Capítulo cuarenta y seis


Capítulo cuarenta y seis

El trabajo era la panacea de Cat. Incluso cuando tenía su do­lencia, no había dejado de dedicar las horas que fueran nece­sarias a Passages. Si estaba deprimida, trabajaba; si se sentía feliz, trabajaba. En su estado actual, seguir trabajando la ali­viaría.

Había llamado a Jeff para explicarle por qué no estaría allí hasta después del almuerzo.

—Ya te pondré al corriente de los detalles cuando llegue.

En la intimidad de la oficina de Cat, Jeff había estado escu­chando la historia con creciente incredulidad.

—Por todos los santos, Cat; ese George Murphy es un salvaje. Pudo matarte.

—Pues no lo hizo.

—¿Por qué no sigues el plan previsto y te vas a Los Ángeles? Tal vez sería conveniente que estuvieras unos días fuera.

—Ya he llamado a Dean y he anulado el viaje.

Marcharse ahora sería huir cobardemente. A Michael y a Patricia no les inspiraría mucha confianza que, después de ha­berles asegurado que estarían a salvo de Cyclops, saliera per­diendo el culo hacia la Costa Oeste. En vez de escapar, traba­jaría.

—Al menos tómate la tarde libre. Ya nos pondremos al co­rriente dijo Jeff.

—Aquí es donde necesito estar. ¿Me he perdido algo impor­tante esta mañana? Vamos, manos a la obra.

Hizo unas cuantas llamadas, dictó varias cartas y apalabró dos filmaciones en exteriores con el equipo de producción para la siguiente semana.

—Para la filmación del miércoles me he puesto en contacto con el viejo cowboy que llevó los ponis a la fiesta de Nancy Webster. Le gustan los niños y me ha dicho que está a nuestra posición, y gratis.

—Estupendo. A los niños les encantó y Michael disfrutó de lo lindo.

—Cat, lo que has hecho por él y su madre.

No terminó la frase hasta que ella levantó la cabeza.

—Ha sido muy generoso por tu parte que te tomaras un interés personal —vaciló——. ¿Piensas que llevas el corazón de su padre?

—No lo sé ni quiero saberlo. Habría ayudado a cualquier mujer y a cualquier niño atrapados en una situación similar. Me basta con saber que están a salvo y con la oportunidad de empezar de nuevo.

Después de dejarlos en su nuevo hogar, Sherry había telefoneado para decir que habían sido muy recibidos por las otras familias que vivían allí. Cat informó a Jeff.

—Patricia se ha ofrecido a aportar dinero para la comunidad haciendo collares y pulseras. Los vende a alguien que tiene un tenderete en el mercadillo. Con el tiempo y algo más de práctica, se convertirá en una artista.

—Sin ti nunca habría sido posible le comentó Jeff.

Cat frunció los labios, pensativa.

—Si Sparky hubiera sobrevivido al accidente sus vidas habrían tomado otro rumbo. Tal vez al saber que estaba embarazada habrían dejado la pandilla de motoristas. Hubieran criado juntos a Michael con cariño y ella habría podido perfeccionar su talento para la artesanía. Según parece, Sparky era muy inteligente y le interesaban la literatura y la filosofía. Habría podido ser maestro o escritor.

—Eso es una novela rosa, Cat. Lo más probable es que las cosas no hubieran ido así.

—Pero nunca lo sabremos, ¿verdad?

—Y otra persona vivió.

Cat salió de sus ensoñaciones y desató el nudo que sentía en la garganta.

—Sí, otra persona vivió.

Esa misma tarde, Jeff asomé la cabeza por la puerta del despacho.

—El señor Webster acaba de llamar.

—¿Ahora? Estoy hasta el cuello de asuntos por resolver.

—Ha dicho que ahora mismo. ¿Hay algún motivo por el que esté preocupado?

—¿Parecía preocupado?

—Mucho.

Hacía días que no veía a Bill. Cuando su adusta secretaria los acompañó hasta el despacho, él demostró una total falta de cordialidad.

Y acomodados en el sofá de cuero, Bill presentó a su otro visitante.

—Ronald Truitt. Como sabéis, es el comentarista de televisión del Light.

Así que ese cuarentón gordito con calva incipiente era Ron su némesis periodística, el crítico salido del infierno.

Tenía «mono» de nicotina, ya que, por el bolsillo de la camisa, se asomaba un paquete de Camel que, de vez en cuando, tan­teaba como para asegurarse de que sus cigarrillos seguían allí aunque no pudiera fumárse1os.

Quería aparentar que estaba cómodo y despreocupado, pero no lo estaba haciendo bien. Balanceaba una pierna y parpadeaba con demasiada frecuencia.

Cat hizo caso omiso de Truitt y preguntó a Bill:

—¿Oué ocurre?

—Como cortesía profesional, el señor Truitt ha venido para avisarme del contenido del artículo que aparece mañana en el periódico. He pensado que tú también tenías derecho a que te avisara.

—¿Avisarme? Eso implica algo poco agradable.

—Por desgracia, el artículo tiene connotaciones poco agra­dables.

—¿Con respecto al programa Los Niños de Cat? —preguntó Jeff.

—Exacto.

Bill miró al periodista y le indicó que era su turno.

Truit se sentó más erguido y, sin que fuera necesario, abrió sus anotaciones. Cat sabía reconocer cuando alguien estaba actuando.

— A últimas horas de esta mañana he recibido una llamada de alguien llamado Cyclops —-dijo.

— Ciclops le ha llamado? —exclamó Cat.

—¿Lo conoces? —preguntó Bill.

—Es que es el chico malo. Tiene una sarta de delitos larga como mi brazo, empezando por malos tratos a un menor y ter­minando por extorsión.

—Es posible —dijo Truitt—. Pero alega que usted no es ninguna santa.

—Nunca he dicho que lo sea, pero eso es aparte. ¿No tiene nada mejor de qué escribir que de un concurso de insultos entre un motorista cocainómano buscado por la policía y yo?

—Se trata de algo más serio que un concurso de insultos—dijo Bill.

Hizo una pausa y dejó caer la bomba.

—Cat, el señor Murphy te acusa de abusos a menores.

Estaba demasiado atónita para poder hablar. Miró a Bill y después a Truitt.

—Así es. Cyclops me ha dicho que había abusado de su hi­jastro durante una fiesta en casa del señor Webster.

—No tiene ningún hijastro —rebatió en tono áspero.

—¿Un niño llamado Michael?

—La madre de Michael no está casada con Murphy. Legal­mente no es el padrastro del niño.

—Bueno, eso da igual, pero ha dado pie a preguntarse si ese niño es el único del que usted ha abusado. No me negará que está en una situación privilegiada para poder aprovecharse de varios.

—No es posible.

Se carcajeó, incrédula, pero nadie más sonreía, y menos aún Webster.

—Bill, di algo, no creo que pienses que...

—Lo que yo piense no importa.

Cat se dirigió al periodista.

—Seguro que no va a publicar eso. En primer lugar, es ab­surdo; en segundo lugar, sin una confirmación se expone a una demanda por libelo de proporciones astronómicas.

—Tengo alguien que lo ha corroborado.

De nuevo se quedó pasmada.

—¿Quién?

—No estoy autorizado para decirlo. Mi segunda fuente de in­formación quiere quedar en el anonimato, pero le aseguro que está en situación de saber de qué va la cosa.

—¡No sabe nada de nada! —gritó—. ¿De dónde ha salido esa segunda fuente de información?

—Me he movido, he hablado con gente.

—Está cometiendo un terrible error, señor Truitt. Si publica ese artículo les va a salir caro a usted y a su periódico. Cualquier persona que me conozca sabe que hago todo lo que puedo dentro de mis posibilidades para rescatar a niños de cualquier forma de abusos, ya sean físicos, sexuales o psicológicos. Si George Mur­phy quiere acusarme de algo, debería haber inventado algo más creíble.

—Pero usted está en una excelente situación para ganarse la confianza de los niños, ¿no?

—Me parece una insinuación despreciable y que no merece respuesta.

Truitt se adelantó hasta el borde de su asiento. Era como un tiburón que había olido la sangre y avanzaba en busca de su presa.

—¿Por qué abandonó una brillante carrera como actriz de te­lenovelas para hacer un programa local como Los Niños de Cat?

—Porque me dio la gana.

—¿Por qué? —insistió el periodista.

—¡Porque de otra forma no habría tenido provisión de niños de quienes abusar!

—Cat.

—Bueno, ¿no es ahí a donde quiere llegar?

Lamentó haberle gritado a Jeff, que sólo intentaba calmarla. Después de unos momentos, le habló a Truitt con un tono de voz más razonable:

—Dejé mi carrera porque quería hacer algo que valiera la pena durante el resto de mi vida.

La mueca de Truitt mostraba escepticismo.

—A ver si lo entiendo. ¿Renuncia a unos ingresos fabulosos, a la fama, por una cantidad muy inferior y cuatro miserables mi­nutos en pantalla? —negó con la cabeza—. No cuela. Nadie es tan altruista.

Cat no iba a revelar sus motivos, que eran demasiado íntimos. Además, ese mezquino gacetillero no merecía ninguna explica­ción. Le habría gustado escupirle a la cara, pero, por el bien de la WWSA, respondió con diplomacia.

—No tiene nada que apoye esta ridícula acusación. Cyclops es un delincuente que apenas sabe articular una palabra detrás de otra.

—Tengo dos fuentes. La otra es digna de crédito y sí sabe cómo articular las palabras.

—Una de sus fuentes es ese matón; y la otra, alguien que no tiene agallas para acusarme cara a cara.

—Woodward y Bernstein, ya sabe, los del Watergate, empe­zaron con menos y terminaron enviando al carajo a un presi­dente y pasando a la historia.

—La compasión me impide explicarle lo muy lejos que está de Woodward o de Bernstein, señor Truitt.

Él se limitó a sonreír, cerró el bloc y se levantó.

—Si dejara de publicar una noticia tan jugosa como ésta me expulsarían del colegio de periodistas.

—Es mentira. Descabellada y sin fundamento.

—¿Puedo publicar eso?

—No —dijo Webster al levantarse—. Sigue siendo una con­versación que no debe publicarse. La señorita Delaney no está haciendo una declaración oficial.

—Bill, no me importa...

—Por favor, Cat. El departamento de relaciones públicas se ocupará de eso.

Acompañó a Truitt hasta la puerta.

Después, el silencio en la habitación era el propio de un fu­neral. Cat estaba furiosa y miraba a Bill con ojos centelleantes cuando regresó a su mesa y se sentó.

—Estoy esperando una explicación, Bill. ¿Por qué te has cru­zado de brazos y has dejado que me difamara? ¿Por qué lo has recibido?

—Cat, vuelve a sentarte, contrólate y escúchame.

Se sentó, pero no podía morderse la lengua.

—¿Me crees capaz de abusar de los niños?

—¡Claro que no! Pero tengo que pensar en lo que conviene a la emisora.

—Ah, claro, la emisora. Mientras la emisora quede al margen, mi reputación puede arrastrarse por los suelos.

Durante un momento, Bill parecía apenado.

—No podemos evitar que escriba y publique su columna, pero es preciso apresurarse a atajar la polémica que este asunto va a generar. Ya he dado orden al departamento de relaciones públi­cas para que se ponga en marcha. Puedes elaborar con ellos una declaración oficial.

—No tengo la menor intención de desmentir una mentira tan atroz. ¿Cómo puede alguien creerme capaz de hacer daño a un niño?

No lograba contener las lágrimas.

—El público del programa no lo creerá, Cat —dijo Jeff, muy convencido.

—Pienso lo mismo —añadió Bill—. Leerán el artículo y ahí terminará todo. Tus admiradores lo tomarán corno lo que es: un ataque malicioso por parte de alguien que te tiene manía.

»Al cabo de unas semanas nadie se acordará. Entretanto, el programa queda suspendido.

Cat no daba crédito a sus oídos.

—No estás hablando en serio.

—Lo siento. Ya está decidido.

—Equivale a admitir la culpabilidad. Te ruego que lo recon­sideres, Bill.

—Sabes que apoyo firmemente el trabajo que has hecho. Ha sido un empujón para la cadena y una contribución importante a la comunidad. El programa volverá en su momento oportuno.

»No hace falta que te diga el respeto y el cariño que siento por ti, Cat, y lo que lamento disgustarte. Soy consciente de que te parece una traición, pero, como responsable de la WWSA, tengo la obligación de pensar en lo mejor para todos, incluso para ti.

»Hasta que este incidente se haya olvidado, no me parece conveniente que aparezcas en pantalla.

Su expresión sombría y su imperioso tono de voz decían que su decisión era irrevocable.

Cat contempló el suelo y, después, levantó la cabeza.

—Muy bien, Bill; entiendo tu postura. Tendrás mi dimisión antes de que acabe el día.

—¿Qué? —exclamó Jeff.

—Cat...

—Escuchadme bien los dos. Si esa historia se publica, el pro­grama conmigo está muerto para siempre. Podría negar las acu­saciones hasta quedarme afónica y no serviría de nada. Las per­sonas tenemos tendencia a creernos lo peor; más aún si lo leemos. Si está en letra impresa, debe de ser cierto, ¿no?

»Bill, acabas de decir que tienes que pensar en lo mejor para la WWSA. Yo tengo que pensar en lo que es mejor para los niños. Sea lo que sea lo que crea Truitt o cualquier otra persona, su bienestar ha sido lo único que me impulsó a dedicarme en alma y cuerpo al programa. Y ellos siguen siendo mi principal preo­cupación.

»Son ya víctimas inocentes y no quiero que sufran más eli­minando lo que podría ser su última esperanza. Yo me voy, pero podéis cambiar el nombre y seguir emitiendo el programa. Y os recomiendo que no perdáis tiempo para buscar a alguien que me sustituya.



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