Capítulo cuarenta y cinco


Capítulo cuarenta y cinco

Dio unos golpecitos en la puerta del dormitorio.

—¿Cat?

—Casi estoy lista. ¿Ha llegado el taxi?

—No. Pero Cyclops, sí.

Abrió la puerta. Alex estaba comprobando el tambor del re­vólver. Sintió un escalofrío al verlo cargado.

—Han pasado por delante y deben de haber dado una vuelta alrededor del edificio -dijo Alex—. Los he visto cuando dobla­ban la esquina al final de la calle. Vienen hacia aquí.

—¿No viene solo?

—Lleva a Kismet y a Michael en la moto.

—¡Dios mío!

—Supongo que los quiere utilizar como rehenes para ablan­darte.

Después de la discusión de la noche anterior, Cat se retiró a su dormitorio e hizo el equipaje para su viaje a California. Más tarde, apagó la luz y se acostó, pero no pudo dormir.

Oía moverse a Alex por las otras habitaciones, seguramente para asegurarse de que puertas y ventanas estuvieran cerra­das. Aunque estaba furiosa, le agradecía que se hubiese que­dado. Se sentía mucho más tranquila sabiendo que había un centinela

Esa mañana, cuando se encontraron en la cocina, se habían comportado como educados desconocidos. Alex le ofreció una taza de café recién hecho, ella aceptó y le dio las gracias. Le pre­guntó la hora del vuelo y se ofreció a llevarla al aeropuerto.

—Te lo agradezco, pero he pedido un taxi.

—Muy bien.

Volvió al dormitorio para ducharse y vestirse. No habían vuelto a dirigirse la palabra. Ahora lo seguía por el pasillo ca­mino del salón.

—Tal vez no paren si ven tu coche aparcado enfrente.

—Lo metí en el garaje cuando te fuiste a la cama.

—Oh.

—Es mejor para nosotros si piensan que estás sola. Tenemos el factor sorpresa a favor nuestro.

Cat abrió una rendija en las persianas de la ventana y vio la moto que avanzaba despacio hacia la casa.

Desde la otra ventana, Alex dijo:

—Vuelve a tu habitación, Cat. Espera a que intente solucionar esta situación.

—De ninguna manera.

—No es momento de... ¿Esa es Kismet?

Cat tuvo que olvidarse de las ropas y del maquillaje para estar segura. Si no llevara a Michael en los brazos no la habría reco­nocido.

Caminaba moviendo las caderas, provocativa y con descaro. Ayer podían acobardarla con una mirada y hoy parecía dispuesta a llevarse por delante a cualquiera que se cruzase en su camino.

Pulsó el timbre tres veces. Cat miró a Alex, quien le hizo una señal para que abriera la puerta mientras él se ponía detrás, de forma que al abrirla no lo vieran.

Con cautela, Cat corrió el pestillo y entreabrió.

Lo primero que vio fueron los ojos llorosos de Kismet. Eran una incongruencia en relación con el maquillaje de buscona y los andares sinuosos y seguros con que se había acercado a la casa. Le temblaban los labios.

—Por favor, por favor, ayúdeme.

Pese a la descripción poco lisonjera que Cat le había hecho del teniente Hunsaker, Alex quería conceder a su colega el be­neficio de la duda. Por desgracia, Hunsaker estuvo a la altura de las expectativas. Desde el momento en que puso los pies en el salón de Cat, lo catalogó como un payaso. Tenía el ego tan hin­chado como la barriga.

—Según parece, el destino ha vuelto a reunirnos —le dijo a Cat con una amplia sonrisa y restos de tabaco en las comisuras.

—Eso parece.

—Mi mujer estuvo muy contenta con el autógrafo.

—Gracias. Teniente Hunsaker, le presento a Patricia Holmes y a su hijo, Michael.

El teniente miró a Kismet e hizo una ligera inclinación de ca­beza.

Mientras esperaban a que llegara la policía. Cat se había que­dado en el dormitorio con la mujer y el niño. Cuando salieron, Kismet ya no llevaba ni rastro de maquillaje y se había recogido el pelo. Iba vestida con una bata, que debía de ser la única prenda del armario de Cat lo bastante grande para ella.

Cat señaló a Alex.

—Y él es Alex Pierce.

El policía le estrechó la mano.

—Alex es ex policía.

—¿Sí? ¿De dónde?

—De Houston.

—Houston ¿eh? —lo miró de arriba abajo—. ¿Cómo es que dejó el cuerpo?

—No es asunto suyo.

Cogido por sorpresa, Hunsaker gritó:

—No es necesario que se ponga a la defensiva.

—No lo hago; me limito a exponer un hecho.

Carraspeó y se palmeó la funda del revólver.

—Bueno, ¿quién va a explicarme lo que ha pasado?

—Alex, tú has visto más que nosotros -dijo Cat.

Alex le explicó lo ocurrido el día anterior y esa misma ma­ñana, concluyendo el relato con la petición de ayuda de Kismet en el umbral de Cat.

—Cat no le ha preguntado nada. Los ha hecho pasar y ha cerra­do la puerta con el pestillo. Patricia estaba aterrorizada. Ha di­cho que Cyclops la mataría por traicionarlo. Michael también te­nía miedo. Aunque no sabía lo que estaba pasando, veía el pánico de su madre. Le he dicho a Cat que se los llevara a su dormitorio.

—Entonces le he telefoneado, teniente —intervino Cat—. Pero no sabía lo que Cyclops podía hacer.

—Le he dicho que estuviera tranquila, que lo dejaría frito an­tes de que entrara.

Hunsaker miró de reojo el revólver colocado encima de la mesa.

—Ya no está cargada —dijo Alex.

—¿Y el motorista? Ese tal Cyclops. ¿Qué ha hecho?

—No se esperaba que Cat dejara pasar a Kismet y al niño y cerrase la puerta, así que se ha olido enseguida que algo iba mal. Ha gritado desde la acera preguntando qué pasaba. Al no recibir respuesta, ha empezado a ponerse nervioso.

—No me explico por qué ha tardado tanto, Hunsaker. Si se hubiera apresurado a venir, Cyclops podía estar ahora entre rejas y esperando ser acusado por agresión y chantaje.

El policía pasó por alto la crítica y se dirigió a Cat.

—¿Anoche intentó extorsionarla?

—Sí.

Cat le explicó la visita de Cyclops.

—No parece el tipo de persona de la que pueda uno fiar. ¿Por qué no me llamó?

—Porque me llamó a mí. Y he pasado la noche aquí —con testo Alex.

Hunsaker debió de sacar sus propias conclusiones.

—¿Y esta mañana? ¿Por qué ha vuelto?

—Patricia lo convenció para que los trajera a ellos con el fin de ablandarla —dijo Alex—. Cuando ella ha entrado en la casa, su instinto ha debido de advertirle que lo habían engañado y que tendría problemas si no se largaba.

—¿se ha ido?

—Sí, después de gritar que mataría a Kismet y al niño. No puedo citarle sus palabras al pie de la letra porque el niño está escuchando, pero sólo he omitido unos cuantos adjetivos. Ahora ese delincuente anda suelto —añadió a modo de reproche por la tardanza del policía.

Hunsaker preguntó a Cat:

—¿Tiene algo que añadir?

—Sólo que Alex y yo vimos cómo Murphy golpeaba a la señora Holmes ayer por la tarde, en su casa.

La cosa se iba complicando demasiado para él. Se rascó la cabeza.

—No entiendo qué hacían ustedes allí.

—Estábamos siguiendo una pista por otro asunto del que le hablé a usted en su despacho —dijo Cat.

—¿Se refiere a unos recortes de periódico?

—Sí. Pensé que podía ser Cyclops quien me los hubiera en­viado.

—¿Era él?

Cat miró a Kismet, quien negó con la cabeza.

—No lo creo, pero de todas formas merece estar en la cárcel. Puede preguntar al Servicio de Protección a la Infancia; ya tienen varias denuncias contra él por malos tratos a un menor. Quedó en libertad por un fallo del fiscal.

—¿Y ella? —señaló a Kismet.

—También estaba implicada, pero sólo porque no podía en­frentarse a Cyclops por miedo a sus represalias.

Hunsaker señaló el sofá manchado.

—¿Le importa que me siente?

—En absoluto.

Se acomodó en el borde y miró a Kismet, que estaba sentada en una silla con Michael sobre las rodillas.

—¿Y usted qué tiene que decirme?

Kismet desvió la mirada a Cat, quien le tomó la mano para animarla.

—Dile lo que me has contado.

Contuvo las lágrimas y se humedeció los labios violáceos e hinchados.

—Ayer, cuando ellos se marcharon, me explicó su plan para conseguir dinero por el corazón de Sparky.

—¿Quién es Sparky?

Alex le puso al corriente. Hunsaker escuchaba con atención.

—Madre mía, qué complicado es todo esto —murmuró-—. Así que Cyclops quería dinero a cambio del corazón de ese Sparky, que era el padre de su chico, ¿correcto?

Kismet asintió y acarició la cabeza de Michael. El niño no se había movido de su lado desde que Cat los había hecho entrar. No cabía la menor duda de que quería a su hijo.

—Anoche, Cyc volvió a casa muy tarde. Estaba furioso porque la señorita Delaney se había negado a darle dinero. Se había bur­lado de él —le dijo al oficial.

Alex estaba horrorizado.

—¿Te burlaste de él? Eso no me lo habías dicho. ¿Es que es­tás loca?

—No, no estoy loca.

—¡Chitón! —ordenó Hunsaker mirando, ceñudo, a ALex y des­pués a Kismet.

—Disculpe la interrupción, señorita Holmes, ¿no? Adelante.

—Cyc esnifó unas líneas y se puso muy desagradable. Intenté mantenerme alejada de él, pero me pegó una paliza. Cuando se quedó dormido, estuve pensando en la forma de escapar.

En sus ojos oscuros asomaron algunas lágrimas.

—La señorita Delaney parecía una buena persona. La había visto en la tele, ayudando a esos niños. Y en la fiesta simpatizó con Michael.

—¿Qué fiesta?

—No tiene ninguna importancia —dijo ALex—. Déjela que ter­mine, ¿quiere?

—No soy yo el que interrumpe, sino usted.

Hunsaker le hizo una indicación a Kismet para que conti­nuara.

—No quería que Cyc la molestara. Pero me sentí feliz al saber que quizá el corazón de Sparky había salvado la vida de alguien como ella. Y la forma de enfrentarse a él me dio valor. Decidí que yo también lo haría.

—Pero no tenía dinero, ni medios de transporte, ni nadie a quien acudir —intervino Cat—. Si intentaba escapar, no habría llegado muy lejos antes de que la encontrara.

—Y me habría hecho daño y, posiblemente, también al niño

-dijo Kismet—. Sabía que mi única posibilidad era engañarlo. 1~ Así que esta mañana, yo...

Estalló en sollozos.

Cat le puso una mano en el hombro.

—Vamos, Patricia, sigue; casi has terminado.

Kismet asintió.

—Anoche le di a Michael un tranquilizante para que durmiera hasta tarde. Sé que estuvo mal, pero no podía correr el riesgo de que se despertase y viera... He conseguido que Cyc se excitara y he tenido que fingir que me gustaba. Tenía que convencerlo de que volvía a ser la que era antes de enamorarme de Sparky.

Lloraba a mares.

—Has hecho lo que tenías que hacer, Patricia. Nadie de los presentes tiene derecho a juzgarte.

El tono de voz suave, comprensivo, de mujer a mujer, silenció a ALex y a Hunsaker. Kismet había utilizado el sexo a cambio de su vida. Algunos hombres podían entenderlo, pero sólo otra mu­jer era capaz de entender la absoluta degradación de ese acto.

En ese momento, sólo el hecho de ser un hombre hizo que Alex se sintiera culpable. Se preguntó si Hunsaker sentía lo mismo. No era probable. Hunsaker era demasiado obtuso para captar algo tan abstracto. Pero, al menos, tuvo la sensibilidad de mirar hacia otra parte y permanecer callado hasta que Kismet estuvo en condiciones de continuar.

—Después he convencido a Cyc para que me trajera. Yo ha­blaría con la señorita Delaney y pondría al niño como pantalla, ya que sabía que le tocaría la fibra sensible. A él no le gustaba la idea, pero le he dicho que con amenazas no había conseguido nada y que había que intentarlo de la otra forma. Por fin, ha ce­dido.

Abrazó a Michael.

—El camino desde la acera a la entrada de la casa me ha pa­recido una eternidad. Estaba muerta de miedo por si Cyc se olía mi plan antes de que llegara a la puerta.

Miró a Cat con expresión de idolatría.

—No sé lo que habría hecho si usted me hubiera cerrado la puerta en las narices. Nunca podré pagárselo.

—Lo único que quiero es que estéis a salvo de ese animal.

—¿Va a presentar denuncia? —le preguntó Hunsaker.

—Sí.

—¿Está segura? A veces las mujeres se echan atrás cuando llega el momento.

—Ella no -dijo Alex.

—Ni yo tampoco —añadió Cat—. Amenazó con matarme, y también a ellos, si no le daba dinero. Es extorsión. Declararé en su contra, puede estar seguro.

—Pero antes tendrá que encontrarlo. Entretanto, ya les hemos garantizado a Patricia y a Michael un lugar seguro para vivir —le dijo Alex.

El policía se levantó.

—Habrá que hacer mucho papeleo. ¿Podrían venir esta tarde a mi despacho para prestar declaración?

Todos dijeron que sí.

—Extenderé una orden de búsqueda y captura de George Murphy. Ya tengo su descripción y la de la Harley. Dentro de poco le echaremos el guante.

—No lo encontrará —dijo Kismet, muy segura—. Tiene do­cenas de sitios donde esconderse y personas que lo encubrirán. No lo encontrará.

Alex temía que tuviera razón, pero se guardó su parecer. Si alguna vez capturaban a Cyclops, sería más por descuido del mo­torista que por eficacia de la policía.

Hunsaker, por su parte, hizo grandes promesas de que pronto lo encerrarían.

—Usted tranquila; deje el asunto en nuestras manos —acari­ció la cabeza de Michael—. Un niño muy guapo.

—Le agradezco que haya venido -dijo Cat mientras lo acom­pañaba a la puerta.

—¿No ha llegado a saber quién le envió los recortes?

—No. Era lo que quería averiguar cuando removí este avis­pero. Por supuesto me alegro de haberlo hecho, ya que ahora Pa­tricia y Michael son libres.

Alex se dio cuenta de que, como señal de respeto, ahora se refería a Patricia con su verdadero nombre. Kismet era algo que ya pertenecía al pasado.

—¿Ha recibido más correspondencia de esa clase después de venir a yerme?

—No.

—¿Lo ve? —dijo, muy satisfecho de sí mismo—. Es probable que nunca sepa quién se la enviaba. Ya sabía yo desde el prin­cipio que no era nada importante.

Cat tenía más paciencia de la que Alex podía imaginarse. Pese al trato paternalista del teniente, le dio las gracias por haberle dedicado su tiempo y su ayuda.

—Me he olvidado de decírtelo. Mientras esperábamos a Hun­saker ha llegado el taxi. Le he dado diez dólares de propina y lo he despedido -dijo Alex.

—Gracias. No había vuelto a pensar en ello.

—¿Aún piensas ir a California?

—Primero tengo que asegurarme que Patricia y Michael estén a salvo. He llamado a Sherry y ya se está ocupando de eso.

Llegó media hora más tarde.

—He encontrado una casa que me parece que os gustará dijo a Patricia y a Michael—. Hay otras tres mujeres con sus hijos y una asistenta con plena dedicación. Dos de los niños tienen más o menos la edad de Michael, así que tendrá compañeros juego. Tendréis vuestra habitación con baño propio y toda la intimidad que queráis. Pero es obligatorio comer todos juntos y colaborar en las tareas domésticas.

Patricia no podía creer en su buena suerte. Estaba tan decida que exclamó:

—Estaré encantada de hacer cualquier cosa con tal de que Ci­clops no nos encuentre.

Poco después estaban en la puerta para despedirse. Cat dijo:

—Estaréis bien. Si necesitas algo, o quieres hablar, llámame. Ya te he dado el número.

—Lo tengo en el bolsillo.

Cat, que tenía a Michael cogido de la mano, lo abrazó y Io entregó a su madre.

—Pronto iré a visitaros, si te parece bien.

—Desde luego. Estaremos encantados, ¿verdad, Michael?

El pequeño asintió con timidez.

Cat empezaba a emocionarse.

—Bueno, hasta la vista. Sherry se ocupará de vosotros.

—La acompañaré hasta el coche —ofreció Alex al ver que Patricia parecía tener miedo de salir. Y, a continuación, le sugirió a Sherry—: No estaría de más dar un rodeo y buscar calles pueda ver si las están siguiendo.

—En situaciones como ésta, es el procedimiento que seguimos —contestó Sherry con una sonrisa.

Alex salió, echó un vistazo a los alrededores y les indicó con la mano que podían salir. Patricia se dio la vuelta y estrechó la mano de Cat. Las palabras siguientes fueron atropelladas, como si, de otra forma, no hubiera tenido el valor de pronuncia!

—Cat, es usted la única persona que he conocido tan bondadosa y altruista como Sparky. Creo que merecía llevar su corazón.



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