Capítulo cuarenta y cuatro
Cyc no podía creer lo que veían sus ojos cuando entró en la cocina para tomar café. Kismet ya estaba sentada a la mesa y aspecto casi lo tumbó de espaldas.
Se había maquillado como la primera vez que la vio con sombras que acentuaban sus ojos oscuros, y la melena enmarañada le caía sobre los hombros.
Tampoco llevaba las largas faldas y las blusas amplias que habían sido su único atuendo durante los últimos cuatro años. Los tejanos raídos se ajustaban a su cuerpo como un guante de cirujano. Y, por la ceñida camiseta, asomaba, encima del seno el tatuaje. -
Era como si hubiese sido una muerta viviente desde la defunción de Sparky y, de repente, se despertara. La transformación se había producido de la noche a la mañana.
Y no era sólo una cuestión de apariencia. Su expresión era de la antigua Kismet. Cuando entró en la cocina, ella se levantó y le sirvió una taza de café con gestos rápidos y bruscos; había recuperado la inquietud de años atrás. Cyc hubiera pensado que se había metido algo, pero sabía que no tomaba drogas desde el embarazo.
—¿Quieres desayunar?
Receloso por el súbito cambio, dijo:
—Si quisiera desayunar te lo diría.
—No seas gilipollas.
Se sirvió otra taza de café y volvió a la mesa. Recuperó el cigarrillo que se consumía en el cenicero, se lo llevó a los labios y exhaló el humo hacia el techo. Cuando estaba embarazada dejó el tabaco y no había vuelto a fumar.
Ahora, cuando observaba sus labios carnosos chupando el filtro del cigarrillo, Cyc sentía un cosquilleo en la entrepierna. La había visto así miles de veces, enojada y desafiante, pero hacía ya mucho tiempo. Hasta ese momento no se dio cuenta de lo que necesitaba su agresividad.
Pero Cyc era desconfiado por naturaleza y rara vez aceptaba lo que veía.
—¿Qué mosca te ha picado?
Kismet apagó el cigarrillo.
—Puede ser que anoche me abrieras los ojos.
—Te lo merecías.
Cyc la había golpeado por haberlo puesto en ridículo delante de Cat Delaney y su amigo. Pero los cardenales apenas eran visibles debajo del maquillaje.
—No puedo creer que se negara a pagarte
Después de una botella de alcohol y unas rayas de coca le había hablado de su visita a Cat.
—No te preocupes. Tendrá que apoquinar..
—¿Cuándo?
—Tan pronto como se me ocurra algo —apuró el café.
—¿Quién se cree que es? Gracias a Sparky no está muerta.
—Dice que puede llevar el corazón de otra persona.
—Da igual, me lo debe -dijo Kismet apartándose el pelo de la cara—. Apenas hemos tenido para comer durante estos últimos cuatro años y ella vive a todo tren. No es justo.
—Nos dará dinero; sólo tengo que pensar como.
—Tengo una idea.
El ojo sano la miró intrigado.
—No me digas. ¿Cuál es?
—Tenemos que movernos antes de que su amigo el poli le coma el coco. Puede joderlo todo.
Se levantó como si la hubieran pinchado. Cargada de café y nicotina, empezó a pasearse.
Cyc estaba de acuerdo con lo que ella decía, pero habría sido una debilidad aceptar enseguida.
—Te quedas fuera. Lo tengo todo bajo control.
Ella se dio la vuelta y lo miró cara a cara.
—¡ Y una mierda! Te dejaste embaucar por su cara bonita y sus ojos azules. Tanta amenaza para volver de vacío.
Se levantó y la abofeteó. Ante su sorpresa, ella le devolvió el golpe y la palma de la mano le aterrizó en la oreja, destrozándole el tímpano. No obstante, oyó lo que ella le decía:
—Te voy a quitar esa costumbre, hijo de puta; es la última vez que me sacudes.
Su arranque de genio era excitante, pero lo que podía tolerarle tenía un límite. Quería algo a medio camino entre la fiera que había sido y el corderillo en que se había convertido.
—Tengo algo para ti.
La sujetó por los antebrazos y la empujó contra la pared, acorralándola allí con su cuerpo. Ella le daba puñetazos en el pecho para que la soltara, lo cual tuvo que hacer para desabrocharle los vaqueros y deslizarlos hasta los pies desnudos.
Intentó escapar, pero la agarró por los cabellos y la tiró encima de la mesa, sujetándola allí con una mano mientras con la otra se abría la bragueta.
Cyc gimió de placer y sorpresa cuando ella empezó a masturbarlo con fuerza y ansiedad, como solía hacer años atrás, cuando nunca tenía bastante, cuando el sexo era una competición de resistencia en la que casi siempre ganaba ella.
La levantó de cintura para arriba y le apretó los senos, pellizcándole los grandes pezones. Ella inclinó la cabeza y le mordió en el brazo. Cyc le dio un bofetón, se tumbó encima y succionó el pezón como si su vida dependiera de ello. Kismet se retorcía debajo de él, le arañaba la espalda desnuda y le gritaba obscenidades.
Cyc la penetró con tanta fuerza que las patas de la mesa resbalaron por el suelo y estuvo a punto de perder el equilibrio. Ella le rodeaba las caderas con sus potentes muslos, cruzó los tobillos en la rabadilla y le clavó las uñas en las nalgas.
El orgasmo les llegó casi al instante y Kismet echó los brazos hacia atrás por encima de la cabeza, haciendo caer al suelo las tazas de café y el cenicero. Agitaba la cabeza y se mordió el labio inferior hasta desgarrarse la piel. Incluso después de haber terminado, sus senos continuaban subiendo y bajando.
Cyc los restregó con sus callosas manos.
—Buenas tetas.
Ronroneó y empezó a removerse inquieta, arqueando la espalda y cambiando la posición de las piernas. Estaba al rojo vivo, tenía los labios violáceos e hinchados y en el inferior le había aparecido una gota de sangre. Entre la melena húmeda lo miraba con los ojos soñolientos y entrecerrados, y le sonreía con aquella malicia que él tan bien recordaba.
—Siempre he dicho que ese coño tuyo es pura dinamita.
Ella rió con codicia.
—Vamos a ser ricos, Cyc. Ricos.
—Sí.
Intentó apartarse, pero ella se lo impidió ciñéndolo entre sus muslos.
—¿Adónde vas?
El corazón de Cyc se aceleró. Volvía a ser la antigua Kismet que siempre quería más.
—Aquí abajo has dejado mucha porquería. Límpiala.
Cogió la cabeza del hombre con ambas manos y la hundió en su entrepierna.