Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.
Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos
Artículo publicado en El País, el día 5 de febrero de 1998.
“No existe crimen más grande que aquél
que se perpetra a conciencia de su impunidad”
Hobbes (Leviathan)
Los esfuerzos de dos jueces españoles por enjuiciar a determinados militares argentinos y chilenos, como presuntos responsables de la desaparición de ciudadanos españoles bajo las sangrientas dictaduras de los años 70 en el Cono Sur, tropiezan con insospechadas dificultades de difícil justificación. Observemos el significado de este hecho en el actual contexto internacional.
Asistimos en los últimos años, a ambos lados del Atlántico, a un fenómeno de notable importancia y, más aún, de imprescindible necesidad: el intento de quebrantar, por diversas vías, uno de los factores sociológicos más persistentes, perniciosos y sólidamente arraigados en numerosas sociedades, latinoamericanas en particular, cuya consolidación democrática se ve gravemente obstaculizada por dicho factor. Nos referimos a la impunidad militar, fenómeno que, especialmente en el último medio siglo, ha contribuido a producir en aquellos países un trágico balance en cuanto a comportamientos antidemocráticos y violación de derechos humanos en general.
Históricamente, la presencia de militares compareciendo ante un tribunal bajo acusación de delitos tales como secuestros, torturas o asesinato de opositores políticos, venía siendo desde décadas atrás un fenómeno nunca visto, inaudito, inconcebible, por grandes que hubieran sido los crímenes y terribles los excesos represivos. Aquellas sociedades padecían –y en gran medida padecen aún- lo que podríamos llamar “el síndrome de la impunidad armada”, derivado de un hecho tan sabido como asumido en aquellos países por una doble certeza: el desmesurado peso político y social de sus instituciones militares y, frente a éstas, la patética debilidad de su aparato judicial.
Para captar hasta qué punto sigue siendo poderosa la fuerza de la impunidad en aquellas sociedades, basta una breve visión panorámica de los más decisivos datos registrados en las últimas décadas: o bien los crímenes de los militares no fueron juzgados ni castigados jamás –casos de Uruguay, Perú, Colombia o Guatemala, entre los más notables-, o bien fue juzgado y condenado un limítadísimo número de responsables, cuyas sentencias –a veces duras- vinieron a significar una cierta quiebra del modelo. Quiebra sólo momentánea, pues incluso tales sentencias, cuando las hubo, fueron después contrarrestadas por las correspondientes medidas de gracia, que vinieron a restablecer un alto grado de impunidad. Los más destacados casos de este tipo fueron Argentina y El Salvador. El caso de Chile se apartó de ambos modelos, pero también con un intolerable grado de impunidad.
Frente a esta sólida barrera, hasta ahora casi infranqueable, de la impunidad militar, se han venido interponiendo beneméritos –aunque siempre insuficientes- esfuerzos encaminados a su progresivo quebrantamiento, tratando de incluir a aquellos Ejércitos dentro del principio democrático de igualdad ante la ley, sin el cual resulta ilusorio todo intento serio de democratización. Entre tales esfuerzos es obligado señalar –dentro de sus grandes diferencias- el informe de la CONADEP (Argentina), el informe Rettig (Chile), el de la Comisión de la Verdad sobre el Salvador (Naciones Unidas), y los emitidos por la OEA y por ciertas ONGs, tales como Amnistía Internacional. Todos estos informes, aunque cada uno con sus peculiaridades y limitaciones, al especificar y denunciar los excesos cometidos por los Ejércitos correspondientes, constituyeron en su momento valiosos instrumentos de ataque a la impunidad, al menos en el plano moral, sin que ello haya impedido, por desgracia, que la mayor parte de los excesos denunciados hayan quedado, y sigan quedando, impunes en el plano judicial.
Las inauditas declaraciones en Argentina del capitán Alfredo Astiz ensalzando las atrocidades de la represión y afirmando que aquellas Fuerzas Armadas disponen todavía de un elevado número de hombres “técnicamente preparados para matar”, y que, de todos ellos, él se considera “el mejor preparado técnicamente para matar a un político o a un periodista”, aunque de momento afirma no querer hacerlo -pero añadiendo en términos amenazadores que ciertos periodistas “tienen que cuidarse” porque “van a terminar mal”-, son pronunciamientos únicamente posibles en un contexto de impunidad arraigada y plenamente asumida, nutrida de desprecio a la sociedad civil, a los poderes democráticos y al Estado de Derecho. Por añadidura, sus afirmaciones de que “de estas cosas no hay que hablar más, no hace falta saber, los que quieren saber son morbosos”, se insertan de lleno en esa actitud que alguien definió lúcidamente como “echar tierra sobre los crímenes de ayer para mejor cometer los de mañana”. Afortunadamente, en esta ocasión , la impunidad del llamado “ángel verdugo” no ha sido total, ya que, en un gesto escasamente frecuente, el presidente Menem ha optado por la expulsión definitiva del indeseable oficial. Acertada –aunque harto tardía- decisión, dado que una institución que incluye en su historial a marinos tan ilustres como los Brown, Espora, Liniers, Piedrabuena y otros, que antaño dieron honra y prestigio a la Armada argentina, difícilmente podía incluir en el mismo escalafón a un sujeto de tan innoble catadura moral, internacionalmente conocido por sus crímenes y repudiado como tal, si bien la presión estamental parece haberle liberado de la humillante ceremonia de la privación pública del grado militar.
Las consecuencias y futuras implicaciones del fenómeno de la impunidad siguen siendo preocupantes y amenazadoras para aquellas sociedades que lo padecen con especial intensidad, y el caso argentino dista todavía mucho de ser una excepción. La presencia impune, cuando no la actitud arrogante, de –parafraseando a Ernesto Sábato- esos “miles de asesinos y torturadores de la peor calaña que circulan libremente entre nosotros”, y las esporádicas manifestaciones desafiantes de algunos de sus más deletéreos representantes, evidencian una amenaza efectiva que prolonga el drama de aquella sociedad. Y al mismo tiempo evidencian también la inmensa burla de haber bautizado como “punto final” al taponamiento superficial y artificioso de una inmensa herida todavía infectada, cuya pus sigue emergiendo inagotable, una y otra vez, desde lo más profundo del tejido social, dos décadas después de la tragedia que la provocó.
Pues bien; ante la patética insuficiencia de los resultados obtenidos hasta hoy en la lucha por poner fin al preocupante fenómeno que nos ocupa –a pesar de las sentencias antes mencionadas, que siguen siendo la excepción frente a la regla predominante-, la comunidad internacional, desde otros ámbitos, ha puesto en práctica, en algunos casos, determinados intentos de quebrantar tan sistemática y nociva impunidad. Ante la lamentable carencia, todavía, de un Tribunal Penal Internacional, capaz de asegurar la comparecencia y castigo de los autores de graves crímenes contra los derechos humanos perpetrados en cualquier lugar de la tierra –cuya urgente implantación es cada vez más ampliamente reclamada-, algunos jueces de distintos países -franceses, suecos, italianos y españoles, entre otros-, se han esforzado, con encomiable empeño, en enjuiciar a algunos de los más caracterizados criminales que lograron asegurarse la impunidad en su país. Tal es el caso del miserablemente célebre y recién citado Alfredo Astiz, condenado en ausencia a prisión perpetua en Francia y también reclamado por Suecia; el caso, igualmente destacable, del general Manuel Contreras y el coronel Eduardo Iturriaga, ambos chilenos, reclamados por Italia tras haber sido juzgados y condenados en Roma, también en ausencia, a veinte años de prisión; así como, por otra parte, el general Leopoldo Galtieri, el almirante Emilio Massera y otros mandos militares argentinos, reclamados en España por el juez Baltasar Garzón, por su responsabilidad en el secuestro y asesinato de algunos de los numerosos españoles desaparecidos bajo la dictadura de las Juntas.
En esta legítima línea de ataque a la impunidad –aunque de alcance forzosamente limitado- se inscriben las investigaciones de los jueces Manuel García Castellón, sobre los excesos pinochetistas, y Baltasar Garzón, sobre la participación criminal de ciertos militares argentinos en la desaparición de más de 200 ciudadanos españoles. Incluso aceptando a priori la probable imposibilidad fáctica de llegar a encarcelar a los autores de tales crímenes, la posibilidad real de dictar órdenes internacionales de busca y captura contra los imputados sigue resultando, al menos por el momento, la única vía posible para poner un cierto límite a su acostumbrada impunidad, al imponerles, al menos, el castigo internacional de no poder poner los pies fuera del suelo de su respectivo país.
Sería penoso y decepcionante que esta valiosa contribución española, que se une a los actuales intentos internacionales de “quebrar” –aunque sólo sea en parte- aquella indeseable impunidad, llegara a verse frustrada por un dictamen fiscal que negara a la Justicia española la correspondiente capacidad jurisdiccional. Capacidad establecida por nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial para perseguir internacionalmente delitos tales como el terrorismo, pero que en este caso se pretende negar, sobre la base de un extraño pronunciamiento: el de negar también, a aquellos crímenes –contra el criterio de las propias Asociaciones de Fiscales-, su evidente carácter de terrorismo. De un terrorismo de Estado que estableció un modelo, tan paradigmático como vergonzoso, de una de las formas más pavorosamente generadoras de terror social, y, a la vez, de uno de los tipos más infames de comportamiento de un Ejército hacia su propia sociedad.