Transicion chilena y transicion mundial

Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en El País, el día 28 de mayo de 2008.

El caso Pinochet trasciende a Chile. No es sólo un caso chileno: importa y afecta al mundo entero. Aquéllos que dicen que Pinochet sólo puede ser juzgado en Chile, y que la pretensión de juzgarlo en España u otro país europeo constituye un residuo de la mentalidad colonial, así como aquéllos que insisten en que el proceso a Pinochet entorpece o dificulta la transición chilena, no acaban de comprender algo fundamental: el enorme significado de este caso en el contexto mundial de la lucha contra la impunidad. El caso Pinochet adquiere su inmensa importancia objetiva por ser el primero que abre un camino –difícil pero imprescindible- hacia otro tipo de justicia: la de ámbito universal.

Quede claro, para empezar, que nos importa mucho la transición chilena. Todos deseamos fervientemente que aquel país, tan lejano en lo geográfico como próximo a nosotros en tantos otros terrenos de mayor cuantía, alcance una plena consolidación democrática, que en algún área fundamental no ha alcanzado aún, según los acontecimientos de los últimos doce meses han ratificado con reiteración.

Importante es, por tanto, la transición chilena y su deseado final. Pero aun más importante es la “transición mundial“ desde un mundo regido por la justicia local a otro mundo en el que prevalezca la justicia universal, aplicada al juicio y castigo de los crímenes contra la humanidad. Hasta hoy, los grandes represores, los grandes criminales a cuyas órdenes se torturó y asesinó masivamente mientras ejercían su pleno dominio dictatorial sobre un determinado país, quedaban, prácticamente siempre, a salvo y por encima de toda justicia. Al no existir otra justicia que la local, y disponiendo de un enorme peso estamental, político y social, prácticamente nunca resultaba posible su enjuiciamiento y castigo. Esto es lo que, a partir del caso Pinochet, ha empezado a cambiar en términos efectivos, a pesar de los grandes obstáculos pasados y presentes -y los que surgirán en el futuro-, procedentes de aquellas poderosas fuerzas interesadas en que este cambio, ya iniciado, no llegue a afianzarse jamás.

El caso Pinochet puede tensar o dificultar –y, a la larga, también puede favorecer-  la transición chilena, pero no puede destruirla ni enterrarla en absoluto. Lo que sí hace este caso es abrir y poner en marcha esa otra transición –problemática, larga y difícil, pero ya imparable- de muy superior amplitud: el tránsito de la justicia nacional a la internacional; del principio de “territorialidad” al de “extraterritorialidad” de la justicia; de la jurisdicción local, coto privado de los grandes represores o genocidas -incluidas sus sangrientas limpiezas étnicas o políticas- a la jurisdicción universal, en la cual el conjunto de la colectividad humana tiene mucho que decir sobre los grandes crímenes contra la humanidad, sea cual fuere el país o el conti­nente donde sean perpetrados.

Respetamos al Gobierno de Chile. Pero señalamos que sus planteamientos son específicamente chilenos, como no podía ser de otra forma. Los nuestros, en cambio –aunque también podamos equivocarnos como humanos- son plantea­mien­tos chilenos, españoles, británicos, europeos, americanos, afroasiáticos. Es decir: universales. No se trata, como afirman los pinochetistas, de un “colonialismo judicial”, reminiscente del pasado. Se trata de abrir paso a la justicia del futuro.

En su difícil obligación de defender lo indefendible, la defensa de Pinochet utiliza argumentos tan pintorescos como detestables, sólo comprensibles por su patética carencia de razones de mayor solidez. Por ejemplo:No hubo tortura, sino simples casos de brutalidad policial”. Argumento que quedó aniquilado por la lectura detallada de la escalofriante lista de 35 casos, enumerados por el fiscal británico Alun Jones ante el tribunal de Bow Street (todos ellos posteriores al 8 de diciembre de 1988, tal como exigió la sentencia de los Lores). Dicha lista consta de un cargo genérico y pormenorizado de “conspiración para la tortura” y 34 casos de tortura propiamente dicha, cuyos métodos de aplicación incluyeron descargas eléctricas, palizas, colgamiento por largos periodos, introducción de tubos por el ano, privación prolongada del sueño, alimentos y agua, así como quemaduras, confinamiento en pequeñas jaulas, cortes de respiración por ahogamiento, etcétera; tratamientos traumáticos que condujeron en no pocos casos a la muerte de las víctimas.

Tal enumeración invalidó el argumento de la defensa, pues una cosa es la brutalidad policial –que puede producir algún trauma, incluso de consecuencias mortales- y otra muy distinta la tortura con aparatos concebidos precisamente para “infligir intencionadamente dolores y sufrimientos graves”, según la definición del Convenio Internacional contra la Tortura de 1984. Lejos de tal argumento exculpatorio, las responsabilidades del caso quedaron inequívocamente situadas en esa figura jurídica  –la tortura, ejercida por funcionarios del Estado- que, según el pronunciamiento de los Lores,  puede y debe serle imputada al ex dictador.

Otra argumentación –la llamaríamos también pintoresca si no nos pareciera miserable- de la defensa pinochetista es su aserto de que “el juez español actúa por infames motivos políticos”. ¿Acaso hace falta alguna motivación política -sea infame o sublime- para proceder judicialmente contra el responsable de tamañas atrocidades? ¿Acaso estos delitos –“los más graves que jamás conoció un tribunal inglés”, según precisó el fiscal- no son dignos de ser juzgados por sí mismos, por su intrínseca gravedad, con independencia de la motivación –también infame o sublime- de quien los cometió o mandó cometer?

Otro argumento de la defensa viene siendo el siguiente: “El no torturó. Fueron otros quienes lo hicieron.” Este argumento, que hubiera servido para exculpar tanto a un Hitler como a un Stalin -quienes probablemente tampoco necesitaron torturar a nadie con sus propias manos-, resulta igualmente rechazable, salvando todas las distancias, para el caso Pinochet. "El personalmente nunca lo hizo, luego es inocente". Rotunda falsedad, tratándose del jefe máximo de un Ejército sometido al principio de obediencia debida, que, de hecho, se traduce en una obediencia total. En ciertos casos excepcionales el militar chileno puede, teóricamente, objetar una orden de su superior, pero si éste la mantiene, el subordinado la tiene que cumplir (arts. 334 y 335 de su Código de Justicia Militar). Ello se traduce, en la práctica, en una capacidad ilimitada del jefe para dar todo tipo de órdenes, legales o no, y en una obediencia absoluta del inferior, según los hechos han demostrado con incontestable rotundidad. En efecto, durante la represión pinochetista se dieron -por ejemplo- miles de órdenes de torturar, órdenes que fueron cumplidas a pesar de su carácter ilegal, pues la tortura se halla expresamente prohibida por la vigente Constitución de Chile (de 1925, art. 18), es decir, desde medio siglo antes del golpe de Pinochet.

A diferencia de Ejércitos como el español, que otorgan al subordinado la capacidad de incumplir las órdenes de evidente carácter criminal, exigiéndole responsabilidades penales si las cumple, en un Ejército configurado como el chileno no está prevista en absoluto tal posibilidad. El jefe supremo sabe que tanto sus directrices generales como sus órdenes concretas serán cumplidas a rajatabla. Entre sus órdenes y su ejecución no se interpone otra cosa que una cadena de mando caracterizada por un automatismo prácticamente total. Ningún jefe, y menos el jefe supremo, puede alegar "Yo mandaba unas cosas, pero mis subordinados hacían otras". En un Ejército así, absolutamente nadie puede apartarse de las órdenes recibidas, pues no existe para ello el menor resquicio legal ni moral. El jefe supremo resulta, por tanto, cargado de una responsabilidad plena e inexcusable sobre los crímenes de sus subordinados, como cabeza fáctica de una pirámide de obediencia total.

He aquí, para terminar, lo que convierte al caso Pinochet en un hito histórico de la justicia: el hecho de constituir el primer paso espectacular dentro de esa "transición mundial" hacia la futura justicia de ámbito universal, capaz de alcanzar también a los máximos responsables de los crímenes contra la humanidad. Una transición que, aunque se prevé larga y dificultosa, desembocará un día en un vasto sistema de justicia de ámbito mundial, que integrará, entre otros órganos, el necesario Tribunal Penal Internacional, plenamente operativo y unánimemente reconocido.

Somos conscientes de que es mucho lo que nos falta para llegar a ello. Pero ahora nos falta bastante menos de lo que nos faltaba hace solamente un año, y ello gracias, fundamentalmente, a las actuaciones judiciales españolas contra las dictaduras del Cono Sur, y al caso Pinochet en particular. Esperemos que la próxima decisión de la justicia británica sobre la extradición del ex dictador no signifique un paso atrás, sino otro paso adelante, dirigido hacia ese logro fundamental.


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