EL PRЙSTAMO DE LA DIFUNTA
(NOVELAS)
VICENTE BLASCO IBAСEZ
36.000 EJEMPLARES
PROMETEO Germanнas, 33. VALENCIA (Published in Spain)
ES PROPIEDAD.--Reservados todos los derechos de reproducciуn,
traducciуn y adaptaciуn.
1921, by V. Blasco Ibбсez.
INDICE
El prйstamo de la difunta.
El monstruo.
El rey de las praderas.
Noche servia.
Las plumas del caburй.
Las vнrgenes locas.
La vieja del cinema.
El automуvil del general.
Un beso.
La loca de la casa.
La sublevaciуn de Martнnez.
El empleado del coche-cama.
Los cuatro hijos de Eva.
La cigarra y la hormiga.
EL PRЙSTAMO DE LA DIFUNTA
I
Cuando los vecinos del pequeсo valle enclavado entre dos estribaciones
de los Andes se enteraron de que Rosalindo Ovejero pensaba bajar б la
ciudad de Salta para asistir б la procesiуn del cйlebre Cristo llamado
«el Seсor del Milagro», fueron muchos los que le buscaron para hacerle
encomiendas piadosas.
Aсos antes, cuando los negocios marchaban bien y era activo el comercio
entre Salta, las salitreras de Chile y el Sur de Bolivia, siempre habнa
arrieros ricos que por entusiasmo patriуtico costeaban el viaje б todos
sus convecinos, bajando en masa del empinado valle para intervenir en
dicha fiesta religiosa. No iban solos. El escuadrуn de hombres y mujeres
б caballo escoltaba б una mula brillantemente enjaezada llevando sobre
sus lomos una urna con la imagen del Niсo Jesъs, patrуn del pueblecillo.
Abandonando por unos dнas la ermita que le servнa de templo, figuraba
entre las imбgenes que precedнan al Seсor del Milagro, esforzбndose los
organizadores de la expediciуn para que venciese por sus ricos adornos б
los patrones de otros pueblos.
El viaje de ida б la ciudad sуlo duraba dos dнas. Los devotos del valle
ansiaban llegar cuanto antes para hacer triunfar б su pequeсo Jesъs. En
cambio, el viaje de vuelta duraba hasta tres semanas, pues los devotos
expedicionarios, orgullosos de su йxito, se detenнan en todos los
poblados del camino.
Organizaban bailes durante las horas de gran calor, que б veces se
prolongaban hasta media noche, consumiendo en ellos grandes cantidades
de _mate_ y toda clase de mezcolanzas alcohуlicas. Los que poseнan el
don de la improvisaciуn poйtica cantaban, con acompaсamiento de
guitarra, _dйcimas_, _endechas_ y _tristes_, mientras sus camaradas
bailaban la _zamacueca_ chilena, el _triunfo_, la _refalosa_, la
_mediacaсa_ y el _gato_, con relaciones intercaladas.
Algunas veces, este viaje, en el que resultaban mбs largos los descansos
que las marchas, se veнa perturbado por alguna pelea que hacнa correr la
sangre; pero nadie se escandalizaba, pues no es verosнmil que una gente
que va con armas y ha hecho viajes б travйs de los Andes pueda vivir en
comъn durante varias semanas, bailando y bebiendo con mujeres, sin que
los cuchillos se salgan solos de sus fundas.
Ahora ya no habнan arrieros gananciosos que dedicasen unas cuantas
docenas de onzas de oro al viaje del Niсo Jesъs y de sus devotos. Los
mбs ricos se habнan ido del pueblecillo; sуlo quedaban arrieros pobres,
de los que aceptan un viaje б El Paposo en Chile у б Tarija en Bolivia
por lo que quieren darles los comerciantes de Salta.
Rosalindo Ovejero era el ъnico que deseaba seguir la tradiciуn, bajando
б la ciudad para acompaсar al Seсor del Milagro en su solemne paseo por
las calles.
Desde que anunciу su viaje, el rancho de adobes con techumbre sostenida
por grandes piedras, que habнa heredado de sus padres, empezу б recibir
visitas. Todos acompaсaban su encargo con un billete de б peso.
Las mujeres le narraban, sin perdonar detalle, las grandes enfermedades
de que las habнa salvado la imagen milagrosa. Sus entraсas dolorosamente
quebrantadas por la maternidad se habнan tranquilizado despuйs de varios
emplastos de hierbas de la Cordillera y de la promesa de asistir б la
procesiуn del Cristo de Salta. Ellas no podнan hacer el viaje, como en
otros aсos; pero Rosalindo iba б representarlas, pues el Seсor del
Milagro es bondadoso y admite toda clase de sustituciones. Lo importante
era pagar un cirio para que ardiese en su procesiуn.
--Tomб, hijo, y cуmpralo de los mбs grandes--le decнan las mujeres al
entregarle el dinero--. Te pido este favor porque fuн muy amiga de tu
pobre mama.
Despuйs iban llegando los varones: pobres arrieros, curtidos por los
vientos glaciales de la Cordillera que derriban б las mulas. Algunos,
durante las grandes nevadas, habнan quedado aislados meses enteros en
una caverna--lo mismo que los nбufragos que se refugian en una isla
desierta--, teniendo que esperar la vuelta del buen tiempo, mientras б
su lado morнan los compaсeros de hambre y de frнo.
--Tomб, Rosalindo, para que me lleves un cirio detrбs del Seсor. El y yo
sabemos lo mucho que le debo.
Todos mostraban una fe inmensa en este Cristo que habнa llegado al paнs
poco despuйs de los primeros conquistadores espaсoles, б travйs de las
soledades del Pacнfico, en un cajуn flotante, sin vela ni remo, el cual
fuй б detenerse en un puerto del Perъ. La imagen habнa escogido б Salta
como punto de residencia, y desde entonces llevaba realizados miles y
miles de milagros. Pero las gentes sencillas de la Cordillera no
aceptaban que esta divinidad omnipotente traнda por los blancos pudiese
vivir sola, y su imaginaciуn habнa creado otras divinidades secundarias.
Respetaban mucho al Cristo de Salta, pero les inspiraba mбs miedo la
«Viuda del farolito», una bruja que se aparecнa de noche con un farol en
una mano б los arrieros perdidos en los caminos. El que la encontraba
debнa hacer inmediatamente sus preparativos para irse al otro mundo,
pues seguramente ocurrirнa su muerte antes de que se cumpliese un aсo.
Rosalindo Ovejero contу los encargos antes de salir de su casa. Eran
catorce cirios los que debнa llevar en la procesiуn, y йl sуlo se creнa
capaz de sostener ocho, cuatro en cada mano, metidos entre los dedos.
Luego pensу que siempre encontrarнa en los despachos de bebidas de Salta
algъn «amigazo» de buena voluntad que quisiera encargarse de los
restantes, y emprendiу el camino montado en un jaco que por el momento
era toda su fortuna.
Para representar dignamente б los convecinos pidiу prestadas unas
grandes espuelas que, segъn tradiciуn, habнan pertenecido б cierto
gaucho salteсo de los que б las уrdenes de Gьemes combatieron contra los
espaсoles por la independencia del paнs. Se puso el menos viejo de sus
ponchos, de color de mostaza, y un sombrero enorme, por debajo de cuyos
bordes se escapaba una melena lacia й intensamente negra, uniйndose б
sus barbas de Nazareno. La silla de montar tenнa б ambos lados unas alas
fuertes de correa, llamadas «guardamontes», para librar las piernas del
jinete de los araсazos y golpes de los matorrales. De lejos, estas alas
hacнan del pobre jaco una caricatura del caballo de las Musas.
Los dos orgullos del joven salteсo eran su cabalgadura y su nombre. El
nombre lo debнa б una mestiza sentimental que habнa estudiado para
maestra en la ciudad, llevando al pueblecito de los Andes el producto de
sus desordenadas lecturas. Quiso crear una generaciуn con arreglo б sus
ideales poйticos, y б йl le puso Rosalindo, б un hermano suyo que habнa
muerto lo bautizу Idнlio, y б una hermana que estaba ahora en Bolivia
aconsejу que la llamasen Zobeida, como la esposa del sultбn de _Las mil
y una noches_.
Rosalindo llegу б Salta el mismo dнa de la procesiуn. Era en Septiembre,
cuando empieza la primavera en el hemisferio austral, y las calles
estaban impregnadas del perfume de flores que exhalaban sus viejos
jardines. Volteaban las campanas en las torres de iglesias y conventos,
esbeltas construcciones de gran audacia en un paнs donde son frecuentes
los temblores del suelo. Un regimiento de artillerнa de montaсa
acantonado en Salta por el gobierno de Buenos Aires iba б dar escolta al
Seсor del Milagro. Los frailes de los diversos monasterios circulaban
por las calles, de aspecto colonial, y por la antigua Plaza de Armas,
rodeada de soportales lo mismo que una vieja plaza de Espaсa. Sobre
algunas puertas quedaba aъn el escudo de piedra, revelador del orgullo
nobiliario de los que construyeron el caserуn en la йpoca que aъn no
habнa nacido la Repъblica Argentina y el paнs era gobernado por los
representantes de la monarquнa espaсola.
Se presentу Ovejero puntualmente en la iglesia б la hora de la
procesiуn. Desfilaron primeramente las diversas imбgenes de los pueblos
con su acompaсamiento de devotos. Habнan venido йstos de muchas leguas
de distancia, bajando las montaсas como rosarios de hormigas
multicolores. Los hombres, al abandonar su caballo con alas de cuero y
lazo formando rollo б un lado de la silla, marchaban con una torpeza de
centauro, haciendo resonar б cada paso sus enormes espuelas. Con el
sombrero sostenido por ambas manos y la cabeza inclinada, precedнan
humildemente б sus imбgenes. Confundidos entre ellos pasaban sus
chicuelos envueltos en ponchos rayados de rojo y negro, y sus mujeres,
gordas y lustrosas mestizas, que parecнan vestidas de mбscaras б causa
de sus faldas de colores chillones, verde, rosa у escarlata.
Las cofradнas de la ciudad eran las que escoltaban al Cristo milagroso.
Las seсoritas de Salta iban de dos en dos, siguiendo las banderas y
estandartes llevados por unos frailes ascйticos que parecнan escapados
de un cuadro de Zurbarбn. Todas estas jуvenes aprovechaban la fiesta
para estrenar sus trajes primaverales, blancos, rosa, de suave azul, у
de color de fresa. Cubrнan sus peinados con enormes sombreros de altivas
plumas; en una mano llevaban una vela rizada y sin encender, envuelta en
un paсuelo de encajes, y con la otra se recogнan y ceснan al cuerpo la
falda, marcando al andar sus secretas amenidades.
Esta devociуn primaveral no tenнa un rostro compungido. Las seсoritas
alzaban la cabeza para recibir los saludos de la gente de los balcones,
у acogнan con ligera sonrisa las ojeadas de los jуvenes agrupados en las
esquinas. La emociуn religiosa sуlo era visible en la muchedumbre
rъstica que ocupaba las aceras, gentes de tez cobriza, ademanes humildes
y voces cantoras y dulzonas. Las mujeres iban cubiertas con un largo
manto negro, igual al de las chilenas; los hombres con un poncho
amarillento y ancho sombrero, duro y rнgido como si fuese un casco.
Todos se conmovнan, hasta llorar, viendo entre las nubes de incienso de
los sacerdotes y las bayonetas de los soldados al Cristo prodigioso
clavado en la cruz, sin mбs vestido que un hueco faldellнn de
terciopelo.
Detrбs de la imagen arcaica desfilaba lo mбs interesante de la
procesiуn: el ejйrcito doliente de los que deseaban hacer pъblica su
gratitud al Seсor del Milagro por los favores recibidos. Eran «chinitas»
de juvenil esbeltez y frescura jugosa, con una vela en la diestra y un
manto negro sobre la falda hueca de color vistoso y amplios volantes.
Por debajo de las rizadas enaguas aparecнan sus pies desnudos, pues
habнan hecho promesa al Cristo de seguirle descalzas durante la
procesiуn. Pasaban tambiйn ancianas apergaminadas y rugosas--como debнa
ser la «Viuda del farolito»--, que lanzaban suspiros y lбgrimas
contemplando el dorso del milagroso Seсor. Y revueltos con las mujeres
desfilaban los gauchos de cabeza trбgica, barbudos, melenudos, curtidos
por el sol y las nieves, con el poncho deshilachado y las botas rotas.
Muchas de estas botas parecнan bostezar, mostrando por la boca abierta
de sus puntas los dedos de los pies, completamente libres.
Ni uno solo de estos jinetes de perfil aguileсo, andrajosos, fieros y
corteses, dejaba de llevar con orgullo grandes espuelas. Antes morirнan
de hambre que abandonar su dignidad de hombres б caballo.
Todos atendнan б las pequeсas llamas que palpitaban sobre sus puсos
cerrados, cuidando de que no se apagasen. Algunos llevaban hasta cuatro
velas encendidas entre los dedos de cada mano, cumpliendo asн los
encargos de los devotos ausentes. Rosalindo figuraba entre ellos, y un
amigo que iba б su lado era portador de los seis cirios restantes. Los
dos, por ser jуvenes, procuraban marchar entre las devotas de mejor
aspecto.
Ovejero no habнa dudado un momento en cumplir fielmente los encargos
recibidos. Con la imagen milagrosa no valнan trampas. Ъnicamente se
permitiу comprar los cirios mбs pequeсos que los deseaban sus
convecinos, reservбndose la diferencia del precio para lo que vendrнa
despuйs de la procesiуn.
Los entusiastas del Cristo que no habнan podido comprar una vela
necesitaban hacer algo en honor de la imagen, y metнan un hombro debajo
de sus andas para ayudar б los portadores. Pero eran tantos los que se
aglomeraban para este esfuerzo superfluo y tan desordenados sus
movimientos, que el Seсor del Milagro se balanceaba, con peligro de
venirse al suelo, y la policнa creнa necesario intervenir, ahuyentando б
palos б los devotos excesivos.
Cuando terminу la procesiуn, Rosalindo apagу los catorce cirios,
calculando lo que podrнan darle por los cabos. Luego, en compaснa de su
amigo, se dedicу б correr las diferentes casas «de alegrнa» existentes
en la ciudad.
En todas ellas se bailaba la _zamacueca_, llamada en el paнs la
_chilenita_. Cerca de media noche, sudorosos de tanto bailar y de las
numerosas copas de aguardiente de caсa--fabricado en los ingenios de
Tucumбn--que llevaban bebidas, entraron en una casa de la misma especie,
donde al son de un arpa bailaban varias mujeres con unos jinetes de
estatura casi gigantesca. Eran gauchos venidos del Chaco conduciendo
rebaсos; hombretones de perfil aguileсo y maneras nobles, que recordaban
por su aspecto б los jinetes бrabes de las leyendas.
El arpa iba desgranando sus sonidos cristalinos, semejantes б los de una
caja de mъsica, y los gauchos saltaban acompaсados por el retintнn de
sus espuelas, persiguiendo б las mestizas de bata flotante que
balanceaban cadenciosamente el talle agitando en su diestra el paсuelo,
sin el cual es imposible bailar la _chilenita_.
Los punteados romбnticos del arpa tuvieron la virtud de crispar los
nervios de Rosalindo, agriбndole la bebida que llevaba en el cuerpo. Su
amigo experimentу una sensaciуn igual de desagrado, y los dos dieron
forma б su malestar, hasta convertirlo en un odio implacable contra los
gauchos del Chaco. їQuй venнan б hacer en Salta, donde no habнan
nacido?... їPor quй se atrevнan б bailar con las mujeres del paнs?...
Los dos sabнan bien que estas mujeres bailaban con todo el mundo, y que
las mбs de ellas no eran de la tierra. Pero su acometividad necesitaba
un pretexto, fuese el que fuese, y al poco rato, sin darse cuenta de
cуmo empezу la cuestiуn, se vieron con el cuchillo en la mano frente б
los gauchos del Chaco, que tambiйn habнan desnudado su facones.
Hubo un herido; chillaron las mujeres; el hombre del arpa saliу
corriendo llevando б cuestas su instrumento, que gimiу de dolor al
chocar con las rejas salientes de la calle; acudieron los vecinos, y
llegaron al fin los policнas, que rondaban esta noche mбs que en el
resto del aсo, conociendo por experiencia los efectos de la aglomeraciуn
en la fiesta del Seсor del Milagro.
Rosalindo se viу con su amigo en las afueras de la ciudad, al perder la
excitaciуn en que le habнan puesto su cуlera y la bebida.
--Creo que lo has matado, hermano--dijo el compaсero.
Y como era hombre de experiencia en estos asuntos, le aconsejу que se
marchase б Chile si no querнa pasar varios aсos alojado gratuitamente en
la penitenciarнa de Salta.
Todas las mujeres de la «casa alegre», asн como los gauchos, habнan
visto perfectamente cуmo daba Rosalindo la cuchillada al herido.
Ademбs, su arma habнa quedado abandonada en el lugar de la pelea.
El camino para huir no era fбcil. Tendrнa que atravesar la Quebrada del
Diablo, siguiendo despuйs un sendero abrupto б travйs de los Andes,
hasta llegar al puerto del Pacнfico llamado El Paposo. Muchos chilenos,
huyendo de la justicia de su paнs, hacнan este viaje, y bien podнa йl
imitarlos por idйntico motivo, siguiendo la misma travesнa, pero en
sentido inverso.
Rosalindo intentу ir б la mнsera posada donde habнa dejado su caballo,
pero cuando estaba cerca de ella tuvo que retroceder, avisado por el
fiel camarada. La policнa, mбs lista que ellos, estaba ya registrando
los objetos de la pertenencia de Ovejero, entreteniendo asн su espera
hasta que se presentase el culpable.
--Hay que huir, hermano--volviу б aconsejar el amigo.
Juzgaba peligrosa, despuйs de esto, la ruta mбs corta que conduce б la
provincia de Copiapу en la vecina Repъblica de Chile. Era camino muy
frecuentado por los arrieros, y la policнa podнa darle alcance. Ya que
no tenнa montura, lo acertado era tomar el camino mбs duro y abundante
en peligros, pero que sуlo frecuentan los de б pie. Como su ausencia iba
б ser larga y le era preciso ganarse el pan, resultaba preferible esta
ruta, pues al tйrmino de ella encontrarнa las famosas salitreras
chilenas, donde siempre hay falta de hombres para el trabajo, y б veces
se pagan jornales inauditos.
Rosalindo conocнa de fama este camino, llamado del Despoblado. Detrбs
del tal Despoblado se encontraba algo peor: la terrible Puna de Atacama,
un desierto de inmensa desolaciуn, donde morнan los hombres y las
bestias, unas veces de sed, otras de frнo, y en algunas ocasiones caнan
abrumadas por el viento.
Ovejero se guardу las espuelas en el cinto, renunciando б su dignidad
de jinete para convertirse en peatуn.
--Si tienes suerte--continuу el camarada--, tal vez en veinte dнas у en
un mes llegues al puerto de Cobija у б las salitreras de Antofagasta.
Hay arrieros que han hecho el camino en ese tiempo.
Y con la ternura que inspira el amigo en pleno infortunio, le diу su
cuchillo y toda la pequeсa moneda que pudo encontrar en los diferentes
escondrijos de su traje.
--Tomб, hermano; lo mismo harнas tъ por mi si yo me hubiese
«desgraciado». ЎQue el Seсor del Milagro te acompaсe!
Y Rosalindo Ovejero volviу la espalda б la ciudad de Salta, tomando el
camino del Despoblado.
II
Lo conocнa sin haber pasado nunca por йl, como conocнa todos los caminos
y senderos de los Andes, donde hombres y cuadrъpedos son menos que
hormigas, trepando lentamente por las arrugas y las aristas de unas
montaсas tan altas que impiden ver el cielo.
Su padre se habнa dedicado al arrieraje, y todos sus antecesores
vivieron del ejercicio de la misma profesiуn. Llevaban productos del
paнs б los puertos del Pacнfico, para traer en sus viajes de vuelta
objetos de procedencia europea, pues Buenos Aires y los demбs puertos
argentinos estбn muy lejos. En su casa, Rosalindo sуlo habнa oнdo
hablar de peligrosos viajes б travйs de los Andes y de la altiplanicie
desolada de Atacama.
Despuйs, en su adolescencia, fuй de ayudante con algunos arrieros,
cuidando las mulas en los malos pasos para que no se despeсasen. En
estos viajes por las interminables soledades no temнa б los hombres ni б
las bestias. Para el vagabundo predispuesto б convertirse en salteador,
tenнa su cuchillo, y tambiйn para el puma, leуn de las altiplanicies
desiertas, no mбs grande que un mastнn, pero que el hambre mantiene en
perpetua ferocidad, impulsбndole б atacar al viajero. Lo ъnico que le
infundнa cierto pavor en esta naturaleza grandiosa y muda, б travйs de
la cual habнan pasado y repasado sus ascendientes, eran los poderes
misteriosos y confusos que parecнan moverse en la soledad.
Ovejero tenнa un alma religiosa б su modo y propensa б las
supersticiones.
Creнa en el Cristo de Salta, pero al lado de йl seguнa venerando б las
antiguas divinidades indнgenas, como todos los montaсeses del paнs. El
Seсor del Milagro disponнa indudablemente del poder que tienen los
hombres blancos, dominadores del mundo, pero no por esto la Pacha-Mama
dejaba de ser la reina de la Cordillera y de los valles inmediatos, como
muchos siglos antes de la llegada de los espaсoles.
La Pacha-Mama es una diosa benйfica que estб en todas partes y lo sabe
todo, resultando inъtil querer ocultarle palabras ni pensamientos.
Representa la madre tierra, y todo arriero que no es un desalmado, cada
vez que bebe, deja caer algunas gotas, para que la buena seсora no sufra
sed. Tambiйn cuando los hombres bien nacidos se entregan al placer de
mascar coca, empiezan siempre por abrir con el pie un agujero en el
suelo y entierran algunas hojas. La Pacha-Mama debe comer, para que el
hambre no la irrite, mostrбndose vengativa con sus hijos.
Rosalindo sabнa que la diosa no vive sola. Tiene un marido que es
poderoso, pero con menos autoridad que ella: un dios semejante б los
reyes consortes en los paнses donde la mujer puede heredar la corona.
Este espнritu omnipotente se llama el Tata-Coquena, y es poseedor de
todas las riquezas ocultas en las entraсas del globo.
Muchos naturales del paнs se habнan encontrado con los dos dioses cuando
llevaban sus arrias por los desfiladeros de los Andes; pero siempre
ocurrнa tal encuentro en dнas de tempestad, como si los dioses sуlo
pudieran dejarse ver б la luz de los relбmpagos y acompaсados por los
truenos que ruedan con un estallido interminable de montaсa en montaсa y
de valle en valle.
La Pacha-Mama y el Tata-Coquena eran arrieros. їQuй otra cosa podнan
ser, poseyendo tantas riquezas?... Los que les veнan no alcanzaban б
contar todas las recuas de llamas, enormes como elefantes, que marchaban
detrбs de ellos. Las «petacas» у maletas de que iban cargadas estas
bestias gigantescas estaban repletas de coca, precioso cargamento que
emocionaba mбs б los arrieros de la Cordillera que si fuese oro.
Los del paнs no conocнan riqueza que pudiera compararse con estas hojas
secas y refrescantes, de las que se extrae la cocaнna y que suprimen el
hambre y la sed.
El padre de Rosalindo se habнa encontrado algunas veces con la
Pacha-Mama en tardes de tempestad, describiendo б su hijo cуmo eran la
diosa y su consorte, asн como el lucido y majestuoso aspecto de sus
recuas. Pero siempre le ocurrнa este encuentro despuйs de un largo alto
en el camino, en uniуn de otros arrieros, que habнa sido celebrado con
fraternales libaciones.
Al emprender su marcha por el Despoblado, pensу Rosalindo al mismo
tiempo en el Cristo de Salta y en la Pacha-Mama. Las dos sangres que
existнan en йl le daban cierto derecho б solicitar el amparo de ambas
divinidades. Entre sus antecesores habнa un tendero espaсol de Salta, y
el resto de la familia guardaba los rasgos йtnicos de los primitivos
indios calchaquies. Si le abandonaba uno de los dioses, el otro, por
rivalidad, le protegerнa.
Despuйs de esto se lanzу valerosamente б travйs del Despoblado.
Los mбs horrendos paisajes de la Cordillera conocidos por йl resultaban
lugares deliciosos comparados con esta altiplanicie. La tierra sуlo
ofrecнa una vegetaciуn raquнtica y espinosa al abrigo de las piedras. A
veces encontraba montones de escorias metбlicas y ruinas de pueblecitos
y capillas, sin que ningъn ser humano habitase en su proximidad. Eran
los restos de establecimientos mineros creados por los conquistadores
espaсoles cuando se extendieron por estos yermos en busca de metales
preciosos. Los indios calchaquies se habнan sublevado en otro tiempo,
matando б los mineros, destruyendo sus pueblos y cegando los filones
aurнferos, de tal modo, que era imposible volver б encontrarlos.
El paisaje se hacнa cada vez mбs desolado y aterrador. Sobre esta
altiplanicie, donde caнa la nieve en ciertos meses, sepultando б los
viajeros, no habнa ahora el menor rastro de humedad. Todo era seco,
бrido y hostil. Las riquezas minerales daban б las montaсas colores
inauditos. Habнa cumbres verdes, pero de un verde metбlico; otras eran
rojas у anaranjadas.
En ciertas oquedades existнa una capa blanca y profunda, semejante al
sedimento de un lago cuyas aguas acabasen de solidificarse. Estos lagos
secos eran de borato. Caminу despuйs dнas enteros sin encontrar ninguna
vegetaciуn. Ъnicamente en las quebradas secas crecнan ciertos cactos del
tamaсo de un hombre, rectos como columnas espinosas. Estos cactos,
vistos de lejos, daban la impresiуn de filas de soldados que descendнan
por las laderas en orden abierto.
Rosalindo, en las primeras jornadas, encontrу las chozas de algunos
solitarios del Despoblado. Eran pastores de cabras--el rebaсo del
pobre--que realizaban el milagro de poder subsistir, ellos y sus
animales, sobre una tierra estйril. Mбs adelante ya no encontrу ninguna
vivienda humana. La soledad absoluta, el silencio de las tierras
muertas, la profundidad misteriosa de la carencia de toda vida, se
abrieron ante sus pasos para cerrarse inmediatamente, absorbiйndolo.
Para darse nuevos бnimos recordaba lo que habнa oнdo algunas veces sobre
los primeros hombres blancos que atravesaron este desierto. Eran
espaсoles con arcabuces y caballos, guerreros de pesadas armaduras que
no sabнan adonde les llevaban sus pasos й ignoraban igualmente si la
horrible Puna de Atacama tendrнa fin. Su jefe se llamaba Almagro y habнa
abandonado б Pizarro en el Perъ para atravesar esta soledad aterradora,
descubriendo al otro lado del desierto la tierra que luego se llamу
Chile.
«ЎQuй hombres, pucha!», pensaba Rosalindo.
Y se consideraba con mayores fuerzas para continuar el viaje. Йl б lo
menos sabнa con certeza adonde se dirigнa, y encontraba todos los
detalles topogrбficos del terreno de acuerdo con los informes que le
habнa proporcionado su camarada y los solitarios establecidos en los
linderos del desierto.
Ninguno de йstos, al darle hospitalidad en su vivienda, le hizo
preguntas indiscretas. Adivinaban que huнa por haberse «desgraciado», y
como este infortunio le puede ocurrir б todo hombre que usa cuchillo, se
limitaron б darle explicaciones sobre el rumbo que debнa seguir,
aсadiendo algunos pedazos de carne de cabra seca, para que no muriese de
hambre en su audaz travesнa.
Cuando hubo consumido todas sus vituallas, no por esto perdiу el бnimo.
Mientras conservase una bolsa que llevaba pendiente de su cinturуn, no
temнa al hambre ni б la sed. En ella llevaba su provisiуn de coca,
alimento maravilloso para los indнgenas, porque da la insensibilidad de
la parбlisis y suspende el tormento de las necesidades, esparciendo б la
vez por todo el organismo un alegre vigor. Gracias б este
anestйsico--considerado en el paнs como un manjar de origen
divino--podrнa vivir dнas y dнas, sin que el hambre ni la sed
dificultasen su viaje.
Buscaba al cerrar la noche el abrigo natural de las piedras у de los
muros en ruinas que revelaban el emplazamiento de algъn establecimiento
minero arrasado dos siglos antes. Sуlo reanudaba su marcha con la luz
del sol, para ir guiбndose por las seсales que le habнan indicado,
evitando el perderse en esta tierra monуtona, sin бrboles, sin casas,
sin rнos, que le pudiesen servir de punto de orientaciуn.
Lo que mбs le preocupaba era la posibilidad de que se levantase de
pronto uno de los terribles vientos glaciales que barren la Puna.
Mientras la atmуsfera se mantuviese tranquila no se consideraba en
peligro de muerte. El frнo huracбn, en esta altiplanicie donde es
imposible encontrar refugio, resultaba tan temible como la nieve que
sepulta.
La rarefacciуn de la atmуsfera representaba igualmente una fatiga mortal
para los que cruzaban por primera vez las altiplanicies andinas. Pero
Ovejero, habituado б respirar en las grandes alturas, estaba libre del
llamado «mal de la Puna». Tenнa el corazуn sуlido de los montaсeses y su
pecho dilatado le permitнa respirar sin angustia en unas tierras
situadas б mбs de tres mil metros sobre el Ocйano.
Una maсana adivinу que habнa llegado al punto mбs culminante y difнcil
de su camino. Dos у tres jornadas mбs allб empezarнa su descenso hacia
el Pacнfico.
«Debo estar cerca de la difunta Correa», pensу.
Conocнa de fama б la «difunta Correa», como todos los hijos de la tierra
de Salta.
Era una pobre mujer que se habнa lanzado б travйs del desierto б pie y
con una criatura en los brazos. Su deseo era llegar б Chile en busca de
un hombre: tal vez su marido, tal vez un amante que la habнa abandonado.
Los vientos glaciales de la Puna la envolvieron en lo mбs alto de la
planicie, y ella y su criatura, refugiadas en una oquedad del suelo,
murieron de frнo y de hambre. Meses despuйs la descubrieron otros
viandantes en el mismo estado que si acabase de morir, pues los
cadбveres se mantienen en las secas alturas de la Puna en una
conservaciуn absoluta que parece desafiar б la muerte.
La piedad de los vagabundos andinos abriу una fosa en el suelo estйril
para enterrar б esta mujer, apellidada Correa, y б su niсo, colocando
sobre los cadбveres un montуn de piedras como rъstico monumento.
Se extendiу por todo el paнs la fama de la «difunta Correa». Eran muchos
los que habнan muerto en los senderos de la altiplanicie llamados
«travesнas», pero ninguno de los vagabundos fallecidos podнa inspirar el
mismo interйs novelesco que esta mujer.
La tumba de la difunta Correa fuй en adelante el lugar de orientaciуn
para los que pasaban de Salta б Chile. Todo viandante se considerу
obligado б rezar una oraciуn por la difunta y б dejar una limosna encima
de su sepulcro. Uno de los solitarios del Despoblado se instituyу б sн
mismo administrador pуstumo de la difunta, y cada seis meses у cada aсo
hacнa el viaje hasta la tumba para incautarse de las limosnas,
dedicбndolas al pago de misas.
Este asunto era llevado con una probidad supersticiosa. El dinero de las
limosnas permanecнa meses y meses sobre la tumba, sin que los
viajeros--en su mayor parte hombres de tremenda historia--osasen tocar
la mбs pequeсa parte del depуsito sagrado. Muy al contrario, todos
procuraban dar aunque sуlo fuesen unos centavos, por creer que una
limosna б la difunta Correa era el medio mбs seguro de terminar el viaje
felizmente.
Rosalindo encontrу al fin la tumba. Era un montуn de piedras adosado б
otras piedras que parecнan la base de un muro desaparecido. Dos maderos
negros y resquebrajados por el viento formaban una cruz, y al pie de
ella habнa una vasija de hojalata, un antiguo bote de carne en conserva
venido de Chicago б la Amйrica austral para acabar sirviendo de cepillo
de limosnas sobre la sepultura de una mujer.
Ovejero examinу su interior. Una piedra gruesa depositada en el fondo
del bote servнa para mantenerlo fijo sobre la tumba y que no lo
arrebatase el viento. Al levantar la piedra, su mirada encontrу el
dinero de las limosnas: unos cuantos billetes de б peso y varias piezas
de nнquel. Tal vez habнa transcurrido un aсo sin que el administrador de
la muerta viniese б recoger las limosnas.
El gaucho conocнa su deber, y se apresurу б cumplirlo. Con el sombrero
en la mano, rezу todas las oraciones que guardaba en su memoria desde la
niсez. «ЎPobre difunta Correa!...» Luego buscу en su cinto, б travйs de
diversos objetos, el paсuelo anudado en cuyo interior guardaba toda su
moneda.
Sacу б luz lo que poseнa. Ъnicamente le quedaban tres pesos con algunos
centavos. Durante los primeros dнas del viaje habнa tenido que pagar en
algunos altos del camino, pues los habitantes de las chozas no eran
simples pastores, como los del desierto, y se ayudaban para vivir dando
posada б los arrieros. Le quedaba muy poco para hacer una limosna
esplйndida.
Pensу tambiйn con inquietud en lo que le esperaba al otro lado del
desierto, cuando ya no estuviera solo y al encontrarse entre los
primeros hombres renacieran otra vez las exigencias y los gastos de la
vida social. Necesitaba dinero para continuar su viaje por tierra
civilizada, para subsistir antes de que encontrase trabajo, y la
cantidad que poseнa no era suficiente.
Empezaba б olvidarse, abismado en estos cбlculos, de la difunta y de
todo lo que le rodeaba, cuando un personaje inesperado le hizo volver б
la realidad con su inquietante apariciуn.
No estaba solo en el desierto. Viу al otro lado de la fila de piedras en
forma de muro un perro enorme que gruснa, con la piel dorada cubierta de
manchas de rojo obscuro. Viу tambiйn, al hacer un movimiento este
animal, que tenнa cabeza de gato, con bigotes hirsutos y unos ojos
verdes que esparcнan reflejos dorados.
Rosalindo conocнa б esta bestia y no le inspiraba miedo. Era un puma que
parecнa dudar entre la audacia y el temor, entre la acometividad y la
fuga. El hombre lo espantу con un alarido feroz, enviбndole al mismo
tiempo un peсascazo que le alcanzу en una pata. La fiera huyу en el
primer momento, pero se detuvo б corta distancia. Aquel terreno lo
consideraba como suyo. Sin duda permanecнa junto б la tumba todo el aсo,
por ser este el lugar mбs frecuentado en la soledad del desierto,
resultбndole fбcil el nutrirse con los despojos de las caravanas у el
sorprender б un hombre у б una bestia de carga en momentos de descuido.
Al quedar lejos no quiso Rosalindo hostilizarle por segunda vez. Veнa en
йl б un guardiбn de la tumba. Hasta pensу supersticiosamente si este
felino de la altiplanicie, mezcla de leуn y de tigre, tendrнa algo del
alma de la difunta, pues en los cuentos del paнs habнa oнdo hablar
muchas veces de espнritus de personas que continъan su existencia dentro
de cuerpos de animales.
Dejу de ocuparse del puma para seguir mirando el bote de las limosnas.
Una idea digna de ser tenida en cuenta acababa de surgir en su
pensamiento en el mismo instante que le distrajo la presencia de la
fiera.
Йl estaba vivo y tenнa poco dinero; en cambio la difunta Correa estaba
muerta hacнa aсos y no necesitaba comer ni le era forzoso ir б Chile
como йl. Aquellas limosnas iban б quedar meses y meses debajo del
pedrusco, hasta que se le ocurriese venir al encargado de recogerlas.
їNo podнan hacer un negocio honrado la difunta y йl?...
Rosalindo no quiso aceptar ni por un instante la idea de apoderarse de
este dinero. Por ser de una muerta tenнa un carбcter sagrado, y ademбs
representaba cierta cantidad de misas para la salvaciуn eterna de la
madre y su criatura. Pero era posible una operaciуn de crйdito entre los
dos, que no resultaba completamente nueva.
Sabнa por los arrieros y peatones de los Andes para lo que servнan
muchas veces estas tumbas con su depуsito de limosnas. Como abundan las
sepulturas en las diversas travesнas de la Cordillera, los viandantes
faltos de recursos se llevan con toda reverencia el dinero dedicado б
los difuntos, pero dejando б йstos un recibo con la promesa solemne de
devolverles una cantidad mayor.
Ovejero pensу que йl podнa hacer lo mismo. La difunta Correa era una
buena mujer y aceptarнa seguramente desde el fondo de su tumba de
piedras este prйstamo. Йl, por su parte, siempre habнa sido fiel б su
palabra y ademбs empeсaba su firma. Lo que se llevase lo devolverнa
quintuplicado, y la difunta iba б ganar como rйditos de la operaciуn un
gran nъmero de misas.
Con la tranquilidad que comunica la pureza de la intenciуn, fuй
recogiendo toda la moneda depositada en el fondo del bote. La contу:
ocho pesos y cuarenta centavos. Luego buscу en su cinto un lбpiz corto y
romo, arrancando tambiйn un pedazo de papel de un diario viejo de Salta.
La redacciуn del documento fuй empresa larga y difнcil. En su niсez
habнa figurado entre los mejores alumnos de la escuela de su
pueblecillo, pero siempre considerу la ortografнa como el mбs
horripilante de los tormentos de la juventud, б causa de la diferencia
entre letras mayъsculas y minъsculas.
En el borde blanco del periуdico declarу que tomaba б prйstamo de la
difunta Correa la expresada cantidad, comprometiйndose б devolvйrsela
sobre la misma tumba en el plazo de un aсo; y para hacer mбs solemne su
compromiso, metiу en cada palabra dos у tres mayъsculas. Despuйs puso su
firma: _Rosalindo Ovejero_, con las letras todo lo mбs grandes que le
permitiу la escasez del papel.
Cuando se hubo guardado el dinero en el cinto, depositу su recibo en el
fondo del bote, colocando la piedra exactamente sobre йl, para que en
ningъn caso pudiera llevбrselo el viento.
Nada le quedaba que hacer allн. Ahora que se veнa con mбs dinero para
afrontar la existencia entre los hombres civilizados, deseaba salir
cuanto antes del desierto.
El puma se habнa ido aproximando con un gruсido hipуcrita, como si
esperase verle de espaldas para caer sobre йl. Rosalindo se inclinу,
enviбndole otro peсascazo que le hizo huir por segunda vez de aquella
tumba que consideraba como su guarida.
Continuу el gaucho su marcha. Al dнa siguiente viу unos guanacos
salvajes que corrнan por el lнmite del horizonte. La vida vegetal y
animal empezaba б reaparecer en el desierto. En los dнas siguientes los
guanacos salieron б su encuentro formando manadas y los matorrales
fueron mбs espesos y altos. La atmуsfera resultaba mбs respirable; el
terreno iba en descenso.
A la semana siguiente el fugitivo de Salta encontrу hombres y durmiу en
viviendas que formaban mнseros pueblos.
Siguiу bajando, y al fin encontrу el camino que se remonta б Bolivia y
que en direcciуn opuesta iba б conducirle б la costa del Pacнfico.
III
Pasу cerca de un aсo trabajando en las explotaciones salitreras
establecidas por los chilenos en la costa del Pacнfico. Viviу unas veces
cerca de Antofagasta, otras en Iquique y hasta en Arica, junto б la
frontera del Perъ.
El trabajo no era extremadamente duro y se ganaban buenos jornales.
Europa necesitaba abono para sus campos, y especialmente en Alemania los
arenales del Brandeburgo se negaban б dar patatas y remolachas si no
recibнan antes la nutriciуn del бzoe solidificado en las llanuras
chilenas.
Todos los pueblos vivнan entonces en paz, y era preciso aumentar la
producciуn del suelo para que una humanidad exuberante en demasнa no se
quedase sin comer. Llegaban vapores y veleros б los puertos del Pacнfico
cargados de carbуn, y partнan semanas despuйs llevando sus bodegas
repletas de salitre. Miles y miles de hombres trabajaban en el arranque
de esta tierra blanca contenedora de un excitante fertilizador. Los
brazos eran pagados con generosidad y el dinero corrнa abundantemente.
Rosalindo celebrу como una protecciуn de la suerte el haber huнdo de su
paнs natal, librбndose para siempre de su pobre y ruda profesiуn de
arriero. En pocas semanas ganу lo que al otro lado de los Andes le
hubiese costado un aсo de trabajo. Ademбs, su existencia era mucho mбs
fбcil y dulce en esta tierra de emigraciуn.
Hombres de diversos paнses trabajaban en las salitreras, y casi todos
ellos vivнan sin familia, pudiendo gastar alegremente sus considerables
jornales. De aquн que, en dнas de fiesta, los obreros de gustos
alcohуlicos se entregasen б las mбs desordenadas fantasнas en los cafйs
y los despachos de licores. No sabнan cуmo acabar su dinero en esta
tierra de vida improvisada y escasas diversiones. Algunos disparaban sus
revуlveres escogiendo como blanco las botellas alineadas en la
anaquelerнa detrбs del mostrador. Era un lujo destrozar б tiros las
botellas de champaсa traнdas de Europa, pagбndolas luego б unos precios
que hubiesen escandalizado б muchos ricos. Otros, para beber un simple
vaso de vino, hacнan abrir la espita de un tonel, dejando que chorrease
en su vaso durante mucho tiempo lo mismo que una fuente, perdiйndose
enormes cantidades de lнquido. Luego pagaban con orgullo, delante de
todos, para que se enterasen de su vanidad.
Con estas fantasнas y otras menos confesables engaсaban su tedio en este
paнs abundante en dinero pero de aspecto entristecedor. La riqueza
estaba en la profunda capa de salitre que cubrнa el suelo; pero esta
tierra blanca que servнa para fertilizar los campos de Europa no
toleraba aquн ninguna vegetaciуn. Una esterilidad valiosa pero triste
rodeaba las nuevas poblaciones. El mayor lujo de los ricos era tener en
sus casas unas cuantas macetas de flores. El agua para su riego habнa
costado tan cara como los vinos mбs cйlebres.
Las interminables recuas de mulas, al acarrear del interior б los
puertos las cargas de salitre, parecнan acordarse melancуlicamente de
los campos donde habнan nacido, con бrboles, hierbas y arroyos. En las
casas inmediatas б los caminos de esta tierra estйril, los dueсos
evitaban pintar sus cercas de verde, pues los pobres animales, engaсados
por el color, empezaban б roer los barrotes de madera, tomбndolos por
vegetales surgidos del suelo.
Rosalindo acabу por adquirir el mismo aspecto de los obreros del paнs.
Ya no quedaba nada en йl del gaucho salteсo. Se habнa cortado las
melenas y transformado su traje. Ademбs, siguiу con atenciуn, en los
diversos lugares de su trabajo, las predicaciones de algunos obreros
procedentes de Europa que hablaban contra las compaснas salitreras,
incitando б los compaсeros б la revuelta. Pero una huelga seguida de
incendios y saqueos fuй sofocada inmediatamente por los soldados
chilenos con abundante empleo de ametralladoras, lo que devolviу la
prudencia б Rosalindo y б la mayorнa de sus camaradas.
Cuando llevaba ocho meses trabajando, experimentу una gran alegrнa al
encontrarse con un hombre de su paнs que deseaba regresar б Salta.
La vida de este hombre en las salitreras habнa sido menos agradable y
fructuosa que la de Ovejero. Trabajу y ganу buenos jornales en los
primeros meses; pero era jugador, y todas sus ganancias se quedaron en
las llamadas casas «de remolienda». Al final, sus deudas y sus continuas
peleas le obligaban б abandonar el paнs.
Rosalindo, por ser un compatriota, atendiу todas sus peticiones de
dinero. Йl no era jugador. Su vicio dominante habнa sido siempre la
bebida, y aquн que ganaba mucho podнa satisfacerlo con largueza, lo
mismo que un caballero.
Al saber que su compatriota iba б volver б Salta por la Puna de Atacama,
el gaucho, que era hombre de honor, incapaz de olvidar sus compromisos,
pensу en la antigua deuda, que le preocupaba con frecuencia y hasta
algunas noches le habнa quitado el sueсo.
Mientras obsequiaba б su compatriota en un cafй de Antofagasta, le fuй
explicando su asunto.
--Tъ pasarбs por donde la difunta Correa, їno es eso, hermano?... Pues
bien; cuando llegues б su sepultura, le dejas bajo la piedra estos
treinta pesos. Ella me diу ocho y unos centavos, pero hay que ser
rumboso con los que nos favorecen, y ademбs la pobre tal vez estб
necesitada de misas.
Pidiу tambiйn б su camarada que retirase el recibo escrito en un pedazo
de periуdico que habнa dejado en la tumba у que fuese en busca del
encargado de recoger las limosnas para pedirle el tal documento. Los
asuntos de dinero deben llevarse con limpieza, sobre todo si hay
muertos de por medio. Cuando el camarada tuviese el recibo en su poder,
debнa enviбrselo por correo para su tranquilidad.... Y le entregу unos
cuantos pesos mбs por la molestia que le pudiese ocasionar el encargo.
Transcurrieron varios meses. Rosalindo trabajaba todos los dнas como un
obrero de buenas costumbres. A pesar de que habнa sido hombre de pelea,
evitaba las cuestiones en este mundo compuesto de gentes bravas y de
todas procedencias, que para ir б ganarse el jornal llevaban siempre el
cuchillo y el revуlver. Йl deseaba ъnicamente que le dejasen embriagarse
en paz. De dнa trabajaba en la salitrera y de noche se emborrachaba en
algъn cafetнn predilecto, hasta que ganaba su alojamiento tambaleбndose,
у lo llevaba hasta йl un compaсero casi б rastras.
De pronto se sintiу enfermo. El mйdico, un joven reciйn llegado de
Santiago, atribuyу su dolencia б los excesos alcohуlicos; pero йl creнa
saber mejor que este chileno presuntuoso cuбl era la verdadera causa de
su enfermedad.
Dormнa mal y su sueсo estaba cortado por terribles visiones. Esta vida
de alucinaciуn dolorosa habнa empezado para йl cierta noche en que se
dirigнa б su casa completamente ebrio.
Una mujer le saliу al paso: una mujer enjuta de carnes, con la tez algo
cobriza y unos ojos grandes, negros, ardientes. Iba envuelta en un manto
obscuro que habнa perdido su primer tinte y era del color llamado "ala
de mosca". Agarrado б una de sus manos marchaba un niсo cuya cabeza
apenas le llegaba б las rodillas.
Rosalindo no conocнa б la difunta Correa ni jamбs encontrу б alguien que
pudiera describнrsela. Pero al ver a esta mujer por primera vez, quedу
convencido de su identidad. Era la difunta Correa; no podнa ser otra,
ЎAquellos ojos!... ЎAquel niсo que la acompaсaba!...
Se quitу el sombrero con la misma expresiуn reverente que cuando habнa
rezado ante su tumba.
--їEn quй puedo servirla, seсora?--dijo--. їQuй desea de mн?...
La mujer permaneciу muda, y sus ojos redondos, de un ardor obscuro, le
miraron fijamente. Al entrar en su casucha cerrу la puerta, y la
difunta, siempre con su niсo de la mano, se filtrу б travйs de las
maderas.
Dormнa Rosalindo en una pieza grande con siete compaсeros mбs, pero
aquella hembra dolorosa, como venнa del otro mundo y todos los seres de
allб dan poca importancia б las preocupaciones morales de la tierra, se
metiу entre tantos hombres, sin vacilaciуn, permaneciendo erguida junto
б la cama de Ovejero.
Cada vez que йste abrнa los ojos la encontraba frente б йl, inmуvil,
rнgida, mirбndole con sus pupilas ardientes y fijas, no alteradas por el
mбs leve parpadeo.
A la maсana siguiente, el gaucho creyу haber atinado con la explicaciуn
de este encuentro. La pobre difunta habнa venido indudablemente б darle
las gracias por los enormes rйditos con que habнa acompaсado la
devoluciуn del prйstamo. Si permanecнa muda y con aquellos ojos que
infundнan espanto, era porque las almas en pena no pueden mirar de
distinto modo.
Afirmado en esta creencia, no experimentу sorpresa alguna cuando, en la
noche siguiente, al regresar ebrio de su cafetнn, tropezу con la
enlutada y su niсo cerca de la casa.
Por segunda vez se quitу el sombrero, gangueando sus palabras con una
amabilidad de borracho.
--No tiene usted nada que agradecerme, seсora. La palabra es palabra, y
lo que siento es no haber podido enviarle mбs para que la digan misas.
El aсo que viene, cuando algъn amigo mнo vaya para allб, tal vez le haga
otra remesa.
Pero la mujer parecнa no oнrle y continuу fijando en йl sus ojos
inmуviles, mientras la cara del niсo--una cara de muerto--se agitaba con
el temblor de un llanto sin lбgrimas y sin ruido.... Y la difunta le
acompaсу otra vez hasta su cama, manteniйndose inmуvil junto б ella, y
desapareciendo ъnicamente con las primeras luces del amanecer.
Este encuentro se fuй repitiendo varias noches. Rosalindo bebнa cada vez
mбs, viendo en el alcohol un medio seguro de sumirse en el sueсo y
evitar tales visiones; pero contra su opiniуn, las visitas de la difunta
se hacнan mбs largas asн como йl aumentaba su embriaguez. Algunas veces,
hasta en pleno sol, cuando trabajaba en el arranque de las rocas de
salitre, la difunta surgнa frente б йl durante sus minutos de descanso.
En vano le dirigнa preguntas. La enlutada era muda y ъnicamente sabнa
mirarle con sus pupilas redondas y severas, mientras el niсo continuaba
su eterno llanto sin humedad y sin eco.
«Hay en este asunto algo que no comprendo--pensaba Rosalindo--. їNo le
habrб entregado aquel amigazo el dinero que le di?»
Se dedicу б averiguar el paradero de su compatriota. Pensу por un
momento si se habrнa quedado con los pesos que le entregу para la
muerta; pero inmediatamente repeliу tal sospecha. Su camarada, aunque
algo bandido y de perversas costumbres, era muy temeroso de Dios й
incapaz de ponerse en mala situaciуn con las бnimas del Purgatorio, б
las que tenнa gran respeto y no menos miedo.
Al fin, un vagabundo que iba de boliche en boliche por las diversas
salitreras para robar con sus malas artes de jugador el dinero de los
trabajadores, le diу noticias sobre el desaparecido, despuйs de repasar
los recuerdos de su propia vida complicada y aventurera. A su amigo lo
habнan matado meses antes en un despacho de bebidas cerca de la
Cordillera, cuando se dirigнa desde Cobija б tomar el camino de la Puna.
La cuchillada mortal habнa sido por cuestiones de juego.
El gaucho, que no querнa dudar de que la difunta hubiese recibido su
prйstamo con todos los intereses, quedу aterrado al recibir esta
noticia. Empezу б calcular los meses transcurridos desde que dejу su
recibo en la tumba del desierto. Hizo un gesto de satisfacciуn, como si
acabase de resolver un problema difнcil, al convencerse de que iba
transcurrido mбs de un aсo, plazo que йl mismo fijу en su papel. La
difunta tenнa derecho б reclamar. Ahora comprendнa sus ojos severos
fijos en йl y la expresiуn dolorosa de aquella carita de muerto, que
lloraba y lloraba con el tormento de un hambre del otro mundo, por
faltarle el sustento de las misas.... ЎY йl, que despilfarraba sus
jornales en bebidas y otros vicios menos confesables, estaba retardando
la salvaciуn de estos dos seres infelices al no devolverles un dinero
que necesitaban para la salud de su alma!...
Deseу que llegase pronto la noche y se le apareciese la difunta para
darle sus explicaciones de deudor honrado. Pero por lo mismo que su
deseo era vehemente, no pudo encontrarla en las cercanнas de su casucha
por mбs vueltas que diу en torno de ella, y eso que en la presente
noche, para evitar palabras confusas y tergiversaciones en el negocio,
habнa bebido muy poco. Fuй cerca de la madrugada cuando Ovejero, que
habнa conseguido dormirse, la viу al abrir sus ojos.
--Seсora, la falta no es mнa; es de un amigo que se ha dejado matar,
perdiendo mi dinero. Pero yo pagarй. Voy б buscar alguien que se
encargue de devolver el prйstamo, aunque tenga que costearle los gastos
de viaje. Ademбs aumentarй los intereses....
No pudo seguir hablando. La difunta desapareciу con su niсo, como si la
hubiesen tranquilizado estas promesas. Huнa tal vez igualmente de los
gritos y blasfemias de los otros obreros, que habнan sido despertados
por Rosalindo al hablar en voz alta. Estaban irritados contra el salteсo
porque todas las noches mostraba predilecciуn en su borrachera por
conversar con una mujer invisible. Y esta noche, en vez de hablar
buenamente, habнa dado gritos. Todos ellos empezaron б tener por loco б
su camarada.
En mucho tiempo no volviу Ovejero б encontrarse con su acreedora. Esta
ausencia le parecнa natural. Las almas del otro mundo no necesitan
esforzarse para conocer lo que hacen los vivos, y ella sabнa que su
deudor se ocupaba en devolverle el prйstamo.
Trabajу horas extraordinarias, bebiу menos, fuй reuniendo economнas,
pues deseaba hacerse perdonar con su generosidad el retraso en el pago
de la deuda. Al mismo tiempo buscaba un hombre que se encargase de ir б
depositar la cantidad sobre la tumba del desierto.
Por mбs averiguaciones que hizo en los diversos campamentos salitreros y
por mбs que escribiу б los camaradas que tenнa en otros puertos del
Pacнfico, no pudo encontrar un viajero que se propusiera volver al Norte
de la Argentina siguiendo el desierto de Atacama.
«Tendrй que enviar un hombre б mis expensas--pensу--. Esto serб caro,
pero no importa; lo principal es dormir con tranquilidad y que no se me
aparezca la pobre difunta llevando el niсo de la mano....»
ЎAy, el niсo, con su llanto silencioso y su carita de muerto!... Este
era el que le aterraba mбs en la lъgubre visiуn. La mujer le infundнa
respeto, pero no miedo; mientras que solamente al recordar el llanto
extraсo del hijo, sentнa correr un espeluznamiento da pavor por todo su
cuerpo. Era necesario redoblar su trabajo para reunir el dinero y
encontrar б un hombre que lo llevase hasta la tumba....
Y este hombre lo encontrу al fin.
IV
Era un chileno viejo llamado seсor Juanito; pero las gentes del paнs,
siempre predispuestas б cortar las palabras, sуlo dejaban dos letras del
tratamiento respetuoso б que su edad le daba derecho, llamбndole _сo_
Juanito.
Siempre que abrнa su boca dejaba sumido б Ovejero en una resignada
humildad. Su admiraciуn por el viejo era tan grande, que considerу
detalle de poca importancia el hecho de que no hubiese atravesado nunca
la Puna de Atacama, ni conociera el lugar donde estaba el sepulcro de la
difunta Correa. Un hombre de sus mйritos sуlo necesitaba unas cuantas
explicaciones para hacer lo que le encargasen, aunque fuera en el otro
extremo del planeta.
Habнa vivido en la perpetua manнa ambulatoria de algunos «rotos»
chilenos, que llevan de la infancia б la muerte una existencia
vagabunda. Deleitaba б Rosalindo contбndole sus andanzas en el Japуn, su
vida de marinero б bordo de la flota turca y sus expediciones siendo
niсo б la California, en compaснa de su padre, cuando la fiebre del oro
arrastraba allб б gentes de todos los paнses. ЎLo que podнa importarle б
un hombre de su temple lanzarse por la Puna de Atacama, hasta dar con la
tumba de la difunta Correa!... Cosas mбs difнciles tenнa en su historia,
y no iba б ser la primera ni la dйcima vez que atravesase los Andes,
pues lo habнa hecho hasta en pleno invierno, cuando los senderos quedan
borrados por la nieve y ni los animales se atreven б salvar la inmensa
barrera cubierta de blanco.
Escuchaba con impaciencia los detalles facilitados por Rosalindo, al que
llamaba siempre «el cuyano», apodo que los chilenos dan б los
argentinos.
--No aсadas mбs--decнa--. Desde aquн veo con los ojitos cerrados el
rumbo que hay que seguir y la sepultura de la difunta, como si no
hubiese visto otra cosa en mi vida.... Pero hablemos de cosas mбs
interesantes, «cuyano».... їCuбnto piensas enviar б esa pobre seсora?
El gaucho, teniendo en cuenta lo que iba б costarle el mensajero,
insistнa en repetir un envнo de treinta pesos. Pero _сo_ Juanito
protestaba de la cifra, juzgбndola mezquina.
--Piensa que la difunta te estб aguardando hace muchos meses. ЎA saber
lo que llevarб penado en el Purgatorio por no haber recibido tu dinero б
tiempo! Tal vez le faltaban unas misas nada mбs para irse б la gloria, y
tъ se las has retardado.... Creo, «cuyano», que deberнas rajarte hasta
cincuenta pesos.
Rosalindo acabу por aceptar la cifra, ya que este desembolso iba б
librarle de nuevos encuentros con la difunta.
Mбs difнcil fuй llegar б un acuerdo con _сo_ Juanito sobre sus gastos de
viaje.
Por menos de cien pesos no se movнa de su tierra natal. El era muy
patriota, y como estaba viejo, sуlo por una suma decente podнa correr
el riesgo de que lo enterrasen fuera de Chile. Ademбs, era justo que «el
cuyano» lo indemnizara por los grandes perjuicios profesionales que iba
б sufrir. Y enumerу todas las tabernas, llamadas «pulperнas», y todas
las casas «de remolienda» donde por la noche tocaba la guitarra cantando
_cuecas_ y relatando cuentos verdes.
--Tъ mismo puedes ver cуmo buscan en todas partes б _сo_ Juanito, y eso
te permitirб apreciar el dinero que pierdo por servirte.... Pero lo hago
con gusto porque me eres simpбtico, «cuyano».
Y el gaucho, convencido de que no debнa insistir, se dedicу б juntar la
cantidad acordada, para que el viaje se realizase cuanto antes.
Al fin entregу un dнa los ciento cincuenta pesos б _сo_ Juanito.
--Maсana mismo--dijo el viejo--salgo para la Puna, y recto, recto, me
planto no mбs en la tumba de esa seсora. No aсadas explicaciones;
conozco la travesнa. Antes de un mes me tienes aquн con el recibo.
Y se marchу.
Ovejero pasу unos dнas en plбcida tranquilidad. Seguнa bebiendo, pero
esto no le impedнa trabajar briosamente, pues le era necesario reunir
nuevas economнas despuйs de permitirse el lujo de enviar un emisario
especial al desierto de Atacama. Aunque volviу muchas noches б su
casucha tambaleбndose у apoyado en el brazo de un compaсero, jamбs le
salнa al encuentro la mujer del manto negro llevando el niсo de una
mano. Tampoco despertaba б sus camaradas durante la noche con los
monуlogos de un ensueсo violento.
Transcurriу un mes sin que regresase el viejo. Rosalindo no se alarmу
por esta tardanza. El tal _сo_ Juanito era un aventurero aficionado б
cambiar de tierras, y tal vez habнa encontrado la de Salta muy б su
gusto y andaba por las casas «de alegrнa» de la ciudad taсendo su
guitarra y haciendo bailar la _chilenita_ б las mestizas hermosotas.
Pero al transcurrir el segundo mes sin que llegase carta, Ovejero se
mostrу inquieto.
Precisamente asн que perdiу su tranquilidad, la mujer del manto con el
niсo al lado volviу б aparecйrsele. Tenнa los ojos mбs redondos y mбs
ardientes que antes. Su cara era mбs enjuta y cobriza, como si estuviese
tostada por las llamas del Purgatorio. Y el niсo.... Ўay, el niсo! El
gaucho no podнa mirarle sin un estremecimiento de terror.
En vano hablу б gritos para que le entendiese esta mujer que parecнa
sorda y muda, concentrando toda su vida en la mirada.
--їQuй ocurre, seсora?... Yo he enviado el dinero. їNo ha visto usted б
_сo_ Juanito?
Pero un estallido de maldiciones le cortу la palabra, haciendo huir б la
visiуn.
--ЎCбllate, «cuyano» del demonio!--le gritaban los compaсeros de
alojamiento--. Ya estбs hablando otra vez de la difunta y de la
plata.... їEs que mataste alguna mujer allб en tu tierra, antes de
venirte aquн?
Al dнa siguiente, Rosalindo estaba tan preocupado que no acudiу al
trabajo.
--Algo pasa que yo no sй--se decнa--. їHabrбn matado a _сo_ Juanito, lo
mismo que mataron al otro?...
Como necesitaba adquirir noticias del ausente, se fuй al puerto de
Antofagasta, donde el viejo chileno tenнa numerosos amigos.
Le bastу hablar con uno de ellos para convencerse de que _сo_ Juanito no
habнa muerto y estaba б estas horas en pleno goce de su salud y su
alegrнa vagabundas. La misma persona empezу б reir cuando «el cuyano» le
hablу de la marcha audaz del viejo б travйs de la Puna de Atacama. Ya
no tenнa piernas _сo_ Juanito para tales aventuras terrestres, y por eso
sin duda habнa preferido embarcarse con direcciуn al Sur en uno de los
vapores chilenos que hacen las escalas del Pacнfico. Segъn las ъltimas
noticias, йl y su guitarra vagaban por Valparaнso, para mayor delicia de
los marineros que frecuentan las casas alegres.
Rosalindo lamentу que Valparaнso no estuviese mбs cerca, para
interrumpir las _cuecas_ cantadas por el viejo con una puсalada igual б
la que le habнa hecho huir de Salta.... El sacrificio de los ciento
cincuenta pesos resultaba inъtil, y la difunta vendrнa б turbar de nuevo
sus noches con aquella presencia muda que parecнa absorber su fuerza
vital, dejбndole al dнa siguiente anonadado por una dolencia
inexplicable.
Acudiу fielmente la muerta б esta cita que йl mismo la habнa dado en su
imaginaciуn.
Todas las noches le esperу en el camino, entre el cafй y su alojamiento,
deslizбndose luego en йste, б pesar de que el gaucho se apresuraba б
cerrar la puerta, dбndose con ella en los talones. ЎImposible librarse
de su presencia y de la de aquel niсo, cuya cara de muerto seguнa
espantбndole б travйs de sus pбrpados cerrados!...
--Tendrй que ir yo mismo--se dijo con desesperaciуn--. Debo hacer ese
viaje, aunque me siento enfermo y sin fuerzas. Es preciso.... es
preciso.
Pero retardaba el momento de la partida, por flojedad fнsica y por la
atracciуn de un paнs en el que ganaba desahogadamente el dinero y no se
sentнa perseguido por los hombres.
Acabу por familiarizarse con la terrible visiуn que le esperaba todas
las noches. Cuando por casualidad estaba menos ebrio y la mujer del
manto y su niсo tardaban en presentarse, el gaucho experimentaba cierta
decepciуn.
Una noche, con gran sorpresa suya, no viу б la difunta y б su pequeсo.
Permaneciу despierto en su cama hasta el amanecer, aguardando en vano la
terrible visita.
«Va б venir», pensaba, encontrando incomprensible esta ausencia,
mientras en torno de йl roncaban los compaсeros exhalando un vaho
alcohуlico.
La tranquilidad de la noche acabу por infundirle un nuevo miedo, mбs
intenso que todos los que llevaba sufridos.
Adivinу que iba б pasar algo extraordinario, algo inconcebible, cuyo
misterio aumentaba su pavor.
Y asн fuй.
A la noche siguiente, una mujer le esperaba en el mismo lugar donde
otras veces habнa salido б su encuentro la difunta Correa. Pero esta
mujer no estaba envuelta en un manto negro ni la acompaсaba un niсo.
Avanzу sola hacia йl, y al estar cerca, sacу un brazo que llevaba oculto
en la espalda, mostrando pendiente de la mano una luz.
Rosalindo la reconociу, aunque no la habнa visto nunca. Era la «Viuda
del farolito» y al mismo tiempo era tambiйn la difunta Correa.
El brazo seco y verdoso, que parecнa interminable, se extendiу ante йl,
sirviendo de sostйn б un farol rojizo que empezу б balancearse.... Y
sintiendo el empujуn de una fuerza irresistible, el gancho marchу hacia
su alojamiento, iluminado por la linterna danzante, que esparcнa en
torno un remolino de manchas sangrientas y fъnebres harapos.
Entrу en la casa, y la luz tras de йl. Se tendiу en la cama, y el farol
quedу inmуvil ante sus ojos. Mбs allб de su resplandor columbrу en la
penumbra el rostro de la «viuda», que era el mismo de la difunta, pero
no inmуvil y severo, sino maligno, con una risa devoradora.
Al fin, el hombre empezу б gritar, tembloroso de miedo:
--ЎYo pagarй! ЎEs la falta de los otros!... Pero Ўpor Dios, apague el
farol; que yo no vea esa luz!
Y como en las noches anteriores, los durmientes se despertaron lanzando
juramentos; mas б pesar de sus protestas, Rosalindo siguiу viendo б la
«Viuda del farolito» y su terrible luz.
--ЎAhн! Ўahн!--gritaba despavorido, seсalando al invisible fantasma.
Las camaradas convinieron en la necesidad de obligar б este loco б que
buscase otro alojamiento; pero la expulsiуn no impresionу gran cosa б
Rosalindo. ЎPara lo que le quedaba de vivir allн!... Ya que era
imposible hacer llegar hasta la tumba de su acreedora el dinero
prestado, irнa йl mismo б pagar su deuda.
Inmediatamente abandonу el trabajo й hizo sus preparativos de viaje. El
tiempo no era propicio para emprender la travesнa de la Cordillera por
el desierto de Atacama. Iba б empezar el invierno. Pero Rosalindo movнa
la cabeza de un modo ambiguo cuando le aconsejaban que desistiese del
viaje. Los otros no podнan adivinar que su resoluciуn no aceptaba
demoras.
La «Viuda del farolito» era una bruja implacable, y su apariciуn
significaba un plazo mortal. El que la encontraba debнa perecer antes de
un aсo. Pero йl tenнa la esperanza de que si iba б pagar su deuda
inmediatamente la amenaza quedarнa sin efecto. їCуmo podrнa castigarle
la bruja despuйs de haber cumplido su compromiso?
La falta de voluntad, consecuencia de su embriaguez, le hizo demorar el
viaje algunas semanas. Sus compaсeros de alojamiento toleraban que
continuase entre ellos, con la esperanza de que partirнa de un momento б
otro. Transcurriу el tiempo sin que volvieran б presentarse la enlutada
con el niсo, ni la viuda con el farol. Ovejero bebнa y su embriaguez no
se poblaba de visiones. Pero una noche diу un alarido de hombre
asesinado que despertу б sus camaradas.
No veнa б nadie, pero unas manos ocultas en la sombra tiraban de una de
sus piernas con fuerza sobrenatural. Hasta creyу oнr el crujido de sus
mъsculos y sus huesos. A pesar de que los amigos rodeaban su cama las
manos invisibles siguieron tirando de la pierna, mientras йl lanzaba
rugidos de suplicio.
En la noche siguiente se repitiу la misma tortura, acabando con la
quebrantada energнa del gaucho. Sintiу un terror pueril al pensar que
este suplicio podнa repetirse todas las noches. Se acordaba de lo que
habнa oнdo contar sobre los tormentos que la justicia aplicaba en otros
siglos б los hombres. Iba б perecer descuartizado por aquellas manos
invisibles que le oprimнan como tenazas, tirando de sus miembros hasta
hacerlos crujir.
No dudу ya en emprender el viaje. Necesitaba ir б la tumba del desierto,
no sуlo para recobrar su tranquilidad; le era mбs urgente aъn librarse
del dolor y de la muerte.
Malvendiу todos los objetos que habнa adquirido en su йpoca de
abundancia, cuando no sabнa en quй emplear los valiosos jornales; cobrу
varios prйstamos hechos б ciertos amigos y de los que no se acordaba
semanas antes. Asн pudo comprar vнveres y una mula vieja considerada
inъtil para el acarreo del salitre.
Los dueсos de las «pulperнas» enclavadas en la vertiente de los Andes
sobre el Pacнfico le vieron pasar hacia la Puna de Atacama con su mula
decrйpita pero todavнa animosa. Tenнa la energнa de los animales
humildes, que hasta el ъltimo momento de su existencia aceptan la
esclavitud del trabajo. En vano aquellos hombres dieron consejos al
gaucho para que volviese atrбs. Un viento glacial soplaba en la desierta
extensiуn de la altiplanicie. Los ъltimos arrieros que acababan de bajar
de la Puna declaraban el paso inaccesible para los que vinieran detrбs
de ellos. Rosalindo seguнa adelante.
Todavнa encontrу en los senderos de la vertiente del Pacнfico б un
arriero boliviano, con poncho rojo y sombrero de piel, que guiaba una
fila de llamas, cada una con dos paquetes en los lomos. Venнa huyendo de
los huracanes de la altiplanicie.
--No pase--dijo el indio--. Crйame y siga camino conmigo. Allб arriba es
imposible que pueda vivir un cristiano. El diablo se ha quedado de seсor
para todo el invierno.
Pero Ovejero necesitaba ir al encuentro del diablo, para hacerse amigo
de йl y que no lo atormentase mбs.
Siguiу adelante, hasta llegar б la terrible Puna. Entrу en el inmenso
desierto sin agua y sin vegetaciуn. Se infundнa valor comparando su
viaje actual con el que habнa hecho dos aсos antes. Ahora no iba solo.
Una mula llevaba los vнveres necesarios para un mes de viaje. Ademбs,
podнa montar en ella al sentirse cansado, por ser actualmente sus
jornadas mбs largas que cuando pasу б pie por estos mismos sitios....
Pero Ўay! entonces, aunque no tenнa vнveres, contaba con el vigor de la
coca, у mejor dicho, con la fuerza de una juventud sana que habнa ido
disolviйndose allб abajo, en la orilla del mar.
Le envolvieron los huracanes frнos de la altiplanicie, que parecнan
levantados por las alas de aquel demonio glacial, seсor del desierto,
de que hablaba el indio boliviano. La mula se negaba algunas veces б
marchar, temiendo que el huracбn la echase al suelo; pero el gaucho se
agarraba б su lomo para no verse derribado igualmente por el viento y
pinchaba al animal con la punta del cuchillo, obligбndola asн б reanudar
su trote.
«ЎAdelante! Ўadelante!» Marchaba como un sonбmbulo, concentrando toda su
voluntad en el deseo de llegar pronto б la tumba.
Pasу dнas enteros sin tocar las alforjas de vнveres. No sentнa hambre, y
detenerse б comer representaba una pйrdida de tiempo. Hacнa alto al
cerrar la noche para no perderse en la obscuridad; pero apenas se
extendнan las primeras luces del amanecer sobre este mundo desierto,
reanudaba la marcha. Su pan se lo pasaba б la mula, dбndole ademбs
generosamente los piensos guardados en un saco sobre las ancas del
animal. Podнa comerlos todos: lo importante era que continuase
marchando.... Pero una maсana, en mitad de la jornada, cuando Ovejero se
creнa cerca de la tumba, el animal doblу sus patas y acabу por tenderse
en el suelo. Fuй inъtil que lo golpease; y al fin, comprendiendo que no
podrнa contar mбs con su auxilio, el hombre siguiу adelante. Volverнa al
dнa siguiente para recoger lo que aъn quedaba en las alforjas. Por el
momento, lo urgente era llegar hasta la difunta Correa.
Al marchar solo, sin el resguardo proporcionado por el cuerpo de la
mula, se viу envuelto en las trombas que giraban sobre la desolada
inmensidad, levantando columnas de una arena cortante, polvo de rocas.
Repetidas veces tuvo que tenderse, no pudiendo resistir el empuje de los
torbellinos. En una de ellas, sintiу que el viento tiraba de sus piernas
poniйndolas verticales, mientras йl se mantenнa agarrado б un pedrusco.
Era tal su voluntad de avanzar, que marchу б gatas, aprovechando los
intervalos entre las rбfagas. Hubo una larga calma, y entonces caminу
verticalmente, reconociendo algunos detalles del paisaje que indicaban
la proximidad del lugar buscado por йl.
Consideraba como una salvaciуn poder marchar incesantemente. El frнo de
la altiplanicie habнa penetrado hasta sus huesos, dejбndole yertos los
brazos. En torno de su boca el aliento se convertнa en escarcha. Los
pelos de su bigote y de su barba se habнan engruesado con una costra de
hielo. Todo el calor de su vida parecнa concentrarse en su cabeza y sus
piernas.
Ya distinguнa la fila de pedruscos semejante б las ruinas de una pared.
Despuйs viу el montуn que formaba la tumba y los dos maderos en cruz.
Empezaba б soplar de nuevo el huracбn cuando llegу ante el rъstico
mausoleo del desierto. Pero el gaucho parecнa insensible б las
ferocidades de la atmуsfera y de la tierra. Toda su atenciуn la
concentraba en sus ojos, y viу al pie de la cruz el mismo bote que
servнa para recoger las limosnas, la misma piedra que ocupaba su fondo
para sostenerlo, todo igual que dos aсos antes. Ъnicamente la vasija
tenнa su metal mбs oxidado y tal vez la piedra que la sujetaba no era la
misma.
«ЎAl fin!...» ЎCуmo habнa deseado este momento!... Intentу quitarse el
sombrero antes de hablar con la difunta, pero no pudo. No tenнa manos,
ni tampoco brazos. Pendнan de sus hombros, pero ya no eran de йl.
Considerу como un detalle insignificante permanecer con el sombrero
calado, y quiso hablar. Pero aunque hizo un esfuerzo extraordinario, no
saliу de su boca el mбs leve sonido. Tampoco diу importancia б este
accidente. Su pensamiento no estaba mudo, y bastarнa para que йl y la
difunta se entendiesen.
--Aquн estoy, difunta Correa--dijo mentalmente--. He tardado un poco,
pero no fuй por mi culpa: bien lo sabe usted y su hijito. Traigo el
prйstamo, con los intereses que le prometн. Son cuarenta pesos.... No he
podido traer mбs.... Me ha sido imposible juntar mбs....
Fuй б sacarlos de su cinto para que los viese la difunta, depositбndolos
despuйs bajo la piedra, en el mismo lugar donde dejу su recibo, pero sus
manos le habнan abandonado. Hizo un esfuerzo desgarrador, sin conseguir
tampoco que sus brazos se moviesen. ЎMuertos para siempre!... La misma
parбlisis habнa empezado б extenderse por sus piernas al quedar
inmуviles, sin el cбlido aceleramiento de la marcha.
De pronto se doblaron y cayу de rodillas. Luego, sin saber por quй, y
contra el mandato de su voluntad, que le gritaba: «ЎNo te tiendas! Ўno
te entregues!», se fuй acostando lentamente, como si la tierra tirase de
йl proporcionбndole una voluptuosidad dolorosa.
Querнa dormir, pero al mismo tiempo el deseo de dejar bien claras las
cuentas le hizo continuar sus explicaciones mentales. Йl habнa traнdo el
dinero: їpor quй no querнa aceptarlo la difunta? «Le digo,
seсora--continuу--, que no fuй culpa mнa. Me engaсaron todos los que yo
enviй cuando era tiempo.... Pero їes que no quiere usted escucharme?...»
Notу repentinamente que alguien le oнa. Un ser viviente habнa surgido
entre las piedras de la tumba, y avanzaba hacia йl arrastrбndose. Esta
manera de moverse no le pareciу extraordinaria. Tambiйn йl vivнa en este
momento б ras de tierra.
Como le era imposible levantar su cabeza del suelo, oyу cуmo se
aproximaba aquel ser viviente, pero sin poder verlo. Debнa ser la
difunta Correa, que, apiadada de su inmovilidad, habнa abandonado la
tumba para tomarle el dinero del cinto. Tal vez venнa con ella la
«Viuda del farolito».
Escuchу tambiйn cierto ruido de dilataciуn, semejante al bostezo de un
hambre larga y fiera. Pensу, con un estremecimiento mortal, si estas dos
larvas implacables se arrastrarнan hacia йl para chupar su sangre,
adquiriendo de este modo un nuevo vigor que les permitiera seguir
apareciйndose б los hombres.
Algo enorme y obscuro se interpuso entre su cara y la luz del desierto
invernal. El gaucho viу unos ojos redondos junto б sus propios ojos, que
parecнan mirarse en el fondo de sus pupilas. Se acordу de las miradas
fijas y ardientes de la difunta. Йstas tenнan el mismo fulgor
amenazante, pero no eran negras, sino verdes y con reflejos dorados.
Inmediatamente sonу б un lado de su crбneo un rugido, que retumbу para
йl como un trueno capaz de conmover todo el desierto.
Se abriу ante sus pupilas un abismo invertido de color de pъrpura, con
espumas babeantes y erizado de conos de marfil, unos agudos, otros
retorcidos. Al mismo tiempo, sobre su pecho cayeron dos columnas duras
como el hueso, apretбndole contra la tierra, manteniйndolo en la
inmovilidad de la presa vencida....
Era el puma.
EL MONSTRUO
I
Durante una semana, de cinco б siete de la tarde, el «todo Parнs» de los
tй tango y los tйs donde simplemente se murmura hablу con insistencia
del casamiento de Mauricio Delfour--heredero de la casa Delfour y
Compaснa, 250 millones de capital--con la bella Odette Marsac, nieta de
un parlamentario cйlebre y casi olvidado que habнa sido candidato dos
veces б la presidencia de la Repъblica.
El matrimonio de un rey de la industria con una princesa republicana no
es un suceso extraordinario en la vida de Parнs, y sуlo da motivo para
media hora de conversaciуn. ЎPero estos dos eran tan interesantes!...
Йl habнa cruzado muchos ensueсos femeninos como la personificaciуn de
todas las gracias y sabidurнas humanas: copa de honor en carreras de
jinetes _chic_, copa de honor en innumerables concursos de esgrima y
tiro de pichуn, copa de honor en la gran lucha de automуviles
Parнs-Nбpoles. Su despacho iba tomando aspecto de comedor por el nъmero
de vasijas gloriosas que se alineaban sobre los muebles.
Ahora aсadнa б sus triunfos corporales cierto prestigio de hombre de
ciencia, dedicбndose б la aviaciуn, volando casi todas las semanas, y
frunciendo el ceсo con aire misterioso cuando alguien hablaba en su
presencia de problemas de mecбnica.
Ella era Odette para sus amigas, la incomparable Odette, y para el resto
del mundo mademoiselle Marsac, un nombre famoso, pues figuraba en todas
las crуnicas elegantes, en todos los estrenos, en todas las revistas de
modas.
Los meditabundos y sublimes modistos de la _rue de la Paix_ contaban con
ella para lanzar en las grandes solemnidades de la vida parisiйn sus
innovaciones de artista calenturiento. Su cuerpo incomparable hacнa
palidecer y suspirar б las mujeres: cincuenta y dos kilos de peso; un
escote «ideal»; las clavнculas marcando sus elegantes aristas como si
fuesen un zуcalo de la frбgil columna del cuello; los omoplatos
despegбndose de la espalda lo mismo que alas nacientes; las piernas
largas y casi rectas asomando tranquilas, sin miedo б la tentaciуn, por
el borde de la falda; una capa de substancia carnal repartida con
parsimonia para recubrir solamente las rudezas del interno andamiaje; un
cuerpo casi «aйreo», un pretexto para que los vestidos contuviesen algo
en su interior y no se movieran solos. Y sobre este organismo
supremamente distinguido un rostro alargado por el mentуn en punta, con
un pequeсo redondel rojo, la boca; dos almendras enormes y negras, los
ojos; dos tirabuzones sobre las orejas iguales б las patillas de un
«toreador», y una torre de pelo mixto, con rizos propios y ajenos. La
Venus moderna, tal como la adora en sus geniales ensueсos un iluminador
de figurines.
A principios de 1914, un nuevo _sport_ habнa enloquecido б todas las
gentes distinguidas de Parнs y de las capitales de Europa y Amйrica que
forman sus arrabales. El mundo decente movнa las caderas bailando el
tango. Y б la cabeza de esta humanidad «tangueante» figuraron Mauricio y
Odette.
El se habнa encerrado con un profesor argentino, jurando б los dioses no
volver б la luz hasta poseer esta nueva ciencia, como poseнa las otras.
Y una tarde empezу б recibir la admiraciуn del mundo, moviendo sus
acharolados pies con altos tacones, su talle encorsetado por el ceсido
_chaquet_, su cabeza de brillante laca con el pelo rнgido y echado
atrбs, bajo las lбmparas elйctricas de un hotel de los Campos Elнseos.
Ella compartнa la misma admiraciуn en otro extremo de la escena, y los
dos se buscaron con la atracciуn de dos astros que se presienten, con el
irresistible impulso de dos afinidades electivas, para no separarse mбs.
Bailaron en adelante el uno para el otro. Imposible encontrar el ritmo
sublime en brazos distintos. Y sin romper el misterioso silencio de la
danza sagrada, mientras se contoneaban, graves y meditabundos, con todas
las potencias intelectuales fijas en el movimiento de los pies,
reconocieron los dos la necesidad de no perder la pareja para seguir
bailando eternamente.
Asн se amaron, asн se casaron, y el «todo Parнs» se levantу una maсana
dos horas antes que de costumbre para asistir б una ceremonia nupcial
adornada con la presencia de todos los poderosos de la industria y un
sinnъmero de personajes polнticos, amigos del abuelo de la desposada.
El amor idнlico de los reciйn casados no ofrecнa dudas. Mauricio habнa
procedido como un verdadero enamorado, diciendo Ўadiуs!, sin esperanza
de retorno, б sus varias amantes, sacerdotisas de las mбs nobles artes:
la comedia, la уpera y el baile. ЎSe acabaron las locuras! Su mujercita
y los estudios serios nada mбs. Ella seguнa coqueteando como antes, pero
por costumbre, sin dar pretexto б osados avances, queriendo aсadir б la
felicidad del esposo el incentivo del peligro.
Habнan instalado su dicha en el hotel de los Delfour, suntuoso edificio
elevado por el primer millonario de la familia junto al parque Monceau,
entre las viviendas de sus compaсeros de riqueza y con la fachada
posterior sobre el mismo jardнn. La viuda Delfour se refugiу en el
ъltimo piso con los muebles de su antiguo esplendor, dejando libre el
resto de la casa б su hijo y su nuera, para que йsta pudiese satisfacer
sin obstбculo sus gustos decorativos.
Todas las fantasнas й incoherencias del estilo bizantino-persa, incubado
en Munich, hicieron irrupciуn en esta casa de salones rojos y dorados й
imponentes sillerнas del tiempo de Napoleуn III.
Mamб Delfour, siempre vestida de negro, con el aire grave y reflexivo de
una mujer que conoce el precio de la vida, presenciу impasible las
invenciones de la reciйn llegada: fiestas orientales que alborotaban el
tranquilo hotel; tйs danzantes; tъnicas de lino transparente, estrechas
como fundas y con enormes flores de realce, en las que encerraba su
magra desnudez.
Como su hijo adoraba б Odette, ella se esforzу en justificar todos los
caprichos y saltos de humor de la nuera. ЎPobre niсa! Se habнa criado
sin madre, viviendo como un muchacho.
II
Y vino la guerra. Uno de sus primeros efectos fuй dilatar los ojos de la
nueva seсora Delfour con una expresiуn de asombro. ЎPero era posible
esta calamidad!... ЎAhora que la gente se divertнa mбs que nunca!...
La suegra pareciу crecerse, saliendo de su tнmido encogimiento. Su
mirada se posу sobre personas y cosas con grave lentitud, como si las
reconociese de nuevo. Habнa visto mucho. Sus primeras palabras de amor
con el fabricante Delfour se cruzaron en 1870, durante el sitio de
Parнs. Luego, de reciйn casada, habнa presenciado la tragedia de la
_Commune_.
El hijo se fuй cuando su mujer empezaba б admirarle como un hombre
nuevo, viendo realzadas sus gracias varoniles por las ventajas del
uniforme. Quiso entrar en la aviaciуn, pero la aviaciуn marchaba mal al
principio de la guerra, y para ser de una utilidad inmediata, permaneciу
en la artillerнa.
Tambiйn Odette quiso ser ъtil б su patria. Todas sus amigas frecuentaban
los hospitales. Y se lanzу б ser enfermera, admirando el uniforme blanco
con su capa azul y su alba toca: algo sencillo y nuevo que sentaba
perfectamente б su belleza. Su afбn por lucir esta ъltima moda le hacнa
abandonar muchas veces б los enfermos, paseando en automуvil por el
Bosque de Bolonia la blanca tъnica con cruces rojas en las mangas y en
el pecho. Mientras tanto, la viuda Delfour, sin abandonar su eterno
traje negro de burguesa, pasaba dнas y noches en un hospital.
La guerra ofrece sus satisfacciones y deleites. ЎLos tйs entre mujeres,
sin la presencia de hombres molestos que agobian con sus galanteos;
vestidas todas ellas de blanco, como criadas de balneario, recibiendo
las ojea das envidiosas de las que no llevan uniforme, y fabricando
gйneros de punto para los soldados con la torpe suficiencia de una labor
enseсada recientemente por la doncella!...
--Mi marido combate en Alsacia.... їY el seсor Delfour, dуnde estб?...
El seсor Delfour andaba del lado de Bйlgica; y su esposa, lanzando en
torno una mirada de orgullo, hacнa el relato de sus glorias. Dos
citaciones en la orden del dнa: cruz, segundo galуn. Pero llovнan
hйroes, y Odette experimentaba cierto despecho al oir que todas las
otras casi decнan lo mismo de sus hombres.
ЎNo poder distinguirse!...
Un dнa el hotel del parque Monceau se conmoviу con una terrible crisis
de nervios y de lбgrimas, acompaсada de choque de puertas, llegada de
automуviles, desfile de mйdicos. El teniente Delfour estaba herido de
gravedad por la explosiуn de una granada. Odette quiso marchar al lado
de su esposa inmediatamente.... ЎImposible!
Luego quiso morir, mientras la madre permanecнa erguida, silenciosa,
pбlida, con los ojos parpadeantes y secos, mordiйndose los labios.
Al volver Odette б las reuniones нntimas, experimentу cierta
satisfacciуn. Ninguna amiga osaba ya compararse con ella.
--Mauricio estб herido...gravemente herido.
Y todas se apiadaban del esposo seductor maltratado por la guerra.
La general admiraciуn hizo que acabase por familiarizarse con las
misteriosas heridas. їCуmo serнan йstas?... Se imaginу б su marido
cojeando, con una mana en un bastуn y la otra apoyada en su brazo.
Formarнan una pareja interesante. El porvenir les reservaba aъn largas
horas de felicidad. Ella le protegerнa y le alegrarнa con ternuras de
madre y caricias de amante.
Una tarde, en la _rue Royale_, viу б un subteniente de pocos aсos, casi
un niсo, que marchaba al lado de su novia con una manga vacнa. Mauricio
tambiйn habнa perdido un brazo; estaba segura de ello. Por eso sus
cartas breves, de una alegrнa penosa, eran siempre dictadas.... ЎNo
importa! Ella serнa el apoyo de su esposo; su brazo sustituirнa al brazo
ausente. Lo interesante era volver б contemplar su rostro, mirarse en
sus ojos claros, acariciadores y graciosamente irуnicos. ЎAy, cуmo le
amaba!...
Las amigas la acogнan siempre con la misma pregunta: «їCуmo signe el
herido?...» Y ella contestaba con seguridad: «Mejor. Pronto vendrб б
Parнs.»
Y pasaron meses; y llegaron cartas y mбs cartas de letra extraсa,
dictadas por йl. La madre, inquieta, interrogaba б, los antiguos amigos
de la familia, graves varones que indudablemente ocultaban algo.
--Las heridas son muchas; pero ya estб fuera de peligro. ЎValor! Lo
importante es que viva.
Una maсana Odette saltу de su lecho, sъbitamente despertada por algo
extraordinario que conmovнa el hotel. Al levantar la cortina de una
ventana, viу al otro lado de la verja un automуvil! cerrado, con cruces
rojas. La marquesina de cristales de la escalinata apenas le dejу
distinguir б un grupo de hombres que subнan cuidadosamente algo
envuelto, como un mueble frбgil. Su corazуn diу un salto. ЎMauricio!...
Cuando, mal vestida, se deslizу por la escalera, corriendo б un salуn
del piso bajo, los domйsticos, azorados y trйmulos, pretendieron
detenerla.
Entrу, reconociendo inmediatamente la dolorosa cabeza que descansaba
sobre las almohadas de un divбn. Era йl, atrozmente desfigurado, con las
mejillas surcadas por el lнvido arabesco de las cicatrices...pero era
йl.
De sus ojos sуlo quedaba uno. La falta del otro estaba oculta por una
venda negra que moldeaba la cuenca vacнa. Luego viу su pecho cubierto
por el paсo azul de una blusa vieja de oficial.
Pero al llegar aquн, la mujer vacilу sobre sus pies, como si la sorpresa
le asestase un puсetazo demoledor. Lanzу un grito.... El herido _no
continuaba_. Le faltaban los brazos, le faltaban las piernas, era un
tronco nada mбs, conservado por los prodigios de la cirugнa; un harapo
rematado por una cabeza viviente.
--ЎOdette!... ЎOdette!--murmurу la boca negruzca humildemente, como si
pidiese perdуn por su desgracia.
Pero Odette habнa huнdo, atropellando б los criados que se agolpaban en
la puerta. Corriу por los pisos superiores sin saber lo que hacнa, dando
alaridos como una mujer de la tragedia griega, chocando con muebles y
paredes, mesбndose los sueltos cabellos, loca de sorpresa, de miedo, de
repugnancia.... ЎY aquel monstruo era su marido!... ЎY habrнa de
permanecer junto б йl toda su existencia!...
--ЎOdette!... ЎOdette!--seguнa gimiendo abajo la voz humilde y dolorosa.
El ojo ъnico se fuй cubriendo de lбgrimas. Todos huнan. Hasta los
criados le contemplaban б distancia, buscando ocultarse cada uno detrбs
del compaсero, queriendo escapar y avanzando la cabeza al mismo tiempo,
con una expresiуn doble de curiosidad y repugnancia.
Evitaban el tocarle, como si fuese algo gelatinoso y repelente: un pulpo
con las extremidades rotas; una mucosidad informe de la guerra. Йl, que
tenнa millones y tanto amaba la vida, quedaba al margen de la vida para
siempre.
Su miseria habнa creado el vacнo. Hasta su perro favorito gemнa б corta
distancia, avanzando y retrocediendo en violentas alternativas de
lealtad y de espanto.
Y asн serнa siempre.... ЎAy, morir! ЎMorir cuanto antes!
De pronto, el grupo de domйsticos se deshizo. Alguien habнa entrado con
violencia. El monstruo viу un peinado blanco que venнa hacia йl; sintiу
en sus cortadas mejillas el contacto de una boca que acababa por
acariciar frenйtica el vendaje de su уrbita hueca. Un rocнo tibio mojу
su cuello; unos brazos nerviosos de pasiуn abarcaron su tronco informe,
como si fuesen б mecerle....
--ЎMamб!... ЎOh, mamб!
--ЎHijo mнo! Ўhijo mнo!
EL REY DE LAS PRADERAS
I
Durante su ъltimo aсo en la Universidad de mujeres donde hacнa sus
estudios, la impetuosa Mina Graven expresу siempre el mismo deseo.
Sus compaсeras las _senior_, instaladas en el mismo cuerpo de edificio
que ella, hablaban de la nueva vida que iban б encontrar al salir del
colegio; y las _junior_, que empezaban sus estudios, las oнan en un
silencio respetuoso de seres inferiores.
Una de las amigas de Mina pensaba casarse apenas volviese б su casa; era
asunto convenido por las familias de los dos novios. Y este matrimonio
de estudianta apenas emancipada de la vida escolar daba motivo para que
todas las otras soсasen despiertas, б la hora del tй, describiendo cada
una de ellas la posiciуn social y el aspecto fнsico del futuro esposo
que aъn se mantenнa oculto en el misterio del porvenir.
--Yo quiero casarme con un millonario que me pague los mayores lujos.
--Yo, con un hombre que me quiera mucho y me obedezca en todo.... їY tъ,
Mina?
La intrйpida seсorita Graven daba siempre la misma respuesta:
--Yo me casarй con un hombre cйlebre.
Ella no necesitaba soсar con un millonario. Todas sabнan que allб, en el
Oeste, existen minas de oro y pozos de petrуleo cuyo valor figura en
forma de pedazos de papel, y que muchas de tales acciones estaban б su
nombre en los libros del millonario James Foster (padre), su tutor.
El viejo Craven habнa empezado su caza del dуlar, como simple peуn de
mina, en California. La fortuna pareciу divertirse siguiendo los pasos
de este hombre que apenas sabнa leer ni escribir. Un espнritu diabуlico
salido de las entraсas de la tierra le hablaba al oнdo, guiando sus
manos.
Allб donde йl cavaba surgнa oro, plata, у, cuando menos, cobre.
Perforaba un pozo para que los mineros de su campamento no muriesen de
sed, y, en vez de encontrar agua, saltaba petrуleo de su fondo. Detrбs
de su avance victorioso iban constituyйndose sociedades anуnimas y
sindicatos de capitalistas. En el Wall Street, los grandes capitanes del
dinero recibнan al viejo Craven como б un igual cuando se le ocurrнa
perder una semana en el ferrocarril yendo de San Francisco б Nueva York.
Podнa haber dejado б su hija una fortuna inmensa; pero el minero era
hombre de acciуn mбs que de administraciуn, y se gozaba en emprender
cada aсo un nuevo negocio, abandonando los mejores provechos de los
anteriores б los consocios frнos y marrulleros que quedaban б sus
espaldas. Йl necesitaba ir siempre adelante, olvidando la buena suerte
de ayer para soсar con la nueva fortuna de maсana.
El seсor Foster (padre), su compaсero de miseria cuando ambos eran
simples jornaleros, poseнa una fortuna fortuna mayor que la suya, por
haberse limitado б seguirle en las explotaciones segaras, dejбndole
avanzar solo en las que consideraba aventuradas. Pero, aun asн, el dнa
en que Graven muriу, aplastado por la caнda del andamiaje de un pozo de
petrуleo, su desconsolado camarada Foster, que era su albacea
testamentario, se encontrу, al hacer el balance, con que la ъnica hija
de su amigo representaba para el que se casase con ella unos sesenta
millones de dуlares.
Por esto Mina, al oнr hablar б sus amigas de un marido rico, sonreнa con
cierto desprecio. Ella no necesitaba dinero, y podнa casarse con quien
le placiese. Con no menos indiferencia acogнa la imagen del atleta,
hбbil en todos los deportes, que evocaban otras. A la seсorita Craven le
bastaba con su propio atletismo. Su padre la habнa enviado б la famosa
Universidad cuando era una pequeсa salvaje de trece aсos, acostumbrada б
galopar dнas enteros en las llanuras de Arizona sobre caballos domados
por ella misma. Su madre, una mujer sencilla, habнa muerto como abrumada
por la avalancha de millones que iba derrumbбndose sobre su hogar; y
Craven, preocupado por esta hija algo indуmita que no le dejaba
dedicarse con tranquilidad б sus negocios, la habнa metido en un colegio
cйlebre para que fuese una gran seсora como las que йl habнa visto de
lejos en las ciudades. La fama de este centro de enseсanza, establecido
en un bosque de varias leguas, con lagos, montaсas y palacios, habнa
llegado confusamente hasta sus oнdos. Le bastaba con saber que vivнan en
йl varias hijas y sobrinas de antiguos presidentes. Y allб, enviу б
Mina, poco antes de su muerte.
Йsta, aburrida y furiosa al verse encerrada en el enorme parque, que б
ella le parecнa pequeсo, ideу varios planes terribles, que,
afortunadamente, no puso nunca en prбctica. Pensу incendiar el palacio
en que estaba el gabinete de Fнsica con sus instrumentos, creados
ъnicamente para aburrir б las pobres muchachas; pensу igualmente,
durante los primeros meses, en matar б tiros de revуlver б cierto vejete
que explicaba matemбticas y se habнa reнdo sarcбsticamente de su
ignorancia. Luego abandonу tales proyectos, y, con la ambiciуn de
demostrar que no era una salvaje, se entregу al cultivo de todas las
artes que estaban de acuerdo con sus facultades.
Llegу б ser la primera en el gimnasio. Saltу horas y horas el caballo de
madera, con un volteo incansable, riendo de este ejercicio pueril con la
superioridad de una amazona acostumbrada б ponerse de pie sobre caballos
en pelo, apeбndose y volviendo б subir en el animal sin que йste
detuviese su carrera. Fuй capitana de _polo-water_, atravesando como una
nбyade el profundo cristal de la piscina del gimnasio. En la clase de
esgrima cansaba al profesor con su florete impetuoso y sus piernas de
acero. La directora de la Universidad empezу б inspirarle cierta
antipatнa por haberle prohibido que tirase al revуlver en un rincуn del
parque, lo mismo que tiraba de pequeсa en algunos de los campamentos de
Craven, ante los viejos mineros.
La gloria estaba para ella en los ejercicios fнsicos, dejando б sus
compaсeras los laureles de las ciencias y de las letras. De todo el
profesorado, amaba б la maestra de francйs, porque podнa hablar con ella
de Parнs y las artistas cйlebres como de un mundo lejano entrevisto en
los periуdicos de modas. Tambiйn amaba б la maestra de espaсol, que le
describнa cуmo eran las corridas de toros y le enseсaba б ponerse la
mantilla lo mismo que una andaluza.
No necesitу de estudios penosos y бridos para sobrepasar б todas. La
admiraban por su hermosura fнsica de bello animal sano, vigoroso y de
lнneas correctas. Cada vez que en el _polo-water_ se arrojaba en la
piscina de cabeza, sin mбs vestido que un ligero mallуn de muchacho, el
pъblico lanzaba un murmullo aprobador, б pesar de la identidad de sexo.
Los viejos profesores del establecimiento y los visitantes, que eran
siempre personas graves, se sentнan inquietos ante su cabellera de un
rubio subido, igual б la llama de una antorcha, y la fijeza algo
insolente y dominadora de sus ojos claros. Los hombres se ruborizaban
sin saber por quй, apartando la mirada, como si no pudieran resistir el
encuentro de sus pupilas.
Ni millonarios, ni hombres de _sports_. Ella tomarнa б quien quisiera
escoger. Los hombres iban б ofrecerse б Mina Craven formando legiуn,
satisfechos y felices si se dignaba hacerlos sus esclavos. Estaba segura
de ello.... Y pasaba por su memoria la imagen de James Foster (hijo), un
muchacho de orejas demasiado separadas del crбneo, fuerte mandнbula y
ojos de perro bueno, que tenнa un aсo mбs que ella.
Inmediatamente, como un sнntoma de cariсo fraternal, sus dientes
castaсeteaban de cуlera y se le cerraban los puсos. ЎQuй deseos tan
vehementes tenнa de aporrear б este compaсero de juegos infantiles!...
Todos los veranos, al vivir juntos durante las vacaciones en la casa del
tutor, Mina daba de puсetazos б su amigo, el cual, perdida la paciencia,
acababa por devolverle los golpes.
Y la seсorita Graven, que habнa aprendido recientemente б batirse б la
japonesa, deseaba, al abandonar el colegio, medirse con James
definitivamente. Querнa hacerlo caer б sus pies, como un adversario
aborrecido y apreciado al mismo tiempo.
II
El viejo Foster, que nunca tenнa bastantes horas para los negocios,
aprobу con alegre laconismo los propуsitos de la hija de su amigo. Su
cargo de tutor le habнa proporcionado muchas inquietudes, y celebraba
librarse de Mina por algъn tiempo.
Luego de salir de la Universidad, la joven habнa desaparecido, con gran
espanto de Foster, que creyу en un secuestro у un asesinato.
Transcurrieron dos meses, y antes de que la policнa hubiese averiguado
su paradero, se presentу Mina tranquilamente en el despacho de su tutor.
Querнa conocer la vida de cerca, tal como es, y para esto habнa huнdo б
Chicago, viviendo como una obrera. Pero las crueldades de la realidad le
hicieron arrepentirse muy pronto de esta escapatoria, sugerida por
ciertas lecturas, y volviу en busca de su tutor y de las comodidades que
corresponden б una muchacha millonaria.
Una dama vieja y pobre fuй la encargada por Foster de acompaсar б Mina,
dando cierta respetabilidad б su juventud independiente y poco miedosa
de la opiniуn ajena. El millonario, despuйs de ordenar esto, ya no supo
quй otra cosa podнa hacer. Por eso se alegrу cuando su pupila le dijo
que pensaba viajar por Europa, acompaсada de su escudero femenino.
Mina Craven, atrevida de maneras como un muchacho, ganosa de desafiar la
curiosidad de las gentes con sus audacias y excentricidades, fuй una
americana de las que pueden llamarse «de exportaciуn». El viajero
observador atraviesa los Estados Unidos, de Nueva York б San Francisco y
de Chicago б Nueva Orleбns, viendo mujeres que son iguales б las de
todas partes: buenas madres, buenas esposas, у excelentes muchachas que
aspiran б ser lo uno y lo otro. Sуlo rodando por el viejo mundo, en
Parнs, en Londres у en Roma, se encuentra la americana atrevida,
arrolladoramente hermosa y de voluntad refractaria б los escrъpulos, la
cual ha servido de modelo para tantos personajes de novela y de comedia.
Los condes y marqueses deseosos de una heredera rica se agolparon en
torno de miss Craven en los grandes hoteles, en las playas de moda y las
estaciones invernales de Suiza. ЎDiez y nueve aсos, y sesenta millones
de dуlares!...
--Miss, cбsese usted--decнa la dama acompaсante, como si, б pesar del
enorme sueldo que le habнa seсalado el tutor, quisiera libertarse de la
esclavitud que suponнa aguantar el carбcter desigual й imperioso de la
joven.
--Yo sуlo me casarй con un hombre que sea cйlebre.
Y Mina quedaba pensativa despuйs de esta declaraciуn. їQuй celebridad
podнa encontrar?...
En Londres habнa creнdo enamorarse de un duque que databa del tiempo de
los Estuardo. Despuйs olvidу este amor, adivinando que en el porvenir
tendrнa celos de la cuadra de dicho personaje. El duque la olvidarнa por
sus caballos de carreras. En Francia puso sus ojos en varios escritores
cйlebres. Pero todos eran casados у arrastraban desde su primera
juventud compromisos ineludibles. Ademбs, Ўtan viejos vistos de cerca!
Ўtan prosaicos en sus costumbres нntimas, б pesar de las raciones de
idealismo y poesнa que servнan al pъblico en forma de libros y piezas de
teatro!...
En Italia se interesу por dos pintores, y anduvo como loca durante una
semana por un tenor de fama universal. Pero le bastу invitar una noche б
comer б este ruiseсor humano, para desprenderse de sus ilusiones. ЎQuй
torrente de necedades cuando hablaba! ЎQuй feo y vulgar al despojarse de
sus trajes escйnicos y limpiarse los colores del rostro!...
Estando en Sevilla durante la Semana Santa, sintiу interйs por un torero
joven al que adoraba Espaсa entera. El rey era su amigo; el presidente
del Consejo de ministros preguntaba por su salud siempre que recibнa una
cornada. Era una gloria nacional, y Mina le siguiу durante unas semanas
de plaza en plaza. Pero, al fin, el hйroe tuvo la misma suerte que los
otros. No se atrevнa б resistir la mirada de la millonada; balbuceaba al
contestarle. Ademбs, descubriу de pronto que este gladiador, que parecнa
un gigante en medio del circo, tendiendo la fiera cornuda muerta б sus
plantas, apenas sobrepasaba con su cabeza los hombros de ella.
Pensу, despuйs de esto, si su felicidad consistirнa en casarse con un
boxeador campeуn del mundo; pero le bastу presenciar un encuentro entre
dos hombres medio desnudos, que parecнan dos fardos de mъsculos
barnizados de sudor, para renunciar б tal idea.
ЎAy, el hombre cйlebre! їDуnde encontrarlo?... їEn quй debнa consistir
su celebridad?...
Mientras tanto, James Foster (hijo) le salнa al encuentro en los lugares
donde menos podнa sospecharse su presencia. Se presentaba ruboroso,
balbuciente, tнmido, como un seсor que desea pedir algo importante y
asegura que ha venido б visitar б un amigo, por casualidad, aprovechando
el haber pasado por cerca de la casa.
--Estoy de paso para Australia; y al enterarme de que vivimos en el
mismo hotel....
Y la entrevista ocurrнa, por ejemplo, en Madrid. Segъn el joven Foster,
todo el mundo era camino para ir adonde йl deseaba. Otras veces, al
encontrar б su compaсera de infancia en Bucarest, decнa ruborizбndose:
--Vengo de Amйrica, con direcciуn al Transvaal, y al pasar por aquн la
encuentro. ЎQuй feliz casualidad!
Foster (hijo) podнa justificar con un motivo glorioso estos viajes
incesantes que le hacнan cruzar la tierra en todas direcciones. Mientras
Foster (padre) reunнa nuevos millones y defendнa la integridad de los
antiguos, йl se dedicaba б la tarea de hacer su nombre cйlebre. Tal vez
sentнa este deseo б impulsos de una antigua rivalidad con Mina; tal vez
aspiraba б la celebridad ъnicamente por serle grato.
Buscaba la gloria siguiendo el camino de sus aficiones, y por esto se
habнa dedicado б cazador, persiguiendo y matando animales peligrosos en
todas las latitudes del planeta. La seсorita Craven recibнa con
frecuencia periуdicos deportivos con el retrato de James carabina en
mano, vestido de viajero бrtico у cubierto con un gran fieltro de
cazador del centro de Бfrica. Los artнculos contaban sus hazaсas, las
heridas que llevaba recibidas, las aventuras tenebrosas de las que habнa
salido con vida milagrosamente.
Los ojos de ella pasaban sobre todo esto con frнa curiosidad.
--ЎPobre James! ЎTan insignificante!... Serб un buen marido para una
mujer de inteligencia corta.
Otras veces recibнa regalos del cazador, que continuaba sus hazaсas en
el otro hemisferio del planeta: colmillos de elefante, astas de
antнlopes rarнsimos, pieles de animales gigantescos. Y Mina, que
admiraba estos envнos en el primer instante, acababa por despreciarlos
al recordar б James.
--ЎInfeliz muchacho!... Si yo me dedicase б cazar, harнa, seguramente,
mбs que йl.... Todo lo que cuentan los periуdicos de sus hazaсas debe
pagarlo б tanto la palabra.
Una primavera, encontrбndose en Florencia, cambiу instantбneamente la
orientaciуn de su vida. Viу su verdadero camino; se enterу de dуnde
estaba la celebridad.
En aquel momento solicitaba su mano un conde del paнs, de una palidez
aceitunada y ojos de brasa, el cual permanecнa dнas enteros en el salуn
de espera del hotel, lo mismo que un empleado de agencia de viajes, para
acompaсarla en todas sus salidas.
Mina era la vigйsima millonaria americana б la que pretendнa elevar,
ofreciйndole su corona condal. Diez y nueve antes que ella habнan
renunciado б tan alto honor. Este heredero de un gran nombre histуrico
le enseсaba las fotografнas de los diversos palacios de su familia,
hermosos y venerables edificios, en los que no quedaba ni un cuadro ni
un mueble, pues todo lo habнan vendido sus antecesores. La aspiraciуn
suprema del nieto de tantos _condottieri_ era establecer el _comfort_
moderno en sus palacios. Con calefacciуn central, con baсos y con
_water-closets_, Ўquй vida tan dulce podнa pasarse en estos edificios
creados por los grandes artistas del Renacimiento! La millonaria venida
del otro lado del Atlбntico podнa realizar este milagro sуlo con cederle
su mano.
Para conmoverla, enseсaba cartas de Maquiavelo, de Miguel Бngel, de
Benvenuto Cellini y otros florentinos cйlebres, dirigidas б sus remotos
ascendientes, ъnicos recuerdos de familia que se habнan salvado, no se
sabe cуmo, de la rapacidad de los anticuarios. Mina reнa de sus
juramentos de amor acompaсados de gestos trбgicos, y lo convidaba б
comer, exigiйndole que no faltase б sus costumbres y siguiera fumando
entre plato y plato un largo cigarro atravesado por una paja, que
esparcнa un olor pestilente.
Una noche, el conde, para agradecer sin duda estas amabilidades, la
invitу б un cinematуgrafo. Un verdadero dispendio: una lira por persona;
Ўpero cuando se aspira б casarse con una millonaria!...
Mina tuvo que aguardar en la puerta unos minutos, mientras su enamorado
tomaba los billetes, parlamentando largamente con el empleado de la
taquilla. Llegу б sospechar si estarнa pidiendo una reducciуn en el
precio, por ser dos los billetes comprados.
Un cartel de colores distrajo su atenciуn. Un hombre aparecнa en йl б
caballo, con la cara afeitada, gran sombrero, un paсuelo rojo sobre los
hombros y dos revуlveres en la cintura. Era una reproducciуn algo
teatral de los jinetes que ella habнa conocido en su infancia. Encima de
esta figura viу un nombre: «Lionel Gould». No era nuevo para ella; lo
habнa oнdo alguna vez. Al pie del cartel encontrу otro nombre: «El rey
de las praderas». ЎAh, sн! Este era el apodo de un artista americano
llamado Gould, que habнa obtenido una celebridad universal interpretando
el papel de _cow-boy_ vengador y caballeresco en un sinnъmero de dramas
cinematogrбficos cuya acciуn se desarrollaba, invariablemente, б travйs
de las llanuras del Sur de los Estados Unidos.
Por primera vez mirу Mina con atenciуn al cйlebre artista de la tragedia
silenciosa. Estaba segura de haberle visto en _films_ de los que sуlo
guardaba un vago recuerdo; pero ahora «El rey de las praderas» ofrecнa
para ella el encanto de una novedad.
Le siguiу con palpitaciones de verdadero interйs mientras se batнa, solo
y б puсetazos, con un grupo de bandidos. Luego matу б un tigre; despuйs
los indios lo amarraron б un poste para quemarle vivo. ЎCуmo respirу al
verle en salvo milagrosamente!... No habнa poder, en el cielo ni en la
tierra, capaz de acabar con este buen mozo. Y por la atracciуn del
contraste, mirу un momento con ojos compasivos al conde de los palacios
desamueblados, al nieto del protector de Miguel Бngel, que la hablaba de
amor, pretendiendo separar su atenciуn de las cosas interesantes que se
desarrollaban sobre la blanca pantalla.
Hubo un momento en que creyу que un alfiler olvidado sobre su pecho se
le metнa carne adentro. «El rey de las praderas» quedaba visible
ъnicamente de busto, con una cabeza enorme, y anonadado por lo
angustioso de su situaciуn, bajaba la mirada. Luego iba elevando sus
ojos, para fijarlos directamente en el pъblico con una expresiуn de
dolor pueril. Era un hйroe, indudablemente; pero un hйroe bueno y
simple, lo mismo que un niсo, y Mina sintiу un deseo de consolarle, de
protegerle, como si acabase de despertar la confusa maternidad que toda
mujer lleva dormida en su interior. Despuйs tuvo la intuiciуn de que la
tal mirada iba б significar mucho en su vida futura.
A partir de esta noche, Lionel Gould le saliу al encuentro en todas las
ciudades de Italia que fuй visitando y en las de otras naciones de
Europa. De dнa, si se inmovilizaba su automуvil por una aglomeraciуn de
vehнculos en una calle, era siempre frente б un cinematуgrafo, y en la
puerta figuraba «El rey de las praderas» б caballo, con su gran
sombrero, sus revуlveres y su paсuelo rojo. Si entraba en una sala de
espectбculos, tenнa la seguridad de que se apagarнan inmediatamente las
bombillas elйctricas, para que galopase por el lienzo iluminado el
intrйpido Lionel.
Sus hazaсas resultaban interminables. Jamбs caballero andante ni hйroe
de novela moderna pasу por tantas aventaras. Le viу en peligro de muerte
un sinnъmero de veces. Ademбs, mataba gente como si matase moscas.
Llevaba exterminadas muchas fieras, especialmente tigres, y б йl nunca
le ocurrнa un contratiempo que fuese irremediable. Le herнan
frecuentemente, le sometнan б tormentos atroces; pero sanaba, al fin,
con una rapidez portentosa. Y en casi todas las representaciones, Ўsu
mirada, aquella mirada de hйroe niсo, que hacнa sentir б Mina el
pinchazo de un alfiler olvidado!...
Algunas damas encontradas en sus viajes contribuнan, sin saberlo, б
aumentar su preocupaciуn:
--Usted, que es americana, їha visto alguna vez personalmente б Lionel
Gould?...
Una noche, Mina se convenciу de que su acompaсante era una vieja
estъpida. La habнa llevado б ver una aventura sorprendente de «El rey de
las praderas», y cuando el hйroe lanzaba su mirada de angustia, miss
Craven le preguntу en voz baja, con temblores de emociуn:
--їQuй le parece?... їVerdad que es muy guapo?...
La acompaсante moviу la cabeza. Sн, guapo; pero muy ordinario. Ella no
amaba los _cow-boys_. Preferнa los _films_ en que aparecen seсoras
elegantes y todos los hombres van vestidos de frac.
De pronto, Mina mostrу un patriotismo rabioso. їQuй hacнa en Europa?...
Sуlo los _snobs_ podнan perder su tiempo y su dinero en un continente
viejo y aburrido. Ella era americana, y debнa vivir en Amйrica.
Y se embarcу, pensando que es necedad rodar por el mundo cuando, las mбs
de las veces, lo que buscamos lo tenemos en la propia casa.
III
Al saber, en Nueva York, que Foster (padre) estaba en San Francisco,
atravesу inmediatamente los Estados Unidos.
Se habнa vuelto de repente mujer de orden; deseaba enterarse del estado
de sus negocios; creнa necesario conferenciar con su tutor. No sabнa
ciertamente quй podrнa decirle; pero consideraba urgente el verle, por
el solo hecho de que vivнa en California.
Cuando llegу б San Francisco, supo que Foster se hallaba en una
propiedad suya, б dos horas de ferrocarril, y desistiу de su visita. Ya
le verнa mбs adelante; estaba cansada; le asustaba estas dos horas de
tren, despuйs de haber pasado una semana entera en vagуn. Y, б pesar del
tal cansancio, saliу inmediatamente para Los Бngeles, un viaje cinco
veces mayor.
Pero tampoco en Los Бngeles estaba su reposo, y no parу hasta tres
cuartos de hora mбs allб, en el pueblo de Hollywood, donde se fabrican
la mayor parte de los _films_ que entretienen б la humanidad presente.
Admirу la fresca hermosura de una poblaciуn creada en pocos aсos, por la
necesidad de sol y de cielo lнmpido que tiene la cinematografнa. Viу
avenidas formadas solamente de jardines y de estudios. Varios miles de
artistas de ambos sexos, de maquinistas escйnicos y de fotуgrafos
constituyen su ъnico vecindario. En las calles, б la hora del _lunch_,
se encuentran odaliscas arrastrando sus velos, espaсolas con mantilla,
у pieles rojas con penachos de plumas, segъn es el _film_ que estб en
ejecuciуn. Las figurantas van б sus casas б almorzar sin quitarse el
traje, por no perder tiempo.
Sobre las vallas de los estudios se elevan, unas veces, la torre Eiffel,
si la obra transcurre en Parнs, y otras, el palacio de los Dogas
venecianos у los agudos minaretes de una mezquita oriental. Cuando el
fotуgrafo termina de dar vueltas б la ъltima pelнcula, los albaсiles
demuelen estas sуlidas construcciones de cemento para levantar otras
inmediatamente, cambiando el aspecto de la «ciudad-camaleуn».
Mina fuй rectamente en busca de lo que le habнa atraнdo cuando estaba al
otro lado de la tierra. Avanzу con resoluciуn, por lo mismo que estaba
segura de que le esperaba un cruel desengaсo. Esta celebridad serнa,
seguramente, como las otras.
Una agencia de informes habнa puesto en movimiento sus detectives para
hacer conocer б la millonaria todo el pasado de «El rey de las
praderas».
Lionel Gould--un nombre de teatro--habнa sido estudiante; pero su
aficiуn б la vida intensa y б las novelas de aventuras le hicieron
abandonar la casa de sus padres б los diez y siete aсos, yйndose б Texas
para llevar la existencia ruda de los _cow-boys_ que tantas veces habнa
admirado en los libros. A los veintidуs aсos, otro cambio de aficiones.
El jinete de las llanuras, cansado de guardar vacas, se habнa hecho
actor, sufriendo la vida errante y no menos aventurera que llevan en los
Estados Unidos las gentes de teatro mediocres, saltando de pueblo en
pueblo para trabajar una noche nada mбs.
El йxito universal de la cinematografнa le sacу de pronto de esta
miserable situaciуn. Todo lo que habнa aprendido en las praderas de
Texas le sirviу para su gloria artнstica. Ningъn actor supo como йl
montar б caballo, echar el lazo, batirse б puсetazos, manejar las armas.
Allб, entre vaqueros de verdad, habнa sido un discнpulo mediocre, un
muchacho de la burguesнa empeсado en hacerse _cow-boy_ bajo la obsesiуn
de ciertas lecturas. En el cinematуgrafo no tuvo rival, y fuй al poco
tiempo «El rey de las praderas».
Antes de los treinta aсos habнa juntado una fortuna considerable y su
nombre era famoso en la tierra entera.
Un ayuda de cбmara irlandйs se encargaba de contestar, imitando su
firma, los centenares de cartas femeniles que llegaban semanalmente de
todos los extremos del planeta pidiendo б Gould un autуgrafo
sentimental.
Mina viу su casa, elegante edificio de madera, verde y blanco, entre
jardines siempre primaverales. Despuйs lo viу б йl, una tarde que
trabajaba en el interior del estudio cinematogrбfico, bajo una luz
lнvida. «El rey de las praderas» se batнa en aquellos momentos б
silletazos y tiros de revуlver con todos los parroquianos de una taberna
del desierto.
La primera impresiуn no fuй buena. Miss Craven le viу alto, fornido, de
arrogantes movimientos, tal como lo habнa contemplado muchas veces en
los _films_, pero con la cara pintada de blanco, lo mismo que un
Pierrot. La luz lнvida y sepulcral de los tubos de mercurio exigнa esta
pintura de artista de circo.
Pero Gould, impresionado por la presencia de la millonaria que era hija
del difunto Craven y tenнa por tutor б Foster (padre), dos nombres
ilustres del Oeste, la saludу con una torpeza conmovedora. En su
confusiуn, lanzу la mirada, la famosa mirada de hйroe niсo que parecнa
pedir auxilio, y Mina dejу de ver la cara cubierta de almidуn, para
fijarse ъnicamente en sus ojos implorantes.
Desde este dнa, el gran artista terminу mбs pronto sus trabajos, para ir
б Los Бngeles, donde miss Craven le habнa invitado б comer, у para
acompaсarla en sus interesantes paseos б la hora en que muere el sol.
Lionel recitaba versos, estaba mбs enterado que Mina de las cosas
literarias, y ella acabу por admirarle como un espнritu delicado, como
un «alma romбntica», capaz de llenar de poesнa la existencia de una
mujer. Ademбs, era «El rey de las praderas», el atleta irresistible que
ningъn hombre podнa domeсar.
Una visita inesperada perturbу esta existencia idнlica.
Se presentу en el lujoso hotel de Los Бngeles Foster (hijo), con todo su
equipaje de escopetas y demбs aparatos para la caza de bestias feroces.
--ЎMi querida Mina! ЎQuй casualidad encontrarnos!... Vengo de Nueva
York, para embarcarme en San Francisco. Voy al Congo....
Y ruborizбndose por este absurdo rodeo geogrбfico, se apresurу б aсadir:
--Quiero cazar donde no cazу el coronel Roosevelt. Voy б correr los
paнses que йl no visitу nunca.
Un secreto instinto le avisaba, sin duda, el peligro, y venciendo esta
vez la cortedad de su carбcter, manifestу sus deseos. Mina Craven y
James Foster (hijo) podнan hacer una linda pareja. їPor quй no se
casaban?...
El gesto de lбstima simpбtica que puso ella fuй para acobardar al mбs
valeroso cazador.
--Yo sуlo me casarй con un hombre cйlebre.
Foster quiso protestar. Йl no tenнa la celebridad de un boxeador у de un
cantante de уpera; pero era alguien. Los periуdicos hablaban de йl.
--Yo sуlo me casarй con un hйroe--aсadiу Mina.
James creyу necesario insistir en sus mйritos. Hizo memoria de los
regalos enviados б Mina, especialmente de dos pieles de oso, enormes,
con unas cabezas que metнan espanto. Йl, completamente solo, los habнa
matado en Alaska.
--ЎUnos osos!--dijo ella, levantando los hombros--. Eso lo mata
cualquiera.... їCuбntos tigres ha cazado usted, James?...
El hijo de Foster inclinу la cabeza. Apenas quedaban tigres en el mundo.
Йl habнa pasado varios meses en la India, y, despuйs de largas esperas,
gastos y penalidades, sуlo habнa conseguido matar uno.
--ЎUn tigre nada mбs!...
Mina sonriу otra vez de lбstima. Ella conocнa б un cazador que llevaba
matados mбs de treinta ante sus propios ojos, y no con largos
intervalos, sino todas las noches.
Foster (hijo), como hombre prбctico, abandonу inmediatamente sus
pretensiones, juzgбndolas imposibles. «ЎAdiуs, Mina!» Ya no pensу en
sobrepasar las hazaсas africanas de Roosevelt. Lo que deseaba era
tropezar en el Congo con un hipopуtamo, un leуn у cualquiera otra bestia
misericordiosa, que, al desgarrarlo en pequeсos pedazos, le librase del
recuerdo de miss Craven la ingrata.
Despuйs de esta entrevista, la millonaria creyу necesario acelerar los
acontecimientos. Ella fuй la que tomу la iniciativa, sabiendo que «El
rey de las praderas» se mostraba tнmido en su presencia, quedando como
adormecido bajo el poder de sus ojos.
--Ya estoy cansada de ser miss Craven. Ahora deseo ser mistress Gould.
їEstб usted conforme, Lionel?
Aunque йl hubiese dicho que no, Mina habrнa preparado lo mismo el
matrimonio.
Llevando tras de ella al cйlebre Lionel, como si lo raptase, se marchу
б San Francisco para visitar б su tutor. Esta vez Foster (padre) estaba
en su despacho.
--Le presento б mi futuro esposo. Me caso esta misma semana con «El rey
de las praderas».
El millonario abriу la boca б impulsos de la sorpresa, mostrando todo el
oro y el marfil de su interior. Luego pensу que un hombre de negocios no
debe asombrarse nunca, y acabу por reнr, con una carcajada ruidosa que
dejу visible otra vez toda la riqueza de su dentadura.
--ЎOriginal!... ЎVerdaderamente original!
IV
Mina se considerу la mujer mбs feliz de la tierra. El escбndalo de unas
amigas y los comentarios burlones de las otras fueron para ella un
motivo de orgullo.
--ЎEnvidiosas!... ЎDe quй buena gana me quitarнan mi «rey de las
praderas»!
Gould era aъn mбs dichoso. Los millones de su esposa suponнan poco en
esta felicidad. Йl ganaba miles de dуlares por semana.... Pero le
enorgullecнa haberse casado, siendo un simple cуmico, con la hija ъnica
de Craven, llamado en vida «el Cristуbal Colуn del petrуleo».
Un gran contento fнsico vino б confundirse, ademбs, con este amor
admirativo.
Gould estaba harto de sus compaсeras de trabajo. Un convencionalismo de
la cinematografнa americana, inventado no se sabe por quiйn, exige que
todos los actores sean grandes, y las artistas, liliputienses. Lionel,
que admiraba las hembras de su talla, tenнa que trabajar con muсecas que
apenas le pasaban del codo, mujeres «de bolsillo», que podнa meter en
cualquiera abertura de su traje.
A su esposa, la esbelta y fuerte Mina, la besaba de frente, sin
necesidad de bajar la cabeza y doblar las vйrtebras. Ademбs, las otras
iban pintadas de blanco, como payasos; llevaban pegadas б los pбrpados
unas tirillas erizadas de pelos, que fingнan larguнsimas pestaсas, y en
los momentos de emociуn se colocaban unas gotitas de glicerina, que
luego, en el film, resultaban lбgrimas.... En cambio, la nueva mistress
Gould era de una esplendidez corporal, fresca y firme, que parecнa
esparcir el perfume de los bosques cuando despiertan bajo el soplo de la
primavera. ЎOh, adorada Mina!
Se lanzaron б viajar por el mundo. Ella exigiу que Lionel abandonase el
arte cinematogrбfico. Mбs adelante, їquiйn sabe?... Un hombre cйlebre se
debe б su celebridad. Pero, por el momento, «El rey de las praderas»
debнa ser para ella ъnicamente.
La vida conyugal no le trajo ninguna decepciуn. El cйlebre Gould fuй, al
mismo tiempo, un marido enamorado y un servidor respetuoso. Ademбs,
Ўcуmo se sentнa ella protegida al lado del hйroe! ЎQuй impresiуn de
orgullo y de seguridad cuando se abrazaba б йl, percibiendo la fuerza
almacenada en su vigoroso organismo!...
Muchas veces, al marchar apoyada en su brazo, tocaba amorosamente el
bнceps contraнdo. Era fuerte, pero no de un vigor extraordinario. Ella
habнa visto en los circos y en los pugilatos de boxeadores musculaturas
mбs poderosas. Pero inmediatamente pensaba en las hazaсas de «El rey de
las praderas». La cinematografнa tiene sus _trucs_ y sus misterios, como
todas las cosas teatrales; pero la verdad siempre es la verdad, y ella
habнa visto б su Lionel levantar troncos enormes, agarrar б un enemigo y
arrojarlo por la ventana como si fuese un paсuelo, echar puertas
abajo....
«Y es que el mъsculo--pensaba Mina--no lo es todo; vale mбs la energнa
interior y misteriosa, que sуlo poseen los hйroes.» Su Lionel,
indudablemente, era б modo de una baterнa elйctrica, que en ciertos
momentos de excitaciуn podнa desenvolver una fuerza inmensa. Ella le
habнa visto batiйndose con ocho б la vez, y sabнa hasta dуnde era capaz
de llegar.
--ЎOh, Lionel!... ЎMi hйrcules adorado!
Una noche, estando en Marsella de paso para Egipto, Mina quiso pasear
por el Puerto Viejo, б la luz de la luna. ЎVer los buques antiguos del
Mediterrбneo dormidos sobre las aguas de plata! ЎCreerse en tiempos de
la _Odisea_ al contemplar las filas de pequeсos veleros procedentes de
Grecia!...
Los muelles desiertos resultaban peligrosos despuйs de media noche. En
las callejuelas cercanas bullнan rameras de la mбs extremada abyecciуn,
juntas con negros, con marineros levantinos, con marroquнes й
indostбnicos, con vagabundos de todo el planeta. Pero la millonaria no
conocнa el miedo. Ademбs, iba apoyada en el mбs fuerte de los brazos.
Su cabellera de aurora, su andar majestuoso, el perfume que iban
sembrando sus pasos, el brillo de un diamante en su diestra
desenguantada, hicieron detenerse б sus espaldas б cuatro hombres
morenos, de robustez cuadrada y rostros inquietantes, que se consultaron
con voces roncas de ebrio.
Gould sуlo tuvo tiempo para abandonar el brazo de su mujer y girar
sobre sus talones, avisado por las palabras confusas de estos
vagabundos, que parecнan ponerse de acuerdo.
Los cuatro cayeron sobre йl, que los recibiу gallardamente con sus puсos
poderosos.
Mina quedу б pocos pasos, mбs curiosa que asustada, saboreando de
antemano la gran correcciуn que iban б recibir los bandidos. «El rey de
las praderas» terminarнa la pelea en unos segundos.
Pero el pobre «rey», despuйs de defenderse con una arrogancia teatral,
sin vacilaciуn alguna, seguro de su triunfo, vino al suelo tristemente,
como se derrumban al dar los primeros pasos en la existencia todos los
que han vivido una vida de ilusiуn.
Tres de aquellos miserables siguieron golpeando al caнdo para rematarlo,
mientras el otro avanzaba hacia Mina con cierta indecisiуn, al ver que
no intentaba huir.
Miss Craven, б pesar de sus fantasнas, habнa conservado mucho del
espнritu prбctico de su padre, y sabнa todo lo que una persona previsora
no debe olvidar en sus viajes. Brillу en su diestra, salido no se sabe
de dуnde, un juguete plateado, la ъltima novedad para la defensa
personal: nueve tiros. Sonу una detonaciуn, y el hombre se hizo atrбs,
lanzando juramentos y llevбndose una mano al pecho. Sonу un nuevo
disparo, y empezу б dar traspiйs otro de los que estaban inclinados,
sobre Lionel dбndole golpes. Siguiу apretando el gatillo, y los tiros
hicieron desaparecer б aquellos facinerosos, unos corriendo, otros
balanceбndose dolorosamente, mientras de las callejuelas cercanas
empezaba б salir gente. Mina se arrodillу junto б su marido.
--ЎOh, Lionel! ЎMi rey!... їTe han matado?
Cuando, semanas despuйs, pudieron salir de Marsella, la vida conyugal
era otra. Gould, todavнa convaleciente de sus heridas, parecнa sentir
vergьenza delante de su esposa. «ЎNo haber sabido defenderte!...»,
decнan sus ojos. Y lanzaba б continuaciуn su mirada suplicante.
Esta mirada devolvнa б Mina un pбlido recuerdo del antiguo afecto. Sуlo
esta mirada era verdad. Todo lo demбs del hйroe, pura mentira. Su marido
resultaba un pobre muchacho, simple y bueno, necesitado de que lo
protegiesen. Ella lo defenderнa, como en la noche de Marsella. ЎAdiуs,
amor! Sуlo quedaba en la millonaria un afecto que tenнa mucho de
maternal.
Los dos, con la pesada tristeza del desengaсo, se aburrieron en todas
partes, y acortaron su viaje para volver б los Estados Unidos.
Creнan adivinarse en los ojos sus respectivos pensamientos.
--Se divorciarб apenas lleguemos б Nueva York.... Mejor: volverй б
dedicarme б la cinematografнa.
Pero esto representaba para Gould un suplicio. ЎSepararse de Mina, б la
que amaba ahora mбs que antes, con la ternura de la gratitud y la
amargura del remordimiento!...
Ella tambiйn pensaba en el divorcio.
--ЎTodo mentira!... Tendrй que rehacer mi existencia con otro.
Y empezу б pensar en Бfrica y en los continuadores de las cacerнas de
Roosevelt.
Al llegar б Nueva York, los periуdicos hablaron de Mina por ser la
esposa del cйlebre Gould. Las amigas seguнan envidiбndole el «rey de las
praderas» y encontraban muy interesante su matrimonio. їEra prudente,
despuйs de esto, abandonar б su buen mozo, para que lo agarrase otra
mujer?...
La vida en intimidad resultaba triste y penosa. El recuerdo de aquella
noche se interponнa entre los dos. El pobre «rey» conociу una reina que
no habнa sospechado nunca: injusta, rencorosa, sarcбstica, propensa б
encontrar malo todo lo de su marido.
Una maсana, б la hora del _breakfast_, por una discusiуn insignificante,
la misma mano que habнa disparado varios tiros en el Puerto Viejo de
Marsella agarrу un plato y lo arrojу contra la cara del hombre cйlebre.
La porcelana se hizo pedazos, hiriйndole. Lionel se limpiу la sangre de
una mejilla, y luego mirу б su esposa con aquellos ojos de niсo
abandonado й implorante.
--ЎOh, mi rey!--gritу ella, refugiбndose en sus brazos--. ЎPobrecito
mнo!... Perdуname; soy una loca. No te abandonarй nunca.
Y durante todo el dнa, Gould conociу la mбs amorosa y sumisa de las
mujeres.
Desde entonces la vida de los dos se desarrollу con violentas
alternativas: primeramente discusiones buscadas por ella, que terminaban
con golpes, y luego, tras la mirada implorante del esposo, la feliz
reconciliaciуn. Hasta le permitiу que volviese al arte cinematogrбfico,
siendo protagonista da varios _films_, cuyos argumentos se hacнa relatar
ella anticipadamente. Su Lionel sуlo debнa aparecer en el cнrculo
luminoso realizando hazaсas nunca vistas.
Jamбs habнa hablado con tanto entusiasmo de su esposo. Lo mismo en
presencia de йl que estando б solas con sus amigas, hacнa elogios del
hйroe, ensalzando su fuerza irresistible, su valor temerario.
Lionel Gould era siempre el mismo. Estaba orgullosa de llevar su nombre.
Despuйs de esto sonreнa con verdadera satisfacciуn, halagada por
orgullosos pensamientos que nadie podнa adivinar.
Sн; su marido continuaba siendo el invencible, el ъnico, «El rey de las
praderas», y con esto quedaba dicho todo.
Pero ella, en su casa, le pegaba al «rey de las praderas».
NOCHE SERVIA
I
Las once de la noche. Es el momento en que cierran sus puertas los
teatros de Parнs. Media hora antes, cafйs y _restaurants_ han echado
igualmente su pъblico б la calle.
Nuestro grupo queda indeciso en una acera del bulevar, mientras se
desliza en la penumbra la muchedumbre que sale de los espectбculos. Los
faroles, escasos y encapuchados, derraman una luz fъnebre, rбpidamente
absorbida por la sombra. El cielo negro, con parpadeos de fulgor
sideral, atrae las miradas inquietas. Antes, la noche sуlo tenнa
estrellas; ahora puede ofrecer de pronto teatrales mangas de luz en cuyo
extremo amarillea el zepelнn como un cigarro de бmbar.
Sentimos el deseo de prolongar nuestra velada. Somos cuatro: un escritor
francйs, dos capitanes servios y yo. їAdonde ir en este Parнs obscuro,
que tiene cerradas todas sus puertas?... Uno de los servios nos habla
del _bar_ de cierto hotel elegante, que continъa abierto para los
huйspedes del establecimiento. Todos los oficiales que quieren
trasnochar se deslizan en йl como si fuesen de la casa. Es un secreto
que se comunican los hermanos de armas de diversas naciones cuando pasan
unos dнas en Parнs.
Entramos cautelosamente en el salуn, profusamente iluminado. El trбnsito
es brusco de la calle obscura б este _hall_, que parece el interior de
un enorme fanal, con sus innumerables espejos reflejando racimos de
ampollas elйctricas. Creemos haber saltado en el tiempo, cayendo dos
aсos atrбs. Mujeres elegantes y pintadas, champaсa, violines que gimen
las notas de una danza de negros con el temblor sentimental de las
romanzas desgarradoras. Es un espectбculo de antes de la guerra. Pero en
la concurrencia masculina no se ve un solo frac.
Todos los hombres llevan uniformes--oficiales franceses, belgas,
ingleses, rusos, servios--, y estos uniformes son polvorientos y
sombrнos. Los violines los tocan unos militares britбnicos, que
contestan con sonrisas de brillante marfil б los aplausos y aclamaciones
del pъblico. Sustituyen б los antiguos ziganos de casaca roja. Las
mujeres seсalan б uno de ellos, repitiйndose el nombre del padre, lord
cйlebre por su nobleza y sus millones. «Gocemos locamente, hermanos, que
maсana hemos de morir.»
Y todos estos hombres, que han colgado su vida como ofrenda en el altar
de la diosa pбlida, beben la existencia б grandes tragos, rнen, copean,
cantan y besan con el entusiasmo exasperado de los marinos que pasan una
noche en tierra y al romper el alba deben volver al encuentro de la
tempestad.
II
Los dos servios son jуvenes y parecen satisfechos de que las aventuras
de su patria les hayan arrastrado hasta Parнs, ciudad de ensueсo que
tantas veces ocupу su pensamiento en la bбrbara monotonнa de una
guarniciуn del interior.
Ambos «saben relatar», habilidad ordinaria en un paнs donde casi todos
son poetas. Lamartine, al recorrer hace tres cuartos de siglo la Servia
feudataria de los turcos, quedу asombrado de la importancia de la poesнa
en este pueblo de pastores y guerreros. Como muy pocos conocнan el
abecedario, emplearon el verso para guardar mбs estrechamente las ideas
de su memoria. Los «guzleros» fueron los historiadores nacionales, y
todos prolongaron la _Ilнada_ servia improvisando nuevos cantos.
Mientras beben champaсa, los dos capitanes evocan las miserias de su
retirada hace unos meses; la lucha con йl hambre y el frнo; las batallas
en la nieve, uno contra diez; el йxodo de las multitudes, personas y
animales en pavorosa confusiуn, al mismo tiempo que б la cola de la
columna crepitan incesantemente fusiles y ametralladoras; los pueblos
que arden; los heridos y rezagados aullando entre llamas; las mujeres
con el vientre abierto, viendo en su agonнa una espiral de cuervos que
descienden бvidos; la marcha del octogenario rey Pedro, sin mбs apoyo
que una rama nudosa, agarrotado por el reumatismo, y continuando su
calvario б travйs de los blancos desfiladeros, encorvado, silencioso,
desafiando al destino como un monarca shakespiriano.
Examino б mis dos servios mientras hablan. Son mocetones carnosos,
esbeltos, duros, con la nariz extremadamente aguileсa, un verdadero pico
de ave de combate. Llevan erguidos bigotes. Por debajo de la gorra, que
tiene la forma de una casita con doble tejado de vertiente interior, se
escapa una media melena de peluquero heroico. Son el hombre ideal, el
«artista», tal como lo veнan las seсoritas sentimentales de hace
cuarenta aсos, pero con uniforme color de mostaza y el aire tranquilo y
audaz de los que viven en continuo roce con la muerte.
Siguen hablando. Relatan cosas ocurridas hace unos meses, y parece que
recitan las remotas hazaсas de Marko Kralievitch, el Cid servio, que
peleaba con las _wilas_, vampiros de los bosques, armadas de una
serpiente б guisa de lanza. Estos hombres que evocan sus recuerdos en un
_bar_ de Parнs han vivido hace unas semanas la existencia bбrbara й
implacable de la humanidad en su mбs cruel infancia.
El amigo francйs se ha marchado. Uno de los capitanes interrumpe su
relato para lanzar ojeadas б una mesa prуxima. Le interesan, sin duda,
dos pupilas circundadas de negro que se fijan en йl, entre el ala de un
gran sombrero empenachado y la pluma sedosa de un boa blanco. Al fin,
con irresistible atracciуn, se traslada de nuestra mesa б la otra. Poco
despuйs desaparece, y con йl se borran el sombrero y el boa.
Me veo б solas con el capitбn mбs joven, que es el que menos ha hablado.
Bebe; mira el reloj que estб sobre el mostrador. Vuelve б beber. Me
examina un momento con esa mirada que precede siempre б una confidencia
grave. Adivino su necesidad de comunicar algo penoso que le atormentaba
memoria con una gravitaciуn de suplicio. Mira otra vez el reloj. La una.
--Fuй б esta misma hora--dice sin preбmbulo, saltando del pensamiento б
la palabra para continuar un monуlogo mudo--. Hoy hace cuatro meses.
Y mientras йl sigue hablando, yo veo la noche obscura, el valle cubierto
de nieve, las montaсas blancas, de las que emergen hayas y pinos
sacudiendo al viento las vedijas algodonadas de su ramaje. Veo tambiйn
las ruinas de un caserнo, y en estas ruinas el extremo de la retaguardia
de una divisiуn servia que se retira hacia la costa del Adriбtico.
III
Mi amigo manda el extremo de esta retaguardia, una masa de hombres que
fuй una compaснa y ahora es una muchedumbre. A la unidad militar se han
adherido campesinos embrutecidos por la persecuciуn y la desgracia, que
se mueven como autуmatas y б los que hay que arrear б golpes; mujeres
que aullan arrastrando rosarios de pequeсuelos; otras mujeres, morenas,
altas y huesudas, que callan con trбgico silencio, й inclinбndose sobre
los muertos les toman el fusil y la cartuchera.
La sombra se colora con la pincelada roja y fugaz del disparo surgiendo
de las ruinas. De las profundidades lуbregas contestan otros fulgores
mortales. En el ambiente negro zumban los proyectiles, invisibles
insectos de la noche.
Al amanecer serб el ataque arrollador, irresistible. Ignoran quiйn es
el enemigo que se va amasando en la sombra. їAlemanes, austrнacos,
bъlgaros, turcos?... ЎSon tantos contra ellos!
--Debнamos retroceder--continъa el servio--, abandonando lo que nos
estorbase. Necesitбbamos ganar la montaсa antes de que viniese el dнa.
Los largos cordones de mujeres, niсos y viejos se habнan sumido ya en la
noche, revueltos con las bestias portadoras de fardos. Sуlo quedaban en
la aldea loa hombres ъtiles, que hacнan fuego al amparo de los
escombros. Una parte de ellos emprendiу б su vez la retirada. De pronto,
el capitбn sufriу la angustia de un mal recuerdo.
--ЎLos heridos! їQuй hacer de ellos?...
En un granero de techo agujereado, tendidos en la paja, habнa mбs de
cincuenta cuerpos humanos sumidos en doloroso sopor у revolviйndose
entre lamentos. Eran heridos de los dнas anteriores que hablan logrado
arrastrarse hasta allн; heridos de la misma noche, que restaсaban la
sangre fresca con vendajes improvisados; mujeres alcanzadas por las
salpicaduras del combate.
El capitбn entrу en este refugio, que olнa б carne descompuesta, sangre
seca, ropas sucias y alientos agrios. A sus primeras palabras, todos los
que conservaban alguna energнa se agitaron bajo la luz humosa del ъnico
farol. Cesaron los quejidos. Se hizo un silencio de sorpresa, de pavor,
como si estos moribundos pudiesen temer algo mбs grave que la muerte.
Al oнr que iban б quedar abandonados б la clemencia del enemigo, todos
intentaron un movimiento para incorporarse; pero los mбs volvieron б
caer.
Un coro de sъplicas desesperadas, de ruegos dolorosos, llegу hasta el
capitбn y los soldados que le seguнan....
--ЎHermanos, no nos dejйis!... ЎHermanos, por Jesъs!
Luego reconocieron lentamente la necesidad del abandono, aceptando su
suerte con resignaciуn. їPero caer en manos de los adversarios? їQuedar
б merced del bъlgaro у el turco, enemigos de largos siglos?... Los ojos
completaron lo que las bocas no se atrevнan б proferir. Ser servio
equivale б una maldiciуn cuando se cae prisionero. Muchos que estaban
prуximos б morir temblaban ante la idea de perder su libertad.
La venganza balkбnica es algo mбs temible que la muerte.
--ЎHermano!... Ўhermano!...
El capitбn, adivinando los deseos ocultos en estas sъplicas, evitaba el
mirarles.
--їLo querйis?--preguntу varias veces.
Todos movieron la cabeza afirmativamente. Ya que era preciso este
abandono, no debнa alejarse la retaguardia dejando б sus espaldas un
servio con vida.
їNo hubiera suplicado el capitбn lo mismo al verse en idйntica
situaciуn?...
La retirada, con sus dificultades de aprovisionamiento, hacнa escasear
las municiones. Los combatientes guardaban avaramente sus cartuchos.
El capitбn desenvainу el sable. Algunos soldados habнan empezado ya el
trabajo empleando las bayonetas, pero su labor era torpe, desmaсada,
ruidosa: cuchilladas б ciegas, agonнas interminables, arroyos de sangre.
Todos los heridos se arrastraban hacia el capitбn, atraнdos por su
categorнa, que representaba un honor, y admirados de su hбbil prontitud.
--ЎA mн, hermano!... ЎA mi!
Teniendo hacia fuera el filo del sable, los herнa con la punta en el
cuello, buscando partir la yugular del primer golpe.
--_ЎTac!... Ўtac!..._--marcaba el capitбn, evocando ante mi esta escena
de horror.
Acudнan arrastrбndose sobre manos y pies; surgнan como larvas de las
sombras de los rincones; se apelotonaban contra sus piernas. Йl habнa
intentado volver la cara para no presenciar su obra; los ojos se le
llenaban de lбgrimas.... Pero este desfallecimiento sуlo servнa para
herir torpemente, repitiendo los golpes y prolongando el dolor.
ЎSerenidad! ЎMano fuerte y corazуn duro!... _ЎTac!... Ўtac!..._
--ЎHermano, б mi!... ЎA mн!
Se disputaban el sitio, como si temieran la llegada del enemigo antes de
que el fraternal sacrificador finalizase su tarea. Habнan aprendido
instintivamente la postura favorable. Ladeaban la cabeza para que el
cuello en tensiуn ofreciese la arteria rнgida y visible б la picadura
mortal. «ЎHermano, б mн!» Y expeliendo un caсo de sangre se recostaban
sobre los otros cuerpos, que iban vaciбndose lo mismo que odres rojos.
* * * * *
El _bar_ empieza б despoblarse. Salen mujeres apoyadas en brazos con
galones, dejando detrбs de ellas una estela de perfumes y polvos de
arroz. Los violines de los ingleses lanzan sus ъltimos lamentos, entre
risas de alegrнa infantil.
El servio tiene en la mano un pequeсo cuchillo sucio de crema, y con el
gesto de un hombre que no puede olvidar, que no olvidarб, nunca, sigue
golpeando maquinalmente la mesa.... _ЎTac!... Ўtac!..._
LAS PLUMAS DEL CABURЙ
I
Morales iba б seguir disparando su mauser, pero Jaramillo, que estaba,
como йl, con una rodilla en tierra y la cara apoyada en la culata del
fusil, le dijo б gritos, para dominar con su voz el estruendo de las
descargas:
--Es inъtil que tires; no lo matarбs. Ese hombre tiene un _payй_ de gran
poder.
Habнan desembarcado, cerca de media noche, en el muelle de la ciudad.
Dos vaporcitos los habнan transbordado de la otra orilla del rнo Paranб.
Eran poco mбs de cien hombres, reclatados en el Paraguay у en la
gobernaciуn del Chaco, casi todos ellos hijos del Estado de Corrientes,
que andaban errantes, fuera de su paнs, por aventuras polнticas у de
amor. Mezclados con estos rebeldes autуctonos iban unos cuantos hombres
de acciуn, amadores del peligro por el peligro, que se trasladaban de
una б otra de las provincias excйntricas de la Argentina, allн donde era
posible que surgiesen revoluciones.
Confiando en la audacia inverosнmil que representaba este golpe de mano,
en la sorpresa que iban б sufrir los adversarios, avanzaron por las
calles como por un terreno conocido, dirigiйndose al cuartel de la
policнa. Los vecinos que tomaban el fresco ante sus casas saltaban de
las sillas y desaparecнan, adivinando lo que significaba este rбpido
avance de hombres armados.
Cuando los invasores llegaron frente al cuartel, vieron cуmo se cerraban
sus puertas y cуmo salнan de sus ventanas los primeros fogonazos. ЎGolpe
errado! Pero nadie pensу en huir. Porque la sorpresa fracasase, no iban
б privarse del gusto de seguir cambiando tiros con los aborrecidos
contrarios.
--ЎViva el doctor Sepъlveda! ЎAbajo el gobierno usurpador!
Y repartidos en grupos ocuparon todas las bocacalles que daban б la
plaza, disparando contra el cuartel.
Un hombre gordo y obscuro de color, oficial de la policнa, se mostraba
en una de las ventanas con una tranquilidad asombrosa. Extendiendo un
brazo, disparaba su revуlver contra los rebeldes:
--ЎCanallas! ЎHijos de...tal! ЎPerros!
Luego, sacando otro brazo, disparaba el segundo revуlver, se metнa
adentro para cargar sus armas y volvнa б aparecer.
La mayor parte de los asaltantes parecieron olvidar el motivo polнtico
que los habнa traнdo hasta allн. Ya no pensaban en el «gobierno
usurpador» ni en asaltar el cuartel. Toda su atenciуn la concentraron en
aquel hombre que seguнa insultбndoles sin tomar precauciones. Llovнan
las balas en torno de su persona, pero ni una sola lograba tocarle.
--No gastes tus cartuchos, hermano--continuу Jaramillo, con una
expresiуn fatalista--. Ese hombre posee un talismбn, un _payй_ que le
hace invulnerable como el diablo.... їQuiйn sabe si lleva en el pecho
alguna pluma de caburй?
Morales cesу de disparar. Tenнa una ciega confianza en la sabidurнa de
su compaсero. Ademбs, conocнa desde su niсez el poder de una pluma de
caburй.
--ЎViva el partido blanco! ЎAbajo Sepъlveda! ЎMueran los colorados!
Era el refuerzo enemigo que llegaba. Sonaron nuevos tiros en el fondo de
las calles. Pasada la primera sorpresa, acudнan las otras fuerzas del
gobierno en socorro del cuartel.
--Esto se acabу. Hay que retirarse--dijo Jaramillo.
Los dos camaradas corrieron hacia el muelle, doblando el cuerpo para
hacerse mбs pequeсos ante las balas con que los perseguнa el enemigo.
Otros siguieron defendiйndose rudamente б sus espaldas.
Llegaron al puerto б tiempo para ver cуmo uno de los vaporcitos huнa rнo
arriba, perdiйndose en la noche, y cуmo el otro empezaba б apartarse del
muelle de madera. Esto no extraсу б Jaramillo.
--ЎQuй puede esperarse de extranjeros, de _gringos_ que carecen de
fervor polнtico y no son del partido!...
Es natural, tratбndose de dos capitanes genoveses.
Pero йl y Morales, con su agilidad de hijos de la selva, saltaron en el
vacнo negro, cayendo precisamente sobre el borde de la cubierta
fugitiva. Unos milнmetros menos, y se perdнan en el agua lуbrega poblada
de caimanes.... ЎQue Dios protegiese б los valientes que se quedaban en
tierra!
Cuando las luces del puerto empezaron б borrarse en la obscuridad,
Jaramillo, considerбndose seguro, empezу б formular sus protestas.
--їA quiйn se le ocurre hacer revoluciones б media noche?... Es la peor
de las horas, cuando todo el mundo vive y estб despierto. Eso podrб ser
en los paнses donde hace frнo y la gente se acuesta temprano, їpero
aquн?... Aquн, la hora mejor para la revoluciуn es la una de la tarde.
Todos los oyentes aprobaron con gestos silenciosos. Desembarcando б la
hora de la siesta, habrнan entrado por las calles sin que nadie los
viese, lo mismo que б travйs de una ciudad muerta; habrнan sorprendido
el cuartel, matando б la guardia, que seguramente estarнa tendida б la
sombra y roncando.
--Es una locura--continuу Jaramillo--intentar ataques de noche en un
paнs como el nuestro. No hay mas que acordarse de lo que pasa en la
selva.
Como todos eran hijos de la selva, persistieron en sus muestras de
aprobaciуn. Durante las horas de sol y de calor era cuando la selva
dormнa, sin un estremecimiento, sin un latido, con una calma de tumba.
Luego, al morir la tarde, despertaba la vida; los insectos empezaban б
zumbar, los pбjaros sacudнan sus alas, los cuadrъpedos estiraban sus
patas, y en la sombra todos se agitaban para ofender у para defenderse,
para devorar у ser devorados. La vida renacнa con el fresco de la noche,
reanudando sus aventuras y sus tragedias.
Morales admirу una vez mбs la sabidurнa de su amigo. Era hijo de un
brujo y habнa heredado muchos de los secretos paternales.
A veces, esta vida nocturna de la selva se paralizaba con una larga
pausa de angustioso silencio.
Era porque rondaba cerca el jaguar, el tigre americano, de piel pintada
б redondeles, al que los indios guaranнes, en su lenguaje, apodan «el
Seсor».
Otras veces, el silencio tenнa un motivo mбs claro y determinado. Un
grito estridente rasgaba la lobreguez, un alarido feroz, que hacнa
estremecer б los que lo escuchaban. Este grito inmenso salнa de la
garganta de un pбjaro poco mбs grande que el puсo, una especie de
mochuelo del tamaсo de un pichуn de crнa. Todas las bestias, las que
vuelan, las que corren y las que se arrastran, se echaban б temblar
cuando oнan este alarido.
Morales no habнa logrado ver nunca al pбjaro diminuto, soberano de la
selva, pero lo conocнa de fama desde su niсez.
Tenнa por armas su pico, un terrible pico fuerte como el acero mejor
templado, y una infernal mala intenciуn. Allн donde clavaba su arma
abrнa orificio, y el golpe iba dirigido siempre б la cabeza del
adversario, devorando inmediatamente su cerebro al descubierto. No habнa
crбneo que pudiera resistir б sus perseverantes picotazos, iguales б
golpes de barreno. Atacaba al toro, al tigre, al caimбn, blindado de
planchas duras como un navнo de guerra.
Este volбtil pequeсo y de malicia diabуlica era el caburй.
II
Morales y Jaramillo debнan tal vez sus apellidos y la poca sangre
europea que corrнa por sus venas б dos conquistadores espaсoles llegados
al paнs siglos antes; pero en realidad eran dos mestizos guaranнes,
pequeсos, бgiles, dйbiles de miembros aparentemente, y con una
resistencia asombrosa para la fatiga y las privaciones.
Unidos por una amistad fraternal, se presentaban juntos б buscar trabajo
en las cortas de бrboles, en las explotaciones de hierba _mate_ у en los
desmontes de un ferrocarril que estaban construyendo los _gringos_.
Trabajaban con verdadero furor, como si se peleasen б muerte con un
enemigo. Los capataces reciйn llegados de Europa parecнan asombrados. їY
aъn dicen que los indios son perezosos?... Pero al cobrar el jornal de
la semana desaparecнan, y sus protectores y admiradores los esperaban en
vano todo el lunes siguiente. Sуlo cuando quedaba consumido el ъltimo
centavo en las tabernas donde hay acordeуn y baile, pensaban en reanudar
el maldecido trabajo.
Las beldades cobrizas, descalzas, de gruesa trenza entre los omoplatos y
falda blanca у de color rosa, se asomaban б las puertas de sus ranchos
para verlos pasar. Llevaban el calzуn claro sujeto al tobillo por ligas
de piel, los pies metidos en danzantes babuchas, un poncho avellanado
cubriendo el busto, y un paсuelo rojo en el cuello. Este ъltimo era para
ellos el detalle mбs precioso de su indumentaria. Podrнan ir rotos y con
las carnes mбs secretas al aire, pero sin un paсuelo rojo, Ўnunca! Era
la seсal del partido, el sнmbolo de los «colorados», asн como los otros,
los adversarios, llevaban siempre en el cuello un paсuelo blanco.
Los dos traнan bajo el brazo sus espadas; no espadas viejas y con
agarrador de madera, como los pobretones, sino con empuсadura de
coruscante dorado y vaina de cuero, iguales б las que usaban los
guardias municipales de la ciudad. De sus remotos ascendientes de la
conquista les quedaba un amor irresistible б la espada. Las armas de
fuego eran buenas para las revoluciones. Las querellas de amor y de
bebida debнan ventilarse, tizona en mano, б espaldas de la taberna.
Con el enfundado acero bajo el brazo, envueltos en su poncho y levantada
el ala del fieltro sobre la frente, parecнan dos caricaturas de los
hidalgos de capa y espada, sus legнtimos abuelos.
Cuando la policнa visitaba los bailes indнgenas, ocultaban ellos sus
armas metiйndoselas en la faja, б lo largo del calzoncillo, lo que les
obligaba б continuar la danza con una pierna rнgida, lo mismo que si
estuviesen paralнticos.
Un dнa, en uno de estos bailes, Morales, que era el menos listo de los
dos pero el mбs dispuesto б la pelea, metiу su espada por el vientre de
cierto individuo que se empeсaba en danzar con la misma moza que йl,
echбndole las tripas afuera.
--Aquн no ha pasado nada. ЎSiga la fiesta!
Se llevaron al muerto. Su familia se encargarнa de levantarle una
capillita al borde del camino y de ponerle cirios todas las noches. Un
simple incidente; algo que se ve todos los dнas.
Pero la policнa entrometida no quiso aceptar el suceso con la misma
calma que la gente, y prendiу б Morales.
--Una venganza polнtica--dijo йste al entrar en la cбrcel--. Bien se ve
que mandan los usurpadores. ЎComo soy colorado!...
Al registrarlo en presencia del juez, encontraron que debajo de sus
ropas llevaba el cuerpo cubierto de plumas de avestruz. Jaramillo hacнa
lo mismo. Era un secreto de su padre el brujo; el mejor medio para
vencer en agilidad б los enemigos.
Le diу rabia ver cуmo reнa el juez ante tal descubrimiento. Todos los
abogados jуvenes, que habнan estudiado en Buenos Airea y despreciaban б
los nativos, eran unos ignorantes.
--A no ser por estas plumas, doctor--dijo Morales--, el difunto tal vez
me habrнa matado. Mire cуmo fui yo el mбs ligero y le clavй por el
vientre.
Le quitaron las plumas, le quitaron la espada, й iban б quitarle la
libertad durante un buen nъmero de aсos, por ser el muerto de los del
paсuelo blanco, cuando Morales se escapу de la penitenciarнa,
refugiбndose en el Paraguay, cuya frontera sуlo estб б dos horas de
distancia.
Jaramillo, que andaba desorientado durante su ausencia, quiso seguirle,
y para justificar la fuga y no ser menos que su amigo, matу б otro
«paсuelo blanco» antes de pasar б la vecina naciуn.
Trabajaron en los llamados «hierbales» donde se cosecha el _mate_, tй
del paнs puesto de moda por los jesuнtas en otros tiempos, cuando
gobernaban la Repъblica teocrбtica de las Misiones, fundada por ellos
entre el Brasil, el Paraguay y la Argentina.
Deseosos de volver б su patria, los dos interrumpieron su trabajo
repetidas veces para tomar parte en las intentonas revolucionarias del
partido. El grande hombre de los «colorados», el doctor Sepъlveda, vivнa
tranquilamente en Buenos Aires, esperando el momento de regenerar su
provincia. Mientras tanto, los partidarios del doctor hacнan toda clase
de esfuerzos para lograr su triunfo: revoluciones de dнa, revoluciones
de noche; sublevaciones en la ciudad, sublevaciones en el campo.
La gente de Buenos Aires apenas prestaba atenciуn б estas hazaсas y
revueltas en la lejanнsima provincia. ЎLa Argentina es tan grande!
Ademбs, todo esto ocurrнa en un extremo del paнs, vecino al Brasil y al
Paraguay; en una tierra que es argentina polнticamente, pero por la raza
es mбs bien paraguaya, y cuyos habitantes hablan generalmente el
guaranн.
Despuйs del sangriento fracaso de aquella intentona nocturna, los dos
volvieron б trabajar en el Paraguay, en la recolecciуn del _mate_. Ellos
eran los mбs inmediatos consumidores, pues sentados al borde del gran
rio en las horas de descanso, chupaban incesantemente el canuto hundido
en la pequeсa calabaza rellena de hierba olorosa y de agua caliente que
sostenнan en una mano.
Hablaban de la tierra natal con voz lenta y entornando los ojos, como si
fueran б dormirse. Algunas veces, la conversaciуn recaнa sobre Jaramillo
padre y su prodigiosa ciencia.
--Yo le vi--decнa Morales con respeto--curar б los enfermos en menos que
se reza un credo. Les chupaba la parte enferma у ponнa la boca en su
boca, aspirando su aliento. Luego escupнa un gusano, una piedra, una
culebra pequeсa у una araсa. Era la enfermedad que acababa de sacarles
del cuerpo.... Algunos se morнan; pero era porque les faltaba paciencia
para esperar la curaciуn y llamaban al mйdico.
--El mejor de sus secretos--insinuaba Jaramillo--es el que cura la
mordedura de las vнboras. Me lo revelу poco antes de morir. Vale mбs que
una herencia de muchas talegas de onzas de oro.
--Dнmelo, hermano--suplicaba Morales.
Su amigo parecнa sobresaltarse.
--No lo esperes. Ъnicamente se puede revelar el secreto el dнa de
Viernes Santo. Si lo cuento otro dнa, perderй mi poder curativo hasta el
Viernes Santo del aсo siguiente.
Pero Morales empezу б importunar б su compaсero con una tenacidad
infantil durante semanas y semanas. Se acordaba de haber visto operar б
Jaramillo padre cierto dнa que un vecino habнa regresado б su rancho con
el brazo hinchado y negro por la mordedura de una serpiente. El brujo le
habнa puesto unos remedios enйrgicos sobre la herida, murmurando luego
una invocaciуn misteriosa sobre el reptil, muerto de un garrotazo.
Tъ no eres un buen compaсero--decнa Morales con tristeza--. Yo te miro
como mi ъnica familia, y tъ guardas secretos conmigo.
Jaramillo no querнa quedarse desarmado por su indiscreciуn. їY si le
mordнa б Morales uno de estos bichos venenosos al andar descalzo por los
hierbales?...
--No hay miedo--decнa el otro--. Acuйrdate que me diste unas ligas de
piel de anta, y las vнboras huyen de mis pies al percibir el olor de
este cuero.
Al fin, una tarde, Jaramillo hizo un esfuerzo, sacrificбndose por la
amistad.
--Ya que lo quieres....
Y cerrando los ojos le revelу el gran secreto. No habнa mas que
inclinarse sobre la serpiente muerta y decirle en voz baja: «No eres
vнbora, que eres grillo.»
Inmediatamente el veneno perdнa su poder ponzoсoso dentro del cuerpo de
la vнctima.
--їNada mбs?--preguntу Morales con visible decepciуn--. їEso es todo?
Eso era todo. Pero las palabras habнa que decirlas en guaranн. Las
serpientes, por ser del paнs, no pueden entender el espaсol, lengua de
Buenos Aires.
--Y ahora--terminу con melancolнa Jaramillo--tendrй que esperar hasta,
el prуximo Viernes Santo.
De pronto empezу б hacer frecuentes viajes б Asunciуn, la capital del
Paraguay. Su amigo, alarmado por estas ausencias, le obligу б confesar
la causa.
--Lo he visto--dijo Jaramillo misteriosamente.
Aunque no diу el nombre de lo que habнa visto, bastу el tono de su voz
para que Morales adivinase б quiйn se referнa.
Era el caburй. No podнa ser otro. Los dos hablaban con frecuencia de йl.
ЎQuiйn tuviera una pluma de caburй, para ser invulnerable y por lo
mismo el hombre mбs valeroso de la tierra!... Hasta el mismo Jaramillo
padre, con toda su sabidurнa, no habнa conseguido ver nunca un caburй en
sus manos. Era muy difнcil apoderarse de йl. Por esto repitiу el hijo,
con una expresiуn de orgullo:
--Lo he visto: como te veo б ti.
Su poseedor era un _gringo_ que vivнa en Asunciуn sin mбs objeto que
estudiar los animales y las plantas del paнs; un doctor alemбn, gordo,
rubicundo, de gafas doradas, muy amigo de bromear con las gentes simples
del campo, para sonsacarles noticias. En el patio de su casa, que era
tan grande como un claustro de convento, tenнa numerosos pбjaros y
cuadrъpedos, y en mitad de йl, ocupando una jaula especial, como rey de
esta pequeсo й inquieto mundo, al que podнa hacer enmudecer con sуlo un
grito, estaba el caburй.
Al encontrar el doctor varias veces б Jaramillo inmуvil en la puerta de
su casa, mirando desde el otro lado de la cancela al famoso pбjaro, le
habнa hecho pasar para mostrбrselo de cerca.
--ЎQuй joya! їeh?...--decia con orgullo--. Me cuesta mбs oro que pesa.
Es una verdadera casualidad tener uno vivo.
Pero daba por bien empleados sus sacrificios pensando en el volumen de
ochocientas pбginas que iba б escribir, para Berlнn, sobre el caburй y
sus costumbres, libro que le valdrнa el premio de varias Academias.
A los dos amigos se les ocurriу lo mismo: robar la prodigiosa bestia у
llevarse cuando menos algunas de sus plumas.
El golpe sуlo podнa darse б la hora de la siesta. Jaramillo amaba esta
hora como la mбs segura. Morales se quedarнa en la calle para auxiliar б
su compaсero. їQuiйn puede adivinar lo futuro? Tal vez gritase el
alemбn, y fuese preciso matarlo. ЎUna vida menos significa tan poco!...
Entrу Jaramillo en la casa saltando la tapia del patio trasero. Luego se
deslizу, con los pies descalzos, por los frescos corredores, sin
producir ruido alguno. Al pasar junto б una puerta oyу ronquidos. El
alemбn, deseoso de amoldarse en todo б las costumbres del paнs, dormнa
la siesta.
El mestizo saliу al patio grande, deteniйndose frente б la jaula del
centro, rodeada de arbustos con flores enormes, rojas y de cinco puntas,
llamadas «estrella federal».
Allн estaba la cйlebre bestia: una especie de mochuelo diminuto, de pico
breve y encorvado. Se miraron fijamente, lo mismo que si fuesen б
entablar un combate. Los ojos redondos del animal, unos ojos de oro con
una cuenta negra en el centro, contemplaron al hombre ferozmente. Luego
parpadearon, como vencidos por la mirada humana.
Jaramillo no quiso perder tiempo. Con una contorsiуn de muсeca arrancу
el candado de la jaula. Luego avanzу la diestra audazmente, y б pesar de
su deseo de mantenerse silencioso, lanzу un rugido.
--ЎAh, pбjaro del diablo!...
Tenнa un dedo atravesado de parte б parte. No era un picotazo; era una
puсalada. Un berbiquн ardiente acababa de perforarle la carne y el
hueso.
Sobreponiйndose al dolor, cerrу la mano ensangrentada para aprisionar б
su enemigo. Deseaba ahogarlo y al mismo tiempo no querнa oprimirle de
una manera mortal, pues la pluma del caburй sуlo conserva sus milagrosas
cualidades cuando ha sido arrancada estando la bestia viva.
Con la otra mano libre le despojу de las plumas de atrбs, y el animal
lanzу un alarido al mismo tiempo que repetнa su picotazo.
El grito espeluznante fuй seguido de un profundo silencio. Los animales
del patio callaron medrosos, ocultбndose en lo mбs profundo de sus
viviendas. Pareciу que se inmovilizaba la vida en todo el barrio.
A impulsos del dolor, el mestizo habнa arrojado al caburй contra el
suelo de la jaula, huyendo luego hacia la calle. El pбjaro, viendo la
jaula abierta, saltу fuera de ella como si pretendiese perseguir б su
enemigo; pero despuйs torciу de rumbo, subiйndose al alero del tejado
para desaparecer finalmente.
Jaramillo descorriу el cerrojo de la cancela, saliendo б la calle. Allн
le esperaba su fiel Morales. No llevaba espada--esta expediciуn era de
las de arma corta--; pero tenнa la mano puesta por debajo del poncho en
el puсo de una faca, por lo que pudiera ocurrir.
--їQuй es eso, hermano?--preguntу al ver la diestra ensangrentada de su
compaсero--. їQuiйn te ha herido?
El otro levantу los hombros con indiferencia, limitбndose б mostrarle
tres plumas pequeсas que llevaba entre los dedos.
Desde aquella tarde cambiу radicalmente la vida de los dos. Jaramillo
tuvo que ir en busca de un curandero amigo de su padre. Su dedo herido
se habнa puesto negro, y era preciso cortarlo para que la podredumbre
venenosa no le llegase al corazуn. El mago indнgena afilу en una piedra
el mismo cuchillo de que se servнa para rascarle el barro б su caballejo
y para partir el pan. La amputaciуn fuй dolorosa; pero б Jaramillo le
bastaba mirar la bolsita que llevaba pendiente sobre el pecho, con las
plumas del caburй dentro, para recobrar su valor. Bien podнa sufrirse un
poco б cambio de tan poderoso talismбn. Morales estaba triste y hablaba
con timidez, como el que desea hacer una peticiуn y no se atreve,
midiendo su importancia. Al fin se decidiу.
--Hermano, їsi me dieses una de las plumas?... Piensa que siempre nos lo
hemos partido todo, como si fuйsemos de la misma madre. Tъ tienes tres
plumas; їquй te cuesta regalarme una? Serбs igualmente poderoso con dos.
Basta una sola para que nadie pueda herirte.
Pero aunque Jaramillo no habнa frecuentado la escuela, sabнa que tres
son mбs que dos, y estaba seguro de que, conservando las tres plumas, su
poder resultarнa mбs grande. Ademбs, no podнa admitir que Morales, luego
de conservar sus dedos completos, quisiera igualarse con йl. Le gustaba
tenerlo bajo el imperio de su superioridad.
Y efectivamente, Morales empezу б sentirse esclavo. Su amigo era ahora
otro hombre. Le hacнa ejecutar su propio trabajo mientras йl descansaba;
le exigнa su dinero; hasta le quitу una paraguaya de tez blanca y andar
arrogante que al principio se habнa mostrado prendada de йl.
«Debo matarlo--empezу б pensar--. Ya no podemos vivir juntos.»
Pero tuvo que repeler inmediatamente este mal pensamiento. Era imposible
matar б Jaramillo mientras guardase su talismбn, la bolsita con plumas
de caburй, que le hacнa invulnerable.
Y el dйspota, animado por la resignaciуn fatalista de Morales, extremу
sus audacias. Un dнa lo abofeteу porque no le obedecнa con rapidez, y al
salir indemne de este atrevimiento, repitiу б todas horas sus
atropellos.
«їA quй no se atreverб, llevando en el pecho lo que lleva?», se decнa
Morales con envidia.
Ni los hombres ni las fieras podнan inspirar miedo б Jaramillo. En una
taberna del campo se batiу con cinco paraguayos de los mбs bravos,
resultando ileso y vencedor. Nadaba en el rнo todos los dнas, б pesar de
que ninguno de los que trabajaban en el hierbal osaba hacerlo, por miedo
al «Tatita», у sea al «Abuelo» en la lengua del paнs.
Este «Abuelo» era un «yacarй», un caimбn famoso por su tamaсo desde el
lugar donde se forma el rнo de la Plata hasta lo mбs alto del Paranб.
Los viejos del paнs, que saben adivinar la edad de los caimanes, le
atribuнan unos cuatrocientos aсos. Tal vez habнa visto de pequeсo cуmo
los primeros espaсoles remontaron el rнo en sus naves de velas cuadradas
con leones y castillos pintados.
--Allб estб «el Tatita»--decнan los del hierbal.
Y seсalaban una especie de tronco rugoso y verde que descansaba en el
barro de una isleta cercana, lo mismo que un бrbol muerto traнdo por la
corriente.
Como desde la ъltima revoluciуn paraguaya eran abundantes los mausers en
los ranchos, empezaba un tiroteo contra la bestia centenaria. Algunos
tiradores le marcaban el lomo б balazos. Tarea inъtil: los proyectiles
levantaban esquirlas de su coraza, pero el enorme lagarto apenas se
movнa, como si todos estos balazos fuesen para йl leves cosquilleos. Si
los cazadores se aproximaban, finalmente, en una barca, se dejaba ir
perezosamente al fondo del rнo, levantando una corona de espumas
amarillentas.
Morales habнa nadado de pequeсo entre los yacarйs, sin gran emociуn.
Pero eran caimanes tan inexpertos y tiernos como йl. Los temibles son
los viejos, б los que llaman «cebados» por haber comido carne de hombre.
Asн que la prueban una vez, quedan aficionados б ella para siempre, Ўy
este «Abuelo» llevaba pasadas por su estуmago tantas generaciones
humanas!...
Siempre que Jaramillo se lanzaba a nadar, Morales, por un recuerdo de
su antigua amistad, le hacнa la misma recomendaciуn:
--ЎCuidado con «el Tatita»!
El otro se alejaba, braceando alegremente, hacia el centro del rнo, en
busca de las aguas profundas. ЎEl cuidado que podнa inspirarle un yacarй
mбs viejo que las Amйricas!...
Un domingo, cuando Morales, sentado en la orilla, terminaba de fumar un
cigarro paraguayo, que hacнa caer por las comisuras de sus labios dos
chorros de zumo negro, Jaramillo se echу al rнo. Morales, por estar en
alto, pudo ver algo obscuro y enorme que se deslizaba entre dos aguas
con la velocidad de un torpedo, viniendo en бngulo recto al encuentro
del nadador.
--«El Tatita»--se dijo--. Sуlo puede ser йl.
Su camarada agitу los brazos desesperadamente, lanzу un alarido, y б
continuaciуn desapareciу, como si tirase de йl una fuerza irresistible.
Mбs que el hecho en sн, aturdiу y desconcertу б Morales la posibilidad
de que pudiese ocurrir. Todas las creencias de su vida temblaron,
prуximas б derrumbarse. Era para perder la fe.
--No, no es posible; Jaramillo tiene un talismбn; Jaramillo no puede
morir....
Instintivamente fuй hacia el lugar donde el nadador habнa dejado sus
ropas. Una sonrisa de certidumbre, de confianza recobrada, dilatу su
rostro.
--ЎBien decнa yo!...
Sobre las ropas estaba la bolsita, el irresistible _payй_. El muerto se
habнa despojado de йl antes de echarse al rнo, tal vez por distracciуn,
tal vez por algъn otro motivo desconocido de Morales.
Йste pensу que existe una Providencia, como aseguran los padres
misioneros. Luego se imaginу que tal vez aquel yacarй tan viejo como el
rнo era alguna divinidad misteriosa que se encargaba de vengar б los
humildes.
Y sin vacilaciуn se colgу del cuello la bolsita, con el mismo aire de un
soberano que se ciсese la corona del mundo.
III
La suerte acudiу en seguida б sonreirle.
Triunfaron inesperadamente los «colorados». Ellos, que llevaban hechas
tantas revoluciones, volvieron б apoderarse del gobierno del modo mбs
pacнfico y prosaico. El doctor Sepъlveda, siempre en Buenos Aires,
consiguiу que el gobierno federal enviase б su provincia una comisiуn
interventora encargada de examinar los actos administrativos de los
enemigos. Esta intervenciуn puso al descubierto cosas censurables--como
ocurre siempre en tales casos--, y el resultado fuй que los «blancos»
tuvieron que abandonar el poder y entraron б gobernar los «colorados».
Volviу Morales б su patria con el orgullo y la aureola de un mбrtir
polнtico. El grande hombre del partido, que era ahora gobernador de la
provincia, le estrechу la mano, honor que hizo llorar al mestizo.
--Te conozco, hйroe; eres un superviviente de la noche inolvidable. Ya
quedan pocos.... їQuй deseas obtener?...
Morales era de fбcil contentamiento. Querнa, simplemente, entrar en la
Policнa. Llevaba muchos aсos recibiendo golpes de los enemigos, y
deseaba, б su vez, darse el gusto de devolverlos.
Sus antiguos amigos lo encontraban en las calles de la ciudad con
zapatos--Ўun tormento!--, levitilla azul de botones dorados, y un casco
inglйs, blanco. La espada ya no la llevaba bajo el brazo ni oculta en el
pantalуn. Le pendнa de la cintura, como б los militares, como б todos
los que representan el orden y pueden pegar.
Su carrera fuй rбpida, y al tйrmino de ella le saliу al encuentro la
gloria. No hubo en todo el paнs un policнa mбs valiente. їQuй puede
temer un hombre que lleva en el pecho un talismбn de plumas de
caburй?... Cuando habнa algo difнcil y peligroso que hacer, sus jefes
daban siempre la misma orden:
--ЎQue llamen б Morales!
En vano los rebeldes б la autoridad sacaban sus pistolas en tabernas y
bailes. Antes de que disparasen, el mestizo se las arrebataba de un
manotazo. Algunas veces conseguнan hacer fuego; pero las balas se
limitaban б agujerear su casco у ciertas superfluidades del uniforme,
sin tocar nunca su carne. Y йl salнa de estas pruebas sonriente y
tranquilo, como de cosas ordinarias y bien sabidas de antemano.
En cambio, la certeza de ser invulnerable le proporcionaba un gran
empuje para la acciуn. No teniendo que preocuparse de la defensa,
concentraba todas sus potencias en el ataque, y no habнa mano mбs pronta
y бgil que la suya. Si alguien se negaba б obedecerle, veнa
inmediatamente desdoblarse al mestizo, hasta convertirse en una compaснa
entera de Morales, todos espada en mano. Recibнa un cintarazo por la
izquierda, y al volverse encontraba un segundo Morales que le atizaba
por la derecha. Luego un tercer Morales le tiraba al crбneo por lo alto,
un cuarto lo hacнa saltar golpeandole entre las piernas, y asн
sucesivamente, hasta que pedнa misericordia.
Los mбs valientes de la provincia empezaron б hablar de йl con temor,
adivinando su secreto.
--Es inъtil hacer nada contra su persona. Debe tener un _payй_.
Sus jefes le hubieran hecho oficial, pero no sabнa leer. Se limitaron б
darle los galones de cabo, y йl creyу necesario, para el ornato de su
nueva dignidad, dejarse crecer en forma de bigote los contados pelos de
su rostro cobrizo.
En los dнas de gran mercado, las mujeres del campo, que venнan б la
capital montadas б estilo de hombre en sus caballejos de largo pelaje,
admiraban al cйlebre policнa. Le llamaban don Morales, poniendo el _don_
ante el apellido, como es de uso en el paнs. Todas ellas palidecнan al
ver al hйroe, pretendiendo atraerlo con las mбs dulces miradas de sus
ojos oblicuos.
Una maсana, estando de servicio en el Mercado, don Morales se tropezу
con cierto _gringo_ corpulento, forzudo y rojo, al que habнa conocido
aсos antes en el Paraguay.
--ЎDon Macperson!... ЎQuй sorpresa! їCуmo le va?...
Se abrazaron. El policнa lo despreciaba, como б todos los extranjeros,
pero al mismo tiempo sentнa por йl una gran admiraciуn.
El desprecio era porque ignoraba el _guaranн_ y hablaba mal el espaсol,
signos evidentes de inferioridad mental. Ademбs, como todos los
_gringos_, tenнa los pies enormes y calzaba zapatos que parecнan navнos,
lo que denuncia un origen ordinario en un paнs donde los hombres
ostentan el pie pequeсo y alto de empeine, lo mismo que una dama.
Lo admiraba porque era capaz de pasar un dнa entero con su noche sin
levantarse de la mesa, vaciando botella tras botella. Ademбs, tenнa la
elocuencia de un predicador cuando ensalzaba las virtudes curativas del
_whisky_, remedio infalible para todos los disgustos y todas las
enfermedades.
Morales hasta conocнa sus manнas. Cuando habнa bebido mбs de una copa,
se irritaba si le llamaban inglйs.
--Mi no ser inglйs--decнa en un espaсol balbuceante--; mi ser escocйs.
Llevaba un sinnъmero de aсos viviendo en la Amйrica del Sur. Habнa sido
buscador de esmeraldas en Colombia, minero de plata en el Perъ y de
estaсo en Bolivia, exportador de salitre en Chile, ganadero en
Argentina, vendedor de hierba _mate_ en Paraguay y borracho consecuente
en todas partes. Unas veces se veнa patrono, otras modesto empleado; tan
pronto daba dinero б los simples conocidos, como solicitaba un prйstamo
para continuar sus viajes. Ahora--segъn declarу б Morales desde las
primeras palabras--se ocupaba en comprar novillos, como representante de
cierta casa del Uruguay que fabricaba carne lнquida para los niсos y los
adultos dйbiles.
Esta carne lнquida le hacнa sonreнr de lбstima. ЎHabiendo _whisky_ en la
tierra!...
Morales vacilу mirando su propio uniforme. Era una autoridad, y sуlo
podнa entrar en las tabernas para imponer respeto. Pero luego se
enterneciу mirando al _gringo_. ЎUn viejo compaсero!...
--Oiga, don Macperson, їsi fuйsemos б tomar una copa?...
Entraron en una taberna del Mercado, y el dueсo, en atenciуn б Morales,
les puso una mesilla en el fondo del corral. No habнa _whisky_, pero
sacу una ginebra que arrancу elogios al extranjero.
--Beba, Don; beba todo lo que quiera--dijo el policнa--. Ya sabe que yo
aprecio mucho б los ingleses, y ahora que soy alguien en mi paнs....
--Mi no ser inglйs; mi ser escocйs.
Recordу Morales la manнa de su amigo. Muy bien; йl apreciaba tambiйn
mucho б los escoceses. Y despuйs de esto, como si solicitase la
admiraciуn del _gringo_, hablу de sus hazaсas y del respeto medroso con
que le miraban todos.
--Lo sй, lo sй--dijo el extranjero.
Habнa oнdo hablar mucho del cabo don Morales, y su asombro era sincero,
aunque algo molesto para el hйroe. No podнa comprender que este mozo
pequeсo, enjuto y enclenque en apariencia inspirase miedo б nadie. Lo
contemplу con una curiosidad algo irуnica desde la altura de su
corpulencia; le acariciу los brazos con sus manazas, sonriendo al
encontrar inmediatamente el hueso bajo los mъsculos nervudos pero
delgados.
Un recuerdo surgido repentinamente en su memoria hizo esta sonrisa mбs
insolente aъn. Se viу en un hierbal del Paraguay algunos aсos antes,
teniendo una disputa con Morales, que era su peуn. El mestizo tiraba de
la espada; pero йl, de un manotazo, le quitaba la espada, propinбndole
despuйs unos cuantos puсetazos de boxeador que le dejaban inбnime en el
suelo.
Por un fenуmeno de simpatнa mental, Morales evocу al mismo tiempo este
recuerdo, pero aсadiйndole una segunda parte. Se viу tendido al
anochecer en los hierbales, esperando al _gringo_, que despuйs de darle
los puсetazos iba б pasar la noche en Asunciуn. Al tenerle cerca, le
disparaba un pistoletazo. Quedaba mal herido el escocйs, guardaba cama
varias semanas, y luego de restablecerse se iba del paнs, convencido de
que no es prudente tener cuestiones con la gente cobriza.
Se miraron largamente los dos hombres.
--ЎFamoso Morales!... ЎEncontrбrmelo hecho un hйroe!...
--ЎEste don Macperson! їPor quй lo querrй tanto?...
Y se estrecharon las manos por encima del tarro de ginebra, que empezaba
б estar casi vacнo.
Pero ya no se miraban lo mismo que antes. Detrбs de sus pupilas
persistнa el mal recuerdo del pasado.
El policнa mostraba empeсo en que le admirase el otro. Toda la ginebra
descendida б su estуmago pareciу alborotarse con la sospecha de que el
_gringo_ no creнa en su valor y tenнa por mentiras las hazaсas que
llevaba realizadas.
De su espaсol aprendido en Buenos Aires, preferнa el escocйs una palabra
que siempre habнa irritado б Morales. Cuando le contaban cosas
inverosнmiles, levantaba los hombros, diciendo con desprecio:
--Ў_Macanas!... ЎTodo macanas_!
Adivinу que en el pensamiento del _gringo_ estaba resonando
incesantemente la misma palabra en aquellos momentos. «їLas valentнas
del cabo Morales? Ў_Macanas_! ЎTodo _macanas_!»
El deseo de verse admirado le hizo ser humilde y revelar su secreto.
--Vea, don Escocйs. Si soy valiente, reconozco que no hay en ello gran
mйrito. Aunque quisiera ser cobarde, no podrнa. Tengo un _payй_
poderosнsimo: llevo en el pecho tres plumas de caburй. Usted es casi del
paнs; usted sabe lo que es eso. No hay hombre ni fiera que pueda nada
contra mн.
--Ў_Macanas!... ЎTodo macanas_!
Ya habнa surgido la terrible palabra. El policнa empalideciу al verse
desmentido con un tono de desprecio.
--Pero їno le digo que tengo un _payй_?... Mнrelo. A usted solo se lo
enseсo.
Y se desabrochу la levitilla y la camisa, mostrando la pequeсa bolsa de
cuero sudada y negruzca que pendнa sobre su pecho.
--Ў_Macanas!... ЎMacanas_!--repitiу el extranjero, apurando el resto de
la botella de barro y empezando otra que acababa de traer el dueсo del
cafetнn.
Irritado Morales, hablу de su infortunado camarada Jaramillo, del doctor
germбnico, del caburй, del caimбn «el Abuelo»; contу toda su historia,
sin que el otro cambiase de actitud.
El mestizo se puso de pie. Podнa el _gringo_ dudar de las virtudes de su
madre, si gustaba de ello; por eso no dejarнan de ser amigos. En
realidad, йl no estaba seguro de quiйn habнa sido su padre. Las gentes
del paнs prescinden con frecuencia del casamiento, por los muchos
papelotes, molestias y gastos que exige. їPero dudar de su talismбn?...
їTener por falsa su historia?...
--Oiga, don Inglйs.
El escocйs quiso protestar al oir que le llamaban asн, paro se quedу con
la boca entreabierta por la sorpresa, dбndose cuenta de que este error
era intencionado y representaba un insulto.
--Oiga, don Inglйs. Vamos б hacer una prueba.
Habнa sacado de un bolsillo de su pantalуn una pistola de dos caсones de
enorme calibre. Йl tenнa sus armas б la vista y sus armas ocultas.
Se la ofreciу al extranjero; y йste, que tambiйn se habнa puesto de pie
con mal gesto, la tomу sin saber lo que hacнa.
--Yo puedo matarlo б usted, si quiero, y usted, en cambio, no puede
hacerme nada б mн.... Pero no abusarй. Prefiero que se convenza por sus
propios ojos. A ver si asн se le ablanda esa cabezota dura de bruto que
tiene.... ЎTire!
Se abriу con ambas manos sus ropas, mostrando el pecho desnudo y la
prodigiosa bolsita. Podнa el gringo hacer fuego sin cuidado. Se lo decнa
йl con aire de reto.
Macperson, б pesar de su embriaguez, reconociу que la proposiciуn era
absurda. Aquel mestizo se habнa vuelto loco, y en su soberbia confianza
hasta parecнa burlarse de йl.
--Tiene usted miedo de tirar, y hace bien. La bala rebotarб sobre mi
pecho y puede herirle б usted. Coloqъese de modo que no le alcance.
El otro, como si no entendiese estas recomendaciones, se habнa limitado
б poner horizontal la pistola, apuntando al pecho que tenнa enfrente.
--ЎMira que tiro!--dijo al fin con tono de amenaza--. Dйjate de
_macanas_, у tiro.
Se perdiу entre los dos todo respeto. Se miraron como enemigos.
--ЎTira, _gringo_ del demonio, para que puedas convencerte!... ЎCuando
te digo que tengo un _payй_!...
--ЎMira que hago fuego!--volviу б repetir el otro con voz aъn mбs
sombrнa.
--ЎTira de una vez, hijo de perra!... Tъ no eres escocйs.... Tъ eres....
No pudo seguir.
--ЎYa que lo quieres!...
Y el _gringo_ apretу los dos gatillos al mismo tiempo.
Una nube blanca se extendiу ante sus ojos.
Al disolverse el humo y extinguirse el doble trueno, viу б Morales
tendido б sus pies. Tenнa los brazos abiertos, el pecho destrozado y una
sonrisa helada, de soberbia confianza, de fe inconmovible, que iba б ser
el ъltimo de sus gestos.
LAS VНRGENES LOCAS
I
Eran dos hermanas, Berta y Julieta, huйrfanas de un diplomбtico que
habнa hecho desarrollarse su niсez en lejanos paнses del Extremo Oriente
y la Amйrica del Sur; dos hermanas libres de toda vigilancia de familia,
jуvenes, de escasa renta y numerosas relaciones, que figuraban en todas
las fiestas de Parнs. Los tйs de la tarde que se convierten en bailes
las veнan llegar con exacta puntualidad. Una rбfaga alegre parecнa
seguir el revoloteo de sus faldas.
--Ya estбn aquн las seсoritas de Maxeville.
Y los violines sonaban con mбs dulzura, las luces adquirнan mayor brillo
en el crepъsculo invernal, los hombres entornaban los ojos acariciбndose
el bigote, y algunas matronas corrнan instintivamente sus sillas atrбs,
apartando los ojos como si viesen de pronto, formando montуn, todas las
perversiones de la йpoca.
Ninguna joven osaba imitar los vestidos audaces, los ademanes
excйntricos, las palabras de sentido ambiguo que formaban el encanto
picante y perturbador de las dos hermanas. Todos los atrevimientos
perturbadores del gran mundo encontraban su apoyo. Habнan dado los
primeros pasos hacнa la gloria bailando el _cake-walk_ en los salones,
hace muchos aсos, Ўmuchos! cinco у seis cuando menos, en la йpoca remota
que la humanidad gustaba aъn de tales vejeces. Despuйs apadrinaron la
«danza del oso», el tango, la machicha y la furlana.
Su inconsciente regocijo, al ir mбs allб de los lнmites permitidos,
escandalizaba б las seсoras viejas. Luego, hasta las mбs adustas
acababan por perdonarlas. «Unas locas estas Maxeville.... ЎPero tan
buenas!»
Todos conocнan su existencia en un quinto piso, sin otra servidumbre que
una vieja domйstica que hacнa oficios de madre, suspirando al recordar
las extinguidas grandezas de Su Excelencia el ministro plenipotenciario.
Todos se daban cuenta de sus esfuerzos sonrientes y dolorosos para
conservar el antiguo rango con una modesta pensiуn procedente del padre
y una corta renta de la madre; sus habilidades taumatъrgicas para
mostrarse bien vestidas б poco precio; su adopciуn de modas audaces,
destinadas al fracaso, para ocultar con pretexto de originalidad el
escaso valor de su indumentaria.
Las gentes murmuradoras denunciaban sus ocultos convenios con modistas y
sombrereras, que les proveнan gratis para que propagasen sus
invenciones. Pero aquн se detenнa la maledicencia. De sus costumbres, de
su vida en la casa, ni una palabra. Las rancias familias diplomбticas
que habнan conocido al ministro jamбs tuvieron que amonestarlas por una
imprudencia irreparable.
El despecho de los hombres era tambiйn un certificado de su honestidad.
Corrнan hacia ellas, atraнdos por su exterior desenvuelto. Se
atropellaban unos б otros, como en una empresa fбcil donde todo el йxito
estriba en llegar antes que los demбs. Risas provocativas, ojeadas
misteriosas, palabras que parecнan de esperanza.... Y poco despuйs, uno
por uno, los conquistadores desandaban el camino, cabizbajos y
encolerizados, como un perro que se imagina encontrar un hueso y rompe
sus colmillos en una piedra.
--Unas astutas las pequeсas Maxeville; unas malignas, que, faltas de
dote, buscan un marido б su modo.
Los mismos que decнan esto habнan acabado por designarlas con un mote.
Las seсoritas de Maxeville fueron en adelante «las vнrgenes locas».
Todo resultaba exacto en este apodo, el defecto y la cualidad. Nadie
ponнa en duda su locura, ni lo otro. Eran como los directores de ciertos
Bancos, que charlan en el ventanillo de la caja, sonrнen, remueven las
llaves, infunden esperanzas, pero no hacen el mбs pequeсo prйstamo б
crйdito, ni el mбs leve anticipo sobre promesas lejanas.
Las vнrgenes locas iban б triunfar finalmente en su desesperada batalla
con los hombres. La mayor, Berta, habнa conquistado la voluntad de un
ingeniero ruso, que se mostraba dispuesto б hacerla su esposa. La menor
casi habнa conseguido lo mismo con un oficial joven; sуlo le quedaba por
vencer la resistencia de una madre orgullosa y tradicionalista, que
vivнa en provincias....
En esto, un trompetazo desgarrador, insolente, brutal, cortу el ambiente
de mъsicas sensuales y danzas voluptuosas con que se adormecнan los
humanos. Y la gente feliz corriу de un lado б otro, en pavoroso
revoltijo, como los pasajeros de un trasatlбntico que bailan en los
dorados salones, vestidos de etiqueta, y de pronto escuchan, la voz de
alarma de un tripulante: «ЎFuego en las bodegas!»
II
El segundo dнa de la movilizaciуn, la gente agolpada en las
inmediaciones de la estaciуn del Este las viу llegar vestidas de negro,
con un traje sobrio y casi monacal, un pequeсo sombrero semejante б una
gorra, un bolsito de mano y un paquete con lo mбs indispensable para la
vida: dos camisas, dos pares de medias.
Las vнrgenes locas se iban sin ruido, sin frases heroicas, sin dos
lнneas en los periуdicos. Sus relaciones mundanas las habнan aprovechado
para conseguir rбpidamente sus deseos. Marchaban б Verdъn, б la
frontera, al lugar del peligro, donde todos esperaban que ocurriese el
primer choque. Llevaban una carta para los directores del servicio
sanitario. Parecнan mбs altas, mбs robustas, de paso mбs firme. Su
belleza de parisienses б la moda habнa desaparecido. Eran mujeres
iguales б las que lloraban у gritaban de entusiasmo al otro lado de la
verja; sin colorete, sin artificios, con el pelo libre de postizos, con
las mejillas limpias y los ojos agrandados por una emociуn que habнa
venido б sustituir los antiguos retoques del lбpiz negro: ojos serenos
que miraban al porvenir heroicamente, adivinando la proximidad de la
desgracia.
Y se perdieron entre la multitud de hombres uniformados, caballos y
caсones. Y su recuerdo se perdiу igualmente en la memoria de todos los
que una semana antes comentaban sus palabras y gestos. La gente
necesitaba pensar en su propia suerte; el peligro no dejaba tiempo para
mirar el exterior. ЎPobres vнrgenes locas! ЎInfelices muсecas de Parнs
arrebatadas por la tempestad cuando daban vueltas y sonreнan con sus
bocas pintadas, б los sones de una cajita de mъsica!...
De tarde en tarde, las damas reunidas para hacer tejidos de lana
destinados al ejйrcito evocaban su nombre al pasar revista б los muertos
y los ausentes. «їLas pequeсas Maxeville?...» Realizaban proezas б su
modo en los hospitales del frente de guerra. Donde ellas estaban, los
hombres se morнan sonriendo. En algunas ocasiones habнan llegado hasta
los mismos lugares de combate, oyendo el silbido de los proyectiles. El
nombre de la mayor aparecнa citado en una orden del dнa.
Y siempre el mismo comentario final: «Eran buenas. Algo locas, pero de
hermoso corazуn.»
Transcurriу un aсo de guerra. Un dнa circulу la noticia de que Berta
habнa muerto, vнctima de su abnegaciуn. Poco despuйs ya no la nombraron.
ЎEran tan frecuentes los heroнsmos! ЎDesaparecнan diariamente tantos
nombres conocidos!...
III
Detrбs de la lнnea de combate, en un hospital instalado en un castillo
ruinoso, encontrй meses despuйs б la ъltima virgen loca.
No la hubiese reconocido. Pasу por una avenida del parque, casi
saltando, con la toca revoloteante y moviendo bajo la blanca falda el
бgil compбs de sus piernas enjutas. Llevaba en las manos pбlidas y
transparentes un paquete de ropas. Su nariz y sus orejas brillaban con
una claridad de vidrio sonrosado bajo la luz del sol. Parecнa un cuerpo
diбfano, con la transparencia malsana de la miseria fнsica. Toda la vida
se concentraba en sus ojos.
Un mйdico militar que venнa conmigo me confirmу su identidad.
--Es la seсorita de Maxeville: una joven del gran mundo antes de la
guerra.
El doctor sуlo la conocнa algunos meses. Habнa presenciado la muerte de
la otra, una muerte horrible, cuyo recuerdo le estremecнa aъn. Se habнa
contaminado al curar las heridas de un moribundo perdido durante tres
dнas en el fondo de un embudo de tierra abierto por el estallido de un
proyectil enorme. Su agonнa durу cuarenta y ocho horas, ennegreciйndose
lentamente con la expansiуn de la sangre envenenada, aullando entre
nerviosos estertores, doblбndose como un arco sobre la cabeza y los
pies, que se clavaban en el lecho. Y la otra hermana se habнa negado б
separarse de ella, abrazando el cuerpo convulsivo, besando sus ojos que
no veнan, su boca que sуlo sabнa rugir.
--ЎBerta, corazуn mнo! ЎNo te mueras!... ЎNo te mueras!
Toda la vida juntas; toda la vida unidas por la orfandad necesitada de
defensa, por la alegrнa que colorea la pobreza, por el deseo de crearse
una posiciуn antes de que terminase su juventud, Ўy verla morir ante sus
ojos, entre tormentos desgarradores, sin poder salvarla, sin encontrar
el medio de hacer plбcidos y dulces sus ъltimos instantes!...
--ЎPobre muchacha!--prosiguiу el mйdico--. Ha visto perecer como un
animal rabioso б la que era toda su familia. Poco despuйs se enterу de
la muerte de cierto oficial que deseaba ser su marido. Todos en el
castillo admiran su energнa.
»No sй cuбndo come, no sй cuбndo duerme. So la ve en todas partes, y б
pesar de esto, los heridos lamentan su ausencia. «Que venga la seсorita
Julieta....» Es el mйdico moral de esta casa. En muchos casos vale mбs
que nosotros. Ella y su pobre hermana han realizado estupendas
curaciones.
Las vi con la imaginaciуn--mientras escuchaba al doctor--yendo de sala
en sala como apariciones de salud que esparcнan en torno la dulce
alegrнa de vivir. Con los oficiales se mostraban algo recelosas. Eran
hombres de su mundo, y tal vez por esto los juzgaban temibles, no
pasando en su intimidad mбs allб de una solicitud natural y grave. Al
entrar en las piezas ocupadas por el populacho doloroso, se
transfiguraban, animando con su regocijo el ambiente cargado de
lamentos, de perfume de drogas y hedor de carnes rotas.
El recuerdo de madres y novias adquirнa mayor relieve al ser evocado por
sus labios. Describнan los paisajes risueсos del suelo natal б los
enfermos ilusionados que poco despuйs habнan de morir; cantaban б media
voz las canciones del terruсo; encontraban con su instinto de mujeres de
salуn las conversaciones que mбs podнan agradar б cada uno. La mayor
habнa pasado una semana hablando de Ulises y la _Odisea_ con un
licenciado en letras que agonizaba lentamente, pensando en su tesis de
doctor que jamбs llegarнa б leer en la Sorbona. Mientras tanto, Julieta
escribнa cartas. El rudo marinero del Finisterre, el campesino de los
departamentos centrales, el obrero burlуn de la ciudad, el marroquн
sombrнo, el negro pueril, veнan abrirse ante su pensamiento bellezas
desconocidas, paisajes no sospechados. La seсorita blanca era la
poesнa, la delicada sensualidad de vivir que llegaba hasta ellos.
--ЎBesa!--ordenaba Julieta presentando ante sus labios descoloridos una
flor que acababa de arrancar del parque--. Un enamorado _chic_ debe
enviar estos recuerdos.
Й introducнa la flor en la carta escrita por ella, monumento de
admiraciуn para el firmante, orgulloso y conmovido de suscribir tales
ternezas. Una hora antes de amanecer--la hora fatal en los hospitales--,
cuando el dнa apunta y el moribundo se extingue, los estertores de
agonнa murmuraban siempre el mismo deseo: «_Mademoiselle_.... Una
cualquiera de las dos seсoritas.»
Y ellas, que acababan de adormecerse en el silencio de plomo que precede
б la llegada de la luz, acudнan corriendo para presenciar una agonнa
mбs, para animar la mano yerta con el contacto de su mano, para
disimular los pasos de la muerte con sus palabras que sonaban lo mismo
que monedas de oro, con sus risas que parecнan vibraciones de fino
cristal.
IV
--Y esta pobre--continuу el mйdico--prosigue la santa obra de la
alegrнa. Cuando se ve sola, piensa en la otra, piensa en el oficial
muerto, y huye en busca de los agonizantes, como si el dolor ajeno fuese
su refugio. La sala de los incurables, de los que estбn condenados б
morir, es su lugar preferido. Y canta, cuando minutos antes suspiraba б
solas; rнe, con los ojos cargados aъn de lбgrimas.
»Nosotros fingimos no ver lo que hace. їDe quй sirven los reglamentos
ante la muerte?... Lo que importa es que proporcione un poco de alegrнa
al que se va. Cada uno hace el bien como puede. Anoche la sorprendн
empleando su mйtodo en la sala de los desesperados. Tenemos un tirador
marroquн con las piernas y el vientre deshechos. Va б morir de un
momento б otro; tal vez ha terminado б estas horas. Tenemos un alemбn
que estб en la cama inmediata. Los colocaron asн inadvertidamente; ahora
es tarde para moverlos.
»Los hombres de Europa olvidan sus rencores al verse en los lнmites de
la vida. Este africano es de cуlera larga. Cuando cree que no le ven,
enseсa el puсo al enemigo inmediato, que le mira con unos ojos redondos
y asombrados, lo mismo que si estuviesen aъn en el campo de combate. La
seсorita de Maxeville corre hacia йl, fingiйndose irritada.
»--їQuй es eso, Alн?... Quieto, у me enfado contigo.
»--No te enfades, seсorita--murmura el moro--. Lo respetarй, ya que lo
pides. Pero esta noche, cuando te marches, irй б su cama y le cortarй la
cabeza.
»Y no puede moverse. Anoche rugнa de dolor, alterando con sus gritos el
silencio del dormitorio, quitando el sueсo б los otros heridos, pugnando
por levantarse para ir en busca del adversario y saciar en йl su furia.
La seсorita de Maxeville es la ъnica que sabe calmar б estos hombres. Yo
vi, б la tenue luz del dormitorio, cуmo empezу б bailar, con un plato en
la mano. Este plato le servнa de pandereta. Movнa las caderas, retorcнa
el busto, acompaсaba con balanceos su monуtona canturнa oriental,
sonreнa lo mismo que una mujer de aduar que baila ante la tribu la
«danza del vientre».
Los heridos soсolientos sacaban sus cabezas sobre los embozos, pugnando
por moverse; las bocas negruzcas se animaban con una sonrisa pбlida;
las miradas ardorosas seguнan con avidez el cuerpo de la danzarina, que
iba trazando en los muros una procesiуn de siluetas.
El marroquн se habнa incorporado, como un chacal que desea saltar y
tiene las patas rotas. Su admiraciуn se escapaba en roncos barboteos.
--ЎOh, sonrisa del anochecer!... ЎAlegrнa de la sombra!... ЎSeсorita
blanca!
LA VIEJA DEL CINEMA
I
El comisario de Policнa mirу duramente б la mujer de pelo blanco que se
habнa sentado ante su escritorio sin que йl la invitase. Luego bajу la
cabeza para leer el papel que le presentaba un agente puesto de pie al
lado de su sillуn.
--Escбndalo en un cinema--dijo, al mismo tiempo que leнa--; insultos б
la autoridad; atentado de hecho contra un agente.... їQuй tiene usted
que alegar?
La vieja, que habнa permanecido hasta entonces mirando fijamente al
comisario y б su subordinado tal vez sin verlos, hizo un movimiento de
sorpresa, lo mismo que si despertase.
--Yo, seсor comisario, vendo hortalizas por las maсanas en la _rue
Lepic_. No soy de tienda; llevo mis verduras en un carrito. Todos los
del barrio me conocen. Hace cuarenta aсos que tengo allн mi puesto
ambulante, y....
El funcionario quiso interrumpirla, pero ella se enojу.
--ЎSi el seсor comisario no me deja hablar!... Cada uno se expresa como
puede y contesta como su inteligencia se lo permite.
El comisario se reclinу en un brazo del sillуn, y poniendo los ojos en
alto empezу б juguetear con el cortapapeles. Estaba acostumbrado б los
delincuentes verbosos que no acaban de hablar nunca. ЎPaciencia!...
--En 1870, cuando la otra guerra--continuу la vieja--, tenнa yo
veintidуs aсos. Mi marido fuй guardia nacional durante el sitio de Parнs
y yo cantinera de su batallуn. En una de las salidas contra los
prusianos hirieron б mi hombre, y le salvй la vida. Luego tuve que
trabajar mucho para mantener б un marido invбlido y б una hija ъnica....
Mi marido muriу; mi hija muriу tambiйn, dejбndome dos nietos.
Hizo una pausa para darse cuenta de si la escuchaban. No lo supo con
certeza. El agente permanecнa rнgido y silencioso, como un buen soldado,
junto al comisario. Йste silbaba ligeramente, moviendo el cuchillo de
madera y mirando al techo.
--Mi nieta--continuу la vieja, sin inmutarse por esta falta de
atenciуn--se llama Julieta, baila en los teatros, y es cйlebre. El seсor
comisario debe haber visto su retrato muchas veces en los periуdicos y
en los carteles de las esquinas. Sуlo la encuentro de tarde en tarde.
Una maсana, cuando iba yo empujando mi carretilla, casi me atropellу su
automуvil. Esto la hizo llorar, asegurando que era por culpa mнa, porque
yo no quiero vivir con ella y me empeсo en seguir vendiendo verduras, lo
mismo que cuando Julieta y su hermano eran pequeсos.... Cada uno es como
es. A mн, aunque soy pobre, no me gusta la manera de vivir de las
artistas. їDigo mal, seсor comisario?...
El comisario habнa cesado de silbar y miraba б la verdulera con cierto
interйs. Debнa conocer б su nieta, la cйlebre bailarina. Iba б hacerle
alguna pregunta sobre ella, cuando la vieja siguiу hablando.
--Mi preferido fuй siempre Alberto, un obrero aficionado б los libros.
Yo, aunque deseo vivir independiente, iba todos los dнas б su casa,
ayudaba б su mujer, jugaba con su hijo. ЎUn biznieto! Imagнnese quй
alegrнa, seсor comisario. No todos llegan б ser bisabuelos.
Se detuvo un instante, como embelesada por dulces recuerdos.
--ЎLos dнas felices de la paz!--aсadiу--. Un domingo fuimos de campo;
comimos junto al Sena para celebrar el ascenso de Alberto б primer
contramaestre de su fбbrica.... Dos semanas despuйs estallу la guerra.
El comisario hizo un gesto, que la vieja creyу de cansancio.
--Sн; ya sй que llevamos cuatro aсos de guerra y б todos aburre hablar
de estas cosas. No insistirй, seсor comisario. Me han dicho que hasta en
los teatros y en los periуdicos estбn cansados de la guerra y sus
aventuras. ЎAdemбs, mi historia es la de tantas y tantas mujeres!...
Alberto fuй б incorporarse б su regimiento en los primeros dнas de la
movilizaciуn. No lo vi hasta un aсo despuйs, que volviу del frente
vestido de soldado. Luego vino otra vez. Yo habнa acabado por
acostumbrarme б esta situaciуn. Me imaginaba que sуlo los otros hombres
podнan morir, Ўpero mi Alberto!... Un dнa recibн un papel, que nos hizo
llorar б mн y б su mujer. Despuйs nos visitу un compaсero de mi nieto
para traernos varios objetos suyos.
La voz de la vieja se enronqueciу.
--Y ya no lo vi mбs, seсor comisario.... Ellos me lo mataron.
Pero acordбndose de su promesa, hizo un esfuerzo para serenarse y no
hablar de la guerra.
--La viuda de Alberto trabaja ahora en una fбbrica de municiones al
otro lado de Parнs, y yo sуlo de tarde en tarde puedo ver б mi biznieto.
Hay que ganarse la vida.... Ademбs, їpor quй no decirlo? desde que muriу
Alberto gusto de entrar en la taberna mбs que antes. Cada uno mata su
pena como puede. Estoy en los setenta, y б esa edad, cuando hay que
levantarse antes del alba para ir б los Mercados centrales б comprar el
gйnero, un vasito de vez en cuando es la mejor de las medicinas. їNo lo
cree usted asн, seсor comisario?...
El silencio del aludido quiso demostrar б la vieja lo inoportuna que era
su pregunta. Pero ella continuу, con cierta precipitaciуn que revelaba
la proximidad de la parte mбs interesante de su relato.
--Hoy, al anochecer, estuve en la taberna con el tнo Crainqueville. El
seсor comisario debe conocerlo. Sus desgracias andan escritas en libros
y comedias.
Este nombre pareciу despertar un vago recuerdo en la memoria del
funcionario. La afirmaciуn de que con sus aventuras se habнan escrito
libros le hizo interesarse en una rebusca mental. Luego levantу los
hombros й hizo un gesto de incredulidad.
--Su historia--continuу la vieja--la ha escrito un seсor Anatole, que
trabaja al otro lado del Sena, en un taller de sabios. Es un palacio con
una cъpula, donde dan recetas para que la gente rica pueda hablar bien.
El comisario se incorporу en su sillуn, impulsado por la sorpresa. Aquel
taller de sabios б la orilla del Sena era sin duda la Academia Francesa;
la casa de la cъpula, el Instituto; y el tal Anatole no podнa ser otro
que Anatole France.
--їPero existe el tнo Crainqueville?--preguntу con incredulidad.
--Treinta aсos lo conozco, seсor. Vendemos en diferentes barrios, pero
nos vemos todas las madrugadas al hacer nuestras compras, y por la noche
volvemos б encontrarnos en la misma taberna. ЎUn infeliz! Ahora sus
asuntos andan mal; trabaja poco; sabe demasiado. Su protector le enseсу
muchas cosas; йl me las dice, y yo paso las horas muertas en la taberna
escuchбndole.
Hizo una pausa antes de reanudar su relato donde lo habнa abandonado.
--Digo que nos encontramos al anochecer en la taberna. Luego, como б las
nueve, salimos, y sin saber por quй, me detuve en la puerta de un
cinema, sintiendo deseos de entrar. Me atrajo un cartel con una
alsaciana muy hermosa defendiйndose de un alemбn feroz. Yo adoro esta
clase de historias. Soy muy patriota. Tal vez es porque he visto dos
guerras.... Pero no hablemos de la guerra. El tнo Crainqueville se negу
б entrar, y eso que yo pagaba. No sй en realidad quй es lo que le gusta.
Todo le hace sonreнr con aire de lбstima. Entrй sola, y debн entrar con
mal pie. їNo ha notado el seсor comisario cуmo algunas veces todo nos
sale torcido, y cuando queremos agradar ofendemos б las gentes, lo mismo
que si un demonio nos guiase?...
El comisario no se dignу contestar.
--Me disgustй con la seсora que vende en la taquilla por si una moneda
era buena у falsa; discutн tambiйn con el que recoge las entradas porque
acudiу en su defensa.... Dentro, en la sala, la misma mala suerte. Mis
vecinos de fila se quejaron, diciendo que habнa entrado con demasiada
violencia. Mala voluntad de su parte, pues б mн no me gusta molestar б
nadie. Una remilgada, cerca de mн, se atreviу б decir que yo olнa б
vino. Otro insolente aludiу б mis anchuras, dudando de que cupiesen en
el asiento. Les contestй como sй hacerlo y el pъblico protestу б gritos,
asegurando que perturbaba el espectбculo. Si me callй al fin, fuй
porque habнa empezado la historia de la alsaciana y su perseguidor. Una
historia interesante. Yo se la contarнa б usted, seсor comisario, pero
temo molestarle. Ademбs, no sй cуmo termina; no me dejaron ver el final.
El comisario habнa vuelto б mirar al techo y б silbar por lo bajo para
distraer su impaciencia.
--Un seсor que estaba detrбs de mн y parecнa muy entendido en esto del
cinema, daba en voz baja sus opiniones б los vecinos.... De pronto, la
alsaciana se iba al frente, huyendo de su perseguidor, y empezaban б
verse las trincheras con muchos soldados, las cocinas, los caсones. El
seсor entendido decнa que estas vistas no pertenecнan en realidad б la
historia; que eran, їcуmo dirй yo? lo mismo que retales que le habнan
puesto al _film_. їMe explico bien, seсor comisario? Cosas viejas de la
guerra que habнan aprovechado; algo asн como los remiendos que se echan
б la ropa para que parezca mejor.... Pero yo no entiendo de esto, y las
vistas me han parecido magnнficas.
»De pronto saliу en el telуn el interior de una trinchera, con muchos
soldados descansando. Uno de ellos escribнa una carta sobre sus
rodillas, puesto de espaldas al pъblico. Poco б poco volviу la cabeza y
sonriу б las gentes. Yo dudй, creyendo que veнa mal. Luego debн gritar.
ЎEra mi nieto!...
»Me levantй para verle mejor; quise ir hacia mi Alberto. Tal vez pasй
entre la gente con demasiada violencia. El pъblico debiу creer que era
alguna farsa mнa y acudieron los empleados, y muchos espectadores me
cerraron el paso. Intentй hablar y no me dejaron. No quisieron oir mis
explicaciones; me creнan borracha. Acabй por batirme б puсetazos con los
que me empujaban hacia la puerta. Llamaron al mismo agente que estб
ahora aquн. Dicen que lo insultй, que le mordн en una mano. Ignoro cуmo
pude hacerlo. Estaba tal vez loca en aquel instante. Es verdad que este
seсor me llevу б empujones, sin querer oirme; que no me permitiу seguir
viendo б mi Alberto....
Hizo una larga pausa. Sus ojos empezaron б humedecerse.
--Y asн es--terminу la vieja--como he vuelto б encontrar б mi nieto....
Pido perdуn al seсor comisario.... Pido perdуn al seсor agente.
Bajу la cabeza, juntу las manos y mirу al suelo, refugiбndose
voluntariamente en el silencio, confiбndose б la suerte, sin insistir
mбs en su defensa, mientras sus lбgrimas empezaban б correr mejillas
abajo.
El comisario no dijo nada. Mirу al agente que tenнa б su lado, un
veterano con la Cruz de Guerra sobre el pecho del uniforme y varios
galones en una manga indicadores de sus campaсas. Йl tambiйn mirу б su
superior. Habнa permanecido impasible hasta entonces, pero varias veces
se mordiу el recio bigote.
Los dos hombres parecieron entenderse con la mirada. El comisario
devolviу al agente el parte redactado por йl media hora antes en la sala
de espera de la Comisarнa dando cuenta del escбndalo ocurrido en el
cinema.
El veterano, sin decir una palabra, rasgу el papel en menudos pedazos.
--Buena mujer, puede usted marcharse.
La voz del comisario sacу б la vieja de su abstracciуn. їEra cierto que
la dejaban irse?... ЎQuй seсores tan buenos!
--їY podrй volver al cinema?--aсadiу con ansiedad--. їMe dejarбn ver
todas las noches б mi pequeсo?
Los dos hombres rieron de su simpleza, contestando con un gesto
afirmativo.
Saliу de la Comisarнa lentamente. No convenнa que la viesen huir como el
que tiene la conciencia sucia.
Pero al llegar б la calle, se convenciу de que nadie la espiaba, y
recogiйndose las faldas, echу б correr con una ligereza juvenil. Su
arrugado rostro se dilatу, jadeando de fatiga; sus cabellos blancos se
escaparon en desorden de la paсoleta de punto con que abrigaba su
cabeza.
Cuando llegу al cinematуgrafo, salнan de йl los ъltimos grupos de
espectadores. Los empleados apagaban las luces y retiraban los carteles.
La vieja viу luego cуmo cerraban las puertas.
Se mantuvo inmуvil, con un codo apoyado en la pared y la frente en una
mano. Lloraba con una angustia infantil.
--ЎEsperar hasta maсana!--murmurу--. ЎNo ver б mi pequeсo en tantas
horas!...
II
A la noche siguiente la vieja se presentу en el cinema con un aire de
humildad. Se encorvaba para pasar inadvertida. Se aproximу al despacho
de billetes, volviendo el rostro para que no la reconociese la empleada.
Pero el hombre encargado de guardar la puerta corriу hacia ella:
--ЎAh, no! їViene usted б mover escбndalo otra vez?... Para usted no hay
entrada.
--Dйjeme pasar, buen seсor. Le juro que serй muy juiciosa.
Hablaba con una dulzura infantil, y el empleado acabу por reir, lo mismo
que la mujer de la taquilla.
La vieja los saludу б los dos con agradecimiento al ver que la dejaban
pasar. Luego saludу tambiйn б un policнa inmуvil en el pasillo de
entrada, como si fuese un antiguo amigo. No le parecнa el mismo de la
noche anterior...pero Ўpor si acaso era!...
Dentro de la sala procediу con modestia y afabilidad. Saludу б todos los
espectadores que encontraba al paso con una cortesнa extremada, sin
obtener contestaciуn. Algunos se limitaron б mirarla extraсados.
«Es una loca», parecнan decir con sus ojos.
Se encogiу en su asiento y procurу ocupar el menor espacio, por miedo б
molestar б sus vecinos. Al principio volviу repetidas veces la cabeza
para ver si la observaban los empleados del cinema y recibir su
aprobaciуn. Pero el espectбculo la hizo olvidarse pronto de la realidad.
El alemбn perseguнa ya б la alsaciana, desarrollбndose sobre el lienzo
blanco las complicadas aventuras de la novela cinematogrбfica. Luego
aparecнan las trincheras y el soldado que escribнa la carta puesto de
espaldas, y al volver la cabeza hacia el pъblico, mostraba su rostro.
--ЎAlberto!... ЎAlberto!...
La vieja tuvo que hacer un esfuerzo enorme para contenerse. Le subнa
este grito б la garganta con estertores dolorosos. Pero temblу ante la
idea de escandalizar б los espectadores, como en la noche anterior. Le
arrojarнan del local para siempre; no podrнa ver mбs б su soldado.
El miedo la hizo contenerse, y su emociуn ruidosa se deshizo en
lбgrimas. Para desahogar su pecho, hablaba en voz muy queda, una voz
que sonaba hacia dentro del cuerpo, mientras sus ojos lacrimosos seguнan
contemplando con devociуn todo lo que pasaba por el lienzo.
--ЎAlberto!... ЎPequeсo mнo!... Soy yo, tu abuela; їno me conoces?...
Vendrй б verte todas las noches.... Ўtodas las noches!
En la representaciуn siguiente llorу menos. A la salida, hablу con el
hombre de la puerta con cierta familiaridad, como si ella tambiйn fuese
de la casa.
--їHa visto usted quй bien «trabaja» mi nieto?...
Y el empleado, que habнa oнdo ya varias veces su historia sin prestarle
mucha atenciуn, se llevу un dedo б la frente mirando б la mujer de la
taquilla.
Los dos se entendieron con una sonrisa que decнa lo mismo: «Estб loca,
verdaderamente loca.»
La vieja apenas pudo dormir aquella noche. Sentнa intranquila su
conciencia. Era una egoнsta que guardaba para ella toda la felicidad de
su descubrimiento. Alberto tenнa en el mundo de los vivos alguien mбs
que su abuela.
A la maсana siguiente vendiу apresuradamente las verduras, sin cuidarse
de la ganancia, y guardу su carretoncillo mucho antes que los
compaсeros. El Metro la puso en las afueras de Parнs. Se viу en un
paisaje grisбceo, yermo, con fбbricas humeantes y casas de ladrillo,
tristes como prisiones, en las que vivнan los obreros.
Hablу con la portera de una de estas viviendas. Su biznieto estaba en la
escuela y la mujer de Alberto trabajaba en la fбbrica.
Fuй luego б la tal fбbrica, y el conserje, un invбlido, le cerrу el
paso. Prohibida la entrada; ningъn curioso podнa introducirse en los
talleres, porque en ellos se torneaban obuses.
Pero la vieja, pegada tenazmente al arco de la puerta, pudo ver de lejos
б varias mujeres que pasaban y repasaban por los patios, en las
evoluciones de su trabajo, todas ellas con pantalones anchos, lo mismo
que si fuesen ciclistas. Casi riу de sorpresa al darse cuenta de que una
especie de muchacho pequeсo y delgado, con amplios calzones azules,
abandonaba la carretilla que iba empujando, llena de virutas de acero,
para saludarla desde lejos. Era la mujer de Alberto.
Cuando sonу la campana de mediodнa y las trabajadoras salieron para
almorzar, la vieja pudo verla de cerca. Tenнa una palidez cenicienta y
sus ojos eran mбs grandes que nunca, rodeados de aureolas azuladas y
dolorosas.
Rompiу б llorar al enterarse de que su marido aparecнa todas las noches
en un cinema, despuйs de haber muerto hacнa un aсo.
--їCуmo puede ser eso?...
Su asombro era tan grande, que cortaba su llanto. Hacнa esfuerzos
inъtiles para entender б la vieja, la cual iba repitiendo las
explicaciones que habнa escuchado, aunque sin comprenderlas mejor que la
otra.
--Lo cierto es que Alberto trabaja en el cinema. Ven con el niсo; os
espero esta noche.
Hizo su invitaciуn con aire de mando. A las ocho la encontrarнan en la
puerta del cinematуgrafo, situado casi en el extremo opuesto de la gran
ciudad. Despuйs se separaron, pues los pobres no tienen tiempo que
perder.
La vieja los viу llegar puntualmente. Llevaba la viuda un vestidito
negro adquirido en un bazar; el niсo iba con su mejor ropa y peinado
como un paje.
Al ver que la obrera intentaba ir hacia la taquilla, la vieja se opuso.
--їQuй es eso?... Aquн pago yo. Me aprecian mucho; soy como de la casa.
Y para demostrar su confianza bromeу con la vendedora de billetes. Luego
estrechу una mano del hombre que guardaba la puerta--su antiguo
enemigo--, dбndole un cigarro barato que habнa comprado momentos antes.
--Los pequeсos regalos mantienen las amistades. Tome usted, seсor.
Dentro de la sala saludу б la acomodadora como si fuese una antigua
conocida.
--Son la mujer y el hijo de mi nieto, el que trabaja en la obra--dijo,
dбndola al mismo tiempo unas cuantas piezas de cobre.
Y se sentу con orgullo en las sillas designadas por la empleada,
juzgбndolas mejores que las otras.
Pero la satisfacciуn de mostrar б sus acompaсantes la inmensa influencia
de que gozaba en este lugar pъblico durу muy poco. Al aparecer Alberto,
temiу que gritase tambiйn aquella mujercita vestida de luto que tenнa б
su lado. Pero era silenciosa en su dolor. Contemplу la visiуn con unas
pupilas agrandadas й inquietantes, que hacнan recordar los ojos de los
aficionados б la morfina. Cerraba los labios con fuerza, y por ambos
lados de su boca corrнan dos hilos de lбgrimas.
El enlutado pajecillo miraba con la inconsciencia de una edad en que se
oye hablar de la muerte sin saber lo que es. Aquel soldado lo conocнa
йl: era su padre; lo habнa visto llegar б su casa vestido asн. їPor quй
no volvнa?...
--ЎPapб...papб!...--murmurу, tendiendo sus manecitas hacia la visiуn.
Y la madre y la bisabuela, sin dejar de llorar, le empujaron dulcemente
en la obscuridad para que permaneciese quieto.
A la salida, antes de despedirse junto б la puerta del cinema, la vieja
tomу su aire imperativo:
--Maсana aquн, б la misma hora. Yo pago.
La viuda pareciу extraсarse de tal invitaciуn.
--Vivo al otro lado de Parнs; un verdadero viaje. Me he de levantar
temprano para el trabajo; debo ocuparme del niсo antes de enviarlo б la
escuela. ЎImposible!... Ademбs, їpara quй volver? Alberto no resucitarб,
y este espectбculo me mata.
La vieja la siguiу con los ojos mientras se alejaba con su niсo
titubeante de sueсo. Siempre habнa creнdo б esta mujercita de poco
corazуn.
--ЎAy! La ъnica que se acuerda verdaderamente de Alberto soy yo.
Anduvo triste y malhumorada todo el dнa siguiente. Al anochecer se
encontrу en la taberna con el tнo Crainqueville. Aunque el verdulero
filуsofo hablaba poco y pasaba entre las personas y las cosas sin
preocuparse de ellas, pareciу interesarse por los actos de su vieja
camarada. La habнa observado silenciosamente. Desde hacнa unos dнas era
otra mujer. Gastaba mucho dinero; convidaba б todo el mundo; llegaba
tarde б los Mercados, comprando lo mбs caro y lo peor, para vender luego
al pъblico con mayor baratura que los demбs.
--Te vas б arruinar, estбs gastando tu capital.
Pero no obstante sus consejos, siguiу bebiendo todos los vasos que quiso
ofrecerle la vieja.
A las ocho, йsta se mostrу impaciente.
--Adiуs, Crainqueville. Te dejo, si no quieres acompaсarme. Me espera mi
nieto; ya sabes que trabaja en el cinema.
--ЎPero si б tu nieto lo mataron!...
--Es verdad que lo mataron; pero trabaja en el cinema.
El filуsofo se limitу б encogerse de hombros. Sabнa por su maestro y
protector que no hay que asombrarse de nada en este mundo.
Hasta los actos mбs ordinarios y comunes resultan incoherentes cuando se
les estudia de cerca. Era inъtil, pues, exigir lуgica en los sucesos
extraordinarios de nuestra vida.
III
La vieja, despuйs de apoyar un dedo en el timbre de la verja, examinу su
vestido de seda negra. Databa de los tiempos de su pobre hija. Ella
misma lo habнa cortado й hilvanado; pero de la primera hechura quedaba
muy poco, despuйs de los retoques que se habнan sucedido durante su
larga existencia.
Reconociу que no estaba del todo mal. Algo pasado de moda; pero el
gйnero bueno siempre es apreciado por las personas inteligentes, y ahora
ya no se fabrican sedas como las de antes. La cabeza la llevaba desnuda.
Sentнase orgullosa de su pelo blanco, duro y abundante.
Admirу al otro lado de la verja el pequeсo hotel rodeado de бrboles. ЎLo
que una mujer puede ganar con sus pies!... Pero la proximidad de una
jovenzuela con delantal y gorro blancos no le permitiу continuar su
examen. Esta domйstica elegante avanzaba atraнda por el llamamiento del
timbre. A la vieja le fuй antipбtica por sus ademanes varoniles, por la
mirada altiva con que la midiу de pies б cabeza y por su voz бspera.
--Buena mujer, si es para pedir un socorro б la seсora, venga otro dнa.
La seсora no estб.
Balbuceу la vieja de indignaciуn.
ЎEl puсetazo que se llevarнa la tal, de no existir la verja entre las
dos!... Empezaba б dirigir terribles alusiones al pecho plano de la
doncella, б sus angulosidades de muchacho, subiendo rбpidamente el
diapasуn de sus ofensas, cuando sintiу que la cogнan de los hombros.
Al volver la cabeza, viу junto б la acera un automуvil que acababa de
detenerse. Una seсora elegante salida de йl la sonreнa, intentando
abrazarla.
--ЎAbuelita!... Ўabuelita!
Lo primero en que se fijу la vieja fuй que la bailarina cйlebre iba
vestida de luto: un luto vistoso y sobradamente llamativo, pero luto al
fin, que sуlo podнa ser por su hermano Alberto.
Se sintiу empujada cariсosamente al otro lado de la verja que acababa de
abrir la doncella. Quiso anonadar con una mirada y un bufido б la
insolente; pero йsta habнa bajado los ojos, no pudiendo resistirse б su
confusiуn.
ЎLa que habнa tomado por una mendiga era la abuela de la seсorita!...
Al mismo tiempo lamentaba en su interior las injusticias de la suerte.
Ella habнa hecho estudios de bachillerato; tenнa arriba en su habitaciуn
un cuaderno lleno de versos, y sin embargo, no venнa ningъn prнncipe de
leyenda б llevбrsela, regalбndole un hotel igual al de la otra.
La vieja marchу de asombro en asombro al recorrer los salones de la
bailarina. Ella se habнa imaginado el lujo de otra manera: grandes y
ostentosas sillerнas, muebles monumentales, y aquн apenas encontraba
donde sentarse. Sуlo veнa divanes bajos y cojines en el suelo. Los
muebles eran de aspecto tan frбgil, que no osaba tocarlos; los colores
de paredes y cortinas, tan raros y complicados, que daban el vйrtigo б
sus ojos.
Apenas hubo nombrado б Alberto, la nieta se conmoviу, perdiendo su
alegrнa de pбjaro.
--ЎCуmo he sentido su muerte!--dijo con los ojos hъmedos--. Nos
llevбbamos mal; apenas nos veнamos. Йl no podнa comprender mi modo de
vivir. Pero lo amaba de veras.
Tomу un retrato que estaba sobre una mesilla, en lugar preferente, y lo
besу. Era el retrato de Alberto. Esta fidelidad en el recuerdo conmoviу
profundamente б la abuela. їY aъn decнan que si Julieta era esto у
aquello, por su profesiуn y su manera de vivir?... ЎUn alma de oro!
Su entusiasmo fuй enfriбndose un poco al notar la serenidad con que
escuchaba la bailarina el relato de su descubrimiento en el cinema.
--Es curioso--se limitу б decir--, verdaderamente curioso.
Y adivinу cuбl era el deseo de su abuela.
--їQuieres llevarme б verlo? Bueno; te acompaсarй esta noche, pero con
una condiciуn: la de que te quedarбs б comer conmigo.
El recuerdo de su hermano habнa hecho surgir en ella otros recuerdos.
--ЎAy, abuelita! No es el pobre Alberto el ъnico que fuй б la guerra.
Otros hay que viven aъn; y los que viven inspiran mayores preocupaciones
que los muertos.
Pensaba en su amigo, un joven rico que la verdulera no habнa visto
nunca, pero, segъn murmuraba la gente, acabarнa casбndose con Julieta.
No pudieron hablar mбs. Era la hora del tй, y empezaron б llegar las
amigas de la seсora, todas vestidas con unos trajes elegantes, raros y
vistosos, que hacнan parpadear б la vieja, desorientбndola en sus
opiniones. Algunas, б pesar de sus extraordinarias vestimentas,
envidiaban el luto de Julieta. Una de ellas fuй mбs lejos en la
manifestaciуn de sus deseos:
--ЎQuй suerte tener un muerto en la familia! ЎEl negro sienta tan
bien!...
Todas fumaban. Se habнan tendido en el suelo, sobre pieles de oso blanco
у redondos almohadones de seda, abullonados y con un botуn hondo en el
centro, semejantes б calabazas. Unas se estiraban lo mismo que fieras
perezosas, sin reparar en lo que dejaban al descubierto; otras apoyaban
la mandнbula en las rodillas, mientras mantenнan йstas entre sus brazos
cruzados.
El tй estaba en el suelo, sobre una gran bandeja de plata, en la que
movнa la lбmpara de alcohol su penacho azul casi invisible.
Julieta habнa hecho valientemente la presentaciуn de la vieja б sus
amigas.
--Mi abuelita, que vende hortalizas todas las maсanas en la _rue Lepic_.
Yo estoy orgullosa de mis ascendientes, lo mismo que un nieto de los
Cruzados.
Risa general de las seсoras, que poco б poco olvidaron б la vieja. Йsta
quiso irse. No gustaba de tales costumbres, pero al mismo tiempo temнa
ofender б su nieta.
Pasу cautelosamente de silla en silla, como una chicuela que desea
escaparse, llegando de este modo hasta el comedor. Allн cobrу бnimo, y
poniйndose de pie, se aventurу francamente en un pasadizo inmediato.
Casi tropezу con la doncella, que volvнa al salуn llevando mбs agua
caliente para el tй. La vieja la saludу con un bufido implacable.
--ЎPresumida!... ЎFea!
Despuйs de este insulto supremo se sintiу mбs бgil, y empezу б bajar
unos peldaсos, hasta dar con la cocina.
Aquн admirу mбs que en los salones el bienestar de su nieta. ЎQuй
abundancia! ЎQuй de cacerolas brillantes como astros!...
La cocinera le hizo los honores de sus dominios, colocando sobre la mesa
una botella y dos vasos. La bebieron entera, hablando de sus penas.
Luego sacу un retrato y le diу un beso, mostrбndolo б su visitante.
--Mi hijo es cazador alpino, lo que llaman «diablo azul», y estб en los
Vosgos.
La vieja, por no ser menos, sacу tambiйn del pecho un retrato de
soldado.
--A mi nieto lo mataron; pero ahora trabaja en un cinema todas las
noches.
La cocinera se moviу nerviosamente en su asiento, abriendo mucho los
ojos. Decididamente aquella vieja estaba loca, como le habнa dicho la
doncella. Pero callу, por ser la abuela de la seсora.
Hasta la hora de la comida se mantuvo la verdulera en este paraнso,
admirando sus magnificencias. Luego sintiу nostalgia y cierta cortedad
al verse arriba, en el comedor, sentada б una mesa enorme, teniendo
enfrente б su nieta, y mбs allб б un criado ceremonioso que tampoco le
era simpбtico.
Admiraba los manjares, reconociendo que nunca habнa comido tan bien,
pero sentнa un vivo deseo de terminar cuanto antes.
Mirу el reloj de la chimenea. Eran cerca de las ocho.
--No tengas prisa, abuelita. Hay tiempo. Mi automуvil nos llevarб en un
instante.
De pronto, una conmociуn en todo el hotel: repiqueteo de timbres,
alaridos de sorpresa de la doncella antipбtica, choque de puertas, voces
de hombres.
La doncella entrу corriendo:
--Seсora.... ЎEs el seсor!
No dijo mбs, pero la vieja lo adivinу todo. «El seсor» sуlo podнa ser
uno. Y viу б un buen mozo con uniforme de aviador, que entraba
violentamente, como una tromba. No tuvo que avanzar mucho, pues la
bailarina corriу б refugiarse en sus brazos.
Julieta hablaba de йl, momentos antes, con tristeza. Hacнa seis meses
que no le veнa. Era imposible obtener una licencia en estos momentos.
El aviador diу explicaciones, con voz entrecortada.
--Un permiso inesperado.... Una breve comisiуn en Parнs.... Veinticuatro
horas nada mбs....
No pudo seguir hablando. Los dos se habнan abrazado, balanceбndose con
las explosiones de su alegrнa. Empezу б rasgarse el silencio con unos
besos sonoros y escandalosos como los taponazos del champaсa.
La vieja se levantу, ceсuda y grave. Allн estaba de sobra una persona;
no necesitaba que se lo dijesen.
Al verla salir, Julieta se desasiу de los brazos amorosos, corriendo
hacia ella para dar explicaciones.
--Ya ves.... Sуlo viene por veinticuatro horas.... Imposible hoy....
Otro dнa. Es preciso atender б los vivos.
Se viу la vieja en la soledad de la calle helada y negra. Los
reverberos, encapuchonados б causa de los ataques aйreos, sуlo servнan,
con su breve radio de luz, para dar mayor intensidad б la lobreguez
general.
Mientras marchaba, acompaсу su paso repitiendo las mismas palabras, como
si fuesen una letanнa:
--La vida quiere vivir. Los vivos necesitan vivir.... ЎAy del que muere!
Los muertos huyen mбs aprisa que los vivos....
Todos abandonaban б los muertos. Hasta en la sala del cinema notу la
misma ingratitud. Aquella noche sуlo habнa una veintena de personas. El
pъblico de este cinematуgrafo de barrio estaba ya cansado de las
aventuras de la perseguida alsaciana. Todos conocнan su historia.
La vieja ocupу su asiento con la majestad de un monarca que se hace dar
una representaciуn para йl solo. Al aparecer su nieto, le hablу en voz
baja, con dulzura.
--Buenas noches, pequeсo mнo. Todos te abandonan, todos te olvidan. La
vida es asн.... Pero no temas; tu abuela no te dejarб nunca. Aquн me
tendrбs todas las noches.... Ўtodas las noches!
IV
La noticia empezу б circular despuйs de mediodнa, vaga й indecisa.
«ЎLa paz! ЎAcaba de ajustarse la paz!»
Pero tantas veces se habнa dicho esto mismo, sin verlo realizado luego,
que la vieja no creyу la noticia.
A media tarde todos se convencieron de que era verdad. El gobierno
anunciaba un armisticio, solicitado por los enemigos.
La verdulera se encontrу de pronto envuelta y arrastrada por una
avalancha de gente que parecнa rodar hacia el centro de Parнs. Se
mostraba frenйtica de alegrнa como todos; gritaba como todos.
Hasta la llegada de la noche viviу una existencia de ensueсo; creyу
seguir las inverosнmiles aventuras de una pesadilla. Pero esta pesadilla
era agradable y sus delirios no los inspiraba el terror, sino el
entusiasmo.
Se viу en la plaza de la Concordia. La muchedumbre, rugiendo cantos
patriуticos, hacнa rodar los caсones cogidos б los alemanes que estaban
expuestos en la gran plaza.
Un grupo de mozalbetes hizo montar б la vieja sobre uno de estos
caсones, como si fuese un carro triunfal, arrastrando la pieza de
artillerнa por las calles inmediatas.
Ella, con los blancos cabellos en desorden, elevaba los brazos cantando
la _Marsellesa_. La muchedumbre la saludaba con aplausos. Nadie sabнa
quiйn era, pero su paso iba despertando la veneraciуn instintiva que
infunde la ancianidad. Algunos creнan contemplar la vieja gloria de la
Revoluciуn, que despertaba triunfante despuйs de un siglo de letargo.
De pronto se viу б pie y sola. Habнa desaparecido el caсуn y los jуvenes
que tiraban de йl. Ahora estaban en la _rue Royale_, frente б los
restoranes mбs elegantes. Los parroquianos de Maxim--gentes ricas que
podнan permitirse este lujo--regalaban botellas de champaсa б la
muchedumbre para solemnizar el suceso.
Sin saber cуmo, se encontrу hablando con un grupo de soldados
americanos. Ella adoraba б los americanos. Los reconocнa ъnicamente por
su sombrero de fieltro con cuatro hoyos simйtricos y terminado en punta.
ЎHermosos muchachos, sanos, fuertes y con aire de buenos! A algunos les
encontraba cierto parecido con Alberto.
--ЎVivan los Estados Unidos!
Se entendнa con estos soldados por medio de gestos y de guiсos, mбs que
por palabras. Pero esto importaba poco.... ЎCuando hay simpatнa y buena
voluntad!...
Y ellos, regocijados por la alegrнa de la vieja, reнan como niсos
grandes, con una carcajada sonora que marcaba bajo la piel la fuerte
osamenta de las mandнbulas y dejaba al descubierto el luminoso marfil
de unas dentaduras envidiables.
La vieja se levantу la falda para rebuscar en una bolsa de lienzo
pendiente sobre las enaguas, donde guardaba el capital de su comercio.
Estaba en fondos y podнa convidar б sus nuevos amigos.
Los soldados protestaron, riendo. «їAdmitir convites de una mujer?»
El ъnico que hablaba bien el francйs de todos ellos replicу con alegre
protesta:
--Nosotros somos mбs ricos que usted. Nosotros cobramos en dуlares.
Ella mirу el puсado de monedas de cobre que tenнa en una mano. Cйntimos,
nada mбs; pero їquй importaba?...
--Estбis en mi casa, y os invito. Si me decнs que no, soy capaz de
llorar.
Entraron en un cafй, y durante media hora los robustos soldados del
sombrero puntiagudo bebieron, riendo б carcajadas de las palabras y los
gestos de la alegre vieja.
Luego se viу bebiendo con hombres de otros paнses que vestнan distintos
uniformes, y hasta con soldados franceses, que, б pesar de la locura
general, conservaban un gesto sombrнo, como hombres que aъn no hubiesen
acabado de despertar de una pesadilla horrorosa prolongada durante aсos
y aсos.
Al anochecer, la vieja se sintiу fatigada. Parecнa que toda aquella
muchedumbre hubiese marchado sobre ella; creнa haber recibido millones
de golpes.
El instinto la llevу hacia su barrio, caminando con lentitud,
arrastrando casi los pies. Pero б pesar de esta fatiga, juntу su voz б
las aclamaciones de todos los grupos que encontraba al paso.
La necesidad de descansar y la costumbre la hicieron meterse en la
taberna.
Allн estaba Crainqueville, solitario y silencioso, sentado ante un vaso
vacнo, cuyo fondo contemplaba tristemente.
--Tambiйn te convido б ti--dijo la vieja--. Hoy es un gran dнa. ЎLa paz!
їQuй dices tъ de la paz?
Crainqueville levantу los hombros. Luego, animado por la vista del nuevo
vaso que le ofrecнa su amiga, se dignу hablar.
--Tal vez la humanidad procure ser mejor despuйs de esta prueba
terrible; tal vez se regenere y aprenda б vivir por primera vez con un
poco de lуgica.
Luego sonriу irуnicamente, como su maestro. Se sentнa invadido por la
eterna duda, y continuу:
--Aunque nadie puede afirmar si esta pobre humanidad merece la pena de
ser regenerada y que alguien se ocupe de su porvenir....
Mucho mбs tarde, la vieja sintiу la atracciуn de un nuevo deseo. Se
acordу con delicia de la obscura sala del cinema y de sus vistas, que
ella consideraba como algo celestial. ЎQuй felicidad estar allб dos
horas, en un asiento cуmodo, conversando mentalmente con su nieto! El
pobre Alberto no debнa conocer aъn la gran noticia que conmovнa б Parнs
y al mundo entero. Ella iba б comunicбrsela.
--Adiуs, Crainqueville; mi nieto me espera. Para el pobre no hay
fiestas. Esta noche trabajarб como todas.
El filуsofo ambulante, que habнa terminado por aceptar la vida ilusoria
de su compaсera, creyу del caso darle algunos consejos.
--Te estбs matando. Apenas comes; bebes demasiado. Gastas tu dinero
exageradamente; vas б perder tu capital. Ayer tuviste que tomar la mitad
de tu gйnero al fiado.... Ademбs, en una semana parece que hayas vivido
varios aсos.
Pero despuйs de la cuerda reprimenda, volviу б sonreir con su eterna
sonrisa de duda.
--En fin, Ўsi eso te divierte!... ЎSi encuentras en ello tu
felicidad!...
La vieja marchу apresuradamente hacia el cinema, б pesar de sus piernas
entumecidas que casi se negaban б sostenerla. Allб, en la sala
agradable, descansarнa cуmodamente.
Las calles estaban obscuras aъn, como en las noches de la guerra
preсadas de amenazas aйreas. Pero la muchedumbre formaba grupos. Sonaban
instrumentos de mъsica y se improvisaban bailes en las encrucijadas.
Al penetrar en el atrio del cinema, el empleado que guardaba la puerta
saliу б su encuentro alegremente.
--ЎViva la paz, abuela!
Luego aсadiу, como si recordase algo de escasa importancia:
--Esta noche ya no «trabaja» su nieto.... ЎSe acabу! Todo es nuevo. Pero
la representaciуn vale la pena.
-їQuй?...
La vieja habнa apoyado la espalda en el muro, intensamente pбlida, con
los ojos desmesuradamente abiertos. El empleado fuй dando explicaciones
para contestar б su exclamaciуn angustiosa.
--Han transcurrido siete dнas. ЎCambio completo de programa! El pъblico
estaba fatigado ya de la historia de la muchacha de Alsacia y del
alemбn. Ahora, con la paz, habrб que dar otras cosas. ЎNada de
guerra!... Hay que olvidar, hay que alegrarse.... Entre.... Tenemos esta
noche una pelнcula americana que hace rugir de risa.
La vieja vacilу sobre las piernas, б pesar de que se habнa desvanecido
instantбneamente la dulce turbaciуn de su mansa embriaguez.
--ЎNo verle mбs!... Ўno verle mбs!--gemнa.
Luego resumiу su desesperaciуn en una frase:
--Me lo han matado por segunda vez.
El pъblico que iba б entrar en el cinema se agolpу en torno de esta
mujer desfalleciente, prуxima б caer al suelo. El empleado, por
conmiseraciуn y por evitar aglomeraciones en la puerta, intentу alegrar
б la vieja.
--ЎБnimo, abuela!... No va usted б morirse hoy, un dнa de tanta
felicidad, porque hemos cambiado el programa.... Ademбs...ademбs....
Habнa pedido б la mujer de la taquilla un periуdico, y empezу б
examinarlo con precipitaciуn, empinбndose sobre la punta de los pies
para recibir mejor la luz de una lбmpara pendiente del techo. Al mismo
tiempo hablaba entre dientes.
--Veamos.... Esta estъpida historia de la alsaciana deben darla en
alguna parte. Un mal _film_ de ocasiуn, hecho de recortes. Estarб,
seguramente, en los cinemas de quinta clase.... Eso es; helo aquн.
Y dirigiйndose б la vieja, le diу el nombre de una calle y el tнtulo de
un cinematуgrafo.
--Un poco lejos, abuela; en Grenelle, al otro lado de Parнs; Ўpero
tomando el Metro!... Allн encontrarб б su nieto durante una semana.
No se acordу mбs de ella, para seguir ocupбndose del pъblico que entraba
y entraba, atraнdo por el programa nuevo.
La vieja se viу otra vez en la calle. No tenнa mas que una idea.
«ЎMe lo han matado!--pensaba--. En este dнa en que todos rнen, me lo han
matado por segunda vez.»
Reapareciу su enйrgica voluntad de luchadora obscura y humilde. Se lo
habнan matado allн; pero iba б resucitar en otra parte. Debнa ir б su
encuentro.
Buscу bajo su falda aquella bolsa de tela que contenнa sus capitales. Su
diestra sуlo encontrу el vacнo. Despuйs de tenaces exploraciones,
salieron б luz unas cuantas monedas de cobre sosteniйndose entre sus
dedos. Cincuenta cйntimos en total.
Sуlo disponнa de lo preciso para comprar una entrada en aquel cinema
desconocido de Grenelle.
No le quedaba dinero para tomar un billete del Metro. Todo lo habнa
gastado en sus ruidosas aventuras de la tarde. Tendrнa que ir б pie; y
era tan lejos.... Ўtan lejos!
Un mal pensamiento contrajo su frente.
--ЎSi pidiese limosna!... Hoy es un dнa de regocijo general. Se
apiadarбn de mн al verme tan vieja, tan cansada....
Pero б pesar de su cansancio se irguiу, con un gesto de altivez
ofendida. No habнa mendigado nunca, y б los setenta aсos era tarde para
empezar.
--Debo verle...necesito verle.
La fatiga le hizo caer en un banco entre dos бrboles del bulevar.
Brillaban en la penumbra las puertas de cafйs y tabernas como bocas de
horno. Se confundнan en alegre discordancia las diversas mъsicas.
Pasaban parejas amorosas, perdiйndose en la obscuridad; guerreros de
remotos paнses que abarcaban con un brazo el talle de una mujer.
--ЎTan lejos!... Ўtan lejos!--seguнa suspirando la vieja.
Viу de pronto un soldado que le sonreнa, un soldado todo blanco desde el
casco de trinchera hasta los gruesos zapatos. A travйs de su cuerpo se
veнan los бrboles, el banco cercano, las gentes que pasaban. Parecнa de
cristal, de humo sutil, de espuma impalpable.
La hizo seсas para que la siguiese, y echу б andar al ver que la vieja
le obedecнa.
--ЎAy, mis piernas!... No podrй seguir. Son varios kilуmetros. ЎNo
llegarй nunca!...
Se dejу caer en otro banco y el soldado transparente se detuvo,
volviendo hacia ella un rostro sombrнo, desesperadamente sombrнo.
--No te pongas triste. ЎSi supieras cuбn cansada estoy! Pero tu abuela
no te abandonarб nunca.... Alberto, espйrame. ЎAllб voy, pequeсo mнo!
Y haciendo un esfuerzo supremo, se levantу y siguiу marchando en pos del
fantasma por las calles interminables, negras, heladas....
Como marchamos todos б travйs de las asperezas de la vida, guiados por
nuestros recuerdos, al encuentro de la Ilusiуn.
EL AUTOMУVIL DEL GENERAL
I
El periodista Isidro Maltrana hablу asн б sus amigos en un pequeсo
restorбn de Broadway:
--Me veo obligado б buscarme la vida en Nueva York. Ya no puedo volver б
Mйjico. ЎQuй desgracia! ЎTan bien que me ha ido allб durante once
aсos!...
Ustedes saben que soy espaсol, y no tengo otra herramienta para ganarme
el pan que una pluma fбcil y sin escrъpulos. No recordemos las aventuras
de mi primera juventud. Deben conocerlas ustedes, pues con ellas se han
escrito libros. Son, en realidad, sucesos vulgares, que sуlo merecen
atenciуn por el ambiente de tristeza desgarradora en que se
desarrollaron.
Hace aсos me lancй б recorrer la Amйrica de habla espaсola. Entrй por
Buenos Aires y he salido por la frontera de Texas. Una hazaсa de
conquistador de otros siglos; algo como el paseo del capitбn Orellana,
que partiу del Perъ y, navegando de un rнo grande б otro mayor, se viу
de pronto en el Atlбntico, despuйs de haber bajado todo el curso del
Amazonas.
No sonrнan ustedes; ya sй que mis viajes en buque de vapor, en
ferrocarril у en mula, no pueden compararse con los penosos avances de
aquellos exploradores de piernas de acero y pechos de bronce. Pero no
crean tampoco que mis andanzas б travйs de la tierra americana han sido
envidiables por su comodidad. Tambiйn yo he sufrido grandes privaciones.
Los conquistadores, que tuvieron que luchar con el hambre de las
interminables soledades, acallaban su estуmago apretбndose un punto mбs
el cinturуn, y seguнan adelante, con el arcabuz al hombro. Yo he tenido
que apretarme igualmente el cinturуn muchas veces; pero siempre
encontraba, al fin, en las Repъblicas pequeсas, algъn tirano, у
aspirante б tirano, que se encargaba de mantenerme б cambio de insultos
б sus adversarios y de elogios disparatados б su persona.
Al pasar de Espaсa б Amйrica, deseй cambiar de profesiуn. Me habнan
dicho que en esta parte del mundo todos los emigrantes cambian de
oficio, como las culebras cambian de piel al modificarse el ambiente con
el curso de las estaciones.
Eso serб verdad tratбndose de los demбs; Ўpero los que nacimos siervos
de la pluma!...
Quise en Argentina cultivar la tierra, pero fracasй completamente, y
volvн al periodismo vagabundo, lo que me hizo marchar de Repъblica en
Repъblica, siempre hacia el Norte.
No recordemos esta йpoca de literatura ambulante y servil. Otro, tal vez
estarнa orgulloso de ella, y hasta escribirнa sus Memorias. Fuн amigo de
varios presidentes; б unos les he servido de bufуn, б otros de consejero
secreto. He redactado, б la vez, crуnicas de vida elegante para las
presidentas y proyectos de Constituciуn que sus graves maridos
presentaban al pueblo como producto de nocturnas meditaciones. He huнdo
de algunos de estos protectores, por miedo б que me fusilasen; sabнa
demasiados secretos. A otros los he visto caer asesinados cuando
mostraban una confianza majestuosa igual б la de los dioses inmortales.
He insultado б hombres que no conocнa, para servir con ello б hombres
que despreciaba por conocerlos demasiado.
їQue mi oficio es vergonzoso?... Soy el primero en confesarlo. Y lo peor
es que no me ha enriquecido; sуlo me diу para vivir con intermitencias
de locos derroches y largas penurias. Cuando triunfaban mis protectores,
nunca tenнan tiempo para regalar algo duradero al que les habнa ayudado
con su pluma venenosa.
Ademбs, reconozco mi defecto; soy un bohemio, un vagabundo que nunca se
siente bien allн donde estб, y espera encontrar algo mejor yendo mбs
lejos.
No me creo el ъnico. Los periodistas errantes y los cуmicos somos la
ъltima y miserable prolongaciуn de la Espaсa conquistadora. Vamos y
venimos desde el estrecho de Magallanes б la frontera de California,
pasando б travйs de diez y ocho naciones que hablan nuestra lengua,
conociendo en unas partes la riqueza y en otras el hambre; aquн, el
aplauso y la admiraciуn; mбs allб, el insulto y la fuga. Algunos, en sus
correrнas, hasta tropiezan con la Fortuna, y son sus amigos por corto
tiempo. Todos, finalmente, terminan sus dнas en la miseria.
Pero no divaguemos. Quiero decir que, despuйs de mis andanzas por la
Amйrica del Sur y la Amйrica del Centro, di fondo en Mйjico, hace poco
mбs de diez aсos. ЎHermoso y simpбtico paнs! En ninguna parte he vivido
mejor.
Ya estarнa de vuelta allб, б pesar de la ъltima revoluciуn, que me hizo
huir; pero no me atrevo.
Existe de por medio el maldito asunto del automуvil del general.
II
Parecнa que Mйjico me estuviese esperando, como uno de esos volcanes
bondadosos y bien educados que permanecen tranquilos durante siglos y,
apenas un explorador huella su cumbre por primera vez, empiezan б rugir
y б soltar humaredas б guisa de saludo.
Treinta aсos llevaba el paнs de dormitar en paz; pero al llegar yo
despertу, amenizando mi existencia con una serie de revoluciones que
todavнa no han terminado.
ЎLo que he visto en diez aсos!... Porfirio Dнaz, que parecнa eterno,
escapando para morir en un hotel del viejo mundo. Madero, un hombre
bueno, que gobernaba moviendo veladores y conversando con los espнritus,
fuй cazado б balazos, lo mismo que un corderillo dulce, en las cuevas
del palacio presidencial. El alcohуlico Huerta acabу sus dнas en una
cбrcel de los Estados Unidos, desesperado porque no le dejaban beber. Al
viejo Carranza, que parecнa construido para vivir un siglo, lo acaban de
asesinar.
En diez aсos, Ўcuatro presidentes que han terminado de mala manera у han
muerto en una cama que no era suya! Reconozcamos que es demasiada
tragedia para tan corto tiempo. Esta sucesiуn de presidentes mejicanos
recuerda б los reyes y hйroes griegos de la dinastнa de los Atreidas,
que terminaban siempre de un modo fatal.
Pero yo, que soy franco hasta el cinismo, confieso que no guardo un
triste recuerdo de los largos aсos de revoluciуn, ni he derramado una
lбgrima en memoria de estos seсores que conocieron los goces de una
autoridad sin lнmites y la desesperaciуn de un final trбgico.
Al principio fuн simplemente escritor de б caballo. No tenнa periуdicos
que hacer, y servнa de secretario б los generales que mandaban las
fuerzas revolucionarias. Redactй proclamas dirigidas б los pueblos,
alocuciones б las tropas, y describн en un estilo lнrico los grandes
triunfos de los insurrectos sobre los soldados del gobierno, llamados
«federales». Nunca, en mis escritos, dejй de establecer discretos
paralelos entre las campaсas napoleуnicas y las de los caudillos б cuyo
servicio me habнa entregado.
Conocнa bien б mi gente. Uno de los generales, que fuй mi amo durante
seis meses, al ver la polvareda levantada por unos cuantos centenares de
enemigos, se volvнa siempre hacia nosotros, los de su Estado Mayor, para
decirnos con aire inspirado:
--Napoleуn, en este caso, hubiera hecho seguramente lo que yo....
Y hacнa lo que hubiese hecho Napoleуn.
ЎAy, amigos mнos! Recuerdo bien nuestras famosas batallas, aunque
siempre las veнa de lejos. ЎLo que sentн muchas veces no haber aprendido
б montar б caballo desde mi niсez, no ser hombre de campo, para
improvisarme general lo mismo que los otros!... ЎQuiйn sabe si lo habrнa
hecho mejor!...
Las tales batallas podнan ser tituladas asн porque tomaban parte en
ellas veinte mil у treinta mil hombres. En Mйjico nunca faltan hombres
para pelear y morir. Hay siempre mбs que fusiles. Pero, en realidad,
eran simples riсas de grupo б grupo, dejando б la iniciativa de cada
pelotуn la marcha del combate. Tiraban y tiraban hasta agotar las
municiones, sin hacer uso jamбs del arma blanca. Ninguno tenнa bayoneta.
Se mataban durante horas y horas, y al final el bando que se veнa sin
cartuchos se retiraba, dejando el campo al otro.
Todos йramos de caballerнa, porque hacнamos las marchas б caballo; pero
en el momento del combate los jinetes se convertнan en infantes.
Tenнamos artillerнa. Cada bando procuraba poseer caсones mбs gruesos que
los del adversario, y estos caсones tiraban y tiraban, con un estruendo
ensordecedor.
Recuerdo el asombro y la indignaciуn de un oficial alemбn que venнa con
nosotros, al ver cуmo funcionaba la artillerнa.
(Advierto б ustedes que todos los revolucionarios йramos germanуfilos,
por odio б los Estados Unidos y б Inglaterra. Nos comparбbamos con los
bolcheviques rusos, deseбbamos la derrota de la Repъblica francesa y el
triunfo de Guillermo II. Los alemanes intervenнan con frecuencia en
nuestras campaсas.... Pero no desviemos el relato. ЎAdelante!)
--General--clamу el prusiano--, los artilleros no saben apuntar. Tiran
al aire. Sуlo desean hacer ruido.
Y el general, que se las echaba de ingenioso, contestу, levantando los
hombros:
--Dйjelos. No es necesario que hagan mбs. La artillerнa sуlo sirve para
asustar _pendejos_.
Despuйs de estas batallas, cuando quedбbamos vencedores por haber podido
hacer fuego media hora mбs que los otros, venнan los comentarios y las
explicaciones del triunfo. Aquн entraba yo como estratega. Describнa
moniobras que nadie habнa visto; suponнa en el general y sus
colaboradores уrdenes que nadie habнa dado; explicaba el presente con
arreglo б mis lecturas pasadas, y siempre encontraba el medio de
emparentar la batalla reciente con alguna de las de la juventud de
Bonaparte. No habнa miedo de que alguien protestase escandalizado.
--ЎEste Maltrana!--oнa decir б mis espaldas--. ЎLo que sabe!... ЎLo que
ha leнdo!...
Y, por el momento, no me daban cosas de mбs provecho que tales elogios y
un amplio permiso para apropiarme lo ajeno. Pero esto ъltimo no
representaba gran cosa, por ir yo acompaсado de gentes listas, que, al
ser del paнs, siempre llegaban antes allн donde habнa algo que coger.
Cuando triunfamos, y los jefes del ejйrcito revolucionario ocuparon la
presidencia de la Repъblica, los ministerios y demбs sitios pъblicos, mi
suerte empezу б afirmarse. Escribн en los diarios del nuevo gobierno
cuando habнa que insultar б los enemigos у hacer al paнs brillantes
promesas.
ЎEl dinero que ganй en aquellos tiempos, no muy lejanos, pero que me
parecen ya remotнsimos!...
Tenнa serios adversarios. La mayor parte de los generales eran hombres
que no vacilaban ante ningъn obstбculo. De «rancheros» у bohemios de la
ciudad, se habнan convertido en generales heroicos. їPor quй no podнan
ser igualmente escritores?...
Como Julio Cйsar despuйs de sus campaсas, cada uno de ellos quiso
escribir sus _Comentarios_. Pero Cйsar no escribнa, dictaba, y sin duda
por esto, los mбs de ellos me tomaron como secretario, confiбndome sus
hechos heroicos para que los realzase con la mъsica de mi estilo.
Ademбs, cobraba todos los meses una subvenciуn en cada uno de los
diversos ministerios, para tomar fuerzas y poder llevar adelante la
magna y voluminosa obra que estaba escribiendo sobre la revoluciуn
triunfante.
ЎLбstima que la ъltima revuelta militar haya matado este libro antes de
nacer! Ustedes saben que yo he cultivado la paradoja, como ъnico pan que
me nutre. Pues bien; esta obra iba б ser la mejor de todas las mнas.
Comparaba en ella б Wбshington con nuestro presidente, й inъtil es decir
quiйn de ellos quedaba sobre el otro. Luego establecнa un paralelo
crнtico entre el ataque de Cerro Pelado y la batalla de Arcole; la
sorpresa del Barranco de los Santos y la batalla de Austerlitz; y asн
seguнa comparando otras acciones de guerra, hasta conseguir que el
«corso de los cabellos lacios» (Ўsiempre Napoleуn!) quedase al nivel de
mis sabios caudillos de machete al cinto y lazo de cuerda formando rollo
en el arzуn de la silla.
El final del libro era lo mejor: una demostraciуn clarнsima de que la
civilizaciуn de los Estados Unidos resulta inferior б la civilizaciуn
mejicana, y debe ser vencida por йsta, para bien de los mismos yanquis.
Asн trabajarбn menos, no necesitarбn tanto dinero para vivir, conocerбn
mejor la alegrнa de la existencia.
Les aseguro б ustedes que es una lбstima que hayan sido arrojados del
gobierno mis protectores y no quede allб quien me subvencione para
terminar el libro. ЎUn verdadero йxito! Traducido al inglйs, se hubiesen
vendido centenares de ediciones. ЎEsta gente de Nueva York gusta tanto
de libros que la hagan reir!...
Pero no se impacienten ustedes. Adivino en sus ojos lo que piensan: «el
automуvil del general». Desean saber quй general es el de mi historia y
por quй su automуvil me cierra el camino para volver б Mйjico.
A ello vamos, amigos mнos.
III
De todos los personajes que conocн en el perнodo de la guerra, el que
demostrу mayor interйs por mi persona y me protegiу mбs eficazmente fuй
el general Castillejo.
En sus momentos de efusiуn amistosa, que eran muy raros, me llamaba
Maltranita, y eso que yo podнa ser casi su padre, у cuando menos un
hermano muy mayor. Este general (uno de los consejeros mбs нntimos y
escuchados del presidente) sуlo tenнa veintisiete aсos. Es cierto que
los otros generales y ministros no eran, ordinariamente, de mayor edad.
Cuando el viejo Carranza reunнa los primeros funcionarios y hйroes de la
Repъblica, parecнa un director de colegio pasando examen б sus
discнpulos.
Castillejo es pequeсo de cuerpo, nervioso y бgil, con un color moreno
ardiente que se aproxima al tono del chocolate con leche. Lo mбs notable
en йl son los ojos, brillantes y autoritarios cuando quiere mirar de
frente, lo que ocurre pocas veces. Su vista parece siempre fugitiva,
como si la distrajera algъn mal pensamiento. Sus cejas oblicuas y su
cutis obscuro se armonizan poco con su бngulo facial, abierto y europeo.
Es, como muchos de nuestra Amйrica, el resaltado de tres orнgenes:
indio, africano y espaсol.
Sus amigos le tenнan en alto concepto, hablando de йl con admiraciуn y
miedo.
--ЎUn hombre de cuidado!... No conviene tenerlo de enemigo. ЎSabe
mucho!...
Ademбs, quitaba y ponнa ministros, daba mandos en el ejйrcito б los
compaсeros que le seguнan ciegamente, y obligaba б salir del paнs б sus
adversarios у los enviaba б ciertas provincias de la costa del golfo de
Mйjico, donde la gente de las altas mesetas puede contraer enfermedades
de muerte.
Sus enemigos recordaban la facilidad con que habнa fusilado durante la
guerra б los prisioneros. Pero їquiйn puede hacer el balance de los
fusilamientos ordenados allб por unos y por otros? ЎHe visto tantos!...
ЎCuesta tan poco dar una orden que suprime б un hombre!...
Nunca tuve con йl motivos de queja. ЎExcelente muchacho! Hasta creo que
me admiraba un poquito б causa de mi pluma, y eso que era incapaz de
admirar б nadie, convencido como estaba de que la presidencia de la
Repъblica le correspondнa de derecho. Pero aъn no creнa llegado el
momento de ocuparla.
Nuestra intimidad datу de un libro que escribн para йl despuйs de la
guerra: _Historia de la divisiуn del Oeste_. Esta divisiуn era la horda
б caballo que habнa mandado mi general Castillejo. Inъtil es decir que
la tal divisiуn lo habнa hecho todo, y б ella se debнa ъnicamente el
triunfo revolucionario.
Lo malo es que yo mismo, con esta mano pecadora, habнa escrito tambiйn
la _Historia de la divisiуn del Este_, y la del Norte, y la del Sur, y
la del Centro, y cada una de estas divisiones era la mejor entre todas y
lo habнa hecho todo, y los demбs generales no habнan servido mas que de
estorbo.
Pero como estos libros iban firmados por sus respectivos hйroes, y cada
uno callaba mi nombre, Castillejo apreciу su historia como la mejor de
todas, paladeando las hermosuras de mi estilo lo mismo que si le
perteneciesen.
Andaba muy ocupado en la elecciуn del nuevo presidente. El gobierno
surgido de la revoluciуn deseaba dos cosas б la vez: hacer unas
elecciones que pareciesen legales y sacar triunfante de ellas al
candidato que tenнa escogido, y б nadie mбs. Varios generales se
presentaban tambiйn como candidatos, amenazando con hacer una revoluciуn
si no salнan triunfantes. Todos hablaban de legalidad y de respeto б la
ley, al mismo tiempo que se llevaban una mano al costado para
convencerse de que tenнan el revуlver listo. Y el paнs, fatigado de diez
aсos de revoluciуn, les dejaba hablar, deseando en el fondo de su бnimo
que se matasen entre ellos, pero dispuesto б votar por el gobierno у por
el general que derribase al gobierno. La ъnica manera de vivir seguro en
aquella tierra es irse con el que manda.
Mi general era el hombre de confianza del presidente y el sostenedor de
la candidatura patrocinada por йste. Como los otros aspirantes б la
presidencia pertenecнan al ejйrcito, la candidatura gubernamental usaba
el tнtulo de «antimilitarista». Castillejo y otros compaсeros de
generalato, que habнan fusilado centenares de hombres, quemado
estaciones y pueblos, y vivнan en plena paz con la misma violencia que
cuando hacнan la guerra, pronunciaban discursos sobre discursos,
cantando las excelencias de ser gobernados por un «civil» y la necesidad
de terminar con el militarismo.
Yo combatнa con la pluma, siguiendo las уrdenes de mi jefe. En Mйjico es
mбs fбcil este trabajo que en otras partes. Cuenta uno con el argumento
precioso de «la intervenciуn norteamericana». El periodista que defiende
al gobierno puede describir б los hombres de la oposiciуn como «malos
patriotas, que con sus insurrecciones provocan la anarquнa y hacen
inevitable una invasiуn de los norteamericanos para el restablecimiento
del orden». Y б su vez, los escritores de la oposiciуn, al atacar al
gobierno, afirman que йste comete tales atrocidades, que, «al final, los
Estados Unidos tendrбn que intervenir para derrocar su tiranнa». Sin el
fantasma de la intervenciуn norteamericana, їquiйn podrнa escribir en
Mйjico?...
Ademбs, hay otro recurso de йxito seguro. Cuando no se sabe quй decir de
un enemigo polнtico, у cuando se recibe el encargo de insultar б alguien
que ha pintado el paнs tal como es, se emplea siempre la misma injuria:
«Vendido al pйrfido oro yanqui.» ЎY quй inagotable resulta el tal oro!
Todos los dнas hay alguien que se vende б йl por enormes cantidades. Si
se suman los millones, tal vez no quepan en la Tesorerнa Federal.
Y lo mбs gracioso es que los que escriben esto piensan al mismo tiempo:
«їDуnde demonios estarб la puerta de la oficina en la que se hacen tales
compras?... їQuiйn serб el encargado de recibir б los que desean
venderse?...»
Yo mismo, queridos amigos, quisiera saber si ustedes, por ser mбs viejos
en la tierra yanqui, estбn enterados de б quй personaje hay que
dirigirse en Wбshington para dicho asunto. ЎMe gustarнa tanto estar
enterado!...
Pero їcallan ustedes?... їNo saben quй decir?... Sigamos con nuestro
general.
Siempre que leнa uno de mis artнculos contra los enemigos de la
candidatura del gobierno, celebraba con entusiasmo los insultos mбs
atroces.
--ЎQuй pluma la suya, Maltranita!... їCуmo pagarle sus servicios б la
buena causa?
Muy fбcilmente; yo no podнa aspirar б una legaciуn diplomбtica ni б un
ministerio cuando triunfase nuestra candidatura; eso quedaba para los
mejicanos. Mis aspiraciones eran mбs modestas.
--Me contento, mi general, con que me envнe usted б Nueva York cuando
vaya allб una comisiуn б hacer compras para el gobierno. Lo mismo da que
compren autocamiones, mбquinas de escribir, zapatos у papel para las
oficinas. Sуlo pido ser el agente comprador de la comisiуn. Me doy por
satisfecho con el diez por ciento. їQue adquieren por un millуn?... Cien
mil dуlares para mн. їQue compran por valor de dos?... Pues doscientos
mil. Con eso me retiro б Espaсa y dejo de escribir, aunque lloren de
pena las nueve Musas.
Castillejo juzgaba mediocres mis pretensiones. Ahora trabajaba por hacer
presidente б un amigo. Luego le tocarнa б йl. Sуlo tenнa que esperar yo
cuatro aсos, y entonces me darнa lo que desease.
ЎEsperar en un paнs donde mueren de una manera trбgica cuatro
presidentes en sуlo diez aсos!... No; preferнa que me diesen
inmediatamente el modesto cargo de comprador en Nueva York.
Pero Castillejo no estaba para fijarse en mi escepticismo; cada dнa se
mostraba mбs preocupado por el йxito de su campaсa electoral. ЎCosa
rara! No le inquietaban los generales candidatos que parecнan prуximos б
sublevarse contra el gobierno. El objeto de sus preocupaciones era un
joven, casi de su edad, el ingeniero Taboada, que se habнa educado en
los Estados Unidos y tenнa la pretensiуn de exigir que se implantase de
golpe en Mйjico todo el sistema democrбtico, con su respeto б la ley y б
las opiniones ajenas, que habнa conocido en la vecina Repъblica.
Sin mбs apoyo que unos cuantos amigos tan ilusos como йl, presentaba su
candidatura б la presidencia, afirmando que era la «ъnica candidatura
civil».
--ЎPero si ese muchacho es un loco!--decнa yo, extraсado de la
preocupaciуn de Castillejo--. ЎSi no puede juntar mбs allб de un
centenar de votos!... Ya que usted le hace el honor de tenerle en
cuenta, voy б demolerlo con un artнculo. Dirй que estб vendido б los
Estados Unidos y por eso pretende implantar entre nosotros las
costumbres y sistemas de allб. Voy б demostrar que ha recibido tres
millones de Wбshington para su candidatura.... Si le parecen poco,
escribirй cinco millones. Da lo mismo. ЎCon decir que yo he visto con
mis ojos cуmo los recibнa!...
Y escribн esto, y otras cosas. Necesitaba no quedarme б la zaga de los
periodistas del paнs, que me vencнan muchas veces en la invenciуn de
estupendas mentiras.
Pero noto que se impacientan ustedes. ЎCalma! Ahora sн que llegamos de
veras al automуvil del general.
IV
Algunos de los allegados б Castillejo se mostraban terribles en sus
ofrecimientos.
--General, ya que le estorba tanto ese ingenierillo, no tiene mas que
darnos una orden. Es lo mбs fбcil librarse de йl.
ЎComo si el general necesitase de tales consejos! Eran muchos los que
habнan desaparecido misteriosamente de la existencia diaria, y los
calumniadores pretendнan que ъnicamente Castillejo podнa saber dуnde
estaban. Todos debajo del suelo.
--ЎQuй disparate!--protestaba el general--. Los candidatos militares
atribuirнan al gobierno la muerte de Taboada; la gente que ahora se rнe
de йl lo venerarнa como un mбrtir. No; dejemos de pensar en ese hombre.
Y yo adivinaba que seguнa pensando en йl, con su gesto reconcentrado й
inquietante que hacнa decir б las gentes: «Castillejo, muy malo como
enemigo.»
Uno de los amigotes que le acompaсaban en sus francachelas nocturnas me
revelу el secreto.
--Lo que sufre el general son unos celos que le tienen loco, lo mismo
que un dolor de muelas. Ahora, Olga del Monte adora al ingeniero.
Esta Olga del Monte era la Aspasia de la revoluciуn mejicana. Hija de
una familia distinguida de la capital, sus excesos imaginativos y reales
habнan acabado por arrastrarla б una vida que era la vergьenza de su
parentela. Iba teсida de rojo escandalosamente, en un paнs donde las mбs
de las mujeres son morenas. Habнa pasado una temporada en Parнs б
expensas de varios protectores, lo que imponнa un irresistible respeto б
los jуvenes centauros de la revoluciуn, ignorantes de toda tierra que no
fuese la suya. Ademбs, tocaba el piano y el arpa, suspiraba romanzas
mejicanas y fabricaba versos.... Tenнa de sobra para traer como locos б
todos los generales mozos. Algunos de ellos, б pesar de sus
declamaciones contra el derecho de propiedad y contra las desigualdades
de clase, lo que mбs apreciaban en Olga era su origen. Les producнa
confusiуn y orgullo б la vez pensar que eran amigos y protectores de una
hija de gran familia de la capital, cuando hacнa pocos aсos figuraban
aъn como jornaleros del campo у vagabundos en lejanas provincias.
Regalos cuantiosos llovнan sobre ella. Los vencedores mostraban la misma
generosidad de los bandidos despuйs del reparto de un botнn fбcilmente
conquistado. Olga se tomaba б veces el trabajo de desfigurar las joyas
robadas. En otras ocasiones lucнa los ricos despojos tal como se los
habнan dado, y las gentes seсalaban sus brillantes, sus esmeraldas y sus
perlas, nombrando б las verdaderas dueсas de estas alhajas. Eran seсoras
del rйgimen anterior derrumbado por la revoluciуn, que andaban ahora
fugitivas por el extranjero.
Mi general, que tenнa un alma puerilmente romбntica, se mostraba
orgulloso de haber vencido б varios compaсeros de profesiуn. Йl era
ahora el ъnico que podнa considerarse dueсo de esta poйtica criatura. La
abrumaba con sus presentes; habнa trasladado de su casa б la de la
hermosa todo lo recogido cuando entrу en la ciudad de Mйjico al frente
de su divisiуn del Oeste, Ўy bien sabe Dios que Castillejo no era tonto
ni perezoso para esta clase de trabajos!
Pero la vaporosa criatura, harta sin duda de las magnificencias del
saqueo, querнa mostrarse ahora desinteresada, prefiriendo б los hombres
pobres y perseguidos, sin duda porque todos los que la rodeaban eran
ricos, fanfarrones й insolentes. Y por esta necesidad de cambio y de
contraste, abandonу б nuestro general, enamorбndose de Taboada.
El ingeniero era dйbil de cuerpo, dulce de maneras, odiaba б los
soldadotes, hablaba de la regeneraciуn de los caнdos y del advenimiento
de los pobres al poder. Ademбs, los triunfadores se reнan de йl y tal
vez lo matasen el dнa menos esperado. їQuй hйroe mбs interesante podнa
encontrar una mujer de sentimientos sublimes y «mal comprendidos», como
se creнa esta muchacha?...
En vano Castillejo apelу б las seducciones del gobernante para vencer su
desvнo. Йl harнa que el presidente la enviase б Nueva York y luego б
Parнs, con un cargamento de grandes sombreros mejicanos, trajes
vistosos y cien mil pesos al aсo, para que cantase y bailase б estilo
del paнs en los principales teatros. Iba б ser casi un personaje
oficial; harнa propaganda mejicana por el mundo. ЎQuiйn sabe si la
historia patria hablarнa alguna vez de ella con agradecimiento!... Pero
Olga contestу negativamente. Preferнa б su ingeniero. Й igualmente fuй
rehusando otras proposiciones no menos productivas y honorнficas.
Los consejeros de Castillejo seguнan, mientras tanto, insinuбndole su
remedio dulcemente.
--ЎSi usted quisiera, mi general!... Una palabrita nada mбs, diga una
palabrita, y no volverб б estorbarle ese mozo.
Pero Castillejo protestaba con una bondad que metнa miedo. La alarma de
su recta conciencia era para espeluznar б cualquiera.
--ЎQue nadie toque б ese hombre!--decнa--. Ninguna mano humana debe
ofenderle. Supondrнa, en caso de agresiуn, que yo у el gobierno habнamos
dado la orden. ЎLo declaro sagrado!...
Y escuchбndole, pensaba que, si mi protector querнa declararme «sagrado»
con la misma voz y poniendo los mismos ojos, considerarнa oportuno tomar
el primer tren que saliese para la frontera de los Estados Unidos.
Los incidentes de la campaсa electoral hicieron que Castillejo olvidase
б Olga. Pero no podнa olvidar igualmente al ingeniero.
Seguido de sus apуstoles (dos docenas de inocentes, poseedores de una
audacia loca), Taboada iba pronunciando discursos contra el gobierno,
que pretendнa imponer б la fuerza su candidato, y contra los otros
candidatos, generales que no valнan mбs que su contrincante. Йl era el
«ъnico polнtico civil» capaz de implantar el rйgimen democrбtico. Pero
nadie le escuchaba, y si la muchedumbre, en calzoncillos y cubierta con
enormes sombreros, le oнa alguna vez, era para interrumpir sus discursos
llamбndole «yanqui», «mal mejicano», «traidor» y otras cosas por el
estilo.
Ahora, amigos mнos, sн que van б conocer ustedes de veras el automуvil
del general. Ya entra en escena. ЎAtenciуn!
V
Lo habнa traнdo Castillejo de los Estados Unidos para las necesidades de
la campaсa electoral. Poseнa muchos. їQuй caudillo mejicano carece de
automуvil?... Los mбs de ellos hasta tienen un coche-salуn para viajar
por las vнas fйrreas. ЎLo que puede importarles media docena de
automуviles, cuando, al principio de la revoluciуn, sуlo necesitaban
entrar, pistola en mano, en un _garage_ para llevarse lo mejor de йl!...
Castillejo no podнa sufrir que lo comparasen con sus rъsticos camaradas
de generalato. Es un hombre de progreso, casi un sabio. Admira б los
Estados Unidos por las armas de fuego y los automуviles que se fabrican
aquн. Esto no es mucho, pero es algo. Para ser general mejicano no
resulta indispensable conocer la existencia de Edgardo Poe y de Emerson.
--Pero їha visto usted--me decнa--quй joyas tan bellas producen esos
_gringos_?
La joya bella era el automуvil reciйn llegado: una mбquina esbelta,
ligera, incansable, como un corcel de ensueсo. No quiero decir la marca.
Creerнan ustedes que estoy pagado por la casa constructora. Baste decir
que era un gran automуvil, el mejor de los Estados Unidos, y no aсado
mбs. Yo lo admiraba tanto como mi general.
Muchas noches, antes de dejarme en la redacciуn de su periуdico para que
escribiese el artнculo, Castillejo me paseaba por las principales calles
de Mйjico, mejor dicho, por la ъnica avenida que, con diversos nombres y
variable anchura, se extiende varios kilуmetros, desde la vieja plaza
donde estб el palacio del gobierno hasta el Parque de Chapultepec.
Ustedes saben cуmo son de noche las calles de Mйjico: no hay ciudad en
el mundo mejor alumbrada y con menos gente.
Los focos elйctricos brillan formando racimos, para iluminar una soledad
de desierto. Cree uno deslizarse por una de esas ciudades de _Las mil y
una noches_, donde todo ha quedado inmуvil y dormido por obra de
encantamiento.
En los primeros aсos de la revoluciуn este silencio era amenizado de vez
en cuando con agradables diversiones. Los oficiales corrнan las calles
en automуviles de alquiler, disparando sus revуlveres. Se tiroteaban de
unos carruajes б otros. ЎAsunto de divertirse un poco!...
Ahora, con los preparativos electorales, no habнa tiros; pero la gente
se metнa en sus casas mбs pronto que nunca, presintiendo que iba б
surgir una revoluciуn.
Los escasos transeъntes veнan pasar, de Chapultepec б la gran plaza y de
la gran plaza б Chapultepec, el carruaje del general partiendo el aire
lo mismo que una flecha, como si en realidad tuviese prisa en llegar б
alguna parte. «ЎAhн va Castillejo!», se decнan con respeto y miedo. Y si
se atrevнan б insultar б alguien con su pensamiento, era al extranjero,
al miserable _gachupнn_ Maltrana, sentado en el sitio de honor.
Castillejo preferнa siempre la parte delantera. Unas veces empuсaba el
volante, otras se mantenнa al lado de su chуfer, un indiazo de ojos
feroces y sonrisa boba que manejaba el vehнculo con una autoridad
natural, como si el automovilismo datase de los tiempos de Moctezuma.
Nunca he creнdo tanto en la fidelidad de los presentimientos como cierta
noche que intentй negarme б acompaсar al general en su paseo nocturno.
Es verdad que Castillejo no parecнa el mismo. Iba con gorra de viaje y
un grueso gabбn, cuyo cuello le tapaba media cara. Tenнa en los ojos un
brillo agresivo. Su aliento olнa б alcohol, circunstancia
extraordinaria, pues el general es sobrio.
No pude excusarme con mi trabajo. Eran las once, y Castillejo habнa
esperado б que terminase mi artнculo.
--Suba--me ordenу con aspereza, lo mismo que si mandase б su
horda-divisiуn.
Y subн para verme solo en el fondo del automуvil, pues йl continuу al
lado de su chуfer.
Aъn siento orgullo y angustia al recordar cуmo fuн presintiendo
confusamente lo que iba б ocurrir.
Me arrepentн de inspirar tanto interйs б Castillejo. Este bбrbaro iba б
hacer algo terrible y querнa que yo lo presenciase. Necesitaba mi
emociуn como un aplauso.
Empecй б pensar en el ingeniero, luego en Olga, y fuн adivinando todos
los actos de mi protector con algunos minutos de antelaciуn. Casi fuй un
deporte agradable para mн ver cуmo la realidad se iba plegando б mis
inducciones.
El automуvil abandonу las calles iluminadas, como yo habнa previsto.
Luego, atravesando vнas silenciosas y obscuras, entrу en una barriada de
edificios nuevos. Нbamos hacia la casa de Olga del Monte. Pero їquй
interйs tenнa el general de mezclarme en sus rencores amorosos?...
Se detuvo el vehнculo en una avenida bordeada de copudos fresnos y
anchas aceras. Los reverberos no eran tan numerosos como en el centro de
la capital. La frondosidad de los бrboles extendнa una doble masa de
sombra б lo largo de la calle, dejando tres fajas de luz crepuscular:
una en medio, y las otras dos junto б las casas. El carruaje, al quedar
inmуvil, apagу sus faros, lo mismo que un buque que ancla y desea
permanecer inadvertido.
Dos hombres con grandes sombreros de palma se acercaron al carruaje: dos
mocetones de cara aviesa, que nunca habнa yo visto. Pero tambiйn los
adivinй. Eran de los que esperaban del general «una palabrita nada mбs».
Iban б suprimir, indudablemente, al ingeniero.
El pobre Taboada estarнa, sin duda, en aquellos momentos hablando б Olga
de sus ilusiones y sus esperanzas, sin sospechar que la muerte le
aguardaba en la calle.
--Debйis mirarlo como persona sagrada--oн que decнa el general en voz
baja--. ЎЪnicamente en caso de que escapase!...
Se trastornу todo el edificio de suposiciones elevado por mi inducciуn.
Si Taboada debнa ser sagrado para aquellos hombres, їquй podнan hacer
con йl?
Mirй repetidas veces hacia el lugar donde sabнa que estaba la casa de
Oiga, pero no alcancй б verla, pues me la ocultaban los бrboles.
El general abandonу el volante, cambiando de sitio con su chуfer. La
habilidad de йste le inspiraba, sin duda, mбs confianza que su propia
habilidad. Hablaron en voz baja, al mismo tiempo que el indio
acariciaba las llaves y palancas de la mбquina con gruсidos de
satisfacciуn.
Yo no entiendo de automуviles; pero adivinaba en aquel carruaje un
organismo maravilloso que iba б obedecer fielmente al espнritu maligno
de sus conductores. Parecнa muerto, sin el menor latido que denunciase
su vida interior; pero bastaba un ligero movimiento de mano para que se
estremeciese instantбneamente todo йl, como un caballo que desea
lanzarse б una carrera loca.
--Prepбrese б conocer algo primoroso, Maltranita--dijo Castillejo en voz
queda, sin volver la cabeza--. Presenciarб usted una caza nunca vista.
Pero їquй necesidad tenнa este demonio de general de hacerme ver cosas
«primorosas»?...
Pasaron cinco minutos, у una hora, no lo sй bien. En tales casos no
existe el tiempo.
De pronto oн un ruido de voces broncas, una disputa de ebrios. Los dos
hombres del sombrerуn se querellaban bajo los бrboles.
Otro hombre pequeсo surgiу, un poco mбs allб, de la sombra proyectada
por los fresnos, como si pretendiese atravesar la avenida, pasando б la
acera opuesta.
Mi agudeza adivinatoria volviу б romper el misterio con luminosas
cuchilladas. Vi (sin verla en la realidad) la puerta de la casa de Olga
abriйndose para dar salida al ingeniero. Йste titubeaba un poco al
sentir que la puerta se habнa cerrado detrбs de йl, al mismo tiempo que,
algunos pasos mбs allб, dos hombres, dos «pelados», empezaban б discutir
de un modo amenazador, como si fueran б pelearse. ЎMal encuentro!
Taboada se llevaba una mano atrбs, buscando el revуlver, inseparable
compaсero de toda vida mejicana. Luego, deseoso de evitar el peligro,
en vez de seguir б lo largo de la acera, atravesaba la avenida para
continuar su camino por el lado opuesto....
No pude pensar mбs. Me sentн sacudido violentamente de los pies б la
cabeza por el brutal arranque del automуvil; me creн arrojado б lo alto,
como si el carruaje, despuйs de rodar sobre la tierra unos momentos, se
elevase б travйs de la atmуsfera.
Perdн desde este momento la normalidad de mis sentidos, para no
recobrarla hasta el dнa siguiente. Todo me pareciу indeterminado й
irreal, lo mismo que los episodios de un ensueсo.
Vi cуmo el hombre intentaba retroceder, esquivando el automуvil salido
repentinamente de la sombra. Pero el vehнculo se oblicuу para alcanzarle
en su retirada. Entonces pretendiу avanzar lo mismo que antes, y la
mбquina perseguidora cambiу otra vez de direcciуn, marchando rectamente
б su encuentro.
Todo esto fuй rapidнsimo, casi instantбneo, sucediйndose las imбgenes
con una velocidad que las fundнa unas en otras. Sуlo recuerdo el salto
grotesco y horrible, un salto de fusilado, que diу la vнctima al
desaparecer bajo el automуvil con los brazos abiertos.
El vehнculo se levantу como una lancha sobre una pequeсa ola. Pero esta
ola era sуlida, y su dureza pareciу crujir.
Mirй detrбs de mн instintivamente. Una sombra negra, una especie de
larva, quedaba tendida sobre el pavimento. Se retorcнa con dolorosas
contracciones, lo mismo que un reptil partido en dos. Salнan gemidos й
insultos de este paquete humano que intentaba elevarse sobre sus brazos,
arrastrando las piernas rotas.
--ЎBrutos!... ЎMe han matado!
Pero instantбneamente dejй de verle. Apareciу ante mis ojos el extremo
opuesto de la avenida. El automуvil acababa de virar, con tanta
facilidad, que caн sobre uno de sus costados, vencido por la brusca
rotaciуn.
Se deslizaba de nuevo en busca del caнdo, y йste, al verle venir, ya no
gritу. Tal vez el miedo le hizo callar; tal vez se imaginaba el infeliz
que los del vehнculo regresaban para darle auxilio, y enmudecнa,
arrepentido de sus exclamaciones anteriores.
Ahora la ola fuй mбs dura, mбs violenta. El automуvil se levantу como si
fuera б volcarse, y hubo un chasquido de tonel que se rompe, estallando
б la vez duelas y aros. Todavнa virу el vehнculo varias veces, con la
horrible facilidad de su бgil mecanismo, pasando siempre por el mismo
lugar. їCuбntas fueron las vueltas?... No lo sй. El obstбculo que
encontraban las ruedas era cada vez mбs blando, menos violento; ya no
lanzaba crujidos de leсa seca.
Al dнa siguiente todos los periуdicos hablaron de la muerte casual del
pobre Taboada cuando se dirigнa б su domicilio. El suceso diу tema para
declamaciones contra la barbarie de los automovilistas que marchan б
toda velocidad por las calles, matando al pacнfico transeъnte.
El periуdico nuestro hasta hizo el elogio fъnebre del ingeniero,
declarando que «habнa que reconocer noblemente en este enemigo polнtico
б un hombre de talento, б un gran patriota lamentablemente
desorientado».
Y nada mбs.... A los pocos dнas nadie se acordу del infeliz.
Otros sucesos preocupaban б la naciуn. Se sublevaron los generales
candidatos, al convencerse de que no triunfarнan legalmente. Muchos
creyeron necesario traicionar al gobierno, para seguir una vez mбs las
costumbres del paнs. El presidente fuй asesinado, y yo, como primera
providencia, me escapй б los Estados Unidos. Tiempo tendrнa de volver,
cuando se aclarase la tormenta, para servir б los nuevos amos.
Castillejo cayу prisionero, y aъn estб en la cбrcel. Sus dignos
camaradas de generalato le siguen no sй cuбntos procesos de carбcter
polнtico; pero lo peor es que, recientemente, han empezado a acusarle
por el asesinato del ingeniero.
Nadie cree ya en el accidente del automуvil. Parece que fueron muchos
los que presenciaron lo ocurrido desde sus ventanas prudentemente
entornadas. Tal vez lo viу uno nada mбs, y los otros hablan por agradar
б los vencedores. ЎLa soledad nocturna de las calles de Mйjico!...
Detrбs de cada persiana hay ojos que sуlo ven cuando les conviene; bocas
mudas que sуlo hablan cuando llega el momento oportuno.
Ustedes creen, tal vez, que yo podrнa volver allб, sin ningъn
peligro.... En realidad, nada malo hice en dicho asunto, y aъn me
estremezco al recordar el susto que me diу el maldito general.
Pero no volverй; pueden estar seguros de ello. Conozco б mis antiguos
amigos. Castillejo es mejicano y sus acusadores tambiйn. Yo no soy mas
que un extranjero, un espaсol, un _gachupнn_, y todos acabarнan por
ponerse de acuerdo para afirmar que fuй Maltrana el que guiaba el
automуvil.
Noto tambiйn que les causa б ustedes cierta satisfacciуn el espнritu de
justicia que demuestran los nuevos gobernantes al perseguir б Castillejo
por su delito.
Me asombro de su inocencia. ЎPero si cualquiera de aquellos generales ha
ordenado docenas de crнmenes igualmente atroces!...
No es justicia, es venganza; y mбs aъn que esto, es envidia, amargura
anta la superioridad ajena.
Detestan б Castillejo porque les inspira admiraciуn. Hablan de йl como
los pintores de una nueva manera de expresar la luz, como los escritores
de las imбgenes originales encontradas por un colega.
Lo que mбs les irrita es que ya no podrбn emplear sin escбndalo el
procedimiento del automуvil. Ha perdido toda novedad. ЎY б cada uno de
ellos le hubiese gustado tanto ser el primero!...
UN BESO
Esto ocurriу б principios de Septiembre, dнas antes de la batalla del
Marne, cuando la invasiуn alemana se extendнa por Francia, llegando
hasta las cercanнas de Parнs.
El alumbrado empezaba б ser escaso, por miedo б los «taubes», que habнan
hecho sus primeras apariciones. Cafйs y restoranes cerraban sus puertas
poco despuйs de ponerse el sol, para evitar las tertulias del gentнo
ocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante nocturno no
encontraba una silla en toda la ciudad; pero б pesar de esto, la
muchedumbre seguнa en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin
saber quй, yendo de un extremo б otro en busca de noticias, disputбndose
los bancos, que en tiempo ordinario estбn vacнos.
Varias corrientes humanas venнan б perderse en la masa estacionada entre
la Magdalena y la plaza de la Repъblica. Eran los refugiados de los
departamentos del Norte, que huнan ante el avance del enemigo, buscando
amparo en la capital.
Llegaban los trenes desbordбndose en racimos de personas. La gente se
sostenнa fuera de los vagones, se instalaba en las techumbres, escalaba
la locomotora, Dнas enteros invertнan estos trenes en salvar un espacio
recorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecнan inmуviles en los
apartaderos de las estaciones, cediendo el paso б los convoyes
militares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados por
el calor y el amontonamiento, entraban los fugitivos en Parнs, б media
noche у al amanecer, no sabнan adonde dirigirse, vagaban por las calles
y acababan instalando su campamento en una acera, como si estuviesen en
pleno desierto.
* * * * *
La una de la madrugada. Me apresuro б sentarme en el vacнo todavнa
caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantбndome б otros
rivales que tambiйn lo desean.
Llevo cuatro horas de paseo incesante en la noche caliginosa. Sobre los
tejados pasan las mangas blancas de los reflectores, regleteando de luz
el йbano del cielo. Contemplo, con la satisfacciуn de un privilegiado, б
la muchedumbre desheredada que se desliza en la penumbra lanzando
miradas codiciosas al banco. El reposo me hace sentir todo el peso de la
fatiga anterior. Reconozco que si los hulanos apareciesen de pronto
trotando por el centro de la calle, no me moverнa.
Una pierna me transmite su calor б travйs de una tenue faldamenta de
verano. Me fijo en mi vecina, muchacha de las que siguen viniendo al
bulevar por costumbre, pero sin esperanza alguna, pues el tiempo no estб
para bagatelas.
Tiene la nariz respingada, los ojos algo oblicuos, y un hociquito
gracioso coronado por un sombrero de cuatro francos noventa. El cuerpo
pequeсo, бgil y flaco, va envuelto en un vestido de los que fabrican б
centenares los grandes almacenes para uniformar con elegancia barata б
las parisienses pobres. Por debajo de la falda asoman unas pezuсitas de
terciopelo polvoriento. Sonrнe con un esfuerzo visible, frunciendo al
mismo tiempo las cejas. Se adivina que es una mujer бcida, de las que
«hacen historias» б los amigos; una especie de calamar amoroso, que
esparce en torno la amarga tinta de su mal carбcter.
Conversa con una respetable matrona que vuelve llorosa de la estaciуn de
despedir б su hijo, que es soldado. Junto б ella estб una hija de
catorce aсos, mirando б la vecina con ojos curiosos y admirativos. Los
que ocupan el resto del banco dormitan con la cabeza baja у sueсan
despiertos contemplando el cielo.
La burguesa, al hablar, gratifica б la muchacha бcida con un solemne
_Madame_. Hace un mes habrнa abandonado el asiento, б pesar de su
cansancio, para evitarse tal vecindad. ЎPero ahora!... La inquietud nos
ha hecho б todos bien educados y tolerantes. Parнs es un buque en
peligro, y sus pasajeros olvidan las preocupaciones y rencillas de los
dнas de calma, para buscarse fraternalmente.
Sigo su conversaciуn fingiйndome distraнdo. La madre es pesimista.
ЎMaldita guerra! Parece que las cosas marchan mal. Le van б matar al
hijo; casi estб segura de ello; y sus ojos se humedecen con una
desesperaciуn prematura. Los enemigos estбn cerca; van б entrar en Parнs
«como la otra vez».... Pero la joven malhumorada muestra un optimismo
agresivo.
--No, no entrarбn, _Madame_.... Y si entran, yo no quiero verlo, no me
da la gana; no podrнa. Me arrojarй antes al Sena.... Pero no; mejor serб
que me quede en mi ventana, y al primero que entre en la calle le
enviarй....
Y enumera todos los objetos de uso нntimo que piensa emplear como
proyectiles. Vibra en ella la resoluciуn absurdamente heroica de los
insensatos gloriosos que protestan para hacerse fusilar.
Algo pasa por la acera que interrumpe estos propуsitos desesperados.
Avanza lentamente un matrimonio de viejos: dos seres pequeсitos,
arrugados, trйmulos, que se detienen un momento, respiran con avidez,
gimen й intentan seguir adelante. Ella, vestida de negro, con una capota
de plumajes roнdos por la polilla, se muestra la mбs animosa. Es enjuta
y obscura; sus miembros, flacos y nudosos, parecen sarmientos trenzados.
Se pasa de mano б mano una maleta que tira de ella con insufrible
pesadez, encorvбndola hacia el suelo.
A pesar de su cansancio, intenta auxiliar al hombre, que es una especie
de momia. Su cabeza de pelos ralos aъn parece mбs grande moviйndose
sobre un cuello cartilaginoso, del que surgen los ligamentos con duro
relieve. Los dos son de una vejez extremada; parecen escapados de una
tumba. Les atormentan los paquetes que intentan arrastrar; caminan
tambaleбndose, como la hormiga que empuja un grano superior б su
estatura. En este cansancio aplastante se adivina un nuevo suplicio, el
de ir vestidos con las ropas guardadas durante muchos aсos para las
grandes ceremonias de la vida: ella con falda de seda dura y crujiente;
йl puesto de levita y paletу de invierno.
El viejo deja caer el fardo que lleva en los brazos, y luego se desploma
sobre este asiento improvisado.
--No puedo mбs.... Voy б morir.
Gime como un pequeсuelo. Su pobre cabeza de ave desplumada se agita con
el hipo que precede al llanto.
--Valor, mi hombre.... Tal vez no estamos lejos. ЎUn esfuerzo!
La viejecita quiere mostrarse enйrgica y contiene sus lбgrimas. Se
adivina que en la casa que dejaron б sus espaldas era ella la direcciуn,
la voluntad, la palabra vehemente. Su diestra escamosa, abandonando б la
otra mano todo el peso de la maleta, acaricia las mejillas del viejo. Es
un gesto maternal para infundirle бnimo; tal vez es un halago amoroso
que se repite despuйs de un parйntesis de medio siglo. ЎQuiйn sabe! ЎLa
guerra ha despertado tantas cosas que parecнan dormidas para siempre!...
Yo me imagino el infortunio de esos dos seres que representan ciento
setenta aсos. Son Filemуn y Baucis, que acaban de ver su apergaminado
idilio roto por la invasiуn. Tienen el aspecto de antiguos habitantes de
la ciudad que han ido б pasar el resto de su existencia en el campo,
dejбndose cubrir por las petrificaciones бsperas y saludables de la vida
rъstica. Tal vez fueron pequeсos tenderos; tal vez ganу йl su retiro en
una oficina. Cuando no existнan aъn los hombres maduros del presente, se
refugiaron los dos en esta felicidad mediocre, en este aislamiento
egoнsta soсado durante largos aсos de trabajo: una casita rodeada de
flores, con algunos бrboles; un gallinero para ella, un pedazo de tierra
para йl, aficionado al cultivo de legumbres.
Entraron en este nirvana burguйs cuando los ferrocarriles eran menos aъn
que las diligencias, cuando la humanidad soсaba б la luz del petrуleo,
cuando un despacho telegrбfico representaba un suceso culminante en una
vida.... Y de pronto, el miedo б la invasiуn alemana, que suprime un
pueblo en unas cuantas horas, les ha impulsado б huir de una vivienda
que era б modo de una secreciуn de sus organismos. Luego se han visto en
Parнs, aturdidos por la muchedumbre y por la noche, desamparados, no
sabiendo cуmo seguir su camino.
--Valor, mi hombre--repite la esposa.
Pero tiene que olvidarse de su compaсero para dar gracias, con una
cortesнa de otros tiempos, б alguien que le toma la maleta й intenta
levantar al viejo.
Es la muchacha бcida, que da уrdenes y empuja con irresistible
autoridad.
Ahora reconozco que no lo pasarб bien el primer hulano que entre en su
calle. Con un simple ademбn limpia de gente una parte del banco, para
que se instalen con amplitud los dos ancianos.
Queda espacio libre, pero yo me guardo bien de volver б sentarme. No
quiero recibir un bufido con acompaсamiento de varios nombres de
pescados deshonrosos.
Sin duda la presencia de estos viejos ha resucitado en la memoria de la
muchacha la imagen de otros viejos largamente olvidados.
La trйmula Baucis da explicaciones. Dos dнas en ferrocarril. Han huнdo
con todo lo que pudieron llevarse. Su ъltima comida fuй en la tarde del
dнa anterior; pero esto no les aflige: los viejos comen poco. Lo que les
aterra es el cansancio. Llegaron б las diez: ni un carruaje, ni un
hombre en la estaciуn que quisiera cargar con sus paquetes. Todos estбn
en la guerra. Llevan tres horas buscando su camino.
--Tenemos en Parнs unos sobrinos--continъa la anciana.
Pero se interrumpe al ver que Filemуn se ha desmayado, precisamente
ahora que descansa. Los curiosos del bulevar, que esperan siempre un
suceso, se aglomeran en torno del banco. La protectora empuja й insulta,
sin dejar de ocuparse de los viejos.
--їY viven cerca los parientes?
--Plaza de la Bastilla--contesta Baucis, que no sabe dуnde estб la
plaza.
Un murmullo de tristeza; un gesto de lбstima. Todos miran el extremo
del bulevar, que se pierde en la noche. ЎTan lejos!... ЎNo llegarбn
nunca! Circulan pocos automуviles; sуlo de vez en cuando pasa alguno.
Los brazos de la bienhechora trazan imperiosos manoteos; su voz intenta
detener б los vehнculos que se deslizan veloces. Carcajadas у palabras
de menosprecio contestan б sus llamamientos, y ella, indignada contra
los chуfers insolentes, da suelta al lйxico de su cуlera, intercalando
con frecuencia la frase mбs cйlebre de Waterloo.
Cuando transcurren algunos minutos sin que pasen vehнculos, vuelve al
lado de los viejos para animarlos con su energнa. Ella los instalarб en
un carruaje; pueden descansar tranquilos.
De pronto salta en medio del bulevar. Viene mugiendo un automуvil del
ejйrcito, desocupado y enorme, б toda fuerza de su motor. El soldado que
lo guнa cambia de direcciуn para no aplastar б esta desesperada que
permanece inmуvil, con los brazos en alto.
Su prudencia resulta inъtil, pues la mujer, moviйndose en igual sentido,
marcha б su encuentro. La multitud grita de angustia. Con un violento
tirуn de frenos, el automуvil se detiene cuando su parte delantera
empuja ya б esta suicida. Debe haber recibido un fuerte golpe.
El chуfer, un artillero de pelo rojo y aspecto campesino, que lleva
sobre el uniforme un chaquetуn de caucho, increpa б la muchacha, la
insulta por el sobresalto que le ha hecho sufrir. Ella, como si no le
oyese, le dice con autoridad, tuteбndole:
--Vas б llevar б estos dos viajeros. Es ahн cerca, б la Bastilla.
La sorpresa deja estupefacto al soldado. Luego rнe ante lo absurdo de la
proposiciуn. Va de prisa, tiene que entrar en el cuartel cuanto antes.
Le grita que se aleje, que salga de entre las ruedas. Ella afirma que no
se moverб, й intenta tenderse en el suelo para que el vehнculo la
aplaste al ponerse en marcha.
El artillero jura indignado, tomando por testigos б los curiosos. Esto
no es serio; le van б castigar; el cuartel...los oficiales.... Pero ella
estб ya en el pescante, inclinando hacia el conductor su rostro ceсudo,
esforzбndose por encontrar un gesto de graciosa seducciуn.
--Yo te recompensarй. Llйvalos y te darй un beso.
Sonrнe el soldado dйbilmente, mirбndola б la cara para apreciar el valor
del ofrecimiento. No es gran cosa, pero Ўquй diablo! un beso siempre
resulta agradable.
La gente rнe y palmotea, y la muchacha, mientras tanto, se aprovecha de
esta situaciуn para instalar б los viejos en el vehнculo con todos sus
paquetes.
El chуfer pone en movimiento su motor.
--Gracias, _Madame_--dice lloriqueando Baucis, mientras Filemуn articula
gemidos de gratitud.
Pero _Madame_ no les oye, ocupada en depositar dos besos sonoros en las
mejillas del artillero, brillantes y ennegrecidas por la grasa de los
engranajes. «Toma...toma.»
Se aleja el automуvil y se deshacen los grupos. Las pezuсitas de
terciopelo vuelven hacia el banco. Una de ellas cojea dolorosamente.
Siento la tentaciуn de besar tambiйn, de besar б la muchacha бcida; pero
me inspira miedo.
Temo que interprete torcidamente mis intenciones.
LA LOCA DE LA CASA
I
Todos los viajeros, antes de abandonar la vieja ciudad de la Flandes
francesa, oнan la misma pregunta:
--їHa visto usted al seсor Simoulin?...
No importaba que hubiesen invertido varias horas en la visita de la
catedral, cuyas sombrнas capillas estбn llenas de cuadros antiguos.
Tampoco era bastante para conocer la ciudad haber recorrido sus iglesias
y conventos de la йpoca de la dominaciуn espaсola, asн como las hermosas
viviendas de los burgueses de otros siglos. El conocimiento quedaba
incompleto si los curiosos prescindнan de visitar el Museo-Biblioteca, y
en йl б su famoso director, que unos llamaban simplemente «el seсor
Simoulin», como si no fuese necesario aсadir nada para que el mundo
entero se inclinase respetuosamente, y otros designaban con mayor
simplicidad aъn, diciendo «nuestro poeta».
De todas las curiosidades de la urbe flamenca, la mбs notable, la que
indudablemente le envidiaban las demбs ciudades de la tierra, era
Simoulin, «nuestro poeta». En esto se mostraban acordes todos los
vecinos y los tres periуdicos de la poblaciуn, completamente
antagуnicos й irreconciliables en las demбs cuestiones referentes б la
polнtica municipal.
Sin embargo, nadie podнa enseсar la casa natalicia de esta gloria de la
localidad. El gran Simoulin era del Sur de Francia, un meridional del
paнs de los olivos y las cigarras, que habнa llegado siendo muy joven б
la ciudad, para encargarse del Museo-Biblioteca en formaciуn. Pero en
ella habнa contraнdo matrimonio, en ella habнan nacido sus hijos y sus
nietos, y la gente acabу por olvidar su origen, viendo en йl б un
compatriota que era motivo de orgullo para la provincia.
Un sentimiento de gratitud se unнa б la general admiraciуn. Gracias б
Simoulin, el Museo se habнa llenado de objetos que acreditaban las
pasadas glorias del paнs; gracias б «nuestro poeta», los fabricantes de
cerveza y de paсos, gentes ricas y de pocas letras, que constituнan la
aristocracia de la ciudad, podнan hablar, sin miedo б equivocarse, de
los obispos, guerreros y burgomaestres de otros siglos que
indudablemente eran sus ascendientes.
Ademбs, el personaje imponнa admiraciуn con su aspecto. Los que le
contemplaban por primera vez sonreнan satisfechos. «Asн se habнan
imaginado al grande hombre; no podнa ser de otro modo.» Y parecнan
venerar con sus ojos las luengas barbas blancas, las dos crenchas de su
cabellera, onduladas y brillantes como las vertientes de una montaсa
cubierta de nieve. De pie, perdнa gran parte de su majestad, por ser
pequeсo de estatura y mostrarse agitado continuamente б causa de su
inquietud nerviosa. Sentado en su Museo, recordaba al Padre Eterno, б
pesar de las arrugas de su rostro y el mal color de su tez, impregnada
del polvo de los libros y de las piezas arqueolуgicas.
Cuando hablaba--y el gran Simoulin era incapaz de callar asн que tenнa
un oyente--, su palabra parecнa difundir en torno de йl una aureola de
prestigio histуrico. Todas las celebridades de la segunda mitad del
pasado siglo las habнa conocido el grande hombre. Recordaba como amigos
de ayer б Vнctor Hugo y б Gambetta. Con este ъltimo habнa tenido,
indudablemente, cierto trato, cuando el futuro gobernante de la
Repъblica andaba echando sus discursos de tribuno republicano por los
cafйs del Barrio Latino. Al grandioso poeta lo habнa visto una vez nada
mбs, confundido en una comisiуn de estudiantes que fuй б saludarle б la
vuelta de su destierro en Guernesey. Pero esto sуlo representaba б los
ojos de los admiradores de Simoulin un detalle histуrico insignificante,
y todos repetнan, con la firmeza del que dice la verdad:
--Vнctor Hugo, que fuй нntimo amigo de nuestro Simoulin.
De otras amistades hablaba el grande hombre con mбs exactitud. En el
Barrio Latino habнa tenido por camaradas б Zola, б Daudet y б otros
escritores de su generaciуn. Esto era indiscutible. Podнa enseсar cartas
de todos ellos, cartas breves, de un afecto forzoso, pero en las que
vibraba la nostalgia de la juventud, ya lejana; cartas que los hombres
cйlebres contestan por deber б los camaradas de los primeros pasos que
cayeron rendidos en la mitad del camino. Y los admiradores del director
del Museo-Biblioteca repetнan lo que tantas veces habнan leнdo en los
periуdicos locales:
--Hubiese sido el primer poeta del mundo, de querer seguir en Parнs.
Para йl era la gloria que ahora disfrutan muchos con menos talento. Pero
prefiriу vivir entre nosotros....
ЎCуmo no adorar б un hombre que habнa hecho tal sacrificio en honor de
la antigua y adormecida ciudad!...
Todos en ella se esforzaban por corresponder б tal abnegaciуn,
haciйndole grata la existencia. El Consejo municipal atendнa sus
indicaciones con tanto respeto como el Colegio de cardenales escucha la
voz del Papa. Aunque la ciudad no tuviese dinero, lo encontraba siempre
para las mejoras de su Museo-Biblioteca. Los subprefectos enviados de
Parнs visitaban inmediatamente al grande hombre. Un presidente de la
Repъblica, al pronunciar su discurso durante una permanencia de breves
horas en la ciudad, habнa saludado б Simoulin como la mбs alta gloria de
la regiуn. Los industriales del paнs, que sуlo aceptaban alianzas con
gente de dinero, habнan admitido como yernos б los hijos del poeta.
Su gloria se extendнa por toda la provincia como algo irresistible,
reflejбndose en las provincias limнtrofes. En toda ceremonia oficial,
los periуdicos se cuidaban, ante todo, de anunciar: «Hablarб el ilustre
Simoulin.» Unas veces era un discurso patriуtico; otras, una oda de
circunstancias. Los organizadores de banquetes contaban con un medio
seguro para evitar el fracaso: «A los postres, pronunciarб un brindis
nuestro poeta.» Y en pocas horas no quedaba un asiento disponible.
Todos los que en la ciudad se sentнan tentados por el demonio de la
literatura acudнan б la Biblioteca para pedir consejo al ilustre
maestro. Los recibнa como amigos antiguos, y, arrastrado por su
vehemencia verbal, dejaba pronto de ocuparse de ellos para hablar de su
propia persona.
--Un dнa, el abuelo Hugo me dijo que....
Por las tardes se reunнan en su casa los admiradores de su ciencia
histуrica: varios seсores retirados de la magistratura, del comercio у
de las armas, que en vez de entretenerse coleccionando sellos, se habнan
dedicado б la arqueologнa provincial.
El discнpulo preferido era el comandante Pierrefonds, un hombre corto de
estatura, fornido, parco en palabras, de mal carбcter, que gruснa б la
menor contradicciуn bajo su recio bigote rojo y blanco. Tenнa el gesto
reconcentrado y amenazante de un perro feroz y mudo. Sуlo el maestro
Simoulin se atrevнa б bromear con йl. Vivнa solitario, en una casa de
las afueras, con una vieja ama de llaves y una colecciуn de monedas
antiguas, б la que pensaba dedicar el resto de su existencia de cйlibe.
Se habнa retirado del ejйrcito con verdadero placer al llegar б la edad
reglamentaria, despuйs de una serie de campaсas coloniales penosas y sin
gloria, que habнan quebrantado su salud y agriado su carбcter. Sуlo le
interesaba actualmente la numismбtica, y no reconocнa otra grandeza
humana que la de su eminente amigo y maestro. Su ambiciуn era ser el
primero de los «simoulinistas», y los que envidiaban su privanza,
viйndole acompaсar al grande hombre б todas partes, lo habнan apodado
«el dogo del poeta».
Esta veneraciуn no cegaba al rudo comandante hasta el punto de hacerle
desconocer los defectos de su maestro. Pierrefonds era capaz de dejarse
matar si le exigнan una mentira б cambio de la existencia; nunca
recordaba haber faltado б la verdad voluntariamente; Ўy, en cambio, su
admirado maestro!...
Dudaba el militar antes de definir la verdadera personalidad moral del
ilustre Simoulin.... Lo mismo les ocurrнa б muchos de los discнpulos. En
la misma incertidumbre estaban sus hijos, su vieja esposa, todos los que
le trataban de cerca.
їEl poeta era un embustero?...
No; no lo era. El que miente lo hace con un fin interesado, por orgullo
у por perjudicar б otro. Y el ilustre maestro no mentнa; lo que hacнa,
simplemente, era ignorar la verdad, huir de ella cuando la encontraba al
paso.... Y si le obligaban б mirarla de frente, la veнa con unos ojos
distintos б los ojos de los demбs.
Las cosas nunca eran para йl como para los otros; siempre las
contemplaba como querнa que fuesen y no de acuerdo con la realidad.
Ademбs, carecнa por completo del sentimiento de la medida, inclinбndose
б la exageraciуn para aumentar у disminuir las cosas. Unas veces hablaba
de su ciudad como de una urbe igual б Londres у Nueva York. Otras veces
la compadecнa cual si fuese una aldea. Las personas pasaban б ser en su
apreciaciуn semidioses у monstruos; nada guardaba para йl sus
proporciones regulares: ni seres ni objetos.
Uno de sus admiradores, antiguo juez aficionado б las disquisiciones
filosуficas, habнa hecho su diagnуstico.
--Tiene la enfermedad de muchos grandes hombres. Su peor enemigo es «la
loca de la casa».
Este era el apodo que el filуsofo Malebranche habнa dado б la
imaginaciуn. Habнa dнas en que «la loca» dormнa detrбs de la frente, en
el piso mбs alto de aquel edificio humano, y el poeta se mostraba tan
razonable y justo en sus apreciaciones como un fabricante de paсos de la
localidad. Otras veces, la inquilina del crбneo se despertaba impetuosa,
haciendo toda clase de cabriolas y extravagancias, y el ilustre maestro
pasaba de golpe б vivir en un mundo quimйrico, mientras su cuerpo se
movнa en este mundo terrenal. Sus ojos miraban, para ver lo que no veнan
los otros, sus manos poseнan un tacto sobrenatural, mientras su boca iba
emitiendo, con acento de sinceridad, errores y exageraciones
equivalentes б grandes mentiras.
El rudo Pierrefonds lamentaba estos excesos de «la loca de la casa»,
pero no por ello compadecнa б su maestro.
--Todos los genios fueron asн.
Recordaba б Balzac y б otros escritores imaginativos, que poblaron su
vida prбctica de absurdas concepciones, aceptбndolas como realidades.
Ademбs, Ўquiйn sabe si era «la loca de la casa» la que habнa hecho que
este hombre del paнs de los olivos y las cigarras conquistase con tanta
rapidez la vieja ciudad dormida y sin ensueсos!...
II
La guerra vino б aumentar considerablemente la gloria de Simoulin.
En un mes, su actividad muscular y su actividad mental funcionaron con
mбs apresuramiento que durante varios aсos. Se le viу en todas partes:
en la estaciуn del ferrocarril despidiendo б los hombres que iban б
incorporarse б sus regimientos; en el paseo principal, donde, al caer la
tarde, entonaban las mъsicas himnos patriуticos coreados por la
muchedumbre. La gente interrumpнa sus cantos al ver las blancas melenas
del poeta. «ЎQue hable el seсor Simoulin!», gritaban mil voces. Y al
poco rato lloraban las mujeres, rugнan de entusiasmo los hombres que aъn
no habнan ido al ejйrcito, y hasta las banderas tricolores parecнan
aletear con mбs fuerza, como azotadas por el vendaval patriуtico del
lнrico orador.
Cruzaba los brazos lo mismo que Napoleуn despuйs de una victoria; otras
veces manoteaba y rugнa igual б Dantуn al declarar la patria en peligro.
Los mбs grandes personajes histуricos pasaban por йl, y de tal modo se
identificaba con sus evocaciones, que Simoulin era el primer engaсado.
Prometнa el triunfo con la certidumbre de un gran estratega capaz de
derrotar б los enemigos cuando se lo propusiese; hacнa llorar б su
pъblico con una sugestiуn irresistible, pero йl era el primero en verter
lбgrimas, conmovido por su propia elocuencia al describir la injusta
agresiуn que sufrнa la patria.
Esta vida imaginativa y elocuente durу sуlo unas semanas. Simoulin se
mostraba insensible б las malas noticias. Eran, segъn йl, invenciones de
los enemigos. Pero Ўay! la realidad se encargу de despertarle un dнa,
con rudo manotazo. Los alemanes se habнan extendido por Bйlgica й iban б
pasar de un momento б otro la vecina frontera, entrando en Francia.
Muchos vecinos de la ciudad huнan. Algunos burgueses prudentes
insinuaron al poeta la conveniencia de retirarse б Parнs, por creer que
el gobierno necesitarнa la colaboraciуn de un hombre tan cйlebre.
--ЎQue vengan los enemigos!--contestу con sencillez--. Aquн los aguardo.
Sus hijos estaban en el ejйrcito; las mujeres de la familia se habнan
ido б una ciudad del interior con todos los nietos. Simoulin,
completamente solo, se consideraba preparado para toda clase de
heroнsmos.
--Yo tambiйn--le habнa dicho Pierrefonds.
El comandante consideraba una felonнa abandonar la ciudad. Al declararse
la guerra, habнa sufrido una amarga decepciуn viendo que no lo
aceptaban para combatir en el frente, б causa de sus enfermedades de
antiguo soldado colonial. Al fin, para que no insistiese en sus quejas,
lo hicieron director de un modesto servicio de administraciуn militar en
la misma ciudad.
--Mientras el ministro de la Guerra no me ordene otra cosa, aquн estarй.
Y como el ministro de la Guerra, preocupado por el avituallamiento y la
suerte de los ejйrcitos en retirada hacia el Marne, no se acordу de que
exista en el mundo un comandante Pierrefonds encargado de unos cuantos
centenares de capotes viejos, el belicoso numismбtico pudo ver desde una
ventana de su casa cуmo llegaban б la ciudad los primeros pelotones de
hulanos.
El ama de gobierno tuvo que arrodillarse ante йl, abrazando sus piernas
y recordбndole las dulces intimidades de otros tiempos ya olvidados.
Sуlo asн consiguiу arrancar de sus manos el viejo revуlver con el que
pretendнa recibir б tiros б los invasores. Por su culpa podнan morir
fusilados muchos vecinos de la ciudad, segъn afirmaba su vetusta
compaсera. Ademбs, se acordу de los consejos del maestro:
--Pierrefonds, cuando vengan (si es que vienen), mostrйmonos grandes y
altivos en la desgracia. Un heroнsmo que se sacrifica es muchas veces
mбs poderoso que el heroнsmo que vence.
El ilustre Simoulin tuvo numerosas ocasiones de conocer este sacrificio
predicado por йl. Cuando intentу presentarse б los generales invasores
para formular una elocuente protesta contra los atropellos cometidos por
sus tropas, sуlo pudo ver б un oficial, que le contestу sarcбsticamente,
acabando por amenazarle con el fusilamiento. Nadie hacнa caso de su
nombre; aquellos guerreros vestidos de gris verdoso parecнan oirlo por
primera vez. Los hijos del paнs que meses antes rodeaban al poeta con
su cariсoso entusiasmo no podнan servirle ahora de consuelo. Unos
estaban en la guerra; otros habнan huнdo; los demбs sufrнan en la ciudad
toda clase de vejaciones, y para evitarlas, se mantenнan ocultos en sus
casas.
El poeta sufriу el tormento del hambre y el suplicio aъn mбs intolerable
de la humillaciуn. ЎQuiйn hubiese podido reconocer б los pocos meses de
tiranнa alemana al ilustre director de la Biblioteca!... Parecнa haber
vivido diez aсos en unas cuantas semanas. Estaba triste. «La loca de la
casa» habнa abandonado indudablemente aquel desvбn de su cuerpo en el
que tantas cabriolas llevaba hechas.
Al encontrarse con algъn grupo de mнseros compatriotas, intentaba
reanimarlos lo mismo que cuando hablaba en la plaza pъblica bajo el
aleteo de las banderas, coreado por trompetas y tambores.
--Esto pasarб pronto. He recibido magnнficas noticias, que no puedo
decir.... ЎLos nuestros se aproximan!
Pero su voz tenнa el sonido de una moneda falsa. Necesitaba engaсarse б
sн mismo para hablar con el entusiasmo de otros tiempos, y «la loca de
la casa» Ўay! parecнa haber muerto.
Un dнa, los alemanes, aburridos sin duda de repetir monуtonamente los
mismos procedimientos de intimidaciуn--quema de edificios,
fusilamientos, trabajos forzados--, pusieron en prбctica un nuevo
suplicio. La esclavitud del vencido, castigo de las guerras antiguas,
fuй resucitada por los invasores. Una parte del vecindario se viу
deportada al interior de Alemania para trabajar las tierras del
vencedor.
Viejos, mujeres y adolescentes formaron una masa de desesperaciуn y
miseria, encuadrada por los caballos y las lanzas de los jinetes
alemanes. Al frente de este rebaсo de esclavos figuraban, para mayor
escarnio, los dos vecinos mбs respetables que habнan quedado en la
ciudad: Simoulin y su discнpulo Pierrefonds.
--Comandante--dijo el poeta una vez mбs--, piense que el heroнsmo que se
sacrifica es mбs grande, etc....
Le daba miedo el aspecto del veterano. Tenнa los ojos inyectados de
sangre; bufaba de cуlera, haciendo temblar su bigote. Parecнa no oнr б
su maestro. Pensaba por primera vez que habнa sido una gran torpeza no
moverse de la ciudad. Envidiaba б los que podнan morir en el frente.
«ЎEl comandante Pierrefonds llevado en cuadrilla, como un esclavo
negro!... ЎIra de Dios!»
Habнa pasado los dнas oculto en su casa, para no ver б los invasores. Su
ama de llaves le evitaba toda salida, temiendo que hiciese un disparate.
Pero ahora los tenнa ante sus ojos; podнa verlos de cerca....
No eran muchos: un destacamento de infanterнa y unas cuantas parejas de
hulanos iban б escoltar б los deportados hasta otra estaciуn algo
lejana.
Un jefe ъnico vigilaba desde lo alto de su caballo los preparativos de
marcha de este rebaсo dolorido: un militar pбlido y de una delgadez
ascйtica. Simoulin creyу ver en йl una expresiуn de cansancio y de
remordimiento. Tal vez exageraba su rigidez militar para hacer menos
visible la vergьenza que le producнa esta vil funciуn de guardador de
esclavos.
Pierrefonds, en cambio, le miraba fijamente, por ser el jefe. Al iniciar
el grupo su marcha, pasando ante el caballo del alemбn, estallу la
cуlera del comandante, muda y reconcentrada hasta entonces. Quiso morir
fusilado antes que dar un paso mбs.
--ЎAbajo Guillermo! ЎMueran los verdugos!--gritу con una voz ronca.
El hombre б caballo parpadeу vivamente bajo la visera de su gorra, hizo
un movimiento de sorpresa y de cуlera; quedу indeciso contemplando al
prisionero. Los ojos agresivos de йste parecieron devolverle la calma, y
mirу б otra parte, levantando los hombros levemente.
«ЎSuicida!» Y esta palabra, que pareciу proferir el enemigo con su
indiferencia afectada, irritу aъn mбs al comandante. Tambiйn le irritу
el automatismo de aquellos soldados, que indudablemente le habнan
entendido; pero eran incapaces de oнr mientras no oyese su jefe.
Quiso lanzar por segunda vez el insulto, pero no pudo. Alguien le tiraba
del brazo; una cara se pegaba б la suya, hundiendo en sus ojos una
mirada de espanto.
--ЎPierrefonds! ЎAmigo mнo! їEstб usted loco? ЎPor Dios, cбllese! Va
usted б conseguir que nos fusilen б todos.
Y Simoulin dijo esto con tal expresiуn de angustia, que el comandante
desistiу de continuar.
Pero el miedo sufrido hizo rencoroso al poeta.
--ЎQuй disparate!--continuу diciendo--. ЎPero eso es una niсada sin
objeto, impropia de su edad!...
Y transcurrieron muchos dнas sin que el grande hombre le perdonase el
susto pasado.
A pesar de los sufrimientos de su esclavitud, cada dнa mayores, Simoulin
decнa de pronto, mirбndole con ojos severos:
--Pero їdуnde tenнa usted la cabeza?... їQuй se propuso usted al lanzar
aquellos gritos absurdos?... їQuerнa usted mi muerte y la de tantos
infelices?
III
Al terminar la guerra recobrу poco б poco la ciudad su antiguo aspecto.
Empezaron б volver б ella los vecinos huнdos, y los que habнan soportado
durante mбs de cuatro aсos la dominaciуn extranjera les relataban sus
miserias.
Regresaron tambiйn en pequeсos grupos los deportados al interior de
Alemania, pero su nъmero habнa disminuido durante la esclavitud. Eran
muchos los que se quedaban para siempre en las entraсas de aquella
tierra aborrecida y hostil.
Entre tantas desgracias, representaba una alegrнa para la ciudad la
certeza de que Simoulin, «nuestro poeta», no habнa muerto. Es mбs; al
principio, los enemigos lo habнan tratado sin ninguna consideraciуn,
pero el mйrito no puede permanecer mucho tiempo en la obscuridad, y
cierto profesor alemбn que habнa sostenido en otro tiempo
correspondencia con el grande hombre sobre hallazgos arqueolуgicos, al
saberle prisionero, consiguiу trasladarlo б su ciudad, haciйndole mбs
llevadero el cautiverio. El poeta hizo partнcipe de esta buena suerte al
comandante, en su calidad de numismбtico, y para los dos transcurriу el
perнodo de cautiverio en una dependencia humillante pero soportable.
La ciudad, б pesar de sus recientes tristezas, hizo grandes preparativos
para recibir б Simoulin б su vuelta de Alemania. Ya era algo mбs que un
gran poeta, gloria de su paнs adoptivo; habнa pasado б convertirse en
hйroe, digno de servir de ejemplo б las generaciones futuras. Cuando
tantos huнan, йl continuaba en su puesto, y el brillo de su gloria era
tal, que los feroces enemigos habнan acabado por respetarlo, tratбndole
casi con tanta admiraciуn como sus convecinos.
Un aplauso inmenso saludу б Simoulin al descender del tren. «ЎQuй viejo
estб!» Y las mujeres, vestidas de luto, lloraban, olvidando
momentбneamente sus dolores para no ver mas que los sufrimientos del
adorado grande hombre. Pero aunque habнa perdido en el destierro una
parte de su cabellera de plata, conservaba intacto su entusiasmo, su
inquietud movediza, su verbosidad lнrica, que volviу б estremecer la
ciudad lo mismo que un soplo primaveral.
Detrбs, como un perro fiel, llegaba Pierrefonds, sin que los aсos de
esclavitud hubiesen dejado en йl ninguna huella aparente, reconcentrado
y agrio lo mismo que antes, pero con una expresiуn de inmensa melancolнa
en los ojos. Los alemanes le habнan robado su colecciуn de monedas. Ya
no le quedaba en su casa mas que el ama de llaves. їQuй entretenimiento
podнa encontrar un hombre despuйs de esto?... їEra posible, б sus aсos,
empezar una nueva colecciуn?...
Desalentado, seguнa б Simoulin por la fuerza de la costumbre, abriйndose
paso entre un gentнo que aclamaba al maestro y no lo reconocнa б йl.
Cuando el poeta, conducido en alto por un grupo de jуvenes, fuй
depositado en el gran balcуn del Palacio Municipal, extendiу sus manos
augustas sobre la plaza negra de muchedumbre y rompiу б hablar como en
sus mejores tiempos.
Pasarбn varias generaciones antes que se extinga en el paнs el recuerdo
de este discurso.
ЎQuй de aplausos! ЎQuй de lбgrimas de emociуn!... El poeta describiу el
martirio de la ciudad; los sufrimientos de sus hijos, arreados como
esclavos; la agonнa de los que murieron de miseria lejos de la amada
tierra natal.
Luego creyу llegado el momento de hablar un poco de su persona.
--No me tributйis honores--dijo modestamente--. He cumplido mi deber, lo
mismo que mis compaсeros de desgracia. Todos nos hemos mostrado grandes
y altivos frente al invasor; todos hemos sido hйroes con el heroнsmo del
que se sacrifica, mбs poderoso mil veces que el heroнsmo que vence.
Aquн tuvo que detenerse, ahogada su voz por el estrйpito de una ovaciуn
inmensa.
--Permitidme, para terminar--continuу--, que os relate una breve
historia, como demostraciуn de lo que puede el heroнsmo humano cuando no
teme б la muerte. Callarнa, si mi persona fuese la ъnica que figurу en
este suceso; pero otro que estб cerca de mн hizo tanto como yo, y mi
modestia no debe arrebatarle la gloria que le corresponde.
Simoulin describiу la salida del triste rebaсo humano conducido б la
esclavitud. Al frente iban йl y el comandante.
--Y al pasar ante el jefe de aquellos bandidos, Pierrefonds y yo,
estrechamente abrazados, deseando morir, le gritamos en pleno rostro:
«ЎAbajo Guillermo! ЎMueran los verdugos!»
El comandante, que estaba en el balcуn junto al grande hombre, abriу los
ojos con asombro y espanto, mientras le temblaban los bigotes, como si
no pudiese contener una avalancha de frases de protesta.
Pero el orador, uniendo la acciуn б la palabra, se habнa abrazado б йl
nerviosamente, desafiando con la mirada б un enemigo imaginario y
dispuesto al fusilamiento. Ademбs, era imposible hablar. La muchedumbre
rugнa de entusiasmo; los aplausos sonaban como una granizada
interminable.
«La loca de la casa» habнa resucitado, haciendo otra vez de las suyas.
Y el comandante, librбndose del abrazo, acabу por inclinar su cabeza,
rojo de vergьenza al pensar que aceptaba una mentira, pero agradeciendo
al pъblico aquella ovaciуn, la primera de toda su existencia.
IV
Transcurrieron dos aсos. Hasta en Parнs se hablу muchas veces del
heroнsmo del poeta Simoulin, que quiso morir insultando б los invasores.
ЎViejo heroico!...
En la ciudad todos conocнan su grito. Ya no era sуlo «nuestro poeta»;
era el hombre que habнa gritado: «ЎAbajo Guillermo! ЎMueran los
verdugos!» Hasta los niсos de las escuelas sabнan esto, por haberlo oнdo
б sus profesores, y al encontrar al seсor Simoulin se descubrнan con
veneraciуn, como si viesen pasar la bandera de la patria.
El comandante Pierrefonds vivнa desorientado, dudando de sus sentidos,
creyйndose algunas veces juguete de «la loca de la casa» que tambiйn
llevaba en lo mбs alto de su cuerpo, como todos los seres humanos, pero
que hasta entonces habнa vivido dormitando y ahora empezaba б
atormentarle con sus jugarretas.
Tenнa la seguridad de que el maestro habнa hablado de йl en su
discurso. Es cierto que se atribuyу, por un exceso imaginativo, la mitad
del acto de su discнpulo, pero concediйndole generosamente la otra
mitad. De eso estaba seguro Pierrefonds. Recordaba con orgullo los
aplausos del pъblico dirigidos б su persona....
Pero este pъblico ya no se acordaba de йl. La muchedumbre parecнa haber
perdido la memoria. Nadie se imaginaba ya al grande hombre abrazбndose
al comandante para morir. Las masas no aman la gloria colectiva, б causa
de su vaguedad; quieren algo preciso й individual, les gusta el hйroe
aislado y bien б la vista. Y por esto hablaban todos del grito del seсor
Simoulin, del heroico reto del seсor Simoulin б los enemigos, sin
mencionar para nada al comandante.
El grande hombre, contagiado por el olvido general, tampoco recordaba su
invenciуn del abrazo y la hazaсa en comъn. Veнa las cosas como querнa
verlas «la loca de la casa»; se contemplaba elevando la diestra--tal vez
como le iba б representar en lo futuro una estatua de bronce en el mejor
paseo de la ciudad--y lanzando el grito famoso. Hasta podнa describir
exactamente, con su gran poder imaginativo, cуmo ocurriу el hecho. Y al
transcurrir el tiempo, iba encontrando en su memoria nuevos detalles que
aсadir б la primitiva visiуn, todos de indiscutible veracidad.
El comandante empezу б aborrecer de un modo definitivo todo lo que le
rodeaba. Muchas veces dudу de sн mismo. їLo que йl creнa la verdad no
serнa un sueсo, y los otros, al olvidarse de йl, estarнan verdaderamente
en lo cierto?...
Luego, recobrando la fe en sн mismo, despreciaba б sus conciudadanos y
no querнa salir de su casa.
їPara quй ver gentes? їPara oнrles alabar al seсor Simoulin y su grito
histуrico?...
Ya no veнa al maestro. Le resultaba intolerable la inocente seguridad
con que describнa su hazaсa. «La loca de la casa» se mostraba en йl como
una desvergonzada, indigna del trato con personas decentes. Ademбs, los
alemanes le habнan robado sus monedas y sus medallas, y le era doloroso
volver б conversar con el maestro sobre cuestiones numismбticas.
Su ъnica ocupaciуn fuй bostezar leyendo libros viejos, regar su pequeсo
jardнn y hacer comparaciones entre su vejez y la de su ama de llaves.
Un dнa, viу turbada esta soledad. Le visitaron los organizadores de un
banquete en honor de «nuestro poeta», con motivo de la nueva
condecoraciуn que le habнa concedido el gobierno.
Iba б ser la fiesta mбs importante de todas las que se habнan tributado
al grande hombre. Tal vez la ъltima. ЎEl pobre estaba tan viejo!...
Vendrнan de Parнs diputados y senadores; hasta el ministro de
Instrucciуn pъblica habнa prometido su asistencia.
--Y el maestro--continuaron los organizadores--ha preguntado por usted.
Se extraсa de no verle. ЎLe gustarнa tanto tenerlo cerca, en la mesa!...
El enfurruсado comandante se negу б asistir б la fiesta, pero su vieja
compaсera le aconsejу lo contrario. Le convenнa ver б sus antiguos
amigos; necesitaba distraerse....
Al fin, accediу. Le habнa conmovido la suposiciуn de que esta fiesta en
honor de su antiguo maestro podнa ser la ъltima. Deseaba verle. ЎQuiйn
sabe si no le verнa mбs!...
La noche del banquete, el poeta le recibiу con los brazos abiertos.
--ЎAh, Pierrefonds!... ЎValeroso compaсero de miserias y de
esclavitud!...
Y lo presentу al ministro y б todos los personajes llegados de Parнs.
--Un hйroe, seсores; un verdadero soldado y un gran patriota.
Pierrefonds gruсiу dulcemente, y su bigote se contrajo con algo que
parecнa una sonrisa. Se sintiу arrepentido interiormente de sus cуleras.
El maestro era bueno; su fama la repartнa con los humildes. Todo lo
anterior habнa sido, indudablemente, obra de los envidiosos, que
deseaban separarlos.
Durante el banquete, Simoulin no le perdiу de vista. El comandante no
podнa estar a su lado; aspirar б esto hubiera sido un disparate. El
maestro tenнa por vecinos de mesa б los grandes personajes venidos de la
capital. Pero lo habнa hecho sentar al alcance de su voz y de sus ojos,
y hasta levantу su copa una vez mirando a Pierrefonds.
--ЎA la salud de mi heroico compaсero!...
ЎSimpбtico maestro! їCуmo no quererle?... Su alma desconocнa la
injusticia.
Al llegar la hora de los brindis, hablaron como una docena de seсores.
Luego, el poeta pronunciу su discurso de gracias.
Fuй una hermosa pieza oratoria; y como Simoulin, б pesar de su lirismo,
gustaba de tener siempre un tema fijo, en torno del cual podнa enroscar
caprichosamente sus improvisaciones, escogiу uno: «el valor cнvico y el
valor guerrero».
Inъtil es decir que, desde los primeros pбrrafos, el pobre valor
guerrero quedу muy por debajo del valor cнvico.
Tal vez por esto, Pierrefonds, que era militar, empezу a sentir cierta
inquietud. Le daban miedo los ojos brillantes del maestro, unos ojos
juveniles, detrбs de cuyos cristales empezaba б danzar «la loca de la
casa». Adivinу que el alma del poeta no estaba allн. Volaba por un mundo
fantбstico, y volverнa dentro de unos instantes, derramando sobre la
mesa, como flores reales, todas las rosas quimйricas recogidas en su
viaje. їQuй iba б decir?... Su palabra continuaba fluyendo, sonora,
fбcil, entusiбstica.
--Y para terminar, seсores, puedo citaros un ejemplo, que harб ver,
mejor que todas mis palabras, lo que son los dos valores.
»Aquн estб mi amigo el comandante Pierrefonds, mi compaсero de
cautiverio, un verdadero hйroe, un soldado cubierto de condecoraciones y
de heridas, que realizу las mayores hazaсas en nuestras guerras
coloniales. Su valor guerrero es indiscutible. Yo no soy mas que un
pobre poeta, capaz, en determinados momentos, de mostrar cierto valor
cнvico.
»Ya conocйis la escena de nuestra salida de esta ciudad como prisioneros
de los alemanes. La prensa, el libro y hasta el grabado han reproducido
esta escena, tributбndome con ello una gloria que no merezco. Yo
gritй.... lo que gritй; fuй algo superior б mi voluntad, que tal vez me
aconsejaba ser prudente. Pero el valor cнvico, cuando despierta, no
conoce el peligro.
»Y apenas gritй «ЎAbajo Guillermo! ЎMueran los verdugos!» este hombre de
guerra, hйroe de cien campaсas, tal vez porque tiene un sentido de la
realidad mбs exacto que yo, que no soy mas que un pobre poeta, me agarrу
las manos, suplicбndome: «ЎPor Dios, maestro! ЎNada de locuras! ЎNos va
usted a hacer matar a todos!...» Esto no lo habrб olvidado seguramente
mi querido camarada de infortunio. Y como es un soldado de valor
indiscutible, podrб reconocer tambiйn sin rubor alguno que tal vez en
aquella ocasiуn sintiу cierto miedo, el primer miedo de toda su vida.
El comandante no pudo protestar. Una aclamaciуn ensordecedora habнa
interrumpido la elocuencia del orador. Todos le tendнan las manos,
conmovidos por la sinceridad y la sencillez de sus palabras. Y el poeta
heroico se sentу, jadeando de emociуn y de fatiga. Su discurso habнa
terminado.
Pierrefonds optу por marcharse, sin que el pъblico reparase en su fuga,
ni en sus gestos colйricos, ni en las palabras de indignaciуn que iba
barboteando.
Despuйs de aquella noche, nadie le ha visto mбs.
Tal vez no quiere salir б la calle; tal vez ha renunciado para siempre б
vivir en la misma ciudad que el poeta y su «loca de la casa».
LA SUBLEVACIУN DE MARTНNEZ
I
Despuйs que triunfу la revoluciуn, y sus caudillos, instalados
definitivamente en la capital de Mйjico, se repartieron los principales
cargos--desde presidente de la Repъblica hasta rector de la
Universidad--, el valeroso Doroteo Martнnez empezу б sentirse aburrido,
sin atinar con la causa.
En verdad, no podнa quejarse de su suerte. Seis aсos antes era segundo
capataz en la hacienda de un gran seсor que pasaba la mayor parte del
tiempo en Parнs.
Un dнa montу a caballo para seguir б los vengadores de Madero y derribar
a su asesino Huerta. їPor quй no habнa de ser revolucionario, б
semejanza de otros mejicanos de tan humilde origen como йl, que llegaban
б ministros y hasta presidentes?... Guadalupe su mujer, carбcter
despуtico, opuesto sistemбticamente б todas sus decisiones, aceptу esta
vez con entusiasmo el proyecto de dedicarse б la guerra.
--A ver si llegas a general--le dijo--. ЎEstб una tan cansada de ver
generalas que empezaron siendo criadas!...
El miedo a la mujer, una buena suerte incansable y el afбn de que su
nombre apareciese en letras de imprenta y fuese cantado en verso con
acompaсamiento de guitarra, le empujaron en su ascensiуn gloriosa. A los
treinta aсos se viу general de brigada, sin haber tropezado con grandes
obstбculos. Su astucia de campesino le hizo saltar oportunamente de un
grupo б otro en las contiendas civiles que surgieron al final de la
revoluciуn, adivinando quiйn iba б triunfar y quiйn iba б sumirse para
siempre en la desgracia y el olvido.
Su primer jefe y maestro fuй Pancho Villa. A sus уrdenes hizo la mayor
parte de la guerra; pero al verlo en lucha con Carranza, presintiу que
este antiguo «ranchero», de porte solemne y aseсorado, al que llamaban
«el viejo barbуn», tenнa mбs aspecto de presidente que el antiguo
bandido, y se fuй con йl.
Por segunda vez Guadalupe reconociу que su esposo era б veces capaz de
resoluciones acertadas.
El guerrillero, durante la presidencia de Carranza, conociу todas las
dulzuras del poder. De la capital de Mйjico le llegaban grandes sobres
con el sello del gobierno llevando esta inscripciуn: «Al ciudadano
general Doroteo Martнnez, comandante de las tropas en operaciones.»
Su autoridad se extendнa nominalmente sobre un territorio mбs grande que
algunas naciones de Europa, pero sуlo era efectiva en la poblaciуn donde
habнa establecido su Estado Mayor y en otros grupos urbanos ocupados por
sus tropas.
La importancia de estas tropas tambiйn era mбs ilusoria que real. Vistas
desde las oficinas ministeriales de Mйjico, constaban de una docena de
miles de hombres, con casi igual nъmero de caballos. Sobre el terreno de
las operaciones los regimientos se achicaban hasta convertirse en
partidas; los miles de combatientes bajaban б ser centenares; y los
caballos, que debнan estar prуximos б morir de un reventуn, segъn las
montaсas de forraje que llevaban consumidas--a juzgar por las cuentas
pagadas por el Ministerio de la Guerra--, eran escuбlidos jamelgos que
pastaban en los campos de los particulares, alimentбndose б la ventura
con lo que podнan encontrar.
El general, siguiendo una respetable tradiciуn, se guardaba
tranquilamente los sueldos de los combatientes que no existнan y el
valor de los piensos que jamбs habнan olido sus caballos. De algъn modo
debнa pagar la patria los servicios pretйritos de sus hйroes y los que
le seguirнan prestando en el resto de sus dнas.
Continuaba en guerra el paнs. En vano el gobierno de la capital hacнa
decir б los periуdicos que sуlo se mantenнan en armas algunos bandidos,
б los que pensaba exterminar de un momento б otro. Lo de que fuesen
bandidos у no lo fuesen quedaba reservado б la apreciaciуn siempre
divergente de los gobernantes y de sus enemigos; pero lo cierto era que
los que corrнan montes y campos, haciendo saltar trenes con dinamita,
quemando poblaciones, fusilando prisioneros y llevбndose mujeres, habнan
convivido como camaradas de armas con los mismos que marchaban ahora en
su persecuciуn.
Martнnez se tuteaba con todos los insurrectos que tenнa encargo de
fusilar asн que cayesen en sus manos. Meses antes eran todavнa tan
generales como йl. Hasta le obligaban б marchar contra su antiguo нdolo
el temible Villa, y procuraba hacerlo con la mayor discreciуn, como un
esgrimista novel que se bate con su maestro.
Perseguidos y perseguidores parecнan evitar los golpes decisivos. Los
adversarios de Martнnez propalaban en la capital que йste tenнa mбs
empeсo en eternizar la guerra que los mismos insurrectos. La paz
significaba para йl, como para los otros jefes de operaciones, la
supresiуn de los regimientos fantasmas y de los piensos de la caballada
no menos irreales.
Pero el valeroso Doroteo despreciaba estas invenciones de la
malevolencia. ЎQuй hombre ilustre carece de envidiosos!
Habнa perdido su timidez de los primeros tiempos de la revoluciуn,
cuando rondaba en torno de los caudillos principales como un oficial de
lealtad perruna, siempre dispuesto б encargarse de las misiones
peligrosas. Empezaba a creer que habнa nacido para cumplir una misiуn
histуrica, segъn afirmaban sus aduladores. Al marcharse б la guerra,
sуlo sabнa trazar su firma como un jeroglнfico, y aun esto lo habнa
aprendido durante unos meses que pasу en la cбrcel б causa de ciertas
puсaladas recibidas por alguien que pretendнa casarse con la que ahora
era su mujer. Durante la guerra se familiarizу con la literatura
declamatoria de las proclamas y los artнculos revolucionarios, y pudo
llegar б leer de corrido estos impresos, siempre que fuesen de letra
gruesa.
Ahora tenнa como secretario б un periodista traнdo de la capital, joven
poeta, que redactaba todos los decretos que el comandante de operaciones
dirigнa б los pobladores de su territorio, tratando en ellos muchas
veces sobre los destinos de la humanidad futura y la revoluciуn
universal, como si fuesen dedicados б los habitantes del planeta entero.
Al verse tan bien servido por la pluma del secretario, Martнnez, cuando
no estaba de operaciones, sentнa la necesidad de convertir en leyes
todas las ideas simples y nuevas para йl que hervнan en su cerebro.
--Sandoval, vamos б escribir media docena de decretos--decнa despuйs de
las comidas, como si esto suavizase su digestiуn.
Y б un mismo tiempo legislaba sobre la limpieza de las calles de la
ciudad, sobre el amor libre, sobre la hora de empezar el espectбculo en
los cinematуgrafos y sobre un nuevo reparto de la propiedad rural. Los
decretos siempre terminaban condenando б ser pasados por las armas б
todos los que desobedeciesen las уrdenes de su autor. La gente,
familiarizada con el peligro y la muerte, no hacнa gran caso de ellos.
ЎEran tantos los decretos, y por otra parte tan poco numerosas las
personas del distrito que sabнan leer!
Pero si rara vez llegaban б ser una realidad positiva, estos documentos
servнan de un modo maravilloso al general cuando deseaba suprimir б
alguien. Siempre ocurrнa que este importuno habнa desobedecido alguna de
sus leyes tan minuciosas y tan diversas, y el Consejo de guerra que se
reunнa en el _foyer_ del teatro de la ciudad no necesitaba discutir
mucho para enviar al acusado al cementerio, lugar donde se verificaban
los fusilamientos de rebeldes, evitбndose de este modo las molestias de
una larga conducciуn de los cadбveres.
Estos castigos extremados apenas alteraban la popularidad de Martнnez.
ЎQuй general no habнa hecho otro tanto! En el populacho, medio indio,
persistнa el alma de sus crueles ascendientes, los cuales veneraban б
sus dioses cuanto mбs sedientos se mostraban de sangre y segъn el nъmero
de vнctimas б las que se extraнa el corazуn en sus altares.
Ademбs, Martнnez casi gozaba honores de gloria nacional. Su secretario
rara vez lo designaba por su apellido. Era por antonomasia «el hйroe de
Cerro Pardo», lugar donde habнa batido б los «soldados de la tiranнa»
durante la revoluciуn. Otros generales se veнan venerados como
semidioses por haber perdido un brazo у una pierna. Martнnez habнa
perdido una oreja en Cerro Pardo, y mostraba con orgullo su sien mocha
en las ceremonias oficiales. Pero con una guedeja de su largo cabello
procuraba ocultar la falta del pabellуn auditivo, siempre que, abusando
de la adormecida fiereza de la generala, se atrevнa б visitar б ciertas
seсoras admiradoras de su heroнsmo.
Muchas de las comunicaciones que enviaba Sandoval al gobierno de Mйjico
eran devueltas con una nota pidiendo un estilo mбs claro, por considerar
el texto incomprensible. El hйroe se indignaba.
--їPara esto hemos hecho la revoluciуn? En el Ministerio de la Guerra no
hay mas que gente atrasada; reaccionarios que no pueden entender lo que
es el simbolismo.
Como todos los simples que sуlo han recibido una instrucciуn primaria y
tardнa, amaba con entusiasmo el estilo complicado y los neologismos que
exigen largas explicaciones.
El libro mбs interesante de la йpoca presente iba б ser la _Historia del
general Doroteo Martines_, obra voluminosa que estaba escribiendo su
secretario. De ella, lo mбs apreciado por el autor y por el protagonista
era el «Capнtulo ochenta y dos», titulado asн: «De cуmo el general, a
pesar de ser antimilitarista, comunista y бcrata, se viу obligado б
fusilar б doscientos cincuenta compaсeros de armas que se rebelaron
contra el gobierno, faltando б la disciplina.»
En la vida ordinaria era una buena persona, que hablaba con voz tнmida,
ceceando lo mismo que un niсo, y si su interlocutor le miraba fijamente,
apartaba los ojos como avergonzado. Los efectos de su bondad y su
sencillez se extendнan hasta Europa. Como ejercнa una autoridad de
procуnsul sobre su comarca natal, una de sus primeras disposiciones fuй
apoderarse de la gran propiedad en la que habнa trabajado como humilde
capataz.
El propietario, residente en Parнs, recibiу de йl una carta dulce y
respetuosa: «Venga usted por aquн, patroncito; tendrй un verdadero gusto
en verle. Arreglaremos cuentas sobre su hacienda. Le manifestarй mi
agradecimiento por sus bondades con este su antiguo servidor.»
Pero el propietario, que era mejicano y conocнa б su gente, no pensу un
momento en volver б un paнs donde los capataces se convierten en
generales. Se sentнa mejor cerca de los Campos Elнseos, aunque tuviera
que recurrir б prйstamos y trampas para compensar las rentas que ya no
llegaban del otro lado del Ocйano. Preferнa ver el Arco de Triunfo con
hambre, antes que la sonrisa melosa y los ojos terriblemente dulces del
hйroe de Cerro Pardo.
Los comerciantes de la ciudad, extranjeros todos ellos que daban parte б
Martнnez en sus negocios y no se atrevнan б acometer empresa alguna sin
tenerle por consocio, le habнan regalado por suscripciуn una espada
«artнstica» y un uniforme de general.
Este uniforme, mezcla de japonйs y de alemбn, quedу en una silla, bajo
la mirada pensativa del hйroe. La gorra con entorchados deslumbrantes y
un бguila de oro enorme, los bordados de las mangas y las hombreras,
parecнan herir su vista.
--Yo soy un ciudadano--dijo б su secretario--. (No olvide usted,
Sandoval, de repetirlo en el libro.) Yo soy un ciudadano, y estos
uniformes son los que perdieron б muchos de mis camaradas que han muerto
fusilados por traidores.
Y como йl preferнa ser ciudadano, siguiу usando sus trajes civiles, una
indumentaria soсada sin duda en sus tiempos de pobreza como algo
magnнfico y quimйrico: trajes de paсo azul celeste у verde esmeralda,
corbatas y paсuelos con las tintas del arco iris, productos de fбbricas
misteriosas de Inglaterra у los Estados Unidos, cuya existencia ignora
el comъn de los mortales y que parecen trabajar ъnicamente para la
elegancia masculina de los trуpicos. Una placa de esmalte con un бguila,
fija en una de sus solapas, revelaba б los demбs mortales su condiciуn
de general.
Pero un dнa se mostrу en los salones del antiguo palacio del obispo,
convertido en comandancia de armas, vistiendo el deslumbrante uniforme.
--Somos dйbiles, Sandoval--dijo melancуlicamente--. Me lo he puesto para
dar gusto б la generala.
Un viejo tendero espaсol--el iniciador de la suscripciуn--se entusiasmу
al verle.
--Estбs mбs hermoso que el sol. Pareces Bismarck...pareces Hindenburg.
Asн deberнas ir todos los dнas, Doroteнto.
Y le acariciaba el vientre con suaves palmadas. Era el ъnico que podнa
tutearle, como un privilegio de la йpoca en que el general frecuentaba
la tienda del _gachupнn_ como simple peуn, llevбndose al fiado de comer
y de beber. Ademбs, este personaje opulento y respetable era el que se
encargaba de figurar como ъnico contratista en todos los servicios de
las tropas.
Para darle gusto, asн como б su Guadalupe, se sacrificу al fin el
general, vistiendo su uniforme de gala siempre que estaba en la ciudad.
Al salir de operaciones volvнa б cubrirse con el enorme sombrero
mejicano, poco menor que un paraguas, ъnica prenda uniforme de sus
soldados en tiempo ordinario.
Su gloria y su poder no encontraban obstбculo alguno en el rincуn de la
Repъblica sometido б su autoridad. Los jуvenes empleados en los
ministerios de la capital se agrupaban para reir, leyendo en voz alta
las comunicaciones enviadas por el hйroe de Cerro Pardo.
Los grandes periуdicos comentaban con una ironнa algo miedosa las
sublimidades laberнnticas de su estilo. Pero el presidente y los
ministros restablecнan el prestigio del hйroe:
«їMartнnez?... Algo tonto y vanidoso, pero un hombre leal, un soldado
fiel, y ademбs un hйroe.»
Era tan comъn en la historia del paнs la traiciуn, el sublevarse los
generales contra el gobierno con las mismas tropas facilitadas por йste,
que Doroteo resultaba un personaje excepcional.
Todo cuanto hiciese se lo tolerarнan los gobernantes. Firmemente
asegurado en su situaciуn, no temнa б Dios ni б los hombres.
Ъnicamente una persona le infundнa miedo: su mujer.
II
Cuando el capataz Doroteo dejу de trabajar para irse con los
revolucionarios, Guadalupe no dudу un momento en seguirle.
Un mejicano debe ir б todas partes con su mujer, hasta б la guerra. Lo
mismo los defensores del gobierno que los revolucionarios, llevaban con
ellos б sus mujeres, apodadas «soldaderas», que eran las que remediaban
la ausencia de administraciуn militar, cuidando cada una del alimento de
su hombre.
Durante las marchas iban б vanguardia, rodeadas de enjambres de niсos y
con las ropas de la familia formando un lнo sobre su cabeza. Lo robaban
todo, arrasaban los campos, como una nube de langosta, y cuando las
tropas hacнan alto, encontraban ya la hoguera ardiendo y la comida en su
punto. Los primeros contactos entre ambos bandos los realizaban casi
siempre las dos vanguardias de «soldaderas». Olvidando momentбneamente
su antagonismo, se vendнan unas б otras lo que consideraban superfluo.
El defensor del gobierno, por mediaciуn de su compaсera, facilitaba
vнveres al rebelde. Otras veces ocurrнa lo contrario.
La moneda carecнa casi siempre de valor en estas transacciones. El bando
falto de municiones sуlo querнa vender su pan б cambio de cartuchos, y
el que los tenнa los entregaba, ansioso de comer, sin fijarse en que,
horas despuйs, estos mismos proyectiles podнan darle la muerte. Al
entablarse el combate, las «soldaderas» y sus enjambres de chiquillos se
retiraban б retaguardia. Otras veces, si el momento era angustioso, la
hembra se mezclaba en la pelea para sostener al compaсero herido y
seguir tirando con su fusil.
Guadalupe viviу asн; hizo marchas interminables б pie у б la grupa del
caballo de su hombre. Pero como Doroteo obtuvo rбpidamente sus primeros
ascensos, pronto se elevу sobre la muchedumbre de «soldaderas» de tez
amarillenta, cabellera aceitosa y ojos ardientes, asombrosamente flacas.
Fuй la capitana Martнnez, luego la comandanta, y ya no tuvo que avanzar
al trote junto б los jinetes, llevando sobre su cabeza el colchoncillo y
las ropas que constituнan el ajuar andante del matrimonio. Doroteo,
excelente esposo, habнa matado б un oficial del gobierno para regalarle
б ella su caballo.
Al ser coronel, su generosidad marital deseу algo mбs.
--ЎSi pudiese robar un automуvil para «la vieja»!...
«La vieja» era Guadalupe, que tenнa entonces veintisйis aсos. No
resultaba difнcil hacerse dueсo de un automуvil. Abundaban mucho en un
paнs vecino б los Estados Unidos y con la frontera libre. No habнa
revolucionario de alguna graduaciуn que no tuviese el suyo. La
importancia de los jefes se medнa por los parques de automуviles que
llevaban detrбs de ellos.
Y la coronela hizo la guerra en un vehнculo americano. Su adquisiciуn
sуlo costу б Martнnez dos palabras breves y el apoyar su revуlver en el
pecho del primitivo dueсo.
El chуfer era un mestizo de enorme sombrerуn y descalzo, que llevaba el
fusil entre las dos manos fijas en el volante. Dentro iba Guadalupe y
toda su casa: un lнo de colchones, dos sacos para la ropa sucia, una
criadita mestiza que se sentaba б sus pies, tres gatos y un perro en la
banqueta, junto б la seсora, y un loro que se paseaba por la capota
recogida, sirviendo de remate trasero б este vehнculo triunfal. Todos
los automуviles ignoraban la limpieza desde muchos meses. La lluvia y el
barro habнan cubierto su exterior con una costra parda y agrietada.
Parecнan forrados de piel de elefante. Como la esposa de Martнnez era
relativamente esbelta, su vehнculo se limitaba б chillar por la falta de
aceite y de aseo. Otros tenнan un muelle roto y saltaban sobre sus
ruedas, acostбndose como una barca prуxima б zozobrar. Siempre se
inclinaban del lado donde acostumbraba б sentarse la generala у la
ministra, con la abrumadora majestad de su centenar de kilos carnales.
Los revolucionarios marchaban como lo permitнan las exigencias
topogrбficas: unas veces en fila, extendiйndose leguas y leguas; otras
en masa horizontal б travйs de las llanuras, llevando en torno un
segundo ejйrcito de mujeres y chiquillos. Lo mismo habнan avanzado en
otros siglos las grandes invasiones histуricas. Eran como las antiguas
naciones en marcha, que arrastraban detrбs de ellas los seres y los
muebles que forman la familia.
Algunas veces llegaban б ser veinte mil, todos б caballo, sin
medicamentos, sin vнveres, confiando al azar la vida del dнa siguiente.
Cada uno hacнa la misma recomendaciуn al camarada: «Si me hieren en el
pecho у en el estуmago, dame un tiro en la cabeza. Prefiero esto б
quedar vivo junto al camino.»
No podнan ser considerados como caballerнa, б pesar de que todos iban
montados. Carecнan de armas blancas y no podнan dar una carga. Eran
infantes que sуlo echaban pie б tierra en el momento de empezar el fuego
contra el enemigo. Hasta los generales llevaban el rifle atravesado
sobre el delantero de la silla.
La ъnica infanterнa era la de los _yaquis_, indios montaсeses que no
habнan querido aprender de los conquistadores espaсoles el arte de
cabalgar y mostraban aъn cierta repugnancia ante el caballo. Estos
_yaquis_ figuraban como enemigos de todos los gobiernos desde la йpoca
de Porfirio Dнaz, que cometiу el sacrilegio de implantar en sus tierras
el telйgrafo y el ferrocarril. Se dejaban convencer fбcilmente por los
revolucionarios, con la esperanza de que йstos les librasen de
innovaciones vergonzosas. En los combates eran los ъnicos que se batнan
avanzando.
La muchedumbre montada, al emprender su marcha todos los amaneceres,
veнa б los _yaquis_ tranquilos en su campamento, como si pensasen
quedarse allн. Cuando al llegar la noche, despuйs de una larga jornada б
caballo, se detenнan para descansar, encontraban instalados ya б los
mismos indios en el lugar designado de antemano, como si hubiesen
llegado volando y sin fatiga aparente. Puestos en cuclillas escuchaban
con atenciуn religiosa el repiqueteo de los tamborcillos pendientes de
las muсecas de sus jefes, instrumentos que servнan б la vez para sus
fiestas y para transmitir уrdenes.
La imagen de su esposa Guadalupe iba unida siempre б estos recuerdos de
la guerra. Al principio la mujer mostraba cierto pavor; el silbido de
las balas parecнa irritar sus nervios. Un dнa, para recoger б su hombre
herido, tuvo que lanzarse en pleno combate, y desde entonces considerу
poca cosa el intervenir en las operaciones de guerra.
Las «soldaderas» hablaban de ella como de una gloria de su sexo,
colocбndola al nivel de los jefes mбs cйlebres de la revoluciуn. Los
hombres, por galanterнa instintiva, admiraban su hazaсas, exagerбndolas,
como si nadie pudiese igualarlas. Todo el ejйrcito repitiу lo mismo al
hablar de los esposos Martнnez. «Йl es un buen soldado, un
valiente...pero como hay muchos. Ella vale mбs. ЎQuй mujer!...»
Su conducta durante la vida azarosa de marchas y campamentos contribuyу
б aumentar su fama. Guadalupe tenнa mal carбcter. Muchas veces, al
rozarse su automуvil con el de alguna generala--igualmente cargado de
colchones, sacos de ropa sucia, cuadrъpedos, aves y numerosos
chiquillos--, empezaban б insultarse ambas damas por si la una pretendнa
cortar el paso б la otra. La coronela, sin consideraciуn б su grado
inferior, recordaba б la generala las aventuras amorosas de su seсora
madre у la йpoca en que sus tнas lavaban la ropa de los soldados. Hasta
que el heroico Martнnez, avisado del incidente, acudнa б todo galope
para meter su caballo entre ambas furias.
Los hombres, al recordar que esta mujer se batнa lo mismo que ellos,
encontraban lуgico que se considerase superior б las otras, gordas aves
domйsticas que se habнan lanzado al campo para marchar detrбs de los
combatientes, escarbando con el pico el terreno de la lucha, en busca de
los residuos de la victoria.
Su fidelidad matrimonial era tambiйn muy admirada. Uno de los grandes
jefes habнa recibido de ella varios latigazos cierto dнa que osу algunos
atrevimientos con la amazona. El mismo personaje golpeado acabу por
arrepentirse, y б impulsos de la admiraciуn, fuй en adelante un
protector de Martнnez y de su esposa.
Cuando Doroteo llegу б general, sus envidiosos atribuyeron toda la
carrera del hйroe б la influencia de Guadalupe. «No es que sea menos
valiente que los demбs--decнan--; pero б causa de su compaсera, los de
arriba se fijan en sus acciones, que, realizadas por otros, quedarнan
ignoradas.»
Al terminar la guerra, cuando Martнnez pasу б ser defensor del gobierno
reciйn constituнdo, Guadalupe no quiso prolongar sus hazaсas militares.
Era ridнculo que la esposa de un comandante de operaciones saliese al
campo б perseguir б los rebeldes, muchos de los cuales habнa conocido
ella meses antes como amigos, teniйndolos por excelentes personas.
Renanciу a las costumbres violentas de campaсa, б los largos galopes, al
automуvil sucio y hasta б las palabrotas aprendidas en sus aсos de
existencia varonil. Fuй en adelante la «seсora generala» y quiso
rivalizar con Martнnez en esplendores de lujo.
Las gentes de la ciudad casi se sintieron cegadas por el resplandor de
las joyas que en ciertos dнas la cubrieron desde la garganta al vientre.
Doroteo habнa trabajado bien, lo mismo que todos los padres de familia
mezclados en la revoluciуn. No tenнa hijos, como los otros, pero tenнa
б Guadalupe; y siempre que en sus correrнas veнa algo vistoso y de
precio, sacaba el enorme revуlver de su funda, diciendo: «Esto para mi
vieja...y esto otro tambiйn.»
Total: que la esposa del hйroe de Cerro Pardo poseнa una colecciуn
enorme de alhajas, y los maliciosos las encontraban iguales б las que
habнan comprado en Londres y en Nueva York ciertas familias del Mйjico
anterior que andaban ahora vagabundas, lejos del paнs.
Guadalupe huнa de la ostentaciуn en los dнas ordinarios y se limitaba б
llevar simplemente media docena de sortijas de brillantes, un reloj con
pulsera de platino en una muсeca, otro igual en la muсeca opuesta y un
tercer reloj mбs grande colgando del cuello.
Asн se mostraba por las tardes б la admiraciуn pъblica, ocupando uno de
los ocho automуviles que poseнa el hйroe como recuerdo de sus campaсas.
Su paseo favorito era la calle central de la ciudad, una alameda con
бrboles seculares, de cuyas ramas pendнan б veces hombres ahorcados.
Eran ladrones, mestizos incorregibles que hurtaban gallinas, hortalizas
y otras cosas igualmente preciosas б pesar de los decretos del general.
Y Martнnez, que era enemigo inexorable del robo, les aplicaba sin
compasiуn la pena decretada por su dictadura revolucionaria.
Guadalupe casi tenнa una corte. Las damas del pasado rйgimen--la
aristocracia del paнs--la visitaban y adulaban, para defender de este
modo su tranquilidad y sus bienes. Los subordinados de su esposo, cuando
deseaban algo, preferнan pedнrselo б la generala, como si creyesen mбs
en su autoridad que en la de Martнnez. Ella los tuteaba con una bondad
superior. Volvнa б ser la compaсera de armas que se habнa encargado
muchas veces de guisar en el campo para su marido y todos los de su
Estado Mayor.
Recordaba con cierta nostalgia los aсos de guerra, pero tenнa por mejor
el tiempo actual. ЎOjalб no se acabasen nunca los insurrectos y su
marido fuese perpetuamente comandante de operaciones!...
Martнnez se sentнa menos contento en su interior. Empezaba б pesarle la
autoridad de su esposa. їDe quй le servнa haber llegado б hйroe
nacional, si Guadalupe le inspiraba un miedo superior б su voluntad? No
valнa la pena haber hecho una revoluciуn para verse privado de realizar
sus gustos.
Luego de pensar esto, miraba б su mujer largamente, con una reflexiva
atenciуn que ella no llegaba б adivinar, acostumbrada б tener en poco
todo lo de su marido. Aъn la encontraba hermosa б los treinta y tantos
aсos, lo mismo que cuando se casaron. Producto de varios cruzamientos de
espaсoles con indias, tal vez habнa ademбs en sus venas cierta parte de
sangre africana. Unos ojos grandes, hъmedos y ligeramente oblicuos; una
dentadura fuerte y deslumbrante entre los labios gruesos de rosa
obscuro; una carne pomposa y pбlida, y una cabellera exuberante, negra y
con tendencia б rizarse apenas la abandonaba el peine, eran los
componentes principales de su belleza.
Asн la viу Doroteo durante diez aсos, como si fuese una criatura
insensible al tiempo, y asн la hubiese visto siempre.
Pero un dнa se diу cuenta de que empezaba б disgregarse su armonнa
corporal, como si las tres sangres que existнan en ella se hubiesen
cansado de permanecer revueltas, aislбndose, para asomar cada una por
separado б la superficie. Sobre la tez blanca empezу б esparcirse una
especie de viruela subcutбnea, formada de puntos negros pequeснsimos,
como granos de pуlvora. En una mejilla y en otras partes menos visibles
se marcaban у desaparecнan, segъn los dнas, grandes manchas violбceas.
Era la madurez precoz de la criolla de diversos orнgenes. Ademбs, Ўsus
palabras rudas y violentas, su ignorancia, su deseo de mantenerlo
sometido, tratбndole despectivamente en presencia de las gentes!...
Martнnez viу todo esto de pronto, pero fuй porque acababa de encontrar
un tйrmino de comparaciуn en otra mujer.
III
Cuando Guadalupe deseaba dar broma al general en presencia de sus
contertulios, se expresaba asн:
--Este viejo, aquн donde ustedes lo ven, anda enamorado, loco, detrбs de
la _Gringuita_.
Cerrando una mano, le apuntaba con el dedo нndice, y aсadнa, amenazante:
--ЎQue te pille yo, y verбs lo que es bueno!
Pero б continuaciуn, considerando que la broma habнa durado bastante,
decнa con gravedad:
--La _Gringuita_ es una joven muy apreciable, que gana su vida y
mantiene б todos sus hermanos. Ademбs, Ўlo que sabe! Yo me quedo
asombrada escuchбndola. Parece mentira que una mujer pueda estudiar
tanto.... Perderнas el tiempo, viejo. Esa no te hace caso б ti.
Era hija de un maestro de escuela que habнa muerto el aсo anterior. Se
educaba en los Estados Unidos cuando esta desgracia la obligу б volver
al paнs, dejando incompletos sus estudios. Querнa servir de madre б sus
hermanos menores, que despuйs de muerto el padre, quedaban completamente
solos en la casa. Seis aсos de vida en Nueva York habнan desfigurado б
esta joven mejicana, dбndole otras costumbres y hasta un aspecto fнsico
completamente diferente.
Los personajes de la ciudad la protegнan, seducidos por sus finas
maneras y por la sencillez con que hablaba de unos estudios que sуlo
conocнan ellos de oнdas. La habнan colocado como maestra en una de las
principales escuelas y prometнan ayudarla en la realizaciуn de todas las
innovaciones que proyectaba.
Algunas solteronas feas y de carбcter agriado torcнan el gesto ante el
entusiasmo pedagуgico de los hombres.
--ЎClaro!... ЎLa _Gringuita_ es tan primorosa!...
Martнnez figuraba entre los protectores de la maestra.
--Yo soy un hombre de progreso, їsaben?--decнa al hablar de ella--; por
eso me interesan los proyectos de esa niсa que ha estudiado con los
_gringos_. Su pobre padre tuvo una excelente idea al enviarla б Nueva
York para que aprendiese lo que no sabemos nosotros. La aprecio mucho,
por su seriedad sobre todo. En cuanto б su hermosura, de la que tanto
hablan las malas lenguas, Ўpchs!...
El general hacнa un gesto de duda que casi llegaba б ser despectivo.
Tenнa razуn: la belleza de Dora no era extraordinaria. La maestrita
poseнa el encanto de la juventud, una juventud бgil y sana, mantenida
por los deportes y la higiene.
Pero lo que se callaba Doroteo era que йl la preferнa б las beldades del
paнs por lo mismo que resultaba distinta б todas. Como recuerdo de su
madre--una extranjera que se habнa casado en Mйjico con el maestro para
producir media docena de hijos y morirse inmediatamente--, tenнa el pelo
de un rubio ceniciento y los ojos verdes claros. En cambio, todas las
mujeres del paнs eran morenas pбlidas, con cabelleras de un negro
intenso.
Dora iba vestida con unos trajecitos baratos, sencillos y elegantes, que
el general habнa admirado muchas veces en los periуdicos ilustrados.
Tocaba el piano, cantaba en inglйs y tenнa la soltura y las formas
gimnбsticas de un muchacho.
La generala centelleaba de joyas, iba envuelta en sedas y bordados, como
la imagen de la Virgen patrona de la ciudad; llevaba peinetas altas como
torres sobre su apretada cabellera; tocaba la guitarra y prescindнa de
sentarse en los sillones y en todo mueble que tuviese brazos, por miedo
б no poder introducir entre ellos sus exuberancias dorsales.
Cuando la maestrita se ponнa bajo un rayo de sol, su cutis blanco
parecнa dorarse con la luminosidad de un vello finнsimo semejante al de
los frutos en sazуn. Igual habнa sido Guadalupe en otros tiempos, pero
ahora un bigote cada vez menos discreto empezaba б entenebrecer su boca.
El hйroe visitaba con frecuencia la escuela de Dora, lanzando discursos
б los niсos, en los que repetнa que la revoluciуn se habнa hecho
especialmente para el fomento de la enseсanza. Tambiйn se apresuraba б
entrar en el salуn de su mujer siempre que le avisaban que la maestrita
hacнa tertulia б doсa Guadalupe. Delante de la gente balbuceaba
preguntas sobre los progresos de los _gringos_, abriendo los ojos con
asombro cuando la joven le hablaba de la grandeza de su amada Columbia
University, en la que habнa pasado sus mejores aсos.
--Usted dirigirб una Universidad igual у parecida, seсorita: yo se lo
prometo. El gobierno darб los millones que se necesiten para
construirla. Y si no los da, soy capaz de.... En fin, їquй no harй yo
por la instrucciуn? їquй no harй por...?
Iba б aсadir «por usted», pero se detenнa mirando б la pomposa generala.
Luego, por un deseo irresistible de establecer comparaciones, comenzaba
б admirar con ojos disimulados la belleza especial de esta joven que
parecнa un muchacho con faldas, sintiendo al mismo tiempo en su paladar
el sabor бcido y picante de un fruto todavнa verde.
Tuvo que abstenerse de sacar б bailar б la maestrita cuando se
celebraban fiestas en la Comandancia.
--ЎPobre viejo!--le decнa Guadalupe--. їNo ves que aburres б esa pobre
seсorita? Ademбs, la gente se rнe un poco de ti.
ЎReнrse del hйroe de Cerro Pardo!... Que probasen б hacerlo francamente,
y йl enviarнa б los burlones б dar una vuelta por el _foyer_ del teatro,
donde funcionaba el Consejo de guerra siempre que lo exigнa la salud de
la patria.
Una maсana, con los ojos hinchados por el insomnio, le entregу un papel
б su secretario.
--Sandoval, dнgame quй le parece. Cuando yo era muchacho y aъn no habнa
aprendido б leer, inventй muchos versos como йstos, mientras punteaba la
guitarra. Usted pondrб lo que les falte: yo entiendo poco en eso de la
ortografнa. їQuй me dice de ellos?
El poeta se acordу de dos ocasiones en que el hйroe, irritado por su
franqueza, le habнa dado varias bofetadas, manifestando luego su
arrepentimiento con valiosos regalos. Olvidу los regalos para acordarse
ъnicamente de los golpes, y tuvo prisa en manifestar su entusiasmo por
los versos. Eran de amor, й iban dirigidos б una mujer cuyo nombre
quedaba en el misterio, pero el secretario la reconociу desde la primera
estrofa.
--Publнquelos maсana mismo en el mejor sitio de mi diario oficial. Como
firma, la misma que llevan: _El caballero de la ardiente mirada_. Es un
apodo que encontrй en no sй quй novela, y me gustу tanto, que lo he
guardado para mн.
Sandoval quiso marcharse con los versos, pero el autor todavнa le diу
otra orden.
--Maсana escriba б mбquina un anуnimo para la persona que usted sabe, y
dнgale que _El caballero de la ardiente mirada_ y el general Martнnez
son una misma persona.
No considerу suficiente esta indiscreciуn, en vista de la serena
indiferencia de la maestra, y pocos dнas despuйs hizo una visita б la
escuela, declarando б Dora de pronto todos los deseos, las esperanzas y
las contrariedades que formaban lo que йl llamaba «el mayor amor de mi
vida».
--ЎOh, general!... ЎHaberse fijado en una pobrecita como yo!...
Parecнa prуxima б desmayarse de sorpresa, como si nunca hubiese
sospechado esta pasiуn, extraсбndose de ella con toda la ingenuidad de
que es capaz el disimulo femenil. Pero hacнa meses que se habнa dado
cuenta del enamoramiento del hйroe, riendo б solas de sus tнmidas
insinuaciones.
En vano Martнnez hablу de su amor. La maestrita movнa la cabeza
negativamente. La existencia no era para ella una sucesiуn de delicias.
Graves deberes la obligaban б mirar las cosas con seriedad. Era pobre:
debнa mantener y educar б sus hermanos.
--Yo me casarй con usted--dijo Martнnez con un tono dramбtico, como si
arrostrase el mayor de los peligros--. Comprenderб usted que he pensado
en eso antes de hablarla. Usted no es una «pelada»; usted es una
seсorita, una profesora que ha estudiado, y yo respeto mucho б las
personas cientнficas....
Luego aсadiу triunfalmente:
--Por algo nos hemos batido en la revoluciуn, para algo hemos
establecido el divorcio.
Los enemigos de la revoluciуn afirmaban que era mбs urgente que el
divorcio dar una ley obligando б las parejas б casarse, pues la mayorнa
de las gentes del paнs, para evitar gastos y molestias, prescindнan de
las formalidades del matrimonio, viviendo en estado natural, como sus
ascendientes. Pero Doroteo se sentнa ahora satisfecho de haber dado su
sangre por el triunfo del divorcio.
Dora no participaba de este entusiasmo. Pareciу asustarse de verdad,
temblando ante la idea de casarse con Martнnez, mбs aъn que si йste
hubiese intentado una violencia contra ella.
--ЎQuй horror!... ЎDivorciarse usted de la generala!... ЎTener yo por
enemiga б doсa Guadalupe!...
Sуlo la suposiciуn de que la amazona gloriosa pudiera perseguirla con su
venganza hacнa temblar las piernas de la maestra. El general participу
por reflejo de esta inquietud. Su Guadalupe era realmente temible, pero
esto no podнa impedir que empezase б odiarla. їHasta cuбndo iba б sufrir
su despotismo?...
Los meses sucesivos fueron de desaliento para el hйroe. Dora evitaba los
encuentros con йl, apelando б ciertas astucias que el general no podнa
prever.
Cada vez la deseaba con mayor vehemencia. En ciertos momentos volvнa б
resucitar el guerrillero en el interior del comandante en jefe de
operaciones.
їNo le era fбcil robar б la profesora y llevбrsela al campo? Йl tenнa
entre su gente muchos hombres de confianza. Pero б continuaciуn se
acordaba de sus enemigos, de los periуdicos de la capital, de que Dora
era «una persona cientнfica» y el asunto meterнa ruido. ЎUn partidario
de la instrucciуn y del progreso robando б una seсorita del
profesorado!... Ademбs, pensaba en doсa Guadalupe, que seguнa repitiendo
su cariсosa amenaza, pero cada vez con tono menos cordial, erizбndosele
un poco el mostacho, apuntбndole con un нndice como si le apuntase con
un revуlver. «ЎQue te pille yo, y verбs lo que es bueno!»
Por otra parte, las gentes empezaban б murmurar que la _Gringuita_ tenнa
un novio. Era un joven de la localidad, que rivalizaba con Sandoval en
la confecciуn de versos «б la moderna» y ademбs hacнa discursos contra
el gobierno. Su pobreza resultaba igual б la de Dora, pero esto no
impedirнa que se casasen muy pronto. ЎY mientras tanto, йl, hйroe
nacional, gobernante omnipotente, tendrнa que mantenerse impasible al
lado de su doсa Guadalupe! ЎIra de Dios! їPara esto habнa hecho la
revoluciуn?...
Los sucesos polнticos le obligaron б olvidar momentбneamente sus
tristezas amorosas. El «viejo barbуn» fuй derribado de la presidencia de
la Repъblica por varios generales, antiguos amigos de йl y de Martнnez.
Йste, б pesar de sus preocupaciones, supo inclinarse instintivamente del
lado de los que iban б triunfar.
Cuando asesinaron б Carranza, el heroico Doroteo se encontrу en
excelentes relaciones con los vencedores y tan comandante de operaciones
como en el gobierno anterior. Pero Ўay! su alto cargo tal vez iba б
quedar anulado por innecesario.
Los diversos partidos que infestaban el paнs de insurrectos en armas
parecнan haber ajustado una tregua junto al cadбver de Carranza. Todos
mostraban un tбcito deseo de someterse al nuevo gobierno, para hacer ver
al mundo que en Mйjico es posible la paz, aunque sуlo sea por una
temporada.
Los guerrilleros rebeldes se iban presentando б Martнnez y б otros
generales. Hasta Pancho Villa, el eterno insurrecto, se sometiу б los
nuevos personajes instalados en la capital, pero con una sumisiуn
orgullosa y magnнficamente retribuida. Le daban un millуn de pesos, le
pagaban los atrasos de toda su gente, y ademбs le permitнan que se
estableciese en un pueblo, rodeado de sus mбs seguros partidarios. Lo
importante era hacer ver en el extranjero que ya no quedaba ningъn
insurrecto.
Martнnez se irritу al enterarse de lo que le regalaban б su antiguo
maestro, como si esto representase una injusticia para йl.
--Sea usted leal--decнa con amargura--, mantйngase disciplinado, y no le
darбn nada.... ЎPensar que no me he sublevado nunca y siempre he estado
con los gobiernos!
Doсa Guadalupe se preocupaba mбs aъn que su esposo del nuevo estado
polнtico. Los gobernantes de ahora eran compaсeros de revoluciуn б los
que no habнan visto en varios aсos. Era preciso buscar un puesto de
reposo bien retribuнdo, hasta que hubiesen otra vez insurrectos en el
campo y jefaturas de operaciones. La verdadera historia de Mйjico no iba
б cortarse para siempre.
Pensу en la conveniencia de que Martнnez hiciese un viajecito б la
capital para reanudar amistades. Luego dudу de sus condiciones para este
trabajo. Era mejor que fuese ella. Precisamente su protector de los
tiempos revolucionarios, aquel personaje del que habнa tenido que
defenderse con el lбtigo, figuraba entre los gobernantes provisionales
y era uno de los que aspiraban б la presidencia de la Repъblica.
Los periуdicos de la capital anunciaron la llegada de la generala
Martнnez, «digna compaсera del hйroe de Cerro Pardo»; y pocos dнas
despuйs ocurriу el hecho inaudito, inexplicable, que produjo mбs emociуn
y extraсeza traсeza en el paнs que la mayor parte de las revoluciones
anteriores.
Una maсana, los habitantes de la ciudad gobernada por Martнnez vieron
agruparse en el paseo de la Alameda y la plaza principal varios
centenares de jinetes con grandes sombreros y la carabina apoyada en un
muslo. Los jefes gritaban indignados:
--ЎHan violado la Constituciуn!...
Los transeъntes empezaron б correr para meterse en sus casas. Que
hubiesen violado б la Constituciуn les importaba poco. La pobre estaba
hecha б estas pruebas y podнa considerarse la persona mбs violada de
todo Mйjico. En su vida no habнa servido para otra cosa. Pero la gente,
que se imaginaba vivir libre por algъn tiempo de la calamidad de las
sublevaciones militares, huнa miedosa al ver que volvнan б empezar.
Martнnez, con botas altas, dos revуlveres al cinto y su gran sombrero
campesino de fieltro adornado con el бguila de general, escuchaba б su
jefe de Estado Mayor.
--Todo estб listo. Nuestra gente se muestra conforme. Ya se aburrнa de
tanta paz. їQuй grito damos?
--«ЎHan violado la Constituciуn! ЎAbajo el gobierno!»--dijo gravemente
el caudillo.
--Eso ya lo hemos gritado, general. Pero falta un viva. їA quiйn le
damos viva?
Martнnez se rascу la cabeza por debajo del sombrero.
--No sй.... Esperemos. Hay que pensarlo. Yo verй quй personaje quiere
ponerse б la cabeza de nuestra revoluciуn. No faltarб alguno. Debemos
salvar la patria.
Por el momento, los sublevados sуlo pudieron gritar: «ЎHan violado la
Constituciуn!» Pero ellos, por su parte, tambiйn deseaban violar algo; y
como en toda sublevaciуn mejicana bien ordenada y que se respeta,
empezaron por asaltar, carabina en mano, las tiendas de los extranjeros
у б derribar sus puertas si estaban cerradas, llevбndose el dinero y los
gйneros. Ademбs, golpearon й hirieron б unos cuantos olvidadizos del
pasado que se atrevнan б protestar y hablaban de sus cуnsules, como si
las revoluciones de los aсos anteriores no les hubiesen enseсado nada.
Los soldados querнan terminar pronto su trabajo. Estaban enterados del
programa de todo general que se subleva en una ciudad. Lo primero es
marcharse antes de que lleguen las fuerzas mejor organizadas que
guarnecen la capital con toda su artillerнa. Despuйs vuelven б ella si
han adquirido nuevas fuerzas en el campo.
Lo mismo ocurriу esta vez. Doroteo Martнnez se fuй de la ciudad con sus
«leales»; pero como necesitaba consolarse de que hubiesen violado б la
Constituciуn, se llevу б viva fuerza б Dora. Sus hermanitos lloraron
mostrando los puсos impotentes б un automуvil en el que gritaba y se
agitaba la maestrita sin poder librarse de sus raptores.
Todo el resto de la naciуn se asombrу tanto como el vecindario de la
ciudad. Una sublevaciуn no tenнa nada de extraordinario. En diez aсos no
se habнa visto otra cosa. їPero sublevarse Martнnez, que siempre habнa
estado de acuerdo con los que mandaban?...
En el Palacio de Mйjico, el presidente provisional, los ministros y los
personajes que dirigнan al gobierno se miraban con extraсeza al comentar
este acto inexplicable.
--Pero їquй le ha dado б ese hombre?... їQuй es lo que busca?... Si
deseaba algo, no tenнa mas que haberlo pedido.
El asombro les hacнa suponer fuerzas ocultas y temibles detrбs del
sublevado. Algunos hablaron de meter inmediatamente en la cбrcel б
varios personajes de la capital para someterlos б un Consejo de guerra.
El poderoso caudillo que pasaba por ser el protector de Martнnez y de su
esposa parecнa mбs indignado que los otros, para librarse de este modo
de toda sospecha de complicidad.
Precisamente cuando hablaba de la conveniencia de fusilar б un hombre
que no se habнa sublevado nunca y sуlo se decidнa б hacerlo cuando los
antiguos insurrectos acordaban mantenerse en paz, anunciaron б la
generala Martнnez.
Entrу doсa Guadalupe. Muchos de los presentes, que eran jуvenes y tenнan
aficiones literarias, creyeron ver la imagen de la Venganza. Parecнa con
mбs bigote; los ojos le brillaban de tal modo, que era difнcil mirarla
de frente. Sobre la torre de su cabellera temblaba un gran sombrero de
terciopelo que habнa sustituido momentбneamente б la gran peineta de su
vida de salуn.
--їLe parece б usted bien lo que ha hecho ese imbйcil?--gritу el
protector antes de saludarla--. їNo merece que...?
Pero se detuvo, impresionado por el aspecto de la generala. Nunca la
habнa visto tan interesante: ni aun cuando se defendiу de йl con el
lбtigo.
--Vengo б pedir al gobierno--dijo solemnemente la amazona--que me dй el
mando de un batallуn. Yo me encargo de batir б ese sinvergьenzуn.
Y aсadiу que lo traerнa allн mismo, atado con una cinta de sus enaguas.
El presidente, los ministros y demбs personajes empezaron б mirar con
cierto interйs risueсo б la generala, dejando б su compaсero la tarea de
contestarle.
--ЎCalma, doсa Guadalupe!--dijo йste--. Hablemos en serio. Un batallуn
no se le entrega б una mujer.
--Entonces, pido que se me permita marchar con las fuerzas que saldrбn б
perseguirle. Ya sabe usted que yo he hecho la guerra. Deseo ir como
simple soldado.
El personaje intentу desviar la conversaciуn, para no repetir su
negativa.
--Pero їpor quй se ha sublevado ese hombre? їQuй mal le ha hecho el
gobierno?...
La generala contestу con un gesto de extraсeza. їQuй tenнa que ver el
gobierno en tal asunto?... Luego, sus ojos se humedecieron con lбgrimas
de cуlera. Su voz se puso ronca y apretу los puсos:
--ЎSi йl los quiere mucho б todos ustedes!... Acabo de hablar con
personas que vienen de allб, y sй bien lo que digo. No; ese canalla no
se ha sublevado contra el gobierno. Se ha sublevado ъnicamente contra
mн.... ЎContra mн, que soy su mujer!
EL EMPLEADO DEL COCHE-CAMA
I
A las once de la noche, en el expreso Parнs-Roma, el empleado procede б
la operaciуn de convertir en lechos el asiento y el respaldo del
departamento que ocupo.
Mientras golpea colchonetas y despliega sбbanas, empieza б hablar con la
verbosidad de un hombre condenado б largos silencios. Es un expansivo
que necesita emitir sus ideas y sus preocupaciones. Si yo no estuviese
de pie en la puerta, hablarнa con las almohadas que introduce б
sacudidas en unas fundas nuevas, sosteniendo su extremo entre los
dientes.
--Triste guerra, seсor--dice con la boca llena de lienzo--. ЎAy, cuбndo
terminarб! Mi hijo...mi pobre hijo....
Es mбs viejo que los empleados de antes; no tiene el aire del _steward_
abrochado hasta el mentуn que acudнa en tiempo de paz al sonido del
timbre con un aire de _gentleman_ venido б menos, de Ruy Blas que guarda
su secreto. Mбs bien parece un obrero disfrazado con el uniforme de
color castaсa. Es robusto, cuadrado, con las manos rudas y el bigote
canoso. Habla con familiaridad; se ve que no le costarнa ningъn
esfuerzo estrechar la diestra de los viajeros. Su hijo ha muerto; su
yerno ha muerto; los dos eran empleados de «la compaснa», y los seсores
de la Direcciуn le han dado una plaza para que mantenga б sus nietos. El
personal escasea; ademбs, йl conoce el italiano, por haber trabajado
algъn tiempo en un arsenal de Gйnova.
--Yo era antes torneador de hierro--dice con cierto orgullo--, obrero
consciente y sindicado.
Una leve contracciуn de su bigote, que equivale б una sonrisa amarga,
parece subrayar este recuerdo del pasado. ЎQuй de transformaciones!
Luego, el viejo socialista aсade б guisa de consuelo:
--Hay que tomar el tiempo como se presenta. Algunos «camaradas» son
ahora ministros en compaснa de los burgueses, para servir al paнs. Yo
hago la cama б los ricos, para que coma mi familia.... ЎAy, mi hijo!
Adivino su deseo de echar mano б la cartera que lleva sobre el pecho
para extraer cierto pliego mugriento y rugoso. Ya me leyу dos pбginas
media hora despuйs de haber subido al vagуn. Es la ъltima carta de su
hijo, enviada desde las trincheras. Conozco igualmente la historia del
muerto: un mozo esbelto, de rubio bigote y finos ademanes, que atraнa
las miradas de las viajeras solas, haciйndolas reconocer la injusticia
de la suerte, que reparte sus bienes sobre la tierra con escandalosa
desigualdad. Le hirieron en Charleroi, y curу б los quince dнas; luego
volvieron б herirle en el Yser, y pasу dos meses en cama; finalmente lo
alcanzу un obъs en un combate sin nombre, en una de las mil acciones
obscuras por la posesiуn de unos cuantos metros de zanja. El padre
consiguiу verlo, una sola vez, en un hospital de Parнs. En realidad no
lo viу, pues sуlo tuvo ante sus ojos una bola de algodones y vendajes
sobre una almohada; un fajamiento de momia, del que partнan ronquidos
de dolor y una mirada vidriosa y resignada.
--Le habнan destrozado la mandнbula, seсor; no podнa hablar. El crбneo
tambiйn lo tenнa roto.... Y ya no le vi mбs. Ahora lo tengo en un
cementerio cerca de Parнs, y voy б visitarle siempre que estoy libre de
servicio.
No llora, no puede llorar. Su dolor, en vez de escaparse б travйs de los
ojos, se esparce por el cerebro, corre entre las cordilleras de los
lуbulos, se desliza como humo de suave locura por las revueltas
callejuelas de sus anfractuosidades. Empieza б mostrar la pesadez del
maniбtico, hablando б todos del muerto; ve el universo entero б travйs
de su hijo.
A pesar de esto, se da cuenta de que yo deseo dormir y deja para el dнa
siguiente la repeticiуn de su historia, siempre nueva й interesante para
йl. «ЎBuenas noches!» Media hora despuйs, tendido en la obscuridad, oigo
en el inmediato pasillo su voz que domina el chirrido de los ejes, la
melopea de oleaje costero que lanzan las ruedas, los saltos crujientes
del vagуn, iguales б los de un camarote de trasatlбntico. Habla con unos
oficiales ingleses que van б embarcarse en Brindis; les lee la ъltima
carta de esperanza. Los cortos espacios de silencio traen hasta mi,
caprichosamente, algunos renglones, como pedazos de papel arrastrados
por el huracбn: «Papб: cuando termine la guerra....»
II
Alguien ha anonadado con su presencia б los que ocupamos el resto del
vagуn. Los oficiales ingleses, con todas las condecoraciones que adornan
sus pechos y su tez curtida por el sol de exуticas campaсas, no
existen; unas condesas italianas, que han de bajar en Turнn y ostentan
coronas en los forros de sus maletas, quedan como aplastadas en su
compartimiento; yo doy gracias humildemente al igualitario progreso de
los tiempos actuales, que me permite dormir separado por un tabique de
madera de la persona que descansa en la pieza inmediata.
Dos seсoras vestidas de negro han subido en Parнs. Un grupo de hombres
ha permanecido en el andйn hasta el ъltimo instante mirбndolas con mudo
respeto: unos en traje civil, de sobria elegancia, esbeltos, bien
afeitados, con un monуculo bajo la ceja arqueada, secretarios y
agregados de la Embajada britбnica; otros con uniforme de marino, pero
uniforme de batalla, sin faldones, sin dorados, apoyбndose en un
bastoncillo de paseo, ostentando en la visera de la gorra el reborde de
laureles que distingue б los jefes superiores.
Circula por el vagуn el nombre de una de las viajeras. Es una duquesa de
la corte de Inglaterra, una amiga de la difunta reina Victoria,
cincuenta aсos de historial britбnico encerrados en un cuerpo que debiу
ser hermoso y ahora aparece algo hinchado por la edad y plebeyamente
enrojecido. Una corona de cabellos blancos suaviza la tez subida de
color; los ojos son los ъnicos que conservan en su majestuoso azul el
reflejo de la pasada gloria. Lleva un gorrito albo y encaсonado debajo
del luengo velo de luto. Su acompaсante es mбs alta, mбs estirada, menos
accesible, como si recogiese en su enjuta persona de dama de compaснa
todo el orgullo y la altivez de que se despoja la seсora. La duquesa
sonrнe ante la solicitud demasiado expansiva del empleado del vagуn,
mientras la honorable domйstica la acoge con un gesto duro y frнo.
Antes de dormirme, desfilan por mi memoria los recuerdos que guardo de
esta anciana cйlebre que estб tendida б cincuenta centнmetros de mi
cuerpo. La veo como la vi muchas veces en los grabados de las
ilustraciones inglesas, con su diadema de brillantes y el pecho
constelado de joyas y condecoraciones, asistiendo б las fiestas de su
regia amiga, б sus jubileos de estrйpito universal, б las coronaciones
de su hijo y de su nieto. Es pairesa no sй cuбntas veces. Posee calles
enteras de Londres; vastos parques donde corre el zorro perseguido por
un tropel de jinetes de casaca roja que galopan entre rugidos de
trompas; castillos en Escocia al borde de lagos verdes que hacen
recordar las novelas de Wбlter Scott; vastas posesiones en Irlanda que
sirvieron algunas veces de nocturno escenario б las hazaсas de los
fenianos de negro antifaz. Su primer marido fuй virrey de las Indias, y
ella recibiу el homenaje de las muchedumbres pбlidas y misteriosas en lo
alto de un elefante blanco, dentro de un templete de filigrana de oro
semejante б un relicario. Su segundo esposo presidiу ministerios y
arreglу los destinos del planeta hablando hasta media noche en la Cбmara
de los Comunes ante los hombres que simbolizan la majestad de Inglaterra
con el sombrero calado y los pies en el respaldo del banco anterior. Dos
lores discнpulos de Jorge Brumell murieron por ella. Uno se pegу un tiro
teniendo ante su boca un paсuelo de blondas, lo ъnico que habнa
conseguido de la gentil duquesa. Otro, desesperado, se hizo pastor
metodista y fuй б evangelizar ciertas islas de Oceanнa, donde su primer
sermуn terminу en hoguera y festнn de canнbales. Esta dama empequeсecida
por los aсos, gorda y de mejillas rojas y brillantes como manzanas, ha
cazado el tigre en Asia, el hipopуtamo y el leуn en Бfrica, tiene un
yate que es casi un trasatlбntico, en el que ha vivido aсos enteros, y
no encuentra en toda la superficie del globo un lugar que tiente su
curiosidad.
Antes de partir el tren, el empleado del vagуn sabнa ya el motivo que ha
arrancado б la duquesa de su castillo cerca de Londres, haciйndola
atravesar Parнs de estaciуn б estaciуn.
--Va б Brindis--me ha dicho--para recibir el cadбver de su nieto, un
aviador que acaba de morir en los Dardanelos.
III
Algo entrada la maсana salgo al pasillo. Los vidrios de las ventanas
estбn opacos б causa del frio exterior. Por los regueros que traza el
vaho al licuarse se ven montaсas altнsimas y blancas, bosques de hayas
encaperuzadas de algodуn, caserнos que tienen gruesos planos nos de
nieve sobre las vertientes de sus tejados. Estamos atravesando la Saboya
francesa; subimos, con bruscas alternativas de lobreguez de tъnel y
picante luz de nieve, las laderas de los Alpes. Nos aproximamos б
Italia.
El viejo habla con la dama de compaснa, que parece humanizada por la
emociуn. Tiene aъn en la mano la carta mugrienta y trбgica, que acaba de
leer una vez mбs.
Cuando vuelvo de tomar el desayuno en el vagуn-restorбn, le encuentro
solo. Me habla de la gran dama, que ocupa todo un departamento, y de su
acompaсante, que viaja con tanto desahogo como la seсora. ЎEl dinero
que debe tener esta duquesa!... Y sin embargo, sufre lo mismo que йl:
mбs aъn tal vez. Йl tiene su hija, los hijos de su hija, y los tres
niсos que ha dejado el hйroe obscuro cuya carta lee б todos. La gran
seсora no tiene б nadie en la tierra. Su nieto era el ъnico heredero de
su nombre y su fortuna. Las pairнas, los millones, van б pasar б lejanos
parientes.
Me seсala una gran caja de cartуn que ocupa derecha todo el espacio
entre dos puertas. La ha entreabierto poco antes la dama de compaснa.
Contiene una corona que cubrirб en Brindis el fйretro del aviador al ser
descendido б tierra.
--ЎUna maravilla!--dice--. La ha comprado en Londres esa seсora alta y
enjuta. Hay en ella palmas y flores, muchas flores, que parecen de
verdad. Se podrнa adornar con ellas un centenar de sombreros de precio.
El antiguo obrero «consciente» reaparece б travйs de esta admiraciуn.
--ЎAh, el dinero!... Hasta en la muerte nos separa. ЎY pensar que cuando
yo visito б mi pobrecito hijo sуlo puedo llevarle ramos de violetas de б
diez cйntimos!...
Veo б la duquesa al pasar ante la puerta de su camarote. Estб erguida en
su asiento, con la capota blanca y negra, de la que pende un largo velo,
enguantada, rнgida, lo mismo que la vi en la noche anterior, como si no
hubiese dormido. Contempla el nevado paisaje que pasa veloz por las
ventanillas; pero su pensamiento se halla lejos.
Me entrego б la lectura, y de pronto me distrae un rumor de voces en el
departamento inmediato. Es el empleado que habla y la duquesa que habla
igualmente. Adivino fragmentos de la carta del pobre muerto: «Confianza,
papб. Aъn quedan para nosotros dнas felices....» La curiosidad me hace
transitar por el pasillo. El viejo estб de pie, con la gorra puesta,
como corresponde б un hombre que viste uniforme. La gran seсora ha
perdido el arrebol de su fresca vejez; amarillea, se lleva б los ojos
las puntas de un guante. Tal vez es ella la que ha llamado al hombre, al
conocer su historia por el relato de su acompaсante; tal vez el viejo se
ha introducido en su camarote, con el atrevimiento del dolor.
Vuelvo б oнr desde mi asiento el rumor de sus voces. Ahora es la duquesa
la que lee, lentamente, con las vacilaciones que acompaсan б una
traducciуn. Tiene en las manos la ъltima carta de su nieto; y el
empleado, que no puede llorar, lanza ronquidos de pena cuando la voz de
la duquesa hace una pansa. Su entusiasmo y su dolor ignoran la manera
correcta de manifestarse: «ЎNombre de Dios, quй mozo!... Y pensar que
estos son los que mueren, y quedamos nosotros, seсora, que no servimos
para nada.»
Vuelvo б pasar ante la puerta abierta. El viejo se ha sentado junto б la
gran dama, que llora en silencio. Sus manazas toman instintivamente, sin
saber lo que hacen, la diestra enguantada y fina, oprimiйndola
cariсosamente.
--ЎAh, seсora duquesa!...
La voz suena respetuosa y tнmida, pero sus manos y sus ojos son
confianzudos y tiernos. Habla con ella lo mismo que si fuese una comadre
llorosa de su barrio, abrumada por una noticia fatal. Decididamente la
guerra ha trastornado todas las organizaciones. Los socialistas son
ministros y los viejos obreros revolucionarios acarician las manos de
las duquesas que lloran. Nos aproximamos б la frontera italiana. Veo el
chamberguito con pluma de gallo y el ferreruelo gris de los cazadores
alpinos. El tren refrena su marcha ante las primeras casas de la
estaciуn de Modаne. Vamos б cambiar de vagуn. El empleado, con un
esfuerzo doloroso, vuelve б la realidad y corre de un lado б otro para
devolver sus billetes б los pasajeros. Yo le doy cinco francos. «Muchas
gracias.» Y me abandona, sin bajar siquiera las maletas que estбn en la
cornisa de red. Los oficiales britбnicos no le dan nada. El inglйs
supone que cada hombre recibe la recompensa de su trabajo, y no quiere
ofenderle con una limosna llamada propina. Las condesas de las mъltiples
coronas le entregan con gesto teatral una pieza de dos liras, y йl se la
guarda sin mirarla. Toda su atenciуn estб concentrada en el servicio de
la duquesa. Llama б los mozos de la estaciуn, les va pasando los bultos
del equipaje, desciende al muelle para vigilar cуmo los apilan en una
carretilla. La gran seсora se aproxima para decirle adiуs, y йl le
estrecha la mano, ante los ojos escandalizados de la acompaсante.
Algo siente entre los dedos que le estremece y le hace mirar su mano. La
duquesa conoce la parsimonia de su acompaсante, encargada de los
pequeсos desembolsos, y es ella la que da la propina. ЎCien francos!...
El viejo duda ante el billete, ve б los nietos, ve б su hija que trabaja
del amanecer б media noche, pero luego lo rechaza.
--ЎAh, no, seсora duquesa!
Йl es de su mundo, y su mundo tiene reglas de hidalguнa y buena
educaciуn como cualquiera otro. A nosotros pueden tomarnos el dinero;
somos extranjeros que pasan indiferentes junto б su persona. Pero no
aceptarб un cйntimo por servir б un camarada, б un amigo con el que ha
chocado el vaso. Y йl ha bebido con la gran seсora; han saboreado juntos
el vino de la tristeza y del consuelo, han tocado sus copas rebosantes
de dolor. Adivina ella estos sentimientos confusos con su delicadeza de
alta dama, y no insiste, volviendo б guardarse el billete. Habla en
inglйs, y su acompaсante, con visible molestia, toma de la carretilla
una gran caja de cartуn, la corona admirada, y se la entrega al viejo.
--Para su hijo, para la tumba del hйroe.
Y se aleja majestuosa б pesar de su ancianidad, marchando por el andйn
como si fuese una galerнa de la corte.
El empleado queda al pie del vagуn, con los brazos ocupados por la caja,
sufriendo la vergьenza de no poder ocultar sus lбgrimas, que se deslizan
hasta el duro bigote.
--ЎSeсora duquesa!... ЎAh, seсora duquesa!
LOS CUATRO HIJOS DE EVA
I
Iba б terminar la siega en la gran estancia argentina llamada «La
Nacional». Los hombres venidos de todas partes para recoger la cosecha
huнan del amontonamiento en las casas de los peones y en las
dependencias donde estaban guardadas las mбquinas de labranza con los
fardos de alfalfa seca. Preferнan dormir al aire libre, teniendo por
almohada el saco que contenнa todos sus bienes terrenales y les habнa
acompaсado en sus peregrinaciones incesantes.
Se encontraban allн hombres de casi todos los paнses de Europa. Algunos
eternos vagabundos se habнan lanzado б correr la tierra entera para
saciar su sed de aventuras, y estaban temporalmente en la pampa
argentina, unos cuantos meses nada mбs, antes de trasladar su existencia
inquieta б la Australia у al Cabo de Buena Esperanza. Otros, simples
labriegos, espaсoles у italianos, habнan atravesado el Atlбntico
atraнdos por la estupenda novedad de ganar seis pesos diarios por el
mismo trabajo que en su paнs era pagado con unos cuantos cйntimos.
Los mбs de los segadores pertenecнan б la clase de emigrantes que los
propietarios argentinos llaman «golondrinas»; pбjaros humanos que cada
aсo, cuando las primeras nieves cubren el suelo de su paнs, abandonan
las costas de Europa, levantando el vuelo hacia el clima mбs cбlido del
hemisferio meridional. Trabajan duramente verano y otoсo, y cuando el
viento pampero empieza б azotar las llanuras, asustados por la
proximidad del invierno, regresan б los lugares de procedencia, donde la
tierra empieza б despertar entonces bajo las primeras caricias
primaverales.
Cada aсo vuelven, apretados como un rebaсo en la proa de los mugrientos
vapores de emigrantes, para trabajar en las estancias y reunir sus
economнas, soсando incesantemente con el lejano paнs. Parecen resbalar
sobre el suelo de la Repъblica Argentina, sin hacer el menor esfuerzo
para arraigarse en йl. Una vez terminada la recolecciуn, huyen, llevando
en la faja el producto de su trabajo y dispuestos б volver al aсo
siguiente.
La hora de la cena era el mejor momento de la jornada para los segadores
de «La Nacional». Se reunнan en grupos, atraнdos por el vнnculo del
origen comъn у por el encanto personal de la simpatнa. Cenaban al aire
libre, sentados en el suelo alrededor de la marmita humeante. Aunque las
noches fuesen cбlidas, encendнan hogueras, buscando la protecciуn de las
llamas y del humo contra los feroces mosquitos, dominadores de la
llanura.
Algunos segadores que poseнan un poder instintivo de dominaciуn trataban
б sus camaradas como jefes. Dentro de estos grupos que, procedentes de
diversos lagares de la tierra, habнan venido б juntarse en un rincуn de
la Amйrica del Sur, todos los procedimientos de selecciуn social y las
lentas evoluciones que modelan б un pueblo se realizaban en pocos dнas.
Los que habнan nacido para el mando у los que se distinguнan de sus
camaradas por cualquier don especial se elevaban rбpidamente sobre
ellos. Unos eran respetados por su coraje, otros por su palabra
oratoria, otros por su experiencia.
El tнo Correa, un vejete enjuto, descarnado, pero todavнa fuerte б pesar
de su edad, era el orбculo de los segadores espaсoles. Su conocimiento
profundo de los hombres, sus consejos astutos, su larga familiaridad con
la Repъblica Argentina, donde trabajaba hacнa treinta aсos, le
proporcionaban una sуlida reputaciуn.
Era una especie de patriarca para sus compatriotas--especialmente para
los reciйn llegados--, y йl se aprovechaba de tal prestigio escogiendo
el mejor lugar cerca del caldero, cuando llegaba la hora de la cena, y
el rincуn mбs cуmodo para dormir. Tambiйn eludнa los trabajos pesados,
confiбndoselos б alguno de sus fervientes admiradores.
Un anochecer, despuйs de la cena, el tнo Correa, sentado en el suelo,
contemplaba su plato de metal ya vacio, dando chupadas al mismo tiempo б
un cigarro que se resistнa б arder.
Su camisa entreabierta dejaba б la vista la desnudez de un pecho
cubierto de espesa pelambrera gris. En torno de йl, unos veinticinco
segadores espaсoles formaban corro sentados en el suelo, y los ъltimos
fulgores de la hoguera se reflejaban en sus rostros barnizados por la
causticidad del sol.
Algunas estrellas empezaban б titilar sobre la pъrpura de un cielo
ensangrentado por el ocaso. Los campos se extendнan pбlidos, con los
contornos esfumados por la incierta luz del anochecer. Los habнa que
estaban ya segados y exhalaban por sus heridas todavнa abiertas el calor
almacenado en su seno. Otros conservaban su onduloso manto de espigas,
que empezaba б estremecerse bajo los primeros soplos de la brisa
nocturna. Las mбquinas agrнcolas se destacaban sobre el rojo sombrнo del
horizonte como animales monstruosos que empezasen б surgir de las
profundidades de la noche. Los tractores automуviles y las trilladoras
parecнan tomar en la obscuridad creciente los mismos contornos de los
seres gigantescos que habнan corrido por estas llanuras en los tiempos
prehistуricos.
--ЎAy, hijos mнos!--dijo el tнo Correa quejбndose de un persistente
dolor en sus articulaciones--. ЎLo que ha de trabajar y sufrir un hombre
para ganarse el pan de cada dнa!...
Despuйs de esta lamentaciуn siguiу hablando, en medio de un profundo
silencio. Todos los ojos estaban fijos en йl. Sus compatriotas esperaban
un cuento divertido que les hiciera reir у una historia interesante que
les obligase б estirar el cuello con asombro y curiosidad, hasta la hora
de acostarse. Pero en la presente noche el viejo se mostraba taciturno y
mбs dispuesto б las lamentaciones que б distraer б camaradas.
--Y siempre serб asн--continuу--. El mal no tiene remedio. Siempre habrб
ricos y pobres, y los que han nacido para servir б los otros tienen que
resignarse con su triste suerte. Bien lo decнa mi abuela, y eso que fuй
mujer. Eva es la que tiene la culpa de la falta de igualdad que hay en
el mundo, y los que pasamos la vida rabiando para servir y engordar б
los otros debemos maldecir б la primera mujer por la esclavitud б que
nos condenу. Pero їquй cosa mala no han hecho las mujeres?
El deseo de quejarse que sentнa esta noche le hizo recordar б un espaсol
llevado por la maсana al pueblo mбs prуximo, у sea б treinta kilуmetros
de la estancia, para que lo curasen. Uno de sus brazos habнa sido
alcanzando por el engranaje de una trilladora, sufriendo una
trituraciуn horrible. El infeliz iba б quedar mutilado para siempre,
arrastrando una vida de miserias y privaciones.
El recuerdo de tal suceso aumentу la inquietud y la tristeza de los que
escuchaban б Correa; pero como si йste se arrepintiese del silencio
trбgico que pesaba en torno de йl, se apresurу б aсadir:
--Es una vнctima mбs de la injusticia de nuestra abuela. Eva es la ъnica
responsable de que las cosas marchen tan mal en nuestro mundo.
Y como sus camaradas, especialmente los que le conocнan poco tiempo,
mostraban un vehemente deseo de saber por quй motivo era Eva la
responsable de sus desgracias, el viejo empezу б contar б su modo la
mala broma que la primera mujer se habнa permitido con los hombres.
El tнo Correa tenнa «sus letras». En su paнs natal llevaba ejercidas
diversas profesiones, mostrбndose siempre un incansable lector de
diarios. Ademбs, habнa asistido б muchas reuniones polнticas y trabajado
en las elecciones, pronunciando discursos б su modo en las tabernas del
pueblo.
Lo que iba б contar ahora no era un cuento. Se trataba de un «sucedido»,
aunque extremadamente remoto, pues ocurriу algunos aсos despuйs que Adбn
y Eva fueron expulsados del Paraнso y condenados б ganar el pan con el
sudor de su rostro....
ЎCуmo hubo de trabajar el pobre Adбn!... El tнo Correa fuй enumerando
todas las cosas que el primer hombre se viу obligado б improvisar para
cumplir sus obligaciones de padre de familia. En unos cuantos dнas tuvo
que hacer de albaсil, de carpintero y de cerrajero, construyendo una
casa para albergar б Eva y б sus hijos.
Despuйs hubo de domesticar б muchos animales, para que su trabajo
resultase mбs fбcil y su nutriciуn mбs abundante. Enganchу al caballo,
puso el yugo al buey, persuadiу б la vaca de que debнa permanecer quieta
en un establo y dejarse ordeсar resignadamente; tambiйn logrу convencer
б la gallina y al cerdo de que les convenнa vivir cerca del hombre, para
que йste pudiera matarlos cуmodamente cada vez que le apeteciese
alimentarse con sus despojos.
--Y ademбs--continuу el segador--, Adбn tuvo que desmontar las tierras
vнrgenes antes de cultivarlas, y echar abajo бrboles inmensos, y todo lo
hizo con herramientas de madera y de piedra inventadas por йl. No
olvidйis, hijos mнos, que en esa йpoca, Caнn, que es el primer herrero
de que habla la Historia, estaba todavнa dando chupones б los pechos de
su madre....
Como el hombre no vive sуlo de pan y las golosinas son las que hacen la
vida agradable, Adбn prestу mбs atenciуn б su huerto, donde crecнan los
primeros бrboles frutales, que б los campos, donde cultivaba otros
artнculos mбs sуlidos й importantes para la nutriciуn. EL tнo Correa,
excitado por los recuerdos de su paнs en esta pampa monуtona, donde sуlo
hay trigo y carne, iba mencionando los бrboles de dulces frutos que
embellecieron el primer huerto creado por el hombre. Describнa la
higuera, de hojas puntiagudas como manos abiertas, cuyo tronco rugoso y
gris parece forrado con piel de elefante, y que en las maсanas de sol
deja caer de rama en rama un fruto que, al aplastarse en el suelo, abre
sus entraсas rojas y granuladas. Habнa tambiйn en dicho huerto el
naranjo, con su perfume de amor y sus redondas cбpsulas de miel
encerradas en esferas de oro; y las diversas clases de melocotones, y el
plбtano, y el melуn, que vive junto al suelo para absorber mejor sus
jugos, concentrбndolos en una carne de dulce marfil.
A veces Adбn recordaba el manzano del Paraнso y la serpiente enrollada б
su tronco que habнa dado consejos б su mujer, inspirбndole estъpidos
deseos. Pero al contemplar luego su huerto, se encogнa de hombros. La
obra de sus manos le parecнa mбs firme y de mayor porvenir que la
creaciуn improvisada del Paraнso.
--Podнa sentirse orgulloso de su obra--continuу el viejo--, pero su
trabajo le costaba. Habrнais sentido lбstima al verle tan consumido.
Sуlo le quedaban los huesos y la piel, despuйs de tantos esfuerzos.
Parecнa tener dos siglos mбs que su edad. En cambio, Eva podнa pasar por
su biznieta.
Esto ъltimo no sorprendнa al tнo Correa. En sus andanzas, habнa viajado
por los paнses mбs adelantados y modernos, observando muchas veces que
el marido trabaja con una intensidad extraordinaria, pasando el dнa
fuera de su domicilio en lucha бspera por conquistar el dinero, mientras
la mujer se queda en su salуn tocando el piano y recibiendo visitas. Y
como resultado de esta desigualdad en el trabajo, las mujeres parecen
las hijas de sus esposos, y йstos mueren, generalmente, mucho antes que
ellas.
--Yo no sй verdaderamente quiйn muriу antes, si Eva у Adбn--continuу el
viejo--; pero apostarнa, sin miedo б perder, que fuй el pobre Adбn. Eva
debiу sobrevivirle, siendo una viuda rica de las que saben administrar
sus bienes; y asн vivirнa mucho tiempo, amada y respetada por sus hijos,
para que no los excluyese del testamento.
ЎPobre Adбn!... A veces su cansancio era tan grande despuйs del trabajo,
que le faltaba la respiraciуn y tomaba asiento en el umbral de su casa,
para reposar un poco.
Habнa pasado el dнa entero cavando la tierra у domando el caballo
salvaje y el toro feroz. Sentнa un fuerte deseo de contemplar б su Eva
unos instantes; el mismo deseo que sienten muchos de adorar б los seres
que los maltratan; la admiraciуn irresistible que nos inspira todo lo
que nos cuesta muy caro. їY esta mujer no le habнa costado el
Paraнso?...
Eva parecнa siempre hermosa, б pesar de que daba al mundo un niсo todos
los aсos, y б veces dos. No podнa hacer menos, teniendo la misiуn de
poblar la tierra entera.
Apenas Adбn, sentado en el umbral de la puerta, se enjugaba el sudor de
la frente y empezaba б gustar la dulce voluptuosidad del reposo, cuando
la voz de Eva le arrancaba de este deleite fugitivo.
--Oye, Adбn: ya que no tienes nada que hacer, podнas entretenerte
poniendo la mesa.
Otras veces Eva se mostraba injusta y cruel.
--Adбn, lбvame los platos. Es una vergьenza que estйs ahн, mano sobre
mano, mientras yo me mato de trabajar.
Pero en ciertas ocasiones tomaba el tono de una sъplica dulce y
acariciante.
--Oye, maridito mнo: tъ que eres tan bueno, їpor quй no das un paseo al
bebй en su cochecito? El ъltimo que ha nacido, їsabes? el que lleva el
nъmero setenta y dos. Ya ves, alma mнa, que, sola como estoy, no puedo
llegar б cuidarlos б todos.
Y el trabajador infatigable, procreador de un mundo entero, debнa poner
la mesa, lavar los platos y pasear al reciйn nacido en un cochecito de
su invenciуn.
Eva trabajaba igualmente. No era floja labor limpiar los mocos, todas
las maсanas, б siete docenas de niсos, lavarlos y ponerlos б secar al
sol, й impedir que se peleasen entre ellos hasta la hora del almuerzo.
Pero su vida estaba agriada por otras preocupaciones.
Al encontrarse fuera del Paraнso, sintiу inmediatamente los primeros
tormentos del pudor y de la vergьenza. Su larga cabellera ya no le
pareciу bastante para ocultar su desnudez, como en los tiempos en que no
habнa escuchado aъn б la maligna serpiente. Viйndose en el mundo vulgar,
como simple mujer de labrador, despuйs de haber sido primera dama en el
Paraнso, tuvo que hacerse б toda prisa un manto de hojas secas que la
protegiese del frнo y le permitiera mostrarse con un aspecto de persona
decente ante los seres celestiales.... Pero їcуmo puede una seсora tener
buen aspecto llevando siempre el mismo vestido?... Esto equivalнa,
ademбs, б colocarse al mismo nivel de los animales inferiores, que desde
que nacen hasta que mueren llevan siempre el mismo pelaje, las mismas
plumas у el mismo caparazуn.
Eva era un ser razonable, capaz de las infinitas variaciones que forman
el progreso, y por esto se dedicу б perfeccionar el arte del
embellecimiento de su persona.
Con el noble deseo de sostener la superioridad humana sobre los demбs
seres creados, se hizo un vestido nuevo todos los dнas. Esta resoluciуn
no era dictada por la vanidad, ni por el frнvolo deseo de gustar б los
hombres у de hacer rabiar б las amigas, como han pretendido despuйs
algunos filуsofos malhumorados.
Eva puso б contribuciуn para su adorno todos los recursos de la
Naturaleza: las fibras de las plantas, las pieles de los cuadrъpedos,
las cortezas de los бrboles, las plumas de los pбjaros, las piedras
brillantes у coloreadas que la tierra vomita en sus accesos de cуlera.
La tarea de inventar nuevos vestidos y adornos fuй tan importante para
ella y de tal modo deseу la novedad y la variedad, que la vida cambiу
completamente en la granja de Adбn. Los hijos no vieron б su madre en
muchas horas, y б veces durante jornadas enteras. Los pequeсos se
revolcaban en el suelo, cubiertos de una costra de suciedad, mientras
los mayores reснan б puсetazos para dominarse unos б otros, у golpeaban
б los hermanos dйbiles que se resistнan б servirles de esclavos.
A veces la tribu entera se ponнa de acuerdo para saquear la despensa
paternal, devorando en unas cuantas horas todas las provisiones que Adбn
habнa almacenado para una semana.
--ЎMamб! ЎMamб!...
Un coro de voces infantiles estallaba en el interior de la casa, como si
implorase socorro.
--ЎCallad, demonios! Dejadme en paz. Es imposible tener un rato de
tranquilidad en esta casa.
Y despuйs de imponer silencio con voz amenazante, Eva reanudaba el curso
de sus meditaciones.
--Veamos: їquй tal resultarнa una capa de piel de pantera con cuello de
plumas de lorito, y un sombrero de cortezas adornado con rosas y rabos
de mono?...
Su imaginaciуn no se cansaba de concebir las mбs prodigiosas creaciones
para el ornato de su persona. Luchaba entre el deseo de mostrar los
ocultos tesoros de su belleza y un sentimiento de modestia y de pudor
propio de una madre.
Cuando se decidнa por una falda corta que apenas le llegaba б las
rodillas, inventaba inmediatamente, б guisa de compensaciуn, unas mangas
muy largas y un cuello que subнa hasta sus orejas. Si, en un acceso de
coqueterнa audaz, creaba un traje de ceremonia, sin mangas y muy
escotado, buscaba inmediatamente volver б la virtud, fabricбndose una
falda que le cubrнa la punta de los pies y arrastraba la cola sobre el
suelo, con un fru-fru semejante al ruido otoсal de las hojas secas.
Mientras tanto, Adбn iba casi desnudo, mostrando sus vergьenzas de puro
pobre. Su ropero sуlo contenнa unas cuantas pieles de oveja viejas y
rotas que estaban esperando una recomposiciуn. Pero la mujer, ocupada en
sus fantasнas suntuarias, no encontraba nunca media hora libre para este
remiendo.
El primer hombre mostraba una viva admiraciуn por las transformaciones
continuas que iba notando en Eva. Una maсana su cabellera ostentaba el
rojo ardiente del mediodнa; б la maсana siguiente tenнa el oro suave de
la aurora; dos dнas despuйs sus cabellos mostraban la negrura profunda
de la noche. Ciertas tardes venнa al encuentro de Adбn con una falda
voluminosa, casi esfйrica desde el talle б los pies, y tan ancha, que le
era difнcil pasar la puerta. Pero como la moda estб formada de cambios
bruscos y contrastes violentos, al dнa siguiente mostraba una segunda
falda, tan estrecha y ajustada como la funda de un espadнn, y apenas si
podнa marchar, saltando lo mismo que un pбjaro.
Su rostro tambiйn pasaba por estas extremadas transformaciones. A lo
mejor estaba pбlida, con la blancura del polvo de los caminos, cual sн
acabase de sufrir una emociуn mortal; otras veces sus mejillas eran tan
rojas que parecнan reflejar el fuego del sol poniente.
Adбn se sentнa feliz al contemplarla, б pesar de que ella lo maltrataba
lo mismo que antes, obligбndole б desempeсar muchas funciones domйsticas
cuando venнa cansado del trabajo en los campos. El pobre, gracias б tan
costosas transformaciones, creнa tener una mujer nueva cada veinticuatro
horas.
Eva, en cambio, se aburrнa, con un tedio mortal. їPara quй adornarse
tanto, si ningъn otro ser humano, aparte de su marido, podнa verla?...
Sin embargo, estaba convencida de que era la admiraciуn de todo cuanto
le rodeaba.
Su vanidad habнa acabado por hacerla entender el lenguaje de los
animales y de las cosas, incomprensible hasta entonces para las
personas.
Cada vez que salнa de su casa, la selva entera se animaba con un
murmullo de curiosidad femenil; los pбjaros dejaban de volar, los
cuadrъpedos se detenнan en mitad de sus carreras locas, y los peces
sacaban la cabeza sobre la superficie de rнos y estanques.
--Veamos lo que ha inventado hoy para imitarnos--gritaban los loros y
los monos insolentes desde lo alto de los бrboles.
--ЎMuy bien, hija mнa!--aprobaba el elefante con lentos movimientos de
su trompa y el toro agitando su armado testuz.
--ЎVenid б ver la ъltima creaciуn de Eva!--piaban millares de pбjaros en
el follaje.
Esta ovaciуn de la Naturaleza, que en los primeros dнas hizo enrojecer
de orgullo б nuestra primera madre, fuй acogida finalmente con
indiferencia por ella. Era el aplauso de una muchedumbre inferior, y Eva
aspiraba б la aprobaciуn de sus iguales. La ъnica persona Ўay! que podнa
admirar los inventos y los matices de su buen gusto era su marido; y un
marido es un ser respetable que merece cierta atenciуn, sobre todo
cuando mantiene la casa, pero resulta ridнculo que las mujeres se vistan
para no ser admiradas mas que por sus esposos. Es como si un poeta
hiciese sus versos ъnicamente para leerlos б los individuos de su
familia.
No; la mujer es una artista, y como todos los artistas, necesita un
pъblico grande, inmenso, б quien inspirar la admiraciуn y el deseo,
aunque no piense ni remotamente en satisfacer ese deseo.... Y como no
habнa en el mundo otro hombre que su marido, y йste le interesaba muy
poco, Eva empezу б pensar en los bienaventurados que habitan el cielo y
muchas veces habнan ido б hacerle visitas cuando ella ocupaba el
Paraнso.
Al llegar aquн, el tнo Correa interrumpiу su relato para dar una
explicaciуn que consideraba necesaria.
Como Dios es un rey, los que le rodean se esfuerzan por imitar б los
cortesanos terrenales, adoptando todos los sentimientos y las pasiones
de su regio amo con mбs firmeza que йste. Apenas el Omnipotente
manifestу su cуlera contra Eva y su marido arrojбndolos del Paraнso, los
habitantes del cielo rompieron sus amistades con ella y con Adбn,
retirбndoles el saludo y evitando todo encuentro.
A veces, cuando Eva se contemplaba en el cristal de un pequeсo lago que
le servнa de espejo, oнa б sus espaldas un ruido de alas. Era un
arcбngel que iba б llevar un recado del Seсor, cumpliendo sus funciones
de mensajero celeste.
Eva lo reconocнa, se acordaba perfectamente de que le habнa sido
presentado asistiendo б sus recepciones en el Paraнso. Pero en vano
tosнa у cantaba entre dientes para atraer su atenciуn, adoptando
posturas interesantes; el viajero aйreo se resistнa б reconocerla,
batiendo con apresuramiento sus alas para alejarse lo mбs pronto
posible.
--ЎDe quй le sirve б una ser hermosa y vestir bien, si no recibe visitas
y estб condenada б vivir al margen de la sociedad!--decнa Eva
amargamente.
Y б impulsos de su rabia, desgarraba sus trajes mбs originales apenas
terminados, buscando ademбs camorra al pobre Adбn, para acusarlo de ser
el ъnico autor de la pйrdida del Paraнso.
--Sн, tъ fuiste, Ўno lo niegues!--gritaba ella--. Tъ me hiciste perder
aquel jardнn tan agradable y distinguido, con todas mis brillantes
relaciones. Tъ hiciste no sй quй lнo con la serpiente, excitando la
cуlera del Seсor.
Y el pobre Adбn sуlo sabнa decir, como ъnico remedio expuesto
tнmidamente:
--ЎSi te ocupases un poco mбs de los niсos! ЎSi dedicases menos tiempo б
tus modas!...
Al oir estos consejos vulgares, la indignaciуn daba б Eva un lenguaje
poйtico.
--їQuieres acaso que vaya desnuda?--decнa con altivez--. Mira lo que
hace el viento; es menos interesante que yo, no tiene cuerpo, y sin
embargo se envuelve en una capa de polvo al correr б lo largo de los
caminos y de un manto de hojas secas cuando atraviesa las selvas.
II
De vez en cuando un querubнn volaba en torno б la granja, como un palomo
perdido.
Huyendo por algunas horas de la tarea de hacer gorgoritos en los coros
celestiales, habнa osado descender б las regiones terrestres, con la
esperanza de que el Seсor le perdonarнa esta escapada cuando le contase
lo que habнa visto y cуmo progresaban los negocios de los humanos
despuйs del pecado original.
Eva, con sus ojos de mujer curiosa, no tardaba en descubrir la carita
mofletuda que le estaba espiando medio oculta en las espesuras del
follaje. Entonces, iniciando una de sus mбs hermosas sonrisas, lo
llamaba:
--Oye, chiquitнn, їvienes de allб arriba? їCуmo estб el Seсor?
Viйndose descubierto, el niсo celestial se aproximaba hasta dejarse caer
sobre las rodillas de nuestra madre.
El Seсor se mantenнa, como siempre, inmutable y magnнfico.
--Cuando le veas--continuaba Eva--, dile que estoy muy arrepentida de mi
desobediencia. ЎQuй tiempo tan agradable el que pasй en el Paraнso! ЎQuй
esplйndidas recepciones daba yo allб! ЎY quй _buffet_ tan
distinguido!... ЎAy, las tortas celestiales!...
Una de sus melancolнas mбs dolorosas era б causa de las tortas
celestiales. Eva lamentaba su pйrdida tanto como la de la amistad de los
bienaventurados.
En vano Adбn se calentaba la cabeza buscando algo adecuado para
sustituirlas. Hizo tortas de trigo, que rociу con la miel de las abejas,
recientemente subyugadas; secу los frutos de la viсa, inventando las
pasas antes que el vino, y asн llegу б descubrir el _pudding_. Pero
ninguna de tales golosinas pudo hacer olvidar б su mujer las tortas
deliciosas que ella encargaba б los pasteleros del cielo para sus tйs
paradisнacos de cinco б siete de la tarde.
--Dile tambiйn--continuaba Eva--que ahora trabajamos y sufrimos mucho.
Dile que deseamos verle, una vez solamente, para presentarle nuestras
excusas. Mi marido y yo necesitamos convencernos de que Йl no nos guarda
rencor.
--Se harб como se pide--contestaba el pequeсuelo.
Y dando dos у tres golpes de ala, se perdнa en las nubes.
Pero por mбs recados de esta clase que diу, nunca pudo conseguir una
respuesta de lo alto. En general, la mayor parte de los volбtiles
celestes jamбs volvнan б las regiones terrenales, pero de tarde en tarde
la mujer de Adбn lograba reconocer la cara de alguno de estos seres
alados.
--Sй quiйn eres, pequeсo--decнa--. La semana pasada te vi rondando por
estos sitios. їDiste al Seсor mi recado? їQuй es lo que contestу?
Las mбs de las veces los бngeles permanecнan silenciosos у balbuceaban
palabras sin ilaciуn, como niсos bien educados que no quieren decir
cosas desagradables б una seсora.
--ЎPero Йl te habrб dado alguna respuesta!--insistнa Eva--. ЎVamos,
habla!
Y una vez encontrу б un querubнn pequeсito, de cara mofletuda, que le
respondiу:
--Sн, seсora. Su Divina Majestad ha contestado algo. Al darle yo su
recado, me dijo: «їPero es que ese par de sinvergьenzas viven
todavнa?...»
Eva sуlo quiso ver en tales palabras una broma de niсo falto de buena
crianza. Juzgaba imposible que el Seсor hubiera dicho esto. Si insistнa
en mantenerse invisible, era seguramente porque estaba muy ocupado en la
direcciуn de sus dominios infinitos, no quedбndole media hora libre para
dar un paseo por la tierra.
Una maсana fuй recompensada su fe en la bondad divina. Se presentу un
mensajero celeste, saltando de nube en nube, y gritу б Eva:
--Escucha, mujer: si no llueve esta tarde, es posible que el Seсor venga
б haceros una visita corta. ЎHa pasado tanto tiempo sin ver la
tierra!... Anoche, hablando con el arcбngel Miguel, le dijo: «A veces me
pregunto en quй habrбn venido б parar aquellos dos canallas
desagradecidos que tenнamos en el Paraнso. Me gustarнa verlos.»
Eva quedу aturdida por la noticia, y llamу б Adбn, que trabajaba en un
campo prуximo.
ЎCуmo describir la agitaciуn que conmoviу б la granja!... El tнo Correa
la comparaba con la fiesta del santo patrono en cualquier pueblo de
Espaсa, cuando las mujeres limpian en la vнspera sus casas, desde la
puerta al tejado, preparando ademбs la gran comilitona del dнa
siguiente.
La esposa de Adбn barriу y lavу los pisos de la entrada de la casa, de
la cocina y del dormitorio. Tambiйn puso una colcha nueva sobre la cama
y frotу las sillas con arena y jabуn. Despuйs inspeccionу el guardarropa
de la familia, y al ver que las pieles de cordero de su marido no
estaban presentables, le confeccionу en un momento una casaquilla de
hojas secas. ЎPara un hombre, bien estaba!
El tiempo restante lo consagrу al adorno de su persona. Contemplу con
mirada perpleja unos cuantos centenares de vestidos que habнa hecho y
rehecho, preguntбndose con desconsuelo:
--їCуmo me arreglarй para recibir dignamente б tan gran personaje?
Verdaderamente, tengo muy poco que ponerme.
Mirу con ternura una larga tъnica negra, de corte severo, que no dejaba
visible ni una lнnea de su blanco cuerpo. Pero б continuaciуn pensу que,
por ser hombres todos los visitantes, no convenнa recibirlos con tanta
austeridad.
Acababa de escoger uno de sus trajea mixtos, muy atrevido por un extremo
y muy discreto por el otro, cuando llegу б sus oнdos una verdadera
tempestad de gritos y llantos. Toda su prole se sublevaba. Sуlo se
componнa de unos cien muchachos, pero se hubiera dicho que la tierra
entera habнa empezado б gritar.
Por primera vez en su vida Eva contemplу atentamente б sus hijos. Eran
demasiado feos para presentarlos al Seсor. Tenнan los cabellos en
maraсa, las mejillas manchadas de barro seco y las narices cubiertas de
costras. Eva, absorbida por sus inventos de modista, los habнa olvidado
durante meses y meses.
--їCуmo presento estos granujas б Dios?... El Todopoderoso va б creer
que soy una sucia y una mala madre.... Porque el Seсor es hombre, y los
hombres no comprenden lo difнcil que es cuidar б tantos chiquillos.
Despuйs de esto empezу б insultar б Adбn, como si йste fuese el
responsable del abandono en que vivнan sus hijos.
Pero transcurrнa el tiempo y era urgente tomar una resoluciуn. Luego de
muchas dudas y titubeos, Eva escogiу б los hijos preferidos (їquй madre
no los tiene?) para lavarlos y vestirlos lo mejor que pudo. Despuйs
empujу б los otros б puro cachete, hasta dejarlos encerrados en un
establo, bajo llave, б pesar de sus protestas.
Ya llegaban los visitantes. Eva apenas tuvo tiempo de dar una ъltima
mano al arreglo de su persona. Sacudiу su vestido para hacer desaparecer
las arrugas de la lucha con la terrible chiquillerнa y se pasу un peine
por los pelos alborotados.
En el horizonte, una columna de nubes, blanca y luminosa, descendiу del
cielo hasta posarse en la tierra. Empezу б sonar un ruido de alas
innumerables, acompaсado por las voces de un coro inmenso, cuyos
«Ўhosanna!» repercutieron б travйs del espacio infinito.
Los primeros viajeros celestes, desembarcando de la nube que los habнa
traнdo, empezaron б remontar el sendero de la granja. Estaban envueltos
en tal esplendor, que parecнa que todas las estrellas del firmamento
hubiesen bajado б la tierra para juguetear entre los bancales de trigo
cultivados por Adбn.
Iba delante la escolta de honor, compuesta de un destacamento de
arcбngeles cubiertos de cabeza б pies con centelleantes armaduras de
oro. Despuйs de haber envainado sus sables, se acercaron б Eva para
decirle unos cuantos chicoleos, asegurando que no pasaban por ella los
aсos y que se mantenнa tan fresca y apetitosa como en los tiempos que
habitaba el Paraнso.
--Los soldados son asн--explicу el tнo Correa--. Allб donde van se lo
comen todo, y lo que no se comen lo rompen у se lo apropian. Cuando ven
б una mujer sienten excitado su heroнsmo, lo mismo que si oyesen sonar
el toque de asalto....
Total: que algunos mбs atrevidos intentaron unir los actos б las
palabras, abrazando б Eva. Pero йsta tenнa cerca su escoba, y los obligу
con una rбpida contraofensiva б refugiarse en la huerta, donde se
subieron б los бrboles.
El viejo segador riу un poco, aсadiendo despuйs:
--El pobre Adбn no sabнa quй hacer. «ЎVan б comerse todos mis higos y
mis melocotones!», gritу levantando los brazos. Para йl hubiera sido
mejor un ciclуn en su huerto que la entrada de la alegre soldadesca.
Pero como era hombre de tacto, aunque jurу un poco, acabу por callar.
El Seсor llegaba ya. Su barba era de plata y su cabeza tenнa como adorno
un triбngulo resplandeciente que lanzaba rayos lo mismo que el sol.
Detrбs venнa Miguel, con una armadura incrustada de piedras preciosas
formando fantбsticos dibujos. Cerraban la marcha todos los ministros y
altos dignatarios de la corte celestial.
--El Creador saludу б Adбn con una sonrisa de lбstima--prosiguiу el
viejo--. «їCуmo estбs, infeliz?», le preguntу. «їTu mujer no te ha
metido en nuevos lнos?...» Despuйs acariciу б Eva, tomбndole la
barbilla. «ЎHola, buena pieza! їAъn continъas haciendo locuras?»
Conmovidos por tanta simplicidad, los esposos ofrecieron al Seсor el
ъnico mueble que poseнan, semejante б un trono. Era una silla de brazos
como las mejores que se pueden encontrar en una granja rica.
--ЎQuй asiento, hijos mнos!--dijo el tнo Correa con entusiasmo--. Ancho,
blandнsimo, hecho con madera de algarrobo de la mejor y con cuerda de
esparto bien tejido; un sillуn, en fin, como sуlo puede tenerlo un cura
de pueblo rico.
Sentado en йl Su Divina Majestad, fuй escuchando lo que le contaba Adбn,
sus fatigas, sus malos negocios, las dificultades que habнa de vencer
para ganar el sustento de йl y su familia.
--ЎMuy bien! ЎMe alegro mucho!--decнa el Seсor, mientras una sonrisa
agitaba su barba resplandeciente--. Eso te enseсarб б no desobedecer б
tus superiores, y sobre todo, б no seguir los consejos de una hembra.
їCreнas acaso que ibas б comer gratis en el Paraнso y hacer al mismo
tiempo lo que se te antojase?... ЎSufre, hijo mнo! ЎTrabaja y rabia! Asн
aprenderбs lo que cuesta la libertad.
El Seсor contemplу luego б Eva. Desde mucho antes le habнa dirigido
rбpidas miradas de curiosidad y de indignaciуn. Era la primera vez que
veнa б una mujer vestida. їDe dуnde habнa salido este animal de plumaje
fantбstico, este loro sin alas, cuya forma absurda y colores chillones
no hubiera podido concebir Йl, ni aun en sus momentos de mбs frenйtica
creaciуn?...
Dбndose cuenta de que el Seсor la observaba, Eva fuй adoptando las
actitudes que considerу mбs interesantes, esforzбndose por hacer valer
con ellas las gracias de su cuerpo y la elegancia de sus adornos. Al
mismo tiempo sonreнa, segura de sн misma.
--Y el Todopoderoso--continuу el tнo Correa--no pudo menos de reconocer
cierta gracia en estos adornos mujeriles que al principio habнa
considerado feнsimos.
--Continъa siendo la misma frнvola de siempre--murmurу el Seсor
dirigiйndose al gran capitбn Miguel, que le acompaсaba б todas partes y
se mantenнa ahora de pie detrбs de su sillуn--. Es la misma cabeza de
chorlito que conocimos en el Paraнso.... Pero hay que confesar que sabe
adornarse con gusto.
Tal vez estas consideraciones, unidas б las sonrisas de Eva y al humilde
silencio con que Adбn acogiу las reprimendas del Seсor, ablandaron el
corazуn de йste. Pareciу arrepentirse de su anterior severidad, y aсadiу
con un tono de benevolencia:
--No esperйis que os perdone, permitiendo que volvбis б disfrutar por
segunda vez los placeres del Paraнso. Lo que estб hecho ya estб hecho, y
debйis sufrir los efectos de mi maldiciуn. Mi palabra es sagrada; y si
la retirase, me desconocerнa б mн mismo.... Pero ya que he venido б
veros, no quiero irme sin dejar un recuerdo de mi visita. A vosotros no
puedo daros nada: los dos estбis malditos; pero vuestros hijos son
inocentes y tendrй mucho gusto en hacer un don б cada uno de ellos....
Yo habнa creнdo que tenнais una descendencia mбs numerosa. їSуlo cuatro
hijos? Seguramente que no me arruinarй con mis regalos. Anda, Eva,
trбeme б tus pequeсos.
Los cuatro pilletes se alinearon ante el Todopoderoso, que los examinу
atentamente.
--Ven aquн, tъ--dijo designando б un pequeсo, serio y gordo, de mirada
penetrante y cejas fruncidas, que habнa estado chupбndose un dedo
mientras escuchaba gravemente la conversaciуn--. Te confiero el poder
de juzgar б tus iguales. Serбs el dispensador de la justicia;
interpretarбs segъn tu criterio las leyes hechas por los otros; poseerбs
el privilegio de establecer lo que es el Bien y lo que es el Mal,
cambiando de opiniуn cada siglo. Sujetarбs todos los delincuentes б las
mismas reglas penales, medida tan cuerda y acertada como si los mйdicos
pretendiesen curar б los enfermos con el mismo remedio. Tu situaciуn
serб en el mundo la mбs estable й inconmovible. Podrб ocurrir que los
hombres duden con el tiempo de todo lo que les rodea. Hasta llegarб un
dнa en que se atrevan б discutir mi existencia y б negarme. Pero no
temas por ti. Tъ serбs la Justicia augusta й infalible, incapaz de
equivocarse, sin la cual no es posible la vida. Los mismos que ostenten
como un tнtulo de gloria su incredulidad absoluta, se indignarбn si
alguien tiene la audacia de poner en duda tu rectitud. Y si incurres en
errores que cuestan la vida у la libertad б los hombres, la mayorнa
disimularб tu horrible equivocaciуn, apelando al «carбcter sagrado de la
cosa juzgada».
El Todopoderoso hizo seсal para que avanzase un segundo muchacho.
Era moreno, de aspecto jovial y atrevido, con la cabeza puntiaguda, la
mandнbula cuadrada y unas orejas prominentes. Llevaba siempre en su mano
derecha un bastуn, con el que pegaba б sus hermanos. A la hora de las
comidas se apoderaba de las porciones de los otros, amenazбndoles si
protestaban.
Al llegar б corta distancia del Todopoderoso se cuadrу, con las manos
pegadas б los muslos y los ojos fijos, lo mismo que un soldado alemбn
bien disciplinado.
Y el Seсor le dijo:
--Tъ serбs el hombre de guerra, el hйroe. Conducirбs tus semejantes б
la muerte, como el matarife guнa los rebaсos al matadero. Esto no
impedirб que todos te admiren y te aclamen (hasta aquellos mismos que
serбn hechos pedazos bajo tu direcciуn), pues emplearбs como fetiches de
poder inagotable las palabras Gloria, Honor, Patria, Bandera. Los
hombres hablarбn con emociуn de leyes morales y mandamientos religiosos
que les ordenan «no matarбs», «no robarбs», «amarбs б tu prуjimo como б
ti mismo»; pero tъ, guerrero semejante б un semidiуs, vivirбs mбs allб
del Bien y del Mal. Si los otros hombres matan, serбn juzgados como
criminales y terminarбn sus dнas en un presidio у en el cadalso. Tъ, por
el contrario, te agrandarбs en proporciуn de tus matanzas, y cuando las
gentes te admiren cubierto de sangre humana, gritarбn б coro: «ЎEste es
un verdadero hйroe!»
»Si alguna vez deseas un territorio, lo primero que harбs serб
apoderarte de йl por la fuerza, exterminando б todos los que intenten
resistirse en nombre de sus antiguos derechos. Siempre encontrarбs
jurisconsultos que se encarguen de probar, textos en mano, tu derecho б
la posesiуn de las tierras conquistadas. Comete toda clase de
atrocidades...pero vence. Nunca dejarбs de tener razуn si eres
victorioso. Nadie osa pedir cuentas al conquistador, y en sus templos,
los sacerdotes de todas las religiones cantarбn por tu salud, celebrando
tu triunfo. Inunda los paнses de sangre, pasa los pueblos б cuchillo,
incendia las ciudades, mata, destruye, roba.... Esto no impedirб que los
poetas te celebren y los historiadores perpetъen tus hazaсas mбs que si
fueses un benefactor de la humanidad. Pero los que intenten imitarte y
cometan tus mismas atrocidades sin vestir unas ropas de corte y color
especiales llamadas uniforme, arrastrarбn una cadena en el calabozo de
una cбrcel.... Puedes retirarte. ЎQue avance otro!.
El tercero era un adolescente, seco de carnes, nervioso, con una palidez
verdosa y los ojos de mirada astuta.
Reflexionу el Seсor un instante antes de decidir lo que harнa de йl, y
dijo finalmente:
--Tъ dirigirбs los negocios del mundo, siendo al mismo tiempo mercader y
banquero. Prestarбs oro б los reyes, lo que te permitirб tratarlos como
si fuesen tus iguales; y si llegas б arruinar б toda una naciуn en
provecho tuyo, el mundo admirarб tu habilidad. Tus grandes combinaciones
financieras extenderбn el pбnico por el universo entero, haciendo pesar
sobre las ciudades horas de angustia mortal. Tus victorias en la Bolsa
irбn acompaсadas por los pistoletazos de tus vнctimas empujadas al
suicidio y los llantos de sus familias. Provocarбs guerras
incomprensibles y favorecerбs tratados de paz ruinosos, siendo
responsable del envнo de acorazados y de ejйrcitos expedicionarios para
sostener tus reivindicaciones injustas y usurarias contra las naciones
dйbiles.
»Tus hijos creerбn proteger las artes manteniendo lujosamente
bailarinas, cantantes у simples portadoras de costosos trajes y joyas
inauditas para halago de su orgullo. Tъ, retenido por tus negocios,
envejecerбs y llegarбs tarde б la escena de la vida, para ser un Mecenas
de esta especie, contentбndote con proteger б los pintores.
»La disparidad de opiniones mбs absoluta acompaсarб el recuerdo de tu
nombre durante treinta у cuarenta aсos, porque tu nombre, como el de los
tenores y el de los cуmicos, vivirб nada mбs lo que vivan las personas
que te conocieron. «Sirviу al progreso humano», dirбn algunos
acordбndose de tus flotas de buques mercantes y de las vнas fйrreas con
que surcastes los desiertos. «Era un bandido», afirmarбn otros pensando
que por cada kilуmetro de rieles colocados llenaste un cementerio de
trabajadores. «Fuй un monstruo, que para ganar sus riquezas sacrificу
mбs vidas humanas que un conquistador.» Y todos tendrбn razуn, todos
dirбn la verdad; porque lo que hay mбs divertido en la vida de los
hombres es que todos ellos hablan de la verdad, de la verdad absoluta й
indiscutible, ignorando que esta verdad absoluta no es mas que un
ensueсo y que siempre habrб tantas verdades como intereses.... Acuйrdate
de esto y sigue tu camino.
Llegу el turno al cuarto muchacho, y йste avanzу.
--Viendo al tal mocoso, el Seсor empezу б reнr--dijo el tнo Correa--.
Apenas levantaba dos palmos del suelo; y el Omnipotente, como lo sabe
todo, viу que era el hijo preferido de su madre.
Йsta ъnicamente dudaba de la justicia de su preferencia al comparar б
este pequeсo con el hermano de las orejas grandes, armado siempre con un
garrote. La mujer se siente en todas ocasiones atraнda por el guerrero;
pero cuando el pequeсo abrнa la boca, Eva, completamente subyugada,
reconocнa su superioridad sobre el belicoso mayor.
El Omnipotente examinу al diminuto personaje con un regocijo mal
disimulado. Se fijу en sus robustos hombros, su cabeza enorme y su
amplia frente. Su mirada era orgullosa y sus labios se contraнan con una
mueca en la que se mezclaban el menosprecio y la adulaciуn. Tenнa б la
vez algo de comediante y de rey.
No parecнa intimidado el chicuelo por la presencia del Creador. Se
mantuvo erguido, con una mano sobre el pecho y la otra apoyada en el
respaldo de una silla. Su frente elevada parecнa aguardar la inspiraciуn
de lo alto. Mostraba la rigidez de un modelo, como si estuviera delante
del escultor encargado de su futura estatua.
Su madre le conocнa bien. Cuando sentнa hambre y deseaba un pedazo de
pan, nunca lo reclamaba б gritos, como los niсos ordinarios. Tenнa el
sentimiento precoz de las fуrmulas parlamentarias, no conocidas aъn en
el mundo, y decнa gravemente:
--Seсora Eva, permнtame su seсorнa una pequeсa interpelaciуn: їpuedo
tomar un poquito de pan?
La madre apelaba б su auxilio cada vez que tenнa necesidad de mantener
tranquila б la numerosa prole, mientras se consagraba б la confecciуn de
sus trajes.
--Ven aquн, vida mнa--suplicaba Eva--. Hazme el favor de divertir б tus
hermanos con uno de tus discursos.
Y el niсo, empujado por su propia elocuencia, hablaba horas y horas, sin
saber ciertamente lo que decнa, dando tiempo б la madre para terminar su
obra.
--Tъ serбs el rey de la tierra--declarу el Todopoderoso--; tъ serбs el
Orador, y con eso queda dicho todo. A pesar de su poder y su orgullo,
tus hermanos vivirбn al amparo de tu palabra. El guerrero te obedecerб;
el juez te servirб y sostendrб, para mantener su propia situaciуn; el
banquero te darб cuanto le pidas, para que seas su abogado y defiendas
sus terribles combinaciones. Tu ъnico mйrito consistirб en hablar bien,
y eso es suficiente para que todos te consideren el hombre mбs sabio de
la tierra.
»Sin necesidad de estudiar los asuntos, hablarбs de ellos
indefinidamente; si alguna vez necesitas mostrar conocimientos, serбn de
tercera у cuarta mano, y sin embargo las masas te aclamarбn como un
genio. En los tiempos difнciles todos te buscarбn, viendo en ti la ъnica
esperanza de la patria. «Coloquйmosle б la cabeza del gobierno, ya que
habla mejor que todos», dirбn las gentes.
»La humanidad se deja regir por una lуgica absurda. Para gobernar una
naciуn, para administrar su hacienda y hasta para mandar sus ejйrcitos,
nadie vale lo que un buen orador, capaz de hablar a todas horas
fбcilmente y sin fatiga. Cuando surja una guerra, tъ dirigirбs desde tu
sillуn б los generales; cuando llegue el momento de negociar la paz,
confiarбn esta misiуn б un congreso de oradores. La palabra gobernarб al
mundo mбs aъn que el sable. Habla, hijo mнo, habla elocuentemente y sin
cansancio, y el mundo serб tuyo.
III
Adбn lloraba silenciosamente, agradeciendo las bondades del Seсor.
Sus cuatro hijos acababan de recibir la dominaciуn de la tierra entera.
Sin embargo, su esposa se mostraba inquieta. Varias veces estuvo б punto
de interrumpir al Omnipotente pronunciando una palabra, una sola, pero
callу en el ъltimo instante. їCуmo iba б detener la ola de
bienaventuranzas celestiales que se desplomaba sobre sus cuatro
hijos?... Pero el remordimiento oprimнa su corazуn maternal.
Pensaba en la caterva de pequeсos encerrada en el establo, que iba б
quedar privada, por su culpa, de tan generoso reparto.
Al fin murmurу, aproximбndose б Adбn:
--Voy б enseсar los otros al Seсor.
--Ya es tarde--objetу el marido--. Serнa pedirle demasiadas cosas, y el
Seсor puede enfadarse.
Precisamente, en el mismo momento el arcбngel Miguel, que habнa venido б
visitar б los dos reprobos contra su voluntad, insistiу cerca de su
divino amo para que diese por terminada la visita.
Le era insoportable este capricho del Seсor, pero protestaba de йl con
toda la circunspecciуn de un ministro de la Guerra que lleva muchos
siglos acompaсando б su soberano.
--Majestad, se hace tarde--insinuу suavemente--. El sol se ocultarб
dentro de poco, y las noches son ahora frescas. Serнa imprudente, б los
aсos de Su Majestad, prolongar esta visita.
Miguel parecнa inquieto. Habнa una expresiуn de tristeza en los ojos de
este guerrero rubio, y algunas canas brillantes como la plata cortaban
el esplendor de su cabellera de oro.
Pensaba en Lucifer.
Lucifer habнa sido tan rubio, tan arrogante y tan guerrero como йl.
Ahora, con el nombre de Satanбs, era feo y estaba caнdo y pisoteado,
como todos los rebeldes que no triunfan.
Durante muchos siglos, Miguel habнa permitido б los pintores y los
escultores celestiales que le representasen teniendo bajo sus pies y su
poderosa lanza б Satanбs, el camarada y el adversario de otros tiempos.
No habнa miedo de que algъn habitante del reino celestial intentase una
segunda sublevaciуn pretendiendo continuar la rebeldнa de Lucifer. Eran
demasiado listos los de arriba para incurrir en error tan grosero. Pero
el arcбngel se daba cuenta de que Satanбs, inerte bajo sus plantas
durante tantos siglos, como si se hubiese resignado para siempre б su
derrota, empezaba б agitarse, queriendo renovar la lucha.
El бngel caнdo por su soberbia revolucionaria contaba indudablemente con
refuerzos extraordinarios, y como йstos no podнa encontrarlos en el
cielo, Miguel temнa que los buscase en la tierra, previendo una serie de
batallas de las cuales no saldrнa siempre vencedor.
Los papeles de la eterna tragedia iban tal vez б cambiarse. Satanбs
podнa resultar victorioso, irguiйndose б su vez con arrogancia sobre el
cuerpo caнdo de Miguel, vencedor en otros tiempos y ahora vencido.
--Majestad--insistiу el guerrero--, dejemos cuanto antes б estos
importunos.
El Seсor abandonу su sillуn. Fuera de la granja sonaron las notas
chillonas de las trompetas de los arcбngeles tocando llamada, y los
rubios soldados de la escolta divina descendieron de los бrboles con tal
violencia, que no dejaron en ellos fruto ni hoja. Una nube de langosta
no lo hubiese hecho peor.
La guardia se formу en dos filas ante la puerta, presentando sus armas,
mientras el divino soberano salнa lentamente, apoyado en un brazo de
Miguel.
Eva le cerrу el camino.
--Majestad: un instante.
Y corriу al establo, abriendo la puerta.
--ЎNo he dicho toda la verdad!--gritу con una voz emocionada por el
remordimiento--. Tengo otros hijos. ЎPiedad, Seсor, para estos pequeсos!
ЎDadles un don cualquiera! ЎQue vuestra divina misericordia no los
olvide!
El Todopoderoso contemplу б esta muchedumbre de niсos con estupor y
repugnancia. Al mismo tiempo, su ministro de la Guerra fruncнa las
cejas, llevando instintivamente la diestra б la empuсadura del sable.
Miguel reconociу al futuro enemigo en esta horda sucia y revoltosa. Con
estos monstruos contaba su adversario infernal para triunfar en el
porvenir. Eran sus ъltimas reservas, las tropas de la desesperaciуn.
ЎQuй lбstima no poder aplastarlos allн mismo, antes de que llegasen б
crecer!...
--Vamonos, Seсor--dijo empujando dulcemente б su soberano--. No hay que
dar nada б esta canalla. Es mejor que todos perezcan.
Y repeliу б Eva con rudeza, ordenбndole que no insistiese en su demanda
presuntuosa.
--No puedo hacer nada, pobre mujer--dijo el Seсor excusбndose--. No me
queda nada que darles. Sus cuatro hermanos se lo han llevado todo.... No
llores; no me gustan las lбgrimas femeninas; yo reflexionarй y tal vez
encuentre algo para ellos.... Ya veremos mбs adelante.
Pero la madre no se dejу convencer por estas promesas vagas:
--ЎSeсor, dadles cualquier cosa, pero ahora mismo! No importa el
donativo. їQuiйn sabe cuбndo volverб por aquн Su Majestad?... Me
contento con un pequeсo regalo para cada uno; un empleo, una ocupaciуn.
їQuй va б ser, si no, de estos pobrecitos?...
El arcбngel iba б ordenar que una escuadra de la escolta celeste
apartase б viva fuerza б esta mujer tenaz, cuando el Omnipotente
encontrу una soluciуn gracias б su sabidurнa infinita.
Tambiйn йl deseaba perder de vista cuanto antes la granja y su
chiquillerнa repugnante.
El Seсor se acariciу su larga barba de plata y dijo б Eva:
--No llores, mujer; ya les he encontrado una ocupaciуn, y no serб
ligera. Todos estos trabajarбn para mantener б sus cuatro hermanos,
sirviйndoles eternamente.
Hubo una larga pausa, y el tнo Correa terminу asн:
--Vosotros y yo, y todos los que pasamos la vida encorvados sobre la
tierra para sostener nuestra miserable existencia, somos los
descendientes de aquellos infelices que nuestra primera madre encerrу en
el establo.
Los segadores quedaron en un prolongado y reflexivo silencio. Pero de
pronto, una voz surgiу de la penumbra:
--їY las mujeres?... їQuй hace usted de las mujeres?
El tнo Correa, sorprendido y perplejo, paseу una mirada por el corro de
oyentes, preguntando:
--їQuй mujeres son esas? їQuй tienen que ver las mujeres con esta
historia?
El segador medio oculto en la obscuridad, aсadiу:
--Eva, seguramente, tendrнa alguna vez hijas, pues de no ser asн, no
existirнan mujeres actualmente, y las hay en todas partes...tal vez
demasiadas; їno es esto, tнo Correa?... Lo que yo pregunto es cuбl fuй
la suerte de las hijas de Eva. їNuestra primera madre presentу algunas
al Seсor, para que tambiйn les hiciera un regalo, у las encerrу б todas
en el establo en compaснa de nuestros pobres abuelos?
Un murmullo de curiosidad se elevу del corro, semejante al que surge de
una reuniуn electoral cuando el discurso del candidato queda cortado por
una objeciуn imprevista.
Todos los ojos se volvieron hacia el viejo, que se rascaba la cabeza,
mirando al suelo con una expresiуn de inquietud y de duda.
De pronto sonriу, triunfante.
--Bien se ve--dijo con una voz dulzona--que el que ha hecho esa pregunta
es joven y sin experiencia. Eva era mujer y conocнa demasiado bjen las
necesidades de las mujeres para perder el tiempo en peticiones
inъtiles. Dios, con ser Dios y disponer de todo lo existente, no puede
dar nada б las mujeres despuйs que han nacido.
Hizo una larga pausa para gozar del silencio con que la curiosidad y el
interйs acogнan sus palabras.
--Antes de que ellas nazcan--continuу--, Dios puede darles la belleza y
la gracia б manos llenas, y hasta algunas veces les da la discreciуn y
el talento. Pero despuйs que estбn en el mundo, su ъnica esperanza es el
hombre. Todo lo que son y lo que tienen lo deben al hombre. Para ellas
es el trabajo de los pobres, el poder de los que gobiernan, las hazaсas
de los soldados, el dinero de los millonarios. Ellas son las que tuercen
con mбs facilidad la dureza de la justicia.... No; las mujeres no tienen
nada que pedir б Dios, pues todo lo reciben de los hombres.... Y los
hombres, cuando trabajan por la gloria, por la ambiciуn у por amor al
dinero, no hacen en el fondo mas que trabajar por ellas y para ellas.
LA CIGARRA Y LA HORMIGA
Reverbera en las blancas fachadas el sol de las primeras horas de la
tarde. Procuramos, en nuestros paseos por la plaza de un pequeсo pueblo
valenciano, no salirnos de las islas de sombra que trazan los plбtanos
sobre la tierra rojiza y ardiente.
Silencio de sueсo, calma profunda de siesta veraniega. Los ъnicos que
vivimos en este ambiente exuberante de luz somos mi amigo y yo, que
conversamos bajo los бrboles de la plaza, los niсos que ganguean б
gritos sus lecciones en la escuela prуxima, siguiendo el venerable
mйtodo morisco, y los enjambres de insectos que aletean, zumban y trepan
en torno de los plбtanos.
Calla de pronto el coro escolar, y por las ventanas abiertas llega hasta
nosotros la voz de un niсo, el mбs aplicado tal vez, que recita una
fбbula: _La cigarra y la hormiga_.
Como el griterнo de una muchedumbre alborotada que contesta б
ultrajantes alusiones, suena el _chнn-chнn_ de numerosas cigarras
moviendo sus cimbalillos entre las cortinas del follaje.
Mi amigo el naturalista se indigna mientras la voz infantil va
desarrollando la acciуn de la conocida fбbula, la cigarra imprevisora y
alegre que canta sin pensar en el porvenir, y cuando llega el invierno,
transida de frнo y vacilante de hambre, va en busca de la hormiga para
implorar un prйstamo. El animal ordenado y econуmico, que tiene en torno
los sacos llenos de cosecha y se prepara б invernar en opнpara
abundancia, no quiere oнr la sъplica de la bohemia y aсade б su negativa
la burla cruel: «їNo has pasado cantando el verano mientras yo
trabajaba? Pues bien; ahora, baila.»
--Me irrita esta fбbula--dice el naturalista--. Es una historia inmoral,
que enseсa б los hombres desde su infancia el respeto б la avaricia y б
la crueldad, el culto del egoнsmo, la burla soez contra los idealistas,
que piensan en algo mбs que la satisfacciуn de los apetitos materiales.
Todo es mentira en este relato inventado hace miles de aсos. La
imprevisora y loca cigarra de la fбbula es un ser laborioso y dulce,
explotado hasta la muerte. En cuanto б la hormiga, modelo de economнa
domйstica que los padres ofrecen б los hijos, es una bestia rapaz que
desde el mundo de la pequeсa animalidad influye fatalmente sobre los
hombres. Nuestro planeta sufre guerras y se cubre de sangre cada vez que
б un Imperio se le ocurre organizarse como un hormiguero, imitando su
fйrrea disciplina, su mйtodo para la acciуn, su soberbia, que tiende б
engaсar y esclavizar todo cuanto le rodea....
* * * * *
--Esa fбbula es una calumnia--continъa mi amigo--. Los caracteres de sus
protagonistas aparecen en ella escandalosamente invertidos. La hormiga
es en realidad un ladrуn y la pobre cigarra una vнctima.
Al poeta La Fontaine (imitado despuйs por el fabulista espaсol) debemos
el triunfo de este embuste, que, confiado б la memoria de los niсos,
resulta inmortal. Supo describir con exactitud el carбcter del lobo, del
zorro, del gato y otros animales protagonistas de sus historias. Los
habнa visto de cerca, eran de su paнs. En todas las latitudes del mundo
hablan las gentes de la cigarra б causa de la fбbula, y sin embargo, son
muy pocos los que han visto cigarras. Este animal sуlo existe en la
regiуn asoleada del olivo, y Parнs, donde viviу La Fontaine, no tiene
olivos.
Es indudable que tomу esta historia de los griegos. Los niсos de la
Atenas de Pericles, al ir б la escuela con su capacito de esparto lleno
de higos secos y de olivas, se contaban el cuento de la cigarra
imprevisora que tuvo que pedir un prйstamo б la hormiga. Lo habнan oнdo
б sus nodrizas y б sus madres cada vez que йstas les recomendaban la
necesidad de ser sobrios y ahorradores. De aquн data el error,
verdaderamente incomprensible en un paнs como Grecia que tiene cigarras.
La fбbula, como casi todas las fбbulas, procede del pueblo indostбnico,
gran contemplador de la Naturaleza. Los poetas del Ganges, que conocнan
exactamente la vida de las bestias, debieron poner la hormiga frente б
otro animal. Los griegos lo sustituyeron con la cigarra (monуtono cantor
que metнan en jaulas para que meciese sus siestas), y asн ha llegado el
relato hasta nosotros, falso й indestructible, como muchas leyendas
gloriosas de la humanidad; viejo y respetable, como el egoнsmo de los
hombres, у lo que es lo mismo, como la historia del mundo.
El sabio Fabre, poeta de los insectos, fuй el primero que, en nuestra
йpoca, escuchando б la cigarra en sus tierras de Provenza, se le ocurriу
rectificar con observaciones directas la exactitud de la fбbula. Y
quedу al descubierto la gran mentira que ha servido de ejemplo moral б
los hombres y aъn continuarб sirviendo, pues la humanidad no deshace
camino, ni modifica fбcilmente sus ideas elementales.
Fнjese, amigo mнo: la cigarra no puede implorar un prйstamo para vivir
en invierno, por la simple razуn de que sуlo vive unas semanas y muere
en el verano. La cigarra no pedirб nunca una limosna б la hormiga
(aunque йsta fuese capaz de concedйrsela), porque los granos de trigo y
los cadбveres de moscas y gusanos que guarda el negro pirata en los
almacenes de su imperio subterrбneo de nada pueden servirle. La cigarra
no come, chupa. Esta bestia dulce y pacнfica carece de mandнbulas y de
boca. Su herramienta para la nutriciуn es una lanza perforada, una
trompa sutil, con la que agujerea la corteza de las ramas. Su estуmago
delicado no puede resistir los cereales y los cadбveres que alimentan б
la hormiga, bestia feroz de quijadas triturantes y patas cortadoras.
Mъsica del sol, habitante de las alturas, poeta del follaje, se nutre
ъnicamente con el vino de la Naturaleza, con la savia que circula por
las arterias de los бrboles. La cigarra no ha ido nunca en la realidad
al encuentro de la hormiga. La ignora у huye de ella como de un enano
grosero y malйfico. Es la hormiga la que la busca y la acecha para
aprovecharse de su trabajo.
Ya ve cuбn lejos estamos de la fбbula ofensiva para la moral y la
verdad, y cуmo se transforman radicalmente los caracteres de sus
protagonistas.
Cuando la primavera empieza б caldear el suelo, se animan las larvas que
depositaron las cigarras muertas en el aсo anterior. Surgen de las
entraсas de la tierra por un pozo circular que abren trabajosamente; se
izan б la primera brizna de hierba que encuentran, desgarran su dorso
repeliendo una envoltura seca como pergamino, y aparecen de un color
verde tierno que rбpidamente se obscurece. Luego trepan б los бrboles,
animando el silencio rumoroso de la Naturaleza con su mъsica incansable.
En las horas de sol, la luz las embriaga con una borrachera ruidosa y
agitan locamente sus cнmbalos, como los devotos del cortejo de
Dionisios. Cuando todo el pueblo de los insectos desfallece de sed,
ellas son las ъnicas que viven en una abundancia regalada.
Adivino desde aquн lo que ocurre sobre nuestras cabezas, б pocos pasos
de nosotros, entre esas ramas de las que salen zumbidos y aleteos.
Moscas, abejas de todas clases, y sobre todo hormigas, muchas hormigas,
van errando por las ramas en busca de una fuente. Las flores tienen la
corola agostada por el calor, las hojas duermen contraнdas bajo el sol,
la vegetaciуn, marchita, espera el beso fresco del anochecer para
reanimarse, recobrando su vital expansiуn. Y mientras la muchedumbre
alada у rampante corre sedienta de un lado б otro, la cigarra se rнe de
esta escasez. Con su rostro, que es sutil, duro y perforante como una
barrena, taladra uno de los innumerables toneles de sus bodegas
inagotables. Sin interrumpir su canto, ha abierto un agujero profundo en
la corteza de una rama hinchada por el calor, llegando hasta la
corriente de savia que circula madura por el sol, como un vino de
generoso fermento. Conservando el tubo de succiуn hundido en este pozo,
bebe y bebe con sensual inmovilidad, entregada por entero б los encantos
del jarabe y de la estrofa. Es un Anacreonte del follaje, un poeta que
declama б gritos con la copa entre los labios y los ojos en el cielo.
Pero los sedientos la acechan; los parбsitos acuden para explotar su
desinterйs. Un rezumamiento de lнquido azucarado en los bordes del
brocal denuncia los placeres divinos de su recogimiento. Los importunos
alados zumban pedigьeсos en torno de la cigarra, interrumpiendo su
musical embriaguez; pero los mбs temibles de estos intrusos son las
hormigas, bestias de un egoнsmo desvergonzado y arrollador. Las mбs
pequeсas se deslizan por debajo del vientre de la cantora, que,
bonachona y tolerante, levanta las patas traseras para no estorbar su
camino. Las grandes se estremecen de cуlera, beben en los raudales que
se escapan del pozo, se alejan para dar un paseo inъtil por las ramas y
regresan, cada vez mбs inquietas y agresivas. Al fin, atacan б la dueсa
de la fuente, pretendiendo expulsarla para aprovecharse de su trabajo.
Muerden al mъsico en el extremo de sus patas, le tiran de las alas,
montan sobre su dorso para pellizcarle las antenas. Algunos bandidos mбs
audaces se apoderan de su trompa de succiуn й intentan extraerla del
pozo....
Interrumpo al naturalista. Veo de pronto б los genios despreciados por
las muchedumbres que luego se apropiaron su gloria con un orgullo
nacional; veo б todos los artistas que abren fuentes de idealismo para
la turba grosera, й inmediatamente quedan expulsados de las mбrgenes de
su obra; veo б los poetas de la acciуn que derriban muros tradicionales,
y nunca son los primeros que entran por la brecha, pues los sobrepasan
los hбbiles que se ocultaban б sus espaldas, prontos б aprovecharse del
esfuerzo.
--ЎLo mismo que en la vida humana!--exclamo con asombro--. ЎIgual que
entre los hombres!
--Sн; igual que entre los hombres--contesta el naturalista, y continъa
su relato.
La cigarra es un elefante comparada con la hormiga, un monstruo
antidiluviano que podrнa aplastarla desplomбndose sobre ella. Pero no
tiene mandнbulas ni es carnicera. Alimentada con nйctares florales, su
humor es bondadoso y tolerante, como el de los filуsofos que han llegado
б penetrar el secreto de los seres y las cosas. Ademбs, Ўes tan numerosa
la muchedumbre de los enanos egoнstas y rapaces!
Al fin, el gigante, cansado de tantas molestias, abandona el pozo, pero
antes de alejarse levanta una pata con soberano desprecio y lanza un
chorro de orina sobre la masa laboriosa.
--La venganza de los poetas--interrumpo yo, sonriendo.
--Sн, la venganza de los poetas. Pero їquй importa ese desahogo del
bohemio cantor б la hormiga honrada, econуmica y amiga del orden? Ya ha
logrado su objeto; ya se ha hecho dueсa del trabajo ajeno. Lo malo es
que el pozo se agota en su poder. Como carece de la bomba que atrae б la
dulce savia, sуlo puede aprovechar el lнquido que existнa en el fondo en
el momento de la conquista. Absorbe hasta la ъltima gota, y cuando la
fuente queda seca, marcha en escuadrуn б la descubierta de la cigarra,
que ha abierto un segundo manantial, y le roba igualmente el fruto de su
trabajo.
ЎPobre cigarra! ЎInfeliz artista del mundo de las hojas, calumniada en
el mundo superior de los hombres!... Como no almacena, es una bohemia
indigna de respeto; como se alimenta de miel y canta б todas horas, no
trabaja seriamente; como carece de mandнbulas y abandona el sitio б los
que se deslizan б traiciуn por debajo de su vientre, los usureros
subterrбneos, las bestias de patas ganchudas que engordan con los
muertos, tienen derecho б robarle su obra.
La hormiga, avara y sin entraсas, la explota y la gobierna б pesar de
su pequeсez, lo mismo que en el mundo de la criminalidad vertical, los
hombrea del «cofre-fuerte», de la mano imantada que atrae б los cйntimos
y del paсo duro que exprime, dominan б las grandes masas.
Hasta en su muerte se ve explotada la cigarra por el triunfante
parбsito. Los restos del Orfeo del ramaje se disuelven en el estуmago
del negro burguйs subterrбneo.
Despuйs de una vida de cinco у seis semanas, que le parece larguнsima,
la cantora cae de lo alto del бrbol, extenuada por tanta mъsica, tanta
poesнa, tanta embriaguez ruidosa. El sol seca su cadбver y los
transeъntes lo aplastan con sus pies.
Las hormigas salen formando batallones de sus obscuros cuarteles, donde
viven sometidas б una disciplina б la prusiana, obedeciendo б su
emperador, como un pueblo laborioso, culto y metуdico.
Van б saquear para enriquecerse; van б invadir otros hormigueros con el
propуsito de esclavizar б sus habitantes y que trabajen para los
conquistadores. La razуn de Estado guнa sus correrнas. ЎPor algo la
fбbula presenta б estas bestias como modelos de orden y buenas
costumbres!
En su avance triunfal, la vanguardia del ejйrcito encuentra б la caнda
cigarra, y los que vivieron de su trabajo vuelven б vivir de su muerte.
Las patas y mandнbulas despedazan la rica pieza, la disecan, la
tijeretean, la parten en migajas para almacenarla en el depуsito de
provisiones.
Muchas veces el poeta aъn estб en la agonнa y sus alas baten el polvo
con los ъltimos temblores. No importa. Su cuerpo se ennegrece cubierto
por el tropel de enemigos. Lo despedazan en vida, tiran de sus
miembros, lo descuartizan con un sabio mйtodo de canнbales cientнficos.
Y esta es, amigo mнo, no la fбbula, sino la verdadera historia de _La
cigarra y la hormiga_.
--ЎLo mismo que entre los hombres!--exclamo yo.
--Lo mismo que entre los hombres--repite el naturalista.