Borges Críticas y comentarios sobre sus obras

Jorges Luis Borges

-Un teólogo en el infierno

-Borges y su secreta complejidad

-Borges y su idioma sobrio y sencillo

-Borges, ultraísta y modernista

-Borges dice que le aterra la soledad

=Félix Ángel Vallejo

-Un encuentro inesperado

=Rafael Olea Franco

-Estatuto borgiano

=José Miguel Oviedo

-'Textos recobrados' recupera al Borges ultraísta

=Xavier Moret

-El Último Delicado

=E.M. Cioran

-Una rareza de Borges

=María Esther Vázquez

-El Último relato de Borges

=Eduardo García de Enterría, de la Real Academia Española

-Borges y una llamativa discordia

=Rodolfo Rabanal

-Borges en París

=Mario Vargas Llosa

Un teólogo en el infierno

"Un teólogo en la muerte" es el título que le dió Borges a su breve relato. Pero como al final él dejó a su personaje en el infierno "como un sirviente de los demonios", nos pereció mejor titularlo así para este comentario.

En primer término, consideramos que lo allí expresado coincide con lo que el autor piensa o imagina, siente o vive acerca de la muerte y del más allá. O al menos creemos que al escribir así no hizo cosa distinta a exteriorizar lo que ve en su interior. De modo que lo justo es aceptar que vivió, dentro de sí, la propia vida de un teólogo con fe pero sin caridad (el hombre de hoy), denunciando así - tal vez sin proponérselo- uno de los más graves problemas religiosos que hoy conturban al mundo. Porque la verdad es que si este atraviesa por aguda y peligrosa crisis que lo tiene al borde de pavorosa catástrofe, débese sin duda a que los humanos no sólo han perdido le fe viva, sino que como no obran con amor, casi en su totalidad, apenas sí conservan de ella el cadáver.

Pero queremos advertir, antes de seguir adelante, que como sabemos por la experiencia que el lector, en general, no está habituado a leer más allá de las palabras, sería bueno que despierte, viva lo leído, se mire a sí mismo y confronte con su interior. Y entonces le preguntamos: ¿Se ama usted y ama el prójimo realmente? Porque no se trata de averiguar simplemente si usted está o no satisfecho de su modo de vivir o de sus éxitos, y de si tiene o no amigos que le sirven o lo divierten y por eso los estima. Ese no es más que el resultado del libre juego de la competencia, o sea de la recompensa por el triunfo y la desventura por el fracaso o del do ut des, en suma. Que es precisamente lo que está sucediendo en la casi totalidad de las relaciones humanas, familiares, políticas, económicas, sociales, religiosas... ¿No es el egoísmo, el interés, la rapacidad, la explotación abusiva, en síntesis, la estructura básica de la sociedad universal de hoy a todos los niveles, salvo excepcionales casos aislados? O en otras palabras: ¿podría decirnos sinceramente cual es el interés vital que tiene usted aparte de su yo, de sus propios deseos y beneficios? Es obvio que para poder contestar esta pregunta con entera verdad, es preciso, ante todo, desnudarse renunciando en absoluto a toda hipocresía y demás vanidades ocultas, que son el azote y calamidad del mundo actual. ¿Quién que existe puede arrojar la primera piedra?

Pero oigan ustedes lo peor por lo paradójico y verdadero que realmente es: el amor es llama divina que sólo puede arder en la inocencia que es síntesis de caridad, fe y esperanza genuinas en el corazón de los humanos, ya que estas dos últimas virtudes parece que no pueden subsistir separadas de la primera porque se mueren o se petrifican. Mejor sería decir que como la fe es la sustancia de lo que esperamos, así sabemos de una vez que sin caridad nada podemos esperar, pues cuando falta el amor la vida misma pierde su sentido y la

eternidad simula ser onírica ilusión. Por eso es cierto que sin esas tres virtudes, que en

síntesis son amor, los seres humanos nos quedamos vacíos e inertes. Y de ahí

nuestro miedo a morir, que no es otra cosa que la oscura conciencia del secreto saber cuando nos dice, íntima y profundamente, que mientras no amemos permaneceremos muertos.

Entonces, ¿qué puede ser y hacer le fe sin la caridad? Pero antes veamos cómo nace ella en nosotros. Vemos, pues, brevemente, en nuestro interior, su proceso de gestación frente al

mundo. Tan pronto como empezamos a ser consciencia lo primero que sentimos, de súbito un día cualquiera, es asombro ante la magnitud del universo. No recuerda el lector la inefable perplejidad que sintió en su adolescencia, de pronto e inexplicablemente, al hallarse solo en bella noche frente inmenso espacio, la luna y las estrellas? Nuestra conciencia de hormiga nos abruma en esos instantes, pues todo, hasta lo más pequeño nos excede, nos sobrepasa tal como es y continuará siendo la verdad para todos los tiempos. De modo que lo primero que impresiona a nuestra conciencia recién nacida, es el misterio; pero ella es, por sobre todo, lo más misterioso del universo, pues si no existiera, los enigmas no existirían. Pero lo grave es que a medida que el hombre avanza en le vida, en las experiencias y la sabiduría, más se ahonda en él la perplejidad. Y por extraño contraste al paso que sutiliza, absorto en la meditación, al golpe del tiempo, no sólo lo desmesurado lo asusta, sino que va viendo, poco a poco, que por todas partes lo cerca el misterio hasta que un día el de la sola vida de una brizna de hierba lo confunde. Sólo que a los ojos infantiles e inocentes, todo lo que alcanzan a ver en el universo es tan natural, corriente y llano. Para el niño la totalidad de lo que lo rodea está ahí ya hecho, estabilizado y seguro. EI ambiente del cosmos le es claro, sencillo y familiar.

Peco si no existe nada que no exceda a nuestra muy limitada y frágil compremsión, ni nada que no sea causado, ¿es la fe algo distinto a nuestra necesidad consciente de reconocer la presencia causas?

A continuación copiamos textualmente algunos apartes pertinentes del citado relato de Borges. Lo que incluimos entre paréntesis, salvo el primero, es nuestro veloz comentario explicativo o sugerente. El resto se lo dejamos al lector para que lo confronte con su vivencia.

Dicen asi:

"Los Ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton le fue suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra (A casi todos los recién venidos a la eternidad les sucede lo mismo y por eso creen que no han muerto). Los objetos domésticos eran iguales: la mesa, el escritorio con sus cajones, la biblioteca. En cuanto Melanchton se despertó, reanudó sus tareas literarias como si no fuera un cadáver y escribió durante unos dias sobre la justificación por la fe. Como era su costumbre, no dijo una palabra sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron personas a interrogarlo. Malanchton les dijo: "He demostrado irrefutablemente que el alma puede prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo basta la fe". (el cielo como lugar). Esas cosas las decía con soberbia y no sabía que estaba muerto y que su lugar no era el cielo. (Sin caridad no era posible, piensa Borges). Cuando los ángeles oyeron su discurso lo abandonaron (él cree en la ética).

Seguía, sin embargo, escribiendo, pero como persistía en la negación de la caridad, lo trasladaron a un taller subterráneo donde había otros teólogos como él. Ahí estuvo unos días encarcelado y empezó a dudar de su tesis y le permitieron volver. La pieza del fondo estaba llena de personas que lo adoraban y que le repetían que ningún teólogo era tan sapiente como él. Esa adoración le agradó, pero como alguna de esas personas no tenía cara y otras parecían muertas (a conciencia de hallarse con vida en un cuerpo descompuesto, una forma dantesca del infierno), acabó por aborrecerlos y desconfiar. Entonces determinó escribir un elogio de la caridad, pero las páginas escritas hoy, aparecían mañana borradas. Eso le aconteció porque las componía sin convicción.(Sin amor).

"Recibía muchas visitas de gente recién muerta, pero sentía vergüenza de mostrarse en un alojamiento tan sórdido. Para hacerles creer que estaba en el cielo, se arregló con un brujo de los de la pieza del fondo y éste los engañaba con simulacros de esplendor y serenidad.

Apenas las visitas se retiraban reaparecían la pobreza y la cal, y a veces un poco antes (El demonio de la vanidad).

"Las últimas noticias de Melanchton dicen que el mago y uno de los hombres sin cara lo llevaron hacia los médanos y que ahora es como un sirviente de los demonios. "(O sea que se halla en ese infierno que es ausencia de amor)".

Y como sólo podemos amar aquello que realmente vivimos o intuimos y en cierto modo somos, resulta, además, que la fe, en su esencial sentido, tiene que ser al mismo tiempo amor. De aquí que tanto la fe sin obras como las obras sin amor son cosas muertas. Y por eso siempre que damos una limosna sin corazón, lo que hacemos es deteriorarlo endureciéndolo.

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Borges y su Secreta Complejidad

Para que la obra escrita viva y perdure, despertando, deleitando y nutriendo el mundo interior de los lectores, es preciso que el autor viva, padezca, sea y entienda lo que escribe. Más claro: que por lo escrito fluya sangrante la verdad de su propia vida íntima.

Por eso las obras que son producto exclusivo de la mente, imaginarias o ficticias, que son la casi totalidad de las que diariamente aparecen, si acaso despiertan algún interés transitorio, mueren luego como la hojarasca. Unos meses o pocos años después nadie las recuerda. Las otras, en cambio, las que sangran y palpitan de vida, si bien hasta suele ocurrir que no las vean de inmediato, con el paso del tiempo se haciendo visibles y perdurables. Y aun los siglos suelen añejarlas y embellecerlas. Por ejemplo La Divina Comedia, El Quijote, La Celestina, los dramas de Shakespeare y no muchos libros más, vividos, padecidos, digeridos y expresados de igual modo.

Vamos a ver ahora si logramos objetivar y expresar en forma viva, la raíz y esencia profundas de la perdurabilidad de tales libros.

En primer término, el hombre es la síntesis de todo lo existente, y por eso en él vive, en latencia, la totalidad de lo humano. De ahí que cuando cualquier autor escribe sus vivencias, o sea, lo que en sí mismo es, de inmediato aquellos que lo leen, si no están dormidos o muertos (La mayoría casi siempre lo está), sienten, viven y entienden algo así como si a ellos, en sus vidas profundas, se estuviera refiriendo el escritor. El caso de Dostoiewski, como ejemplo, es clásico. AI leerlo todos sus personajes nos despiertan a los análogos que nosotros somos por dentro. Porque ¿qué otra cosa distinta es el hombre de una compleja mezcla de fantasmas, vicios, pecados, demonios, virtudes o santos? Por eso de sí mismo puede dar a luz un diablo o un dios. Tal es el sentido de que Cervantes, Dante, Fernando de Rojas, Shakespeare y otros, vivieron, fueron y entendieron las obras que expresaron. Y como ellos fueron en sí mismos muchos mundos y los despertaron, todos los que leemos sus libros nos sentimos representados en sus protagonistas y por eso su lectura absorbe o encanta. Además nos despiertan, a su vez, interiormente, enriqueciéndonos con sus sabias enseñanzas. Somos inducidos por ellos o sea que obran en nosotros como ayudantes, enzimas o diastasas en la digestión de las vivencias.

En cambio los libros de los letrados, o sea, los de esos escritores que escriben sólo con la mente sus juicios, conceptos o mensuras mentales (que son la casi totalidad), no son más que perturbadores o tergiversadores de la inteligencia... y de la realidad. Porque no hay duda ninguna acerca de que sólo lo vivo es verdad y lo único vivo es el espíritu. ¿No vive el lector, dentro de su propio mundo, que siempre que se lo anarquizan con falsas, torpes o absurdas historias imaginarias o trucos o leyendas, padece graves desórdenes o trastornos interiores que le destruyen su energía e inteligencia con sensible mengua de su normal desarrollo evolutivo? ¿No serán todos esos pajosos libros literarios una de las más decisivas causas del pavoroso caos mental que hoy padece el hombre? ¿No es este diabólico artificio libresco algo así como una ciega y sorda mecanización conceptual de la vida?

Porque los libros o trabajos que son obra exclusiva de la mente, la memoria y el pensamiento, son meros productos mecánicos, fríos y muertos. Al leerlos sentimos de inmediato su vacío, su inercia, su ausencia de calor humano, la sola vanidad de su palabrería. Pero como casi todos los humanos no viven sino que vegetan o deliran o sueñan en vacío, tales son los libros que leen y admiran. Es necesario, pues, que pase algún tiempo para que esas nadas literarias sigan en su gusto olvido.

Por el contrario, las obras que tratan de la vida o espíritu, o sea de la verdad, son, en un cierto modo, inmortales. No importa que ellas sean cuentos, novelas o poemas, pues siendo cada hombre y todos los hombres muchos mundos interiores, cuando estos logran despertarlos y expresarlos, así vivos, las inmortalizan. Y por eso toda verdadera obra de arte, para que lo sea realmente, tiene que ser autobiográfica, es decir, vida, sangre y espíritu de autor. Porque, ¿cómo, pues, pudo Cervantes pintar así de vivos, de humanos, a don Quijote, a Sancho, a Dulcines y a todos los personajes de su obra si él mismo no fue ellos? Los vivió profundamente, genialmente en sus mundos interiores y los dió a luz en bella desnudez, tal como lo están atestiguando hasta ahora los siglos.

De manera que viene a ser la desnuda comprensión de la vida, escrita o expresada en cualquier forma, lo que define, en esencia, la obra de arte. Y por eso esta consiste en expresar desnudamente la vivencia.

"Pero Cervantes no ama a este loco (don Quijote), dice Elle Faure, tanto por los fantasmas que persiguen su generosidad y su valor, como por la divina potencia de su ilusión". O sea que su amor, el de don Miguel, comentamos nosotros, es a si mismo, al genial iluso que es él. Y también a Sancho, a Dulcinea, al Cura, al bachiller Sansón Carrasco y en fin a todos esos personajes que integran sus mundos vivientes y palpitantes. Leamos a Unamuno:

"Partióse luego de esto Sancho para el gobierno de su ínsula, después de recibidos los consejos de su amo", "y apenas se hubo partido Sancho, cuando Don Quijote sintió su soledad"; tristísimo rasgo que nos ha conservado la historia. Y ¿cómo no había de sentir su soledad, si Sancho era el linaje humano para él y en cabeza de Sancho amaba a los hombres todos? ¿Cómo no, si había Sancho sido su confidente y el único que le oyó aquello de los doce años en que había querido en silencio a Aldonza Lorenzo más que a la lumbre de sus ojos, que la tierra comería un día? ¿No estaba entre ellos dos solos el secreto misterioso de su vida?".

Tal es, en síntesis, el modo como nosotros concebimos la creación artística.

Vamos a ver ahora cómo la concibe Borges, según lo expresa él mismo en sus diálogos con Sábato.

Borges. "¿Sabe, Sábato? yo había pensado un tema para hoy. Pensé que podríamos hablar de cómo escribe usted una novela y cómo escribo yo un cuento. ¿Qué le parece? Mejor empiece usted.

Sábato. Es lindo, es cierto. No sé, prefiero que lo haga usted, así después me animo. Se que puede ser importante para los jóvenes".

Borges. "Vamos a ver si puedo explicarlo... Puedo referirme únicamente a mi experiencia personal, que no tiene porque coincidir con otras. Pienso que Mallea, por ejemplo, hablaría de otra manera. Digamos entonces, que voy caminando por la calle, o recorriendo galerías (hay muchas en esta zona) y de pronto percibo que algo me conmueve. Antes que nada tomo una actitud pasiva del espíritu; sé que si algo es un proyecto estético puede ser narrativo o

puede ser poético o ambas cosas a la vez. Puedo explicar lo que me pasa citando a Conrad que refiere que él es un navegante que ve el horizonte una mancha y él sabe que esa mancha es Africa. Es decir, que esa mancha es un continente con selvas, ríos, hombres, mitologías y bestias, y sin embargo lo que él ve es poquísimo. Eso mismo me pasa a mí. Entreveo una forma que podría ser una isla y veo sus dos extremos: una punta y la otra, pero no sé lo que hay en medio. Vislumbro el principio y el fin de la historia, pero cuando entreveo eso yo no sé todavía a qué país o a qué época corresponden. Eso me va siendo revelado a medida gue pienso en el tema o cuando lo voy escribiendo (subrayamos). Y los errores que cometo son generalmente errores que pertenecen a esa zona oscura y no descubierta todavía. Yo no digo como Poe que el cuento tiene su valor en la última línea. Porque esta apreciación nos llevaría quizás a que todos los cuentos fueran policiales".

"Y aquí hay algo curioso - agrega adelante Borges- uno al principio cuando comienza es barroco,a vanidosamente barroco, después quizá puede lograr esa secreta complejidad. No la sencillez, sino una secreta complejidad (subrayamos)".

En otra ocasión tendremos la oportunidad de estudiar, concretamente en algunos de sus cuentos, eso que dice él que le es revelado a medida que piensa en el tema o escribe, y también lo que denomina secreta complejidad.

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Borges y su Idioma sobrio y Sencillo

Al referirnos al estilo de Borges queremos recordar una cita que de él ya hicimos tomada del libro "Diálogos Borges-Sábato" y que dice asi:

"Y aquí hay algo curioso, uno al principio cuando comienza a escribir es barroco, vanidosamente barroco, después quizá puede lograr esa secreta complejidad. No la sencillez, sino una secreta complejidad..."

0 sea que su estilo es sólo el resultado de un severo, lento y complejo proceso de meditación, depuración y refinamiento estético. Por eso lo primero que se advierte, al leerlo, es que tanto su prosa como su poesía son el sazonado fruto de una muy esmerada, erúdita y paciente elaboración. Lo que a veces parece que le restara temperatura a la obra. O que la dosis de tan vital esencia le fuera suministrada en tan leve cantidad, que la hiciera casi imperceptible, deteriorándola, si no fuera por la singular superación que ella alcanza con su hondura metafísica y su muy sutil música interior.

De modo que para poder llegar a esa profunda claridad y desnudez de expresión, sin que se le advierta el trabajo, Borges debió necesitar buenos años de meditada y cuidadosa brega por libertarse del verbalismo, uno de los más graves e inveterados vicios de la casi totalidad de los escritores de lengua castellana. Y aún más difícil la tarea si se tiene en cuenta que la mayoría de los lectores está habituada tradicionalmente a la abundancia decorativa de las palabras, y en general a todos los medios barrocos de expresión. Porque la verdad es que el barroquismo parece algo así como una morbosa exuberancia inherente a la vanidad de la especie humana. Y tal vez a toda la naturaleza, en la que abundan las abigarradas decoraciones.

¿No será que el hombre, animal caído y vanidoso, adorna sus pensamientos, palabras y obras - y se adorna a sí mismo- impulsado por la necesidad de ocultar, disfrazar o disimular su angustia y vergüenza? Como es el único ser viviente clara, consciente y dolorosamente avergonzado, no tiene otra salida que la de esconderse en la vanidad. De ahí el que se entregue, de modo casi total y con olvido de lo que en realidad es (nada), a un fantástico sueño de ilusiones, placeres, poder, felicidad y perfección, en cuyo proceso y fin sólo halla dolor. Cosa que le ocurre en todas las formas que adopta para su representación, así en las del simple teatro de la vida habitual como en el más complejo de las artísticas, científicas. políticas, religiosas, etc.

O sea que siempre está representando su tragicomedia, si simplemente se halla en su casa, asiste a reuniones sociales, va por la calle, habla, escribe, pinta, esculpe, etc. Y por todas partes se disfraza de pavo real, inflándose, adornándose, y decorando miméticamente sus representaciones, igual que esa ave ilustre, la que si hablara diría, según lo dijo Ortega, que su alma o cielo están en su cola. ¿Acaso no ha vivido el lector que no sólo gusta de que lo admiren los demás, sino de admirarse a sí mismo? Y todo ello porque su naturaleza caída no le da tregua en el ineluctable papel de actor de su propia farsa.

De modo que en la literatura, y en general en el arte, las llamadas escuelas literarias o artísticas no son cosas distintas a las diversas formas de expresar los disfraces por medio de los cuales, a la vez que nos manifestamos dentro de la tragicomedia, nos escondemos o nos fugamos de la angustia. No es lo habitual que lo entendamos así, ni menos es reprobable, pero es la verdad. Trátase sólo de uno de los modos de viajar o de representarnos, aquí en el mundo del bien y del mal, a fin de que podamos digerir el misterio de la vida según la vocación o medio de manifestarse que a cada cual le es inherente. Lo que importa es que hagamos la digestión, que entendamos, pues sólo así nos iremos libertando. ¿No vive el lector que es esclavo de su trabajo, arte o representación y que sólo se liberta al paso que entiende? No amamos sino lo que entendemos, y sólo lo vivido y entendido es verdad, todo lo cual es lo mismo que libertad, belleza o inocencia. Por eso el paraíso o reino de Dios, "que está dentro de nosotros", es comprensión y amor.

Pero tan pronto como el hombre abusa en exceso de los adornos o decoraciones de las modas, repitiéndolos durante años o hasta siglos (es animal de costumbres o reiteraciones), al fin se hastía y dice entonces que el único bello y real valor es la sencillez o "le secreta complejidad", según Borges, en cuanto se refiere al estilo. Es decir, que por reacción opta por situarse en el extremo contrario al de la época en decadencia para edificar allí, con modernísimo sentido una nueva vanidad. Y como la imaginación humana es más limitada de lo que parece, pues ni siquiera ha podido sobrepasar el número de los monstruos mitológicos, con los sucesivos hastíos y reiteraciones viene a cumplirse la milenaria e ineluctable ley del Eterno Retorno o repetición de la historia (una profesión al revés) por los siglos de los siglos.

Al tiempo que "nos acecha desde todos los rincones el hastío" -dice Ortega y Gasset, en bella prosa barroca- nos va cayendo gota a gota dentro de las entrañas el dolor universal: entonces advertimos la vacuidad de la existencia, entonces necesitamos beber vinos generosos de bodegas ajenas, entonces nos emboscamos en las escenas trágicas del arte o buscamos las saucedas lentas que plantó a la vera de algún hombre grande y bueno de cuyo pecho manaba otro río de ternura, idealismo y dulcedumbre. Pareciéndonos la vida sórdida e indigna de sufrir, la henchimos de arte (fuga o refugio de la angustia, decimos nosotros) y estivamos de imaginación las barcas lentas de nuestras hora ".

"Es, pues, el arte una actividad de liberación. ¿De qué nos liberta? De la vulgaridad es la realidad de todos los días; lo que traen en sus cangilones unos tras otros los minutos; el cúmulo de los hechos, significativos o insignificantes, que son urdimbres de nuestras vidas, y que sueltos, desperdigados, sin más enlace que el de la sucesión, no tienen sentido. Mas sosteniendo, como a la pompa el tronco, esas realidades de todos los días, existen las realidades perennes, es decir, las ansias, los problemas, las pasiones cardinales del vivir universo. A éstas son a las que llega el arte, en las que se hunde, casi se ahoge el artista verdadero, y empleándolas como centros energéticos logre condensar la vulgaridad y dar un sentido a la vida".

Tal vez podríamos hacer de lo anterior una síntesis así: Agobiados por la estupidez y angustia de la vida cotidiana, unos hombres se refugian en el arte; y si en tal refugio logran realizar sus obras con todo la profundidad humana de que son capaces, podrán digerirla y entenderla amorosamente (este amor es un grande y bello misterio, y sólo lo sabe el que lo ha vivido) como en cualquier otro trabajo, ocupación, padecimiento o cruz. Esto consiste, pues, este oscuro, misterioso, pesado y doloroso viaje terrenal y su única salida.

Pero antes de continuar con el Borges escritor, veamos, brevemente, el Borges humano.

Viéndolo y oyéndolo por televisión, al instante intuimos la presencia o intimidad de un hombre sincero, probo y digno. La diafanidad de su vida interior se ve, de inmediato, en ese peculiar modo en que él, por naturaleza, gusta ponerla de presente en todas y cada una de sus palabras. Lo mismo cuando habla de sus padres, de su arte o de si mismo, con hermosa sencillez e inocencia. Emana de él una singular delicadeza en todas sus formas de expresión, Igual que si fuera un niño bueno en todos sus pensamientos, palabras y obras.

Hasta en su desnuda afirmación de que no cree en Dios o de que es tan escéptico "que ni siquiera está seguro de que no haya un Dios", se hace merecedor de respeto, por su probidad, en este mundo sucio e hipócrita. Y aun más cuando -como sólo podría decirlo un párvulo- afirma que, consciente de su conducta, no se considera digno de cielo ni de infierno, y que a los dos los ve como hipérboles. Todo esto nos hace ver en él algo así como un gozoso mundo íntimo fantástico, inocente, infantil y poético. Nunca habíamos visto antes un niño semejante a él, así de grande y de viejo, y viviendo en un maravilloso paraíso de fantasías infantiles.

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-Borges, ultraísta y modernista

De todos modos la verdad es que Borges, movido por su anhelo de originalidad y superación de las normas estéticas vigentes y caducas, al principio fue ultraísta cosa que después consideró como una equivocación. Vio que toda exageración es contraria a la verdad y entonces limitó sus pretensiones literarias a un modo cálido y sencillo de expresar la desnudez de la vivencia y su misterio. Tal fue, pues, según todos los signos, el genuino origen de su actitud renovadora en su pensamiento y estilo de poeta y escritor. Entendió además que cuando se niega un patrón como reacción, se crea otro que atrapa y esclaviza.

Por eso al leerlo, en prosa o verso, lo primero que advertimos es su espontánea y refinada austeridad en la selección y el uso de los vocablos. De modo muy preciso y auténtico expresa todo lo que le acontece en su complejo mundo interior. De pronto dice, por ejemplo:

"Apruebo el suicidio" o 'Mientras estoy creando soy insignificante', o "Las ideas nacen dulces y envejecen feroces" o "Una persona que sueña es a la vez el teatro, el autor, el actor y el decorado", todo lo cual es, en esos momentos, su íntima verdad o vivencia. O sea que no se trata de la expresión de un mero estado intelectual, sino de auténticas expresiones de su vida profunda. Lo que patentiza su estricta vigilancia, su atenta observación y su efectividad en cuanto al logro de evitar caer en los excesos decorativos tan usuales en el habla hispana y tal vez en todas las hablas del mundo, a causa, como ya lo anotamos, de la vanidad que le es inherente a la especie humana. Por eso quizá no se trata de lo que denominan escuela barroca sino de la vanidosa propensión del hombre, no sólo a decorar sus palabras para acentuar su yo o imagen, sino a adornarse a sí mismo para esconder su miseria.

Y es en Borges tan vigorosa y clara su pasión por poseer un idioma desnudo dúctil y transparente, que muchas veces se advierte, de súbito, en sus páginas, la inconformidad que lo agobia por no poder hallar en determinado momento la palabras precisa para expresar una vivencia o definir una actuación narrativa o poética. Cosa que los otros habituales narradores o poetas suelen obviar mediante el uso de varios vocablos imprecisos pero sugerentes y decorativos. Por eso podríamos decir que él fue, desde el principio, un modernista integral, es decir, no ya sólo en las meras formas o apariencias sino en le síntesis poética de una totalidad esencial. Porque fue realmente el modernismo iniciado por Rubén Darío, en América mediante la adopción de ritmos y modos del simbolismo francés, el que le dio una nueva orientación a la poesía castellana. Aquí fueron sus principales representantes con Darío a la cabeza, Lugones, Silva, Casal, Freire, Gutiérrez Nájera...y en España Valle-Inclán, Manuel y Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez. Pero en realidad fueron Jiménez y Borges los que posteriormente lograron hacer de la tendencia modernista un refinado movimiento estético, metafísico y original de "secreta complejidad" y singular sencillez. Ambos fueron discípulos de Darío con explícita humildad, por cierto. "Querido maestro" le dice afectuosamente el primero en carta que le escribió a París en 1903 y el segundo ha expresado humildemente en varias oportunidades: "Nunca tendré su música". Lo que en realidad es cierto. Pero de lo que tampoco queda duda es de que, en punto a sencillez, sobriedad, silencio, misterio y música interior, lo superaron. Ya hoy no hay duda de que la nueva poesía ha de ser, para que realmente lo sea, desnuda, honda, secreta y silenciosa. Es decir, que sólo exprese lo que sea vivo y haya sido meditado, en palabras de sencilla desnudez, aderezadas con el temblor sensitivo que le es inherente a toda genuina creatura.

Pero también fue Dario el único que logró colocarse por encima de todas las escuelas y los ismos e pesar de que absorbió todas las influencias poéticas, desde las griegas hasta las de su tiempo, transformándolas, como Goethe, en su propia vida, su música su metafísica y su poesía. Julio Cejador hace la siguiente síntesis exacta respecto a tal modalidad de Darío: "Nombres y vocablos traídos de todos los climas, ideas barajadas de todas las doctrinas, las más opuestas, plegarias y reniegos, orientalismos vagos y convencionalismos occidentales.

Pero siempre nuevo como los variados paisajes que cruzan a la vista del viajero en un tren, y siempre como este mismo tren en continuo movimiento. Es un Hugo más humano, menos titánico, más preciosista, más musical, aunque a veces no menos barroco y engravedado. Y eso que quería pasarlo por alto!".

Y por eso ahí sigue inmóvil, en su puesto, como el más grande de los poetas iberoamericanos de todos los tiempos. En la misma España el periódico ABC, el 15 de enero de 1987, Le dedicó la edición de ese día con legendaria caricatura en la portada y esta leyenda: "18 de enero, 1887: Nace en Nicaragua Rubén Darío, poeta de la Hispanidad". Y una prueba inequívoca de tal reconocimiento a la vez que del siempre vivo e inextinguible barroquismo de la raza, es el laudatorio editorial de ese día, del cual transcribimos este abigarrado párrafo: "Ocurrió así en otra ocasión, cuando las fiestas del centenario de Cervantes, en 1905. Desde uno y otro hemisferio, los países hispánicos llevan estos días su homenaje al más universal de sus poetas y a la nación ilustre que le vio nacer el 18 de enero de 1887, Nicaragua. Rubén Dario fue coronado en vida poeta de la raza, poeta de la Hispanidad (subrayamos nosotros). Las tierras fecundas de América sentirán siempre, por sus llanos infinitos y serranías ciclópeas, el estremecimiento de la nueva brisa de vida y que el poeta, cantando la energía ecuménica de la raza, esparció un día por el mundo de habla española. Nosotros, los españoles, le debemos gratitud eterna".

Pero se nos olvidaba hacer una observación, que consideramos esencial en lo tocante a los problemas que ofrecen las transformaciones circunstanciales de nuestro idioma.

Para poder entender, con la necesaria claridad, las explicables limitaciones actuales de nuestra lengua, es menester aceptar, además, el hecho de que sólo la hablan hasta ahora los países subdesarrollados o en vía de desarrollo, jóvenes o viejos. Subdesarrollo o retraso económico, educativo, científico, técnico y cultural, etc., que necesariamente ha de reflejarse en la lenta, difícil, defectuosa y morosa adecuación del lenguaje a las necesidades del cambio del instante. Por eso vemos a menudo que frente a la urgencia de expresar tales mutaciones, quienes hablan o escriben sobre ellas tienen que improvisar - en la mayor parte de los casos sin bases lingüísticas ni semánticas- los vocablos que exigen las circunstancias. Y como son las reiteraciones las que, por contagio crean los hábitos, pronto proliferan tales adefesios idiomáticos que luego prohijan hasta los mismos profesores y doctores universitarios con no escasos escritores de postín, obligados como están todos ellos a no ignorar elementales normas de sintaxis.

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-Borges dice que le Aterra la Longevidad

"Me aterra la longevidad y crezco de valor para suicidarme", confesó Jorge Luis Borges, en amargo y sincero gesto de angustia hace algunos meses. Y agregó: "Tengo miedo de no morir pronto, y como he llegado a los 78 años, estoy seriamente alarmado, pues la Biblia recomienda vivir hasta los 70 ya que pasando de ahí todo es pesadumbre y dolor. Mi madre falleció a los 99 años y una tía abuela al siglo y diez días. Mi corazón camina perfectamente, lo que es malo, porque así no puedo esperar esa bendición que es un ataque cardíaco".

Vamos a examinar este problema no sólo como el caso de Borges - hombre singular por su inteligencia, cultura, humor y sinceridad -, sino como el de la especie humana, pues bien sabemos que cada hombre es, en síntesis y en latencia, la humanidad entera. Somos, pues, en tal sentido un solo Adán.

Hace ya muy cerca de los dos mil años, en tiempos de grande oscuridad humana que vino Cristo al mundo. El hombre necesitaba entonces un cambio interior fundamental, pues habiendo escogido como fin único de su vida el egoísmo y el placer, que son dolor, se hallaba a la sazón en horrible encrucijada. Él nos enseñó, con ejemplos y palabras eternos, el camino de la redención que es la Verdad o EI como vivencia y convivencia en el amor. (¿ No es esta la única para todos los seres humanos y los pueblos de la tierra?).

Pero como los hombres no quisieron cambiar - ni lo quieren ahora mismo- a fin de realizar con obras tal enseñanza, en los actuales momentos, dominados como se hallan por el miedo, la violencia, el crimen, el dolor y la desesperación, están viendo que no les quedan más opciones que la locura nuclear, el traslado a otro planeta o la verdadera realización del cristianismo. Y en busca del logro de una de las tres, y consciente o inconscientemente, estamos trabajando todos los humanos sin tregua ni descanso, pues a fin de cuentas la responsabilidad es total. ¿Cuánto tardará en llegar una de ellas? ¿ 0 serán simultáneas la catástrofe y la evasión?

Bien sabemos que el hombre es animal perturbado, dolorido, atormentado y conflictivo... que no ha podido extirpar o siquiera sosegar el tumultuoso y doloroso drama de su mundo interior. ¿Hay acaso un solo ser humano que no sea un tormento en sí mismo? Tal vez

uno que no conocemos sea feliz, como dice Borges, pues eso que llamamos felicidad es ilusión de instantes. Pero lo más extraño es que casi todos los humanos se comportan exteriormente como si no sufrieran y sólo a unos pocos les oímos quejarse de vez en cuando. Parece, pues, que se avergonzaran de sus ocultos padecimientos o que siendo cobardes o indignos fueran valientes y activos. Pero si a alguien le alabamos su visible alegría, de inmediato protesta diciéndonos que su tragedia la lleva adentro, escondida.

De modo que también siente vergüenza de su supuesta dicha. Por donde vemos que de lo que dan testimonio inequívoco a cada paso los hombres, es de su total inseguridad con vanidosas apariencias de todo lo contrario. Un ejemplo: cuando Borges cumplió 78 años le preguntaron qué pensaba del premio Nobel para él y contestó que no le interesaba en absoluto. Sin embargo, al cumplir los 79, lo interrogaron así: "¿ qué regalo le hubiera gustado a usted recibir hoy?". El Nobel, respondió. Lo aceptaría con toda avidez, con todo descaro. Y es tan raro este mundo que no es imposible que me lo den". "En estas loterías de los premios, agregó posteriormente, a veces hay equivocaciones y pudiera ser que me cayera a mí ese gordo mundial' Su juego humorístico es deliciosamente infantil, ironiza con el Nobel porque le gusta mucho. En su soberbia literaria se sentiría feliz con él, bien lo disimula. Y también ironiza con la muerte y le longevidad diciendo, sonriente, que le teme a la última, cuando la verdad que no desea morir para saborear el resto de vida con la esperanza del posible premio, pues como humano sincero, tal es lo que en síntesis nos sugiere y anhela.

¿No es bastante claro?

Pero como el hombre de todos modos, es un ciego animal contradictorio, examinemos el sentido que puede tener esa afirmación de Borges acerca de que le tiene miedo a la longevidad y de que no se suicida porque carece de valor, así como también eso de que la Biblia dice que, para el hombre que vive más allá de los 70 años todo es pesadumbre y dolor.

Conviene que copiemos las palabras textuales de la Biblia: "Setenta años son los días de nuestra vida; cuando más ochenta años en los muy vigorosos; lo que pasa de aquí achaques y dolencias..." Pero Borges no parece achacoso, ni que sufra graves dolencias distintas a su ceguedad. Por el contrario, afirma que su corazón camine perfectamente (el gran motor de la vida), lo que es malo, según él, porque así no puede esperar la bendición de un ataque cardíaco.

Y ahora recordamos que Bertrand Russell, escritor muy del agrado de Borges, confesó, ya cerca al final de su vida, que casi toda la había vivido en conflictos y amarguras - sexo, matrimonios, divorcios, horribles guerras íntimas, odio a las guerras -, y que sólo en sus últimos años alcanzó alguna paz interior. La Confesión de este hombre, tan profundamente sincero como Borges, nos está indicando, por sus humanas analogías, que tal vez la tranquilidad a que alude pudo no ser sino la natural inercia del animal ya casi muerto, falto de la energía, la pugnacidad y las pasiones necesarias para continuar guerreando. Tolstoi dice: "El hombre no es puro (San Agustín refiere que vio en los ojos de un niño de teta (en Alejandría) gesto de terrible envidia de ver a otro mamando en abundancia) más que al comienzo y al fin de la vida; en la edad intermedia, la más prolongada, todo es tinieblas y corrupción". ¿Será esto realmente así? El lector, si lo vive y lo consulta dentro de sí mismo, podrá contestar verazmente tal pregunta. Pero de todos modos, para que sea válida la respuesta, ha de ser sincera, pues nunca el mundo como ahora, cuando todas las estructuras

-salvo pocas excepciones, tienen como base fundamental la hipocresía, necesita de la sinceridad, de la veracidad y la simplicidad. Es el único camino de salvación que le queda.

Cómo, pues, podría evitar el hombre la desesperación a que llega, durante su vivir, a través del placer-dolor? O en otras palabras: ¿Es verdadera la interpretación que Borges le da a la cita bíblica?

En primer lugar, vamos a estudiar, a la ligera, el modo como viven la casi totalidad de los hombres. ¿Cuál es el fin que persiguen o qué los mueve a vivir? Ante todo es necesario reconocer que la organización total de los humanos en el mundo sólo obedece hoy a la competencia, o sea, que no se mueven sino en función de éxito o fracaso, premio o castigo, placer y dolor. Y como ya habíamos dicho que apenas somos un proyecto que nos vamos realizando al paso que obramos, entendemos y nos libertamos, es obvio que si sólo nos ocupamos de buscar deleites, placeres o satisfacciones sin digerir los conflictos o aparentes contrarios que ellos entrañan (ignorancia), cuando lleguemos a la edad bíblica a que alude Borges, es también lo natural que, así crudos, no seamos cosa distinta de un pavoroso nudo de pesadumbres y tormentos.

De manera que es igualmente claro que mientras el hombre obre sólo en función de patrones, prejuicios o sistemas subordinados a éxitos, satisfacciones o placeres y vanidad - que esta es su meta de hoy -, su acción es y será siempre mecánica y como mero fruto del cálculo interesado, las maquinaciones y la astucia; pero no de la libre comprensión, del espíritu y el amor. ¿No está viendo el lector como hasta las hoy llamadas obras de arte se están involucrando en la propaganda comercial, la política o la descarada explotación?

Una de las cosas más difíciles que hay en la vida es mirar algo simplemente, sin condicionamientos, sin objetivos. Y ello porque sólo cuando se logra mirar así, puede haber libertad, amor e inocencia, único medio de percibir la belleza. Ya veremos, pues, en otra oportunidad, el vivo e inquietante comportamiento de Borges, frente a la vida y el universo, como poeta.

El Colombiano

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-Un encuentro inesperado

=Rafael Olea Franco

-Estatuto borgiano

=José Miguel Oviedo

-'Textos recobrados' recupera al Borges ultraísta

=Xavier Moret

Un Encuentro Inesperado

Rafael Olea Franco se doctoró en la Universidad de Princeton y actualmente es investigador de El Colegio de México. Es autor del libro El otro Borges. El primer Borges, donde estudia los once libros publicados entre 1923 y 1942 por el autor de Ficciones. A continuación, presentamos un juego borgiano donde el estudioso se enfrenta al fantasma de su objeto de estudio.

A Carlos Fuentes

Confieso que al principio yo mismo pensé que todo había sido una fantasía urdida en esos momentos en que la vigilia se confunde con el sueño. Que yo sepa, sólo mi hermano mayor heredó de la familia de mi madre esa mágica facultad de recordar los sueños con maravilloso asombro de detalles (porque, ¿para qué sirven los sueños si no podemos revivirlos?). En ocasiones, mi madre y mi hermano se hundían en un diálogo de sueños que me causaba una doble sensación de pérdida. Primero, porque solían hablar de un pasado previo a nuestra estancia en México, pleno de nombres y rostros que yo no podía compartir. Pero además, porque me acongojaba asistir al relato detallado de un sueño, cuando yo apenas podía entrever, difuminados por las falacias de la memoria, aspectos generales de los míos; y eso sólo cuando acababa de despertar, porque si pasaba más tiempo todo se borraba de mi mente como si nunca hubiera existido.

Algunas veces, en ciertas madrugadas inquietas, he despertado con sobresalto por lo adivinado del otro lado de la conciencia; sabedor de mi incapacidad para recordar luego los sueños, he llegado a consignar en el papel el argumento general de éstos, con la esperanza de que el día, con su engañosa vigilia, complete el relato que incluso me permita escribir un cuento. Pero ¡ay!, la memoria y la literatura están en otra parte, porque cuando intento definir el argumento, cuando me esfuerzo por recordar qué fue lo que causó mi sobresalto, me encuentro siempre, por más esfuerzos que hago, con que todas las imágenes han desaparecido.

Pero en esta ocasión las cosas eran distintas para mí, pues precisamente porque el paso del tiempo reforzaba el recuerdo, lo hacía más nítido añadiendo detalles --un sonido, un sentencioso silencio, un ademán inesperado--, me convencí poco a poco de que no se trataba de una quimera.

Era uno de esos atardeceres de verano en que el sol se acuesta con parsimonia y produce la sensación de que no pasa nada, de que el tiempo se ha detenido. Por fortuna, esa tarde no tenía yo la necesidad de refugiarme en una rutina; suelen ser ésos los momentos en que me gusta divagar por los parques, sentarme en una solitaria banca y gastar las horas en reflexionar sobre lo que he sido o lo que ya nunca podré ser; aunque al día siguiente, ante la inocente pregunta de un colega, responda, sintiendo una secreta vergüenza, que la tarde anterior he ido a una librería a buscar novedades.

El parque de mi ensoñación se encuentra muy cerca de una de las principales avenidas de la ciudad de México, y siempre me ha agradado la facilidad con que uno puede perderse en él y evadirse de lo contingente. Sin sentirlo, había yo caminado hacia el centro del parque, observando a los pocos niños que abandonaban sus juegos y se disponían ya a retirarse ante la inminencia de la noche. Al sentirme solo, decidí descansar en una banca y dejar que mi mente vagara por donde le diera la gana, a riesgo de derivar hacia memorias que podrían ser dolorosas para mí.

Ignoro cuánto tiempo transcurrió. El silencio era absoluto y la noche casi total. De pronto, noté que en el otro extremo de la banca donde yo me había sentado, vacía un poco antes, se encontraba ahora un anciano que reposaba plácidamente la cabeza sobre un bastón que, en la incertidumbre de la parcial oscuridad, a mí me pareció muy brillante; su atuendo era pulcro pero nada ostentoso y su mirada parecía dirigirse al frente y a ninguna parte. Después de esta percepción rápida pero certera, dejé de prestar atención al anciano y me concentré en mis pensamientos.

¿Por qué oscuros e inciertos senderos se encaminan nuestros recuerdos a revivir los sentimientos que más han calado en nuestra alma? No lo sé. Sólo sé que me encontraba yo pensando, con una perpleja nostalgia por los perdidos años de la adolescencia, en aquel momento feliz aunque fugaz en que descubrimos, con infinita sorpresa, que amamos a una mujer de la que nos hemos enamorado imperceptiblemente y quizá contra nuestra voluntad. Alentado por estas reminiscencias, intenté recordar los versos de un poema de Lugones que transmite esta sensación; pero mi limitado comercio con la poesía ayudaba muy poco a mi mente. Fue entonces cuando a mi lado escuché, recitados con una voz grave, lenta y un tanto sentenciosa, los endecasílabos que con vano afán intentaba recordar:

Al promediar la tarde de aquel día

cuando iba mi habitual adiós a darte

fue una vaga congoja de dejarte

la que me hizo saber que te quería.


Lo curioso es que, en principio, no me sorprendió tanto que el anciano hubiera adivinado lo que pasaba por mi mente. Sí, en cambio, me asustó reconocer un timbre de voz familiar pero al mismo tiempo lejano; con una lejanía que hizo que mi cuerpo se cimbrara con un profundo escalofrío. Me dije que esa voz pertenecía a alguien que ya no podía compartir con nosotros sus gozos y penurias; alguien, además, por quien yo había conocido esos versos. Sin embargo, sonreí luego con alivio al concluir que la continua lectura de sus obras me incitaba a escuchar el eco suyo en cualquier voz.

Entre el final de los versos que había oído y el tropel de ideas que se agolparon en mi mente habían transcurrido tan sólo unos segundos. Balbuceante, sólo acerté a dar con una respuesta ingenua y poco agradecida:

--¿Usted también recuerda los versos de Lugones? --pregunté absurdamente, pues acababa de escuchar la respuesta.

--En un tiempo ya lejano --me contestó-- no supe apreciar las reposadas virtudes de la poesía de Lugones. Años después intenté rectificar este error juvenil, y dediqué un libro a la memoria del autor de Lunario sentimental; pero sospecho que ya era demasiado tarde, pues Lugones había muerto en el '38.

Esta última afirmación me causó un nuevo y profundo sobresalto, pues confirmó mis inquietudes sobre la identidad de mi interlocutor. La mera duda de que un encuentro tan insólito pudiera ser posible me hizo sentirme vacío, inexistente. Entonces decidí arriesgarlo todo de una vez, y lancé una especie de acusación con la que, secretamente, deseaba restituir los hechos a su orden natural, a ese mundo lógico y directo en el que me gusta aferrarme; con no solapada agresividad, le dije de manera tajante:

--Borges, usted murió en Ginebra, el 14 de junio de 1986.

--Así parece --me contestó con serena seguridad--, pero descrea usted de lo que dicen los diarios; yo nunca fui afecto a ellos.

Los dos nos quedamos callados. Transcurrió entonces un tiempo que no se puede medir por minutos, durante el cual yo empecé a calmarme y a sentir que entraba en un mundo extraño, ajeno y distinto aunque reconfortante. Luego, él continuó nuestra conversación con algo que yo acusé como un reproche:

--Entiendo que ahora, en su libro, usted se ha propuesto revivir parte de mis andanzas literarias juveniles.

No respondí de inmediato, pues necesitaba encontrar una respuesta que me sirviera de defensa. Después de reflexionar con parsimonia, le dije:

--Supongo que si cada día nos esforzamos por recordar los rostros y las imágenes que han compartido nuestra vida, podremos tener oportunidad de evitar esa otra forma de la traición, la más terrible, por oculta e imperceptible: el olvido.

--Pero ése era el destino que yo había dado a mis primeros libros --se defendió.

A lo que yo contesté con aplomo:

--Tampoco el emperador chino Shih Huang Ti, insospechado constructor de la gran muralla, logró abolir el pasado mediante la destrucción de todos los libros. Quizá secretamente usted deseaba que yo exhumara sus primeras obras. Si no fuera así, ¿por qué no borró todas las huellas?

--¿A qué mortal le ha sido concedida la gracia de volver los pasos y borrar todas sus huellas? --me preguntó con un tono apesadumbrado. Y luego aceptó resignadamente--: Pero tal vez tenga usted razón y yo haya dejado casi invisibles huellas para que usted, ahora, pudiera leerlas.

--Como Kilpatrick en 'Tema del traidor y del héroe' --expresé con una sonrisa cómplice que compartimos en el acto.

Aunque luego añadí con cinismo:

--Pero quizá yo no le guardé una fidelidad absoluta, Borges, pues a diferencia de Ryan, quien decidió silenciar su descubrimiento y publicar un libro dedicado a la gloria del héroe, yo sí intenté divulgar sus secretos.

Ahora fue él quien replicó con tono irónico:

--Usted y yo sabemos muy bien que la mentirosa piedad se cruzó en su camino, pues finalmente eligió no develar todos mis secretos.

A partir de este momento de mutua confianza, nos sumergimos en un diálogo sobre temas múltiples e inconexos que me es imposible describir aquí porque no puede ser ésta la relación pormenorizada de mis sensaciones y, además, lo reconozco, porque prefiero atesorar para mí solo algunas de las ideas que me comunicó. Entre otras cosas, Borges, tan preocupado siempre por los orígenes, se interesó por la procedencia de mi familia y apellido, sólo para comprobar, con incomprensible desencanto, mi supina ignorancia sobre esos puntos. También hablamos acerca del idioma español; en particular sobre las inflexiones propias de la lengua mexicana, por ejemplo el verbo ``ningunear'', cuyo significado siempre le había causado un recóndito placer.

Llego ahora a un punto de mi relato cuya mención provoca en mí una natural reticencia. Pese al tono sosegado con el que platicábamos, durante toda nuestra conversación estuvo latente mi deseo de aprovechar esa inusual circunstancia para arriesgar la pregunta última, para indagar qué había más allá de la muerte. Pero cada vez que, muy dentro, sentía que iba a surgir la fuerza necesaria para hacerlo, en el último momento me detenía un temor desconocido y absolutamente paralizante. Me consolaba entonces de mi cobardía pensando en el sacrilegio que implicaba inquirir sobre algo cuyo desconocimiento sería preferible preservar hasta el momento último de lo irremediable. También reflexionaba que tocar el tema, aunque sólo fuera en forma tangencial, sería como intentar pronunciar el más profundo y únicamente verdadero nombre de Dios, no revelado ni aun a los mensajeros y traductores divinos.

Inseguro, temeroso, opté por dejar que nuestra conversación discurriera por derroteros más maniobrables y apacibles para mí, hasta el momento en que, al volver al ámbito de la literatura, donde yo me sentía menos inerme, Borges me interrogó de manera inclemente:

--Y usted, ¿escribe poesía?

Lo inesperado de la pregunta provocó que yo no pudiera dejar de recordar mis fallidas experiencias poéticas de la adolescencia. Siempre me ha sido difícil ocultar mis reacciones, por lo que al rememorar mis humildes versos al lado de un gran poeta, me sonrojé de inmediato. Intenté que mi rostro volviera a su estado normal lo más pronto posible, aunque me avergoncé de nuevo al pensar que, por pudor, deseaba cubrir la delación de mi rostro frente a alguien que no podría descubrirla aunque fuera de día.

Suele sucederme que, después de un momento en que me he sentido desamparado e inseguro, de pronto me atrevo a realizar actos muy ajenos a mi estado normal. Esta vez arriesgué una íntima confesión:

--En 1985 compuse un poema en primera persona en que me dirijo a usted, Borges, como símbolo de todos los poetas --respuesta con la que evadía su pregunta, pues decir que se ha escrito un poema no es afirmar que se escribe poesía.

Entonces percibí en su rostro una expresión de espera y tácito asentimiento que me impulsó a recitar mi poema. En los primeros versos, la incertidumbre de mi voz me hizo temer que la memoria no me fuera del todo fiel; pero conforme avancé en la dicción, me fue invadiendo una tranquila seguridad que alcanzó su cima en la última estrofa, cuando pude decir con tono pausado y firme:

Pero es tarde ya, en el sendero

inmutable se yergue la Parca.

Y cuando te hayas ido,

el tiempo empezará a labrarte

el silencio y el olvido.

Como chico de escuela, durante un instante esperé inútilmente un signo de aprobación.

Pero él sólo dijo, usando una de esas dobles construcciones negativas tan suyas: ``No está nada mal... para un principiante.'' Luego repitió, paladeando cada palabra:

Y cuando te hayas ido,

el tiempo empezará a labrarte

el silencio y el olvido.

Este nuevo alarde de su memoria no me causó sorpresa, por lo que me atreví a completar:

--De silencio y olvido también está hecha la literatura.

Y añadí de inmediato:

--Pero antes de que el riguroso olvido lo invada todo, me gustaría saber, Borges, cuál fue el don que le dio su largo tráfico con las letras; me pregunto si valió la pena el dilatado esfuerzo.

Se quedó mudo y pensativo, pero después de un momento, giró lentamente hacia mí su rostro al tiempo que se levantaba, y antes de alejarse entre la oscuridad con paso vacilante, cansado y triste, me dijo la que por ahora fue nuestra despedida y cuyo sentido último me ha hecho cavilar durante inacabables e insomnes noches:

--Sólo la literatura nos salva de la muerte; aunque sea por un instante, nos da la eternidad.

16-6-97. La Jornada, México.

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-El estatuto borgiano

=José Miguel Oviedo

El crítico peruano José Miguel Oviedo es profesor de la Universidad de Pensilvania y autor, entre muchos otros títulos, de Historia de la literatura hispanoamericana (Alianza Universidad, Madrid,1995). En este ensayo, Oviedo emprende la arriesgada tarea de fijar la significación profunda del legado borgiano.

El magisterio de Borges no sólo consistió en habernos enseñado a escribir de un modo que no existía antes en América, sino en hacernos pensar la literatura desde un ángulo totalmente nuevo. Borges nos mostró que el acto de leer y el de escribir, el de recordar e imaginar, el de razonar y soñar, podían confluir y alcanzar una asombrosa armonía. Esa armonía constituye un verdadero estatuto del arte literario de nuestro tiempo: el estatuto borgiano, que siendo inconfundible, puede ser reinterpretado y reactualizado sin cesar --un mundo de invención infinita que invita al juego tanto como a la reflexión profunda.

Aunque su tardía fama reside sobre todo en su producción cuentística, Borges comenzó escribiendo poemas y ensayos, y siguió haciéndolo cada vez con mayor intensidad hasta el fin de sus días. Hablar de él como ensayista, como aquí me propongo, crea un problema: todos esos géneros, y otras formas intermedias que cultivó, se explican mutuamente en un sistema de correspondencias, citas y ecos que no deberían aislarse unos de otros. En realidad, no hay un Borges ensayista, un Borges poeta y un Borges cuentista: su voz es esencialmente la misma y cualquier parte del sistema remite al centro, y viceversa. No hay en verdad géneros en Borges, que continuamente cruzó esas fronteras y supo filosofar como escritor de ficciones o ser poeta cuando escribía ensayos. ¿Qué es, por ejemplo, un texto ejemplar como ``Borges y yo''? Es un cuento que es un ensayo que es un poema.

La obra propiamente ensayística de Borges no es particularmente extensa. Si se incluyen prólogos (forma en la que llegó a alcanzar la maestría de la alusión y la síntesis), textos de conferencias y ensayos breves refundidos en otros libros, esa obra abarca unos quince títulos; pero todos juntos no suman muchas páginas algunos emigran luego a libros de otra naturaleza y parecen algo heterogéneos, como excursiones laterales de un lector casual: reflexiones sobre la literatura gauchesca al lado de meditaciones sobre el tiempo, una exhumación de un poeta menor como Evaristo Carriego, o una nota sobre el lenguaje artificial inventado por John Wilkins en el siglo XVII. De ese conjunto, tres son los libros clave: Discusión (Buenos Aires, 1932), Historia de la eternidad (Buenos Aires, 1936) y Otras inquisiciones (Buenos Aires, 1952). Ninguno de ellos es una obra integral: recogen textos de diversa procedencia e intención, la mayoría de las veces breves. Un rasgo que impresiona de inmediato al lector es que, a pesar de la pasmosa información literaria que exhibe y de la forma precisa como la maneja, el tono es casi siempre cordial y sereno: la erudición está atemperada por la autoironía y la sencillez expositiva. No fue así al comienzo: el joven ensayista de la primera serie de Inquisiciones (Buenos Aires, 1925) o El tamaño de mi esperanza (Buenos Aires, 1926), suena sorprendentemente barroco, agresivo y trabajoso, hasta resultar algo pedante. Eran los años vanguardistas de Borges, en los que puso su ardor ultraísta al servicio de un ``criollismo'' militante e iconoclasta del que rápidamente se arrepintió.

Nadie, salvo quizá Baldomero Sanín Cano, había escrito antes ensayos como éstos en América, porque muy pocos habían leído a los autores del modo en que lo hizo Borges, y menos habían escrito sobre ellos con el dominio y familiaridad desconcertantes que exhiben sus textos. Como ensayista, incorporó una cultura literaria a la que era casi enteramente ajena nuestra literatura y que, gracias a él, pasaría a formar parte de su tradición; esa cultura abunda en libros orientales, filósofos y místicos de la antigüedad, cabalistas y gnósticos judíos, olvidados poetas franceses, pero sobre todo en autores ingleses. Así, puso a circular a escritores tan poco frecuentados entre nosotros como Browne, Milton, Coleridge, DeQuincey, Chesterton, Keats, Beckford o Bernard Shaw, al lado de otros tan diversos como Kafka, Valéry y Whitman.

Pero no es sólo la singularidad de su biblioteca personal como ensayista lo que impresiona, sino la capacidad de decir algo inesperado sobre ellos. Uno puede decir, como hace Paul de Man, que éstos son imaginary essays, si es que entendemos la expresión en un sentido preciso: ensayos de una información personal estimulada por la imaginación ajena. Una de las sorpresas que se lleva el lector cuando recurre a las fuentes que inspiraron a Borges, es descubrir que al leerlas e interpretarlas, él puso tanto (o más) de él como de ellos, y así les dio una nueva significación. Coleridge o Chesterton, leídos por Borges, son completamente distintos a los que conocíamos antes: la huella de su lectura es profunda y personalísima. Tanto que a veces puede resultar arbitraria, pero esa arbitrariedad termina siendo un rasgo positivo, pues con ella Borges elabora algo que ya es inconfundiblemente suyo. Sus lecturas son formas de apropiación y de invención refleja; esa invención de segundo grado es una forma característicamente borgiana. Como señala Harold Bloom: "Borges es un gran teórico de la influencia poética, nos ha enseñado a leer a Browning como precursor de Kafka.'' Lo que hace Borges es una traducción de lo que lee a su propia lengua literaria y a su propio universo estético.

Mediante ese recurso, se apodera de toda la literatura que conoce y recuerda, y la integra a su sistema: dentro de éste lo ajeno y lo propio dialogan sin dificultad y con un alto grado de originalidad; sus libros forman una biblioteca creada por la imaginación a partir de una biblioteca real. Esto es particularmente visible en el modo como Borges leía obras religiosas, metafísicas y filosóficas; él mismo ha dicho que en Berkeley, Schopenhauer, Spinoza o Swedenborg no se interesaba por la verdad de sus teorías, sino por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso, o sea por su capacidad para suscitar asombro.

No importa cuál sea su tema (la eternidad o la metáfora, Homero o el tiempo cíclico, nuestra idea del infierno o la paradoja de Zenón), los ensayos de Borges son sobre todo proposiciones heterodoxas, una invitación a pensar de otro modo sobre algo comúnmente aceptado, una apacible disidencia intelectual. Lo admirable es que esas propuestas no nos imponen una fórmula que debemos aceptar como conclusión. Todo se resuelve en una hipótesis que somos libres de aceptar o no; el arte, la seducción del texto está en que, por más disparatada o increíble que parezca al comienzo la hipótesis, al final la tentación de aceptarla es irresistible. La argumentación borgiana sigue frecuentemente un método paradójico, que comprende varios pasos: el planteo de una teoría o cuestión problemática, de índole literaria, filosófica o cultural; el resumen de las variantes interpretativas que esa cuestión ha tenido a lo largo del tiempo; la demostración de algún error lógico que las invalida; el examen de las alternativas que el asunto ofrece, incluyendo la suya; y la sospecha de que todas ellas incluyen una nueva falacia. El agnosticismo y el escepticismo filosófico de Borges (herencia de sus lecturas cabalísticas y los idealistas ingleses) son el trasfondo intelectual de esta operación literaria, que contiene un constante comentario irónico sobre las leyes del conocimiento humano y su principal instrumento: el lenguaje. Esta última cuestión es central en la obra de Borges.

El autor se la planteó desde sus primeras páginas ensayísticas. En ellas, principalmente en ``El idioma de los argentinos'', es visible la huella del pensamiento de Croce sobre la naturaleza del lenguaje literario, en particular las cuestiones de la alegoría y la expresión verbal. Muy pronto, Borges empezará a distanciarse de Croce y a señalar sus discrepancias. En ``De las alegorías de las novelas'' y ``Nathaniel Hawthorne'' (Otras inquisiciones) puede rastrearse ese proceso que lo lleva a suscribir la tesis de Chesterton. En el primero escribe: ``Croce niega el arte alegórico. Chesterton lo vindica; opino que la razón está con aquél...'' En el segundo, en cambio, dice:

Que yo sepa, la mejor refutación de las alegorías es de Croce; la mejor vindicación, la de Chesterton[... Según Croce] la alegoría sería un género bárbaro o infantil, una distracción de la estética. Croce formuló esa refutación en 1907; en 1904, Chesterton ya la había refutado sin que aquél lo supiera... Razona que la realidad es de una interminable riqueza y que el lenguaje de los hombres no agota ese vertiginoso caudal[...] Chesterton infiere, después, que puede haber diversos lenguajes que de algún modo correspondan a la inasible realidad; entre esos muchos, el de las alegorías y fábulas.

Cualquiera puede reconocer en esas líneas algunas ideas rectoras de su obra. Pero la gran cuestión que subyace a estas preguntas es esencial para todo aquel que escribe y lee: ¿cuáles son los límites del lenguaje? ¿Cómo representar el mundo con una sucesión de sonidos y de signos convencionales? (Borges, citando a Chesterton, escribe ``de gruñidos y de chillidos''). La naturaleza misma del lenguaje es una sobria advertencia para el escritor que quiere crear algo nuevo: lo más que ese instrumento nos permite es reiterar, con variantes, lo que otros antes dijeron; o sea, sólo podemos tener cierto éxito si trabajamos dentro de la tradición, no en contra de ella.

Aparte de los ensayos citados, los textos clave para conocer el pensamiento literario de Borges son: ``La superstición ética del lector'', ``La postulación de la realidad'', ``El arte narrativo y la magia'', ``El escritor argentino y la tradición'', ``Las kenningar'', y ``Nuestro pobre individualismo''. Gracias a ellos, nuestras letras no volverían a ser ya lo que fueron antes. El lector curioso que recorra esas y otras páginas tendrá además otra recompensa: el sutil humor de Borges, que permea esas lucubraciones con una gracia y una agudeza espiritual que sólo tiene antecedentes en Alfonso Reyes, con quien Borges tuvo una estrecha afinidad intelectual. La ironía borgiana es una marca de su ideario: escribir es algo natural y es vano asociarlo a personalidades o ideas grandiosas. El humor se manifiesta desde los títulos de algunos de sus libros: ¿hay algo más irónico que llamar a un libro Historia de la eternidad o titular otro, de poco más de cien páginas, Historia universal de la infamia? Esa ironía es sobre todo una autoironía en la que está implicita una precisa moral de escritor, pues éste ejerce su oficio sin esperanza pero con probidad, como si fuese una causa perdida. Así es posible entender que algunos textos de Historia universal de la infamia apareciesen primero en una revista de pasatiempos, y que las breves reseñas y biografías literarias, escritas entre 1936 y 1940, recogidas recientemente bajo el título Textos cautivos, se publicasen en una revista argentina para distracción de amas de casa. Tal vez el mayor elogio que se pueda hacer de él consistiría en decir que es un escritor cuyo rigor (de geómetra o arquitecto de laberintos y pirámides verbales) no le impide ser amable y entretenido como muy pocos. Si la grandeza se mide por el placer indeclinable que la lectura y la relectura producen, Borges es entonces uno de los más grandes.

16-6-96. La Jornada, México.

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-'Textos recobrados' recupera al Borges ultraísta

=Xavier Moret

Bajo el título Textos recobrados , la editorial Emecé iniciará en noviembre una colección destinada a recuperar los textos que el escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) publicó en revistas minoritarias. La primera entrega abarca el período entre 1919 y 1929, cuando Borges era un veinteañero que coqueteaba con el ultraísmo. De entre estos primeros textos recuperados, destacan los publicados durante los años que vivió en Europa, entre 1914 y 1921, y en especial su primer poema, Himno del mar , que apareció en la revista sevillana Grecia el último día de 1919 .

Sara del Carril, que está llevando a cabo una laboriosa edición del nuevo libro de Borges, explica que este primer volumen incluirá 170 textos de todo tipo (prosa, poesía, artículos, manifiestos). "Si bien no pueden considerarse inéditos", apunta, "serán de gran interés para los especialistas, ya que eran muy difíciles de consultar y dan una imagen muy precisa de los años de formación de Borges y de su evolución".

El autor de El Aleph, nacido en Buenos Aires en 1899, viajó a Europa con su familia en 1914, cuando tenía 14 años de edad, y vivió entre Suiza y España hasta 1921. "Fueron unos años decisivos para su formación", comenta Sara del Carril, "y estoy segura que su padre tuvo especial empeño en que viviera durante este período en contacto con la cultura española. Podría decirse que el padre programó la carrera literaria del hijo y quiso que viviera de cerca la riqueza del lenguaje en España".

En Europa, Borges siguió un curso de bachillerato francés en Ginebra, lo que reforzó sus tendencias políglotas (en casa ya tenía el inglés como segunda lengua). Después pasó a vivir un año en Mallorca, donde trabó una buena amistad con Jacobo Sureda, antes de instalarse en Sevilla y Madrid. De su etapa española le viene el interés por el ultraísmo, del que más tarde renegó abiertamente. "Borges se interesó por las vanguardias y eligió la rama del ultraísmo", precisa Sara del Carril. "De España, en especial, siempre recordó a Rafael Cansinos-Assens, al que consideraba su maestro".

En el conjunto destruido por Borges Himnos rojos, concebido a los 17 años, sorprende detectar un elogio a la revolución rusa. "En el libro reproducimos 13 poemas que formaban parte de Himnos rojos, un conjunto que el mismo Borges destruyó", aclara Sara del Carril. "De todos modos, en 1983, para la edición de La Pléiade, el mismo Borges autorizó la traducción de esos trece poemas, aunque antes había renegado de ellos".

Un dato curioso: durante la caza de brujas de McCarthy, a Borges se le prohibió la entrada en Estados Unidos por este libro. A él, precisamente, que años después sufriría las iras de la izquierda por conservador.

Además de los poemas y artículos, son interesantes los manifiestos que aparecen en Textos recobrados . Fue una década de manifiestos la de los años veinte y Borges intervino en el Manifiesto Ultra en Mallorca (junto con Jacobo Sureda, Fortunio Bonanova y Juan Alomar), así como también en los de las revistas argentinas Prisma y Proa.

"No ha sido fácil reunir todos los textos", comenta Sara del Carril, que lleva 18 meses enfrascada en este libro, "ya que estaban muy dispersos y, en el caso de Argentina, hay que lamentar que buena parte de los archivos están diezmados. Los textos están catalogados, pero cuando vas a buscarlos te encuentras que han desaparecido, en su mayor parte para venderlos a coleccionistas".

Evolución

El período 1919-1929 es especialmente interesante para conocer la evolución de Borges, ya que fue en esta época que publicó sus cuatro primeros libros. Tres de poesía ( Fervor de Buenos Aires , Luna de enfrente y Cuaderno San Martín ) y dos de ensayos ( Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza ). Estos dos últimos, de los que renegó el escritor, han sido recuperados tras su muerte por Seix Barral.

La intención de Emecé es publicar en los próximos años otros tres volúmenes de textos recobrados: el segundo abarcará los años treinta, mientras que el tercero comprenderá de 1949 a 1960 y el último de 1960 hasta su muerte, en 1986.

Por otra parte, también está previsto publicar más adelante la correspondencia de Borges con dos amigos europeos: Maurice Abramowicz y Jacobo Sureda. Para realizar la edición de Textos recobrados, Sara del Carril ya ha podido consultarla, lo que ha permitido precisar con notas la opinión que tenía Borges de algunos aspectos de la época.

21-9-97. El País, España

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-El Último Delicado

=E.M. Cioran

París, 10 de diciembre de 1976

Querido amigo:

El mes pasado, durante su visita a París, me pidió usted que colaborara en un libro de homenaje a Borges. Mi primera reacción fue negativa; la segunda también. ¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor, merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ese era su terreno. La consagración es el peor de los castigos -para el escritor en general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento en que todo el mundo lo cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus "admiradores", de sus enemigos. Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen en realidad más que precipitar su caída. Pero no sigo, porque si continuase en este tono acabaría apiadándome de su destino. Y tenemos sobrados motivos para pensar que él mismo se ocupa ya de ello.

Creo haberle dicho un día que si Borges me interesa tanto es porque representa un espécimen de humanidad en vías de desaparición y porque encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado. En Europa, como ejemplar similar, se puede pensar en un amigo de Rilke, Rudolf Kassner, que publicó a principios de siglo un excelente libro sobre la poesía inglesa (fue después de leerlo, durante la última guerra, cuando me decidí a aprender el inglés) y que ha hablado con admirable agudeza de Sterne, Gogol, Kierkegaard y también del Magreb o de la India. Profundidad y erudición no se dan juntas; él había logrado sin embargo reconciliarlas. Fue un espíritu universal al que sólo le faltó la gracia, la seducción. Es ahí donde aparece la superioridad de Borges, seductor inigualable que llega a dar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más arduo, un algo impalpable, aéreo, transparente. Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos.

Nunca me han atraído los espíritus confinados en una sola forma de cultura. Mi divisa ha sido siempre, y continúa siéndolo, no arraigarse, no pertenecer a ninguna comunidad. Vuelto hacia otros horizontes, he intentado siempre saber qué sucedía en todas partes. A los veinte años, los Balcanes no podían ofrecerme ya nada más. Ese es el drama, pero también la ventaja de haber nacido en un medio "cultural" de segundo orden. Lo extranjero se había convertido en un dios para mí. De ahí esa sed de peregrinar a través de las literaturas y de las filosofías, de devorarlas con un ardor mórbido. Lo que sucede en el Este de Europa debe necesariamente suceder en los países de América Latina, y he observado que sus representantes están infinitamente más informados y son mucho más cultivados que los occidentales, irremediablemente provincianos. Ni en Francia ni en Inglaterra veía a nadie con una curiosidad comparable a la de Borges, una curiosidad llevada hasta la manía, hasta el vicio, y digo vicio porque, en materia de arte y de reflexión, todo lo que no degenere en fervor un poco perverso es superficial, es decir, irreal.

Siendo estudiante, tuve que interesarme por los discípulos de Schopenhauer. Entre ellos, un tal Philip Mainlander me había llamado particularmente la atención. Autor de una Filosofía de la Liberación, poseía además para mí el aura que confiere el suicidio. Totalmente olvidado, yo me jactaba de ser el único que me interesaba por él, lo cual no tenía ningún mérito, dado que mis indagaciones debían conducirme inevitablemente a él. Cuál no sería mi sorpresa cuando, muchos años más tarde, leí un texto de Borges que lo sacaba precisamente del olvido. Si le cito este ejemplo es porque a partir de ese momento me puse a reflexionar seriamente sobre la condición de Borges, destinado, forzado a la universalidad, obligado a ejercitar su espíritu en todas las direcciones, aunque no fuese más que para escapar a la asfixia argentina. Es la nada sudamericana lo que hace a los escritores de aquel continente más abiertos, más vivos y más diversos que los europeos del Oeste, paralizados por sus tradiciones e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis.

Puesto que le interesa saber qué es lo que más aprecio en Borges, le responderé sin vacilar que su facilidad para abordar las materias más diversas, la facultad que posee de hablar con igual sutileza del Eterno Retorno y del Tango. Para él cualquier tema es bueno desde el momento en que él mismo es el centro de todo. La curiosidad universal es signo de vitalidad únicamente si lleva la huella absoluta de un yo, de un yo del que todo emana y en el que todo acaba: comienzo y fin que puede, soberanía de lo arbitrario, interpretarse según los criterios que se quiera. ¿Dónde se halla la realidad en todo esto? El Yo, farsa suprema. El juego en Borges recuerda la ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con lo ilimitado. Friedrich Schegel, hoy, se halla adosado a la Patagonia.

Una vez más, no podemos sino deplorar que una sonrisa enciclopédica y una visión tan refinada como la suya susciten una aprobación general, con todo lo que ello implica. Pero, después de todo, Borges podría convertirse en el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas, y si existe una utopía a la cual yo me adheriría con gusto, sería aquella en la que todo el mundo le imitaría a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido, al último delicado.

E.M. Cioran

La Jornada Semanal, 15 de febrero de 1998.

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-Una rareza de Borges

=María Esther Vázquez

Acaba de aparecer en Italia un libro que reproduce un trabajo de Borges, inédito hasta hoy, escrito para Franco Maria Ricci acerca de los desastres naturales tratados por la literatura a lo largo del tiempo en páginas inolvidables. Es rara la historia del volumen y más extraña aún la relación nacida entre el escritor y el editor de Parma.

Hacia fines de 1971 o principios del 72, llegó Ricci a Buenos Aires con el único propósito de conocer a Borges. Acudió a mí y yo lo llevé a la Biblioteca Nacional, que entonces dirigía el escritor. Ricci, hombre muy joven todavía y dueño de una pequeña casa editorial muy refinada, gozaba de cierta fama en el mundo de los bibliófilos por haber realizado una tarea casi imposible: reeditar el Manual tipográfico (1818) de Giambattista Bodoni. Uno de los raros ejemplares completos, quizá el único existente en el mundo, estaba en la Biblioteca Nacional de Washington, la cual pidió para prestarlo una fianza de un millón de dólares. Ricci los dio y se fue con el libro debajo del brazo; desde entonces se lo conoció como "el chico del Bodoni".

Hombre culto, simpático, siempre vestido con jeans y chaqueta de terciopelo negro con una flor de plástico colorada en el ojal, Ricci llegó a Borges con dos propuestas: conseguir permiso para editar su cuento "El Congreso", todavía no recogido en las Obras completas y pedirle que dirigiera una colección de literatura fantástica, La Biblioteca de Babel. Borges aceptó: Ricci le había caído muy bien, los honorarios que ofrecía no eran desdeñables (todavía no le había caído encima la pluralidad de premios y ediciones que lo harían años después un hombre rico) y además, jubilado de su cargo de director de la Biblioteca Nacional, necesitaba otras ocupaciones para consolarse de esa pérdida.

Como Borges no podía hacer la tarea solo, me pidió que lo ayudara. Me dictaba los prólogos de los libros que elegía, yo individualizaba los textos y enviaba todo a Italia. No fue sólo en los treinta y dos títulos de La Biblioteca de Babel en los que tuve el honor de trabajar a su lado para Ricci. Además de "El Congreso" (retitulado por Ricci "El Congreso del mundo"), hicimos El libro de las visiones, una lindísima antología de las visiones literarias del otro mundo, y organizamos este último volumen que a tantos años de distancia acaba de aparecer, Finimondi. Bellamente ilustrado, como lo fueron los anteriores, de gran formato, encuadernado en seda, está impreso con caracteres Bodoni, sobre papel Fabriano.

La selección hecha por Borges para Finimondi reúne treinta y tantos textos: "Historia del Diluvio" y "Destrucción de Sodoma", del Génesis; "Vaticinio contra Babilonia", de Jeremías; "Muerte de Sansón", del Libro de los jueces; "El incendio de Troya", de Virgilio; "Consideraciones después del incendio de Lión" de Séneca; "El terremoto de Jerusalem después de la muerte de Jesús" de los Evangelios apócrifos; "Destrucción de Pompeya y muerte de Plinio el Viejo", de Plinio el Joven; "Apología de Nerón" y "A Roma sepultada en sus ruinas", de Quevedo; "La ciudad en ruinas" de la Elegía anglosajona, y, además, textos de Poe, de Tu Fu, de Su Shih, de Joachim du Bellay, de Ezra Pound, de Carl Sandburg, de Shelley, de Jack London... El libro se cierra con un texto del propio Borges: "Alejandría, 611 A.D", incluido en Historia de la noche y cuyo tema es (no podría ser otro tratándose de Borges) el incendio de la biblioteca de Alejandría. Las ilustraciones reproducen los cuadros del romántico inglés John Martin (1789-1854).

El extenso prólogo de Borges me fue dictado en setiembre de 1978. Ha pasado tanto tiempo, casi veinte años, y todavía recuerdo la emoción con que el escritor me hacía leer y releer "El incendio de Londres", de Pepys, o "El crepúsculo de los dioses", de Snorri Sturluson, o la terrible descripción de Voltaire del terremoto de Lisboa. La devoción, admiración y afecto de Franco Maria Ricci se advierten en este libro magnífico que quedará como una verdadera rareza entre la vasta bibliografía de Borges. Pero el fervor de Ricci se ha visto siempre, en diferentes momentos. Cuando sacó su revista FMR, lo festejó en coincidencia con el cumpleaños número ochenta y cuatro de Borges, y dio una espléndida comida en Washington. Para albergar a sus cuatrocientos cincuenta invitados alquiló la sala de lectura de la Biblioteca Nacional. Allí le regaló a Borges un cofre con ochenta y cuatro libras esterlinas de oro: la primera de 1899, año del nacimiento del escritor; la última, de 1983.

Ahora, en algún lugar de la Biblioteca ideal y eterna, Borges podrá ver este libro y quizá repita las mismas modestas palabras con las que recibió el cofre con las libras, con las que recibió homenajes y fervores de los que lo admiraron: "¡Pero, che, se les fue la mano!"

(De La Nacion, de Buenos Aires).

4 de enero de 1998, El Colombiano.

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-El Último relato de Borges

=Eduardo García de Enterría, de la Real Academia Española

Hace unas semanas cené en la casa de un amigo con un juez argentino, y fue inevitable que enseguida nos encontrásemos hablando de Borges. Me ofreció enviarme las sentencias con que los Tribunales argentinos habían resuelto el pleito de nulidad del testamento último de Borges que había promovido Fani, la mucama de Borges (y antes, durante treinta años, de su madre), contra la heredera universal nombrada en ese testamento, María Kodama. Así lo hizo una vez que volvió a Buenos Aires, junto con el extenso dictamen del fiscal de la segunda instancia, especialmente rico en su puntual resumen de pruebas. A resultas de ello, he pasado unos días inmerso, de un modo que no es el usual, en el universo borgiano con un interés encendido.

Desde el punto de vista estrictamente jurídico, la cuestión planteada en el pleito era bastante elemental. Fani (Epifanía Uveda) pedía que se declarase la nulidad del testamento último de Borges, otorgado en Buenos Aires en 1985 ante escribano y tres testigos, días antes de su viaje final a Ginebra, en el cual, casándose con María Kodama, encontró la muerte que buscaba (la boda fue cincuenta y tres días antes). La nulidad pretendía dejar en vigor el anterior testamento de Borges, otorgado en 1979 en favor de la propia Fani (a quien dejaba la mitad de su dinero en efectivo en bancos del país y extranjeros) y de María Kodama.

La razón aducida para esa nulidad era que Borges estaba ya en el momento de otorgar el testamento sin condiciones de discernimiento, que era incapaz y que María Kodama había captado su voluntad aprovechándose de esa circunstancia y haciendo firmar al ciego lo que nadie le leyó. En Derecho español la demanda hubiera tenido muy pocas posibilidades, dada la dificultad de poner en cuestión la fe de capacidad que hace el notario que autoriza el testamento. No parece ser ese el caso en Argentina, de modo que en el proceso, y ese es justamente su interés literario, se ha debatido con profusión sobre la salud mental del testador en sus últimos tiempos, sobre sus actos y sus relaciones y conversaciones en esa época. Han intervenido una veintena de testigos, algunos tan cualificados como Adolfo Bioy Casares, María Esther Vázquez, Antonio Carrizo. Se han aportado libros (el más utilizado, el de Estela Canto, "Borges a contraluz"), artículos, cartas de toda la singular corte borgiana, el libro que surgió en Italia recogiendo sus diálogos con distintos intelectuales italianos en su último viaje en diciembre de 1985 ("Jorge Luis Borges. Una vida de poesía"), tras otorgar el testamento discutido, pieza de una enorme fuerza. Todo el singular entorno de Borges se agita vivo en estas pruebas forenses, que constituirán, a no dudar, un rico material para los biógrafos futuros del fabuloso personaje.

En la reciente biografía de Borges de James Woodal, "La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro", edición española, 1998, el autor afirma que el proceso, aunque protagonizado por Fani, fue organizado para ella por su aliada María Esther Vázquez. María Esther Vázquez, mujer excepcionalmente inteligente, fue desde sus diecisiete años una gran amiga de Borges, a quien éste, cómo no, propuso varias veces matrimonio, que colaboró con él en artículos y aun en libros (como "Introducción a la literatura inglesa" y "Literaturas germánicas medievales", incluidos en sus "Obras Completas en colaboración", 1979), y que, finalmente, ha escrito la que hasta ahora es, a mi juicio, su más vivaz biografía, "Borges, esplendor y derrota", 1996. En este libro inteligente, hecho desde una prolongada y real intimidad con Borges, se anuncia desde su mismo título el final infeliz del gran escritor. Es verdad que en el epílogo del libro intenta explicar la "derrota" en un contexto más amplio que el de su relación final con María Kodama, aludiendo a su desgracia con todas las mujeres que amó y que, finalmente, le abandonaron. "Detrás de ese anciano febril, conocedor de literaturas y de lenguas, dueño de una erudición sólo comparable a su memoria prodigiosa, burlón con quienes le atacaban, duro y hasta cruel con quienes menospreciaba, se ocultaba un adolescente romántico, temeroso, encendido de pasión, que temblaba ante el contacto de la mano querida. Pero, al mismo tiempo, era un hombre que se avergonzaba de las necesidades de su cuerpo, odiaba su cuerpo, desdeñaba la carnalidad, se despreciaba por los oscuros deseos que le encendían la sangre... Las sucesivas Ulrica, Beatriz Viterbo, Matilde Urbach, Teodelina Villar [las -pocas- protagonistas femeninas enamoradas de sus relatos]... conforman un solo rostro inaccesible. Borges triunfó y se vio envuelto en el esplendor de la fama, de los halagos, de los premios. Eso le hizo feliz. Y, sin embargo, fue incapaz de lograr un amor entero en el momento adecuado. Más allá del esplendor, encontró la derrota". Son las últimas palabras del libro. Pero en el capítulo anterior María Esther Vázquez ha dedicado cuarenta páginas a describir "la década de los viajes y María Kodama", la que va desde 1975 hasta su muerte, 1986. No hay en esta descripción la menor complacencia para María. Ésta se habría apropiado de Borges y le habría forzado a un frenético viaje interminable por el ancho mundo, a la búsqueda de honores, de premios, de dinero, separándole de los viejos amigos con quienes había vivido en una cálida convivialidad. Según el libro, la idea de que Kodama acompañara al Borges ciego -de quien era alumna de anglosajón- en un viaje a los EE.UU. en 1975, el primero de los que luego repetiría tanto, fue de Fani, que siguió cuidando de Borges al fallecer su madre, en 1974. Este primer viaje fue muy satisfactorio. A partir de entonces "la vida de Borges se transformó en una vorágine de publicaciones y, sobre todo, de viajes". María habría explotado con frialdad al anciano escritor acelerando su degradación -es el argumento que se insinúa.

Ese argumento se formalizó en alegato forense en el proceso que comentamos. La demanda llega a decir que en esa década final Borges no publicó, entre los muchos títulos, nada estimable. María Esther Vázquez no llega a decir tanto. Para explicar esa apreciación hay que notar que la mayor parte de lo publicado por Borges en su última década fueron libros de poesía y ésta no ha sido apenas estimada, aunque algunos creemos, como el propio Borges, por cierto, que cuenta entre su mejor obra. Borges publicó entonces una obra poética absolutamente de primer orden, que culmina en su libro último "Los conjurados", donde se encuentran versos inmortales. Borges, pues, no fue precisamente esterilizado por ese supuesto secuestro de María Kodama y merece destacarse que casi todas las obras de esa década están dedicadas a ella, en sus prólogos emotivos y refulgentes.

El juez, primero, la Cámara Nacional de apelaciones después, no tienen gran dificultad en desestimar la acción de nulidad del testamento de Borges. La pericia médica no dejó resquicios sobre su salud mental en los últimos tiempos, sobre su estado de "perfecta razón";un Borges sin la razón despierta hubiera sido, en efecto, otra persona. Abundaron los testimonios sobre la vinculación afectiva de Borges con María; fue a ella a quien escogió para traducirle a palabras el mundo que no veía y que nunca como entonces recorrió, y sobre todo, para envejecer y para morir, lo que es quizá el grado extremo del amor personal. Alicia Jurado, otra de las mujeres del círculo borgiano con quien también colaboró, declaró que había hablado por teléfono con el Borges moribundo de Ginebra y que le había confesado que estaba muy feliz con su boda. Al final, creemos comprender que ese proceso ha sido un ajuste de cuentas entre dos de las mujeres de quienes Borges se enamoró. Cuando María Esther Vázquez escribió el texto transcrito según el cual "las sucesivas Ulrica, Beatriz Viterbo, Matilde Urbach... conforman un solo rostro inaccesible", no ignoraba que en la tumba ginebrina de Borges María había hecho grabar en piedra, junto con párrafos de un viejo poema escandinavo, esta dedicatoria: "De Ulrica a Javier Otálora"; los lectores del cuento borgiano "Ulrica", que recuerdan el apartamiento de la espada separadora, podrán comprenderla.

19 de junio de 1998, ABC, España.

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-Borges y una llamativa discordia

=Rodolfo Rabanal

Pocas veces la figura de un escritor, y seguramente nunca la de un escritor argentino, alcanzó el relieve y la resonancia internacional que la prensa, el público y las academias le otorgan a la memoria y a la obra de Jorge Luis Borges en éste, el año del centenario de su nacimiento.

Prácticamente desde enero hasta la culminación de agosto, el nombre de Borges abundó, como jamás lo había hecho antes, en todos los medios del mundo y, como cabía esperar, principalmente en los nuestros.

Nuevas ediciones de sus libros, exhumaciones inesperadas de algunos de sus textos inéditos y juveniles; estudios críticos y analíticos de su obra, reediciones de charlas que el autor de "El Aleph" mantuvo con otras personas vinculadas con el mundo literario, recopilaciones anecdóticas de quienes lo frecuentaron y cultivaron su amistad o dicen, por lo menos, haberla cultivado, han poblado y siguen poblando el año borgeano sin atisbos visibles de que ese entusiasmo vaya a decaer en los próximos meses.

Pero este apogeo no deja de plantear un enigma, ya que no parece haber sido una promoción lo suficientemente poderosa como para que, por lo menos una vez, alguno de sus títulos apareciera encabezando las listas de libros más vendidos. A juzgar por esta comprobación, el autor más notable de los últimos tiempos y uno de los más grandes del siglo, no es el que más vende ni mucho menos.

Nadie se abalanza sobre las Obras Completas o sobre "Historia Universal de Infamia" o "Ficciones". Ese fenómeno no ocurre con Borges. No es el caso, en cambio, de García Márquez o de Vargas Llosa, por citar a dos autores respetados tanto por los círculos universitarios como por la crítica más exigente; sus libros, más los del primero que los del segundo, siempre obtuvieron inmediatos éxitos de venta y sus primeras ediciones se vieron rápidamente agotadas. Para ellos, la publicidad radicó primeramente en la profusión de lectores y esa hazaña alimentó más tarde los previsibles slogans de mercado incrementando aún más el número de libros vendidos. Posiblemente no sea apropiado comparar a escritores tan distintos, salvo que sus "famas" son de algún modo equiparables y hoy es imposible, en cualquier parte del mundo, no relacionar los mejores textos de la narrativa contemporánea en español con García Márquez y Jorge Luis Borges. Sólo que Borges, habría que añadir, es mucho más que un narrador en tanto que García Márquez rara vez es otra cosa.

Borges jamás ignoró que la historia de la literatura abunda en enigmas parecidos al suyo. Siempre le inquietó, por ejemplo, "la extraña gloria parcial" de Quevedo y consideró injusto que esquivaran nombrarlo entre los grandes. Atribuyó esa omisión a diversas causas. Una de ellas, no la menos probable, sostiene que el poeta español no pudo fraguar un símbolo que se apodere de la imaginación de la gente. Ignoro si esa supuesta imposibilidad de Quevedo es también imputable a Borges, más bien tiendo a creer que su fama cuestiona criterios más o menos dogmáticos que igualan, un poco groseramente, nociones como genio y éxito. Y esos desarreglos, ya sabemos, siempre ocasionan molestias.

14-10-1999, La Nación, Argentina.

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-Borges en París

=Mario Vargas Llosa

Mañana se cumple un nuevo aniversario de la muerte de Borges. En esta nota el escritor peruano evoca su primer encuentro con el autor de Ficciones, en los años 60. El argentino empezaba a ser una celebridad y aun en la madurez se escondía en él un insolente vanguardista que se divertía soltando impertinencias.

Francia ha celebrado el centenario de Borges (1899-1999) por todo lo alto: números monográficos de revistas y suplementos literarios, lluvia de artículos, reediciones de sus libros y, suprema gloria para un escribidor, su ingreso a la Pléiade, la Biblioteca de los inmortales, con dos compactos volúmenes y un álbum especial con imágenes de toda su biografía. En la Academia de Bellas Artes, transformada en laberinto, una vasta exposición preparada por María Kodama y la Fundación Borges documenta cada paso que dio desde su nacimiento hasta su muerte, los libros que leyó y los que escribió, los viajes que hizo y las infinitas condecoraciones y diplomas que le infligieron. El día de la inauguración rutilaban, en el atestado local, luminarias intelectuales y políticas y -créanlo o no- unas lindas muchachas vestían polos blancos y negros estampados con el nombre de Borges.

Ningún país ha desarrollado mejor que Francia el arte de detectar el genio artístico foráneo y, entronizándolo e irradiándolo, apropiárselo. Viendo la exuberancia y felicidad con que los franceses celebran los cien años del autor de Ficciones, he tenido en estos días la extraña sensación de que Borges hubiera sido paisano, no de Sarmiento y Bioy Casares, sino de Saint-John Perse y Valéry. Ahora bien, aunque no lo fuera, es de justicia reconocer que sin el entusiasmo de Francia por su obra, acaso ésta no hubiera alcanzado -no tan pronto- el reconocimiento que, a partir de los años sesenta, hizo de él uno de los autores más traducidos, admirados e imitados en todas las lenguas cultas del planeta.

Tengo la coquetería de creer que yo fui testigo del coup de foudre o amor a primera vista de los franceses por Borges, el año 60 o el 61. Vino a París a participar en un homenaje a Shakespeare organizado por la Unesco, y la intervención de este anciano precoz y semi inválido, a quien Roger Caillois presentó con efervescencia retórica, sorprendió a todo el mundo. Antes que él había hablado el ingenioso Lawrence Durrell, comparando al Bardo con Hollywood, y después Giuseppe Ungaretti, quien leyó, con talento histriónico, sus traducciones al italiano de algunos sonetos de Shakespeare. Pero la exposición de Borges, en un francés acicalado, fantaseando por qué ciertos creadores se tornan símbolos de una cultura -Dante, de la italiana, Cervantes, de la española, Goethe, de la alemana- y cómo Shakespeare se eclipsó para que sus personajes fueran más nítidos y libres, sedujo por su originalidad y sutileza. Días después, su conferencia en el Instituto de América Latina, además de estar de bote a bote, atrajo un abanico de escritores de moda, Roland Barthes entre ellos. Es una de las charlas más deslumbrantes que me ha tocado escuchar. El tema era la literatura fantástica y consistía en ilustrar con breves resúmenes de cuentos y novelas -de diversas lenguas y épocas- los recursos más frecuentes de que este género se vale para "fingir la irrealidad". Inmóvil detrás de su pupitre, con una voz intimidada, como pidiendo excusas, pero, en verdad, con soberbia desenvoltura, el conferenciante parecía llevar en la memoria la literatura universal y desenvolvía su argumentación con tanta elegancia como astucia. "¿Seguro que este escritor viene del país de los gauchos?", exclamó un maravillado espectador, mientras aplaudía rabiosamente (Borges había puesto punto final a su charla con una pregunta efectista: "Y ahora, decidan ustedes si pertenecen a la literatura realista o a la fantástica").

Sí, venía del país de los gauchos, pero no tenía nada de exótico ni de primitivo y su obra no alardeaba de color local. Ya había escrito varias obras maestras, pero todavía era conocido sólo por pequeñas capillas de devotos, incluso en su país, y sus cuentos y ensayos circulaban en ediciones poco menos que familiares. Francia lo sacó de la catacumba en que languidecía a partir de aquella visita. La revista Cahiers de l'Herne le dedicó un número memorable y Michel Foucault inició el libro de filosofía más influyente de la década -Les mots et les choses- con un comentario borgiano. El entusiasmo fue ecuménico: de Le Figaro a Le Nouvel Observateur, de Les Temps Modernes, de Sartre, a Les Lettres Françaises, de Aragon. Y como todavía en esos años, en asuntos de cultura, cuando Francia legislaba el resto del mundo obedecía, los latinoamericanos, los españoles, los estadounidenses, los italianos, los alemanes, etcétera, empezaron, a la zaga de los franceses, a leer a Borges. Así empezó la historia que culmina, ahora, en la trompetería y los fastos del centenario.

Aquel Borges que, en aquella visita a París, se resignó a conceder una entrevista (una de mil) al oscuro periodista de la Radiotelevisión francesa que era este escriba, no era aún ese Borges público, esa Persona de gestos, dichos y desplantes algo estereotipados en que luego se convertiría, obligado por la fama y para defenderse de sus estragos. Era, todavía, un sencillo y tímido intelectual porteño pegado a las faldas de su madre, que no acababa de entender la creciente curiosidad y admiración que despertaba, sinceramente abrumado por el chaparrón de premios, elogios, estudios, homenajes que le caían encima, incómodo con la proliferación de discípulos e imitadores que encontraba por donde iba. Es difícil saber si llegó a acostumbrarse a ese papel. Tal vez, sí, a juzgar por el desfile vertiginoso de fotos de la Exposición de Beaux Arts en las que se lo ve recibiendo medallas y doctorados, y subiendo a todos los estrados a dar charlas y recitales.

Pero las apariencias son engañosas. Ese Borges de las fotos no era él, sino, como el Shakespeare de su ensayo, una ilusión, un simulador, alguien que iba por el mundo representando a Borges y diciendo las cosas que se esperaba que Borges dijera sobre los laberintos, los tigres, los compadritos, los cuchillos, la rosa del futuro de Wells, el marinero ciego de Stevenson y Las Mil y una noches. La primera vez que hablé con él, en aquella entrevista de 1960 o 1961 (recuerdo su respuesta a una de mis preguntas: "¿Qué es para usted la política, Borges?": "Una de las formas del tedio"), estoy seguro de que, por lo menos en algún momento, de verdad hablé, conecté con él. Nunca más volví a tener esa sensación, en los años siguientes. Lo vi muchas veces, en Londres, Buenos Aires, Nueva York, Lima, y volví a entrevistarlo, y hasta lo tuve en mi casa varias horas la última vez. Pero en ninguna de aquellas ocasiones sentí que hablábamos. Ya sólo tenía oyentes, no interlocutores, y acaso un solo mismo oyente -que cambiaba de cara, nombre y lugar- ante el cual iba deshilvanando un curioso, interminable monólogo, detrás del cual se había recluido o enterrado para huir de los demás y hasta de la realidad, como uno de sus personajes. Era el hombre más agasajado del mundo y daba una tremenda impresión de soledad.

¿Lo hicieron más feliz, o menos infeliz, los franceses volviéndolo famoso? No hay manera de saberlo, desde luego. Pero todo indica que, contrariamente a lo que podían sugerir los desplantes de su Persona pública, carecía de vanidades terrenales, tenía dudas genuinas sobre la perennidad de su propia obra, y era demasiado lúcido para sentirse colmado con reconocimientos oficiales. Probablemente sólo gozó leyendo, pensando y escribiendo; lo demás fue secundario, y se prestó a ello, gracias a la buena crianza recibida, guardando muy bien las formas, aunque sin mucha convicción. Por eso, aquella famosa frase que escribió (fue, entre otras cosas, el mejor escritor de frases de su tiempo) -"Muchas cosas he leído y pocas he vivido"- lo retrata de cuerpo entero.

Es seguro que, pese a haber pasado los últimos veinte años de su vida en olor de multitudes, nunca llegó a tener conciencia cabal de la enorme influencia de su obra en la literatura de su tiempo, y menos de la revolución que su manera de escribir significó en la lengua castellana. El estilo de Borges es inteligente y límpido, de una concisión matemática, de audaces adjetivos e insólitas ideas, en el que, como no sobra ni falta nada, rozamos a cada paso ese inquietante misterio que es la perfección. En contra de algunas afirmaciones suyas pesimistas sobre una supuesta incapacidad del español para la precisión y el matiz, el estilo que fraguó demuestra que la lengua española puede ser tan exacta y delicada como la francesa, tan flexible e innovadora como el inglés. El estilo borgeano es uno de los milagros estéticos del siglo que termina, un estilo que desinfló la lengua española de la elefantiasis retórica, del énfasis y la reiteración que la asfixiaban, que la depuró hasta casi la anorexia y obligó a ser luminosamente inteligente. (Para encontrar otro prosista tan inteligente como él hay que retroceder hasta Quevedo, escritor que Borges amó y del que hizo una preciosa antología comentada).

Ahora bien, en la prosa de Borges, por exceso de razón y de ideas, de contención intelectual, hay también, como en la de Quevedo, algo inhumano. Es una prosa que le sirvió maravillosamente para escribir sus fulgurantes relatos fantásticos, la orfebrería de sus ensayos que trasmutaban en literatura toda la existencia, y sus razonados poemas. Pero con esa prosa hubiera sido tan imposible escribir novelas como con la de T.S. Eliot, otro extraordinario estilista al que el exceso de inteligencia también recortó la aprehensión de la vida. Porque la novela es el territorio de la experiencia humana totalizada, de la vida integral, de la imperfección. En ella se mezclan el intelecto y las pasiones, el conocimiento y el instinto, la sensación y la intuición, materia desigual y poliédrica que las ideas, por sí solas, no bastan para expresar. Por eso, los grandes novelistas no son nunca prosistas perfectos. Ésa es la razón, sin duda, de la antipatía pertinaz que mereció a Borges el género novelesco, al que definió, en otra de sus célebres frases, como "Desvarío laborioso y empobrecedor".

El juego y el humor rondaron siempre sus textos y sus declaraciones y causaron incontables malentendidos. Quien carece de sentido del humor no entiende a Borges. Había sido en su juventud un esteta provocador, y aunque, luego, se retractó de la "equivocación ultraísta" de sus años mozos, nunca dejó de llevar consigo, escondido, al insolente vanguardista que se divertía soltando impertinencias. Me extraña que entre los infinitos libros que han salido sobre él no haya aparecido aún el que reúna una buena colección de las que dijo. Como llamar a Lorca "un andaluz profesional", hablar del "polvoroso Machado", trastocar el título de una novela de Mallea ("Todo lector perecerá") y homenajear a Sábato diciendo que "su obra puede ser puesta en manos de cualquiera sin ningún peligro". Durante la guerra de las Malvinas dijo otra, más arriesgada y no menos divertida: "Ésta es la disputa de dos calvos por un peine". Son chispazos de humor que se agradecen, que revelan que en el interior de ese ser "podrido de literatura" había picardía, malicia, vida.

16-06-99, La Nación, Argentina.

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