Capítulo quince
Tiró de la campanilla del rancho. A través de la tela metálica de la puerta principal, Cat vio un amplio vestíbulo que llegaba hasta la parte posterior de la casa. Varias habitaciones comunicaban con este repartidor central, pero desde donde miraba no veía a nadie.
Por allí cerca ladró un perro; grande, supuso a juzgar por los broncos ladridos. Por suerte, parecía más curioso que feroz.
Volvió a llamar y miró a sus espaldas. La casa estaba situada detrás de una colina que la ocultaba de la autopista estatal. Un vallado marcaba los límites de la finca y la dividía en diversos pastos, donde sesteaban caballos y ganado vacuno.
El edificio, de una sola planta, estaba construido con piedra caliza. Una reja de madera cubierta de frondosas glicinas daba sombra a la terraza y en los tiestos crecían geranios rojos. Todo tenía un aspecto bien cuidado, incluido el dorado perdiguero que se asomó por una esquina y subió los escalones de piedra.
—Hola, perrito.
El animal olisqueó la mano que ella le ofrecía y después le dio un lametazo amistoso.
—¿Eres el único que está en casa? Pensaba que me estaban esperando Bueno, a Sherry.
Volvió a llamar. Los Walters tienen que estar en alguna parte de la Casa, razonó Parecía poco probable que se hubieran ido sin cerrar la Puerta de madera.
Volvió a mirar a través de la tela metálica y gritó:
-¡Hola! ¿Hay alguien?
De la parte posterior de la casa, una puerta chirrió y un hombre salió al vestíbulo. Cat retrocedió, avergonzada de haber sido sorprendida espiando por la rejilla.
Era alto, delgado, e iba descalzo. Llevaba barba de dos días y, mientras avanzaba hacia la puerta, intentó abrocharse la bragueta del Levi's, pero lo dejó después de un par de botones. Se atusó el pelo desordenado, bostezó y se rascó el torso desnudo.
—¿Puedo ayudarla en algo?
La estudió a través de la rejilla.
Cat estaba perpleja. ¿Se habría equivocado Melia al señalizar el mapa? ¿O Sherry se había confundido de número de finca o de hora?
Era evidente que el señor Walters no esperaba a nadie. Salía directamente de la cama. ¿Estaría su esposa con él? ¿Habría interrumpido algo?
—Hola, soy... Cat Delaney.
Se la quedó mirando durante unos momentos. A continuación abrió la puerta de rejilla y la observó incluso con mayor curiosidad.
—Hola.
Su nombre solía suscitar alguna reacción. Cuando los vendedores se daban cuenta de a quién habían devuelto la tarjeta de crédito, o se quedaban mudos o hablaban demasiado. Los camareros tartamudeaban cordiales cumplidos mientras la acompañaban a la mejor mesa. Su presencia en algún lugar público provocaba murmullos.
El señor Walters ni siquiera parpadeó. Al parecer, su nombre no significaba nada para él.
—La señorita Parks, Sherry Parks, no ha podido venir, y yo...
—¡Fuera! —gritó él dándose una palmada en el muslo.
Cat se quedó boquiabierta, pero pronto comprendió que no se lo decía a ella. Le hablaba al perro, que aún seguía babeándole la mano con su lengua larga y rosada.
—Siéntate, Bandit —le ordenó con brusquedad.
Cat miró al perro con simpatía cuando el animal se retiró a un extremo del porche e hizo lo que le habían ordenado, apoyando la cabeza sobre las patas traseras pero sin apartar sus ojos tristes de ella.
Al volver la cabeza advirtió que el hombre sujetaba abierta con el brazo extendido y tenso, lo cual permitía ver su axila. Una sola gota de sudor le resbalaba por la superficie ondulada desde las costillas hasta la cintura y se perdía en un hilillo dentro del vaquero a medio abrochar.
Ella tragó saliva.
—Me temo que hay algún error.
—Voy a tomar café. Entre.
Se dio la vuelta y desapareció. Cat apoyó la mano en la puerta antes de que se cerrara y vaciló pensando si era prudente entrar. El hombre no parecía muy predispuesto a atender visitas. Su mujer aún no había aparecido. Pero no era su estilo retirarse ante la adversidad. Había empleado una hora de su valioso tiempo para llegar hasta allí. Si ahora abandonaba, el viaje habría sido en vano. Además, tenía que hacer un informe completo para Sherry.
Estaba ofendida por la grosería del señor Walters, pero, a la vez, sentía curiosidad. Había leído la solicitud de la pareja y le había gustado. Ambos tenían títulos universitarios, cuarenta y pocos años, y, después de quince de matrimonio, seguían sin hijos. -
La señora Walters estaba dispuesta a abandonar su empleo como bibliotecaria para convertirse en madre, con plena dedicación, de un niño especial. La pérdida de su sueldo no suponía ningún problema ya que el señor Walters se ganaba muy bien la vida como propietario de una empresa de cemento.
Parecían ideales para adoptar a uno de los niños. ¿Por qué se habrían tomado el tiempo y la molestia de llenar la solicitud y después no habían hecho el mínimo esfuerzo de prepararse para la primera entrevista? La pregunta era demasiado intrigante como para dejarla sin respuesta.
«La curiosidad mató al gato», recordó al entrar. El refrán podía ser un buen titular si no salía con vida, pensó con ironía.
La arcada por la que había desaparecido el hombre se abría un gran salón y amplios ventanales permitían la entrada del sol y la contemplación del hermoso paisaje campestre. Los muebles eran confortables y acogedores. Una habitación preciosa, pero imperaba el desorden. Una camisa de hombre colgaba de uno de los brazos del sillón, las botas de vaquero y un par de calcetines estaban tirados en el suelo. La televisión estaba en marcha, pero sin sonido, lo cual le ahorró escuchar los berridos de los dibujos animados.
Había periódicos esparcidos por todas partes y una almohada hendida en una esquina del sofá aún guardaba la forma de una cabeza. Dos latas de limonada ocupaban una esquina de la mesita, al lado de una bolsa de patatas fritas arrugada y lo que parecían los restos de un bocadillo de mortadela.
Cat se quedó justo a la entrada del salón, disgustada por lo que veía, Al otro lado del mostrador que separaba las dos habitaciones estaba la cocina, donde el señor Walters sacaba vasos de un armario. Sopló para quitarles el polvo.
-¿No está la señora Walters? —preguntó Cat, dubitativa.
—No.
—¿Cuándo volverá?
—No lo sé. Supongo que dentro de un par de días. El café ya está. Programé el trasto para que se pusiera en marcha a las siete. Ha reposado unas cuantas horas, pero cuanto más fuerte mejor, ¿no? ¿Leche o azúcar?
—La verdad es que...
—¡Vaya! Olvídese de la leche.
Había sacado un cartón abierto del frigorífico. A una olía que estaba agria.
—Había un azucarero en alguna parte —murmuro buscaba—. Lo vi hace dos o tres días.
—No quiero azúcar.
—Mejor, ya que no lo encuentro.
No le extrañaba. La cocina estaba en peores condiciones que el salón. El fregadero rebosaba de platos sucios, en el horno había dos o tres bandejas grasientas, la superficie de la mesa estaba cubierta de más platos sucios, correo sin abrir, revistas, papeles y el envase grasiento de tortitas mejicanas «listas para hornear». Algo amarillo y gelatinoso había caído al suelo.
El exterior idílico de la casa era engañoso. Quienes la habitaban eran unos desastrados.
—Aquí tiene.
Hizo resbalar un vaso por la barra hacia ella. Chapoteó en las baldosas, pero pareció no darse cuenta. Él ya bebía su vaso. Después de unos tragos, suspiró:
—Bueno, ¿qué vende?
Rió, incrédula.
—No vendo nada. Sherry Parks creía que tenía una entrevista con ustedes esta mañana.
—Ya, ¿y cómo ha dicho que se llama?
—Cat Delaney.
—Cat... -~
La miró de soslayo a través del vapor que emanaba de café. Le dio un repaso de arriba abajo.
—¡Maldita sea! Es usted la estrella de ese culebrón, ¿no?
—En cierto modo —contestó con frialdad—. Ahora sustituyo a la señorita Parks, que tenía una entrevista con ustedes esta mañana a las once.
—¿Una entrevista? ¿Esta mañana?
Negó con la cabeza, aturdido.
Cat hizo un gesto de despedida con la mano.
—No importa. Debe de haber algún malentendido, pero da igual —echó un vistazo a la suciedad que la rodeaba y, 1uego lo miró cara a cara—. No creo que sirviera.
Sorbió un trago de café.
-Servir ¿para qué?
O era duro de mollera o muy listo. No sabía si le tomaba el pelo o si de verdad no tenía ni la menor idea de su visita.
La señora Walters debía de haber enviado la solicitud y acordado la entrevista a espaldas de su marido para enfrentarlo a los hechos consumados. Ocurría algunas veces. Un miembro de la pareja, por lo general la esposa, quería ser madre y el marido no; en ocasiones, incluso se oponía rotundamente.
Ése podía ser el caso y Cat no quería verse atrapada en una disputa conyugal.
-¿Han estudiado el asunto en todos los aspectos?
Él se dio la vuelta para servirse otro vaso de café y, por encima del hombro, preguntó:
-¿Los aspectos de qué?
—De adoptar un niño —respondió, a punto de perder la paciencia.
El hombre le dedicó una mirada perspicaz, bajó la cabeza, cerró los ojos y se pellizcó la nariz.
—Debo de estar soñando —balbuceó——. ¿Usted está aquí para hablar sobre la adopción de un niño?
—Por supuesto, ¿qué se imaginaba?
—Y yo qué sé -contestó enojado—. Para mí, usted es la que hace propaganda de las galletas Girl Scout.
—Pues no.
—Así que...
Se calló cuando se le encendió una bombilla. Dejó el vaso encima del mostrador.
—¡Mierda! ¿Qué día es hoy?
—Lunes.
Miró el calendario colgado encima del frigorífico y dio un puñetazo en la pared.
—Maldita sea.
Empezó a pasearse arriba y abajo mientras se mesaba los oscuros cabellos con aspecto contrariado.
-Tenía que llamar a una tal señorita Parks el viernes para aplazar la entrevista Todo es culpa mía, me olvidé de mirar el calendario cada día tal y como me dijo ella. ¡Se pondrá buena! Mire, lo siento podría haberle ahorrado el desplazamiento. Tendrá que acordar otra entrevista.
—No creo que sea necesario —dijo Cat en tono seco—. Dígale a su esposa...
-¿Mi esposa?
—¿No está casado?
—No
Ella se considera la señora Walters.
—Y lo es. Irene Walters está casada con Charlie Walters. No les gustaría que me hubieran confundido con él.
Como respuesta a su mirada de asombro, negó con la y explicó:
—Les cuido la casa. La semana pasada tuvieron que toda prisa cuando uno de los parientes de Charlie tuvo un accidente en Georgia. Yo necesitaba un lugar tranquilo para trabajar mientras pintaban mi apartamento. Así que era un buen intercambio.
—¿Lo dejaron al cuidado de su casa?
Miró con toda intención el fregadero repleto de platos sucios.
Él siguió su mirada y pareció sorprendido, como si los viera por primera vez.
—Tendré que limpiar antes de que vuelvan. Hace un par o tres de días vino una asistenta, pero la puse de patitas en la calle. Me estaba volviendo loco sacando el polvo y pasando la aspiradora mientras yo intentaba escribir. Me parece que la insulté, no sé, el caso es que se marchó hecha una furia. Irene tendrá que calmarla, y también se enfadará conmigo por eso.
—¿Escribe?
Parecía ensimismado.
—¿Cómo dice?
—Ha dicho que intentaba escribir.
Pasó junto a Cat y se acercó a la estantería de obra del salón. Sacó un libro y se lo lanzó.
—Alex Pierce.
Ella leyó el título del libro; luego, le dio la vuelta para fotografía de la contraportada. El hombre de la foto llevaba traje y corbata e iba bien peinado. Pero los ojos eran los mismos: grises y penetrantes bajo espesas cejas; una de ellas, partida por una cicatriz. Nariz recta. Boca sensual. Mandíbula cuadrada. Era un rostro muy masculino, duro y atractivo.
Mantuvo la cabeza baja, ya que le resultaba más fácil mirar los ojos de la foto que los reales. Sentía un calor inexplicable y ganas de carraspear.
—He oído hablar de usted, pero no lo habría reconocido.
—Me adecenté para la foto. Arnie, mi agente, insistió.
—¿Cuántos libros ha publicado, señor Pierce?
—Dos. El tercero está previsto para el año que viene.
—Novela policíaca, ¿verdad? ¿O algo parecido?
—Algo parecido.
—Lo siento, no los he leído.
—No le gustarían.
Eso hizo que levantara la cabeza.
—¿Por qué no?
_No da el tipo —se encogió de hombros—. Mis libros hablan de tripas y pistolas, de sangre y sesos, de asesinato y violencia. No son agradables.
-Pero deben de ser realistas.
Él enarcó la ceja partida.
-¿Por qué cree que no me gustarían?
La miró de nuevo con insolencia y, a continuación, cogió un mechón de su cabello.
-Porque, en ellos, las pelirrojas siempre son mujeres fáciles.
Sentía el estómago en la garganta, lo cual la puso furiosa, ya que sospechaba que era la reacción que él quería. Le apartó la mano.
—Y de genio vivo —añadió con una sonrisa arrogante.
Le devolvió el libro.
—Tiene razón, no me gustarían.
Luchando contra su indignación, sólo consiguió dominarse, porque no quería estar a la altura del estereotipo.
—¿Cuándo cree que volverán los Walters?
—Dijeron que me llamarían cuando salieran de Georgia. Hasta que den señales de vida, cualquiera sabe.
—Cuando vuelvan, dígales que se pongan en contacto con la oficina de la señorita Parks para otra entrevista.
—Irene y Charlie son grandes personas. Serán unos buenos padres para uno de esos niños.
—Eso lo decidirá el juez.
—Pero la aprobación de usted cuenta mucho, ¿no? Supongo que puede influir en la decisión de la señorita Parks y demás autoridades.
-¿ Adónde quiere ir a parar, señor Pierce?
—Lo que quiero decir es que no fastidie a Irene y a Charlie por unos cuantos platos sucios. No los juzgue a ellos por mí.
—Me ofende su suposición. No he venido a juzgar a nadie.
- Y un cuerno. Ya ha dicho que yo no servia.
—Usted no sirve.
—¿Se da cuenta? Tiene su opinión en muy alta estima y le gusta imponerla ¿Por qué, si no, una estrella de la pequeña pantalla estada visitando los barrios bajos de San Antonio?
Cat echaba chispas, pero sabía que en una guerra de palabras perdería.
—Adiós, señor Pierce.
La siguió hasta la puerta principal. Ella sabía que su trasero era el punto de mira de sus ojos penetrantes.
—Adiós, Bandit.
El perro se incorporó y aulló cuando Cat pasó por delante.
Era probable que fuera infeliz porque sus amos lo habían dejado al cuidado de un energúmeno a quien se le agriaba la leche.
Alex Pierce era más abrasivo que el papel de lija. Le había tomado el pelo, la había acobardado, la había insultado. No obstante, estaba más furiosa consigo misma que con él.¿ Por qué le había dado ventaja? En vez de sentirse avergonzada por su metedura de pata, ¿por qué no se lo había tomado a broma? El humor era su antídoto para la mayoría de situaciones comprometidas.
Pero esta vez se había quedado en blanco. Se había ruborizado como una chiquilla nerviosa y ahora sólo le quedaban jirones de su orgullo y cierto resentimiento contra un autor de novelas sórdidas que vivía como un cerdo y bebía café recalentado como si fuera agua del grifo.
El objeto de su desprecio salió tranquilamente al porche y se dejó caer en el sofá-columpio, que chirrió por su peso. Palmeó el espacio libre a su lado y Bandit, feliz por la inesperada invitación, saltó y apoyó la nariz en el muslo del novelista..
Cat abandonó el lugar con la visión de Alex Pierce balanceándose en el columpio, bebiendo café y acariciando el lomo de Bandit.