Capítulo cincuenta
Era la hora punta y llegaron al aeropuerto con el tiempo justo de subir al avión. Al cabo de tres cuartos de hora desembarcaron en Love Field, en Dallas, donde Alex había alquilado un coche.
—Van a ser más largos estos treinta y cinco kilómetros hasta Fort Worth que el vuelo —dijo al salir del aeropuerto.
—¿Sabes adónde vamos?
Cat contemplaba la ciudad a lo lejos. Nunca había estado en Dallas. Ojalá el viaje hubiera sido sólo turístico.
—La señora Reyes-Dunne me ha dado unas indicaciones, pero de todas formas ya conozco la zona.
—¿Cómo la has localizado?
—Una vez colaboré en un caso con la policía de Dallas y me hice amigo de uno de los detectives. Hace algunos días lo llamé para preguntarle si recordaba el caso Reyes. Contestó que era difícil de olvidar, aunque cuando trasladaron el juicio a Houston ya no lo había seguido demasiado.
»Como un favor, le pedí que localizara a la familia de Paul Reyes y le expliqué el motivo. Le destaqué que no era un asunto relacionado con la policía.
»Al cabo de un par de días me telefoneó para informarme de que había localizado a la hermana de Reyes. Dijo que no estaba muy predispuesta, así que dejó que decidiera ella. Le dio mi número de teléfono por si se decidía a hablar. He aquí el resultado: ayer, cuando volví de la oficina de Hunsaker, me había dejado un mensaje en el contestador. La llamé y aceptó una entrevista.
—¿Te dio alguna información por teléfono?
—No; sólo me confirmó que era la hermana del Paul Reyes que estaba buscando. Todas sus respuestas a mis preguntas eran cautelosas, pero se mostró interesada ante la posibilidad de que hubieras recibido el corazón de Judy Reyes.
Siguiendo tanto el mapa de carreteras como su instinto, se adentró en el laberinto de autopistas que conectaba ambas ciudades. Una comunidad se fundía con otra para formar una interminable extensión de barrios periféricos.
Alex encontró la calle que estaban buscando en una zona antigua del centro de Fort Worth, al lado de Camp Bowie Boulevard. Aparcó delante de la casa de ladrillo. El jardín estaba a la sombra de un sicomoro y las hojas caídas crujían debajo de sus pies mientras avanzaban hacia la entrada.
Una hermosa mujer de aspecto hispano salió a recibirlos. Llevaba uniforme de enfermera.
—¿Es usted el señor Pierce?
—Sí. Señora Dunne, le presento a Cat Delaney.
—Encantada.
La mujer les estrechó la mano. Observó con atención la cara de Cat.
—¿Cree que lleva el corazón de Judy?
—Es posible.
La mujer no le quitaba la vista de encima. De repente, recordó que tenía que hacer los honores y les señaló las sillas de mimbre del porche.
—Si lo prefieren, podemos entrar.
—No, aquí está bien —dijo Cat al tiempo que se sentaba.
—Me gusta estar al aire libre siempre que puedo.
—¿Es usted enfermera?
—Sí, del John Peter Smith, el hospital del condado, y mi marido es radiólogo. Ahora trabajo en el turno de noche y echo de menos la luz del sol.
Miró a Alex y dijo:
—No sé exactamente para qué quería yerme. Por teléfono no me dio muchas explicaciones.
—Nos interesa localizar a su hermano.
—Lo que me temía. ¿Ha hecho algo malo?
Cat miró a Alex para saber si había dado importancia a las dos inocentes frases. Era evidente que sí.
—¿Ha tenido problemas desde que fue absuelto del asesinato de su mujer?
La señora Dunne respondió a la pregunta de Cat con otra:
—¿Para qué quieren verlo? No les diré nada hasta saber qué los ha traído aquí.
De un sobre marrón, Alex sacó los recortes de periódico y se los mostró.
—¿Había visto antes estas reseñas?
Mientras leía los recortes, era cada vez más evidente que la inquietaban. Al otro lado de las gafas, sus ojos demostraban aprensión.
—¿Qué tienen que ver con Paul?
—Es posible que nada —dijo Cat—. Pero haga el favor de fijarse en las fechas. Es mañana. Es el día en que esas muertes, se supone que sin ninguna relación entre sí, ocurrieron. Es también el aniversario del asesinato de su cuñada y de mi trasplante.
»Nosotros, el señor Pierce y yo, no creemos que los tres trasplantados murieran accidentalmente. Pensamos que pudieron ser asesinados por un miembro de la familia de un donante que quiere parar el corazón en la fecha en que se extirpó.
La señora Dunne sacó del bolsillo un pañuelo de papel y se secó las lágrimas.
—Mi hermano adoraba a Judy. Lo que hizo fue espantoso y no se lo perdono. Se dejó llevar por un ataque de celos... La quería tanto que cuando la vio con otro hombre...
Hizo una pausa para sonarse la nariz.
—Judy era preciosa. Había sido el amor de su vida desde la infancia. Era inteligente, mucho más que Paul; por eso la tenía en un pedestal.
—Un pedestal puede ser un lugar muy solitario —subrayó Cat.
—Sí, tiene usted razón —asintió la enfermera—. No justifico el adulterio de Judy, pero puedo entenderlo. Era una mujer decente y muy religiosa. Enamorarse de otro hombre debió de suponerle un tremendo conflicto personal.
»Estoy segura de que si pudiéramos preguntárselo diría que la acción de Paul estaba justificada y que lo había perdonado. Pero dudo que se perdonara a sí misma por todo el daño que le causó a él y a sus hijas.
Carraspeó.
—Y creo también que Judy aún seguiría amando a ese hombre. No era una simple aventura: lo quería lo suficiente como para morir por él.
Cat recordó que Jeff le había preguntado por el amante y eso había despertado su interés.
—¿Qué fue de él?
—Ojalá lo supiera —la voz de la señora Dunne se llenó de antipatía—. El muy cobarde huyó. Nunca dio la cara. Ni Paul ni ninguno de nosotros supimos ni siquiera su nombre.
Cat le acarició la mano.
—Señora Dunne, ¿sabe dónde está su hermano?
Dividió entre ambos una mirada recelosa.
—Sí.
—¿Podrá conseguir que habláramos con él?
Ninguna respuesta.
Alex se inclinó hacia ella.
—¿Existe una remota posibilidad de que él enviara a la señorita Delaney los recortes y la falsa necrológica como una especie de aviso? Sé que no quiere acusar a su hermano, pero ¿existe algún ligero indicio de que él cometiera los tres asesinatos para parar el corazón de Judy?
—¡No! Paul no es un hombre violento.
Al darse cuenta de lo absurdo de esa afirmación teniendo en cuenta el crimen que había cometido, rectificó:
—Sólo aquella vez. El engaño de Judy lo volvió loco. De lo contrario, nunca le habría puesto la mano encima.
—¿Quién le pidió que donara su corazón para un trasplante?
—preguntó Cat.
—Yo. A algunos miembros de la familia no les gustó nada. Paul...
—¿Qué dijo?
—Que por lo que había hecho merecía que le quitaran el corazón.
Alex miró a Cat con toda intención.
—Y ahora no puede soportar que su corazón infiel siga latiendo.
—Mi hermano no persigue a la señorita Delaney. De eso estoy segura. No castigaría a otra persona por los pecados de Judy y su amante.
Se puso en pie.
—Lo siento, pero tengo que irme a trabajar.
Cat se levantó y le cogió la mano.
—Por favor: si sabe dónde está su hermano, díganoslo.
—Desapareció del mapa después del juicio en Houston. ¿Por qué si salió absuelto? —la apremió Alex.
—Por el bien de las niñas. Sus hijas. No quería que se avergonzaran de él. —Giró la cabeza en dirección a una ventana abierta—. Viven conmigo y mi marido. Tenemos la custodia legal.
—¿Viene Paul a verlas?
—A veces.
—¿De qué vive? ¿Pudo haber viajado a esas otras partes del país? ¿Ha habido temporadas en que usted no supiera dónde estaba?
—Si sabe algo, dígalo, por favor. Podría salvar vidas. La mía y la de él. Se lo ruego.
La señora Dunne volvió a sentarse, agachó la cabeza y empezó a llorar.
—Mi hermano ha sufrido mucho. Cuando mató a Judy, y así fue aunque el jurado lo absolviera, también se mató a sí mismo. Aún está muy trastornado, pero ustedes están insinuando que es capaz de hacer algo tan horrible...
—¿Ha estado recientemente en San Antonio?
Se encogió de hombros con tristeza.
—No lo sé. Supongo que es posible.
Cat y Alex se miraron excitados.
—Pero hace poco vino aquí —añadió.
—¿Está aquí? ¿En la casa?
—No. Está en Fort Worth.
—¿Podríamos verlo?
—Por favor, no me pidan eso. Déjenlo en paz. Cada día, durante el resto de su vida, tendrá que vivir con el remordimiento por lo que hizo.
—¿Y si le hace algún daño a la señorita Delaney? ¿Sería usted capaz de vivir con ese remordimiento?
—No le hará daño.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé.
Se quitó las gafas y se secó los ojos. A continuación, con modales muy dignos, volvió a ponerse las gafas y se levantó.
—Si tanto insisten, vengan conmigo.
Incluso visto desde fuera, el edificio no auguraba nada bueno. La mayoría de las ventanas tenían barrotes. Tuvieron que pasar una serie de controles antes de entrar en el pabellón.
—No me parece una buena idea —dijo el psiquiatra.
Le habían explicado la situación y pedían permiso para hablar con Paul Reyes.
—No he tenido tiempo de terminar mi diagnóstico y el bienestar de mi paciente es lo primero.
—Su paciente puede estar implicado en tres asesinatos —contestó Alex.
—Si está encerrado aquí, no puede hacerle nada a la señorita Delaney. Y, desde luego, no mañana.
—Necesitamos saber si Reyes es la persona que la ha estado acosando.
—O descartarlo como sospechoso.
—Exacto.
—Usted ya no es policía, ¿verdad, señor Píerce? ¿Qué jurisdicción tiene?
—Absolutamente ninguna.
—Sólo queremos hacerle unas preguntas —dijo Cat— y observar su reacción al verme. No haríamos nada que pusiera en peligro su salud mental.
El psiquiatra se dirigió a la hermana de Reyes.
—Usted lo conoce mejor, señora Dunne, ¿qué le parece?
Se fiaba de su opinión porque era enfermera en la sección de psiquiatría de mujeres del hospital. Se lo había dicho a Cat y a Alex cuando se dirigían hacia allí.
—Si pensara que puede causarle algún daño no los habría traído. Creo que al verlo se disiparán sus sospechas
El doctor sopesó su decisión y, por fin, accedió:
—Dos o tres minutos como máximo. Y nada muy comprometido. Burt irá con ustedes.
Burt, un hombretón negro con pantalones blancos y camiseta, impresionaba tanto como un defensa de rugby.
—¿Qué tal está hoy mi hermano? —le preguntó la señora Dunne.
—Esta mañana ha estado leyendo un rato —contestó por encima del hombro mientras lo seguían por el pasillo—. Me parece que ahora está jugando a cartas en la sala.
Entraron en una habitación, amplia e iluminada, donde los pacientes miraban la televisión, se entretenían con juegos de mesa, leían y paseaban.
—Ése es —Alex lo señaló con el dedo a Cat—. Lo reconozco del juicio en Houston.
Reyes era delgado y un poco calvo. Estaba sentado aparte de los demás, mirando al vacío, al parecer en su mundo, y tenía las manos entre las rodillas.
—Le hemos dado la medicación —dijo Burt—. Así que estará tranquilo pero, tal y como ha dicho el doctor, si el paciente empieza a excitarse tendrán que marcharse enseguida.
—De acuerdo —dijo la señora Dunne.
Burt se quedó al lado de la puerta. Cat observó que había personal uniformado entre los pacientes Mirando a su alrededor, sintió compasión por todos ellos. Eran adultos pero indefensos como niños. Vivían confinados dentro de cuatro paredes y con su miseria espiritual.
La señora Dunne pareció leer los depresivos pensamientos de Cat.
—Dentro de este tipo de establecimientos es un hospital modélico, y tenemos médicos excelentes y muy entregados.
Su hermano aún no la había visto y ella lo miró con piedad.
—Paul llegó a casa de forma inesperada hace tres días. Nunca sabemos cuándo va a presentarse ni en qué condiciones. A veces se queda unos días y todo va bien.
Se le empañaron los ojos.
—Otras nos vemos obligados a ingresarlo en el hospital hasta que mejora. Como esta vez. Presentaba un estado de depresión total cuando llegó. Y lo atribuí a la fecha. Mañana se cumplen cuatro años de... Ya saben.
Cat asintió.
—Se empezó a comportar de forma irracional. Las chicas lo quieren mucho, pero estaban asustadas. Mi marido y yo lo trajimos y se nos recomendó que lo dejáramos para hacer un examen completo. ¿Es necesario molestarlo?
—Me temo que sí —contestó Alex sin darle a Cat la oportunidad de hablar—. Aunque sólo sea un minuto. Lo haremos tan breve y fácil como sea posible.
La señora Dunne se llevó los dedos a los labios para que le dejaran de temblar.
—Cuando éramos niños era un encanto. Nunca daba problemas; era todo dulzura y cariño. Si hubiera matado a esas personas, sé que habría sido sin querer. Otra personalidad viviendo dentro de él; no mi querido Paul.
Alex apoyó una mano en su hombro.
—Eso aún no lo sabemos.
La señora Dunne los guió hasta su hermano. Apoyó las manos en sus hombros y murmuró su nombre. Él levantó la cabeza y la miró, pero sus ojos estaban vacíos.
—Hola, Paul, ¿qué tal estamos?
Se sentó a su lado y cubrió las manos del enfermo con las suyas.
—Mañana es el día —tenía la voz ronca, como si la garganta estuviera seca por falta de uso—. El día que la encontré con él.
—No pienses en eso.
—No pienso en otra cosa.
La señora Dunne se humedeció los labios, nerviosa.
—Hay alguien que quiere hablar contigo, Paul. Te presento al señor Pierce y a la señorita Delaney.
Al tiempo que ella hablaba, Paul miró a Alex con indiferencia, pero al ver a Cat saltó de la silla.
—¿Recibió lo que le envié? ¿Lo recibió?
De forma instintiva, Cat retrocedió. Alex se interpuso entre ella y Reyes. Su hermana lo sujetó por el brazo. Burt acudió corriendo, pero Cat evitó que sometiera al paciente.
—Por favor -dijo saliendo de detrás de Alex—, dejadlo hablar.
—¿Me envió usted esos recortes?
—Sí.
—¿Por qué?
Cat no tenía miedo, pero Burt aún ceñía la mano en el antebrazo de Reyes y la señora Dunne le sujetaba el otro.
—Va a morir. Como los demás. Como la vieja, como el chico. Se ahogó, pasó horas en el agua hasta que lo encontraron. El otro...
—Se cortó la femoral con una sierra de cadena —dijo Alex.
—Sí, sí.
Los salpicó de saliva. Tenía los ojos febriles.
—Y, ahora, usted. ¡Va a morir porque lleva su corazón!
—¡Dios mío! —gimió su hermana—. Paul, ¿qué has hecho?
—Reyes, ¿mató usted a esas personas? —preguntó Alex.
Hizo un movimiento rápido con la cabeza y fijó sus ojos en Alex.
—¿Quién es usted? ¿Lo conozco? ¿Lo conozco?
—Responda a mi pregunta. ¿Mató a esos trasplantados?
—¡Maté a la puta de mi esposa! —gritó—. ¡Estaba en la cama
con él! Yo los vi. La maté; y me alegro porque se lo merecía. Y
volvería a hacerlo. Ojalá pudiera haberlo matado también a él y
lamerme su sangre de las manos.
Cada vez estaba más agitado y empezó a forcejear para librarse de la mano de Burt, quien llamó en busca de ayuda. Debido al tumulto que estaba creando Reyes, otros enfermos se mostraban inquietos.
Entró el médico.
—Ya me lo temía. ¡Fuera! —gritó.
—¡Espere! Sólo un segundo, por favor. Cat se acercó a Reyes.
—¿Por qué se molestó en avisarme?
—Le trasplantaron un corazón, lo leí. ¿Es el de Judy?
Consiguió soltarse y puso la mano sobre el pecho de Cat.
—¡Cielo santo! —sollozó al notar los latidos—. Mi Judy. Amor mío, ¿por qué?, ¿por qué lo hiciste? Yo te adoraba, pero tenías que morir.
—Paul -dijo su hermana con voz entrecortada—. Que Dios te perdone.
Los brazos de Burt se habían cerrado sobre él y se lo llevaba. Alex apartó a Cat a un lado. Se había quedado pasmada por la reacción de Reyes. Ese hombre sufría lo indecible. Había enloquecido por amor, remordimiento y rabia. Le daba más lástima que miedo.
Alex la rodeó con el brazo.
—¿Estás bien?
Asintió, contemplando con piedad y horror cómo Reyes se debatía con Burt, quien tenía dificultades para sujetarlo mientras gritaba:
—¡Va a morir!
Se veía la tensión de las venas de su cuello y tenía la cara enrojecida y distorsionada.
—Mañana es el día. Igual que los otros, morirá.
El médico le clavó una jeringuilla en el bíceps, pero él no se dio cuenta del pinchazo. Casi de inmediato, se dejó caer sobre Burt.
—Morirá —tuvo tiempo aún de decir.
Y sucumbió a los efectos de la droga.