Anonimo Varios textos anarquistas


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Kropotkin, P., La moral anarquista; Ética (prólogo de Carlos Díaz), Madrid-Gijón, Júcar, 1978.

Es éste un libro emocionante. Conmueve leer sus páginas llenas de convicción, de arrebatado entusiasmo, de testimonio sincero de cuanto de bello, de veraz, de noble y de bueno podemos encontrar en la vida, de «izquierdismo de amor», de amor entre todos, de libertad y de compromiso con la libertad, que es lo que nos hace anarquistas. En el prólogo, pleno de interés, Carlos Díaz recoge aquella hermosa definición de Malatesta: «El anarquismo es un modo de vida individual y social a realizar para el mayor bien de todos, y no un sistema, ni una ciencia, ni una filosofía.»

Pero no es un libro superficial. A través de los 15 capítulos que logró concluir Kropotkin antes de su muerte en 1921, van pasando los diversos intentos que los pensadores han realizado a través de la historia para expresar y sistematizar los conceptos de Bien y de Mal y sus derivaciones. Al analizarlos comparativamente, Kropotkin hace alarde de una erudición nada vacía sino profundamente conocedora y rigurosamente analítica de los temas expuestos. «Casi todos los pensadores que se han ocupado del origen de la moral han llegado a la conclusión de que hay en el hombre un sentimiento innato que nos empuja a solidarizarnos con los demás. Señala Kropotkin la existencia de autores que ligan este sentido moral a la inspiración por el Creador de la Naturaleza, en tanto que otra línea de pensamiento va uniendo a los que creen en el instinto moral como algo natural en los animales superiores y en el hombre.
Kropotkin pasa revista minuciosa y crítica al pensamiento cristiano que ha ido apartándose sistemática y ostensiblemente del mensaje de amor de Jesús de Nazaret, para llegar a los inconcebibles extremos del cesaropapismo. Con igual minuciosidad examina las ideas del mundo helénico, las medievales y renacentistas, las de los físicos (Copérnico, Kepler y Galileo), las de los ingleses del siglo XVII (Hobbes, Spinoza, Locke), el idealismo kantiano, los enciclopedistas franceses, Darwin y los evolucionistas, Proudhon y los positivistas, la aparición de la AIT y, por último, el casi olvidado Jean Guyau (1854-1888): «Nos damos cuenta de que poseemos más ideas y más recursos, más alegrías y más lágrimas de las que son precisas para nuestra propia conservación y las repartimos con los demás.»
Kropotkin comenzó su obra antes de finalizar el siglo pasado y, como apuntábamos más arriba, no logró concluirla. Por eso, la aparición en la Biblioteca Júcar de Política, de la obra, con su complementaria, La moral anarquista, opúsculo escrito en los primeros años de este siglo, es sumamente útil y esclarecedora, puesto que supone una visión más total y un resumen revelador del pensamiento kropotkiano.
En resumen podría englobarse en una serie de principios que serían los siguientes:

- La moral oficial está sostenida por la hipocresía social y basa su vigencia en una superestructura de autoritarismo y servilismo.
- Lo bueno por naturaleza es lo que resulta útil para la especie. Lo malo, lo que antepone el interés personal al común. Se inferiría de ello que, para el sostenimiento moral del hombre, se necesitaría en ocasiones de un sustrato de disciplina según Malatesta.
- Egoísmo y altruismo no son conceptos antagónicos: busco mi felicidad, pero lo que me hace feliz es ayudar eficazmente a un ser humano.
- Parafraseando el viejo precepto evangélico: «No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti», Kropotkin va más allá y nos propone hacer a los demás lo que deseamos que se haga con nosotros.
- Todos los seres humanos son radical, esencial, realmente, iguales. Si algo rompe esta igualdad es preciso apartarlo, neutralizarlo, destruirlo.
Cuando Erich Fromm ha analizado las tendencias del hombre al 'eros' o al 'thanatos', seguramente tuvo a la vista la Ética de kropotkin. Resulta difícil encontrar en la literatura filosófica una obra más 'erótica', más llena de sentimiento positivo de la vida, más rebosante de esperanza, de optimismo y de alegría.

www.cnt.es/fal/bicel10.htm

"CUANDO SEA POSIBLE HABLAR DE LIBERTAD , EL ESTADO COMO TAL DEJARÁ DE EXISTIR".
    Buenaventura Durruti.

TEXTOS EXTRAÍDOS DE UNA RUEDA DE PRENSA

DADA POR DURRUTI A LOS MEDIOS INTERNACIONALES

 

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"-Ya lo dije, y vuelvo ahora a repetirlo: durante toda mi vida me he comportado como anarquista, y el hecho de haber sido nombrado delegado responsable de una colectividad humana no puede hacer cambiar mis convicciones. Fue bajo esa condición que acepté cumplir la tarea que me ha encomendado el Comité Central de Milicias. 


"Pienso -y todo cuanto está sucediendo a nuestro alrededor confirma mi pensamiento- que una milicia obrera no puede ser dirigida según las reglas clásicas del Ejército. Considero pues, que la disciplina, la coordinación y la realización de un plan, son cosas indispensables. Pero todo eso no se puede interpretar según los criterios que estaban en uso en el mundo que estamos destruyendo. Tenemos que construir sobre bases nuevas. Según yo, y según mis compañeros, la solidaridad entre los hombres es el mejor incentivo para despertar la responsabilidad individual que sabe aceptar la disciplina como un acto de autodisciplina. 
"Se nos impone la guerra, y la lucha que debe regirla difiere de la táctica con que hemos conducido la que acabamos de ganar, pero la finalidad de nuestro combate es el triunfo de la revolución. Esto significa no solamente la victoria sobre el enemigo, sino que ella debe obtenerse por un cambio radical del hombre. Para que ese cambio se opere es preciso que el hombre aprenda a vivir y conducirse como un hombre libre, aprendizaje en el que se desarrollan sus facultades de responsabilidad y de personalidad como dueño de sus propios actos. El obrero en el trabajo no solamente cambia las formas de la materia, sino que también, a través de esa tarea, se modifica a sí mismo. El combatiente no es otra cosa que un obrero utilizando el fusil como instrumento, y sus actos deben tender al mismo fin que el obrero. En la lucha no se puede comportar como un soldado que le mandan, sino como un hombre consciente que conoce la trascendencia de su acto. Ya sé que obtener esto no es fácil, pero también sé que lo que no se obtiene por el razonamiento no se obtiene tampoco por la fuerza. Si nuestro aparato militar de la revolución tiene que sostenerse por el miedo, ocurrirá que no habremos cambiado nada, salvo el color del miedo. Es solamente liberándose del miedo que la sociedad podrá edificarse en la libertad" 

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Van Passen insistió en la pregunta: 
"-Aun cuando ustedes ganaran, iban a heredar montones de ruina -me aventuré a interrumpir su silencio". 
Durruti pareció salir de una profunda reflexión, y me contestó suavemente, pero con firmeza: 
"-Siempre hemos vivido en la miseria, y nos acomodaremos a ella por algún tiempo. Pero no olvide que los obreros son los únicos productores de riqueza. Somos nosotros, los obreros, los que hacemos marchar las máquinas en las industrias, los que extraemos el carbón y los minerales de las minas, los que construimos ciudades... ¿Por qué no vamos, pues, a construir y aún en mejores condiciones para reemplazar lo destruido? Las ruinas no nos dan miedo. Sabemos que no vamos a heredar nada más que ruinas, porque la burguesía tratará de arruinar el mundo en la última fase de su historia. Pero -le repito- a nosotros no nos dan miedo las ruinas, porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones, dijo, murmurando ásperamente. Y luego agregó: Ese mundo está creciendo en este instante" 

 

IMAGENES DEL ENTIERRO DEL

COMPAÑERO DURRUTI

 

 

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Conociendo a Durruti

por Sofia Comuniello

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Mas fotografías de Durruti

Condensar en pocas líneas la biografía de quien fue expresión cabal de la rebeldía y la utopía anarquista es tarea complicada pero necesaria, porque el testimonio de libertad en lucha que fue la vida de Buenaventura Durruti debe divulgarse ayer, ahora y siempre. Nació segundo de 8 hermanos el 14 de julio de 1896 en León, capital de la provincia española del mismo nombre. Se inicia de adolescente en la misma senda de su padre, obrero afiliado al sindicato socialista UGT. Como miembro de su sección ferroviaria, participa con ardor en la huelga general revolucionaria de agosto de 1917, impulsada en conjunto con la Confederación Nacional del Trabajo (CNT, anarcosindicalista); eso le costo la expulsión de la UGT por radical, la persecución policial y la huida a Francia, donde se relaciona con exilados anarquistas, afiliándose a la CNT de Asturias al retornar a España en enero de 1919.

Se une a la pelea frontal contra la agresiva patronal de las minas asturianas y cae preso por primera vez en marzo de 1919; se0x08 graphic
fuga y en diciembre está en San Sebastián, ciudad industrial del país vasco, trabajando como metalúrgico. La burguesía impulsaba entonces una ola de asesinatos de sindicalistas y Durruti se integra a un grupo de autodefensa - Los Justicieros - que en represalia planea un golpe sensacional: atentar contra el rey Alfonso XIII que visitaría la ciudad en agosto de 1920, pero son descubiertos y deben escapar. Durruti prosigue en la labor ilegal más arriesgada por toda la península; así conoce a Francisco Ascaso, quien sería fraterno amigo y camarada. En agosto de 1922 van a Barcelona y con gente afín fundan el grupo Crisol, que luego tomará un nombre que se hará célebre en la historia libertaria: Los Solidarios. El grupo reunió a lo más valioso del proletariado catalán golpeando a la reacción donde más le dolía, hasta que la crisis política hispana trajo la dictadura del general Primo de Rivera, instaurada en septiembre de 1923 con pleno apoyo del rey. De Los Solidarios nunca se resaltará bastante la valiente defensa que hicieron de la CNT en hora tan desesperada, cuando cientos de militantes cayeron y sólo pudo sobrevivir y recuperarse por sus nexos profundos con los trabajadores, pero el costo para ese colectivo combatiente y decidido fue alto: casi todos Los Solidarios murieron o purgaron largas condenas, mientras que Durruti y Ascaso tuvieron que refugiarse en Paris.

El fracaso de los planes insurreccionales cocinados en el exilio les impulsa a viajar a Latinoamérica en diciembre de 1924, acompañados por Gregorio Jover y en procura de fondos para el proscrito y agobiado anarcosindicalismo ibérico. Siguieron 15 meses de andanzas increíbles con acciones de guerrilla urbana para agenciarse recursos inéditas por estos lares, persecuciones y fugas escalofriantes, la ayuda solidaria de un sinfín de compañeros, las burladas furias policiales, la frugal supervivencia como asalariados en los momentos de calma, el trabajo sindical de base desarrollado en varios países y, por supuesto, la creciente leyenda en torno a la figura de aquellos hombres. En abril de 1926 regresan a Europa y les seduce una idea espectacular: secuestrar al monarca y al dictador españoles cuando visiten Paris el 14 de julio; antes de eso la policía los captura y, luego de un agitado proceso, son expulsados de Francia en julio de 1927, prosiguiendo como militantes semiclandestinos en el exterior hasta la caída de Alfonso XIII en abril de 1931.

La vuelta a Barcelona es de efervescente actividad para Durruti, ahora con su compañera Emilienne embarazada de Colette, que nacerá en diciembre del 31. Se integra a la Federación Anarquista Ibérica - FAI, organización específica anarquista creada secretamente en julio de 1927 - y con militantes allegados forma el grupo Nosotros, animadores en la CNT de una tendencia radical que no se hacía ilusiones tácticas con la recién proclamada Republica, pues afirmaban que el momento era para seguir avanzando. El enfrentamiento interno en la Confederación fue agriándose hasta la escisión, mientras arreciaba la represión y las provocaciones gubernamentales contra esos sencillos obreros - cuando no estaban presos, Durruti y Ascaso laboraban como mecánicos en una empresa mediana de Barcelona - que eran vistos por los bienpensantes de toda laya como el aterrador puño de la Revolución Social. La histeria represiva cayó sobre Durruti y otros anarquistas en enero de 1932, deportándolos a Canarias y al Sahara "español". La presión popular los liberó en septiembre, pero Durruti fue arrestado de inmediato por dos meses más.

Aun encarcelando a sus supuestos "lideres", las posiciones mas ofensivas crecían en el seno de la CNT y del proletariado, lo que llevó al fallido intento insurreccional anarquista de enero de 1933, tras el cual Durruti debe ocultarse hasta caer preso a fines de marzo. En julio ya está en la calle, con la CNT y la FAI encarando las variaciones de la escena política, pues la derecha se aprestaba a asumir las riendas del gobierno ante el fiasco de republicanos y socialistas, lo que ocurre tras los comicios de noviembre. En diciembre hay otra fallida tentativa de huelga general insurreccional; Durruti y cientos de anarquistas van a los calabozos, pero una amnistía les permitió salir en mayo de 1934, a tiempo para que Durruti tenga papel decisivo en el traslado por carretera de 13.000 hijos de huelguistas aragoneses a Barcelona, para acogerse a la solidaridad de las familias obreras.

En octubre del 34 es la insurrección de Asturias, 14 días de heroica y desigual batalla de los trabajadores unidos contra el ejército, mientras que la represión y la indecisa conducta de la UGT y otros sectores dejaron a los anarquistas aislados en su afán de extender la flama revolucionaria. De nuevo Durruti pasa por el vaivén de meses de cárcel alternando con semanas de febril militancia pública, hasta que el triunfo electoral del Frente Popular en febrero de 1936, con el crucial voto de los afiliados de CNT, marcó otro vuelco a la situación. En medio de un explosivo clima político-social, se reúne en Zaragoza el IV Congreso de la CNT del 1 al 15 de mayo, donde parte esencial de los debates y el ambiente de pletórico fervor anarquista que allí se vivió fue el grupo Nosotros, entregado en esos días a prepararse junto a los trabajadores para el tremendo reto que se avecinaba. Derechas e izquierdas iban al choque inevitable, iniciado mas temprano que tarde con el alzamiento militar del 19 de julio de 1936.0x08 graphic

La CNT y la FAI enfrentaron con coraje, organización y movilización de masas la superioridad fascista en armas y recursos; su contribución fue decisiva para resistir el zarpazo en toda la península y casi a solas derrotaron a los alzados en Cataluña, con Durruti como una de las figuras mas arrojadas de esta victoria popular y sufriendo la dolorosa baja de Francisco Ascaso. El 24 de julio, desde una Barcelona donde el comunismo libertario empezaba a ser una realidad, Durruti partió con una columna armada a Zaragoza, ocupada por los golpistas. Luego de duros combates aquella milicia igualitaria, sin oficiales ni demás tramoya castrense, avanzó y estabilizó el frente de Aragón contra tropas regulares mejor equipadas, aun cuando no pudieron recuperar la ciudad. Paralelamente, las fuerzas anarquistas apoyaron la transformación social que significó el establecimiento de las colectividades agrarias aragonesas, para escándalo de comunistas, socialistas y demás acólitos del credo según el cual no se podía ganar la guerra si al mismo tiempo se hacía la Revolución. En su persona, Durruti encarnaba lo que eran los sentimientos y metas de los trabajadores en armas, siendo un peculiar "jefe" cuyo privilegio principal era combatir en primera fila, con la única jerarquía de la estima con que lo distinguían sus iguales.

Esa vida radiante y corajuda - "El Corto Verano de la Anarquía" la llamó su cronista Enzensberger - terminaría en noviembre de ese mismo año. El día 15 Durruti llegó a reforzar la defensa de Madrid con una columna de 1800 hombres, de inmediato van a lo mas duro del combate y el 19 lo alcanza una bala, cuando transitaba en área supuestamente segura. Murió en la madrugada del 20, siendo sepultado 2 días después en el cementerio de Montjuich en Barcelona, acompañado del duelo más multitudinario visto en la urbe. Como con Zamora, el Che o Zapata, su muerte tiene estigmas de traición y el principal sospechoso, el PCE estalinista, desatará pocos meses más tarde una brutal persecución contra anarquistas y demás radicales que no sólo liquidó la Revolución amenazante, sino que fue el comienzo del fin de la propia República que decían salvaguardar.

40 años de existencia intensa tuvo este hombre que luchó por sus ideales sin treguas ni fanatismos; que nunca dejó de vivir de su trabajo; que actuaba tanto como leía y pensaba; que amó, soñó y tuvo amigos entrañables. En fin, Buenaventura Durruti fue lo que fue, y también lo que de mejor queda en nosotros cuando compartimos su trayectoria luminosa.

 UN TERCO RÍO DESATADO

Y estalló la guerra, y los sublevados se apropiaron de media España, en un alzamiento simultáneo al que respondieron casi todas las guarniciones militares del país. Buenaventura Durruti, el anarquista mesiánico que encandilaba a las masas con sus palabras de dinamita, solicitó a Luis Companys, el presidente de la Generalitat, que desarmara a la Guardia de Asalto y que entregase las armas a los correligionarios, para que ellos asumieran la dirección de la lucha en Barcelona. Companys se negó, temeroso de que Durruti acaudillase una revolución interna, pero los libertarios ya habían requisado para entonces varios camiones y recolectado unas cuantas escopetas mohosas, con las que acometieron el asalto al edificio de la Telefónica, en un combate encarnizado con los militares sublevados que lo defendían. Los obreros caían, despedazados por el plomo, pero las balas respetaban a Durruti, que capitaneaba el ataque con esa resolución suicida de quienes nada tienen que perder, salvo la propia vida. Los barceloneses necesitaban aferrarse a un héroe, son esa perentoriedad con que un moribundo necesita aferrarse a Dios, y cuando contemplaron la figura de Durruti, asomada al balcón central de aquel edificio emblemático de la opresión capitalista, sucio de pólvora y de sangre, aureolado de un coraje furioso, y lo oyeron dedicar aquel triunfo a los trabajadores que habían entregado su aliento durante el asalto, supieron que ese héroe no era otro que él. Buenaventura Durruti voceaba hasta desgañitarse, convocando a la revolución, y Barcelona se prosternaba ante él, como un ángel de espada flamígera, como ante un ídolo amasado con el barro multitudinario de un proletariado que deseaba resarcirse de tantas y tantas humillaciones.

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Poco a poco se fueron rindiendo las tropas acuarteladas en distintos lugares estratégicos de la ciudad, paralizadas por el mudo horror que les producían las arengas febriles de Durruti. Sólo unos pobres desesperados que se habían refugiado en el cuartel de las Atarazanas, antiguo arsenal hacia el final de las Ramblas, se atrevieron a oponer resistencia. Francisco Ascaso, un panadero de apariencia raquítica que se había convertido en el amigo predilecto de Durruti, murió alcanzado por un disparo en el pecho. Durruti tomó su cadáver en brazos, lo elevó como una hostia al sol impávido, y lloró lágrimas de rabia mientras besaba sus mejillas, como antes hizo Aquiles con el cuerpo exánime de Patroclo. Silbaban las balas por doquier, pero ninguna se atrevía a profanar el llanto de Durruti, que blasfemaba e increpaba a Dios por haberlo desposeído de su amigo. Ordenó que le ataran el cadáver de Ascaso a la espalda, y con aquella carga que era su fortaleza y su escudo, penetró en el cuartel de las Atarazanas, brindando su pecho de oscuro bronce desnudo a la puntería de los oficiales sublevados. Dos veces lo hirieron, una vez en aquel pecho expuesto y otra en la agitada frente, pero las balas - que atravesaron su carne y dejaron un limpio orificio - sólo contribuyeron a agrandar su furor; Durruti, sin más arma que un intrépido cuchillo, degolló a cuanto rebelde se cruzaba en su camino, y con las manos tintas en sangre le arrancó al comandante que mandaba aquel destacamento la pistola que le tendía en señal de rendición y le descerrajó en el rostro todas las balas que contenía el cargador. Luego, sin desatarse el cadáver de Ascaso, que le susurraba al oído palabras de venganza, ordenó fusilar a los oficiales alzados supervivientes. Aquella misma noche, investido de potestades divinas, concedería permiso a sus correligionarios para que celebrasen tardíamente el solsticio entregando a las llamas las iglesias y conventos de la ciudad y convirtiendo Barcelona en un vasto páramo de destrucción. En medio de aquella vorágine de desmanes, Durruti recordó que, dos años atrás, el obispo de Barcelona había firmado una petición de indulto a favor suyo, tras una insurrección contra la autoridad que el propio Durruti había acaudillado. Montó en un automóvil y se abrió paso entre las turbas ebrias de crueldad que invadían la ciudad; cuando llegó al palacio episcopal, ya un grupo de milicianos se disponían a fusilar al obispo, convertido en un gurruño de carne trémula que, arrebujado en el suelo, suplicaba clemencia. Durruti dio la orden de que arrojaran las armas al suelo, y los milicianos obedecieron al unísono, sugestionados por aquella especie de unción religiosa que profesaban a su líder. Ayudó al obispo a incorporarse y se preocupó de preservar su vida. Así obraba aquel hombre exagerado, con esa arbitraria magnanimidad que sólo conocen los héroes.

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Companys contemplaba con preocupación el ascenso de Durruti, convertido en señor de la vida y de la muerte, y muy aviesamente lo convocó para formar un comité de milicias que impulsara las estrategias contra los facciosos en Aragón, para frenar su avance hasta Cataluña. El día 24 de julio, tres mil voluntarios al mando de Durruti recorrían las calles de Barcelona, todavía humeantes de piras y estremecidas por la sangre de los fusilamientos, aclamados por sus paisanos, en medio de ese júbilo desesperado que tienen las despedidas definitivas. Muchos de aquellos voluntarios y voluntarias habían sido recaudados en cárceles y prostíbulos, pero mientras desfilaban por el paseo de Gracia, andrajosos y malencarados, adquirían un prestigio de héroes homéricos. Yo, acababa de comprarme un Volkswagen a plazos, y había conseguido a través de mi cuñado, cónsul de Colombia, un carnet de corresponsal del diario El Tiempo de Bogotá; ayudada por ambos avales (pero sobre todo gracias al primero, pues la columna Durruti apenas contaba con automóviles) logré sumarme a la comitiva. Ignoro todavía la naturaleza de aquel ímpetu que me impulsó a incorporarme a una aventura suicida; quizá obedecía a un sentimiento de exultante solidaridad, nacido tras escuchar las alocuciones radiofónicas de Durruti, quizá a una necesidad inconfesable de evadirme de una ciudad que seguía contando entre sus pobladores con la única persona que me había dejado entrever la posibilidad del paraíso, para después dejarlo abolido. Sabía que en las filas anarquistas había facinerosos expertos en expolios y latrocinios, asesinos contumaces que habían hecho del exterminio de curas y monjas inocentes un misión insoslayable, pero también había hombres valientes y honrados, fervorosos creyentes de una utopía con la que yo íntimamente comulgaba. Al llegar a la Diagonal, el propio Durruti se ocupó de detener mi Volkswagen y preguntarme, a través de la ventanilla, los motivos de mi adhesión. Era campechano y brutal, muy velludo y enteco. Tartamudeé algunas vaguedades, en las que se mezclaban las consignas y los argumentos del corazón, y Durruti me sonrió por una esquina de los labios mostrando su dentadura campesina: "Está bien. ¡La Aristócrata se viene con nosotros!", gritó, y ordenó que pintarrajearan el coche con las siglas de la FAI. Aquel apodo de la La Aristócrata suplantó mi nombre hasta que crucé la frontera, camino del destierro, dos años y medio después.

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 La Columna Durruti avanzó sin resistencia a través de tierras leridanas, dejando a su paso un reguero de hazañas sombrías, y se internó en la provincia de Zaragoza, dónde fue atacada por tres avionetas cargadas de bombas con espoleta que provocaron la desbandada de los milicianos, bisoños en las escaramuzas bélicas. Recuerdo, entre el fragor de aquel pandemónium, el olor a chamusquina de los trigales segados, la tierra removida y suspendida en el aire que me obturaba los pulmones, las órdenes desgañitadas de Durruti y, sobre todo, el cuerpo desplomado de un joven de apenas dieciséis años, con sus manos hincadas en mi brazo como mordientes garfios, los ojos desorbitados de pavor y el pecho abierto como una granada madura. La sangre empapaba mi falda, como un terco río desatado, fluyendo a borbotones, quemando mi piel con su humedad caliente, con su apretado zumo de fuego. Fue mi primer muerto, el primer muchacho que expiraba en mi regazo; todavía su gesto de acendrada agonía sigue persiguiéndome cuando duermo.

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Como si ese ataque aéreo hubiese tornado a Durruti súbitamente consciente de las limitaciones de sus voluntarios y de su escaso adiestramiento militar, ordenó el cese del avance hacia Zaragoza e instaló su cuartel general en el cementerio de Bujaraloz. En apenas tres meses, organizó un sistema de colectividades agrícolas que fue el asombro del mundo y quizá la primera y única aplicación de las teorías libertarias a la realidad. La tierra se repartía entre los labriegos baturros, y el fruto de las cosechas era almacenado en graneros comunales. El dinero, ese sórdido papel dónde se estampa la avaricia, se declaró abolido. Cientos de periodistas extranjeros viajaban hasta Bujaraloz para conocer al artífice de aquel inédito milagro. A mí me correspondió el honor de poder entrevistar a Durruti antes que nadie y de propagar el evangelio ácrata por decenas de periódicos hispanoamericanos. Buenaventura Durruti me citó en el cementerio dónde acampaban sus tropas, a eso de la medianoche, quizá con la pretensión de amilanarme ante un espectáculo tan tétrico. "Adelante, Aristócrata - me saludó, desde la cancela del cementerio -. Te voy a enseñar nuestras posiciones, a ver si eres tan chicarrona como presumes."

Los pasillos entre las tumbas habían sido excavados y convertidos en trincheras; los mausoleos habían sido descerrajados y concienzudamente profanados; en los altares de las capillitas no era raro encontrar pistolas desenfundadas, como encogidos reptiles dispuestos a escupir su veneno. Los milicianos que hacían la guardia cabeceaban, apoyados sobre sus fusiles con bayoneta, y se iban dejando derrotar por el relente de la madrugada, que los convertía en muertos verticales. Bastaba que Durruti les dirigiera el viático de una sonrisa, o que les sacudiese la espalda con aquellas manazas de pantocrátor para quienes parecían al borde del agotamiento, demadejados y enclenques, recuperasen el ánimo y recompusieran la figura. Durruti conseguía imbuirles una fe ciega y sin quebranto en esa utopía que lo iluminaba por dentro, y la noche, investida de una solemnidad desnuda, añadía una grandeza casi cósmica a la revista improvisada. Allí, en una zanja excavada entre dos túmulos, le hice la interviú , que tuve que transcribir a oscuras, garrapateando signos ininteligibles a unas cuartillas que el propio Durruti me proporcionó. Las estrellas lo bañaban con su luz de metal frío, tiñendo de un color azulenco sus mejillas mal rasuradas, mientras hablaba y hablaba sin cesar, en una catarata de proyectos que deseaba poner en práctica de inmediato. Era un hombre volcado apasionadamente hacia el futuro, dispuesto a modelar el mundo con el torno de su voluntad, dispuesto también a no distraerse con ningún trampantojo que lo alejase de su vocación, y esa honradez rectilínea y absorta en el porvenir sabía comunicarla a quienes lo escuchaban. Ahí residia su carisma. Me refirió sus dos objetivos más inmediatos: convocar un pleno regional de representantes sindicales de los pueblos aragoneses liberados y conquistar Zaragoza. El primer objetivo lo cumpliría, consiguiendo que se formara un Consejo de Defensa, encargado de preservar los logros de la colectivización, cuya presidencia cedió a Joaquín Ascaso, el hermano del amigo muerto en el asalto al cuartel de las Atarazanas. Del segundo lo despistaría la petición de los anarquistas de Madrid, quienes desmoralizados, rogaron a Durruti que se desplazara hasta la capital cercada por las tropas de Franco, para que su presencia actuase como talismán. Al acabar la interviú, Durruti se extrajo del bolsillo de la camisa una pluma Reynolds chapada en oro. "Te la regalo Aristócrata - me dijo -. Para que tengas un buen recuerdo de Durruti. Eres una mujer valiente, y mientras escribas con ella, todo te saldrá bien en la vida." Parecía no importarle demasiado la posiblidad de que, al desprenderse de aquella pluma, cambiase el signo de su suerte.

Pocos días después partiría para Madrid, encabezando un destacamento de más de mil hombres, para oponer su entusiasmo inerme contra el bien pertrechado ejército fascista. El 20 de noviembre, una bala errática acabaría con el sueño hermoso y cruel de Durruti, mientras arengaba a los anarquistas en la Ciudad Universitaria. Se especuló mucho sobre la identidad y la adscripción del hijo de puta que disparó aquella bala: a mí no me cabe la menor duda de que fue algún secuaz del comunismo, esa burocracia de la muerte. Aquellos malditos esbirros sabían que Durruti era mucho más que un hombre, y mucho más que un mito: era ese anhelo intransigente de libertad, esa nostalgia de rebeldía que nos hace inmortales y puros. La única posesión material que dejó a su muerte fue una maleta de cordobán mugriento, con una muda sucia y los útiles de afeitar: una pastilla de jabón, una maquinilla mellada que apenas le servía para rasurar su barba pugnaz y una brocha despeluzada. ¿Cabe mayor ejemplo de pobreza? Pero su herencia atañía al espíritu, y en mi espíritu habita.

Viajé a Barcelona para escribir la crónica de su entierro. El pañolón rojo y negro cubría su ataúd, que desfiló por las calles de mi ciudad, atestadas por cientos de miles de personas que desafiaban la inclemente lluvia, aquella salmodia líquida que nos empapaba la carne y los huesos pero no lograba reblandecer nuestro ánimo.....

...Me instalé en Caspe, donde el Consejo de Defensa de Aragón mantendría su sede hasta que el acoso de las tropas fascistas, por un lado y la implacable acción del comunista Líster, que venía de Madrid con órdenes de disolver las colectividades agrícolas, por otro, apabullasen aquella utopía. En Caspe asistí a la carnicería más repugnante de cuantos mis ojos presenciaron durante aquellos tres años de salvajismo desatado. Doscientos niños habían sido evacuados de Madrid y alojados en una escuela convertida en albergue, con literas distribuidas por las desoladas aulas que en otro tiempo habían acogido un griterío ensordecedor. La misma noche de su llegada, Caspe fue bombardeado por primera vez por la aviación enemiga. Sepultados por los escombros de la escuela, se veían los vientres que no conocían el pecado tajados por la metralla, los muñones chorreantes, las cabezas segadas del tronco, retratadas en su estupor. El rescate de los niños supervivientes, aplastados por los cascotes que apenas los dejaban articular un lamento, nos mantuvo ocupados durante un par de días. Al acabar las labores de desescombro, me acometió una náusea que ya nunca remitiría, mientras duró la guerra. Repudié la tierra dónde había nacido, repudié la barbarie de los hombres que la habitan, y deseé verme lejos de aquel páramo de odio que acogía tanta sangre inocente.

Cruce la frontera por Cerbère el 29 de enero de 1939, cuando ya el signo del combate se decantaba hacia las águilas imperiales de Franco. El general Yagüe acababa de entrar en Barcelona, después de haberla mortificado con perseverantes bombardeos que sólo servían para reducir a añicos los destrozos causados por bombardeos anteriores, y para machacar al demolido ánimo de los barceloneses, en quienes ya no quedaba ni un ápice de aquel júbilo con que despidieron a los insensatos valientes de la Columna Durruti. El Gobierno Republicano, o los jirones que de él quedaban, se había instalado en Figueras, y hacia allí me dirigí, en mi pintarrajeado y exhausto Volkswagen por carreteras por las que se vaciaba España, en un éxodo o desbandada que llenaba los arcenes de rostros mendicantes o alucinados, rostros funerales o enfermos de angustia. Los faros de mi automóvil iban descifrando aquellos océanos de espanto, y también los objetos y enseres que algunos abandonaban en la cuneta, como restos de un naufragio. Monté en el coche a casi una docena de aquellos desgraciados que, al igual que yo, habían renunciado al gasto de saliva, pero a algo más de diez kilómetros de Figueras el eje del Volkswagen se partió y hubo de seguir el camino del exilio a pie. En la plaza Mayor de Figueras había un café abandonado dónde se hacinaban cientos de personas, durmiendo sobre los veladores de ingrato mármol, envueltos en el olor pestilente de la derrota. Yo me arrebujé en mi abrigo e hice lo propio; el mármol me transmitía un frío de tumba, y la multitud allí congregada, lacrimosa e insomne, la impresión de hallarme en una pobladísima antesala del infierno. Recuerdo que aquella noche los aviones de Franco defecaron bombas sobre Figueras, y que las arañas del café tintineaban con un escalofrío de cristal, pero nadie se movía de allí, todos parecíamos desear en el fondo que el techo se derrumbara y nos pillara debajo, para ahorrarnos los trámites del entierro.

Había, a la mañana siguiente, cientos de personas reclamando salvoconductos en las oficinas del Gobierno, unos barracones improvisados sobre el barro dónde se expedían un tanto arbitrariamente las bulas que podían otorgar o denegar la supervivencia. Yo conseguí una de aquellas preciadas cédulas, invocando el nombre de mi cuñado, cónsul de Colombia. Caminé entre la cellisca que fustigaba los rostros con una bofetada de lucidez, y el anochecer me sorprendió cerca de Cerbère, pasado ya Portbou, con una tormenta de nieve que hacía imposible el avance. Un caritativo picapedrero que habitaba una choza entre las montañas me hizo un hueco en la cuadra dónde se guarecía su mula, una bestia acribillada de pulgas que repartió sus huéspedes conmigo, pero también su calor casi humano. Y el cansancio pudo más que el picajoso cosquilleo de las pulgas, y me quedé dormida. En Cerbère los carabineros franceses, bajo la excusa de reprimir el contrabando, despojaban a los exiliados españoles de las escasas pertenencias de valor que todavía sobrevivían en su equipaje. A mí nada me arrebataron, puesto que nada llevaba conmigo, salvo aquel abrigo infestado de pulgas.

Besé la tierra francesa, que tenía un sabor acre y glacial, de una humedad antiquísima y como emergida de una catacumba. Con las piernas agarrotadas, tambaleante y al borde la inanición, llegué a las afueras de Perpignan, dónde una familia de cuáqueros había detenido su carro y atendían a los refugiados, suministrándoles palabras de aliento y un bocadillo con el que engañar las tripas horras. Cogí aquel bocadillo que se me tendía con manos enguantadas de lividez y sabañones; apenas era un mendrugo de pan con una cautiva sardina en escabeche que tenía un regusto rancio y como avinagrado, pero que a mí me supo a ambrosía. Volví el rostro por última vez hacia España, aquel yermo dónde se habían quedado secuestradas mis ilusiones, apenas visible entre farallones de nieve, y lloré de orfandad y de rabia y de despecho, súbitamente consciente de haberme quedado sin patria. Tardaría treinta años en volver a pisar el suelo que me vio nacer.

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POR EL RÍO VENÍA, poema de Ana Martínez Sagi, citado por Prada, que a su vez lo cita del libro "Cantos y poemas de la Guerra Civil de España", recopilados por Joan Llarch, Producciones Universales, Barcelona, 1978.

  

Venía tu cuerpo moreno

En el agua rosada del río.

Un viento, de pena callada,

Retorcía los grises olivos.

Venía tu cuerpo moreno,

Inmóvil y frío.

El agua, cantando, pasaba

Por tus dedos rígidos.

¡Venías tan pálido,

soldado, en el río!

La boca cerrada, las manos heladas,

La piel como el lirio;

Y una herida roja, en la frente blanca,

Y una luz de aurora, en los ojos limpios…

¡Qué muerte la tuya, soldado del pueblo,

bravo miliciano, corazón amigo;

qué muerte más dulce, cien brazos de agua

ceñidos en torno de tu rostro lívido!

No venías muerto sobre el agua clara;

Sobre el agua clara, venías dormido:

Un clavel granate, en la sien nevada,

Y en los ojos quietos, dos luceros vivos.

¡Qué pálido y frío,

venía tu cuerpo moreno

sobre el agua rosada del río!

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"Si asumes que no hay esperanza, garantizas que no habrá esperanza. Si asumes que hay un instinto hacia la libertad, que hay oportunidad para cambiar las cosas, entonces hay una opción de que puedas contribuir a hacer un mundo mejor. Esta es tu alternativa."

Noam Chomsky



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