Ibanez El Prestamo la difunta


EL PRЙSTAMO DE LA DIFUNTA

(NOVELAS)

VICENTE BLASCO IBAСEZ

36.000 EJEMPLARES

PROMETEO Germanнas, 33. VALENCIA (Published in Spain)

ES PROPIEDAD.--Reservados todos los derechos de reproducciуn,

traducciуn y adaptaciуn.

1921, by V. Blasco Ibбсez.

INDICE

El prйstamo de la difunta.

El monstruo.

El rey de las praderas.

Noche servia.

Las plumas del caburй.

Las vнrgenes locas.

La vieja del cinema.

El automуvil del general.

Un beso.

La loca de la casa.

La sublevaciуn de Martнnez.

El empleado del coche-cama.

Los cuatro hijos de Eva.

La cigarra y la hormiga.

EL PRЙSTAMO DE LA DIFUNTA

I

Cuando los vecinos del pequeсo valle enclavado entre dos estribaciones

de los Andes se enteraron de que Rosalindo Ovejero pensaba bajar б la

ciudad de Salta para asistir б la procesiуn del cйlebre Cristo llamado

«el Seсor del Milagro», fueron muchos los que le buscaron para hacerle

encomiendas piadosas.

Aсos antes, cuando los negocios marchaban bien y era activo el comercio

entre Salta, las salitreras de Chile y el Sur de Bolivia, siempre habнa

arrieros ricos que por entusiasmo patriуtico costeaban el viaje б todos

sus convecinos, bajando en masa del empinado valle para intervenir en

dicha fiesta religiosa. No iban solos. El escuadrуn de hombres y mujeres

б caballo escoltaba б una mula brillantemente enjaezada llevando sobre

sus lomos una urna con la imagen del Niсo Jesъs, patrуn del pueblecillo.

Abandonando por unos dнas la ermita que le servнa de templo, figuraba

entre las imбgenes que precedнan al Seсor del Milagro, esforzбndose los

organizadores de la expediciуn para que venciese por sus ricos adornos б

los patrones de otros pueblos.

El viaje de ida б la ciudad sуlo duraba dos dнas. Los devotos del valle

ansiaban llegar cuanto antes para hacer triunfar б su pequeсo Jesъs. En

cambio, el viaje de vuelta duraba hasta tres semanas, pues los devotos

expedicionarios, orgullosos de su йxito, se detenнan en todos los

poblados del camino.

Organizaban bailes durante las horas de gran calor, que б veces se

prolongaban hasta media noche, consumiendo en ellos grandes cantidades

de _mate_ y toda clase de mezcolanzas alcohуlicas. Los que poseнan el

don de la improvisaciуn poйtica cantaban, con acompaсamiento de

guitarra, _dйcimas_, _endechas_ y _tristes_, mientras sus camaradas

bailaban la _zamacueca_ chilena, el _triunfo_, la _refalosa_, la

_mediacaсa_ y el _gato_, con relaciones intercaladas.

Algunas veces, este viaje, en el que resultaban mбs largos los descansos

que las marchas, se veнa perturbado por alguna pelea que hacнa correr la

sangre; pero nadie se escandalizaba, pues no es verosнmil que una gente

que va con armas y ha hecho viajes б travйs de los Andes pueda vivir en

comъn durante varias semanas, bailando y bebiendo con mujeres, sin que

los cuchillos se salgan solos de sus fundas.

Ahora ya no habнan arrieros gananciosos que dedicasen unas cuantas

docenas de onzas de oro al viaje del Niсo Jesъs y de sus devotos. Los

mбs ricos se habнan ido del pueblecillo; sуlo quedaban arrieros pobres,

de los que aceptan un viaje б El Paposo en Chile у б Tarija en Bolivia

por lo que quieren darles los comerciantes de Salta.

Rosalindo Ovejero era el ъnico que deseaba seguir la tradiciуn, bajando

б la ciudad para acompaсar al Seсor del Milagro en su solemne paseo por

las calles.

Desde que anunciу su viaje, el rancho de adobes con techumbre sostenida

por grandes piedras, que habнa heredado de sus padres, empezу б recibir

visitas. Todos acompaсaban su encargo con un billete de б peso.

Las mujeres le narraban, sin perdonar detalle, las grandes enfermedades

de que las habнa salvado la imagen milagrosa. Sus entraсas dolorosamente

quebrantadas por la maternidad se habнan tranquilizado despuйs de varios

emplastos de hierbas de la Cordillera y de la promesa de asistir б la

procesiуn del Cristo de Salta. Ellas no podнan hacer el viaje, como en

otros aсos; pero Rosalindo iba б representarlas, pues el Seсor del

Milagro es bondadoso y admite toda clase de sustituciones. Lo importante

era pagar un cirio para que ardiese en su procesiуn.

--Tomб, hijo, y cуmpralo de los mбs grandes--le decнan las mujeres al

entregarle el dinero--. Te pido este favor porque fuн muy amiga de tu

pobre mama.

Despuйs iban llegando los varones: pobres arrieros, curtidos por los

vientos glaciales de la Cordillera que derriban б las mulas. Algunos,

durante las grandes nevadas, habнan quedado aislados meses enteros en

una caverna--lo mismo que los nбufragos que se refugian en una isla

desierta--, teniendo que esperar la vuelta del buen tiempo, mientras б

su lado morнan los compaсeros de hambre y de frнo.

--Tomб, Rosalindo, para que me lleves un cirio detrбs del Seсor. El y yo

sabemos lo mucho que le debo.

Todos mostraban una fe inmensa en este Cristo que habнa llegado al paнs

poco despuйs de los primeros conquistadores espaсoles, б travйs de las

soledades del Pacнfico, en un cajуn flotante, sin vela ni remo, el cual

fuй б detenerse en un puerto del Perъ. La imagen habнa escogido б Salta

como punto de residencia, y desde entonces llevaba realizados miles y

miles de milagros. Pero las gentes sencillas de la Cordillera no

aceptaban que esta divinidad omnipotente traнda por los blancos pudiese

vivir sola, y su imaginaciуn habнa creado otras divinidades secundarias.

Respetaban mucho al Cristo de Salta, pero les inspiraba mбs miedo la

«Viuda del farolito», una bruja que se aparecнa de noche con un farol en

una mano б los arrieros perdidos en los caminos. El que la encontraba

debнa hacer inmediatamente sus preparativos para irse al otro mundo,

pues seguramente ocurrirнa su muerte antes de que se cumpliese un aсo.

Rosalindo Ovejero contу los encargos antes de salir de su casa. Eran

catorce cirios los que debнa llevar en la procesiуn, y йl sуlo se creнa

capaz de sostener ocho, cuatro en cada mano, metidos entre los dedos.

Luego pensу que siempre encontrarнa en los despachos de bebidas de Salta

algъn «amigazo» de buena voluntad que quisiera encargarse de los

restantes, y emprendiу el camino montado en un jaco que por el momento

era toda su fortuna.

Para representar dignamente б los convecinos pidiу prestadas unas

grandes espuelas que, segъn tradiciуn, habнan pertenecido б cierto

gaucho salteсo de los que б las уrdenes de Gьemes combatieron contra los

espaсoles por la independencia del paнs. Se puso el menos viejo de sus

ponchos, de color de mostaza, y un sombrero enorme, por debajo de cuyos

bordes se escapaba una melena lacia й intensamente negra, uniйndose б

sus barbas de Nazareno. La silla de montar tenнa б ambos lados unas alas

fuertes de correa, llamadas «guardamontes», para librar las piernas del

jinete de los araсazos y golpes de los matorrales. De lejos, estas alas

hacнan del pobre jaco una caricatura del caballo de las Musas.

Los dos orgullos del joven salteсo eran su cabalgadura y su nombre. El

nombre lo debнa б una mestiza sentimental que habнa estudiado para

maestra en la ciudad, llevando al pueblecito de los Andes el producto de

sus desordenadas lecturas. Quiso crear una generaciуn con arreglo б sus

ideales poйticos, y б йl le puso Rosalindo, б un hermano suyo que habнa

muerto lo bautizу Idнlio, y б una hermana que estaba ahora en Bolivia

aconsejу que la llamasen Zobeida, como la esposa del sultбn de _Las mil

y una noches_.

Rosalindo llegу б Salta el mismo dнa de la procesiуn. Era en Septiembre,

cuando empieza la primavera en el hemisferio austral, y las calles

estaban impregnadas del perfume de flores que exhalaban sus viejos

jardines. Volteaban las campanas en las torres de iglesias y conventos,

esbeltas construcciones de gran audacia en un paнs donde son frecuentes

los temblores del suelo. Un regimiento de artillerнa de montaсa

acantonado en Salta por el gobierno de Buenos Aires iba б dar escolta al

Seсor del Milagro. Los frailes de los diversos monasterios circulaban

por las calles, de aspecto colonial, y por la antigua Plaza de Armas,

rodeada de soportales lo mismo que una vieja plaza de Espaсa. Sobre

algunas puertas quedaba aъn el escudo de piedra, revelador del orgullo

nobiliario de los que construyeron el caserуn en la йpoca que aъn no

habнa nacido la Repъblica Argentina y el paнs era gobernado por los

representantes de la monarquнa espaсola.

Se presentу Ovejero puntualmente en la iglesia б la hora de la

procesiуn. Desfilaron primeramente las diversas imбgenes de los pueblos

con su acompaсamiento de devotos. Habнan venido йstos de muchas leguas

de distancia, bajando las montaсas como rosarios de hormigas

multicolores. Los hombres, al abandonar su caballo con alas de cuero y

lazo formando rollo б un lado de la silla, marchaban con una torpeza de

centauro, haciendo resonar б cada paso sus enormes espuelas. Con el

sombrero sostenido por ambas manos y la cabeza inclinada, precedнan

humildemente б sus imбgenes. Confundidos entre ellos pasaban sus

chicuelos envueltos en ponchos rayados de rojo y negro, y sus mujeres,

gordas y lustrosas mestizas, que parecнan vestidas de mбscaras б causa

de sus faldas de colores chillones, verde, rosa у escarlata.

Las cofradнas de la ciudad eran las que escoltaban al Cristo milagroso.

Las seсoritas de Salta iban de dos en dos, siguiendo las banderas y

estandartes llevados por unos frailes ascйticos que parecнan escapados

de un cuadro de Zurbarбn. Todas estas jуvenes aprovechaban la fiesta

para estrenar sus trajes primaverales, blancos, rosa, de suave azul, у

de color de fresa. Cubrнan sus peinados con enormes sombreros de altivas

plumas; en una mano llevaban una vela rizada y sin encender, envuelta en

un paсuelo de encajes, y con la otra se recogнan y ceснan al cuerpo la

falda, marcando al andar sus secretas amenidades.

Esta devociуn primaveral no tenнa un rostro compungido. Las seсoritas

alzaban la cabeza para recibir los saludos de la gente de los balcones,

у acogнan con ligera sonrisa las ojeadas de los jуvenes agrupados en las

esquinas. La emociуn religiosa sуlo era visible en la muchedumbre

rъstica que ocupaba las aceras, gentes de tez cobriza, ademanes humildes

y voces cantoras y dulzonas. Las mujeres iban cubiertas con un largo

manto negro, igual al de las chilenas; los hombres con un poncho

amarillento y ancho sombrero, duro y rнgido como si fuese un casco.

Todos se conmovнan, hasta llorar, viendo entre las nubes de incienso de

los sacerdotes y las bayonetas de los soldados al Cristo prodigioso

clavado en la cruz, sin mбs vestido que un hueco faldellнn de

terciopelo.

Detrбs de la imagen arcaica desfilaba lo mбs interesante de la

procesiуn: el ejйrcito doliente de los que deseaban hacer pъblica su

gratitud al Seсor del Milagro por los favores recibidos. Eran «chinitas»

de juvenil esbeltez y frescura jugosa, con una vela en la diestra y un

manto negro sobre la falda hueca de color vistoso y amplios volantes.

Por debajo de las rizadas enaguas aparecнan sus pies desnudos, pues

habнan hecho promesa al Cristo de seguirle descalzas durante la

procesiуn. Pasaban tambiйn ancianas apergaminadas y rugosas--como debнa

ser la «Viuda del farolito»--, que lanzaban suspiros y lбgrimas

contemplando el dorso del milagroso Seсor. Y revueltos con las mujeres

desfilaban los gauchos de cabeza trбgica, barbudos, melenudos, curtidos

por el sol y las nieves, con el poncho deshilachado y las botas rotas.

Muchas de estas botas parecнan bostezar, mostrando por la boca abierta

de sus puntas los dedos de los pies, completamente libres.

Ni uno solo de estos jinetes de perfil aguileсo, andrajosos, fieros y

corteses, dejaba de llevar con orgullo grandes espuelas. Antes morirнan

de hambre que abandonar su dignidad de hombres б caballo.

Todos atendнan б las pequeсas llamas que palpitaban sobre sus puсos

cerrados, cuidando de que no se apagasen. Algunos llevaban hasta cuatro

velas encendidas entre los dedos de cada mano, cumpliendo asн los

encargos de los devotos ausentes. Rosalindo figuraba entre ellos, y un

amigo que iba б su lado era portador de los seis cirios restantes. Los

dos, por ser jуvenes, procuraban marchar entre las devotas de mejor

aspecto.

Ovejero no habнa dudado un momento en cumplir fielmente los encargos

recibidos. Con la imagen milagrosa no valнan trampas. Ъnicamente se

permitiу comprar los cirios mбs pequeсos que los deseaban sus

convecinos, reservбndose la diferencia del precio para lo que vendrнa

despuйs de la procesiуn.

Los entusiastas del Cristo que no habнan podido comprar una vela

necesitaban hacer algo en honor de la imagen, y metнan un hombro debajo

de sus andas para ayudar б los portadores. Pero eran tantos los que se

aglomeraban para este esfuerzo superfluo y tan desordenados sus

movimientos, que el Seсor del Milagro se balanceaba, con peligro de

venirse al suelo, y la policнa creнa necesario intervenir, ahuyentando б

palos б los devotos excesivos.

Cuando terminу la procesiуn, Rosalindo apagу los catorce cirios,

calculando lo que podrнan darle por los cabos. Luego, en compaснa de su

amigo, se dedicу б correr las diferentes casas «de alegrнa» existentes

en la ciudad.

En todas ellas se bailaba la _zamacueca_, llamada en el paнs la

_chilenita_. Cerca de media noche, sudorosos de tanto bailar y de las

numerosas copas de aguardiente de caсa--fabricado en los ingenios de

Tucumбn--que llevaban bebidas, entraron en una casa de la misma especie,

donde al son de un arpa bailaban varias mujeres con unos jinetes de

estatura casi gigantesca. Eran gauchos venidos del Chaco conduciendo

rebaсos; hombretones de perfil aguileсo y maneras nobles, que recordaban

por su aspecto б los jinetes бrabes de las leyendas.

El arpa iba desgranando sus sonidos cristalinos, semejantes б los de una

caja de mъsica, y los gauchos saltaban acompaсados por el retintнn de

sus espuelas, persiguiendo б las mestizas de bata flotante que

balanceaban cadenciosamente el talle agitando en su diestra el paсuelo,

sin el cual es imposible bailar la _chilenita_.

Los punteados romбnticos del arpa tuvieron la virtud de crispar los

nervios de Rosalindo, agriбndole la bebida que llevaba en el cuerpo. Su

amigo experimentу una sensaciуn igual de desagrado, y los dos dieron

forma б su malestar, hasta convertirlo en un odio implacable contra los

gauchos del Chaco. їQuй venнan б hacer en Salta, donde no habнan

nacido?... їPor quй se atrevнan б bailar con las mujeres del paнs?...

Los dos sabнan bien que estas mujeres bailaban con todo el mundo, y que

las mбs de ellas no eran de la tierra. Pero su acometividad necesitaba

un pretexto, fuese el que fuese, y al poco rato, sin darse cuenta de

cуmo empezу la cuestiуn, se vieron con el cuchillo en la mano frente б

los gauchos del Chaco, que tambiйn habнan desnudado su facones.

Hubo un herido; chillaron las mujeres; el hombre del arpa saliу

corriendo llevando б cuestas su instrumento, que gimiу de dolor al

chocar con las rejas salientes de la calle; acudieron los vecinos, y

llegaron al fin los policнas, que rondaban esta noche mбs que en el

resto del aсo, conociendo por experiencia los efectos de la aglomeraciуn

en la fiesta del Seсor del Milagro.

Rosalindo se viу con su amigo en las afueras de la ciudad, al perder la

excitaciуn en que le habнan puesto su cуlera y la bebida.

--Creo que lo has matado, hermano--dijo el compaсero.

Y como era hombre de experiencia en estos asuntos, le aconsejу que se

marchase б Chile si no querнa pasar varios aсos alojado gratuitamente en

la penitenciarнa de Salta.

Todas las mujeres de la «casa alegre», asн como los gauchos, habнan

visto perfectamente cуmo daba Rosalindo la cuchillada al herido.

Ademбs, su arma habнa quedado abandonada en el lugar de la pelea.

El camino para huir no era fбcil. Tendrнa que atravesar la Quebrada del

Diablo, siguiendo despuйs un sendero abrupto б travйs de los Andes,

hasta llegar al puerto del Pacнfico llamado El Paposo. Muchos chilenos,

huyendo de la justicia de su paнs, hacнan este viaje, y bien podнa йl

imitarlos por idйntico motivo, siguiendo la misma travesнa, pero en

sentido inverso.

Rosalindo intentу ir б la mнsera posada donde habнa dejado su caballo,

pero cuando estaba cerca de ella tuvo que retroceder, avisado por el

fiel camarada. La policнa, mбs lista que ellos, estaba ya registrando

los objetos de la pertenencia de Ovejero, entreteniendo asн su espera

hasta que se presentase el culpable.

--Hay que huir, hermano--volviу б aconsejar el amigo.

Juzgaba peligrosa, despuйs de esto, la ruta mбs corta que conduce б la

provincia de Copiapу en la vecina Repъblica de Chile. Era camino muy

frecuentado por los arrieros, y la policнa podнa darle alcance. Ya que

no tenнa montura, lo acertado era tomar el camino mбs duro y abundante

en peligros, pero que sуlo frecuentan los de б pie. Como su ausencia iba

б ser larga y le era preciso ganarse el pan, resultaba preferible esta

ruta, pues al tйrmino de ella encontrarнa las famosas salitreras

chilenas, donde siempre hay falta de hombres para el trabajo, y б veces

se pagan jornales inauditos.

Rosalindo conocнa de fama este camino, llamado del Despoblado. Detrбs

del tal Despoblado se encontraba algo peor: la terrible Puna de Atacama,

un desierto de inmensa desolaciуn, donde morнan los hombres y las

bestias, unas veces de sed, otras de frнo, y en algunas ocasiones caнan

abrumadas por el viento.

Ovejero se guardу las espuelas en el cinto, renunciando б su dignidad

de jinete para convertirse en peatуn.

--Si tienes suerte--continuу el camarada--, tal vez en veinte dнas у en

un mes llegues al puerto de Cobija у б las salitreras de Antofagasta.

Hay arrieros que han hecho el camino en ese tiempo.

Y con la ternura que inspira el amigo en pleno infortunio, le diу su

cuchillo y toda la pequeсa moneda que pudo encontrar en los diferentes

escondrijos de su traje.

--Tomб, hermano; lo mismo harнas tъ por mi si yo me hubiese

«desgraciado». ЎQue el Seсor del Milagro te acompaсe!

Y Rosalindo Ovejero volviу la espalda б la ciudad de Salta, tomando el

camino del Despoblado.

II

Lo conocнa sin haber pasado nunca por йl, como conocнa todos los caminos

y senderos de los Andes, donde hombres y cuadrъpedos son menos que

hormigas, trepando lentamente por las arrugas y las aristas de unas

montaсas tan altas que impiden ver el cielo.

Su padre se habнa dedicado al arrieraje, y todos sus antecesores

vivieron del ejercicio de la misma profesiуn. Llevaban productos del

paнs б los puertos del Pacнfico, para traer en sus viajes de vuelta

objetos de procedencia europea, pues Buenos Aires y los demбs puertos

argentinos estбn muy lejos. En su casa, Rosalindo sуlo habнa oнdo

hablar de peligrosos viajes б travйs de los Andes y de la altiplanicie

desolada de Atacama.

Despuйs, en su adolescencia, fuй de ayudante con algunos arrieros,

cuidando las mulas en los malos pasos para que no se despeсasen. En

estos viajes por las interminables soledades no temнa б los hombres ni б

las bestias. Para el vagabundo predispuesto б convertirse en salteador,

tenнa su cuchillo, y tambiйn para el puma, leуn de las altiplanicies

desiertas, no mбs grande que un mastнn, pero que el hambre mantiene en

perpetua ferocidad, impulsбndole б atacar al viajero. Lo ъnico que le

infundнa cierto pavor en esta naturaleza grandiosa y muda, б travйs de

la cual habнan pasado y repasado sus ascendientes, eran los poderes

misteriosos y confusos que parecнan moverse en la soledad.

Ovejero tenнa un alma religiosa б su modo y propensa б las

supersticiones.

Creнa en el Cristo de Salta, pero al lado de йl seguнa venerando б las

antiguas divinidades indнgenas, como todos los montaсeses del paнs. El

Seсor del Milagro disponнa indudablemente del poder que tienen los

hombres blancos, dominadores del mundo, pero no por esto la Pacha-Mama

dejaba de ser la reina de la Cordillera y de los valles inmediatos, como

muchos siglos antes de la llegada de los espaсoles.

La Pacha-Mama es una diosa benйfica que estб en todas partes y lo sabe

todo, resultando inъtil querer ocultarle palabras ni pensamientos.

Representa la madre tierra, y todo arriero que no es un desalmado, cada

vez que bebe, deja caer algunas gotas, para que la buena seсora no sufra

sed. Tambiйn cuando los hombres bien nacidos se entregan al placer de

mascar coca, empiezan siempre por abrir con el pie un agujero en el

suelo y entierran algunas hojas. La Pacha-Mama debe comer, para que el

hambre no la irrite, mostrбndose vengativa con sus hijos.

Rosalindo sabнa que la diosa no vive sola. Tiene un marido que es

poderoso, pero con menos autoridad que ella: un dios semejante б los

reyes consortes en los paнses donde la mujer puede heredar la corona.

Este espнritu omnipotente se llama el Tata-Coquena, y es poseedor de

todas las riquezas ocultas en las entraсas del globo.

Muchos naturales del paнs se habнan encontrado con los dos dioses cuando

llevaban sus arrias por los desfiladeros de los Andes; pero siempre

ocurrнa tal encuentro en dнas de tempestad, como si los dioses sуlo

pudieran dejarse ver б la luz de los relбmpagos y acompaсados por los

truenos que ruedan con un estallido interminable de montaсa en montaсa y

de valle en valle.

La Pacha-Mama y el Tata-Coquena eran arrieros. їQuй otra cosa podнan

ser, poseyendo tantas riquezas?... Los que les veнan no alcanzaban б

contar todas las recuas de llamas, enormes como elefantes, que marchaban

detrбs de ellos. Las «petacas» у maletas de que iban cargadas estas

bestias gigantescas estaban repletas de coca, precioso cargamento que

emocionaba mбs б los arrieros de la Cordillera que si fuese oro.

Los del paнs no conocнan riqueza que pudiera compararse con estas hojas

secas y refrescantes, de las que se extrae la cocaнna y que suprimen el

hambre y la sed.

El padre de Rosalindo se habнa encontrado algunas veces con la

Pacha-Mama en tardes de tempestad, describiendo б su hijo cуmo eran la

diosa y su consorte, asн como el lucido y majestuoso aspecto de sus

recuas. Pero siempre le ocurrнa este encuentro despuйs de un largo alto

en el camino, en uniуn de otros arrieros, que habнa sido celebrado con

fraternales libaciones.

Al emprender su marcha por el Despoblado, pensу Rosalindo al mismo

tiempo en el Cristo de Salta y en la Pacha-Mama. Las dos sangres que

existнan en йl le daban cierto derecho б solicitar el amparo de ambas

divinidades. Entre sus antecesores habнa un tendero espaсol de Salta, y

el resto de la familia guardaba los rasgos йtnicos de los primitivos

indios calchaquies. Si le abandonaba uno de los dioses, el otro, por

rivalidad, le protegerнa.

Despuйs de esto se lanzу valerosamente б travйs del Despoblado.

Los mбs horrendos paisajes de la Cordillera conocidos por йl resultaban

lugares deliciosos comparados con esta altiplanicie. La tierra sуlo

ofrecнa una vegetaciуn raquнtica y espinosa al abrigo de las piedras. A

veces encontraba montones de escorias metбlicas y ruinas de pueblecitos

y capillas, sin que ningъn ser humano habitase en su proximidad. Eran

los restos de establecimientos mineros creados por los conquistadores

espaсoles cuando se extendieron por estos yermos en busca de metales

preciosos. Los indios calchaquies se habнan sublevado en otro tiempo,

matando б los mineros, destruyendo sus pueblos y cegando los filones

aurнferos, de tal modo, que era imposible volver б encontrarlos.

El paisaje se hacнa cada vez mбs desolado y aterrador. Sobre esta

altiplanicie, donde caнa la nieve en ciertos meses, sepultando б los

viajeros, no habнa ahora el menor rastro de humedad. Todo era seco,

бrido y hostil. Las riquezas minerales daban б las montaсas colores

inauditos. Habнa cumbres verdes, pero de un verde metбlico; otras eran

rojas у anaranjadas.

En ciertas oquedades existнa una capa blanca y profunda, semejante al

sedimento de un lago cuyas aguas acabasen de solidificarse. Estos lagos

secos eran de borato. Caminу despuйs dнas enteros sin encontrar ninguna

vegetaciуn. Ъnicamente en las quebradas secas crecнan ciertos cactos del

tamaсo de un hombre, rectos como columnas espinosas. Estos cactos,

vistos de lejos, daban la impresiуn de filas de soldados que descendнan

por las laderas en orden abierto.

Rosalindo, en las primeras jornadas, encontrу las chozas de algunos

solitarios del Despoblado. Eran pastores de cabras--el rebaсo del

pobre--que realizaban el milagro de poder subsistir, ellos y sus

animales, sobre una tierra estйril. Mбs adelante ya no encontrу ninguna

vivienda humana. La soledad absoluta, el silencio de las tierras

muertas, la profundidad misteriosa de la carencia de toda vida, se

abrieron ante sus pasos para cerrarse inmediatamente, absorbiйndolo.

Para darse nuevos бnimos recordaba lo que habнa oнdo algunas veces sobre

los primeros hombres blancos que atravesaron este desierto. Eran

espaсoles con arcabuces y caballos, guerreros de pesadas armaduras que

no sabнan adonde les llevaban sus pasos й ignoraban igualmente si la

horrible Puna de Atacama tendrнa fin. Su jefe se llamaba Almagro y habнa

abandonado б Pizarro en el Perъ para atravesar esta soledad aterradora,

descubriendo al otro lado del desierto la tierra que luego se llamу

Chile.

«ЎQuй hombres, pucha!», pensaba Rosalindo.

Y se consideraba con mayores fuerzas para continuar el viaje. Йl б lo

menos sabнa con certeza adonde se dirigнa, y encontraba todos los

detalles topogrбficos del terreno de acuerdo con los informes que le

habнa proporcionado su camarada y los solitarios establecidos en los

linderos del desierto.

Ninguno de йstos, al darle hospitalidad en su vivienda, le hizo

preguntas indiscretas. Adivinaban que huнa por haberse «desgraciado», y

como este infortunio le puede ocurrir б todo hombre que usa cuchillo, se

limitaron б darle explicaciones sobre el rumbo que debнa seguir,

aсadiendo algunos pedazos de carne de cabra seca, para que no muriese de

hambre en su audaz travesнa.

Cuando hubo consumido todas sus vituallas, no por esto perdiу el бnimo.

Mientras conservase una bolsa que llevaba pendiente de su cinturуn, no

temнa al hambre ni б la sed. En ella llevaba su provisiуn de coca,

alimento maravilloso para los indнgenas, porque da la insensibilidad de

la parбlisis y suspende el tormento de las necesidades, esparciendo б la

vez por todo el organismo un alegre vigor. Gracias б este

anestйsico--considerado en el paнs como un manjar de origen

divino--podrнa vivir dнas y dнas, sin que el hambre ni la sed

dificultasen su viaje.

Buscaba al cerrar la noche el abrigo natural de las piedras у de los

muros en ruinas que revelaban el emplazamiento de algъn establecimiento

minero arrasado dos siglos antes. Sуlo reanudaba su marcha con la luz

del sol, para ir guiбndose por las seсales que le habнan indicado,

evitando el perderse en esta tierra monуtona, sin бrboles, sin casas,

sin rнos, que le pudiesen servir de punto de orientaciуn.

Lo que mбs le preocupaba era la posibilidad de que se levantase de

pronto uno de los terribles vientos glaciales que barren la Puna.

Mientras la atmуsfera se mantuviese tranquila no se consideraba en

peligro de muerte. El frнo huracбn, en esta altiplanicie donde es

imposible encontrar refugio, resultaba tan temible como la nieve que

sepulta.

La rarefacciуn de la atmуsfera representaba igualmente una fatiga mortal

para los que cruzaban por primera vez las altiplanicies andinas. Pero

Ovejero, habituado б respirar en las grandes alturas, estaba libre del

llamado «mal de la Puna». Tenнa el corazуn sуlido de los montaсeses y su

pecho dilatado le permitнa respirar sin angustia en unas tierras

situadas б mбs de tres mil metros sobre el Ocйano.

Una maсana adivinу que habнa llegado al punto mбs culminante y difнcil

de su camino. Dos у tres jornadas mбs allб empezarнa su descenso hacia

el Pacнfico.

«Debo estar cerca de la difunta Correa», pensу.

Conocнa de fama б la «difunta Correa», como todos los hijos de la tierra

de Salta.

Era una pobre mujer que se habнa lanzado б travйs del desierto б pie y

con una criatura en los brazos. Su deseo era llegar б Chile en busca de

un hombre: tal vez su marido, tal vez un amante que la habнa abandonado.

Los vientos glaciales de la Puna la envolvieron en lo mбs alto de la

planicie, y ella y su criatura, refugiadas en una oquedad del suelo,

murieron de frнo y de hambre. Meses despuйs la descubrieron otros

viandantes en el mismo estado que si acabase de morir, pues los

cadбveres se mantienen en las secas alturas de la Puna en una

conservaciуn absoluta que parece desafiar б la muerte.

La piedad de los vagabundos andinos abriу una fosa en el suelo estйril

para enterrar б esta mujer, apellidada Correa, y б su niсo, colocando

sobre los cadбveres un montуn de piedras como rъstico monumento.

Se extendiу por todo el paнs la fama de la «difunta Correa». Eran muchos

los que habнan muerto en los senderos de la altiplanicie llamados

«travesнas», pero ninguno de los vagabundos fallecidos podнa inspirar el

mismo interйs novelesco que esta mujer.

La tumba de la difunta Correa fuй en adelante el lugar de orientaciуn

para los que pasaban de Salta б Chile. Todo viandante se considerу

obligado б rezar una oraciуn por la difunta y б dejar una limosna encima

de su sepulcro. Uno de los solitarios del Despoblado se instituyу б sн

mismo administrador pуstumo de la difunta, y cada seis meses у cada aсo

hacнa el viaje hasta la tumba para incautarse de las limosnas,

dedicбndolas al pago de misas.

Este asunto era llevado con una probidad supersticiosa. El dinero de las

limosnas permanecнa meses y meses sobre la tumba, sin que los

viajeros--en su mayor parte hombres de tremenda historia--osasen tocar

la mбs pequeсa parte del depуsito sagrado. Muy al contrario, todos

procuraban dar aunque sуlo fuesen unos centavos, por creer que una

limosna б la difunta Correa era el medio mбs seguro de terminar el viaje

felizmente.

Rosalindo encontrу al fin la tumba. Era un montуn de piedras adosado б

otras piedras que parecнan la base de un muro desaparecido. Dos maderos

negros y resquebrajados por el viento formaban una cruz, y al pie de

ella habнa una vasija de hojalata, un antiguo bote de carne en conserva

venido de Chicago б la Amйrica austral para acabar sirviendo de cepillo

de limosnas sobre la sepultura de una mujer.

Ovejero examinу su interior. Una piedra gruesa depositada en el fondo

del bote servнa para mantenerlo fijo sobre la tumba y que no lo

arrebatase el viento. Al levantar la piedra, su mirada encontrу el

dinero de las limosnas: unos cuantos billetes de б peso y varias piezas

de nнquel. Tal vez habнa transcurrido un aсo sin que el administrador de

la muerta viniese б recoger las limosnas.

El gaucho conocнa su deber, y se apresurу б cumplirlo. Con el sombrero

en la mano, rezу todas las oraciones que guardaba en su memoria desde la

niсez. «ЎPobre difunta Correa!...» Luego buscу en su cinto, б travйs de

diversos objetos, el paсuelo anudado en cuyo interior guardaba toda su

moneda.

Sacу б luz lo que poseнa. Ъnicamente le quedaban tres pesos con algunos

centavos. Durante los primeros dнas del viaje habнa tenido que pagar en

algunos altos del camino, pues los habitantes de las chozas no eran

simples pastores, como los del desierto, y se ayudaban para vivir dando

posada б los arrieros. Le quedaba muy poco para hacer una limosna

esplйndida.

Pensу tambiйn con inquietud en lo que le esperaba al otro lado del

desierto, cuando ya no estuviera solo y al encontrarse entre los

primeros hombres renacieran otra vez las exigencias y los gastos de la

vida social. Necesitaba dinero para continuar su viaje por tierra

civilizada, para subsistir antes de que encontrase trabajo, y la

cantidad que poseнa no era suficiente.

Empezaba б olvidarse, abismado en estos cбlculos, de la difunta y de

todo lo que le rodeaba, cuando un personaje inesperado le hizo volver б

la realidad con su inquietante apariciуn.

No estaba solo en el desierto. Viу al otro lado de la fila de piedras en

forma de muro un perro enorme que gruснa, con la piel dorada cubierta de

manchas de rojo obscuro. Viу tambiйn, al hacer un movimiento este

animal, que tenнa cabeza de gato, con bigotes hirsutos y unos ojos

verdes que esparcнan reflejos dorados.

Rosalindo conocнa б esta bestia y no le inspiraba miedo. Era un puma que

parecнa dudar entre la audacia y el temor, entre la acometividad y la

fuga. El hombre lo espantу con un alarido feroz, enviбndole al mismo

tiempo un peсascazo que le alcanzу en una pata. La fiera huyу en el

primer momento, pero se detuvo б corta distancia. Aquel terreno lo

consideraba como suyo. Sin duda permanecнa junto б la tumba todo el aсo,

por ser este el lugar mбs frecuentado en la soledad del desierto,

resultбndole fбcil el nutrirse con los despojos de las caravanas у el

sorprender б un hombre у б una bestia de carga en momentos de descuido.

Al quedar lejos no quiso Rosalindo hostilizarle por segunda vez. Veнa en

йl б un guardiбn de la tumba. Hasta pensу supersticiosamente si este

felino de la altiplanicie, mezcla de leуn y de tigre, tendrнa algo del

alma de la difunta, pues en los cuentos del paнs habнa oнdo hablar

muchas veces de espнritus de personas que continъan su existencia dentro

de cuerpos de animales.

Dejу de ocuparse del puma para seguir mirando el bote de las limosnas.

Una idea digna de ser tenida en cuenta acababa de surgir en su

pensamiento en el mismo instante que le distrajo la presencia de la

fiera.

Йl estaba vivo y tenнa poco dinero; en cambio la difunta Correa estaba

muerta hacнa aсos y no necesitaba comer ni le era forzoso ir б Chile

como йl. Aquellas limosnas iban б quedar meses y meses debajo del

pedrusco, hasta que se le ocurriese venir al encargado de recogerlas.

їNo podнan hacer un negocio honrado la difunta y йl?...

Rosalindo no quiso aceptar ni por un instante la idea de apoderarse de

este dinero. Por ser de una muerta tenнa un carбcter sagrado, y ademбs

representaba cierta cantidad de misas para la salvaciуn eterna de la

madre y su criatura. Pero era posible una operaciуn de crйdito entre los

dos, que no resultaba completamente nueva.

Sabнa por los arrieros y peatones de los Andes para lo que servнan

muchas veces estas tumbas con su depуsito de limosnas. Como abundan las

sepulturas en las diversas travesнas de la Cordillera, los viandantes

faltos de recursos se llevan con toda reverencia el dinero dedicado б

los difuntos, pero dejando б йstos un recibo con la promesa solemne de

devolverles una cantidad mayor.

Ovejero pensу que йl podнa hacer lo mismo. La difunta Correa era una

buena mujer y aceptarнa seguramente desde el fondo de su tumba de

piedras este prйstamo. Йl, por su parte, siempre habнa sido fiel б su

palabra y ademбs empeсaba su firma. Lo que se llevase lo devolverнa

quintuplicado, y la difunta iba б ganar como rйditos de la operaciуn un

gran nъmero de misas.

Con la tranquilidad que comunica la pureza de la intenciуn, fuй

recogiendo toda la moneda depositada en el fondo del bote. La contу:

ocho pesos y cuarenta centavos. Luego buscу en su cinto un lбpiz corto y

romo, arrancando tambiйn un pedazo de papel de un diario viejo de Salta.

La redacciуn del documento fuй empresa larga y difнcil. En su niсez

habнa figurado entre los mejores alumnos de la escuela de su

pueblecillo, pero siempre considerу la ortografнa como el mбs

horripilante de los tormentos de la juventud, б causa de la diferencia

entre letras mayъsculas y minъsculas.

En el borde blanco del periуdico declarу que tomaba б prйstamo de la

difunta Correa la expresada cantidad, comprometiйndose б devolvйrsela

sobre la misma tumba en el plazo de un aсo; y para hacer mбs solemne su

compromiso, metiу en cada palabra dos у tres mayъsculas. Despuйs puso su

firma: _Rosalindo Ovejero_, con las letras todo lo mбs grandes que le

permitiу la escasez del papel.

Cuando se hubo guardado el dinero en el cinto, depositу su recibo en el

fondo del bote, colocando la piedra exactamente sobre йl, para que en

ningъn caso pudiera llevбrselo el viento.

Nada le quedaba que hacer allн. Ahora que se veнa con mбs dinero para

afrontar la existencia entre los hombres civilizados, deseaba salir

cuanto antes del desierto.

El puma se habнa ido aproximando con un gruсido hipуcrita, como si

esperase verle de espaldas para caer sobre йl. Rosalindo se inclinу,

enviбndole otro peсascazo que le hizo huir por segunda vez de aquella

tumba que consideraba como su guarida.

Continuу el gaucho su marcha. Al dнa siguiente viу unos guanacos

salvajes que corrнan por el lнmite del horizonte. La vida vegetal y

animal empezaba б reaparecer en el desierto. En los dнas siguientes los

guanacos salieron б su encuentro formando manadas y los matorrales

fueron mбs espesos y altos. La atmуsfera resultaba mбs respirable; el

terreno iba en descenso.

A la semana siguiente el fugitivo de Salta encontrу hombres y durmiу en

viviendas que formaban mнseros pueblos.

Siguiу bajando, y al fin encontrу el camino que se remonta б Bolivia y

que en direcciуn opuesta iba б conducirle б la costa del Pacнfico.

III

Pasу cerca de un aсo trabajando en las explotaciones salitreras

establecidas por los chilenos en la costa del Pacнfico. Viviу unas veces

cerca de Antofagasta, otras en Iquique y hasta en Arica, junto б la

frontera del Perъ.

El trabajo no era extremadamente duro y se ganaban buenos jornales.

Europa necesitaba abono para sus campos, y especialmente en Alemania los

arenales del Brandeburgo se negaban б dar patatas y remolachas si no

recibнan antes la nutriciуn del бzoe solidificado en las llanuras

chilenas.

Todos los pueblos vivнan entonces en paz, y era preciso aumentar la

producciуn del suelo para que una humanidad exuberante en demasнa no se

quedase sin comer. Llegaban vapores y veleros б los puertos del Pacнfico

cargados de carbуn, y partнan semanas despuйs llevando sus bodegas

repletas de salitre. Miles y miles de hombres trabajaban en el arranque

de esta tierra blanca contenedora de un excitante fertilizador. Los

brazos eran pagados con generosidad y el dinero corrнa abundantemente.

Rosalindo celebrу como una protecciуn de la suerte el haber huнdo de su

paнs natal, librбndose para siempre de su pobre y ruda profesiуn de

arriero. En pocas semanas ganу lo que al otro lado de los Andes le

hubiese costado un aсo de trabajo. Ademбs, su existencia era mucho mбs

fбcil y dulce en esta tierra de emigraciуn.

Hombres de diversos paнses trabajaban en las salitreras, y casi todos

ellos vivнan sin familia, pudiendo gastar alegremente sus considerables

jornales. De aquн que, en dнas de fiesta, los obreros de gustos

alcohуlicos se entregasen б las mбs desordenadas fantasнas en los cafйs

y los despachos de licores. No sabнan cуmo acabar su dinero en esta

tierra de vida improvisada y escasas diversiones. Algunos disparaban sus

revуlveres escogiendo como blanco las botellas alineadas en la

anaquelerнa detrбs del mostrador. Era un lujo destrozar б tiros las

botellas de champaсa traнdas de Europa, pagбndolas luego б unos precios

que hubiesen escandalizado б muchos ricos. Otros, para beber un simple

vaso de vino, hacнan abrir la espita de un tonel, dejando que chorrease

en su vaso durante mucho tiempo lo mismo que una fuente, perdiйndose

enormes cantidades de lнquido. Luego pagaban con orgullo, delante de

todos, para que se enterasen de su vanidad.

Con estas fantasнas y otras menos confesables engaсaban su tedio en este

paнs abundante en dinero pero de aspecto entristecedor. La riqueza

estaba en la profunda capa de salitre que cubrнa el suelo; pero esta

tierra blanca que servнa para fertilizar los campos de Europa no

toleraba aquн ninguna vegetaciуn. Una esterilidad valiosa pero triste

rodeaba las nuevas poblaciones. El mayor lujo de los ricos era tener en

sus casas unas cuantas macetas de flores. El agua para su riego habнa

costado tan cara como los vinos mбs cйlebres.

Las interminables recuas de mulas, al acarrear del interior б los

puertos las cargas de salitre, parecнan acordarse melancуlicamente de

los campos donde habнan nacido, con бrboles, hierbas y arroyos. En las

casas inmediatas б los caminos de esta tierra estйril, los dueсos

evitaban pintar sus cercas de verde, pues los pobres animales, engaсados

por el color, empezaban б roer los barrotes de madera, tomбndolos por

vegetales surgidos del suelo.

Rosalindo acabу por adquirir el mismo aspecto de los obreros del paнs.

Ya no quedaba nada en йl del gaucho salteсo. Se habнa cortado las

melenas y transformado su traje. Ademбs, siguiу con atenciуn, en los

diversos lugares de su trabajo, las predicaciones de algunos obreros

procedentes de Europa que hablaban contra las compaснas salitreras,

incitando б los compaсeros б la revuelta. Pero una huelga seguida de

incendios y saqueos fuй sofocada inmediatamente por los soldados

chilenos con abundante empleo de ametralladoras, lo que devolviу la

prudencia б Rosalindo y б la mayorнa de sus camaradas.

Cuando llevaba ocho meses trabajando, experimentу una gran alegrнa al

encontrarse con un hombre de su paнs que deseaba regresar б Salta.

La vida de este hombre en las salitreras habнa sido menos agradable y

fructuosa que la de Ovejero. Trabajу y ganу buenos jornales en los

primeros meses; pero era jugador, y todas sus ganancias se quedaron en

las llamadas casas «de remolienda». Al final, sus deudas y sus continuas

peleas le obligaban б abandonar el paнs.

Rosalindo, por ser un compatriota, atendiу todas sus peticiones de

dinero. Йl no era jugador. Su vicio dominante habнa sido siempre la

bebida, y aquн que ganaba mucho podнa satisfacerlo con largueza, lo

mismo que un caballero.

Al saber que su compatriota iba б volver б Salta por la Puna de Atacama,

el gaucho, que era hombre de honor, incapaz de olvidar sus compromisos,

pensу en la antigua deuda, que le preocupaba con frecuencia y hasta

algunas noches le habнa quitado el sueсo.

Mientras obsequiaba б su compatriota en un cafй de Antofagasta, le fuй

explicando su asunto.

--Tъ pasarбs por donde la difunta Correa, їno es eso, hermano?... Pues

bien; cuando llegues б su sepultura, le dejas bajo la piedra estos

treinta pesos. Ella me diу ocho y unos centavos, pero hay que ser

rumboso con los que nos favorecen, y ademбs la pobre tal vez estб

necesitada de misas.

Pidiу tambiйn б su camarada que retirase el recibo escrito en un pedazo

de periуdico que habнa dejado en la tumba у que fuese en busca del

encargado de recoger las limosnas para pedirle el tal documento. Los

asuntos de dinero deben llevarse con limpieza, sobre todo si hay

muertos de por medio. Cuando el camarada tuviese el recibo en su poder,

debнa enviбrselo por correo para su tranquilidad.... Y le entregу unos

cuantos pesos mбs por la molestia que le pudiese ocasionar el encargo.

Transcurrieron varios meses. Rosalindo trabajaba todos los dнas como un

obrero de buenas costumbres. A pesar de que habнa sido hombre de pelea,

evitaba las cuestiones en este mundo compuesto de gentes bravas y de

todas procedencias, que para ir б ganarse el jornal llevaban siempre el

cuchillo y el revуlver. Йl deseaba ъnicamente que le dejasen embriagarse

en paz. De dнa trabajaba en la salitrera y de noche se emborrachaba en

algъn cafetнn predilecto, hasta que ganaba su alojamiento tambaleбndose,

у lo llevaba hasta йl un compaсero casi б rastras.

De pronto se sintiу enfermo. El mйdico, un joven reciйn llegado de

Santiago, atribuyу su dolencia б los excesos alcohуlicos; pero йl creнa

saber mejor que este chileno presuntuoso cuбl era la verdadera causa de

su enfermedad.

Dormнa mal y su sueсo estaba cortado por terribles visiones. Esta vida

de alucinaciуn dolorosa habнa empezado para йl cierta noche en que se

dirigнa б su casa completamente ebrio.

Una mujer le saliу al paso: una mujer enjuta de carnes, con la tez algo

cobriza y unos ojos grandes, negros, ardientes. Iba envuelta en un manto

obscuro que habнa perdido su primer tinte y era del color llamado "ala

de mosca". Agarrado б una de sus manos marchaba un niсo cuya cabeza

apenas le llegaba б las rodillas.

Rosalindo no conocнa б la difunta Correa ni jamбs encontrу б alguien que

pudiera describнrsela. Pero al ver a esta mujer por primera vez, quedу

convencido de su identidad. Era la difunta Correa; no podнa ser otra,

ЎAquellos ojos!... ЎAquel niсo que la acompaсaba!...

Se quitу el sombrero con la misma expresiуn reverente que cuando habнa

rezado ante su tumba.

--їEn quй puedo servirla, seсora?--dijo--. їQuй desea de mн?...

La mujer permaneciу muda, y sus ojos redondos, de un ardor obscuro, le

miraron fijamente. Al entrar en su casucha cerrу la puerta, y la

difunta, siempre con su niсo de la mano, se filtrу б travйs de las

maderas.

Dormнa Rosalindo en una pieza grande con siete compaсeros mбs, pero

aquella hembra dolorosa, como venнa del otro mundo y todos los seres de

allб dan poca importancia б las preocupaciones morales de la tierra, se

metiу entre tantos hombres, sin vacilaciуn, permaneciendo erguida junto

б la cama de Ovejero.

Cada vez que йste abrнa los ojos la encontraba frente б йl, inmуvil,

rнgida, mirбndole con sus pupilas ardientes y fijas, no alteradas por el

mбs leve parpadeo.

A la maсana siguiente, el gaucho creyу haber atinado con la explicaciуn

de este encuentro. La pobre difunta habнa venido indudablemente б darle

las gracias por los enormes rйditos con que habнa acompaсado la

devoluciуn del prйstamo. Si permanecнa muda y con aquellos ojos que

infundнan espanto, era porque las almas en pena no pueden mirar de

distinto modo.

Afirmado en esta creencia, no experimentу sorpresa alguna cuando, en la

noche siguiente, al regresar ebrio de su cafetнn, tropezу con la

enlutada y su niсo cerca de la casa.

Por segunda vez se quitу el sombrero, gangueando sus palabras con una

amabilidad de borracho.

--No tiene usted nada que agradecerme, seсora. La palabra es palabra, y

lo que siento es no haber podido enviarle mбs para que la digan misas.

El aсo que viene, cuando algъn amigo mнo vaya para allб, tal vez le haga

otra remesa.

Pero la mujer parecнa no oнrle y continuу fijando en йl sus ojos

inmуviles, mientras la cara del niсo--una cara de muerto--se agitaba con

el temblor de un llanto sin lбgrimas y sin ruido.... Y la difunta le

acompaсу otra vez hasta su cama, manteniйndose inmуvil junto б ella, y

desapareciendo ъnicamente con las primeras luces del amanecer.

Este encuentro se fuй repitiendo varias noches. Rosalindo bebнa cada vez

mбs, viendo en el alcohol un medio seguro de sumirse en el sueсo y

evitar tales visiones; pero contra su opiniуn, las visitas de la difunta

se hacнan mбs largas asн como йl aumentaba su embriaguez. Algunas veces,

hasta en pleno sol, cuando trabajaba en el arranque de las rocas de

salitre, la difunta surgнa frente б йl durante sus minutos de descanso.

En vano le dirigнa preguntas. La enlutada era muda y ъnicamente sabнa

mirarle con sus pupilas redondas y severas, mientras el niсo continuaba

su eterno llanto sin humedad y sin eco.

«Hay en este asunto algo que no comprendo--pensaba Rosalindo--. їNo le

habrб entregado aquel amigazo el dinero que le di?»

Se dedicу б averiguar el paradero de su compatriota. Pensу por un

momento si se habrнa quedado con los pesos que le entregу para la

muerta; pero inmediatamente repeliу tal sospecha. Su camarada, aunque

algo bandido y de perversas costumbres, era muy temeroso de Dios й

incapaz de ponerse en mala situaciуn con las бnimas del Purgatorio, б

las que tenнa gran respeto y no menos miedo.

Al fin, un vagabundo que iba de boliche en boliche por las diversas

salitreras para robar con sus malas artes de jugador el dinero de los

trabajadores, le diу noticias sobre el desaparecido, despuйs de repasar

los recuerdos de su propia vida complicada y aventurera. A su amigo lo

habнan matado meses antes en un despacho de bebidas cerca de la

Cordillera, cuando se dirigнa desde Cobija б tomar el camino de la Puna.

La cuchillada mortal habнa sido por cuestiones de juego.

El gaucho, que no querнa dudar de que la difunta hubiese recibido su

prйstamo con todos los intereses, quedу aterrado al recibir esta

noticia. Empezу б calcular los meses transcurridos desde que dejу su

recibo en la tumba del desierto. Hizo un gesto de satisfacciуn, como si

acabase de resolver un problema difнcil, al convencerse de que iba

transcurrido mбs de un aсo, plazo que йl mismo fijу en su papel. La

difunta tenнa derecho б reclamar. Ahora comprendнa sus ojos severos

fijos en йl y la expresiуn dolorosa de aquella carita de muerto, que

lloraba y lloraba con el tormento de un hambre del otro mundo, por

faltarle el sustento de las misas.... ЎY йl, que despilfarraba sus

jornales en bebidas y otros vicios menos confesables, estaba retardando

la salvaciуn de estos dos seres infelices al no devolverles un dinero

que necesitaban para la salud de su alma!...

Deseу que llegase pronto la noche y se le apareciese la difunta para

darle sus explicaciones de deudor honrado. Pero por lo mismo que su

deseo era vehemente, no pudo encontrarla en las cercanнas de su casucha

por mбs vueltas que diу en torno de ella, y eso que en la presente

noche, para evitar palabras confusas y tergiversaciones en el negocio,

habнa bebido muy poco. Fuй cerca de la madrugada cuando Ovejero, que

habнa conseguido dormirse, la viу al abrir sus ojos.

--Seсora, la falta no es mнa; es de un amigo que se ha dejado matar,

perdiendo mi dinero. Pero yo pagarй. Voy б buscar alguien que se

encargue de devolver el prйstamo, aunque tenga que costearle los gastos

de viaje. Ademбs aumentarй los intereses....

No pudo seguir hablando. La difunta desapareciу con su niсo, como si la

hubiesen tranquilizado estas promesas. Huнa tal vez igualmente de los

gritos y blasfemias de los otros obreros, que habнan sido despertados

por Rosalindo al hablar en voz alta. Estaban irritados contra el salteсo

porque todas las noches mostraba predilecciуn en su borrachera por

conversar con una mujer invisible. Y esta noche, en vez de hablar

buenamente, habнa dado gritos. Todos ellos empezaron б tener por loco б

su camarada.

En mucho tiempo no volviу Ovejero б encontrarse con su acreedora. Esta

ausencia le parecнa natural. Las almas del otro mundo no necesitan

esforzarse para conocer lo que hacen los vivos, y ella sabнa que su

deudor se ocupaba en devolverle el prйstamo.

Trabajу horas extraordinarias, bebiу menos, fuй reuniendo economнas,

pues deseaba hacerse perdonar con su generosidad el retraso en el pago

de la deuda. Al mismo tiempo buscaba un hombre que se encargase de ir б

depositar la cantidad sobre la tumba del desierto.

Por mбs averiguaciones que hizo en los diversos campamentos salitreros y

por mбs que escribiу б los camaradas que tenнa en otros puertos del

Pacнfico, no pudo encontrar un viajero que se propusiera volver al Norte

de la Argentina siguiendo el desierto de Atacama.

«Tendrй que enviar un hombre б mis expensas--pensу--. Esto serб caro,

pero no importa; lo principal es dormir con tranquilidad y que no se me

aparezca la pobre difunta llevando el niсo de la mano....»

ЎAy, el niсo, con su llanto silencioso y su carita de muerto!... Este

era el que le aterraba mбs en la lъgubre visiуn. La mujer le infundнa

respeto, pero no miedo; mientras que solamente al recordar el llanto

extraсo del hijo, sentнa correr un espeluznamiento da pavor por todo su

cuerpo. Era necesario redoblar su trabajo para reunir el dinero y

encontrar б un hombre que lo llevase hasta la tumba....

Y este hombre lo encontrу al fin.

IV

Era un chileno viejo llamado seсor Juanito; pero las gentes del paнs,

siempre predispuestas б cortar las palabras, sуlo dejaban dos letras del

tratamiento respetuoso б que su edad le daba derecho, llamбndole _сo_

Juanito.

Siempre que abrнa su boca dejaba sumido б Ovejero en una resignada

humildad. Su admiraciуn por el viejo era tan grande, que considerу

detalle de poca importancia el hecho de que no hubiese atravesado nunca

la Puna de Atacama, ni conociera el lugar donde estaba el sepulcro de la

difunta Correa. Un hombre de sus mйritos sуlo necesitaba unas cuantas

explicaciones para hacer lo que le encargasen, aunque fuera en el otro

extremo del planeta.

Habнa vivido en la perpetua manнa ambulatoria de algunos «rotos»

chilenos, que llevan de la infancia б la muerte una existencia

vagabunda. Deleitaba б Rosalindo contбndole sus andanzas en el Japуn, su

vida de marinero б bordo de la flota turca y sus expediciones siendo

niсo б la California, en compaснa de su padre, cuando la fiebre del oro

arrastraba allб б gentes de todos los paнses. ЎLo que podнa importarle б

un hombre de su temple lanzarse por la Puna de Atacama, hasta dar con la

tumba de la difunta Correa!... Cosas mбs difнciles tenнa en su historia,

y no iba б ser la primera ni la dйcima vez que atravesase los Andes,

pues lo habнa hecho hasta en pleno invierno, cuando los senderos quedan

borrados por la nieve y ni los animales se atreven б salvar la inmensa

barrera cubierta de blanco.

Escuchaba con impaciencia los detalles facilitados por Rosalindo, al que

llamaba siempre «el cuyano», apodo que los chilenos dan б los

argentinos.

--No aсadas mбs--decнa--. Desde aquн veo con los ojitos cerrados el

rumbo que hay que seguir y la sepultura de la difunta, como si no

hubiese visto otra cosa en mi vida.... Pero hablemos de cosas mбs

interesantes, «cuyano».... їCuбnto piensas enviar б esa pobre seсora?

El gaucho, teniendo en cuenta lo que iba б costarle el mensajero,

insistнa en repetir un envнo de treinta pesos. Pero _сo_ Juanito

protestaba de la cifra, juzgбndola mezquina.

--Piensa que la difunta te estб aguardando hace muchos meses. ЎA saber

lo que llevarб penado en el Purgatorio por no haber recibido tu dinero б

tiempo! Tal vez le faltaban unas misas nada mбs para irse б la gloria, y

tъ se las has retardado.... Creo, «cuyano», que deberнas rajarte hasta

cincuenta pesos.

Rosalindo acabу por aceptar la cifra, ya que este desembolso iba б

librarle de nuevos encuentros con la difunta.

Mбs difнcil fuй llegar б un acuerdo con _сo_ Juanito sobre sus gastos de

viaje.

Por menos de cien pesos no se movнa de su tierra natal. El era muy

patriota, y como estaba viejo, sуlo por una suma decente podнa correr

el riesgo de que lo enterrasen fuera de Chile. Ademбs, era justo que «el

cuyano» lo indemnizara por los grandes perjuicios profesionales que iba

б sufrir. Y enumerу todas las tabernas, llamadas «pulperнas», y todas

las casas «de remolienda» donde por la noche tocaba la guitarra cantando

_cuecas_ y relatando cuentos verdes.

--Tъ mismo puedes ver cуmo buscan en todas partes б _сo_ Juanito, y eso

te permitirб apreciar el dinero que pierdo por servirte.... Pero lo hago

con gusto porque me eres simpбtico, «cuyano».

Y el gaucho, convencido de que no debнa insistir, se dedicу б juntar la

cantidad acordada, para que el viaje se realizase cuanto antes.

Al fin entregу un dнa los ciento cincuenta pesos б _сo_ Juanito.

--Maсana mismo--dijo el viejo--salgo para la Puna, y recto, recto, me

planto no mбs en la tumba de esa seсora. No aсadas explicaciones;

conozco la travesнa. Antes de un mes me tienes aquн con el recibo.

Y se marchу.

Ovejero pasу unos dнas en plбcida tranquilidad. Seguнa bebiendo, pero

esto no le impedнa trabajar briosamente, pues le era necesario reunir

nuevas economнas despuйs de permitirse el lujo de enviar un emisario

especial al desierto de Atacama. Aunque volviу muchas noches б su

casucha tambaleбndose у apoyado en el brazo de un compaсero, jamбs le

salнa al encuentro la mujer del manto negro llevando el niсo de una

mano. Tampoco despertaba б sus camaradas durante la noche con los

monуlogos de un ensueсo violento.

Transcurriу un mes sin que regresase el viejo. Rosalindo no se alarmу

por esta tardanza. El tal _сo_ Juanito era un aventurero aficionado б

cambiar de tierras, y tal vez habнa encontrado la de Salta muy б su

gusto y andaba por las casas «de alegrнa» de la ciudad taсendo su

guitarra y haciendo bailar la _chilenita_ б las mestizas hermosotas.

Pero al transcurrir el segundo mes sin que llegase carta, Ovejero se

mostrу inquieto.

Precisamente asн que perdiу su tranquilidad, la mujer del manto con el

niсo al lado volviу б aparecйrsele. Tenнa los ojos mбs redondos y mбs

ardientes que antes. Su cara era mбs enjuta y cobriza, como si estuviese

tostada por las llamas del Purgatorio. Y el niсo.... Ўay, el niсo! El

gaucho no podнa mirarle sin un estremecimiento de terror.

En vano hablу б gritos para que le entendiese esta mujer que parecнa

sorda y muda, concentrando toda su vida en la mirada.

--їQuй ocurre, seсora?... Yo he enviado el dinero. їNo ha visto usted б

_сo_ Juanito?

Pero un estallido de maldiciones le cortу la palabra, haciendo huir б la

visiуn.

--ЎCбllate, «cuyano» del demonio!--le gritaban los compaсeros de

alojamiento--. Ya estбs hablando otra vez de la difunta y de la

plata.... їEs que mataste alguna mujer allб en tu tierra, antes de

venirte aquн?

Al dнa siguiente, Rosalindo estaba tan preocupado que no acudiу al

trabajo.

--Algo pasa que yo no sй--se decнa--. їHabrбn matado a _сo_ Juanito, lo

mismo que mataron al otro?...

Como necesitaba adquirir noticias del ausente, se fuй al puerto de

Antofagasta, donde el viejo chileno tenнa numerosos amigos.

Le bastу hablar con uno de ellos para convencerse de que _сo_ Juanito no

habнa muerto y estaba б estas horas en pleno goce de su salud y su

alegrнa vagabundas. La misma persona empezу б reir cuando «el cuyano» le

hablу de la marcha audaz del viejo б travйs de la Puna de Atacama. Ya

no tenнa piernas _сo_ Juanito para tales aventuras terrestres, y por eso

sin duda habнa preferido embarcarse con direcciуn al Sur en uno de los

vapores chilenos que hacen las escalas del Pacнfico. Segъn las ъltimas

noticias, йl y su guitarra vagaban por Valparaнso, para mayor delicia de

los marineros que frecuentan las casas alegres.

Rosalindo lamentу que Valparaнso no estuviese mбs cerca, para

interrumpir las _cuecas_ cantadas por el viejo con una puсalada igual б

la que le habнa hecho huir de Salta.... El sacrificio de los ciento

cincuenta pesos resultaba inъtil, y la difunta vendrнa б turbar de nuevo

sus noches con aquella presencia muda que parecнa absorber su fuerza

vital, dejбndole al dнa siguiente anonadado por una dolencia

inexplicable.

Acudiу fielmente la muerta б esta cita que йl mismo la habнa dado en su

imaginaciуn.

Todas las noches le esperу en el camino, entre el cafй y su alojamiento,

deslizбndose luego en йste, б pesar de que el gaucho se apresuraba б

cerrar la puerta, dбndose con ella en los talones. ЎImposible librarse

de su presencia y de la de aquel niсo, cuya cara de muerto seguнa

espantбndole б travйs de sus pбrpados cerrados!...

--Tendrй que ir yo mismo--se dijo con desesperaciуn--. Debo hacer ese

viaje, aunque me siento enfermo y sin fuerzas. Es preciso.... es

preciso.

Pero retardaba el momento de la partida, por flojedad fнsica y por la

atracciуn de un paнs en el que ganaba desahogadamente el dinero y no se

sentнa perseguido por los hombres.

Acabу por familiarizarse con la terrible visiуn que le esperaba todas

las noches. Cuando por casualidad estaba menos ebrio y la mujer del

manto y su niсo tardaban en presentarse, el gaucho experimentaba cierta

decepciуn.

Una noche, con gran sorpresa suya, no viу б la difunta y б su pequeсo.

Permaneciу despierto en su cama hasta el amanecer, aguardando en vano la

terrible visita.

«Va б venir», pensaba, encontrando incomprensible esta ausencia,

mientras en torno de йl roncaban los compaсeros exhalando un vaho

alcohуlico.

La tranquilidad de la noche acabу por infundirle un nuevo miedo, mбs

intenso que todos los que llevaba sufridos.

Adivinу que iba б pasar algo extraordinario, algo inconcebible, cuyo

misterio aumentaba su pavor.

Y asн fuй.

A la noche siguiente, una mujer le esperaba en el mismo lugar donde

otras veces habнa salido б su encuentro la difunta Correa. Pero esta

mujer no estaba envuelta en un manto negro ni la acompaсaba un niсo.

Avanzу sola hacia йl, y al estar cerca, sacу un brazo que llevaba oculto

en la espalda, mostrando pendiente de la mano una luz.

Rosalindo la reconociу, aunque no la habнa visto nunca. Era la «Viuda

del farolito» y al mismo tiempo era tambiйn la difunta Correa.

El brazo seco y verdoso, que parecнa interminable, se extendiу ante йl,

sirviendo de sostйn б un farol rojizo que empezу б balancearse.... Y

sintiendo el empujуn de una fuerza irresistible, el gancho marchу hacia

su alojamiento, iluminado por la linterna danzante, que esparcнa en

torno un remolino de manchas sangrientas y fъnebres harapos.

Entrу en la casa, y la luz tras de йl. Se tendiу en la cama, y el farol

quedу inmуvil ante sus ojos. Mбs allб de su resplandor columbrу en la

penumbra el rostro de la «viuda», que era el mismo de la difunta, pero

no inmуvil y severo, sino maligno, con una risa devoradora.

Al fin, el hombre empezу б gritar, tembloroso de miedo:

--ЎYo pagarй! ЎEs la falta de los otros!... Pero Ўpor Dios, apague el

farol; que yo no vea esa luz!

Y como en las noches anteriores, los durmientes se despertaron lanzando

juramentos; mas б pesar de sus protestas, Rosalindo siguiу viendo б la

«Viuda del farolito» y su terrible luz.

--ЎAhн! Ўahн!--gritaba despavorido, seсalando al invisible fantasma.

Las camaradas convinieron en la necesidad de obligar б este loco б que

buscase otro alojamiento; pero la expulsiуn no impresionу gran cosa б

Rosalindo. ЎPara lo que le quedaba de vivir allн!... Ya que era

imposible hacer llegar hasta la tumba de su acreedora el dinero

prestado, irнa йl mismo б pagar su deuda.

Inmediatamente abandonу el trabajo й hizo sus preparativos de viaje. El

tiempo no era propicio para emprender la travesнa de la Cordillera por

el desierto de Atacama. Iba б empezar el invierno. Pero Rosalindo movнa

la cabeza de un modo ambiguo cuando le aconsejaban que desistiese del

viaje. Los otros no podнan adivinar que su resoluciуn no aceptaba

demoras.

La «Viuda del farolito» era una bruja implacable, y su apariciуn

significaba un plazo mortal. El que la encontraba debнa perecer antes de

un aсo. Pero йl tenнa la esperanza de que si iba б pagar su deuda

inmediatamente la amenaza quedarнa sin efecto. їCуmo podrнa castigarle

la bruja despuйs de haber cumplido su compromiso?

La falta de voluntad, consecuencia de su embriaguez, le hizo demorar el

viaje algunas semanas. Sus compaсeros de alojamiento toleraban que

continuase entre ellos, con la esperanza de que partirнa de un momento б

otro. Transcurriу el tiempo sin que volvieran б presentarse la enlutada

con el niсo, ni la viuda con el farol. Ovejero bebнa y su embriaguez no

se poblaba de visiones. Pero una noche diу un alarido de hombre

asesinado que despertу б sus camaradas.

No veнa б nadie, pero unas manos ocultas en la sombra tiraban de una de

sus piernas con fuerza sobrenatural. Hasta creyу oнr el crujido de sus

mъsculos y sus huesos. A pesar de que los amigos rodeaban su cama las

manos invisibles siguieron tirando de la pierna, mientras йl lanzaba

rugidos de suplicio.

En la noche siguiente se repitiу la misma tortura, acabando con la

quebrantada energнa del gaucho. Sintiу un terror pueril al pensar que

este suplicio podнa repetirse todas las noches. Se acordaba de lo que

habнa oнdo contar sobre los tormentos que la justicia aplicaba en otros

siglos б los hombres. Iba б perecer descuartizado por aquellas manos

invisibles que le oprimнan como tenazas, tirando de sus miembros hasta

hacerlos crujir.

No dudу ya en emprender el viaje. Necesitaba ir б la tumba del desierto,

no sуlo para recobrar su tranquilidad; le era mбs urgente aъn librarse

del dolor y de la muerte.

Malvendiу todos los objetos que habнa adquirido en su йpoca de

abundancia, cuando no sabнa en quй emplear los valiosos jornales; cobrу

varios prйstamos hechos б ciertos amigos y de los que no se acordaba

semanas antes. Asн pudo comprar vнveres y una mula vieja considerada

inъtil para el acarreo del salitre.

Los dueсos de las «pulperнas» enclavadas en la vertiente de los Andes

sobre el Pacнfico le vieron pasar hacia la Puna de Atacama con su mula

decrйpita pero todavнa animosa. Tenнa la energнa de los animales

humildes, que hasta el ъltimo momento de su existencia aceptan la

esclavitud del trabajo. En vano aquellos hombres dieron consejos al

gaucho para que volviese atrбs. Un viento glacial soplaba en la desierta

extensiуn de la altiplanicie. Los ъltimos arrieros que acababan de bajar

de la Puna declaraban el paso inaccesible para los que vinieran detrбs

de ellos. Rosalindo seguнa adelante.

Todavнa encontrу en los senderos de la vertiente del Pacнfico б un

arriero boliviano, con poncho rojo y sombrero de piel, que guiaba una

fila de llamas, cada una con dos paquetes en los lomos. Venнa huyendo de

los huracanes de la altiplanicie.

--No pase--dijo el indio--. Crйame y siga camino conmigo. Allб arriba es

imposible que pueda vivir un cristiano. El diablo se ha quedado de seсor

para todo el invierno.

Pero Ovejero necesitaba ir al encuentro del diablo, para hacerse amigo

de йl y que no lo atormentase mбs.

Siguiу adelante, hasta llegar б la terrible Puna. Entrу en el inmenso

desierto sin agua y sin vegetaciуn. Se infundнa valor comparando su

viaje actual con el que habнa hecho dos aсos antes. Ahora no iba solo.

Una mula llevaba los vнveres necesarios para un mes de viaje. Ademбs,

podнa montar en ella al sentirse cansado, por ser actualmente sus

jornadas mбs largas que cuando pasу б pie por estos mismos sitios....

Pero Ўay! entonces, aunque no tenнa vнveres, contaba con el vigor de la

coca, у mejor dicho, con la fuerza de una juventud sana que habнa ido

disolviйndose allб abajo, en la orilla del mar.

Le envolvieron los huracanes frнos de la altiplanicie, que parecнan

levantados por las alas de aquel demonio glacial, seсor del desierto,

de que hablaba el indio boliviano. La mula se negaba algunas veces б

marchar, temiendo que el huracбn la echase al suelo; pero el gaucho se

agarraba б su lomo para no verse derribado igualmente por el viento y

pinchaba al animal con la punta del cuchillo, obligбndola asн б reanudar

su trote.

«ЎAdelante! Ўadelante!» Marchaba como un sonбmbulo, concentrando toda su

voluntad en el deseo de llegar pronto б la tumba.

Pasу dнas enteros sin tocar las alforjas de vнveres. No sentнa hambre, y

detenerse б comer representaba una pйrdida de tiempo. Hacнa alto al

cerrar la noche para no perderse en la obscuridad; pero apenas se

extendнan las primeras luces del amanecer sobre este mundo desierto,

reanudaba la marcha. Su pan se lo pasaba б la mula, dбndole ademбs

generosamente los piensos guardados en un saco sobre las ancas del

animal. Podнa comerlos todos: lo importante era que continuase

marchando.... Pero una maсana, en mitad de la jornada, cuando Ovejero se

creнa cerca de la tumba, el animal doblу sus patas y acabу por tenderse

en el suelo. Fuй inъtil que lo golpease; y al fin, comprendiendo que no

podrнa contar mбs con su auxilio, el hombre siguiу adelante. Volverнa al

dнa siguiente para recoger lo que aъn quedaba en las alforjas. Por el

momento, lo urgente era llegar hasta la difunta Correa.

Al marchar solo, sin el resguardo proporcionado por el cuerpo de la

mula, se viу envuelto en las trombas que giraban sobre la desolada

inmensidad, levantando columnas de una arena cortante, polvo de rocas.

Repetidas veces tuvo que tenderse, no pudiendo resistir el empuje de los

torbellinos. En una de ellas, sintiу que el viento tiraba de sus piernas

poniйndolas verticales, mientras йl se mantenнa agarrado б un pedrusco.

Era tal su voluntad de avanzar, que marchу б gatas, aprovechando los

intervalos entre las rбfagas. Hubo una larga calma, y entonces caminу

verticalmente, reconociendo algunos detalles del paisaje que indicaban

la proximidad del lugar buscado por йl.

Consideraba como una salvaciуn poder marchar incesantemente. El frнo de

la altiplanicie habнa penetrado hasta sus huesos, dejбndole yertos los

brazos. En torno de su boca el aliento se convertнa en escarcha. Los

pelos de su bigote y de su barba se habнan engruesado con una costra de

hielo. Todo el calor de su vida parecнa concentrarse en su cabeza y sus

piernas.

Ya distinguнa la fila de pedruscos semejante б las ruinas de una pared.

Despuйs viу el montуn que formaba la tumba y los dos maderos en cruz.

Empezaba б soplar de nuevo el huracбn cuando llegу ante el rъstico

mausoleo del desierto. Pero el gaucho parecнa insensible б las

ferocidades de la atmуsfera y de la tierra. Toda su atenciуn la

concentraba en sus ojos, y viу al pie de la cruz el mismo bote que

servнa para recoger las limosnas, la misma piedra que ocupaba su fondo

para sostenerlo, todo igual que dos aсos antes. Ъnicamente la vasija

tenнa su metal mбs oxidado y tal vez la piedra que la sujetaba no era la

misma.

«ЎAl fin!...» ЎCуmo habнa deseado este momento!... Intentу quitarse el

sombrero antes de hablar con la difunta, pero no pudo. No tenнa manos,

ni tampoco brazos. Pendнan de sus hombros, pero ya no eran de йl.

Considerу como un detalle insignificante permanecer con el sombrero

calado, y quiso hablar. Pero aunque hizo un esfuerzo extraordinario, no

saliу de su boca el mбs leve sonido. Tampoco diу importancia б este

accidente. Su pensamiento no estaba mudo, y bastarнa para que йl y la

difunta se entendiesen.

--Aquн estoy, difunta Correa--dijo mentalmente--. He tardado un poco,

pero no fuй por mi culpa: bien lo sabe usted y su hijito. Traigo el

prйstamo, con los intereses que le prometн. Son cuarenta pesos.... No he

podido traer mбs.... Me ha sido imposible juntar mбs....

Fuй б sacarlos de su cinto para que los viese la difunta, depositбndolos

despuйs bajo la piedra, en el mismo lugar donde dejу su recibo, pero sus

manos le habнan abandonado. Hizo un esfuerzo desgarrador, sin conseguir

tampoco que sus brazos se moviesen. ЎMuertos para siempre!... La misma

parбlisis habнa empezado б extenderse por sus piernas al quedar

inmуviles, sin el cбlido aceleramiento de la marcha.

De pronto se doblaron y cayу de rodillas. Luego, sin saber por quй, y

contra el mandato de su voluntad, que le gritaba: «ЎNo te tiendas! Ўno

te entregues!», se fuй acostando lentamente, como si la tierra tirase de

йl proporcionбndole una voluptuosidad dolorosa.

Querнa dormir, pero al mismo tiempo el deseo de dejar bien claras las

cuentas le hizo continuar sus explicaciones mentales. Йl habнa traнdo el

dinero: їpor quй no querнa aceptarlo la difunta? «Le digo,

seсora--continuу--, que no fuй culpa mнa. Me engaсaron todos los que yo

enviй cuando era tiempo.... Pero їes que no quiere usted escucharme?...»

Notу repentinamente que alguien le oнa. Un ser viviente habнa surgido

entre las piedras de la tumba, y avanzaba hacia йl arrastrбndose. Esta

manera de moverse no le pareciу extraordinaria. Tambiйn йl vivнa en este

momento б ras de tierra.

Como le era imposible levantar su cabeza del suelo, oyу cуmo se

aproximaba aquel ser viviente, pero sin poder verlo. Debнa ser la

difunta Correa, que, apiadada de su inmovilidad, habнa abandonado la

tumba para tomarle el dinero del cinto. Tal vez venнa con ella la

«Viuda del farolito».

Escuchу tambiйn cierto ruido de dilataciуn, semejante al bostezo de un

hambre larga y fiera. Pensу, con un estremecimiento mortal, si estas dos

larvas implacables se arrastrarнan hacia йl para chupar su sangre,

adquiriendo de este modo un nuevo vigor que les permitiera seguir

apareciйndose б los hombres.

Algo enorme y obscuro se interpuso entre su cara y la luz del desierto

invernal. El gaucho viу unos ojos redondos junto б sus propios ojos, que

parecнan mirarse en el fondo de sus pupilas. Se acordу de las miradas

fijas y ardientes de la difunta. Йstas tenнan el mismo fulgor

amenazante, pero no eran negras, sino verdes y con reflejos dorados.

Inmediatamente sonу б un lado de su crбneo un rugido, que retumbу para

йl como un trueno capaz de conmover todo el desierto.

Se abriу ante sus pupilas un abismo invertido de color de pъrpura, con

espumas babeantes y erizado de conos de marfil, unos agudos, otros

retorcidos. Al mismo tiempo, sobre su pecho cayeron dos columnas duras

como el hueso, apretбndole contra la tierra, manteniйndolo en la

inmovilidad de la presa vencida....

Era el puma.

EL MONSTRUO

I

Durante una semana, de cinco б siete de la tarde, el «todo Parнs» de los

tй tango y los tйs donde simplemente se murmura hablу con insistencia

del casamiento de Mauricio Delfour--heredero de la casa Delfour y

Compaснa, 250 millones de capital--con la bella Odette Marsac, nieta de

un parlamentario cйlebre y casi olvidado que habнa sido candidato dos

veces б la presidencia de la Repъblica.

El matrimonio de un rey de la industria con una princesa republicana no

es un suceso extraordinario en la vida de Parнs, y sуlo da motivo para

media hora de conversaciуn. ЎPero estos dos eran tan interesantes!...

Йl habнa cruzado muchos ensueсos femeninos como la personificaciуn de

todas las gracias y sabidurнas humanas: copa de honor en carreras de

jinetes _chic_, copa de honor en innumerables concursos de esgrima y

tiro de pichуn, copa de honor en la gran lucha de automуviles

Parнs-Nбpoles. Su despacho iba tomando aspecto de comedor por el nъmero

de vasijas gloriosas que se alineaban sobre los muebles.

Ahora aсadнa б sus triunfos corporales cierto prestigio de hombre de

ciencia, dedicбndose б la aviaciуn, volando casi todas las semanas, y

frunciendo el ceсo con aire misterioso cuando alguien hablaba en su

presencia de problemas de mecбnica.

Ella era Odette para sus amigas, la incomparable Odette, y para el resto

del mundo mademoiselle Marsac, un nombre famoso, pues figuraba en todas

las crуnicas elegantes, en todos los estrenos, en todas las revistas de

modas.

Los meditabundos y sublimes modistos de la _rue de la Paix_ contaban con

ella para lanzar en las grandes solemnidades de la vida parisiйn sus

innovaciones de artista calenturiento. Su cuerpo incomparable hacнa

palidecer y suspirar б las mujeres: cincuenta y dos kilos de peso; un

escote «ideal»; las clavнculas marcando sus elegantes aristas como si

fuesen un zуcalo de la frбgil columna del cuello; los omoplatos

despegбndose de la espalda lo mismo que alas nacientes; las piernas

largas y casi rectas asomando tranquilas, sin miedo б la tentaciуn, por

el borde de la falda; una capa de substancia carnal repartida con

parsimonia para recubrir solamente las rudezas del interno andamiaje; un

cuerpo casi «aйreo», un pretexto para que los vestidos contuviesen algo

en su interior y no se movieran solos. Y sobre este organismo

supremamente distinguido un rostro alargado por el mentуn en punta, con

un pequeсo redondel rojo, la boca; dos almendras enormes y negras, los

ojos; dos tirabuzones sobre las orejas iguales б las patillas de un

«toreador», y una torre de pelo mixto, con rizos propios y ajenos. La

Venus moderna, tal como la adora en sus geniales ensueсos un iluminador

de figurines.

A principios de 1914, un nuevo _sport_ habнa enloquecido б todas las

gentes distinguidas de Parнs y de las capitales de Europa y Amйrica que

forman sus arrabales. El mundo decente movнa las caderas bailando el

tango. Y б la cabeza de esta humanidad «tangueante» figuraron Mauricio y

Odette.

El se habнa encerrado con un profesor argentino, jurando б los dioses no

volver б la luz hasta poseer esta nueva ciencia, como poseнa las otras.

Y una tarde empezу б recibir la admiraciуn del mundo, moviendo sus

acharolados pies con altos tacones, su talle encorsetado por el ceсido

_chaquet_, su cabeza de brillante laca con el pelo rнgido y echado

atrбs, bajo las lбmparas elйctricas de un hotel de los Campos Elнseos.

Ella compartнa la misma admiraciуn en otro extremo de la escena, y los

dos se buscaron con la atracciуn de dos astros que se presienten, con el

irresistible impulso de dos afinidades electivas, para no separarse mбs.

Bailaron en adelante el uno para el otro. Imposible encontrar el ritmo

sublime en brazos distintos. Y sin romper el misterioso silencio de la

danza sagrada, mientras se contoneaban, graves y meditabundos, con todas

las potencias intelectuales fijas en el movimiento de los pies,

reconocieron los dos la necesidad de no perder la pareja para seguir

bailando eternamente.

Asн se amaron, asн se casaron, y el «todo Parнs» se levantу una maсana

dos horas antes que de costumbre para asistir б una ceremonia nupcial

adornada con la presencia de todos los poderosos de la industria y un

sinnъmero de personajes polнticos, amigos del abuelo de la desposada.

El amor idнlico de los reciйn casados no ofrecнa dudas. Mauricio habнa

procedido como un verdadero enamorado, diciendo Ўadiуs!, sin esperanza

de retorno, б sus varias amantes, sacerdotisas de las mбs nobles artes:

la comedia, la уpera y el baile. ЎSe acabaron las locuras! Su mujercita

y los estudios serios nada mбs. Ella seguнa coqueteando como antes, pero

por costumbre, sin dar pretexto б osados avances, queriendo aсadir б la

felicidad del esposo el incentivo del peligro.

Habнan instalado su dicha en el hotel de los Delfour, suntuoso edificio

elevado por el primer millonario de la familia junto al parque Monceau,

entre las viviendas de sus compaсeros de riqueza y con la fachada

posterior sobre el mismo jardнn. La viuda Delfour se refugiу en el

ъltimo piso con los muebles de su antiguo esplendor, dejando libre el

resto de la casa б su hijo y su nuera, para que йsta pudiese satisfacer

sin obstбculo sus gustos decorativos.

Todas las fantasнas й incoherencias del estilo bizantino-persa, incubado

en Munich, hicieron irrupciуn en esta casa de salones rojos y dorados й

imponentes sillerнas del tiempo de Napoleуn III.

Mamб Delfour, siempre vestida de negro, con el aire grave y reflexivo de

una mujer que conoce el precio de la vida, presenciу impasible las

invenciones de la reciйn llegada: fiestas orientales que alborotaban el

tranquilo hotel; tйs danzantes; tъnicas de lino transparente, estrechas

como fundas y con enormes flores de realce, en las que encerraba su

magra desnudez.

Como su hijo adoraba б Odette, ella se esforzу en justificar todos los

caprichos y saltos de humor de la nuera. ЎPobre niсa! Se habнa criado

sin madre, viviendo como un muchacho.

II

Y vino la guerra. Uno de sus primeros efectos fuй dilatar los ojos de la

nueva seсora Delfour con una expresiуn de asombro. ЎPero era posible

esta calamidad!... ЎAhora que la gente se divertнa mбs que nunca!...

La suegra pareciу crecerse, saliendo de su tнmido encogimiento. Su

mirada se posу sobre personas y cosas con grave lentitud, como si las

reconociese de nuevo. Habнa visto mucho. Sus primeras palabras de amor

con el fabricante Delfour se cruzaron en 1870, durante el sitio de

Parнs. Luego, de reciйn casada, habнa presenciado la tragedia de la

_Commune_.

El hijo se fuй cuando su mujer empezaba б admirarle como un hombre

nuevo, viendo realzadas sus gracias varoniles por las ventajas del

uniforme. Quiso entrar en la aviaciуn, pero la aviaciуn marchaba mal al

principio de la guerra, y para ser de una utilidad inmediata, permaneciу

en la artillerнa.

Tambiйn Odette quiso ser ъtil б su patria. Todas sus amigas frecuentaban

los hospitales. Y se lanzу б ser enfermera, admirando el uniforme blanco

con su capa azul y su alba toca: algo sencillo y nuevo que sentaba

perfectamente б su belleza. Su afбn por lucir esta ъltima moda le hacнa

abandonar muchas veces б los enfermos, paseando en automуvil por el

Bosque de Bolonia la blanca tъnica con cruces rojas en las mangas y en

el pecho. Mientras tanto, la viuda Delfour, sin abandonar su eterno

traje negro de burguesa, pasaba dнas y noches en un hospital.

La guerra ofrece sus satisfacciones y deleites. ЎLos tйs entre mujeres,

sin la presencia de hombres molestos que agobian con sus galanteos;

vestidas todas ellas de blanco, como criadas de balneario, recibiendo

las ojea das envidiosas de las que no llevan uniforme, y fabricando

gйneros de punto para los soldados con la torpe suficiencia de una labor

enseсada recientemente por la doncella!...

--Mi marido combate en Alsacia.... їY el seсor Delfour, dуnde estб?...

El seсor Delfour andaba del lado de Bйlgica; y su esposa, lanzando en

torno una mirada de orgullo, hacнa el relato de sus glorias. Dos

citaciones en la orden del dнa: cruz, segundo galуn. Pero llovнan

hйroes, y Odette experimentaba cierto despecho al oir que todas las

otras casi decнan lo mismo de sus hombres.

ЎNo poder distinguirse!...

Un dнa el hotel del parque Monceau se conmoviу con una terrible crisis

de nervios y de lбgrimas, acompaсada de choque de puertas, llegada de

automуviles, desfile de mйdicos. El teniente Delfour estaba herido de

gravedad por la explosiуn de una granada. Odette quiso marchar al lado

de su esposa inmediatamente.... ЎImposible!

Luego quiso morir, mientras la madre permanecнa erguida, silenciosa,

pбlida, con los ojos parpadeantes y secos, mordiйndose los labios.

Al volver Odette б las reuniones нntimas, experimentу cierta

satisfacciуn. Ninguna amiga osaba ya compararse con ella.

--Mauricio estб herido...gravemente herido.

Y todas se apiadaban del esposo seductor maltratado por la guerra.

La general admiraciуn hizo que acabase por familiarizarse con las

misteriosas heridas. їCуmo serнan йstas?... Se imaginу б su marido

cojeando, con una mana en un bastуn y la otra apoyada en su brazo.

Formarнan una pareja interesante. El porvenir les reservaba aъn largas

horas de felicidad. Ella le protegerнa y le alegrarнa con ternuras de

madre y caricias de amante.

Una tarde, en la _rue Royale_, viу б un subteniente de pocos aсos, casi

un niсo, que marchaba al lado de su novia con una manga vacнa. Mauricio

tambiйn habнa perdido un brazo; estaba segura de ello. Por eso sus

cartas breves, de una alegrнa penosa, eran siempre dictadas.... ЎNo

importa! Ella serнa el apoyo de su esposo; su brazo sustituirнa al brazo

ausente. Lo interesante era volver б contemplar su rostro, mirarse en

sus ojos claros, acariciadores y graciosamente irуnicos. ЎAy, cуmo le

amaba!...

Las amigas la acogнan siempre con la misma pregunta: «їCуmo signe el

herido?...» Y ella contestaba con seguridad: «Mejor. Pronto vendrб б

Parнs.»

Y pasaron meses; y llegaron cartas y mбs cartas de letra extraсa,

dictadas por йl. La madre, inquieta, interrogaba б, los antiguos amigos

de la familia, graves varones que indudablemente ocultaban algo.

--Las heridas son muchas; pero ya estб fuera de peligro. ЎValor! Lo

importante es que viva.

Una maсana Odette saltу de su lecho, sъbitamente despertada por algo

extraordinario que conmovнa el hotel. Al levantar la cortina de una

ventana, viу al otro lado de la verja un automуvil! cerrado, con cruces

rojas. La marquesina de cristales de la escalinata apenas le dejу

distinguir б un grupo de hombres que subнan cuidadosamente algo

envuelto, como un mueble frбgil. Su corazуn diу un salto. ЎMauricio!...

Cuando, mal vestida, se deslizу por la escalera, corriendo б un salуn

del piso bajo, los domйsticos, azorados y trйmulos, pretendieron

detenerla.

Entrу, reconociendo inmediatamente la dolorosa cabeza que descansaba

sobre las almohadas de un divбn. Era йl, atrozmente desfigurado, con las

mejillas surcadas por el lнvido arabesco de las cicatrices...pero era

йl.

De sus ojos sуlo quedaba uno. La falta del otro estaba oculta por una

venda negra que moldeaba la cuenca vacнa. Luego viу su pecho cubierto

por el paсo azul de una blusa vieja de oficial.

Pero al llegar aquн, la mujer vacilу sobre sus pies, como si la sorpresa

le asestase un puсetazo demoledor. Lanzу un grito.... El herido _no

continuaba_. Le faltaban los brazos, le faltaban las piernas, era un

tronco nada mбs, conservado por los prodigios de la cirugнa; un harapo

rematado por una cabeza viviente.

--ЎOdette!... ЎOdette!--murmurу la boca negruzca humildemente, como si

pidiese perdуn por su desgracia.

Pero Odette habнa huнdo, atropellando б los criados que se agolpaban en

la puerta. Corriу por los pisos superiores sin saber lo que hacнa, dando

alaridos como una mujer de la tragedia griega, chocando con muebles y

paredes, mesбndose los sueltos cabellos, loca de sorpresa, de miedo, de

repugnancia.... ЎY aquel monstruo era su marido!... ЎY habrнa de

permanecer junto б йl toda su existencia!...

--ЎOdette!... ЎOdette!--seguнa gimiendo abajo la voz humilde y dolorosa.

El ojo ъnico se fuй cubriendo de lбgrimas. Todos huнan. Hasta los

criados le contemplaban б distancia, buscando ocultarse cada uno detrбs

del compaсero, queriendo escapar y avanzando la cabeza al mismo tiempo,

con una expresiуn doble de curiosidad y repugnancia.

Evitaban el tocarle, como si fuese algo gelatinoso y repelente: un pulpo

con las extremidades rotas; una mucosidad informe de la guerra. Йl, que

tenнa millones y tanto amaba la vida, quedaba al margen de la vida para

siempre.

Su miseria habнa creado el vacнo. Hasta su perro favorito gemнa б corta

distancia, avanzando y retrocediendo en violentas alternativas de

lealtad y de espanto.

Y asн serнa siempre.... ЎAy, morir! ЎMorir cuanto antes!

De pronto, el grupo de domйsticos se deshizo. Alguien habнa entrado con

violencia. El monstruo viу un peinado blanco que venнa hacia йl; sintiу

en sus cortadas mejillas el contacto de una boca que acababa por

acariciar frenйtica el vendaje de su уrbita hueca. Un rocнo tibio mojу

su cuello; unos brazos nerviosos de pasiуn abarcaron su tronco informe,

como si fuesen б mecerle....

--ЎMamб!... ЎOh, mamб!

--ЎHijo mнo! Ўhijo mнo!

EL REY DE LAS PRADERAS

I

Durante su ъltimo aсo en la Universidad de mujeres donde hacнa sus

estudios, la impetuosa Mina Graven expresу siempre el mismo deseo.

Sus compaсeras las _senior_, instaladas en el mismo cuerpo de edificio

que ella, hablaban de la nueva vida que iban б encontrar al salir del

colegio; y las _junior_, que empezaban sus estudios, las oнan en un

silencio respetuoso de seres inferiores.

Una de las amigas de Mina pensaba casarse apenas volviese б su casa; era

asunto convenido por las familias de los dos novios. Y este matrimonio

de estudianta apenas emancipada de la vida escolar daba motivo para que

todas las otras soсasen despiertas, б la hora del tй, describiendo cada

una de ellas la posiciуn social y el aspecto fнsico del futuro esposo

que aъn se mantenнa oculto en el misterio del porvenir.

--Yo quiero casarme con un millonario que me pague los mayores lujos.

--Yo, con un hombre que me quiera mucho y me obedezca en todo.... їY tъ,

Mina?

La intrйpida seсorita Graven daba siempre la misma respuesta:

--Yo me casarй con un hombre cйlebre.

Ella no necesitaba soсar con un millonario. Todas sabнan que allб, en el

Oeste, existen minas de oro y pozos de petrуleo cuyo valor figura en

forma de pedazos de papel, y que muchas de tales acciones estaban б su

nombre en los libros del millonario James Foster (padre), su tutor.

El viejo Craven habнa empezado su caza del dуlar, como simple peуn de

mina, en California. La fortuna pareciу divertirse siguiendo los pasos

de este hombre que apenas sabнa leer ni escribir. Un espнritu diabуlico

salido de las entraсas de la tierra le hablaba al oнdo, guiando sus

manos.

Allб donde йl cavaba surgнa oro, plata, у, cuando menos, cobre.

Perforaba un pozo para que los mineros de su campamento no muriesen de

sed, y, en vez de encontrar agua, saltaba petrуleo de su fondo. Detrбs

de su avance victorioso iban constituyйndose sociedades anуnimas y

sindicatos de capitalistas. En el Wall Street, los grandes capitanes del

dinero recibнan al viejo Craven como б un igual cuando se le ocurrнa

perder una semana en el ferrocarril yendo de San Francisco б Nueva York.

Podнa haber dejado б su hija una fortuna inmensa; pero el minero era

hombre de acciуn mбs que de administraciуn, y se gozaba en emprender

cada aсo un nuevo negocio, abandonando los mejores provechos de los

anteriores б los consocios frнos y marrulleros que quedaban б sus

espaldas. Йl necesitaba ir siempre adelante, olvidando la buena suerte

de ayer para soсar con la nueva fortuna de maсana.

El seсor Foster (padre), su compaсero de miseria cuando ambos eran

simples jornaleros, poseнa una fortuna fortuna mayor que la suya, por

haberse limitado б seguirle en las explotaciones segaras, dejбndole

avanzar solo en las que consideraba aventuradas. Pero, aun asн, el dнa

en que Graven muriу, aplastado por la caнda del andamiaje de un pozo de

petrуleo, su desconsolado camarada Foster, que era su albacea

testamentario, se encontrу, al hacer el balance, con que la ъnica hija

de su amigo representaba para el que se casase con ella unos sesenta

millones de dуlares.

Por esto Mina, al oнr hablar б sus amigas de un marido rico, sonreнa con

cierto desprecio. Ella no necesitaba dinero, y podнa casarse con quien

le placiese. Con no menos indiferencia acogнa la imagen del atleta,

hбbil en todos los deportes, que evocaban otras. A la seсorita Craven le

bastaba con su propio atletismo. Su padre la habнa enviado б la famosa

Universidad cuando era una pequeсa salvaje de trece aсos, acostumbrada б

galopar dнas enteros en las llanuras de Arizona sobre caballos domados

por ella misma. Su madre, una mujer sencilla, habнa muerto como abrumada

por la avalancha de millones que iba derrumbбndose sobre su hogar; y

Craven, preocupado por esta hija algo indуmita que no le dejaba

dedicarse con tranquilidad б sus negocios, la habнa metido en un colegio

cйlebre para que fuese una gran seсora como las que йl habнa visto de

lejos en las ciudades. La fama de este centro de enseсanza, establecido

en un bosque de varias leguas, con lagos, montaсas y palacios, habнa

llegado confusamente hasta sus oнdos. Le bastaba con saber que vivнan en

йl varias hijas y sobrinas de antiguos presidentes. Y allб, enviу б

Mina, poco antes de su muerte.

Йsta, aburrida y furiosa al verse encerrada en el enorme parque, que б

ella le parecнa pequeсo, ideу varios planes terribles, que,

afortunadamente, no puso nunca en prбctica. Pensу incendiar el palacio

en que estaba el gabinete de Fнsica con sus instrumentos, creados

ъnicamente para aburrir б las pobres muchachas; pensу igualmente,

durante los primeros meses, en matar б tiros de revуlver б cierto vejete

que explicaba matemбticas y se habнa reнdo sarcбsticamente de su

ignorancia. Luego abandonу tales proyectos, y, con la ambiciуn de

demostrar que no era una salvaje, se entregу al cultivo de todas las

artes que estaban de acuerdo con sus facultades.

Llegу б ser la primera en el gimnasio. Saltу horas y horas el caballo de

madera, con un volteo incansable, riendo de este ejercicio pueril con la

superioridad de una amazona acostumbrada б ponerse de pie sobre caballos

en pelo, apeбndose y volviendo б subir en el animal sin que йste

detuviese su carrera. Fuй capitana de _polo-water_, atravesando como una

nбyade el profundo cristal de la piscina del gimnasio. En la clase de

esgrima cansaba al profesor con su florete impetuoso y sus piernas de

acero. La directora de la Universidad empezу б inspirarle cierta

antipatнa por haberle prohibido que tirase al revуlver en un rincуn del

parque, lo mismo que tiraba de pequeсa en algunos de los campamentos de

Craven, ante los viejos mineros.

La gloria estaba para ella en los ejercicios fнsicos, dejando б sus

compaсeras los laureles de las ciencias y de las letras. De todo el

profesorado, amaba б la maestra de francйs, porque podнa hablar con ella

de Parнs y las artistas cйlebres como de un mundo lejano entrevisto en

los periуdicos de modas. Tambiйn amaba б la maestra de espaсol, que le

describнa cуmo eran las corridas de toros y le enseсaba б ponerse la

mantilla lo mismo que una andaluza.

No necesitу de estudios penosos y бridos para sobrepasar б todas. La

admiraban por su hermosura fнsica de bello animal sano, vigoroso y de

lнneas correctas. Cada vez que en el _polo-water_ se arrojaba en la

piscina de cabeza, sin mбs vestido que un ligero mallуn de muchacho, el

pъblico lanzaba un murmullo aprobador, б pesar de la identidad de sexo.

Los viejos profesores del establecimiento y los visitantes, que eran

siempre personas graves, se sentнan inquietos ante su cabellera de un

rubio subido, igual б la llama de una antorcha, y la fijeza algo

insolente y dominadora de sus ojos claros. Los hombres se ruborizaban

sin saber por quй, apartando la mirada, como si no pudieran resistir el

encuentro de sus pupilas.

Ni millonarios, ni hombres de _sports_. Ella tomarнa б quien quisiera

escoger. Los hombres iban б ofrecerse б Mina Craven formando legiуn,

satisfechos y felices si se dignaba hacerlos sus esclavos. Estaba segura

de ello.... Y pasaba por su memoria la imagen de James Foster (hijo), un

muchacho de orejas demasiado separadas del crбneo, fuerte mandнbula y

ojos de perro bueno, que tenнa un aсo mбs que ella.

Inmediatamente, como un sнntoma de cariсo fraternal, sus dientes

castaсeteaban de cуlera y se le cerraban los puсos. ЎQuй deseos tan

vehementes tenнa de aporrear б este compaсero de juegos infantiles!...

Todos los veranos, al vivir juntos durante las vacaciones en la casa del

tutor, Mina daba de puсetazos б su amigo, el cual, perdida la paciencia,

acababa por devolverle los golpes.

Y la seсorita Graven, que habнa aprendido recientemente б batirse б la

japonesa, deseaba, al abandonar el colegio, medirse con James

definitivamente. Querнa hacerlo caer б sus pies, como un adversario

aborrecido y apreciado al mismo tiempo.

II

El viejo Foster, que nunca tenнa bastantes horas para los negocios,

aprobу con alegre laconismo los propуsitos de la hija de su amigo. Su

cargo de tutor le habнa proporcionado muchas inquietudes, y celebraba

librarse de Mina por algъn tiempo.

Luego de salir de la Universidad, la joven habнa desaparecido, con gran

espanto de Foster, que creyу en un secuestro у un asesinato.

Transcurrieron dos meses, y antes de que la policнa hubiese averiguado

su paradero, se presentу Mina tranquilamente en el despacho de su tutor.

Querнa conocer la vida de cerca, tal como es, y para esto habнa huнdo б

Chicago, viviendo como una obrera. Pero las crueldades de la realidad le

hicieron arrepentirse muy pronto de esta escapatoria, sugerida por

ciertas lecturas, y volviу en busca de su tutor y de las comodidades que

corresponden б una muchacha millonaria.

Una dama vieja y pobre fuй la encargada por Foster de acompaсar б Mina,

dando cierta respetabilidad б su juventud independiente y poco miedosa

de la opiniуn ajena. El millonario, despuйs de ordenar esto, ya no supo

quй otra cosa podнa hacer. Por eso se alegrу cuando su pupila le dijo

que pensaba viajar por Europa, acompaсada de su escudero femenino.

Mina Craven, atrevida de maneras como un muchacho, ganosa de desafiar la

curiosidad de las gentes con sus audacias y excentricidades, fuй una

americana de las que pueden llamarse «de exportaciуn». El viajero

observador atraviesa los Estados Unidos, de Nueva York б San Francisco y

de Chicago б Nueva Orleбns, viendo mujeres que son iguales б las de

todas partes: buenas madres, buenas esposas, у excelentes muchachas que

aspiran б ser lo uno y lo otro. Sуlo rodando por el viejo mundo, en

Parнs, en Londres у en Roma, se encuentra la americana atrevida,

arrolladoramente hermosa y de voluntad refractaria б los escrъpulos, la

cual ha servido de modelo para tantos personajes de novela y de comedia.

Los condes y marqueses deseosos de una heredera rica se agolparon en

torno de miss Craven en los grandes hoteles, en las playas de moda y las

estaciones invernales de Suiza. ЎDiez y nueve aсos, y sesenta millones

de dуlares!...

--Miss, cбsese usted--decнa la dama acompaсante, como si, б pesar del

enorme sueldo que le habнa seсalado el tutor, quisiera libertarse de la

esclavitud que suponнa aguantar el carбcter desigual й imperioso de la

joven.

--Yo sуlo me casarй con un hombre que sea cйlebre.

Y Mina quedaba pensativa despuйs de esta declaraciуn. їQuй celebridad

podнa encontrar?...

En Londres habнa creнdo enamorarse de un duque que databa del tiempo de

los Estuardo. Despuйs olvidу este amor, adivinando que en el porvenir

tendrнa celos de la cuadra de dicho personaje. El duque la olvidarнa por

sus caballos de carreras. En Francia puso sus ojos en varios escritores

cйlebres. Pero todos eran casados у arrastraban desde su primera

juventud compromisos ineludibles. Ademбs, Ўtan viejos vistos de cerca!

Ўtan prosaicos en sus costumbres нntimas, б pesar de las raciones de

idealismo y poesнa que servнan al pъblico en forma de libros y piezas de

teatro!...

En Italia se interesу por dos pintores, y anduvo como loca durante una

semana por un tenor de fama universal. Pero le bastу invitar una noche б

comer б este ruiseсor humano, para desprenderse de sus ilusiones. ЎQuй

torrente de necedades cuando hablaba! ЎQuй feo y vulgar al despojarse de

sus trajes escйnicos y limpiarse los colores del rostro!...

Estando en Sevilla durante la Semana Santa, sintiу interйs por un torero

joven al que adoraba Espaсa entera. El rey era su amigo; el presidente

del Consejo de ministros preguntaba por su salud siempre que recibнa una

cornada. Era una gloria nacional, y Mina le siguiу durante unas semanas

de plaza en plaza. Pero, al fin, el hйroe tuvo la misma suerte que los

otros. No se atrevнa б resistir la mirada de la millonada; balbuceaba al

contestarle. Ademбs, descubriу de pronto que este gladiador, que parecнa

un gigante en medio del circo, tendiendo la fiera cornuda muerta б sus

plantas, apenas sobrepasaba con su cabeza los hombros de ella.

Pensу, despuйs de esto, si su felicidad consistirнa en casarse con un

boxeador campeуn del mundo; pero le bastу presenciar un encuentro entre

dos hombres medio desnudos, que parecнan dos fardos de mъsculos

barnizados de sudor, para renunciar б tal idea.

ЎAy, el hombre cйlebre! їDуnde encontrarlo?... їEn quй debнa consistir

su celebridad?...

Mientras tanto, James Foster (hijo) le salнa al encuentro en los lugares

donde menos podнa sospecharse su presencia. Se presentaba ruboroso,

balbuciente, tнmido, como un seсor que desea pedir algo importante y

asegura que ha venido б visitar б un amigo, por casualidad, aprovechando

el haber pasado por cerca de la casa.

--Estoy de paso para Australia; y al enterarme de que vivimos en el

mismo hotel....

Y la entrevista ocurrнa, por ejemplo, en Madrid. Segъn el joven Foster,

todo el mundo era camino para ir adonde йl deseaba. Otras veces, al

encontrar б su compaсera de infancia en Bucarest, decнa ruborizбndose:

--Vengo de Amйrica, con direcciуn al Transvaal, y al pasar por aquн la

encuentro. ЎQuй feliz casualidad!

Foster (hijo) podнa justificar con un motivo glorioso estos viajes

incesantes que le hacнan cruzar la tierra en todas direcciones. Mientras

Foster (padre) reunнa nuevos millones y defendнa la integridad de los

antiguos, йl se dedicaba б la tarea de hacer su nombre cйlebre. Tal vez

sentнa este deseo б impulsos de una antigua rivalidad con Mina; tal vez

aspiraba б la celebridad ъnicamente por serle grato.

Buscaba la gloria siguiendo el camino de sus aficiones, y por esto se

habнa dedicado б cazador, persiguiendo y matando animales peligrosos en

todas las latitudes del planeta. La seсorita Craven recibнa con

frecuencia periуdicos deportivos con el retrato de James carabina en

mano, vestido de viajero бrtico у cubierto con un gran fieltro de

cazador del centro de Бfrica. Los artнculos contaban sus hazaсas, las

heridas que llevaba recibidas, las aventuras tenebrosas de las que habнa

salido con vida milagrosamente.

Los ojos de ella pasaban sobre todo esto con frнa curiosidad.

--ЎPobre James! ЎTan insignificante!... Serб un buen marido para una

mujer de inteligencia corta.

Otras veces recibнa regalos del cazador, que continuaba sus hazaсas en

el otro hemisferio del planeta: colmillos de elefante, astas de

antнlopes rarнsimos, pieles de animales gigantescos. Y Mina, que

admiraba estos envнos en el primer instante, acababa por despreciarlos

al recordar б James.

--ЎInfeliz muchacho!... Si yo me dedicase б cazar, harнa, seguramente,

mбs que йl.... Todo lo que cuentan los periуdicos de sus hazaсas debe

pagarlo б tanto la palabra.

Una primavera, encontrбndose en Florencia, cambiу instantбneamente la

orientaciуn de su vida. Viу su verdadero camino; se enterу de dуnde

estaba la celebridad.

En aquel momento solicitaba su mano un conde del paнs, de una palidez

aceitunada y ojos de brasa, el cual permanecнa dнas enteros en el salуn

de espera del hotel, lo mismo que un empleado de agencia de viajes, para

acompaсarla en todas sus salidas.

Mina era la vigйsima millonaria americana б la que pretendнa elevar,

ofreciйndole su corona condal. Diez y nueve antes que ella habнan

renunciado б tan alto honor. Este heredero de un gran nombre histуrico

le enseсaba las fotografнas de los diversos palacios de su familia,

hermosos y venerables edificios, en los que no quedaba ni un cuadro ni

un mueble, pues todo lo habнan vendido sus antecesores. La aspiraciуn

suprema del nieto de tantos _condottieri_ era establecer el _comfort_

moderno en sus palacios. Con calefacciуn central, con baсos y con

_water-closets_, Ўquй vida tan dulce podнa pasarse en estos edificios

creados por los grandes artistas del Renacimiento! La millonaria venida

del otro lado del Atlбntico podнa realizar este milagro sуlo con cederle

su mano.

Para conmoverla, enseсaba cartas de Maquiavelo, de Miguel Бngel, de

Benvenuto Cellini y otros florentinos cйlebres, dirigidas б sus remotos

ascendientes, ъnicos recuerdos de familia que se habнan salvado, no se

sabe cуmo, de la rapacidad de los anticuarios. Mina reнa de sus

juramentos de amor acompaсados de gestos trбgicos, y lo convidaba б

comer, exigiйndole que no faltase б sus costumbres y siguiera fumando

entre plato y plato un largo cigarro atravesado por una paja, que

esparcнa un olor pestilente.

Una noche, el conde, para agradecer sin duda estas amabilidades, la

invitу б un cinematуgrafo. Un verdadero dispendio: una lira por persona;

Ўpero cuando se aspira б casarse con una millonaria!...

Mina tuvo que aguardar en la puerta unos minutos, mientras su enamorado

tomaba los billetes, parlamentando largamente con el empleado de la

taquilla. Llegу б sospechar si estarнa pidiendo una reducciуn en el

precio, por ser dos los billetes comprados.

Un cartel de colores distrajo su atenciуn. Un hombre aparecнa en йl б

caballo, con la cara afeitada, gran sombrero, un paсuelo rojo sobre los

hombros y dos revуlveres en la cintura. Era una reproducciуn algo

teatral de los jinetes que ella habнa conocido en su infancia. Encima de

esta figura viу un nombre: «Lionel Gould». No era nuevo para ella; lo

habнa oнdo alguna vez. Al pie del cartel encontrу otro nombre: «El rey

de las praderas». ЎAh, sн! Este era el apodo de un artista americano

llamado Gould, que habнa obtenido una celebridad universal interpretando

el papel de _cow-boy_ vengador y caballeresco en un sinnъmero de dramas

cinematogrбficos cuya acciуn se desarrollaba, invariablemente, б travйs

de las llanuras del Sur de los Estados Unidos.

Por primera vez mirу Mina con atenciуn al cйlebre artista de la tragedia

silenciosa. Estaba segura de haberle visto en _films_ de los que sуlo

guardaba un vago recuerdo; pero ahora «El rey de las praderas» ofrecнa

para ella el encanto de una novedad.

Le siguiу con palpitaciones de verdadero interйs mientras se batнa, solo

y б puсetazos, con un grupo de bandidos. Luego matу б un tigre; despuйs

los indios lo amarraron б un poste para quemarle vivo. ЎCуmo respirу al

verle en salvo milagrosamente!... No habнa poder, en el cielo ni en la

tierra, capaz de acabar con este buen mozo. Y por la atracciуn del

contraste, mirу un momento con ojos compasivos al conde de los palacios

desamueblados, al nieto del protector de Miguel Бngel, que la hablaba de

amor, pretendiendo separar su atenciуn de las cosas interesantes que se

desarrollaban sobre la blanca pantalla.

Hubo un momento en que creyу que un alfiler olvidado sobre su pecho se

le metнa carne adentro. «El rey de las praderas» quedaba visible

ъnicamente de busto, con una cabeza enorme, y anonadado por lo

angustioso de su situaciуn, bajaba la mirada. Luego iba elevando sus

ojos, para fijarlos directamente en el pъblico con una expresiуn de

dolor pueril. Era un hйroe, indudablemente; pero un hйroe bueno y

simple, lo mismo que un niсo, y Mina sintiу un deseo de consolarle, de

protegerle, como si acabase de despertar la confusa maternidad que toda

mujer lleva dormida en su interior. Despuйs tuvo la intuiciуn de que la

tal mirada iba б significar mucho en su vida futura.

A partir de esta noche, Lionel Gould le saliу al encuentro en todas las

ciudades de Italia que fuй visitando y en las de otras naciones de

Europa. De dнa, si se inmovilizaba su automуvil por una aglomeraciуn de

vehнculos en una calle, era siempre frente б un cinematуgrafo, y en la

puerta figuraba «El rey de las praderas» б caballo, con su gran

sombrero, sus revуlveres y su paсuelo rojo. Si entraba en una sala de

espectбculos, tenнa la seguridad de que se apagarнan inmediatamente las

bombillas elйctricas, para que galopase por el lienzo iluminado el

intrйpido Lionel.

Sus hazaсas resultaban interminables. Jamбs caballero andante ni hйroe

de novela moderna pasу por tantas aventaras. Le viу en peligro de muerte

un sinnъmero de veces. Ademбs, mataba gente como si matase moscas.

Llevaba exterminadas muchas fieras, especialmente tigres, y б йl nunca

le ocurrнa un contratiempo que fuese irremediable. Le herнan

frecuentemente, le sometнan б tormentos atroces; pero sanaba, al fin,

con una rapidez portentosa. Y en casi todas las representaciones, Ўsu

mirada, aquella mirada de hйroe niсo, que hacнa sentir б Mina el

pinchazo de un alfiler olvidado!...

Algunas damas encontradas en sus viajes contribuнan, sin saberlo, б

aumentar su preocupaciуn:

--Usted, que es americana, їha visto alguna vez personalmente б Lionel

Gould?...

Una noche, Mina se convenciу de que su acompaсante era una vieja

estъpida. La habнa llevado б ver una aventura sorprendente de «El rey de

las praderas», y cuando el hйroe lanzaba su mirada de angustia, miss

Craven le preguntу en voz baja, con temblores de emociуn:

--їQuй le parece?... їVerdad que es muy guapo?...

La acompaсante moviу la cabeza. Sн, guapo; pero muy ordinario. Ella no

amaba los _cow-boys_. Preferнa los _films_ en que aparecen seсoras

elegantes y todos los hombres van vestidos de frac.

De pronto, Mina mostrу un patriotismo rabioso. їQuй hacнa en Europa?...

Sуlo los _snobs_ podнan perder su tiempo y su dinero en un continente

viejo y aburrido. Ella era americana, y debнa vivir en Amйrica.

Y se embarcу, pensando que es necedad rodar por el mundo cuando, las mбs

de las veces, lo que buscamos lo tenemos en la propia casa.

III

Al saber, en Nueva York, que Foster (padre) estaba en San Francisco,

atravesу inmediatamente los Estados Unidos.

Se habнa vuelto de repente mujer de orden; deseaba enterarse del estado

de sus negocios; creнa necesario conferenciar con su tutor. No sabнa

ciertamente quй podrнa decirle; pero consideraba urgente el verle, por

el solo hecho de que vivнa en California.

Cuando llegу б San Francisco, supo que Foster se hallaba en una

propiedad suya, б dos horas de ferrocarril, y desistiу de su visita. Ya

le verнa mбs adelante; estaba cansada; le asustaba estas dos horas de

tren, despuйs de haber pasado una semana entera en vagуn. Y, б pesar del

tal cansancio, saliу inmediatamente para Los Бngeles, un viaje cinco

veces mayor.

Pero tampoco en Los Бngeles estaba su reposo, y no parу hasta tres

cuartos de hora mбs allб, en el pueblo de Hollywood, donde se fabrican

la mayor parte de los _films_ que entretienen б la humanidad presente.

Admirу la fresca hermosura de una poblaciуn creada en pocos aсos, por la

necesidad de sol y de cielo lнmpido que tiene la cinematografнa. Viу

avenidas formadas solamente de jardines y de estudios. Varios miles de

artistas de ambos sexos, de maquinistas escйnicos y de fotуgrafos

constituyen su ъnico vecindario. En las calles, б la hora del _lunch_,

se encuentran odaliscas arrastrando sus velos, espaсolas con mantilla,

у pieles rojas con penachos de plumas, segъn es el _film_ que estб en

ejecuciуn. Las figurantas van б sus casas б almorzar sin quitarse el

traje, por no perder tiempo.

Sobre las vallas de los estudios se elevan, unas veces, la torre Eiffel,

si la obra transcurre en Parнs, y otras, el palacio de los Dogas

venecianos у los agudos minaretes de una mezquita oriental. Cuando el

fotуgrafo termina de dar vueltas б la ъltima pelнcula, los albaсiles

demuelen estas sуlidas construcciones de cemento para levantar otras

inmediatamente, cambiando el aspecto de la «ciudad-camaleуn».

Mina fuй rectamente en busca de lo que le habнa atraнdo cuando estaba al

otro lado de la tierra. Avanzу con resoluciуn, por lo mismo que estaba

segura de que le esperaba un cruel desengaсo. Esta celebridad serнa,

seguramente, como las otras.

Una agencia de informes habнa puesto en movimiento sus detectives para

hacer conocer б la millonaria todo el pasado de «El rey de las

praderas».

Lionel Gould--un nombre de teatro--habнa sido estudiante; pero su

aficiуn б la vida intensa y б las novelas de aventuras le hicieron

abandonar la casa de sus padres б los diez y siete aсos, yйndose б Texas

para llevar la existencia ruda de los _cow-boys_ que tantas veces habнa

admirado en los libros. A los veintidуs aсos, otro cambio de aficiones.

El jinete de las llanuras, cansado de guardar vacas, se habнa hecho

actor, sufriendo la vida errante y no menos aventurera que llevan en los

Estados Unidos las gentes de teatro mediocres, saltando de pueblo en

pueblo para trabajar una noche nada mбs.

El йxito universal de la cinematografнa le sacу de pronto de esta

miserable situaciуn. Todo lo que habнa aprendido en las praderas de

Texas le sirviу para su gloria artнstica. Ningъn actor supo como йl

montar б caballo, echar el lazo, batirse б puсetazos, manejar las armas.

Allб, entre vaqueros de verdad, habнa sido un discнpulo mediocre, un

muchacho de la burguesнa empeсado en hacerse _cow-boy_ bajo la obsesiуn

de ciertas lecturas. En el cinematуgrafo no tuvo rival, y fuй al poco

tiempo «El rey de las praderas».

Antes de los treinta aсos habнa juntado una fortuna considerable y su

nombre era famoso en la tierra entera.

Un ayuda de cбmara irlandйs se encargaba de contestar, imitando su

firma, los centenares de cartas femeniles que llegaban semanalmente de

todos los extremos del planeta pidiendo б Gould un autуgrafo

sentimental.

Mina viу su casa, elegante edificio de madera, verde y blanco, entre

jardines siempre primaverales. Despuйs lo viу б йl, una tarde que

trabajaba en el interior del estudio cinematogrбfico, bajo una luz

lнvida. «El rey de las praderas» se batнa en aquellos momentos б

silletazos y tiros de revуlver con todos los parroquianos de una taberna

del desierto.

La primera impresiуn no fuй buena. Miss Craven le viу alto, fornido, de

arrogantes movimientos, tal como lo habнa contemplado muchas veces en

los _films_, pero con la cara pintada de blanco, lo mismo que un

Pierrot. La luz lнvida y sepulcral de los tubos de mercurio exigнa esta

pintura de artista de circo.

Pero Gould, impresionado por la presencia de la millonaria que era hija

del difunto Craven y tenнa por tutor б Foster (padre), dos nombres

ilustres del Oeste, la saludу con una torpeza conmovedora. En su

confusiуn, lanzу la mirada, la famosa mirada de hйroe niсo que parecнa

pedir auxilio, y Mina dejу de ver la cara cubierta de almidуn, para

fijarse ъnicamente en sus ojos implorantes.

Desde este dнa, el gran artista terminу mбs pronto sus trabajos, para ir

б Los Бngeles, donde miss Craven le habнa invitado б comer, у para

acompaсarla en sus interesantes paseos б la hora en que muere el sol.

Lionel recitaba versos, estaba mбs enterado que Mina de las cosas

literarias, y ella acabу por admirarle como un espнritu delicado, como

un «alma romбntica», capaz de llenar de poesнa la existencia de una

mujer. Ademбs, era «El rey de las praderas», el atleta irresistible que

ningъn hombre podнa domeсar.

Una visita inesperada perturbу esta existencia idнlica.

Se presentу en el lujoso hotel de Los Бngeles Foster (hijo), con todo su

equipaje de escopetas y demбs aparatos para la caza de bestias feroces.

--ЎMi querida Mina! ЎQuй casualidad encontrarnos!... Vengo de Nueva

York, para embarcarme en San Francisco. Voy al Congo....

Y ruborizбndose por este absurdo rodeo geogrбfico, se apresurу б aсadir:

--Quiero cazar donde no cazу el coronel Roosevelt. Voy б correr los

paнses que йl no visitу nunca.

Un secreto instinto le avisaba, sin duda, el peligro, y venciendo esta

vez la cortedad de su carбcter, manifestу sus deseos. Mina Craven y

James Foster (hijo) podнan hacer una linda pareja. їPor quй no se

casaban?...

El gesto de lбstima simpбtica que puso ella fuй para acobardar al mбs

valeroso cazador.

--Yo sуlo me casarй con un hombre cйlebre.

Foster quiso protestar. Йl no tenнa la celebridad de un boxeador у de un

cantante de уpera; pero era alguien. Los periуdicos hablaban de йl.

--Yo sуlo me casarй con un hйroe--aсadiу Mina.

James creyу necesario insistir en sus mйritos. Hizo memoria de los

regalos enviados б Mina, especialmente de dos pieles de oso, enormes,

con unas cabezas que metнan espanto. Йl, completamente solo, los habнa

matado en Alaska.

--ЎUnos osos!--dijo ella, levantando los hombros--. Eso lo mata

cualquiera.... їCuбntos tigres ha cazado usted, James?...

El hijo de Foster inclinу la cabeza. Apenas quedaban tigres en el mundo.

Йl habнa pasado varios meses en la India, y, despuйs de largas esperas,

gastos y penalidades, sуlo habнa conseguido matar uno.

--ЎUn tigre nada mбs!...

Mina sonriу otra vez de lбstima. Ella conocнa б un cazador que llevaba

matados mбs de treinta ante sus propios ojos, y no con largos

intervalos, sino todas las noches.

Foster (hijo), como hombre prбctico, abandonу inmediatamente sus

pretensiones, juzgбndolas imposibles. «ЎAdiуs, Mina!» Ya no pensу en

sobrepasar las hazaсas africanas de Roosevelt. Lo que deseaba era

tropezar en el Congo con un hipopуtamo, un leуn у cualquiera otra bestia

misericordiosa, que, al desgarrarlo en pequeсos pedazos, le librase del

recuerdo de miss Craven la ingrata.

Despuйs de esta entrevista, la millonaria creyу necesario acelerar los

acontecimientos. Ella fuй la que tomу la iniciativa, sabiendo que «El

rey de las praderas» se mostraba tнmido en su presencia, quedando como

adormecido bajo el poder de sus ojos.

--Ya estoy cansada de ser miss Craven. Ahora deseo ser mistress Gould.

їEstб usted conforme, Lionel?

Aunque йl hubiese dicho que no, Mina habrнa preparado lo mismo el

matrimonio.

Llevando tras de ella al cйlebre Lionel, como si lo raptase, se marchу

б San Francisco para visitar б su tutor. Esta vez Foster (padre) estaba

en su despacho.

--Le presento б mi futuro esposo. Me caso esta misma semana con «El rey

de las praderas».

El millonario abriу la boca б impulsos de la sorpresa, mostrando todo el

oro y el marfil de su interior. Luego pensу que un hombre de negocios no

debe asombrarse nunca, y acabу por reнr, con una carcajada ruidosa que

dejу visible otra vez toda la riqueza de su dentadura.

--ЎOriginal!... ЎVerdaderamente original!

IV

Mina se considerу la mujer mбs feliz de la tierra. El escбndalo de unas

amigas y los comentarios burlones de las otras fueron para ella un

motivo de orgullo.

--ЎEnvidiosas!... ЎDe quй buena gana me quitarнan mi «rey de las

praderas»!

Gould era aъn mбs dichoso. Los millones de su esposa suponнan poco en

esta felicidad. Йl ganaba miles de dуlares por semana.... Pero le

enorgullecнa haberse casado, siendo un simple cуmico, con la hija ъnica

de Craven, llamado en vida «el Cristуbal Colуn del petrуleo».

Un gran contento fнsico vino б confundirse, ademбs, con este amor

admirativo.

Gould estaba harto de sus compaсeras de trabajo. Un convencionalismo de

la cinematografнa americana, inventado no se sabe por quiйn, exige que

todos los actores sean grandes, y las artistas, liliputienses. Lionel,

que admiraba las hembras de su talla, tenнa que trabajar con muсecas que

apenas le pasaban del codo, mujeres «de bolsillo», que podнa meter en

cualquiera abertura de su traje.

A su esposa, la esbelta y fuerte Mina, la besaba de frente, sin

necesidad de bajar la cabeza y doblar las vйrtebras. Ademбs, las otras

iban pintadas de blanco, como payasos; llevaban pegadas б los pбrpados

unas tirillas erizadas de pelos, que fingнan larguнsimas pestaсas, y en

los momentos de emociуn se colocaban unas gotitas de glicerina, que

luego, en el film, resultaban lбgrimas.... En cambio, la nueva mistress

Gould era de una esplendidez corporal, fresca y firme, que parecнa

esparcir el perfume de los bosques cuando despiertan bajo el soplo de la

primavera. ЎOh, adorada Mina!

Se lanzaron б viajar por el mundo. Ella exigiу que Lionel abandonase el

arte cinematogrбfico. Mбs adelante, їquiйn sabe?... Un hombre cйlebre se

debe б su celebridad. Pero, por el momento, «El rey de las praderas»

debнa ser para ella ъnicamente.

La vida conyugal no le trajo ninguna decepciуn. El cйlebre Gould fuй, al

mismo tiempo, un marido enamorado y un servidor respetuoso. Ademбs,

Ўcуmo se sentнa ella protegida al lado del hйroe! ЎQuй impresiуn de

orgullo y de seguridad cuando se abrazaba б йl, percibiendo la fuerza

almacenada en su vigoroso organismo!...

Muchas veces, al marchar apoyada en su brazo, tocaba amorosamente el

bнceps contraнdo. Era fuerte, pero no de un vigor extraordinario. Ella

habнa visto en los circos y en los pugilatos de boxeadores musculaturas

mбs poderosas. Pero inmediatamente pensaba en las hazaсas de «El rey de

las praderas». La cinematografнa tiene sus _trucs_ y sus misterios, como

todas las cosas teatrales; pero la verdad siempre es la verdad, y ella

habнa visto б su Lionel levantar troncos enormes, agarrar б un enemigo y

arrojarlo por la ventana como si fuese un paсuelo, echar puertas

abajo....

«Y es que el mъsculo--pensaba Mina--no lo es todo; vale mбs la energнa

interior y misteriosa, que sуlo poseen los hйroes.» Su Lionel,

indudablemente, era б modo de una baterнa elйctrica, que en ciertos

momentos de excitaciуn podнa desenvolver una fuerza inmensa. Ella le

habнa visto batiйndose con ocho б la vez, y sabнa hasta dуnde era capaz

de llegar.

--ЎOh, Lionel!... ЎMi hйrcules adorado!

Una noche, estando en Marsella de paso para Egipto, Mina quiso pasear

por el Puerto Viejo, б la luz de la luna. ЎVer los buques antiguos del

Mediterrбneo dormidos sobre las aguas de plata! ЎCreerse en tiempos de

la _Odisea_ al contemplar las filas de pequeсos veleros procedentes de

Grecia!...

Los muelles desiertos resultaban peligrosos despuйs de media noche. En

las callejuelas cercanas bullнan rameras de la mбs extremada abyecciуn,

juntas con negros, con marineros levantinos, con marroquнes й

indostбnicos, con vagabundos de todo el planeta. Pero la millonaria no

conocнa el miedo. Ademбs, iba apoyada en el mбs fuerte de los brazos.

Su cabellera de aurora, su andar majestuoso, el perfume que iban

sembrando sus pasos, el brillo de un diamante en su diestra

desenguantada, hicieron detenerse б sus espaldas б cuatro hombres

morenos, de robustez cuadrada y rostros inquietantes, que se consultaron

con voces roncas de ebrio.

Gould sуlo tuvo tiempo para abandonar el brazo de su mujer y girar

sobre sus talones, avisado por las palabras confusas de estos

vagabundos, que parecнan ponerse de acuerdo.

Los cuatro cayeron sobre йl, que los recibiу gallardamente con sus puсos

poderosos.

Mina quedу б pocos pasos, mбs curiosa que asustada, saboreando de

antemano la gran correcciуn que iban б recibir los bandidos. «El rey de

las praderas» terminarнa la pelea en unos segundos.

Pero el pobre «rey», despuйs de defenderse con una arrogancia teatral,

sin vacilaciуn alguna, seguro de su triunfo, vino al suelo tristemente,

como se derrumban al dar los primeros pasos en la existencia todos los

que han vivido una vida de ilusiуn.

Tres de aquellos miserables siguieron golpeando al caнdo para rematarlo,

mientras el otro avanzaba hacia Mina con cierta indecisiуn, al ver que

no intentaba huir.

Miss Craven, б pesar de sus fantasнas, habнa conservado mucho del

espнritu prбctico de su padre, y sabнa todo lo que una persona previsora

no debe olvidar en sus viajes. Brillу en su diestra, salido no se sabe

de dуnde, un juguete plateado, la ъltima novedad para la defensa

personal: nueve tiros. Sonу una detonaciуn, y el hombre se hizo atrбs,

lanzando juramentos y llevбndose una mano al pecho. Sonу un nuevo

disparo, y empezу б dar traspiйs otro de los que estaban inclinados,

sobre Lionel dбndole golpes. Siguiу apretando el gatillo, y los tiros

hicieron desaparecer б aquellos facinerosos, unos corriendo, otros

balanceбndose dolorosamente, mientras de las callejuelas cercanas

empezaba б salir gente. Mina se arrodillу junto б su marido.

--ЎOh, Lionel! ЎMi rey!... їTe han matado?

Cuando, semanas despuйs, pudieron salir de Marsella, la vida conyugal

era otra. Gould, todavнa convaleciente de sus heridas, parecнa sentir

vergьenza delante de su esposa. «ЎNo haber sabido defenderte!...»,

decнan sus ojos. Y lanzaba б continuaciуn su mirada suplicante.

Esta mirada devolvнa б Mina un pбlido recuerdo del antiguo afecto. Sуlo

esta mirada era verdad. Todo lo demбs del hйroe, pura mentira. Su marido

resultaba un pobre muchacho, simple y bueno, necesitado de que lo

protegiesen. Ella lo defenderнa, como en la noche de Marsella. ЎAdiуs,

amor! Sуlo quedaba en la millonaria un afecto que tenнa mucho de

maternal.

Los dos, con la pesada tristeza del desengaсo, se aburrieron en todas

partes, y acortaron su viaje para volver б los Estados Unidos.

Creнan adivinarse en los ojos sus respectivos pensamientos.

--Se divorciarб apenas lleguemos б Nueva York.... Mejor: volverй б

dedicarme б la cinematografнa.

Pero esto representaba para Gould un suplicio. ЎSepararse de Mina, б la

que amaba ahora mбs que antes, con la ternura de la gratitud y la

amargura del remordimiento!...

Ella tambiйn pensaba en el divorcio.

--ЎTodo mentira!... Tendrй que rehacer mi existencia con otro.

Y empezу б pensar en Бfrica y en los continuadores de las cacerнas de

Roosevelt.

Al llegar б Nueva York, los periуdicos hablaron de Mina por ser la

esposa del cйlebre Gould. Las amigas seguнan envidiбndole el «rey de las

praderas» y encontraban muy interesante su matrimonio. їEra prudente,

despuйs de esto, abandonar б su buen mozo, para que lo agarrase otra

mujer?...

La vida en intimidad resultaba triste y penosa. El recuerdo de aquella

noche se interponнa entre los dos. El pobre «rey» conociу una reina que

no habнa sospechado nunca: injusta, rencorosa, sarcбstica, propensa б

encontrar malo todo lo de su marido.

Una maсana, б la hora del _breakfast_, por una discusiуn insignificante,

la misma mano que habнa disparado varios tiros en el Puerto Viejo de

Marsella agarrу un plato y lo arrojу contra la cara del hombre cйlebre.

La porcelana se hizo pedazos, hiriйndole. Lionel se limpiу la sangre de

una mejilla, y luego mirу б su esposa con aquellos ojos de niсo

abandonado й implorante.

--ЎOh, mi rey!--gritу ella, refugiбndose en sus brazos--. ЎPobrecito

mнo!... Perdуname; soy una loca. No te abandonarй nunca.

Y durante todo el dнa, Gould conociу la mбs amorosa y sumisa de las

mujeres.

Desde entonces la vida de los dos se desarrollу con violentas

alternativas: primeramente discusiones buscadas por ella, que terminaban

con golpes, y luego, tras la mirada implorante del esposo, la feliz

reconciliaciуn. Hasta le permitiу que volviese al arte cinematogrбfico,

siendo protagonista da varios _films_, cuyos argumentos se hacнa relatar

ella anticipadamente. Su Lionel sуlo debнa aparecer en el cнrculo

luminoso realizando hazaсas nunca vistas.

Jamбs habнa hablado con tanto entusiasmo de su esposo. Lo mismo en

presencia de йl que estando б solas con sus amigas, hacнa elogios del

hйroe, ensalzando su fuerza irresistible, su valor temerario.

Lionel Gould era siempre el mismo. Estaba orgullosa de llevar su nombre.

Despuйs de esto sonreнa con verdadera satisfacciуn, halagada por

orgullosos pensamientos que nadie podнa adivinar.

Sн; su marido continuaba siendo el invencible, el ъnico, «El rey de las

praderas», y con esto quedaba dicho todo.

Pero ella, en su casa, le pegaba al «rey de las praderas».

NOCHE SERVIA

I

Las once de la noche. Es el momento en que cierran sus puertas los

teatros de Parнs. Media hora antes, cafйs y _restaurants_ han echado

igualmente su pъblico б la calle.

Nuestro grupo queda indeciso en una acera del bulevar, mientras se

desliza en la penumbra la muchedumbre que sale de los espectбculos. Los

faroles, escasos y encapuchados, derraman una luz fъnebre, rбpidamente

absorbida por la sombra. El cielo negro, con parpadeos de fulgor

sideral, atrae las miradas inquietas. Antes, la noche sуlo tenнa

estrellas; ahora puede ofrecer de pronto teatrales mangas de luz en cuyo

extremo amarillea el zepelнn como un cigarro de бmbar.

Sentimos el deseo de prolongar nuestra velada. Somos cuatro: un escritor

francйs, dos capitanes servios y yo. їAdonde ir en este Parнs obscuro,

que tiene cerradas todas sus puertas?... Uno de los servios nos habla

del _bar_ de cierto hotel elegante, que continъa abierto para los

huйspedes del establecimiento. Todos los oficiales que quieren

trasnochar se deslizan en йl como si fuesen de la casa. Es un secreto

que se comunican los hermanos de armas de diversas naciones cuando pasan

unos dнas en Parнs.

Entramos cautelosamente en el salуn, profusamente iluminado. El trбnsito

es brusco de la calle obscura б este _hall_, que parece el interior de

un enorme fanal, con sus innumerables espejos reflejando racimos de

ampollas elйctricas. Creemos haber saltado en el tiempo, cayendo dos

aсos atrбs. Mujeres elegantes y pintadas, champaсa, violines que gimen

las notas de una danza de negros con el temblor sentimental de las

romanzas desgarradoras. Es un espectбculo de antes de la guerra. Pero en

la concurrencia masculina no se ve un solo frac.

Todos los hombres llevan uniformes--oficiales franceses, belgas,

ingleses, rusos, servios--, y estos uniformes son polvorientos y

sombrнos. Los violines los tocan unos militares britбnicos, que

contestan con sonrisas de brillante marfil б los aplausos y aclamaciones

del pъblico. Sustituyen б los antiguos ziganos de casaca roja. Las

mujeres seсalan б uno de ellos, repitiйndose el nombre del padre, lord

cйlebre por su nobleza y sus millones. «Gocemos locamente, hermanos, que

maсana hemos de morir.»

Y todos estos hombres, que han colgado su vida como ofrenda en el altar

de la diosa pбlida, beben la existencia б grandes tragos, rнen, copean,

cantan y besan con el entusiasmo exasperado de los marinos que pasan una

noche en tierra y al romper el alba deben volver al encuentro de la

tempestad.

II

Los dos servios son jуvenes y parecen satisfechos de que las aventuras

de su patria les hayan arrastrado hasta Parнs, ciudad de ensueсo que

tantas veces ocupу su pensamiento en la bбrbara monotonнa de una

guarniciуn del interior.

Ambos «saben relatar», habilidad ordinaria en un paнs donde casi todos

son poetas. Lamartine, al recorrer hace tres cuartos de siglo la Servia

feudataria de los turcos, quedу asombrado de la importancia de la poesнa

en este pueblo de pastores y guerreros. Como muy pocos conocнan el

abecedario, emplearon el verso para guardar mбs estrechamente las ideas

de su memoria. Los «guzleros» fueron los historiadores nacionales, y

todos prolongaron la _Ilнada_ servia improvisando nuevos cantos.

Mientras beben champaсa, los dos capitanes evocan las miserias de su

retirada hace unos meses; la lucha con йl hambre y el frнo; las batallas

en la nieve, uno contra diez; el йxodo de las multitudes, personas y

animales en pavorosa confusiуn, al mismo tiempo que б la cola de la

columna crepitan incesantemente fusiles y ametralladoras; los pueblos

que arden; los heridos y rezagados aullando entre llamas; las mujeres

con el vientre abierto, viendo en su agonнa una espiral de cuervos que

descienden бvidos; la marcha del octogenario rey Pedro, sin mбs apoyo

que una rama nudosa, agarrotado por el reumatismo, y continuando su

calvario б travйs de los blancos desfiladeros, encorvado, silencioso,

desafiando al destino como un monarca shakespiriano.

Examino б mis dos servios mientras hablan. Son mocetones carnosos,

esbeltos, duros, con la nariz extremadamente aguileсa, un verdadero pico

de ave de combate. Llevan erguidos bigotes. Por debajo de la gorra, que

tiene la forma de una casita con doble tejado de vertiente interior, se

escapa una media melena de peluquero heroico. Son el hombre ideal, el

«artista», tal como lo veнan las seсoritas sentimentales de hace

cuarenta aсos, pero con uniforme color de mostaza y el aire tranquilo y

audaz de los que viven en continuo roce con la muerte.

Siguen hablando. Relatan cosas ocurridas hace unos meses, y parece que

recitan las remotas hazaсas de Marko Kralievitch, el Cid servio, que

peleaba con las _wilas_, vampiros de los bosques, armadas de una

serpiente б guisa de lanza. Estos hombres que evocan sus recuerdos en un

_bar_ de Parнs han vivido hace unas semanas la existencia bбrbara й

implacable de la humanidad en su mбs cruel infancia.

El amigo francйs se ha marchado. Uno de los capitanes interrumpe su

relato para lanzar ojeadas б una mesa prуxima. Le interesan, sin duda,

dos pupilas circundadas de negro que se fijan en йl, entre el ala de un

gran sombrero empenachado y la pluma sedosa de un boa blanco. Al fin,

con irresistible atracciуn, se traslada de nuestra mesa б la otra. Poco

despuйs desaparece, y con йl se borran el sombrero y el boa.

Me veo б solas con el capitбn mбs joven, que es el que menos ha hablado.

Bebe; mira el reloj que estб sobre el mostrador. Vuelve б beber. Me

examina un momento con esa mirada que precede siempre б una confidencia

grave. Adivino su necesidad de comunicar algo penoso que le atormentaba

memoria con una gravitaciуn de suplicio. Mira otra vez el reloj. La una.

--Fuй б esta misma hora--dice sin preбmbulo, saltando del pensamiento б

la palabra para continuar un monуlogo mudo--. Hoy hace cuatro meses.

Y mientras йl sigue hablando, yo veo la noche obscura, el valle cubierto

de nieve, las montaсas blancas, de las que emergen hayas y pinos

sacudiendo al viento las vedijas algodonadas de su ramaje. Veo tambiйn

las ruinas de un caserнo, y en estas ruinas el extremo de la retaguardia

de una divisiуn servia que se retira hacia la costa del Adriбtico.

III

Mi amigo manda el extremo de esta retaguardia, una masa de hombres que

fuй una compaснa y ahora es una muchedumbre. A la unidad militar se han

adherido campesinos embrutecidos por la persecuciуn y la desgracia, que

se mueven como autуmatas y б los que hay que arrear б golpes; mujeres

que aullan arrastrando rosarios de pequeсuelos; otras mujeres, morenas,

altas y huesudas, que callan con trбgico silencio, й inclinбndose sobre

los muertos les toman el fusil y la cartuchera.

La sombra se colora con la pincelada roja y fugaz del disparo surgiendo

de las ruinas. De las profundidades lуbregas contestan otros fulgores

mortales. En el ambiente negro zumban los proyectiles, invisibles

insectos de la noche.

Al amanecer serб el ataque arrollador, irresistible. Ignoran quiйn es

el enemigo que se va amasando en la sombra. їAlemanes, austrнacos,

bъlgaros, turcos?... ЎSon tantos contra ellos!

--Debнamos retroceder--continъa el servio--, abandonando lo que nos

estorbase. Necesitбbamos ganar la montaсa antes de que viniese el dнa.

Los largos cordones de mujeres, niсos y viejos se habнan sumido ya en la

noche, revueltos con las bestias portadoras de fardos. Sуlo quedaban en

la aldea loa hombres ъtiles, que hacнan fuego al amparo de los

escombros. Una parte de ellos emprendiу б su vez la retirada. De pronto,

el capitбn sufriу la angustia de un mal recuerdo.

--ЎLos heridos! їQuй hacer de ellos?...

En un granero de techo agujereado, tendidos en la paja, habнa mбs de

cincuenta cuerpos humanos sumidos en doloroso sopor у revolviйndose

entre lamentos. Eran heridos de los dнas anteriores que hablan logrado

arrastrarse hasta allн; heridos de la misma noche, que restaсaban la

sangre fresca con vendajes improvisados; mujeres alcanzadas por las

salpicaduras del combate.

El capitбn entrу en este refugio, que olнa б carne descompuesta, sangre

seca, ropas sucias y alientos agrios. A sus primeras palabras, todos los

que conservaban alguna energнa se agitaron bajo la luz humosa del ъnico

farol. Cesaron los quejidos. Se hizo un silencio de sorpresa, de pavor,

como si estos moribundos pudiesen temer algo mбs grave que la muerte.

Al oнr que iban б quedar abandonados б la clemencia del enemigo, todos

intentaron un movimiento para incorporarse; pero los mбs volvieron б

caer.

Un coro de sъplicas desesperadas, de ruegos dolorosos, llegу hasta el

capitбn y los soldados que le seguнan....

--ЎHermanos, no nos dejйis!... ЎHermanos, por Jesъs!

Luego reconocieron lentamente la necesidad del abandono, aceptando su

suerte con resignaciуn. їPero caer en manos de los adversarios? їQuedar

б merced del bъlgaro у el turco, enemigos de largos siglos?... Los ojos

completaron lo que las bocas no se atrevнan б proferir. Ser servio

equivale б una maldiciуn cuando se cae prisionero. Muchos que estaban

prуximos б morir temblaban ante la idea de perder su libertad.

La venganza balkбnica es algo mбs temible que la muerte.

--ЎHermano!... Ўhermano!...

El capitбn, adivinando los deseos ocultos en estas sъplicas, evitaba el

mirarles.

--їLo querйis?--preguntу varias veces.

Todos movieron la cabeza afirmativamente. Ya que era preciso este

abandono, no debнa alejarse la retaguardia dejando б sus espaldas un

servio con vida.

їNo hubiera suplicado el capitбn lo mismo al verse en idйntica

situaciуn?...

La retirada, con sus dificultades de aprovisionamiento, hacнa escasear

las municiones. Los combatientes guardaban avaramente sus cartuchos.

El capitбn desenvainу el sable. Algunos soldados habнan empezado ya el

trabajo empleando las bayonetas, pero su labor era torpe, desmaсada,

ruidosa: cuchilladas б ciegas, agonнas interminables, arroyos de sangre.

Todos los heridos se arrastraban hacia el capitбn, atraнdos por su

categorнa, que representaba un honor, y admirados de su hбbil prontitud.

--ЎA mн, hermano!... ЎA mi!

Teniendo hacia fuera el filo del sable, los herнa con la punta en el

cuello, buscando partir la yugular del primer golpe.

--_ЎTac!... Ўtac!..._--marcaba el capitбn, evocando ante mi esta escena

de horror.

Acudнan arrastrбndose sobre manos y pies; surgнan como larvas de las

sombras de los rincones; se apelotonaban contra sus piernas. Йl habнa

intentado volver la cara para no presenciar su obra; los ojos se le

llenaban de lбgrimas.... Pero este desfallecimiento sуlo servнa para

herir torpemente, repitiendo los golpes y prolongando el dolor.

ЎSerenidad! ЎMano fuerte y corazуn duro!... _ЎTac!... Ўtac!..._

--ЎHermano, б mi!... ЎA mн!

Se disputaban el sitio, como si temieran la llegada del enemigo antes de

que el fraternal sacrificador finalizase su tarea. Habнan aprendido

instintivamente la postura favorable. Ladeaban la cabeza para que el

cuello en tensiуn ofreciese la arteria rнgida y visible б la picadura

mortal. «ЎHermano, б mн!» Y expeliendo un caсo de sangre se recostaban

sobre los otros cuerpos, que iban vaciбndose lo mismo que odres rojos.

* * * * *

El _bar_ empieza б despoblarse. Salen mujeres apoyadas en brazos con

galones, dejando detrбs de ellas una estela de perfumes y polvos de

arroz. Los violines de los ingleses lanzan sus ъltimos lamentos, entre

risas de alegrнa infantil.

El servio tiene en la mano un pequeсo cuchillo sucio de crema, y con el

gesto de un hombre que no puede olvidar, que no olvidarб, nunca, sigue

golpeando maquinalmente la mesa.... _ЎTac!... Ўtac!..._

LAS PLUMAS DEL CABURЙ

I

Morales iba б seguir disparando su mauser, pero Jaramillo, que estaba,

como йl, con una rodilla en tierra y la cara apoyada en la culata del

fusil, le dijo б gritos, para dominar con su voz el estruendo de las

descargas:

--Es inъtil que tires; no lo matarбs. Ese hombre tiene un _payй_ de gran

poder.

Habнan desembarcado, cerca de media noche, en el muelle de la ciudad.

Dos vaporcitos los habнan transbordado de la otra orilla del rнo Paranб.

Eran poco mбs de cien hombres, reclatados en el Paraguay у en la

gobernaciуn del Chaco, casi todos ellos hijos del Estado de Corrientes,

que andaban errantes, fuera de su paнs, por aventuras polнticas у de

amor. Mezclados con estos rebeldes autуctonos iban unos cuantos hombres

de acciуn, amadores del peligro por el peligro, que se trasladaban de

una б otra de las provincias excйntricas de la Argentina, allн donde era

posible que surgiesen revoluciones.

Confiando en la audacia inverosнmil que representaba este golpe de mano,

en la sorpresa que iban б sufrir los adversarios, avanzaron por las

calles como por un terreno conocido, dirigiйndose al cuartel de la

policнa. Los vecinos que tomaban el fresco ante sus casas saltaban de

las sillas y desaparecнan, adivinando lo que significaba este rбpido

avance de hombres armados.

Cuando los invasores llegaron frente al cuartel, vieron cуmo se cerraban

sus puertas y cуmo salнan de sus ventanas los primeros fogonazos. ЎGolpe

errado! Pero nadie pensу en huir. Porque la sorpresa fracasase, no iban

б privarse del gusto de seguir cambiando tiros con los aborrecidos

contrarios.

--ЎViva el doctor Sepъlveda! ЎAbajo el gobierno usurpador!

Y repartidos en grupos ocuparon todas las bocacalles que daban б la

plaza, disparando contra el cuartel.

Un hombre gordo y obscuro de color, oficial de la policнa, se mostraba

en una de las ventanas con una tranquilidad asombrosa. Extendiendo un

brazo, disparaba su revуlver contra los rebeldes:

--ЎCanallas! ЎHijos de...tal! ЎPerros!

Luego, sacando otro brazo, disparaba el segundo revуlver, se metнa

adentro para cargar sus armas y volvнa б aparecer.

La mayor parte de los asaltantes parecieron olvidar el motivo polнtico

que los habнa traнdo hasta allн. Ya no pensaban en el «gobierno

usurpador» ni en asaltar el cuartel. Toda su atenciуn la concentraron en

aquel hombre que seguнa insultбndoles sin tomar precauciones. Llovнan

las balas en torno de su persona, pero ni una sola lograba tocarle.

--No gastes tus cartuchos, hermano--continuу Jaramillo, con una

expresiуn fatalista--. Ese hombre posee un talismбn, un _payй_ que le

hace invulnerable como el diablo.... їQuiйn sabe si lleva en el pecho

alguna pluma de caburй?

Morales cesу de disparar. Tenнa una ciega confianza en la sabidurнa de

su compaсero. Ademбs, conocнa desde su niсez el poder de una pluma de

caburй.

--ЎViva el partido blanco! ЎAbajo Sepъlveda! ЎMueran los colorados!

Era el refuerzo enemigo que llegaba. Sonaron nuevos tiros en el fondo de

las calles. Pasada la primera sorpresa, acudнan las otras fuerzas del

gobierno en socorro del cuartel.

--Esto se acabу. Hay que retirarse--dijo Jaramillo.

Los dos camaradas corrieron hacia el muelle, doblando el cuerpo para

hacerse mбs pequeсos ante las balas con que los perseguнa el enemigo.

Otros siguieron defendiйndose rudamente б sus espaldas.

Llegaron al puerto б tiempo para ver cуmo uno de los vaporcitos huнa rнo

arriba, perdiйndose en la noche, y cуmo el otro empezaba б apartarse del

muelle de madera. Esto no extraсу б Jaramillo.

--ЎQuй puede esperarse de extranjeros, de _gringos_ que carecen de

fervor polнtico y no son del partido!...

Es natural, tratбndose de dos capitanes genoveses.

Pero йl y Morales, con su agilidad de hijos de la selva, saltaron en el

vacнo negro, cayendo precisamente sobre el borde de la cubierta

fugitiva. Unos milнmetros menos, y se perdнan en el agua lуbrega poblada

de caimanes.... ЎQue Dios protegiese б los valientes que se quedaban en

tierra!

Cuando las luces del puerto empezaron б borrarse en la obscuridad,

Jaramillo, considerбndose seguro, empezу б formular sus protestas.

--їA quiйn se le ocurre hacer revoluciones б media noche?... Es la peor

de las horas, cuando todo el mundo vive y estб despierto. Eso podrб ser

en los paнses donde hace frнo y la gente se acuesta temprano, їpero

aquн?... Aquн, la hora mejor para la revoluciуn es la una de la tarde.

Todos los oyentes aprobaron con gestos silenciosos. Desembarcando б la

hora de la siesta, habrнan entrado por las calles sin que nadie los

viese, lo mismo que б travйs de una ciudad muerta; habrнan sorprendido

el cuartel, matando б la guardia, que seguramente estarнa tendida б la

sombra y roncando.

--Es una locura--continuу Jaramillo--intentar ataques de noche en un

paнs como el nuestro. No hay mas que acordarse de lo que pasa en la

selva.

Como todos eran hijos de la selva, persistieron en sus muestras de

aprobaciуn. Durante las horas de sol y de calor era cuando la selva

dormнa, sin un estremecimiento, sin un latido, con una calma de tumba.

Luego, al morir la tarde, despertaba la vida; los insectos empezaban б

zumbar, los pбjaros sacudнan sus alas, los cuadrъpedos estiraban sus

patas, y en la sombra todos se agitaban para ofender у para defenderse,

para devorar у ser devorados. La vida renacнa con el fresco de la noche,

reanudando sus aventuras y sus tragedias.

Morales admirу una vez mбs la sabidurнa de su amigo. Era hijo de un

brujo y habнa heredado muchos de los secretos paternales.

A veces, esta vida nocturna de la selva se paralizaba con una larga

pausa de angustioso silencio.

Era porque rondaba cerca el jaguar, el tigre americano, de piel pintada

б redondeles, al que los indios guaranнes, en su lenguaje, apodan «el

Seсor».

Otras veces, el silencio tenнa un motivo mбs claro y determinado. Un

grito estridente rasgaba la lobreguez, un alarido feroz, que hacнa

estremecer б los que lo escuchaban. Este grito inmenso salнa de la

garganta de un pбjaro poco mбs grande que el puсo, una especie de

mochuelo del tamaсo de un pichуn de crнa. Todas las bestias, las que

vuelan, las que corren y las que se arrastran, se echaban б temblar

cuando oнan este alarido.

Morales no habнa logrado ver nunca al pбjaro diminuto, soberano de la

selva, pero lo conocнa de fama desde su niсez.

Tenнa por armas su pico, un terrible pico fuerte como el acero mejor

templado, y una infernal mala intenciуn. Allн donde clavaba su arma

abrнa orificio, y el golpe iba dirigido siempre б la cabeza del

adversario, devorando inmediatamente su cerebro al descubierto. No habнa

crбneo que pudiera resistir б sus perseverantes picotazos, iguales б

golpes de barreno. Atacaba al toro, al tigre, al caimбn, blindado de

planchas duras como un navнo de guerra.

Este volбtil pequeсo y de malicia diabуlica era el caburй.

II

Morales y Jaramillo debнan tal vez sus apellidos y la poca sangre

europea que corrнa por sus venas б dos conquistadores espaсoles llegados

al paнs siglos antes; pero en realidad eran dos mestizos guaranнes,

pequeсos, бgiles, dйbiles de miembros aparentemente, y con una

resistencia asombrosa para la fatiga y las privaciones.

Unidos por una amistad fraternal, se presentaban juntos б buscar trabajo

en las cortas de бrboles, en las explotaciones de hierba _mate_ у en los

desmontes de un ferrocarril que estaban construyendo los _gringos_.

Trabajaban con verdadero furor, como si se peleasen б muerte con un

enemigo. Los capataces reciйn llegados de Europa parecнan asombrados. їY

aъn dicen que los indios son perezosos?... Pero al cobrar el jornal de

la semana desaparecнan, y sus protectores y admiradores los esperaban en

vano todo el lunes siguiente. Sуlo cuando quedaba consumido el ъltimo

centavo en las tabernas donde hay acordeуn y baile, pensaban en reanudar

el maldecido trabajo.

Las beldades cobrizas, descalzas, de gruesa trenza entre los omoplatos y

falda blanca у de color rosa, se asomaban б las puertas de sus ranchos

para verlos pasar. Llevaban el calzуn claro sujeto al tobillo por ligas

de piel, los pies metidos en danzantes babuchas, un poncho avellanado

cubriendo el busto, y un paсuelo rojo en el cuello. Este ъltimo era para

ellos el detalle mбs precioso de su indumentaria. Podrнan ir rotos y con

las carnes mбs secretas al aire, pero sin un paсuelo rojo, Ўnunca! Era

la seсal del partido, el sнmbolo de los «colorados», asн como los otros,

los adversarios, llevaban siempre en el cuello un paсuelo blanco.

Los dos traнan bajo el brazo sus espadas; no espadas viejas y con

agarrador de madera, como los pobretones, sino con empuсadura de

coruscante dorado y vaina de cuero, iguales б las que usaban los

guardias municipales de la ciudad. De sus remotos ascendientes de la

conquista les quedaba un amor irresistible б la espada. Las armas de

fuego eran buenas para las revoluciones. Las querellas de amor y de

bebida debнan ventilarse, tizona en mano, б espaldas de la taberna.

Con el enfundado acero bajo el brazo, envueltos en su poncho y levantada

el ala del fieltro sobre la frente, parecнan dos caricaturas de los

hidalgos de capa y espada, sus legнtimos abuelos.

Cuando la policнa visitaba los bailes indнgenas, ocultaban ellos sus

armas metiйndoselas en la faja, б lo largo del calzoncillo, lo que les

obligaba б continuar la danza con una pierna rнgida, lo mismo que si

estuviesen paralнticos.

Un dнa, en uno de estos bailes, Morales, que era el menos listo de los

dos pero el mбs dispuesto б la pelea, metiу su espada por el vientre de

cierto individuo que se empeсaba en danzar con la misma moza que йl,

echбndole las tripas afuera.

--Aquн no ha pasado nada. ЎSiga la fiesta!

Se llevaron al muerto. Su familia se encargarнa de levantarle una

capillita al borde del camino y de ponerle cirios todas las noches. Un

simple incidente; algo que se ve todos los dнas.

Pero la policнa entrometida no quiso aceptar el suceso con la misma

calma que la gente, y prendiу б Morales.

--Una venganza polнtica--dijo йste al entrar en la cбrcel--. Bien se ve

que mandan los usurpadores. ЎComo soy colorado!...

Al registrarlo en presencia del juez, encontraron que debajo de sus

ropas llevaba el cuerpo cubierto de plumas de avestruz. Jaramillo hacнa

lo mismo. Era un secreto de su padre el brujo; el mejor medio para

vencer en agilidad б los enemigos.

Le diу rabia ver cуmo reнa el juez ante tal descubrimiento. Todos los

abogados jуvenes, que habнan estudiado en Buenos Airea y despreciaban б

los nativos, eran unos ignorantes.

--A no ser por estas plumas, doctor--dijo Morales--, el difunto tal vez

me habrнa matado. Mire cуmo fui yo el mбs ligero y le clavй por el

vientre.

Le quitaron las plumas, le quitaron la espada, й iban б quitarle la

libertad durante un buen nъmero de aсos, por ser el muerto de los del

paсuelo blanco, cuando Morales se escapу de la penitenciarнa,

refugiбndose en el Paraguay, cuya frontera sуlo estб б dos horas de

distancia.

Jaramillo, que andaba desorientado durante su ausencia, quiso seguirle,

y para justificar la fuga y no ser menos que su amigo, matу б otro

«paсuelo blanco» antes de pasar б la vecina naciуn.

Trabajaron en los llamados «hierbales» donde se cosecha el _mate_, tй

del paнs puesto de moda por los jesuнtas en otros tiempos, cuando

gobernaban la Repъblica teocrбtica de las Misiones, fundada por ellos

entre el Brasil, el Paraguay y la Argentina.

Deseosos de volver б su patria, los dos interrumpieron su trabajo

repetidas veces para tomar parte en las intentonas revolucionarias del

partido. El grande hombre de los «colorados», el doctor Sepъlveda, vivнa

tranquilamente en Buenos Aires, esperando el momento de regenerar su

provincia. Mientras tanto, los partidarios del doctor hacнan toda clase

de esfuerzos para lograr su triunfo: revoluciones de dнa, revoluciones

de noche; sublevaciones en la ciudad, sublevaciones en el campo.

La gente de Buenos Aires apenas prestaba atenciуn б estas hazaсas y

revueltas en la lejanнsima provincia. ЎLa Argentina es tan grande!

Ademбs, todo esto ocurrнa en un extremo del paнs, vecino al Brasil y al

Paraguay; en una tierra que es argentina polнticamente, pero por la raza

es mбs bien paraguaya, y cuyos habitantes hablan generalmente el

guaranн.

Despuйs del sangriento fracaso de aquella intentona nocturna, los dos

volvieron б trabajar en el Paraguay, en la recolecciуn del _mate_. Ellos

eran los mбs inmediatos consumidores, pues sentados al borde del gran

rio en las horas de descanso, chupaban incesantemente el canuto hundido

en la pequeсa calabaza rellena de hierba olorosa y de agua caliente que

sostenнan en una mano.

Hablaban de la tierra natal con voz lenta y entornando los ojos, como si

fueran б dormirse. Algunas veces, la conversaciуn recaнa sobre Jaramillo

padre y su prodigiosa ciencia.

--Yo le vi--decнa Morales con respeto--curar б los enfermos en menos que

se reza un credo. Les chupaba la parte enferma у ponнa la boca en su

boca, aspirando su aliento. Luego escupнa un gusano, una piedra, una

culebra pequeсa у una araсa. Era la enfermedad que acababa de sacarles

del cuerpo.... Algunos se morнan; pero era porque les faltaba paciencia

para esperar la curaciуn y llamaban al mйdico.

--El mejor de sus secretos--insinuaba Jaramillo--es el que cura la

mordedura de las vнboras. Me lo revelу poco antes de morir. Vale mбs que

una herencia de muchas talegas de onzas de oro.

--Dнmelo, hermano--suplicaba Morales.

Su amigo parecнa sobresaltarse.

--No lo esperes. Ъnicamente se puede revelar el secreto el dнa de

Viernes Santo. Si lo cuento otro dнa, perderй mi poder curativo hasta el

Viernes Santo del aсo siguiente.

Pero Morales empezу б importunar б su compaсero con una tenacidad

infantil durante semanas y semanas. Se acordaba de haber visto operar б

Jaramillo padre cierto dнa que un vecino habнa regresado б su rancho con

el brazo hinchado y negro por la mordedura de una serpiente. El brujo le

habнa puesto unos remedios enйrgicos sobre la herida, murmurando luego

una invocaciуn misteriosa sobre el reptil, muerto de un garrotazo.

Tъ no eres un buen compaсero--decнa Morales con tristeza--. Yo te miro

como mi ъnica familia, y tъ guardas secretos conmigo.

Jaramillo no querнa quedarse desarmado por su indiscreciуn. їY si le

mordнa б Morales uno de estos bichos venenosos al andar descalzo por los

hierbales?...

--No hay miedo--decнa el otro--. Acuйrdate que me diste unas ligas de

piel de anta, y las vнboras huyen de mis pies al percibir el olor de

este cuero.

Al fin, una tarde, Jaramillo hizo un esfuerzo, sacrificбndose por la

amistad.

--Ya que lo quieres....

Y cerrando los ojos le revelу el gran secreto. No habнa mas que

inclinarse sobre la serpiente muerta y decirle en voz baja: «No eres

vнbora, que eres grillo.»

Inmediatamente el veneno perdнa su poder ponzoсoso dentro del cuerpo de

la vнctima.

--їNada mбs?--preguntу Morales con visible decepciуn--. їEso es todo?

Eso era todo. Pero las palabras habнa que decirlas en guaranн. Las

serpientes, por ser del paнs, no pueden entender el espaсol, lengua de

Buenos Aires.

--Y ahora--terminу con melancolнa Jaramillo--tendrй que esperar hasta,

el prуximo Viernes Santo.

De pronto empezу б hacer frecuentes viajes б Asunciуn, la capital del

Paraguay. Su amigo, alarmado por estas ausencias, le obligу б confesar

la causa.

--Lo he visto--dijo Jaramillo misteriosamente.

Aunque no diу el nombre de lo que habнa visto, bastу el tono de su voz

para que Morales adivinase б quiйn se referнa.

Era el caburй. No podнa ser otro. Los dos hablaban con frecuencia de йl.

ЎQuiйn tuviera una pluma de caburй, para ser invulnerable y por lo

mismo el hombre mбs valeroso de la tierra!... Hasta el mismo Jaramillo

padre, con toda su sabidurнa, no habнa conseguido ver nunca un caburй en

sus manos. Era muy difнcil apoderarse de йl. Por esto repitiу el hijo,

con una expresiуn de orgullo:

--Lo he visto: como te veo б ti.

Su poseedor era un _gringo_ que vivнa en Asunciуn sin mбs objeto que

estudiar los animales y las plantas del paнs; un doctor alemбn, gordo,

rubicundo, de gafas doradas, muy amigo de bromear con las gentes simples

del campo, para sonsacarles noticias. En el patio de su casa, que era

tan grande como un claustro de convento, tenнa numerosos pбjaros y

cuadrъpedos, y en mitad de йl, ocupando una jaula especial, como rey de

esta pequeсo й inquieto mundo, al que podнa hacer enmudecer con sуlo un

grito, estaba el caburй.

Al encontrar el doctor varias veces б Jaramillo inmуvil en la puerta de

su casa, mirando desde el otro lado de la cancela al famoso pбjaro, le

habнa hecho pasar para mostrбrselo de cerca.

--ЎQuй joya! їeh?...--decia con orgullo--. Me cuesta mбs oro que pesa.

Es una verdadera casualidad tener uno vivo.

Pero daba por bien empleados sus sacrificios pensando en el volumen de

ochocientas pбginas que iba б escribir, para Berlнn, sobre el caburй y

sus costumbres, libro que le valdrнa el premio de varias Academias.

A los dos amigos se les ocurriу lo mismo: robar la prodigiosa bestia у

llevarse cuando menos algunas de sus plumas.

El golpe sуlo podнa darse б la hora de la siesta. Jaramillo amaba esta

hora como la mбs segura. Morales se quedarнa en la calle para auxiliar б

su compaсero. їQuiйn puede adivinar lo futuro? Tal vez gritase el

alemбn, y fuese preciso matarlo. ЎUna vida menos significa tan poco!...

Entrу Jaramillo en la casa saltando la tapia del patio trasero. Luego se

deslizу, con los pies descalzos, por los frescos corredores, sin

producir ruido alguno. Al pasar junto б una puerta oyу ronquidos. El

alemбn, deseoso de amoldarse en todo б las costumbres del paнs, dormнa

la siesta.

El mestizo saliу al patio grande, deteniйndose frente б la jaula del

centro, rodeada de arbustos con flores enormes, rojas y de cinco puntas,

llamadas «estrella federal».

Allн estaba la cйlebre bestia: una especie de mochuelo diminuto, de pico

breve y encorvado. Se miraron fijamente, lo mismo que si fuesen б

entablar un combate. Los ojos redondos del animal, unos ojos de oro con

una cuenta negra en el centro, contemplaron al hombre ferozmente. Luego

parpadearon, como vencidos por la mirada humana.

Jaramillo no quiso perder tiempo. Con una contorsiуn de muсeca arrancу

el candado de la jaula. Luego avanzу la diestra audazmente, y б pesar de

su deseo de mantenerse silencioso, lanzу un rugido.

--ЎAh, pбjaro del diablo!...

Tenнa un dedo atravesado de parte б parte. No era un picotazo; era una

puсalada. Un berbiquн ardiente acababa de perforarle la carne y el

hueso.

Sobreponiйndose al dolor, cerrу la mano ensangrentada para aprisionar б

su enemigo. Deseaba ahogarlo y al mismo tiempo no querнa oprimirle de

una manera mortal, pues la pluma del caburй sуlo conserva sus milagrosas

cualidades cuando ha sido arrancada estando la bestia viva.

Con la otra mano libre le despojу de las plumas de atrбs, y el animal

lanzу un alarido al mismo tiempo que repetнa su picotazo.

El grito espeluznante fuй seguido de un profundo silencio. Los animales

del patio callaron medrosos, ocultбndose en lo mбs profundo de sus

viviendas. Pareciу que se inmovilizaba la vida en todo el barrio.

A impulsos del dolor, el mestizo habнa arrojado al caburй contra el

suelo de la jaula, huyendo luego hacia la calle. El pбjaro, viendo la

jaula abierta, saltу fuera de ella como si pretendiese perseguir б su

enemigo; pero despuйs torciу de rumbo, subiйndose al alero del tejado

para desaparecer finalmente.

Jaramillo descorriу el cerrojo de la cancela, saliendo б la calle. Allн

le esperaba su fiel Morales. No llevaba espada--esta expediciуn era de

las de arma corta--; pero tenнa la mano puesta por debajo del poncho en

el puсo de una faca, por lo que pudiera ocurrir.

--їQuй es eso, hermano?--preguntу al ver la diestra ensangrentada de su

compaсero--. їQuiйn te ha herido?

El otro levantу los hombros con indiferencia, limitбndose б mostrarle

tres plumas pequeсas que llevaba entre los dedos.

Desde aquella tarde cambiу radicalmente la vida de los dos. Jaramillo

tuvo que ir en busca de un curandero amigo de su padre. Su dedo herido

se habнa puesto negro, y era preciso cortarlo para que la podredumbre

venenosa no le llegase al corazуn. El mago indнgena afilу en una piedra

el mismo cuchillo de que se servнa para rascarle el barro б su caballejo

y para partir el pan. La amputaciуn fuй dolorosa; pero б Jaramillo le

bastaba mirar la bolsita que llevaba pendiente sobre el pecho, con las

plumas del caburй dentro, para recobrar su valor. Bien podнa sufrirse un

poco б cambio de tan poderoso talismбn. Morales estaba triste y hablaba

con timidez, como el que desea hacer una peticiуn y no se atreve,

midiendo su importancia. Al fin se decidiу.

--Hermano, їsi me dieses una de las plumas?... Piensa que siempre nos lo

hemos partido todo, como si fuйsemos de la misma madre. Tъ tienes tres

plumas; їquй te cuesta regalarme una? Serбs igualmente poderoso con dos.

Basta una sola para que nadie pueda herirte.

Pero aunque Jaramillo no habнa frecuentado la escuela, sabнa que tres

son mбs que dos, y estaba seguro de que, conservando las tres plumas, su

poder resultarнa mбs grande. Ademбs, no podнa admitir que Morales, luego

de conservar sus dedos completos, quisiera igualarse con йl. Le gustaba

tenerlo bajo el imperio de su superioridad.

Y efectivamente, Morales empezу б sentirse esclavo. Su amigo era ahora

otro hombre. Le hacнa ejecutar su propio trabajo mientras йl descansaba;

le exigнa su dinero; hasta le quitу una paraguaya de tez blanca y andar

arrogante que al principio se habнa mostrado prendada de йl.

«Debo matarlo--empezу б pensar--. Ya no podemos vivir juntos.»

Pero tuvo que repeler inmediatamente este mal pensamiento. Era imposible

matar б Jaramillo mientras guardase su talismбn, la bolsita con plumas

de caburй, que le hacнa invulnerable.

Y el dйspota, animado por la resignaciуn fatalista de Morales, extremу

sus audacias. Un dнa lo abofeteу porque no le obedecнa con rapidez, y al

salir indemne de este atrevimiento, repitiу б todas horas sus

atropellos.

«їA quй no se atreverб, llevando en el pecho lo que lleva?», se decнa

Morales con envidia.

Ni los hombres ni las fieras podнan inspirar miedo б Jaramillo. En una

taberna del campo se batiу con cinco paraguayos de los mбs bravos,

resultando ileso y vencedor. Nadaba en el rнo todos los dнas, б pesar de

que ninguno de los que trabajaban en el hierbal osaba hacerlo, por miedo

al «Tatita», у sea al «Abuelo» en la lengua del paнs.

Este «Abuelo» era un «yacarй», un caimбn famoso por su tamaсo desde el

lugar donde se forma el rнo de la Plata hasta lo mбs alto del Paranб.

Los viejos del paнs, que saben adivinar la edad de los caimanes, le

atribuнan unos cuatrocientos aсos. Tal vez habнa visto de pequeсo cуmo

los primeros espaсoles remontaron el rнo en sus naves de velas cuadradas

con leones y castillos pintados.

--Allб estб «el Tatita»--decнan los del hierbal.

Y seсalaban una especie de tronco rugoso y verde que descansaba en el

barro de una isleta cercana, lo mismo que un бrbol muerto traнdo por la

corriente.

Como desde la ъltima revoluciуn paraguaya eran abundantes los mausers en

los ranchos, empezaba un tiroteo contra la bestia centenaria. Algunos

tiradores le marcaban el lomo б balazos. Tarea inъtil: los proyectiles

levantaban esquirlas de su coraza, pero el enorme lagarto apenas se

movнa, como si todos estos balazos fuesen para йl leves cosquilleos. Si

los cazadores se aproximaban, finalmente, en una barca, se dejaba ir

perezosamente al fondo del rнo, levantando una corona de espumas

amarillentas.

Morales habнa nadado de pequeсo entre los yacarйs, sin gran emociуn.

Pero eran caimanes tan inexpertos y tiernos como йl. Los temibles son

los viejos, б los que llaman «cebados» por haber comido carne de hombre.

Asн que la prueban una vez, quedan aficionados б ella para siempre, Ўy

este «Abuelo» llevaba pasadas por su estуmago tantas generaciones

humanas!...

Siempre que Jaramillo se lanzaba a nadar, Morales, por un recuerdo de

su antigua amistad, le hacнa la misma recomendaciуn:

--ЎCuidado con «el Tatita»!

El otro se alejaba, braceando alegremente, hacia el centro del rнo, en

busca de las aguas profundas. ЎEl cuidado que podнa inspirarle un yacarй

mбs viejo que las Amйricas!...

Un domingo, cuando Morales, sentado en la orilla, terminaba de fumar un

cigarro paraguayo, que hacнa caer por las comisuras de sus labios dos

chorros de zumo negro, Jaramillo se echу al rнo. Morales, por estar en

alto, pudo ver algo obscuro y enorme que se deslizaba entre dos aguas

con la velocidad de un torpedo, viniendo en бngulo recto al encuentro

del nadador.

--«El Tatita»--se dijo--. Sуlo puede ser йl.

Su camarada agitу los brazos desesperadamente, lanzу un alarido, y б

continuaciуn desapareciу, como si tirase de йl una fuerza irresistible.

Mбs que el hecho en sн, aturdiу y desconcertу б Morales la posibilidad

de que pudiese ocurrir. Todas las creencias de su vida temblaron,

prуximas б derrumbarse. Era para perder la fe.

--No, no es posible; Jaramillo tiene un talismбn; Jaramillo no puede

morir....

Instintivamente fuй hacia el lugar donde el nadador habнa dejado sus

ropas. Una sonrisa de certidumbre, de confianza recobrada, dilatу su

rostro.

--ЎBien decнa yo!...

Sobre las ropas estaba la bolsita, el irresistible _payй_. El muerto se

habнa despojado de йl antes de echarse al rнo, tal vez por distracciуn,

tal vez por algъn otro motivo desconocido de Morales.

Йste pensу que existe una Providencia, como aseguran los padres

misioneros. Luego se imaginу que tal vez aquel yacarй tan viejo como el

rнo era alguna divinidad misteriosa que se encargaba de vengar б los

humildes.

Y sin vacilaciуn se colgу del cuello la bolsita, con el mismo aire de un

soberano que se ciсese la corona del mundo.

III

La suerte acudiу en seguida б sonreirle.

Triunfaron inesperadamente los «colorados». Ellos, que llevaban hechas

tantas revoluciones, volvieron б apoderarse del gobierno del modo mбs

pacнfico y prosaico. El doctor Sepъlveda, siempre en Buenos Aires,

consiguiу que el gobierno federal enviase б su provincia una comisiуn

interventora encargada de examinar los actos administrativos de los

enemigos. Esta intervenciуn puso al descubierto cosas censurables--como

ocurre siempre en tales casos--, y el resultado fuй que los «blancos»

tuvieron que abandonar el poder y entraron б gobernar los «colorados».

Volviу Morales б su patria con el orgullo y la aureola de un mбrtir

polнtico. El grande hombre del partido, que era ahora gobernador de la

provincia, le estrechу la mano, honor que hizo llorar al mestizo.

--Te conozco, hйroe; eres un superviviente de la noche inolvidable. Ya

quedan pocos.... їQuй deseas obtener?...

Morales era de fбcil contentamiento. Querнa, simplemente, entrar en la

Policнa. Llevaba muchos aсos recibiendo golpes de los enemigos, y

deseaba, б su vez, darse el gusto de devolverlos.

Sus antiguos amigos lo encontraban en las calles de la ciudad con

zapatos--Ўun tormento!--, levitilla azul de botones dorados, y un casco

inglйs, blanco. La espada ya no la llevaba bajo el brazo ni oculta en el

pantalуn. Le pendнa de la cintura, como б los militares, como б todos

los que representan el orden y pueden pegar.

Su carrera fuй rбpida, y al tйrmino de ella le saliу al encuentro la

gloria. No hubo en todo el paнs un policнa mбs valiente. їQuй puede

temer un hombre que lleva en el pecho un talismбn de plumas de

caburй?... Cuando habнa algo difнcil y peligroso que hacer, sus jefes

daban siempre la misma orden:

--ЎQue llamen б Morales!

En vano los rebeldes б la autoridad sacaban sus pistolas en tabernas y

bailes. Antes de que disparasen, el mestizo se las arrebataba de un

manotazo. Algunas veces conseguнan hacer fuego; pero las balas se

limitaban б agujerear su casco у ciertas superfluidades del uniforme,

sin tocar nunca su carne. Y йl salнa de estas pruebas sonriente y

tranquilo, como de cosas ordinarias y bien sabidas de antemano.

En cambio, la certeza de ser invulnerable le proporcionaba un gran

empuje para la acciуn. No teniendo que preocuparse de la defensa,

concentraba todas sus potencias en el ataque, y no habнa mano mбs pronta

y бgil que la suya. Si alguien se negaba б obedecerle, veнa

inmediatamente desdoblarse al mestizo, hasta convertirse en una compaснa

entera de Morales, todos espada en mano. Recibнa un cintarazo por la

izquierda, y al volverse encontraba un segundo Morales que le atizaba

por la derecha. Luego un tercer Morales le tiraba al crбneo por lo alto,

un cuarto lo hacнa saltar golpeandole entre las piernas, y asн

sucesivamente, hasta que pedнa misericordia.

Los mбs valientes de la provincia empezaron б hablar de йl con temor,

adivinando su secreto.

--Es inъtil hacer nada contra su persona. Debe tener un _payй_.

Sus jefes le hubieran hecho oficial, pero no sabнa leer. Se limitaron б

darle los galones de cabo, y йl creyу necesario, para el ornato de su

nueva dignidad, dejarse crecer en forma de bigote los contados pelos de

su rostro cobrizo.

En los dнas de gran mercado, las mujeres del campo, que venнan б la

capital montadas б estilo de hombre en sus caballejos de largo pelaje,

admiraban al cйlebre policнa. Le llamaban don Morales, poniendo el _don_

ante el apellido, como es de uso en el paнs. Todas ellas palidecнan al

ver al hйroe, pretendiendo atraerlo con las mбs dulces miradas de sus

ojos oblicuos.

Una maсana, estando de servicio en el Mercado, don Morales se tropezу

con cierto _gringo_ corpulento, forzudo y rojo, al que habнa conocido

aсos antes en el Paraguay.

--ЎDon Macperson!... ЎQuй sorpresa! їCуmo le va?...

Se abrazaron. El policнa lo despreciaba, como б todos los extranjeros,

pero al mismo tiempo sentнa por йl una gran admiraciуn.

El desprecio era porque ignoraba el _guaranн_ y hablaba mal el espaсol,

signos evidentes de inferioridad mental. Ademбs, como todos los

_gringos_, tenнa los pies enormes y calzaba zapatos que parecнan navнos,

lo que denuncia un origen ordinario en un paнs donde los hombres

ostentan el pie pequeсo y alto de empeine, lo mismo que una dama.

Lo admiraba porque era capaz de pasar un dнa entero con su noche sin

levantarse de la mesa, vaciando botella tras botella. Ademбs, tenнa la

elocuencia de un predicador cuando ensalzaba las virtudes curativas del

_whisky_, remedio infalible para todos los disgustos y todas las

enfermedades.

Morales hasta conocнa sus manнas. Cuando habнa bebido mбs de una copa,

se irritaba si le llamaban inglйs.

--Mi no ser inglйs--decнa en un espaсol balbuceante--; mi ser escocйs.

Llevaba un sinnъmero de aсos viviendo en la Amйrica del Sur. Habнa sido

buscador de esmeraldas en Colombia, minero de plata en el Perъ y de

estaсo en Bolivia, exportador de salitre en Chile, ganadero en

Argentina, vendedor de hierba _mate_ en Paraguay y borracho consecuente

en todas partes. Unas veces se veнa patrono, otras modesto empleado; tan

pronto daba dinero б los simples conocidos, como solicitaba un prйstamo

para continuar sus viajes. Ahora--segъn declarу б Morales desde las

primeras palabras--se ocupaba en comprar novillos, como representante de

cierta casa del Uruguay que fabricaba carne lнquida para los niсos y los

adultos dйbiles.

Esta carne lнquida le hacнa sonreнr de lбstima. ЎHabiendo _whisky_ en la

tierra!...

Morales vacilу mirando su propio uniforme. Era una autoridad, y sуlo

podнa entrar en las tabernas para imponer respeto. Pero luego se

enterneciу mirando al _gringo_. ЎUn viejo compaсero!...

--Oiga, don Macperson, їsi fuйsemos б tomar una copa?...

Entraron en una taberna del Mercado, y el dueсo, en atenciуn б Morales,

les puso una mesilla en el fondo del corral. No habнa _whisky_, pero

sacу una ginebra que arrancу elogios al extranjero.

--Beba, Don; beba todo lo que quiera--dijo el policнa--. Ya sabe que yo

aprecio mucho б los ingleses, y ahora que soy alguien en mi paнs....

--Mi no ser inglйs; mi ser escocйs.

Recordу Morales la manнa de su amigo. Muy bien; йl apreciaba tambiйn

mucho б los escoceses. Y despuйs de esto, como si solicitase la

admiraciуn del _gringo_, hablу de sus hazaсas y del respeto medroso con

que le miraban todos.

--Lo sй, lo sй--dijo el extranjero.

Habнa oнdo hablar mucho del cabo don Morales, y su asombro era sincero,

aunque algo molesto para el hйroe. No podнa comprender que este mozo

pequeсo, enjuto y enclenque en apariencia inspirase miedo б nadie. Lo

contemplу con una curiosidad algo irуnica desde la altura de su

corpulencia; le acariciу los brazos con sus manazas, sonriendo al

encontrar inmediatamente el hueso bajo los mъsculos nervudos pero

delgados.

Un recuerdo surgido repentinamente en su memoria hizo esta sonrisa mбs

insolente aъn. Se viу en un hierbal del Paraguay algunos aсos antes,

teniendo una disputa con Morales, que era su peуn. El mestizo tiraba de

la espada; pero йl, de un manotazo, le quitaba la espada, propinбndole

despuйs unos cuantos puсetazos de boxeador que le dejaban inбnime en el

suelo.

Por un fenуmeno de simpatнa mental, Morales evocу al mismo tiempo este

recuerdo, pero aсadiйndole una segunda parte. Se viу tendido al

anochecer en los hierbales, esperando al _gringo_, que despuйs de darle

los puсetazos iba б pasar la noche en Asunciуn. Al tenerle cerca, le

disparaba un pistoletazo. Quedaba mal herido el escocйs, guardaba cama

varias semanas, y luego de restablecerse se iba del paнs, convencido de

que no es prudente tener cuestiones con la gente cobriza.

Se miraron largamente los dos hombres.

--ЎFamoso Morales!... ЎEncontrбrmelo hecho un hйroe!...

--ЎEste don Macperson! їPor quй lo querrй tanto?...

Y se estrecharon las manos por encima del tarro de ginebra, que empezaba

б estar casi vacнo.

Pero ya no se miraban lo mismo que antes. Detrбs de sus pupilas

persistнa el mal recuerdo del pasado.

El policнa mostraba empeсo en que le admirase el otro. Toda la ginebra

descendida б su estуmago pareciу alborotarse con la sospecha de que el

_gringo_ no creнa en su valor y tenнa por mentiras las hazaсas que

llevaba realizadas.

De su espaсol aprendido en Buenos Aires, preferнa el escocйs una palabra

que siempre habнa irritado б Morales. Cuando le contaban cosas

inverosнmiles, levantaba los hombros, diciendo con desprecio:

--Ў_Macanas!... ЎTodo macanas_!

Adivinу que en el pensamiento del _gringo_ estaba resonando

incesantemente la misma palabra en aquellos momentos. «їLas valentнas

del cabo Morales? Ў_Macanas_! ЎTodo _macanas_!»

El deseo de verse admirado le hizo ser humilde y revelar su secreto.

--Vea, don Escocйs. Si soy valiente, reconozco que no hay en ello gran

mйrito. Aunque quisiera ser cobarde, no podrнa. Tengo un _payй_

poderosнsimo: llevo en el pecho tres plumas de caburй. Usted es casi del

paнs; usted sabe lo que es eso. No hay hombre ni fiera que pueda nada

contra mн.

--Ў_Macanas!... ЎTodo macanas_!

Ya habнa surgido la terrible palabra. El policнa empalideciу al verse

desmentido con un tono de desprecio.

--Pero їno le digo que tengo un _payй_?... Mнrelo. A usted solo se lo

enseсo.

Y se desabrochу la levitilla y la camisa, mostrando la pequeсa bolsa de

cuero sudada y negruzca que pendнa sobre su pecho.

--Ў_Macanas!... ЎMacanas_!--repitiу el extranjero, apurando el resto de

la botella de barro y empezando otra que acababa de traer el dueсo del

cafetнn.

Irritado Morales, hablу de su infortunado camarada Jaramillo, del doctor

germбnico, del caburй, del caimбn «el Abuelo»; contу toda su historia,

sin que el otro cambiase de actitud.

El mestizo se puso de pie. Podнa el _gringo_ dudar de las virtudes de su

madre, si gustaba de ello; por eso no dejarнan de ser amigos. En

realidad, йl no estaba seguro de quiйn habнa sido su padre. Las gentes

del paнs prescinden con frecuencia del casamiento, por los muchos

papelotes, molestias y gastos que exige. їPero dudar de su talismбn?...

їTener por falsa su historia?...

--Oiga, don Inglйs.

El escocйs quiso protestar al oir que le llamaban asн, paro se quedу con

la boca entreabierta por la sorpresa, dбndose cuenta de que este error

era intencionado y representaba un insulto.

--Oiga, don Inglйs. Vamos б hacer una prueba.

Habнa sacado de un bolsillo de su pantalуn una pistola de dos caсones de

enorme calibre. Йl tenнa sus armas б la vista y sus armas ocultas.

Se la ofreciу al extranjero; y йste, que tambiйn se habнa puesto de pie

con mal gesto, la tomу sin saber lo que hacнa.

--Yo puedo matarlo б usted, si quiero, y usted, en cambio, no puede

hacerme nada б mн.... Pero no abusarй. Prefiero que se convenza por sus

propios ojos. A ver si asн se le ablanda esa cabezota dura de bruto que

tiene.... ЎTire!

Se abriу con ambas manos sus ropas, mostrando el pecho desnudo y la

prodigiosa bolsita. Podнa el gringo hacer fuego sin cuidado. Se lo decнa

йl con aire de reto.

Macperson, б pesar de su embriaguez, reconociу que la proposiciуn era

absurda. Aquel mestizo se habнa vuelto loco, y en su soberbia confianza

hasta parecнa burlarse de йl.

--Tiene usted miedo de tirar, y hace bien. La bala rebotarб sobre mi

pecho y puede herirle б usted. Coloqъese de modo que no le alcance.

El otro, como si no entendiese estas recomendaciones, se habнa limitado

б poner horizontal la pistola, apuntando al pecho que tenнa enfrente.

--ЎMira que tiro!--dijo al fin con tono de amenaza--. Dйjate de

_macanas_, у tiro.

Se perdiу entre los dos todo respeto. Se miraron como enemigos.

--ЎTira, _gringo_ del demonio, para que puedas convencerte!... ЎCuando

te digo que tengo un _payй_!...

--ЎMira que hago fuego!--volviу б repetir el otro con voz aъn mбs

sombrнa.

--ЎTira de una vez, hijo de perra!... Tъ no eres escocйs.... Tъ eres....

No pudo seguir.

--ЎYa que lo quieres!...

Y el _gringo_ apretу los dos gatillos al mismo tiempo.

Una nube blanca se extendiу ante sus ojos.

Al disolverse el humo y extinguirse el doble trueno, viу б Morales

tendido б sus pies. Tenнa los brazos abiertos, el pecho destrozado y una

sonrisa helada, de soberbia confianza, de fe inconmovible, que iba б ser

el ъltimo de sus gestos.

LAS VНRGENES LOCAS

I

Eran dos hermanas, Berta y Julieta, huйrfanas de un diplomбtico que

habнa hecho desarrollarse su niсez en lejanos paнses del Extremo Oriente

y la Amйrica del Sur; dos hermanas libres de toda vigilancia de familia,

jуvenes, de escasa renta y numerosas relaciones, que figuraban en todas

las fiestas de Parнs. Los tйs de la tarde que se convierten en bailes

las veнan llegar con exacta puntualidad. Una rбfaga alegre parecнa

seguir el revoloteo de sus faldas.

--Ya estбn aquн las seсoritas de Maxeville.

Y los violines sonaban con mбs dulzura, las luces adquirнan mayor brillo

en el crepъsculo invernal, los hombres entornaban los ojos acariciбndose

el bigote, y algunas matronas corrнan instintivamente sus sillas atrбs,

apartando los ojos como si viesen de pronto, formando montуn, todas las

perversiones de la йpoca.

Ninguna joven osaba imitar los vestidos audaces, los ademanes

excйntricos, las palabras de sentido ambiguo que formaban el encanto

picante y perturbador de las dos hermanas. Todos los atrevimientos

perturbadores del gran mundo encontraban su apoyo. Habнan dado los

primeros pasos hacнa la gloria bailando el _cake-walk_ en los salones,

hace muchos aсos, Ўmuchos! cinco у seis cuando menos, en la йpoca remota

que la humanidad gustaba aъn de tales vejeces. Despuйs apadrinaron la

«danza del oso», el tango, la machicha y la furlana.

Su inconsciente regocijo, al ir mбs allб de los lнmites permitidos,

escandalizaba б las seсoras viejas. Luego, hasta las mбs adustas

acababan por perdonarlas. «Unas locas estas Maxeville.... ЎPero tan

buenas!»

Todos conocнan su existencia en un quinto piso, sin otra servidumbre que

una vieja domйstica que hacнa oficios de madre, suspirando al recordar

las extinguidas grandezas de Su Excelencia el ministro plenipotenciario.

Todos se daban cuenta de sus esfuerzos sonrientes y dolorosos para

conservar el antiguo rango con una modesta pensiуn procedente del padre

y una corta renta de la madre; sus habilidades taumatъrgicas para

mostrarse bien vestidas б poco precio; su adopciуn de modas audaces,

destinadas al fracaso, para ocultar con pretexto de originalidad el

escaso valor de su indumentaria.

Las gentes murmuradoras denunciaban sus ocultos convenios con modistas y

sombrereras, que les proveнan gratis para que propagasen sus

invenciones. Pero aquн se detenнa la maledicencia. De sus costumbres, de

su vida en la casa, ni una palabra. Las rancias familias diplomбticas

que habнan conocido al ministro jamбs tuvieron que amonestarlas por una

imprudencia irreparable.

El despecho de los hombres era tambiйn un certificado de su honestidad.

Corrнan hacia ellas, atraнdos por su exterior desenvuelto. Se

atropellaban unos б otros, como en una empresa fбcil donde todo el йxito

estriba en llegar antes que los demбs. Risas provocativas, ojeadas

misteriosas, palabras que parecнan de esperanza.... Y poco despuйs, uno

por uno, los conquistadores desandaban el camino, cabizbajos y

encolerizados, como un perro que se imagina encontrar un hueso y rompe

sus colmillos en una piedra.

--Unas astutas las pequeсas Maxeville; unas malignas, que, faltas de

dote, buscan un marido б su modo.

Los mismos que decнan esto habнan acabado por designarlas con un mote.

Las seсoritas de Maxeville fueron en adelante «las vнrgenes locas».

Todo resultaba exacto en este apodo, el defecto y la cualidad. Nadie

ponнa en duda su locura, ni lo otro. Eran como los directores de ciertos

Bancos, que charlan en el ventanillo de la caja, sonrнen, remueven las

llaves, infunden esperanzas, pero no hacen el mбs pequeсo prйstamo б

crйdito, ni el mбs leve anticipo sobre promesas lejanas.

Las vнrgenes locas iban б triunfar finalmente en su desesperada batalla

con los hombres. La mayor, Berta, habнa conquistado la voluntad de un

ingeniero ruso, que se mostraba dispuesto б hacerla su esposa. La menor

casi habнa conseguido lo mismo con un oficial joven; sуlo le quedaba por

vencer la resistencia de una madre orgullosa y tradicionalista, que

vivнa en provincias....

En esto, un trompetazo desgarrador, insolente, brutal, cortу el ambiente

de mъsicas sensuales y danzas voluptuosas con que se adormecнan los

humanos. Y la gente feliz corriу de un lado б otro, en pavoroso

revoltijo, como los pasajeros de un trasatlбntico que bailan en los

dorados salones, vestidos de etiqueta, y de pronto escuchan, la voz de

alarma de un tripulante: «ЎFuego en las bodegas!»

II

El segundo dнa de la movilizaciуn, la gente agolpada en las

inmediaciones de la estaciуn del Este las viу llegar vestidas de negro,

con un traje sobrio y casi monacal, un pequeсo sombrero semejante б una

gorra, un bolsito de mano y un paquete con lo mбs indispensable para la

vida: dos camisas, dos pares de medias.

Las vнrgenes locas se iban sin ruido, sin frases heroicas, sin dos

lнneas en los periуdicos. Sus relaciones mundanas las habнan aprovechado

para conseguir rбpidamente sus deseos. Marchaban б Verdъn, б la

frontera, al lugar del peligro, donde todos esperaban que ocurriese el

primer choque. Llevaban una carta para los directores del servicio

sanitario. Parecнan mбs altas, mбs robustas, de paso mбs firme. Su

belleza de parisienses б la moda habнa desaparecido. Eran mujeres

iguales б las que lloraban у gritaban de entusiasmo al otro lado de la

verja; sin colorete, sin artificios, con el pelo libre de postizos, con

las mejillas limpias y los ojos agrandados por una emociуn que habнa

venido б sustituir los antiguos retoques del lбpiz negro: ojos serenos

que miraban al porvenir heroicamente, adivinando la proximidad de la

desgracia.

Y se perdieron entre la multitud de hombres uniformados, caballos y

caсones. Y su recuerdo se perdiу igualmente en la memoria de todos los

que una semana antes comentaban sus palabras y gestos. La gente

necesitaba pensar en su propia suerte; el peligro no dejaba tiempo para

mirar el exterior. ЎPobres vнrgenes locas! ЎInfelices muсecas de Parнs

arrebatadas por la tempestad cuando daban vueltas y sonreнan con sus

bocas pintadas, б los sones de una cajita de mъsica!...

De tarde en tarde, las damas reunidas para hacer tejidos de lana

destinados al ejйrcito evocaban su nombre al pasar revista б los muertos

y los ausentes. «їLas pequeсas Maxeville?...» Realizaban proezas б su

modo en los hospitales del frente de guerra. Donde ellas estaban, los

hombres se morнan sonriendo. En algunas ocasiones habнan llegado hasta

los mismos lugares de combate, oyendo el silbido de los proyectiles. El

nombre de la mayor aparecнa citado en una orden del dнa.

Y siempre el mismo comentario final: «Eran buenas. Algo locas, pero de

hermoso corazуn.»

Transcurriу un aсo de guerra. Un dнa circulу la noticia de que Berta

habнa muerto, vнctima de su abnegaciуn. Poco despuйs ya no la nombraron.

ЎEran tan frecuentes los heroнsmos! ЎDesaparecнan diariamente tantos

nombres conocidos!...

III

Detrбs de la lнnea de combate, en un hospital instalado en un castillo

ruinoso, encontrй meses despuйs б la ъltima virgen loca.

No la hubiese reconocido. Pasу por una avenida del parque, casi

saltando, con la toca revoloteante y moviendo bajo la blanca falda el

бgil compбs de sus piernas enjutas. Llevaba en las manos pбlidas y

transparentes un paquete de ropas. Su nariz y sus orejas brillaban con

una claridad de vidrio sonrosado bajo la luz del sol. Parecнa un cuerpo

diбfano, con la transparencia malsana de la miseria fнsica. Toda la vida

se concentraba en sus ojos.

Un mйdico militar que venнa conmigo me confirmу su identidad.

--Es la seсorita de Maxeville: una joven del gran mundo antes de la

guerra.

El doctor sуlo la conocнa algunos meses. Habнa presenciado la muerte de

la otra, una muerte horrible, cuyo recuerdo le estremecнa aъn. Se habнa

contaminado al curar las heridas de un moribundo perdido durante tres

dнas en el fondo de un embudo de tierra abierto por el estallido de un

proyectil enorme. Su agonнa durу cuarenta y ocho horas, ennegreciйndose

lentamente con la expansiуn de la sangre envenenada, aullando entre

nerviosos estertores, doblбndose como un arco sobre la cabeza y los

pies, que se clavaban en el lecho. Y la otra hermana se habнa negado б

separarse de ella, abrazando el cuerpo convulsivo, besando sus ojos que

no veнan, su boca que sуlo sabнa rugir.

--ЎBerta, corazуn mнo! ЎNo te mueras!... ЎNo te mueras!

Toda la vida juntas; toda la vida unidas por la orfandad necesitada de

defensa, por la alegrнa que colorea la pobreza, por el deseo de crearse

una posiciуn antes de que terminase su juventud, Ўy verla morir ante sus

ojos, entre tormentos desgarradores, sin poder salvarla, sin encontrar

el medio de hacer plбcidos y dulces sus ъltimos instantes!...

--ЎPobre muchacha!--prosiguiу el mйdico--. Ha visto perecer como un

animal rabioso б la que era toda su familia. Poco despuйs se enterу de

la muerte de cierto oficial que deseaba ser su marido. Todos en el

castillo admiran su energнa.

»No sй cuбndo come, no sй cuбndo duerme. So la ve en todas partes, y б

pesar de esto, los heridos lamentan su ausencia. «Que venga la seсorita

Julieta....» Es el mйdico moral de esta casa. En muchos casos vale mбs

que nosotros. Ella y su pobre hermana han realizado estupendas

curaciones.

Las vi con la imaginaciуn--mientras escuchaba al doctor--yendo de sala

en sala como apariciones de salud que esparcнan en torno la dulce

alegrнa de vivir. Con los oficiales se mostraban algo recelosas. Eran

hombres de su mundo, y tal vez por esto los juzgaban temibles, no

pasando en su intimidad mбs allб de una solicitud natural y grave. Al

entrar en las piezas ocupadas por el populacho doloroso, se

transfiguraban, animando con su regocijo el ambiente cargado de

lamentos, de perfume de drogas y hedor de carnes rotas.

El recuerdo de madres y novias adquirнa mayor relieve al ser evocado por

sus labios. Describнan los paisajes risueсos del suelo natal б los

enfermos ilusionados que poco despuйs habнan de morir; cantaban б media

voz las canciones del terruсo; encontraban con su instinto de mujeres de

salуn las conversaciones que mбs podнan agradar б cada uno. La mayor

habнa pasado una semana hablando de Ulises y la _Odisea_ con un

licenciado en letras que agonizaba lentamente, pensando en su tesis de

doctor que jamбs llegarнa б leer en la Sorbona. Mientras tanto, Julieta

escribнa cartas. El rudo marinero del Finisterre, el campesino de los

departamentos centrales, el obrero burlуn de la ciudad, el marroquн

sombrнo, el negro pueril, veнan abrirse ante su pensamiento bellezas

desconocidas, paisajes no sospechados. La seсorita blanca era la

poesнa, la delicada sensualidad de vivir que llegaba hasta ellos.

--ЎBesa!--ordenaba Julieta presentando ante sus labios descoloridos una

flor que acababa de arrancar del parque--. Un enamorado _chic_ debe

enviar estos recuerdos.

Й introducнa la flor en la carta escrita por ella, monumento de

admiraciуn para el firmante, orgulloso y conmovido de suscribir tales

ternezas. Una hora antes de amanecer--la hora fatal en los hospitales--,

cuando el dнa apunta y el moribundo se extingue, los estertores de

agonнa murmuraban siempre el mismo deseo: «_Mademoiselle_.... Una

cualquiera de las dos seсoritas.»

Y ellas, que acababan de adormecerse en el silencio de plomo que precede

б la llegada de la luz, acudнan corriendo para presenciar una agonнa

mбs, para animar la mano yerta con el contacto de su mano, para

disimular los pasos de la muerte con sus palabras que sonaban lo mismo

que monedas de oro, con sus risas que parecнan vibraciones de fino

cristal.

IV

--Y esta pobre--continuу el mйdico--prosigue la santa obra de la

alegrнa. Cuando se ve sola, piensa en la otra, piensa en el oficial

muerto, y huye en busca de los agonizantes, como si el dolor ajeno fuese

su refugio. La sala de los incurables, de los que estбn condenados б

morir, es su lugar preferido. Y canta, cuando minutos antes suspiraba б

solas; rнe, con los ojos cargados aъn de lбgrimas.

»Nosotros fingimos no ver lo que hace. їDe quй sirven los reglamentos

ante la muerte?... Lo que importa es que proporcione un poco de alegrнa

al que se va. Cada uno hace el bien como puede. Anoche la sorprendн

empleando su mйtodo en la sala de los desesperados. Tenemos un tirador

marroquн con las piernas y el vientre deshechos. Va б morir de un

momento б otro; tal vez ha terminado б estas horas. Tenemos un alemбn

que estб en la cama inmediata. Los colocaron asн inadvertidamente; ahora

es tarde para moverlos.

»Los hombres de Europa olvidan sus rencores al verse en los lнmites de

la vida. Este africano es de cуlera larga. Cuando cree que no le ven,

enseсa el puсo al enemigo inmediato, que le mira con unos ojos redondos

y asombrados, lo mismo que si estuviesen aъn en el campo de combate. La

seсorita de Maxeville corre hacia йl, fingiйndose irritada.

»--їQuй es eso, Alн?... Quieto, у me enfado contigo.

»--No te enfades, seсorita--murmura el moro--. Lo respetarй, ya que lo

pides. Pero esta noche, cuando te marches, irй б su cama y le cortarй la

cabeza.

»Y no puede moverse. Anoche rugнa de dolor, alterando con sus gritos el

silencio del dormitorio, quitando el sueсo б los otros heridos, pugnando

por levantarse para ir en busca del adversario y saciar en йl su furia.

La seсorita de Maxeville es la ъnica que sabe calmar б estos hombres. Yo

vi, б la tenue luz del dormitorio, cуmo empezу б bailar, con un plato en

la mano. Este plato le servнa de pandereta. Movнa las caderas, retorcнa

el busto, acompaсaba con balanceos su monуtona canturнa oriental,

sonreнa lo mismo que una mujer de aduar que baila ante la tribu la

«danza del vientre».

Los heridos soсolientos sacaban sus cabezas sobre los embozos, pugnando

por moverse; las bocas negruzcas se animaban con una sonrisa pбlida;

las miradas ardorosas seguнan con avidez el cuerpo de la danzarina, que

iba trazando en los muros una procesiуn de siluetas.

El marroquн se habнa incorporado, como un chacal que desea saltar y

tiene las patas rotas. Su admiraciуn se escapaba en roncos barboteos.

--ЎOh, sonrisa del anochecer!... ЎAlegrнa de la sombra!... ЎSeсorita

blanca!

LA VIEJA DEL CINEMA

I

El comisario de Policнa mirу duramente б la mujer de pelo blanco que se

habнa sentado ante su escritorio sin que йl la invitase. Luego bajу la

cabeza para leer el papel que le presentaba un agente puesto de pie al

lado de su sillуn.

--Escбndalo en un cinema--dijo, al mismo tiempo que leнa--; insultos б

la autoridad; atentado de hecho contra un agente.... їQuй tiene usted

que alegar?

La vieja, que habнa permanecido hasta entonces mirando fijamente al

comisario y б su subordinado tal vez sin verlos, hizo un movimiento de

sorpresa, lo mismo que si despertase.

--Yo, seсor comisario, vendo hortalizas por las maсanas en la _rue

Lepic_. No soy de tienda; llevo mis verduras en un carrito. Todos los

del barrio me conocen. Hace cuarenta aсos que tengo allн mi puesto

ambulante, y....

El funcionario quiso interrumpirla, pero ella se enojу.

--ЎSi el seсor comisario no me deja hablar!... Cada uno se expresa como

puede y contesta como su inteligencia se lo permite.

El comisario se reclinу en un brazo del sillуn, y poniendo los ojos en

alto empezу б juguetear con el cortapapeles. Estaba acostumbrado б los

delincuentes verbosos que no acaban de hablar nunca. ЎPaciencia!...

--En 1870, cuando la otra guerra--continuу la vieja--, tenнa yo

veintidуs aсos. Mi marido fuй guardia nacional durante el sitio de Parнs

y yo cantinera de su batallуn. En una de las salidas contra los

prusianos hirieron б mi hombre, y le salvй la vida. Luego tuve que

trabajar mucho para mantener б un marido invбlido y б una hija ъnica....

Mi marido muriу; mi hija muriу tambiйn, dejбndome dos nietos.

Hizo una pausa para darse cuenta de si la escuchaban. No lo supo con

certeza. El agente permanecнa rнgido y silencioso, como un buen soldado,

junto al comisario. Йste silbaba ligeramente, moviendo el cuchillo de

madera y mirando al techo.

--Mi nieta--continuу la vieja, sin inmutarse por esta falta de

atenciуn--se llama Julieta, baila en los teatros, y es cйlebre. El seсor

comisario debe haber visto su retrato muchas veces en los periуdicos y

en los carteles de las esquinas. Sуlo la encuentro de tarde en tarde.

Una maсana, cuando iba yo empujando mi carretilla, casi me atropellу su

automуvil. Esto la hizo llorar, asegurando que era por culpa mнa, porque

yo no quiero vivir con ella y me empeсo en seguir vendiendo verduras, lo

mismo que cuando Julieta y su hermano eran pequeсos.... Cada uno es como

es. A mн, aunque soy pobre, no me gusta la manera de vivir de las

artistas. їDigo mal, seсor comisario?...

El comisario habнa cesado de silbar y miraba б la verdulera con cierto

interйs. Debнa conocer б su nieta, la cйlebre bailarina. Iba б hacerle

alguna pregunta sobre ella, cuando la vieja siguiу hablando.

--Mi preferido fuй siempre Alberto, un obrero aficionado б los libros.

Yo, aunque deseo vivir independiente, iba todos los dнas б su casa,

ayudaba б su mujer, jugaba con su hijo. ЎUn biznieto! Imagнnese quй

alegrнa, seсor comisario. No todos llegan б ser bisabuelos.

Se detuvo un instante, como embelesada por dulces recuerdos.

--ЎLos dнas felices de la paz!--aсadiу--. Un domingo fuimos de campo;

comimos junto al Sena para celebrar el ascenso de Alberto б primer

contramaestre de su fбbrica.... Dos semanas despuйs estallу la guerra.

El comisario hizo un gesto, que la vieja creyу de cansancio.

--Sн; ya sй que llevamos cuatro aсos de guerra y б todos aburre hablar

de estas cosas. No insistirй, seсor comisario. Me han dicho que hasta en

los teatros y en los periуdicos estбn cansados de la guerra y sus

aventuras. ЎAdemбs, mi historia es la de tantas y tantas mujeres!...

Alberto fuй б incorporarse б su regimiento en los primeros dнas de la

movilizaciуn. No lo vi hasta un aсo despuйs, que volviу del frente

vestido de soldado. Luego vino otra vez. Yo habнa acabado por

acostumbrarme б esta situaciуn. Me imaginaba que sуlo los otros hombres

podнan morir, Ўpero mi Alberto!... Un dнa recibн un papel, que nos hizo

llorar б mн y б su mujer. Despuйs nos visitу un compaсero de mi nieto

para traernos varios objetos suyos.

La voz de la vieja se enronqueciу.

--Y ya no lo vi mбs, seсor comisario.... Ellos me lo mataron.

Pero acordбndose de su promesa, hizo un esfuerzo para serenarse y no

hablar de la guerra.

--La viuda de Alberto trabaja ahora en una fбbrica de municiones al

otro lado de Parнs, y yo sуlo de tarde en tarde puedo ver б mi biznieto.

Hay que ganarse la vida.... Ademбs, їpor quй no decirlo? desde que muriу

Alberto gusto de entrar en la taberna mбs que antes. Cada uno mata su

pena como puede. Estoy en los setenta, y б esa edad, cuando hay que

levantarse antes del alba para ir б los Mercados centrales б comprar el

gйnero, un vasito de vez en cuando es la mejor de las medicinas. їNo lo

cree usted asн, seсor comisario?...

El silencio del aludido quiso demostrar б la vieja lo inoportuna que era

su pregunta. Pero ella continuу, con cierta precipitaciуn que revelaba

la proximidad de la parte mбs interesante de su relato.

--Hoy, al anochecer, estuve en la taberna con el tнo Crainqueville. El

seсor comisario debe conocerlo. Sus desgracias andan escritas en libros

y comedias.

Este nombre pareciу despertar un vago recuerdo en la memoria del

funcionario. La afirmaciуn de que con sus aventuras se habнan escrito

libros le hizo interesarse en una rebusca mental. Luego levantу los

hombros й hizo un gesto de incredulidad.

--Su historia--continuу la vieja--la ha escrito un seсor Anatole, que

trabaja al otro lado del Sena, en un taller de sabios. Es un palacio con

una cъpula, donde dan recetas para que la gente rica pueda hablar bien.

El comisario se incorporу en su sillуn, impulsado por la sorpresa. Aquel

taller de sabios б la orilla del Sena era sin duda la Academia Francesa;

la casa de la cъpula, el Instituto; y el tal Anatole no podнa ser otro

que Anatole France.

--їPero existe el tнo Crainqueville?--preguntу con incredulidad.

--Treinta aсos lo conozco, seсor. Vendemos en diferentes barrios, pero

nos vemos todas las madrugadas al hacer nuestras compras, y por la noche

volvemos б encontrarnos en la misma taberna. ЎUn infeliz! Ahora sus

asuntos andan mal; trabaja poco; sabe demasiado. Su protector le enseсу

muchas cosas; йl me las dice, y yo paso las horas muertas en la taberna

escuchбndole.

Hizo una pausa antes de reanudar su relato donde lo habнa abandonado.

--Digo que nos encontramos al anochecer en la taberna. Luego, como б las

nueve, salimos, y sin saber por quй, me detuve en la puerta de un

cinema, sintiendo deseos de entrar. Me atrajo un cartel con una

alsaciana muy hermosa defendiйndose de un alemбn feroz. Yo adoro esta

clase de historias. Soy muy patriota. Tal vez es porque he visto dos

guerras.... Pero no hablemos de la guerra. El tнo Crainqueville se negу

б entrar, y eso que yo pagaba. No sй en realidad quй es lo que le gusta.

Todo le hace sonreнr con aire de lбstima. Entrй sola, y debн entrar con

mal pie. їNo ha notado el seсor comisario cуmo algunas veces todo nos

sale torcido, y cuando queremos agradar ofendemos б las gentes, lo mismo

que si un demonio nos guiase?...

El comisario no se dignу contestar.

--Me disgustй con la seсora que vende en la taquilla por si una moneda

era buena у falsa; discutн tambiйn con el que recoge las entradas porque

acudiу en su defensa.... Dentro, en la sala, la misma mala suerte. Mis

vecinos de fila se quejaron, diciendo que habнa entrado con demasiada

violencia. Mala voluntad de su parte, pues б mн no me gusta molestar б

nadie. Una remilgada, cerca de mн, se atreviу б decir que yo olнa б

vino. Otro insolente aludiу б mis anchuras, dudando de que cupiesen en

el asiento. Les contestй como sй hacerlo y el pъblico protestу б gritos,

asegurando que perturbaba el espectбculo. Si me callй al fin, fuй

porque habнa empezado la historia de la alsaciana y su perseguidor. Una

historia interesante. Yo se la contarнa б usted, seсor comisario, pero

temo molestarle. Ademбs, no sй cуmo termina; no me dejaron ver el final.

El comisario habнa vuelto б mirar al techo y б silbar por lo bajo para

distraer su impaciencia.

--Un seсor que estaba detrбs de mн y parecнa muy entendido en esto del

cinema, daba en voz baja sus opiniones б los vecinos.... De pronto, la

alsaciana se iba al frente, huyendo de su perseguidor, y empezaban б

verse las trincheras con muchos soldados, las cocinas, los caсones. El

seсor entendido decнa que estas vistas no pertenecнan en realidad б la

historia; que eran, їcуmo dirй yo? lo mismo que retales que le habнan

puesto al _film_. їMe explico bien, seсor comisario? Cosas viejas de la

guerra que habнan aprovechado; algo asн como los remiendos que se echan

б la ropa para que parezca mejor.... Pero yo no entiendo de esto, y las

vistas me han parecido magnнficas.

»De pronto saliу en el telуn el interior de una trinchera, con muchos

soldados descansando. Uno de ellos escribнa una carta sobre sus

rodillas, puesto de espaldas al pъblico. Poco б poco volviу la cabeza y

sonriу б las gentes. Yo dudй, creyendo que veнa mal. Luego debн gritar.

ЎEra mi nieto!...

»Me levantй para verle mejor; quise ir hacia mi Alberto. Tal vez pasй

entre la gente con demasiada violencia. El pъblico debiу creer que era

alguna farsa mнa y acudieron los empleados, y muchos espectadores me

cerraron el paso. Intentй hablar y no me dejaron. No quisieron oir mis

explicaciones; me creнan borracha. Acabй por batirme б puсetazos con los

que me empujaban hacia la puerta. Llamaron al mismo agente que estб

ahora aquн. Dicen que lo insultй, que le mordн en una mano. Ignoro cуmo

pude hacerlo. Estaba tal vez loca en aquel instante. Es verdad que este

seсor me llevу б empujones, sin querer oirme; que no me permitiу seguir

viendo б mi Alberto....

Hizo una larga pausa. Sus ojos empezaron б humedecerse.

--Y asн es--terminу la vieja--como he vuelto б encontrar б mi nieto....

Pido perdуn al seсor comisario.... Pido perdуn al seсor agente.

Bajу la cabeza, juntу las manos y mirу al suelo, refugiбndose

voluntariamente en el silencio, confiбndose б la suerte, sin insistir

mбs en su defensa, mientras sus lбgrimas empezaban б correr mejillas

abajo.

El comisario no dijo nada. Mirу al agente que tenнa б su lado, un

veterano con la Cruz de Guerra sobre el pecho del uniforme y varios

galones en una manga indicadores de sus campaсas. Йl tambiйn mirу б su

superior. Habнa permanecido impasible hasta entonces, pero varias veces

se mordiу el recio bigote.

Los dos hombres parecieron entenderse con la mirada. El comisario

devolviу al agente el parte redactado por йl media hora antes en la sala

de espera de la Comisarнa dando cuenta del escбndalo ocurrido en el

cinema.

El veterano, sin decir una palabra, rasgу el papel en menudos pedazos.

--Buena mujer, puede usted marcharse.

La voz del comisario sacу б la vieja de su abstracciуn. їEra cierto que

la dejaban irse?... ЎQuй seсores tan buenos!

--їY podrй volver al cinema?--aсadiу con ansiedad--. їMe dejarбn ver

todas las noches б mi pequeсo?

Los dos hombres rieron de su simpleza, contestando con un gesto

afirmativo.

Saliу de la Comisarнa lentamente. No convenнa que la viesen huir como el

que tiene la conciencia sucia.

Pero al llegar б la calle, se convenciу de que nadie la espiaba, y

recogiйndose las faldas, echу б correr con una ligereza juvenil. Su

arrugado rostro se dilatу, jadeando de fatiga; sus cabellos blancos se

escaparon en desorden de la paсoleta de punto con que abrigaba su

cabeza.

Cuando llegу al cinematуgrafo, salнan de йl los ъltimos grupos de

espectadores. Los empleados apagaban las luces y retiraban los carteles.

La vieja viу luego cуmo cerraban las puertas.

Se mantuvo inmуvil, con un codo apoyado en la pared y la frente en una

mano. Lloraba con una angustia infantil.

--ЎEsperar hasta maсana!--murmurу--. ЎNo ver б mi pequeсo en tantas

horas!...

II

A la noche siguiente la vieja se presentу en el cinema con un aire de

humildad. Se encorvaba para pasar inadvertida. Se aproximу al despacho

de billetes, volviendo el rostro para que no la reconociese la empleada.

Pero el hombre encargado de guardar la puerta corriу hacia ella:

--ЎAh, no! їViene usted б mover escбndalo otra vez?... Para usted no hay

entrada.

--Dйjeme pasar, buen seсor. Le juro que serй muy juiciosa.

Hablaba con una dulzura infantil, y el empleado acabу por reir, lo mismo

que la mujer de la taquilla.

La vieja los saludу б los dos con agradecimiento al ver que la dejaban

pasar. Luego saludу tambiйn б un policнa inmуvil en el pasillo de

entrada, como si fuese un antiguo amigo. No le parecнa el mismo de la

noche anterior...pero Ўpor si acaso era!...

Dentro de la sala procediу con modestia y afabilidad. Saludу б todos los

espectadores que encontraba al paso con una cortesнa extremada, sin

obtener contestaciуn. Algunos se limitaron б mirarla extraсados.

«Es una loca», parecнan decir con sus ojos.

Se encogiу en su asiento y procurу ocupar el menor espacio, por miedo б

molestar б sus vecinos. Al principio volviу repetidas veces la cabeza

para ver si la observaban los empleados del cinema y recibir su

aprobaciуn. Pero el espectбculo la hizo olvidarse pronto de la realidad.

El alemбn perseguнa ya б la alsaciana, desarrollбndose sobre el lienzo

blanco las complicadas aventuras de la novela cinematogrбfica. Luego

aparecнan las trincheras y el soldado que escribнa la carta puesto de

espaldas, y al volver la cabeza hacia el pъblico, mostraba su rostro.

--ЎAlberto!... ЎAlberto!...

La vieja tuvo que hacer un esfuerzo enorme para contenerse. Le subнa

este grito б la garganta con estertores dolorosos. Pero temblу ante la

idea de escandalizar б los espectadores, como en la noche anterior. Le

arrojarнan del local para siempre; no podrнa ver mбs б su soldado.

El miedo la hizo contenerse, y su emociуn ruidosa se deshizo en

lбgrimas. Para desahogar su pecho, hablaba en voz muy queda, una voz

que sonaba hacia dentro del cuerpo, mientras sus ojos lacrimosos seguнan

contemplando con devociуn todo lo que pasaba por el lienzo.

--ЎAlberto!... ЎPequeсo mнo!... Soy yo, tu abuela; їno me conoces?...

Vendrй б verte todas las noches.... Ўtodas las noches!

En la representaciуn siguiente llorу menos. A la salida, hablу con el

hombre de la puerta con cierta familiaridad, como si ella tambiйn fuese

de la casa.

--їHa visto usted quй bien «trabaja» mi nieto?...

Y el empleado, que habнa oнdo ya varias veces su historia sin prestarle

mucha atenciуn, se llevу un dedo б la frente mirando б la mujer de la

taquilla.

Los dos se entendieron con una sonrisa que decнa lo mismo: «Estб loca,

verdaderamente loca.»

La vieja apenas pudo dormir aquella noche. Sentнa intranquila su

conciencia. Era una egoнsta que guardaba para ella toda la felicidad de

su descubrimiento. Alberto tenнa en el mundo de los vivos alguien mбs

que su abuela.

A la maсana siguiente vendiу apresuradamente las verduras, sin cuidarse

de la ganancia, y guardу su carretoncillo mucho antes que los

compaсeros. El Metro la puso en las afueras de Parнs. Se viу en un

paisaje grisбceo, yermo, con fбbricas humeantes y casas de ladrillo,

tristes como prisiones, en las que vivнan los obreros.

Hablу con la portera de una de estas viviendas. Su biznieto estaba en la

escuela y la mujer de Alberto trabajaba en la fбbrica.

Fuй luego б la tal fбbrica, y el conserje, un invбlido, le cerrу el

paso. Prohibida la entrada; ningъn curioso podнa introducirse en los

talleres, porque en ellos se torneaban obuses.

Pero la vieja, pegada tenazmente al arco de la puerta, pudo ver de lejos

б varias mujeres que pasaban y repasaban por los patios, en las

evoluciones de su trabajo, todas ellas con pantalones anchos, lo mismo

que si fuesen ciclistas. Casi riу de sorpresa al darse cuenta de que una

especie de muchacho pequeсo y delgado, con amplios calzones azules,

abandonaba la carretilla que iba empujando, llena de virutas de acero,

para saludarla desde lejos. Era la mujer de Alberto.

Cuando sonу la campana de mediodнa y las trabajadoras salieron para

almorzar, la vieja pudo verla de cerca. Tenнa una palidez cenicienta y

sus ojos eran mбs grandes que nunca, rodeados de aureolas azuladas y

dolorosas.

Rompiу б llorar al enterarse de que su marido aparecнa todas las noches

en un cinema, despuйs de haber muerto hacнa un aсo.

--їCуmo puede ser eso?...

Su asombro era tan grande, que cortaba su llanto. Hacнa esfuerzos

inъtiles para entender б la vieja, la cual iba repitiendo las

explicaciones que habнa escuchado, aunque sin comprenderlas mejor que la

otra.

--Lo cierto es que Alberto trabaja en el cinema. Ven con el niсo; os

espero esta noche.

Hizo su invitaciуn con aire de mando. A las ocho la encontrarнan en la

puerta del cinematуgrafo, situado casi en el extremo opuesto de la gran

ciudad. Despuйs se separaron, pues los pobres no tienen tiempo que

perder.

La vieja los viу llegar puntualmente. Llevaba la viuda un vestidito

negro adquirido en un bazar; el niсo iba con su mejor ropa y peinado

como un paje.

Al ver que la obrera intentaba ir hacia la taquilla, la vieja se opuso.

--їQuй es eso?... Aquн pago yo. Me aprecian mucho; soy como de la casa.

Y para demostrar su confianza bromeу con la vendedora de billetes. Luego

estrechу una mano del hombre que guardaba la puerta--su antiguo

enemigo--, dбndole un cigarro barato que habнa comprado momentos antes.

--Los pequeсos regalos mantienen las amistades. Tome usted, seсor.

Dentro de la sala saludу б la acomodadora como si fuese una antigua

conocida.

--Son la mujer y el hijo de mi nieto, el que trabaja en la obra--dijo,

dбndola al mismo tiempo unas cuantas piezas de cobre.

Y se sentу con orgullo en las sillas designadas por la empleada,

juzgбndolas mejores que las otras.

Pero la satisfacciуn de mostrar б sus acompaсantes la inmensa influencia

de que gozaba en este lugar pъblico durу muy poco. Al aparecer Alberto,

temiу que gritase tambiйn aquella mujercita vestida de luto que tenнa б

su lado. Pero era silenciosa en su dolor. Contemplу la visiуn con unas

pupilas agrandadas й inquietantes, que hacнan recordar los ojos de los

aficionados б la morfina. Cerraba los labios con fuerza, y por ambos

lados de su boca corrнan dos hilos de lбgrimas.

El enlutado pajecillo miraba con la inconsciencia de una edad en que se

oye hablar de la muerte sin saber lo que es. Aquel soldado lo conocнa

йl: era su padre; lo habнa visto llegar б su casa vestido asн. їPor quй

no volvнa?...

--ЎPapб...papб!...--murmurу, tendiendo sus manecitas hacia la visiуn.

Y la madre y la bisabuela, sin dejar de llorar, le empujaron dulcemente

en la obscuridad para que permaneciese quieto.

A la salida, antes de despedirse junto б la puerta del cinema, la vieja

tomу su aire imperativo:

--Maсana aquн, б la misma hora. Yo pago.

La viuda pareciу extraсarse de tal invitaciуn.

--Vivo al otro lado de Parнs; un verdadero viaje. Me he de levantar

temprano para el trabajo; debo ocuparme del niсo antes de enviarlo б la

escuela. ЎImposible!... Ademбs, їpara quй volver? Alberto no resucitarб,

y este espectбculo me mata.

La vieja la siguiу con los ojos mientras se alejaba con su niсo

titubeante de sueсo. Siempre habнa creнdo б esta mujercita de poco

corazуn.

--ЎAy! La ъnica que se acuerda verdaderamente de Alberto soy yo.

Anduvo triste y malhumorada todo el dнa siguiente. Al anochecer se

encontrу en la taberna con el tнo Crainqueville. Aunque el verdulero

filуsofo hablaba poco y pasaba entre las personas y las cosas sin

preocuparse de ellas, pareciу interesarse por los actos de su vieja

camarada. La habнa observado silenciosamente. Desde hacнa unos dнas era

otra mujer. Gastaba mucho dinero; convidaba б todo el mundo; llegaba

tarde б los Mercados, comprando lo mбs caro y lo peor, para vender luego

al pъblico con mayor baratura que los demбs.

--Te vas б arruinar, estбs gastando tu capital.

Pero no obstante sus consejos, siguiу bebiendo todos los vasos que quiso

ofrecerle la vieja.

A las ocho, йsta se mostrу impaciente.

--Adiуs, Crainqueville. Te dejo, si no quieres acompaсarme. Me espera mi

nieto; ya sabes que trabaja en el cinema.

--ЎPero si б tu nieto lo mataron!...

--Es verdad que lo mataron; pero trabaja en el cinema.

El filуsofo se limitу б encogerse de hombros. Sabнa por su maestro y

protector que no hay que asombrarse de nada en este mundo.

Hasta los actos mбs ordinarios y comunes resultan incoherentes cuando se

les estudia de cerca. Era inъtil, pues, exigir lуgica en los sucesos

extraordinarios de nuestra vida.

III

La vieja, despuйs de apoyar un dedo en el timbre de la verja, examinу su

vestido de seda negra. Databa de los tiempos de su pobre hija. Ella

misma lo habнa cortado й hilvanado; pero de la primera hechura quedaba

muy poco, despuйs de los retoques que se habнan sucedido durante su

larga existencia.

Reconociу que no estaba del todo mal. Algo pasado de moda; pero el

gйnero bueno siempre es apreciado por las personas inteligentes, y ahora

ya no se fabrican sedas como las de antes. La cabeza la llevaba desnuda.

Sentнase orgullosa de su pelo blanco, duro y abundante.

Admirу al otro lado de la verja el pequeсo hotel rodeado de бrboles. ЎLo

que una mujer puede ganar con sus pies!... Pero la proximidad de una

jovenzuela con delantal y gorro blancos no le permitiу continuar su

examen. Esta domйstica elegante avanzaba atraнda por el llamamiento del

timbre. A la vieja le fuй antipбtica por sus ademanes varoniles, por la

mirada altiva con que la midiу de pies б cabeza y por su voz бspera.

--Buena mujer, si es para pedir un socorro б la seсora, venga otro dнa.

La seсora no estб.

Balbuceу la vieja de indignaciуn.

ЎEl puсetazo que se llevarнa la tal, de no existir la verja entre las

dos!... Empezaba б dirigir terribles alusiones al pecho plano de la

doncella, б sus angulosidades de muchacho, subiendo rбpidamente el

diapasуn de sus ofensas, cuando sintiу que la cogнan de los hombros.

Al volver la cabeza, viу junto б la acera un automуvil que acababa de

detenerse. Una seсora elegante salida de йl la sonreнa, intentando

abrazarla.

--ЎAbuelita!... Ўabuelita!

Lo primero en que se fijу la vieja fuй que la bailarina cйlebre iba

vestida de luto: un luto vistoso y sobradamente llamativo, pero luto al

fin, que sуlo podнa ser por su hermano Alberto.

Se sintiу empujada cariсosamente al otro lado de la verja que acababa de

abrir la doncella. Quiso anonadar con una mirada y un bufido б la

insolente; pero йsta habнa bajado los ojos, no pudiendo resistirse б su

confusiуn.

ЎLa que habнa tomado por una mendiga era la abuela de la seсorita!...

Al mismo tiempo lamentaba en su interior las injusticias de la suerte.

Ella habнa hecho estudios de bachillerato; tenнa arriba en su habitaciуn

un cuaderno lleno de versos, y sin embargo, no venнa ningъn prнncipe de

leyenda б llevбrsela, regalбndole un hotel igual al de la otra.

La vieja marchу de asombro en asombro al recorrer los salones de la

bailarina. Ella se habнa imaginado el lujo de otra manera: grandes y

ostentosas sillerнas, muebles monumentales, y aquн apenas encontraba

donde sentarse. Sуlo veнa divanes bajos y cojines en el suelo. Los

muebles eran de aspecto tan frбgil, que no osaba tocarlos; los colores

de paredes y cortinas, tan raros y complicados, que daban el vйrtigo б

sus ojos.

Apenas hubo nombrado б Alberto, la nieta se conmoviу, perdiendo su

alegrнa de pбjaro.

--ЎCуmo he sentido su muerte!--dijo con los ojos hъmedos--. Nos

llevбbamos mal; apenas nos veнamos. Йl no podнa comprender mi modo de

vivir. Pero lo amaba de veras.

Tomу un retrato que estaba sobre una mesilla, en lugar preferente, y lo

besу. Era el retrato de Alberto. Esta fidelidad en el recuerdo conmoviу

profundamente б la abuela. їY aъn decнan que si Julieta era esto у

aquello, por su profesiуn y su manera de vivir?... ЎUn alma de oro!

Su entusiasmo fuй enfriбndose un poco al notar la serenidad con que

escuchaba la bailarina el relato de su descubrimiento en el cinema.

--Es curioso--se limitу б decir--, verdaderamente curioso.

Y adivinу cuбl era el deseo de su abuela.

--їQuieres llevarme б verlo? Bueno; te acompaсarй esta noche, pero con

una condiciуn: la de que te quedarбs б comer conmigo.

El recuerdo de su hermano habнa hecho surgir en ella otros recuerdos.

--ЎAy, abuelita! No es el pobre Alberto el ъnico que fuй б la guerra.

Otros hay que viven aъn; y los que viven inspiran mayores preocupaciones

que los muertos.

Pensaba en su amigo, un joven rico que la verdulera no habнa visto

nunca, pero, segъn murmuraba la gente, acabarнa casбndose con Julieta.

No pudieron hablar mбs. Era la hora del tй, y empezaron б llegar las

amigas de la seсora, todas vestidas con unos trajes elegantes, raros y

vistosos, que hacнan parpadear б la vieja, desorientбndola en sus

opiniones. Algunas, б pesar de sus extraordinarias vestimentas,

envidiaban el luto de Julieta. Una de ellas fuй mбs lejos en la

manifestaciуn de sus deseos:

--ЎQuй suerte tener un muerto en la familia! ЎEl negro sienta tan

bien!...

Todas fumaban. Se habнan tendido en el suelo, sobre pieles de oso blanco

у redondos almohadones de seda, abullonados y con un botуn hondo en el

centro, semejantes б calabazas. Unas se estiraban lo mismo que fieras

perezosas, sin reparar en lo que dejaban al descubierto; otras apoyaban

la mandнbula en las rodillas, mientras mantenнan йstas entre sus brazos

cruzados.

El tй estaba en el suelo, sobre una gran bandeja de plata, en la que

movнa la lбmpara de alcohol su penacho azul casi invisible.

Julieta habнa hecho valientemente la presentaciуn de la vieja б sus

amigas.

--Mi abuelita, que vende hortalizas todas las maсanas en la _rue Lepic_.

Yo estoy orgullosa de mis ascendientes, lo mismo que un nieto de los

Cruzados.

Risa general de las seсoras, que poco б poco olvidaron б la vieja. Йsta

quiso irse. No gustaba de tales costumbres, pero al mismo tiempo temнa

ofender б su nieta.

Pasу cautelosamente de silla en silla, como una chicuela que desea

escaparse, llegando de este modo hasta el comedor. Allн cobrу бnimo, y

poniйndose de pie, se aventurу francamente en un pasadizo inmediato.

Casi tropezу con la doncella, que volvнa al salуn llevando mбs agua

caliente para el tй. La vieja la saludу con un bufido implacable.

--ЎPresumida!... ЎFea!

Despuйs de este insulto supremo se sintiу mбs бgil, y empezу б bajar

unos peldaсos, hasta dar con la cocina.

Aquн admirу mбs que en los salones el bienestar de su nieta. ЎQuй

abundancia! ЎQuй de cacerolas brillantes como astros!...

La cocinera le hizo los honores de sus dominios, colocando sobre la mesa

una botella y dos vasos. La bebieron entera, hablando de sus penas.

Luego sacу un retrato y le diу un beso, mostrбndolo б su visitante.

--Mi hijo es cazador alpino, lo que llaman «diablo azul», y estб en los

Vosgos.

La vieja, por no ser menos, sacу tambiйn del pecho un retrato de

soldado.

--A mi nieto lo mataron; pero ahora trabaja en un cinema todas las

noches.

La cocinera se moviу nerviosamente en su asiento, abriendo mucho los

ojos. Decididamente aquella vieja estaba loca, como le habнa dicho la

doncella. Pero callу, por ser la abuela de la seсora.

Hasta la hora de la comida se mantuvo la verdulera en este paraнso,

admirando sus magnificencias. Luego sintiу nostalgia y cierta cortedad

al verse arriba, en el comedor, sentada б una mesa enorme, teniendo

enfrente б su nieta, y mбs allб б un criado ceremonioso que tampoco le

era simpбtico.

Admiraba los manjares, reconociendo que nunca habнa comido tan bien,

pero sentнa un vivo deseo de terminar cuanto antes.

Mirу el reloj de la chimenea. Eran cerca de las ocho.

--No tengas prisa, abuelita. Hay tiempo. Mi automуvil nos llevarб en un

instante.

De pronto, una conmociуn en todo el hotel: repiqueteo de timbres,

alaridos de sorpresa de la doncella antipбtica, choque de puertas, voces

de hombres.

La doncella entrу corriendo:

--Seсora.... ЎEs el seсor!

No dijo mбs, pero la vieja lo adivinу todo. «El seсor» sуlo podнa ser

uno. Y viу б un buen mozo con uniforme de aviador, que entraba

violentamente, como una tromba. No tuvo que avanzar mucho, pues la

bailarina corriу б refugiarse en sus brazos.

Julieta hablaba de йl, momentos antes, con tristeza. Hacнa seis meses

que no le veнa. Era imposible obtener una licencia en estos momentos.

El aviador diу explicaciones, con voz entrecortada.

--Un permiso inesperado.... Una breve comisiуn en Parнs.... Veinticuatro

horas nada mбs....

No pudo seguir hablando. Los dos se habнan abrazado, balanceбndose con

las explosiones de su alegrнa. Empezу б rasgarse el silencio con unos

besos sonoros y escandalosos como los taponazos del champaсa.

La vieja se levantу, ceсuda y grave. Allн estaba de sobra una persona;

no necesitaba que se lo dijesen.

Al verla salir, Julieta se desasiу de los brazos amorosos, corriendo

hacia ella para dar explicaciones.

--Ya ves.... Sуlo viene por veinticuatro horas.... Imposible hoy....

Otro dнa. Es preciso atender б los vivos.

Se viу la vieja en la soledad de la calle helada y negra. Los

reverberos, encapuchonados б causa de los ataques aйreos, sуlo servнan,

con su breve radio de luz, para dar mayor intensidad б la lobreguez

general.

Mientras marchaba, acompaсу su paso repitiendo las mismas palabras, como

si fuesen una letanнa:

--La vida quiere vivir. Los vivos necesitan vivir.... ЎAy del que muere!

Los muertos huyen mбs aprisa que los vivos....

Todos abandonaban б los muertos. Hasta en la sala del cinema notу la

misma ingratitud. Aquella noche sуlo habнa una veintena de personas. El

pъblico de este cinematуgrafo de barrio estaba ya cansado de las

aventuras de la perseguida alsaciana. Todos conocнan su historia.

La vieja ocupу su asiento con la majestad de un monarca que se hace dar

una representaciуn para йl solo. Al aparecer su nieto, le hablу en voz

baja, con dulzura.

--Buenas noches, pequeсo mнo. Todos te abandonan, todos te olvidan. La

vida es asн.... Pero no temas; tu abuela no te dejarб nunca. Aquн me

tendrбs todas las noches.... Ўtodas las noches!

IV

La noticia empezу б circular despuйs de mediodнa, vaga й indecisa.

«ЎLa paz! ЎAcaba de ajustarse la paz!»

Pero tantas veces se habнa dicho esto mismo, sin verlo realizado luego,

que la vieja no creyу la noticia.

A media tarde todos se convencieron de que era verdad. El gobierno

anunciaba un armisticio, solicitado por los enemigos.

La verdulera se encontrу de pronto envuelta y arrastrada por una

avalancha de gente que parecнa rodar hacia el centro de Parнs. Se

mostraba frenйtica de alegrнa como todos; gritaba como todos.

Hasta la llegada de la noche viviу una existencia de ensueсo; creyу

seguir las inverosнmiles aventuras de una pesadilla. Pero esta pesadilla

era agradable y sus delirios no los inspiraba el terror, sino el

entusiasmo.

Se viу en la plaza de la Concordia. La muchedumbre, rugiendo cantos

patriуticos, hacнa rodar los caсones cogidos б los alemanes que estaban

expuestos en la gran plaza.

Un grupo de mozalbetes hizo montar б la vieja sobre uno de estos

caсones, como si fuese un carro triunfal, arrastrando la pieza de

artillerнa por las calles inmediatas.

Ella, con los blancos cabellos en desorden, elevaba los brazos cantando

la _Marsellesa_. La muchedumbre la saludaba con aplausos. Nadie sabнa

quiйn era, pero su paso iba despertando la veneraciуn instintiva que

infunde la ancianidad. Algunos creнan contemplar la vieja gloria de la

Revoluciуn, que despertaba triunfante despuйs de un siglo de letargo.

De pronto se viу б pie y sola. Habнa desaparecido el caсуn y los jуvenes

que tiraban de йl. Ahora estaban en la _rue Royale_, frente б los

restoranes mбs elegantes. Los parroquianos de Maxim--gentes ricas que

podнan permitirse este lujo--regalaban botellas de champaсa б la

muchedumbre para solemnizar el suceso.

Sin saber cуmo, se encontrу hablando con un grupo de soldados

americanos. Ella adoraba б los americanos. Los reconocнa ъnicamente por

su sombrero de fieltro con cuatro hoyos simйtricos y terminado en punta.

ЎHermosos muchachos, sanos, fuertes y con aire de buenos! A algunos les

encontraba cierto parecido con Alberto.

--ЎVivan los Estados Unidos!

Se entendнa con estos soldados por medio de gestos y de guiсos, mбs que

por palabras. Pero esto importaba poco.... ЎCuando hay simpatнa y buena

voluntad!...

Y ellos, regocijados por la alegrнa de la vieja, reнan como niсos

grandes, con una carcajada sonora que marcaba bajo la piel la fuerte

osamenta de las mandнbulas y dejaba al descubierto el luminoso marfil

de unas dentaduras envidiables.

La vieja se levantу la falda para rebuscar en una bolsa de lienzo

pendiente sobre las enaguas, donde guardaba el capital de su comercio.

Estaba en fondos y podнa convidar б sus nuevos amigos.

Los soldados protestaron, riendo. «їAdmitir convites de una mujer?»

El ъnico que hablaba bien el francйs de todos ellos replicу con alegre

protesta:

--Nosotros somos mбs ricos que usted. Nosotros cobramos en dуlares.

Ella mirу el puсado de monedas de cobre que tenнa en una mano. Cйntimos,

nada mбs; pero їquй importaba?...

--Estбis en mi casa, y os invito. Si me decнs que no, soy capaz de

llorar.

Entraron en un cafй, y durante media hora los robustos soldados del

sombrero puntiagudo bebieron, riendo б carcajadas de las palabras y los

gestos de la alegre vieja.

Luego se viу bebiendo con hombres de otros paнses que vestнan distintos

uniformes, y hasta con soldados franceses, que, б pesar de la locura

general, conservaban un gesto sombrнo, como hombres que aъn no hubiesen

acabado de despertar de una pesadilla horrorosa prolongada durante aсos

y aсos.

Al anochecer, la vieja se sintiу fatigada. Parecнa que toda aquella

muchedumbre hubiese marchado sobre ella; creнa haber recibido millones

de golpes.

El instinto la llevу hacia su barrio, caminando con lentitud,

arrastrando casi los pies. Pero б pesar de esta fatiga, juntу su voz б

las aclamaciones de todos los grupos que encontraba al paso.

La necesidad de descansar y la costumbre la hicieron meterse en la

taberna.

Allн estaba Crainqueville, solitario y silencioso, sentado ante un vaso

vacнo, cuyo fondo contemplaba tristemente.

--Tambiйn te convido б ti--dijo la vieja--. Hoy es un gran dнa. ЎLa paz!

їQuй dices tъ de la paz?

Crainqueville levantу los hombros. Luego, animado por la vista del nuevo

vaso que le ofrecнa su amiga, se dignу hablar.

--Tal vez la humanidad procure ser mejor despuйs de esta prueba

terrible; tal vez se regenere y aprenda б vivir por primera vez con un

poco de lуgica.

Luego sonriу irуnicamente, como su maestro. Se sentнa invadido por la

eterna duda, y continuу:

--Aunque nadie puede afirmar si esta pobre humanidad merece la pena de

ser regenerada y que alguien se ocupe de su porvenir....

Mucho mбs tarde, la vieja sintiу la atracciуn de un nuevo deseo. Se

acordу con delicia de la obscura sala del cinema y de sus vistas, que

ella consideraba como algo celestial. ЎQuй felicidad estar allб dos

horas, en un asiento cуmodo, conversando mentalmente con su nieto! El

pobre Alberto no debнa conocer aъn la gran noticia que conmovнa б Parнs

y al mundo entero. Ella iba б comunicбrsela.

--Adiуs, Crainqueville; mi nieto me espera. Para el pobre no hay

fiestas. Esta noche trabajarб como todas.

El filуsofo ambulante, que habнa terminado por aceptar la vida ilusoria

de su compaсera, creyу del caso darle algunos consejos.

--Te estбs matando. Apenas comes; bebes demasiado. Gastas tu dinero

exageradamente; vas б perder tu capital. Ayer tuviste que tomar la mitad

de tu gйnero al fiado.... Ademбs, en una semana parece que hayas vivido

varios aсos.

Pero despuйs de la cuerda reprimenda, volviу б sonreir con su eterna

sonrisa de duda.

--En fin, Ўsi eso te divierte!... ЎSi encuentras en ello tu

felicidad!...

La vieja marchу apresuradamente hacia el cinema, б pesar de sus piernas

entumecidas que casi se negaban б sostenerla. Allб, en la sala

agradable, descansarнa cуmodamente.

Las calles estaban obscuras aъn, como en las noches de la guerra

preсadas de amenazas aйreas. Pero la muchedumbre formaba grupos. Sonaban

instrumentos de mъsica y se improvisaban bailes en las encrucijadas.

Al penetrar en el atrio del cinema, el empleado que guardaba la puerta

saliу б su encuentro alegremente.

--ЎViva la paz, abuela!

Luego aсadiу, como si recordase algo de escasa importancia:

--Esta noche ya no «trabaja» su nieto.... ЎSe acabу! Todo es nuevo. Pero

la representaciуn vale la pena.

-їQuй?...

La vieja habнa apoyado la espalda en el muro, intensamente pбlida, con

los ojos desmesuradamente abiertos. El empleado fuй dando explicaciones

para contestar б su exclamaciуn angustiosa.

--Han transcurrido siete dнas. ЎCambio completo de programa! El pъblico

estaba fatigado ya de la historia de la muchacha de Alsacia y del

alemбn. Ahora, con la paz, habrб que dar otras cosas. ЎNada de

guerra!... Hay que olvidar, hay que alegrarse.... Entre.... Tenemos esta

noche una pelнcula americana que hace rugir de risa.

La vieja vacilу sobre las piernas, б pesar de que se habнa desvanecido

instantбneamente la dulce turbaciуn de su mansa embriaguez.

--ЎNo verle mбs!... Ўno verle mбs!--gemнa.

Luego resumiу su desesperaciуn en una frase:

--Me lo han matado por segunda vez.

El pъblico que iba б entrar en el cinema se agolpу en torno de esta

mujer desfalleciente, prуxima б caer al suelo. El empleado, por

conmiseraciуn y por evitar aglomeraciones en la puerta, intentу alegrar

б la vieja.

--ЎБnimo, abuela!... No va usted б morirse hoy, un dнa de tanta

felicidad, porque hemos cambiado el programa.... Ademбs...ademбs....

Habнa pedido б la mujer de la taquilla un periуdico, y empezу б

examinarlo con precipitaciуn, empinбndose sobre la punta de los pies

para recibir mejor la luz de una lбmpara pendiente del techo. Al mismo

tiempo hablaba entre dientes.

--Veamos.... Esta estъpida historia de la alsaciana deben darla en

alguna parte. Un mal _film_ de ocasiуn, hecho de recortes. Estarб,

seguramente, en los cinemas de quinta clase.... Eso es; helo aquн.

Y dirigiйndose б la vieja, le diу el nombre de una calle y el tнtulo de

un cinematуgrafo.

--Un poco lejos, abuela; en Grenelle, al otro lado de Parнs; Ўpero

tomando el Metro!... Allн encontrarб б su nieto durante una semana.

No se acordу mбs de ella, para seguir ocupбndose del pъblico que entraba

y entraba, atraнdo por el programa nuevo.

La vieja se viу otra vez en la calle. No tenнa mas que una idea.

«ЎMe lo han matado!--pensaba--. En este dнa en que todos rнen, me lo han

matado por segunda vez.»

Reapareciу su enйrgica voluntad de luchadora obscura y humilde. Se lo

habнan matado allн; pero iba б resucitar en otra parte. Debнa ir б su

encuentro.

Buscу bajo su falda aquella bolsa de tela que contenнa sus capitales. Su

diestra sуlo encontrу el vacнo. Despuйs de tenaces exploraciones,

salieron б luz unas cuantas monedas de cobre sosteniйndose entre sus

dedos. Cincuenta cйntimos en total.

Sуlo disponнa de lo preciso para comprar una entrada en aquel cinema

desconocido de Grenelle.

No le quedaba dinero para tomar un billete del Metro. Todo lo habнa

gastado en sus ruidosas aventuras de la tarde. Tendrнa que ir б pie; y

era tan lejos.... Ўtan lejos!

Un mal pensamiento contrajo su frente.

--ЎSi pidiese limosna!... Hoy es un dнa de regocijo general. Se

apiadarбn de mн al verme tan vieja, tan cansada....

Pero б pesar de su cansancio se irguiу, con un gesto de altivez

ofendida. No habнa mendigado nunca, y б los setenta aсos era tarde para

empezar.

--Debo verle...necesito verle.

La fatiga le hizo caer en un banco entre dos бrboles del bulevar.

Brillaban en la penumbra las puertas de cafйs y tabernas como bocas de

horno. Se confundнan en alegre discordancia las diversas mъsicas.

Pasaban parejas amorosas, perdiйndose en la obscuridad; guerreros de

remotos paнses que abarcaban con un brazo el talle de una mujer.

--ЎTan lejos!... Ўtan lejos!--seguнa suspirando la vieja.

Viу de pronto un soldado que le sonreнa, un soldado todo blanco desde el

casco de trinchera hasta los gruesos zapatos. A travйs de su cuerpo se

veнan los бrboles, el banco cercano, las gentes que pasaban. Parecнa de

cristal, de humo sutil, de espuma impalpable.

La hizo seсas para que la siguiese, y echу б andar al ver que la vieja

le obedecнa.

--ЎAy, mis piernas!... No podrй seguir. Son varios kilуmetros. ЎNo

llegarй nunca!...

Se dejу caer en otro banco y el soldado transparente se detuvo,

volviendo hacia ella un rostro sombrнo, desesperadamente sombrнo.

--No te pongas triste. ЎSi supieras cuбn cansada estoy! Pero tu abuela

no te abandonarб nunca.... Alberto, espйrame. ЎAllб voy, pequeсo mнo!

Y haciendo un esfuerzo supremo, se levantу y siguiу marchando en pos del

fantasma por las calles interminables, negras, heladas....

Como marchamos todos б travйs de las asperezas de la vida, guiados por

nuestros recuerdos, al encuentro de la Ilusiуn.

EL AUTOMУVIL DEL GENERAL

I

El periodista Isidro Maltrana hablу asн б sus amigos en un pequeсo

restorбn de Broadway:

--Me veo obligado б buscarme la vida en Nueva York. Ya no puedo volver б

Mйjico. ЎQuй desgracia! ЎTan bien que me ha ido allб durante once

aсos!...

Ustedes saben que soy espaсol, y no tengo otra herramienta para ganarme

el pan que una pluma fбcil y sin escrъpulos. No recordemos las aventuras

de mi primera juventud. Deben conocerlas ustedes, pues con ellas se han

escrito libros. Son, en realidad, sucesos vulgares, que sуlo merecen

atenciуn por el ambiente de tristeza desgarradora en que se

desarrollaron.

Hace aсos me lancй б recorrer la Amйrica de habla espaсola. Entrй por

Buenos Aires y he salido por la frontera de Texas. Una hazaсa de

conquistador de otros siglos; algo como el paseo del capitбn Orellana,

que partiу del Perъ y, navegando de un rнo grande б otro mayor, se viу

de pronto en el Atlбntico, despuйs de haber bajado todo el curso del

Amazonas.

No sonrнan ustedes; ya sй que mis viajes en buque de vapor, en

ferrocarril у en mula, no pueden compararse con los penosos avances de

aquellos exploradores de piernas de acero y pechos de bronce. Pero no

crean tampoco que mis andanzas б travйs de la tierra americana han sido

envidiables por su comodidad. Tambiйn yo he sufrido grandes privaciones.

Los conquistadores, que tuvieron que luchar con el hambre de las

interminables soledades, acallaban su estуmago apretбndose un punto mбs

el cinturуn, y seguнan adelante, con el arcabuz al hombro. Yo he tenido

que apretarme igualmente el cinturуn muchas veces; pero siempre

encontraba, al fin, en las Repъblicas pequeсas, algъn tirano, у

aspirante б tirano, que se encargaba de mantenerme б cambio de insultos

б sus adversarios y de elogios disparatados б su persona.

Al pasar de Espaсa б Amйrica, deseй cambiar de profesiуn. Me habнan

dicho que en esta parte del mundo todos los emigrantes cambian de

oficio, como las culebras cambian de piel al modificarse el ambiente con

el curso de las estaciones.

Eso serб verdad tratбndose de los demбs; Ўpero los que nacimos siervos

de la pluma!...

Quise en Argentina cultivar la tierra, pero fracasй completamente, y

volvн al periodismo vagabundo, lo que me hizo marchar de Repъblica en

Repъblica, siempre hacia el Norte.

No recordemos esta йpoca de literatura ambulante y servil. Otro, tal vez

estarнa orgulloso de ella, y hasta escribirнa sus Memorias. Fuн amigo de

varios presidentes; б unos les he servido de bufуn, б otros de consejero

secreto. He redactado, б la vez, crуnicas de vida elegante para las

presidentas y proyectos de Constituciуn que sus graves maridos

presentaban al pueblo como producto de nocturnas meditaciones. He huнdo

de algunos de estos protectores, por miedo б que me fusilasen; sabнa

demasiados secretos. A otros los he visto caer asesinados cuando

mostraban una confianza majestuosa igual б la de los dioses inmortales.

He insultado б hombres que no conocнa, para servir con ello б hombres

que despreciaba por conocerlos demasiado.

їQue mi oficio es vergonzoso?... Soy el primero en confesarlo. Y lo peor

es que no me ha enriquecido; sуlo me diу para vivir con intermitencias

de locos derroches y largas penurias. Cuando triunfaban mis protectores,

nunca tenнan tiempo para regalar algo duradero al que les habнa ayudado

con su pluma venenosa.

Ademбs, reconozco mi defecto; soy un bohemio, un vagabundo que nunca se

siente bien allн donde estб, y espera encontrar algo mejor yendo mбs

lejos.

No me creo el ъnico. Los periodistas errantes y los cуmicos somos la

ъltima y miserable prolongaciуn de la Espaсa conquistadora. Vamos y

venimos desde el estrecho de Magallanes б la frontera de California,

pasando б travйs de diez y ocho naciones que hablan nuestra lengua,

conociendo en unas partes la riqueza y en otras el hambre; aquн, el

aplauso y la admiraciуn; mбs allб, el insulto y la fuga. Algunos, en sus

correrнas, hasta tropiezan con la Fortuna, y son sus amigos por corto

tiempo. Todos, finalmente, terminan sus dнas en la miseria.

Pero no divaguemos. Quiero decir que, despuйs de mis andanzas por la

Amйrica del Sur y la Amйrica del Centro, di fondo en Mйjico, hace poco

mбs de diez aсos. ЎHermoso y simpбtico paнs! En ninguna parte he vivido

mejor.

Ya estarнa de vuelta allб, б pesar de la ъltima revoluciуn, que me hizo

huir; pero no me atrevo.

Existe de por medio el maldito asunto del automуvil del general.

II

Parecнa que Mйjico me estuviese esperando, como uno de esos volcanes

bondadosos y bien educados que permanecen tranquilos durante siglos y,

apenas un explorador huella su cumbre por primera vez, empiezan б rugir

y б soltar humaredas б guisa de saludo.

Treinta aсos llevaba el paнs de dormitar en paz; pero al llegar yo

despertу, amenizando mi existencia con una serie de revoluciones que

todavнa no han terminado.

ЎLo que he visto en diez aсos!... Porfirio Dнaz, que parecнa eterno,

escapando para morir en un hotel del viejo mundo. Madero, un hombre

bueno, que gobernaba moviendo veladores y conversando con los espнritus,

fuй cazado б balazos, lo mismo que un corderillo dulce, en las cuevas

del palacio presidencial. El alcohуlico Huerta acabу sus dнas en una

cбrcel de los Estados Unidos, desesperado porque no le dejaban beber. Al

viejo Carranza, que parecнa construido para vivir un siglo, lo acaban de

asesinar.

En diez aсos, Ўcuatro presidentes que han terminado de mala manera у han

muerto en una cama que no era suya! Reconozcamos que es demasiada

tragedia para tan corto tiempo. Esta sucesiуn de presidentes mejicanos

recuerda б los reyes y hйroes griegos de la dinastнa de los Atreidas,

que terminaban siempre de un modo fatal.

Pero yo, que soy franco hasta el cinismo, confieso que no guardo un

triste recuerdo de los largos aсos de revoluciуn, ni he derramado una

lбgrima en memoria de estos seсores que conocieron los goces de una

autoridad sin lнmites y la desesperaciуn de un final trбgico.

Al principio fuн simplemente escritor de б caballo. No tenнa periуdicos

que hacer, y servнa de secretario б los generales que mandaban las

fuerzas revolucionarias. Redactй proclamas dirigidas б los pueblos,

alocuciones б las tropas, y describн en un estilo lнrico los grandes

triunfos de los insurrectos sobre los soldados del gobierno, llamados

«federales». Nunca, en mis escritos, dejй de establecer discretos

paralelos entre las campaсas napoleуnicas y las de los caudillos б cuyo

servicio me habнa entregado.

Conocнa bien б mi gente. Uno de los generales, que fuй mi amo durante

seis meses, al ver la polvareda levantada por unos cuantos centenares de

enemigos, se volvнa siempre hacia nosotros, los de su Estado Mayor, para

decirnos con aire inspirado:

--Napoleуn, en este caso, hubiera hecho seguramente lo que yo....

Y hacнa lo que hubiese hecho Napoleуn.

ЎAy, amigos mнos! Recuerdo bien nuestras famosas batallas, aunque

siempre las veнa de lejos. ЎLo que sentн muchas veces no haber aprendido

б montar б caballo desde mi niсez, no ser hombre de campo, para

improvisarme general lo mismo que los otros!... ЎQuiйn sabe si lo habrнa

hecho mejor!...

Las tales batallas podнan ser tituladas asн porque tomaban parte en

ellas veinte mil у treinta mil hombres. En Mйjico nunca faltan hombres

para pelear y morir. Hay siempre mбs que fusiles. Pero, en realidad,

eran simples riсas de grupo б grupo, dejando б la iniciativa de cada

pelotуn la marcha del combate. Tiraban y tiraban hasta agotar las

municiones, sin hacer uso jamбs del arma blanca. Ninguno tenнa bayoneta.

Se mataban durante horas y horas, y al final el bando que se veнa sin

cartuchos se retiraba, dejando el campo al otro.

Todos йramos de caballerнa, porque hacнamos las marchas б caballo; pero

en el momento del combate los jinetes se convertнan en infantes.

Tenнamos artillerнa. Cada bando procuraba poseer caсones mбs gruesos que

los del adversario, y estos caсones tiraban y tiraban, con un estruendo

ensordecedor.

Recuerdo el asombro y la indignaciуn de un oficial alemбn que venнa con

nosotros, al ver cуmo funcionaba la artillerнa.

(Advierto б ustedes que todos los revolucionarios йramos germanуfilos,

por odio б los Estados Unidos y б Inglaterra. Nos comparбbamos con los

bolcheviques rusos, deseбbamos la derrota de la Repъblica francesa y el

triunfo de Guillermo II. Los alemanes intervenнan con frecuencia en

nuestras campaсas.... Pero no desviemos el relato. ЎAdelante!)

--General--clamу el prusiano--, los artilleros no saben apuntar. Tiran

al aire. Sуlo desean hacer ruido.

Y el general, que se las echaba de ingenioso, contestу, levantando los

hombros:

--Dйjelos. No es necesario que hagan mбs. La artillerнa sуlo sirve para

asustar _pendejos_.

Despuйs de estas batallas, cuando quedбbamos vencedores por haber podido

hacer fuego media hora mбs que los otros, venнan los comentarios y las

explicaciones del triunfo. Aquн entraba yo como estratega. Describнa

moniobras que nadie habнa visto; suponнa en el general y sus

colaboradores уrdenes que nadie habнa dado; explicaba el presente con

arreglo б mis lecturas pasadas, y siempre encontraba el medio de

emparentar la batalla reciente con alguna de las de la juventud de

Bonaparte. No habнa miedo de que alguien protestase escandalizado.

--ЎEste Maltrana!--oнa decir б mis espaldas--. ЎLo que sabe!... ЎLo que

ha leнdo!...

Y, por el momento, no me daban cosas de mбs provecho que tales elogios y

un amplio permiso para apropiarme lo ajeno. Pero esto ъltimo no

representaba gran cosa, por ir yo acompaсado de gentes listas, que, al

ser del paнs, siempre llegaban antes allн donde habнa algo que coger.

Cuando triunfamos, y los jefes del ejйrcito revolucionario ocuparon la

presidencia de la Repъblica, los ministerios y demбs sitios pъblicos, mi

suerte empezу б afirmarse. Escribн en los diarios del nuevo gobierno

cuando habнa que insultar б los enemigos у hacer al paнs brillantes

promesas.

ЎEl dinero que ganй en aquellos tiempos, no muy lejanos, pero que me

parecen ya remotнsimos!...

Tenнa serios adversarios. La mayor parte de los generales eran hombres

que no vacilaban ante ningъn obstбculo. De «rancheros» у bohemios de la

ciudad, se habнan convertido en generales heroicos. їPor quй no podнan

ser igualmente escritores?...

Como Julio Cйsar despuйs de sus campaсas, cada uno de ellos quiso

escribir sus _Comentarios_. Pero Cйsar no escribнa, dictaba, y sin duda

por esto, los mбs de ellos me tomaron como secretario, confiбndome sus

hechos heroicos para que los realzase con la mъsica de mi estilo.

Ademбs, cobraba todos los meses una subvenciуn en cada uno de los

diversos ministerios, para tomar fuerzas y poder llevar adelante la

magna y voluminosa obra que estaba escribiendo sobre la revoluciуn

triunfante.

ЎLбstima que la ъltima revuelta militar haya matado este libro antes de

nacer! Ustedes saben que yo he cultivado la paradoja, como ъnico pan que

me nutre. Pues bien; esta obra iba б ser la mejor de todas las mнas.

Comparaba en ella б Wбshington con nuestro presidente, й inъtil es decir

quiйn de ellos quedaba sobre el otro. Luego establecнa un paralelo

crнtico entre el ataque de Cerro Pelado y la batalla de Arcole; la

sorpresa del Barranco de los Santos y la batalla de Austerlitz; y asн

seguнa comparando otras acciones de guerra, hasta conseguir que el

«corso de los cabellos lacios» (Ўsiempre Napoleуn!) quedase al nivel de

mis sabios caudillos de machete al cinto y lazo de cuerda formando rollo

en el arzуn de la silla.

El final del libro era lo mejor: una demostraciуn clarнsima de que la

civilizaciуn de los Estados Unidos resulta inferior б la civilizaciуn

mejicana, y debe ser vencida por йsta, para bien de los mismos yanquis.

Asн trabajarбn menos, no necesitarбn tanto dinero para vivir, conocerбn

mejor la alegrнa de la existencia.

Les aseguro б ustedes que es una lбstima que hayan sido arrojados del

gobierno mis protectores y no quede allб quien me subvencione para

terminar el libro. ЎUn verdadero йxito! Traducido al inglйs, se hubiesen

vendido centenares de ediciones. ЎEsta gente de Nueva York gusta tanto

de libros que la hagan reir!...

Pero no se impacienten ustedes. Adivino en sus ojos lo que piensan: «el

automуvil del general». Desean saber quй general es el de mi historia y

por quй su automуvil me cierra el camino para volver б Mйjico.

A ello vamos, amigos mнos.

III

De todos los personajes que conocн en el perнodo de la guerra, el que

demostrу mayor interйs por mi persona y me protegiу mбs eficazmente fuй

el general Castillejo.

En sus momentos de efusiуn amistosa, que eran muy raros, me llamaba

Maltranita, y eso que yo podнa ser casi su padre, у cuando menos un

hermano muy mayor. Este general (uno de los consejeros mбs нntimos y

escuchados del presidente) sуlo tenнa veintisiete aсos. Es cierto que

los otros generales y ministros no eran, ordinariamente, de mayor edad.

Cuando el viejo Carranza reunнa los primeros funcionarios y hйroes de la

Repъblica, parecнa un director de colegio pasando examen б sus

discнpulos.

Castillejo es pequeсo de cuerpo, nervioso y бgil, con un color moreno

ardiente que se aproxima al tono del chocolate con leche. Lo mбs notable

en йl son los ojos, brillantes y autoritarios cuando quiere mirar de

frente, lo que ocurre pocas veces. Su vista parece siempre fugitiva,

como si la distrajera algъn mal pensamiento. Sus cejas oblicuas y su

cutis obscuro se armonizan poco con su бngulo facial, abierto y europeo.

Es, como muchos de nuestra Amйrica, el resaltado de tres orнgenes:

indio, africano y espaсol.

Sus amigos le tenнan en alto concepto, hablando de йl con admiraciуn y

miedo.

--ЎUn hombre de cuidado!... No conviene tenerlo de enemigo. ЎSabe

mucho!...

Ademбs, quitaba y ponнa ministros, daba mandos en el ejйrcito б los

compaсeros que le seguнan ciegamente, y obligaba б salir del paнs б sus

adversarios у los enviaba б ciertas provincias de la costa del golfo de

Mйjico, donde la gente de las altas mesetas puede contraer enfermedades

de muerte.

Sus enemigos recordaban la facilidad con que habнa fusilado durante la

guerra б los prisioneros. Pero їquiйn puede hacer el balance de los

fusilamientos ordenados allб por unos y por otros? ЎHe visto tantos!...

ЎCuesta tan poco dar una orden que suprime б un hombre!...

Nunca tuve con йl motivos de queja. ЎExcelente muchacho! Hasta creo que

me admiraba un poquito б causa de mi pluma, y eso que era incapaz de

admirar б nadie, convencido como estaba de que la presidencia de la

Repъblica le correspondнa de derecho. Pero aъn no creнa llegado el

momento de ocuparla.

Nuestra intimidad datу de un libro que escribн para йl despuйs de la

guerra: _Historia de la divisiуn del Oeste_. Esta divisiуn era la horda

б caballo que habнa mandado mi general Castillejo. Inъtil es decir que

la tal divisiуn lo habнa hecho todo, y б ella se debнa ъnicamente el

triunfo revolucionario.

Lo malo es que yo mismo, con esta mano pecadora, habнa escrito tambiйn

la _Historia de la divisiуn del Este_, y la del Norte, y la del Sur, y

la del Centro, y cada una de estas divisiones era la mejor entre todas y

lo habнa hecho todo, y los demбs generales no habнan servido mas que de

estorbo.

Pero como estos libros iban firmados por sus respectivos hйroes, y cada

uno callaba mi nombre, Castillejo apreciу su historia como la mejor de

todas, paladeando las hermosuras de mi estilo lo mismo que si le

perteneciesen.

Andaba muy ocupado en la elecciуn del nuevo presidente. El gobierno

surgido de la revoluciуn deseaba dos cosas б la vez: hacer unas

elecciones que pareciesen legales y sacar triunfante de ellas al

candidato que tenнa escogido, y б nadie mбs. Varios generales se

presentaban tambiйn como candidatos, amenazando con hacer una revoluciуn

si no salнan triunfantes. Todos hablaban de legalidad y de respeto б la

ley, al mismo tiempo que se llevaban una mano al costado para

convencerse de que tenнan el revуlver listo. Y el paнs, fatigado de diez

aсos de revoluciуn, les dejaba hablar, deseando en el fondo de su бnimo

que se matasen entre ellos, pero dispuesto б votar por el gobierno у por

el general que derribase al gobierno. La ъnica manera de vivir seguro en

aquella tierra es irse con el que manda.

Mi general era el hombre de confianza del presidente y el sostenedor de

la candidatura patrocinada por йste. Como los otros aspirantes б la

presidencia pertenecнan al ejйrcito, la candidatura gubernamental usaba

el tнtulo de «antimilitarista». Castillejo y otros compaсeros de

generalato, que habнan fusilado centenares de hombres, quemado

estaciones y pueblos, y vivнan en plena paz con la misma violencia que

cuando hacнan la guerra, pronunciaban discursos sobre discursos,

cantando las excelencias de ser gobernados por un «civil» y la necesidad

de terminar con el militarismo.

Yo combatнa con la pluma, siguiendo las уrdenes de mi jefe. En Mйjico es

mбs fбcil este trabajo que en otras partes. Cuenta uno con el argumento

precioso de «la intervenciуn norteamericana». El periodista que defiende

al gobierno puede describir б los hombres de la oposiciуn como «malos

patriotas, que con sus insurrecciones provocan la anarquнa y hacen

inevitable una invasiуn de los norteamericanos para el restablecimiento

del orden». Y б su vez, los escritores de la oposiciуn, al atacar al

gobierno, afirman que йste comete tales atrocidades, que, «al final, los

Estados Unidos tendrбn que intervenir para derrocar su tiranнa». Sin el

fantasma de la intervenciуn norteamericana, їquiйn podrнa escribir en

Mйjico?...

Ademбs, hay otro recurso de йxito seguro. Cuando no se sabe quй decir de

un enemigo polнtico, у cuando se recibe el encargo de insultar б alguien

que ha pintado el paнs tal como es, se emplea siempre la misma injuria:

«Vendido al pйrfido oro yanqui.» ЎY quй inagotable resulta el tal oro!

Todos los dнas hay alguien que se vende б йl por enormes cantidades. Si

se suman los millones, tal vez no quepan en la Tesorerнa Federal.

Y lo mбs gracioso es que los que escriben esto piensan al mismo tiempo:

«їDуnde demonios estarб la puerta de la oficina en la que se hacen tales

compras?... їQuiйn serб el encargado de recibir б los que desean

venderse?...»

Yo mismo, queridos amigos, quisiera saber si ustedes, por ser mбs viejos

en la tierra yanqui, estбn enterados de б quй personaje hay que

dirigirse en Wбshington para dicho asunto. ЎMe gustarнa tanto estar

enterado!...

Pero їcallan ustedes?... їNo saben quй decir?... Sigamos con nuestro

general.

Siempre que leнa uno de mis artнculos contra los enemigos de la

candidatura del gobierno, celebraba con entusiasmo los insultos mбs

atroces.

--ЎQuй pluma la suya, Maltranita!... їCуmo pagarle sus servicios б la

buena causa?

Muy fбcilmente; yo no podнa aspirar б una legaciуn diplomбtica ni б un

ministerio cuando triunfase nuestra candidatura; eso quedaba para los

mejicanos. Mis aspiraciones eran mбs modestas.

--Me contento, mi general, con que me envнe usted б Nueva York cuando

vaya allб una comisiуn б hacer compras para el gobierno. Lo mismo da que

compren autocamiones, mбquinas de escribir, zapatos у papel para las

oficinas. Sуlo pido ser el agente comprador de la comisiуn. Me doy por

satisfecho con el diez por ciento. їQue adquieren por un millуn?... Cien

mil dуlares para mн. їQue compran por valor de dos?... Pues doscientos

mil. Con eso me retiro б Espaсa y dejo de escribir, aunque lloren de

pena las nueve Musas.

Castillejo juzgaba mediocres mis pretensiones. Ahora trabajaba por hacer

presidente б un amigo. Luego le tocarнa б йl. Sуlo tenнa que esperar yo

cuatro aсos, y entonces me darнa lo que desease.

ЎEsperar en un paнs donde mueren de una manera trбgica cuatro

presidentes en sуlo diez aсos!... No; preferнa que me diesen

inmediatamente el modesto cargo de comprador en Nueva York.

Pero Castillejo no estaba para fijarse en mi escepticismo; cada dнa se

mostraba mбs preocupado por el йxito de su campaсa electoral. ЎCosa

rara! No le inquietaban los generales candidatos que parecнan prуximos б

sublevarse contra el gobierno. El objeto de sus preocupaciones era un

joven, casi de su edad, el ingeniero Taboada, que se habнa educado en

los Estados Unidos y tenнa la pretensiуn de exigir que se implantase de

golpe en Mйjico todo el sistema democrбtico, con su respeto б la ley y б

las opiniones ajenas, que habнa conocido en la vecina Repъblica.

Sin mбs apoyo que unos cuantos amigos tan ilusos como йl, presentaba su

candidatura б la presidencia, afirmando que era la «ъnica candidatura

civil».

--ЎPero si ese muchacho es un loco!--decнa yo, extraсado de la

preocupaciуn de Castillejo--. ЎSi no puede juntar mбs allб de un

centenar de votos!... Ya que usted le hace el honor de tenerle en

cuenta, voy б demolerlo con un artнculo. Dirй que estб vendido б los

Estados Unidos y por eso pretende implantar entre nosotros las

costumbres y sistemas de allб. Voy б demostrar que ha recibido tres

millones de Wбshington para su candidatura.... Si le parecen poco,

escribirй cinco millones. Da lo mismo. ЎCon decir que yo he visto con

mis ojos cуmo los recibнa!...

Y escribн esto, y otras cosas. Necesitaba no quedarme б la zaga de los

periodistas del paнs, que me vencнan muchas veces en la invenciуn de

estupendas mentiras.

Pero noto que se impacientan ustedes. ЎCalma! Ahora sн que llegamos de

veras al automуvil del general.

IV

Algunos de los allegados б Castillejo se mostraban terribles en sus

ofrecimientos.

--General, ya que le estorba tanto ese ingenierillo, no tiene mas que

darnos una orden. Es lo mбs fбcil librarse de йl.

ЎComo si el general necesitase de tales consejos! Eran muchos los que

habнan desaparecido misteriosamente de la existencia diaria, y los

calumniadores pretendнan que ъnicamente Castillejo podнa saber dуnde

estaban. Todos debajo del suelo.

--ЎQuй disparate!--protestaba el general--. Los candidatos militares

atribuirнan al gobierno la muerte de Taboada; la gente que ahora se rнe

de йl lo venerarнa como un mбrtir. No; dejemos de pensar en ese hombre.

Y yo adivinaba que seguнa pensando en йl, con su gesto reconcentrado й

inquietante que hacнa decir б las gentes: «Castillejo, muy malo como

enemigo.»

Uno de los amigotes que le acompaсaban en sus francachelas nocturnas me

revelу el secreto.

--Lo que sufre el general son unos celos que le tienen loco, lo mismo

que un dolor de muelas. Ahora, Olga del Monte adora al ingeniero.

Esta Olga del Monte era la Aspasia de la revoluciуn mejicana. Hija de

una familia distinguida de la capital, sus excesos imaginativos y reales

habнan acabado por arrastrarla б una vida que era la vergьenza de su

parentela. Iba teсida de rojo escandalosamente, en un paнs donde las mбs

de las mujeres son morenas. Habнa pasado una temporada en Parнs б

expensas de varios protectores, lo que imponнa un irresistible respeto б

los jуvenes centauros de la revoluciуn, ignorantes de toda tierra que no

fuese la suya. Ademбs, tocaba el piano y el arpa, suspiraba romanzas

mejicanas y fabricaba versos.... Tenнa de sobra para traer como locos б

todos los generales mozos. Algunos de ellos, б pesar de sus

declamaciones contra el derecho de propiedad y contra las desigualdades

de clase, lo que mбs apreciaban en Olga era su origen. Les producнa

confusiуn y orgullo б la vez pensar que eran amigos y protectores de una

hija de gran familia de la capital, cuando hacнa pocos aсos figuraban

aъn como jornaleros del campo у vagabundos en lejanas provincias.

Regalos cuantiosos llovнan sobre ella. Los vencedores mostraban la misma

generosidad de los bandidos despuйs del reparto de un botнn fбcilmente

conquistado. Olga se tomaba б veces el trabajo de desfigurar las joyas

robadas. En otras ocasiones lucнa los ricos despojos tal como se los

habнan dado, y las gentes seсalaban sus brillantes, sus esmeraldas y sus

perlas, nombrando б las verdaderas dueсas de estas alhajas. Eran seсoras

del rйgimen anterior derrumbado por la revoluciуn, que andaban ahora

fugitivas por el extranjero.

Mi general, que tenнa un alma puerilmente romбntica, se mostraba

orgulloso de haber vencido б varios compaсeros de profesiуn. Йl era

ahora el ъnico que podнa considerarse dueсo de esta poйtica criatura. La

abrumaba con sus presentes; habнa trasladado de su casa б la de la

hermosa todo lo recogido cuando entrу en la ciudad de Mйjico al frente

de su divisiуn del Oeste, Ўy bien sabe Dios que Castillejo no era tonto

ni perezoso para esta clase de trabajos!

Pero la vaporosa criatura, harta sin duda de las magnificencias del

saqueo, querнa mostrarse ahora desinteresada, prefiriendo б los hombres

pobres y perseguidos, sin duda porque todos los que la rodeaban eran

ricos, fanfarrones й insolentes. Y por esta necesidad de cambio y de

contraste, abandonу б nuestro general, enamorбndose de Taboada.

El ingeniero era dйbil de cuerpo, dulce de maneras, odiaba б los

soldadotes, hablaba de la regeneraciуn de los caнdos y del advenimiento

de los pobres al poder. Ademбs, los triunfadores se reнan de йl y tal

vez lo matasen el dнa menos esperado. їQuй hйroe mбs interesante podнa

encontrar una mujer de sentimientos sublimes y «mal comprendidos», como

se creнa esta muchacha?...

En vano Castillejo apelу б las seducciones del gobernante para vencer su

desvнo. Йl harнa que el presidente la enviase б Nueva York y luego б

Parнs, con un cargamento de grandes sombreros mejicanos, trajes

vistosos y cien mil pesos al aсo, para que cantase y bailase б estilo

del paнs en los principales teatros. Iba б ser casi un personaje

oficial; harнa propaganda mejicana por el mundo. ЎQuiйn sabe si la

historia patria hablarнa alguna vez de ella con agradecimiento!... Pero

Olga contestу negativamente. Preferнa б su ingeniero. Й igualmente fuй

rehusando otras proposiciones no menos productivas y honorнficas.

Los consejeros de Castillejo seguнan, mientras tanto, insinuбndole su

remedio dulcemente.

--ЎSi usted quisiera, mi general!... Una palabrita nada mбs, diga una

palabrita, y no volverб б estorbarle ese mozo.

Pero Castillejo protestaba con una bondad que metнa miedo. La alarma de

su recta conciencia era para espeluznar б cualquiera.

--ЎQue nadie toque б ese hombre!--decнa--. Ninguna mano humana debe

ofenderle. Supondrнa, en caso de agresiуn, que yo у el gobierno habнamos

dado la orden. ЎLo declaro sagrado!...

Y escuchбndole, pensaba que, si mi protector querнa declararme «sagrado»

con la misma voz y poniendo los mismos ojos, considerarнa oportuno tomar

el primer tren que saliese para la frontera de los Estados Unidos.

Los incidentes de la campaсa electoral hicieron que Castillejo olvidase

б Olga. Pero no podнa olvidar igualmente al ingeniero.

Seguido de sus apуstoles (dos docenas de inocentes, poseedores de una

audacia loca), Taboada iba pronunciando discursos contra el gobierno,

que pretendнa imponer б la fuerza su candidato, y contra los otros

candidatos, generales que no valнan mбs que su contrincante. Йl era el

«ъnico polнtico civil» capaz de implantar el rйgimen democrбtico. Pero

nadie le escuchaba, y si la muchedumbre, en calzoncillos y cubierta con

enormes sombreros, le oнa alguna vez, era para interrumpir sus discursos

llamбndole «yanqui», «mal mejicano», «traidor» y otras cosas por el

estilo.

Ahora, amigos mнos, sн que van б conocer ustedes de veras el automуvil

del general. Ya entra en escena. ЎAtenciуn!

V

Lo habнa traнdo Castillejo de los Estados Unidos para las necesidades de

la campaсa electoral. Poseнa muchos. їQuй caudillo mejicano carece de

automуvil?... Los mбs de ellos hasta tienen un coche-salуn para viajar

por las vнas fйrreas. ЎLo que puede importarles media docena de

automуviles, cuando, al principio de la revoluciуn, sуlo necesitaban

entrar, pistola en mano, en un _garage_ para llevarse lo mejor de йl!...

Castillejo no podнa sufrir que lo comparasen con sus rъsticos camaradas

de generalato. Es un hombre de progreso, casi un sabio. Admira б los

Estados Unidos por las armas de fuego y los automуviles que se fabrican

aquн. Esto no es mucho, pero es algo. Para ser general mejicano no

resulta indispensable conocer la existencia de Edgardo Poe y de Emerson.

--Pero їha visto usted--me decнa--quй joyas tan bellas producen esos

_gringos_?

La joya bella era el automуvil reciйn llegado: una mбquina esbelta,

ligera, incansable, como un corcel de ensueсo. No quiero decir la marca.

Creerнan ustedes que estoy pagado por la casa constructora. Baste decir

que era un gran automуvil, el mejor de los Estados Unidos, y no aсado

mбs. Yo lo admiraba tanto como mi general.

Muchas noches, antes de dejarme en la redacciуn de su periуdico para que

escribiese el artнculo, Castillejo me paseaba por las principales calles

de Mйjico, mejor dicho, por la ъnica avenida que, con diversos nombres y

variable anchura, se extiende varios kilуmetros, desde la vieja plaza

donde estб el palacio del gobierno hasta el Parque de Chapultepec.

Ustedes saben cуmo son de noche las calles de Mйjico: no hay ciudad en

el mundo mejor alumbrada y con menos gente.

Los focos elйctricos brillan formando racimos, para iluminar una soledad

de desierto. Cree uno deslizarse por una de esas ciudades de _Las mil y

una noches_, donde todo ha quedado inmуvil y dormido por obra de

encantamiento.

En los primeros aсos de la revoluciуn este silencio era amenizado de vez

en cuando con agradables diversiones. Los oficiales corrнan las calles

en automуviles de alquiler, disparando sus revуlveres. Se tiroteaban de

unos carruajes б otros. ЎAsunto de divertirse un poco!...

Ahora, con los preparativos electorales, no habнa tiros; pero la gente

se metнa en sus casas mбs pronto que nunca, presintiendo que iba б

surgir una revoluciуn.

Los escasos transeъntes veнan pasar, de Chapultepec б la gran plaza y de

la gran plaza б Chapultepec, el carruaje del general partiendo el aire

lo mismo que una flecha, como si en realidad tuviese prisa en llegar б

alguna parte. «ЎAhн va Castillejo!», se decнan con respeto y miedo. Y si

se atrevнan б insultar б alguien con su pensamiento, era al extranjero,

al miserable _gachupнn_ Maltrana, sentado en el sitio de honor.

Castillejo preferнa siempre la parte delantera. Unas veces empuсaba el

volante, otras se mantenнa al lado de su chуfer, un indiazo de ojos

feroces y sonrisa boba que manejaba el vehнculo con una autoridad

natural, como si el automovilismo datase de los tiempos de Moctezuma.

Nunca he creнdo tanto en la fidelidad de los presentimientos como cierta

noche que intentй negarme б acompaсar al general en su paseo nocturno.

Es verdad que Castillejo no parecнa el mismo. Iba con gorra de viaje y

un grueso gabбn, cuyo cuello le tapaba media cara. Tenнa en los ojos un

brillo agresivo. Su aliento olнa б alcohol, circunstancia

extraordinaria, pues el general es sobrio.

No pude excusarme con mi trabajo. Eran las once, y Castillejo habнa

esperado б que terminase mi artнculo.

--Suba--me ordenу con aspereza, lo mismo que si mandase б su

horda-divisiуn.

Y subн para verme solo en el fondo del automуvil, pues йl continuу al

lado de su chуfer.

Aъn siento orgullo y angustia al recordar cуmo fuн presintiendo

confusamente lo que iba б ocurrir.

Me arrepentн de inspirar tanto interйs б Castillejo. Este bбrbaro iba б

hacer algo terrible y querнa que yo lo presenciase. Necesitaba mi

emociуn como un aplauso.

Empecй б pensar en el ingeniero, luego en Olga, y fuн adivinando todos

los actos de mi protector con algunos minutos de antelaciуn. Casi fuй un

deporte agradable para mн ver cуmo la realidad se iba plegando б mis

inducciones.

El automуvil abandonу las calles iluminadas, como yo habнa previsto.

Luego, atravesando vнas silenciosas y obscuras, entrу en una barriada de

edificios nuevos. Нbamos hacia la casa de Olga del Monte. Pero їquй

interйs tenнa el general de mezclarme en sus rencores amorosos?...

Se detuvo el vehнculo en una avenida bordeada de copudos fresnos y

anchas aceras. Los reverberos no eran tan numerosos como en el centro de

la capital. La frondosidad de los бrboles extendнa una doble masa de

sombra б lo largo de la calle, dejando tres fajas de luz crepuscular:

una en medio, y las otras dos junto б las casas. El carruaje, al quedar

inmуvil, apagу sus faros, lo mismo que un buque que ancla y desea

permanecer inadvertido.

Dos hombres con grandes sombreros de palma se acercaron al carruaje: dos

mocetones de cara aviesa, que nunca habнa yo visto. Pero tambiйn los

adivinй. Eran de los que esperaban del general «una palabrita nada mбs».

Iban б suprimir, indudablemente, al ingeniero.

El pobre Taboada estarнa, sin duda, en aquellos momentos hablando б Olga

de sus ilusiones y sus esperanzas, sin sospechar que la muerte le

aguardaba en la calle.

--Debйis mirarlo como persona sagrada--oн que decнa el general en voz

baja--. ЎЪnicamente en caso de que escapase!...

Se trastornу todo el edificio de suposiciones elevado por mi inducciуn.

Si Taboada debнa ser sagrado para aquellos hombres, їquй podнan hacer

con йl?

Mirй repetidas veces hacia el lugar donde sabнa que estaba la casa de

Oiga, pero no alcancй б verla, pues me la ocultaban los бrboles.

El general abandonу el volante, cambiando de sitio con su chуfer. La

habilidad de йste le inspiraba, sin duda, mбs confianza que su propia

habilidad. Hablaron en voz baja, al mismo tiempo que el indio

acariciaba las llaves y palancas de la mбquina con gruсidos de

satisfacciуn.

Yo no entiendo de automуviles; pero adivinaba en aquel carruaje un

organismo maravilloso que iba б obedecer fielmente al espнritu maligno

de sus conductores. Parecнa muerto, sin el menor latido que denunciase

su vida interior; pero bastaba un ligero movimiento de mano para que se

estremeciese instantбneamente todo йl, como un caballo que desea

lanzarse б una carrera loca.

--Prepбrese б conocer algo primoroso, Maltranita--dijo Castillejo en voz

queda, sin volver la cabeza--. Presenciarб usted una caza nunca vista.

Pero їquй necesidad tenнa este demonio de general de hacerme ver cosas

«primorosas»?...

Pasaron cinco minutos, у una hora, no lo sй bien. En tales casos no

existe el tiempo.

De pronto oн un ruido de voces broncas, una disputa de ebrios. Los dos

hombres del sombrerуn se querellaban bajo los бrboles.

Otro hombre pequeсo surgiу, un poco mбs allб, de la sombra proyectada

por los fresnos, como si pretendiese atravesar la avenida, pasando б la

acera opuesta.

Mi agudeza adivinatoria volviу б romper el misterio con luminosas

cuchilladas. Vi (sin verla en la realidad) la puerta de la casa de Olga

abriйndose para dar salida al ingeniero. Йste titubeaba un poco al

sentir que la puerta se habнa cerrado detrбs de йl, al mismo tiempo que,

algunos pasos mбs allб, dos hombres, dos «pelados», empezaban б discutir

de un modo amenazador, como si fueran б pelearse. ЎMal encuentro!

Taboada se llevaba una mano atrбs, buscando el revуlver, inseparable

compaсero de toda vida mejicana. Luego, deseoso de evitar el peligro,

en vez de seguir б lo largo de la acera, atravesaba la avenida para

continuar su camino por el lado opuesto....

No pude pensar mбs. Me sentн sacudido violentamente de los pies б la

cabeza por el brutal arranque del automуvil; me creн arrojado б lo alto,

como si el carruaje, despuйs de rodar sobre la tierra unos momentos, se

elevase б travйs de la atmуsfera.

Perdн desde este momento la normalidad de mis sentidos, para no

recobrarla hasta el dнa siguiente. Todo me pareciу indeterminado й

irreal, lo mismo que los episodios de un ensueсo.

Vi cуmo el hombre intentaba retroceder, esquivando el automуvil salido

repentinamente de la sombra. Pero el vehнculo se oblicuу para alcanzarle

en su retirada. Entonces pretendiу avanzar lo mismo que antes, y la

mбquina perseguidora cambiу otra vez de direcciуn, marchando rectamente

б su encuentro.

Todo esto fuй rapidнsimo, casi instantбneo, sucediйndose las imбgenes

con una velocidad que las fundнa unas en otras. Sуlo recuerdo el salto

grotesco y horrible, un salto de fusilado, que diу la vнctima al

desaparecer bajo el automуvil con los brazos abiertos.

El vehнculo se levantу como una lancha sobre una pequeсa ola. Pero esta

ola era sуlida, y su dureza pareciу crujir.

Mirй detrбs de mн instintivamente. Una sombra negra, una especie de

larva, quedaba tendida sobre el pavimento. Se retorcнa con dolorosas

contracciones, lo mismo que un reptil partido en dos. Salнan gemidos й

insultos de este paquete humano que intentaba elevarse sobre sus brazos,

arrastrando las piernas rotas.

--ЎBrutos!... ЎMe han matado!

Pero instantбneamente dejй de verle. Apareciу ante mis ojos el extremo

opuesto de la avenida. El automуvil acababa de virar, con tanta

facilidad, que caн sobre uno de sus costados, vencido por la brusca

rotaciуn.

Se deslizaba de nuevo en busca del caнdo, y йste, al verle venir, ya no

gritу. Tal vez el miedo le hizo callar; tal vez se imaginaba el infeliz

que los del vehнculo regresaban para darle auxilio, y enmudecнa,

arrepentido de sus exclamaciones anteriores.

Ahora la ola fuй mбs dura, mбs violenta. El automуvil se levantу como si

fuera б volcarse, y hubo un chasquido de tonel que se rompe, estallando

б la vez duelas y aros. Todavнa virу el vehнculo varias veces, con la

horrible facilidad de su бgil mecanismo, pasando siempre por el mismo

lugar. їCuбntas fueron las vueltas?... No lo sй. El obstбculo que

encontraban las ruedas era cada vez mбs blando, menos violento; ya no

lanzaba crujidos de leсa seca.

Al dнa siguiente todos los periуdicos hablaron de la muerte casual del

pobre Taboada cuando se dirigнa б su domicilio. El suceso diу tema para

declamaciones contra la barbarie de los automovilistas que marchan б

toda velocidad por las calles, matando al pacнfico transeъnte.

El periуdico nuestro hasta hizo el elogio fъnebre del ingeniero,

declarando que «habнa que reconocer noblemente en este enemigo polнtico

б un hombre de talento, б un gran patriota lamentablemente

desorientado».

Y nada mбs.... A los pocos dнas nadie se acordу del infeliz.

Otros sucesos preocupaban б la naciуn. Se sublevaron los generales

candidatos, al convencerse de que no triunfarнan legalmente. Muchos

creyeron necesario traicionar al gobierno, para seguir una vez mбs las

costumbres del paнs. El presidente fuй asesinado, y yo, como primera

providencia, me escapй б los Estados Unidos. Tiempo tendrнa de volver,

cuando se aclarase la tormenta, para servir б los nuevos amos.

Castillejo cayу prisionero, y aъn estб en la cбrcel. Sus dignos

camaradas de generalato le siguen no sй cuбntos procesos de carбcter

polнtico; pero lo peor es que, recientemente, han empezado a acusarle

por el asesinato del ingeniero.

Nadie cree ya en el accidente del automуvil. Parece que fueron muchos

los que presenciaron lo ocurrido desde sus ventanas prudentemente

entornadas. Tal vez lo viу uno nada mбs, y los otros hablan por agradar

б los vencedores. ЎLa soledad nocturna de las calles de Mйjico!...

Detrбs de cada persiana hay ojos que sуlo ven cuando les conviene; bocas

mudas que sуlo hablan cuando llega el momento oportuno.

Ustedes creen, tal vez, que yo podrнa volver allб, sin ningъn

peligro.... En realidad, nada malo hice en dicho asunto, y aъn me

estremezco al recordar el susto que me diу el maldito general.

Pero no volverй; pueden estar seguros de ello. Conozco б mis antiguos

amigos. Castillejo es mejicano y sus acusadores tambiйn. Yo no soy mas

que un extranjero, un espaсol, un _gachupнn_, y todos acabarнan por

ponerse de acuerdo para afirmar que fuй Maltrana el que guiaba el

automуvil.

Noto tambiйn que les causa б ustedes cierta satisfacciуn el espнritu de

justicia que demuestran los nuevos gobernantes al perseguir б Castillejo

por su delito.

Me asombro de su inocencia. ЎPero si cualquiera de aquellos generales ha

ordenado docenas de crнmenes igualmente atroces!...

No es justicia, es venganza; y mбs aъn que esto, es envidia, amargura

anta la superioridad ajena.

Detestan б Castillejo porque les inspira admiraciуn. Hablan de йl como

los pintores de una nueva manera de expresar la luz, como los escritores

de las imбgenes originales encontradas por un colega.

Lo que mбs les irrita es que ya no podrбn emplear sin escбndalo el

procedimiento del automуvil. Ha perdido toda novedad. ЎY б cada uno de

ellos le hubiese gustado tanto ser el primero!...

UN BESO

Esto ocurriу б principios de Septiembre, dнas antes de la batalla del

Marne, cuando la invasiуn alemana se extendнa por Francia, llegando

hasta las cercanнas de Parнs.

El alumbrado empezaba б ser escaso, por miedo б los «taubes», que habнan

hecho sus primeras apariciones. Cafйs y restoranes cerraban sus puertas

poco despuйs de ponerse el sol, para evitar las tertulias del gentнo

ocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante nocturno no

encontraba una silla en toda la ciudad; pero б pesar de esto, la

muchedumbre seguнa en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin

saber quй, yendo de un extremo б otro en busca de noticias, disputбndose

los bancos, que en tiempo ordinario estбn vacнos.

Varias corrientes humanas venнan б perderse en la masa estacionada entre

la Magdalena y la plaza de la Repъblica. Eran los refugiados de los

departamentos del Norte, que huнan ante el avance del enemigo, buscando

amparo en la capital.

Llegaban los trenes desbordбndose en racimos de personas. La gente se

sostenнa fuera de los vagones, se instalaba en las techumbres, escalaba

la locomotora, Dнas enteros invertнan estos trenes en salvar un espacio

recorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecнan inmуviles en los

apartaderos de las estaciones, cediendo el paso б los convoyes

militares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados por

el calor y el amontonamiento, entraban los fugitivos en Parнs, б media

noche у al amanecer, no sabнan adonde dirigirse, vagaban por las calles

y acababan instalando su campamento en una acera, como si estuviesen en

pleno desierto.

* * * * *

La una de la madrugada. Me apresuro б sentarme en el vacнo todavнa

caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantбndome б otros

rivales que tambiйn lo desean.

Llevo cuatro horas de paseo incesante en la noche caliginosa. Sobre los

tejados pasan las mangas blancas de los reflectores, regleteando de luz

el йbano del cielo. Contemplo, con la satisfacciуn de un privilegiado, б

la muchedumbre desheredada que se desliza en la penumbra lanzando

miradas codiciosas al banco. El reposo me hace sentir todo el peso de la

fatiga anterior. Reconozco que si los hulanos apareciesen de pronto

trotando por el centro de la calle, no me moverнa.

Una pierna me transmite su calor б travйs de una tenue faldamenta de

verano. Me fijo en mi vecina, muchacha de las que siguen viniendo al

bulevar por costumbre, pero sin esperanza alguna, pues el tiempo no estб

para bagatelas.

Tiene la nariz respingada, los ojos algo oblicuos, y un hociquito

gracioso coronado por un sombrero de cuatro francos noventa. El cuerpo

pequeсo, бgil y flaco, va envuelto en un vestido de los que fabrican б

centenares los grandes almacenes para uniformar con elegancia barata б

las parisienses pobres. Por debajo de la falda asoman unas pezuсitas de

terciopelo polvoriento. Sonrнe con un esfuerzo visible, frunciendo al

mismo tiempo las cejas. Se adivina que es una mujer бcida, de las que

«hacen historias» б los amigos; una especie de calamar amoroso, que

esparce en torno la amarga tinta de su mal carбcter.

Conversa con una respetable matrona que vuelve llorosa de la estaciуn de

despedir б su hijo, que es soldado. Junto б ella estб una hija de

catorce aсos, mirando б la vecina con ojos curiosos y admirativos. Los

que ocupan el resto del banco dormitan con la cabeza baja у sueсan

despiertos contemplando el cielo.

La burguesa, al hablar, gratifica б la muchacha бcida con un solemne

_Madame_. Hace un mes habrнa abandonado el asiento, б pesar de su

cansancio, para evitarse tal vecindad. ЎPero ahora!... La inquietud nos

ha hecho б todos bien educados y tolerantes. Parнs es un buque en

peligro, y sus pasajeros olvidan las preocupaciones y rencillas de los

dнas de calma, para buscarse fraternalmente.

Sigo su conversaciуn fingiйndome distraнdo. La madre es pesimista.

ЎMaldita guerra! Parece que las cosas marchan mal. Le van б matar al

hijo; casi estб segura de ello; y sus ojos se humedecen con una

desesperaciуn prematura. Los enemigos estбn cerca; van б entrar en Parнs

«como la otra vez».... Pero la joven malhumorada muestra un optimismo

agresivo.

--No, no entrarбn, _Madame_.... Y si entran, yo no quiero verlo, no me

da la gana; no podrнa. Me arrojarй antes al Sena.... Pero no; mejor serб

que me quede en mi ventana, y al primero que entre en la calle le

enviarй....

Y enumera todos los objetos de uso нntimo que piensa emplear como

proyectiles. Vibra en ella la resoluciуn absurdamente heroica de los

insensatos gloriosos que protestan para hacerse fusilar.

Algo pasa por la acera que interrumpe estos propуsitos desesperados.

Avanza lentamente un matrimonio de viejos: dos seres pequeсitos,

arrugados, trйmulos, que se detienen un momento, respiran con avidez,

gimen й intentan seguir adelante. Ella, vestida de negro, con una capota

de plumajes roнdos por la polilla, se muestra la mбs animosa. Es enjuta

y obscura; sus miembros, flacos y nudosos, parecen sarmientos trenzados.

Se pasa de mano б mano una maleta que tira de ella con insufrible

pesadez, encorvбndola hacia el suelo.

A pesar de su cansancio, intenta auxiliar al hombre, que es una especie

de momia. Su cabeza de pelos ralos aъn parece mбs grande moviйndose

sobre un cuello cartilaginoso, del que surgen los ligamentos con duro

relieve. Los dos son de una vejez extremada; parecen escapados de una

tumba. Les atormentan los paquetes que intentan arrastrar; caminan

tambaleбndose, como la hormiga que empuja un grano superior б su

estatura. En este cansancio aplastante se adivina un nuevo suplicio, el

de ir vestidos con las ropas guardadas durante muchos aсos para las

grandes ceremonias de la vida: ella con falda de seda dura y crujiente;

йl puesto de levita y paletу de invierno.

El viejo deja caer el fardo que lleva en los brazos, y luego se desploma

sobre este asiento improvisado.

--No puedo mбs.... Voy б morir.

Gime como un pequeсuelo. Su pobre cabeza de ave desplumada se agita con

el hipo que precede al llanto.

--Valor, mi hombre.... Tal vez no estamos lejos. ЎUn esfuerzo!

La viejecita quiere mostrarse enйrgica y contiene sus lбgrimas. Se

adivina que en la casa que dejaron б sus espaldas era ella la direcciуn,

la voluntad, la palabra vehemente. Su diestra escamosa, abandonando б la

otra mano todo el peso de la maleta, acaricia las mejillas del viejo. Es

un gesto maternal para infundirle бnimo; tal vez es un halago amoroso

que se repite despuйs de un parйntesis de medio siglo. ЎQuiйn sabe! ЎLa

guerra ha despertado tantas cosas que parecнan dormidas para siempre!...

Yo me imagino el infortunio de esos dos seres que representan ciento

setenta aсos. Son Filemуn y Baucis, que acaban de ver su apergaminado

idilio roto por la invasiуn. Tienen el aspecto de antiguos habitantes de

la ciudad que han ido б pasar el resto de su existencia en el campo,

dejбndose cubrir por las petrificaciones бsperas y saludables de la vida

rъstica. Tal vez fueron pequeсos tenderos; tal vez ganу йl su retiro en

una oficina. Cuando no existнan aъn los hombres maduros del presente, se

refugiaron los dos en esta felicidad mediocre, en este aislamiento

egoнsta soсado durante largos aсos de trabajo: una casita rodeada de

flores, con algunos бrboles; un gallinero para ella, un pedazo de tierra

para йl, aficionado al cultivo de legumbres.

Entraron en este nirvana burguйs cuando los ferrocarriles eran menos aъn

que las diligencias, cuando la humanidad soсaba б la luz del petrуleo,

cuando un despacho telegrбfico representaba un suceso culminante en una

vida.... Y de pronto, el miedo б la invasiуn alemana, que suprime un

pueblo en unas cuantas horas, les ha impulsado б huir de una vivienda

que era б modo de una secreciуn de sus organismos. Luego se han visto en

Parнs, aturdidos por la muchedumbre y por la noche, desamparados, no

sabiendo cуmo seguir su camino.

--Valor, mi hombre--repite la esposa.

Pero tiene que olvidarse de su compaсero para dar gracias, con una

cortesнa de otros tiempos, б alguien que le toma la maleta й intenta

levantar al viejo.

Es la muchacha бcida, que da уrdenes y empuja con irresistible

autoridad.

Ahora reconozco que no lo pasarб bien el primer hulano que entre en su

calle. Con un simple ademбn limpia de gente una parte del banco, para

que se instalen con amplitud los dos ancianos.

Queda espacio libre, pero yo me guardo bien de volver б sentarme. No

quiero recibir un bufido con acompaсamiento de varios nombres de

pescados deshonrosos.

Sin duda la presencia de estos viejos ha resucitado en la memoria de la

muchacha la imagen de otros viejos largamente olvidados.

La trйmula Baucis da explicaciones. Dos dнas en ferrocarril. Han huнdo

con todo lo que pudieron llevarse. Su ъltima comida fuй en la tarde del

dнa anterior; pero esto no les aflige: los viejos comen poco. Lo que les

aterra es el cansancio. Llegaron б las diez: ni un carruaje, ni un

hombre en la estaciуn que quisiera cargar con sus paquetes. Todos estбn

en la guerra. Llevan tres horas buscando su camino.

--Tenemos en Parнs unos sobrinos--continъa la anciana.

Pero se interrumpe al ver que Filemуn se ha desmayado, precisamente

ahora que descansa. Los curiosos del bulevar, que esperan siempre un

suceso, se aglomeran en torno del banco. La protectora empuja й insulta,

sin dejar de ocuparse de los viejos.

--їY viven cerca los parientes?

--Plaza de la Bastilla--contesta Baucis, que no sabe dуnde estб la

plaza.

Un murmullo de tristeza; un gesto de lбstima. Todos miran el extremo

del bulevar, que se pierde en la noche. ЎTan lejos!... ЎNo llegarбn

nunca! Circulan pocos automуviles; sуlo de vez en cuando pasa alguno.

Los brazos de la bienhechora trazan imperiosos manoteos; su voz intenta

detener б los vehнculos que se deslizan veloces. Carcajadas у palabras

de menosprecio contestan б sus llamamientos, y ella, indignada contra

los chуfers insolentes, da suelta al lйxico de su cуlera, intercalando

con frecuencia la frase mбs cйlebre de Waterloo.

Cuando transcurren algunos minutos sin que pasen vehнculos, vuelve al

lado de los viejos para animarlos con su energнa. Ella los instalarб en

un carruaje; pueden descansar tranquilos.

De pronto salta en medio del bulevar. Viene mugiendo un automуvil del

ejйrcito, desocupado y enorme, б toda fuerza de su motor. El soldado que

lo guнa cambia de direcciуn para no aplastar б esta desesperada que

permanece inmуvil, con los brazos en alto.

Su prudencia resulta inъtil, pues la mujer, moviйndose en igual sentido,

marcha б su encuentro. La multitud grita de angustia. Con un violento

tirуn de frenos, el automуvil se detiene cuando su parte delantera

empuja ya б esta suicida. Debe haber recibido un fuerte golpe.

El chуfer, un artillero de pelo rojo y aspecto campesino, que lleva

sobre el uniforme un chaquetуn de caucho, increpa б la muchacha, la

insulta por el sobresalto que le ha hecho sufrir. Ella, como si no le

oyese, le dice con autoridad, tuteбndole:

--Vas б llevar б estos dos viajeros. Es ahн cerca, б la Bastilla.

La sorpresa deja estupefacto al soldado. Luego rнe ante lo absurdo de la

proposiciуn. Va de prisa, tiene que entrar en el cuartel cuanto antes.

Le grita que se aleje, que salga de entre las ruedas. Ella afirma que no

se moverб, й intenta tenderse en el suelo para que el vehнculo la

aplaste al ponerse en marcha.

El artillero jura indignado, tomando por testigos б los curiosos. Esto

no es serio; le van б castigar; el cuartel...los oficiales.... Pero ella

estб ya en el pescante, inclinando hacia el conductor su rostro ceсudo,

esforzбndose por encontrar un gesto de graciosa seducciуn.

--Yo te recompensarй. Llйvalos y te darй un beso.

Sonrнe el soldado dйbilmente, mirбndola б la cara para apreciar el valor

del ofrecimiento. No es gran cosa, pero Ўquй diablo! un beso siempre

resulta agradable.

La gente rнe y palmotea, y la muchacha, mientras tanto, se aprovecha de

esta situaciуn para instalar б los viejos en el vehнculo con todos sus

paquetes.

El chуfer pone en movimiento su motor.

--Gracias, _Madame_--dice lloriqueando Baucis, mientras Filemуn articula

gemidos de gratitud.

Pero _Madame_ no les oye, ocupada en depositar dos besos sonoros en las

mejillas del artillero, brillantes y ennegrecidas por la grasa de los

engranajes. «Toma...toma.»

Se aleja el automуvil y se deshacen los grupos. Las pezuсitas de

terciopelo vuelven hacia el banco. Una de ellas cojea dolorosamente.

Siento la tentaciуn de besar tambiйn, de besar б la muchacha бcida; pero

me inspira miedo.

Temo que interprete torcidamente mis intenciones.

LA LOCA DE LA CASA

I

Todos los viajeros, antes de abandonar la vieja ciudad de la Flandes

francesa, oнan la misma pregunta:

--їHa visto usted al seсor Simoulin?...

No importaba que hubiesen invertido varias horas en la visita de la

catedral, cuyas sombrнas capillas estбn llenas de cuadros antiguos.

Tampoco era bastante para conocer la ciudad haber recorrido sus iglesias

y conventos de la йpoca de la dominaciуn espaсola, asн como las hermosas

viviendas de los burgueses de otros siglos. El conocimiento quedaba

incompleto si los curiosos prescindнan de visitar el Museo-Biblioteca, y

en йl б su famoso director, que unos llamaban simplemente «el seсor

Simoulin», como si no fuese necesario aсadir nada para que el mundo

entero se inclinase respetuosamente, y otros designaban con mayor

simplicidad aъn, diciendo «nuestro poeta».

De todas las curiosidades de la urbe flamenca, la mбs notable, la que

indudablemente le envidiaban las demбs ciudades de la tierra, era

Simoulin, «nuestro poeta». En esto se mostraban acordes todos los

vecinos y los tres periуdicos de la poblaciуn, completamente

antagуnicos й irreconciliables en las demбs cuestiones referentes б la

polнtica municipal.

Sin embargo, nadie podнa enseсar la casa natalicia de esta gloria de la

localidad. El gran Simoulin era del Sur de Francia, un meridional del

paнs de los olivos y las cigarras, que habнa llegado siendo muy joven б

la ciudad, para encargarse del Museo-Biblioteca en formaciуn. Pero en

ella habнa contraнdo matrimonio, en ella habнan nacido sus hijos y sus

nietos, y la gente acabу por olvidar su origen, viendo en йl б un

compatriota que era motivo de orgullo para la provincia.

Un sentimiento de gratitud se unнa б la general admiraciуn. Gracias б

Simoulin, el Museo se habнa llenado de objetos que acreditaban las

pasadas glorias del paнs; gracias б «nuestro poeta», los fabricantes de

cerveza y de paсos, gentes ricas y de pocas letras, que constituнan la

aristocracia de la ciudad, podнan hablar, sin miedo б equivocarse, de

los obispos, guerreros y burgomaestres de otros siglos que

indudablemente eran sus ascendientes.

Ademбs, el personaje imponнa admiraciуn con su aspecto. Los que le

contemplaban por primera vez sonreнan satisfechos. «Asн se habнan

imaginado al grande hombre; no podнa ser de otro modo.» Y parecнan

venerar con sus ojos las luengas barbas blancas, las dos crenchas de su

cabellera, onduladas y brillantes como las vertientes de una montaсa

cubierta de nieve. De pie, perdнa gran parte de su majestad, por ser

pequeсo de estatura y mostrarse agitado continuamente б causa de su

inquietud nerviosa. Sentado en su Museo, recordaba al Padre Eterno, б

pesar de las arrugas de su rostro y el mal color de su tez, impregnada

del polvo de los libros y de las piezas arqueolуgicas.

Cuando hablaba--y el gran Simoulin era incapaz de callar asн que tenнa

un oyente--, su palabra parecнa difundir en torno de йl una aureola de

prestigio histуrico. Todas las celebridades de la segunda mitad del

pasado siglo las habнa conocido el grande hombre. Recordaba como amigos

de ayer б Vнctor Hugo y б Gambetta. Con este ъltimo habнa tenido,

indudablemente, cierto trato, cuando el futuro gobernante de la

Repъblica andaba echando sus discursos de tribuno republicano por los

cafйs del Barrio Latino. Al grandioso poeta lo habнa visto una vez nada

mбs, confundido en una comisiуn de estudiantes que fuй б saludarle б la

vuelta de su destierro en Guernesey. Pero esto sуlo representaba б los

ojos de los admiradores de Simoulin un detalle histуrico insignificante,

y todos repetнan, con la firmeza del que dice la verdad:

--Vнctor Hugo, que fuй нntimo amigo de nuestro Simoulin.

De otras amistades hablaba el grande hombre con mбs exactitud. En el

Barrio Latino habнa tenido por camaradas б Zola, б Daudet y б otros

escritores de su generaciуn. Esto era indiscutible. Podнa enseсar cartas

de todos ellos, cartas breves, de un afecto forzoso, pero en las que

vibraba la nostalgia de la juventud, ya lejana; cartas que los hombres

cйlebres contestan por deber б los camaradas de los primeros pasos que

cayeron rendidos en la mitad del camino. Y los admiradores del director

del Museo-Biblioteca repetнan lo que tantas veces habнan leнdo en los

periуdicos locales:

--Hubiese sido el primer poeta del mundo, de querer seguir en Parнs.

Para йl era la gloria que ahora disfrutan muchos con menos talento. Pero

prefiriу vivir entre nosotros....

ЎCуmo no adorar б un hombre que habнa hecho tal sacrificio en honor de

la antigua y adormecida ciudad!...

Todos en ella se esforzaban por corresponder б tal abnegaciуn,

haciйndole grata la existencia. El Consejo municipal atendнa sus

indicaciones con tanto respeto como el Colegio de cardenales escucha la

voz del Papa. Aunque la ciudad no tuviese dinero, lo encontraba siempre

para las mejoras de su Museo-Biblioteca. Los subprefectos enviados de

Parнs visitaban inmediatamente al grande hombre. Un presidente de la

Repъblica, al pronunciar su discurso durante una permanencia de breves

horas en la ciudad, habнa saludado б Simoulin como la mбs alta gloria de

la regiуn. Los industriales del paнs, que sуlo aceptaban alianzas con

gente de dinero, habнan admitido como yernos б los hijos del poeta.

Su gloria se extendнa por toda la provincia como algo irresistible,

reflejбndose en las provincias limнtrofes. En toda ceremonia oficial,

los periуdicos se cuidaban, ante todo, de anunciar: «Hablarб el ilustre

Simoulin.» Unas veces era un discurso patriуtico; otras, una oda de

circunstancias. Los organizadores de banquetes contaban con un medio

seguro para evitar el fracaso: «A los postres, pronunciarб un brindis

nuestro poeta.» Y en pocas horas no quedaba un asiento disponible.

Todos los que en la ciudad se sentнan tentados por el demonio de la

literatura acudнan б la Biblioteca para pedir consejo al ilustre

maestro. Los recibнa como amigos antiguos, y, arrastrado por su

vehemencia verbal, dejaba pronto de ocuparse de ellos para hablar de su

propia persona.

--Un dнa, el abuelo Hugo me dijo que....

Por las tardes se reunнan en su casa los admiradores de su ciencia

histуrica: varios seсores retirados de la magistratura, del comercio у

de las armas, que en vez de entretenerse coleccionando sellos, se habнan

dedicado б la arqueologнa provincial.

El discнpulo preferido era el comandante Pierrefonds, un hombre corto de

estatura, fornido, parco en palabras, de mal carбcter, que gruснa б la

menor contradicciуn bajo su recio bigote rojo y blanco. Tenнa el gesto

reconcentrado y amenazante de un perro feroz y mudo. Sуlo el maestro

Simoulin se atrevнa б bromear con йl. Vivнa solitario, en una casa de

las afueras, con una vieja ama de llaves y una colecciуn de monedas

antiguas, б la que pensaba dedicar el resto de su existencia de cйlibe.

Se habнa retirado del ejйrcito con verdadero placer al llegar б la edad

reglamentaria, despuйs de una serie de campaсas coloniales penosas y sin

gloria, que habнan quebrantado su salud y agriado su carбcter. Sуlo le

interesaba actualmente la numismбtica, y no reconocнa otra grandeza

humana que la de su eminente amigo y maestro. Su ambiciуn era ser el

primero de los «simoulinistas», y los que envidiaban su privanza,

viйndole acompaсar al grande hombre б todas partes, lo habнan apodado

«el dogo del poeta».

Esta veneraciуn no cegaba al rudo comandante hasta el punto de hacerle

desconocer los defectos de su maestro. Pierrefonds era capaz de dejarse

matar si le exigнan una mentira б cambio de la existencia; nunca

recordaba haber faltado б la verdad voluntariamente; Ўy, en cambio, su

admirado maestro!...

Dudaba el militar antes de definir la verdadera personalidad moral del

ilustre Simoulin.... Lo mismo les ocurrнa б muchos de los discнpulos. En

la misma incertidumbre estaban sus hijos, su vieja esposa, todos los que

le trataban de cerca.

їEl poeta era un embustero?...

No; no lo era. El que miente lo hace con un fin interesado, por orgullo

у por perjudicar б otro. Y el ilustre maestro no mentнa; lo que hacнa,

simplemente, era ignorar la verdad, huir de ella cuando la encontraba al

paso.... Y si le obligaban б mirarla de frente, la veнa con unos ojos

distintos б los ojos de los demбs.

Las cosas nunca eran para йl como para los otros; siempre las

contemplaba como querнa que fuesen y no de acuerdo con la realidad.

Ademбs, carecнa por completo del sentimiento de la medida, inclinбndose

б la exageraciуn para aumentar у disminuir las cosas. Unas veces hablaba

de su ciudad como de una urbe igual б Londres у Nueva York. Otras veces

la compadecнa cual si fuese una aldea. Las personas pasaban б ser en su

apreciaciуn semidioses у monstruos; nada guardaba para йl sus

proporciones regulares: ni seres ni objetos.

Uno de sus admiradores, antiguo juez aficionado б las disquisiciones

filosуficas, habнa hecho su diagnуstico.

--Tiene la enfermedad de muchos grandes hombres. Su peor enemigo es «la

loca de la casa».

Este era el apodo que el filуsofo Malebranche habнa dado б la

imaginaciуn. Habнa dнas en que «la loca» dormнa detrбs de la frente, en

el piso mбs alto de aquel edificio humano, y el poeta se mostraba tan

razonable y justo en sus apreciaciones como un fabricante de paсos de la

localidad. Otras veces, la inquilina del crбneo se despertaba impetuosa,

haciendo toda clase de cabriolas y extravagancias, y el ilustre maestro

pasaba de golpe б vivir en un mundo quimйrico, mientras su cuerpo se

movнa en este mundo terrenal. Sus ojos miraban, para ver lo que no veнan

los otros, sus manos poseнan un tacto sobrenatural, mientras su boca iba

emitiendo, con acento de sinceridad, errores y exageraciones

equivalentes б grandes mentiras.

El rudo Pierrefonds lamentaba estos excesos de «la loca de la casa»,

pero no por ello compadecнa б su maestro.

--Todos los genios fueron asн.

Recordaba б Balzac y б otros escritores imaginativos, que poblaron su

vida prбctica de absurdas concepciones, aceptбndolas como realidades.

Ademбs, Ўquiйn sabe si era «la loca de la casa» la que habнa hecho que

este hombre del paнs de los olivos y las cigarras conquistase con tanta

rapidez la vieja ciudad dormida y sin ensueсos!...

II

La guerra vino б aumentar considerablemente la gloria de Simoulin.

En un mes, su actividad muscular y su actividad mental funcionaron con

mбs apresuramiento que durante varios aсos. Se le viу en todas partes:

en la estaciуn del ferrocarril despidiendo б los hombres que iban б

incorporarse б sus regimientos; en el paseo principal, donde, al caer la

tarde, entonaban las mъsicas himnos patriуticos coreados por la

muchedumbre. La gente interrumpнa sus cantos al ver las blancas melenas

del poeta. «ЎQue hable el seсor Simoulin!», gritaban mil voces. Y al

poco rato lloraban las mujeres, rugнan de entusiasmo los hombres que aъn

no habнan ido al ejйrcito, y hasta las banderas tricolores parecнan

aletear con mбs fuerza, como azotadas por el vendaval patriуtico del

lнrico orador.

Cruzaba los brazos lo mismo que Napoleуn despuйs de una victoria; otras

veces manoteaba y rugнa igual б Dantуn al declarar la patria en peligro.

Los mбs grandes personajes histуricos pasaban por йl, y de tal modo se

identificaba con sus evocaciones, que Simoulin era el primer engaсado.

Prometнa el triunfo con la certidumbre de un gran estratega capaz de

derrotar б los enemigos cuando se lo propusiese; hacнa llorar б su

pъblico con una sugestiуn irresistible, pero йl era el primero en verter

lбgrimas, conmovido por su propia elocuencia al describir la injusta

agresiуn que sufrнa la patria.

Esta vida imaginativa y elocuente durу sуlo unas semanas. Simoulin se

mostraba insensible б las malas noticias. Eran, segъn йl, invenciones de

los enemigos. Pero Ўay! la realidad se encargу de despertarle un dнa,

con rudo manotazo. Los alemanes se habнan extendido por Bйlgica й iban б

pasar de un momento б otro la vecina frontera, entrando en Francia.

Muchos vecinos de la ciudad huнan. Algunos burgueses prudentes

insinuaron al poeta la conveniencia de retirarse б Parнs, por creer que

el gobierno necesitarнa la colaboraciуn de un hombre tan cйlebre.

--ЎQue vengan los enemigos!--contestу con sencillez--. Aquн los aguardo.

Sus hijos estaban en el ejйrcito; las mujeres de la familia se habнan

ido б una ciudad del interior con todos los nietos. Simoulin,

completamente solo, se consideraba preparado para toda clase de

heroнsmos.

--Yo tambiйn--le habнa dicho Pierrefonds.

El comandante consideraba una felonнa abandonar la ciudad. Al declararse

la guerra, habнa sufrido una amarga decepciуn viendo que no lo

aceptaban para combatir en el frente, б causa de sus enfermedades de

antiguo soldado colonial. Al fin, para que no insistiese en sus quejas,

lo hicieron director de un modesto servicio de administraciуn militar en

la misma ciudad.

--Mientras el ministro de la Guerra no me ordene otra cosa, aquн estarй.

Y como el ministro de la Guerra, preocupado por el avituallamiento y la

suerte de los ejйrcitos en retirada hacia el Marne, no se acordу de que

exista en el mundo un comandante Pierrefonds encargado de unos cuantos

centenares de capotes viejos, el belicoso numismбtico pudo ver desde una

ventana de su casa cуmo llegaban б la ciudad los primeros pelotones de

hulanos.

El ama de gobierno tuvo que arrodillarse ante йl, abrazando sus piernas

y recordбndole las dulces intimidades de otros tiempos ya olvidados.

Sуlo asн consiguiу arrancar de sus manos el viejo revуlver con el que

pretendнa recibir б tiros б los invasores. Por su culpa podнan morir

fusilados muchos vecinos de la ciudad, segъn afirmaba su vetusta

compaсera. Ademбs, se acordу de los consejos del maestro:

--Pierrefonds, cuando vengan (si es que vienen), mostrйmonos grandes y

altivos en la desgracia. Un heroнsmo que se sacrifica es muchas veces

mбs poderoso que el heroнsmo que vence.

El ilustre Simoulin tuvo numerosas ocasiones de conocer este sacrificio

predicado por йl. Cuando intentу presentarse б los generales invasores

para formular una elocuente protesta contra los atropellos cometidos por

sus tropas, sуlo pudo ver б un oficial, que le contestу sarcбsticamente,

acabando por amenazarle con el fusilamiento. Nadie hacнa caso de su

nombre; aquellos guerreros vestidos de gris verdoso parecнan oirlo por

primera vez. Los hijos del paнs que meses antes rodeaban al poeta con

su cariсoso entusiasmo no podнan servirle ahora de consuelo. Unos

estaban en la guerra; otros habнan huнdo; los demбs sufrнan en la ciudad

toda clase de vejaciones, y para evitarlas, se mantenнan ocultos en sus

casas.

El poeta sufriу el tormento del hambre y el suplicio aъn mбs intolerable

de la humillaciуn. ЎQuiйn hubiese podido reconocer б los pocos meses de

tiranнa alemana al ilustre director de la Biblioteca!... Parecнa haber

vivido diez aсos en unas cuantas semanas. Estaba triste. «La loca de la

casa» habнa abandonado indudablemente aquel desvбn de su cuerpo en el

que tantas cabriolas llevaba hechas.

Al encontrarse con algъn grupo de mнseros compatriotas, intentaba

reanimarlos lo mismo que cuando hablaba en la plaza pъblica bajo el

aleteo de las banderas, coreado por trompetas y tambores.

--Esto pasarб pronto. He recibido magnнficas noticias, que no puedo

decir.... ЎLos nuestros se aproximan!

Pero su voz tenнa el sonido de una moneda falsa. Necesitaba engaсarse б

sн mismo para hablar con el entusiasmo de otros tiempos, y «la loca de

la casa» Ўay! parecнa haber muerto.

Un dнa, los alemanes, aburridos sin duda de repetir monуtonamente los

mismos procedimientos de intimidaciуn--quema de edificios,

fusilamientos, trabajos forzados--, pusieron en prбctica un nuevo

suplicio. La esclavitud del vencido, castigo de las guerras antiguas,

fuй resucitada por los invasores. Una parte del vecindario se viу

deportada al interior de Alemania para trabajar las tierras del

vencedor.

Viejos, mujeres y adolescentes formaron una masa de desesperaciуn y

miseria, encuadrada por los caballos y las lanzas de los jinetes

alemanes. Al frente de este rebaсo de esclavos figuraban, para mayor

escarnio, los dos vecinos mбs respetables que habнan quedado en la

ciudad: Simoulin y su discнpulo Pierrefonds.

--Comandante--dijo el poeta una vez mбs--, piense que el heroнsmo que se

sacrifica es mбs grande, etc....

Le daba miedo el aspecto del veterano. Tenнa los ojos inyectados de

sangre; bufaba de cуlera, haciendo temblar su bigote. Parecнa no oнr б

su maestro. Pensaba por primera vez que habнa sido una gran torpeza no

moverse de la ciudad. Envidiaba б los que podнan morir en el frente.

«ЎEl comandante Pierrefonds llevado en cuadrilla, como un esclavo

negro!... ЎIra de Dios!»

Habнa pasado los dнas oculto en su casa, para no ver б los invasores. Su

ama de llaves le evitaba toda salida, temiendo que hiciese un disparate.

Pero ahora los tenнa ante sus ojos; podнa verlos de cerca....

No eran muchos: un destacamento de infanterнa y unas cuantas parejas de

hulanos iban б escoltar б los deportados hasta otra estaciуn algo

lejana.

Un jefe ъnico vigilaba desde lo alto de su caballo los preparativos de

marcha de este rebaсo dolorido: un militar pбlido y de una delgadez

ascйtica. Simoulin creyу ver en йl una expresiуn de cansancio y de

remordimiento. Tal vez exageraba su rigidez militar para hacer menos

visible la vergьenza que le producнa esta vil funciуn de guardador de

esclavos.

Pierrefonds, en cambio, le miraba fijamente, por ser el jefe. Al iniciar

el grupo su marcha, pasando ante el caballo del alemбn, estallу la

cуlera del comandante, muda y reconcentrada hasta entonces. Quiso morir

fusilado antes que dar un paso mбs.

--ЎAbajo Guillermo! ЎMueran los verdugos!--gritу con una voz ronca.

El hombre б caballo parpadeу vivamente bajo la visera de su gorra, hizo

un movimiento de sorpresa y de cуlera; quedу indeciso contemplando al

prisionero. Los ojos agresivos de йste parecieron devolverle la calma, y

mirу б otra parte, levantando los hombros levemente.

«ЎSuicida!» Y esta palabra, que pareciу proferir el enemigo con su

indiferencia afectada, irritу aъn mбs al comandante. Tambiйn le irritу

el automatismo de aquellos soldados, que indudablemente le habнan

entendido; pero eran incapaces de oнr mientras no oyese su jefe.

Quiso lanzar por segunda vez el insulto, pero no pudo. Alguien le tiraba

del brazo; una cara se pegaba б la suya, hundiendo en sus ojos una

mirada de espanto.

--ЎPierrefonds! ЎAmigo mнo! їEstб usted loco? ЎPor Dios, cбllese! Va

usted б conseguir que nos fusilen б todos.

Y Simoulin dijo esto con tal expresiуn de angustia, que el comandante

desistiу de continuar.

Pero el miedo sufrido hizo rencoroso al poeta.

--ЎQuй disparate!--continuу diciendo--. ЎPero eso es una niсada sin

objeto, impropia de su edad!...

Y transcurrieron muchos dнas sin que el grande hombre le perdonase el

susto pasado.

A pesar de los sufrimientos de su esclavitud, cada dнa mayores, Simoulin

decнa de pronto, mirбndole con ojos severos:

--Pero їdуnde tenнa usted la cabeza?... їQuй se propuso usted al lanzar

aquellos gritos absurdos?... їQuerнa usted mi muerte y la de tantos

infelices?

III

Al terminar la guerra recobrу poco б poco la ciudad su antiguo aspecto.

Empezaron б volver б ella los vecinos huнdos, y los que habнan soportado

durante mбs de cuatro aсos la dominaciуn extranjera les relataban sus

miserias.

Regresaron tambiйn en pequeсos grupos los deportados al interior de

Alemania, pero su nъmero habнa disminuido durante la esclavitud. Eran

muchos los que se quedaban para siempre en las entraсas de aquella

tierra aborrecida y hostil.

Entre tantas desgracias, representaba una alegrнa para la ciudad la

certeza de que Simoulin, «nuestro poeta», no habнa muerto. Es mбs; al

principio, los enemigos lo habнan tratado sin ninguna consideraciуn,

pero el mйrito no puede permanecer mucho tiempo en la obscuridad, y

cierto profesor alemбn que habнa sostenido en otro tiempo

correspondencia con el grande hombre sobre hallazgos arqueolуgicos, al

saberle prisionero, consiguiу trasladarlo б su ciudad, haciйndole mбs

llevadero el cautiverio. El poeta hizo partнcipe de esta buena suerte al

comandante, en su calidad de numismбtico, y para los dos transcurriу el

perнodo de cautiverio en una dependencia humillante pero soportable.

La ciudad, б pesar de sus recientes tristezas, hizo grandes preparativos

para recibir б Simoulin б su vuelta de Alemania. Ya era algo mбs que un

gran poeta, gloria de su paнs adoptivo; habнa pasado б convertirse en

hйroe, digno de servir de ejemplo б las generaciones futuras. Cuando

tantos huнan, йl continuaba en su puesto, y el brillo de su gloria era

tal, que los feroces enemigos habнan acabado por respetarlo, tratбndole

casi con tanta admiraciуn como sus convecinos.

Un aplauso inmenso saludу б Simoulin al descender del tren. «ЎQuй viejo

estб!» Y las mujeres, vestidas de luto, lloraban, olvidando

momentбneamente sus dolores para no ver mas que los sufrimientos del

adorado grande hombre. Pero aunque habнa perdido en el destierro una

parte de su cabellera de plata, conservaba intacto su entusiasmo, su

inquietud movediza, su verbosidad lнrica, que volviу б estremecer la

ciudad lo mismo que un soplo primaveral.

Detrбs, como un perro fiel, llegaba Pierrefonds, sin que los aсos de

esclavitud hubiesen dejado en йl ninguna huella aparente, reconcentrado

y agrio lo mismo que antes, pero con una expresiуn de inmensa melancolнa

en los ojos. Los alemanes le habнan robado su colecciуn de monedas. Ya

no le quedaba en su casa mas que el ama de llaves. їQuй entretenimiento

podнa encontrar un hombre despuйs de esto?... їEra posible, б sus aсos,

empezar una nueva colecciуn?...

Desalentado, seguнa б Simoulin por la fuerza de la costumbre, abriйndose

paso entre un gentнo que aclamaba al maestro y no lo reconocнa б йl.

Cuando el poeta, conducido en alto por un grupo de jуvenes, fuй

depositado en el gran balcуn del Palacio Municipal, extendiу sus manos

augustas sobre la plaza negra de muchedumbre y rompiу б hablar como en

sus mejores tiempos.

Pasarбn varias generaciones antes que se extinga en el paнs el recuerdo

de este discurso.

ЎQuй de aplausos! ЎQuй de lбgrimas de emociуn!... El poeta describiу el

martirio de la ciudad; los sufrimientos de sus hijos, arreados como

esclavos; la agonнa de los que murieron de miseria lejos de la amada

tierra natal.

Luego creyу llegado el momento de hablar un poco de su persona.

--No me tributйis honores--dijo modestamente--. He cumplido mi deber, lo

mismo que mis compaсeros de desgracia. Todos nos hemos mostrado grandes

y altivos frente al invasor; todos hemos sido hйroes con el heroнsmo del

que se sacrifica, mбs poderoso mil veces que el heroнsmo que vence.

Aquн tuvo que detenerse, ahogada su voz por el estrйpito de una ovaciуn

inmensa.

--Permitidme, para terminar--continuу--, que os relate una breve

historia, como demostraciуn de lo que puede el heroнsmo humano cuando no

teme б la muerte. Callarнa, si mi persona fuese la ъnica que figurу en

este suceso; pero otro que estб cerca de mн hizo tanto como yo, y mi

modestia no debe arrebatarle la gloria que le corresponde.

Simoulin describiу la salida del triste rebaсo humano conducido б la

esclavitud. Al frente iban йl y el comandante.

--Y al pasar ante el jefe de aquellos bandidos, Pierrefonds y yo,

estrechamente abrazados, deseando morir, le gritamos en pleno rostro:

«ЎAbajo Guillermo! ЎMueran los verdugos!»

El comandante, que estaba en el balcуn junto al grande hombre, abriу los

ojos con asombro y espanto, mientras le temblaban los bigotes, como si

no pudiese contener una avalancha de frases de protesta.

Pero el orador, uniendo la acciуn б la palabra, se habнa abrazado б йl

nerviosamente, desafiando con la mirada б un enemigo imaginario y

dispuesto al fusilamiento. Ademбs, era imposible hablar. La muchedumbre

rugнa de entusiasmo; los aplausos sonaban como una granizada

interminable.

«La loca de la casa» habнa resucitado, haciendo otra vez de las suyas.

Y el comandante, librбndose del abrazo, acabу por inclinar su cabeza,

rojo de vergьenza al pensar que aceptaba una mentira, pero agradeciendo

al pъblico aquella ovaciуn, la primera de toda su existencia.

IV

Transcurrieron dos aсos. Hasta en Parнs se hablу muchas veces del

heroнsmo del poeta Simoulin, que quiso morir insultando б los invasores.

ЎViejo heroico!...

En la ciudad todos conocнan su grito. Ya no era sуlo «nuestro poeta»;

era el hombre que habнa gritado: «ЎAbajo Guillermo! ЎMueran los

verdugos!» Hasta los niсos de las escuelas sabнan esto, por haberlo oнdo

б sus profesores, y al encontrar al seсor Simoulin se descubrнan con

veneraciуn, como si viesen pasar la bandera de la patria.

El comandante Pierrefonds vivнa desorientado, dudando de sus sentidos,

creyйndose algunas veces juguete de «la loca de la casa» que tambiйn

llevaba en lo mбs alto de su cuerpo, como todos los seres humanos, pero

que hasta entonces habнa vivido dormitando y ahora empezaba б

atormentarle con sus jugarretas.

Tenнa la seguridad de que el maestro habнa hablado de йl en su

discurso. Es cierto que se atribuyу, por un exceso imaginativo, la mitad

del acto de su discнpulo, pero concediйndole generosamente la otra

mitad. De eso estaba seguro Pierrefonds. Recordaba con orgullo los

aplausos del pъblico dirigidos б su persona....

Pero este pъblico ya no se acordaba de йl. La muchedumbre parecнa haber

perdido la memoria. Nadie se imaginaba ya al grande hombre abrazбndose

al comandante para morir. Las masas no aman la gloria colectiva, б causa

de su vaguedad; quieren algo preciso й individual, les gusta el hйroe

aislado y bien б la vista. Y por esto hablaban todos del grito del seсor

Simoulin, del heroico reto del seсor Simoulin б los enemigos, sin

mencionar para nada al comandante.

El grande hombre, contagiado por el olvido general, tampoco recordaba su

invenciуn del abrazo y la hazaсa en comъn. Veнa las cosas como querнa

verlas «la loca de la casa»; se contemplaba elevando la diestra--tal vez

como le iba б representar en lo futuro una estatua de bronce en el mejor

paseo de la ciudad--y lanzando el grito famoso. Hasta podнa describir

exactamente, con su gran poder imaginativo, cуmo ocurriу el hecho. Y al

transcurrir el tiempo, iba encontrando en su memoria nuevos detalles que

aсadir б la primitiva visiуn, todos de indiscutible veracidad.

El comandante empezу б aborrecer de un modo definitivo todo lo que le

rodeaba. Muchas veces dudу de sн mismo. їLo que йl creнa la verdad no

serнa un sueсo, y los otros, al olvidarse de йl, estarнan verdaderamente

en lo cierto?...

Luego, recobrando la fe en sн mismo, despreciaba б sus conciudadanos y

no querнa salir de su casa.

їPara quй ver gentes? їPara oнrles alabar al seсor Simoulin y su grito

histуrico?...

Ya no veнa al maestro. Le resultaba intolerable la inocente seguridad

con que describнa su hazaсa. «La loca de la casa» se mostraba en йl como

una desvergonzada, indigna del trato con personas decentes. Ademбs, los

alemanes le habнan robado sus monedas y sus medallas, y le era doloroso

volver б conversar con el maestro sobre cuestiones numismбticas.

Su ъnica ocupaciуn fuй bostezar leyendo libros viejos, regar su pequeсo

jardнn y hacer comparaciones entre su vejez y la de su ama de llaves.

Un dнa, viу turbada esta soledad. Le visitaron los organizadores de un

banquete en honor de «nuestro poeta», con motivo de la nueva

condecoraciуn que le habнa concedido el gobierno.

Iba б ser la fiesta mбs importante de todas las que se habнan tributado

al grande hombre. Tal vez la ъltima. ЎEl pobre estaba tan viejo!...

Vendrнan de Parнs diputados y senadores; hasta el ministro de

Instrucciуn pъblica habнa prometido su asistencia.

--Y el maestro--continuaron los organizadores--ha preguntado por usted.

Se extraсa de no verle. ЎLe gustarнa tanto tenerlo cerca, en la mesa!...

El enfurruсado comandante se negу б asistir б la fiesta, pero su vieja

compaсera le aconsejу lo contrario. Le convenнa ver б sus antiguos

amigos; necesitaba distraerse....

Al fin, accediу. Le habнa conmovido la suposiciуn de que esta fiesta en

honor de su antiguo maestro podнa ser la ъltima. Deseaba verle. ЎQuiйn

sabe si no le verнa mбs!...

La noche del banquete, el poeta le recibiу con los brazos abiertos.

--ЎAh, Pierrefonds!... ЎValeroso compaсero de miserias y de

esclavitud!...

Y lo presentу al ministro y б todos los personajes llegados de Parнs.

--Un hйroe, seсores; un verdadero soldado y un gran patriota.

Pierrefonds gruсiу dulcemente, y su bigote se contrajo con algo que

parecнa una sonrisa. Se sintiу arrepentido interiormente de sus cуleras.

El maestro era bueno; su fama la repartнa con los humildes. Todo lo

anterior habнa sido, indudablemente, obra de los envidiosos, que

deseaban separarlos.

Durante el banquete, Simoulin no le perdiу de vista. El comandante no

podнa estar a su lado; aspirar б esto hubiera sido un disparate. El

maestro tenнa por vecinos de mesa б los grandes personajes venidos de la

capital. Pero lo habнa hecho sentar al alcance de su voz y de sus ojos,

y hasta levantу su copa una vez mirando a Pierrefonds.

--ЎA la salud de mi heroico compaсero!...

ЎSimpбtico maestro! їCуmo no quererle?... Su alma desconocнa la

injusticia.

Al llegar la hora de los brindis, hablaron como una docena de seсores.

Luego, el poeta pronunciу su discurso de gracias.

Fuй una hermosa pieza oratoria; y como Simoulin, б pesar de su lirismo,

gustaba de tener siempre un tema fijo, en torno del cual podнa enroscar

caprichosamente sus improvisaciones, escogiу uno: «el valor cнvico y el

valor guerrero».

Inъtil es decir que, desde los primeros pбrrafos, el pobre valor

guerrero quedу muy por debajo del valor cнvico.

Tal vez por esto, Pierrefonds, que era militar, empezу a sentir cierta

inquietud. Le daban miedo los ojos brillantes del maestro, unos ojos

juveniles, detrбs de cuyos cristales empezaba б danzar «la loca de la

casa». Adivinу que el alma del poeta no estaba allн. Volaba por un mundo

fantбstico, y volverнa dentro de unos instantes, derramando sobre la

mesa, como flores reales, todas las rosas quimйricas recogidas en su

viaje. їQuй iba б decir?... Su palabra continuaba fluyendo, sonora,

fбcil, entusiбstica.

--Y para terminar, seсores, puedo citaros un ejemplo, que harб ver,

mejor que todas mis palabras, lo que son los dos valores.

»Aquн estб mi amigo el comandante Pierrefonds, mi compaсero de

cautiverio, un verdadero hйroe, un soldado cubierto de condecoraciones y

de heridas, que realizу las mayores hazaсas en nuestras guerras

coloniales. Su valor guerrero es indiscutible. Yo no soy mas que un

pobre poeta, capaz, en determinados momentos, de mostrar cierto valor

cнvico.

»Ya conocйis la escena de nuestra salida de esta ciudad como prisioneros

de los alemanes. La prensa, el libro y hasta el grabado han reproducido

esta escena, tributбndome con ello una gloria que no merezco. Yo

gritй.... lo que gritй; fuй algo superior б mi voluntad, que tal vez me

aconsejaba ser prudente. Pero el valor cнvico, cuando despierta, no

conoce el peligro.

»Y apenas gritй «ЎAbajo Guillermo! ЎMueran los verdugos!» este hombre de

guerra, hйroe de cien campaсas, tal vez porque tiene un sentido de la

realidad mбs exacto que yo, que no soy mas que un pobre poeta, me agarrу

las manos, suplicбndome: «ЎPor Dios, maestro! ЎNada de locuras! ЎNos va

usted a hacer matar a todos!...» Esto no lo habrб olvidado seguramente

mi querido camarada de infortunio. Y como es un soldado de valor

indiscutible, podrб reconocer tambiйn sin rubor alguno que tal vez en

aquella ocasiуn sintiу cierto miedo, el primer miedo de toda su vida.

El comandante no pudo protestar. Una aclamaciуn ensordecedora habнa

interrumpido la elocuencia del orador. Todos le tendнan las manos,

conmovidos por la sinceridad y la sencillez de sus palabras. Y el poeta

heroico se sentу, jadeando de emociуn y de fatiga. Su discurso habнa

terminado.

Pierrefonds optу por marcharse, sin que el pъblico reparase en su fuga,

ni en sus gestos colйricos, ni en las palabras de indignaciуn que iba

barboteando.

Despuйs de aquella noche, nadie le ha visto mбs.

Tal vez no quiere salir б la calle; tal vez ha renunciado para siempre б

vivir en la misma ciudad que el poeta y su «loca de la casa».

LA SUBLEVACIУN DE MARTНNEZ

I

Despuйs que triunfу la revoluciуn, y sus caudillos, instalados

definitivamente en la capital de Mйjico, se repartieron los principales

cargos--desde presidente de la Repъblica hasta rector de la

Universidad--, el valeroso Doroteo Martнnez empezу б sentirse aburrido,

sin atinar con la causa.

En verdad, no podнa quejarse de su suerte. Seis aсos antes era segundo

capataz en la hacienda de un gran seсor que pasaba la mayor parte del

tiempo en Parнs.

Un dнa montу a caballo para seguir б los vengadores de Madero y derribar

a su asesino Huerta. їPor quй no habнa de ser revolucionario, б

semejanza de otros mejicanos de tan humilde origen como йl, que llegaban

б ministros y hasta presidentes?... Guadalupe su mujer, carбcter

despуtico, opuesto sistemбticamente б todas sus decisiones, aceptу esta

vez con entusiasmo el proyecto de dedicarse б la guerra.

--A ver si llegas a general--le dijo--. ЎEstб una tan cansada de ver

generalas que empezaron siendo criadas!...

El miedo a la mujer, una buena suerte incansable y el afбn de que su

nombre apareciese en letras de imprenta y fuese cantado en verso con

acompaсamiento de guitarra, le empujaron en su ascensiуn gloriosa. A los

treinta aсos se viу general de brigada, sin haber tropezado con grandes

obstбculos. Su astucia de campesino le hizo saltar oportunamente de un

grupo б otro en las contiendas civiles que surgieron al final de la

revoluciуn, adivinando quiйn iba б triunfar y quiйn iba б sumirse para

siempre en la desgracia y el olvido.

Su primer jefe y maestro fuй Pancho Villa. A sus уrdenes hizo la mayor

parte de la guerra; pero al verlo en lucha con Carranza, presintiу que

este antiguo «ranchero», de porte solemne y aseсorado, al que llamaban

«el viejo barbуn», tenнa mбs aspecto de presidente que el antiguo

bandido, y se fuй con йl.

Por segunda vez Guadalupe reconociу que su esposo era б veces capaz de

resoluciones acertadas.

El guerrillero, durante la presidencia de Carranza, conociу todas las

dulzuras del poder. De la capital de Mйjico le llegaban grandes sobres

con el sello del gobierno llevando esta inscripciуn: «Al ciudadano

general Doroteo Martнnez, comandante de las tropas en operaciones.»

Su autoridad se extendнa nominalmente sobre un territorio mбs grande que

algunas naciones de Europa, pero sуlo era efectiva en la poblaciуn donde

habнa establecido su Estado Mayor y en otros grupos urbanos ocupados por

sus tropas.

La importancia de estas tropas tambiйn era mбs ilusoria que real. Vistas

desde las oficinas ministeriales de Mйjico, constaban de una docena de

miles de hombres, con casi igual nъmero de caballos. Sobre el terreno de

las operaciones los regimientos se achicaban hasta convertirse en

partidas; los miles de combatientes bajaban б ser centenares; y los

caballos, que debнan estar prуximos б morir de un reventуn, segъn las

montaсas de forraje que llevaban consumidas--a juzgar por las cuentas

pagadas por el Ministerio de la Guerra--, eran escuбlidos jamelgos que

pastaban en los campos de los particulares, alimentбndose б la ventura

con lo que podнan encontrar.

El general, siguiendo una respetable tradiciуn, se guardaba

tranquilamente los sueldos de los combatientes que no existнan y el

valor de los piensos que jamбs habнan olido sus caballos. De algъn modo

debнa pagar la patria los servicios pretйritos de sus hйroes y los que

le seguirнan prestando en el resto de sus dнas.

Continuaba en guerra el paнs. En vano el gobierno de la capital hacнa

decir б los periуdicos que sуlo se mantenнan en armas algunos bandidos,

б los que pensaba exterminar de un momento б otro. Lo de que fuesen

bandidos у no lo fuesen quedaba reservado б la apreciaciуn siempre

divergente de los gobernantes y de sus enemigos; pero lo cierto era que

los que corrнan montes y campos, haciendo saltar trenes con dinamita,

quemando poblaciones, fusilando prisioneros y llevбndose mujeres, habнan

convivido como camaradas de armas con los mismos que marchaban ahora en

su persecuciуn.

Martнnez se tuteaba con todos los insurrectos que tenнa encargo de

fusilar asн que cayesen en sus manos. Meses antes eran todavнa tan

generales como йl. Hasta le obligaban б marchar contra su antiguo нdolo

el temible Villa, y procuraba hacerlo con la mayor discreciуn, como un

esgrimista novel que se bate con su maestro.

Perseguidos y perseguidores parecнan evitar los golpes decisivos. Los

adversarios de Martнnez propalaban en la capital que йste tenнa mбs

empeсo en eternizar la guerra que los mismos insurrectos. La paz

significaba para йl, como para los otros jefes de operaciones, la

supresiуn de los regimientos fantasmas y de los piensos de la caballada

no menos irreales.

Pero el valeroso Doroteo despreciaba estas invenciones de la

malevolencia. ЎQuй hombre ilustre carece de envidiosos!

Habнa perdido su timidez de los primeros tiempos de la revoluciуn,

cuando rondaba en torno de los caudillos principales como un oficial de

lealtad perruna, siempre dispuesto б encargarse de las misiones

peligrosas. Empezaba a creer que habнa nacido para cumplir una misiуn

histуrica, segъn afirmaban sus aduladores. Al marcharse б la guerra,

sуlo sabнa trazar su firma como un jeroglнfico, y aun esto lo habнa

aprendido durante unos meses que pasу en la cбrcel б causa de ciertas

puсaladas recibidas por alguien que pretendнa casarse con la que ahora

era su mujer. Durante la guerra se familiarizу con la literatura

declamatoria de las proclamas y los artнculos revolucionarios, y pudo

llegar б leer de corrido estos impresos, siempre que fuesen de letra

gruesa.

Ahora tenнa como secretario б un periodista traнdo de la capital, joven

poeta, que redactaba todos los decretos que el comandante de operaciones

dirigнa б los pobladores de su territorio, tratando en ellos muchas

veces sobre los destinos de la humanidad futura y la revoluciуn

universal, como si fuesen dedicados б los habitantes del planeta entero.

Al verse tan bien servido por la pluma del secretario, Martнnez, cuando

no estaba de operaciones, sentнa la necesidad de convertir en leyes

todas las ideas simples y nuevas para йl que hervнan en su cerebro.

--Sandoval, vamos б escribir media docena de decretos--decнa despuйs de

las comidas, como si esto suavizase su digestiуn.

Y б un mismo tiempo legislaba sobre la limpieza de las calles de la

ciudad, sobre el amor libre, sobre la hora de empezar el espectбculo en

los cinematуgrafos y sobre un nuevo reparto de la propiedad rural. Los

decretos siempre terminaban condenando б ser pasados por las armas б

todos los que desobedeciesen las уrdenes de su autor. La gente,

familiarizada con el peligro y la muerte, no hacнa gran caso de ellos.

ЎEran tantos los decretos, y por otra parte tan poco numerosas las

personas del distrito que sabнan leer!

Pero si rara vez llegaban б ser una realidad positiva, estos documentos

servнan de un modo maravilloso al general cuando deseaba suprimir б

alguien. Siempre ocurrнa que este importuno habнa desobedecido alguna de

sus leyes tan minuciosas y tan diversas, y el Consejo de guerra que se

reunнa en el _foyer_ del teatro de la ciudad no necesitaba discutir

mucho para enviar al acusado al cementerio, lugar donde se verificaban

los fusilamientos de rebeldes, evitбndose de este modo las molestias de

una larga conducciуn de los cadбveres.

Estos castigos extremados apenas alteraban la popularidad de Martнnez.

ЎQuй general no habнa hecho otro tanto! En el populacho, medio indio,

persistнa el alma de sus crueles ascendientes, los cuales veneraban б

sus dioses cuanto mбs sedientos se mostraban de sangre y segъn el nъmero

de vнctimas б las que se extraнa el corazуn en sus altares.

Ademбs, Martнnez casi gozaba honores de gloria nacional. Su secretario

rara vez lo designaba por su apellido. Era por antonomasia «el hйroe de

Cerro Pardo», lugar donde habнa batido б los «soldados de la tiranнa»

durante la revoluciуn. Otros generales se veнan venerados como

semidioses por haber perdido un brazo у una pierna. Martнnez habнa

perdido una oreja en Cerro Pardo, y mostraba con orgullo su sien mocha

en las ceremonias oficiales. Pero con una guedeja de su largo cabello

procuraba ocultar la falta del pabellуn auditivo, siempre que, abusando

de la adormecida fiereza de la generala, se atrevнa б visitar б ciertas

seсoras admiradoras de su heroнsmo.

Muchas de las comunicaciones que enviaba Sandoval al gobierno de Mйjico

eran devueltas con una nota pidiendo un estilo mбs claro, por considerar

el texto incomprensible. El hйroe se indignaba.

--їPara esto hemos hecho la revoluciуn? En el Ministerio de la Guerra no

hay mas que gente atrasada; reaccionarios que no pueden entender lo que

es el simbolismo.

Como todos los simples que sуlo han recibido una instrucciуn primaria y

tardнa, amaba con entusiasmo el estilo complicado y los neologismos que

exigen largas explicaciones.

El libro mбs interesante de la йpoca presente iba б ser la _Historia del

general Doroteo Martines_, obra voluminosa que estaba escribiendo su

secretario. De ella, lo mбs apreciado por el autor y por el protagonista

era el «Capнtulo ochenta y dos», titulado asн: «De cуmo el general, a

pesar de ser antimilitarista, comunista y бcrata, se viу obligado б

fusilar б doscientos cincuenta compaсeros de armas que se rebelaron

contra el gobierno, faltando б la disciplina.»

En la vida ordinaria era una buena persona, que hablaba con voz tнmida,

ceceando lo mismo que un niсo, y si su interlocutor le miraba fijamente,

apartaba los ojos como avergonzado. Los efectos de su bondad y su

sencillez se extendнan hasta Europa. Como ejercнa una autoridad de

procуnsul sobre su comarca natal, una de sus primeras disposiciones fuй

apoderarse de la gran propiedad en la que habнa trabajado como humilde

capataz.

El propietario, residente en Parнs, recibiу de йl una carta dulce y

respetuosa: «Venga usted por aquн, patroncito; tendrй un verdadero gusto

en verle. Arreglaremos cuentas sobre su hacienda. Le manifestarй mi

agradecimiento por sus bondades con este su antiguo servidor.»

Pero el propietario, que era mejicano y conocнa б su gente, no pensу un

momento en volver б un paнs donde los capataces se convierten en

generales. Se sentнa mejor cerca de los Campos Elнseos, aunque tuviera

que recurrir б prйstamos y trampas para compensar las rentas que ya no

llegaban del otro lado del Ocйano. Preferнa ver el Arco de Triunfo con

hambre, antes que la sonrisa melosa y los ojos terriblemente dulces del

hйroe de Cerro Pardo.

Los comerciantes de la ciudad, extranjeros todos ellos que daban parte б

Martнnez en sus negocios y no se atrevнan б acometer empresa alguna sin

tenerle por consocio, le habнan regalado por suscripciуn una espada

«artнstica» y un uniforme de general.

Este uniforme, mezcla de japonйs y de alemбn, quedу en una silla, bajo

la mirada pensativa del hйroe. La gorra con entorchados deslumbrantes y

un бguila de oro enorme, los bordados de las mangas y las hombreras,

parecнan herir su vista.

--Yo soy un ciudadano--dijo б su secretario--. (No olvide usted,

Sandoval, de repetirlo en el libro.) Yo soy un ciudadano, y estos

uniformes son los que perdieron б muchos de mis camaradas que han muerto

fusilados por traidores.

Y como йl preferнa ser ciudadano, siguiу usando sus trajes civiles, una

indumentaria soсada sin duda en sus tiempos de pobreza como algo

magnнfico y quimйrico: trajes de paсo azul celeste у verde esmeralda,

corbatas y paсuelos con las tintas del arco iris, productos de fбbricas

misteriosas de Inglaterra у los Estados Unidos, cuya existencia ignora

el comъn de los mortales y que parecen trabajar ъnicamente para la

elegancia masculina de los trуpicos. Una placa de esmalte con un бguila,

fija en una de sus solapas, revelaba б los demбs mortales su condiciуn

de general.

Pero un dнa se mostrу en los salones del antiguo palacio del obispo,

convertido en comandancia de armas, vistiendo el deslumbrante uniforme.

--Somos dйbiles, Sandoval--dijo melancуlicamente--. Me lo he puesto para

dar gusto б la generala.

Un viejo tendero espaсol--el iniciador de la suscripciуn--se entusiasmу

al verle.

--Estбs mбs hermoso que el sol. Pareces Bismarck...pareces Hindenburg.

Asн deberнas ir todos los dнas, Doroteнto.

Y le acariciaba el vientre con suaves palmadas. Era el ъnico que podнa

tutearle, como un privilegio de la йpoca en que el general frecuentaba

la tienda del _gachupнn_ como simple peуn, llevбndose al fiado de comer

y de beber. Ademбs, este personaje opulento y respetable era el que se

encargaba de figurar como ъnico contratista en todos los servicios de

las tropas.

Para darle gusto, asн como б su Guadalupe, se sacrificу al fin el

general, vistiendo su uniforme de gala siempre que estaba en la ciudad.

Al salir de operaciones volvнa б cubrirse con el enorme sombrero

mejicano, poco menor que un paraguas, ъnica prenda uniforme de sus

soldados en tiempo ordinario.

Su gloria y su poder no encontraban obstбculo alguno en el rincуn de la

Repъblica sometido б su autoridad. Los jуvenes empleados en los

ministerios de la capital se agrupaban para reir, leyendo en voz alta

las comunicaciones enviadas por el hйroe de Cerro Pardo.

Los grandes periуdicos comentaban con una ironнa algo miedosa las

sublimidades laberнnticas de su estilo. Pero el presidente y los

ministros restablecнan el prestigio del hйroe:

«їMartнnez?... Algo tonto y vanidoso, pero un hombre leal, un soldado

fiel, y ademбs un hйroe.»

Era tan comъn en la historia del paнs la traiciуn, el sublevarse los

generales contra el gobierno con las mismas tropas facilitadas por йste,

que Doroteo resultaba un personaje excepcional.

Todo cuanto hiciese se lo tolerarнan los gobernantes. Firmemente

asegurado en su situaciуn, no temнa б Dios ni б los hombres.

Ъnicamente una persona le infundнa miedo: su mujer.

II

Cuando el capataz Doroteo dejу de trabajar para irse con los

revolucionarios, Guadalupe no dudу un momento en seguirle.

Un mejicano debe ir б todas partes con su mujer, hasta б la guerra. Lo

mismo los defensores del gobierno que los revolucionarios, llevaban con

ellos б sus mujeres, apodadas «soldaderas», que eran las que remediaban

la ausencia de administraciуn militar, cuidando cada una del alimento de

su hombre.

Durante las marchas iban б vanguardia, rodeadas de enjambres de niсos y

con las ropas de la familia formando un lнo sobre su cabeza. Lo robaban

todo, arrasaban los campos, como una nube de langosta, y cuando las

tropas hacнan alto, encontraban ya la hoguera ardiendo y la comida en su

punto. Los primeros contactos entre ambos bandos los realizaban casi

siempre las dos vanguardias de «soldaderas». Olvidando momentбneamente

su antagonismo, se vendнan unas б otras lo que consideraban superfluo.

El defensor del gobierno, por mediaciуn de su compaсera, facilitaba

vнveres al rebelde. Otras veces ocurrнa lo contrario.

La moneda carecнa casi siempre de valor en estas transacciones. El bando

falto de municiones sуlo querнa vender su pan б cambio de cartuchos, y

el que los tenнa los entregaba, ansioso de comer, sin fijarse en que,

horas despuйs, estos mismos proyectiles podнan darle la muerte. Al

entablarse el combate, las «soldaderas» y sus enjambres de chiquillos se

retiraban б retaguardia. Otras veces, si el momento era angustioso, la

hembra se mezclaba en la pelea para sostener al compaсero herido y

seguir tirando con su fusil.

Guadalupe viviу asн; hizo marchas interminables б pie у б la grupa del

caballo de su hombre. Pero como Doroteo obtuvo rбpidamente sus primeros

ascensos, pronto se elevу sobre la muchedumbre de «soldaderas» de tez

amarillenta, cabellera aceitosa y ojos ardientes, asombrosamente flacas.

Fuй la capitana Martнnez, luego la comandanta, y ya no tuvo que avanzar

al trote junto б los jinetes, llevando sobre su cabeza el colchoncillo y

las ropas que constituнan el ajuar andante del matrimonio. Doroteo,

excelente esposo, habнa matado б un oficial del gobierno para regalarle

б ella su caballo.

Al ser coronel, su generosidad marital deseу algo mбs.

--ЎSi pudiese robar un automуvil para «la vieja»!...

«La vieja» era Guadalupe, que tenнa entonces veintisйis aсos. No

resultaba difнcil hacerse dueсo de un automуvil. Abundaban mucho en un

paнs vecino б los Estados Unidos y con la frontera libre. No habнa

revolucionario de alguna graduaciуn que no tuviese el suyo. La

importancia de los jefes se medнa por los parques de automуviles que

llevaban detrбs de ellos.

Y la coronela hizo la guerra en un vehнculo americano. Su adquisiciуn

sуlo costу б Martнnez dos palabras breves y el apoyar su revуlver en el

pecho del primitivo dueсo.

El chуfer era un mestizo de enorme sombrerуn y descalzo, que llevaba el

fusil entre las dos manos fijas en el volante. Dentro iba Guadalupe y

toda su casa: un lнo de colchones, dos sacos para la ropa sucia, una

criadita mestiza que se sentaba б sus pies, tres gatos y un perro en la

banqueta, junto б la seсora, y un loro que se paseaba por la capota

recogida, sirviendo de remate trasero б este vehнculo triunfal. Todos

los automуviles ignoraban la limpieza desde muchos meses. La lluvia y el

barro habнan cubierto su exterior con una costra parda y agrietada.

Parecнan forrados de piel de elefante. Como la esposa de Martнnez era

relativamente esbelta, su vehнculo se limitaba б chillar por la falta de

aceite y de aseo. Otros tenнan un muelle roto y saltaban sobre sus

ruedas, acostбndose como una barca prуxima б zozobrar. Siempre se

inclinaban del lado donde acostumbraba б sentarse la generala у la

ministra, con la abrumadora majestad de su centenar de kilos carnales.

Los revolucionarios marchaban como lo permitнan las exigencias

topogrбficas: unas veces en fila, extendiйndose leguas y leguas; otras

en masa horizontal б travйs de las llanuras, llevando en torno un

segundo ejйrcito de mujeres y chiquillos. Lo mismo habнan avanzado en

otros siglos las grandes invasiones histуricas. Eran como las antiguas

naciones en marcha, que arrastraban detrбs de ellas los seres y los

muebles que forman la familia.

Algunas veces llegaban б ser veinte mil, todos б caballo, sin

medicamentos, sin vнveres, confiando al azar la vida del dнa siguiente.

Cada uno hacнa la misma recomendaciуn al camarada: «Si me hieren en el

pecho у en el estуmago, dame un tiro en la cabeza. Prefiero esto б

quedar vivo junto al camino.»

No podнan ser considerados como caballerнa, б pesar de que todos iban

montados. Carecнan de armas blancas y no podнan dar una carga. Eran

infantes que sуlo echaban pie б tierra en el momento de empezar el fuego

contra el enemigo. Hasta los generales llevaban el rifle atravesado

sobre el delantero de la silla.

La ъnica infanterнa era la de los _yaquis_, indios montaсeses que no

habнan querido aprender de los conquistadores espaсoles el arte de

cabalgar y mostraban aъn cierta repugnancia ante el caballo. Estos

_yaquis_ figuraban como enemigos de todos los gobiernos desde la йpoca

de Porfirio Dнaz, que cometiу el sacrilegio de implantar en sus tierras

el telйgrafo y el ferrocarril. Se dejaban convencer fбcilmente por los

revolucionarios, con la esperanza de que йstos les librasen de

innovaciones vergonzosas. En los combates eran los ъnicos que se batнan

avanzando.

La muchedumbre montada, al emprender su marcha todos los amaneceres,

veнa б los _yaquis_ tranquilos en su campamento, como si pensasen

quedarse allн. Cuando al llegar la noche, despuйs de una larga jornada б

caballo, se detenнan para descansar, encontraban instalados ya б los

mismos indios en el lugar designado de antemano, como si hubiesen

llegado volando y sin fatiga aparente. Puestos en cuclillas escuchaban

con atenciуn religiosa el repiqueteo de los tamborcillos pendientes de

las muсecas de sus jefes, instrumentos que servнan б la vez para sus

fiestas y para transmitir уrdenes.

La imagen de su esposa Guadalupe iba unida siempre б estos recuerdos de

la guerra. Al principio la mujer mostraba cierto pavor; el silbido de

las balas parecнa irritar sus nervios. Un dнa, para recoger б su hombre

herido, tuvo que lanzarse en pleno combate, y desde entonces considerу

poca cosa el intervenir en las operaciones de guerra.

Las «soldaderas» hablaban de ella como de una gloria de su sexo,

colocбndola al nivel de los jefes mбs cйlebres de la revoluciуn. Los

hombres, por galanterнa instintiva, admiraban su hazaсas, exagerбndolas,

como si nadie pudiese igualarlas. Todo el ejйrcito repitiу lo mismo al

hablar de los esposos Martнnez. «Йl es un buen soldado, un

valiente...pero como hay muchos. Ella vale mбs. ЎQuй mujer!...»

Su conducta durante la vida azarosa de marchas y campamentos contribuyу

б aumentar su fama. Guadalupe tenнa mal carбcter. Muchas veces, al

rozarse su automуvil con el de alguna generala--igualmente cargado de

colchones, sacos de ropa sucia, cuadrъpedos, aves y numerosos

chiquillos--, empezaban б insultarse ambas damas por si la una pretendнa

cortar el paso б la otra. La coronela, sin consideraciуn б su grado

inferior, recordaba б la generala las aventuras amorosas de su seсora

madre у la йpoca en que sus tнas lavaban la ropa de los soldados. Hasta

que el heroico Martнnez, avisado del incidente, acudнa б todo galope

para meter su caballo entre ambas furias.

Los hombres, al recordar que esta mujer se batнa lo mismo que ellos,

encontraban lуgico que se considerase superior б las otras, gordas aves

domйsticas que se habнan lanzado al campo para marchar detrбs de los

combatientes, escarbando con el pico el terreno de la lucha, en busca de

los residuos de la victoria.

Su fidelidad matrimonial era tambiйn muy admirada. Uno de los grandes

jefes habнa recibido de ella varios latigazos cierto dнa que osу algunos

atrevimientos con la amazona. El mismo personaje golpeado acabу por

arrepentirse, y б impulsos de la admiraciуn, fuй en adelante un

protector de Martнnez y de su esposa.

Cuando Doroteo llegу б general, sus envidiosos atribuyeron toda la

carrera del hйroe б la influencia de Guadalupe. «No es que sea menos

valiente que los demбs--decнan--; pero б causa de su compaсera, los de

arriba se fijan en sus acciones, que, realizadas por otros, quedarнan

ignoradas.»

Al terminar la guerra, cuando Martнnez pasу б ser defensor del gobierno

reciйn constituнdo, Guadalupe no quiso prolongar sus hazaсas militares.

Era ridнculo que la esposa de un comandante de operaciones saliese al

campo б perseguir б los rebeldes, muchos de los cuales habнa conocido

ella meses antes como amigos, teniйndolos por excelentes personas.

Renanciу a las costumbres violentas de campaсa, б los largos galopes, al

automуvil sucio y hasta б las palabrotas aprendidas en sus aсos de

existencia varonil. Fuй en adelante la «seсora generala» y quiso

rivalizar con Martнnez en esplendores de lujo.

Las gentes de la ciudad casi se sintieron cegadas por el resplandor de

las joyas que en ciertos dнas la cubrieron desde la garganta al vientre.

Doroteo habнa trabajado bien, lo mismo que todos los padres de familia

mezclados en la revoluciуn. No tenнa hijos, como los otros, pero tenнa

б Guadalupe; y siempre que en sus correrнas veнa algo vistoso y de

precio, sacaba el enorme revуlver de su funda, diciendo: «Esto para mi

vieja...y esto otro tambiйn.»

Total: que la esposa del hйroe de Cerro Pardo poseнa una colecciуn

enorme de alhajas, y los maliciosos las encontraban iguales б las que

habнan comprado en Londres y en Nueva York ciertas familias del Mйjico

anterior que andaban ahora vagabundas, lejos del paнs.

Guadalupe huнa de la ostentaciуn en los dнas ordinarios y se limitaba б

llevar simplemente media docena de sortijas de brillantes, un reloj con

pulsera de platino en una muсeca, otro igual en la muсeca opuesta y un

tercer reloj mбs grande colgando del cuello.

Asн se mostraba por las tardes б la admiraciуn pъblica, ocupando uno de

los ocho automуviles que poseнa el hйroe como recuerdo de sus campaсas.

Su paseo favorito era la calle central de la ciudad, una alameda con

бrboles seculares, de cuyas ramas pendнan б veces hombres ahorcados.

Eran ladrones, mestizos incorregibles que hurtaban gallinas, hortalizas

y otras cosas igualmente preciosas б pesar de los decretos del general.

Y Martнnez, que era enemigo inexorable del robo, les aplicaba sin

compasiуn la pena decretada por su dictadura revolucionaria.

Guadalupe casi tenнa una corte. Las damas del pasado rйgimen--la

aristocracia del paнs--la visitaban y adulaban, para defender de este

modo su tranquilidad y sus bienes. Los subordinados de su esposo, cuando

deseaban algo, preferнan pedнrselo б la generala, como si creyesen mбs

en su autoridad que en la de Martнnez. Ella los tuteaba con una bondad

superior. Volvнa б ser la compaсera de armas que se habнa encargado

muchas veces de guisar en el campo para su marido y todos los de su

Estado Mayor.

Recordaba con cierta nostalgia los aсos de guerra, pero tenнa por mejor

el tiempo actual. ЎOjalб no se acabasen nunca los insurrectos y su

marido fuese perpetuamente comandante de operaciones!...

Martнnez se sentнa menos contento en su interior. Empezaba б pesarle la

autoridad de su esposa. їDe quй le servнa haber llegado б hйroe

nacional, si Guadalupe le inspiraba un miedo superior б su voluntad? No

valнa la pena haber hecho una revoluciуn para verse privado de realizar

sus gustos.

Luego de pensar esto, miraba б su mujer largamente, con una reflexiva

atenciуn que ella no llegaba б adivinar, acostumbrada б tener en poco

todo lo de su marido. Aъn la encontraba hermosa б los treinta y tantos

aсos, lo mismo que cuando se casaron. Producto de varios cruzamientos de

espaсoles con indias, tal vez habнa ademбs en sus venas cierta parte de

sangre africana. Unos ojos grandes, hъmedos y ligeramente oblicuos; una

dentadura fuerte y deslumbrante entre los labios gruesos de rosa

obscuro; una carne pomposa y pбlida, y una cabellera exuberante, negra y

con tendencia б rizarse apenas la abandonaba el peine, eran los

componentes principales de su belleza.

Asн la viу Doroteo durante diez aсos, como si fuese una criatura

insensible al tiempo, y asн la hubiese visto siempre.

Pero un dнa se diу cuenta de que empezaba б disgregarse su armonнa

corporal, como si las tres sangres que existнan en ella se hubiesen

cansado de permanecer revueltas, aislбndose, para asomar cada una por

separado б la superficie. Sobre la tez blanca empezу б esparcirse una

especie de viruela subcutбnea, formada de puntos negros pequeснsimos,

como granos de pуlvora. En una mejilla y en otras partes menos visibles

se marcaban у desaparecнan, segъn los dнas, grandes manchas violбceas.

Era la madurez precoz de la criolla de diversos orнgenes. Ademбs, Ўsus

palabras rudas y violentas, su ignorancia, su deseo de mantenerlo

sometido, tratбndole despectivamente en presencia de las gentes!...

Martнnez viу todo esto de pronto, pero fuй porque acababa de encontrar

un tйrmino de comparaciуn en otra mujer.

III

Cuando Guadalupe deseaba dar broma al general en presencia de sus

contertulios, se expresaba asн:

--Este viejo, aquн donde ustedes lo ven, anda enamorado, loco, detrбs de

la _Gringuita_.

Cerrando una mano, le apuntaba con el dedo нndice, y aсadнa, amenazante:

--ЎQue te pille yo, y verбs lo que es bueno!

Pero б continuaciуn, considerando que la broma habнa durado bastante,

decнa con gravedad:

--La _Gringuita_ es una joven muy apreciable, que gana su vida y

mantiene б todos sus hermanos. Ademбs, Ўlo que sabe! Yo me quedo

asombrada escuchбndola. Parece mentira que una mujer pueda estudiar

tanto.... Perderнas el tiempo, viejo. Esa no te hace caso б ti.

Era hija de un maestro de escuela que habнa muerto el aсo anterior. Se

educaba en los Estados Unidos cuando esta desgracia la obligу б volver

al paнs, dejando incompletos sus estudios. Querнa servir de madre б sus

hermanos menores, que despuйs de muerto el padre, quedaban completamente

solos en la casa. Seis aсos de vida en Nueva York habнan desfigurado б

esta joven mejicana, dбndole otras costumbres y hasta un aspecto fнsico

completamente diferente.

Los personajes de la ciudad la protegнan, seducidos por sus finas

maneras y por la sencillez con que hablaba de unos estudios que sуlo

conocнan ellos de oнdas. La habнan colocado como maestra en una de las

principales escuelas y prometнan ayudarla en la realizaciуn de todas las

innovaciones que proyectaba.

Algunas solteronas feas y de carбcter agriado torcнan el gesto ante el

entusiasmo pedagуgico de los hombres.

--ЎClaro!... ЎLa _Gringuita_ es tan primorosa!...

Martнnez figuraba entre los protectores de la maestra.

--Yo soy un hombre de progreso, їsaben?--decнa al hablar de ella--; por

eso me interesan los proyectos de esa niсa que ha estudiado con los

_gringos_. Su pobre padre tuvo una excelente idea al enviarla б Nueva

York para que aprendiese lo que no sabemos nosotros. La aprecio mucho,

por su seriedad sobre todo. En cuanto б su hermosura, de la que tanto

hablan las malas lenguas, Ўpchs!...

El general hacнa un gesto de duda que casi llegaba б ser despectivo.

Tenнa razуn: la belleza de Dora no era extraordinaria. La maestrita

poseнa el encanto de la juventud, una juventud бgil y sana, mantenida

por los deportes y la higiene.

Pero lo que se callaba Doroteo era que йl la preferнa б las beldades del

paнs por lo mismo que resultaba distinta б todas. Como recuerdo de su

madre--una extranjera que se habнa casado en Mйjico con el maestro para

producir media docena de hijos y morirse inmediatamente--, tenнa el pelo

de un rubio ceniciento y los ojos verdes claros. En cambio, todas las

mujeres del paнs eran morenas pбlidas, con cabelleras de un negro

intenso.

Dora iba vestida con unos trajecitos baratos, sencillos y elegantes, que

el general habнa admirado muchas veces en los periуdicos ilustrados.

Tocaba el piano, cantaba en inglйs y tenнa la soltura y las formas

gimnбsticas de un muchacho.

La generala centelleaba de joyas, iba envuelta en sedas y bordados, como

la imagen de la Virgen patrona de la ciudad; llevaba peinetas altas como

torres sobre su apretada cabellera; tocaba la guitarra y prescindнa de

sentarse en los sillones y en todo mueble que tuviese brazos, por miedo

б no poder introducir entre ellos sus exuberancias dorsales.

Cuando la maestrita se ponнa bajo un rayo de sol, su cutis blanco

parecнa dorarse con la luminosidad de un vello finнsimo semejante al de

los frutos en sazуn. Igual habнa sido Guadalupe en otros tiempos, pero

ahora un bigote cada vez menos discreto empezaba б entenebrecer su boca.

El hйroe visitaba con frecuencia la escuela de Dora, lanzando discursos

б los niсos, en los que repetнa que la revoluciуn se habнa hecho

especialmente para el fomento de la enseсanza. Tambiйn se apresuraba б

entrar en el salуn de su mujer siempre que le avisaban que la maestrita

hacнa tertulia б doсa Guadalupe. Delante de la gente balbuceaba

preguntas sobre los progresos de los _gringos_, abriendo los ojos con

asombro cuando la joven le hablaba de la grandeza de su amada Columbia

University, en la que habнa pasado sus mejores aсos.

--Usted dirigirб una Universidad igual у parecida, seсorita: yo se lo

prometo. El gobierno darб los millones que se necesiten para

construirla. Y si no los da, soy capaz de.... En fin, їquй no harй yo

por la instrucciуn? їquй no harй por...?

Iba б aсadir «por usted», pero se detenнa mirando б la pomposa generala.

Luego, por un deseo irresistible de establecer comparaciones, comenzaba

б admirar con ojos disimulados la belleza especial de esta joven que

parecнa un muchacho con faldas, sintiendo al mismo tiempo en su paladar

el sabor бcido y picante de un fruto todavнa verde.

Tuvo que abstenerse de sacar б bailar б la maestrita cuando se

celebraban fiestas en la Comandancia.

--ЎPobre viejo!--le decнa Guadalupe--. їNo ves que aburres б esa pobre

seсorita? Ademбs, la gente se rнe un poco de ti.

ЎReнrse del hйroe de Cerro Pardo!... Que probasen б hacerlo francamente,

y йl enviarнa б los burlones б dar una vuelta por el _foyer_ del teatro,

donde funcionaba el Consejo de guerra siempre que lo exigнa la salud de

la patria.

Una maсana, con los ojos hinchados por el insomnio, le entregу un papel

б su secretario.

--Sandoval, dнgame quй le parece. Cuando yo era muchacho y aъn no habнa

aprendido б leer, inventй muchos versos como йstos, mientras punteaba la

guitarra. Usted pondrб lo que les falte: yo entiendo poco en eso de la

ortografнa. їQuй me dice de ellos?

El poeta se acordу de dos ocasiones en que el hйroe, irritado por su

franqueza, le habнa dado varias bofetadas, manifestando luego su

arrepentimiento con valiosos regalos. Olvidу los regalos para acordarse

ъnicamente de los golpes, y tuvo prisa en manifestar su entusiasmo por

los versos. Eran de amor, й iban dirigidos б una mujer cuyo nombre

quedaba en el misterio, pero el secretario la reconociу desde la primera

estrofa.

--Publнquelos maсana mismo en el mejor sitio de mi diario oficial. Como

firma, la misma que llevan: _El caballero de la ardiente mirada_. Es un

apodo que encontrй en no sй quй novela, y me gustу tanto, que lo he

guardado para mн.

Sandoval quiso marcharse con los versos, pero el autor todavнa le diу

otra orden.

--Maсana escriba б mбquina un anуnimo para la persona que usted sabe, y

dнgale que _El caballero de la ardiente mirada_ y el general Martнnez

son una misma persona.

No considerу suficiente esta indiscreciуn, en vista de la serena

indiferencia de la maestra, y pocos dнas despuйs hizo una visita б la

escuela, declarando б Dora de pronto todos los deseos, las esperanzas y

las contrariedades que formaban lo que йl llamaba «el mayor amor de mi

vida».

--ЎOh, general!... ЎHaberse fijado en una pobrecita como yo!...

Parecнa prуxima б desmayarse de sorpresa, como si nunca hubiese

sospechado esta pasiуn, extraсбndose de ella con toda la ingenuidad de

que es capaz el disimulo femenil. Pero hacнa meses que se habнa dado

cuenta del enamoramiento del hйroe, riendo б solas de sus tнmidas

insinuaciones.

En vano Martнnez hablу de su amor. La maestrita movнa la cabeza

negativamente. La existencia no era para ella una sucesiуn de delicias.

Graves deberes la obligaban б mirar las cosas con seriedad. Era pobre:

debнa mantener y educar б sus hermanos.

--Yo me casarй con usted--dijo Martнnez con un tono dramбtico, como si

arrostrase el mayor de los peligros--. Comprenderб usted que he pensado

en eso antes de hablarla. Usted no es una «pelada»; usted es una

seсorita, una profesora que ha estudiado, y yo respeto mucho б las

personas cientнficas....

Luego aсadiу triunfalmente:

--Por algo nos hemos batido en la revoluciуn, para algo hemos

establecido el divorcio.

Los enemigos de la revoluciуn afirmaban que era mбs urgente que el

divorcio dar una ley obligando б las parejas б casarse, pues la mayorнa

de las gentes del paнs, para evitar gastos y molestias, prescindнan de

las formalidades del matrimonio, viviendo en estado natural, como sus

ascendientes. Pero Doroteo se sentнa ahora satisfecho de haber dado su

sangre por el triunfo del divorcio.

Dora no participaba de este entusiasmo. Pareciу asustarse de verdad,

temblando ante la idea de casarse con Martнnez, mбs aъn que si йste

hubiese intentado una violencia contra ella.

--ЎQuй horror!... ЎDivorciarse usted de la generala!... ЎTener yo por

enemiga б doсa Guadalupe!...

Sуlo la suposiciуn de que la amazona gloriosa pudiera perseguirla con su

venganza hacнa temblar las piernas de la maestra. El general participу

por reflejo de esta inquietud. Su Guadalupe era realmente temible, pero

esto no podнa impedir que empezase б odiarla. їHasta cuбndo iba б sufrir

su despotismo?...

Los meses sucesivos fueron de desaliento para el hйroe. Dora evitaba los

encuentros con йl, apelando б ciertas astucias que el general no podнa

prever.

Cada vez la deseaba con mayor vehemencia. En ciertos momentos volvнa б

resucitar el guerrillero en el interior del comandante en jefe de

operaciones.

їNo le era fбcil robar б la profesora y llevбrsela al campo? Йl tenнa

entre su gente muchos hombres de confianza. Pero б continuaciуn se

acordaba de sus enemigos, de los periуdicos de la capital, de que Dora

era «una persona cientнfica» y el asunto meterнa ruido. ЎUn partidario

de la instrucciуn y del progreso robando б una seсorita del

profesorado!... Ademбs, pensaba en doсa Guadalupe, que seguнa repitiendo

su cariсosa amenaza, pero cada vez con tono menos cordial, erizбndosele

un poco el mostacho, apuntбndole con un нndice como si le apuntase con

un revуlver. «ЎQue te pille yo, y verбs lo que es bueno!»

Por otra parte, las gentes empezaban б murmurar que la _Gringuita_ tenнa

un novio. Era un joven de la localidad, que rivalizaba con Sandoval en

la confecciуn de versos «б la moderna» y ademбs hacнa discursos contra

el gobierno. Su pobreza resultaba igual б la de Dora, pero esto no

impedirнa que se casasen muy pronto. ЎY mientras tanto, йl, hйroe

nacional, gobernante omnipotente, tendrнa que mantenerse impasible al

lado de su doсa Guadalupe! ЎIra de Dios! їPara esto habнa hecho la

revoluciуn?...

Los sucesos polнticos le obligaron б olvidar momentбneamente sus

tristezas amorosas. El «viejo barbуn» fuй derribado de la presidencia de

la Repъblica por varios generales, antiguos amigos de йl y de Martнnez.

Йste, б pesar de sus preocupaciones, supo inclinarse instintivamente del

lado de los que iban б triunfar.

Cuando asesinaron б Carranza, el heroico Doroteo se encontrу en

excelentes relaciones con los vencedores y tan comandante de operaciones

como en el gobierno anterior. Pero Ўay! su alto cargo tal vez iba б

quedar anulado por innecesario.

Los diversos partidos que infestaban el paнs de insurrectos en armas

parecнan haber ajustado una tregua junto al cadбver de Carranza. Todos

mostraban un tбcito deseo de someterse al nuevo gobierno, para hacer ver

al mundo que en Mйjico es posible la paz, aunque sуlo sea por una

temporada.

Los guerrilleros rebeldes se iban presentando б Martнnez y б otros

generales. Hasta Pancho Villa, el eterno insurrecto, se sometiу б los

nuevos personajes instalados en la capital, pero con una sumisiуn

orgullosa y magnнficamente retribuida. Le daban un millуn de pesos, le

pagaban los atrasos de toda su gente, y ademбs le permitнan que se

estableciese en un pueblo, rodeado de sus mбs seguros partidarios. Lo

importante era hacer ver en el extranjero que ya no quedaba ningъn

insurrecto.

Martнnez se irritу al enterarse de lo que le regalaban б su antiguo

maestro, como si esto representase una injusticia para йl.

--Sea usted leal--decнa con amargura--, mantйngase disciplinado, y no le

darбn nada.... ЎPensar que no me he sublevado nunca y siempre he estado

con los gobiernos!

Doсa Guadalupe se preocupaba mбs aъn que su esposo del nuevo estado

polнtico. Los gobernantes de ahora eran compaсeros de revoluciуn б los

que no habнan visto en varios aсos. Era preciso buscar un puesto de

reposo bien retribuнdo, hasta que hubiesen otra vez insurrectos en el

campo y jefaturas de operaciones. La verdadera historia de Mйjico no iba

б cortarse para siempre.

Pensу en la conveniencia de que Martнnez hiciese un viajecito б la

capital para reanudar amistades. Luego dudу de sus condiciones para este

trabajo. Era mejor que fuese ella. Precisamente su protector de los

tiempos revolucionarios, aquel personaje del que habнa tenido que

defenderse con el lбtigo, figuraba entre los gobernantes provisionales

y era uno de los que aspiraban б la presidencia de la Repъblica.

Los periуdicos de la capital anunciaron la llegada de la generala

Martнnez, «digna compaсera del hйroe de Cerro Pardo»; y pocos dнas

despuйs ocurriу el hecho inaudito, inexplicable, que produjo mбs emociуn

y extraсeza traсeza en el paнs que la mayor parte de las revoluciones

anteriores.

Una maсana, los habitantes de la ciudad gobernada por Martнnez vieron

agruparse en el paseo de la Alameda y la plaza principal varios

centenares de jinetes con grandes sombreros y la carabina apoyada en un

muslo. Los jefes gritaban indignados:

--ЎHan violado la Constituciуn!...

Los transeъntes empezaron б correr para meterse en sus casas. Que

hubiesen violado б la Constituciуn les importaba poco. La pobre estaba

hecha б estas pruebas y podнa considerarse la persona mбs violada de

todo Mйjico. En su vida no habнa servido para otra cosa. Pero la gente,

que se imaginaba vivir libre por algъn tiempo de la calamidad de las

sublevaciones militares, huнa miedosa al ver que volvнan б empezar.

Martнnez, con botas altas, dos revуlveres al cinto y su gran sombrero

campesino de fieltro adornado con el бguila de general, escuchaba б su

jefe de Estado Mayor.

--Todo estб listo. Nuestra gente se muestra conforme. Ya se aburrнa de

tanta paz. їQuй grito damos?

--«ЎHan violado la Constituciуn! ЎAbajo el gobierno!»--dijo gravemente

el caudillo.

--Eso ya lo hemos gritado, general. Pero falta un viva. їA quiйn le

damos viva?

Martнnez se rascу la cabeza por debajo del sombrero.

--No sй.... Esperemos. Hay que pensarlo. Yo verй quй personaje quiere

ponerse б la cabeza de nuestra revoluciуn. No faltarб alguno. Debemos

salvar la patria.

Por el momento, los sublevados sуlo pudieron gritar: «ЎHan violado la

Constituciуn!» Pero ellos, por su parte, tambiйn deseaban violar algo; y

como en toda sublevaciуn mejicana bien ordenada y que se respeta,

empezaron por asaltar, carabina en mano, las tiendas de los extranjeros

у б derribar sus puertas si estaban cerradas, llevбndose el dinero y los

gйneros. Ademбs, golpearon й hirieron б unos cuantos olvidadizos del

pasado que se atrevнan б protestar y hablaban de sus cуnsules, como si

las revoluciones de los aсos anteriores no les hubiesen enseсado nada.

Los soldados querнan terminar pronto su trabajo. Estaban enterados del

programa de todo general que se subleva en una ciudad. Lo primero es

marcharse antes de que lleguen las fuerzas mejor organizadas que

guarnecen la capital con toda su artillerнa. Despuйs vuelven б ella si

han adquirido nuevas fuerzas en el campo.

Lo mismo ocurriу esta vez. Doroteo Martнnez se fuй de la ciudad con sus

«leales»; pero como necesitaba consolarse de que hubiesen violado б la

Constituciуn, se llevу б viva fuerza б Dora. Sus hermanitos lloraron

mostrando los puсos impotentes б un automуvil en el que gritaba y se

agitaba la maestrita sin poder librarse de sus raptores.

Todo el resto de la naciуn se asombrу tanto como el vecindario de la

ciudad. Una sublevaciуn no tenнa nada de extraordinario. En diez aсos no

se habнa visto otra cosa. їPero sublevarse Martнnez, que siempre habнa

estado de acuerdo con los que mandaban?...

En el Palacio de Mйjico, el presidente provisional, los ministros y los

personajes que dirigнan al gobierno se miraban con extraсeza al comentar

este acto inexplicable.

--Pero їquй le ha dado б ese hombre?... їQuй es lo que busca?... Si

deseaba algo, no tenнa mas que haberlo pedido.

El asombro les hacнa suponer fuerzas ocultas y temibles detrбs del

sublevado. Algunos hablaron de meter inmediatamente en la cбrcel б

varios personajes de la capital para someterlos б un Consejo de guerra.

El poderoso caudillo que pasaba por ser el protector de Martнnez y de su

esposa parecнa mбs indignado que los otros, para librarse de este modo

de toda sospecha de complicidad.

Precisamente cuando hablaba de la conveniencia de fusilar б un hombre

que no se habнa sublevado nunca y sуlo se decidнa б hacerlo cuando los

antiguos insurrectos acordaban mantenerse en paz, anunciaron б la

generala Martнnez.

Entrу doсa Guadalupe. Muchos de los presentes, que eran jуvenes y tenнan

aficiones literarias, creyeron ver la imagen de la Venganza. Parecнa con

mбs bigote; los ojos le brillaban de tal modo, que era difнcil mirarla

de frente. Sobre la torre de su cabellera temblaba un gran sombrero de

terciopelo que habнa sustituido momentбneamente б la gran peineta de su

vida de salуn.

--їLe parece б usted bien lo que ha hecho ese imbйcil?--gritу el

protector antes de saludarla--. їNo merece que...?

Pero se detuvo, impresionado por el aspecto de la generala. Nunca la

habнa visto tan interesante: ni aun cuando se defendiу de йl con el

lбtigo.

--Vengo б pedir al gobierno--dijo solemnemente la amazona--que me dй el

mando de un batallуn. Yo me encargo de batir б ese sinvergьenzуn.

Y aсadiу que lo traerнa allн mismo, atado con una cinta de sus enaguas.

El presidente, los ministros y demбs personajes empezaron б mirar con

cierto interйs risueсo б la generala, dejando б su compaсero la tarea de

contestarle.

--ЎCalma, doсa Guadalupe!--dijo йste--. Hablemos en serio. Un batallуn

no se le entrega б una mujer.

--Entonces, pido que se me permita marchar con las fuerzas que saldrбn б

perseguirle. Ya sabe usted que yo he hecho la guerra. Deseo ir como

simple soldado.

El personaje intentу desviar la conversaciуn, para no repetir su

negativa.

--Pero їpor quй se ha sublevado ese hombre? їQuй mal le ha hecho el

gobierno?...

La generala contestу con un gesto de extraсeza. їQuй tenнa que ver el

gobierno en tal asunto?... Luego, sus ojos se humedecieron con lбgrimas

de cуlera. Su voz se puso ronca y apretу los puсos:

--ЎSi йl los quiere mucho б todos ustedes!... Acabo de hablar con

personas que vienen de allб, y sй bien lo que digo. No; ese canalla no

se ha sublevado contra el gobierno. Se ha sublevado ъnicamente contra

mн.... ЎContra mн, que soy su mujer!

EL EMPLEADO DEL COCHE-CAMA

I

A las once de la noche, en el expreso Parнs-Roma, el empleado procede б

la operaciуn de convertir en lechos el asiento y el respaldo del

departamento que ocupo.

Mientras golpea colchonetas y despliega sбbanas, empieza б hablar con la

verbosidad de un hombre condenado б largos silencios. Es un expansivo

que necesita emitir sus ideas y sus preocupaciones. Si yo no estuviese

de pie en la puerta, hablarнa con las almohadas que introduce б

sacudidas en unas fundas nuevas, sosteniendo su extremo entre los

dientes.

--Triste guerra, seсor--dice con la boca llena de lienzo--. ЎAy, cuбndo

terminarб! Mi hijo...mi pobre hijo....

Es mбs viejo que los empleados de antes; no tiene el aire del _steward_

abrochado hasta el mentуn que acudнa en tiempo de paz al sonido del

timbre con un aire de _gentleman_ venido б menos, de Ruy Blas que guarda

su secreto. Mбs bien parece un obrero disfrazado con el uniforme de

color castaсa. Es robusto, cuadrado, con las manos rudas y el bigote

canoso. Habla con familiaridad; se ve que no le costarнa ningъn

esfuerzo estrechar la diestra de los viajeros. Su hijo ha muerto; su

yerno ha muerto; los dos eran empleados de «la compaснa», y los seсores

de la Direcciуn le han dado una plaza para que mantenga б sus nietos. El

personal escasea; ademбs, йl conoce el italiano, por haber trabajado

algъn tiempo en un arsenal de Gйnova.

--Yo era antes torneador de hierro--dice con cierto orgullo--, obrero

consciente y sindicado.

Una leve contracciуn de su bigote, que equivale б una sonrisa amarga,

parece subrayar este recuerdo del pasado. ЎQuй de transformaciones!

Luego, el viejo socialista aсade б guisa de consuelo:

--Hay que tomar el tiempo como se presenta. Algunos «camaradas» son

ahora ministros en compaснa de los burgueses, para servir al paнs. Yo

hago la cama б los ricos, para que coma mi familia.... ЎAy, mi hijo!

Adivino su deseo de echar mano б la cartera que lleva sobre el pecho

para extraer cierto pliego mugriento y rugoso. Ya me leyу dos pбginas

media hora despuйs de haber subido al vagуn. Es la ъltima carta de su

hijo, enviada desde las trincheras. Conozco igualmente la historia del

muerto: un mozo esbelto, de rubio bigote y finos ademanes, que atraнa

las miradas de las viajeras solas, haciйndolas reconocer la injusticia

de la suerte, que reparte sus bienes sobre la tierra con escandalosa

desigualdad. Le hirieron en Charleroi, y curу б los quince dнas; luego

volvieron б herirle en el Yser, y pasу dos meses en cama; finalmente lo

alcanzу un obъs en un combate sin nombre, en una de las mil acciones

obscuras por la posesiуn de unos cuantos metros de zanja. El padre

consiguiу verlo, una sola vez, en un hospital de Parнs. En realidad no

lo viу, pues sуlo tuvo ante sus ojos una bola de algodones y vendajes

sobre una almohada; un fajamiento de momia, del que partнan ronquidos

de dolor y una mirada vidriosa y resignada.

--Le habнan destrozado la mandнbula, seсor; no podнa hablar. El crбneo

tambiйn lo tenнa roto.... Y ya no le vi mбs. Ahora lo tengo en un

cementerio cerca de Parнs, y voy б visitarle siempre que estoy libre de

servicio.

No llora, no puede llorar. Su dolor, en vez de escaparse б travйs de los

ojos, se esparce por el cerebro, corre entre las cordilleras de los

lуbulos, se desliza como humo de suave locura por las revueltas

callejuelas de sus anfractuosidades. Empieza б mostrar la pesadez del

maniбtico, hablando б todos del muerto; ve el universo entero б travйs

de su hijo.

A pesar de esto, se da cuenta de que yo deseo dormir y deja para el dнa

siguiente la repeticiуn de su historia, siempre nueva й interesante para

йl. «ЎBuenas noches!» Media hora despuйs, tendido en la obscuridad, oigo

en el inmediato pasillo su voz que domina el chirrido de los ejes, la

melopea de oleaje costero que lanzan las ruedas, los saltos crujientes

del vagуn, iguales б los de un camarote de trasatlбntico. Habla con unos

oficiales ingleses que van б embarcarse en Brindis; les lee la ъltima

carta de esperanza. Los cortos espacios de silencio traen hasta mi,

caprichosamente, algunos renglones, como pedazos de papel arrastrados

por el huracбn: «Papб: cuando termine la guerra....»

II

Alguien ha anonadado con su presencia б los que ocupamos el resto del

vagуn. Los oficiales ingleses, con todas las condecoraciones que adornan

sus pechos y su tez curtida por el sol de exуticas campaсas, no

existen; unas condesas italianas, que han de bajar en Turнn y ostentan

coronas en los forros de sus maletas, quedan como aplastadas en su

compartimiento; yo doy gracias humildemente al igualitario progreso de

los tiempos actuales, que me permite dormir separado por un tabique de

madera de la persona que descansa en la pieza inmediata.

Dos seсoras vestidas de negro han subido en Parнs. Un grupo de hombres

ha permanecido en el andйn hasta el ъltimo instante mirбndolas con mudo

respeto: unos en traje civil, de sobria elegancia, esbeltos, bien

afeitados, con un monуculo bajo la ceja arqueada, secretarios y

agregados de la Embajada britбnica; otros con uniforme de marino, pero

uniforme de batalla, sin faldones, sin dorados, apoyбndose en un

bastoncillo de paseo, ostentando en la visera de la gorra el reborde de

laureles que distingue б los jefes superiores.

Circula por el vagуn el nombre de una de las viajeras. Es una duquesa de

la corte de Inglaterra, una amiga de la difunta reina Victoria,

cincuenta aсos de historial britбnico encerrados en un cuerpo que debiу

ser hermoso y ahora aparece algo hinchado por la edad y plebeyamente

enrojecido. Una corona de cabellos blancos suaviza la tez subida de

color; los ojos son los ъnicos que conservan en su majestuoso azul el

reflejo de la pasada gloria. Lleva un gorrito albo y encaсonado debajo

del luengo velo de luto. Su acompaсante es mбs alta, mбs estirada, menos

accesible, como si recogiese en su enjuta persona de dama de compaснa

todo el orgullo y la altivez de que se despoja la seсora. La duquesa

sonrнe ante la solicitud demasiado expansiva del empleado del vagуn,

mientras la honorable domйstica la acoge con un gesto duro y frнo.

Antes de dormirme, desfilan por mi memoria los recuerdos que guardo de

esta anciana cйlebre que estб tendida б cincuenta centнmetros de mi

cuerpo. La veo como la vi muchas veces en los grabados de las

ilustraciones inglesas, con su diadema de brillantes y el pecho

constelado de joyas y condecoraciones, asistiendo б las fiestas de su

regia amiga, б sus jubileos de estrйpito universal, б las coronaciones

de su hijo y de su nieto. Es pairesa no sй cuбntas veces. Posee calles

enteras de Londres; vastos parques donde corre el zorro perseguido por

un tropel de jinetes de casaca roja que galopan entre rugidos de

trompas; castillos en Escocia al borde de lagos verdes que hacen

recordar las novelas de Wбlter Scott; vastas posesiones en Irlanda que

sirvieron algunas veces de nocturno escenario б las hazaсas de los

fenianos de negro antifaz. Su primer marido fuй virrey de las Indias, y

ella recibiу el homenaje de las muchedumbres pбlidas y misteriosas en lo

alto de un elefante blanco, dentro de un templete de filigrana de oro

semejante б un relicario. Su segundo esposo presidiу ministerios y

arreglу los destinos del planeta hablando hasta media noche en la Cбmara

de los Comunes ante los hombres que simbolizan la majestad de Inglaterra

con el sombrero calado y los pies en el respaldo del banco anterior. Dos

lores discнpulos de Jorge Brumell murieron por ella. Uno se pegу un tiro

teniendo ante su boca un paсuelo de blondas, lo ъnico que habнa

conseguido de la gentil duquesa. Otro, desesperado, se hizo pastor

metodista y fuй б evangelizar ciertas islas de Oceanнa, donde su primer

sermуn terminу en hoguera y festнn de canнbales. Esta dama empequeсecida

por los aсos, gorda y de mejillas rojas y brillantes como manzanas, ha

cazado el tigre en Asia, el hipopуtamo y el leуn en Бfrica, tiene un

yate que es casi un trasatlбntico, en el que ha vivido aсos enteros, y

no encuentra en toda la superficie del globo un lugar que tiente su

curiosidad.

Antes de partir el tren, el empleado del vagуn sabнa ya el motivo que ha

arrancado б la duquesa de su castillo cerca de Londres, haciйndola

atravesar Parнs de estaciуn б estaciуn.

--Va б Brindis--me ha dicho--para recibir el cadбver de su nieto, un

aviador que acaba de morir en los Dardanelos.

III

Algo entrada la maсana salgo al pasillo. Los vidrios de las ventanas

estбn opacos б causa del frio exterior. Por los regueros que traza el

vaho al licuarse se ven montaсas altнsimas y blancas, bosques de hayas

encaperuzadas de algodуn, caserнos que tienen gruesos planos nos de

nieve sobre las vertientes de sus tejados. Estamos atravesando la Saboya

francesa; subimos, con bruscas alternativas de lobreguez de tъnel y

picante luz de nieve, las laderas de los Alpes. Nos aproximamos б

Italia.

El viejo habla con la dama de compaснa, que parece humanizada por la

emociуn. Tiene aъn en la mano la carta mugrienta y trбgica, que acaba de

leer una vez mбs.

Cuando vuelvo de tomar el desayuno en el vagуn-restorбn, le encuentro

solo. Me habla de la gran dama, que ocupa todo un departamento, y de su

acompaсante, que viaja con tanto desahogo como la seсora. ЎEl dinero

que debe tener esta duquesa!... Y sin embargo, sufre lo mismo que йl:

mбs aъn tal vez. Йl tiene su hija, los hijos de su hija, y los tres

niсos que ha dejado el hйroe obscuro cuya carta lee б todos. La gran

seсora no tiene б nadie en la tierra. Su nieto era el ъnico heredero de

su nombre y su fortuna. Las pairнas, los millones, van б pasar б lejanos

parientes.

Me seсala una gran caja de cartуn que ocupa derecha todo el espacio

entre dos puertas. La ha entreabierto poco antes la dama de compaснa.

Contiene una corona que cubrirб en Brindis el fйretro del aviador al ser

descendido б tierra.

--ЎUna maravilla!--dice--. La ha comprado en Londres esa seсora alta y

enjuta. Hay en ella palmas y flores, muchas flores, que parecen de

verdad. Se podrнa adornar con ellas un centenar de sombreros de precio.

El antiguo obrero «consciente» reaparece б travйs de esta admiraciуn.

--ЎAh, el dinero!... Hasta en la muerte nos separa. ЎY pensar que cuando

yo visito б mi pobrecito hijo sуlo puedo llevarle ramos de violetas de б

diez cйntimos!...

Veo б la duquesa al pasar ante la puerta de su camarote. Estб erguida en

su asiento, con la capota blanca y negra, de la que pende un largo velo,

enguantada, rнgida, lo mismo que la vi en la noche anterior, como si no

hubiese dormido. Contempla el nevado paisaje que pasa veloz por las

ventanillas; pero su pensamiento se halla lejos.

Me entrego б la lectura, y de pronto me distrae un rumor de voces en el

departamento inmediato. Es el empleado que habla y la duquesa que habla

igualmente. Adivino fragmentos de la carta del pobre muerto: «Confianza,

papб. Aъn quedan para nosotros dнas felices....» La curiosidad me hace

transitar por el pasillo. El viejo estб de pie, con la gorra puesta,

como corresponde б un hombre que viste uniforme. La gran seсora ha

perdido el arrebol de su fresca vejez; amarillea, se lleva б los ojos

las puntas de un guante. Tal vez es ella la que ha llamado al hombre, al

conocer su historia por el relato de su acompaсante; tal vez el viejo se

ha introducido en su camarote, con el atrevimiento del dolor.

Vuelvo б oнr desde mi asiento el rumor de sus voces. Ahora es la duquesa

la que lee, lentamente, con las vacilaciones que acompaсan б una

traducciуn. Tiene en las manos la ъltima carta de su nieto; y el

empleado, que no puede llorar, lanza ronquidos de pena cuando la voz de

la duquesa hace una pansa. Su entusiasmo y su dolor ignoran la manera

correcta de manifestarse: «ЎNombre de Dios, quй mozo!... Y pensar que

estos son los que mueren, y quedamos nosotros, seсora, que no servimos

para nada.»

Vuelvo б pasar ante la puerta abierta. El viejo se ha sentado junto б la

gran dama, que llora en silencio. Sus manazas toman instintivamente, sin

saber lo que hacen, la diestra enguantada y fina, oprimiйndola

cariсosamente.

--ЎAh, seсora duquesa!...

La voz suena respetuosa y tнmida, pero sus manos y sus ojos son

confianzudos y tiernos. Habla con ella lo mismo que si fuese una comadre

llorosa de su barrio, abrumada por una noticia fatal. Decididamente la

guerra ha trastornado todas las organizaciones. Los socialistas son

ministros y los viejos obreros revolucionarios acarician las manos de

las duquesas que lloran. Nos aproximamos б la frontera italiana. Veo el

chamberguito con pluma de gallo y el ferreruelo gris de los cazadores

alpinos. El tren refrena su marcha ante las primeras casas de la

estaciуn de Modаne. Vamos б cambiar de vagуn. El empleado, con un

esfuerzo doloroso, vuelve б la realidad y corre de un lado б otro para

devolver sus billetes б los pasajeros. Yo le doy cinco francos. «Muchas

gracias.» Y me abandona, sin bajar siquiera las maletas que estбn en la

cornisa de red. Los oficiales britбnicos no le dan nada. El inglйs

supone que cada hombre recibe la recompensa de su trabajo, y no quiere

ofenderle con una limosna llamada propina. Las condesas de las mъltiples

coronas le entregan con gesto teatral una pieza de dos liras, y йl se la

guarda sin mirarla. Toda su atenciуn estб concentrada en el servicio de

la duquesa. Llama б los mozos de la estaciуn, les va pasando los bultos

del equipaje, desciende al muelle para vigilar cуmo los apilan en una

carretilla. La gran seсora se aproxima para decirle adiуs, y йl le

estrecha la mano, ante los ojos escandalizados de la acompaсante.

Algo siente entre los dedos que le estremece y le hace mirar su mano. La

duquesa conoce la parsimonia de su acompaсante, encargada de los

pequeсos desembolsos, y es ella la que da la propina. ЎCien francos!...

El viejo duda ante el billete, ve б los nietos, ve б su hija que trabaja

del amanecer б media noche, pero luego lo rechaza.

--ЎAh, no, seсora duquesa!

Йl es de su mundo, y su mundo tiene reglas de hidalguнa y buena

educaciуn como cualquiera otro. A nosotros pueden tomarnos el dinero;

somos extranjeros que pasan indiferentes junto б su persona. Pero no

aceptarб un cйntimo por servir б un camarada, б un amigo con el que ha

chocado el vaso. Y йl ha bebido con la gran seсora; han saboreado juntos

el vino de la tristeza y del consuelo, han tocado sus copas rebosantes

de dolor. Adivina ella estos sentimientos confusos con su delicadeza de

alta dama, y no insiste, volviendo б guardarse el billete. Habla en

inglйs, y su acompaсante, con visible molestia, toma de la carretilla

una gran caja de cartуn, la corona admirada, y se la entrega al viejo.

--Para su hijo, para la tumba del hйroe.

Y se aleja majestuosa б pesar de su ancianidad, marchando por el andйn

como si fuese una galerнa de la corte.

El empleado queda al pie del vagуn, con los brazos ocupados por la caja,

sufriendo la vergьenza de no poder ocultar sus lбgrimas, que se deslizan

hasta el duro bigote.

--ЎSeсora duquesa!... ЎAh, seсora duquesa!

LOS CUATRO HIJOS DE EVA

I

Iba б terminar la siega en la gran estancia argentina llamada «La

Nacional». Los hombres venidos de todas partes para recoger la cosecha

huнan del amontonamiento en las casas de los peones y en las

dependencias donde estaban guardadas las mбquinas de labranza con los

fardos de alfalfa seca. Preferнan dormir al aire libre, teniendo por

almohada el saco que contenнa todos sus bienes terrenales y les habнa

acompaсado en sus peregrinaciones incesantes.

Se encontraban allн hombres de casi todos los paнses de Europa. Algunos

eternos vagabundos se habнan lanzado б correr la tierra entera para

saciar su sed de aventuras, y estaban temporalmente en la pampa

argentina, unos cuantos meses nada mбs, antes de trasladar su existencia

inquieta б la Australia у al Cabo de Buena Esperanza. Otros, simples

labriegos, espaсoles у italianos, habнan atravesado el Atlбntico

atraнdos por la estupenda novedad de ganar seis pesos diarios por el

mismo trabajo que en su paнs era pagado con unos cuantos cйntimos.

Los mбs de los segadores pertenecнan б la clase de emigrantes que los

propietarios argentinos llaman «golondrinas»; pбjaros humanos que cada

aсo, cuando las primeras nieves cubren el suelo de su paнs, abandonan

las costas de Europa, levantando el vuelo hacia el clima mбs cбlido del

hemisferio meridional. Trabajan duramente verano y otoсo, y cuando el

viento pampero empieza б azotar las llanuras, asustados por la

proximidad del invierno, regresan б los lugares de procedencia, donde la

tierra empieza б despertar entonces bajo las primeras caricias

primaverales.

Cada aсo vuelven, apretados como un rebaсo en la proa de los mugrientos

vapores de emigrantes, para trabajar en las estancias y reunir sus

economнas, soсando incesantemente con el lejano paнs. Parecen resbalar

sobre el suelo de la Repъblica Argentina, sin hacer el menor esfuerzo

para arraigarse en йl. Una vez terminada la recolecciуn, huyen, llevando

en la faja el producto de su trabajo y dispuestos б volver al aсo

siguiente.

La hora de la cena era el mejor momento de la jornada para los segadores

de «La Nacional». Se reunнan en grupos, atraнdos por el vнnculo del

origen comъn у por el encanto personal de la simpatнa. Cenaban al aire

libre, sentados en el suelo alrededor de la marmita humeante. Aunque las

noches fuesen cбlidas, encendнan hogueras, buscando la protecciуn de las

llamas y del humo contra los feroces mosquitos, dominadores de la

llanura.

Algunos segadores que poseнan un poder instintivo de dominaciуn trataban

б sus camaradas como jefes. Dentro de estos grupos que, procedentes de

diversos lagares de la tierra, habнan venido б juntarse en un rincуn de

la Amйrica del Sur, todos los procedimientos de selecciуn social y las

lentas evoluciones que modelan б un pueblo se realizaban en pocos dнas.

Los que habнan nacido para el mando у los que se distinguнan de sus

camaradas por cualquier don especial se elevaban rбpidamente sobre

ellos. Unos eran respetados por su coraje, otros por su palabra

oratoria, otros por su experiencia.

El tнo Correa, un vejete enjuto, descarnado, pero todavнa fuerte б pesar

de su edad, era el orбculo de los segadores espaсoles. Su conocimiento

profundo de los hombres, sus consejos astutos, su larga familiaridad con

la Repъblica Argentina, donde trabajaba hacнa treinta aсos, le

proporcionaban una sуlida reputaciуn.

Era una especie de patriarca para sus compatriotas--especialmente para

los reciйn llegados--, y йl se aprovechaba de tal prestigio escogiendo

el mejor lugar cerca del caldero, cuando llegaba la hora de la cena, y

el rincуn mбs cуmodo para dormir. Tambiйn eludнa los trabajos pesados,

confiбndoselos б alguno de sus fervientes admiradores.

Un anochecer, despuйs de la cena, el tнo Correa, sentado en el suelo,

contemplaba su plato de metal ya vacio, dando chupadas al mismo tiempo б

un cigarro que se resistнa б arder.

Su camisa entreabierta dejaba б la vista la desnudez de un pecho

cubierto de espesa pelambrera gris. En torno de йl, unos veinticinco

segadores espaсoles formaban corro sentados en el suelo, y los ъltimos

fulgores de la hoguera se reflejaban en sus rostros barnizados por la

causticidad del sol.

Algunas estrellas empezaban б titilar sobre la pъrpura de un cielo

ensangrentado por el ocaso. Los campos se extendнan pбlidos, con los

contornos esfumados por la incierta luz del anochecer. Los habнa que

estaban ya segados y exhalaban por sus heridas todavнa abiertas el calor

almacenado en su seno. Otros conservaban su onduloso manto de espigas,

que empezaba б estremecerse bajo los primeros soplos de la brisa

nocturna. Las mбquinas agrнcolas se destacaban sobre el rojo sombrнo del

horizonte como animales monstruosos que empezasen б surgir de las

profundidades de la noche. Los tractores automуviles y las trilladoras

parecнan tomar en la obscuridad creciente los mismos contornos de los

seres gigantescos que habнan corrido por estas llanuras en los tiempos

prehistуricos.

--ЎAy, hijos mнos!--dijo el tнo Correa quejбndose de un persistente

dolor en sus articulaciones--. ЎLo que ha de trabajar y sufrir un hombre

para ganarse el pan de cada dнa!...

Despuйs de esta lamentaciуn siguiу hablando, en medio de un profundo

silencio. Todos los ojos estaban fijos en йl. Sus compatriotas esperaban

un cuento divertido que les hiciera reir у una historia interesante que

les obligase б estirar el cuello con asombro y curiosidad, hasta la hora

de acostarse. Pero en la presente noche el viejo se mostraba taciturno y

mбs dispuesto б las lamentaciones que б distraer б camaradas.

--Y siempre serб asн--continuу--. El mal no tiene remedio. Siempre habrб

ricos y pobres, y los que han nacido para servir б los otros tienen que

resignarse con su triste suerte. Bien lo decнa mi abuela, y eso que fuй

mujer. Eva es la que tiene la culpa de la falta de igualdad que hay en

el mundo, y los que pasamos la vida rabiando para servir y engordar б

los otros debemos maldecir б la primera mujer por la esclavitud б que

nos condenу. Pero їquй cosa mala no han hecho las mujeres?

El deseo de quejarse que sentнa esta noche le hizo recordar б un espaсol

llevado por la maсana al pueblo mбs prуximo, у sea б treinta kilуmetros

de la estancia, para que lo curasen. Uno de sus brazos habнa sido

alcanzando por el engranaje de una trilladora, sufriendo una

trituraciуn horrible. El infeliz iba б quedar mutilado para siempre,

arrastrando una vida de miserias y privaciones.

El recuerdo de tal suceso aumentу la inquietud y la tristeza de los que

escuchaban б Correa; pero como si йste se arrepintiese del silencio

trбgico que pesaba en torno de йl, se apresurу б aсadir:

--Es una vнctima mбs de la injusticia de nuestra abuela. Eva es la ъnica

responsable de que las cosas marchen tan mal en nuestro mundo.

Y como sus camaradas, especialmente los que le conocнan poco tiempo,

mostraban un vehemente deseo de saber por quй motivo era Eva la

responsable de sus desgracias, el viejo empezу б contar б su modo la

mala broma que la primera mujer se habнa permitido con los hombres.

El tнo Correa tenнa «sus letras». En su paнs natal llevaba ejercidas

diversas profesiones, mostrбndose siempre un incansable lector de

diarios. Ademбs, habнa asistido б muchas reuniones polнticas y trabajado

en las elecciones, pronunciando discursos б su modo en las tabernas del

pueblo.

Lo que iba б contar ahora no era un cuento. Se trataba de un «sucedido»,

aunque extremadamente remoto, pues ocurriу algunos aсos despuйs que Adбn

y Eva fueron expulsados del Paraнso y condenados б ganar el pan con el

sudor de su rostro....

ЎCуmo hubo de trabajar el pobre Adбn!... El tнo Correa fuй enumerando

todas las cosas que el primer hombre se viу obligado б improvisar para

cumplir sus obligaciones de padre de familia. En unos cuantos dнas tuvo

que hacer de albaсil, de carpintero y de cerrajero, construyendo una

casa para albergar б Eva y б sus hijos.

Despuйs hubo de domesticar б muchos animales, para que su trabajo

resultase mбs fбcil y su nutriciуn mбs abundante. Enganchу al caballo,

puso el yugo al buey, persuadiу б la vaca de que debнa permanecer quieta

en un establo y dejarse ordeсar resignadamente; tambiйn logrу convencer

б la gallina y al cerdo de que les convenнa vivir cerca del hombre, para

que йste pudiera matarlos cуmodamente cada vez que le apeteciese

alimentarse con sus despojos.

--Y ademбs--continuу el segador--, Adбn tuvo que desmontar las tierras

vнrgenes antes de cultivarlas, y echar abajo бrboles inmensos, y todo lo

hizo con herramientas de madera y de piedra inventadas por йl. No

olvidйis, hijos mнos, que en esa йpoca, Caнn, que es el primer herrero

de que habla la Historia, estaba todavнa dando chupones б los pechos de

su madre....

Como el hombre no vive sуlo de pan y las golosinas son las que hacen la

vida agradable, Adбn prestу mбs atenciуn б su huerto, donde crecнan los

primeros бrboles frutales, que б los campos, donde cultivaba otros

artнculos mбs sуlidos й importantes para la nutriciуn. EL tнo Correa,

excitado por los recuerdos de su paнs en esta pampa monуtona, donde sуlo

hay trigo y carne, iba mencionando los бrboles de dulces frutos que

embellecieron el primer huerto creado por el hombre. Describнa la

higuera, de hojas puntiagudas como manos abiertas, cuyo tronco rugoso y

gris parece forrado con piel de elefante, y que en las maсanas de sol

deja caer de rama en rama un fruto que, al aplastarse en el suelo, abre

sus entraсas rojas y granuladas. Habнa tambiйn en dicho huerto el

naranjo, con su perfume de amor y sus redondas cбpsulas de miel

encerradas en esferas de oro; y las diversas clases de melocotones, y el

plбtano, y el melуn, que vive junto al suelo para absorber mejor sus

jugos, concentrбndolos en una carne de dulce marfil.

A veces Adбn recordaba el manzano del Paraнso y la serpiente enrollada б

su tronco que habнa dado consejos б su mujer, inspirбndole estъpidos

deseos. Pero al contemplar luego su huerto, se encogнa de hombros. La

obra de sus manos le parecнa mбs firme y de mayor porvenir que la

creaciуn improvisada del Paraнso.

--Podнa sentirse orgulloso de su obra--continuу el viejo--, pero su

trabajo le costaba. Habrнais sentido lбstima al verle tan consumido.

Sуlo le quedaban los huesos y la piel, despuйs de tantos esfuerzos.

Parecнa tener dos siglos mбs que su edad. En cambio, Eva podнa pasar por

su biznieta.

Esto ъltimo no sorprendнa al tнo Correa. En sus andanzas, habнa viajado

por los paнses mбs adelantados y modernos, observando muchas veces que

el marido trabaja con una intensidad extraordinaria, pasando el dнa

fuera de su domicilio en lucha бspera por conquistar el dinero, mientras

la mujer se queda en su salуn tocando el piano y recibiendo visitas. Y

como resultado de esta desigualdad en el trabajo, las mujeres parecen

las hijas de sus esposos, y йstos mueren, generalmente, mucho antes que

ellas.

--Yo no sй verdaderamente quiйn muriу antes, si Eva у Adбn--continuу el

viejo--; pero apostarнa, sin miedo б perder, que fuй el pobre Adбn. Eva

debiу sobrevivirle, siendo una viuda rica de las que saben administrar

sus bienes; y asн vivirнa mucho tiempo, amada y respetada por sus hijos,

para que no los excluyese del testamento.

ЎPobre Adбn!... A veces su cansancio era tan grande despuйs del trabajo,

que le faltaba la respiraciуn y tomaba asiento en el umbral de su casa,

para reposar un poco.

Habнa pasado el dнa entero cavando la tierra у domando el caballo

salvaje y el toro feroz. Sentнa un fuerte deseo de contemplar б su Eva

unos instantes; el mismo deseo que sienten muchos de adorar б los seres

que los maltratan; la admiraciуn irresistible que nos inspira todo lo

que nos cuesta muy caro. їY esta mujer no le habнa costado el

Paraнso?...

Eva parecнa siempre hermosa, б pesar de que daba al mundo un niсo todos

los aсos, y б veces dos. No podнa hacer menos, teniendo la misiуn de

poblar la tierra entera.

Apenas Adбn, sentado en el umbral de la puerta, se enjugaba el sudor de

la frente y empezaba б gustar la dulce voluptuosidad del reposo, cuando

la voz de Eva le arrancaba de este deleite fugitivo.

--Oye, Adбn: ya que no tienes nada que hacer, podнas entretenerte

poniendo la mesa.

Otras veces Eva se mostraba injusta y cruel.

--Adбn, lбvame los platos. Es una vergьenza que estйs ahн, mano sobre

mano, mientras yo me mato de trabajar.

Pero en ciertas ocasiones tomaba el tono de una sъplica dulce y

acariciante.

--Oye, maridito mнo: tъ que eres tan bueno, їpor quй no das un paseo al

bebй en su cochecito? El ъltimo que ha nacido, їsabes? el que lleva el

nъmero setenta y dos. Ya ves, alma mнa, que, sola como estoy, no puedo

llegar б cuidarlos б todos.

Y el trabajador infatigable, procreador de un mundo entero, debнa poner

la mesa, lavar los platos y pasear al reciйn nacido en un cochecito de

su invenciуn.

Eva trabajaba igualmente. No era floja labor limpiar los mocos, todas

las maсanas, б siete docenas de niсos, lavarlos y ponerlos б secar al

sol, й impedir que se peleasen entre ellos hasta la hora del almuerzo.

Pero su vida estaba agriada por otras preocupaciones.

Al encontrarse fuera del Paraнso, sintiу inmediatamente los primeros

tormentos del pudor y de la vergьenza. Su larga cabellera ya no le

pareciу bastante para ocultar su desnudez, como en los tiempos en que no

habнa escuchado aъn б la maligna serpiente. Viйndose en el mundo vulgar,

como simple mujer de labrador, despuйs de haber sido primera dama en el

Paraнso, tuvo que hacerse б toda prisa un manto de hojas secas que la

protegiese del frнo y le permitiera mostrarse con un aspecto de persona

decente ante los seres celestiales.... Pero їcуmo puede una seсora tener

buen aspecto llevando siempre el mismo vestido?... Esto equivalнa,

ademбs, б colocarse al mismo nivel de los animales inferiores, que desde

que nacen hasta que mueren llevan siempre el mismo pelaje, las mismas

plumas у el mismo caparazуn.

Eva era un ser razonable, capaz de las infinitas variaciones que forman

el progreso, y por esto se dedicу б perfeccionar el arte del

embellecimiento de su persona.

Con el noble deseo de sostener la superioridad humana sobre los demбs

seres creados, se hizo un vestido nuevo todos los dнas. Esta resoluciуn

no era dictada por la vanidad, ni por el frнvolo deseo de gustar б los

hombres у de hacer rabiar б las amigas, como han pretendido despuйs

algunos filуsofos malhumorados.

Eva puso б contribuciуn para su adorno todos los recursos de la

Naturaleza: las fibras de las plantas, las pieles de los cuadrъpedos,

las cortezas de los бrboles, las plumas de los pбjaros, las piedras

brillantes у coloreadas que la tierra vomita en sus accesos de cуlera.

La tarea de inventar nuevos vestidos y adornos fuй tan importante para

ella y de tal modo deseу la novedad y la variedad, que la vida cambiу

completamente en la granja de Adбn. Los hijos no vieron б su madre en

muchas horas, y б veces durante jornadas enteras. Los pequeсos se

revolcaban en el suelo, cubiertos de una costra de suciedad, mientras

los mayores reснan б puсetazos para dominarse unos б otros, у golpeaban

б los hermanos dйbiles que se resistнan б servirles de esclavos.

A veces la tribu entera se ponнa de acuerdo para saquear la despensa

paternal, devorando en unas cuantas horas todas las provisiones que Adбn

habнa almacenado para una semana.

--ЎMamб! ЎMamб!...

Un coro de voces infantiles estallaba en el interior de la casa, como si

implorase socorro.

--ЎCallad, demonios! Dejadme en paz. Es imposible tener un rato de

tranquilidad en esta casa.

Y despuйs de imponer silencio con voz amenazante, Eva reanudaba el curso

de sus meditaciones.

--Veamos: їquй tal resultarнa una capa de piel de pantera con cuello de

plumas de lorito, y un sombrero de cortezas adornado con rosas y rabos

de mono?...

Su imaginaciуn no se cansaba de concebir las mбs prodigiosas creaciones

para el ornato de su persona. Luchaba entre el deseo de mostrar los

ocultos tesoros de su belleza y un sentimiento de modestia y de pudor

propio de una madre.

Cuando se decidнa por una falda corta que apenas le llegaba б las

rodillas, inventaba inmediatamente, б guisa de compensaciуn, unas mangas

muy largas y un cuello que subнa hasta sus orejas. Si, en un acceso de

coqueterнa audaz, creaba un traje de ceremonia, sin mangas y muy

escotado, buscaba inmediatamente volver б la virtud, fabricбndose una

falda que le cubrнa la punta de los pies y arrastraba la cola sobre el

suelo, con un fru-fru semejante al ruido otoсal de las hojas secas.

Mientras tanto, Adбn iba casi desnudo, mostrando sus vergьenzas de puro

pobre. Su ropero sуlo contenнa unas cuantas pieles de oveja viejas y

rotas que estaban esperando una recomposiciуn. Pero la mujer, ocupada en

sus fantasнas suntuarias, no encontraba nunca media hora libre para este

remiendo.

El primer hombre mostraba una viva admiraciуn por las transformaciones

continuas que iba notando en Eva. Una maсana su cabellera ostentaba el

rojo ardiente del mediodнa; б la maсana siguiente tenнa el oro suave de

la aurora; dos dнas despuйs sus cabellos mostraban la negrura profunda

de la noche. Ciertas tardes venнa al encuentro de Adбn con una falda

voluminosa, casi esfйrica desde el talle б los pies, y tan ancha, que le

era difнcil pasar la puerta. Pero como la moda estб formada de cambios

bruscos y contrastes violentos, al dнa siguiente mostraba una segunda

falda, tan estrecha y ajustada como la funda de un espadнn, y apenas si

podнa marchar, saltando lo mismo que un pбjaro.

Su rostro tambiйn pasaba por estas extremadas transformaciones. A lo

mejor estaba pбlida, con la blancura del polvo de los caminos, cual sн

acabase de sufrir una emociуn mortal; otras veces sus mejillas eran tan

rojas que parecнan reflejar el fuego del sol poniente.

Adбn se sentнa feliz al contemplarla, б pesar de que ella lo maltrataba

lo mismo que antes, obligбndole б desempeсar muchas funciones domйsticas

cuando venнa cansado del trabajo en los campos. El pobre, gracias б tan

costosas transformaciones, creнa tener una mujer nueva cada veinticuatro

horas.

Eva, en cambio, se aburrнa, con un tedio mortal. їPara quй adornarse

tanto, si ningъn otro ser humano, aparte de su marido, podнa verla?...

Sin embargo, estaba convencida de que era la admiraciуn de todo cuanto

le rodeaba.

Su vanidad habнa acabado por hacerla entender el lenguaje de los

animales y de las cosas, incomprensible hasta entonces para las

personas.

Cada vez que salнa de su casa, la selva entera se animaba con un

murmullo de curiosidad femenil; los pбjaros dejaban de volar, los

cuadrъpedos se detenнan en mitad de sus carreras locas, y los peces

sacaban la cabeza sobre la superficie de rнos y estanques.

--Veamos lo que ha inventado hoy para imitarnos--gritaban los loros y

los monos insolentes desde lo alto de los бrboles.

--ЎMuy bien, hija mнa!--aprobaba el elefante con lentos movimientos de

su trompa y el toro agitando su armado testuz.

--ЎVenid б ver la ъltima creaciуn de Eva!--piaban millares de pбjaros en

el follaje.

Esta ovaciуn de la Naturaleza, que en los primeros dнas hizo enrojecer

de orgullo б nuestra primera madre, fuй acogida finalmente con

indiferencia por ella. Era el aplauso de una muchedumbre inferior, y Eva

aspiraba б la aprobaciуn de sus iguales. La ъnica persona Ўay! que podнa

admirar los inventos y los matices de su buen gusto era su marido; y un

marido es un ser respetable que merece cierta atenciуn, sobre todo

cuando mantiene la casa, pero resulta ridнculo que las mujeres se vistan

para no ser admiradas mas que por sus esposos. Es como si un poeta

hiciese sus versos ъnicamente para leerlos б los individuos de su

familia.

No; la mujer es una artista, y como todos los artistas, necesita un

pъblico grande, inmenso, б quien inspirar la admiraciуn y el deseo,

aunque no piense ni remotamente en satisfacer ese deseo.... Y como no

habнa en el mundo otro hombre que su marido, y йste le interesaba muy

poco, Eva empezу б pensar en los bienaventurados que habitan el cielo y

muchas veces habнan ido б hacerle visitas cuando ella ocupaba el

Paraнso.

Al llegar aquн, el tнo Correa interrumpiу su relato para dar una

explicaciуn que consideraba necesaria.

Como Dios es un rey, los que le rodean se esfuerzan por imitar б los

cortesanos terrenales, adoptando todos los sentimientos y las pasiones

de su regio amo con mбs firmeza que йste. Apenas el Omnipotente

manifestу su cуlera contra Eva y su marido arrojбndolos del Paraнso, los

habitantes del cielo rompieron sus amistades con ella y con Adбn,

retirбndoles el saludo y evitando todo encuentro.

A veces, cuando Eva se contemplaba en el cristal de un pequeсo lago que

le servнa de espejo, oнa б sus espaldas un ruido de alas. Era un

arcбngel que iba б llevar un recado del Seсor, cumpliendo sus funciones

de mensajero celeste.

Eva lo reconocнa, se acordaba perfectamente de que le habнa sido

presentado asistiendo б sus recepciones en el Paraнso. Pero en vano

tosнa у cantaba entre dientes para atraer su atenciуn, adoptando

posturas interesantes; el viajero aйreo se resistнa б reconocerla,

batiendo con apresuramiento sus alas para alejarse lo mбs pronto

posible.

--ЎDe quй le sirve б una ser hermosa y vestir bien, si no recibe visitas

y estб condenada б vivir al margen de la sociedad!--decнa Eva

amargamente.

Y б impulsos de su rabia, desgarraba sus trajes mбs originales apenas

terminados, buscando ademбs camorra al pobre Adбn, para acusarlo de ser

el ъnico autor de la pйrdida del Paraнso.

--Sн, tъ fuiste, Ўno lo niegues!--gritaba ella--. Tъ me hiciste perder

aquel jardнn tan agradable y distinguido, con todas mis brillantes

relaciones. Tъ hiciste no sй quй lнo con la serpiente, excitando la

cуlera del Seсor.

Y el pobre Adбn sуlo sabнa decir, como ъnico remedio expuesto

tнmidamente:

--ЎSi te ocupases un poco mбs de los niсos! ЎSi dedicases menos tiempo б

tus modas!...

Al oir estos consejos vulgares, la indignaciуn daba б Eva un lenguaje

poйtico.

--їQuieres acaso que vaya desnuda?--decнa con altivez--. Mira lo que

hace el viento; es menos interesante que yo, no tiene cuerpo, y sin

embargo se envuelve en una capa de polvo al correr б lo largo de los

caminos y de un manto de hojas secas cuando atraviesa las selvas.

II

De vez en cuando un querubнn volaba en torno б la granja, como un palomo

perdido.

Huyendo por algunas horas de la tarea de hacer gorgoritos en los coros

celestiales, habнa osado descender б las regiones terrestres, con la

esperanza de que el Seсor le perdonarнa esta escapada cuando le contase

lo que habнa visto y cуmo progresaban los negocios de los humanos

despuйs del pecado original.

Eva, con sus ojos de mujer curiosa, no tardaba en descubrir la carita

mofletuda que le estaba espiando medio oculta en las espesuras del

follaje. Entonces, iniciando una de sus mбs hermosas sonrisas, lo

llamaba:

--Oye, chiquitнn, їvienes de allб arriba? їCуmo estб el Seсor?

Viйndose descubierto, el niсo celestial se aproximaba hasta dejarse caer

sobre las rodillas de nuestra madre.

El Seсor se mantenнa, como siempre, inmutable y magnнfico.

--Cuando le veas--continuaba Eva--, dile que estoy muy arrepentida de mi

desobediencia. ЎQuй tiempo tan agradable el que pasй en el Paraнso! ЎQuй

esplйndidas recepciones daba yo allб! ЎY quй _buffet_ tan

distinguido!... ЎAy, las tortas celestiales!...

Una de sus melancolнas mбs dolorosas era б causa de las tortas

celestiales. Eva lamentaba su pйrdida tanto como la de la amistad de los

bienaventurados.

En vano Adбn se calentaba la cabeza buscando algo adecuado para

sustituirlas. Hizo tortas de trigo, que rociу con la miel de las abejas,

recientemente subyugadas; secу los frutos de la viсa, inventando las

pasas antes que el vino, y asн llegу б descubrir el _pudding_. Pero

ninguna de tales golosinas pudo hacer olvidar б su mujer las tortas

deliciosas que ella encargaba б los pasteleros del cielo para sus tйs

paradisнacos de cinco б siete de la tarde.

--Dile tambiйn--continuaba Eva--que ahora trabajamos y sufrimos mucho.

Dile que deseamos verle, una vez solamente, para presentarle nuestras

excusas. Mi marido y yo necesitamos convencernos de que Йl no nos guarda

rencor.

--Se harб como se pide--contestaba el pequeсuelo.

Y dando dos у tres golpes de ala, se perdнa en las nubes.

Pero por mбs recados de esta clase que diу, nunca pudo conseguir una

respuesta de lo alto. En general, la mayor parte de los volбtiles

celestes jamбs volvнan б las regiones terrenales, pero de tarde en tarde

la mujer de Adбn lograba reconocer la cara de alguno de estos seres

alados.

--Sй quiйn eres, pequeсo--decнa--. La semana pasada te vi rondando por

estos sitios. їDiste al Seсor mi recado? їQuй es lo que contestу?

Las mбs de las veces los бngeles permanecнan silenciosos у balbuceaban

palabras sin ilaciуn, como niсos bien educados que no quieren decir

cosas desagradables б una seсora.

--ЎPero Йl te habrб dado alguna respuesta!--insistнa Eva--. ЎVamos,

habla!

Y una vez encontrу б un querubнn pequeсito, de cara mofletuda, que le

respondiу:

--Sн, seсora. Su Divina Majestad ha contestado algo. Al darle yo su

recado, me dijo: «їPero es que ese par de sinvergьenzas viven

todavнa?...»

Eva sуlo quiso ver en tales palabras una broma de niсo falto de buena

crianza. Juzgaba imposible que el Seсor hubiera dicho esto. Si insistнa

en mantenerse invisible, era seguramente porque estaba muy ocupado en la

direcciуn de sus dominios infinitos, no quedбndole media hora libre para

dar un paseo por la tierra.

Una maсana fuй recompensada su fe en la bondad divina. Se presentу un

mensajero celeste, saltando de nube en nube, y gritу б Eva:

--Escucha, mujer: si no llueve esta tarde, es posible que el Seсor venga

б haceros una visita corta. ЎHa pasado tanto tiempo sin ver la

tierra!... Anoche, hablando con el arcбngel Miguel, le dijo: «A veces me

pregunto en quй habrбn venido б parar aquellos dos canallas

desagradecidos que tenнamos en el Paraнso. Me gustarнa verlos.»

Eva quedу aturdida por la noticia, y llamу б Adбn, que trabajaba en un

campo prуximo.

ЎCуmo describir la agitaciуn que conmoviу б la granja!... El tнo Correa

la comparaba con la fiesta del santo patrono en cualquier pueblo de

Espaсa, cuando las mujeres limpian en la vнspera sus casas, desde la

puerta al tejado, preparando ademбs la gran comilitona del dнa

siguiente.

La esposa de Adбn barriу y lavу los pisos de la entrada de la casa, de

la cocina y del dormitorio. Tambiйn puso una colcha nueva sobre la cama

y frotу las sillas con arena y jabуn. Despuйs inspeccionу el guardarropa

de la familia, y al ver que las pieles de cordero de su marido no

estaban presentables, le confeccionу en un momento una casaquilla de

hojas secas. ЎPara un hombre, bien estaba!

El tiempo restante lo consagrу al adorno de su persona. Contemplу con

mirada perpleja unos cuantos centenares de vestidos que habнa hecho y

rehecho, preguntбndose con desconsuelo:

--їCуmo me arreglarй para recibir dignamente б tan gran personaje?

Verdaderamente, tengo muy poco que ponerme.

Mirу con ternura una larga tъnica negra, de corte severo, que no dejaba

visible ni una lнnea de su blanco cuerpo. Pero б continuaciуn pensу que,

por ser hombres todos los visitantes, no convenнa recibirlos con tanta

austeridad.

Acababa de escoger uno de sus trajea mixtos, muy atrevido por un extremo

y muy discreto por el otro, cuando llegу б sus oнdos una verdadera

tempestad de gritos y llantos. Toda su prole se sublevaba. Sуlo se

componнa de unos cien muchachos, pero se hubiera dicho que la tierra

entera habнa empezado б gritar.

Por primera vez en su vida Eva contemplу atentamente б sus hijos. Eran

demasiado feos para presentarlos al Seсor. Tenнan los cabellos en

maraсa, las mejillas manchadas de barro seco y las narices cubiertas de

costras. Eva, absorbida por sus inventos de modista, los habнa olvidado

durante meses y meses.

--їCуmo presento estos granujas б Dios?... El Todopoderoso va б creer

que soy una sucia y una mala madre.... Porque el Seсor es hombre, y los

hombres no comprenden lo difнcil que es cuidar б tantos chiquillos.

Despuйs de esto empezу б insultar б Adбn, como si йste fuese el

responsable del abandono en que vivнan sus hijos.

Pero transcurrнa el tiempo y era urgente tomar una resoluciуn. Luego de

muchas dudas y titubeos, Eva escogiу б los hijos preferidos (їquй madre

no los tiene?) para lavarlos y vestirlos lo mejor que pudo. Despuйs

empujу б los otros б puro cachete, hasta dejarlos encerrados en un

establo, bajo llave, б pesar de sus protestas.

Ya llegaban los visitantes. Eva apenas tuvo tiempo de dar una ъltima

mano al arreglo de su persona. Sacudiу su vestido para hacer desaparecer

las arrugas de la lucha con la terrible chiquillerнa y se pasу un peine

por los pelos alborotados.

En el horizonte, una columna de nubes, blanca y luminosa, descendiу del

cielo hasta posarse en la tierra. Empezу б sonar un ruido de alas

innumerables, acompaсado por las voces de un coro inmenso, cuyos

«Ўhosanna!» repercutieron б travйs del espacio infinito.

Los primeros viajeros celestes, desembarcando de la nube que los habнa

traнdo, empezaron б remontar el sendero de la granja. Estaban envueltos

en tal esplendor, que parecнa que todas las estrellas del firmamento

hubiesen bajado б la tierra para juguetear entre los bancales de trigo

cultivados por Adбn.

Iba delante la escolta de honor, compuesta de un destacamento de

arcбngeles cubiertos de cabeza б pies con centelleantes armaduras de

oro. Despuйs de haber envainado sus sables, se acercaron б Eva para

decirle unos cuantos chicoleos, asegurando que no pasaban por ella los

aсos y que se mantenнa tan fresca y apetitosa como en los tiempos que

habitaba el Paraнso.

--Los soldados son asн--explicу el tнo Correa--. Allб donde van se lo

comen todo, y lo que no se comen lo rompen у se lo apropian. Cuando ven

б una mujer sienten excitado su heroнsmo, lo mismo que si oyesen sonar

el toque de asalto....

Total: que algunos mбs atrevidos intentaron unir los actos б las

palabras, abrazando б Eva. Pero йsta tenнa cerca su escoba, y los obligу

con una rбpida contraofensiva б refugiarse en la huerta, donde se

subieron б los бrboles.

El viejo segador riу un poco, aсadiendo despuйs:

--El pobre Adбn no sabнa quй hacer. «ЎVan б comerse todos mis higos y

mis melocotones!», gritу levantando los brazos. Para йl hubiera sido

mejor un ciclуn en su huerto que la entrada de la alegre soldadesca.

Pero como era hombre de tacto, aunque jurу un poco, acabу por callar.

El Seсor llegaba ya. Su barba era de plata y su cabeza tenнa como adorno

un triбngulo resplandeciente que lanzaba rayos lo mismo que el sol.

Detrбs venнa Miguel, con una armadura incrustada de piedras preciosas

formando fantбsticos dibujos. Cerraban la marcha todos los ministros y

altos dignatarios de la corte celestial.

--El Creador saludу б Adбn con una sonrisa de lбstima--prosiguiу el

viejo--. «їCуmo estбs, infeliz?», le preguntу. «їTu mujer no te ha

metido en nuevos lнos?...» Despuйs acariciу б Eva, tomбndole la

barbilla. «ЎHola, buena pieza! їAъn continъas haciendo locuras?»

Conmovidos por tanta simplicidad, los esposos ofrecieron al Seсor el

ъnico mueble que poseнan, semejante б un trono. Era una silla de brazos

como las mejores que se pueden encontrar en una granja rica.

--ЎQuй asiento, hijos mнos!--dijo el tнo Correa con entusiasmo--. Ancho,

blandнsimo, hecho con madera de algarrobo de la mejor y con cuerda de

esparto bien tejido; un sillуn, en fin, como sуlo puede tenerlo un cura

de pueblo rico.

Sentado en йl Su Divina Majestad, fuй escuchando lo que le contaba Adбn,

sus fatigas, sus malos negocios, las dificultades que habнa de vencer

para ganar el sustento de йl y su familia.

--ЎMuy bien! ЎMe alegro mucho!--decнa el Seсor, mientras una sonrisa

agitaba su barba resplandeciente--. Eso te enseсarб б no desobedecer б

tus superiores, y sobre todo, б no seguir los consejos de una hembra.

їCreнas acaso que ibas б comer gratis en el Paraнso y hacer al mismo

tiempo lo que se te antojase?... ЎSufre, hijo mнo! ЎTrabaja y rabia! Asн

aprenderбs lo que cuesta la libertad.

El Seсor contemplу luego б Eva. Desde mucho antes le habнa dirigido

rбpidas miradas de curiosidad y de indignaciуn. Era la primera vez que

veнa б una mujer vestida. їDe dуnde habнa salido este animal de plumaje

fantбstico, este loro sin alas, cuya forma absurda y colores chillones

no hubiera podido concebir Йl, ni aun en sus momentos de mбs frenйtica

creaciуn?...

Dбndose cuenta de que el Seсor la observaba, Eva fuй adoptando las

actitudes que considerу mбs interesantes, esforzбndose por hacer valer

con ellas las gracias de su cuerpo y la elegancia de sus adornos. Al

mismo tiempo sonreнa, segura de sн misma.

--Y el Todopoderoso--continuу el tнo Correa--no pudo menos de reconocer

cierta gracia en estos adornos mujeriles que al principio habнa

considerado feнsimos.

--Continъa siendo la misma frнvola de siempre--murmurу el Seсor

dirigiйndose al gran capitбn Miguel, que le acompaсaba б todas partes y

se mantenнa ahora de pie detrбs de su sillуn--. Es la misma cabeza de

chorlito que conocimos en el Paraнso.... Pero hay que confesar que sabe

adornarse con gusto.

Tal vez estas consideraciones, unidas б las sonrisas de Eva y al humilde

silencio con que Adбn acogiу las reprimendas del Seсor, ablandaron el

corazуn de йste. Pareciу arrepentirse de su anterior severidad, y aсadiу

con un tono de benevolencia:

--No esperйis que os perdone, permitiendo que volvбis б disfrutar por

segunda vez los placeres del Paraнso. Lo que estб hecho ya estб hecho, y

debйis sufrir los efectos de mi maldiciуn. Mi palabra es sagrada; y si

la retirase, me desconocerнa б mн mismo.... Pero ya que he venido б

veros, no quiero irme sin dejar un recuerdo de mi visita. A vosotros no

puedo daros nada: los dos estбis malditos; pero vuestros hijos son

inocentes y tendrй mucho gusto en hacer un don б cada uno de ellos....

Yo habнa creнdo que tenнais una descendencia mбs numerosa. їSуlo cuatro

hijos? Seguramente que no me arruinarй con mis regalos. Anda, Eva,

trбeme б tus pequeсos.

Los cuatro pilletes se alinearon ante el Todopoderoso, que los examinу

atentamente.

--Ven aquн, tъ--dijo designando б un pequeсo, serio y gordo, de mirada

penetrante y cejas fruncidas, que habнa estado chupбndose un dedo

mientras escuchaba gravemente la conversaciуn--. Te confiero el poder

de juzgar б tus iguales. Serбs el dispensador de la justicia;

interpretarбs segъn tu criterio las leyes hechas por los otros; poseerбs

el privilegio de establecer lo que es el Bien y lo que es el Mal,

cambiando de opiniуn cada siglo. Sujetarбs todos los delincuentes б las

mismas reglas penales, medida tan cuerda y acertada como si los mйdicos

pretendiesen curar б los enfermos con el mismo remedio. Tu situaciуn

serб en el mundo la mбs estable й inconmovible. Podrб ocurrir que los

hombres duden con el tiempo de todo lo que les rodea. Hasta llegarб un

dнa en que se atrevan б discutir mi existencia y б negarme. Pero no

temas por ti. Tъ serбs la Justicia augusta й infalible, incapaz de

equivocarse, sin la cual no es posible la vida. Los mismos que ostenten

como un tнtulo de gloria su incredulidad absoluta, se indignarбn si

alguien tiene la audacia de poner en duda tu rectitud. Y si incurres en

errores que cuestan la vida у la libertad б los hombres, la mayorнa

disimularб tu horrible equivocaciуn, apelando al «carбcter sagrado de la

cosa juzgada».

El Todopoderoso hizo seсal para que avanzase un segundo muchacho.

Era moreno, de aspecto jovial y atrevido, con la cabeza puntiaguda, la

mandнbula cuadrada y unas orejas prominentes. Llevaba siempre en su mano

derecha un bastуn, con el que pegaba б sus hermanos. A la hora de las

comidas se apoderaba de las porciones de los otros, amenazбndoles si

protestaban.

Al llegar б corta distancia del Todopoderoso se cuadrу, con las manos

pegadas б los muslos y los ojos fijos, lo mismo que un soldado alemбn

bien disciplinado.

Y el Seсor le dijo:

--Tъ serбs el hombre de guerra, el hйroe. Conducirбs tus semejantes б

la muerte, como el matarife guнa los rebaсos al matadero. Esto no

impedirб que todos te admiren y te aclamen (hasta aquellos mismos que

serбn hechos pedazos bajo tu direcciуn), pues emplearбs como fetiches de

poder inagotable las palabras Gloria, Honor, Patria, Bandera. Los

hombres hablarбn con emociуn de leyes morales y mandamientos religiosos

que les ordenan «no matarбs», «no robarбs», «amarбs б tu prуjimo como б

ti mismo»; pero tъ, guerrero semejante б un semidiуs, vivirбs mбs allб

del Bien y del Mal. Si los otros hombres matan, serбn juzgados como

criminales y terminarбn sus dнas en un presidio у en el cadalso. Tъ, por

el contrario, te agrandarбs en proporciуn de tus matanzas, y cuando las

gentes te admiren cubierto de sangre humana, gritarбn б coro: «ЎEste es

un verdadero hйroe!»

»Si alguna vez deseas un territorio, lo primero que harбs serб

apoderarte de йl por la fuerza, exterminando б todos los que intenten

resistirse en nombre de sus antiguos derechos. Siempre encontrarбs

jurisconsultos que se encarguen de probar, textos en mano, tu derecho б

la posesiуn de las tierras conquistadas. Comete toda clase de

atrocidades...pero vence. Nunca dejarбs de tener razуn si eres

victorioso. Nadie osa pedir cuentas al conquistador, y en sus templos,

los sacerdotes de todas las religiones cantarбn por tu salud, celebrando

tu triunfo. Inunda los paнses de sangre, pasa los pueblos б cuchillo,

incendia las ciudades, mata, destruye, roba.... Esto no impedirб que los

poetas te celebren y los historiadores perpetъen tus hazaсas mбs que si

fueses un benefactor de la humanidad. Pero los que intenten imitarte y

cometan tus mismas atrocidades sin vestir unas ropas de corte y color

especiales llamadas uniforme, arrastrarбn una cadena en el calabozo de

una cбrcel.... Puedes retirarte. ЎQue avance otro!.

El tercero era un adolescente, seco de carnes, nervioso, con una palidez

verdosa y los ojos de mirada astuta.

Reflexionу el Seсor un instante antes de decidir lo que harнa de йl, y

dijo finalmente:

--Tъ dirigirбs los negocios del mundo, siendo al mismo tiempo mercader y

banquero. Prestarбs oro б los reyes, lo que te permitirб tratarlos como

si fuesen tus iguales; y si llegas б arruinar б toda una naciуn en

provecho tuyo, el mundo admirarб tu habilidad. Tus grandes combinaciones

financieras extenderбn el pбnico por el universo entero, haciendo pesar

sobre las ciudades horas de angustia mortal. Tus victorias en la Bolsa

irбn acompaсadas por los pistoletazos de tus vнctimas empujadas al

suicidio y los llantos de sus familias. Provocarбs guerras

incomprensibles y favorecerбs tratados de paz ruinosos, siendo

responsable del envнo de acorazados y de ejйrcitos expedicionarios para

sostener tus reivindicaciones injustas y usurarias contra las naciones

dйbiles.

»Tus hijos creerбn proteger las artes manteniendo lujosamente

bailarinas, cantantes у simples portadoras de costosos trajes y joyas

inauditas para halago de su orgullo. Tъ, retenido por tus negocios,

envejecerбs y llegarбs tarde б la escena de la vida, para ser un Mecenas

de esta especie, contentбndote con proteger б los pintores.

»La disparidad de opiniones mбs absoluta acompaсarб el recuerdo de tu

nombre durante treinta у cuarenta aсos, porque tu nombre, como el de los

tenores y el de los cуmicos, vivirб nada mбs lo que vivan las personas

que te conocieron. «Sirviу al progreso humano», dirбn algunos

acordбndose de tus flotas de buques mercantes y de las vнas fйrreas con

que surcastes los desiertos. «Era un bandido», afirmarбn otros pensando

que por cada kilуmetro de rieles colocados llenaste un cementerio de

trabajadores. «Fuй un monstruo, que para ganar sus riquezas sacrificу

mбs vidas humanas que un conquistador.» Y todos tendrбn razуn, todos

dirбn la verdad; porque lo que hay mбs divertido en la vida de los

hombres es que todos ellos hablan de la verdad, de la verdad absoluta й

indiscutible, ignorando que esta verdad absoluta no es mas que un

ensueсo y que siempre habrб tantas verdades como intereses.... Acuйrdate

de esto y sigue tu camino.

Llegу el turno al cuarto muchacho, y йste avanzу.

--Viendo al tal mocoso, el Seсor empezу б reнr--dijo el tнo Correa--.

Apenas levantaba dos palmos del suelo; y el Omnipotente, como lo sabe

todo, viу que era el hijo preferido de su madre.

Йsta ъnicamente dudaba de la justicia de su preferencia al comparar б

este pequeсo con el hermano de las orejas grandes, armado siempre con un

garrote. La mujer se siente en todas ocasiones atraнda por el guerrero;

pero cuando el pequeсo abrнa la boca, Eva, completamente subyugada,

reconocнa su superioridad sobre el belicoso mayor.

El Omnipotente examinу al diminuto personaje con un regocijo mal

disimulado. Se fijу en sus robustos hombros, su cabeza enorme y su

amplia frente. Su mirada era orgullosa y sus labios se contraнan con una

mueca en la que se mezclaban el menosprecio y la adulaciуn. Tenнa б la

vez algo de comediante y de rey.

No parecнa intimidado el chicuelo por la presencia del Creador. Se

mantuvo erguido, con una mano sobre el pecho y la otra apoyada en el

respaldo de una silla. Su frente elevada parecнa aguardar la inspiraciуn

de lo alto. Mostraba la rigidez de un modelo, como si estuviera delante

del escultor encargado de su futura estatua.

Su madre le conocнa bien. Cuando sentнa hambre y deseaba un pedazo de

pan, nunca lo reclamaba б gritos, como los niсos ordinarios. Tenнa el

sentimiento precoz de las fуrmulas parlamentarias, no conocidas aъn en

el mundo, y decнa gravemente:

--Seсora Eva, permнtame su seсorнa una pequeсa interpelaciуn: їpuedo

tomar un poquito de pan?

La madre apelaba б su auxilio cada vez que tenнa necesidad de mantener

tranquila б la numerosa prole, mientras se consagraba б la confecciуn de

sus trajes.

--Ven aquн, vida mнa--suplicaba Eva--. Hazme el favor de divertir б tus

hermanos con uno de tus discursos.

Y el niсo, empujado por su propia elocuencia, hablaba horas y horas, sin

saber ciertamente lo que decнa, dando tiempo б la madre para terminar su

obra.

--Tъ serбs el rey de la tierra--declarу el Todopoderoso--; tъ serбs el

Orador, y con eso queda dicho todo. A pesar de su poder y su orgullo,

tus hermanos vivirбn al amparo de tu palabra. El guerrero te obedecerб;

el juez te servirб y sostendrб, para mantener su propia situaciуn; el

banquero te darб cuanto le pidas, para que seas su abogado y defiendas

sus terribles combinaciones. Tu ъnico mйrito consistirб en hablar bien,

y eso es suficiente para que todos te consideren el hombre mбs sabio de

la tierra.

»Sin necesidad de estudiar los asuntos, hablarбs de ellos

indefinidamente; si alguna vez necesitas mostrar conocimientos, serбn de

tercera у cuarta mano, y sin embargo las masas te aclamarбn como un

genio. En los tiempos difнciles todos te buscarбn, viendo en ti la ъnica

esperanza de la patria. «Coloquйmosle б la cabeza del gobierno, ya que

habla mejor que todos», dirбn las gentes.

»La humanidad se deja regir por una lуgica absurda. Para gobernar una

naciуn, para administrar su hacienda y hasta para mandar sus ejйrcitos,

nadie vale lo que un buen orador, capaz de hablar a todas horas

fбcilmente y sin fatiga. Cuando surja una guerra, tъ dirigirбs desde tu

sillуn б los generales; cuando llegue el momento de negociar la paz,

confiarбn esta misiуn б un congreso de oradores. La palabra gobernarб al

mundo mбs aъn que el sable. Habla, hijo mнo, habla elocuentemente y sin

cansancio, y el mundo serб tuyo.

III

Adбn lloraba silenciosamente, agradeciendo las bondades del Seсor.

Sus cuatro hijos acababan de recibir la dominaciуn de la tierra entera.

Sin embargo, su esposa se mostraba inquieta. Varias veces estuvo б punto

de interrumpir al Omnipotente pronunciando una palabra, una sola, pero

callу en el ъltimo instante. їCуmo iba б detener la ola de

bienaventuranzas celestiales que se desplomaba sobre sus cuatro

hijos?... Pero el remordimiento oprimнa su corazуn maternal.

Pensaba en la caterva de pequeсos encerrada en el establo, que iba б

quedar privada, por su culpa, de tan generoso reparto.

Al fin murmurу, aproximбndose б Adбn:

--Voy б enseсar los otros al Seсor.

--Ya es tarde--objetу el marido--. Serнa pedirle demasiadas cosas, y el

Seсor puede enfadarse.

Precisamente, en el mismo momento el arcбngel Miguel, que habнa venido б

visitar б los dos reprobos contra su voluntad, insistiу cerca de su

divino amo para que diese por terminada la visita.

Le era insoportable este capricho del Seсor, pero protestaba de йl con

toda la circunspecciуn de un ministro de la Guerra que lleva muchos

siglos acompaсando б su soberano.

--Majestad, se hace tarde--insinuу suavemente--. El sol se ocultarб

dentro de poco, y las noches son ahora frescas. Serнa imprudente, б los

aсos de Su Majestad, prolongar esta visita.

Miguel parecнa inquieto. Habнa una expresiуn de tristeza en los ojos de

este guerrero rubio, y algunas canas brillantes como la plata cortaban

el esplendor de su cabellera de oro.

Pensaba en Lucifer.

Lucifer habнa sido tan rubio, tan arrogante y tan guerrero como йl.

Ahora, con el nombre de Satanбs, era feo y estaba caнdo y pisoteado,

como todos los rebeldes que no triunfan.

Durante muchos siglos, Miguel habнa permitido б los pintores y los

escultores celestiales que le representasen teniendo bajo sus pies y su

poderosa lanza б Satanбs, el camarada y el adversario de otros tiempos.

No habнa miedo de que algъn habitante del reino celestial intentase una

segunda sublevaciуn pretendiendo continuar la rebeldнa de Lucifer. Eran

demasiado listos los de arriba para incurrir en error tan grosero. Pero

el arcбngel se daba cuenta de que Satanбs, inerte bajo sus plantas

durante tantos siglos, como si se hubiese resignado para siempre б su

derrota, empezaba б agitarse, queriendo renovar la lucha.

El бngel caнdo por su soberbia revolucionaria contaba indudablemente con

refuerzos extraordinarios, y como йstos no podнa encontrarlos en el

cielo, Miguel temнa que los buscase en la tierra, previendo una serie de

batallas de las cuales no saldrнa siempre vencedor.

Los papeles de la eterna tragedia iban tal vez б cambiarse. Satanбs

podнa resultar victorioso, irguiйndose б su vez con arrogancia sobre el

cuerpo caнdo de Miguel, vencedor en otros tiempos y ahora vencido.

--Majestad--insistiу el guerrero--, dejemos cuanto antes б estos

importunos.

El Seсor abandonу su sillуn. Fuera de la granja sonaron las notas

chillonas de las trompetas de los arcбngeles tocando llamada, y los

rubios soldados de la escolta divina descendieron de los бrboles con tal

violencia, que no dejaron en ellos fruto ni hoja. Una nube de langosta

no lo hubiese hecho peor.

La guardia se formу en dos filas ante la puerta, presentando sus armas,

mientras el divino soberano salнa lentamente, apoyado en un brazo de

Miguel.

Eva le cerrу el camino.

--Majestad: un instante.

Y corriу al establo, abriendo la puerta.

--ЎNo he dicho toda la verdad!--gritу con una voz emocionada por el

remordimiento--. Tengo otros hijos. ЎPiedad, Seсor, para estos pequeсos!

ЎDadles un don cualquiera! ЎQue vuestra divina misericordia no los

olvide!

El Todopoderoso contemplу б esta muchedumbre de niсos con estupor y

repugnancia. Al mismo tiempo, su ministro de la Guerra fruncнa las

cejas, llevando instintivamente la diestra б la empuсadura del sable.

Miguel reconociу al futuro enemigo en esta horda sucia y revoltosa. Con

estos monstruos contaba su adversario infernal para triunfar en el

porvenir. Eran sus ъltimas reservas, las tropas de la desesperaciуn.

ЎQuй lбstima no poder aplastarlos allн mismo, antes de que llegasen б

crecer!...

--Vamonos, Seсor--dijo empujando dulcemente б su soberano--. No hay que

dar nada б esta canalla. Es mejor que todos perezcan.

Y repeliу б Eva con rudeza, ordenбndole que no insistiese en su demanda

presuntuosa.

--No puedo hacer nada, pobre mujer--dijo el Seсor excusбndose--. No me

queda nada que darles. Sus cuatro hermanos se lo han llevado todo.... No

llores; no me gustan las lбgrimas femeninas; yo reflexionarй y tal vez

encuentre algo para ellos.... Ya veremos mбs adelante.

Pero la madre no se dejу convencer por estas promesas vagas:

--ЎSeсor, dadles cualquier cosa, pero ahora mismo! No importa el

donativo. їQuiйn sabe cuбndo volverб por aquн Su Majestad?... Me

contento con un pequeсo regalo para cada uno; un empleo, una ocupaciуn.

їQuй va б ser, si no, de estos pobrecitos?...

El arcбngel iba б ordenar que una escuadra de la escolta celeste

apartase б viva fuerza б esta mujer tenaz, cuando el Omnipotente

encontrу una soluciуn gracias б su sabidurнa infinita.

Tambiйn йl deseaba perder de vista cuanto antes la granja y su

chiquillerнa repugnante.

El Seсor se acariciу su larga barba de plata y dijo б Eva:

--No llores, mujer; ya les he encontrado una ocupaciуn, y no serб

ligera. Todos estos trabajarбn para mantener б sus cuatro hermanos,

sirviйndoles eternamente.

Hubo una larga pausa, y el tнo Correa terminу asн:

--Vosotros y yo, y todos los que pasamos la vida encorvados sobre la

tierra para sostener nuestra miserable existencia, somos los

descendientes de aquellos infelices que nuestra primera madre encerrу en

el establo.

Los segadores quedaron en un prolongado y reflexivo silencio. Pero de

pronto, una voz surgiу de la penumbra:

--їY las mujeres?... їQuй hace usted de las mujeres?

El tнo Correa, sorprendido y perplejo, paseу una mirada por el corro de

oyentes, preguntando:

--їQuй mujeres son esas? їQuй tienen que ver las mujeres con esta

historia?

El segador medio oculto en la obscuridad, aсadiу:

--Eva, seguramente, tendrнa alguna vez hijas, pues de no ser asн, no

existirнan mujeres actualmente, y las hay en todas partes...tal vez

demasiadas; їno es esto, tнo Correa?... Lo que yo pregunto es cuбl fuй

la suerte de las hijas de Eva. їNuestra primera madre presentу algunas

al Seсor, para que tambiйn les hiciera un regalo, у las encerrу б todas

en el establo en compaснa de nuestros pobres abuelos?

Un murmullo de curiosidad se elevу del corro, semejante al que surge de

una reuniуn electoral cuando el discurso del candidato queda cortado por

una objeciуn imprevista.

Todos los ojos se volvieron hacia el viejo, que se rascaba la cabeza,

mirando al suelo con una expresiуn de inquietud y de duda.

De pronto sonriу, triunfante.

--Bien se ve--dijo con una voz dulzona--que el que ha hecho esa pregunta

es joven y sin experiencia. Eva era mujer y conocнa demasiado bjen las

necesidades de las mujeres para perder el tiempo en peticiones

inъtiles. Dios, con ser Dios y disponer de todo lo existente, no puede

dar nada б las mujeres despuйs que han nacido.

Hizo una larga pausa para gozar del silencio con que la curiosidad y el

interйs acogнan sus palabras.

--Antes de que ellas nazcan--continuу--, Dios puede darles la belleza y

la gracia б manos llenas, y hasta algunas veces les da la discreciуn y

el talento. Pero despuйs que estбn en el mundo, su ъnica esperanza es el

hombre. Todo lo que son y lo que tienen lo deben al hombre. Para ellas

es el trabajo de los pobres, el poder de los que gobiernan, las hazaсas

de los soldados, el dinero de los millonarios. Ellas son las que tuercen

con mбs facilidad la dureza de la justicia.... No; las mujeres no tienen

nada que pedir б Dios, pues todo lo reciben de los hombres.... Y los

hombres, cuando trabajan por la gloria, por la ambiciуn у por amor al

dinero, no hacen en el fondo mas que trabajar por ellas y para ellas.

LA CIGARRA Y LA HORMIGA

Reverbera en las blancas fachadas el sol de las primeras horas de la

tarde. Procuramos, en nuestros paseos por la plaza de un pequeсo pueblo

valenciano, no salirnos de las islas de sombra que trazan los plбtanos

sobre la tierra rojiza y ardiente.

Silencio de sueсo, calma profunda de siesta veraniega. Los ъnicos que

vivimos en este ambiente exuberante de luz somos mi amigo y yo, que

conversamos bajo los бrboles de la plaza, los niсos que ganguean б

gritos sus lecciones en la escuela prуxima, siguiendo el venerable

mйtodo morisco, y los enjambres de insectos que aletean, zumban y trepan

en torno de los plбtanos.

Calla de pronto el coro escolar, y por las ventanas abiertas llega hasta

nosotros la voz de un niсo, el mбs aplicado tal vez, que recita una

fбbula: _La cigarra y la hormiga_.

Como el griterнo de una muchedumbre alborotada que contesta б

ultrajantes alusiones, suena el _chнn-chнn_ de numerosas cigarras

moviendo sus cimbalillos entre las cortinas del follaje.

Mi amigo el naturalista se indigna mientras la voz infantil va

desarrollando la acciуn de la conocida fбbula, la cigarra imprevisora y

alegre que canta sin pensar en el porvenir, y cuando llega el invierno,

transida de frнo y vacilante de hambre, va en busca de la hormiga para

implorar un prйstamo. El animal ordenado y econуmico, que tiene en torno

los sacos llenos de cosecha y se prepara б invernar en opнpara

abundancia, no quiere oнr la sъplica de la bohemia y aсade б su negativa

la burla cruel: «їNo has pasado cantando el verano mientras yo

trabajaba? Pues bien; ahora, baila.»

--Me irrita esta fбbula--dice el naturalista--. Es una historia inmoral,

que enseсa б los hombres desde su infancia el respeto б la avaricia y б

la crueldad, el culto del egoнsmo, la burla soez contra los idealistas,

que piensan en algo mбs que la satisfacciуn de los apetitos materiales.

Todo es mentira en este relato inventado hace miles de aсos. La

imprevisora y loca cigarra de la fбbula es un ser laborioso y dulce,

explotado hasta la muerte. En cuanto б la hormiga, modelo de economнa

domйstica que los padres ofrecen б los hijos, es una bestia rapaz que

desde el mundo de la pequeсa animalidad influye fatalmente sobre los

hombres. Nuestro planeta sufre guerras y se cubre de sangre cada vez que

б un Imperio se le ocurre organizarse como un hormiguero, imitando su

fйrrea disciplina, su mйtodo para la acciуn, su soberbia, que tiende б

engaсar y esclavizar todo cuanto le rodea....

* * * * *

--Esa fбbula es una calumnia--continъa mi amigo--. Los caracteres de sus

protagonistas aparecen en ella escandalosamente invertidos. La hormiga

es en realidad un ladrуn y la pobre cigarra una vнctima.

Al poeta La Fontaine (imitado despuйs por el fabulista espaсol) debemos

el triunfo de este embuste, que, confiado б la memoria de los niсos,

resulta inmortal. Supo describir con exactitud el carбcter del lobo, del

zorro, del gato y otros animales protagonistas de sus historias. Los

habнa visto de cerca, eran de su paнs. En todas las latitudes del mundo

hablan las gentes de la cigarra б causa de la fбbula, y sin embargo, son

muy pocos los que han visto cigarras. Este animal sуlo existe en la

regiуn asoleada del olivo, y Parнs, donde viviу La Fontaine, no tiene

olivos.

Es indudable que tomу esta historia de los griegos. Los niсos de la

Atenas de Pericles, al ir б la escuela con su capacito de esparto lleno

de higos secos y de olivas, se contaban el cuento de la cigarra

imprevisora que tuvo que pedir un prйstamo б la hormiga. Lo habнan oнdo

б sus nodrizas y б sus madres cada vez que йstas les recomendaban la

necesidad de ser sobrios y ahorradores. De aquн data el error,

verdaderamente incomprensible en un paнs como Grecia que tiene cigarras.

La fбbula, como casi todas las fбbulas, procede del pueblo indostбnico,

gran contemplador de la Naturaleza. Los poetas del Ganges, que conocнan

exactamente la vida de las bestias, debieron poner la hormiga frente б

otro animal. Los griegos lo sustituyeron con la cigarra (monуtono cantor

que metнan en jaulas para que meciese sus siestas), y asн ha llegado el

relato hasta nosotros, falso й indestructible, como muchas leyendas

gloriosas de la humanidad; viejo y respetable, como el egoнsmo de los

hombres, у lo que es lo mismo, como la historia del mundo.

El sabio Fabre, poeta de los insectos, fuй el primero que, en nuestra

йpoca, escuchando б la cigarra en sus tierras de Provenza, se le ocurriу

rectificar con observaciones directas la exactitud de la fбbula. Y

quedу al descubierto la gran mentira que ha servido de ejemplo moral б

los hombres y aъn continuarб sirviendo, pues la humanidad no deshace

camino, ni modifica fбcilmente sus ideas elementales.

Fнjese, amigo mнo: la cigarra no puede implorar un prйstamo para vivir

en invierno, por la simple razуn de que sуlo vive unas semanas y muere

en el verano. La cigarra no pedirб nunca una limosna б la hormiga

(aunque йsta fuese capaz de concedйrsela), porque los granos de trigo y

los cadбveres de moscas y gusanos que guarda el negro pirata en los

almacenes de su imperio subterrбneo de nada pueden servirle. La cigarra

no come, chupa. Esta bestia dulce y pacнfica carece de mandнbulas y de

boca. Su herramienta para la nutriciуn es una lanza perforada, una

trompa sutil, con la que agujerea la corteza de las ramas. Su estуmago

delicado no puede resistir los cereales y los cadбveres que alimentan б

la hormiga, bestia feroz de quijadas triturantes y patas cortadoras.

Mъsica del sol, habitante de las alturas, poeta del follaje, se nutre

ъnicamente con el vino de la Naturaleza, con la savia que circula por

las arterias de los бrboles. La cigarra no ha ido nunca en la realidad

al encuentro de la hormiga. La ignora у huye de ella como de un enano

grosero y malйfico. Es la hormiga la que la busca y la acecha para

aprovecharse de su trabajo.

Ya ve cuбn lejos estamos de la fбbula ofensiva para la moral y la

verdad, y cуmo se transforman radicalmente los caracteres de sus

protagonistas.

Cuando la primavera empieza б caldear el suelo, se animan las larvas que

depositaron las cigarras muertas en el aсo anterior. Surgen de las

entraсas de la tierra por un pozo circular que abren trabajosamente; se

izan б la primera brizna de hierba que encuentran, desgarran su dorso

repeliendo una envoltura seca como pergamino, y aparecen de un color

verde tierno que rбpidamente se obscurece. Luego trepan б los бrboles,

animando el silencio rumoroso de la Naturaleza con su mъsica incansable.

En las horas de sol, la luz las embriaga con una borrachera ruidosa y

agitan locamente sus cнmbalos, como los devotos del cortejo de

Dionisios. Cuando todo el pueblo de los insectos desfallece de sed,

ellas son las ъnicas que viven en una abundancia regalada.

Adivino desde aquн lo que ocurre sobre nuestras cabezas, б pocos pasos

de nosotros, entre esas ramas de las que salen zumbidos y aleteos.

Moscas, abejas de todas clases, y sobre todo hormigas, muchas hormigas,

van errando por las ramas en busca de una fuente. Las flores tienen la

corola agostada por el calor, las hojas duermen contraнdas bajo el sol,

la vegetaciуn, marchita, espera el beso fresco del anochecer para

reanimarse, recobrando su vital expansiуn. Y mientras la muchedumbre

alada у rampante corre sedienta de un lado б otro, la cigarra se rнe de

esta escasez. Con su rostro, que es sutil, duro y perforante como una

barrena, taladra uno de los innumerables toneles de sus bodegas

inagotables. Sin interrumpir su canto, ha abierto un agujero profundo en

la corteza de una rama hinchada por el calor, llegando hasta la

corriente de savia que circula madura por el sol, como un vino de

generoso fermento. Conservando el tubo de succiуn hundido en este pozo,

bebe y bebe con sensual inmovilidad, entregada por entero б los encantos

del jarabe y de la estrofa. Es un Anacreonte del follaje, un poeta que

declama б gritos con la copa entre los labios y los ojos en el cielo.

Pero los sedientos la acechan; los parбsitos acuden para explotar su

desinterйs. Un rezumamiento de lнquido azucarado en los bordes del

brocal denuncia los placeres divinos de su recogimiento. Los importunos

alados zumban pedigьeсos en torno de la cigarra, interrumpiendo su

musical embriaguez; pero los mбs temibles de estos intrusos son las

hormigas, bestias de un egoнsmo desvergonzado y arrollador. Las mбs

pequeсas se deslizan por debajo del vientre de la cantora, que,

bonachona y tolerante, levanta las patas traseras para no estorbar su

camino. Las grandes se estremecen de cуlera, beben en los raudales que

se escapan del pozo, se alejan para dar un paseo inъtil por las ramas y

regresan, cada vez mбs inquietas y agresivas. Al fin, atacan б la dueсa

de la fuente, pretendiendo expulsarla para aprovecharse de su trabajo.

Muerden al mъsico en el extremo de sus patas, le tiran de las alas,

montan sobre su dorso para pellizcarle las antenas. Algunos bandidos mбs

audaces se apoderan de su trompa de succiуn й intentan extraerla del

pozo....

Interrumpo al naturalista. Veo de pronto б los genios despreciados por

las muchedumbres que luego se apropiaron su gloria con un orgullo

nacional; veo б todos los artistas que abren fuentes de idealismo para

la turba grosera, й inmediatamente quedan expulsados de las mбrgenes de

su obra; veo б los poetas de la acciуn que derriban muros tradicionales,

y nunca son los primeros que entran por la brecha, pues los sobrepasan

los hбbiles que se ocultaban б sus espaldas, prontos б aprovecharse del

esfuerzo.

--ЎLo mismo que en la vida humana!--exclamo con asombro--. ЎIgual que

entre los hombres!

--Sн; igual que entre los hombres--contesta el naturalista, y continъa

su relato.

La cigarra es un elefante comparada con la hormiga, un monstruo

antidiluviano que podrнa aplastarla desplomбndose sobre ella. Pero no

tiene mandнbulas ni es carnicera. Alimentada con nйctares florales, su

humor es bondadoso y tolerante, como el de los filуsofos que han llegado

б penetrar el secreto de los seres y las cosas. Ademбs, Ўes tan numerosa

la muchedumbre de los enanos egoнstas y rapaces!

Al fin, el gigante, cansado de tantas molestias, abandona el pozo, pero

antes de alejarse levanta una pata con soberano desprecio y lanza un

chorro de orina sobre la masa laboriosa.

--La venganza de los poetas--interrumpo yo, sonriendo.

--Sн, la venganza de los poetas. Pero їquй importa ese desahogo del

bohemio cantor б la hormiga honrada, econуmica y amiga del orden? Ya ha

logrado su objeto; ya se ha hecho dueсa del trabajo ajeno. Lo malo es

que el pozo se agota en su poder. Como carece de la bomba que atrae б la

dulce savia, sуlo puede aprovechar el lнquido que existнa en el fondo en

el momento de la conquista. Absorbe hasta la ъltima gota, y cuando la

fuente queda seca, marcha en escuadrуn б la descubierta de la cigarra,

que ha abierto un segundo manantial, y le roba igualmente el fruto de su

trabajo.

ЎPobre cigarra! ЎInfeliz artista del mundo de las hojas, calumniada en

el mundo superior de los hombres!... Como no almacena, es una bohemia

indigna de respeto; como se alimenta de miel y canta б todas horas, no

trabaja seriamente; como carece de mandнbulas y abandona el sitio б los

que se deslizan б traiciуn por debajo de su vientre, los usureros

subterrбneos, las bestias de patas ganchudas que engordan con los

muertos, tienen derecho б robarle su obra.

La hormiga, avara y sin entraсas, la explota y la gobierna б pesar de

su pequeсez, lo mismo que en el mundo de la criminalidad vertical, los

hombrea del «cofre-fuerte», de la mano imantada que atrae б los cйntimos

y del paсo duro que exprime, dominan б las grandes masas.

Hasta en su muerte se ve explotada la cigarra por el triunfante

parбsito. Los restos del Orfeo del ramaje se disuelven en el estуmago

del negro burguйs subterrбneo.

Despuйs de una vida de cinco у seis semanas, que le parece larguнsima,

la cantora cae de lo alto del бrbol, extenuada por tanta mъsica, tanta

poesнa, tanta embriaguez ruidosa. El sol seca su cadбver y los

transeъntes lo aplastan con sus pies.

Las hormigas salen formando batallones de sus obscuros cuarteles, donde

viven sometidas б una disciplina б la prusiana, obedeciendo б su

emperador, como un pueblo laborioso, culto y metуdico.

Van б saquear para enriquecerse; van б invadir otros hormigueros con el

propуsito de esclavizar б sus habitantes y que trabajen para los

conquistadores. La razуn de Estado guнa sus correrнas. ЎPor algo la

fбbula presenta б estas bestias como modelos de orden y buenas

costumbres!

En su avance triunfal, la vanguardia del ejйrcito encuentra б la caнda

cigarra, y los que vivieron de su trabajo vuelven б vivir de su muerte.

Las patas y mandнbulas despedazan la rica pieza, la disecan, la

tijeretean, la parten en migajas para almacenarla en el depуsito de

provisiones.

Muchas veces el poeta aъn estб en la agonнa y sus alas baten el polvo

con los ъltimos temblores. No importa. Su cuerpo se ennegrece cubierto

por el tropel de enemigos. Lo despedazan en vida, tiran de sus

miembros, lo descuartizan con un sabio mйtodo de canнbales cientнficos.

Y esta es, amigo mнo, no la fбbula, sino la verdadera historia de _La

cigarra y la hormiga_.

--ЎLo mismo que entre los hombres!--exclamo yo.

--Lo mismo que entre los hombres--repite el naturalista.



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