Cosa cumplida solo en la otra vida: di�logos entre la juventud y la edad madura

Fern�n Caballero

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Introducci�n a los di�logos.

�Quer�is saber lo que son, en sentir de su autor Fern�n Caballero, los Di�logos entre la juventud y la edad madura? Pues o�dlo de su boca:

�Recuerdos de un villorrio, de un sochantre de lugar, de un interior pac�fico, de ni�os y de flores; en fin, nimiedades.�

�Dese�is conocer los gustos del escritor, y la disposici�n de su alma al escribir estas p�ginas?

�Me gustan los �rboles como a los p�jaros, las flores como a las abejas, las parras como a las avispas, y las paredes viejas como a las �salamanquesas.�

- �Chit�n, conde, chit�n! No quiero que mis flores den ocasi�n a la s�tira, ni mis buenas gallinas p�bulo a la cr�tica.

- Pero - repone su interlocutor - �en d�nde no hallareis vos amigos, marquesa?

- All� donde no sientan todos como vos, y no me miren con vuestros parciales ojos.�

�Qui�n dijera que tan pronto iban a demostrar los sucesos la exactitud de este presentimiento!

Pero he aqu� anunciado en pocas palabras al lector lo que tambi�n en breves razones deseamos decirle.

No es un secreto para el p�blico lo que acerca de Fern�n Caballero siente y piensa el que escribe estas l�neas, que mirar� siempre como uno de sus mejores timbres haber logrado la confianza del insigne novelista para cuidar de la presente edici�n. Por lo mismo, y satisfechos con haber consignado en ella nuestro nombre entre tantos ilustres literatos que se han apresurado a tributarle homenaje, nos hab�amos propuesto dejar libre el paso para que otros pudiesen formar parte de tan brillante acompa�amiento.

Pero, puesto que con ocasi�n de esta obra se ha hecho de nuestro autor querido la �nica cr�tica con visos de formal que hasta ahora se le haya fulminado, y que por su naturaleza ha debido amargarle mucho, perm�tasenos romper aquel prop�sito, y ya que no defendamos a quien no ha menester defensa, por lo menos, a la modestia del propio juicio, y a la severidad con que, por mirar aqu�lla a una luz que tenemos por equivocada, la juzg� el cr�tico, opongamos nosotros algunas razones, para que el p�blico, a quien compete, pueda fallar en esta contienda.

De inmoral acus� el cr�tico esta obra. �Inmorales los escritos de Fern�n... a quien tanto deben la Religi�n y la familia y la sociedad! Aquel nombre y esta tan terrible acusaci�n, seg�n la frase vulgar recientemente usada, braman de verse juntos.

A la acerbidad de este fallo, s�lo ha contestado nuestro autor, en su humildad, apelando al juicio de la Iglesia.

No le importaba que la ley no se lo exigiera: destinados estos escritos a vivir en la familiaridad del hogar dom�stico, cuyo reflejo son, cuyo modelo deben ser, no hubiera estado tranquilo hasta que decidiesen los guardadores de la sana doctrina si, contra toda su intenci�n, se hab�a deslizado de su pluma alguna m�xima, algunas palabras que la contrariasen. A continuaci�n de estas l�neas podr�n ver nuestros lectores el dictamen del censor y el fallo de la autoridad eclesi�stica. Esto importaba al cr�dito de Fern�n; pero importa m�s al de sus ideas y sentimientos, que para �l y para sus amigos valen a�n m�s que su espl�ndida aureola literaria.

Acallado, pues, victoriosamente sobre este punto un sobresalto que s�lo pudo asaltar al escritor, pero que de seguro no trascendi� a ninguno de sus lectores, a nosotros, m�s que combatir directamente el juicio que le motiv�, lo que nos incumbe es explicarle; y esto bastar� para que por s� solo caiga y se desvanezca, acaso hasta en la propia conciencia del que lo dedujera.

Lejos de nosotros sospechar en lo m�s m�nimo de la rectitud de sus intenciones, ni de la sinceridad de su convicci�n. Ya lo hemos indicado antes de ahora. Concediendo los talentos del cr�tico, dada la parte que es natural y disculpable a los pocos a�os que contaba a la saz�n, lo que principalmente creemos que le indujo a error fue la equivocada luz a que miraba estos cuadros. Mir�balos, sin duda, a la de la prudencia humana; aplic�bales el criterio de m�ximas filos�ficas y econ�micas, y conden� lo que la ciencia condena, lo que no explica la filosof�a, lo que la raz�n no absuelve por s� sola. Ver c�mo la desgracia cae de repente sobre una familia que la virtud corona y que santifica el trabajo; o�r que el padre muere precipitado de un andamio y que la amante esposa pierde la raz�n; que perece el pobre pescador, arrebatado por una r�faga de viento; que se lleva tras s� el juicio del hermano que le sobrevive, dejando hu�rfana de ambos a su desolada madre; que se mancha con un robo la honra de una familia de la m�s antigua y acendrada nobleza castellana, bajando al sepulcro a impulso de la afrenta su venerable jefe; por todas partes dolores, por todas partes cat�strofes... no es extra�o, a la verdad, que se impresionase el �nimo generoso de quien s�lo con el nivel de la humana ciencia y el comp�s de la cr�tica literaria hab�a de buscar, como suele hacerse en obras de este g�nero, el ver premiada a la virtud y castigado el vicio, procurando est�mulos para aqu�lla.

Mas �c�mo no ech� de ver el censor que toda la s�ntesis del pensamiento del escritor se encierra admirablemente en estas palabras:

COSA CUMPLIDA...

S�LO EN LA OTRA VIDA?

�Es verdad! Esta, - que no es novela; - esta conferencia, estos Di�logos, que creemos sin modelo, o diferentes y superiores a todo modelo, puesto que en ellos no s�lo hablan y juzgan los interlocutores, sino que a su vista vive la vida y obra la Providencia; este sencillo interior, estas nimiedades que el autor decia, tienen, �un sin pretenderlo �l, m�s altos alcances; y son, no diremos un tratado moral, son la vida pr�ctica, iluminada y consolada por la luz del Evangelio, y dan lugar a m�s meditaciones que muchos libros asc�ticos, ya sobre los hechos de la vida, ya sobre muchas de las verdades y de las virtudes cat�licas. Esta es la luz a que ha escrito el autor; he aqu� con la que debe ser juzgada su obra. Y cierto, bien puede arrostrar el ex�men. A vista de los dolores que calma, de las l�grimas que consuela, bien podr�n repet�rsele aquellas divinas palabras: �MUJER, �A D�NDE EST�N LOS QUE TE ACUSABAN?�

Al que desee alguna comprobacion de lo que decimos, nos bastar� con remitirle a examinar la manera con que Fern�n comprende y habla de la muerte, y con que explica la resignaci�n; virtud esencialmente cristiana que no conoci� el mundo antiguo, y que no acertar�a nunca a imaginar ni a comprender por s� sola la filosof�a. He aqu� sus palabras:

- ��La muerte!... Siempre he preferido mirar ese trance, no como el justo fin de la vida, sino como el glorioso principio de la eternidad; as� como prefiero pensar en la clemencia de nuestro Juez, a pensar en su justicia; esperar, a desconfiar; amar, a temblar; agradecer a temer. Pero la generala es tan virtuosa, que sobrellev� este golpe terrible con mucha fuerza y vigor.

- Decid resignaci�n, marquesa. La virtud, que es un combate contra nuestras malas propensiones y nuestras debilidades, cuando est� aislada es presuntuosa, no cuenta sino con sus propias fuerzas, y tiene por auxiliares al orgullo y la vanagloria, que dan el valor. La virtud cristiana desconf�a de s� y acude a la gracia; y son sus auxiliares la sumisi�n y la oraci�n, que dan la resignaci�n.

- �Bien definido, conde! Resignarse es dulcificar el dolor, respet�ndolo como compa�ero; llevarlo con valor es combatir al dolor y vencerlo como a enemigo.�

Aprendan los que adolecen del esp�ritu, y los que quieren llegar a la fe de las verdades cat�licas s�lo por la demostraci�n, que la fe est� en la voluntad y no en el entendimiento.

��Qu� son - dice - vuestras est�riles demostraciones, vuestros sistemas sin base, que se agitan en un c�rculo vicioso, oscuro y seco, en comparaci�n de aquella pl�cida luz, de aquel manantial de aguas puras y cristalinas que brotan en el alma sencilla, que aprende a vivir y morir en el Catecismo?�

�No hay edades, - prosigue en la misma p�gina, - entre los buenos cat�licos, para los sentimientos religiosos: tenemos unos y otros firmeza de viejos para la fe, ardor de j�venes para la caridad, y todos una misma esperanza.�

�Quer�is ver c�mo habla del arrepentimiento, c�mo pesa a la vez los quilates del dolor, y analiza los secretos de su acci�n sobre la organizacion del hombre, sobre la de la mujer, comparados ambos con el �nico verdadero y supremo Consolador?

�S�lo Dios, - dice, - s�lo Dios perdona y olvida.

El arrepentimiento no quita; al contrario, aguza el remordimiento y le hace principio y parte de la expiaci�n; y manchas hay que, cual, las del hierro, gastan la trama, que muere con ellas.�

Ya antes hab�a dicho Mad. de Sta�l: �Las l�grimas pueden borrar el cr�men, pero nunca la verg�enza!� Y sin negar la belleza ni la profundidad de esta sentencia de la gran escritora, s�anos l�cito pretender que la que citamos como gemela suya, esfuerza notablemente en sentido religioso la verdad y la esfera de aquel sentimiento, sin el cual no es posible la regeneraci�n del hombre, y que a poder penetrar en el abismo, tornara en �ngeles a los demonios.

Pero habl�bamos del dolor. He aqu� c�mo le analiza Fern�n:

��Qu� quiere usted, marquesa! En todas �cosas se apoya la mujer en el hombre, menos en el dolor; que entonces se apoya en Dios. �El hombre en todas cosas se apoya en s� mismo, menos en el dolor, en que se apoya en la mujer; porque consolar es uno de sus m�s bellos dones, de sus m�s dulces prerogativas. ��Pobre del que en sus aflicciones no tiene, una madre, una mujer, una hermana, una hija o una amiga!�

Ni son menos bellos, aunque a otro orden menos elevado pertenecen, los estudios psicol�gicos que hace sobre otros sentimientos meramente morales o sociales, por decirlo as�, pero que siempre parten e irradian del gran principio de la verdad religiosa, que es la �nica base s�lida de su razonamiento.

V�ase, si no, c�mo juzga sobre su propio tribunal a la opini�n, esa indolente sultana que, no atrevi�ndose a separar el trigo de la ciza�a, viene a dar en el indiferentismo, que es - afirma nuestro moralista - la par�lisis de la virtud.�

��Qui�n - dice - es el necio que sostiene que todos los d�as pensar� lo mismo, ni el hombre aut�mata que se jacta de sentir siempre de un mismo modo?�

�Dejad, - contin�a, hablando de las l�grimas, - dejad brotar esas fuentes del coraz�n, que prueban al correr que no est� seco ni exhausto; dejad, por Dios, que se humedezcan los ojos, si no se han de asemejar a los de cristal de las figuras de cera.�

Y en otro lugar:

- ��Qui�n puede saber, se�ora, el secreto que cada coraz�n lleva consigo a la tierra?

- ��Qu� secreto amargo puede llevar consigo el que muere en el seno de la Religi�n, en los brazos de los suyos, bendecido y bendiciendo, sonriendo a la vida, que fue bella, y a la muerte, que lo es, tambi�n porque lo fue la vida?�

Salpicada est� toda de estas m�ximas, cuya sabidur�a viene del cielo. Sirvan de ejemplo las siguientes:

�Donde hay virtudes, hay buena conciencia; donde hay buena conciencia, hay contento; as� como donde hay sol, hay llores; donde hay flores, hay fragancia.�

Y en otro lugar:

�Dios no hubiera criado al sol, si no quisiera al hombre alegre.�

�Acuda a estas bell�simas p�ginas el que quiera comprender la extrema dulzura de un ��DIOS TE LO PAGUE!�

N�tese cu�n nuevas y profundas son las consideraciones que le inspiran la locura con sus girones de ideas; los ni�os precoces, caricaturas en lo moral y en lo f�sico; sus m�ximas sobre la educacion y la ense�anza, en que sabe y se le alcanza tanto m�s y mejor que a muchos zurcidores de libros de texto o hilvanadores de planes de estudios; sus observaciones y consejos sobre la atenci�n y cortes�a que deben mediar entre todas las relaciones sociales. Frecuente ha sido encarecer la obediencia y el respeto del inferior al superior; acaso nunca la urbanidad y deferencia que a aqu�l debe el �ltimo; que quien lleva la ventaja en cuanto a lo elevado de la posici�n, no ha de perderla en cortesan�a. Esto, si bien es verdad que no es invenci�n de FERN�N, tan perdido anda por el mundo... que lo parece. No es dable concluir este punto sin citar unas palabras, que debieran grabarse con el punz�n de oro con que el �ngel traspas� el coraz�n de Santa Teresa. La Santa escritora, que hablando del Diablo exclamaba: ��Desgraciada criatura que no sabe amar!�, no las rechazar�a si se le atribuyesen.

- �Recordad un refr�n turco, que dice que el que llora con todos, acaba por quedarse sin ojos.

- �Bien dec�s, que es turco el refr�n. �Qu� � magn�fica y bendita ceguera la que fuese debida a la caridad!�

Si le busc�is en el terreno literario, podremos remitirnos a lo que piensa y siente de la poes�a; a su an�lisis de lo cl�sico y lo rom�ntico; a su exacta y profunda distinci�n entre lo rom�ntico y lo romancesco, y entre esto y lo verdaderamente po�tico.

�Oh! �Cu�n bellas y epigram�ticas suelen ser las frases con que sazona estos juicios! Algunas de ellas por ventura quedar�n como proverbios, mi�ntras vivan la literatura y el habla castellana. Sirvan de ejemplo, entre otras que citar pudi�ramos: �Alonso, porque sab�a la a, la ech� de disputador. - �Ten�is el coraz�n en carne viva!� (para significar que una persona es sensible a todos los infortunios ajenos), y esta otra, que no recusar�n, de seguro, muchos de entre los poetas: �Cuando la poes�a se mezcla en la vida real, es una mala ama de llaves�.

Arrastrados por la importancia de estos an�lisis, no hemos fijado la vista en las descripciones, en las cuales, si siempre se ostenta con mano maestra, a veces como que se sobrepuja y excede. Perm�tasenos citar la que hace de la belleza del campo, la del temporal en C�diz, la del pueblo de Sampayo, la del buen D. Gil, el sochantre querido, y las de los juegos y los cuentos de las ni�as y la muerte de la sobrinita.

Todas ellas y otras muchas quisi�ramos citar; pero no podemos, no debemos. Quede al ese ritor su gloria de contarlas c�mo y donde quisiere; qu�dele el placer de iniciar a sus lectores en las maravillas de su talento, tan puro, tan rico, tan flexible, tan vario!

He aqu�, sin embargo, c�mo se despide, con tan piadosa ternura como picante desenfado, del protagonista, a quien pint� con amore, inmortaliz�ndole sin quererlo.

��Oh, mi buen, mi excelente D. Gil!... �T�, que tanto ruido y papel hiciste en la iglesia, y tan poco en el mundo!... �T�, que amaste y ejercitaste el canto y el lat�n sin comprenderlos, pliego blanco de papel en que estamp� la fe sus adoraciones, para ponerlas en manos del Se�or, no me olvides all� arriba, donde est�s con otros muchos POBRES DE ESP�RITU Y RICOS DE CORAZ�N, y ruega por la que supo apreciar la suave almendra bajo su tosca corteza!�

Ya apuntamos antes cu�l es nuestro juicio acerca de la forma de estos escritos. Mas hay en ellos un car�cter particular, acerca del cual no podemos menos de llamar la atenci�n de nuestros lectores, y muy se�aladamente la de los que leen para aprender a escribir.

Ante todo, es notable en FERN�N su estilo propio; de una verdad, de un colorido tal, que no puede confundirse con otro. Hemos o�do a alg�n Aristarco censurar en aqu�l tal o cual expresi�n, tal cual frase menos castiza; mas no sabemos de ninguno tan injusto ni descontentadizo que en aquella otra dote, que es la principal en el escritor, - como que es la que constituye su individualidad, - no le conceda la palma entre los primeros.

Mas no se crea que el pintor de los CUADROS DE COSTUMBRES, de las RELACIONES y de los DI�LOGOS, no tiene en su paleta colores para copiar otra cosa que la ruda, franca y en�rgica fisonom�a del pueblo. Un cr�tico eminente, un escritor en quien compiten el coraz�n y la cabeza, el se�or D. ANTONIO DE APARISI Y GUIJARRO nuestro amigo querido, en el bell�simo pr�logo que ha dedicado a la preciosa novela tituladaUN SERVILON Y UN LIBERALITO, ha tenido antes que nadie la gloria de consignar esta observaci�n: �En el lenguaje de la culta sociedad - dice hablando de FERN�N - no le conozco rival ni entre los mejores�.

No es escasa, a la verdad, la alabanza, por venir de quien viene, y por ser tan merecida. Repasen su memoria cuantos profesan la literatura o a ella tienen particular afici�n, y sin limitarse precisamente a la Novela, en que tenemos tan poco, observen nuestro teatro, en que somos m�s ricos. Y ciertamente, desde Iriarte, que en el Se�orito mal criado nos dej� una muestra de que pose�a este secreto, no hallar� muchos escritores a quienes sea familiar. De seguro no lo encontrar� en Morat�n, a quien en tantas otras cualidades del estilo nadie recusara como maestro. Es m�s: sabemos de escritores que por su cuna y por su educaci�n corresponden a lo m�s puro y elevado de aquella clase, y cuya conversaci�n es por dem�s culta, amen�sima y elegante, y sin embargo, pintan mejor las animadas escenas de una venta o de un campamento, que el tono grave y acompasado de los salones. Y a la verdad no es extra�o. La buena sociedad, o es una, o cuando menos, se parece mucho en todas partes; como que la cultura consiste en destruir lo anguloso, es decir, en quitar muchas de esas singularidades que constituyen los tipos especiales. Y conservar �stos sin perder aquel tono, es raro privilegio, que requiere no s�lo un estudio profundo y gran sagacidad para la observaci�n, sino adem�s una rellexibilidad suma, para la cual acaso habr�a de ser necesario que se combinasen un gran talento de hombre, un coraz�n de mujer y la exquisita sensibilidad de la dama, a quien la observancia de las costumbres del pueblo y la pr�ctica de la vida aristocr�tica fuesen en parte ing�nitas, en parte heredadas o familiares desde la cuna.

No aspiramos a que en ello se nos crea sobre nuestra palabra. La prueba est� en muchos, si no en todos los personajes de FERN�N, entre los cuales, sin embargo, citar�mos a los duques de Almansa, a Ismena, al general conde de Alcira, a la marquesa de Valdejara, a su hijo, tipo de caballeros... a tantos otros... y entre ellos a Clemencia, al Abad, a Pablo, a sir George Percy, y De Brian, y sobre todo - pues de �stos tratamos - a la MARQUESA DE ALORA y al CONDE DE VIANA, que son los interlocutores de estos DI�LOGOS.

Ellos discuten siempre, y disputan como de prop�sito; que es decir que tienen m�s ocasiones de mostrar su car�cter, por lo mismo que esas discusiones pasan a solas, en la intimidad de una amistad antigua e indulgente; y sin embargo, cada cual, mostr�ndose tal como es, no choca ni ofende, ni al lector ni a su antagonista; al contrario, �ste ama y respeta la raz�n que se le opone y los labios que se la dicen, y el lector estuviera a veces indeciso sobre a qui�n dar sus simpat�as, si no fuese porque la marquesa, en su coraz�n y en su inteligencia y en la t�sis que defiende, es, como si dij�ramos, la personificaci�n del escritor. Al que de esto dudar�, le remitiremos a los DI�LOGOS, a los trozos que hemos citado, a la campanilla azul que habla de imponer silencio, y a la de oro que hab�a de excitar a la marquesa a continuar en su elocuente improvisaci�n; a aquella deliciosa rep�blica en que ella hab�a de ser la presidenta, y legisladores y ministros las flores y los ni�os, abundando por supuesto las fuentes y las confiter�as.

Perm�tasenos citar tambi�n, como ejemplo, la contienda entre ambos, con ocasi�n de la felicidad en que la marquesa supone que rebosa la familia de la generala Pel�ez. �Con qu� viveza y naturalidad es conducido el di�logo, que ha de terminar por conceder el atacado la confianza de un terrible secreto de familia, confianza que si se provoc� sin pensarlo, no se arranca, y antes se reh�sa delicadamente!

Dice la marquesa:

- ��Ay de de m�! �Imprudente! Perdonad, amigo; nada quiero saber. Doblemos la hoja; ocultad mi tierno interes con el secreto en el silencio; el respeto a la desgracia es el m�s sagrado, despu�s del respeto a Dios.

- �No, marquesa; sois de la familia; y sois m�s: sois una amiga verdadera, y los amigos son la familia del coraz�n. Sabr�is la desgracia que, cual un c�ncer, ha destruido la felicidad de mis hermanos.

- �Conde, dejadme ignorar una desgracia, si no puedo remediarla.

- ��Me neg�is vuestro inter�s?

- �Hablad, conde... �y as� os sea un b�lsamo!�

He aqu�, por conclusi�n de esta materia, en uno de los trozos m�s bellos que acaso se hayan escrito, llevada hasta el l�mite de donde no debe pasar, esta contienda, modelo de exquisita cultura y cortesan�a. No nos atrevemos a privar ni de una letra de ella a nuestros lectores. Par�cenos que, despu�s de le�da, no tendremos incr�dulos de lo que antes afirm�bamos; y podremos a�adir en las sienes de FERN�N, al t�tulo de PINTOR DEL PUEBLO, el de POETA DE LOS SALONES. Mas si todav�a tropez�semos con alg�n rebelde, nos contentar�amos con decirle con G�ngora y con FERN�N:

�Triste del que a una roca pide orejas�.

Pero oigamos; que habla nuestro autor:

- �Ten�is - dijo el conde sonriendo - por coraz�n una rosa sin espinas.

- �Y vos quer�is ajarla.

- ��Oh! No. Quisiera regarla con las aguas de la fuente de Juvencia. Pero contadme lo que me habeis anunciado.

- �Tacha el mundo - principi� la marquesa - de extremos a las angustias y los dolores del amor de madre.

- �Y lleva raz�n, - opin� el conde. - Todo lo que es apasionado en el hombre, aunque sea el santo amor de madre, necesita freno. MAR�A, al pi� de la Cruz, ni se arrancaba el cabello, ni se despedazaba el pecho. Se�ora, se�ora, todos los d�as rezamos �H�GASE TU VOLUNTAD! �Es sincero este acatamiento, si en seguida nos rebelamos violentamente contra esa misma voluntad? Esos dolores descompuestos no son cristianos, se�ora.

- �Por descabellado que sea ese amor, es bello y simp�tico, conde.

- �Ese dolor denominado extremos es insensato como es un suicidio, amiga m�a; y esas madres energ�menas de amor merecer�an que se les muriesen sus hijos, para ense�arles as� lo que es un dolor real.

- �Conde... �hab�is olvidado que tuvisteis madre?

- ��No lo permita Dios! Venero la tierra porque ella la pis�, la respeto porque en ella yace su cuerpo, y ans�o por el cielo porque en �l me aguarda su alma! Pero eso no quita...

-�Que lo que en ella os admir�, os encant� y llen� de gratitud, en otras lo quer�is motejar. �AMOR NO DICE BASTA, conde!

- �Marquesa, esa bella expresi�n es s�lo aplicable al amor divino.

- �Siempre me contradecis, conde... �Si vieseis cu�nto lo siento!

- �No lo sint�is, amiga; una pausada nube que mitiga algo los brillantes rayos del sol, y refresca algo la tierra con una templada lluvia, hace provecho.

- ��Y por qu� os haceis una nube en mi cielo?

- �Para que su demasiada pureza y brillo no os hagan creer imposibles las borrascas y las tempestades. Mas... proseguid; no os volver� a interrumpir.�

Ni nosotros tampoco lo har�mos mas, interponi�ndonos entre el autor y sus lectores, temiendo siempre decir poco, y acaso apareciendo sobrados.

Por lo mismo, no diremos sino de paso a nuestras lectoras (con ellos nada queremos ya) cu�l es la �nica cosa que FERN�N encuentra CUMPLIDA en esta vida; y es: TODO NOBLE AMOR EN EL CORAZ�N DE LA MUJER.

Hemos hecho hablar a FERN�N, y es lo �nico en que fundamos la esperanza de haber acertado a defenderle. Pero necesitamos despedirnos de �l, y para ello, en justa correspondencia, no seremos nosotros solos; ser�n nuestros lectores, ser� Espa�a toda, ser� el mundo cat�lico los que lo har�n, tom�ndole sus propias palabras.

Hedlas aqu�:

�Proseguid, marquesa. �A qu� evocar la imagen de la cr�tica como un fantasma ante el cual se repliegue la expansi�n de vuestros gratos recuerdos, y se hiele su pintura en vuestros labios? Estoy seguro de que no hay un poeta a quien estas cosas, si bien no le entusiasmen como a vos, al menos no le hagan gracia. Proseguid esa pintura en sus menores detalles, hasta venir a las circunstancias que han motivado esa segunda carta, que espero ha de ser tan noble como la primera.�

Y esta segunda carta, que es de la viuda del buen D. Gil, y contiene en realidad su testamento, concluye as�:

�Dile a la se�ora que ya no cantar� el Miserere en la tierra; pero que, mediante la misericordia infinita y los m�ritos de nuestro REDENTOR, cantar� all� arriba el Gloria�. Y al verme llorar, a�adi�: �Francisca, no llores; las l�grimas siempre me han hecho contradicci�n. No se deben llorar mas que las culpas... Consu�late, y acu�rdate de que COSA CUMPLIDA... �S�LO EN LA OTRA VIDA!� Se�ora, me lo he tenido por dicho: no lloro... y aguardo.�

Y yo tambi�n aguardo, se�ora. Que s� que son igualmente cumplidas estas verdades; a�adiendo a ellas, que es por dem�s dichoso quien, como FERN�N CABALLERO, al ganar lo que el mundo llama Gloria, escribe tan valederas p�ginas en el LIBRO DE LA VIDA.

Madrid 28 de Noviembre de 1857.

FERM�N DE LA PUENTE Y APEZECHEA.

Di�logo primero.

El alba�il.

La vie es un myst�re triste

Dont la Foi seule a trouv� le secret.

(La vida es un misterio triste, cuyo

secreto s�lo ha encontrado la Fe.)

El Abate Gerbert.

Fortun� tems de linnocence.

B�las! des passions de vacant le r�veil

A laurore de lexistence,

Nes tu parmi neus quun sommeil?

(Tiempo feliz de la inocencia! T�

que te adelantas al despertar de las

pasiones en la aurora de la vida, di,

�no crees entre nosotros mas que un

sue�o?

DArlincourt.

- S� se�or, s� se�or; la vida es bella, el mundo hermoso, a pesar de todos los Jerem�as pasados, preseiltes y futuros, - dec�a la joven, linda y alegre marquesa de Alora a su anciano amigo el conde de Viana; - est� llena de encantos, como el cielo de estrellas; llena de goces, como la mar de perlas. Pero �stas es preciso buscarlas; aqu�llas es preciso alzar la vista, y con ella el coraz�n, hacia aquel alto y puro espacio en que, giran, para encontrarlas. Si usted vegeta t�trico en una oscura cueva, �c�mo hallar� usted perlas, ni ver� estrellas?

- Cant�is como un ruise�or, - dijo el conde con una sonrisa triste e incr�dula.

- Hablo como una agradecida hija de Dios, - repuso la marquesa.- �Un hombre como usted, mis�ntropo! �Quite usted all�! Eso es un palpable contrasentido; es una anomal�a, como dice usted que lo es en el Gobierno condenar las malas doctrinas y dejar que cundan por medio de la prensa, lav�ndose las manos como Pilatos.

- �D�nde est�n, linda visionaria, - respondi� el conde, - esos encantos, esos placeres sublunares? �Ser�n el ef�mero amor, la desleal y deslavada amistad? �Ser� acaso el oro, que no sabe satisfacer; los honores, que no honran? �Ser� el mundo, ese horrible caos? �Ser� la soledad, ese �rido desierto? �Nos los proporcionar�n por ventura el coraz�n, que es nuestro verdugo; los sentidos, que son nuestros enemigos; o el alma, que, como todo desterrado, no sabe sino suspirar? El mundo es, amiga m�a, un �rido y triste destierro.

-�Pobre mundo!-exclam� la marquesa.�Y c�mo te tratan! V�ngate, seca tus fuentes de fresca y l�quida plata, quita sus colores y perfume a tus flores, haz esqueletos de tus frondosos �rboles, agosta tus campos, y no le nutras al hombre ingrato sus mieses y su vid; seca los cauces de tus r�os, y haz de ellos profundas y �speras cicatrices sobre el seco y decr�pito cad�ver de la tierra; quita del alcance del hombre el oro, la plata y ricas pedrer�as que encierra tu seno; vomita tus iras por las abiertas bocas de tus volcanes, esparce tu amarga ira con las poderosas olas de tus mares, hasta cubrir la frente de tus gigantes de tierra, los montes, y all� donde el hombre ingrato haya labrado su albergue, sac�dele ligeramente, para que caigan sus m�s robustas obras como castillos de naipes.

- �Qu� anatema, amiga m�a!

- El que merece la ingratitud, ese monstruo sin coraz�n.

- Como sois joven, gir�is cual las primeras horas del d�a, esas horas frescas y puras que se llaman la aurora, en un cielo rosado. Pero raciocinemos; a mi edad...

- El coraz�n es siempre joven, - interrumpi� con viveza la marquesa, - y la ancianidad puede, como dec�s de la juventud, girar tambi�n en un rosado cielo, llamado ocaso, como las �ltimas horas del d�a.

- Pero enumeradme esos placeres, esos encantos que veis vos - repuso el conde - con la doble vista de que deb�is estar dotada. �Es el c�lera? �Es la guerra civil? �Son los escritos de Proudhon? �Es el esp�ritu de rebeli�n inherente a la incredulidad, que mina al mundo con un horroroso c�ncer? �Es su hija, la inmoralidad, que vive y reina? �Es ese escepticismo fr�o y vulgar, con el que triunf� la materia personificada en Lutero, y el mal esp�ritu personificado en Voltaire? �Son las l�grimas de la Fe y de la Caridad, que s�lo la Esperanza enjuga?

- �Dios m�o! Est�is triste y desconsolador como nuestro sublime marqu�s de Valdegamas, a quien cupo la gloria de ser uno de aquellos hombres que en todos tiempos escogi� Dios para ser int�rpretes de sus luces. A�n falta la sonrisa a sus labios; pero hallar�la cuando el bien que haya hecho le pruebe que si cunde el mal, tambi�n cunde el bien sobre la tierra de Dios: esa ser� su recompensa. Pero yo quiero atraeros a m�s alegre convicci�n, y no lo har� te�rica, sino pr�cticamente; no con razones que todas se pueden refutar, sino con pruebas; pues nada hay m�s poderoso y concluyente que un hecho.

- Gozad de vuestras ilusiones, como la primavera de sus flores, marquesa.

- En todas estaciones hay flores; si en alguna faltan, no es culpa de la naturaleza, sino del hombre, que las deja secar sin cultivarlas. Apostemos a que os hago testigo de una felicidad completa y estable.

- �Completa! �Estable! �Qu� dorado sue�o!

- Apostemos, apostemos, - insisti� con alegre vehemencia la marquesa.

- La felicidad, - prosigui� el conde, - esto es, la que brinda el mundo, es poco estable, como la calma del mar; corta y pasajera, como el canto del ruise�or; incompleta e imperfecta, como lo es el hombre en quien dos poderes luchan; y no puede ser otra cosa, desde que el hombre, por su culpa, entr� en el mundo desterrado del Para�so. El no ser as�, ser�a un contrasentido. Vos misma, querida amiga, �no sois acaso una prueba de esta verdad? La suerte os ha colmado de todos sus dones, la fortuna de todos sus favores, la vida de todas sus sonrisas; y a pesar de esto, vuestra felicidad no es cumplida, pues os faltan las magn�ficas prerrogativas, los dulces goces de la maternidad.

Una ligera nube pas� sobre los ben�volos y brillantes ojos de la marquesa.

- Esto ser� en tal caso, - dijo sonriendo, no una desgracia, sino una felicidad de menos; y el carecer de una, no me har� olvidar las muchas de que disfruto. Adem�s, para ganar cumplidamente mi apuesta, no pienso mostraros una perfecta ventura en la clase alta de la sociedad, en la que es mucho menos frecuente que en la clase humilde, por m�s que declamen y giman lo contrario los socialistas. En nuestra perfumada y pestilente esfera no se ensanchan las ideas, no se exaltan los sentimientos, no se multiplican las sensaciones sino a expensas de la felicidad pasiva, negativa si quer�is, pero dulce, alegre, tranquila y suave, que es y debe ser el patrimonio de seres ca�dos, condenados a una vida mortal y de trabajo, como pens�is muy bien. Pero esta felicidad existe; y la dan las virtudes, que del Para�so vinieron y con ellas trajeron su ambiente. Por consiguiente donde hay virtudes, hay buena conciencia; donde hay buena conciencia, hay contento; as� como donde hay sol, hay flores; donde ha y flores, hay fragancia. Ma�ana os aguardo a las doce en punto, y os llevar� a casa de mi lavandera y antigua doncella de mi madre: all� triunfar�! All� ver�is la verdadera y cumplida felicidad en su sencillez y pureza, sin traspasar sus l�mites, corno el manso r�o; all� me pagareis dulce sobre dulce media arroba, que ahora mismo voy a mandar hacer para repartirlos entre sus hermosos chiquillos.

Al d�a siguiente el conde acudi� puntual a la hora de la cita, y ya encontr� a la marquesa cubierta la cabeza con la mantilla, y lista para partir.

Muchas vueltas y revueltas tuvieron que dar por las calles de Sevilla, en que a�n triunfa la caprichosa construcci�n de los moros, de la simetr�a europea, hasta llegar al apartado y solitario barrio de San Rom�n. La marquesa entr� en una de aquellas humildes casas, cuyas puertas est�n abiertas de par en par.

La due�a de la casa hizo una exclamaci�n de sorpresa al verla.

- �Chist!... - dijo la marquesa, poniendo su blanco dedo sobre sus rosados labios. - Vengo a sorprender a Mar�a. Como s� que su corral y el de la casa vuestra no los separan sino unos romeros, he venido aqu� para entrar en casa de Mar�a sin que me sienta.

Esto diciendo, atravesaba la marquesa el patio, seguida y bendecida por la due�a.

La casa de Mar�a formaba un �ngulo entrante, en el que hab�a un gran jazm�n que se hab�a criado ad libitum, echando a manos llenas sus perfumadas flores a la derecha y a la izquierda con imparcialidad; columpi�banse multitud de pajaritos en sus flexibles ramas; cubr�anlo sus flores, que est�n tan p�lidas porque son d�biles, y porque siendo tan corta su vida, no tienen tiempo para aprender a sonrojarse.

En la verde cueva que formaba el jazm�n morisco se escondi� la marquesa con su anciano amigo, poni�ndose ambos a mirar, sin ser vistos, lo que en casa de Mar�a se ofrec�a a su observaci�n.

Una mujer robusta, en quien rebosaba la vida como en oto�o la corriente en los r�os, estaba sentada en una silla muy baja, delante de la puerta de su sala, a la estufa andaluza, esto es, al sol. A sus pies, sobre una zalea, se ve�a sentado en pa�os menores el ni�o que estaba criando; ten�a �ste entre sus manitas una enorme naranja, que se le escapaba, cayendo sobre la zalea; afan�base en extremo para volverla a asir, y cuando lo hab�a logrado, se le volv�a a separar. Re�ase entonces alegremente y miraba a su madre, nuevo S�sifo, que re�a y gozaba en su incesante tarea.

- Ven ac�, Aniquilla, - dijo la mencionada mujer a una ni�a de cuatro a�os; - es mediod�a; ya vendr� tu padre. Ven ac� a que te coja esas gre�as y te lave esa cara, esa rosa de Abril, que la tienes m�s sucia que un estercolero.

Mientras su madre la ten�a sujeta de los cabellos, y le hac�a una casta�a del tama�o de las que se comen, la ense�aba a rezar; santa pr�ctica que acostumbra a los labios de los peque�uelos a recitar oraciones que a�n no comprende el entendimiento; de suerte que cuando �ste despierta, los labios se han anticipado, y le ense�an lo que ya saben por la santa ense�anza de su madre.

- Padre Nuestro, que est�s en los cielos, dec�a la buena mujer.

La ni�a repet�a esto, a�adiendo por ap�ndice:

- �Ay, mae, que me tira usted del pelo!

La madre prosegu�a sin hacer caso:

- Santificado sea �l tu nombre...

- Tu nombre, - repet�a la ni�a. - �Mae, mae, que me arranca usted las narices!

Y cuando concluy� el �ltimo am�n, la ni�a, lavada y peinada y ostentando su diminuta casta�a, dio un salto con poca gracia y mucha alegr�a.

- �Mae, mae! - grit� un ni�o de seis a�os que ven�a de la escuela, precipit�ndose en el corral.�Ya s� la a, la a, la a!

- Sea enhorabuena, Alonsillo, - dijo su madre. - Poco es; pero sabes m�s que yo, que s� c�mo suena, pero no c�mo parece.

Oy�se entonces la alegre voz de una ni�a de ocho a�os que volv�a de la amiga, y que ven�a cantando con la tonadita mon�tona con la que en las amigas cantan la doctrina:

Cuando salgo de la amiga

Me dan ganas de beber

En el jarrito de oro

En que bebi� San Jos�.

Me fui por un caminito

Y me encontr� a Jesucristo,

Jesucristo, que es mi padre,

Y la Virgen, que es mi madre.

Los �ngeles mis hermanos

Me cogieron por la mano:

�Me llevaron a Bel�n

Sin tropezar ni caer.

En Bel�n hay una fuente

Que corre tan trasparente

De noche como de d�a!

A rezar el Ave Mar�a.

-�Mae, mae! - grit� al entrar. - Mire usted la camisita que he hecho; tiene el dobladillo calao.

- Eso me place, hija, eso me place; la agujita ensartada hace a la ni�a ajuiciada.

La reci�n llegada cogi� al ni�o de pecho en sus brazos, llev�ndolo, aunque tan peque�a, con mucha maestr�a y desembarazo, como si Dios hubiera hecho infusa en el sexo femenino la ciencia de manejar a las criaturas tiernas y desvalidas que al venir al mundo s�lo saben llorar.

- Ni�o, - dijo, - �d�nde est� Dios?

El ni�o levant� el dedito. Alonso que aquel d�a estaba un poco pedante porque sab�a la a, se ech� a re�r.

- �De qu� te r�es, zopenco? - pregunt� su hermana.

- Porque ice Pacorro que est� Dios en el tejao.

- �Qu� a la cola eres, Alonsillo! Dice que est� en el cielo. Pero mas que dijese que est� en el tejao, raz�n llevar�a, pues est� en todas partes.

- �Que no es!-dijo Alonso, que porque sab�a la a la ech� de disputador.

- Jud�o, que dices una herej�a. �D�nde es d�nde no est� Dios, chiquillo?

- En el r�o, porque no es pescado, - respondi� dogm�ticamente Alonso.

Y volviendo con majestad la espalda a su hermana, se dirigi� a su madre y le dijo:

- Mae, hay feria.

- Me alegro, - respondi� su madre.

- Mae, yo quisiera una trompeta.

- Qui�rela mucho, hijo.

- Mae, cuesta dos cuartos; d�melos usted.

- �Dos cuartos? �En eso estaba yo pensando!

- �Ande usted, mae!

- Anda a fre�r monas.

- �Ande usted, mae!

- Dejame en paz, pollo pi�n.

- �Ande usted, mae!

Y el chiquillo se puso a seguir a su madre como su sombra, repitiendo sin cesar su mon�tona plegaria.

- Toma, toma, chicharra, - dijo al fin la buena mujer, d�ndole una moneda de dos cuartos; - que por no o�rte se pueden dar.

- �Si son dos cuartos, mae, dos cuartos, dos!

- Bien, �y no te los he dado, mostrenco?

- No me ha dado usted mas que uno.

- Te he dado dos, chiquillo.

- Uno, uno, - repiti� el ni�o pateando.

- Muchacho, - exclam� impaciente su madre, - te d� una mota; una mota son dos cuartos.

- �Dos? - repuso el ni�o, dando vueltas a la moneda y batallando su convicci�n entre la evidencia, pues s�lo ve�a una moneda, y la fe que ten�a en las palabras de su madre. - �Dos son? Vaya, pues estar�n pegados.

- Chacho, cu�ntame un cuento, - dijo con los sonidos m�s dulces y suplicatorios de su voz Aniquilla a su hermano Alonso.

�ste, a quien la posesi�n de sus dos cuartos pegados hab�a puesto de buen temple, se sent� en el suelo con las piernas cruzadas como un sult�n, y apretando fuertemente en su puno cerrado sus dos cuartos para que no se despegasen, empez� en estos t�rminos su cuento:

-Hab�a vez y vez un pajarito, que se fue a un sastre y lo mand� que le hiciese un vestidito de lana. El sastre le tom� medida, y le dijo que a los tres d�as lo tendr�a acabado. Fue en seguida a un sombrerero y lo mand� hacer un sombrerito, y sucedi� lo mismo que con el sastre; y por �ltimo, fue a un zapatero, y el zapatero lo tom� la medida, y le dijo, como los otros, que volviese por ellos al tercer d�a. Cuando lleg� el plazo se�alado, se fue al sastre que ten�a el vestidito de lana acabado y le dijo: �P�ngamelo usted sobre el piquito y lo pagar�. As� lo hizo el sastre; pero en lugar de pagarlo, el picarillo se ech� a volar, y lo propio sucedi� con el sombrerero y con el zapatero. Visti�se el pajarito con su ropa nueva, y se fue al jard�n del rey, se pos� sobre un �rbol que hab�a delante del balc�n del comedor, y se puso a cantar mientras el rey com�a:

M�s bonito estoy yo con mi vestido de lana,

Que no el rey con su manto de grana.

M�s bonito estoy con mi vestido de lana,

Que no el rey con su manto de grana.

Y tanto cant� y recant� lo mismo, que su real majestad se enfad�, y mand� que le cogiesen y se le trajesen frito. As� le sucedi�. Despu�s de desplumado y frito se qued� tan chico, que el rey se lo trag� enterito. Cuando se vio el pajarito en el est�gamo del rey, que parec�a una cueva m�s oscura que medianoche, empez� sin parar a dar sendos picotazos a derecha e izquierda. El rey se puso a quejarse, y a decir que le hab�a sentado mal la comida, y que le dol�a el est�gamo. Vinieron los m�icos, y le dieron a su real majestad un menjurge de la botica para que, vomitase; y conforme empez� a vomitar, lo primero que sali� fue el pajarito, que se vol� m�s s�bito que una exhalaci�n. Fue y se zambull� en la fuente, y en seguida se fue a una carpinter�a, y se unt� todo el cuerpo con cola; fuese despu�s a todos los p�jaros, y les cont� lo que hab�a pasado, y les pidi� a cada uno una plumita, y se la iban dando, y como estaba untado de cola se la iban pegando. Como cada pluma era de su color, se qued� el pajarito m�s bonito que antes con tantos colores como un ramillete. Entonces se puso a dar voleteos por el �rbol que estaba delante del balc�n del rey, cantando que se las pelaba:

�A qui�n pas� lo que a m�?

En el rey me entr�, del rey me sal�.

El rey dijo: ��Que cojan a ese p�caro pajarito!� Pero �l, que estaba sobreaviso, ech� a volar que beb�a los vientos, y no par� hasta posarse sobre las narices de la luna.

- Chacho, - dijo Aniquilla, - �y la luna tiene narices?

- �Vaya! - contest� el chacho. - Y boca tambi�n: una bocaza tama�a, - a�adi�, abriendo desmesuradamente la suya, - para tragarse las ni�as malas; ya lo sabes.

- Ese cuento es m�s viejo que el modo de andar, y m�s tonto que una esquina, - observ� la h�bil costurera.

- Pues cuenta t� otro mejor, - repuso el contador, mirando de soslayo su moneda de dos cuartos.

- �Pues ya se ve que lo har�! Y con el salero del mundo, y algo mejor que t�; que eres, Alonsillo, m�s tonto que Blas, que com�a habas, y al fin eres:

Alonso Ponso Berengena,

Capit�n, capit�n de la manga llena.

- Y t�...

- Calla la boca, escarabajo, y escucha. Pues se�or...

+

Ten�a una vez un rey

Tres hijas como una plata;

La m�s chica de las tres

Delgadina se llamaba.

Un d�a estando comiendo,

Dijo al rey, que la miraba:

- Delgada estoy, padre m�o,

Porque estoy enamorada.

Venid, corred, mis criados,

A Delgadina encerradla:

Si os pidiese de comer,

Dadle la carne salada;

Y si os pide de beber,

Dadle la hiel de retama.

Y la encerraron al punto

En una torre muy alta.

Delgadina se asom�

Por una estrecha ventana

Y a sus hermanas ha visto

Cosiendo ricas toallas.

- �Hermanas, si sois las m�as...

Dadme un vasito de agua,

Que tengo el coraz�n seco,

Y a Dios entrego mi alma!

- Yo te la diera, mi vida,

Yo te la diera, mi alma,

Mas si padre rey lo sabe,

Nos ha de matar a entrambas. -

Delgadina se quit�

Muy triste y desconsolada.

A la ma�ana siguiente

Asomose a la ventana,

Por la que vio a sus hermanos

Jugando un juego de ca�as.

- �Hermanos, si sois los m�os...

Por Dios, por Dios, dadme agua,

Fue el coraz�n tengo seco

Y a Dios entrego mi alma!

- Qu�tate de ah�, Delgadina,

Que eres una descastada:

Si mi padre el rey te viera,

La cabeza te cortar�.

Delgadina se quit�

Muy triste y desconsolada.

A otro d�a apenas pudo

Llegar hasta la ventana,

Por la que ha visto a su madre

Bebiendo en vaso de plata.

- �Madre, si es que sois mi madre..

Dadme un poquito de agua,

Que el coraz�n tengo seco

Y a Dios entrego mi alma!

- Pronto, pronto, mis criados,

A Delgadina dad agua,

Unos en jarros de oro,

Otros en jarros de plata.

Por muy pronto que acudieron,

Ya la hallaron muy postrada.

A la cabecera tiene

Una fuente de agua clara;

Los �ngeles la rodean

Encomend�ndole el alma,

La Magdalena a los pies

Cosi�ndole la mortaja:

El delantal era de oro,

Y la aguja era de plata.

Las campanas de la gloria

Ya por ella repicaban:

Los cencerros del infierno

Por el mal padre doblaban.

- �Es posible que est� usted en sus glorias oyendo semejantes simplezas y ni�er�as? - pregunt� el conde a la marquesa, al verla escuchar con la sonrisa en los labios y el alma en los ojos el cuento y la conversaci�n de los ni�os.

- No lo niego, - contest� �sta. - �C�mo me gustan los ni�os! �Qu� gracia tan encantadora, e inimitable es la suya! Escribir� este cuento y toda esta escena cuando llegue a casa; y desado al m�s fecundo escritor literario a que pueda crear semejantes cuadros e invente semejantes ocurrencias, que s�lo en los hechiceros labios de la infancia se pueden sorprender.

- No piensa usted como su amigo T..., que proclama a Herodes como el hombre m�s oportuno y el mejor comisario de polic�a que ha existido, repuso riendo el conde.

- Hasta en broma me disgusta semejante paradoja, - respondi� la marquesa. - �Dios santo! �Qu� triste y l�brego ser�a un mundo sin ni�os! ser�a como un cielo sin estrellas. �Sabe usted que pienso que el horroroso fin del mundo se consumar� por la esterilidad de las mujeres, y,que ser� su l�brega precursora la falta de ni�os en nuestro globo?

- Si es cierto vuestro sistema, - exclam� riendo el conde, - no tenemos que temer por ahora la gran cat�strofe.

- �Gracias al cielo! - contest� la marquesa. - �Pobres criaturas! Hasta su llanto e impertinencias son debidos a males f�sicos que los aquejan, o bien a la angustia de no poder hacerse comprender. Su estado natural es la indefensa inocencia: a medida que el mundo les va inoculando la ciencia del mal, van perdiendo ese encanto inexplicable que nos seduce. Si no fuese as�, �c�mo se explicarla ese profundo y universal inter�s que inspiran los exp�sitos, que no se quejan, y que no pueden ni a�n concebir su desgracia? Lo inspiran las dos cosas que m�s mueven el coraz�n del hombre: la m�s pura inocencia unida al m�s completo desamparo. �Desamparo! �Hay en la lengua palabra m�s terrible? �Desamparo! Que es tan aterrador, que el m�s inflexible ateo huye de �l, clamando al cielo cuando en la tierra lo halla.

- �Padre, padre! - exclamaron en coro los ni�os, saliendo al encuentro de un hombre alto y de buena presencia que entr�, seguido de un muchacho de trece a�os.

- Pae, ya s� la a.

- Pae, mi camisita tiene el dobladillo calao.

- Pae, el ni�o ten�a la boca abria, y le met� el deo y me tir� un bocao.

- Eso fue para convencerte de que ten�a dientes, - respondi� su padre.

Y dirigi�ndose a su mujer, a�adi�:

- Mar�a, Nicol�s ha trabajado tan bien, que el maestro le ha subido un real su salario.

- �Gracias a Dios, gracias a Dios!-repuso su mujer. - Ea, vamos a comer.

- �A comer, a comer! - respondi� un estrepitoso coro.

En un instante estuvo la mesa puesta, y con la mayor simetr�a; pues en su centro se coloc� el solo manjar de que se compon�a el fest�n, que era una excelente olla de coles con carne fresca, como llaman a la carne de cerdo.

- �Sabe usted - dijo a la marquesa su anciano amigo - que esa olla, con su rica morcilla, est� tan bien condimentada, y el placer con que, la come esa buena familia prueba tanto en su favor, que da ganas de ser su convidado?

- Y sobre todo, - repuso la marquesa, - no da jaqueca, como empieza a d�rmela el fuerte perfume de esta cueva de jazmines. Me parece, pues, que os he convencido. �Hab�is visto jam�s, ni puede darse un cuadro de m�s cumplida felicidad? Mirad esas caras en que se pinta la salud, la paz y la alegr�a. �Ped�s a�n m�s a la felicidad de la tierra?

- Mirad vos, - dijo el conde, se�alando con el dedo al extremo opuesto del corral.

La marquesa fij� la vista, y vio, debajo de un emparrado donde se hallaban las pilas, tinajas y canastas de colar necesarias al lavado, una joven lavando; y observando con atenci�n, vio que de cu�ndo en cu�ndo cala de sus ojos una l�grima sobre la ligera y resplandeciente espuma de jab�n, como suele caer un desenga�o sobre una ilusi�n.

- �Mostradme - continu� el conde - un cuadro de la vida humana que no tenga un lugar para las l�grimas!

- Misita (Merceditas), hija m�a, �no vienes? - le grit� Mar�a. - Es la tercera vez que te llamo.

La ni�a llamada Misita se enjug� los ojos, se quit� el delantal, y fue a reunirse con el resto de su familia.

- No saben ustedes lo que los aguarda, dijo la madre, con la cara a�n m�s animada y contenta que antes. - Esta ma�ana fu� a llevar la ropa a casa de la se�ora; acababa de llegar el capataz de la hacienda, y tra�a un par de c�ntaros de leche. �Ll�vate uno, me dijo la se�ora..; aqu� tienes arroz y az�car: regala a tus hijos con arroz con leche, que no le har�n f�. As�, hijos, dad gracias a Dios y rogadle que a la se�ora se lo d� de gloria.

- �Dios se lo pague! �Dios se lo pague! exclamaron todos a una voz.

- �A que suena este coro en vuestros o�dos mejor que todas las decantadas melod�as de Rossini, Verdi y Meyerbeer? - dijo conmovido el conde a la marquesa.

- �Como todas las cosas de Dios! - respondi� �sta. - Lo primero que me inculc� mi madre fue el infinito precio, la extremada dulzura de un �Dios os lo pague! Entonces lo comprend�, y cada d�a lo comprendo m�s. Este es el tesoro que tiene que formarse el rico, para que en el gran juicio final equivalga al que presentar� el pobre con sus sufrimientos; si no, mal escaparemos en el equitativo balance de merecimientos.

Cuando todas las bocas de los chiquillos, cerradas casi herm�ticamente por el arroz con leche, guardaron silencio, dijo la madre, dirigi�ndose a su hija mayor:

- �No comes, hija? Est�s descolorida y tienes los ojos como pu�os, de haber llorado: te est�s quitando la vida, y me la vas a quitar a m� si as� te emperras. �C�mo ha de ser! Dios lo ha querido, y es preciso conformarse con su voluntad. Le toc� la suerte de soldado; eso, �qui�n puede remediarlo?

- El que tuviese tres mil reales para ponerlo un sustituto que ha hallado, y es un soldado que se quiere reenganchar, - dijo con el coraz�n encogido Misita.

- �Tres mil reales! Vea usted... �como quien no dice nada! - opin� el padre. - En mi vida he visto tanto dinero junto. Los pobres no tienen que pensar en poner sustitutos, chiquilla.

- No llores, hija de mi alma, pobrecita m�a, que me partes el coraz�n, - dijo su madre. - Santiago es un buen muchacho m�s noble que el oro; pero si le toc� la suerte... �qu� le hemos de hacer? Conformidad, hija, conformidad; que es la virtud de los pobres. Si tuviera los tres mil reales, te los dar�a con mil amores; y ya que no puedo hacer otra cosa, toma esos cinco reales, �chalos a la loter�a, y si sacas libertar�s a Santiago.

- �Y sac�! - dijo la marquesa saliendo de su perfumado escondite. - Misita, yo le pago el sustituto a tu novio; ofrezco proporcionarle trabajo, y me brindo a ser madrina de tus alegres bodas.

Es m�s f�cil figurarse que pintar el pasmo, el gozo, el arrobamiento que causaron la aparici�n y las palabras de la marquesa en aquella familia. Fueron la demostradas de la manera expresiva y ruidosa propia de los andaluces; s�lo Misita, silenciosa e inm�vil, no expresaba su enajenamiento y gratitud sino con sus miradas, que acompa�aron a su bienhechora hasta perderla de vista.

- Ya no llorar� Misita, - dec�a a su hermano Alonso la que calaba los dobladillos, as� como los secretos del coraz�n, - pues se va a casar.

- �Y qu� es casarse, que a toda la gente alegra? - pregunt� �ste a su hermana.

- �Simpl�n! Casarse es ir a la iglesia, y despu�s comer y beber much�simo.

- �Ya! �ya! �Pues no se han de alegrar! �Viva Dios! �Viva Dios! - exclam� Alonsillo, tirando por alto sus dos cuartos.

- �Est�is convencido? - preguntaba, al alejarse, la marquesa al conde.

- En parte, - contest� �ste. - Pase por la felicidad cumplida; pero �y la duradera?

- �Pens�is acaso que la que hemos visto pueda no serlo?

- Pienso a�n como antes: que todo es transitorio en este mundo; y m�s que nada la felicidad.

- Pues bien, incorregible pesimista, prorroguemos la decisi�n de nuestra apuesta hasta de aqu� a un a�o. Pero si entonces a�n subsiste esta felicidad, �os dar�is, en fin, por vencido?

- Entonces me dar� por vencido con tanto placer como tendr�is vos en proclamaros vencedora.

Al a�o siguiente, los dos amigos, que parec�an personificar en s� la ilusi�n y la experiencia, no hab�an olvidado su apuesta; porque cada vez que la marquesa ve�a a Mar�a con su contento y alegre semblante, volv�a a atacar al conde, armada de bromas y sonrisas; pero �ste no arriaba su negra bandera.

Llegado el t�rmino, se valieron del mismo medio que tan bien les sirvi� el a�o anterior, para penetrar en el hogar dom�stico de aquella feliz y honrada familia. Pero aquel d�a llegaron m�s tarde: ya el padre y su hijo mayor, que eran alba�iles, sal�an para ir a su trabajo. Alonsillo, que no s�lo conoc�a la a, sino a su vecina la b, sal�a para la escuela con un tremebundo trompo. La ni�a mayor llevaba de la mano a Aniquilla, que iba a la amiga tan s�lo para aprender a estarse quieta, y que iba haciendo pucheros; y Mar�a sal�a a una diligencia, llevando a remolque colgado de sus enaguas a Pacorro, que, bien o mal, andaba ya. Santiago qued� solo con su mujer, que ten�a en sus brazos un ni�o reci�n nacido.

- �M�ralo c�mo se r�e! - dijo Misita a su marido, tocando con el dedo la barba del ni�o, armando esa algarab�a con que las madres tienen el arte de hacer re�r a los ni�os, como en sus sue�os lo hacen los �ngeles.

- �No parece sino que tiene seis meses! dijo el padre mirando al ni�o. - Qu�date con Dios, Mercedes.

- �Ya te vas?

- �Y qu� he de hacer?

- Volver pronto.

- El cuidado ser� m�o.

- Pues adi�s.

-Adi�s.

Santiago, que era alba�il tambi�n, cogi� su sombrero volviendo la cara para mirar a su mujer y al ni�o, y se apresur� a reunirse a su suegro.

Mercedes se puso a acariciar a su hijo con demostraciones apasionadas.

- �Dios te bendiga, hijo de mis entra�as, dec�a, - gloria de tu madre, �ngel de Dios, lucero de la ma�ana! �No te cambio por el pr�ncipe de Asturias, ni me cambio yo por la reina de Espa�a!

- �Perdisteis la apuesta! - dijo alegremente la marquesa dando palmadas. - Mercedes, el se�or apost� conmigo a que en el mundo no hab�a felicidad cumplida ni duradera; me hab�is hecho ganar mi apuesta, y os doy gracias.

- No tuvo el se�or presente - respondi� la feliz Mercedes, cuyo coraz�n rebosaba de contento y de gratitud - que hay familias tan afortunadas, que tienen en el mundo un �ngel que se encarga de hacerlas felices.

- Verdad es que no lo tuve presente, - contest� el conde; - y este olvido punible en quien conoce a tales �ngeles, justo es que lo pague con la p�rdida de mi apuesta. Pero, en honor de la verdad, convenid, marquesa, en que este es un caso excepcional, y en que sois vos el Destino de esta familia.

- No dig�is eso, no dig�is eso, - exclam� la marquesa, poniendo su abanico de n�car sobre los labios de su anciano amigo, - que me asust�is: no soy sino un d�bil instrumento de que se sirve la Providencia para sus altos y adorables fines. �Qu� pueden los d�biles esfuerzos humanos contra el orden de cosas que rige por disposici�n superior al mundo?

Iban a salir, cuando se oy� un rumor que se acercaba y crec�a, y fueron detenidos en la puerta por el gent�o que en ella se aglomeraba; entraron dos hombres, llevando una escalera de mano, y sobre ella, rotos los huesos, la cabeza destrozada, el sangriento cad�ver de Santiago.

El infeliz hab�a ca�do de una altura de cien pies.

El sentido que esta relaci�n contiene, las consecuencias que de ella dimanan, no las pregunt�is; narramos, y no comentamos el hecho. S�lo diremos, con el presb�tero Gerbert, que la vida es un misterio triste, cuyo secreto no alcanza a explicar sino la Fe, que nos ense�a que

COSA CUMPLIDA...

�S�LO EN LA OTRA VIDA!

Di�logo segundo.

El marinero.

Pour moi, quand le destin moffrirait a men echeix

Le sceptre du g�nie ou le tr�ne des rois,

La gloire, la beaut�, les tr�sors, la sagesse,

El joindrait a ces dons, l�ternelle jeunesse;

Jen jure par la mort, dans un monde pareil,

Non, je ne voudrais pas rajeunir d'un solcil

Je ne veux pas d'un monde o� tout change, o� tout passe,

O� jusqu'au souvenir, tout s'usse et tout s'efface!

O� tout est fugitif, p�rissable, incertain,

O� le jour du bonheur n'a pas de lendemain!

(Aun cuando el destino me brindase el cetro del genio

o el trono real, la gloria, la hermosura, el saber, la rique-

za, y a estos dones uniese la eterna juventud, j�rolo por la

muerte, en vida semejante no quisiera rejuvenecer un solo

d�a! No apetezco un mundo en que todo cambia, en que

todo pasa, en que todo se borra, todo se gasta... hasta el

recuerdo!... en que todo es fugitivo, perecedero e incierto;

en que el d�a feliz es v�spera del desgraciado!)

LAMARTINE.

- No est�is alegre como otras noches, - dijo el conde de Viana a la marquesa de Alora al hallarla sentada tristemente a su chimenea, apoyada la mejilla en la mano.

- Cierto es - respondi� la marquesa - que esta noche se me podr�a ahogar con un cabello.

- Ya veo que en vuestro �nimo, siempre despejado como el cielo andaluz, hay nubes esta noche. Vamos a ver: �qu� tiene usted? Cu�nteme, usted lo que inclina esa frente siempre levantada, pues la vida no le ha puesto todav�a una arruga, ni m�s peso que una corona de flores.

- Pues ahora est�n marchitas. Estoy mustia; habrame puesto as� el d�a de hoy con su viento que gime y sus nubes que lloran. As� como en la naturaleza se interponen a veces las nubes entre la tierra y el firmamento, cubriendo a la primera de sombras, as� se interponen tambi�n sentimientos e ideas, sombr�os y angustiosos, entre el cielo y el alma.

- Otras veces he o�do a usted celebrar un temporal como un bello espect�culo. Dec�ais que hab�a vida y movimiento en una tempestad; que es �sta un beneficio para la naturaleza, como lo es para la organizaci�n humana un ba�o oriental con sus fuertes fricciones, porque al mismo tiempo que da frescura a la sangre, da elasticidad a los miembros y vigor a la circulaci�n. Sacabais con placer citas de los Estudios de la naturaleza de Bernardino de Saint-Pierre, que tan bien demuestra el beneficio de los temporales.

- No lo niego; pero �qui�n es el necio que sostiene que todos los d�as pensar� lo mismo, ni el hombre aut�mata que se jacta de sentir siempre de un mismo modo? �Nada influir� la experiencia en lo que piensa? Adem�s, d�as hay en que las nubes no tienen formas, fisonom�a ni movimiento, y en que se apinan como un enjambre compacto, que pasa sin que se note su marcha. Parecen las nubes entonces, no aves airosas y ligeras, ni velos di�fanos, ni vaporosas hijas del aire, ni trasparentes tejidos de agua y sol, sino una uniforme masa de plomo que amenaza desplomarse sobre nuestras cabezas. Habla Dumas de la imponente majestad de las cosas inm�viles y se olvid� de a�adir que esa majestad es la de la muerte.

- �Con que la misma causa que alegr� ayer vuestro �nimo lo entristece hoy?

- Y aunque eso fuese... �qu� remedio?

- Sujetar las impresiones; lo que es preciso, si no han de hacerse nuestros verdugos.

- �Y de qu� medio valerse?

- De la voluntad.

- �Poca es su fuerza contra ellas!

- No tal: la voluntad es el todo. Es a un tiempo motor y tim�n; impulsa y rige.

- �Con que a veces no basta a dirigir la acci�n... y piensa usted que alcance a guiar el pensamiento!

- Es un dique.

- Un dique sujeta las corrientes, pero no las impide afluir.

- Es un freno.

- Se enfrena una fiera, pero no se enfrena una nube.

- No es exacta esta comparaci�n, amiga.

- Todas las comparaciones pueden ser atacadas y controvertidas.

- No, cuando son exactas. Una hay que hago con frecuencia, que nadie ataca ni contradice.

- �Y cu�l es esa comparaci�n privilegiada?

- La que suelo hacer de usted con un �ngel.

- Gracias, mi querido y buen amigo. Estoy lejos de rechazar los cumplidos, no por merecerlos, sino porque, a fuer de mujer, los creo un incienso suave, elegante y fino para perfumar la culta esfera en que ella preside. El �spero, amargo y hostil esp�ritu de la �poca los va desterrando del trato y conden�ndolos al rid�culo, porque no existen ya la benevolencia, el agrado, la cordialidad que los inspiraban, ni la galanter�a y urbanidad que los hac�an brotar de los labios. Ll�mense hoy d�a lisonjas: claro es que lo son, porque ninguno es ya sincero! Ahora son s�lo ecos fr�os y d�biles de lo que en otros tiempos eran voces del coraz�n!

- �Por supuesto, por supuesto! - exclam� el conde. - Y eso que es usted demasiado joven para graduar, como yo lo hago, el cambio que la invasi�n de las malditas ideas pol�ticas y los trastornos que de ellas dimanan han introducido en el trato, que es a tal punto, que los j�venes del d�a creen, con un candor y una buena fe admirables, la reverencia inseparable atributo de las pelucas empolvadas; as� como a la galanter�a caballeresca, un accesorio de las capas y espadas. El giro que esto ha dado a la sociedad es ya un hecho consumado (frase moderna); rige y reina, a punto de que muchos, a�n pensando como yo, obran bajo su influencia.

- Severo est� usted, conde.

- No, no soy sino justo. Se ven, s�, gentes obsequiosas; pero gentes atentas no se hallan ya. Los obsequios son las resplandecientes llamaradas de un fuego de sarmientos; la atenci�n es la grave y perenne luz de la l�mpara que arde en perpetua se�al de culto y de respeto. El respeto, que es el primer deber que tenemos los unos hacia los otros, tiene por atributo esa sostenida atenci�n, casi desconocida hoy; atenci�n que es obligatoria, muy particularmente en el superior hacia el inferior. Si �ste falta a la debida atenci�n en sus relaciones con una persona que le sea superior en edad, saber, posici�n o categor�a, pasar� por grosero y mal educado a los ojos de las personas sensatas. Pero si, por el contrario, el superior falta al inferior, pasar� por desde�oso, y esto es peor; porque el desd�n es un vicio del coraz�n. Una desatenci�n en un inferior a un superior, o feude; una desatenci�n en un superior a un inferior, hiere.

- Abundo en vuestras ideas, conde, - repuso la marquesa, que son tradicionales en mi familia; y pienso que para hacer a la sociedad culta, digna y amena, deber�a cada cual tratar al superior con deferencia, al inferior con deferencia y cari�o, con franqueza s�lo a sus amigos, con familiaridad a nadie.

- Dejadme a�adir - dijo el conde - que a las damas se las deber�a tratar con tan respetuosa galanter�a, con obsequiosidad tan sostenida y sumisa, con culto tan apasionado, como es natural que nos lo infunda la reuni�n de los sentimientos debidos al ser ben�fico que es en la infancia nuestra madre, en la juventud nuestro �dolo, en la edad madura nuestro cirineo, en la vejez nuestro �ngel custodio; ser que mira nuestras m�s graves faltas como culpas geniales, y que consagra toda su existencia a tres profundos amores de que somos nosotros el objeto. Pero �cu�nto nos hemos apartado del punto de partida de nuestra conversaci�n! Yo quiero saber lo que preocupa a usted; algo es, pues no se escapa ning�n sentimiento de vuestro trasparente coraz�n a los ojos de padre con que observo a usted a�n m�s que la miro, aunque ambas cosas son igualmente gratas, porque es tan bella vuestra alma, como lo es vuestro rostro. No mire usted tan abstra�da y con tanta fijeza la llama; su m�vil brillo acorta la vista.

- Cuando la tenga gastada me servir� de gafas, - contest� la marquesa. - �As� tuviesen todas las cosas remedio, como lo tiene la debilidad de ese �rgano!

- Voy cogiendo el hilo de lo que saber deseo. Algo triste, que no tiene remedio, agobia y desalienta a usted. Si lo tuviese, ya lo estar�a usted buscando, o coordinando los medios de alcanzarlo; no estar�a usted deca�da, sino excitada.

-Ha acertado usted, conde. Ese terrible �no hay remedio! que he o�do hoy de boca de un facultativo, es lo que me oprime el coraz�n como una losa sepulcral. Mercedes est� loca, y para su locura no hay remedio!. Y esto es lo que me desconsuela. Lo m�s triste para m�, sea cual fuere lo que lo origina, sea escr�pulo, delicadeza o ag�ero, es que un sentimiento de amarga reconvenci�n susurra en mi conciencia, como si me echase en cara el haber destruido la felicidad de esa buena familia, queri�ndola ostentar. Como en la f�bula de Psiquis, una gota de la indiscreta tea que alumbr� la oscuridad en que se complac�a el dios, desvaneci� el encanto.

-El ag�ero, as� como la comparaci�n, son paganos, - observ� el conde. - Dios nada hace oculto: la verdad y la claridad son del cielo; la mentira y las tinieblas son torrenas. El gozarse y contribuir a la felicidad de otros, que es lo, que hizo usted, es cosa tan bella, que ha sido, el m�vil que ha tenido Dios para criar al hombre. No se aflija usted, pues, - a�adi� el conde, al ver caer por las mejillas de su amiga l�grimas m�s bellas que, los brillantes, porque eran santas l�grimas de compasi�n. Hoy me toca a m� ver las cosas en mejor luz que mi reina de la sonrisa. Vamos a ver: �acaso cree usted que padezcan mucho los locos? �No podr� ser que Dios env�e la locura a un insoportable infortunio como una gran distracci�n?

- �Oh! No, no. �Raro es el loco que olvida la causa de su locura! �Lo que s� se pierde es el consuelo, que es obra del tiempo, y que �l nos impone a pesar de nuestra voluntad, la que respeta al dolor y quisiera conservarlo �ntegro como un holocausto! Y aqu� tiene usted, amigo m�o, otra nueva impotencia de la voluntad, que se estrella contra la inercia como contra la vehemencia del sentir. Pierde la locura el consuelo de la reflexi�n, que calma, y el de la simpat�a ajena, que suaviza el dolor. �Ah! �La locura es una pesadilla de la que no se despierta!

- Eso podr� ser cuando la locura es triste.

- Casi todas lo son, pues casi todas son originadas por una desgracia.

- Pero que a veces dejaron de sentir aquellos a quienes aconteci�; borr�seles al perder la memoria, que es la potencia que archiva. As� es que ver�is muchos locos alegres: uno se cree Preste Juan; otro, rey; �ste, poeta; aqu�l, inventor; tal otro, hombre eminente sin contradicci�n ni desenga�o.

- De estas �ltimas clases hay muchos �dem, �dem por el mundo que pasan por cuerdos, dijo con una media sonrisa la marquesa. - Pero la mayor parte son mis�ntropos; sufren, y lloran, y se enfurecen. �Nunca olvidar� el d�a que me llevaron a ver la casa de locos! Raro entretenimiento por cierto, que m�s que esto puede llamarse profanaci�n. �Qu� escandaloso abuso el otorgar tales chocantes exhibiciones! �Hacer un espect�culo buf�n de la mayor de las miserias humanas! Subleva el coraz�n el que sea objeto de mofa y de risa un ente nuestro hermano, en el que una voluntad superior apag� la luz de la inteligencia, para probar al fil�sofo que ensalza al hombre nuestra miseria, puesto que la falta de uno de sus dones lo rebaja m�s all� del bruto. Es esto perder todo respeto a la desgracia, todo el decoro debido a la humanidad. Las plumas y las galas haraposas de las locas me parec�an m�s f�nebres que lo son las austeras mortajas. La locura es m�s triste que la muerte para la muerte de los que amamos hay la fe, que espera la bien aventuranza, y el sufragio, que la anticipa.

- Los sufragios son - dijo el conde - la gran prerrogativa de nuestra santa fe cat�lica. Hay en el alma del hombre dos grandes necesidades. La una es la de adorar a un Dios: �sta la vemos demostrada en que los desgraciados que no conocen al Dios verdadero, generaciones perdidas por la apostas�a de sus progenitores, se fabrican �dolos. La segunda necesidad es el rogar por las almas de los muertos, patentizada por los sufragios, preces o sacrificios hechos por los infelices en favor de toda persona de su cari�o o de su veneraci�n que muere. Ahora bien, sin creer en nuestro purgatorio cat�lico, �a qu� esos cultos, esas preces, esas oraciones al Eterno? �No es una anomal�a, un contrasentido en los que afirman enf�ticamente que sufre bastante el hombre en la tierra, y que la muerte es un descanso lo mismo para el bueno que para el malo, lo mismo para Ner�n que para San Vicente de Pa�l, para Mesalina que para Santa Cecilia? Hay protestantes religiosos que piensan que, seguir sus obras, unos ser�n condenados y otros salvados, sin creer en un estado transitorio. Pero entonces, �a qu� esas preces? �A qu� arrodillarse en los sepulcros? Si el condenado puede ser redimido, hay purgatorio de hecho. Si lo neg�is, �qu� significan esos aparatos? �Es acaso adoraci�n, o culto personal a los huesos corrompidos ya? �Es ostentaci�n de recuerdo? Ambas cosas ser�an tan poco graves, como poco religiosas. En los sufragios se pide a Dios la remisi�n del pecador que expiando est�. Sin esto, toda demostraci�n funeraria religiosa es un simulacro, puesto que sin favor no hay empe�o; y este favor que se pide es la gracia del pecador. Ahora bien: sin castigo no hay perd�n; sin condena no hay indulto, sin destierro no hay amnist�a. S� que choca a los hombres sin fe, de ideas mezquinas y deslabazados sentimientos, la palabra purgatorio, por dos razones. La primera es porque les parece una voz vulgar, y que est� en la boca del pueblo y de los frailes de misa y olla. �Dios m�o! �No lo est�n igualmente la de GLORIA, la de MISERICORDIA, la de Dios, y todas las que expresan cosas sagradas? �Quer�is, se�ores, que, se haga un vocabulario de las cosas santas para el pueblo, y otro para vuestros remilgados labios? La otra raz�n es la grotesca forma que algunos sencillos pintores de brocha gorda dieron a sus retablos de �nimas. �Qu� tal ser� la sensatez del entendimiento, qu� tal la elevaci�n del alma, qu� tal la gravedad de la reflexi�n, y qu� tal el peso del juicio de los hombres en cuya creencia pueda esto influir! �Grima me da hablar de esto, marquesa! Volvamos a su imprudente visita a la casa de locos.

- Lo que m�s impresi�n me caus� - prosigui� la marquesa cuando el conde termin� su digresi�n - fue el ver en uno de los calabozos a un joven de tan tranquilo y triste continente, que no pude menos de preguntar a uno de los loqueros por qu� ten�a a aquel pobre joven tan severamente guardado y encadenado a su tarima; me contest� que cuando le acomet�a el frenes�, nadie pod�a sujetarlo; quer�a entonces arrojarse desatentado hacia un lugar que buscaba sin descanso, mientras clamaba con honda y l�gubre voz: ��Rafael! �Rafael!� Este nombre era la �nica voz que exhalaba su ahogado pecho; voz con que parec�a asombrarse a s� mismo. Y lo extra�o es que Rafael era su propio nombre. Ten�a esa palidez l�vida aneja a su mal, que es tal, que har�a pensar que el coraz�n no calienta ya la sangre que por �l pasa; no ard�an desencajados sus oscuros ojos, sino que parec�an las negras brasas de un fuego que ha dejado de arder. Doloroso era el ver el estrago que hab�a hecho el sufrimiento en aquella juvenil y bella naturaleza. Era de clase humilde, que es en la que m�s frecuentemente se halla y m�s se caracteriza el bello tipo espa�ol. No puedo expresar la compasi�n que me inspiraba aquella criatura en la flor de su edad; aquel joven tan triste y tan manso, encadenado como un facineroso, separado de la sociedad como un pestilente. Me llamaron, y me alej� con las personas que hab�an acompa�ado. Pero poco despu�s hubo de darle al infeliz su parasismo, porque en la direcci�n de su calabozo lleg� a mis o�dos una voz pla�idera que repet�a a intervalos l�gubremente: ��Rafael! �Rafael!� La impresi�n que me produjo esta imprudente visita a la casa de locos dur� mucho tiempo, y me inspir� un profundo terror hacia ese terrible padecer moral, hacia ese tremendo estado en que el individuo parece muerto, y sobrevivirle la materia con girones de ideas, extrav�o de sensaciones, y con un solo remiendo permanente, como un fantasma en la noche. Rogaba a Dios acelerase el influjo del ,tiempo, para que, como en los �rboles repone

con hojas verdes y lozanas las que hel� el cierzo o marchit� el est�o, reemplazase en mi �nimo aquella impresi�n amarga como una hoja de ajenjo, con otra suave como una hoja de malva. Pero la voz �Rafael! sonaba siempre en mis o�dos como pre�ada de un fatal misterio, como empapada en l�grimas, como la expresi�n de una terrible congoja.

- �Y no ha averiguado usted la causa de la locura de ese hombre? - pregunt� el conde.

- No; y me alegro. Ya que sin saberla me afect� esa locura tan t�trica, �cu�l no hubiera sido el efecto que me habr�a causado si hubiese averiguado su causa!

- Hubiera sido menos, - opin� el conde, como es menos el de las cosas positivas que el de las indeterminadas; el de las palpables que el de las vagas; el de lo sabido que el de lo oculto, que es negro como la noche, y espanta por la misma causa. Lo efectivo para, pero lo misterioso echa a volar la fantas�a, y ya sabe usted que su vuelo, sobre todo en la esfera del horror, es inmensurable. Una casualidad hace que pueda referir a usted el suceso que fue el origen de la locura de ese mismo Rafael, que en adelante le aparecer� como un desgraciado digno de profunda l�stima, pero no ya como un misterioso tipo de horror.

- Me va usted a dar un mal rato, - exclam� la marquesa.

- Puede ser. Pero lo evitar� a usted, con algunas l�grimas de compasi�n que tan bien sientan a sus dulces ojos, los muchos estremecimientos de pavor que le causa el recuerdo de este infeliz. H�ganse manuables los infortunios, para que paguemos en socorros o en l�grimas el obligatorio tributo a las desgracias ajenas, y no los envolvamos en los negros velos del misterio, en los que nos espantan, alejan y se hacen inaccesibles. Sabe usted que el a�o pasado estuve una temporada en San L�car de Barrameda para restablecer mi salud a beneficio de aquellas aguas tan dulces y tan delgadas. Frente de la casa en que me aloj�, viv�a una anciana, a quien mi patrona conoc�a y graduaba por la mujer m�s feliz del mundo, y en realidad lo era. Ten�a dos hijos, o mejor dir� dos amantes, pues jam�s conoc� modelos m�s cumplidos de amor de hijos. Ninguno quer�a casarse mientras viviese su madre, y cuando los embromaban con novias, respond�an alegres que estaban casados, y con la misma mujer, sin tener celos. Eran pescadores, y cuanto ganaban se lo daban a su madre, asegur�ndole siempre que se les hac�a el trabajo muy dulce, con el fin de que a ella nada le faltase en su ancianidad. Puede usted, graduar la intensidad del cari�o de esta buena mujer a sus hijos, si un�s en el coraz�n de una mujer el m�s entra�able amor de madre, a la m�s tierna gratitud.

- �Cu�nto padecer�a la pobre cuando se embarcaban sus hijos! - observ� la marquesa, a quien Dios hab�a dado en compensaci�n de sus felicidades una exagerada aptitud a la compasi�n.

- Ten�is - repuso el conde sonriendo - el coraz�n en carne viva; perdonadme lo vulgar de la imagen en favor de su exactitud. He dicho a usted ya varias veces que suele sentir los males ajenos m�s de lo que los sienten los mismos interesados, y con eso se hace usted mal sin hacerles bien. La costumbre familiariza con todo, hasta con los peligros; as� era que aquella madre no se apuraba por ver a sus hijos pasar casi toda su vida entre los vientos y las olas que les eran familiares.

- �Conde, conde, he visto la mar! �S�, he visto ese indomable atleta, ese enemigo encarnizado de la tierra, que la azota sin cesar, con los mismos br�os y la misma violencia al que la marca agita y el viento embravece; que rencorosa de lejanas luchas, trae a veces sus bramantes y espumosas olas contra las tranquilas playas, sin que la aplaquen ni el sonre�r del cielo ni la suavidad de las auras, ni las flores de la tierra! �S�, s�, amigo m�o, he visto con terror aquel elemento inmenso, y a los pobres pescadores surcarlo sobre sus fr�giles faluchos; pues fr�gil es cuanta embarcaci�n construya el hombre, en comparaci�n de ese m�vil abismo, fr�giles ser�an a�n las islas, que son reinos, si flotantes anduviesen y no les hubiese dado el Criador de cielos y tierra un punto de apoyo que desaf�a las iras y el poder de esa fiera tan inflexible en su fuerza, tan constante en sus intentos, tan loca y descompuesta en sus caprichos, tan profunda e inexorable en sus furias! Pagarse deber�a a peso de oro cada pez que cubre la mesa del hombre, pues vale la exposici�n de la vida de esos intr�pidos marineros, a quienes no atemorizan peligros, a quienes no desalientan trabajos, a quienes no rinden fatigas. �Y quiere usted que no compadezca a la madre de los que luchan con la mar?

- Tenga usted presente, marquesa, que en sus faluchos duermen como ni�os en sus cunas, y que en ellos cantan como p�jaros en sus jaulas. En los pueblos, que son nidos de aquellos alciones, no acongojan los vendavales, ni se presentan vivos a los �nimos, como usted lo ve, los riesgos que puedan correr los que aman. Corren tantos... de tantos escapan, que se hace costumbre el saber que est�n expuestos, y la costumbre en el hombre es tal, que desaboza hasta la exuberante y agitada sensaci�n del temor, como una constante corriente de agua allana el escabroso terreno por donde de continuo pasa. Suelen volver de la pesca las gentes de la mar a la ca�da de la tarde; van en seguida a sus casas, en las que descansan hasta la hora que la marca se�ala para volver a embarcarse y estar en alta mar al rayar el d�a, que es cuando echan la red. As� pues, unas veces a las doce, o la una, o las dos, siempre en las altas horas de la noche, despiertan a los dormidos pescadores; sucede esto, o bien tocando un gran caracol marino, o bien llam�ndolos a gran distancia por sus nombres.

- Recuerdo esto vivamente, - dijo la marquesa; - el sonido de ese caracol es uno de los m�s tristes y l�gubres que he o�do on mi vida: nada expresa mejor la alarma, ni despierta m�s clara la idea del desamparo. Tambi�n tengo presentes aquellas llamadas, aquellos nombres lenta y fuertemente lanzados en la noche, cuya �ltima s�laba sostenida hasta que espira el aliento en el pecho que los lanza, y que hace vibrar el viento en sus ondulaciones, es tanto m�s melanc�lica e infunde una impresi�n tanto m�s desasosegada y triste, cuanto que a ella se agrega la idea de que los llamados van a exponer sus vidas. �Qu� de veces me despert� aquel triste y lejano grito, que se hermanaba tan bien con los gemidos del viento que lo tra�a! �C�mo crec�a y se iba desvaneciendo aquella voz por el espacio!

- No puedo, ni quiero negar, amiga m�a, - prosigui� el conde, - que parte de lo que usted siente tan vivamente, lo he sentido yo tambi�n. Aunque los a�os, que son cada uno un calmante, me han tra�do al bienaventurado estado de madurez, que nos hace semejantes a una planta que ha secado el tiempo, concentrando su ternura y debilitando su perfume, alguna vez la imaginaci�n, esa facultad creadora que nunca descansa, - pues a�n estando las dem�s facultades inertes cuando duerme el hombre, ella crea suelos, y al despertar a�n reina absoluta, - en este estado duerme-vela, cuando o�a la voz que llamaba a Rafael, - que este nombre ten�a el hijo mayor de mi vecina, - la activa imaginaci�n me presentaba a esa voz, ya como un llamamiento, ya como una amonestaci�n, ya como una amenaza. �Era aquella voz la de un hombre, la de la mar, o la de su destino? Pero los dos hermanos, j�venes y animosos, no o�an en ella sino la del deber, y poni�ndose en pie de un salto, se calaban el gorro de marinero, acud�an al falucho, y poniendo la proa a la mar, como el valiente que muestra la cara al enemigo, se lanzaban denodados a los azares, los unos cantando, los otros durmiendo.

Una noche salieron las parejas, - que as� se llama a las embarcaciones de la pesca, porque van apareadas de dos en dos, - a pesar de estar �sta negra, triste y l�brega; el cielo se hab�a cubierto la faz y escondido sus estrellas; la mar hench�a sus olas como un pecho que se alza bajo la emoci�n de una ira que busca desahogo: s�lo el viento faltaba en aquel estado amenazador de la naturaleza, como suele faltar la palabra en un parasismo de furor.

Pero cuando estuvieron las parejas en alta, mar, salt� de repente con la violencia del hurac�n. El barco en que iban los dos hermanos hab�a sido sorprendido por aquella terrible bocanada de viento; los marineros se apresuraron a echar mano a la maniobra que aquellas circunstancias exig�an.

- Miguel, coge los rizos a esta vela, mientras yo arr�o el foque, - dijo Rafael a su hermano que se puso en seguida a ejecutar lo mandado, mientras Rafael, con los vigorosos, �giles y seguros saltos, propios de los marineros, se dirig�a hacia la proa del barco.

Una nueva y tremenda r�faga de viento dobl� en aquel instante el mastelero, tronch�ndole, uni�ndose, al estr�pito que caus� su ca�da, el zumbido del hurac�n, el bramido que lanzan las olas al reventar, el silbido de las jarcias, el crujido de las maderas y los zapatazos de la vela que se desprend�a de su amarra. Un momento de calma sigui� a este desencadenamiento del temporal; uno de silencio a aquel terrible estruendo!...

- �Rafael! - grit� una voz que sali� de entre las olas.

- �Mar�a Sant�sima! �Un hombre al agua! - fue el un�nime, sordo y consternado grito de la tripulaci�n.

- �Rafael! - son� la voz, m�s lejana y m�s angustiosa.

- �Mi hermano es! - grit� Rafael. - �Socorro! �socorro! �Tirad cabos, que es buen nadador! �Patr�n, all� la proa! �Por aqu�, por aqu�!

- �Rafael! - volvi� a sonar la voz entre los mugidos del viento, que volv�a a arreciar.

- �Virad, virad, patr�n, que la voz suena a la izquierda! �Aqu� los cabos!... �Echad tablas, echad los remos... por todos lados... al acaso, pues tan oscuro est� que los dedos de la mano no se ven!

- �Rafael!

- �Patr�n, a la derecha, que esa ola se lo lleva! �A �l, a �l, compa�eros, que se ahoga, que se ahoga!

- �Rafael! - son� m�s lejos y m�s d�bil la pla�idera voz.

- �Atr�s, patr�n, atr�s, que lo hemos adelantado, pues el viento nos lleva en sus alas! �Virad, compa�eros! �Por todos los santos del cielo, virad!

Tres cuartos de hora dur� esta aterradora escena, en la que la oscuridad, la violencia de la tempestad y el empuje irresistible de las olas hicieron imposible salvar al buen nadador, que todo este tiempo batall� contra la muerte. Durante tres cuartos de hora lleg� clara y distinta al o�do de Rafael la voz de su hermano, que de �l imploraba su salvaci�n. Tres cuartos de hora dur� aquella tremenda lucha entre los elementos embravecidos y los esfuerzos de los hombres, a quienes hac�a heroicos la caridad! Tres cuartos de hora agonizaron el un hermano entre el desamparo y el socorro, entre la muerte y la vida, y el otro... entre la esperanza y la desesperaci�n!

Pasado este t�rmino, la voz hab�a dejado de o�rse; la mar tragaba su presa sin dejar de bramar, cual si pidiese otra; el viento gem�a, como gime cuando viene del mar recogiendo los clamores de agon�a de los n�ufragos. Rafael hab�a ca�do como una masa inerte sobre las tablas de la cubierta; los dem�s, con aquel espont�neo e innato respeto que en el momento supremo de la muerte impele al alma en pos de aquella que se desprende de la vida, descubr�an sus cabezas y rezaban el Credo.

Al d�a siguiente, aquella anciana, tan feliz la v�spera, hab�a perdido a uno de sus hijos ahogado, y ten�a al otro loco en su casa.

- �Con que ese infeliz es mi loco? - exclam�, profundamente conmovida la marquesa.

- S� se�ora; ese es el que siempre oye la voz de su hermano, y quiere precipitarse en su auxilio.

- �Y la madre? - torn� a preguntar con tr�mula voz la marquesa.

- �Vive!

- �Vive?... �Infeliz!... D�game usted, conde, �podr� aliviarse su miserable existencia? �Podr�a yo hacer algo que a esto contribuyese?

- Nada, marquesa. Una sola cosa le era necesaria.

- �Cu�l, conde, cu�l? Decid.

- No puede usted d�rsela, se�ora; pero Dios se la dio, que es el que d�rsela pod�a.

- �Y cu�l es?

- La resignaci�n cristiana, se�ora; s�lo a ella debe el no estar muerta como el uno de sus hijos o loca como el otro.

- �Jes�s! - exclam� la marquesa. - Esa mujer es una hero�na... digo mal, es una santa. �C�mo ha merecido tan inaudito infortunio, mientras otros... Pero �c�mo comprender las cosas de la tierra sin creer en las del cielo? �C�mo explicar el confuso enigma, el terrible logogrifo que se mueve a nuestros pies en el polvo, sin apartar la vista de la tierra y alzarla al cielo?

- En donde, - a�adi� el conde, - para el que sabe leer su lenguaje, han escrito la soluci�n del enigma las estrellas en letras de luz, y es:

COSA CUMPLIDA...

S�LO EN LA OTRA VIDA.

Di�logo tercero.

El sochantre de lugar.

Cuanto he dicho no es consejo: es em-

pe�o en hacerlo a usted volver a sus

ni�os, a sus flores, a sus

altares y a sus l�grimas puras.

(Carta escrita al autor.)

No es un idilio, no es una buc�lica, no

ostenta versos ni t�rminos refinados; es

una sencilla pintura en lisa prosa.

EL AUTOR.

Era la hora que tan bien define la po�tica denominaci�n de la ca�da de la tarde. Efectivamente, ca�a una de estas hermosas hijas del mes de Julio para no volverse a levantar. El crep�sculo empezaba a encender una a una las luces que forman el brillante alumbrado del cielo; los piadosos lagartos bajaban t�midamente por las paredes a besar la tierra; del sol no quedaba sino un recuerdo de color de rosa entre los celajes. Las flores, due�as pr�digas del tesoro de un d�a, lo echaban al viento en loca profusi�n, y desde la cumbre de un majestuoso laurel, perpetuamente verde como la gloria que simboliza, repet�a el mochuelo su triste �ay! que no conf�a al alegre d�a.

En el �ngulo de un ante-jard�n enlosado a la moruna, alternativamente con rojos ladrillos y abigarrados azulejos, delante de un saltadero que desde el suelo se alzaba brillante, pero que al perder su �mpetu doblaba su d�bil cabeza, y reca�a rendido y deshecho, colgaba una hamaca de blanco algod�n, en la que estaba medio recostada la marquesa de Alora. Cubr�ala un ligero vestido de tafet�n gris, cayendo como un ancho velo hasta el suelo, en el que apoyaba la marquesa la punta de su fino pie para mantener con un ligero impulso el suave balanceo de la hamaca.

- Parece usted una s�lfide de nuestras floridas Antillas, - le dijo el conde de Viana, que sentado cerca de un naranjo beb�a lentamente un vaso de agua en que mojaba un panal de lim�n.

- Para que sea exacto vuestro s�mil, me falta el cigarro, - contest� riendo la marquesa.

- �Quiere usted que se lo ofrezca?

- S�, - respondi� la alegre se�ora; - sobre mi mesa de labor hallareis los que gasto.

El conde entr� en la salita en donde recib�a de diario la marquesa, y volvi� con una barrita de alfe�ique, que le present�. La marquesa la tom�, y poni�ndola entre las sartas de perlas, blancas como aquel confite, que adornaban su boca, dijo:

- Soy golosa; tengo todos los defectos de los ni�os.

- Y sus gracias y buenas cualidades tambi�n, - repuso el conde.

- Y usted la mala de mimarme como a ellos.

- No lo niego, - dijo el conde. - Sabe usted que mi m�xima es que todos los ni�os deben ser mimados. Creo da�os�simas esas educaciones anticipadas que hacen de los ni�os caricaturas en su moral, como las levitas y los cors�s lo hacen en lo f�sico. Cuando un ni�o me dice: �Beso a usted la mano, �c�mo est� usted?�, me hace al o�do el efecto de un loro, y a los ojos el de un enano. Mientras son ni�os, s�lo una cosa hay que conservarles: la inocencia; s�lo una que ense�arles: el rezar.

- �Qu� horror, conde! Proclamo a usted el m�s espantoso retr�grado. Esa es educaci�n de convento.

- Nada de duro, nada de hostil para esas tiernas naturalezas, - prosigui� el conde, - que contrari�ndolas, s�lo se consigue agriar. Nada que pueda prolongar en sus �nimos la irritaci�n, que as� sube al grado de c�lera. Nada de poner en lucha abierta la voluntad de un ni�o con la de su superior; porque el ni�o no conoce a�n su inferioridad, y s�lo ve en los mayores el despotismo. No pretendo por esto que se les deba ceder, lo que es otro mal; pues de esta suerte se engr�en en el mal principio de la imposible libertad individual, y se hacen voltuntariosos. As�, para imposibilitar sus caprichos, y para quebrarles la voluntad sin acudir a la persuasi�n ni valerse de la raz�n, que a�n no tienen ni conocen, se debe �nicamente acudir a la distracci�n, que es tan f�cil de promover en las criaturas. Este es el medio que se debe adoptar para apartarlos de todo asomo de malas pasiones, logr�ndose as� que su nociva impresi�n pase sin dejar huellas como una sombra. �Qu� buenos resultados se notar�an si se siguiese este sistema!

- Soy de la misma opini�n, - dijo la marquesa. - La ciencia del bien y del mal, cuanto m�s tarde se aprenda es mejor. H�gase a los ni�os dulce y f�cil la buena senda, para que no la abandonen.

En este momento cay� al suelo una carta, de dos que ten�a la marquesa en su falda. El conde la recogi�, y dijo:

- Esta es una de las muchas misivas que recibe usted; pide limosna por todos sus poros.

- Se equivoca usted, conde, - repuso la marquesa; - esta carta no pide nada. Aunque escrita por persona humilde, en papel basto, en tosca letra, es a pesar de eso una carta tan sentida, expresa tan bellos y tan altos pensamientos, que podr�a servir de modelo en circunstancias an�logas a muchas escritas en papel de dorado canto, con fina letra, con sello de armas o divisa.

- �Y de d�nde viene dirigida esa carta-modelo? �Qu� madame de Sevign� la ha escrito? pregunt� el conde.

- No la ha escrito ninguna marquesa encumbrada, ni viene fechada de ninguna corte; la ha escrito una pobre mujer de un sochantre, y viene del oscuro lugar de Valdepaz.

- Si esa ep�stola es de aquella Arcadia, ya no extra�o que la lleno a usted de entusiasmo; pues ya s� de atr�s que ha hecho usted de aquel villorrio tan feo su ed�n. �Hacer su ed�n de aquel rinc�n!

- Lo feo y lo hermoso, amigo m�o, son cosas convencionales. Los rincones feos est�n para m� en nuestras pest�feras ciudades; pero en el campo de Dios no hallo rinc�n feo, ninguno que no alegre la hermosa y resplandeciente b�veda que lo cobija, que no engalanen las plantas que lo cubren, que no animen miles de animales y de insectos, todos llenos de vida, todos curiosos a la observaci�n. As�, esta carta, si bien no es, de una Arcadia, ni de un ed�n, es de un alegre, tranquilo y pac�fico lugar.

- �Me permite usted que la lea?

- Prefiero que no lo exija usted.

- �Y por qu�?

- Porque mirada como misiva de Arcadia, no llenar�a a usted, puesto que no es un idilio, no es una buc�lica, no ostenta versos ni t�rminos refinados; es una humilde y cristiana carta en prosa vulgar.

- Pues ya se ve que as� lo entiendo, marquesa; cuanto dec�a era en tono de chanza.

- �Ah, conde! - exclam� la marquesa. - �No sab�is bien cu�l es la impresi�n que dejan en el �nimo expansivo la sonrisa sarc�stica, la expresi�n de iron�a, que cae sobre un desahogo de nuestro coraz�n como una escarcha sobre una flor! El sarcasmo y la iron�a son armas cuyo uso es tan f�cil, que no parece sino que mientras m�s basta y torpe, es la mano, mejor las maneja. Ellos son los que quitan todo su encanto a las cosas m�s elevadas y m�s delicadas, pasando sobre ellas como un viento pernicioso y helado sobre los renuevos de las hojas a las cuales matan en su germen. �Sab�is que he visto j�venes de coraz�n ardiente, de imaginaci�n florida, con un alma en que brillaban la fe, la esperanza y la caridad, trocados por ellos en unos rid�culos esc�pticos, sin fe ni ley, repeliendo de s�, como el humo de un cigarro, cuanto sagrado, asc�tico y delicado existe?... �Pobres hojas que murieron en su germen! �Pobres flores que aj� la escarcha! �Pobre juventud raqu�tica que muere sin desarrollarse!

- Y esa trasformaci�n, �cre�is de buena fe que la puedan motivar unas rutineras chanzas?

- S�, conde, s�; porque un joven se hace as� cuando pierde las ilusiones de la vida: no las ilusiones como se entienden hoy d�a, que es cifr�ndolas en empleos, en dinero y en figurar en la escena del mundo; sino las ilusiones tales como son, esto es, las que forman el prestigio con que la juventud mira la vida, los hombres y las cosas; y este prestigio lo destruyen el sarcasmo y la iron�a en las almas d�biles que no se elevan inmutables por cima del alcance de sus tiros. No son, no, ni los vicios ni las maldades los que despojan de su virginidad a las ilusiones de la vida, que con ellos no se rozan; es la vulgaridad presumida, para la cual el sarcasmo y la iron�a son el gran ariete con que destruye al sentimiento, d�bil adversario que no tiene armas con que defenderse, ni m�s fortaleza que el coraz�n en donde se repliega, si no muere en la lacha. As� es que el poeta de coraz�n tiene siempre que llorar el para�so perdido.

- �Y a m� me dec�s eso, marquesa! �A m�, que en usted amo sus ilusiones, como amo el perfume en la flor! �A m�, que admiro ese prisma, �nico en su g�nero, con que todo lo mir�is! �A m�, que lejos de vituperarlo, proclamo a usted, por ser bello y raro privilegio, poeta, poet�sima!

- �Y c�mo me lo dec�s? �Es con el tono desde�oso que se emplea cuando lo que origina ese ep�teto se quiere condenar al rid�culo, o en el que se adopta cuando esa palabra poeta, se aplica para calificar aquella facultad divina que tiene el hombre para elevar, ennoblecer, vivificar, alegrar, dulcificar, embellecer y realzar cuanto le rodea? �Es reconociendo en la poes�a ese amor, esa simpat�a universal que comunica, dig�moslo as�, las pulsaciones de nuestro propio coraz�n al orbe entero, y a�n a lo inanimado, y que as� todo lo sabe, todo lo adivina, como el gran Shakespeare, el m�s cumplido tipo del poeta?

- No miro yo as� la poes�a, amiga m�a; para comprenderla como usted es menester ser poeta uno mismo. A la verdad, se�ora, la miro como un estado de la mente sobrexcitada, y as�, creo que cuando la poes�a se mezcla en la vida real, es una mala ama de llaves. No soy enemigo, por cierto, de las Musas, pero no me gusta que bajen del Parnaso. Lo novelesco es en la vida el veneno m�s sutil; y no ser� usted-usted, mujer tan sensata-quien pueda aprobarlo ni defenderlo. Dir� m�s: una mujer como usted se debe as� misma el condenarlo en la pr�ctica, siendo un contrasentido que se haga patrocinadora de noveler�as y romanesquer�as una mujer a quien yo tachar�a de ser fr�a y exageradamente austera en ciertas materias, si en ellas no fuese la austeridad, no la frialdad, sino el resplandor de la nieve.

- Ah� tiene usted, conde, un error muy general, y es el de confundir lo po�tico y lo romanesco, y condenar lo uno por lo otro. Veamos si puedo demostrar la diferencia que entre ambas cosas existe, seg�n yo lo entiendo. Po�tica es la joven que con todas las virtudes de la juventud, la sencillez, la inocencia, la modestia, la laboriosidad, la obediencia, no piensa precozmente ni en amores ni en brillar: este no es un tipo romanesco. Pero s� lo es la joven emancipada, que se apasiona como una Fedra, a despecho de la voluntad paterna; intr�pida amazona, que busca con ansia un teatro en que brillar, y que ostenta con aplomo sus torcidas y no maduras opiniones en punto al mundo que no conoce, y en punto a ideas que no ha digerido: esta joven, por cierto, no es po�tica. Po�tico es el joven que limita sus deseos, y lucha con tranquila perseverancia contra la mala suerte; que honra las canas, respeta lo que le es superior, enfrena su lengua, y se hace lugar con su m�rito, sin encumbrarse m�s de lo que es propio, sirvi�ndole para ello de zancos la jactancia: este joven no es romanesco. Lo es, s�, el que desde luego entra en la vida con pretensiones exageradas de adelantos y ventura. Para �l, desde luego, la gloria, la fortuna, el amor, la vida, todo se le debe. A la primera decepci�n, sin querer trabajar en la gran vi�a, por ser corto el salario, va a buscar-sin fe ni ley, sin respeto a s� mismo y a la humanidad-su sepultura, en que con atrevida mano estampa por epitafio suicidio: este joven no es po�tico, conde. La poes�a toma la vida tal cual es, y la embellece; calma la desgracia con la raz�n, que es su amiga, y contiene los desbordamientos de la ventura con la delicadeza, que es su inseparable compa�era. Lo romanesco tiene en cambio para los infortunios, desesperaci�n, locura, muerte; para las venturas, enajenamientos, arrobamientos y ruido. Equivocase igualmente lo cl�sico y lo rom�ntico, juzgando por los abusos de las cosas y no por su esencia; pero pueden aplic�rseles estas mismas distinciones, y decirse que lo cl�sico es romaneseo, y lo rom�ntico po�tico. Veo pintados en vuestros ojos la extra�eza y esc�ndalo que han causado mis �ltimas palabras; oigo a usted ya enumerar una sarta de pecados mortales que achacan al romanticismo, y me apresuro a asegurarlo que por hoy no tendr� este pobre calumniado un adalid defensor en m�. Pero difiero esta controversia para otro d�a, porque siento que un hombre como usted, por no pararse a profundizar una cuesti�n, est� tan errado en sus opiniones sobre ciertas materias. Lo prueba el que quiere usted circunscribir las Musas al Parnaso y no darles cabida en su hogar. �Ser� usted, pues, de aquellos que sostienen que, siendo la poes�a una cosa facticia, fant�stica, un arte, en fin, debe tener su asiento en la cabeza que PIENSA Y CREA, engalana lo creado y lo coloca en las bibliotecas, y no de nosotros los que creemos que tiene su asiento en el coraz�n, que la SIENTE y la derrama en la vida, como un ben�fico roc�o del cielo?

- Participo un poco de ambas opiniones, - respondi� riendo el conde; - juzgo como los primeros, y no obstante, no puedo menos de sentir como vos, cuando oigo y observo en usted el resultado de sus opiniones, y confieso, siguiendo vuestra ant�tesis, que una mujer infiel a sus deberes no es po�tica por m�s que hagan por poetizarla; y que vos lo sois much�simo. En lo dem�s, perdone usted, amiga m�a, el prosa�smo a las canas, como perdonar�a usted al que ha cegado que no vea la luz; pero crea usted, si fe le merezco, que tengo el mayor placer en o�rla. Noto que rebosan en su coraz�n los sentimientos y recuerdos que ha evocado esa carta; iniciadme en ese mundo que veo bullir en vuestra mente.

- �Pero, conde, si nada puedo referiros sino puerilidades; nada sino recuerdos de un villorrio de un sochantre de lugar, de un interior pac�fico y humilde, de ni�os, de flores, en fin, nimiedades!

- Comun�quemelas, pues, a�n dado el caso que lo fuesen. Aun suponiendo gratuitamente, como lo hac�is, que, no me interesasen, quedar�ame todav�a un placer, y es el que expresaba un franc�s, al que preguntaban qu� encanto le reten�a las horas muertas al lado de una mujer muy linda que s�lo hablaba puerilidades, diciendo: �La miro hablar�.

La marquesa permaneci� callada.

- Vamos, - prosigui� el conde, - �por qu� se repliega usted as�? �D�nde est� esa encantadora expansi�n que hace de vuestra mente una colmena de cristal, y me da armas para seguir nuestra pac�fica guerra, en la que triunfo cuando peleamos en la densa atm�sfera de la tierra, y triunf�is cuando nos elevamos a otra m�s alta? �No sabe usted que cuanto dice me interesa, y que simpatizo con usted en el fondo, como el d�bil reflejo con la luz? �Acaso no comprend�is que si alguna vez quiero retener su vuelo, es con el mismo fin que me llevarla a hacerlo con el �mpetu de este saltadero, no porque no lo admire, sino para que no caiga de demasiado alto? Vamos, l�ame usted esa carta que tanto la conmueve.

- No puede ser, no est�is en antecedentes, no la comprender�a usted.

- Mejor; me los referir� usted, y as� ser� m�s larga la sesi�n.

- Tenga usted presente, se�or m�o, que si lo que voy a referir estuviese impreso, ser�a muy f�cil, para el que lo leyese y le pareciese cosa f�til y poco digna de ser le�da, el tirar el papel; tanto m�s, - a�adi� la marquesa, volviendo a sus labios su ben�vola sonrisa, - cuanto que no me ver�a hablar; pero usted no est� en ese caso, y aunque le canse, tendr� usted que o�rme hasta el fin, porque como se proclama usted de la escuela antigua, no querr�is interrumpir a una se�ora ni demostrarle fastidio.

- S� - repuso el conde, afectando una ceremoniosa gravedad - las imprescindibles obligaciones que me impongo, y las admito con todas sus consecuencias.

- Hagamos - dijo la marquesa - un convenio que dicte la franqueza sin intervenci�n de la galanter�a. Cuando mi locuacidad, excitada por recuerdos que me son caros, me arrastre en su larga y veloz carrera demasiado lejos, tomar� usted esa campanilla azul que, al subir por el naranjo como por una cuca�a, se ha detenido cansada al alcance de su mano, y la agitar�is como lo hace el presidente del Congreso con la suya de plata cuando ciertos oradores, traspasando los l�mites a que puede extenderse un discurso, los quieren lanzar en el grandioso espacio de lo interminable.

- Convenido, se�ora. Pero antes digame usted: �no existe en el Congreso una campanilla de oro, con la que el presidente puede significar al orador que tenga a bien prolongar su improvisaci�n?

- No lo s�, - contest� riendo la marquesa; - si la hay, lo cierto es que no se ha puesto en uso; pero si llego a engolfarme en mis recuerdos de Valdepaz, es bien cierto que no necesitar� usted de la campanillita de oro. Era tan profundamente tranquilo aquel rinc�n, que, �lo creer� usted? hasta con la muerte se viv�a all� familiarizado. Ahora bien: hacer aparecer a la muerte suave, sin que infunda horror ni tedio, �no es una altura a que pocas veces alcanzan el hombre religioso m�s metido en Dios, el fil�sofo m�s desenga�ado del mundo? La hacienda en que habit�bamos s�lo estaba separada del cementerio por un peque�o corral�n en que pac�an unas ovejas; pues creed que ning�n horror me inspiraba la cercan�a de aquel lugar de descanso de los campesinos. Cuando ve�a abrir una zanja por los parientes de una persona difunta (puesto que all� no hay enterradores asalariados), lejos de ver en ellos hombres l�gubres cavando una negra y pavorosa sepultura para un muerto, s�lo me parec�an hermanos de la Caridad preparando un lecho para un dormido. All� hubi�ramos podido saludarnos con el �Hermanos, de morir habemos! de los trapenses; porque esta frase no hubiera sido para nosotros la suprema expresi�n del desprendimiento de las cosas de la tierra, sino la confiada adhesi�n a las del cielo.

- �Marquesa, - observ� el conde, - la idea de la muerte es grave!

- �Y qui�n dice que no, amigo m�o? Pero �qui�n ha dispuesto que las ideas graves sean t�tricas? �Qui�n el que sean contrarias a la suave alegr�a y paz del alma? Las almas santas buscan las cruces, y no las hallan. San Francisco Javier las deseaba m�s y m�s cada d�a, y Santa Teresa ped�a padecer o morir, y ambos se hallaban colmados de gozo, El P. Kempis dice: �Si tuvieses buena conciencia, no temer�as a la Muerte�. No, conde. Dios no hubiese creado al sol? si no quisiera al hombre alegre; ni hubiese dado por premio a la virtud - la serenidad y contento del alma. En aquel lugar apartado y quieto conoc� al hombre mejor y m�s feliz del mundo, al sochantre de su iglesia, el cual va a ser el h�roe de mi relaci�n, si es que insiste usted en que prosiga.

- �M�s que nunca, se�ora, m�s que nunca! Un hombre bueno y feliz es una mosca blanca, con �tem m�s, ojos de brillante, que ans�o tanto hallar, como ansiaba Col�n descubrir las Am�ricas.

- Usted mismo puede graduar si fue ambas cosas, despu�s que me haya o�do.

Hab�a sido mi protagonista hijo de un criado de campo al servicio de una noble y pudiente familia, y como tal, generosa. Hab�a Gilito, tal era su nombre, por gordo y alegre, caldo en gracia a sus amos, que se lo llevaron a Sevilla a estudiar. Por desgracia, aument� Gilito en la abundante mesa de los se�ores considerablemente en carnes; pero en la Universidad aument� poco en saber. La incapacidad de Gilito le hubiera cerrado todo camino de adelanto, a no haber encerrado su ancho pecho una voz que en Italia le hubiese hecho ser otro Lablache, y que en Sevilla lo hizo sochantre. Volvi�, pues, triunfante a sus hogares, tan robusto de voz y de persona, que en ambas cosas, voz y persona, hab�a estofa para cuatro sochantres. Tom� Gil, ya designado por D. Gil, posesi�n del coro de la iglesia del lugar con alta dignidad. Desde entonces debi� notarse en su expresivo rostro la mezcla m�s graciosa de la bondadosa y sencilla alegr�a de un ni�o y de un buen alma, con la dignidad y prosopopeya de un padre grave y de un alto funcionario. Alternaban a veces ambas cosas en su semblante con tal rapidez, que se explayaba a�n -sobre sus labios su infantil y alegre risa, cuando ya sus ojitos negros desde su concavidad lanzaban una mirada grave, austera, y con �nfulas de imponente. Agreg� a la dignidad de sochantre la de sacrist�n y santero de una capilla situada a espaldas de la iglesia, la que ten�a contigua una casa-habitaci�n para el encargado de su custodia. Cas�se con una sobrina del cura, hu�rfana algo entrada en a�os, pero buena, delicada y amante, que cifr� en su rotundo marido toda la ternura que durmiera por tantos a�os en su pecho, y la cual le trajo al matrimonio algunas f�rtiles suertes de tierra; de manera que dec�an las gentes del lugar: ��Vaya si lo pasan, bien.!� Result� que D. Gil, entre bienestar y mimos, entre requiems y glor�as, sigui�ndose sus d�as unos a otros santos y uniformes como las cuentas de un rosario, claros y puros como gotas de agua, tranquilos como copos de nieve, alegres como lentejuelas, lleg� en lo moral a ser el hombre m�s feliz, y en lo f�sico el hombre m�s gordo del mundo.

Cuando conoc� a D. Gil, tendr�a sobre cincuenta a�os. Su gordura hab�a llegado a su apogeo, y hubiese deslucido al m�s corpulento at�n de la almadraba de Conil, si all� lo hubiesen hallado en sus redes; y la santera dec�a con �ntima satisfacci�n: ��Qu� buenas carnes tiene mi Gil.! Dios se las conserve.�

Vest�a calzones cortos, chaqueta y chaleco, de h�bito de San Antonio, y medias de estambre negras; un capote con mangas colgaba sobre sus espaldas, y un sombrero de tres picos coronaba su ancha cabeza. No gastaba corbata, por la sencilla raz�n de que carec�a de pescuezo; ten�a el cabello rapado, y s�lo le colgaban unas largas mechas de cabello en la nuca, o por mejor decir, no colgaban, por la antedicha falta de pescuezo, sino que se extend�an por sus enormes hombros en forma de golilla. Cuando iba al campo a ver sus sembrados, o a cazar, pues era un terrible Nembrot, dejaba el capote y tomaba una manta, trocaba las reverendas medias negras por zapatos de vaca y polainas, el encumbrado sombrero de tres picos por uno cala�es de enorme ala, y as� ataviado sal�a mi D. Gil, semejante a lo lejos a un peque�o monte Vesubio apagado.

Nuestra primera entrevista, de alegre memoria, merece ser referida, no s�lo porque fij� ciertamente una escena de un c�mico genuino que no podr�a inventarse, sino porque sus lances son pinceladas que har�n m�s parecido el original que voy pintando. Habiendo nosotros al pueblo con intenci�n de pasar una temporada larga, y siendo parientes de la familia que le hab�a protegido, D. Gil, que, como todos los espa�oles, ten�a ideas innatas de cortesan�a, se crey� obligado por todas razones a venir a ponerse a nuestra obediencia.

Es de advertir que en los pueblos del tenor de Valdepaz no se hallan m�s espejos que alguno que otro tan peque�o, que si alguna vez sus due�os tienen la curiosidad de mirarse en ellos, van viendo sucesiva y separadamente cada una de sus facciones. Abri� el criado, que era gallego, la sala, diciendo a D. Gil que pasase adelante; lo que �ste hizo, preguntando al pasar al criado, a quien ya conoc�a: �Farruco, �en tu tierra canta el cuco?�, y acompa�ando este agudo chiste con una de sus alegres risas. En seguida, por una de esas s�bitas trasformaciones, dijo con grave semblante y campanuda voz: �Alabado sea Dios! No hallando quien completara esta vulgar, pero hermosa congratulaci�n, con el usado y pio �Para siempre!, lo dijo �l, y se acerc� al espejo, en el que se puso a mirarse. Cuando entr� en la sala, a�n me hall� a mi visitante inm�vil y absorto en su contemplaci�n, sin que mi llegada le sacase de su arrobamiento. Gran rato a�n nos estuvimos ambos contemplando el mismo objeto, esto es, �l a s� propio, yo a �l.

- Se�ora, - dijo al fin con voz consternada, sin pensar en saludarme y sin desviar la vista de su direcci�n, �este espejo aumenta?

- No se�or - contest�, sin comprender la causa que originaba tal pregunta.

- Se�ora, - torn� a preguntar, - �este espejo ensancha?

- No se�or.

Entonces, con un acento desconsolado y sin dejar de contemplarse, se puso a exclamar a gritos:

- �Ay qu� gordo! �ay qu� negro! �ay qu� feo! �ay qu� barrig�n que soy! �Jesucristo! �Cristianos! �Qu� espantajo para lobos!

Trat� de atenuar el mal efecto que le hab�a causado a aquella viva ant�tesis de Narciso su propia vista - pero no me escuchaba: hab�a ca�do cabizbajo sobre una silla, y segu�a su triste eleg�a.

- Se�ora, yo no sab�a que era tal figur�n. �Mar�a Sant�sima! Ya no me espanto de que el t�o Lucas el arriero no me quiera alquilar sus burros cuando se me ofrece ir a cazar a la marismilla.

Esto diciendo, se levant� para volverse a mirar; pero esta vez, sobreponi�ndose su natural jocoso, conforme volvi� a verse, empez� a re�rse tan de coraz�n y con tan sinceras carcajadas, que no tard� en hacerle coro.

- �Toma! - dec�a. - Y a m�, �qu� se me da? �Tendr�a yo acaso alguna renta por ser bonito? �No me est� siempre diciendo mi Curra: Dame gordura, y dar�te hermosura? �Y que jam�s se dice qu� hermoso y qu� flaco, sino qu� hermoso y qu� gordo que est�! �Ahora me ir�a yo a apurar por eso!. �Pues ya! �Bendito sea No�, que se quit� los calzones y ech� a correr!

El discurso que probablemente hab�a preparado para aquella ocasi�n se qued� en el tintero, o m�s exactamente dicho, en el espejo: lo s�lo que de �l pudo reasumir fue que ten�a un amor entra�able a los us�as, que los us�as le hab�an dado su carrera, que los us�as daban all� el pan a los trabajadores, que por un us�a era capaz de dar el coraz�n, y que cuando hab�a un us�a en el lugar se alegraban hasta los p�jaros.

Despu�s de esta primera entrevista, que no pienso fuese grave ni ceremoniosa, y establecida desde luego cierta confianza muy expansiva por parte m�a, me suplic� con tan vivos deseos que tocase el plano, que all� vio, sin comprender lo que era, que me apresur� a satisfacer su deseo. Bien ve�a que era aquel instrumento an�logo al �rgano; pero un �rgano sin fuelle lo parec�a a D. Gil un sochantre sin voz. �Cu�nto no goz� y se ri� de j�bilo al o�rme!... Creo que si hubiese sabido valsar, se hubiese puesto a hacerlo con una silla, como lo hacen las ni�as que ya no van a la amiga. Pero pasando repentinamente como por magia a una heroica severidad y a una gravedad austera, d�jome:

- Se�ora, esto es hermoso, no hay que decir; pero donde est�...

Y abriendo su boca como la de un ca�on, enton� el Credo con un torrente de voz que hizo retemblar las vidrieras.

Al o�r aquella explosi�n vocal, las gallinas que picoteaban tranquilamente debajo de la ventana saltaron atr�s piando, los pavos hicieron la rueda con su glu glu, el gato desapareci� como una exhalaci�n, el perro, que gozaba de un apacible sue�o, se puso en pie murmurando un indistinto ladrido y empinando las orejas, y los chiquillos del capataz, que a la saz�n jugaban en el patio, vinieron de puntillas y se asomaron, formando grupo, a la puerta de la sala, pregunt�ndose unos a otros: ��Hay funci�n?� Era aquella muestra de canto-llano arrancada a D. Gil por la pasi�n que a �l ten�a, pasi�n que no sent�a sino como la siente el artista por su arte, el sabio por su ciencia; esto es, con solemnidad, con veneraci�n y con respeto. M�s adelante quise persuadirle, puesto que su voz era realmente magn�fica, a que se dejase ense�ar por m� algunas de las buenas arias de bajo.

- �De veras, marquesa? - exclam� riendo el conde. - �Y hubiese usted ense�ado a un sochantre de lugar la m�sica de Rossini, de Weber o de Verdi?

- �Y por qu� no, se�or m�o? �Necesita la voz de pergaminos? �Hay privilegios para las gargantas, o los hay para ciertas m�sicas de alto coturno? Lo que s� hab�a es que D. Gil no quer�a degradar su grave garganta cant�ndolas. Cuando se lo propon�a, me echaba una mirada en que luchaban la indignaci�n y el respeto, pero con la que me daba a entender que le propon�a una profanaci�n. Y efectivamente, nunca hab�a profanado aquella pura y privilegiada garganta el m�s m�nimo tra-la-la.

Don Gil, tan alegre, tan jovial en la vida privada, era otro hombre en la iglesia; no s�lo se revest�a all� de sotana y sobrepelliz, sino de una dignidad magistral. Andaba derecho y la pelada cabeza erguida; su barriga aparec�a entonces en toda su majestad prominente; su sotana respingaba muy sobre s� por delante, mientras a la espalda barr�a humildemente el suelo; su semblante en tales circunstancias aparec�a impasible; no levantaba los ojos sino para echar una mirada iracunda a alg�n monacillo descuidado. Nada le sacaba de su paso grave y compasado, a no ser alg�n irreverente ladr�n en un cirio: al aparecer este sacr�lego, D. Gil perd�a toda su compostura y su moderaci�n, entrando al punto en un furor que s�lo era comparable al de Orlando. Cog�a la ca�a del apagador con los br�os con que H�rcules empu�ara su maza, y exterminaba al descarado delincuente, como aqu�l al le�n de Nemea.

Don Gil, sin m�s ambici�n que la muy inocente de ser llamado cantor en lugar de sochantre, sin m�s pasi�n que su canto-llano, sin m�s diversi�n que su cacer�a y sus sembrados, sin m�s ideal que los us�as; jovial, caritativo, servicial, y por lo tanto, bien querido de todo el mundo, era, como ya he dicho, el hombre m�s feliz de la tierra. No se cuidaba de pol�tica ni de cosa alguna, fuera de su iglesia y de su casa. Para �l era el mundo un caos que no defin�a: s�lo sab�a que exist�an el ingl�s, el franc�s y las Indias. Ignoraba que en otras atm�sferas menos serenas y puras que la suya tremolase el tremendo estandarte de la rebeli�n, que trabaja por arrancar al pobre su alegre conformidad, su bendita falta de ambici�n, su santo amor al trabajo y a la paz, y su religi�n, que todas estas virtudes infunde, mantiene y bendice. As� es que era su vida un tejido de inocentes goces. La comida que era buena, �qu� bien le sab�a! El vino que era malo, lo mismo. �Qu� descanso tan completo en su lecho! �Qu� actividad tan grata de d�a! �Amar a Dios y servirle, amar al pr�jimo y ayudarle, y viva la Virgen! Esta era su divisa.

�Oh, querido, feliz y excelente D. Gil, de grotesca, pero suave y risue�a memoria! �T�, que has sido un cero en la figura y en la significaci�n en este mundo, por el cual has rodado desapercibido!... Vale m�s tu chaqueta y h�bito de San Antonio, que las t�nicas de los Siete Sabios de Grecia; m�s tu capote de otras edades, que el manto de par de lord Byron, y m�s tu sombrero cala�es, que las coronas de laurel del Tasso.

�Triste filosof�a, que te quemas las pesta�as sobre tus libros, y te derrites los sesos en tus cavilaciones, buscando la piedra filosofal, esto es la verdad y la felicidad que no encuentras! �qu� eres t�, en comparaci�n de aquella tranquilidad de esp�ritu, de aquella serenidad del alma, que nada busca y todo lo halla? �Qu� son vuestras est�riles disertaciones, vuestros sistemas sin base, que se agitan en un c�rculo vicioso, oscuro y seco, en comparaci�n de aquella pl�cida luz, de aquel manantial de aguas puras y cristalinas que brotan en el alma sencilla, que aprendi� a vivir y a morir en el Catecismo?

- Marquesa, - dijo el conde con profunda simpat�a, - antes ha esparcido usted flores que he deshojado sin piedad; mas ahora vert�is perlas que recojo con aprecio y af�n. No hay edades entre los buenos cat�licos para los sentimientos religiosos, en los que tenemos unos y otros firmeza de viejos para la fe, ardor de j�venes para la caridad, y todos una misma esperanza. Proclame usted siempre, como lo hace, esas ideas que lo inculcaron sus padres: hace usted en ello m�s bien de lo que cree.

- �Yo? �Por Dios! �Se burla usted, conde?

- No se�ora, no, porque no por eso quiero significar que sea usted un gran te�logo, ni la quiero comparar con un B�lmes, un Marqu�s de Valdegamas, un Vicario de Estepa, antorchas de nuestra santa fe. Pero es porque une usted a la santidad de las doctrinas el atractivo y la simpat�a que ejerce la hermosura unida al ingenio; y es, sobre, todo, porque los preceptos de moral y de religi�n tienen mucha fuerza en las bocas de aquellos que nunca faltaron a ellos; magn�fica prerrogativa que no enaltece a la sola altura, a que no alcanza el altivo desprecio; p�lpito de oro desde el cual baja la verdad serena y llena de convicci�n, sin el temor de que nuestras faltas sirvan de pretexto para no creerlas sinceras.

- �C�mo quiero usted que crea puedan hacer mis palabras el santo efecto que dice, si tan d�bil soy en mis convicciones, que cuando considero ciertas cosas que no me explico, tiemblo, porque me parece ver alg�n claro en lo compacto de mi fe?

- Por eso, se�ora, gu�rdese bien de emplear en cosas de la fe la indagaci�n y el an�lisis. Acu�rdese de San Agust�n, que queriendo hallar soluci�n a cosa fuera del alcance del hombre, hall� en una playa a un ni�o que intentaba con una conchita trasladar las aguas del mar a un hoyito que hab�a abierto en la arena. �Ni�o, dijo el santo, �no ves que tu intento es imposible? - M�s lo es el tuyo, contest� el ni�o�. No desmaye usted ni desconf�e de su fe por no comprender; la fe est� en la voluntad y no en la inteligencia.

- Es cierto, es cierto, conde; y esto es lo que constituye la pura y firme fe del carbonero; la fe es un deber que triunfa de los sentidos y alcances del hombre.

- Marquesa, despu�s de esta digresi�n, que es muy grata para m�, volvamos a vuestro Don Gil, con el que deseo hacer m�s amplio conocimiento.

- La peque�a casa en que viv�a con su excelente y amante mujer y una sobrinita hu�rfana que hab�a prohijado, - prosigui� la, marquesa, - era digna de ser el albergue de aquellas apacibles existencias. Estaba situada, con la capilla, entre la iglesia y nuestra hacienda: a la espalda ten�a el alegre cementerio... S�, s�, alegre digo, aunque frunza usted el ce�o. Nada m�s apacible pod�a darse que aquel lugar tan verde bajo aquel azul tan puro a la sombra de aquella respetada iglesia. Puede que si all� se hubiese enterrado a un ajusticiado o excomulgado, hubiera perdido su apacible fisonom�a; pero no era ese el caso. Para llegar a la habitaci�n del sochantre se atravesaba un gran corral�n o patio verde y frondoso, que serv�a a la capilla y a la casa como de antesala. Crec�an en su centro dos altos cipreses, a un lado dos anchos naranjos, y entre �stos y los primeros se hac�a lugar un alegre para�so, acariciando al naranjo con sus ramas, perfumando al cipr�s con sus flores, como el ni�o que a un tiempo acariciase a su madre y sonriese a su padre. Al frente de la casa se arrellanaba, brindando sombra, una parra recostada en su emparrado sostenido por picatos, como se arrellana un sult�n en su palanqu�n sostenido por et�opes. Entre las grietas de las viejas paredes, junto al l�nguido reseda, tan molesto en la elecci�n de su domicilio, se asomaba la tremenda boca de sapo, sin conseguir intimidar a su vecino el desgavilado jaramago, que sacaba su gaita amarilla por entre las ramas de un rosal de Pasi�n, cubierto de sus dulces y santas rosas, esas ver�nicas de las flores. A su lado una madreselva cubr�a como una verdadera madre los defectos y asperezas de la pared. Por entre sus ramas se ve�a a los lagartos dar sus paseos intermitentes. Hall�base en aquel patio mi Flora r�stica en sus glorias; esto es, las plantas y flores que con preferencia eligen las casas de los pobres, porque all� se cr�an a sus anchas sin temor de la cruel podadera, embalsaman el aire, a su amor, sin temer que sea nociva la fragancia a los nervios de las delicadas ciudadanas (empezando por m�, conde, que no puedo oler una dama de noche sin sentirme indispuesta), y sin verse perseguidas y difamadas a causa de las malas influencias que les suponen. As� era que la adelfa levantaba all� en triunfo sus rosados ramilletes, protestando contra la inteligencia cordial que se le supone con la maligna erisipela. Ve�ase el delgado aromo cubriendo sus descarnados miembros con un vestido de cresp�n verde salpicado de lentejuelas de oro; la alhucema, que elige la santa forma de la espiga y el modesto color lila para su flor, que ha de constituir el inocente y sencillo sahumerio de los ni�os; el sa�co abr�a sus anchos y compactos ramos como plazas de armas a las evoluciones de las mariposas. Las viuditas j�venes, sin quitarse su serio vestido morado, se coronaban de una fresca guirnalda verde como la esperanza; los frailes boca abajo preguntaban a una grave y tiesa malva loca por qu� raz�n los han clasificado de frailes, no habiendo en su vida predicado un serm�n; a lo que la interrogada respond�a que ser�a con la misma sin raz�n con que a ella, la m�s recogida y compuesta entre las flores, que ni se mec�a provocativamente en su tallo para llamar la atenci�n de las mariposas, ni se perfumaba coquetamente para atraer a las abejas, la hab�an calificado de loca. Los inofensivos alfileres, ese mosaico de diminutas florecitas, a�ad�an, en comprobaci�n de estos que igualmente calumniosa era su denominaci�n, pues jam�s hab�an pinchado a nadie; las lindas y filas ara�as exclamaban llorando que era un contra-flora designarlas con el nombre de un inmundo y horroroso insecto. Encendido de c�lera el moco de pavo que esto o�a, les aconsejaba que no llorasen m�s, porque se pondr�an a�n m�s flacas, y que antes bien se revistiesen, como �l lo hac�a, de unas buenas p�as para pinchar las narices de los guasones que se les acercasen. All� se ve�an los miramelindos, que se asemejan al cristal, de tal manera que se figura el que los mira que su contacto debe ser melodioso; el mirasol o gigantillo, que no tiene m�s gracia que la de hacerse un desgavilado varal y mirar al sol con la boca abierta; sangre de franceses, apellido de inaveriguable origen, como casa sin pergaminos, que se queda casi solo para alegrar a Noviembre; la capa de rey, bien denominada por ser una magn�fica exposici�n de p�rpura, lapisl�zuli y oro que hacen las hojas como para ostentarse y probar que no siempre han de consentir en estar en segundo t�rmino y hacer de pajes de las flores. All� estaban los nunca me dejes, jazmincitos que como ni�os mal criados, por esp�ritu de contradicci�n, se caen cada vez que se los nombra. Cerca de ellos florec�an unidas en sus ramos, como monjas en su convento, esas florecitas que por blancas e inmaculadas han merecido el glorioso nombre de flor de Santa Mar�a; las arreboleras, tan sencillas y modestas, a pesar de poderse jactar de tres t�tulos como grandes de Espa�a, pues adem�s del referido, tan po�tico que alude a sus bellos colores, tienen el sentimental de suspiros, porque caen y se vuelven a reproducir con la misma facilidad, y el de periquilos de noche, porque de noche abren su c�liz, pues hasta en las flores hay a quienes intimida el bullicio y encoge la luz. Por �ltimo, all� se ostentaban las adormideras, las que, a semejanza de muchos sabios y hombres de Estado hoy en d�a, se quedan tan pronto calvas, madurando en sus escuetas cabezas una infinidad de peque�as y mezquinas ideas.

- Que todas exprimidas forman un soberbio narc�tico, - exclam� riendo el conde.

- �Chit�n, conde, chit�n! - repuso la marquesa. - Que no quiero que mis flores den ocasi�n a la s�tira. Prosigamos, pues veo que me he detenido en describir estos lugares, lo cual he hecho por un irresistible impulso, porque me gustan los �rboles como a los p�jaros, las flores como a las abejas, las parras como a las avispas, y las paredes viejas como a las salamanquesas. Consist�a la casa del sochantre en una sala que ten�a una alcoba a la derecha, y a la izquierda un cuarto con los av�os de amasar: estaban estos limpios y brillantes como el cristal, porque la se�� Francisca era m�s que aseada, era pulcra. Frente de la puerta de entrada hab�a otra que daba al corral, en el que se hallaba la cocina: serv�ale de quitasol una r�stica higuera, que se desprend�a de su tafet�n en invierno para ponerse uno nuevo en la primavera. Paseaban por all� las gallinas, tan orondas, tan ufanas con sus diademas de coral. �Con qu� instinto de buena educaci�n llamaban cari�osamente a los polluelos chicos, desvalidos, amarillitos y redondos como grandes flores de aroma, y aplicaban un picotazo bien dado a los pollos z�nganos y desgavilados, pollos en la denominada edad de la chinche, que a�n golosos como chicos, ensayan ya su voz de tiple imitando la de tenor del gallo! �Era de ver lo mansas y satisfechas que estaban esas agradecidas comensales del hombre! Lo que prueba que hasta en los pobres animales el aprecio ajeno da esa confianza sin arrogancia tan necesaria en la vida, y aleja la angustiosa desconfianza que suele coartar nuestras facultades y amilanar nuestro esp�ritu.

- Eso ser� cierto, se�ora, aplicado a las almas sensitivas, a los genios modestos; pero...

- �Conde, conde!... - interrumpi� la marquesa. - As� como no quiero que mis hermosas flores sirvan de asunto a la s�tira, no quiero que mis buenas gallinas den p�bulo a la cr�tica.

- Vamos, se�ora; para complacerle dir� el conocido dicho franc�s �que todo es para bien, en este el mejor de los mundos�; hasta lo pensar�, por tal de que prosiga usted...

- Muchas veces, cuando entraba en aquel pac�fico asilo, - prosigui� la narradora, - me quedaba suspensa en el quicio de la puerta. Present�base a mi vista aquella casa tan aseada; su due�a, que tan agasajadora me sal�a al encuentro; D. Gil, sentado a una peque�a mesa, tan arrimado cuanto se lo permit�a su enorme abdomen; sobre la mesa un jarro; en su mano un vaso de vino, que levantaba en alto como para darme la bienvenida con su cara de pascua, su boca de risa; la vieja t�a Tinea, su criada, fregando en el corral al sol el almirez, que brillaba como el oro; el gato durmiendo sobre una silla baja, tan seguro de no ser acosado, porque en aquella mansi�n de buenas almas, custodiada por las flores, no asomaba ninguna clase de hostilidad, no hallaba entrada, ninguno g�nero de crueldad. Este cuadro de interior, tan alegre, tan pac�fico, tan acabado en sus m�s m�nimos detalles, ten�a la graciosa naturalidad, la gr�fica minuciosidad de un cuadro flamenco; mientras que volviendo la cara hacia el patio, en cuya resplandeciente y embalsamada atm�sfera formaban los cipreses, los naranjos y las llores como un fondo en medio del cual se destacaba la capilla con su l�mpara perennemente encendida ante la antigua y milagrosa imagen que orlaban los ex-votos de los fieles, como insignias de su misericordia, como recuerdo de sus mercedes, formaba este conjunto otro cuadro todo meridional, lleno de brillo, de poes�a, de religiosidad y de espiritualismo.

-�Y cree usted - pregunt� el conde - que todos mirasen con los ojos que usted el casucho y corral del santero?

-Entre las gentes cultas... mal he dicho, entre las gentes de la sociedad, pocas; empezando por mi excelente amigo, que teme degradar su buen sentido y su grave raz�n concediendo que sea exacta mi descripci�n, y que no veo visiones como el caballero de la Mancha; mi amigo, que me insta a hablar, me escucha por simpat�a, y me hace burla por la negra honrilla de severo antagonista del romanticismo. Pero entre las gentes del pueblo, muchos hay, s�, muchos, que con �stos simpatizan, y no s�lo en cuanto al esp�ritu religioso, sino tambi�n en cuanto a las bellezas de la naturaleza, que sienten y mezclan en sus sentimientos amorosos, como podr�a hacerlo el poeta de la m�s alta esfera. En confirmaci�n de lo dicho, oiga usted algunas coplas compuestas por aquellas gentes r�sticas: ellas probar�n a usted, adem�s, que la poes�a es tan independiente de reglas, como la belleza lo es de la compostura. Entre infinitas que all� mismo recog�, escoger� aquellas que se refieren a los objetos de la naturaleza de que he hecho menci�n.

Los cipreses de tu huerta

Est�n vestidos de luto,

Y es porque no tienen flores

Que ofrecerte por tributo.

El naranjo de tu patio,

Cuando te acercas a �l,

Se desprende de sus flores

Y te las echa a los pies.

Tus colchones son azahares

Y tus s�banas mosquetas,

Tus almohadas jazmines,

Y t� rosa que te acuestas.

Sea usted franco, conde, - prosigui� la marquesa, - �pueden hallarse im�genes m�s suaves, m�s po�ticas, que las contenidas en esta �ltima copla?

-Y tanto, - respondi� el conde, - que miro como una usurpaci�n que se compusiesen para alguna moza de c�ntaro, y no para la marquesa de Alora. Pero vengamos a nuestro sochantre, que me interesa. �Ten�a hijos?

-No; pero no lo sent�a D. Gil, que ten�a puesto todo su cari�o, cari�o apasionado y tierno, en la sobrinita hu�rfana de que dej� hecha menci�n, un �ngel de cinco a�os, una bolita morena con ojos negros, y unos dientecitos que parec�an nieve vista al sol. Pero su mujer lo hab�a sentido mucho al principio de su matrimonio, porque pensaba que un hijo hubiera impedido ciertos pecadillos de infidelidad, que a la verdad, mirados como tales, eran veniales, pero mortales como golpes a su amante coraz�n. Fue el caso que un d�a sorprendi� entre su marido y una muchacha que les serv�a, descalza de pies y piernas, y boba en grado superlativo, el siguiente il�cito coloquio:

-Petrolila, �qu� mala eres t�!

A lo que la otra, con admirable oportunidad y selecto chiste, respondi�:

-�No que ust�!...

Y ambos se echaron a re�r de su mutuo gracejo a cual m�s y mejor.

Desde aquel d�a, con refinada prudencia y exquisita prevenci�n, despidi� la santera a la muchacha, saliendo esta Agar de casa del patriarca, llevando felizmente en los brazos, no un Ismael, sino una hogaza de pan, con la que dulcific� la encelada esposa aquel acto de polic�a matrimonial.

En seguida tom� la previsora santera, mal que le pesase a D. Gil, a una horrorosa vieja para que los sirviese. As� disfrazado, y con el seud�nimo de t�a Tinea, entr� el �ngel de paz en aquella casa, de la que no volvi� a salir.

Uno de los muchos goces de D. Gil era fumar en una rid�cula y viej�sima pipa que ten�a. Habiendo en una ocasi�n venido a Sevilla, le envi� una m�s decente, con cuyo motivo me escribi� esta carta, que es una de las que han llamado su atenci�n de usted, y que conservo como un precioso modelo, un specimen, como dicen los ingleses, en este g�nero.

Vea usted esta letra, grande y redonda como su due�o, estos floreos torpes como la mano que los traz�, y esta r�brica en que ech� el resto, y que a su parecer le colocaba en la categor�a de pendolista de primer orden, y por cima de todo esto y al trav�s de la rid�cula retumbancia del lenguaje, note usted ese sello de sencilla bondad, esa mezcla de prosopopeya y alegre moralidad que la caracteriza.�

La marquesa alarg� la carta al conde, que ley� lo que sigue:

�Con ocasi�n de las Pascuas (que deseamos logren us�as felices) nos excusamos de hacer memoria a us�a de las singulares obligaciones que le reconocemos, para que usando del derecho que tiene a nuestra voluntad, d� a nuestra obediencia repetidos preceptos de su agrado, en cuyo empleo se acredite.

Dios guarde a us�a muchos a�os en compa��a del marqu�s mi se�or.

Su obediente criado, - GIL PEREZ.

P. D. He recibido la gran pipa de Argel; estoy content�simo con ella, y le repito a us�a las gracias infinitas. La t�a Tinea cada vez m�s torpe.�

-Bien hace usted - dijo el conde, devolviendo la carta a la marquesa - en conservar tan original aut�grafo, pues cada d�a escasea lo original, lo peculiar que constituye un tipo, esto es, una cosa caracter�stica, individual, marcada con un sello peculiar. El recuerdo de la t�a Tinea en tan retumbante ep�stola, vale su peso en oro.

-Es que ese individuo ocupa un puesto grande en la existencia de D. Gil. Era aquella mujer un descarnado conjunto de �ngulos agudos, una percha de la que colgaban en infinitos pliegues unas enaguas de bayeta verde y un toquill�n de bayeta color de casta�a. Cuando atravesaba la sala para ir al corral, precedida de sus narices, que hab�an crecido demasiado de prisa, sol�a decir D. Gil:

-Ah� tiene us�a a la t�a Tinea, que parece un abanico cerrado.

-Y usted uno abierto, - contestaba muy picada la t�a Tinea.

Don Gil se echaba entonces a re�r tan alegremente, como si hubiese pasado la cosa m�s graciosa del mundo.

-�V�lgame Dios, Gil! Empe�ado est�s en sacar a la cara los colores de la t�a Tinea, - dec�a la comedida santera.

-�Los colores a la cara! - exclamaba D. Gil, aumentando su risa. - �A ese pergamino arrugado! Como no fuese con una brochada de azarc�n...

-Calla, Gil, que se va a sentir, y la t�a Tinea es una buena mujer.

-No digo que no, Francisca; bajo una mala capa hay un buen bebedor. Y esta Do�a Feana, es una cocinera �que ya! Se�ora, guisa una ollita que se chupa uno los diez mandamientos; un potaje que dice comedme; la masa frita hecha de su mano da gloria; y en cuanto al ajo molinero, ni en la mesa del rey se presenta mejor hecho.

-Calla, hombre, que en la mesa del rey no se presenta ajo molinero, que es comida de pobres.

-�Que no se pone? - exclamaba D. Gil.�Pues peor para el rey!

A�n hab�a m�s encantos para m� en aquella casa que estas ocurrencias de D. Gil, que tanto me divert�an. La santera ten�a puesta una amiga, y cada ma�ana se reun�an debajo del emparrado una porci�n de ni�as chicas. Usted sabe cu�nto me gustan los ni�os, graciosos intermedios entre el hombre y el �ngel, cuando de �ste conservan a�n la inocencia en los ojos, la verdad en los labios, la fe en el alma y la confianza en el coraz�n. �Cu�nto me interesan, sobre todo en los del pueblo, sus cuentos, sus dichos, sus versitos apropiados a las circunstancias, que tienen una sencillez y un candor tan lleno de encanto, un sentido po�tico tan innato, unas nociones y sentimientos religiosos tan justas las primeras, tan tiernos los segundos y tan tempranamente inculcados!... Flores peque�as nacidas en las praderas, sobre las que todo el mundo pasa sin detenerse a examinar su sencilla belleza ni a aspirar su suave perfume!

�Por qui�n han sido compuestos estos primeros tartamudeos en el arte de la versificaci�n? �Qu� o�do adivin� la cadencia del metro? �Qui�n les ense�� esas primeras nociones tan puras y graciosas de las cosas terrenas y divinas, que - expresan esas producciones populares o infantiles? No pueden ser personas mayores, porque no hay entendimiento maduro que retroceda y se inculque la inocencia ignorante ni el candor inmaculado. As� pues, �no es m�s f�cil suponer la precocidad de sentimiento y de imaginaci�n, que har�a a la ignorante ni�ez acertar por intuici�n algunas nociones de las cosas que a�n no est�n a su alcance? Decida esto un fil�logo amante de los ni�os, de la poes�a y de las cosas sencillas; a m� me basta admirar y enternecerme. �Ay! Los ni�os y las flores, estrellas de la tierra que alegran y engalanan... �qui�n los hiciese diputados, legisladores, ministros, para que rigiesen el mundo a su antojo!!!

-�Qu� de fuentes y de confiter�as habr�a en �l! - dijo riendo el conde. - Ese nuevo sistema puede usted publicarlo, puesto que hoy d�a lo extravagante en punto a sistemas tiene un gran m�rito de actualidad: desde luego doy a usted mi voto para presidenta de esa rep�blica.

-Lo que iba ahora a referir, - prosigui� la marquesa, - eran mil cosas de ni�os; pero, bien mirado, conde, eso no puede interesar a usted.

-�Por qu� no? �Acaso cree usted que no hay simpat�a entre los viejos y los ni�os? �La hay, y mucha! Las pasiones que agitan la vida del hombre, en los unos a�n no existen, y en los otros dejaron de existir; lo que produce un estado an�logo. Unos y otros nos encontramos en las puertas de la vida; ellos que vienen, y nosotros que nos vamos. Ellos nos dicen: ��Descansad!� Nosotros les decimos: ��Buen viaje!�

-Pues si le complazco, alcanzo dos placeres, el propio y el ajeno, al recordar estas escenas de ni�os. Debajo del hospitalario emparrado ten�an las ni�as sus graves conferencias. �Cu�nto me complac�a en ver aquellas graciosas y grotescas figuritas, con sus diminutas casta�as, sus cort�simas enaguas y sus zapatitos viejos, cuya punta se entreabr�a como una almeja para dejar asomar cinco deditos diminutos, como cinco cabecitas curiosas en una entreabierta ventana! Levantaba la brisa alguna vez una de las anchas hojas de la parra, como para dejar entrar un curioso rayo de sol, que iba a picar la nariz de alguna de las chiquillas como un mosquito de oro, porque el sol es amigo de los ni�os, como la luna es amiga de los amantes. Sol�ame poner en una ventana, a la que serv�a de espesa celos�a una mosqueta, a escuchar sus coloquios. Un d�a hasta llev� mi prontuario, y anot� el siguiente:

-Mi mae fue anoche a la iglesia y me llev�; �muchito!

-�Hab�a bautizo? �Hubo pel�n?

-No, serm�n.

-�Serm�n de noche? �Pues a qu� hora?

-A las �nimas y media acab�.

-�T� lo o�ste?

-No, que me dorm�.

-Pero �qui�n preic�?

-Un Padre; �qui�n hab�a de ser?

-�Toma! Otro cualquiera; yo tambi�n s� preicar.

-�T�? - exclamaron todas. - �Mentira!

-Que es verdad; que s� un serm�n; y si no... ahora lo ver�is. Vosotras sois las mujeres; ea, tocarse todas.

Las chiquillas se pusieron por la cabeza pa�olillos, delantales, dechados, cuanto hallaron a mano, hasta los calzones de D. Gil, que hab�an quedado sobre la silla de la santera, que los hab�a estado cosiendo. La predicadora cogi� una sillita baja y la volvi� de manera que, subida sobre ella, sus manitas descansaban sobre el espaldar; colg� en �ste, a manera de pa�o de p�lpito, un cernadero, y se encaram� sobre el asiento, donde puesta en pie dijo gravemente:

-�Arrodillaos, pecadoras!

Las chiquillas obedecieron un�nimes a la intimaci�n, y la predicadora prosigui� en estos t�rminos:

-Ea, callaos la boca, p�jaros, y vosotras, avispas, que parec�is abejorros; acudid, lagartos, vosotros que sois buenos y humildes, a o�r a este preicaor que os va a decir

El serm�n del peregrino

Cuando Jesucristo vino

Y se puso en el altar

Con los pies llenos de sangre

Y las manos enclav�s.

En Jerusal�n estaba,

Y as� se puso a decir:

Que vengan a m� los ni�os,

Que los quiero bendecir.

Limpia, limpia, Magdalena,

Y no dejes de limpiar;

A los chicos darles teta,

Y a los grandes darles pan.

Baj�se en seguida con poca gravedad, porque fue de un salto, diciendo:

-Ea, id con Dios, y enmendaos.

-�Te ense�� el obispo ese serm�n? - pregunt� una de las m�s admiradas.

-�Qu�! El obispo no hizo mas que darme un bofet�n cuando me confirm�, para que me acordase de que promet�a ser cristiana.

-�Y viste al obispo?

-Lo vide: �ten�a yo acaso los ojos cerrados?

-�En d�nde?

-En Sevilla cuando fu� por Copusquisti, y vi la procesi�n y vi a la infanta.

-�Y c�mo es la infanta?

-Como una imagen. �M�s bonita es!!!

-�Y d�nde estaba?

-�Toma! En la procesi�n.

-�Y con qui�n iba?

-�Con un melitar m�s alto! Y otro iba detr�s recogi�ndolo las naguas.

-�Ay, Jes�s! �Ay, Jes�s! - exclamaron todas altamente escandalizadas.

-Acab� mi dechado, - exclam� una ni�a que sentadita en una sillita hab�a estado todo este tiempo acabando su faena, y se puso a cantar.

Adechado y m�s adechado,

Trabajito me hab�is costado;

De la mano de mi maestra

Ca�acitos en la cabeza.

-Dame un pilel�, dijo una de las m�s chicas a su hermana mayorcita.

-�Y para qu� quieres ese alfiler?

-Pa ponerme esa fl� en la caboba.

-�Qu� tontuna! Eso queda bueno para las mozas.

-Quiero la fl� en la caboba, en la caboba, insisti� la chica en tono que no admit�a r�plica.

-�Caramba con el renacuajo este! - dijo su hermana. - Que en diciendo por aqu� he de meter la caboba, la ha de meter sin remedio.

En seguida se puso a lisar el pelo de su hermanita y colocarle seg�n lo exig�a un copete tieso como un huso en la casta�a, que atraves� corno una flecha un coraz�n, mientras canturreaba:

A la flor de la petiflor,

A la verde oliva,

A los rayos del sol

Se peina mi ni�a.

-�Mirad, mirad! - grit� otra. -�La cig�e�a! �la cig�e�a! A la torre de la iglesia va.

Y se pusieron a cantar en coro:

Cig�e�a, cig�e�a,

Tu casa te se quema,

Tus hijos te se van,

Por cuaresma volver�n.

S�cate una pluma,

Dala al sacrist�n,

Que escriba una carta,

Que ellos llevar�n,

Y al rey de los moros

Se la entregar�n.

Mientras otras salmodiaban:

Cig�e�a, cig�e�a,

Dame un cuarto para le�a

Y otro para jab�n

Para lavarte el camis�n.

-�C�mo est� la t�a Mu�iz? - pregunt� una de las mayorcitas.

-Est� intercaliente.

-�Qu� intercaliente, si se muri�! Ma�ana se le van a hacer las honras que se hacen a los difuntos que se mueren.

-�Y por qu� se ha mor�o? - pregunt� la que ostentaba el copete.

-���Mira qu� pregunta!!! Se muri� porque Pae Dios quiso.

-�Vaya con Pae Dios, que quiere que se muera la gente! - dijo en tono de severa desaprobaci�n la encopetada.

-�Calla, hereje! �Si te oye D. Gil, te aplasta! Si no nos muri�semos, �c�mo �bamos al cielo?

-Mariquilla, canta una copla, que quiero bailar. Pl�cia, cuenta un cuento, que sabes m�s de mil. �Qu� mil! M�s de doce docenas tambi�n.

-Ana, di la relaci�n del gato, �que es m�s bonita!...

-Carmen, di la relaci�n del Calvario.

Y la ni�a llamada Carmen dijo:

Yendo por un caminito,

Un postigo me he encontrado,

Abierto siempre al que llama,

Al que no llama cerrado.

Pas� por all� la VIRGEN

Toda vestida de blanco,

Y cuando volvi� a pasar

Tra�a el vestido manchado

Con la sangre que su Hijo

En la cruz ha derramado.

Venid, cristianos, venid,

Caminemos al Calvario,

Que por pronto que lleguemos,

Le estar�n crucificando.

Ya le hincan las espinas,

Ya le remachan los clavos,

Ya le hincan la lanzada

En su divino costado.

Vinieron las tres Mar�as

Con los tres c�liz dorados

Para recoger la sangre

Que Jes�s ha derramado.

-Al pie de la cruz estaba

Un rosal de blancas rosas:

De la sangre de Jes�s

Hase ca�do una gota.

La rosa compadecida

Al punto la recogi�;

Por eso es tan purpurina

La rosa de Jeric�.

Ya vienen las golondrinas

A quitarle las espinas;

Ya vienen los jilgueritos

A quitarle los clavitos;

Ya vienen las tortolitas

A llorar tan tristecitas!

-Pl�cida, �no sabes t� la de San Pedro y las llaves del cielo?

-S�, s�, - respondi� Placidita, que era la sobrina de D. Gil; - Pero... tengo sue�o.

-A la noche dormir�s. Anda, dila ahora. �Anda y no muelas!

La d�cil ni�a dijo esta relaci�n:

Lev�ntate, Pedro,

Enciende candela

Y mira qui�n anda

Por la cabecera,

Los �ngeles son

Que vienen al huerto

Y llevan a Cristo

El c�liz acerbo.

San Pedro tiene dos llaves,

Una con que cierra y otra con que abre;

Yo tengo otras dos: el Credo y la Salve

Como atra�do por la voz de la ni�a, a quien tanto amaba, D. Gil se hab�a venido acercando a la ventana, conteniendo a duras penas aquella risa de coraz�n que le causaba cuanto le gustaba o hac�a gracia.

-�Jes�s, se�or, y qu� salada que es! - dec�a. - �Vamos, que la chiquilla es un portento! �No es as�, se�ora? �Bendita sea tu alma, chula, rechula! �Me la comer�a!

Entre tanto, las ni�as prosegu�an en sus entretenimientos; unas bailaban, cant�ndoles otras esta copla:

En el hospital del Rey

Hay un rat�n con tercianas,

Y una gatita morisca

Le est� encomendando el alma.

Aquella a quien se hab�a pedido recitase la famosa relaci�n del gato, complac�a a su noble auditorio en estos t�rminos:

Estaba se�or don gato

En silla de oro sentado,

Calzando media de seda

Y zapatito picado.

Lleg� su compadre y dijo

Si quer�a ser casado

Con una gata morisca

Que andaba por los tejados.

El gato, por verla pronto,

Cay� del tejado abajo:

Se ha rompido tres costillas,

Se ha descoyuntado un brazo;

Venga, venga presto el m�dico,

Sangrador y cirujano,

Y sobre todo que venga

El doctor se�or don Carlos.

El se�or don Carlos manda,

Despu�s de haberle pulsado,

Que maten a una gallina

Y que le den buenos caldos.

A otro d�a de ma�ana

Amaneci� muerto el gato:

Los ratones de alegr�a

Se visten de colorado;

Las gatas se ponen luto,

Los gatos capotes

Y los gatitos chiquitos

Dicen miau, miau.

Acabada la relaci�n, dijo la marquesa riendo:

-Pero �es posible, conde, que estemos, yo refiriendo y usted prestando atenci�n a semejantes ni�er�as? �Puedo acaso persuadirme que otra persona que yo se interese y sienta simpat�a por estas producciones, tipos de la m�s candorosa sencillez?

-Pues confieso que las he o�do con sumo placer, - contest� el conde. - Esa relaci�n del gato con el cuento de la hormiguita, y otras de ese g�nero, son para m� recuerdos de la ni�ez, de esos que sonr�en por toda la vida, por larga que sea. Cont�bamelos mi anciana ama, que en los primeros a�os los oy� a su madre, que a su vez los supo por la suya; vea usted aqu� que a lo menos pueden jactarse de una incontestable antig�edad. Estos cuentos y relaciones son amigos y compa�eros de la infancia, a la que alegran sin envejecer con ella.

-Adem�s, conde, en los pa�ses de m�s alta cultura literaria, estos cuentos y cantos, tanto los populares como los infantiles que llegan a obtener la patente de popularidad y la ventaja de perpetuidad (ventaja que muchas obras de indisputable m�rito no obtienen), son recogidos, impresos y conservados con el mayor empe�o. Los indagadores estudian en estos cuentos y cantos el desarrollo, las primeras elaboraciones del pensamiento en su libre albedr�o, la expresi�n innata de los sentimientos del coraz�n, la agudeza espont�nea del entendimiento, como los bot�nicos estudian las plantas que cr�an, en su germen, y las plantas silvestres en sus hojas y flores. En cuanto a los poetas, recogen estas incultas, pero bals�micas obras de la naturaleza, como las perlas que forma la ostra, sin conocer su valor. Pero aqu� no es ese el caso. Si alg�n presuntuoso ilustrado o alg�n inflexible cl�sico nos estuviese oyendo, �qu� pensar�a de este tejido de nimiedades, ni�er�as, y de reflexiones de alto vuelo que entretejemos?

-Se�ora, pensar�a que tiene nuestra discusi�n el giro natural y libre de una conversaci�n �ntima y familiar. Adem�s, �qu� nos importa lo que ellos pudiesen pensar? �Habla usted acaso de ellos? En ese caso, le dir�a con Luis de G�ngora:

�Triste del que a una roca pide orejas!

Proseguid, marquesa. �A qu� evocar la imagen de la cr�tica como un fantasma, ante el cual se repliegue la expansi�n de vuestros gratos recuerdos, y se hiele su pintura en vuestros labios? Estoy seguro de que no hay un poeta a quien estas cosas, si bien no lo entusiasmasen como a usted, al menos no le hiciesen gracia. Prosiga usted esa pintura en sus menores detalles, hasta venir a las circunstancias que han motivado esa segunda carta, que espero ha de ser tan notable como la primera.

-Ya no s� - respondi� la marquesa con distracci�n - lo que dec�a. Ya se ve, como que esta excursi�n por mis recuerdos no es una relaci�n, no tiene lo que habl� ni hilaci�n, ni una marcha marcada.

-Yo me acuerdo, - dijo el conde: - las ni�as estaban debajo del emparrado; D. Gil o�a con delicia a su sobrinita decir su relaci�n.

-S�, s�, recuerdo, - repuso la marquesa, volviendo a animarse; - la relaci�n en que dec�a ten�a dos llaves del cielo. �Angelito! No necesitaba ninguna; su inocencia le abr�a las puertas del cielo de par en par. Mientras as� se entreten�an, uno de esos nubarrones ligeros y de formas caprichosas y esbeltas que llaman gigantones, como atra�do �l tambi�n por las ni�as, lleg� de prisa y se par� sobre el emparrado, como otro emparrado m�s alto y m�s ligero, y empez� a deshacerse en lluvia de diamantes, que brillaban al trav�s de los rayos del sol al caer sobre las ni�as; pero estas nuevas Danaes, m�s recatadas que la madre de Perseo, echaron a correr con m�s o menos gracia, con m�s o menos ligereza, con m�s o menos tropezones, cantando:

�Agua, Dios m�o,

Que se seca el r�o!

�El trigo barato,

Y el pan a dos cuartos!

-Pl�cida, coraz�n, - dijo D. Gil al verla entrar, - qui�reme parecer que est�s hoy descolorida.

-�V�lgame Dios, hombre, - repuso su mujer, - cu�l est�s con la ni�a! No parece sino que se te va a derretir entre las manos como copo de nieve; nada tiene el angelito, y la vas a meter en aprensi�n.

Hab�a pasado el aguacero, y las ni�as se fueron a sus casas. Placidita se sent� en una sillita baja junto a D. Gil, y ech� la cabeza sobre sus rodillas.

-�Qu� tienes, hija m�a del alma? - le pregunt� su t�o. - �Te duele la cabeza?

-S�, - respondi� la ni�a, cuyas mejillas se iban enrojeciendo como el cielo cuando se pone el sol.

Jam�s he visto consternaci�n m�s marcada y dolorosamente expresada que la que en aquel instante se sell� en el abierto y candoroso semblante de D. Gil. Agachose y tom� a la ni�a en sus brazos, y mientras que con tr�mula mano la pulsaba, dec�a a su mujer:

-�Francisca! �Francisca! �La ni�a tiene calentura!

-Vamos, hombre, no te asustes, - respondi� la santera, acudiendo de prisa y poniendo su mano en la frente de la ni�a; - ser� un resfriado; voy a hacerle una taza de cocimiento de flor de violeta.

Marchose apresurada; pero por pronto que volvi�, ya la ni�a dorm�a en los brazos de su t�o con aquel sue�o pesado que es en los ni�os el precursor de sus enfermedades. Don Gil estaba inm�vil como una estatua, y a�n hac�a esfuerzos para contener su respiraci�n.

-�Francisca! - dijo en voz que apenas se o�a. - La ni�a est� muy mala.

-�Tales cosas! - contest� �sta. - Hombre, por Dios, no te apures; todos hemos estado malos de chicos, y todos vivimos.

-�Menos los que se han muerto! - respondi� con voz acongojada el marido. - �Francisca! �Francisca! Si Dios se la lleva, yo me voy detr�s; desde ahora te lo predigo!

- Toma este cocimiento, hija m�a: tiene az�car, - dijo la santera, levantando la cabeza a la dormida ni�a.

�sta entreabri� los ojos y bebi� con ansia.

-Placidita, mi vida, mi coraz�n, �me quieres? - pregunt� D. Gil, por tal de o�r el dulce querido sonido de voz de la ni�a.

-S�, - murmur� �sta.

Fue la �ltima palabra que habl�. A los tres d�as hab�a muerto de garrotillo, ese implacable verdugo de los ni�os.

Me apresur� a ir all� con el alma oprimida y angustiado el coraz�n; pero al entrar en la casa, se seren� mi congoja.

La ni�a estaba en su cajita azul y blanca, blanca como la caja, rodeada de flores que parec�an haber acudido all� como alrededor de una azucena para recibir su �ltimo perfume; nada hab�a all� l�brego, negro, ni mustio, pues �a qui�n puede parecer triste la vista de un ni�o muerto? �A qui�n t�trica aquella tumba que se riega con flores, dulce privilegio de que las tumbas de los ni�os s�lo deben gozar? �A qui�n puede parecer f�nebre aquel f�retro, al lado del cual, en lugar de la solemne, deprecaci�n �Dios le haya perdonado!, s�lo se oye pronunciar por cada cual esta sentida congratulaci�n: �Dichoso t�! �dichoso t�! �A qui�n puede afligir una muerte por la que nuestra madre, la Iglesia repica como para una festividad? No, no es triste aquel f�retro blanco y florido junto al cual, en lugar de entonar los ministros del culto el imponente De profundis, no se oye sino la dulce voz de los ni�os que cantan:

Las flores son para el suelo,

Y los ni�os para el cielo,

Adonde a Dios van a ver,

Y ya no quieren volver.

Que echen las campanas a vuelo

Que hoy hay un �ngel m�s en el cielo.

�Qu� profundo buen sentido es el que hace que entre el pueblo, en un entierro de �ngel, se tenga una demostraci�n de dolor por una profanaci�n, como lo es una de regocijo en el entierro de los mayores! �C�mo comprende, con ese profundo sentido religioso que unos le niegan y otros quieren borrar en �l, que es la muerte en la infancia, un particular beneficio de Dios! �que el alma de un ni�o que muere es un alma privilegiada que Dios releva de las miserias humanas, y a la que, da la corona sin el combate, la palma sin el martirio! �C�mo conoce que la senda de la vida, que para los ni�os a�n es llana y est� cubierta de flores, se har� �spera y erizada de espinas cuando dejen de serlo! �que entrar�n ellos tambi�n en la gran lucha del bien y del mal, de que a�n les aparta su inocencia, sin saber si saldr�n vencidos o vencedores!!!

Don Gil estaba sereno, como lo hubiera estado si hubiese visto al �ngel de su guarda subir al cielo; pero tambi�n, como si �ste le hubiese faltado, desapareci� la alegr�a y contento de su existencia: �tal era la intensidad de cari�o que encerraba aquel sencillo coraz�n! Ya no cazaba; en vano sus reclamos pi�oneaban; en vano le repet�an su con el pie como para intimarle que con moverlos la llevar�a al campo; su escopeta enmoheci�; ya no iba a sus sembrados; desapareci� aquel envidiable y nunca desmentido apetito. Hasta su voz se resinti� del estado de postraci�n en que cay� su esp�ritu; ya no llenaba la iglesia aquella admirable y poderosa voz que como hermana se un�a a los magnos sonidos del �rgano! Su gran corpulencia necesitaba todos estos est�mulos f�sicos y morales para conservarle su actividad y para combatir la postraci�n que deb�a producir el exceso de la parte material en aquella mole humana. As� fue que la parte vital se debilit�, sus �rganos se entorpecieron y no pudieron combatir una espantosa hidropes�a que estall� espada en mano. En breve se postr�. Sentado en su lecho y respaldado en almohadas, porque no pod�a estar acostado, clavaba la vista sin cesar en la sillita que hab�a sido de la ni�a, y que hab�a mandado colgar en la pared; y a poco tiempo dej� de existir, sin que los esmeros y cuidados de su amante mujer hubiesen conseguido alargar su existencia.�

La marquesa call� un momento, y despu�s prosigui�:

-�Oh, mi buen, mi excelente D. Gil! �T�, que llevaste a la tierra la inocencia de coraz�n con que por primera vez sonre�ste a tu madre; t�, que tanto ruido y papel hiciste en tu iglesia y tan poco en el mundo... ya no existes! �Ya t� tambi�n me dijiste un adi�s de aquellos que son citas para la otra vidal �T� est�s all� arriba gozando de Dios como ac� abajo lo estuviste! �Tu esp�ritu no volver� por este mundo, pues s�lo vuelven los de aquellos que atraen e inquietan razones poderosas o grandes remordimientos, y t� no tuviste nada grande sino tu persona, y nada poderoso sino tu voz! As� pues, como nadie te recordar�, ni aun t� mismo, he querido hacerlo yo, pint�ndote, tal cual fuiste;.y para pinceles he cogido una rama de los tristes cipreses y otra del alegre, para�so de tu casa, y con ellos te he retratado para que otros te quieran y sientan no haberte conocido. �Duerme en paz en tu tranquilo cementerio, rodeado de tus vecinos y amigos que a �l te precedieron, y te han recibido agradecidos al hermoso R�quiem, que les cantaste! �Descansa de tu vida, que te cans� cuando lleg� a faltarte la hermosa voz que interpretaba los c�nticos y el objeto de tu amor tan puro como el de las flores al sol! �Oh! �T�, que amaste y ejercitaste, el canto y el lat�n sin comprenderlos, pliego blanco de papel en que estamp� la fe sus adoraciones para ponerlas en manos del Se�or, no me olvides all� arriba, donde est�s con otros muchos POBRES DE ESP�RITU Y RICOS DE CORAZ�N, y ruega por la que supo apreciar la suave almendra bajo su tosca corteza!

La marquesa baj� la cabeza, escondiendo una l�grima en una sonrisa, como esconde la aurora una gota de roc�o en una rosa.

-�Va usted a llorar por el sochantre de Valdepaz, marquesa? - pregunt� el conde.

-�Y por qu� no? �Qu� ley de raz�n, de decoro o de sociedad me lo impedirla? De ninguna de sus propiedades es el hombre m�s arbitrariamente due�o que de sus l�grimas. Dejad brotar esas fuentes del coraz�n, que prueban al correr que no est� seco ni exhausto; dejad, por Dios, que se humedezcan los ojos, si no se han de asemejar a los de cristal de las figuras de cera.

-Marquesa, tened presente que hay l�grimas de cocodrilo.

-Jam�s las he visto. Hay m�s: tengo la tal creencia por una vulgaridad, y he de hacer un viaje al Nilo para averiguar el hecho.

-Pero supongo que no pretender� usted, con ese paneg�rico de las l�grimas, que tengan los hombres la debilidad de llorar.

-Ni lo quiero, ni lo dejo de querer; lo que niego es que el llorar sea, como lo llama usted, una debilidad. Dos veces he visto l�grimas de hombre en situaciones a las que dieron tal sello de solemnidad, que en mi recuerdo viven como dos monumentos imponentes o imperecederos. Una vez vi llorar a mi marido a gritos, a sollozos: Fue cuando muri� su madre; y la profunda impresi�n que me dej� ese desgarrador y sublime dolor fue tal, que s�lo su recuerdo me parte el coraz�n como un cuchillo. Otra vez vi caer por las mejillas de una persona querida l�grimas m�s terribles que gotas de sangre, en una de esas circunstancias que doblan al hombre de bronce como un junco, ponen esposas de hierro a sus manos, y soplan sobre su voluntad que apagan, como se sopla y se apaga una luz. Vi esas l�grimas corrosivas como un �cido caer sobre su cano bigote, mientras part�a en dos y tiraba su espada, y s�lo el recordarlo me aterra; y ambos eran nobles hombres, bizarros y enteros. Las l�grimas, siempre que no sean afectadas o mezquinas, son bellas, conde; bellas como lo es la riqueza que se expende. �No obstante, har� concesiones al estoicismo masculino; admirar� si quer�is la fuerza de voluntad que para la corriente del agua viva, siempre que esta fuerza, este poder, no sea la paralizaci�n del hielo. Lo que, s� quiero es que los hombres no escarnezcan, no desprecien, no condenen las l�grimas, pobres hijas del dolor, calladas, sin forma, sin color, sin acogida, que a nadie ofenden, y de que muchos se burlan.

-Pues yo no quiero que llore usted, marquesa, porque las l�grimas que vert�is yo las recojo, y al recogerlas, sufro m�s que usted al derramarlas. Por no verla llorar - �tanto es lo que me aflige! - me har�a ac�rrimo enemigo de las l�grimas.

-No hag�is tal, conde, que las l�grimas no siempre son amargas y siempre son buenas: son, como dice un autor franc�s, el m�s seguro indicio del amor; y el amor ha sido el salvador del mundo. Dios hace del amor los dos grandes preceptos en que todos los dem�s se encierran; pero �ste falta, y esto, es la perdici�n del mundo: su falta es causa de esa terrible guerra que aterra al orbe desde que el primer hombre sacudi� el santo freno de la obediencia; guerra espantosa y universal que se hace con todas banderas, hasta con la de la humanidad y con la de la paz, y de que son v�ctimas desde el m�s inofensivo animalito de Dios, hasta los reyes y pont�fices. No necesita el enemigo del g�nero humano los vicios para perder al hombre; b�stale arrancar de su coraz�n el amor, ese divino sentimiento que dio Dios al hombre as� como a los �ngeles.

-�As� todos los predicadores tuviesen el privilegio de infundir la pr�ctica de sus doctrinas como lo tiene usted cuando recomienda el amor, marquesa! - dijo el conde. - Pero vamos a ver esa carta que a�n no hemos visto, que referencia tiene con el buen sochantre que ya no r�e, que ya no canta, cuya melanc�lica muerte viene a probar a usted mi convicci�n, que es: que ni a�n a la santa sombra de una iglesia, entre ni�os y entre flores, con el coraz�n sano, pura el alma y tranquila la conciencia, hay en este valle de l�grimas quien no las vierta.

-Esta carta - contest� la marquesa - es la respuesta de su pobre mujer, a quien escrib� el p�same. No la ha escrito, pero se la ha dictado al nuevo sacrist�n.

La marquesa alarg� la carta a su amigo, que ley�:

�Se�ora: �No s� ni c�mo me han quedado ojos para llorar! He visto apagarse al que era su luz y la alegr�a de mi casa. �C�mo le sorprendi� la muerte, se�ora! Pero no por eso la recibi� mal, sino como cristiano que sabe que la vida es un pr�stamo. Muchas veces se acord� de su se�or�a; y el d�a antes de morir me dijo: �Dile a la se�ora que ya no cantar� el Miserere en la tierra; pero que mediante la misericordia infinita y m�ritos de nuestro Redentor, cantar� all� arriba el Gloria�. Y al verme llorar, a�adi�: �Francisca, no llores; las l�grimas siempre me han hecho contradicci�n; no se deben llorar mas que las culpas. Te dejo con qu� comer. As�, no te aflijas ni vayas contra la voluntad de Dios, que dispone las cosas; conf�rmate y acu�rdate de que cosa cumplida... �s�lo en la otra, vida!� Se�ora, me lo he tenido por dicho: no lloro... y aguardo.

�Dios le env�e a V. S. todos los consuelos que expende, y la colme de venturas como los pobres de bendiciones.

�Su obediente criada, - FRANCISCA MART�NEZ.�

-Se�ora, - dijo el conde, devolvi�ndole conmovido la carta, - esta vida del sochantre, as� como los anteriores hechos de que nos hemos ocupado, que lejos de ser cosas extraordinarias y novelescas, son sucesos comunes y cotidianos que se suceden a nuestra vista siempre como el d�a y la noche, s�lo probar�n que la vida se compone de esta constante alternativa, siendo todas y cada una de estas cat�strofes lecciones y avisos con que Dios nos recuerda, como dice un piadoso poeta franc�s, que

La terre est un exil; la patrie est aux cieux!

(Un destierro es el suelo; La patria est� en el cielo!)

Di�logo cuarto.

El general.

Lhonneur est un rocher

Escarp� et sans bords;

On n'y peut plus rentrer,

D�s qu'on en est dehors!

-Doy a usted la m�s sincera enhorabuena, - dijo con alegr�a la marquesa de Alora al conde de Viana. - Ciertamente aturde la prodigalidad con que expende la fortuna sus dones a la familia de la hermana de usted la generala Pel�ez. En poco tiempo la mujer de su hijo Adri�n, que est� en la Habana, hereda una inmensa fortuna; su yerno el conde de Poyar gana un re�ido pleito, y ahora honra la REINA a su hijo mayor con la gran cruz de Carlos III. Sabido es que la fortuna toda es extremos. �Gracias cuando acierta a escoger por favoritas personas que tanto merecen serlo! Lo que, por desgracia, no siempre sucede. Otro motivo, adem�s de mi buena amistad, me lleva a celebrar esta constante serie de venturas, y es ver que los hechos se han puesto de mi parte para probar a usted en sus propios allegados, que por m�s que diga, por m�s que repita su triste cantinela, hay personas para quienes la vida es bella, dulce y cumplida.

El conde no respondi�; pero por sus labios vag� una sonrisa tan amarga y tan triste, que expres� m�s de lo que hubiesen podido hacerlo muchas razones negativas.

-Dif�cil ser�a - prosigui� la marquesa - que se hallase un pero que poner a la felicidad de esa familia. Vuestra hermana es una de aquellas mujeres que han pasado por todos los estados de la existencia femenina, siendo en cada cual su modelo. Bella y joven, uni� su existencia, a un hombre, a quien antes de amarle gradu� digno de serlo, y que por lo tanto obtuvo el benepl�cito de sus padres. Cuando fue madre, hizo, como dice Balzac, su cielo del amor materno. Cuando sinti� irse su juventud, se impregn�, dig�moslo as�, de dignidad; la que es en la edad madura un brillo de oro que reemplaza el sonrosado de la juventud. C�pole la mayor felicidad de la mujer: la de poder vanagloriarse de su marido. Siempre tranquila, sosegada siempre, nadie cual ella acert� con el secreto de la vida, que es como el agua: todo lo que la agita la enturbia. �Es verdad esto, conde?

-Es cierto, se�ora.

-El general era el cumplido tipo de los marinos espa�oles del pasado siglo, a los que perteneci�. Caballero, culto, cient�fico, bizarro y consagrado a su deber, llevaba en su hoja de servicios el gran nombre de Trafalgar, magn�fico canto del cisne de la marina espa�ola. Su presencia era hermosa, su alcurnia esclarecida, su caudal ping�e, su modo de sentir y de conducirse el que correspond�a al cumplido caballero, de que mereci� y obtuvo el lauro. �Es verdad esto, conde?

-Es cierto, se�ora.

-Crecieron sus hijos sin que la muerte le arrebatase, ninguno; la escogida educaci�n que les dieron sus padres cay� en buen terreno, e hizo de ellos personas de m�rito; y al m�rito sigui� la suerte. El mayor ha hecho toda esta �ltima guerra con indisputable distinci�n, y ajeno de toda pasi�n mezquina, como compete a todo noble militar, ocupa en el Senado un asiento que honra. Su hijo segundo, si bien he o�do decir que fue en sus primeros a�os un poco disipado, sent� muy luego, y hoy d�a vive en una posici�n elevada y ventajosa en la Habana; y su linda hija, casada con un Grande que es el tipo de cuanto bueno y amante encierra el coraz�n del hombre, rodeada de sus hijitas, como una rosa de mariposas, es la m�s feliz de las mujeres. Ser�a esta privilegiada familia ciertamente el blanco de la envidia, si no fuese porque es tan bella la virtud, que se hace perdonar las ventajas en los que la practican, aun de la misma envidia. �Es verdad esto, conde?

-Todo es cierto, se�ora.

-Tan s�lo una desgracia ha tenido que llorar en su vida vuestra hermana, y fue la muerte de su marido. �La muerte! �Esa es, s�, la gran cat�strofe del mundo, esto es, perder a los que se aman; pues en cuanto a nosotros mismos, la muerte no me inspira tedio ni horror, si es santa y buena. Siempre he preferido mirar ese trance, no como el triste fin de la vida, sino como el glorioso principio de la eternidad; as� como prefiero pensar en la clemencia de nuestro Juez, a pensar en su justicia; esperar, a desconfiar; amar, a temblar; agradecer, a temer. Pero la generala es tan virtuosa, que sobrellev� este golpe terrible con mucha fuerza y vigor.

-Diga usted RESIGNACI�N, marquesa. La virtud, que es un combate contra nuestras malas propensiones y nuestras debilidades, cuando est� aislada, es presuntuosa, no cuenta, sino con sus propias fuerzas, y tiene por auxiliares al orgullo y la vanagloria, que dan el valor. La virtud cristiana desconf�a de s� y acude a la gracia; y son sus auxiliares la sumisi�n y la oraci�n, que dan la resignaci�n.

-�Bien definido, conde! RESIGNARSE es dulcificar el dolor, respet�ndolo como compa�ero; llevarlo con valor, es combatir al dolor y vencerlo como a enemigo. Puede, pues, que ese dolor dulcificado y no vencido haya engendrado en vuestra hermana aquella afable gravedad, aquella seriedad tan dulce, aquella dignidad tan indulgente que forma la elevada atm�sfera que la circunda, y es para sus amigos tan delicosa de respirar; as� es que siempre se ve rodeada como una reina, porque su trato eleva y su contacto purifica. �Oh! �Cu�nto envidio esa vejez, que har�a amar la temida acci�n de los a�os, cuando sobre la sien de la mujer repone una corona de flores con una diadema de perlas! Ahora bien, conde, decidme: �puede la fantas�a m�s creadora imaginar una existencia m�s cumplidamente feliz, as� interna como externa?

-No es posible; esta es la opini�n general.

-Y la vuestra particular, se�or m�o, �no es acaso la misma?

-Podr�a no serlo.

-Eso dice usted por negarme un triunfo, uno siquiera, cuando tantos contra m� ha alcanzado. Esto es poco generoso, conde. Mire usted que a pesar de sus bellas canas, que tanto me gustan y que tanto honro, voy a calificar a usted de obstinado.

-�Ojal�, ojal� fuese esa la causa de mis restricciones!

-Conde, ahora a�ado que sois como el reloj de Pamplona, del que se dice que apunta, pero no da.

-Dejemos indeciso este nuevo caso, amiga m�a, y conservemos ambos el juicio que cada cual haya formado.

-Es que una vez siquiera quiero vencer, ya que la victoria se me viene a las manos.

-Bien, me doy por vencido.

-Nada de eso: quiero conquistar la palma como trofeo, no recibirla como tributo; quiero convictos y no rendidos.�Por qu� huir del combate, usted que es tan intr�pido guerreador? Es claro, es claro, es porque no tiene usted armas, esto es, razones que oponerme.

-Cuando empez� usted esta contienda conmigo, bella paladina de la felicidad, me dijo usted con harta raz�n: �En nuestra a la vez perfumada y pest�fera esfera no se ensanchan las ideas, no se exaltan los sentimientos, no se multiplican las sensaciones sino a expensas de la felicidad pasiva, negativa si quer�is, pero dulce, alegre, tranquila y suave, que es y debe ser el patrimonio de seres ca�dos, condenados a una vida mortal y de trabajo; pero esta felicidad existe: yo se la ense�ar� en su sencillez y pureza, sin traspasar sus l�mites, como el manso r�o�. Ahora bien: si hemos recorrido esas tranquilas esferas, a las que no llegan ni altas exigencias ni refinados vicios, ni envenenadora ambici�n, ni la susceptibilidad melindrosa, y no hemos hallado lo que buscaba usted, esto es, un sol perenne, una suave y constante brisa, flores sin ajarse, voz que cante siempre y no suspire, �c�mo pod�is pensar que hallemos �sta en estas regiones en que hemos pulido el cristal a punto que lo empa�a un soplo?

-Pues lo hall�, lo hall�, - dijo alegremente la marquesa. - Confundo a usted... le hago ahora mismo abjurar sus errores; aunque bien s� que, como Galileo, ha de persistir en que no se halla, no se halla.

-Y, como Galileo, tendr�a raz�n; la tierra se mueve, �igualmente movible es la felicidad!

-�Con qu�, ser� usted capaz de sostenerme que la familia de su hermana no es feliz? �Qu� el general, que vio todos sus deseos cumplidos, que no llor� sobre la tumba de ninguno de los suyos, no muri� feliz?

-�Qui�n puede saber, se�ora, el secreto que cada coraz�n lleva consigo a la tierra?

-�Qu� secreto amargo puede llevar consigo el que muere en el seno de la religi�n en los brazos de los suyos, bendecido y bendiciendo, sonriendo a la vida, que, fue bella, y a la muerte, que lo es tambi�n porque lo fue la vida? �Oh! �Morir as� es una buena y dulce muerte! Se la envidio.

-�Con qu� envidia usted la muerte del general?

-Como el mayor bien de la vida.

-Pues, se�ora, - dijo el conde con acento amargo e incisivo, - sepa usted que, el general muri� de dolor y de verg�enza.

Al o�r estas palabras, la marquesa mir� asombrada al conde, y viendo la solemnidad de su mirada, que sent�a hondamente lo que dec�a, crey� estar so�ando.

-�Qu� dice usted, se�or!... - exclam� consternada.

-Una verdad, se�ora, que con la felicidad de mis hermanos, que hizo naufragar, yace en el oculto seno de un mar amargo de dolor.

-�Dios m�o! Conde... �sabe usted que me he quedado fr�a como el m�rmol, tr�mula como las hojas de los alisos? �Jes�s! Ni yo ni nadie sospechaba....

-�Oh, marquesa! Este es un terrible secreto; secreto que, cual el tigre �vido de sangre, se introdujo de noche y a paso lento en un hogar, para destrozar el coraz�n de una familia.

-�Me estremece usted, conde!

-Y con raz�n, se�ora, - repuso el conde, apoyando su frente sobre su abierta mano.

-�Pobre amigo! �pobre amigo! - dijo la marquesa. - Perdone usted si con imprudente mano he tocado una cuerda que vibra tan cruelmente en su coraz�n; pero estaba tan ajena...

-Lo creo, lo creo; si sus suaves y blancos dedos s�lo quer�an coger la rosa, no es culpa suya si os punzasteis con la espina que ocultaba.

-�Ay de m�! �ay de m�! �Imprudente! - exclam� la marquesa. - Perdone usted, amigo; nada quiero saber. Doblemos la hoja; oculte usted mi tierno inter�s con el secreto en el silencio; el respeto a la desgracia es el m�s sagrado, despu�s del respeto a Dios.

-No, marquesa, es usted de la familia; y sois m�s: sois una amiga verdadera; y los amigos son la familia del coraz�n. Sabr� usted la desgracia que, cual un c�ncer, ha destruido la felicidad de mis hermanos; y cuando sepa que es de las que no tienen consuelo, comprender� que no es la muerte la grande y mayor cat�strofe del mundo.

-Conde, dejadme ignorar una desgracia, si no puedo remediarla.

-�Me niega usted su inter�s?

-�Hable usted, conde, y as� os sea un b�lsamo!

-Acertada anduvo usted al delinear la vida de mi sobrina mayor, la que, cual un terso y trasparente cristal, no tiene una mancha; mas no fue tan acertado su juicio sobre su hermano menor Adri�n. Este dio a sus padres muchas penas. Empez� por ser expulsado del colegio de Artiller�a. Hay muchos casos en que esto no supone falta de alcances, ni incapacidad, ni maldad, y que es s�lo debido a naturalezas t�midas o d�biles, al tedio, al cansancio, a veces a la desesperaci�n, por verse el indefenso blanco de esa horrible crueldad que ejercen los muchachos unos sobre otros, tanto m�s repugnante, cuanto es puesta en juego por los mayores sobre los menores, por una asociaci�n sobre un individuo aislado. Aturde que a semejante vejamen no se ponga coto en un cuerpo que con raz�n se jacta de producir, no solamente hombres cient�ficos y brillantes militares, pero tambi�n caballeros cumplidos, siendo una de las primeras cualidades de los tales la generosidad, y lo m�s contrario a esta cualidad el abuso de la fuerza con el d�bil, la opresi�n en quienes se jactan de equitativos, el despotismo en quienes se jactan de liberales! Triste es decirlo, pero hay una edad en que el hombre es cruel, fr�a y ferozmente cruel.

-�Cierto, cierto! - exclam� la marquesa al o�r tocar al conde las cuerdas m�s vibrantes de su coraz�n. - �Cu�ntas veces lo he dicho! �Por qu� no se ense�a a los ni�os, antes de todo, los buenos sentimientos, y entre �stos el primero de todos, el m�s bello, el m�s santo, el m�s simp�tico, la compasi�n? La compasi�n es un b�lsamo divino que Dios puso en los corazones para ungir con �l los males ajenos, sean cuales sean ellos y quien los padezca. La propiedad de sufrir es leg�tima acreedora de la de compadecer. Cada dolor f�sico o moral que hayamos visto sin compadecerlo, a mi entender, clamar� acaso m�s en contra nuestra, ante el divino tribunal, que todos nuestros vicios. Cada vicio trae consigo su detestable atractivo, su perniciosa propensi�n; pero la crueldad es un horroroso monstruo engendrado de s� mismo, al que ni el mismo genio del mal se atrevi� a dar corriente ni seducciones.

-Marquesa, - dijo el conde, - deber�ais poner una c�tedra de buen coraz�n.

-De bon�sima, gana la dotar�, amigo m�o; b�squeme usted un profesor celoso, y todos lo aplaudiremos. Pero... �dec�a usted que Adri�n fue expulsado del colegio?

-S�, y este fue el primer dolor para aquellos padres exageradamente pundonorosos; porque, sea merecida o no merecido, el desaire que lleva un hijo, es para sus padres un punzante dolor. A varias cosas quiso su padre aplicar a Adri�n; pero �ste a ninguna, quiso dedicarse con constancia. Entro tanto, fuese haciendo calavera; porque la ociosidad en cierta edad es un precipicio que se abre a nuestros pies, y por su borde son pocos los que caminan sin tropezar o marearse.

�ltimamente su padre determin� escasearle el dinero, de que tan mal uso hac�a; y no siendo mi hermana de aquellas madres d�biles que por un mal entendido amor contrarrestan las medidas de prudente rigor de sus maridos, consinti� en la determinaci�n que tom� su padre de enviar a su hijo a la Habana, al lado de un t�o suyo, gobernador de un castillo, para que all� lo sujetase con la disciplina militar. Con este objeto march� Adri�n a C�diz, para esperar la ocasi�n de embarcarse. Fue recomendado a una prima de su padre, viuda de un brigadier de marina, se�ora digna y respetable, que ten�a algunos bienes de fortuna. Viv�a sola con una criada en un cuerpo o partido de casa, en un barrio poco frecuentado.

Recibi� esta se�ora a su sobrino con sumo agrado; le dio, no s�lo las cantidades que su padre le asign�, sino algunas otras que por v�a de pr�stamo supo Adri�n sacarle. �Lejos estaba la excelente se�ora de pensar que esas sumas se empleaban en vicios! Pero al fin lo averigu�, porque en la misma casa, en el cuerpo que estaba sobre el que ella habitaba, se hab�a establecido una casa de juego, y la criada de la se�ora, que era curiosa y entrometida, not� que Adri�n, al salir de ver a su t�a, sub�a a la casa de juego, y se apresur� a participarlo a la se�ora. �sta, como era de presumir, reconvino a su sobrino, que en adelante no pudo contar con la generosidad que tantas veces hab�a venido en su auxilio. Adri�n entonces escase� sus visitas, y acab� por no ir nunca a casa de su t�a, que le perdi� de vista. Mala se�al es cuando los j�venes se retiran del trato.

-�Ya lo creo, conde! Bien sabido es, y a honra nuestra se ha dicho, que a medida que el hombre se engolfa en vicios, se aleja del trato de las se�oras. Siempre he visto que es un instinto elevado y aristocr�tico el que lleva a los j�venes a frecuentar la sociedad nuestra; y siempre he augurado bien de aquellos que han preferido la buena sociedad a los casinos y a los caf�s. Pero... prosiga usted, conde se lo suplico.

-Era una negra y silenciosa noche de invierno; hab�anse ya marchado algunos amigos que sol�an acompa�ar a la brigadiera basta las diez; la criada, que estaba indispuesta, se hab�a acostado, y la se�ora, sentada al brasero, rezaba sus oraciones a la desmayada luz de un reverbero econ�mico, que barruntaba ser�a en breve pasada la llora de su servicio.

La lluvia sonaba mon�tona contra los cristales, como la p�ndola de un reloj; el viento se desplomaba por el ojo del patio, matando o haciendo vacilar las asustadas llamas de los quinqu�s de la escalera, y esparciendo el f�tido tufo de sus p�bilos.

La mar reventaba sus monstruosas olas contra la muralla de la ciudad, denominada de Capuchinos, salpicando aquella parte de la poblaci�n con sus �speras aguas y sus amargas espumas.

Un temporal en todas partes es triste; en C�diz... es l�gubre! Recordaba la se�ora varios sucesos horribles acaecidos en C�diz; C�diz, que es tan bello y risue�o de d�a y con sol, pero en el que, como en todo pueblo en que afluye mucha gente y mucho dinero, tantos horrores de noche, y en secreto, se hab�an cometido! Vinosele a la memoria que poco antes, en una casa de su propiedad, no lejos del Hospital del Rey, habiendo tenido que desenlosar un oscuro y retirado patinillo para componer una ca�er�a, se hab�an hallado dos esqueletos profundamente enterrados; que se hab�a dado parte a la justicia, y que todas las averiguaciones que �sta hizo s�lo alcanzaron a verificar que en alg�n tiempo aquella casa hab�a sido uno de esos perniciosos antros del vicio llamados casas de juego; de lo que se vino a colegir que alg�n forastero habr�a pagado cara su buena suerte en ese indigno pasatiempo, en el que - �oh ignominia! - se confunde el hombre bien nacido con ladrones, truhanes, perdidos, �hasta con asesinos! arrastrado por un vicio que, sin m�s incentivo que la codicia, conduce a la deshonra, a la desesperaci�n, y hasta al crimen! Arrepent�ase de seguir habitando aquella casa en que se hab�a establecido un garito, hall�ndose as� expuesta a rozarse en su escalera con tahures y gentes de mal vivir, y proponi�ndose cuanto antes el alejarse de tan despreciable vecindad.

De repente tocaron a la campanilla. La brigadiera se sobrecogi�, como si la hubiese tocado la pila de Volta; mas sobreponi�ndose a su estremecimiento f�sico, la se�ora, que era animosa y serena, sabiendo que su criada estaba recogida, se levant� y fue a abrir. Apenas levant� el picaporte, cuando fue atropellada por la puerta, empujada con violencia por un hombre embozado y enmascarado, que se arroj� dentro y cerr� tras s�, y sacando un pu�al, la amenaz� en queda y honda voz de asesinarla, si no le entregaba el dinero que pose�a. La se�ora, que ya dije a usted era serena, no perdi� la cabeza; conoci� que el lance era perdido, y que ser�a muerta si resist�a o gritaba, y as� le contest� que estaba pronta a darle cuanto ten�a, con tal de que no la maltratase. Entraron ambos en la sala, cogi� la se�ora con tr�mula mano las llaves que estaban sobre la mesa, y pas� a la alcoba, en donde se hallaban sus c�modas. Pero apenas estuvo en ella, cuando con una sorprendente presencia de �nimo, cerr� la puerta, corri� el cerrojo, se arroj� a la ventana, que abri�, y se puso a gritar: �Ladrones! Mas �cu�l ser�a su asombro al o�r una voz harto conocida que desde la sala le dijo con imponderable angustia:

-�Se�ora, por Cristo crucificado, no me pierda usted! �Soy yo! �Yo, miserable, desesperado, loco!

Se acerca, y abre. Adri�n, tirando el antifaz, se echa a sus pies y abraza sus rodillas.

Las gentes de la casa se hab�an agolpado al port�n y llamaban amenazando hundir la puerta; la guardia de la vecina casilla hab�a acudido; los serenos tocaban sus pitos; Adri�n se arrancaba el cabello; el asombro hab�a convertido a la se�ora en la inm�vil y p�lida estatua del espanto.

Marquesa, �cu�ntas veces se ha dicho, y cu�ntas veces se tiene que repetir, que la mujer es una hero�na cuando a serlo la mueve la generosidad! Sobreponi�ndose a todos los sentimientos de pavor, de indignaci�n, de ira, de desprecio, que la agitaban y turbaban sus facultades, la se�ora levanta a Adri�n, lo esconde en una alacena, serena su rostro, y abre la puerta, recibiendo con la sonrisa en los labios a todo el gent�o reunido a la puerta.

-Entren ustedes, se�ores, - dice con risue�o y tranquilo semblante; - entren ustedes a recibir las excusas de una mujer medrosa y pusil�nime, que asustada porque el viento movi� una cortina, crey� ver un hombre en una sombra, y aturdidamente ha alborotado el barrio, pero no ha sido nada, �nada, sino mi visionaria imaginaci�n!

Sacando en seguida vino y bizcochos, regal� a todos, con todos se chance�, reparti� alg�n dinero entre los serenos, dio a todos las gracias, y los despidi� como habr�a despedido a su tertulia.

Cuando todo volvi� a quedar tranquilo, abri� la alacena. Adri�n sali� p�lido como el criminal que llevan al cadalso; quiso decir algo sobre su deuda de honor, sobre sus ulteriores intenciones; pero la se�ora, poniendo uno de sus dedos sobre sus labios, y se�al�ndole con la otra mano la puerta, le dijo:

-�Sal! Y ojal� te sea dado olvidar lo pasado, como procurar� hacerlo yo.

El conde call�: estaba p�lido como un enfermo; la marquesa estaba encendida como el metal que ha estado sobre ascuas.

-Conde, - dijo al fin con t�mida voz, - �de esto hay tanto tiempo!... Adri�n aprovech� la terrible lecci�n, y es hoy d�a un hombre honrado, un hombre de valer; aquello fue un dislate debido a la irreflexi�n. Adri�n fue un loco, un aturdido.

-Fue un ladr�n, se�ora; esas disculpas que se dan a las maldades son las peores adulaciones.

-Pero, amigo m�o, a�n supuesto el mal, �se�or, por Dios! �y el santo perd�n? �Y el generoso olvido?

-Se�ora, s�lo Dios perdona y olvida; el mundo no conoce semejantes mercedes. El honor, que es su conciencia, la opini�n, que es el tribunal de sus fallos, estigmatizan sus sentencias con tinta indeleble. Se�ora, deshonrada qued� aquella pura sangre asturiana, y harto m�s manchada que lo hubiese estado con sangre mora. Pod�is ver aquella tumba de un hombre honrado abierta por el dolor y la verg�enza que cubre una l�pida negra, sobre la cual prohibi� el que baj� a ella que se esculpiese su noble blas�n, que ment�a, pues era su lema SIN MENGUA. Levantad sobre la frente serena de mi hermana la venda de plata que cubre su sien, y ver�is en sus hondas arrugas la marca de un incesante dolor, de un bald�n indeleble, y el culpable, se�ora, es el hombre m�s desgraciado. Se considera, con raz�n, parricida, Judas de su ilustre estirpe, y excluido de la noble esfera de los hombres honrados. Sus remordimientos, si bien ocultos a los ojos de los hombres, le roen el coraz�n, como el buitre a Prometeo.

-Conde, no sea usted tan inexorable en sus juicios: el arrepentimiento purifica, la enmienda rehabilita.

-El arrepentimiento no quita; al contrario, aguza el remordimiento y le hace principio y parte de la explaci�n; y manchas hay que, cual las del hierro, gastan la trama, que muere con ellas.

Ambos amigos quedaron por mucho tiempo sumidos en un penoso silencio.

-Por cierto - dijo al cabo de alg�n tiempo la marquesa - que no es f�cil comprender c�mo la brigadiera, esa se�ora tan discreta y dotada de tan delicada presencia de �nimo, que tan bien se condujo con el hijo, no lo hiciese con los padres, dej�ndoles ignorar lo que nunca deber�an haber sabido.

-No, se�ora, no fue aquella digna matrona quien cometi� ese acto de crueldad. Fue el caso que la criada, al o�r los gritos de su ama, se hab�a arrojado de la cama, y corriendo para ponerse en salvo, pas� ante la abierta puerta de la sala en el momento que Adri�n abrazaba las rodillas de su t�a, y oy� lo que le dec�a. Retirose en seguida a su cuarto, ya tranquila, y no se volvi� a presentar sino cuando la sala estaba llena de gentes. Nunca lleg� a sospechar la se�ora que tan temible testigo hubiese tenido la terrible escena que he descrito. Poco despu�s la criada busc� un pretexto, y se despidi�. Por aquel entonces lleg� a casa de mi hermana una mujer que exigi� hablar en particular a mi cu�ado, que la llev� a su despacho, en que se encerr� con ella. Nadie supo lo que entre ellos medi�; pero cuando salieron, el uno llevaba en su coraz�n el golpe de muerte que en breve lo hab�a de llevar al sepulcro, la otra una buena fortuna, con la que se estableci� en Medina, pueblo de su nacimiento, dando por fuente de su riqueza la herencia que le dejara un imaginario pariente fallecido en Am�rica; pero su origen real era el precio en que hab�a vendido su silencio. Ya ha muerto. �Dios la haya perdonado!

-Al menos, conde, hay el descanso de que esta desgracia est� por siempre sepultada en el misterio.

-Se�ora... �qu� triste consuelo! El misterio es una mentira, es una m�scara, es una luz artificial. �Pobre hermana!

-�V�lgame Dios, conde! Y el general, �tuvo valor para decirle el fatal secreto?

-�Qu� quiere usted, marquesa! En todas cosas se apoya la mujer en el hombre menos en el dolor, que entonces se apoya en Dios. El hombre en todas cosas se apoya en s� mismo, menos en el dolor, en que se apoya en la mujer; porque consolar es uno de sus m�s bellos dones, de sus m�s dulces prerrogativas. �Pobre del que en sus aflicciones no tiene una madre, una mujer, una hermana, una hija o una amiga!

-Adem�s de esto, - a�adi� la marquesa, siempre he notado que el hombre, con una inexplicable crueldad, echa sobre su mujer parte de las faltas de los hijos, y �sta se resigna gustosa a soportarla, si cree que al hijo se le descuenta. Si aquella mala mujer se hubiese abierto a la madre, es bien cierto que nunca habr�a sabido tan infausto secreto el padre. Las madres tienen un manto de amor con que cubrir las faltas de los hijos, tan tupido y tan extendido, que a veces se tapan con �l hasta sus propios ojos. �Y dice usted que el general no pudo resignarse?

-No, se�ora; aquella cabeza, tan erguida hasta entonces, se dobl�; aquel esforzado veterano se postr� como la robusta encina que derrib� el rayo. Taciturno y mis�ntropo, huy� del trato de las gentes: una espantosa ictericia, una incombatible consunci�n, le llevaron en breve al sepulcro. Antes de morir hizo tres partes de su caudal, de que envi� una a su hijo Adri�n, a la Habana; en ella descontaba diez mil duros, precio del silencio de aquella miserable. La carta que acompa�aba esta remesa s�lo conten�a estas palabras: �No volv�is a Espa�a mientras vivan vuestros padres�. Ahora bien, marquesa: �qu� dice usted? �Envidia a�n la vejez de mi hermana? �Es feliz el que lo parece? �Es oro lo que brilla?

-�Conde, por Dios!... Tales deli... extrav�os, son tan poco comunes, como lo es el delicado y excesivo pundonor de vuestros hermanos. �Hoy d�a la indulgencia es tan grande, tan lato el c�rculo que abre la sociedad!...

-De esto me quejo, - exclam� con violencia el conde; - me indigno de ver esta sociedad, cual una Mesalina, recibir a todos igualmente en su seno. El mismo caso hace, las mismas atenciones tiene con la mujer depravada y de mala �ndole, que para la mujer virtuosa y delicada. M�s graciosa es su sonrisa para la ni�a vana y disipada, que para la ni�a modesta y recogida; y cada cual alarga lo mismo su mano, al hombre de bien, que al que no lo es. Lo mismo se acata al m�rito, que a la atrevida presunci�n. �Hay acaso lauro para el hombre de virtudes? �Hay acaso repulsa para aquel que ninguna conoce, aprecia ni practica? Mientras el tribunal de la opini�n no haga justicia, seguir� este espantoso caos en que vivimos.

-Pero a algunos hombres se hace justicia, se�or: podr�a citar a usted.

-Las excepciones prueban las reglas, se�ora; pero lo general es ver a la opini�n, cual indolente sultana, sin nervio y sin energ�a para alzarse en su tribunal a separar, como es su deber, el trigo de la ciza�a; muy al contrario, se la ve acatar a las fortunas sin tomar en cuenta su origen; y no por benevolencia, porque si con una mano inciensa, con la otra levanta denodada y mal�volamente el velo que cubre sus misterios, y se r�e, al ver el fraudaloso, el falsario, el venal, la impunidad que seduce, el ejemplo que arrastra, la indiferencia que incita para lo malo, y desmaya para lo bueno! El indiferentismo, se�ora, que es la par�lisis de la virtud, ese es su estado.

-Conde, �d�nde ve usted eso? �Qu� fallos tan injustos y acerbos! �En qu� paleta ha hallado usted los colores para ese cuadro inveros�mil que lastima la vista?

-Perdone usted, amiga, pues es cierto que hago mal en constituirme en Herodes de sus ilusiones. Usted no conoce nada de eso, pues como la blanca nube de verano, vaga usted en una pura atm�sfera cual ella, no recibiendo m�s matices que las rosadas tintas del sol, ni m�s impresiones que de las suaves auras del cielo que nos elevan; pero creed, amiga m�a, que entre las COSAS CUMPLIDAS, QUE S�LO SE HALLAN EN LA OTRA VIDA, ES LA PRIMERA LA JUSTICIA.

Di�logo quinto.

EL QUINTO.

Et mon fils est-il mort! Ah, mon Diu! quel

sacrifice! Et la dessus elle tombe sur son lit.

Tout ce que la plus vive douleur peut faire,

et par des convulsions, et par des evanouis-

sements, et par un silence mortel, et par des

cris �touff�s, et par des larmes am�res, et

par des �lans vers le ciel, et par des plaintes

tendres et pitoyables, elle a tout �prouv�.

(�Mi hijo!... �mi hijo es muerto! �Oh, Dior

m�o! �qu� sacrificio! Y diciendo esto, cae

desplomada sobre su lecho. Todo lo que el

m�s vivo dolor puede hacer, por convulsio-

nes, por deliquios, por un silencio mortal,

por ahogados gritos, por l�grimas amargas,

por alzar las manos, los ojos y el coraz�n

al cielo, por quejas tiern�simas que desgar-

raban el alma; por todo ha pasado, todo lo

ha sentido, todo lo ha agotado hasta las

heces!)

MADAME DE SEVIGN�.

-�Otra quinta decretada! - exclam� el conde de Viana, tirando sobre la mesa un peri�dico que le�a. - He aqu�, marquesa, un gran mal que hace preciso la necesidad de precaver otros mayores. �Pobres campesinos! �Como si no os bastasen vuestra miseria y afanes! �Oh, triste mundo, amiga m�a, triste mundo!

-Pero, conde, - contest� la marquesa de Alora, - si alg�n argumento fuerte existe contra aquellos que se empe�an en demostrar lo infeliz y miserable de la suerte del campesino, es �ste cabalmente: el terror y desesperaci�n que infunde en los pueblos el anuncio de una quinta. En efecto, nada es comparable a la agon�a con que los padres dicen de un hijo suyo: ��Ya le toca meter mano en c�ntaro!� Todo el mundo sabe los sacrificios que hacen los mozos para libertarse de ser soldados: se han herido y han emponzo�ado sus heridas para hacerlas aparecer como �lceras; se han arrancado dientes, y ha habido mozo que se ha cortado un dedo para lograr su objeto. Toda esta repugnancia se equivocar�a el que creyera que fuese contra el estado militar. Tampoco prueba miedo; porque el valor es innato en el hombre, es una virtud primitiva, y se encuentra en toda su consistencia en el campo, adonde no ha llegado la molicie y enervamiento de las cultas ciudades. No originan tampoco esta repulsi�n los trabajos, porque m�s pasan en su afanosa existencia; no la causa su manutenci�n, porque el soldado se nutre mejor que el campesino, que en verano s�lo gusta y apetece gazpacho; no el vestiry porque el soldado est� bien vestido; no la tristeza de la vida militar, pues es conocido que no hay nada m�s alegre que el soldado, nada hay m�s gozoso que esas bandadas de gente joven y sin cuidados, que llevan la vida harto m�s ligeramente que su mochila, y que cuando fuera del servicio se entregan libremente a s� mismas, hacen rebosar estrepitosamente su alegr�a en cantos, bailes, juegos, cuentos y chanzas. Nada de esto, pues, produce ese inmenso dolor y angustia que se esparce por los pueblos al anunciarse el sorteo; s�lo se funda en la pena de la ausencia y en verse arrancados de su tierra y de la vida que aman, de su hogar y de sus cari�os. Para no cambiar su situaci�n, les parecen pocos todos los sacrificios. De lo demostrado resulta bien claro que miran su situaci�n como feliz.

-Diga usted que la aman; pero no deduzca de esto que la crean feliz.

-Conde, mala es la causa para cuya defensa se acude al sofisma, y lo es lo que acaba usted de decir. �Qu� otra cosa puede hacer amar una situaci�n sino la felicidad que brinda? Para probar a usted todo este apego al hogar, a la familia, a sus amores, referir� a usted un suceso acaecido poco ha, y que me ha referido mi doncella con todos sus m�s m�nimos pormenores, por haber acontecido en su familia. Lo contar� con la escrupulosa exactitud que pongo en cuanto le refiero, porque la m�s peque�a fioritura, el m�s m�nimo adorno po�tico, le privar�a quiz� de su sello de verdad, de su pureza genuina popular, lo que quitar�a a mis cuadros su autenticidad, y dar�a lugar a que me dijese usted con su sonrisa incr�dula: �Compone usted novelas, amiga m�a; las compone usted sin querer, enga��ndose a s� misma; es usted como el escultor, que con un poco de barro hace un santo�. Nada de eso; soy un vulgar daguerreotipo: el que no quiera ver las cosas seg�n yo las presento, es, o bien porque tiene la ligera y desde�osa mirada del disipado mundano, que nada profundiza, o la fr�a y amarga mirada del mis�ntropo, que aja las flores sobre que se posa.

-Tiene usted - dijo el conde sonriendo por coraz�n una rosa sin espinas.

-Y usted quiere ajarla.

-�Oh! No. Quisiera regarla con las aguas de la fuente de Juvencia. Pero cu�nteme usted lo que me ha anunciado.

-Tacha el mundo - principi� la marquesa - de extremos a las angustias y dolores del amor de madre.

-Y lleva raz�n, opin� el conde. Todo lo que es apasionado en el hombre, aunque sea el santo amor de madre, necesita un freno. MAR�A al pie de la Cruz, ni se arrancaba el cabello, ni se despedazaba el pecho. Se�ora, se�ora, todos los d�as rezamos H�GASE TU VOLUNTAD. �Es sincero este acatamiento, si en seguida nos rebelamos violentamente contra esa misma voluntad? Esos dolores descompuestos no son cristianos, se�ora.

-Por descabellado que sea ese amor, es bello y simp�tico, conde.

-Ese dolor denominado extremos es insensato como un suicidio, amiga m�a; y esas madres, energ�menas de amor, merecer�an que se les muriesen sus hijos para ense�arles as� lo que es un dolor real.

-Conde, �ha olvidado usted que tuvo madre?

-�No lo permita Dios! Venero la tierra porque ella la pis�, la respeto porque en ella yace su cuerpo, y ans�o por el cielo porque en �l me aguarda su alma pura; pero eso no quita...

-Que lo que en ella admir� a usted, le encant� y hiri� de gratitud, en otras lo quiera motejar. AMOR NO DICE BASTA, conde.

-Marquesa, esa bella expresi�n es s�lo aplicable al amor divino.

-Siempre me contradice usted, conde. �Si viera usted cu�nto lo siento!

-No lo sienta usted, amiga; una pausada nube que mitiga algo los brillantes rayos del sol y refresca algo la tierra con una templada lluvia, hace provecho.

-�Y por qu� hace usted una nube en mi cielo?

-Para que su demasiada pureza y brillo no le hagan creer imposibles las borrascas y tempestades. Mas... prosiga usted; no volver� a interrumpirla.

La marquesa volvi� a anudar su relato en estos t�rminos:

-No hay coraz�n que no hubiese partido la vista del cuadro que se ofrec�a en una de las casas del lugar de V..., en que se hab�a verificado el sorteo aquel d�a. Echada sobre un colch�n que hab�an puesto en el suelo, yac�a una infeliz mujer, a quien sosten�an en sus brazos dos hijas suyas deshechas en l�grimas; de rodillas a su lado, y apretando contra las suyas sus convulsas manos, estaba un hermoso joven, su hijo, que hab�a sacado del c�ntaro el n�mero fatal que lo hac�a soldado. Su padre, sentado sobre una silla baja en el rinc�n m�s oscuro del cuarto, torc�a entre sus tr�mulas manos su sombrero, y no llegaba a hacer retroceder las l�grimas, que cual gotas de ac�bar destilaba su coraz�n y surcaban sus atezadas mejillas. Dos muchachos peque�os lloraban a gritos, repitiendo:

-�Benito es soldado, y madre se va a morir!

Esta escena de dolor acerbo se hizo a�n m�s desgarradora al entrar desatentada una joven que se ech� sollozando sobre el lecho de la infeliz madre, exclamando:

-�T�a, t�a, t�a de mi alma, ya se acab� mi boda! �ya se va a ir! �y ya no quiero yo sino morirme! �Benito! �Benito! �qui�n puso esa c�dula, esa sentencia de muerte en tu mano?

La pobre madre hab�a perdido el sentido. Esta desolaci�n era la misma en otras seis casas del lugar.

Pero admire usted conmigo una cosa, conde, y es la bella resignaci�n del pueblo. En medio de este violento estado de aflicci�n, no se le o�a ni una queja contra el Gobierno, ni un anatema contra la instituci�n, ni una maldici�n al estado militar: sus quejas eran contra su mala suerte; el acriminado era el n�mero.

Parti� Benito, y no es posible pintar la pena de aquella madre, ni el dolor de su novia Rosa, aquella joven que, como todas las de los pueblos, ten�a en su coraz�n aquel profundo amor, que es el primero y �ltimo de su vida; aquel amor, que resume sobre el mismo objeto, el amor, al amante, al marido, al padre de sus hijos y al compa�ero de su vejez; amor exclusivo, que hace improfanado, puro e inmaculado el coraz�n de la mujer perfecta.

-�Oh! Inculque usted esas ideas a las j�venes, - exclam� el conde, - para que miren con hast�o las noveler�as que han viciado el ideal de la mujer y torcido las nociones sobre su destino. La joven, cual una suave planta, no se debe criar sino a la sombra de su madre; no debe florecer sino para su marido; no debe perfumar sino el hogar dom�stico, e invertir toda su savia en criar bellos los frutos que Dios le asigne.

-Este tipo que tan bien bosqueja usted - repuso la marquesa - no se halla, por lo regular, en las novelas, pero s� en el pueblo, que miramos como incivilizado y prosaico.

-�Sabe usted - dijo el conde sonriendo - que el pueblo tiene en usted un amigo mucho mejor que Proudhon?

-�Pues ya lo creo! - contest� la marquesa. - Hay en mi favor todo lo que va de un verdadero a un falso amigo. Pero proseguir� mi relato; se acerca la hora de la tertulia, hora en que ser� interrumpida mi relaci�n, si no la he concluido. Benito lleg� con el coraz�n muerto a la capital de provincia en que deb�a reunirse al regimiento. Pronto se disip� su tristeza entre aquellos festivos y alegres compa�eros; pero no el ansia por su pueblo, el profundo apego a su amor y a su familia. Desde la primera noche tuvo Benito una muestra de la poes�a y m�sica de sus camaradas, pues habi�ndose proporcionado una guitarra, a la que faltaba mucho para poder ser tenida por de Pag�s, empezaron a cantar, ya a una voz, ya en coro, un sin n�mero de coplas de este g�nero:

Soldado soy de a caballo:

Lo que quieras te dar�;

Pero en tocando a casaca,

No quiere mi coronel.

Cuatro cuartos me da el rey,

Y con ellos como y bebo,

Le pago a la lavandera,

Y siempre tengo dinero.

Pensamiento tuve, ni�a,

De servir al rey Fernando;

Desde que vi tu hermosura,

Dije: que le sirva el diablo.

Con un pie en el estribo

Y otro en el aire,

Se despide un soldado

De su comadre.

Mano a la rienda,

Se despide un soldado

De su morena.

Alg�n tiempo despu�s lleg� la orden para el embarque de las tropas destinadas a la Habana, rebajando dos a�os de servicio a los que quisiesen ir all�. Con ansia aprovecharon los quintos la ocasi�n que se les brindaba de acercar la �poca deseada de volver a sus hogares. Todos estos voluntarios fueron conducidos a un puerto de mar a aguardar el d�a de su embarque. All� fueron alojados en un cuartel. A poco, fuese el calor de la estaci�n que lo originase, o fuese un mal estacional, estall� entre la tropa una oftalm�a de mala especie. Siendo el mal contagioso, fueron los soldados extra�dos del cuartel y repartidos en alojamientos; prudente medida que concret� el mal en los primeros atacados: �stos fueron conducidos al hospital. Entre ellos iba Benito, que era uno de los que con m�s intensidad hab�a acometido el mal. Estaban los pobres pacientes al cuidado de un cirujano joven, que, adem�s de ser h�bil, ten�a y demostraba un profundo y tierno inter�s por sus enfermos. Entre ellos, Benito era el que m�s le mov�a el coraz�n: su buena �ndole, su hermosa figura, todo en �l atra�a la simpat�a.

El facultativo vio con profundo dolor que la oftalm�a del pobre quinto era casi incurable, y que mientras los dem�s se iban restableciendo y uno despu�s de otro saliendo del hospital, el mal de Benito se hac�a m�s intenso e incurable. En la angustia que le produjo el estado del enfermo pasaron algunos d�as, sin que el humano facultativo participase sus temores al desgraciado joven, amenazado en la primavera de su vida, de no ver m�s la luz del d�a, de no ver m�s los objetos de su cari�o, de hallarse en todo su vigor in�til, en toda su lozan�a marchito, en toda su hermosura desfigurado, y que, destinado a ser el amparo de sus padres, de su mujer y de sus hijos, estaba expuesto a no hallar para s� mismo otro que el de la caridad p�blica.

No obstante, el mal, ese enemigo encarnizado, alg�n tiempo despu�s se aferr� en un ojo, experimentando el otro alg�n alivio.

-Se�or, - dijo un d�a Benito al facultativo, - todos los dem�s mozos han curado y han salido del hospital: �es mi mal peor que ninguno, que alivio no hallo?

-S�, hijo, - respondi� tristemente el cirujano; - es peor tu mal. Dios sabe cu�nto me he afanado por curarte. Alivio tienes; pero...

El facultativo, compadecido, se detuvo.

-Pero... �qu�? - pregunt� el quinto.

-Hijo, - contest� pesaroso el cirujano, - me temo que... que pierdas un ojo.

-�Que me quede tuerto? - exclam� el quinto.

-Cuanto he podido he hecho in�tilmente para precaverlo, - contest� el facultativo.

Pero �cu�l ser�a su asombro cuando, al pronunciar estas palabras, vio estallar en Benito la m�s apasionada, la m�s expansiva explosi�n de alegr�a!

El cirujano crey� por un instante que el paciente se hab�a vuelto loco.

-�Se�or! �se�or! - exclamaba. - �Bendito sea Dios! �Bendito sea usted mil veces, que no me ha curado! �Se�or, soy un infeliz; pero as� tuviese los tesoros del mundo para remunerar a usted el beneficio!

-Pero, hombre, �has perdido el juicio? - exclam� el cirujano. - �Con que te alegras de perder un ojo? �Te est�s burlando de m�?

-No se�or, no se�or, - contest� el quinto; - pero �no est� usted viendo que me ir� a mi casa?

El conde y su amiga permanecieron callados algunos instantes bajo la emoci�n que sent�an, admirando tan patente prueba del santo amor a la familia y al hogar, y compadecidos de la amargura de una situaci�n, de la que salen con j�bilo, aun a costa de tan terrible desgracia.

-Ha probado usted plenamente su aserto, marquesa, - dijo al fin el conde; - y puesto que el soldado espa�ol es alegre, d�cil, honra el estado militar, respeta el derecho del pa�s al llamar a sus hijos bajo su bandera, y a pesar de esto, todo sacrificio le parece poco para eximirse de mudar de estado, es porque efectivamente son en su coraz�n profundos y apasionados el amor a la familia y al lugar de su nacimiento. El lance que ha referido usted ya lo sab�a. Benito es sobrino de mi capataz en V..., y dio la casualidad de estar yo all� este oto�o a fines de vendimia, cuando regres� Benito a su casa.

-�Y fue inesperadamente? - pregunt� con ansiosa curiosidad la marquesa. - �Sorprendi� mucho a su familia?

-Supe todos los pormenores de su vuelta por mi capataza, que es tan sumamente amiga de hablar, que cuando ha agotado toda materia y exprimido todo asunto, vuelve a decir lo que ha dicho ya, como sucede en las Cortes.

-Cuente usted, pues, esos detalles, conde; no puede usted creer lo que me complacer� en ello.

-Un a�o hab�a trascurrido desde la salida de los quintos; pero la pena de la madre y de la novia de Benito estaba viva como el d�a en que parti�. Las penas que no tienen remedio levantan la palabra IMPOSIBLE como una barrera a toda esperanza, y la ponen sobre el coraz�n como una losa sobre su sepulcro, que halla entonces en su misma inmovilidad la quietud del hielo. Pero, la pena que muestra una lejana esperanza al trav�s del temor de otras penas mayores, suscita y acrecienta inquietas y amargas olas en el mar de angustia que inunda el coraz�n.

As� era que la familia del quinto, que cre�a que se hab�a embarcado para la Habana, estaba reunida en la mayor congoja en una de las tormentosas y l�gubres noches con que tan anticipadamente se anunci� el oto�o de este a�o. La lluvia ca�a en tan gruesas gotas, que no parec�a sino que las hubiesen cebado las nubes para arrojarlas cual proyectiles a la tierra. El viento hac�a alarde de su fuerza invisible y de su inconsistente poder�o, lanzaba su l�gubre grito de guerra, y arrancaba las tejas que cubren las casas, as� como el soberbio insolente derriba el sombrero del humilde que no se le quita; en el silencio de la noche nada respond�a a sus bramidos, sino alg�n lejano trueno. De cuando en cuando dibujaba un rel�mpago su marcha con agudos rasgos de fuego en las negras nubes, y toda esa tormentosa agitaci�n de la naturaleza hallaba un eco fiel en los corazones de aquella angustiada familia. La madre...

-�Ya me hago el cargo! - interrumpi� al conde la marquesa. - �Ay! Que el dolor no hall� lecho m�s blando que el coraz�n de una madre, y as� lo hizo su preferente morada.

La pobre MAR�A, - prosigui� el narrador, - postrada ante el CRUCIFIJO y una imagen de la VIRGEN DEL CARMEN, rezaba el Trisagio en voz ahogada y temblorosa.

Cuando hubo concluido el c�ntico, exclam�:

-�Ay, Dios! �Mi pobre hijo que ahora est� en la mar, en la mar que dicen se traga m�s nav�os que el a�o d�as!... �MAR�A SANT�SIMA DEL CARMEN! �T� que has salvado tantas vidas de navegantes que a tu amparo se acogieron como almas de pecadores que tu intercesi�n buscaron, SANTA MADRE DE DIOS, oye los clamores de otra madre! �JES�S! �SE�OR! �Cuantos a�os me quedan de vida dar�a por tener a mi hijo a mi lado! No puedo pediros tama�o milagro; pero s� os pido que le salv�is de esta borrasca que desamparado del mundo entero, estar� pasando! �Salvadlo, SE�OR, por las l�grimas de vuestra Madre, salvadlo!

-�Salvadlo! - repiti� toda la familia sollozando.

-�Para qu� pedir el ir a Am�rica? - gimi� su prima Rosa, - �Para qu� exponerse sobre esa mar que no es amiga de nadie?

-�Ese hijo me va a matar! - exclam� MAR�A. - Pues lo que estoy pasando es peor que mil muertes.

-�Pues ya se ve que te quitar� la vida, no �l, sino t� misma! - dijo el padre. - Desde que las Indias son Indias, �no han ido y venido all� los espa�oles como voy y vengo al cortijo? �Pero de juro que se ha de ahogar Benito! Se te meti� en la cabeza, y lo que a ti se te mete en la cabeza ni con un barreno de p�lvora sale.

-Calla, Mart�n, - contest� su mujer, - que est�s haciendo de tripas coraz�n, y tan muerto est�s como yo. �Jes�s! - a�adi�, tap�ndose el rostro con ambas manos, herida su vista por el repentino fulgor de un rayo, al que siguieron los cortados y repetidos estallidos con que revienta el trueno cuando est� la tormenta sobre nuestras cabezas.

Las muchachas se pusieron a rezar el SANTO, SANTO, SANTO, y MAR�A dej� caer abismada su cabeza sobre una silla en que ocult� su rostro, gritando:

-�Hijo m�o, hijo m�o!

En este instante llamaron ala puerta: uno de los ni�os fue a abrir.

-�Jes�s! - grit� cuando hubo abierto. - �Padre, padre, un forastero!

Y antes que su padre contestase, se precipit� un hombre en el cuarto, tendi� r�pidamente la vista, vio a MAR�A, vol� hacia ella y la cogi� en sus brazos diciendo:

-�No me llamaba usted, madre? Aqu� estoy.

Hay escenas que no pintan pinceles ni describen plumas. Todo en aquella casa lo hab�a anonadado la alegr�a; en vano lanzaban las nubes sus rayos, rug�a el viento sus amenazas, e inundaban los aguaceros la casa: el sol de Mayo brillaba en ella. Ya no eran s�plicas, sino acciones de gracias las que se dirig�an a las divinas Im�genes.

-�Milagro! �milagro! - exclamaba fuera de s� la madre.

-�Milagro! - repet�a enajenada la familia.

Hab�ase acercado a la mesa sobre que estaba el vel�n, y s�lo entonces not� MAR�A la lesi�n de su hijo.

-�Benito! - grit� estremecida. - �Qu� es eso?

-Eso - contest� Benito alegremente - es que me cuesta la licencia un ojo de la cara.

-Y no es cara, - dijo Rosa con alegr�a y con la exquisita delicadeza del verdadero amor.

-�Hijo de mi vida! �Has estado en campa�a? - pregunt� con acongojada voz MAR�A.

-S�, en el hospital, luchando con un enemigo m�o y no de su majestad.

-�Ay Dios m�o, Dios m�o, - exclam� la pobre madre llorando amargamente, - que mi hijo ha perdido un ojo!!!

-�Y qu� lo hace, si le queda otro? - repuso Rosa ech�ndose a re�r.

-�Ay, qu� desfigurado est� el hijo de mis entra�as!... - gem�a MAR�A, retorci�ndose las manos.

-No tal, se�ora, - respondi� Rosa con la misma alegr�a. - A bien que no tiene que parecer bien sino a m�, y a m� me parece hermos�simo ahora como antes.

-�Lisiado mi hijo! �Lisiado mi sol! - repet�a llorando MAR�A. - M�s quisiera que se me hubiesen secado mis ojos de llorar, que ver a mi Benito tuerto.

-�Pero, se�ora, si usted no se va a casar con �l, sino yo, y a m� no se me importa que lo est�! - replicaba Rosa.

-�Ay! �Qui�n pudiera quitarse los suyos y pon�rtelos! - prosegu�a diciendo entre sollozos MAR�A. - �Yo que te par� con dos ojos m�s bellos que dos estrellas! �Ay! �Qu� dolor! �qu� dolor!!!

-No llores, mujer, - dijo Mart�n a MAR�A - antes da gracias a Dios por la merced que nos ha hecho tray�ndonosle. Ha poco no te atrev�as a pedir a Su Majestad tama�a gracia, y ahora que cuando esperarla no pod�as te la concede, en lugar de agradecerla lloras por lo que queda. �T� quieres las cosas sin pero y a medida de tu deseo? Pues, hija m�a, eso no puede ser, porque siempre se ha dicho que

COSA CUMPLIDA...

S�LO EN LA OTRA VIDA.

El conde call�, y tambi�n la marquesa permaneci� silenciosa y con la cabeza inclinada.

-�En qu� piensa usted, mi amiga? - pregunt� al cabo de esta pausa el narrador. - �He persuadido a usted al fin, con la ayuda de los hechos, de que COSA CUMPLIDA, S�LO EN LA OTRA VIDA?

-Me preguntaba a m� misma - contest� la marquesa - que cu�l de las dos quer�a m�s a Benito, s� su madre, a quien tanto aflig�a su deformidad, o su novia, a la que no se le importaba nada.

-Cada cual fue en su g�nero el tipo m�s cumplido de sus respectivos amores, - respondi� el conde.

-Pues a su vez deduzca usted de esto, amigo m�o, - prosigui� la marquesa, - que algo hay CUMPLIDO en este mundo, y es todo NOBLE AMOR EN EL CORAZ�N DE LA MUJER.

Di�logo sexto.

Un t�o en Am�rica.

Etre dun jour, �puis� de souffrances,

J'ose rever un ciel consolateur:

Fils du n�ant, pourquoi tant desperance?

Fils dun Dieu-Roi, pourquoi tant de douleur?

A ma raison cette enigme resiste;

Mon coeur g�mit et mon esprit se tait;

Cest que la vie est un mistere triste,

Dont la Foi seule a trouv� le secret.

(Ser de un d�a, abrumado de padecimientos,

me atrevo a so�ar en un cielo consolador: hijo

de la nada, �c�mo tanta esperanza? Hijo de un

Dios-Rey, �por qu� tanto dolor?

Res�stese este enigma a la raz�n m�a; gime

mi coraz�n, calla mi entendimiento; pues es la

vida un misterio triste, que s�lo comprende y

explica la Fe.)

EL PRESB�TERO GERBERT.

-Se�or, se�or, - dijo la marquesa de Alora al ver entrar a su anciano amigo el conde de Viana, - tengo una historia que contar a usted, fresca, fresca como una rosa de Abril.

-Mucho siento que no sean dos, - contest� el conde.

-Es que vale por ciento, - exclam� con gozo la joven se�ora.

-Es claro que eso vale s�lo por contarla usted.

-No, no por contarla yo, sino porque es cierta, y me va a valer un triunfo sobre esa triste opini�n de usted de que no hay felicidad cumplida en este mundo, y que s�lo podemos esperarla en el otro.

-Ans�o ya por o�rla, - dijo el conde, arrellan�ndose c�modamente en un sill�n frente a su amiga.

-Y yo m�s por contarla. Si no hubiese usted venido, conde, creo que se la hubiera contado a mi canario, que despert� cuando entraron el reverbero, al que cant� la bienvenida, tom�ndolo quiz� por el sol de Dios. Pero vea cu�n poco ha durado su ilusi�n, pues desenga�ado, ha vuelto a ocultar su linda cabecita bajo su ala y a dormirse.

-No hay ilusi�n que dure, marquesa, y acabar� usted por hacer lo que su canario; bajareis vuestra cabecita, y cerrareis vuestros ojos, hasta abrirlos al SOL ETERNO.

-Despu�s de contada mi historia, discutiremos este punto y disputaremos como siempre.

-Por de contado. �Oh, amiga m�a! Si siempre estuvi�semos de acuerdo, no ser�ais vos la linda joven llena de vida, de sonrisas e ilusiones, ni yo el anciano cargado de canas, experiencias y desenga�os. Pero empiece usted su relato, que si pasa la hora de nuestra conferencia particular y entran los tertulianos, no me la contareis; y prevengo a usted que no me conformar� tan resignadamente como su canario a dormirme despu�s de una esperanza fallida.

-Cuidado, conde, que, cual �l, no cante usted creyendo astro lo que s�lo ser� una lucecita.

-Nunca me enga�o cuando espero que lo que me cuente usted me interese y me encante.

-Para contar a usted a mi sabor la prometida historia, - dijo la marquesa, - tengo, como siempre sucede, que tomarla un poco de atr�s, y andarme, como dice la bonita frase vulgar, por las ramas.

-Como los p�jaros... como las mariposas, repuso el conde. - Bien; tanto mejor; eso es lo que yo deseo. Vuestros vuelos, que son las variaciones de su hermoso tema, que todo es bello y bueno en este mundo, me son gratos al coraz�n, como son al o�do de los filarm�nicos las variaciones que con tanta melod�a ejecutan los grandes artistas sobre temas escogidos.

-Sabe usted - as� empez� la marquesa su relato - que hace dos a�os padeci� Alberto, de resultas de una pulmon�a, una afecci�n de pecho que nos llen� de cuidado. Yo no pod�a vivir; sent�a, como dice madama de Sevign�, el dolor que le causaba su tos en mi pecho, y ten�a toda la aprensi�n de que �l carec�a. Los facultativos le aconsejaron que hiciese un viaje de mar y pasase el rigor del est�o en un clima menos ardiente y seco que el de nuestra Andaluc�a, castigada por sus levantes y solanos, como si tambi�n quisiese la naturaleza dar a usted raz�n en su sempiterno tema de que no hay bajo las estrellas cosa cumplida. Unos le aconsejaron ir a Inglaterra, otros a Suiza, otros a B�lgica; pero Alberto, que, como sabe usted, no es amigo de buscar lejos lo que cerca puede hallar, determin� pasar dicha temporada en Galicia, cuyo delicioso temperamento de verano no goza de la fama que merece, ni atrae a los forasteros que deber�a, no s�lo por nuestra apat�a, sino tambi�n a causa de nuestra desgraciada falta de caminos, de posadas y de buenos medios de viajar. Me ofrec� a acompa�arle; lo que no rehus�: en esto como en todo eran unos nuestros deseos. Conde, Alberto no apreci� en todo su valor el hero�smo de que d� prueba para no desunir lo que Dios uni�; me embarqu� en un vapor, �en un vapor de mar! �Lo concibe usted?

-Concebir�a que se hubiese usted embarcado en un globo aerost�tico para no separarse de Alberto.

-Paso por alto la navegaci�n, conde, - prosigui� la marquesa, - y s�lo recordar�, estremeci�ndome, la tormenta que sobre el Cabo de San Vicente nos atron�, el viento que nos sacud�a, las olas que nos azotaron, el erguido Cabo que nos amenazaba, las ballenas que nos rodeaban, lanzando al aire sus saltadores de agua como burl�ndose de la torpeza del barco, ese competidor que labra y les presenta el hombre en sus dominios, con vida artificial de fuego, con cuero postizo de brea, y aletas fingidas de lona. Vimos cerca de Lisboa, a la desembocadura del Tajo, la torre que se levanta aislada rodeada de mar, y que sirve a la vez de faro y de prisi�n, representando un fant�stico Saturno que a la vez diese la vida y se tragase a sus hijos.

Por fin, presuroso, ruidoso, impetuoso, azorado y bufando, exacta personificaci�n del esp�ritu de la �poca, entr� nuestro negro drag�n en la hermosa bah�a de Vigo: no la mir�, se detuvo un momento para desembarcar la balija y los pasajeros, y se fue sin despedirse.

Vigo, que se ha agazapado sin gracia ni comodidad en la ladera de un cerro como si temiese mojarse los pies, en lugar de extenderse airosamente en el llano precioso que sigue al escueto monte, no tiene nada de bonito, sino su campo y sus vistas; y as� no nos detuvimos all� sino el tiempo preciso para disponer la manera de proseguir nuestro viaje, y aguardar la hora conveniente para emprenderlo.

A la ma�ana siguiente, pues, al tiempo que se deslizaba callada y p�lida el alba entre la noche y el d�a, surc�bamos en una lancha llevada por cuatro remeros la magn�fica bah�a de Vigo. No mov�a su superficie en aquella hora, que es la que m�s respeta el viento, ni el m�s leve soplo de esta invisible y poderosa fuerza. Aquellas aguas, a las que la tierra abr�a paso como para hacerles con ellas en sus faldas un abrigo a los barcos que llevan a sus hijos, tomaban entre sus verdes orillas el continente de un manso r�o, y parec�an esforzarse en conservar en su seno la imagen de las deliciosas vistas que en ella se reflejaban. Forma la r�a, estrech�ndose, un recodo a la izquierda, y sigue su angosto cauce por m�s de una legua. No es posible imaginarse un paseo mar�timo m�s encantador que el que al alba de un hermoso d�a proporciona aquella r�a sorprendente. Tapiza los montes que la encierran un c�sped que tiene toda la frescura y vivo color del tan celebrado que es el vestido de gala del campo de Inglaterra. De cu�ndo en cu�ndo descuellan en las lomas de estas alturas el campanario de la sencilla iglesia de un lugar escondido entre la enramada como un nido de sencillos p�jaros. La completa calma de la atm�sfera hac�a que llegase a nuestros o�dos la llamada de la campana a misa de alba. Dif�cil me ser�a expresar la conmoviente, sensaci�n, las inspiraciones po�ticas que produc�a aquella voz de la Iglesia, que es, como todo lo suyo, a la vez tan grave y gozoso, tan solemne y pac�fico, tan elevado y tan sencillo; aquella voz que os llama en el mismo tono a ti, pr�ncipe, y a ti, pordiosero; a ti, anciano, y a ti, ni�o; a ti, sabio, y a ti, simple. Nada puede impresionar m�s religiosa y po�ticamente nuestra alma que aquel toque con que hemos sido criados, cuando lo o�mos en un sitio encantador, en una ma�ana deliciosa, suavizado por la distancia, esparci�ndose a un tiempo por la atm�sfera con los brillantes rayos del sol.

Ang�stase tanto la r�a, que tiene en ambas orillas dos castillos, cuyas tristes ruinas quedan unas enfrente de otras, como dos manos mutiladas por el tiempo, que en otros m�s felices se un�an por una enorme cadena para guardar las magnas escuadras que llevaban y hac�an respetar por el orbe el pabell�n de Espa�a. Miranse unas a otras las dos ruinas al o�r la campana de la aldea, que nunca enmudece, y se preguntan c�mo pudo enmudecer la poderosa voz de sus ca�ones. No las consuela la joven y rica vegetaci�n que las rodea, y rechazan, con sus duros y compactos cimientos la amiga de las ruinas, la yedra, prefiriendo su estoica pobreza y desnudez a galas que desde�an.

A poco se ensancha la r�a, y forma un magn�fico lago circular. En medio se levanta una isleta, como si la naturaleza, yendo al encuentro de las necesidades del hombre, lo hubiese, preparado el terreno adecuado para el hermoso lazareto que all� se ve. Al lado izquierdo, recordando la r�a que es mar, arroja de su seno unos pe�ascos duros y desnudos, que forman islas de rocas, que son tambi�n un lugar de refugio para las aves mar�timas maltratadas por los temporales de la costa de Cantabria.

Estas fuertes y desnudas rocas acaban de hacer de aquel paraje, por el contraste que forman, el sitio m�s pintoresco y extraordinario que puede hallarse. Aquel lago trasparente, rodeado de verdes montes que est�n adornados de grupos e hileras de frondosos �rboles; aquel grandioso edificio, c�rcel, hospital, hospicio y salvaguardia; los barcos aventureros, andadores, emprendedores, ahora tranquilamente anclados all�, y tan inm�viles como descansa un viajero en su lecho; aquellas �ridas rocas en que los p�jaros del mar vienen, semejantes a los barcos, a buscar su refugio, componen un conjunto magn�fico de contrastes que despierta las ideas m�s encontradas, como lo hacen aisladamente lo reconcentrado y lo infinito, lo ameno y lo grave, lo cercano y lo lejano, lo est�ril y lo frondoso, la tierra con sus suaves encantos, la mar con su severa solemnidad.

Entre las islas de roca y el lazareto se prolonga la r�a, volviendo a entrar en su angosto cauce, verde y frondoso, hasta llegar al pueblo de San Payo, en el que en tiempos modernos se ha labrado un hermoso puente. Desembarcamos en aquel punto, en donde hicimos un almuerzo bastante bueno, sobre todo por sus ricas ostras.

Mientras preparaban las caballer�as para proseguir nuestro viaje a Pontevedra, dimos una vuelta por aquel precioso pueblecito, que tiene, como los de Alemania, sus casas salpicadas entre �rboles, huertas y praderas, y llegamos, siguiendo un callej�n engarzado en vallados, a la iglesia, que es chica y pobre, y se asienta en el paraje m�s elevado, como un buen pastor para vigilar su reba�o.

Es imposible imaginarse una vista m�s bella que la que se abraza desde los porches de aquella iglesia. Al frente, bajando la vista entre las ramas de los �rboles, se divisa el lago que forma la r�a y los pe�ascos cubiertos de las ariscas y salvajes aves del mar, que graznan sus poemas �picos en concierto con los idilios que cantan el ruise�or y el jilguero en la frondosa enramada. Cr�ese uno al ver las rocas, sus alados hijos, y sus atrevidos hu�spedes los barcos, a orillas del potente elemento, inmensa palestra del orbe, inconmensurable bald�o del universo, para cuya, amplitud no hay vac�o, y para cuya grandeza no hay l�mites en lo creado, pues peina sus canas en un polo, asienta sus pies de hielo, en el otro, levanta en una mano al �frica y en la otra a la Am�rica; lleva en su seno, como dijes, islas que s�lo el sol abarca de una mirada, y guarnece con la misma franja de espumas a Europa y Asia; mientras que a nuestro alrededor la pobre iglesia, la abundosa y espont�nea vegetaci�n, la dulce y tranquila soledad campestre, el suave y pac�fico silencio de una naturaleza rural le trasponen al valle m�s c�ntrico y escondido de la tierra.

Si mi suerte me llevase a Galicia, desear�a que fuese a San Payo, aquel tranquilo pueblo tan campestre y mar�timo a la vez, y al que s�lo fue dado unir lo hermoso de ambos contrastes; y no lo sentir�a, siempre que conmigo llevase mis amigos, y los hallase all�.

-�En d�nde no hallar�a usted amigos, marquesa? - dijo el conde - mir�ndola con cari�o.

-All� donde no sintiesen todos como usted y no me mirasen con sus parciales ojos, - contest� la marquesa. - Pero veo - a�adi� riendo - que mi narraci�n se va extendiendo a una especie de relaci�n de viaje; los recuerdos son laberintos en los que uno se pierde, conde.

-Me interesa mucho lo que de Galicia me est� usted refiriendo, - repuso �ste, - porque conozco poco esa provincia tan distante de la nuestra, bajo el punto de vista gr�fico y pintoresco que me la describe usted.

-Siento no haber estado bastante tiempo all�, - prosigui� la marquesa, - ni haber visto las muchas bellezas que contiene, para poder hacerlo con propiedad y m�s ampliamente. Cada vez que leo las eruditas e interesantes descripciones que de esta provincia y de sus monumentos da a luz el SEMANARIO, me desespero de haber estado en la fuente y haber bebido tan poco. En viajes, cada d�a que se pierde, prepara para lo sucesivo un remordimiento. Pero el ejercicio y movimiento le hab�an sido prohibidos por los facultativos a Alberto, y s�lo el preciso para trasladarnos a la Coru�a pudimos hacer. Montamos en las caballer�as que deb�an conducirnos a Pontevedra, creo que esta distancia es de dos leguas, las que presentaron a nuestra vista los mismos contrastes que la r�a: baja el camino en varias revueltas a un terreno que habr� servido de cama al mar, que ha aniquilado aquella vegetaci�n, sobrepujando al fuego en su acci�n esterilizadora. V�se aquel yermo sin m�s accidente que interrumpa su monoton�a que pe�as y piedras en un desorden mustia y en�rgicamente pintoresco, pudiendo representar con propiedad a la imaginaci�n el lugar donde existi� Sodoma, y poco despu�s, como por un golpe de magia, resucita el paisaje, tan rico de espl�ndida vegetaci�n, que a su vez podr�a representar con propiedad el para�so terrenal. Toda clase de �rboles, esos reyes de la vegetaci�n, esos engalanadores del paisaje, esos hijos robustos que con predilecci�n cr�a la tierra, se alinean por el camino, se ostentan cerca, se agrupan en lontananza con encantadora armon�a, y como los buenos hijos de No�, cubren con sus ramas los caser�os, que son pobres, ruines, feos y tan antipintorescos, que parecen haber tenido por arquitecto un carcelero pobre, y por padrino al m�s ac�rrimo enemigo de las luces, pues hemos visto muchas de estas casas sin ventanas. No ser�a chocante esta falta en una humilde choza, pero s� lo es en las cuatro paredes que se levantan erguidas y sin gracia para formar una vivienda con categor�a de casa. Descuellan entre estos �rboles los corpulentos casta�os y los erguidos chopos, que visten ropa talar, cubri�ndose desde los pies de ramas, formando pir�mides, que se balancean en el viento como meciendo los pajaritos que entre sus ramas anidan.

Poco podr� decirlo de Pontevedra, donde no nos detuvimos apenas. Es un pueblo grande, no lejos de una r�a, puesto que la mar aparece en aquellas costas como una enorme ara�a que clavase en la tierra sus largas patas, por ver de arrancarle a Espa�a su hermosa provincia. El campo es precioso; la posada un hermoso edificio en que se sirve bien al viajero.

Los gallegos, que tienen en gran estima a esta ciudad, cuentan que perteneci� a Portugal, cuyo rey la cambi�, a propuesta del rey de Espa�a, por Chaves. Despu�s de verificado el cambio, vino el rey de Portugal a ver ambas ciudades, y cuando vio a �sta, exclam� arrepentido: ��Pontevedra, Pontevedra, quien te viera... no te diera!�

Not�, por estar cerca de la posada, el convento de San Francisco, cuya magnitud es asombrosa; muchas casas con escudos de armas, probablemente ligados a la historia de Galicia como rayos de sol a su disco; pero, sobre todo, me admir� y entusiasm� el aspecto que presentan las ruinas de un edificio que nos dijeron era el palacio episcopal. Conserva este edificio su forma, y la imaginaci�n puede f�cilmente reedificarlo.

En aquel clima f�rtil y h�medo que lo es propio, se ha desarrollado ricamente la buena yedra, la que cumpliendo con su misi�n, que es una de las obras de misericordia, se ha puesto a vestir aquel encumbrado, pero hoy desnudo edificio, que los hombres, despu�s de labrarlo con tanto celo, abandonan con tanta desidia. Consuela a sus amigas las piedras, las acaricia y refresca con sus suaves hojas, estrecha entre sus d�biles brazos los torreones, como la buena mujer al fuerte compa�ero si lo ve desatendido y vencido; v�se esta siempreviva, hija de la tierra, subir afanosa las escaleras, asomarse airosa por las ventanas, formar festones en los arcos, y alz�ndose sin descanso a medida que se bajan las murallas, sacar por cima de ellas sus verdes ramas, cual el pend�n de la esperanza que, se�alando al cielo, intentase consolar al que sobre las ruinas de las cosas de este mundo llora. Pontevedra es alegre, y ha dejado una impresi�n an�loga en mis recuerdos.

A las dos de la noche, despu�s de tomar un pocillo del excelente chocolate que se sirve en Galicia, entramos en la diligencia-�mnibus que deb�a trasladarnos a Santiago.

Como soy exacta, aunque pertenezco al sexo que tiene fama de no serlo, fuimos los primeros que la ocupamos. En seguida, y armando mucho estruendo, entr� una se�ora cuyas facciones no pudimos distinguir, pero cuyo enorme bulto se ataj� en la portezuela; sentose frente de nosotros, y a su lado una muchacha cuya juventud not� en su voz, puesto que no se ve�a.

Es el caso de observar que, en general, las voces de las gallegas, y hasta su modo de pregonar, es sumamente melodioso y gusta sobre todo a nosotros los andaluces, que carecemos de esa ventaja, pues aqu� se habla recio, en tono sostenido y precipitado, como si temiesen no tener bastante tiempo para decir, y el oyente bastante o�do para o�r. All�, al contrario, prolongan las s�labas en diversas modulaciones, que agradan mucho. Segu�a a �stas un pasajero, que no deb�a ser joven por lo pesado de sus movimientos, envuelto en una levita de pelo largo, y asido al paraguas, caro al coraz�n de los habitantes de la h�meda Galicia; era aqu�l un vulgar paraguas de los de tela de algod�n, que all� gozan de gran popularidad, y prodigan su econ�mica protecci�n a sus adeptos. La se�ora gorda se apresur� a hacer sentar a D. Longino, tal era su gracia, al lado de su hija. Sigui� a este caballero otro que tropez� al subir, se golpe� la frente al entrar, pis� un pie a la se�ora gorda, que dio un gru�ido, y al pedirle cort�smente, excusas, se sent� tan en extremo cerca de Alberto, que tuvo que reiterarlas. En seguida se at� un pa�uelo alrededor de la rodilla, por haberse rajado en semejante sitio su pantal�n al poner el pi� en el estribo. Por �ltimo, entr� ligeramente un joven, que ocup� el cuarto asiento en nuestra banqueta. No quisiera recordar el camino ni los sustos que me ocasion�. El suelo de la parte de Galicia, que recorrimos es generalmente pedregoso, pero no de piedra menuda y guijarro, sino de enormes trozos o balumbas que alternan con la tierra, y que ser�a dif�cil de nivelar, y m�s de arrancar de su sitio; es, pues, precisa pasar por cima. Crea usted, conde, que como se dice que hay un Dios para los borrachos, se puede decir que hay en Espa�a un Dios para las diligencias.

Sali� el sol, - lo que no tiene por indefectible costumbre en este pa�s, - y pudimos hacernos cargo de qui�nes �ramos los que, venidos de tan encontrados puntos, reun�a por alg�n tiempo tan cercanamente el accesible �mnibus.

Desde luego vimos que nuestros compa�eros, no s�lo no eran gentes de clase, sino que pertenec�an a lo m�s vulgar, a excepci�n del vecino de Alberto, ese tipo de la desma�a, que era un empleado que se nos dio a conocer m�s adelante como sobrino de nuestro amigo D. Galo Pando, el que llevaba el mismo apellido con el nombre patron�mico de Arcadio. Este nombre no le ven�a mal, porque era fino, obsequioso, modesto, galante y complaciente; lo que nos prob� haci�ndose nuestro amable y bondadoso cicerone en Santiago, para donde no llev�bamos cartas de recomendaci�n, no habiendo pensado detenernos all�. La se�ora gorda ostentaba las m�s pronunciadas pretensiones a la elegancia. Llevaba un vestido en el que se ve�an tantas y varias flores y extra�a hojarasca, que parec�a un invern�culo de flores ex�ticas; una manteleta hecha de g�nero servido, un camisol�n con encajes bastos, lavados y furiosamente almidonados, y una cofia adornada con dos ramos de menudas rosas, las que, confeccionadas en un convento, pero sin vocaci�n para la clausura, clamaban por emanciparse, dirigi�ndose cada cual por su lado, como los cohetes de un castillo de fuego.

A su lado estaba su hija; pocas veces he visto una belleza m�s acabada; ten�a, como suelen tener las de su pa�s, las m�s perfectas formas femeninas, guardando un justo medio entre las bellezas obesas de Rubens, y los largos y descarnados tipos de los heepsaks ingleses. Su delgada cintura era de ni�a, mientras que la anchura de sus hombros y de sus caderas mostraba el perfecto modelo de la que destin� el cielo para propagar la hermosa estirpe del que es rey de la creaci�n. Su cara era perfectamente bella, su tez blanca, sus ojos y pelo negros; ten�a, lo que no es all� frecuente, una inalterable palidez, que denotaba, o alg�n perenne malestar f�sico, o alg�n constante padecer moral; vest�a en extremo sencilla, con un gran pa�ol�n sobre los hombros, y un pa�uelito de la India azul turqu� sobre la cabeza, atado debajo de la barba. El se�or que estaba sentado a su lado, vistiendo la levita de bayet�n, era un bacalao vestido, con ojos a la vez ariscos y escudri�adores, y uno de esos tipos comunes de repugnante groser�a, porque siendo proporcionalmente ricos, ingertan sobre su grotesca ganser�a la insolencia del dinero.

Esforz�base en hacerse agradable a la joven, que le volv�a cuanto era dable sobre la banqueta la espalda, y dejaba todas sus preguntas sin respuestas. Esta joven desde luego ejerci� sobre m� cierto irresistible atractivo; y reflexionando en la causa que lo produc�a, vine a inferir que era la absoluta indiferencia que ten�a a parecer bien y a agradar, que pica el amor propio, como lo empalagan los esfuerzos hechos por inspirar admiraci�n; esa dejadez o indolencia que, cuando no son desde�osas, dan un no s� qu� de solidez, un aire de superioridad a mezquinas vanidades, una honesta y recatada independencia o emancipaci�n, harto m�s llena de atractivo que la decantada, fr�vola, necia y chocante coqueter�a puesta en boga por los hombres que escriben con el fin afrancesado de inocularla en las mujeres espa�olas. �Dios perdone a tanto introductor de malas tendencias y peor gusto en nuestro noble pa�s, tan superior a mezquindades fr�volas y afectaciones rid�culas!

Observ� que Do�a Simona, as� se llamaba la se�ora gorda, de cu�ndo en cu�ndo daba a su hija, que ten�a por nombre Andrea, un codazo, y de cu�ndo en cu�ndo le tiraba por debajo de su manteleta - que naci� vieja - un pellizco; el codazo lo recib�a la impasible v�ctima cuando no contestaba a las preguntas del se�or del bayet�n, y los pellizcos cuando volv�a la cara hacia el �ltimo rinc�n de nuestra banqueta, en que estaba sentado el joven que fue el �ltimo que entr� en el �mnibus-diligencia.

Debo, antes de proseguir, dar a usted m�s amplios detalles de nuestros compa�eros de viaje, pues van a ser los personajes de la historia prometida, y decirle el c�mo los adquir�.

Habiendo sabido D. Arcadio que Alberto deseaba tomar un criado del pa�s, le recomend� a un muchacho que con el fin de colocarse ven�a a la Coru�a, y hab�a tomado un asiento exterior. Era �ste pariente cercano de la se�ora gorda; por este muchacho, - que es Domingo, - que nos ha seguido aqu�, supe todos los pormenores que voy a referirle a usted.

Es seguro que no extra�ar� usted verme tan impuesta, conociendo mi propensi�n a identificarme con cuanto me rodea, hasta con los animales, con la naturaleza y aun con las cosas inanimadas.

-Conozco esta propensi�n, amiga m�a, que hace, digamoslo as�, del coraz�n de usted un santo hospicio, y s� los malos ratos que le hace pasar, - dijo el conde.

-�Y por qu� no hace usted igualmente menci�n de los buenos, de lo que he gozado, vivido, re�do y sentido? - repuso la marquesa.

-Si no se acuerda usted de sus ansias y de sus l�grimas, vertidas en el altar de la compasi�n, yo las tengo bien presentes, y... �Dios no las olvida! Mas recuerde usted un refr�n turco, que dice que el que llora con todos, acaba por quedarse sin ojos.

-Bien dice usted que es turco el refr�n. �Qu� magn�fica y bendita ceguera, la que fuese debida a la caridad!!!

-Empiece usted su historia, marquesa, que adem�s de inter�s, me inspira ya curiosidad.

-Era Do�a Simona, esto es, la se�ora gorda que gru��a por el desacato cometido por Don Arcadio contra sus respetables sostenes, y que tanto agasajaba a su amigo D. Longino, hija de unos pobres campesinos de Santa Mar�a de Meira, pueblecito cercano de Pontevedra. Su hermano, con ese instintivo amor al trabajo, que hace a los gallegos tan hombres de bien, se embarc� para Am�rica; su hermana mayor cas� con un pobre, que a poco muri�, dej�ndola con cinco hijos en la miseria.

Simona, que era buena moza, y por lo tanto algo arrogante y desenvuelta, se cas� con un d�mine flaco, mustio y poco letrado, gracias a ciertos escr�pulos de conciencia que supo despertar en su asombradizo �nimo, el que, por ser hijo de un criado de campo de una casa pudiente, obtuvo no s� qu� clase de empleo, cargo o cobranza, que le trajo a Pontevedra. Dando ensanche o p�bulo este ascenso a la arrogancia de Do�a Simona, aumentose �sta a incre�bles proporciones. Su pobre hermana implor�, sin obtenerlos, socorros de la encumbrada Simona; lo solo que hizo �sta por ella fue traerse a uno de sus hijos, llamado Benito, gracias a la intervenci�n del triste d�mine su marido, que necesitaba un muchacho de toda confianza para sus cobranzas.

Benito ten�a el bello tipo gallego, no tan fino como el fino tipo andaluz, pero quiz�s m�s correcto; y que si bien no tiene el alma y chispa de nuestros paisanos, tiene una frescura y una lozan�a de las que el nuestro carece.

Andrea, que ten�a bastante buen sentido para que le chocasen las fachendas y jactancias, con las que su madre se pon�a en rid�culo, por la fuerza de la reacci�n, se apeg� a lo sencillo y a lo r�stico, no porque fuese humilde, sino porque ten�a bastante orgullo razonado para no dejarse cegar por la torpe vanidad. As� fue que, lejos de desde�arla, se apeg� a su familia pobre, y correspondi� al amor de su primo, �l que, a una hermosa presencia, un�a un honrado car�cter, un coraz�n sano y un recto juicio. Poco antes de nuestro viaje hab�a llegado a Pontevedra un rico mercader de la Coru�a, que hab�a tenido asuntos que tratar con el triste d�mine, marido humilde de Do�a Simona.

Era �ste, como usted quiz�s habr� colegido, el fe�simo se�or del levit�n, al que Andrea volv�a la espalda y al que su madre colmaba de atenciones de grueso calibre. Hab�ase �ste enamorado de Andrea, y ofrecido a sus padres de encumbrarla hasta constituirla en su cara mitad. De gozo la madre se hab�a puesto a bailar la gallegada, y el padre hab�a sacado, entre las cosas arrumbadas y fuera de uso, una sonrisa momia, seca y encogida, que apenas sali� a luz, se desvaneci� para siempre, como sucede a otras cosas al desenterrarlas.

Andrea, que no era interesada, aunque no hubiese amado a Benito, no hab�a consentido, a imitaci�n de la luz, en ser la bella mitad de aquella mustia noche; as� fue que desde que comprendi� de lo que se trataba, sin agitarse ni apurarse, con cierta sangre fr�a y flema, que hab�a heredado de su padre, demostr� el menos disimulado desd�n al rico D. Longino, y el m�s ostensible apego a su primo Benito. El mercader, que no pod�a detenerse, propuso a su futura suegra que le acompa�ase con su bija a la Coru�a, confiado en que el trato engendrar�a cari�o, y que �ste y las galas de su tienda triunfar�an de la marcada repulsa de la hermosa Andrea. Do�a Simona consinti� tanto m�s gustosa, cuanto que no se hallaba de gozo al pensar en �ste viaje de placer, en el que ver�a a Santiago y sus famosas fiestas patronales, y a la Coru�a, ese inapreciable camafeo antiguo engarzado a lo moderno. Pero ante todo, y a prevenci�n, despidi� la buena parienta a su sobrino como a un lacayo, sin que fuesen parte a imped�rselo las observaciones del triste d�mine su marido, que no quer�a desprenderse de �l, como tampoco la aflicci�n de su sobrino, ni las l�grimas vertidas por su infeliz hermana. Benito, que como gallego era econ�mico y arreglado, a pesar de haber socorrido siempre a su madre, hab�a ahorrado una peque�a cantidad, y en su desamparo se resolvi� a invertirla en trasladarse a M�jico para buscar a su t�o, hacerle presente su situaci�n y la de su madre, y ver si quer�a ampararlos; lo que a poca costa pod�a hacer, sabiendo ellos que hab�a hecho una fortuna inmensa. Aunque nunca hab�a contestado a las cartas que le hab�an escrito, ni jam�s se hab�a acordado de su pobre familia, Benito esperaba que su presencia har�a m�s que un papel, que despu�s de le�do se tira.

-La esperanza florece siempre y en todos los corazones, porque es una flor del cielo; pero en la juventud est� en toda su lozan�a, - dijo el conde. - �Ir a buscar un pariente rico, sin que �ste lo llame! No es preciso ser lince para prever el ultim�tum de esta relaci�n, que vos misma cre�is, quiz� con Benito, muy satisfactoria, contando, como los romanceros, con una herencia o un pariente rico en las Indias para concluir sus novelas o comedias con el casamiento de los amantes a satisfacci�n del auditorio.

-Usted prefiere, como siempre, concluirla en drama, - dijo la narradora, interrumpiendo con viveza a su amigo. - Puede, puede, pues a la hora esta no est�n casados Andrea y Benito; pero si su mis�ntropo apagador no mata la luz antes de tiempo, me dejar� concluir mi relaci�n.

-Se�ora, no apago, atizo, que es lo que me tiene cuenta, para que prosiga usted y disipe todas mis tinieblas.

-Est�is, pues, enterado de qui�nes eran y en qu� disposiciones ven�an nuestros compa�eros de viaje. Atravesando aquel delicioso pa�s tan frondoso y m�s grandioso que el paisaje ingl�s, aunque no tan ameno y apacible, atravesamos por Caldas y llegamos a Padr�n, pueblo lind�simo metido entre �rboles y agua como una ninfa que se ba�a, y en el que los sauces llorones, de firme y robusto tronco, d�bil y l�nguido ramaje, pomposos e indolentes, demuestran la altura sin arrogancia, y la fuerza unida a la gracia. Despu�s de una mal�sima comida, - la peor que hemos hecho en Galicia, en donde son excelentes los comestibles, si bien las cocineras de las posadas no alcanzan a merecer el mismo ep�teto, - seguimos nuestro viaje, penoso por lo malo del camino, delicioso por las vistas que presenta hasta llegar a Santiago, en donde el paisaje se hace en general m�s austero, como si quisiera adaptarse al car�cter de aquella grave y antigua capital, que aislada, sin casi v�as de comunicaci�n, desde�ando el comercio y su mezquino e interesado movimiento, proh�ja su universidad y colegios como cunas del saber y de las ciencias, y honra sus magn�ficos y antiguos edificios de piedra que el tiempo ha ennegrecido, d�ndoles con eso la dignidad que da al hombre blanqueando su cabeza. He pasado en Santiago sus animadas fiestas patronales; he o�do la m�sica a�rea de sus campanas y la militar de su guarnici�n; he visto sus fuegos, sus gigantes, restos memorables de c�ndidas �pocas pasadas; he visto moverse cual hormigas millares de vivientes alegres y animados; he visto el sol sonre�r a esta gran reuni�n devota, pac�fica y alegre; pero nada de esto, conde, ha sido suficiente para distraer mi �nimo de la grave contemplaci�n que inspiran aquellos edificios que temo profanar con la voz de burgraves de la arquitectura; nada en lo presente podr�a compartir la meditaci�n en que sumen la mente que busca y halla en ellos los vestigios de los siglos, la marca de la historia y el pante�n de hombres que, si aqu� yacen silenciosos y ocultos, brillan en la oscuridad de lo pasado como estrellas en la noche. No creo, conde, que en ninguna parte del mundo se presenten tan grandiosa, tan propia y tan vivamente las huellas de grandes cosas y grandes hombres de la historia como en Santiago; es el archivo del tiempo mejor conservado y menos profanado que creo puede existir en el mundo. Aquisgr�n conserva la palpable memoria de su Carlo-Magno, la que llena all� lo presente como lo pasado, la historia y la poes�a, la realidad y la fantas�a, el coraz�n y la cabeza, pero aqu� no es una historia parcial o aislada; aqu� es un centro al que, desde el Santo Ap�stol a quien debe el nombre, ha venido, atra�do por la gloria y fama del santuario, cuanto grande ha existido, sin exceptuar al mismo Carlo-Magno. La gran plaza, que componen s�lo cuatro magn�ficos edificios, infunde tal respeto, conde, que no se quisiera sino pisar de rodillas. �C�mo no sentir ese respeto, nacido de las reflexiones que inspiran!

Si miraba a la soberbia catedral, consideraba que m�s de mil a�os han pasado desde que se fund�. Si al Seminario Conciliar, obra perfecta del siglo pasado que le hace frente con sus grandiosos soportales, consideraba que lo fund� un obispo en bien de la Religi�n. Si a la derecha, al Hospital no menos grande y digno, consideraba que lo fundaron los Reyes Cat�licos. Si a la izquierda, al Colegio que en 1544 labr� el arzobispo Fonseca, recordaba que fue para los pobres, y que por eso le apellid� el vulgo Colegio de pan y sardina.

�S�, conde, de rodillas se quisiera pisar aquel recinto, aunque no fuese mas que para pedir perd�n a ese gran tiempo pasado de la osad�a con que la ingrata �poca moderna lo desprecia, lo zahiere, lo vilipendia! All�, conde, se labraron esos suntuosos e imperecederos edificios y santuarios a la RELIGI�N, a la CARIDAD, al SABER DIVINO y al SABER HUMANO. �Y quer�is que no pida perd�n a ese pasado que insulta este presente, que labra teatros, plazas de toros y paseos!!!

-�Se lo censura usted, marquesa?

-No, a no ser las plazas de toros, �esas s�! Lo dem�s no se lo censuro, no, al contrario; pero le niego el derecho de condenar tan amargamente, en nombre de las luces y de la filantrop�a, las �pocas pasadas; me parece un parricida, y lloro la ingratitud de la presuntuosa mocedad hacia la respetable vejez, que le dej� la herencia que disfruta.

-No se exalte usted, marquesa; la exaltaci�n, aun en los mejores y m�s elevados sentimientos, nos hace injustos y exacerba el dolor.

-Si la exaltaci�n es santa y buena, dejadla alzarse aunque sea en alas de suspiros.

-Es que todas se creen santas y buenas. Mire usted que las exageraciones da�an a su objeto, marquesa. Cuando Mr. Emile de Girardin, director del peri�dico franc�s La Presse, no se hab�a subido a�n en los zancos vistosos de la excentricidad, no se hab�a a�n desbocado en los extrav�os del republicanismo, y no hab�a demostrado el c�mo puede la aberraci�n del genio elaborar veneno con las flores del talento, de la imaginaci�n y del saber; en aquella �poca en que se serv�a de estos hermosos dones unidos a la raz�n, dijo:

�Toda libertad tiene sus l�mites naturales que no puede salvar impunemente.

La libertad de reuni�n tiene por l�mite y castigo el tumulto.

La libertad de examen tiene por l�mite y castigo la duda.

La libertad de imprenta tiene por l�mite y castigo el descr�dito en que cae la reacci�n que provoca.�

-Y yo a�adir� que la facultad de sentir tiene por l�mite y castigo el torturarse el coraz�n y el amargarse la vida sin provecho de nadie.

-Sin provecho, no, conde. �Dios nos libre de asemejar las cosas del coraz�n a las de la tierra! Y ahora dir� a usted a mi vez: El af�n de atemperar los sentimientos tiene por l�mites y castigo el enfriarlos.

-Vamos, ambos tenemos raz�n, - repuso el conde sonriendo; - en un buen medio est� la virtud.

-S�, como lo est� el talento entre la ignorancia y el genio, seg�n un autor franc�s.

-Pero... marquesa, vuelva usted a Santiago, y descr�bamelo en llana y exacta prosa.

-Eso no podr�, conde; no s� hacer llana y exacta prosa, - dijo la marquesa; - no soy bastante positiva ni bastante instruida.

-No desee usted mal, - repuso el conde; - hace usted poes�a.

-�Poes�a! �Pero si no s� hacer un verso!

-No importa. Dice otro autor que los versos son demasiado a menudo enemigos de la poes�a, porque la poes�a es la inspiraci�n del alma, y la versificaci�n es una convenci�n del entendimiento. Y a�ade en otro lugar: la inspiraci�n del coraz�n no es nunca rid�cula, como lo es a veces la de la imaginaci�n; por eso las mujeres suelen estar mejor inspiradas que muchos hombres. H�bleme usted, pues, de Santiago, si no quiere en llana y exacta prosa ni en poes�a, que sea en vuestro lenguaje propio, que no tiene, seg�n usted dice, nomenclatura.

-S�lo lo entrev�, conde. Adem�s, no tengo los conocimientos art�sticos, hist�ricos y arqueol�gicos necesarios para hablar debidamente de pueblo tan importante en estos ramos; s�lo le dir� someramente que es magn�fica la Universidad, y que lo solo que me choc� en tan grandioso edificio de b�vedas, m�rmoles y piedras con su oscuro color de anciana, fue ver en un hermoso y noble frontispicio una diminuta losa de m�rmol blanco como alabastro con esta interesante inscripci�n: �Asegurado de incendio.�

Par�ceme que m�s propio hubiese sido el poner en ese grave, incombustible y poderoso edificio: �Asegurado de las malas doctrinas antirreligiosas, antisociales y antinacionales que infestan nuestra pura atm�sfera�. De cierto habr�a inspirado m�s confianza a los padres y atra�do m�s alumnos, que no la interesante noticia que da ese parche moderno. Me hizo su vista el efecto que me habr�a hecho un guerrero que sobre su yelmo de hierro se hubiese puesto una chichonera de ni�o.

Tampoco quiero omitir el hablar de las magn�ficas hortensias que all� vi, que se elevaban a grande altura, y cuyos tallos ten�an, si no la consistencia, la circunferencia del tronco de un �rbol frutal. Igualmente quiero honrar a un cardo de los que llamamos aqu� borriqueros, que vi en el jard�n del Colegio de Medicina, que hab�a crecido a tan extraordinaria altura, que en Escocia hubiese sido el Walter Scott de sus cardos. Puesta yo en pie, alzando el brazo y levantando con �ste mi sombrilla, no alcanzaba a su flor.

Quisiera hablar a usted del portentoso convento de San Mart�n Pinario; pero como, abandonado ya, camina lentamente de cad�ver a esqueleto, esto es, que decae del abandono a las ruinas, callar� por no llorar.

Santiago no dir� que no sea bonito, pero s� que no me lo pareci�; la estructura de sus calles, la arquitectura de sus casas, su aspecto general, no es bello ni elegante; hay algo heterog�neo en su conjunto, un contraste sin gradaci�n de lo soberbio y grandioso a lo pobre y mezquino: no creo poderla ofender en esto que digo. �C�mo se sentir�a la Minerva cristiana de que no se le concedan las gracias de una Venus presumida? �Qui�n repara si es bonito como ciudad o vivienda de hombres Santiago? �Qui�n, al ver una iglesia a la luz de sus l�mparas de plata, echa de menos el gas? �Qui�n, al ver un castillo hist�rico, echa de menos pulidos cristales y verdes celos�as? �Qui�n, al entrar en un noble archivo, se acuerda de los �lbumes perfumados? Se est� en otra esfera, conde, que si no impregnada de �mbar y de p�lvora de barricadas, lo est� del polvo de los siglos y del incienso de su augusto templo.

�Santiago! Mausoleo del santo Ap�stol de Cristo, ansiado fin de regios peregrinos, mansi�n augusta y venerable del catolicismo y del saber, agenda de granito de la historia, blas�n de las glorias de Galicia, �puedan siempre, como hasta ahora, pasar por ti el Tiempo y las generaciones, sin profanarte y sin hacer mas que solemnizar y enaltecer el inter�s que inspiras, la emoci�n que causas, el respeto que infundes, y la profunda impresi�n que dejan tus recuerdos!�

La marquesa baj� la cabeza instintivamente, cual si la inclinase el respeto que le causaban sus solemnes recuerdos, y al cabo de un momento, levant�ndola con viveza, dijo con una dulce sonrisa a su anciano amigo:

-Pero aburro a usted, conde, con esta intempestiva incursi�n por mis recuerdos, que nos han llevado muy lejos del primitivo asunto de nuestro tema, que es la historia de mis amigos de diligencia �Qui�n dir�a que os estoy refiriendo un suceso? Prosigui�, pues, y esta vez sin interrupci�n.

Perdimos aquellos d�as de vista a nuestros amigos del �mnibus; s�lo una vez vi a Do�a Simona, que iba hecha un brazo de mar al lado de D. Longino, que sin levit�n de bayet�n parec�a un deshollinador cascado. Llevaba la se�ora las flores de monja de cofia colocadas en su absurdo peinado. Cuando estuvo cerca de m�, se entreabri� ostensiblemente la mantilla para deslumbrarme con un collar y zarcillos de filigrana y desparejadas perlas de mostacilla, y poniendo en movimiento r�pido su abanico con todas sus fuerzas gallegas, pas� haci�ndome un peque�o saludo protector. Andrea segu�a a esta rid�cula pareja, como sigue la fragancia al tosco levante que la arrebata. Al pasar se sonri� con dulzura, como si un instinto del coraz�n la anunciase que hallar�a simpat�as en m� su car�cter, su amor, sus padecimientos y su conducta. �Pobre Andrea!

A los tres d�as salimos de madrugada en la diligencia, y a mediod�a, despu�s de haber atravesado por una buena carretera un pa�s hermoso, llegamos a la Coru�a.

Han comparado la Coru�a a C�diz. Pero, conde, por muy apasionada que yo sea a la verde y pintoresca Galicia, tan vieja y venerable en sus monumentos, tan joven y fresca en su naturaleza, no puedo menos de decir, que si lo dijo un gallego, fue amor propio, y si un andaluz, fue un cumplido; hay la diferencia entre ambas ciudades, del marfil al hueso. C�diz es una ciudad excepcional, no s�lo en Espa�a, sino en Europa. Hija de la plata de Am�rica, no han gastado los andaluces la jactancia que les echan en cara al denominarla una taza de plata; han sido ver�dicos y justos. Bien conocidos son los autorizados encomios que de ella hace Byron; �ltimamente ha escrito el afamado autor norteamericano Longfellow una obra que se titula Ultramar, en la que declara a C�diz la m�s bonita ciudad de la tierra; por consiguiente, no ser� rebajar a la perla de Galicia, ni una jactancia, el decir que la Coru�a no puede rivalizar con C�diz.

Si quiere usted que le d� una idea de la posici�n de la linda ciudad de la Coru�a, ser� compar�ndola a la de C�diz si formase un arco desde Torre Gorda, viniendo a encontrarse su iglesia del Carmen frente a Puerto Real; en escala menor, el r�o Guadalete y el Puerto de Santa Mar�a ocupar�a en el lugar del Ferrol y su r�a, con la diferencia que en lugar de salinas, rodea aquella bah�a un campo verde y ameno, y en lugar del portentoso y sublime cielo que cobija a Andaluc�a, empa�an a aqu�l sus neblinas. No me gustan sus casas, porque no hay casas que puedan agradar a quien est� hecha a nuestros patios, nuestras galer�as, nuestras columnas de m�rmol, nuestros jardines y nuestras fuentes.

-Ya se ve, - repuso riendo el conde. - As� es que se cuenta que cuando un sevillano mandaba labrar una casa, dec�a al arquitecto: �H�game usted en este solar un gran patio y buenos corredores; si terreno queda, haga usted habitaciones�.

-No es nuevo - repuso la marquesa - que los andaluces nos burlemos de nosotros mismos, como lo prueba ese gracioso epigrama, no aplicable ya a las mezquinas construcciones modernas, con sus ahogados patios, venciendo en la competencia del d�a lo �til a lo agradable, lo confortable a lo bello, la est�ptica econom�a al noble rumbo. Estoy por lo agradable, lo bello y el rumbo, conde, y hablo en mi sentido; soy sevillana, quiero luz, espacio, aire, elegancia, belleza, flores y fuentes; y confieso a usted humildemente, que siento tan a la antigua, que entre dos amargas alternativas, la de mostrarme mezquina e interesada, y la de empe�arme, preferir�a esta �ltima, si no tuviese la posibilidad de valerme del noble sacrificio para evitar ambos extremos.

De las ventajas referidas, aire, luz y espacio, carecen aquellas casas; y es claro, las echar�n sus habitantes de menos, cuando se fabrican en sus fachadas ap�ndices de cristal. Hay casas que se visten, si me puedo explicar as�, de cristales, y que, miradas desde la bah�a cuando las alumbra el sol, parecen estar ardiendo en vivas llamas. Div�dese la ciudad en dos partes: la antigua, encerrada en sus fortificaciones en el �ltimo extremo de la lengua de tierra, que se prolonga como un arco en el mar; y la moderna, que se arrellana al lado de su bah�a para mirar sus nav�os. La vieja contiene, en un cerco de murallas los edificios y monumentos notables; la nueva, las tiendas, los paseos, el teatro y sus brillantes fachadas de cristal.

Con ese af�n de demoler, que es una especie de frenes� en esta �poca, fueron demolidas a gran costa estas hermosas fortificaciones, labradas a imitaci�n del gran Arquitecto que labra las rocas, dejando separadas ambas mitades por escombros, como lo est� lo pasado y lo presente. Ni un �rbol, ni un paseo, ni ninguna nueva construcci�n ha venido a cubrir la desnudez y fealdad de aquel erial cubierto de escombros. Se ha dicho a lo pasado, con esa hiel y con ese encono incalificable con que se le hostiliza y persigue: ��Te destruyo!�, y no han cubierto sus restos, siquiera por respeto a la muerte. All� yace aquel triste cad�ver entre ambas ciudades como muestra de la impotencia de una �poca que sabe destruir y no labrar, como un funesto recuerdo de discordia, como un monumento de la ciega arbitrariedad popular, como una necia caricatura de la Bastilla, como una autorizaci�n plausible al extranjero, que al pasar dice con desde�osa sonrisa: ��Cosas de Espa�a!� �Qu� impotencia! �Destruir y no reedificar; no plantar siquiera unos �rboles, esa cultura que brinda la naturaleza, si medios faltaban para atender a obras dispendiosas! �Qu� encanto tiene lo pasado para las almas po�ticas, y qu� bien demuestra la �poca presente su prosa�smo por el desde�oso encono que le tiene!

Pero charlo m�s que una cotorra, - prosigui� la marquesa, - y dejo abandonada mi historia, como los coru�eses el espacio que separa su antigua y su nueva ciudad. S�lo le dir� que el trato de los gallegos que conoc� es sumamente agradable; y si no es tan picante, divertido y franco como en general el de Andaluc�a, es ciertamente m�s comedido y bondadoso.

-�Y nada me dice usted de la famosa torre de H�rcules? - pregunt� el conde.

-Verdad es que no debo pasarla en silencio, yo que tanto admiro y venero los faros; pero �y mi historia?

-Tiempo hay para todo; nadie nos corre, - repuso el conde.

-Pues empezar� por contarle una peque�a an�cdota, que, aunque de poqu�simo inter�s, me hizo tanta gracia que puede le haga a usted alguna. Cuando llego a un pueblo, hallo gran placer en subir a una altura, y domin�ndolo con la vista, hacerme cargo de su localidad. H�celo as�, subiendo con mi patrona al balc�n m�s elevado de su casa, desde donde se divisaba una vista hermos�sima por estar situada en la ciudad antigua, que es el punto culminante de la peque�a pen�nsula. - �D�nde est� el faro? le pregunt�. Mi patrona me mir� sin contestarme. - �Ah! exclam�, viendo sobre una altura del terreno quebrado que se extiende detr�s de la ciudad nueva hasta el mar de afuera una ancha, cuadrada y venerable torre. Aquel ser�. En C�diz tambi�n, prosegu�, tenemos un soberbio faro.

-�S�? contest� mi patrona. Pues si aqu�lla se llama de Fara�n, la de aqu� se llama de H�rcules.

La torre de H�rcules, que en su nombre patentiza su edad, como los siglos, es, y con raz�n, la joya que ostenta Galicia en su gran museo de antig�edades. D�cese que la labr� H�rcules sobre el lugar en que enterr� la cabeza de Geri�n cuando en singular combate lo venci�; dicen que la labraron los fenicios; dicen que la construy� Trajano. Pero sea de ello lo que fuese, la vieja torre, harta de servir por siglos de candelero, picada de que ese hormigueo de generaciones ef�meras que han pasado como polvo que lleva el viento, le atribuya varios padres, ha querido rendirse, y la Coru�a, que la aprecia y ostenta como su penacho, la ha sostenido con su cuidadosa mano, y �ltimamente la ha labrado un vestido de piedra, en el que la conserva como en un estuche. Sigue adornando su frente con un brillante de fuego, que derrama sus reflejos muchas leguas en el mar, para consuelo del navegante, a quien amonesta en su lenguaje cosmopolita.

Desde su altura se divisa la r�a del Ferrol y la de Betanzos, y entro ambas la extra�a Pe�a calva y roma llamada Marola, que all� se levanta importunamente como para contrariar a�n m�s las aguas movidas por las mareas, las corrientes y el empuje de aquel mar, bravo e inquieto. Fu� al Ferrol, conde, en un vapor lilliputiense, labrado para surcar un arroyo, y no olvidar� mi mortal angustia cuando nos vimos el juguete de aquellas olas en revoluci�n, de aquellas corrientes encontradas, de aquellos empujes del mar, de aquellas aguas convulsas, y me parec�a que la Marola se burlaba de nuestros brincos y contoneos en su impasible inmovilidad. �Cu�nto la envidiaba! Tanto, que le hice voto de al regreso a mis lares imitar su inmovilidad.

Pero en mi vapor miniatura me he ido al Ferrol, dejando plantados a mis h�roes en la Coru�a.

-�Y ha de volver usted de nuestro afamado arsenal sin decirme lo que le pareci�, se�ora, m�a?

-Conde, es un portento, y por lo tanto tan conocido y descrito, que nada de nuevo os podr�a decir. La r�a, aunque m�s corta que la de Vigo, tiene, cual aqu�lla, orillas encantadoras, y en su parte m�s angosta dos castillos: el uno de ellos se dice ten�a tantos ca�ones como d�as tiene el a�o. Exti�ndese el mar a los pies de la bonita y alegre ciudad, manso e hip�crita, y le cuenta en susurros los estragos que publica bramando en ancho espacio. Recuerdo con dolor que los gigantes �rboles de su magn�fico paseo estaban b�rbaramente talados. �Qu� Robespierre orden� la decapitaci�n de aquellos nobles ancianos? Es imposible que vuelva a tener tranquila su conciencia; se le aparecer�n negros y sin hojas como fantasmas aquellos �rboles decapitados, alargando sus largos brazos para asirlo y llevarlo a ser aserrado, que es el suplicio de ellos. El Ferrol resucita; pero me parece que para dar toda su vida a aquel coloso, se necesitan los millones de que pod�a disponer Carlos III. Mas no me haga usted hablar de lo que no entiendo, conde. Aunque estamos solos y se�is indulgente, me oigo a m� misma, y me choco.

Hab�amos tomado alojamiento en el caf� de Puga, donde nos recibieron tal cantidad de animalitos saltadores, muy predilectos de los microscopios, que Alberto a�adi� una L al nombre del caf� para calificarlo con m�s propiedad. Estas horribles invasiones son consecuencias inevitables de un piso de tablas que no se aljofifa. �Comprende usted lo horripilante que es esto

para una andaluza que no pisa sino piedra y m�rmol lavados todos los d�as? Pronto nos trasladamos a una casa de pupilaje que nos propuso un primo m�o, comandante de artiller�a, que viv�a en el entresuelo. Habitaba en el cuerpo alto la patrona, que era conocida de D. Longino, el que llev� e instal� all� a Do�a Simona y su hija, por lo cual la casualidad volvi� a reunirnos.

Como puede usted suponer en el car�cter de Do�a Simona, apenas supo por la patrona qui�nes �ramos, cuando troc� sus aires desde�osos en una cortes�a servil y empalagosa. Nunca pudo pensar qui�nes fu�semos, dec�a, al ver la sencillez de nuestro traje; siempre hab�a presumido que una persona de mi categor�a no deber�a viajar sino con vestido de terciopelo, sombrero con plumas y alhajas.

Lleg� el d�a de la marcha de Benito, que parti� para M�jico.

-�Y no le disuad�a usted de ir? - pregunt� el conde.

-�Yo? No por cierto. �Qu� tenia yo que darle en compensaci�n de sus esperanzas? �Qu� derecho a entrabar la direcci�n que Dios daba a su suerte? �Qu� motivos ni qu� raz�n para disuadirle de su proyecto?

-Se�ora, la seguridad de que el infeliz iba a hacer ese gran viaje en balde, y que lo que iba a recoger de ese t�o poderoso y duro - como lo son todos esos hombres bastos enriquecidos, a quienes, en su orgulloso ego�smo, un pariente que se cree con derecho a su protecci�n horripila - ser�an s�lo durezas, desv�os y negativas.

-As� lo pensaba yo; pero hubiera sido una crueldad el dec�rselo. Adem�s, esa Am�rica tiene para los espa�oles entra�as de madre, aunque no as� sus hijos; no parece sino que les agradece a�n su bautismo, su civilizaci�n, su prosperidad. �Cu�ntos y cu�ntos hacen all� de un modo u otro fortuna? As� fue que, lejos de aumentar su abatimiento y su desesperanza, le anim�, levant� su esp�ritu y le pronostiqu� buena suerte. Si hice mal, conde, mi intenci�n fue buena; era joven, y el mundo es ancho. �Pobrecillos! Su madre en su miseria confiaba en ese viaje; su querida lo aguardaba con constancia y esperanza, y sus hermanitos dec�an: ��Vendr� ma�ana? �Traer� mucho dinero? �Pobrecillo!�

-�Y ha vuelto usted a saber de �l?

-S�, - respondi� la marquesa. - Domingo, que, como sabe usted, ha hecho un viaje a su tierra, siguiendo la inveterada costumbre, que tiene hasta los honores de copla:

Los gallegos de Galicia

Por Mayo y por San Miguel

Se despiden de sus amos

Y se van con su mujer,

despu�s de un largo y penoso viaje de vuelta en que arribaron a Lisboa, ha llegado, y me ha dado noticias de nuestro viajero, a quien vio en Santa Mar�a de Meira, ya de regreso.

-�Qu�! �Ya hab�a vuelto? - exclam� el conde. - Esos ricos, marquesa, no quieren pobres a su lado, as� como los alegres no quieren tristes. Lo pens�.

-Conde, hay una expresi�n vulgar, la cual como todas nuestras expresiones vulgares, tiene m�s sentido, m�s chiste y m�s concisi�n que nuestras expresiones cultas y pulidas, y se la quiero aplicar a usted, diciendo que come corazones. �Sabe usted, se�or m�o, que hace mal en eso? Pues si acierta, chasquea usted al narrador, y si no acierta, se chasquea usted a s� mismo.

-Merezco la reconvenci�n y la acato, - respondi� riendo el conde.

-S�, lo mand� de vuelta, - prosigui� la marquesa; - pero su entrevista fue singular. Cuando su pobre sobrino desembarc�, se present� en casa de su t�o.

-�Qui�n eres? - pregunt� el Nabab, al ver su pobre pelaje.

-Se�or, - contest� cortado el sobrino, - soy hijo de vuestra hermana.

-�Hola! Me alegro. �Y c�mo va por all�?

-De salud bien, se�or; me encargaron tantas expresiones.

-�Ya, ya, vamos! Me hago cargo. Y t�, �a qu� vienes?

Esta pregunta fue hecha con tal secatura y despego, que intimid� al pobre muchacho, el cual contest� cortado:

-Se�or, t�o, a trabajar; a ver si puede o quiere usted colocarme, y puedo as� aliviar la suerte de mi pobre familia.

-�Bien, me parece bien! Vete a acostar, que ma�ana te dar� trabajo.

El sobrino se retir�, y a la ma�ana siguiente mont� con su t�o a caballo y se pusieron en marcha. Todo el d�a caminaron por aquellos desiertos campos, y al anochecer llegaron al sitio en que estaba situada la mina del Nabab. A la ma�ana siguiente bajaron a ella, y despu�s de andar muchas y sombr�as galer�as, llegaron al lugar en que se trabajaba un rico fil�n.

-Capataz, - dijo el amo a su encargado, - aqu� le traigo un trabajador; ponga usted a este muchacho a trabajar en el fil�n, y lleve usted cuenta de lo que saca, para pagarle su jornal seg�n trabaje.

El pobre Benito se qued� dolorosamente sorprendido al ver el duro y triste trabajo a que lo destinaba aquel t�o que nadaba en la opulencia; pero con su buen car�cter, y obligado adem�s por la necesidad, no hizo objeci�n, y se puso con el coraz�n partido al trabajo.�

El conde se ech� a re�r, y la marquesa prosigui�, sin hacer alto de ello:

-Benito trabaj� sin descanso y sin dar p�bulo a que el malhumorado capataz pudiese reconvenirle en nada.

Al cabo de un mes volvi� su t�o a la mina.

-�Con qu�... qu� tal ha trabajado el muchacho? - pregunt� al capataz.

Este no pudo hacer otra cosa que elogiar a Benito.

-�Se ha apartado el mineral que ha extra�do, como encargu�? - torn� a preguntar el due�o.

-S� se�or - respondi� el preguntado, ense�ando una gran porci�n de mineral reunido en un mont�n.

-Vaya, no lo ha hecho mal, - dijo el t�o, despu�s de examinarlo. - Ya veo - a�adi�, dirigi�ndose a Benito - que eres un buen trabajador, y no te dueles de ti. Ahora al�state para volver conmigo a la ciudad.

Benito obedeci� alborozado, conociendo que su t�o hab�a hecho una prueba con �l, de la que, sin sospechar que lo fuese, hab�a salido bien.

En los dos d�as que siguieron a su vuelta, su t�o apenas le habl�; al tercero lo llam�, le pag� bien los jornales que hab�a ganado en la mina, y le dijo que se preparase a marchar al d�a siguiente a Veracruz, en donde se embarcar�a en un buque ingl�s, cuyo capit�n era conocido suyo, el que ya ten�a cobrado su pasaje hasta Londres, y cuidar�a de buscarle embarcaci�n y pagarle el viaje de all� a la Coru�a.

Diciendo esto, le volvi� la espalda - y como ten�a aquel se�or la cara seria, y Benito era t�mido, no se atrevi� a contestarle una palabra, ni a hacerle una objeci�n, sino que, resignado y abatido, a la semana siguiente emprendi� su viaje de vuelta.

- �Pobre Benito y pobre marquesa! - dijo con triste sonrisa el conde.

La marquesa prosigui� sin dejarse perturbar:

-Llegado que hubieron a Londres, le dijo el capit�n, que era un buen hombre y que hab�a tomado afecto a Benito:

-�Con qu�... qu� dispone usted que se haga con sus cajas?

-�Qu� cajas? pregunt� Benito sorprendido.

-�Toma! Las cajas de mineral de plata. �Un caudal, amigo!

-�Y esas cajas son m�as? - torn� a preguntar at�nito Benito.

-As� me lo dijo su t�o de usted; as� lo prueba el letrero que con vuestro nombre las se�ala, y lo confirma el registro de mi barco, en que vienen designadas como vuestras. �No lo sab�a usted?

-No, ni aun la m�s remota sospecha ten�a, - contest� con las l�grimas en los ojos el enajenado propietario.

-�Oh! - exclam� riendo el capit�n. Cosas de vuestro t�o, que es todo un original! Por eso me encarg� que le aconsejase a usted de vender ese mineral aqu�, de guiarlo para los pasos que con este objeto tenga que dar, de cambiar el dinero en buenas letras de cambio, y hecho lo cual, cuidase de buscar a usted su pasaje para la Coru�a.

Y todo sucedi� as�. Benito se embarc� en el vapor ingl�s, no para la Coru�a, donde no hace escala, pero s� para Vigo, trayendo en letras por valor de diez mil duros.

Y ahora, - prosigui� la marquesa meneando la cabeza y mirando con radiante aire de un noble triunfo a su anciano amigo, - ahora, �qu� dice usted, profeta de males, verdadero b�ho, que cre�is ser p�jaro de la sabidur�a, compa�ero de Minerva, y no lo sois sino de la noche y compa�ero de la desilusi�n? �Qu� dice usted? �Qu� dice?

-Digo que la rosada aurora me deslumbra, y que me vuelvo a mis ruinas, pero no sin dar gracias a Dios que la cr�a, el parabi�n a las flores que se abren a su paso, y envidiar a los p�jaros sencillos que le cantan un himno simp�tico.

-Quisiera - prosigui� la marquesa - que oyese usted referir a Domingo la entrevista de Benito con su madre y sus hermanos. En mi vida he gozado como al o�r esta relaci�n. �C�mo se unieron mis bendiciones a las de toda la familia para colmar con ellas a ese t�o que, �spero en apariencia, hab�a hecho la felicidad de esa buena gente! �Oh! �Qu� no hubiese �l mismo estado presente para gozar de la inefable delicia que proporciona el hacer bien! �Qu� virtud tan querida de Dios es la caridad, conde, cuando le ha dado dos recompensas, una en la tierra y otra en el cielo; cuando le ha otorgado una ventaja que no se ha otorgado a s� mismo, y es la de no hallar un contrario, un hostilizador ni un esc�ptico! Desde luego se puso en marcha con su caudal met�lico en su cartera y su caudal de felicidad en el coraz�n para la Coru�a, en donde hab�an permanecido Andrea y su madre, a causa de haber muerto su padre al propio tiempo de estar ella all�.

Domingo, a su llegada aqu�, pens� hallar carta de Benito con la noticia de su boda; mas no ha sido as�, pues bien dice el refr�n, que con las glorias se olvidan las memorias; pero yo, impaciente por tenerlas, he escrito a mi primo, que con motivo de vivir en la misma casa conoc�a a Andrea (la que hallaba por cierto muy de su gusto), y debo, por el c�lculo que he hecho, recibir su respuesta de hoy a ma�ana.�

En este momento entr� un criado trayendo algunas cartas y los peri�dicos del correo. La marquesa se levant� presurosa, mir� varias cartas, murmurando: �para Alberto�, y al tomar la �ltima, exclam�, observando el sello:

-�Para m�, y de Galicia! Ya est� aqu�, conde, ya est� aqu� la �ltima pincelada de mi cuadro.

Sentose en seguida en el borde de una silla, rompi� el lacre, y se puso presurosa a leer. La luz del reverbero se derramaba sobre ella como el esplendor de una brillante aureola de regocijo; su acento al empezar la lectura era vivo, alegre como la luz que la alumbraba. Ley� as�:

-�He recibido tu carta, mi querida prima, y no he extra�ado el inter�s que demuestras por aquellos j�venes, con los que la casualidad te puso en contacto. Hay buzos que no temen hundirse en las �speras aguas del mar para sacar una perla, y as� te sucede a ti, que no temes mezclarte entre las �speras olas de un c�rculo vulgar e inculto, para desentra�ar una perla de las muchas que hallas, porque las buscas; y ciertamente diste con esa perla al dar con Andrea, incrustada en la tosca concha de su madre. Creo que habr�s sabido la vuelta de Benito y su cumplida fortuna, y ahora desear�s que te participe las felicidades del regreso, los gozos de las esperanzas cumplidas y las alegr�as de la boda; quieres tu parte en todas ellas, a lo que te da derecho el vivo y afectuoso inter�s que te has tomado por estos amantes. �Ojal� pudiesen mis noticias dar m�s brillo y vida a tu sonrisa, como lo dan los rayos del sol a una flor! Pero no puedo, si he de ser ver�dico. Rod�annos incesantes desgracias. �Qu� d�a, acaso, no doblan las campanas, no se trastorna una existencia y no se aja una esperanza? Y no obstante, tantos avisos para que no nos apeguemos a un estado transitorio, a una vida incompleta, a un mundo amargo e ingrato, no nos hace mella, y nos empe�amos en buscar una dicha cumplida, sin elegir siquiera la que puede brindar esta tierra, en donde s�lo puede hallarse; esto es, en la ausencia de ambici�n y de pasiones, en los santos goces de la virtud!!! El hombre ha hecho de la felicidad un ideal, y se desespera de no hallarlo en un mundo que �l mismo hace malo, denigra y desprestigia.

Pero me aparto del objeto de mi carta. Desde que partiste, la pobre Andrea fue decayendo en su cuerpo y en su alma, porque la ausencia la marchitaba, sobre todo desde que, llegada la �poca en que debi� recibir noticias de Benito, faltaron �stas un d�a y otro. He sabido despu�s que las cartas llegaron, pero que fueron quemadas sin leerlas por su madre. A�n hubiera podido vivir Andrea tranquila en su retiro con su tristeza, como el sauce en su soledad, conservando en su coraz�n un resto de esperanza, como conserva el cielo el crep�sculo cuando pierde al sol, si su cruel y ego�sta madre y su protegido no la hubiesen perseguido de continuo, �l con sus repugnantes, ella con sus desp�ticas exigencias. Andrea, cuyo car�cter firme conoces, resist�a; pero los verdugos no ve�an que esta lucha mataba a la pobre v�ctima. Para colmo de desgracia, muri� su padre, y la situaci�n desvalida en que quedaron dio nuevas armas a su tosca madre para insistir en un enlace que llamaba la suerte de ambas; pero Andrea no cedi�. Las l�grimas, las reconvenciones y hasta malos tratamientos de su exasperada madre, unidos al olvido del hombre que tanto amaba, acabaron con sus fuerzas, pero no con su constancia. Todos la ve�amos morir menos su madre, que s�lo la ve�a casada. �Ya se pondr� buena, - contestaba a nuestras observaciones, - cuando olvide al rapaci�o de su primo y se encuentre rica y disfrutando en su casa�. Tarde se llam� a un facultativo; �ste no pudo curarla, ni ella quiso curarse. Hab�ase, encerrado en un silencio que pocas veces romp�a; una de ellas fue para decirme, minutos antes de morir, que la despidiera de ti, y te dijese que el mundo era una c�rcel, y la muerte la libertad.

A los dos d�as muri�. �Qu� hermosa estaba en su f�retro! Parec�a que aquellas facciones, correctas y graves, eran las propias para la augusta inmovilidad de la muerte; trasluc�anse sus venas por su terso cutis, de manera que parec�a una estatua de blanco m�rmol con vetas azules.

La miraba profundamente conmovido al considerar que pronto iba a desaparecer para siempre en las entra�as de la tierra tanta hermosura y juventud, cuando la puerta se abri� con violencia: un hombre apareci� en el quicio; era Benito! No podr� pintarte la escena de desesperaci�n que sigui� a esta entrada, y el contraste que formaba la violencia y agitaci�n del uno y la inmovilidad de la otra. Mir�bala el infeliz como si quisiese con el ardor y fuego de sus miradas reanimar los apagados ojos de la que amaba; sollozaba a gritos y la llamaba, cual si quisiese que sus acentos de dolor penetrasen en sus yertos o�dos y trajesen un suspiro entre aquellos blancos o inm�viles labios.

Fue preciso que algunos parientes y amigos se lo llevasen en un estado que hizo temer por el trastorno de su cerebro; a fuerza de sangr�as y otros medicamentos se logr� serenarlo; y cuando despu�s de unas calenturas, en las que alternaron el letargo y el delirio, volvi� en s�, hall� a su lado a su madre, a sus hermanos y a su t�o el de M�jico, que todos lo rodeaban con las mayores muestras de cari�o. �Vive, hijo de mi alma, si quieres que yo viva, le dec�a deshecha en l�grimas y con las manos cruzadas su madre. - �Hermano, no nos desampares, le dec�an �stos besando sus manos. - Sobrino, dijo su t�o, he vuelto de Am�rica s�lo por ti, para que no nos separemos m�s: �no me agradecer�s esta prueba de cari�o, y no tienes sentimientos en tu coraz�n sino para un solo amor?�

Benito ha convalecido; a�n est� d�bil y profundamente afligido; pero el tiempo, que es la panacea de los males del coraz�n, le ir� cicatrizando esta profunda llaga. El dolor violento que los poetas y novelistas hacen eterno, no lo es ni puede serlo; t�rnase la desesperaci�n en dolor, el dolor en sentimiento y el sentimiento en tristeza, como en la hoguera la llama enhiesta decae, se amortigua, se torna en brasa y despu�s en ceniza; y as�, t� que eres todo sentimiento, y lo tienes por �nico motor en la existencia, no culpes a Benito por seguir la senda usual y trillada, porque Benito no es un h�roe de novela, sino un hombre de la vida real que resiste a las penas como es y debe ser, pues si cada pena costara una vida, el mundo no existir�a. Tampoco llores sobre Andrea. �Por qu� llorar, si dice nuestra hermosa frase, que nada pierde por ser tan repetida, que pas� a mejor vida?�

La marquesa dej� caer sobre la falda sus manos con la carta que en ellas ten�a, e inclin� la cabeza sobre su pecho. La viva luz del reverbero hizo brillar como estrellas las l�grimas que precipitadas surcaron su rostro.

-�No digo, - exclam� el conde, levant�ndose y tomando entre las suyas las fr�as manos de su amiga, - no digo que la mata su coraz�n? Amiga querida, considere usted que debe enfrenar sus excesos. Los fil�sofos pitag�ricos cre�an que el alma era una armon�a compuesta de dos partes: una racional, y otra irracional. Colocaban la primera en la cabeza; la segunda, en el coraz�n.

-Esos fil�sofos no eran cristianos, conde.

-Es cierto; pero esta definici�n, hecha por hombres sagaces y pensadores, debe demostrar a usted que el coraz�n necesita un freno, si es que llega, como sucede en usted, a ser nuestro verdugo.

-Muchas veces me ha dicho usted, conde, - repuso con suave exaltaci�n la marquesa, - que es el coraz�n el verdugo del hombre, y yo hallo que es su �ncora de salvaci�n. �l es el santo lazo que, nos uno todos unos a otros, sin distinci�n de clase, de edad ni de patria; �l ampara todo lo desvalido y compadece todo sufrimiento, sea el delincuente amigo o enemigo, racional o irracional, mientras el ego�smo cree haber hecho lo suficiente, lav�ndose las manos como Pilatos; es el incansable antagonista de toda crueldad, sin temer burlas ni desdenes, mientras el hombre que no lo escucha, la tolera, la inventa, la ejerce y constituye hasta en diversi�n, a pesar de la religi�n, de la humanidad, de la raz�n y de la cultura. �l lleva a la limosna, mientras la prudencia precavida crea las leyes de la propiedad; lleva al perd�n, mientras la justicia crea el castigo; crea la poes�a, mientras la cabeza crea las reglas y el arte; crea la buena fe, mientras el raciocinio crea el sofisma. �l hace el amor desprendido, consagrado, dulce, eterno y celestial, mientras la pasi�n lo hace ego�sta, vano, violento, perecedero y terrestre; �l vence la altaner�a del pensar con la dulzura del sentir, ablanda la dureza de car�cter con el santo manantial de l�grimas, nos alza a altas regiones con las ansias, que son sus alas, mientras la naturaleza humana nos rebaja con los sentidos; goza en todo sacrificio, grande o chico, mientras que contra ellos se rebelan el inter�s y los apetitos; muestra la buena senda a la imaginaci�n cuando el terror la extrav�a; siente a Dios, mientras el entendimiento no lo comprende; hace versiones, mientras el esp�ritu de an�lisis hace defecciones. De �l brota la clemencia como un b�lsamo divino sobre el universo, y por �ltima excelencia, recompensa �l mismo con inefables goces al que sigue sus inspiraciones. La materia nos embrutece, la cabeza nos extrav�a, las pasiones nos pierden; s�lo �l nos salva. �Dichoso mil veces el mortal que atiende a su voz y es sordo a las que la ahogan y combaten! Y as�, conde, no es el coraz�n nuestro verdugo, no, no; �es el �ncora que nos salva!

-Y a�ada usted, - dijo conmovido el conde, - que vi�ndose el coraz�n personificado en usted, no hay quien lo resista, y no lo proclame la parte de �ngel que conserva la humanidad. Pero llorar�is como las nubes todas vuestras l�grimas sobre la tierra, pues NO HALLAR� ese coraz�n que s�lo quer�is escuchar, amiga e hija m�a, COSA CUMPLIDA SINO EN LA OTRA VIDA!

FIN.

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Librodot Cosa cumplida solo en la otra vida… Fern�n Caballero

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