y rubores.

—De verdad, señorita Marianne, no sé lo que haré si la señorita Tamberlay no regresa a la universidad después de Navidad. Usted no cree que vaya a ser ése el caso, ¿verdad?

Marianne y Bernie estaban sentados en una pequeña mesa de una de las tabernas populares entre los estudiantes. El local estaba atestado, así que el joven tuvo que inclinarse sobre su plato de ternera y col para conseguir hacerse oír.

—Creo que la señorita Tamberlay no se siente cómoda aquí, pero no le gustaría interrumpir su educación. Es una chica muy inteligente —repuso Marianne con seriedad.

—¿Inteligente? Desde luego. Es mucho más inteligente que yo. No soy tan tonto como para no darme cuenta. ¿Le ha dicho quizá que no quiere tener nada que ver con un perfecto idiota como yo?

—Oh, señor Brewster, es usted ridículo —se rió ella.

—Estoy enamorado —explicó él con sencillez.

—Exacto. Ahora preste atención. Me ha preguntado si la señorita Tamberlay dejaría la universidad después de Navidad. Mi respuesta ha sido que, por un lado es muy tímida, pero por el otro, disfruta con la oportunidad de aprender. Ahora le diré otra cosa. Si ésas fueran las únicas consideraciones a tener en cuenta, creo que la señorita Tamberlay dejaría la universidad aliviada. Pero, como usted sabe, hay otra atracción que la mantiene aquí.

—¿Yo? —preguntó Bernie esperanzado.

—Usted.

Era la primera semana de diciembre, faltaban sólo tres semanas para las vacaciones y al joven le preocupaba que su amada no volviera.

—¿Por qué no se lo pregunta? —dijo Marianne.

—¿Si va a volver?

—Si va a volver por usted —corrigió la chica—. Reúna valor y dígale lo que siente. Es usted muy estúpido si no ve que siente lo mismo que usted.

Bernie frunció el ceño, dudoso, aunque al mismo tiempo sonreía halagado. Marianne se echó a reír al verlo.

—Creo que debe pedirle que se case con usted.

—¿Casarse? —exclamó el otro.

La joven asintió con solemnidad.

—No podría… ¿cree usted que…? ¡Oh, no!

—Pídaselo.

Bernie la miró a los ojos con desesperación. De repente, dio un puñetazo en la mesa.

—¡Por Júpiter! —gritó—. ¡Lo haré! Ha sido usted muy amable, señorita Trenton, pero hay momentos en los que un hombre tiene que actuar por sí mismo. Lo haré la semana que viene.

—Hoy. Después de la clase de Química del señor Rogers —repuso la joven con firmeza.

—Yo no estudio Química —protestó él.

—La señorita Tamberlay sí.

—¿Lo ve? ¿Qué le decía? Una chica lo bastante inteligente como para estudiar Química no querrá casarse con un imbécil.

—Sí querrá. Y debe pedírselo hoy.

Peter Desmond estaba sentado en su escritorio. Su despacho estaba frío y oscuro, salvo por la lámpara que había encendido justo encima de su cabeza.

Revisaba las interpretaciones de los estudiantes sobre el conflicto entre Paris y Menelao en la Ilíada, pero no conseguía concentrarse por completo en sus opiniones, que variaban poco de un papel a otro. Trataba de felicitarse por la buena marcha de sus planes. Marianne y el joven Brewster se habían vuelto inseparables. Hasta los profesores comentaban aquel hecho, así que debía ser algo aceptado y bien conocido entre los estudiantes.

Se acercaban las vacaciones de Navidad y suponía que entonces harían públicas sus intenciones. Siempre que el joven Brewster entraba en su clase, Desmond se preparaba interiormente para que lo llamara a un lado y le pidiera su bendición. Pero pasaban los días y eso no ocurría. Marianne lo saludaba todas las mañanas con la inocencia de una margarita y eso lo estaba volviendo loco.

Cranston y Dweeve habían actuado con discreción y le habían informado de que los negocios de Horace Carstairs habían sufrido un serio descalabro, aunque el prestamista ignoraba quién era el responsable. Era mejor así, claro, pero Desmond estaba decidido a librarse permanentemente de Carstairs y casar a su pupila. En otro tiempo, había incluso pensado en protegerla él mismo con el matrimonio, pero Marianne había dejado muy claro que nunca podría pensar en él de un modo romántico.

Se llevó una mano a la frente y le sorprendió ver que sus dedos temblaban. Había conseguido disciplinarse hasta conseguir pensar pocas veces en ella cuando no la veía. Incluso cuando estaban juntos en Kingsbrook, se había convencido de que su relación maduraba hacia una estabilidad platónica que no pondría en peligro a ninguno de los dos. Pero allí en Reading, donde la veía todos los días en su clase, su sonrisa, su voz, la presión de la mano de ella sobre su brazo y el delicado aroma de su persona había vuelto a encender los deseos aquietados con tanto esfuerzo.

—¿Señor Desmond?

Apartó la mano del rostro, sobresaltado, y la vio delante de él como una aparición.

—¿Marianne?

—Oh. Espero que no estuviera durmiendo —sonrió ella.

—Desde luego que no. Sólo corrigiendo unos papeles. ¿Qué hora es?

—Bastante tarde. Son casi las siete. Le he estado esperando cerca de la biblioteca.

—¿Esperándome? ¿En una noche como ésta? ¿Y dónde está Brewster? Hace una hora que debería haberla acompañado a casa.

—Bernie tenía que ocuparse de un asunto importante. Le he dicho que no se preocupara por mí, que usted me acompañaría a casa.

—Pues debería haberse preocupado por usted —repuso el hombre, amontonando los papeles—. Quizá deba hablar con nuestro amigo y recordarle sus responsabilidades.

Se puso en pie y apagó la lámpara.

—¿Qué responsabilidades? —preguntó Marianne, agarrándose de su brazo—. No es mi niñera y, si usted no ha abdicado por completo de sus deberes, tampoco es mi tutor. Vámonos ya. Estoy cansada y tengo frío; y usted tiene hambre. Lo sé porque siempre se vuelve gruñón cuando se retrasa en comer.

Desmond lanzó un gruñido y Marianne se echó a reír. Abandonaron juntos el edificio de ladrillo. Hacía una noche clara y fría.

—¿Dónde quiere cenar? —preguntó el hombre—. ¿En el Treemore?

Marianne negó con la cabeza.

—En algún lugar más tranquilo. Esta noche no me siento exuberante.

—La comprendo.

A él tampoco le apetecían las luces y risas de la ruidosa taberna. Marianne y él no pasarían muchas más veladas tranquilas juntos.

—¿Le importaría mucho comer carne fría con pan y queso? Lo que le falta al lugar en menú lo compensa en calor y tranquilidad.

—Me parece ideal. ¿A qué misterioso sitio piensa llevarme?

—A mis habitaciones. Tengo comida a mano para días como éste, en los que me siento viejo y no me apetece congeniar con los muchachos.

—¿Y se me permite entrar en sus habitaciones o su casera es como la señora Simmons y tendrá que introducirme a escondidas por una de las ventana?

—Mis habitaciones consisten en el piso bajo de una casa, que disfruto en exclusiva. Tengo libertad para hacer lo que quiera.

La casa a la que se refería era un edificio de dos plantas cercano al campus, una de cuyas paredes estaba cubierta por hiedra. Tardaron sólo unos minutos en llegar y Desmond abrió la puerta y le hizo pasar. Era un lugar muy distinto a Kingsbrook. Todo estaba ordenado y resultaba previsible. Había un espejo encima de la mesa del recibidor. La sala de estar contenía un diván bajo tapizado en una tela rosa estampada, y dos sillones a juego. La estancia podía haber sido amueblada por la abuela del señor Desmond y, sin duda, había sido heredada tal cual del dueño anterior.

Desmond se volvió y tomó una palmatoria.

—Comamos en la mesa de la cocina. Hace demasiado tiempo que nos conocemos para que tengamos que andarnos con miramientos.

La cocina era básicamente utilitaria. El hombre sacó el pan y la carne y el queso prometidos. Marianne preparó unos sándwiches y comieron a la luz de las dos única velas que se había molestado él en encender.

Había una cocina de carbón que había encendido él al entrar y que no tardó en calentar la pequeña estancia.

—Presumo que las intenciones de Brewster serán serias —dijo el hombre inesperadamente.

—Muy serias —repuso ella con ligereza.

—Y honorables —prosiguió él.

Marianne se vio obligada a sonreír.

—Oh, muy honorables —le aseguró.

—No ha hablado conmigo, ¿pero supongo que habrá algún anuncio formal en un futuro cercano?

—Eso creo.

—Brewster es un buen hombre. Tal vez no muy brillante, pero tiene buen corazón que es mejor que una inteligencia superficial.

Marianne no necesitaba que nadie la convenciera de aquello.

—Estoy completamente de acuerdo.

—Desde luego que sí —el hombre inclinó la cabeza hacia su plato—. Será un buen marido —continuó.

—Mejor que bueno. Tengo entendido que su deseo es hacer completamente feliz a su esposa —dijo ella.

—¿Y es usted feliz? —preguntó Desmond.

La respuesta de ella le dolería mucho, pero tenía que preguntarlo para asegurarse.

—Lo que yo sienta no importa —repuso la joven.

—¿Cómo que no importa? ¡Maldición, jovencita! Está usted a punto de casarse con él.

—Yo no —repuso ella—. Si mis palabras de aliento han sido escuchadas, el señor Brewster debe estar en este momento proponiéndole matrimonio a la señorita Tamberlay.

Desmond la miró atónito. Marianne tomó un sorbo de leche del vaso que le había servido antes.

El hombre notó que sus sueños se derrumbaban a su alrededor como un castillo de naipes. Le gustaba Brewster. Era un hombre sólido, el tipo de persona que podía proteger a Marianne con un escudo impenetrable de respetabilidad. Sería un marido inofensivo y sincero que, al casarse, se instalaría allí mismo, en la ciudad. Desmond no se lo había confesado nunca, pero aquello era, tal vez, lo que más le gustaba de él.

Pero el joven Brewster no se casaría con Marianne.

El castillo de sueños se derrumbó por completo y el hombre se sintió feliz. Sintió deseos de saltar y gritar, pero se limitó a enarcar las cejas.

—¿En serio? —preguntó.

—Oh, sí. Están locos el uno por el otro, pero son muy tímidos. La verdad es que yo he jugado un papel instrumental en su amor —dijo con alegría. Sonrió con picardía—. Parece que uno de nosotros ha tenido éxito en su papel de Cupido.

Se puso en pie antes de que él tuviera tiempo de negar nada y tomó los platos.

—Permítame que le ayude con esto.

Desmond había preparado la cocina de modo que en ella cupiera una persona cocinando. No había apenas sitio para dos personas trabajando a la vez. Mientras Marianne fregaba los platos y los pocos utensilios utilizados y se los pasaba para que los secara no podían evitar que sus hombros se rozaran. Los dos fueron rápidamente conscientes de que no habían estado tan cerca desde el día de Nochevieja.

—¿Le molesta lo de Brewster? —preguntó el hombre con suavidad.

—Nada de eso. Pero gracias por preguntar. Eso demuestra más consideración por mis sentimientos de la que demostró cuando eligió arbitrariamente al señor Brewster para mí.

—Pensé que usted y él podían tener algo en común, que disfrutarían con la compañía del otro. ¿Me equivoqué?

—No, desde luego que no —suspiró ella.

—Lo único que me interesa es su felicidad —dijo él con sinceridad.

Estaban muy cerca y Marianne pudo mirarlo a los ojos. En ellos no había mentira ni engaño.

La habitación estaba en silencio y el momento se prolongó. Desmond se inclinó despacio hacia ella y Marianne echó la cabeza hacia atrás y le ofreció los labios.

Pero el hombre no aceptó la invitación. En lugar de eso, agarró el barreño con el agua de fregar los platos y fue a vaciarlo a la puerta de atrás.

—Tú podrías ser mi felicidad, Peter Desmond, si supiera qué clase de hombre eres —susurró la joven cuando no podía oírla.

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Capítulo 15

En menos de una semana todo el campus sabía ya que Bernie Brewster y la señorita Tamberlay iban a casarse.

—La señorita Rachel cree que no volverá a la universidad, pero le he dicho que viviremos aquí en Reading y, si más adelante desea proseguir sus estudios, yo la apoyaré —le contó el joven a Marianne una semana después.

La feliz pareja se había tropezado con ella al salir de clase y los dos insistieron en que los acompañara a una cena temprana.

Marianne sonrió.

—¿Y cuándo será la boda? —preguntó.

Rachel se ruborizó y Brewster le tomó una mano con cariño.

—A principios de año. En Navidad presentaré a la señorita Tamberlay a mi familia. Habrá visitas, tés, fiestas, salidas. Ya se imagina que no tendremos tiempo de celebrar una boda. Después de Navidad tengo que ir a Londres unos días para ocuparme de un asunto de mi padre. Pero nos casaremos en cuanto regrese. Usted está invitada, por supuesto. La señorita Rachel y yo no queremos casarnos sin que esté usted presente.

Su prometida murmuró su acuerdo a aquellas palabras.

—De acuerdo, si estoy en Reading, asistiré —sonrió Marianne.

—¿Qué quiere decir con eso?

—No sé si volveré a la universidad.

—¿No? ¿Qué opina el señor Desmond de eso?

—No se… —empezó a decir Marianne, pero se interrumpió—. Regrese o no a la universidad, asistiré a su boda —concluyó.

—Puede estar segura de que será algo grande —musitó Brewster; tomó a su prometida por la cintura y se la apretó con gentileza.

Marianne sonrió con calor y la señorita Tamberlay se ruborizó.

Las clases terminaron la segunda semana de diciembre.

En la última semana tuvieron lugar los exámenes. Marianne los pasó, pero no con honores: era una mujer juzgada por una universidad masculina y machista. Pero terminó las clases y se sintió contenta de haber aprendido lo que había ido a aprender.

El señor Desmond tuvo que quedarse unos días para terminar de corregir los exámenes y la animó a que alquilara un carruaje y volviera a Kingsbrook sin él. A la joven no le gustó la idea de dejarlo en esa época del año. Se sentía muy sentimental esos días, tal vez por la Navidad o por su decisión de no volver a la universidad o por el nudo que se le formó en la garganta cuando su tutor le aseguró que Bernie cuidaría bien de ella.

Al fin terminó Desmond su trabajo y pudo disfrutar de su mes de vacaciones. Su pupila y él dejaron Reading una semana antes de Navidad. Había nevado y la nieve había enlodado los caminos. Cuando llegaron a Kingsbrook, ya por la tarde, ambos estaban cansados, hambrientos y llenos de barro de la cabeza a los pies.

—¡Santo Cielo, señor! ¿Qué ha ocurrido? ¡Señorita Marianne! ¡Qué desastre!

—Sé muy bien que estamos muy sucios, señora River —Desmond saltó del carruaje y tomó a Marianne en sus brazos.

—Y apuesto a que también cansados —sonrió el ama de llaves mientras la joven trataba de recuperar el aliento que había perdido al tomarla Desmond en sus brazos.

—Ganaría la apuesta, señora River. Recuérdeme que no apuesta nunca contra usted. ¡Rickers!

El hombre se materializó de inmediato al otro lado del carruaje y Desmond le lanzó las riendas del caballo y le dio instrucciones para que se ocupara de él. Luego desapareció en la casa, dejando que la señora River acompañara a Marianne.

—Debe haber sido un viaje terrible —musitó el ama de llaves, mirando la puerta por la que había desaparecido el hombre.

—No es eso —repuso la joven.

—¿No? —la mujer se volvió hacia ella.

—Me temo que el señor Desmond y yo hemos tenido unas palabras —le explicó Marianne.

—¿En serio, señorita?

La joven reconoció la curiosidad que expresaba su voz, pero no se sentía capaz de satisfacerla en ese momento.

Posiblemente aquél no había sido el mejor día para comunicar su decisión a su tutor, pero él le había preguntado por sus planes para el año siguiente y había hecho algunos comentarios agradables respecto a Howard Collins.

—No volveré a la universidad —le dijo la joven—. El señor Desmond no se tomó bien la noticia.

—¿No volverá? ¿Cómo que no volverá? Tiene que volver.

—¿Por qué?

—Para proseguir sus estudios, disfrutar de la vida social…

—¿Para buscar pretendiente? No creo que mi presencia sea necesaria, si usted ya ha elegido al siguiente —replicó ella, sarcástica—, ¿O quizá es que no me quiere en Kingsbrook? —preguntó.

Una vez ya en la casa, le hubiera gustado poder retirar aquellas palabras, pero no era posible.

—Estaré en mi cuarto, señora River. Si la señora Rawlins tiene sopa caliente, dígale a Candy que me traiga un tazón —dijo.

El ama de llaves contestó que se encargaría de ello y, aunque hubiera preferido seguirla arriba para descubrir lo que había ocurrido entre el señor y ella, se volvió hacia la cocina. Si Marianne no le explicaba el altercado, no le quedaba más remedio que hacer especulaciones con la señora Rawlins.

Una vez en su cuarto, la joven se quitó la ropa manchada de barro y echó agua en la palangana.

Tomó el jabón con impaciencia y frotó con él la esponja. Se alegraba de que el agua estuviera fría, de la sensación de la esponja húmeda contra su piel. Se limpió el rostro y las manos y se quitó como pudo el barro del cabello.

Después de secarse, se puso un camisón largo de franela, dispuesta a pasar el resto de la tarde en su habitación. El camisón era cálido y cómodo y el cuarto familiar calmó un tanto su enfado. No era una persona colérica y no le gustaba enfadarse, en especial con el señor Desmond. Aun así, si pensaba en el modo en que había llegado a aquella casa, el control tiránico que él había ejercido sobre su vida desde entonces y las sospechas que tenía en relación con él, no hubiera sido de extrañar que se enfadara más a menudo. Se dejó caer sobre la cama con un suspiro y reconoció que eso no le resultaba fácil.

Oyó una llamada suave en la puerta. Pensó que se trataba de Candy y corrió a abrirla.

Pero no era la doncella, sino Peter Desmond.

—¡Señor Desmond! —exclamó la joven. Miró horrorizada su camisón y buscó su bata con la vista. La vio en el suelo y la agarró de inmediato—. No lo esperaba.

—La señora River ha dicho que quería tomar sopa en su cuarto y me he ofrecido a traérsela.

—Ha sido muy amable. Entre. Déjela ahí —señaló la cómoda.

—¿Por qué no se la dejo aquí, al lado de la cama?

—Sí. De acuerdo. Gracias.

El hombre depositó la bandeja con cuidado y se enderezó, pero no se acercó a la puerta.

—Marianne —empezó a decir con una voz razonable—. Tenemos que resolver nuestras diferencias respeto a la universidad.

—Estoy decidida —musitó ella con calma—. Ahora sólo queda que usted acepte mi decisión.

—Yo creo…

—Sé muy bien lo que cree. Lo ha dejado muy claro. Pero no tengo intención de regresar a la universidad. Como ya he dicho, le agradezco la oportunidad que me ha dado y creo que puedo proseguir mis estudios aquí, en la biblioteca de Kingsbrook.

—No dudo de su iniciativa y su capacidad y, si fuera sólo cuestión de estudios, le permitiría hacerlo. Pero hay otras consideraciones más personales. Ya hemos hablado de ellas.

—¡No! ¡No! Lo decidió usted solo y esperó que yo obedeciera. No hablamos de ellas. Yo pensaba que le agradaría mi propuesta.

—Está siendo muy poco razonable, Marianne.

—Al contrario, soy muy razonable. No quiero volver a la universidad para que usted me exhiba como un trofeo.

—No sé por qué dice eso. La mayoría de los jóvenes de la universidad son unos caballeros. Y ya le expliqué que no tengo otro modo de introducirla en la sociedad. Creí que lo había comprendido.

—Su objetivo no es introducirme en la sociedad. Lo que usted quiere es que me case y terminar así conmigo. Eso lo comprendo perfectamente. Por eso fui a la universidad, conocí a los supuestos pretendientes y no me interesa ninguno de ellos.

—Si volviera y aprendiera a conocer mejor a Collins o quizá al señor Dowling, tal vez…

La joven lo interrumpió.

—Conózcalos mejor usted y tome una decisión. De todos modos, piensa elegir por mí, así que mi presencia no es necesaria. Los chicos ya me conocen y yo a ellos también. Elija el que quiera que se case conmigo.

—Habla como si quisiera librarme de usted —protestó él.

—Y así es. Siento que no le guste lo que digo, pero le aseguro que he llegado a aceptar ese hecho.

—No puedo dejarla sola en Kingsbrook —comentó el hombre, cambiando de táctica.

—¿Oh? ¿No sería buena idea? ¿Hay algo que no quiere que descubra? —preguntó ella con suspicacia.

Desmond la miró sorprendido.

—En absoluto. Es decir, normalmente, no.

—Ajá. Así que sí hay algo raro aquí en Kingsbrook.

—¿De qué está hablando? Creo que el viaje la ha dejado agotada.

Marianne se apartó de él.

—Supongo que tiene razón —murmuró—, Estoy cansada y hambrienta.

—Desde luego. Hablaremos después de su regreso a la universidad.

La joven lo miró con rabia.

—¿Es que no lo comprende? —preguntó—. Quiero quedarme aquí. ¿Cómo puedo hacérselo comprender? —preguntó.

—Lo comprendo, Marianne. Le gusta Kingsbrook. Hay otros lugares en los que puede disfrutar, pero siempre queda un hilo invisible que la une a esta casa, que le da estabilidad.

A la joven le sorprendió oír sus sentimientos expresados con tanta claridad.

—Sí, sí —susurró.

—¿Y es sólo Kingsbrook? —preguntó él con suavidad.

—Es el único sitio que considero un hogar —musitó ella, eludiendo su pregunta—. No quiero marcharme.

Desmond le tomó una mano. Sus dedos eran largos y fuertes, pero sostenían la mano delicada de ella con la suavidad con la que sostiene una madre a su bebé.

—¿Aunque no siempre haya sido feliz aquí?

—He sido feliz aquí —repuso ella bajando los ojos.

Desmond suspiró.

—¡Oh, Marianne! No la he dejado en paz desde que nos conocimos, ¿verdad? Mire lo que he hecho con su vida y usted, sin embargo, se ha mantenido agradable y animosa y tan joven y hermosa como la primera vez que la vi.

—No tan joven —corrigió ella— ¿Y qué ha hecho usted con mi vida? Me rescató del tío Horace y me ha dado una educación. Se ha portado muy bien.

—Pero no lo suficientemente bien.

Seguía sujetándole la mano, pero no la atrajo hacia sí ni hizo ademán de abrazarla. Hablaba con suavidad, sin esperanza ni urgencia, y aunque estaban muy cerca el uno del otro, era como si los separara un abismo. La actitud de él era de tristeza y Marianne sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Admito que he cometido algunos errores monstruosos desde que la conozco. Y antes de conocerla también. Pero créame, Marianne, haría lo que fuera porque nos comprendiéramos. ¿Hay alguna posibilidad de lograrlo? —preguntó con humildad.

La miró, pero ella no levantó la vista. Negó con la cabeza y a Desmond se le encogió el corazón.

—¿Cómo puede hablar así? ¿Cómo puede pedirme que ignore lo que sé de usted? —susurró ella.

Se refería al secreto que él ocultaba en Kingsbrook, pero su tutor tomó sus palabras como una acusación por lo ocurrido la primera noche que ella pasó allí.

Le soltó la mano y dio un paso atrás.

—No puede, desde luego —repuso con frialdad—. Ha sido una estupidez pedírselo. Pero en ese caso, tiene que comprender que es mi deber asegurar su futuro lo mejor que pueda. Debe casarse por su bien, no por el mío. Los jóvenes de la universidad me parecieron una buena opción para empezar, pero no le impondré mi decisión —forzó una sonrisa—. Ya hablaremos de esto más tarde.

Había retrocedido un paso, pero seguían estando cerca. La joven levantó una mano y le apartó un mechón de pelo.

—Desearía… —susurró.

—El momento de los deseos ha pasado —le tomó la mano, se la llevó a los labios y la besó con suavidad, pero con una finalidad que le partía el corazón a ella—. Se le enfría la sopa.

Marianne había olvidado por completo la sopa y miró la bandeja con disgusto.

—Ya está fría —contestó—. Y además, ya no tengo hambre.

—Tonterías. Ha tenido un día duro y necesita comer algo. Baje conmigo a la cocina y le pediremos a la señora Rawlins que se la caliente. Quizá tenga otro tazón para mí —volvió a agarrar la bandeja—. Y una rebanada de pan —añadió.

—Y quizá un poco de queso —sugirió ella.

—Y un trozo de jamón o carne fría.

—Y una porción de tarta.

Como hacían siempre, ambos se esforzaron en ocultar bien sus sentimientos personales. Si Marianne Trenton y Peter Desmond no tenían cuidado acabarían protegiendo tan bien sus sentimientos que nunca serían felices.

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Capítulo 16

La sensación de abandono y desconfianza de Marianne aumentó bastante gracias al comportamiento del señor Desmond aquellas navidades, probablemente las últimas que ella pasaría en Kingsbrook.

Los Dudley y los Rommer les enviaron invitaciones, pero su tutor las rechazó todas e insistió en que pasaran aquellos días solos en Kingsbrook, aunque él los pasaba en la biblioteca y la joven en su cuarto o haciendo compañía a la señora River en la sala de estar.

En años anteriores, el señor Desmond había dado alguna fiesta para los vecinos, pero aquel año no se molestó en preparar ninguna.

—¿Qué planes hay este año para Nochevieja? —preguntó un día la joven a la señora River.

—No hay planes, señorita.

Marianne enarcó las cejas.

—¿Ninguno? Pero el señor Desmond siempre…

—Este año no. Tengo entendido que este año el señor asistirá a una fiesta en Reading.

Y así fue. Aquel día salió de la casa sin despedirse y Marianne se quedó sola, inmersa en sus pensamientos y condenada a recibir el año nuevo sin él.

El día era claro y brillante. El arroyo estaba congelado. Cuando desayunaban en la cocina, Rickers les dijo que ese hecho resultaba muy raro.

—Sólo recuerdo que haya ocurrido tres o cuatro veces. Tiene que hacer un tiempo frío y seco para que pase.

Hacía demasiado frío para salir, pero a Marianne le gustaba la biblioteca y, en ausencia del su tutor, podía disfrutarla en exclusiva mientras el ama de llaves seguía en la sala de estar. James y Candy, pues, se vieron obligados a encender fuego en ambas habitaciones. La señora River, contrariada porque la joven no hubiera querido reunirse con ella, se retiró temprano. Era la señal, explícita o no, de que acababa el día y James y la doncella podían retirarse a su vez. Marianne tuvo que ocuparse de atizar el fuego con la leña que Rickers le había dejado en la biblioteca antes de irse.

La joven no deseaba acostarse todavía. Era Nochevieja. Tal vez estuviera sola, pero sabía dónde se guardaba el jerez y estaba decidida a brindar a medianoche.

Leyó un poco y, a medida que avanzaba la hora y la casa se quedaba en silencio, dormitó a ratos en el sillón de cuero colocado delante del fuego.

La señora River le había pedido que fuera a la sala de estar, pero esa noche deseaba estar allí, en la biblioteca. Era la estancia que más le gustaba, al igual que el belvedere era la zona exterior que más apreciaba. Ambos lugares formaban parte de su vida, parte de ella. Los dos habían contribuido a convertirla en la mujer que era.

Y el señor Desmond, que la había llevado allí tanto tiempo atrás, estaba haciendo todo lo posible por separarla de Kingsbrook. Por romper para siempre los lazos que la ataban allí. Sin duda para poder convertir la casa en… ¿qué? ¿Un mercado de mujeres? ¿Una casa de prostitución? Era demasiado horrible.

No pudo evitar que le remordiera la conciencia al darse cuenta de que lo que más lamentaba de todo aquello era perder Kingsbrook.

Se acomodó en el sillón y colocó la mejilla contra su brazo. Al adormilarse, se le ocurrió que allí podía oler al señor Desmond. Soñó, pues, que sus brazos la rodeaban y que apocaba la cabeza contra su hombro.

¿Era la casa lo que temía perder? ¿Era Kingsbrook?

El reloj dio los tres cuartos. Era casi medianoche. Marianne se incorporó para estar despierta cuando empezara el año y oyó una conmoción en la puerta principal.

—«Resistid los comienzos», dijo Ovidio; «cuando la enfermedad lleva tiempo fortaleciéndose, el remedio llega siempre demasiado tarde». Creo que hablaba de la botella o del maldito Año Nuevo.

Era el señor Desmond. Marianne se puso en pie y miró la puerta de la biblioteca con ojos muy abiertos. Sólo había dos quinqués encendidas y el que estaba colocada a sus espaldas creaba una especia de aura a su alrededor.

—Pareces un ángel —susurró el hombre.

—Y usted parece que ha estado bebiendo —repuso ella.

Su ropa estaba arrugada y su expresión era una mezcla de diversión y seriedad.

—Bueno, sí —admitió. Sus ojos cayeron sobre la mesa y el vasito de jerez que se había servido ella—. Pero veo que no soy el único que bebe esta noche —entrecerró los ojos y sonrió ampliamente al reconocer la bebida—. Pero no. Eso es nuestro brindis de Nochevieja. Queremos asegurarnos de que el año nuevo sea bueno, ¿verdad? El mejor de nuestra vida. Los dos vamos a necesitar una porción extra de la poción mágica para pasar este año. Me alegro de que me hayas esperado para el brindis.

—Es evidente que usted no ha esperado a que llegara el brindis para beber —dijo ella.

—¡Shhh! —se volvió y cerró la puerta a sus espaldas con gran cuidado—. Es cierto que mis amigos… bueno, ya los conoce, señorita Trenton. Son el señor Greg, quien sabe imitar muy bien al decano Brimley, Whiteny, Dowling y el señor Collins. No debemos olvidar al señor Collins. Prácticamente es ya uno de la familia. O lo será pronto, cuando usted se deje de tonterías y tome una decisión. Oh, y había otro, ese que habla con afectación y lleva esos anteojos tan ridículos.

—¿Se refiere al señor Brown?

—Sí, claro, el señor Brown. Uno de mis más íntimos amigos. Bueno, todos queríamos cerciorarnos de que el año nuevo aterrizaba con suavidad, así que hemos decidido beber lo suficiente como para llenar un estanque. Al menos, eso es lo que creo que queríamos hacer.

Había permanecido de pie al lado de la puerta durante su discurso, pero comenzó después a tambalearse peligrosamente y Marianne corrió a su lado para ayudarlo a sentarse. Había una silla cerca de la puerta en la que quería sentarlo, pero el hombre tiró de ella hacia el sillón que acababa de abandonar la joven.

—¡Está borracho! —dijo ella con desaprobación.

—No puedo estar tan borracho si todavía soy capaz de hablar —musitó él con orgullo—. Oh, aquí hace mucho calor —musitó, dejando caer la cabeza sobre el brazo del sillón.

Marianne no sabía qué hacer. Probablemente debería despertar a la señora River. ¿O sería mejor llamar a James? Alguien tendría que ayudar al señor Desmond a meterse en la cama y suponía que eso lo haría James, ¿pero debía llamarlo ella o pedirle al ama de llaves que lo hiciera? ¿Y podía dejar allí solo a su tutor tan cerca del fuego?

Mientras permanecía de pie dudando sobre lo que debía hacer, el hombre empezó a hablar, no con voz alta de borracho, sino con suavidad, con un tono conmovedor.

—¿Sabes? —musitó—. A veces, cuando me siento en este sillón, imagino que puedo oler tu aroma. No sólo el jabón del baño o tu colonia. Tengo la impresión de poder olerte a ti —levantó la cabeza y fijó la vista en el fuego—. Y a veces, cuando te siento, cierro los ojos e imagino que te tengo en mis brazos —movió las manos sobre los lados del sillón y acarició el cuero con sus dedos—. Que esta suavidad que siento eres tú.

Marianne contuvo el aliento. Acababa de describirle su propio sueño. Eso era lo que ella imaginaba sobre él.

—Será mejor que vaya a avisar a la señora River —murmuró.

Desmond estiró un brazo y le tomó la mano antes de que pudiera moverse.

—No me dejes, Marianne —susurró con fiereza.

La joven luchó por liberar su mano, sin conseguirlo.

—Necesita a la señora River —dijo.

Desmond levantó la otra mano y la agarró por el hombro, forzándola a acercarse a él.

—¡No necesito a la señora River! ¡Te necesito a ti!

De repente le soltó la mano y la sujetó por la cintura. La joven perdió el equilibrio y cayó sobre sus rodillas.

Desmond la besó con fuerza en los labios. Marianne se quedó un instante sin respiración y no tuvo más remedio que rendir sus labios a la presión de los de él. Abrió la boca, pero, antes de que el beso se hiciera más íntimo, apartó la cabeza y tomó aliento con un sollozo.

Desmond enterró su rostro en la curva formada por el cuello y el hombro de ella. Su boca recorrió la piel de su garganta y la punta de su escote.

—Te necesito —repitió, levantando la cabeza y moviendo la mano para desabrocharle el vestido—. Te deseo. Te he deseado desde el momento en que te vi hace tres años. ¿Sólo hace tres años? A mí me parece una eternidad. Siempre has estado cerca y, al mismo tiempo, inalcanzable para mí. Y ahora me dejarás para siempre. No puedo dejarte marchar sin antes probar el fruto, Marianne.

La joven no había permanecido quieta escuchándolo. Se había movido y tratado de liberarse. A pesar de la firmeza de su voz, el señor Desmond seguía borracho y, cuando aflojó la presión para abrirle el vestido, ella consiguió rodar desde sus rodillas hasta el suelo. Se incorporó con rapidez y se apartó de él, pero el hombre no le había soltado el vestido, un trozo del cual se hallaba ahora en sus manos. Marianne no tenía los pechos completamente desnudos, pero él le había rasgado también la camisa y la tela se movía con ella, dejando ver a Desmond trozos de su piel.

Se puso en pie a su vez y trató de agarrarla, pero ella se mantuvo lejos de su alcance. Hubiera salido corriendo del cuarto, pero Desmond había conseguido colocarse entre ella y la puerta. Estaba de pie a cierta distancia de él y mirándolo con nerviosismo.

El hombre tendió de nuevo la mano, pero no para atraparla. Fue más bien un gesto de súplica.

—Marianne —susurró—. ¿Por qué no me quieres? ¿Estos años juntos no han conseguido dejar la menor marca en ese corazón tuyo de porcelana? Oh, sí, estoy seguro de que me consideras un tutor amable, una especie de tío. Pero yo no quiero ser tu tío ni tu mentor, ni siquiera un amigo en quien se confía. Te quiero a ti. Y creí que, si era amable, si te daba tiempo, podría derretir tu barrera de hielo.

Se le doblaron las rodillas y se sentó de golpe en la silla situada al lado de la puerta.

—Y si no lo conseguía —prosiguió con un suspiro—, confiaba en poder construir una barrera de hielo propia. Olvidarte, ignorar lo que le has hecho a mi vida, la parte de mi vida en que te has convertido.

La respiración de la joven se había tranquilizado, y sujetaba la tela rasgada contra su pecho lo mejor que podía.

—Déjeme salir, señor Desmond —musitó con voz razonable, tratando de ocultar el pánico que sentía.

—«Déjeme salir, señor Desmond» —se burló él—. Esa ha sido siempre tu única súplica, Marianne. Yo te he dado mi corazón. Si me dejas por otro sin haberte poseído nunca, eso me matará. De todos modos, lo mejor de mí morirá cuando te vayas. Dame sólo esto. Sólo te pido una noche, que vengas voluntariamente a mi cama por una vez, sin esas malditas lágrimas que llevan años atormentándome. ¿Es demasiado pedir?

Apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos.

—Yo te he dado mi alma. ¿No me darás tú nada a cambio? —murmuró.

—Me lo jugaré a las cartas —dijo ella de repente.

Desmond abrió los ojos y levantó la cabeza.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que nos lo jugaremos a las cartas —repitió la chica—. Si gana usted, podrá tenerme. Iré voluntariamente a su cama sin llevar otra cosa que una sonrisa invitadora. No habrá ninguna lágrima.

—¿Y si ganas tú?

—Me quedo con Kingsbrook.

Hubo un silencio atónito. Casi resultaba posible escuchar los pensamientos del señor Desmond y su esfuerzo por comprender.

—¿Te quedas con Kingsbrook? —preguntó al fin.

—O me entregaré a usted.

Desmond cerró los ojos y dio la impresión de estar considerando seriamente la propuesta.

—Se valora usted muy alto, señorita Trenton, para suponer que vale tanto como esta propiedad.

—Yo diría que lo que importa es cuánto me valora usted, señor Desmond —repuso ella con frialdad.

—Eso es cierto. Y la valoro mucho —guardó silencio un instante y luego asintió con la cabeza—. Lo considero una apuesta equiparable —dijo al fin.

—¿Jugamos, pues?

—¿Ahora?

Pareció sorprendido de nuevo por la inmediatez de la propuesta, pero sus ojos, fijos en el vestido roto de ella, en la prenda de seda que trataba de mantener en su sitio con una mano, despedían fuego.

Marianne miró también su vestido.

—Si no le importa, podría prestarme su chaqueta. A menos que prefiera que lo dejemos para otro momento en que esté sobrio. Supongo que los dos querremos tener todas nuestras facultades en esa partida.

—Mis facultades están muy bien y temo que, si estoy completamente sobrio, no querría correr el riesgo. No hay mejor momento que éste y creo que ya he esperado mucho tiempo mi premio.

Se quitó la chaqueta y se la tendió a Marianne.

—Yo también —repuso ella.

Se sentaron uno enfrente del otro en la pequeña mesa de juego que Desmond apartó de la pared. Sacó un mazo de cartas.

—El sello está intacto —dijo.

Se la ofreció para que la inspeccionara y comprobara que las cartas eran nuevas. Su mano temblaba un poco, pero conseguía sujetar el mazo con relativa firmeza.

La chica asintió con la cabeza y el señor Desmond sacó las cartas del paquete. Las barajó dos veces con rapidez. Antes de que pudiera hacerlo por tercera vez, Marianne le tocó el dorso de la mano.

—Es obvio que tiene usted más experiencia que yo —dijo—. Puede incluso que quiera utilizarla para ganarme. No debe hacer trampas, señor Desmond. La apuesta es demasiado alta.

—Yo no haría trampas, señorita Trenton. Tiene mi palabra de que será una partida justa y limpia.

Su sinceridad del momento no podía dar por descontado que no se le hubiera ocurrido la idea de ocultar uno o dos ases. Amaba Kingsbrook casi tanto como deseaba a la joven y la idea de perderlos a ambos era casi más de lo que podía soportar. Pero de todos modos perdería a la chica. Si no era un joven de su elección, antes o después llegaría otro hombre a su vida. Esa era su única oportunidad de aplacar el fuego que había encendido en él cuando era una colegiala tres años atrás.

Marianne tenía razón. La apuesta era demasiado alta para ser decidida con engaños.

Empujó las cartas hacia ella.

—Termine de barajar y reparta —dijo.

Marianne obedeció. Aunque más despacio que él, barajó tantas veces que era imposible que el hombre pudiera conocer la posición de ninguna de las cartas.

Miró los brazos de él, que descansaban sobre la mesa, y el hombre se desabrochó y arremangó las mangas de la camisa, dejando sus antebrazos al descubierto.

—Jugaremos una mano única de cinco cartas. Es base suficiente para construir una vida, ¿no cree, señor Desmond? ¿No fue así como me ganó a mí?

Repartió las cartas en silencio, cinco para cada uno, y colocó el resto del mazo sobre la mesa. Desmond entrecerró los ojos para observar su mano en silencio. Tenía corazones, tréboles, diamantes, figuras, números…. rara vez había visto una mano menos prometedora. Pensó que el destino debería haber sido más amable con él. Después de todo, estaban en juego su vida y su felicidad.

—¿Señor Desmond? ¿Cartas? —preguntó la chica.

Sujetaba el mazo en la mano: cuarenta y dos oportunidades de ganar o perderlo todo.

—Tres —dijo el hombre.

Se descartó de una sota y dos cartas bajas y conservó un as y un dos. La primera carta que le dio Marianne le produjo un vuelco el corazón. Era un diez. Pero luego le dio dos doses más y sus esperanzas volvieron a elevarse. Tenía un trío. Aparte de un trío más alto, había cinco combinaciones que podían vencer a un trío. Pero era mejor que una o dos parejas.

—Yo tomaré una carta —musitó la joven.

Las esperanzas de Desmond volvieron a hundirse. Una carta. La miró a la cara. ¿Dónde había aprendido a controlar tan bien su expresen? Sólo era una colegiala.

No, era una mujer. Una mujer que tenía el destino de él en sus manos.

—Ya conocemos la apuesta, señorita Trenton. No hay, por tanto, necesidad de aplazar esto más. Tengo un trío de doses.

Colocó las cartas delante de él.

Marianne observó un momento su mano con atención.

—¿Qué tiene usted? —preguntó su tutor con impaciencia.

La joven lo miró con una sonrisa enigmática. Comenzó a colocar sus cartas sobre la mesa una a una. La primera era la reina de tréboles. La segunda un cinco. Desmond respiró aliviado. La tercera era el dos que faltaba. Notó con un sobresalto que, al igual que la reina y el diez, era también de tréboles. Cinco tréboles le arrebatarían a la chica y a Kingsbrook.

La cuarta carta que dejó sobre la mesa era el ocho de tréboles.

Desmond tuvo la sensación de que el mundo se detenía. No sabía si quería que el tiempo empezara a correr de nuevo, pero sabía que aquel suspense lo volvería loco.

Marianne tomó la última carta entre el pulgar y el índice y la aceró a su mejilla.

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Capítulo 17

El día después de Navidad, Bernie Brewster besó la mejilla de su prometida y subió al carruaje público que lo llevaría a Londres para ocuparse del asunto de su padre. Le dijo a Rachel que regresaría antes de una semana.

—Diez días como mucho. Es un asunto financiero y a los hombres de negocios siempre les cuesta trabajo separarse de su dinero. Por lo tanto, puede que esté lejos de ti unos días, que me parecerán una eternidad.

—Vuelve lo antes que puedas. Madre está muy nerviosa con la boda.

Bernie acercó sus labios a la oreja de ella.

—Y yo espero con impaciencia la noche de bodas —murmuró.

Rachel se ruborizó de inmediato.

—¡Oh, Bernie! —exclamó con suavidad.

Su prometido la besó entonces en la mejilla y subió al carruaje.

El coche anunciaba tener capacidad para seis personas, pero estaba atestado con sólo cinco. Bernie era un muchacho sociable y, mucho antes de llegar a Londres, conocía ya los nombres de sus acompañantes, sus ocupaciones y lo que los llevaba a la capital del reino. Los Forsythe iban a despedir a su hijo, que se embarcaba en la Marina Real. El señor Hardy, un tratante de caballos, se dirigía a la subasta de unos animales árabes de dos años en las afueras de la ciudad.

—Los mejores caballos del mundo, hijo mío —le dijo.

El cuarto pasajero era la señorita Chase.

—Señorita Mellifluous Chase —anunció con acento de campo—. Voy a buscar fortuna en los escenarios de Londres. Sé cantar y bailar un poco e imito muy bien a los personajes de las obras burlescas.

Brewster quizá mencionó su asunto en Londres, pero habló sobre todo de la señorita Rachel Tamberlay y su inminente boda.

El carruaje tardó dos días en llegar a Londres, ya que se detuvo en todas las ciudades y pueblos entre Reading y Londres. Llegaron a media tarde y Brewster saltó del coche, impaciente por terminar su negocio y volver con su enamorada lo antes posible.

Su padre negociaba con sombreros. Vendía sombreros no sólo en Reading, sino también en Londres y Rochester; hasta Winchester por el sur y hasta Oxford por el norte. Acababa de enterarse de que llegaría un cargamento de pieles de oso a Liverpool justo después de año nuevo. Era un negociante astuto y vio que podía hacer beneficios si conseguía el capital para comprar las pieles y hacer sombreros para el invierno.

El problema, por supuesto, era el capital. Y había tenido que partir inmediatamente para Liverpool con el dinero que tenía para asegurarse las pieles hasta que recibiera la totalidad de los fondos.

El encargo de Bernie, por lo tanto, consistía en conseguir el dinero. Su padre le había asegurado que el crédito de la compañía era lo bastante sólido como para permitirle conseguir un préstamo bancario con sólo una carta suya. No obstante, había otro problema y era la rapidez de la transacción. Bernie no exageraba cuando describía la dificultad de sacarles dinero a los ricos. Tendría que haber confirmaciones y una serie de cartas entre Londres, Reading y Liverpool.

—Después del uno de enero, no me garantizan la venta, hijo. Si no puedes terminar antes la transacción con el banco, tendrás que acudir a un prestamista privado.

El joven lo escuchó con atención y asintió. Había tomado parte en los negocios de su padre casi desde que naciera y conocía los atajos que era necesario tomar a veces cuando se lidiaba con asuntos de dinero.

Con esas instrucciones llegó, pues, a la capital y fue directamente al Banco Nacional de Londres. Explicó lo que deseaba, mostró la carta de su padre, anunció la cantidad requerida y dio sus razones para que la transacción fuera rápida.

Lo enviaron a ver al señor Biggins, director de préstamos.

Bernie le estrechó la mano, explicó lo que deseaba una vez más y urgió al hombre a darse prisa.

El señor Biggins estudió atentamente la carta del señor Brewster padre.

—Señora Riley, ¿quiere decirle al señor Yarnell que venga?

Salió la aludida y el señor Biggins ofreció un puro al joven. Los dos hombres empezaron a fumar mientras comentaban la situación en la India. Unos minutos después, entró el señor Yarnell en el despacho, cargado ya de humo.

—Ah, señor Yarnell. Este es el señor Brewster.

—Sí, encantado.

El recién llegado escuchó en silencio la discusión sobre la situación de las colonias.

—Me parece, señor Brewster, que es probable que el Banco Nacional de Londres pueda prestarles la cantidad que piden —dijo al fin el señor Biggins.

—¡Estupendo! —el joven se puso en pie de un salto y tendió la mano al otro.

—Lo discutiremos en una reunión del Consejo del Banco mañana por la mañana —musitó el otro, ignorando su mano.

—Sí, desde luego —añadió el señor Yarnell.

Bernie, con ingenuo optimismo, había confiado en poder terminar su tarea aquella tarde, en cuyo caso habría alquilado algún tipo de transporte e iniciado su viaje de regreso aquella misma noche. En lugar de ello, no tuvo más remedio que buscar un hotel al salir del banco.

A la mañana siguiente volvió temprano al edificio impresionante de ladrillo que albergaba el Banco Nacional de Londres.

—Bien, tengo buenas noticias para usted, señor Brewster. Estamos dispuestos a prestarle el dinero en cuanto recibamos la respuesta de Liverpool. Necesitamos una confirmación sobre el valor de las pieles en cuestión antes de prestar una cantidad tan grande —le dijo Biggins.

—Sí, desde luego —repuso Bernie. Se puso el sombrero y salió del banco.

Una carta hasta Liverpool y vuelta tardaría una semana, ¿y quién sabía qué se le ocurriría luego al señor Biggins antes de realizar la operación? No tenía más remedio que buscar el dinero en uno de los prestamistas particulares y devolvérselo cuando el banco aprobara al fin el préstamo.

—Si necesitas recurrir a un prestamista —le había dicho su padre—, hay uno que me prestó dinero hace unos años. Se llama Horace Carstairs y quizá recuerde nuestra transacción.

Le había dado la dirección de Carstairs en East Coventry Lane, pero, cuando trató de encontrarla, se dio cuenta de que no conocía aquella zona.

—¿Se ha perdido, señor?

Un muchacho estaba de pie en los escalones que llevaban a la puerta del banco.

—Tengo que ir a East Coventry Lane —repuso Bernie con franqueza.

El muchacho, que no tendría más de trece años, asintió con la cabeza.

—Entonces no ha conseguido el préstamo —dijo.

Bernie lo miró sorprendido y luego sonrió. Evidentemente, era inútil intentar ocultarle algo a aquel chico.

—Me darán el préstamo, sí, pero necesito el dinero hoy.

El muchacho volvió a asentir.

—Y necesita buscarlo en otra parte y también necesita un guía.

—¿Y lo serás tú? —preguntó Bernie.

El chico se quitó la gorra y sonrió.

—Me llamo Tom Moffitts y conozco las calles como la palma de mi mano. Por supuesto, eso no es gratis, señor —le advirtió.

Bernie asintió y sacó un puñado de monedas del bolsillo.

—¿Qué es lo que pides?

—Lo que tiene ahí me parece bien —repuso Tom.

El otro movió la cabeza, pero le pasó el puñado de monedas, que casi sumaban una libra esterlina.

Cuarenta minutos más tarde, de pie en la sucia calle a la que habían llegado por una ruta difícil que Bernie dudaba de poder desandar solo, decidió que había gastado bien su dinero. Jamás habría podido encontrar aquel sitio sin ayuda. El vecindario era viejo y destartalado y no sugería que hubiera dinero detrás de sus paredes. Quizá el señor Carstairs se hubiera mudado de casa desde la última vez que padre hizo negocios con él.

—¿Esto es East Coventry Lane? —preguntó dudoso.

—El número dieciséis como usted dijo —repuso Tom.

—Sí, bueno; supongo que es el sitio.

Miró el edificio oscuro y sombrío y, cuando se volvió, su guía estaba ya casi en la esquina.

Bernie recordó la importancia de la transacción y que no tenía más remedio que seguir adelante.

—¿Hola? —llamó desde la calle. Subió las escaleras y se asomó a una grieta de la puerta—, ¿Hay alguien en casa?

—¿Qué quiere usted? —preguntó una voz desde arriba.

Bernie volvió con rapidez a la calle y echó la cabeza hacia atrás para mirar al segundo piso, donde había una ventana abierta.

—Busco a…

—¿Qué dice? —lo interrumpió la voz.

—Voy a subir —repuso el joven a gritos.

Empujó la puerta y vio unas escaleras destartaladas, por las que subió con cuidado. Al final había otra puerta cerrada. Bernie llamó.

—¿Quién es? —dijo la misma voz desde el interior.

—El señor Bernard Brewster, señor. Creo que usted conoce a mi pa…

—No conozco a ningún Bernard Brewster —dijo la voz.

—No, señor. Pero creo que mi padre y usted hicieron negocios juntos hace unos años.

Se abrió la puerta.

—¿Negocios?

El hombre que lo miraba desde el otro lado era muy delgado, con el rostro enteco y la nariz aguileña. Empezaba a quedarse calvo y su rostro y ropas estaban sucios.

—¿Señor Carstairs? —preguntó Bernie, dudoso, confiando sinceramente en que aquél no fuera el hombre que buscaba.

—Horace Carstairs. Sí. Ha dicho algo de negocios.

Bernie carraspeó.

—He dicho que mi padre y usted habían hecho negocios juntos hace años. Y ahora está en una situación que requiere de una transacción semejante.

—Ha venido a buscar dinero —repuso el otro.

—Bueno, sí.

—Entre. Siéntese —el señor Carstairs apartó un montón de papeles y ropa sucia que arrojó a un extremo del cuarto.

—Brewster, Brewster. Sombreros, si no me equivoco. Una compañía de sombreros. Ahora lo recuerdo.

Observó al hombre que tenía delante. Percibió el buen corte de su ropa y la calidad del material. No hacía falta mucho para adivinar que procedía de una buena casa.

—Veo que Brewster ha progresado en la vida. ¿Es su padre?

—Sí.

—Cierto —siguió Carstairs con su inspección—. Veo que ha heredado su misma nariz grande y rostro gordo.

Bernie volvió a carraspear con nerviosismo bajo el escrutinio de aquel hombre.

—Mire, señor Carstairs —protestó—. No creo que sean necesarios los insultos. He venido a hacer negocios. Quizá me he equivocado de dirección. ¿Tiene una oficina en el centro a la que pueda acudir?

No tenía ninguna intención de acudir a su oficina una vez que saliera de allí. Estaba seguro de que habría más prestamistas en Londres y, aunque no pudiera encontrarlos, siempre podía esperar el préstamo del banco.

—Esta es mi oficina, muchacho. Puede que mi negocio no haya aumentado tanto como los sombreros de Brewster, pero le recuerdo que el provecho de su compañía fue posible gracias a un préstamo en el momento oportuno. Yo he tenido ciertos… contratiempos —musitó con amargura—, pero un buen trato podría hacer que me recuperara. Sólo necesito un buen trato.

Sus ojos brillaban con tal fiereza que Bernie se encogió en su asiento.

—Quizá sea mejor que me marche y vuelva en otro momento más conveniente —dijo, poniéndose en pie.

—¡Siéntese! —ladró Carstairs.

Bernie se sentó.

—No quiero molestarlo, señor —dijo.

—Ha venido a hacer negocios, así hagamos negocios —ordenó el otro.

—La verdad, señor Carstairs, es que me temo que lo he pillado en un mal momento. Por favor, no se preocupe. El tema no es urgente. Lo único que necesito es un préstamo pequeño y no creo que fuera una transacción muy provechosa para usted. Acabo de pensar que será mejor que se la pida a un amigo y le ahorre las molestias. Tengo un amigo, el señor Desmond…

Se detuvo de repente. Era cierto que tenía un amigo que se llamaba señor Desmond. Aunque éste enseñaba Literatura en una universidad pequeña, poseía una propiedad muy hermosa y se decía que su familia era muy rica. Bernie sabía de cierto que había días, en particular los lunes por la mañana, en los que el dinero se le caía de los bolsillos. Por supuesto, ignoraba los ocasionales éxitos del profesor en las mesas de juego durante el fin de semana, pero pensó que quizá pudiera adelantarle el dinero. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

—¿Desmond? —preguntó Carstairs—. ¿No será Peter Desmond, de la hacienda Kingsbrook?

—Sí. Es profesor mío en la Universidad de Reading —musitó el joven, sorprendido de que un hombre así conociera a una persona como el señor Desmond.

—¡Vaya por Dios! Ha decidido hacerse respetable. ¿O se hace pasar por profesor para sacarles dinero a los estudiantes?

—Vamos, señor Carstairs. No sé a qué se refiere. Quizá no estemos hablando de la misma persona.

—El señor Peter Desmond de Kingsbrook, un villano que juega a su antojo con los límites de la ley, pero que hasta el momento ha condado con una gran suerte.

Bernie asintió vacilante.

—Sí. El señor Desmond es el dueño de Kingsbrook, pero él mismo dice que no hay buena suerte y mala suerte, sino sólo inteligencia bien aprovechada.

Carstairs soltó una risita desagradable.

—¿Inteligencia? Vaya, vaya, había oído que el señor Desmond había dejado prácticamente el juego, pero veo que debe estar ganando dinero en otra parte. ¿Quizá suministrando a los estudiantes compañía femenina?

Sonrió dejando al descubierto varios huecos en sus encías. A Bernie le hubiera gustado apartar la vista, pero estaba embrujado por aquel viejo desagradable.

—Si sugiere usted lo que yo creo, estoy más seguro que nunca de que hablamos de dos personas distintas. Lejos de hacer nada semejante, le seguro que el señor Desmond participa activamente con las autoridades en la lucha por acabar con semejantes actividades. No habla de esto con nosotros, claro, pero en el campus se sabe que ha rescatado a varias jóvenes de un destino peor que la muerte, como suele decirse —sonrió—. Me han dicho que una de las chicas fue arrebatada, medio desnuda, del dormitorio mismo de un lord, que compareció después ante la justicia. Eso reafirma nuestra fe en el sistema judicial, ¿no le parece?

Carstairs pareció distraído y tardó algo en contestar.

—¿Desmond? —preguntó.

Bernie asintió resueltamente.

—¿Así que es Desmond el que ha hecho todo esto? —preguntó el otro mirando a su alrededor.

Bernie lo miró confuso, incapaz de contestar a su pregunta, ya que no sabía de qué le hablaba.

—Tenía que haberlo supuesto. Ya tiene a su chica, así que no desea que los demás disfruten del mismo privilegio. Pero no me conoce si se cree que no puedo ser tan vengativo como él —murmuró con tono amenazador.

El joven se inclinó hacia adelante en su silla, dispuesto a incorporarse. Quería salir de allí lo antes posible.

Su movimiento alertó a Carstairs, quien lo miró con ojos entrecerrados.

—¿Ha dicho que es buen amigo del señor Desmond? —preguntó.

Bernie tragó saliva. Quizá se había precipitado al hablar. El hecho de que el señor Carstairs conociera al profesor no significaba que fueran amigos. Probablemente el señor Desmond no quería que discutiera sus asuntos privados con aquel prestamista, que le recordaba a un pájaro de presa.

—Yo no diría que somos amigos íntimos —repuso, tembloroso—. Más bien conocidos. Ha sido profesor mío. Bueno, tengo que irme. Lamento haberle molestado, señor Carstairs.

Se puso en pie y se volvió hacia la puerta, pero el otro lo detuvo.

—¡Siéntese! —ordenó de nuevo.

Bernie se volvió hacia él para protestar y se encontró con el cañón de una pistola.

—He dicho que se siente —repitió Carstairs.

Bernie obedeció. Lo primero que pensó fue que era una lástima morir faltando tan pocos días para su boda.

En el momento en que Marianne acercaba la última carta a su mejilla, sonó un golpe fuerte en la puerta.

Tanto Desmond como ella se sobresaltaron. Era más de medianoche. Acababa de empezar el año y no esperaban que nadie los molestara.

El ruido de la puerta se hizo más urgente. La señora River gritó desde su cuarto:

—¿Señor Desmond? ¿Es usted, señor Desmond?

El dueño de la casa echó la silla hacia atrás y se puso en pie.

—Un momento —dijo.

Miró la carta que Marianne seguía sujetando, pero ella no hizo ademán de mostrársela y la señora River volvió a llamar.

—¿Señor Desmond?

—Ya contesto yo, señora River —gritó éste—. Vuelva a dormirse.

Salió al recibidor y Marianne le oyó abrir la puerta delantera. Cesaron los golpes. Dejó la carta boca abajo sobre la mesa y se acercó a la puerta de la biblioteca.

—¿Qué le ocurre para llamar así en mitad de la noche? —oyó preguntar a Desmond.

Se había llevado uno de los quinqués consigo, pero la joven no reconoció al hombre que hablaba.

—Siento molestarlo, señor —dijo el recién llegado—, pero tengo instrucciones de entregarle esto esta noche. Me han dicho que cuando lo leyera, no le importaría que le hubiera despertado.

Sacó un trozo de papel del interior de un bolsillo y se lo tendió al señor Desmond.

Este lo desdobló torpemente con la mano que le dejaba libre la lámpara y lo acercó a la luz. Miró de inmediato al mensajero.

—¿Lo han entregado hoy? —preguntó.

—Esta misma tarde, señor. Me ha costado mucho trabajo llegar aquí.

Se limpió la boca y Marianne dedujo que una de las cosas que lo habían retrasado había sido una parada en alguna de las tabernas del camino. Suponía que la excusa de que era Nochevieja y hacía frío justificaría ante él cualquier retraso en entregar las malas noticias que contenía la nota.

Que eran malas noticias resultaba evidente por la expresión de su tutor.

—¿Puede llevarme? —preguntó.

—Para eso me han enviado —repuso el otro.

—Entre un minuto y cierre la puerta. Voy a…

Miró confuso a su alrededor, luchando por dominar los vestigios del alcohol y controlarse.

—¿No quiere preparar algunas cosas? —preguntó el desconocido.

—No, no. No tengo tiempo. Mi abrigo… espere aquí. Ahora mismo vuelvo.

Se volvió primero hacia las escaleras, pero cambió de idea y entró en la biblioteca.

Marianne retrocedió al verlo entrar.

—¿Qué ocurre? —preguntó temerosa.

—Algo de lo que debo ocuparme. Nada. No se preocupe —repuso él, distraído.

—¿Qué no me preocupe? —musitó ella, incrédula—. ¿De qué se trata? —miró la nota que sujetaba todavía en la mano.

—Un asunto de negocios —repuso él—. Sólo eso.

Abrió el cajón superior de su mesa y sacó su bolso de piel. Dobló la nota con rapidez, la introdujo en el bolso y abrió otro escritorio del que sacó un montón de billetes de banco, que guardó también.

—Me temo que necesito mi chaqueta —dijo, volviéndose hacia ella.

La joven se la quitó al tiempo que lo miraba con desmayo.

—¿Adónde va? —preguntó.

—A Londres.

—¿Esta noche?

—Volveré dentro de uno o dos días.

—Pero…

—Nada de preguntas —le advirtió él, mirándola a los ojos—. Esta noche no tengo tiempo ni respuestas.

La joven lo siguió hasta la mesa de las cartas, donde él hizo ademán de volver la que estaba boca abajo. Marianne le puso la mano encima para detenerlo.

—Se la mostraré cuando vuelva —dijo.

—Quizá esto ya no siga igual cuando vuelva —repuso él.

—Sólo quiero que vuelva.

Desde la biblioteca, oyó al señor Desmond tomar su pesado abrigo del perchero del vestíbulo y el ruido que hacían los dos hombres al salir de la casa. Se acercó a la ventana y apartó la cortina para ver la luz del farol del carruaje. En unos instantes comenzó a empequeñecerse y poco después dejó de verla por completo.

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Capítulo 18

—Bien, el señor Desmond no está aquí —le dijo la señora River al día siguiente al verla bajar las escaleras—. Se fue durante la noche sin una palabra de explicación. Supongo que usted también oiría la conmoción. Era muy tarde y golpeaban la puerta sin parar.

—En realidad, fue poco después de medianoche —la corrigió Marianne.

—¿Lo oyó usted también?

—Estaba en la biblioteca.

—¿En la biblioteca? —preguntó el ama de llaves, sorprendida.

—El señor Desmond y yo estábamos… —se interrumpió, sin saber muy bien cómo explicarlo.

—Sí, desde luego. El señor y usted estaban brindando por el año nuevo —sonrió la mujer—. Bueno, ¿qué ocurrió? ¿Quién vino anoche y dónde está el señor Desmond?

—No lo sé —repuso la joven con suavidad.

—¿No sabe quién vino o no sabe dónde está el señor?

—No vi a la persona que vino y el señor Desmond no dio explicaciones; sólo dijo que se marchaba a Londres.

El ama de llaves soltó una risita seca.

—Muy propio de él.

Marianne tomó en silencio un bollo y un tazón de ensalada de frutas y se volvió hacia el vestíbulo.

—¿Adónde va usted? —preguntó la señora River, temerosa.

—A la biblioteca.

—¿A desayunar? No diga tonterías. Venga a sentarse aquí y ya volverá a sus libros cuando Candy haya tenido tiempo de limpiar el cuarto.

—¡No debe hacer eso! —exclamó la joven.

—¿El qué? —preguntó sorprendida la mujer—, ¿No debe limpiar la biblioteca? ¿Qué quiere decir con eso?

—En la mesa de juego hay un juego de cartas que nadie debe tocar. Pueden volver a colocar la mesa contra la pared, pero no quiero que nadie toque las cartas. Deben dejarlas exactamente como están ahora.

—¿Cuánto tiempo?

—Hasta que regrese el señor Desmond. Es un truco que quiero mostrarle y las cartas deben quedarse como están para que salga bien.

—No sabemos cuándo volverá —le recordó la señora River.

—Sin duda volverá pronto. Y cuando vuelva, las cartas deben estar exactamente como ahora. ¿Está claro?

—Muy claro. Tengo buen oído. ¡Candace! —llamó, con tanta fuerza que Marianne dio un salto y tiró parte del zumo de frutas al suelo.

—Comeré aquí —dijo, mirando con disculpa la mancha. Supuso que no pasaría nada si comprobaba las cartas después del desayuno.

En realidad, las comprobó varias veces a la largo del día.

La oscuridad cayó temprano y Marianne pidió a Candy que encendiera velas y lámparas en todas las habitaciones de abajo para que su luz se pudiera ver desde el exterior.

Pero el señor Desmond no regresó. La señora River entró en la biblioteca donde leía la joven.

—James, Candy y yo nos vamos a la cama —anunció.

—De acuerdo.

—¿Quiere que deje encendidas todas las luces?

—No —suspiró Marianne—. Puede apagarlas. Supongo que yo también me iré a la cama.

El señor Desmond no volvió al día siguiente ni tampoco al otro. Pasaron tres días y luego una semana. Las clases de la universidad empezarían una semana después y las cartas seguían todavía sobre la mesa de la biblioteca.

Marianne se asomaba por la ventana cien veces al día y corría al vestíbulo siempre que llegaba el correo.

Una semana después de la partida del señor Desmond, recibió al fin una carta, aunque no de él. Era de la señorita Rachel Tamberlay.

Mi querida señorita Trenton,

No sé si podrá usted ayudarme, pero ya hace dos semanas que se fue el señor Brewster y estoy preocupada. Bernie y usted son tan buenos amigos que he pensado que quizá sepa lo que lo retiene tanto tiempo en Londres sin comunicarse conmigo. Probablemente sea la ansiedad por mi boda. Espero que así sea, pero le agradecería cualquier consuelo, explicación o consejo que pudiera darme. Escríbame lo antes posible, ya que estoy muy preocupada por el paradero de Bernie.

Humildemente suya,

Rachel Tamberlay.

Marianne leyó la carta varias veces, sorprendida, y llegó a la conclusión de que las circunstancias de las desapariciones de Desmond y Brewster eran demasiado similares para ser una coincidencia.

En ese momento sonó una llamada a la puerta y la señora River fue a abrir. El tono de sorpresa del ama de llaves daba a entender que conocía al visitante.

Un minuto después, la señora River apareció en la puerta de la biblioteca acompañada por una elegante mujer de unos cincuenta años.

—Usted es la señorita Trenton —dijo la mujer, acercándose a tenderle la mano—. Soy la señora Desmond, la madre de Peter.

—¿La señora Desmond? Es un honor… y una sorpresa —estrechó la mano de la otra—. Su hijo no está aquí. Estoy segura de que no la esperaba o no se habría marchado.

—No, supongo que no me esperaba. No he venido a Kingsbrook desde que Peter tomó posesión de esto. Había… algunas dificultades entre mi hijo y su padre, aunque ahora espero… —se interrumpió desconcertada.

—¿Sabe usted dónde está ahora? —preguntó Marianne, esperanzada.

La señora Desmond, una madre con dudas morales respecto a su hijo y a la joven a la que llamaba su pupila, decidió dejar a un lado sus preguntas y acusaciones por el momento.

—¿No lo sabe usted? —preguntó a su vez—. Esperaba que usted… —se interrumpió de nuevo—. Es sólo que la señorita Morely lleva ya un mes con nosotros y Peter no ha enviado noticias de su familia ni nos ha dicho lo que debemos hacer con ella. He escrito a su dirección en Reading como hago siempre, pero no he obtenido respuesta.

—¿La señorita Morely? —preguntó Marianne, sorprendida.

La señora Desmond estaba demasiado preocupada para notar el tono celoso de la chica.

En otros tiempos, su hijo podría haberse marchado de Kingsbrook sin avisar durante meses y no se habría preocupado ni sorprendido. Pero en los últimos tiempos lo había visto tan cambiado, actuaba de un modo tan altruista que la mujer había empezado a concebir esperanzas de una reconciliación entre su marido y su único hijo. Pero Peter había vuelto a desaparecer de nuevo, sin decir palabra y dejándola con una de sus protegidas.

—La señorita Helen Morely, una de las jóvenes a las que ha ayudado mi hijo —dijo.

—¿Sabe usted lo de su hijo y esas jóvenes? —preguntó Marianne, incrédula.

Aunque Desmond no había hablado mucho de sus padres no podía creer que la mujer que tenía delante aprobara actos tan viles.

—Desde luego. Bueno, al menos las jóvenes con las que me pidió ayuda.

Marianne la miró atónita.

—¿Usted ha ayudado al señor Desmond? —preguntó.

—Hago lo que puedo. Por supuesto, el cerebro de la operación es Peter. Yo me limito a ofrecer albergue a las chicas hasta que viene alguien a recogerlas.

La joven se dejó caer en el diván y la señora Desmond se sentó a su lado.

—Todavía no hemos dispuesto nada para la señorita Morely y por eso me sorprende que mi hijo se haya marchado ahora sin decir palabra ni dejar instrucciones.

Marianne miró con fijeza a la otra mujer.

—Señora Desmond, ¿qué es lo que cree usted que hace su hijo con las jóvenes a las que usted da albergue? —preguntó al fin.

—Sé perfectamente bien lo que hace con ellas —repuso la mujer—. Mi querido hijo se encarga de devolver a esas pobres criaturas con sus amigos y familiares, rescatándolas de una vida de degradación y pecado.

Hablaba con un aire triunfante que sugería que tales acciones eran algo más que la salvación de unas cuantas chicas inocentes, eran también la salvación de su hijo.

Marianne guardó silencio un instante.

—¿De verdad? —preguntó al fin, con voz maravillada.

—Por supuesto. Pero yo pensaba… ¿usted no es…? Disculpe, señorita Trenton, pero yo suponía que Peter la había traído a Kingsbrook para ofrecerle la misma protección.

Marianne respiró hondo.

—Sí —repuso—. Así fue.

La señora Desmond volvió al tema del paradero actual de su hijo, ignorante de que la vida de Marianne había cambiado por completo en los últimos instantes, en los que, tras ahuyentar las sospechas de su mente, su corazón y su intelecto habían entrado al fin en armonía.

—¿Entonces no puede darme ninguna idea de dónde está Peter? —preguntó.

La joven negó con la cabeza.

La señora Desmond comenzó a ponerse el guante que se había quitado antes.

—Me temo que no sé qué hacer. He venido aquí con la esperanza de encontrar a Peter, pero si no está…

—Señora Desmond, ésta es la casa de su hijo. Sé que le gustaría que se quedara. Yo debo ir a Reading, pero la señora River estará encantada de su compañía y sin duda el señor Desmond volverá en uno o dos días más y querrá verla.

—Oh, querida, no sé si…

Vaciló un momento, pero al final aceptó la invitación de la joven.

Marianne llamó a la señora River, quien se mostró encantada con la decisión de la señora Desmond de pasar unos días en Kingsbrook, pero le sorprendió que Marianne le anunciara que se marchaba a Reading.

—¿Ahora, señorita? —preguntó.

—Inmediatamente.

Las dos mujeres la miraron atónitas. La chica salió del cuarto, llamó a Candy y envió a James a buscar a Rickers.

Cuando bajó de nuevo con una maleta, el cochero tenía ya el carruaje listo. Poco después se reunían todos en la puerta.

—Señorita Marianne, ¿en qué está pensando? ¿Adónde va? —preguntó la señora River.

—Tengo que ir a Reading a ver a una amiga mía. Espero, señora Desmond, que su prometido o ella sabrán dónde está su hijo. En cuanto descubra algo, le enviaré noticias.

Aunque no estaba segura de poder hacer lo que decía, no le gustaba la idea de seguir sentada en Kingsbrook esperando un mensaje del hombre al que amaba. En su corazón sabía que lo que retenía a Bernie era lo mismo que retenía a Peter. No podía explicarlo, pero confiaba en que Rachel sí.

Sonrió a la señora Desmond y la señora River, y les dijo que no se preocuparan. Luego Rickers tomó las riendas y partieron.

Cuando llegó a Reading, era ya noche cerrada. La señorita Tamberlay vivía con su tía cerca de la universidad, pero Marianne sólo había estado allí una o dos veces con Bernie, así que confió en poder encontrar la casa en la oscuridad. Rickers también lo esperaba así.

—Pruebe esta casa —le gritó la joven un par de veces, antes de encontrar por fin la vivienda de la señora Curtain.

Cuando el cochero hubo comprobado que se trataba de la casa que buscaban, Marianne saltó del carruaje y vio a Rachel que bajaba las escaleras.

—¡Señorita Marianne! ¿Qué hace aquí?

—He recibido su carta. ¿El señor Brewster no ha regresado?

—No, pero yo no pretendía que viniera hasta aquí. Como ya le dije, seguramente serán mis nervios.

—No lo creo. El señor Desmond también ha desaparecido.

—¿Qué?

Marianne le habló de la entrega de la nota y la inmediata partida de su tutor e insistió en que debía tratarse de algo muy importante para que el señor Desmond hubiera salido aquella misma noche.

—Desde entonces, no hemos recibido noticias suyas y esta mañana ha llegado su madre a Kingsbrook. Tampoco sabe nada de su hijo y tiene motivos para pensar que se pondría en contacto con ella. No puedo evitar pensar que hay alguna relación entre la misteriosa desaparición de mi tutor y la de Bernie —le explicó.

Rachel la había conducido mientras tanto hasta el salón de su tía. Cuando terminó de hablar, las dos se sentaron en el diván.

—No veo cómo pueden estar relacionadas —musitó su amiga—. La partida de Bernie no tuvo nada de misteriosa. Iba a realizar un encargo y me advirtió que podía tardar. Por supuesto, no esperaba que estuviera fuera dos semanas y creo que él tampoco. Pero ha ido a pedir un préstamo para su padre, quien tengo entendido que se encuentra en Liverpool esperando tomar posesión de unas pieles.

—¿Y cuando se marchó no le dijo nada del señor Desmond?

—Su asunto no tenía nada que ver con la escuela ni con su amistad con el señor Desmond.

Marianne miró a su alrededor.

—¿Y hace dos semanas que se fue?

—Dos semanas —confirmó Rachel.

—Pero no le ha escrito. ¿No le parece raro? Yo no creo que pudiera estar dos semanas fueras sin escribirle a usted.

—Yo tampoco lo creía —musitó Rachel.

Su voz era temblorosa y, detrás de los cristales de sus gafas, Marianne vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—El señor Desmond tampoco ha escrito —le tomó una mano en ademán consolador—. Por supuesto, no es raro que a mí no me escriba, pero tampoco ha escrito a la señora River en relación con la propiedad y eso es tan raro como que el señor Brewster ignore a su prometida.

—Bernie no me ignoraría —musitó Rachel.

—No, desde luego que no —comentó Marianne, pensativa—. Y el señor Desmond no se ausentaría en este preciso momento sin comunicárselo a su madre.

—Entonces les ha pasado algo —murmuró la otra, temerosa.

—No lo sabemos de cierto —repuso Marianne—. Ni siquiera sabemos si Bernie ha conseguido el préstamo o no.

—Pero podemos averiguarlo. Bernie me dio el nombre del banco.

Se puso en pie y comenzó a buscar en los cajones del pequeño escritorio colocado cerca de la puerta de la sala de estar. Un momento después sacó un trozo de papel.

—El Banco Nacional de Londres —anunció.

Marianne tendió la mano y leyó las tres palabras para sí misma.

—Muy bien —dijo al fin—. En ese caso, iré al Banco Nacional de Londres y veré lo que pueden decirme.

—¿Ir a Londres personalmente? Yo había pensado que podíamos escribirles.

—No quiero depender de las cartas. Estoy cansada de esperar a que me escriba la gente para decidir mi destino —musitó Marianne con amargura.

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Capítulo 19

Decidieron que Marianne pasaría la noche con Rachel en casa de la señora Curtain. Era ya muy tarde para partir aquel día y se encontraría mejor después de dormir y desayunar.

Estaba decidida a levantarse temprano a la mañana siguiente. Y decidida a ir sola; pero la señorita Rachel también había tomado una decisión.

—No puedo quedarme esperando en Reading mientras usted trata de descubrir qué ha sido de mi prometido —dijo.

—¿Y qué piensa hacer?

—Pienso que puede necesitar ayuda.

Marianne trató de protestar, pero terminó por reconocer que se sentiría más segura en Londres si había alguien a su lado.

La señorita Tamberlay le dijo a su tía que la señorita Trenton era una vieja amiga suya y la había invitado a pasar unos días en Londres.

La señora Curtain dio su consentimiento con cierta vacilación. Le hubiera gustado consultarlo con los padres de Rachel, pero vivían en Bedford y la amiga de su sobrina partía por la mañana. Terminó, pues, por decir que estaba de acuerdo, siempre que alguien fuera a esperar a las chicas a Londres.

—Desde luego que sí —repuso Marianne.

Fue así como ambas subieron al carruaje público. Eran más reticentes que el señor Brewster, así que no intercambiaron más de cinco palabras con sus compañeros de viaje, no descubrieron sus nombres ni su profesión y perdieron la oportunidad de conocer a uno de los autores más famosos de la época.

Cuando bajaron del coche, Rachel sacó el trozo de papel que le había dejado Bernie y las dos alquilaron una calesa para ir hasta el banco.

Marianne bendijo fervientemente la generosidad de su tutor a lo largo de los años. Llevaba consigo el grueso sobre en el que guardaba la paga que le había llegado regularmente a la Academia Farnham y estaba segura de contar con dinero de sobra para hacer frente a cualquier imprevisto.

Veinte minutos después, el cochero las dejó delante del Banco Nacional de Londres, donde entraron agarradas del brazo para darse ánimos. Había muchos hombres de trajes negros detrás de ventanillas de cristal y sentados en mesas por toda la estancia, pero, por el poco ruido que hacían podían haber pasado por figuras de cera y los pasos de las chicas resonaron con claridad.

Marianne tiró de Rachel en dirección a un hombre joven sentado ante la mesa que indicaba préstamos.

—¿Sí? —preguntó éste—, ¿En qué puedo ayudarlas?

—Quisiéramos saber si su banco ha otorgado un préstamo al señor Bernard Brewster —dijo Marianne.

El hombre las miró con altivez.

—Perdonen. ¿Qué ha dicho que quieren saber?

—Si el señor Bernard Brewster ha recibido un préstamo del banco —repitió la joven, sorprendida de que no la hubiera entendido la primera vez.

—¿Y con quién tienen ustedes cita? —preguntó el caballero.

Las dos chicas se miraron confusas.

—Lo siento. No sabíamos… no creíamos… —tartamudeó Marianne.

—Supongo que tendrá que ver al señor Henner —la interrumpió el otro. Indicó una mesa situada al otro lado de la amplia estancia, detrás de la cual se sentaba otro joven pálido.

Las chicas se acercaron al señor Henner, quien después de oír por tres veces su historia completa, las dirigió a un despacho interior. Evidentemente, estaban haciendo progresos. Al menos sus pasos ya no resonaban tanto allí.

—Señor Brewster, señor Brewster, déjeme ver…

En esa ocasión las atendió un caballero mayor, de ojos hundidos y piel tan incolora como la cáscara de una cebolla.

—El señor Brenner, ¿verdad? —preguntó, revisando unos papeles en el archivador de detrás de su mesa.

—Brewster —le recordó Marianne—. Señor Bernard Brewster.

—Veo un Alfred Bingham y un Gerald Bunyon, pero no… ah, aquí está.

Cerró el cajón sin mostrarles nada y se volvió hacia ellas.

—Tienen que ver al señor Biggins —dijo, indicando una puerta con la cabeza.

—Señor Biggins, sí —contestó a sus preguntas la mujer que había tras la puerta indicada.

Se puso en pie y les abrió otra puerta.

—Estas señoritas quieren hacerle unas preguntas sobre el señor Brewster —dijo.

—Señor Brewster… señor Brewster… —musitó el señor Biggins, vacilante.

—De Sombreros Brewster, el cargamento de pieles de Liverpool —le recordó la mujer.

—Ah, sí. Puede retirarse, señora Riley.

Marianne lamentó ver salir a la secretaria. La mujer era la única empleada del banco que parecía recordar a Bernie y había contestado a sus preguntas de un modo directo.

Repitió su historia una vez más. El caballero la escuchó, se quedó un momento pensativo y luego llamó a la señora Riley para que el pidiera al señor Yarnell que entrara en su despacho.

El señor Yarnell entró un momento después.

—Sí, desde luego —repuso a la pregunta del señor Biggins de si podía revelar a las jóvenes el estado del préstamo del señor Brewster.

—El préstamo ha sido aprobado —dijo al fin.

—Oh, comprendo —musitó Marianne, sorprendida. Después de una tarde de interrogatorios, esperaba algo más dramático.

No obstante, no parecía quedarles mucho que hacer allí. Habían averiguado lo que querían sólo para descubrir que sabían tan poco como antes.

—Gracias, señor Biggins —dijo, poniéndose en pie.

Rachel y ella se miraron un momento. Una luz iluminó de pronto los ojos de la señorita Tamberlay.

—¿Puede decirnos si el préstamo se aprobó de inmediato? —preguntó.

—Oh, sí, desde luego. Con la máxima rapidez. El señor Brewster nos habló de la urgencia de la situación en Liverpool, así que yo personalmente me encargué de acelerarlo todo. Una carta a Reading, una comprobación de rutina en Liverpool y el préstamos se aprobó en la siguiente reunión financiera. Menos de dos semanas después, se lo aseguro.

Rachel lo miró con sorna y se volvió hacia Marianne. Intercambiaron unas palabras entre ellas y luego la señorita Trenton se dirigió de nuevo al hombre.

—La señorita Tamberlay dice que su prometido mencionó que tendría que acudir a un prestamista si no podía conseguir el dinero con rapidez. ¿Tiene idea de a quién puede haber recurrido?

El señor Biggins la miró horrorizado.

—Desde luego que no, señorita. Si el caballero solicitó un préstamo en la calle, tendrán que buscar en la calle. Y ahora, si me disculpan…

Las condujo fuera del cuarto y cerró la puerta tras ellas. Las dos chicas se quedaron un momento perplejas.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Rachel.

—No he podido evitar oírlas.

Marianne se volvió sobresaltada y vio a la señora Riley sentada detrás de su mesa.

—¿Puede ayudarnos? —le preguntó.

—Puedo decirles que el señor Brewster salió de ese despacho hace dos semanas con una expresión muy parecida a la que tienen ustedes ahora.

—¿Y sabe dónde está Bernie? —preguntó Rachel con voz trémula.

—Me temo que no, querida. Sólo puedo decirles lo que le dije al caballero. Me comentó que tenía la dirección de un prestamista pero no sabía cómo llegar allí. Le sugerí que, fuera de este banco, hay muchachos que, a cambio de una ligera recompensa, pueden poner en contacto a los clientes insatisfechos con prestamistas privados. Quizá deban preguntar fuera si alguien recuerda al caballero.

Marianne le dio las gracias con calor y las dos chicas salieron a la calle.

Como había dicho la secretaria, fuera había unos cuantos muchachos, en los que no se habían fijado al entrar.

Marianne se detuvo un momento, no muy segura de cómo debía acercarse a ellos. Para su sorpresa, la señorita Tamberlay no vaciló en absoluto, sino que se dirigió al chico más cercano y preguntó:

—¿Recuerdas haber acompañado hace dos semanas a un tal señor Bernard Brewster a visitar a un prestamista?

No parecía la misma Rachel de siempre y, en realidad, hizo la pregunta casi con fruición. Descontando el hecho de que estaban buscando a su querido Bernie, aquello empezaba a convertirse en una aventura.

La señorita Tamberlay, como joven inteligente que era, se había tomado siempre muy en serio lo que consideraba sus responsabilidades. Debía mostrarse sobria, estudiosa, tímida, callada y exhibir en todo momento la mayor discreción.

Luego el señor Brewster se enamoró inesperadamente de ella y le dijo a menudo que era por su belleza. De creer a su prometido, tenía que ser la mujer más hermosa de la tierra. Desde que Bernie entró en su vida, descubrió que tenía un maravilloso sentido del humor y bastante ingenio. Y aquella búsqueda de su prometido le estaba haciendo descubrir más cosas sobre ella: su valor y su sentido de la aventura.

—Nosotros los llevamos a donde quieren ir, señorita —repuso el chico—. Pero no puedo decirle quiénes son.

—El señor Brewster es pelirrojo. Más o menos de tu altura, aunque algo más grueso.

—Bastante más grueso —corrigió Marianne—. Y pecoso. Bernie es muy pecoso.

—¿Ha dicho pecoso? ¡Hey! ¿Alguno de vosotros llevó a un caballero a un prestamista hace dos semanas? —preguntó al resto de los muchachos que pululaban por la entrada del banco.

Varios se acercaron a él.

—Las damas dicen que era grueso y pelirrojo.

La mayoría comenzaron a alejarse, pero uno de los chicos se adelantó hacia ellos.

—¿El hombre que buscan es grueso y con una cara llena de pecas? —preguntó.

—Sí —asintió Rachel—. Así es el caballero que buscamos.

—Bueno —musitó el chico, sacándose la mano del bolsillo del pantalón—. Quizá pueda ayudarlas o quizá no.

—Pero tú has dicho… —protestó Rachel.

Marianne le agarró un brazo para hacerla callar.

—Si nos dices a dónde llevaste al señor Brewster, te daré una libra esterlina —dijo.

El chico se llevó una mano a la gorra y se inclinó un poco.

—Tom Moffitts a su servicio, señoritas.

—¿Puedes decirnos a dónde llevaste al caballero? —preguntó Rachel.

—Señorita, podría decírselo ahora mismo, pero se perderían antes de llegar a la esquina y estarían además en peligro antes de entrar en ese barrio. Lo mejor es que las acompañe yo.

Se volvió y las chicas se miraron. Rachel enarcó las cejas y Marianne contestó encogiéndose de hombros.

—Bueno, ¿vienen o no? —gritó Tom Moffitts.

Las dos mujeres lo siguieron sin vacilar más.

El Banco Nacional de Londres estaba simado en la parte rica de la ciudad donde las tiendas eran elegantes, los carruajes lujosos y las casas sugerían buen gusto, estilo y riqueza.

Pero Moffitts no tardó en sacarlas de aquellas calles amplias y limpias. La noche invernal comenzaba a caer y la oscuridad se hizo más intensa a medida que se alejaban de las calles anchas.

El muchacho se metió casi enseguida por unas calles laterales en las que no había más luz que la que salía de las ventanas de los edificios.

Las jóvenes habían aflojado el paso a medida que los alrededores se deterioraban. El chico seguía adelante y no tardó en alejarse de ellas. Marianne empezó a temer que lo perderían de vista y, como si le hubiera leído el pensamiento, Tom dobló en ese momento una esquina.

Se quedaron solas en la oscuridad y, cuando echaron a correr para alcanzarlo de nuevo, sus pasos resonaron en la calle vacía como canicas en el suelo de una cocina.

Marianne se detuvo en cuanto doblaron la esquina.

—Conozco este sitio —dijo—. Yo viví aquí una vez.

—¿Usted vivió en esta calle? —preguntó Rachel, incrédula.

—Cuando murieron mis padres, quedé bajo la custodia de un hombre que vivía aquí. En esta esquina había un vendedor de libros y ahí vivía la vieja señora Daniel —señaló una ventana en la casa opuesta—. Siempre que pasaba por aquí de camino hacia el vendedor de libros, me reñía.

Su voz expresaba extrañeza. Hacía años que no se acordaba de nada de aquello. Ya ni siquiera le parecía real.

—Pero la calle no estaba así —protestó.

Rachel tiró del brazo de su amiga.

—Vamos. Creo que veo a Tom esperándonos allí delante, pero no estoy segura con esta luz. No quiero volver a perderlo.

—Ya sé adonde fue —le dijo Marianne—. A East Coventry Lane, número 16. El apartamento del segundo piso.

Su amiga la miró perpleja, pero no había tiempo para preguntarle cómo lo sabía. El chico al que seguían apenas resultaba ya visible y Rachel echó a correr sin soltar la mano de la otra.

Marianne no tuvo más remedio que seguirla y unos minutos después alcanzaban jadeantes a su guía. El chico les mostró el destartalado edificio que tenían delante: era el número 16.

—Ahí —dijo en voz baja.

—¿Qué pasó cuando el señor Brewster llegó aquí? —preguntó Marianne.

—No pasó nada. Yo traje al caballero hasta esta dirección, me dio una libra y me marché.

—¿Y el señor Brewster se quedó? —preguntó Rachel.

—Sí, señorita.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé. Sólo sé que vinimos hasta aquí y él entró en la casa.

—¿Quién hay ahí, eh? ¿Quién habla en la calle? —preguntó una voz desde una de las ventases de arriba.

Marianne la reconoció con un escalofrío. Se acercó temerosa a la sombra de la pared y arrastró a Rachel consigo.

—¿Quién hay ahí? —repitió la voz.

—Es… —empezó a decir Tom, pero Marianne movió la cabeza con fuerza—. Es Tom Moffitts, señor.

—¿Tom Moffitts? Ah, ¿eres tú? ¿Has traído a alguien contigo?

—Esta noche, no. Sólo estoy dando un paseo.

—¿Un paseo? ¡Ja! Apuesto a que vas a robar a algún pobre idiota. Bueno, si no tienes nada mejor que hacer, sube aquí. Tengo un recado que quiero que hagas.

—Tengo algo… —empezó a decir el chico, pero Marianne le hizo señas de que se acercara para poder hablarle al oído.

—Si subes y distraes al caballero, podremos echar un vistazo sin que nos vea —le dijo.

—Y me dirá que vaya corriendo a varias millas de aquí y luego dirá que el aire fresco y el ejercicio son recompensa suficiente —protestó el chico, y miró los rostros ansiosos de las dos jóvenes—. Vale, está bien. Pero esto les costará más de una libra.

Volvió a salir a la calle.

—Ya subo, jefe. Pero, antes de darme el recado, recuerde que el sábado tengo que ver a Bob Killmer.

Abrió la puerta con una mueca y entró en el edificio.

Cuando oyeron alejarse sus pasos por la escalera, se recogieron las faldas y entraron de puntillas en la casa. Cada vez que crujía la madera bajo ellas, se quedaban inmóviles como estatuas temiendo oír un grito de arriba.

Pero no llegó ningún grito y al fin llegaron a las escaleras. Las subieron con lentitud. Al llegar al segundo piso, se encontraron con una puerta entreabierta.

—Echa esta carta al correo, muchacho —decía Carstairs.

—Puede hacerlo usted mismo en la esquina —le recordó el chico con petulancia.

—No me fío del cartero de aquí. Llévala a la central y asegúrate de que la envían.

—Pero eso me llevará…

—¿Y qué otra cosa tienes que hacer con tu tiempo? ¿Esconderte en las esquinas para asustar a la gente decente? Haz lo que te digo y no protestes.

—No lo haré gratis.

—Muy bien. Aquí tienes un penique. Haz lo que te digo y no intentes engañarme. Yo sabré si ha llegado la carta.

Las chicas oyeron pasos que se acercaban a la puerta entreabierta. Eran los pasos firmes de un joven.

Se abrió la puerta y Marianne y Rachel retrocedieron para escapar de la vista de Carstairs. Tom permaneció un instante de pie en el umbral mirando a su alrededor. Al fin localizó las figuras encogidas de ellas y sonrió.

—¿Qué haces? —preguntó Carstairs—. ¿Quién hay ahí?

Sus pasos se acercaron a la puerta y las chicas apenas tuvieron tiempo de bajar las escaleras y esconderse en el rellano antes de que el viejo llegara al lado de Tom.

—¿Quién hay ahí? —volvió a preguntar.

—No hay nadie —dijo Tom con desprecio.

El viejo miró de nuevo las escaleras.

—He oído algo.

—Seguro que eran ratas —contestó el chico.

Carstairs siguió mirando.

—De todos modos, bajaré contigo.

Marianne y Rachel tuvieron el tiempo justo de recogerse las faldas y bajar de puntillas el resto de las escaleras. Se escondieron debajo de ellas.

En la puerta de la calle, el viejo detuvo al chico.

—Esa carta tiene que salir esta noche; no lo olvides.

—Esta noche —repitió Tom.

Carstairs esperaba su salida, así que no tuvo elección, pero antes de irse miró una vez más hacia el interior de la casa. Las jóvenes no estaban a la vista, por lo que concluyó que habían salido. Le preocupaba la libra que le habían prometido y no había recibido, pero esperaba sinceramente que hubieran conseguido escapar a salvo.

El hombre permaneció unos momentos en la puerta para asegurarse de que Tom se marchaba y luego regresó al interior. Las chicas esperaban que subiera las escaleras pero, en lugar de eso, se dirigió directamente hacia su escondite. Las sombras en las que se hallaban eran tan profundas que era imposible que las viera contra la pared, pero Marianne miró nerviosa hacia abajo para cerciorarse de que no quedaba a la vista la punta de un zapato o el borde de un vestido.

Carstairs musitó una maldición y entró en un cuarto situado al otro lado de la escalera.

Las chicas no se atrevieron a salir por la puerta principal mientras él estaba allí. Tampoco podían volver a subir las escaleras, pero Marianne temía que, si seguían allí, serían descubiertas. Trataba de buscar una salida cuando Rachel le dio un golpecito en el hombro. Volvió la vista y sus ojos, que ya se habían acostumbrado a la oscuridad, descubrieron una apertura.

—¿Esa puerta está abierta? —susurró, sorprendida.

Conocía la puerta debajo de la escalera, pero los dos años que había pasado allí siempre había permanecido cerrada.

—Creo que va al sótano —susurró Rachel.

Entraron por ella y encontraron otras escaleras. Rachel tocó con la mano y no puso el pie en el primer escalón hasta que no encontró la bola de la barandilla. Marianne entonces cerró la puerta a sus espaldas.

—Para que el tío Horace no nos oiga —susurró.

Su amiga asintió y siguió bajando. Llevaría unos ocho o nueve escalones cuando chocó con una superficie plana y comprendió que había llegado a un rellano.

—La escalera sigue —musitó.

Antes de que pudiera decir nada más, se abrió la puerta sobre ellas. Marianne levantó la vista y reconoció la silueta del tío Horace. Tomó a Rachel por la cintura y la empujó contra la húmeda pared del sótano.

Sintieron el movimiento del aire que produjo Carstairs al llegar al rellano y pasar de largo. Marianne vio que llevaba algo en la mano; tal vez lo que había ido a buscar a la otra habitación.

Afortunadamente, no se trataba de una vela.

Pero el hombre era como un murciélago y estaba familiarizado con lo que lo rodeaba. Le oyeron llegar al pie de las escaleras y luego el ruido que hacía una puerta al abrirse.

La puerta se cerró de nuevo y Marianne tiró del brazo de Rachel. Su amiga la siguió y juntas bajaron las escaleras que quedaban. Al llegar al final, Marianne apoyó la oreja contra la puerta. No sabía lo que esperaba oír, pero no quería abrir la puerta y encontrarse al señor Carstairs mirándola.

Desde luego, lo que no esperaba era oír voces. Voces de más de una persona. Se atrevió a abrir la puerta unos centímetros y asomarse por la apertura.

Parecía tratarse de una zona abierta, sin puertas ni estancias, pero separada por vigas de apoyo y particiones. No veía a Carstairs ni a la gente que hablaba, pero a unos cincuenta pies de distancia se distinguía la claridad de una vela.

Abrió la puerta lo suficiente para entrar y Rachel la siguió de cerca. Avanzaron en las sombras con la suavidad de una anguila, acercándose a la luz y las voces. Al fin estuvieron lo bastante cerca para distinguir las palabras y se escondieron detrás de una de las vigas.

—Ya basta. Aquí tiene un trozo de pan. Hasta que no tenga noticias de su padre, no tengo más remedio que mantenerlo con vida —dijo Carstairs cerrando sus palabras con una carcajada repulsiva.

—¿Y mi amigo? —preguntó una voz.

Marianne reprimió un sollozo horrorizado. Aunque la voz sonaba ronca e impregnada de dolor, era la del señor Desmond.

—No importa —dijo Carstairs—. Probablemente ya es demasiado tarde para él.

—No —repuso Desmond—. No quiero nada más hasta que vea cómo está Brewster.

Rachel lanzó un respingo e incluso abrió la boca para gritar, pero Marianne se la tapó firmemente con una mano.

—Muy bien, pero ésa es toda el agua que hay. La que beba él no la beberá usted —amenazó Carstairs.

Oyeron un gemido. Era Bernie, y unas lágrimas cayeron sobre la mano que cubría todavía la boca de Rachel.

—Es agua. Beba —dijo Carstairs.

Se oyó el ruido de un cuerpo al volverse seguido del que hacía un hombre al beber.

—Su amigo ha tirado la mitad del agua al suelo —comentó Carstairs—. Ya se lo advertí.

—El pan —murmuró Desmond.

—No he traído suficiente para los dos. Si lo quiere, cómaselo. Si no, me lo volveré a llevar arriba.

—Déselo a él. Y también el resto del agua —dijo Desmond con voz firme de repente.

—¡Idiota! —exclamó su carcelero.

Pero oyeron de nuevo sus pasos y el suave gemido de Bernie al recibir el agua.

—¿Por qué no nos mata? —preguntó Desmond, con voz suplicante—. De todos modos, acabará por hacerlo.

—Oh, no debe pensar que encuentro placer en esto. Me gusta tan poco como a usted —soltó una risita maníaca—. O quizá un poco más que a usted. Pero no desespere, en cuanto su padre me envíe dinero para recompensarme por mis pérdidas, estaré dispuesto a matarlo. Aunque creo que también entonces procederé sin prisas. Encuentro fascinante el sufrimiento de los demás.

—Ya le he dicho que mi padre no le enviará ningún dinero por mí.

—¿No querrá rescatar a su único hijo? Oh, creo que subestima la devoción de un padre —murmuró Carstairs.

—No soy un hijo al que adore. Me temo que le he decepcionado mucho.

—Es muy considerado por su parte tratar de aliviar mi conciencia. Pero no debe preocuparse. Será muy fácil disponer del dinero de su padre y de su vida. Pero debo mantenerlo con vida unos días más por si exige pruebas de que está usted en mi poder. No desespere. Su final está a la vista —sonrió Carstairs.

—Al menos termine con el dolor del pobre Brewster —dijo Desmond.

—¿Para qué molestarse? Morirá pronto sin ayuda.

—Podría soltarle y matarme a mí —sugirió Desmond.

Carstairs soltó una risa espeluznante.

—No lo creo.

—La vela casi se ha agotado ya —dijo Desmond—. ¿Ha traído otra?

—Lo haré mañana si me acuerdo —musitó Carstairs.

Se oyó ruido de pasos y Marianne adivinó que se disponía a marcharse.

—No nos deje aquí en la oscuridad —suplicó Desmond con voz que a Marianne le costó reconocer—. Nos volveremos locos.

Era la primera petición personal que hacía y Carstairs respondió a ella con una carcajada.

Las jóvenes vieron su figura negra pasar de largo delante de ellas. Lo oyeron cruzar el sótano y cerrar la puerta con llave. Marianne mantuvo a su amiga inmóvil y en silencio contra la pared hasta que oyeron a Carstairs subir las escaleras y cerrar la puerta de arriba.

Al fin Marianne soltó a Rachel y las dos corrieron hacia el extremo del sótano.

—¿Quién es? —preguntó Desmond, alarmado, tratando de identificar las figuras que se acercaban en la oscuridad.

—Soy yo, Marianne. Y Rachel Tamberlay. ¡Oh! ¿Qué le ha hecho?

Encontró ante ella un espectro muy delgado en lugar del hombre que, hasta una semana antes había sido su amado Peter Desmond, aunque no se había atrevido a reconocerlo hasta hacía poco.

—¿Marianne? ¿Eres tú de verdad o eres un fantasma que ha venido a atormentarme antes de morir? —preguntó él débilmente.

Estaba tan cansado y hambriento que podía tener alucinaciones, pero la joven se arrodilló a su lado y le tocó la mejilla hundida.

—Soy yo —musitó.

Desmond levantó las dos manos juntas y rozó con temor un lado de su cara.

—¡Oh querida mía! —susurró.

—¡Shhh! —murmuró ella—. Ahora estoy aquí.

—¿Pero qué haces aquí? ¿Cómo has entrado?

—Por aquella puerta de allí. Y hemos venido a liberaros y llevaros a casa.

—No veo cómo podéis liberarnos. Peor aún… ahora os habéis quedado encerradas aquí también.

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Capítulo 20

Rachel corrió al lado de Bernie, donde luchó por ponerlo de espaldas. Cuando al fin lo logró, lanzó un grito ahogado. Bernie llevaba dos semanas en aquel sótano y había recibido pocas atenciones después de que Carstairs lo utilizara para atraer allí a Desmond. Estaba muy delgado y la piel caía sobre sus mejillas, brazos y vientre. Sus ojos eran oscuros y hundidos y la deshidratación que padecía hacía que sus labios se separaran mucho de sus dientes.

—Ve a ver a Bernie —pidió Desmond a Marianne—. Sé que hay agua en algún lugar. A veces la oigo caer y eso ha estado a punto de volverme loco. Es lo que más necesita. Encuentra el agua.

La joven se puso en pie y comenzó a recorrer el sótano, esforzándose por oír el ruido del agua al caer. No oyó nada. Debía ser… pero no, allí estaba… sí, en aquella dirección.

Encontró un charco de agua cerca de una de las paredes exteriores. La probó con cuidado. Parecía relativamente fresca y pensó que debía ser agua de lluvia o de hielo que se filtraba del exterior, lo que explicaba que el señor Desmond la oyera.

Volvió corriendo a por la luz.

—La has encontrado —dijo Desmond, en cuanto le vio la cara.

—Está allí detrás. Necesito algo para transportarla.

El hombre le señaló el plato que sujetaba el trozo de vela.

—Ten cuidado —le advirtió, nervioso—. No dejes que se apague la vela.

La joven consiguió separar el plato. Volvió al pequeño charco y después de limpiar el plato con su vestido, lo llenó de agua todo lo que pudo.

Realizó el viaje unas cuantas veces hasta que Bernie asintió débilmente con la cabeza y le dijo que ya tenía bastante. Sólo entonces consintió Desmond en que le llevara agua a él.

Entretanto, Rachel se había sentado en el suelo, con la cabeza de Brewster en sus rodillas y lloraba con suavidad. Cuando hubo bebido el segundo plato, el joven abrió los ojos y miró el rostro de la señorita Tamberlay.

—¿Rachel?

La chica asintió con la cabeza.

—¡Oh, Rachel! —suspiró él, feliz—. Te he echado mucho de menos.

Decía llamarse Tom Moffitts. Moffitts era el apellido de su madre, así que suponía que también era el suyo, ya que nunca había conocido a su padre.

No era un mal chico. Se relacionaba con gente dura y le gustaba hacer dinero donde podía, sin importarle mucho en qué lado de la ley se ganara el pan, pero no era mala persona.

Y le gustaba una cara bonita. Estaba dispuesto a olvidar algunas cosas por un par de ojos brillantes y una figura esbelta. Así que no era sólo el billete de una libra lo que le interesaba.

Había esperado alcanzar a las dos jóvenes en la calle, pero estaba ya a medio camino del banco y todavía no las había visto.

Se detuvo y examinó la calle oscura hasta donde le alcanzaba la vista. Luego miró a sus espaldas. Las calles que acababa de recorrer estaban desiertas, con excepción de algunos borrachos. Se rascó la cabeza. Dio otro paso en dirección al centro y luego se detuvo y volvió a mirar a sus espaldas. Al fin, con un suspiro, se dispuso a desandar sus pasos.

Las muñecas de los hombres estaban atadas por esposas de hierro que pendían de unas cadenas sujetas a la pared. Aquel lugar se había utilizado probablemente para retener esclavos destinados al mercado americano. Desmond tiró de las cadenas para demostrar lo seguras que eran.

—Créeme, no puedes liberarnos. Lo que debe preocuparnos ahora es sacaros de aquí a vosotras. Cuando Carstairs vuelva, podéis esconderos de nuevo y colaros por la puerta abierta, tal y como habéis entrado.

Marianne negó con la cabeza.

—No nos iremos hasta que estéis libres —dijo con testarudez.

—¿Y cómo piensas lograr eso? —preguntó él con una sonrisa.

—Los liberaremos de esas cosas —intervino Rachel.

Se llevó las manos al pelo y retiró una horquilla. Se la tendió a Marianne, quien la miró sin comprender.

—Es para abrir las esposas —le dijo la otra—. ¿No sabes nada del mecanismo de una cerradura? —preguntó con incredulidad, al ver que la otra la miraba confusa—. Déjame a mí.

Se acercó al señor Desmond y empezó a maniobrar en las esposas que lo retenían.

—Un tío mío, el tío Thadeus, solía trabajar para la policía de Londres y, a pesar de la desaprobación de mi madre, siempre respondía a todas mis preguntas. Las esposas se cierran por una serie de dientes de metal —les explicó—. Los dientes entran en este lado y la cerradura los mantiene en su sitio. Lo que hace la llave es girar la cerradura de modo que suelte los dientes. Por supuesto, en un caso como éste, en el que las esposas llevan puestas tanto tiempo que han interferido con la circulación de la sangre y la mano y la muñeca están hinchadas, la horquilla…

—¡Ay! —gritó el hombre de repente.

—Lo siento, señor Desmond, pero para hacer saltar la cerradura, tengo que apretar la esposa antes de… soltarla —terminó triunfante.

El círculo de hierro se abrió y Desmond liberó su mano con cuidado. Un momento después, la chica le abría también la otra esposa.

Se volvió entonces hacia Bernie, mientras Marianne frotaba con gentileza las muñecas hinchadas de su tutor; poco después, Rachel hacía lo mismo con Brewster.

—¿Cuántas veces baja Carstairs aquí? —preguntó Marianne.

Desmond movió la cabeza.

—No puede ser más de una vez al día —dijo—. La verdad es que el único modo que tengo de calcular el tiempo es observar la vela. Suele traer una nueva cuando viene. Esta es la segunda vez que no lo hace —se estremeció—. Bernie y yo la observamos morir juntos. En la oscuridad, luego, no conseguía olvidar la mirada de sus ojos.

Brewster soltó un gemido.

—Las paredes adquieren vida en la oscuridad —murmuró.

Marianne tragó saliva y Rachel abrazó con fuerza a su amado.

—Hablábamos —dijo Desmond.

—No, hablaba usted —corrigió el otro—. Habló del sol y del mar y me describió paisajes extranjeros de tal modo que parecía que los tenía delante. Fue embrujador.

—Decía lo primero que se me ocurría. No tiene importancia.

—Usted salvó mi cordura y mi vida —dijo Bernie con convicción.

—Usted también habló, señor Brewster. ¿O ya lo ha olvidado? Habló de usted, señorita Tamberlay. Si algo lo embrujó y le salvó la vida, fue la imagen de usted —comentó Desmond con tono indulgente—. Pero para responder a tu pregunta, Marianne, creo que Carstairs baja una vez al día. A veces, cuando viene, la vela ya está casi acabada, como ahora. Otras veces está gastada en sus tres cuartas partes. ¿Esa información te sirve de algo?

—Significa que tenemos varias horas para planear el modo de huir de aquí. Doce por lo menos, si tú no te equivocas; y quizá veinticuatro.

—No nos quedan doce horas de luz —le recordó Bernie, nervioso.

—En ese caso, debemos registrar esto bien antes de que nos quedemos a oscuras —repuso Marianne.

—Las paredes son de piedra sólida y barro. No hay ventanas. No hay otra salida que la puerta que Carstairs ha cerrado al salir —dijo su tutor.

Marianne miró pensativa en dirección a la puerta.

—Esa madera debe ser muy vieja —musitó.

—Puede que sí, pero es sólida. No podríamos romperla sin hacer mucho ruido. Ruido que atraería a Carstairs.

—Y Carstairs tiene un revólver —añadió Brewster.

Marianne se sintió alentada por la aparente indefensión de su situación. Para ella, suponía un reto.

—Desde luego no encontraremos el modo de salir si nos quedamos aquí sentados diciéndonos que es imposible —dijo; soltó al fin las manos de Desmond y se puso en pie—. Y creo que ustedes, caballeros, necesitan un poco de aire fresco y ejercicio sano.

Rachel soltó de mala gana a Bernie y se puso en pie. Los dos hombres las imitaron con mucha dificultad. Las cadenas que los habían mantenido sujetos eran muy cortas y estaban unidas a la pared al nivel del suelo. El señor Desmond y Brewster no habían podido ponerse en pie ni estirarse por completo desde su encarcelación y sus músculos protestaban con todas sus fuerzas.

Cuando se hubieron recuperado un tanto, Marianne agarró la vela con cuidado.

—Vamos —dijo.

—¿Adónde va con eso? —preguntó Bernie, nervioso.

—A intentar abrir la puerta.

—Si lo hacemos, bajará Carstairs con el revólver.

Desmond no repitió su advertencia. Había explicado ya los obstáculos una vez y en aquel momento miraba con admiración el modo en que Marianne se enfrentaba a aquel reto. No se permitía concebir esperanzas y no se atrevía a pensar lo que sería de su pupila y de la señorita Tamberlay cuando Carstairs las descubriera allí. Por el momento, se contentaba con admirar el espíritu indomable de la joven.

—Trabajaremos en silencio con lo que podamos encontrar. Seguro que podemos conseguir algo entre los cuatro —le dijo ella a Bernie—. Busquen en el suelo algo que pueda utilizarse como herramienta.

—¡Aquí! —exclamó Brewster un instante después.

Pero cuando se inclinó para levantar lo que parecía una piedra de buen tamaño, se encontró con un montón de arcilla húmeda entre las manos.

Rachel encontró una piedra más pequeña y el señor Desmond detectó un brillo metálico que resultó ser un clavo.

Marianne había esperado encontrar un montón de tesoros en el suelo del sótano, pero cuando se acercaron a la puerta, tenían sólo la piedra, el clavo y un trozo de metal roñoso que encontró Bernie debajo de una de las vigas de apoyo.

—Probablemente lo usaban para asegurar las cadenas de los esclavos —explicó Desmond.

—No parece capaz de asegurar nada —dijo Rachel, examinando el metal roñoso.

Uno de sus extremos estaba roto y el resto tan retorcido y oxidado que parecía que fuera a desintegrarse con la misma facilidad que la piedra de arcilla.

—Ahora ya no —contestó Desmond, dejándolo caer de nuevo al suelo.

Marianne lo tomó y su tutor movió la cabeza.

—¿Para qué lo quieres? Es demasiado frágil para trabajar con él. El clavo será una herramienta más útil. Hasta mis dientes serían una herramienta más útil.

—No estamos en condiciones de elegir sólo lo que nos gusta. Conservaremos la piedra de Rachel y el trozo de metal de Bernie —decidió ella.

Cuando llegaron a la puerta, utilizaron la vela a punto ya de apagarse, para examinarla minuciosamente tratando de determinar su fuerza.

La puerta estaba construida con paneles gruesos de roble atados juntos con alambres de hierro. La cerradura era enorme y sabían que en el otro lado había un cerrojo de metal.

—La única posibilidad que veo es tratar de arrancar los goznes de este lado y abrir la puerta por ahí. Pero da la impresión de que los goznes no han sido tocados nunca y esta puerta tiene varias décadas, si no siglos.

Acercó la vela al lado de los goznes y observó los trozos de metal.

—Con el clavo se puede quitar parte de ese orín y podemos utilizar la piedra como martillo para aflojar los trozos peores —dijo.

—Rachel, ¿te importa sujetar el trozo de metal? —preguntó Marianne, pasándoselo.

—Alúmbrame mientras todavía queda luz —pidió Desmond—, y empezaré a trabajar con el clavo.

Con el clavo en una mano y la piedra en la otra, comenzó a golpear el gozne superior. Pero llevaba varios días sin comer ni beber lo suficiente y pocos minutos después dejó caer las manos agotado.

—Déjame a mí —pidió Marianne.

—No puedes… está muy duro —repuso Desmond.

La joven le sujetó las herramientas y le tendió la vela.

Trabajó un rato en el gozne superior y cambió luego al inferior, más para dar al señor Desmond la posibilidad de bajar la vela que porque hubiera hecho algún progreso.

—Creo… que empiezo a conseguir algo —dijo.

Sentía un movimiento minúsculo entre las capas de metal que encerraban el gozne.

—¡Ah! —suspiró satisfecha.

En ese momento se apagó la vela.

Estaban todos tan pendientes de su esfuerzo que habían olvidado que la vela llegaba a su fin. Parpadeó unos segundos y luego se apagó por completo.

En la súbita oscuridad, Rachel lanzó un grito suave y Bernie gimió. Marianne sintió una mano en el brazo y comprendió que era el señor Desmond que intentaba localizarla.

—Estamos todos juntos —dijo el hombre con calma—. Respira hondo, Bernie y agárrate a la señorita Tamberlay. Está a tu lado.

—Sí, Bernie —dijo Rachel—. Estoy aquí. No me apartaré nunca.

Unos momentos después, cuando se habían habituado un poco a la oscuridad, Desmond volvió a hablar:

—¿Puedes seguir trabajando sin la luz, Marianne?

—No estoy segura.

Podía comprender lo terrible que debía haber sido aquella negrura para unas personas encadenadas a la pared. En ese momento podían usar las manos y las piernas y estaban todos juntos y, a pesar de ello, sentía un cosquilleo de pánico en la boca del estómago. Más aún, le resultaba imposible guiarse en una oscuridad tan completa. No sabía si podría encontrar el gozne o colocar bien el clavo y mucho menos golpearlo con la piedra.

—Déjame probar a mí —dijo Desmond, colocándose delante de ella.

Marianne consiguió traspasarle las herramientas y creyó que se había apartado de la puerta. En realidad, se había colocado al lado de Desmond, cerca de los goznes. Tenía todavía la oreja casi contra la madera de la puerta.

—¿Qué ha sido eso? —susurró.

Brewster lanzó un gemido. Rachel se apretó contra él.

—¿Qué ha sido qué? —susurró Desmond.

—¡Shhh! Me ha parecido oír algo.

El sótano se quedó tan silencioso como una tumba. Un sonido débil llegó desde el otro lado de la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Marianne con suavidad.

Para su sorpresa, la respuesta llegó de inmediato.

—Soy Tom. ¿Es usted, señorita?

Hablaba en voz baja, pero todos la oyeron claramente.

Marianne, que se había dado cuenta de lo cerca que estaba de la puerta, comenzó a golpearla con suavidad.

—¡Sácanos de aquí! —suplicó—, ¡Sácanos de aquí!

Desmond encontró su mano y le impidió seguir con los golpes.

—¿Puede abrir la puerta, jovencito? —preguntó.

—¿Quién es usted? ¿Es usted, jefe? ¿Por qué se ha encerrado ahí con las señoritas?

—No, no soy Horace Carstairs. Él nos ha encerrado aquí —repuso Desmond.

—¿Es el hombre que buscaba usted, señorita? —preguntó el chico.

—Sí —contestó Marianne—. Son los dos caballeros que esperábamos encontrar, aunque no sabíamos que estuvieran prisioneros.

—¿Dos caballeros? Yo creía que buscaban al tipo del pelo rojo.

—Ese es el señor Brewster, pero yo sospechaba que la ausencia del señor Desmond estaba relacionada con la suya… —empezó a explicar Marianne, pero su tutor la interrumpió con impaciencia.

—Escuche —dijo con firmeza—, Carstairs nos tiene prisioneros aquí. Su intención es matarnos a Brewster y a mí. Todavía no sabe que las señoritas están aquí, pero cuando las encuentre, es probable que les haga algo mucho peor que matarlas. ¿Puede ayudarnos a salir?

—No lo sé, señor. No lo sé —dijo Tom, que comprendía por primera vez la gravedad de la situación—. Puedo abrir el cerrojo, pero no veo ninguna llave por aquí.

—Carstairs —dijo Bernie.

—¿El viejo? —dijo el chico.

—Sí —replicó Desmond—. La tiene Carstairs. La lleva en el bolsillo. Lo hemos visto metérsela ahí cuando baja aquí.

—¿Ha dicho su bolsillo? —repitió el muchacho, pensativo—. Bueno, Tom Moffitts es un buen carterista, ¿no? De primera clase. Si lo único que necesitan para salir es que le quite la llave del bolsillo al viejo, pueden considerarse libres.

La voz se alejaba ya y Bernie gritó:

—¡Luz! Necesitamos una luz.

Rachel le susurró silencio, pero Tom gritó desde las escaleras:

—¡Muy bien!

Quedó todo en silencio y, en consecuencia, parecía mucho más oscuro. La voz del otro lado de la puerta podía muy bien haber sido un sueño.

—¿Cuánto tiempo hace que se ha ido? —susurró Rachel.

—Sólo unos minutos. No hace mucho —repuso Desmond con calma.

—¿Crees que puede hacerlo? —musitó Marianne.

—Creo que sí.

Guardaron silencio de nuevo, esforzándose por oír cualquier ruido de arriba.

Marianne sintió que Desmond se inclinaba sobre ella.

—He tirado el clavo y la piedra —susurró—. Creo que se me cayeron cuando empezó a hablar el chico. Ayúdame a encontrarlos, tienen que estar por aquí.

Antes de que la joven pudiera responder, vio una luz por el rabillo del ojo.

—¡Mira! —susurró.

—Parece que el chico ha traído la vela que le pediste, Bernie —musitó Desmond.

Un momento después oyeron un ruido suave al otro lado.

—¿Es usted, Tom? —preguntó Desmond.

—Sí.

—¿Tiene la llave?

—Está justo aquí.

Oyeron el ruido de metal contra metal y luego el sonido inconfundible de la cerradura al abrirse.

La puerta giró hacia ellos, que se vieron obligados a retroceder, pero antes de que tuvieran tiempo de acercarse a la puerta, el chico gritó:

—¡Cuidado!

Cruzó el umbral de la puerta con rapidez, seguido por un destello de luz y el ruido ensordecedor de un tiro de revólver.

El muchacho cayó al suelo boca abajo. Marianne lo miró horrorizada y fijó luego la vista en la figura que había en el umbral, la figura que sujetaba una vela en una mano y una pistola en la otra. La figura cuyos ojos brillaban con un fuego frío:

Horace Carstairs.

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Capítulo 21

Rachel gritó y Brewster retrocedió tambaleante. Desmond se inclinó hacia adelante, como para atacar, pero Carstairs movió el revólver y le apuntó directamente al pecho.

—¡Atrás! —gritó—. Todos atrás. El primero que intente algo acabará en el suelo como el chico.

Avanzó y sus prisioneros retrocedieron. Marianne estaba ya cerca del cuerpo de Tom Moffitts. Vio un movimiento por el rabillo del ojo y oyó su respiración laboriosa.

—Vaya, vaya, vaya —decía Carstairs—, ¡Qué feliz reunión! A ti no te conozco —sonrió a Rachel—, pero cuantos más mejor.

—Deje marchar a las damas, Carstairs —le pidió Desmond.

El villano se volvió hacia él.

—¿Dejarlas marchar? —preguntó incrédulo—. Debe creer que estoy loco.

Desmond pensó que de eso no había dudas.

—Puede quedarse con Kingsbrook —dijo—. Mi padre no le enviará nada por mí, pero Kingsbrook es mío y ni siquiera le pido que me deje libre, sólo que suelte a las señoritas.

El otro movió la cabeza pensativo.

—Creo que ya no se trata de dinero o propiedades. Llega un momento en que la venganza es el premio más valioso. Usted acabó con mis negocios uno tras otro: los préstamos, las chicas, las armas, el marfil. Pero no acabó con mi odio. Eso lo sigo teniendo.

Las dos parejas habían dejado de mirar el revólver para mirar la expresión de su rostro.

—Dense la vuelta y anden hasta el final —les ordenó.

Hicieron lo que les decía y Carstairs los siguió con la vela. Desmond tenía su mano en la espalda de Marianne y Rachel ayudaba a Bernie. Cuando llegaron de nuevo al extremo del sótano, se detuvieron.

—No sé cómo han abierto esas esposas, pero nos aseguraremos de que no vuelve a ocurrir —rozó la cadena con el pie—. Marianne, ponle las esposas al señor Desmond. Y usted haga lo mismo con el chico.

A las jóvenes no les quedó otro remedio que volver a poner las esposas en torno a las muñecas de los caballeros. Rachel no dejaba de murmurar:

—Oh, Bernie. Lo siento. Lo siento mucho.

—¿Qué haces? —gruñó Carstairs de repente.

—Cerrando las esposas —musitó Rachel.

—Creo que estás intentando otro de vuestros trucos. ¡Apártate!

La joven retrocedió temerosa y Carstairs dejó la vela en el suelo, tomó la cadena que unía ambas esposas y tiró de Brewster con tanta fuerza que éste cayó hacia adelante.

Rachel gritó asustada y se echó hacia delante. No pensó en las consecuencias y Carstairs se volvió y le dio un puñetazo que la lanzó al suelo. Al caer se golpeó la cabeza con un ruido seco y se quedó inmóvil.

Marianne vio todo aquello horrorizada. Pero al mismo tiempo, no pudo evitar agradecer aquella distracción, que alejaba la atención de Carstairs de ella.

Cerró las esposas, pero no aplicó fuerza suficiente como para cerrarlas del todo. Miró a Desmond a los ojos y le indicó las esposas con ellos.

Carstairs la sujetó por el hombro inesperadamente, la apartó con rudeza y agarró las esposas para probarlas. Hizo una mueca.

—¿Qué es esto? —preguntó, cerrándolas bien.

Marianne, entretanto, se había acercado a Rachel. Se arrodilló a su lado y le tomó la mano tratando de despertarla. Su amiga no abrió los ojos.

—Eres una bruja, Marianne —dijo Carstairs, de pie a su lado—. Y muy valiente. Querías liberara tu amigo, ¿eh? ¿Qué piensas ahora?

La joven lo miró temerosa; todos sus instintos la impulsaban a alejarse de él. La puerta del sótano estaba abierta y se moría por escapar.

Pero no se lo impedía sólo el revólver. No podía dejar a Desmond ni a los demás e intensar salvarse sola.

Carstairs la agarró de repente por el pelo y tiró de ella. Se inclinó y le gritó en la cara:

—¿Quién te liberará a ti? ¿Él? Dentro de un momento estará muerto. Pero quiero que antes vea cómo te hago mía. Que vea cómo te arranco esa ropa hasta tenerte desnuda, con los flancos temblorosos como los de un cervatillo recién muerto, los pechos colgando y los pezones endurecidos por el aire frío. ¿Pero será por el frío o por el deseo? ¿Tú te quedabas también, como yo, despierta en tu cama imaginando mi mano sobre tu cuerpo? Probablemente no pasaste nunca la agonía que pasé yo, pero la sentirás esta noche mientras él te mira encadenado ahí.

Sus ojos adquirieron un aspecto vidrioso. Se pasó la lengua por los labios y luego acaricio la mejilla y el cuello de Marianne con un dedo esquelético y le rozó un pecho.

—Es suave y firme. Perfecto —murmuró.

Sus ojos la miraron con rabia de repente y la golpeó. Marianne cayó al suelo boca abajo y trató de alejarse arrastrándose. Carstairs le dio una patada en el costado.

La joven se encogió, pero, cuando su asaltante se inclinaba de nuevo hacia ella, se oyó un rugido a sus espaldas.

Carstairs se volvió y Desmond se revolvió como un toro salvaje. El viejo disparó asustado y las cadenas que detuvieron a Desmond le salvaron también la vida. La bala que iba dirigida a su corazón, penetró en su muslo.

—No te acerques a mí —gritó Carstairs—. Si vuelvo a oírte, te pego un tiro en la otra pierna o quizá en un brazo. O mejor en las dos rodillas. Eso te detendría. No sé qué me gustaría más, si dispararte en las rodillas o encontrarme un baúl lleno de oro.

Su voz expresaba una gran satisfacción mientras apuntaba el revólver.

Marianne no estaba inconsciente. Se levantó y el cuarto le dio vueltas por un instante, pero su visión se aclaró enseguida.

Dio un salto y se lanzó sobre la espalda del villano.

Carstairs apretó el gatillo y disparó, pero la bala fue a dar en la pared detrás de Desmond. Marianne se colgó desesperadamente de su espalda mientras él movía los brazos y maldecía. Al fin consiguió soltarse y se volvió rabioso hacia ella. Apretó una vez más el gatillo, pero la joven rodó por el suelo.

La bala cayó en el suelo sin rozarla. Marianne, sin pensarlo, había rodado instintivamente en dirección a Carstairs. Sus piernas atraparon los tobillos de él, que cayó al suelo y soltó la pistola. Se puso a cuatro patas y trató de recuperar el arma.

La joven, entretanto, trataba de alejarse lo más posible de él y tropezó con el cuerpo inerte de Rachel. Cuando chocó con ella, su amiga emitió un ligero sonido de protesta. Marianne comprobó con alivio que estaba viva, aunque comprendió que, si Carstairs conseguía matarla, descargaría su rabia con la otra.

El viejo encontró el arma.

—¡Ajá! —gritó—. Parece que gano yo, después de todo.

Se puso en pie y se volvió hacia Marianne, quien, desesperada, se lanzó una vez hacia él y, en la conmoción resultante, golpeó la vela y el sótano quedó completamente a oscuras.

Un segundo después, volvió a chocar con las piernas de Carstairs y lo lanzó de nuevo al suelo. Pero esa vez él no soltó el revólver y la sujetó con la otra mano. Marianne consiguió quedar de rodillas, pero Carstairs tiró de uno de sus tobillos hacia él. La joven lanzó los brazos hacia adelante, buscando algo en el suelo, pero no había nada excepto polvo y…

Sus dedos se cerraron en torno a un objeto plano y estrecho. Con la confusión y el pánico que envolvían su mente, tardó un momento en reconocer el trozo de metal que había encontrado Bernie y que guardaba Rachel. Cuando su amiga cayó al suelo, debió soltarlo.

Con la misma tenacidad que mostraba Carstairs en no soltar la pistola, sujetó ella el metal y se negó a soltarlo incluso cuando sintió que se le rompía la piel de los nudillos y notó el fino reguero de sangre que dejaba en el suelo a medida que el hombre la arrastraba hacia él.

Le soltó la pierna y le agarró el brazo. No quería desperdiciar otra bala y necesitaba acabar con los cuatro.

Pero cuando le soltó la pierna, la joven le pateó con fuerza. Carstairs la golpeó a su vez y se echó hacia adelante. Cayeron juntos al suelo entre gemidos y exclamaciones confusas.

Desmond creyó que se volvería loco sin poder ver lo que ocurría.

Oyó un gemido.

Después el ruido de un tiro.

Todo quedó en silencio.

—¿Marianne? —susurró.

Oyó entonces una respiración jadeante. ¿Pero de quién era?

—¿Carstairs? —susurró de nuevo.

—Creo… creo que está muerto.

Era la voz de Marianne y Desmond se apoyó contra pared aliviado.

—¿Estás bien? —preguntó.

—No me ha pegado un tiro, si te refieres a eso. Pero no consigo quitarme su cuerpo de encima.

Empujó con fuerza y se libró al fin de aquel peso muerto. Luego se acercó a Desmond a gatas y lo abrazó.

—¿Eres tú? —repitió él.

—Sí, estoy aquí. Estamos vivos. Hasta donde yo sé, Bernie y Rachel también están vivos. Creo que incluso el joven Tom Moffitts está vivo —se echó a reír con un deje de histeria.

Los movimientos de Desmond se veían limitados por las cadenas, pero consiguió besar a la joven en la oscuridad. No fue un beso apasionado, sino cariñoso. Fue un acto sencillo y, sin embargo, a pesar de sus años de experiencia, nunca había besado a nadie así.

Desde que Marianne entrara en su vida, había dejado las mesas de juego de Londres para permanecer en Kingsbrook y le había sorprendido encontrar placer y gratificación en aquel cambio. Se había visto obligado a emplearse como profesor y había encontrado un propósito en la vida. Y con aquel beso acababa de entregarse a la mujer para siempre. Ella era su mayor alegría.

Marianne percibió todo aquello en el beso y cuando sus labios se separaron, él habló con voz ronca.

—Te amo —murmuró—. Tenía miedo de perderte sin tener ocasión de decírtelo.

—Para tranquilizarte, te doy permiso para decírmelo todo lo que quieras en los próximos cincuenta años —sonrió ella.

—¿Pero cómo…? —preguntó Desmond.

—Le he apuñalado con el trozo de metal que encontró el señor Brewster.

Lo más importante era el cuidado y la recuperación de los heridos.

Desmond le dijo a Marianne que el agujero de su pierna era superficial e insistió en que le ayudara a incorporarse. Juntos fueron a buscar ayuda para Brewster y para el chico. Encargaron a la primera persona que encontraron que le llevara comida y agua a Bernie y les diera la dirección de un médico.

Cuando llegaron a la consulta del doctor Manley, estaba cerrada, pero el médico vivía en el piso de arriba y respondió a su llamada. Escuchó su historia y accedió a volver a la casa con Marianne, pero antes ordenó a Desmond que se tumbara en su consulta. Confirmó su opinión sobre la herida, que limpió y vendó, aunque el paciente no dejaba de protestar para que acudiera rápidamente a ver a las personas que lo necesitaban más. El médico lo ignoró e incluso levantó a su ama de llaves a la que dio instrucciones de que calentara sopa para el caballero y le diera toda el agua que quisiera beber.

En el sótano examinó a Tom Moffitts y declaró que no corría un peligro inmediato. La bala le había rozado el cráneo, atravesado la piel y causado una ligera hemorragia, pero el chico estaba ya sentado tratando de comprender lo que ocurría.

Para el pobre Bernie, el doctor pidió ayuda a unos hombres que pasaban por la calle para llevarlo a su consulta, donde lo lavó, lo metió en la cama y le dio de comer y beber. Un día después, podía ya andar por su cuarto y, dos días más tarde se apoyaba en Rachel con más fuerza de la necesaria.

Se envió un recado a su familia en Reading y otro a su padre en Liverpool. Este sospechaba ya que algo debía haberle ocurrido a su hijo, pero había recibido el préstamo del Banco Nacional a tiempo de comprar las pieles de oso y se había visto retenido en Liverpool.

En cuanto recibió el recado, corrió a reunirse con su hijo en Londres. Y, para sorpresa de Desmond, su padre también acudió a su encuentro.

El doctor Manley había dispuesto unas habitaciones para la recuperación de sus dos pacientes y, aunque no estaban en la cama, sí que descansaban lo que podían. Peter estaba leyendo y preguntándose cuándo volvería Marianne cuando vio una figura en el umbral, figura que no tardó en reconocer.

—¿Padre?

—¿Qué tal estás, Peter? —preguntó el hombre, vacilante.

—Mejor, gracias.

Hubo una pausa y luego el viejo señor Desmond dio un paso vacilante en dirección a su hijo.

—He estado fuera del país por asuntos de negocios. Tu madre me envió las cartas de Carstairs, creyendo que el hombre sería un conocido mío. Ninguno de los dos sabíamos lo que ocurría.

—Cuando Carstairs no recibió respuesta, yo creía… —empezó a decir Peter.

—Vine en cuanto leí la primera —lo interrumpió su padre—. Pero la carta había tenido que atravesar tres países y los trenes y barcos que tomé eran increíblemente lentos. Temía no llegar a tiempo.

—Le advertí a Carstairs que no esperara dinero. No creía que usted pagaría por mí.

—Habría pagado lo que fuera —repuso su padre. Carraspeó—. ¿Puedo? —preguntó, mirando la cama.

—Desde luego.

El señor Desmond se sentó sobre la cama.

—Tu madre me ha contado lo que has estado haciendo. No ignoraba que nuestras finanzas disminuían regularmente pero pensé que no debía interferir. Supuse que la preocupación de tu madre…

—Yo no le pedía dinero —dijo Peter a la defensiva—, pero no podía dejar a las jóvenes en mi casa hasta que las recogía su familia.

—Sí, sí, lo comprendo, comprendo también a lo que se refería tu madre cuando decía que has cambiado. Tu comportamiento irresponsable ha cambiado, pero, por otra parte, tú siempre has sido un buen chico en el fondo.

Peter contuvo el aliento. Era hora de decir lo que debía. Lo que, por otra parte, era cierto.

—Lo siento, padre. ¿Podrá perdonarme?

—¡Oh, hijo mío! —el señor Desmond se levantó y se colocó delante de él—. Sólo esperaba a que me lo pidieras.

Los dos hombres se unieron en un abrazo que disipó por completo los años de animosidad y distanciamiento.

La señora Desmond había ido a hablar con el doctor mientras su esposo se reunía con su hijo. Marianne regresó cuando todavía estaba hablando con el médico. Las dos mujeres intercambiaron algunas palabras mientras esperaban en tensión el resultado del encuentro entre padre e hijo.

Al fin, el señor Desmond abrió la puerta e hizo señas a su esposa. La mujer tomó la mano de Marianne y entró con ella.

—Querido, quiero presentarte a la señorita Marianne Trenton. Es… —vaciló.

—La señorita Trenton es mi prometida —intervino Peter, tendiendo la mano a la joven—. Ansiamos casarnos lo antes posible.

Su padre estrechó la mano de Marianne y sonrió. No podía imaginar cómo su esposa había llegado a pensar mal de esa joven encantadora.

De repente se abrió la puerta de la habitación.

—Oh, desde luego que Peter me recibirá —dijo una voz—. Vaya a pinchar a otra persona —Tom entró en el cuarto sonriente—. Vaya, ¿qué tenemos aquí, señor Peter?

—Padre, madre, quiero presentaros al señor Tom Moffitts —dijo Desmond.

El muchacho se quitó la gorra e inclinó la cabeza.

—¿Tom Moffitts? ¿Tú eres el joven que salvó a mi hijo? —preguntó la señora Desmond.

—Yo no hice mucho, señora. Creo que me limité a estar tumbado en el suelo sangrando.

—Tom es muy humilde —sonrió Marianne.

—¿En serio? —preguntó el señor Desmond, sin rastro de ironía en su voz.

El muchacho se sintió halagado y enderezó los hombros con orgullo.

—El profesor Peter quiere educarme como recompensa, pero yo me pregunto para qué sirve saber leer. Se reirían de mí en la calle. Y saber escribir mi nombre no me ayudará a ganarme el pan con los chicos.

—Si aprendes a leer y escribir, puedes encontrar un trabajo honrado —le dijo Peter.

—¿Y quién iba a querer contratarme a mí? —preguntó el chico con desprecio.

—A decir verdad, yo necesitaré un empleado dentro de unos meses —dijo el padre de Peter.

—¿Y me daría el trabajo?

—Si sabes leer, escribir y hacer algunas cuentas, sí.

Tom sonrió.

—Creo que después de todo aceptaré sus lecciones, señor Peter —dijo riendo—. ¿Dónde me he metido?

—Te garantizo que te gustará el cambio —le prometió Peter.

Marianne y Peter Desmond se casaron menos de tres semanas después.

La ceremonia tuvo lugar en Reading. Los padres de Peter habrían preferido que se casacas en Birmingham, pero él eligió Reading para que pudieran asistir sus estudiantes y compañeros de la universidad.

Los novios regresaron inmediatamente después a Kingsbrook. La señora Desmond optó porque su marido y ella regresaran a Birmingham. Deseaba que sus dos hombres se despidieran en buenos términos y no estaba segura de poder conseguirlo si su compañía se prolongaba.

El mismo día en que la pareja llegó a Kingsbrook, la señora River les había preparado una pequeña fiesta para que pudieran recibir la felicitación de sus vecinos.

La reunión fue un gran éxito. Todo el mundo se mostró alegre y satisfecho.

Cuando se marcharon los invitados, el señor y la señora Desmond entraron en la biblioteca.

La señora River había dado instrucciones de hacer fuego en aquella estancia, como si adivinara que tenían un asunto pendiente allí antes de subir a sus habitaciones.

—Ha sido una fiesta encantadora —musitó Marianne.

—Sí.

La joven se alejó juguetona hasta la chimenea y su marido la alcanzó allí. La abrazó y comenzó a acariciarle la oreja. Marianne volvió la cabeza.

—¡Oh! —exclamó son suavidad.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

—Nuestra partida de cartas —repuso ella.

Peter se apartó y miró a su vez. La mesa de juego estaba colocada contra la pared, pero las cartas estaban exactamente donde se hallaban cuando recibió la nota en la que Carstairs amenazaba al joven Brewster.

Tendió una mano para volver la última carta de Marianne, pero ella lo detuvo una vez más.

—Déjame verla —protestó él.

La joven negó con la cabeza.

—Dijiste que me la enseñarías cuando volviera —le recordó el hombre.

Marianne volvió a negar con la cabeza.

—En ese caso, dime si ganaste o perdiste.

La mujer se apretó contra él.

—Parece que gané —dijo, besándolo en la boca.

Peter la abrazó, excitado por su cuerpo, su espíritu, la emoción que lo embargaba a su lado.

Marianne respondió a su ardor, pero con la mano libre tomó las cartas de la mesa y las arrojó al fuego.

* * *


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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

Sally Cheney

Tan solo escribió 5 libros entre 1989 y 1996. Todos románticos históricos.

No tenemos más datos sobre ella.

El premio especial

Un villano envuelto en un manto de civilización era, en opinión de Marianne, la frase que mejor describía a Peter Desmond. Pero se hallaba peligrosamente intrigada, casi embrujada por el hombre al que había jurado destruir.

Marianne Trenton era una joya que brillaba con una inocencia increíblemente seductora. Entró en la vida de Peter Desmond gracias a una partida de cartas y no tardó en conquistar su corazón, hasta que él juró que la haría suya a toda costa.

* * *


Género: Romance histórico

Título original: The wager

Traducido por: Ángeles Aragón López

Editor original: Harlequin Historical, 09/1996

Editorial: Harlequín Ibérica, 02/1997

Colección: Internacional 137

ISBN: 84-396-5482-0

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El premio especial



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